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CITERIOR Y ULTERIOR
LAS PROVINCIAS ROMANAS DE HISPANIA EN LA ERA REPUBLICANA
Madrid
Istmo
2000
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PRÓLOGO
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Es ese estado la república romana, en sus dos últimos siglos de existencia. Un es-
tado dinámico, sujeto-objeto de transformaciones, que inciden tanto en su carácter interno
como en su proyección exterior, en el marco de la política internacional. Por lo que respec-
ta al primero, el espacio temporal en el que se extiende la conquista de Hispania es para-
lelo al proceso de transformación de un régimen aristocrático en una extremada oligar-
quía, cuyas contradicciones propician, después de un largo período de enfrentamientos
civiles, la instauración de un sistema autoritario personal, el llamado “Principado” de Au-
gusto. Y por lo que respecta a la política exterior, el estado romano, que a comienzos del
período se enfrenta precisamente en Hispania a Cartago, la otra gran potencia del Medite-
rráneo occidental, inicia como consecuencia de su victoria sobre el estado púnico una
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confusa pero progresiva política imperialista, que termina convirtiéndolo en un imperio uni-
versal.
Para comprender pues conquista y romanización habría que partir de la propia evo-
lución histórica interna de Roma, que se proyecta sobre las distintas regiones peninsula-
res para imprimirles una personalidad distinta y característica.
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JOSÉ MANUEL ROLDÁN HERVÁS
I LA IBERIA CARTAGINESA
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Desde la Edad del Bronce el Extremo Occidente era considerado por los pueblos
del Levante mediterráneo como una tierra privilegiada por sus riquezas mineras y, como
tal, objeto de viajes y exploraciones esporádicos, que desembocaron en una auténtica y
extensa actividad colonizadora. Fueron los fenicios, ocupantes de la costa del Líbano ac-
tual, los primeros que emprendieron a partir del siglo XI una expansión colonizadora hacia
las costas del Extremo Occidente -norte de África y mediodía de la península Ibérica-, bajo
la hegemonía de Tiro y de su aristocracia. La expansión, que en un primer momento se
sirvió de puertos de pueblos extranjeros o se contentó con instalar modestas factorías, en
ocasiones asociadas a templos, dio origen, a partir del siglo VIII a.C., a auténticas colo-
nias. El móvil de la expansión fue lógicamente comercial y, en concreto, centrado en la
adquisición de metal, en especial y por lo que respecta a la península Ibérica, de plata.
Pero en el Occidente, la más fecunda colonia fenicia sería Cartago, fundada, según
la tradición, en el año 814/3. Su privilegiado emplazamiento en el golfo de Túnez servía a
motivos estratégicos, a medio camino entre el Levante mediterráneo y el Extremo Occi-
dente, pero al mismo tiempo incrustado en el meollo del comercio africano. Esta magnífica
posición terminaría por hacer de la colonia el más importante de los establecimientos fe-
nicios del Mediterráneo. En parte como consecuencia de las dificultades de la metrópoli,
Tiro, debilitada por la presión asiria desde Tiglatpileser III (745-727) pero, sobre todo, gra-
cias a su dinamismo, Cartago asumió un papel coordinador y de dirección de los estable-
cimientos fenicios en Occidente y se erigió en cabeza de un gran imperio comercial.
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Frente a la suposición de que el tratado pretendía cerrar tanto a los romanos como
a sus aliados el Estrecho de Gibraltar y, con él, el acceso directo a los productos peninsu-
lares, parece que la prohibición de navegar se dirigía solamente a obtener un bloqueo de
la costa norteafricana. En otro caso, se hubiera fijado un punto fronterizo en la costa his-
pánica. La razón de la prohibición estaría en el deseo de los cartagineses de proteger los
emporios y el tráfico con la Sirte, restringiendo la navegación hacia esas regiones. Por
parte etrusca se expresaría la preocupación por mantener a los cartagineses alejados del
Lacio, en un tiempo en que el control de los etruscos sobre el territorio se estaba resque-
brajando por momentos.
El tratado, transmitido también por Polibio, venía a delimitar las respectivas áreas
de intereses de ambas potencias bajo una base de entendimiento y amistad. El párrafo
que nos interesa es el primero, en el que, textualmente, se convenía: Habrá amistad entre
los romanos y los aliados de los romanos con los cartagineses, tirios, uticenses y sus alia-
dos; más allá del Kalón Akroterion y de Mastia de Tarsis los romanos no podrán hacer
presas, ni comerciar, ni fundar ciudades.
Según Livio, en el año 306, se renovaron por tercera vez los convenios entre Roma
y los cartagineses, es decir, se habría firmado un cuarto tratado. Por consiguiente, entre el
343 y el 306, se habría firmado un tercer acuerdo, con parecido contenido al anterior y, en
este caso, forzado quizás por las dificultades púnicas en Sicilia como consecuencia de la
brillante actividad militar del corintio Timoleón, que transitoriamente había logrado unificar
a muchas ciudades griegas contra Cartago.
El tratado de 306, transmitido por Livio, que probablemente hay que identificar con
un acuerdo mencionado por el historiador griego Filino, tenía como contenido básico la
promesa romana de no desplegar en Sicilia ninguna actividad política y militar a cambio de
la renuncia cartaginesa a una intervención en Italia. Merece la pena destacarlo porque
muestra cómo poco a poco Cartago y Roma iban delimitando sus esferas de intereses,
cada vez más peligrosamente cercanas. Todavía eran, no obstante, posibles los compro-
misos porque Cartago jamás había pensado en una política expansiva en Italia, concen-
trada como estaba en reconducir sus planes en Sicilia tras la reciente firma de un trata-
do de paz con el tirano Agatocles, y Roma, por su parte, en vísperas del ataque decisivo
contra las tribus samnitas de la Italia centro-meridional, que concluiría con la captura de
Bovianum (Segunda Guerra Samnita, 326-304), no albergaba planes con respecto a la
todavía lejana Sicilia.
El conflicto duró veintitrés años y, aunque era el control por las tierras sicilianas el
objeto de la discordia, una buena parte de las operaciones militares tuvieron por escenario
el mar, donde la república romana se convirtió en una potencia marítima. Fue precismente
en el mar donde Roma asestó, en el 241, el golpe definitivo a su enemiga, obligando a
Cartago a pactar; por la llamada paz de Catulo, Cartago se comprometía a la evacuación
de Sicilia, las islas Lípari y Égates y al pago, en diez años, de una pesada contribución de
guerra de 3.200 talentos. Sicilia se convirtió así, en su mayor parte, en provincia romana,
mientras Cartago, con un giro a su política, intensificaría, como veremos, con los Barca
su intervención en la península Ibérica.
Desconocemos con exactitud cuándo y por qué razones perdió Cartago su influen-
cia en Iberia. Las fechas propuestas oscilan entre el comienzo y el final de la Primera
Guerra Púnica (264-241), si hacemos excepción de la tesis de Pericot, poco probable, de
que esta fecha pudiera retraerse al 300 a. C. en que, debilitado internamente el imperio, la
ruina del dominio cartaginés se habría producido por la revuelta de los indígenas ayuda-
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dos por los massaliotas. En cualquier caso, las necesidades de concentrar todo el esfuer-
zo en la guerra contra Roma harían muy difícil dedicar una atención suficiente a los asun-
tos de la Península, que, basados, como hemos visto, en puntos de vista comerciales y no
de explotación estratégica, pasarían a segundo plano, quedando abandonadas las facto-
rías a su suerte y a la probable presión de los indígenas y griegos. Sólo las más fuertes o
mejor situadas pudieron resistir, manteniendo lazos de conexión con Cartago, agrupadas
alrededor de Gadir, que serviría posteriormente, con la llegada de los Barca, de trampolín
para la conquista del país.
Sea cual fuere la explicación, es sorprendente que sólo tres años después de estos
incidentes, cuando Cartago ya había reducido a los soldados sublevados con castigos
ejemplares, los romanos, que habían rechazado la exhortación de los rebeldes a una in-
tervención en Cerdeña, se decidieron a enviar tropas y hacerse cargo de la isla (238/237
a.C.).
Cartago hubo de renunciar a a recuperar la isla y cedió ante Roma que, además,
impuso a su enemiga una indemnización suplementaria de 1.200 talentos a añadir a los
3.200 del tratado del año 241, por una guerra que ni siquiera había tenido lugar. Así que-
daron liquidados de un golpe los últimos restos de la antigua hegemonía púnica en el mar
Tirreno, puesto que, cuando Cerdeña cayó en manos romanas, también la vecina Córce-
ga, perteneciente hasta entonces a la esfera de influencia cartaginesa, sufrió la misma
suerte.
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La política romana en el período de entreguerras
No es fácil explicar la brutal acción romana, que difícilmente podría considerarse
otra cosa que un vulgar acto de piratería. Se ha aducido que, una vez en posesión de Si-
cilia, el gobierno romano podía temer la proximidad de los enclaves cartagineses de Cer-
deña y Córcega frente a las costas de Italia. Incluso cabría apuntar los inicios de un desa-
rrollo imperialista que pretendiera buscar la herencia de Cartago en el Mediterráneo occi-
dental. Quizá, simplemente, sin motivaciones de alta política, Roma intentara exprimir
más el fruto de su victoria. Pero la explicación, más bien, se encuentra en el juego de
fuerzas e intereses en el seno del estado romano.
A este punto de vista se enfrentaban los grupos más dinámicos, cuya fortuna había
consistido durante varias centurias en la apertura de mercados ultramarinos y en la libre
expansión del comercio y la manufactura, protegidos por la hegemonía marítima de Car-
tago en el Mediterráneo. No conocemos la relación numérica ni el peso de decisión en el
gobierno de este grupo frente a los terratenientes, pero, sin duda, era muy importante si
tenemos en cuenta el desarrollo histórico de Cartago y su brillante papel en los siglos an-
teriores a la guerra contra Roma. Su situación ahora era mucho más comprometida y las
salidas a su actividad muy problemáticas, no sólo por la dificultad en contar con el apoyo
de una flota que protegiera sus intereses, sino también por la propia pérdida de las bases
mediterráneas que servían de puntos de irradiación en Sicilia, Cerdeña y Córcega. Las
fuentes ponen a la cabeza de este grupo a Amílcar, descendiente de una vieja familia de
larga tradición militar, la de los Barca, que había conducido el ejército cartaginés en Sicilia
en la última fase de la guerra contra los romanos y que había jugado un papel relevante
en el aplastamiento de la revuelta de los mercenarios.
La propuesta de Amílcar habría chocado contra un muro de oposición por parte del
senado, cuyos miembros, agrupados en torno a Hannón, estaban interesados en una polí-
tica exclusivamente agraria y continental. Amílcar, para conseguir la aprobación a sus pla-
nes imperialistas, se habría servido de su yerno Asdrúbal, un joven político, enemigo acé-
rrimo de la aristocracia, y con fuerte ascendencia sobre el demos, la base ciudadana. El
proyecto, rechazado por el senado pero apoyado de forma unánime por el pueblo, terminó
por convertirse en realidad y Amílcar contó con los recursos necesarios para emprender la
aventura de Iberia.
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Por otra parte, hay que tener en cuenta que estas fuentes, contemporáneas o pos-
teriores a la Segunda Guerra Púnica, tanto por parte cartaginesa como romana, trataron
de concentrar las causas de su estallido en la arrogante figura de Aníbal y en una preten-
dida tendencia tiránica de los Barca.
Finalmente, por lo que respecta a la pretendida ambición tiránica, los hechos, por el
contrario, prueban que los sucesivos miembros de la familia Barca, que condujeron la
conquista de la Península, actuaron siempre dentro de las directrices emanadas por los
responsables de la política púnica, sin supuestos intentos golpistas.
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Con el apoyo de los círculos mercantiles, los partidarios de Aníbal prepararon a la
asamblea del demos cartaginés, que finalmente tomó la decisión de adjudicar el mando
supremo a Amílcar. Sin duda, no fue difícil lograr este apoyo popular, si tenemos en cuen-
ta que sus intereses tenían que estar más cercanos al programa de expansión, donde po-
dían encontrar solución a los problemas económicos —no olvidemos que Cartago era
esencialmente un puerto—, que al favorecimiento de intereses latifundistas, donde poco
podían beneficiarse. Así, Amílcar fue investido como strategós de toda Libia por tiempo
indefinido y, como general en jefe, pudo materializar, sin revolución ni traumas en el inte-
rior del Estado, el plan de conquista de Iberia.
El programa de Amílcar
El programa de Amílcar, aceptado por el gobierno cartaginés, no consistía sólo en
devolver a Cartago su vieja influencia sobre las plazas comerciales del sur de la Penínsu-
la; la empresa era más ambiciosa y de más profunda significación. Se trataba de buscar
compensación a la pérdida de Sicilia, Cerdeña y Córcega y al cierre de los mercados de
Italia y la Galia mediante la creación de un imperio occidental, ya no simplemente limitado
a la costa, sino extendido en profundidad en el interior de un país con gigantescas posibi-
lidades económicas en su suelo y subsuelo, para su explotación sistemática en beneficio
del estado púnico.
Esta conquista, como han puesto de manifiesto, entre otros, G. Wagner y López
Castro, respondía a un intento de reajustar el tradicional sistema económico cartaginés,
desmantelado a cuenta de las recientes guerras. Al perder el control indirecto de las ciu-
dades y puertos aliados de Sicilia y el dominio de Cerdeña, la potencia púnica hubo de re-
currir a la conquista directa del único territorio sobre el que podía intervenir sin chocar con
Roma, para asegurarse el abastecimiento y control de las materias primas.
La empresa de los Barca adquiere así una relevancia histórica digna de ser tenida
en cuenta como voluntad de los círculos dirigentes del estado cartaginés para no quedar
reducidos al papel segundón de país marginado, en los límites de un mundo donde hasta
hace poco habían jugado un papel esencial. Ahora se trataba, por el contrario, de devolver
a Cartago su potencia con los medios que los nuevos tiempos exigían. El estado africano
a partir de ahora dejará de ser simplemente una polis comercial, con limitados intereses,
dirigida fundamentalmente a la apertura de mercados a sus actividades mercantiles, para
iniciar el mismo camino imperialista emprendido con éxito por Roma: aglutinar bajo su
hegemonía y en provecho propio extensos territorios de donde obtener los recursos para
poder seguir contando con peso en el panorama internacional.
Al norte de estos pueblos, la costa levantina estaba poblada por tribus de contesta-
nos y edetanos, y, por el interior, al norte de los turdetanos, al otro lado del Guadiana y en
la región montuosa bética, se extendían respectivamente lusitanos y oretanos, con regí-
menes sociales de carácter tribal y mayor pervivencia de tradiciones militares, consecuen-
cia de sus magras posibilidades económicas. En conjunto, pues, un cuadro de gran frag-
mentación política que permitía asegurar el éxito a los planes de conquista.
Amílcar
El ejército púnico al mando de Amílcar, al que acompañaban su yerno Asdrúbal, al
mando de la flota, y su hijo Aníbal, niño de nueve años, se embarcó rumbo a Gadir en el
237 a. C. Por primera vez contamos con fuentes literarias algo coherentes para seguir los
sucesos en la Península, aunque se limiten a unos cuantos hechos y dejen en la oscuri-
dad el auténtico carácter de la conquista.
Desde la base de Gadir, Amílcar debió intentar la sumisión del valle del Guadalqui-
vir, es decir, la Turdetania. Como en otras ocasiones posteriores, los turdetanos trataron
de defenderse recurriendo al empleo de mercenarios o aliados.
Diodoro menciona una coalición de “iberos y tartesios”, apoyados por los guerreros
del celta Istolacio. Amílcar pudo compensar la indudable superioridad numérica indígena
con su mejor estrategia y táctica. Así, no tuvo dificultad en vencerlos, matando a Istolacio
con otros muchos principales indígenas e incorporando a su ejército a tres mil prisioneros.
La victoria no fue, sin embargo, definitiva. Poco después, un tal Indortas presentó
de nuevo batalla con unas fuerzas de 50.000 hombres. Amílcar consiguió envolverlos y
cuando intentaron huir aniquiló a la mayoría. Indortas, capturado vivo, fue ajusticiado
cruelmente -ceguera, tortura y crucifixión- , pero en cambio respetó la vida de más de diez
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mil prisioneros, que fueron puestos en libertad. Así, alternando los éxitos militares con una
labor diplomática, pudo ganarse las ciudades del Bajo Betis, desde donde, abriéndose pa-
so por el valle del Guadalquivir y las altas planicies de la región de Jaén, alcanzó el Medi-
terráneo. Está claro que el interés de Amílcar se encontraba en la costa oriental, a cuyo
sometimiento dedicó sus esfuerzos. La conquista de la región se vio coronada con la fun-
dación de una ciudad que debería servir de base militar y centro administrativo a los púni-
cos, Akra Leuke, en el Tossal de Manises (Albufereta, Alicante).
Si, como ha supuesto García y Bellido, esta nueva ciudad estaba situada sobre o
cerca de una factoría griega, el proceder de Amílcar atentaba contra el pacto, aún vigente,
del año 348, puesto que perjudicaba los intereses de un aliado de Roma. Fueron segura-
mente las colonias más meridionales de la Península las que directamente o por interme-
dio de Massalía hicieron saber al gobierno romano el proceder bélico de Amílcar, precipi-
tando una embajada presidida por C. Papirio, cónsul en el 231, que vino a Iberia a entre-
vistarse con el caudillo púnico para pedirle explicaciones sobre sus actividades. La irónica
respuesta de Amílcar de que los cartagineses llevaban la guerra a Iberia para pagar las
deudas que tenían con los romanos parece que dejó satisfecha a la comisión, o al menos
debió fingir que lo estaba.
De hecho, el pretexto era poco satisfactorio, porque ese mismo año o el anterior ya
se había satisfecho la última cuota impuesta por el tratado de Lutacio Catulo. Es bastante
probable que el gobierno romano sólo intentara hacer saber a Amílcar que conocía sus
planes en forma de velada advertencia. Quizá la diplomacia romana estaba mediatizada
por los problemas que, por este tiempo, el gobierno había de resolver en la propia Italia,
en la región ligur y en las costas de Iliria. En cualquier caso los intereses de Roma esta-
ban muy lejos de la Península y, ante la preocupación por problemas más inmediatos y
directos, prefirió la no intervención, aun a costa de sacrificar a sus aliados. Por otra parte,
el pacto del 348, según se desprende de la redacción de Polibio, fuera de la protección
por parte de Roma a sus aliados, no limitaba la expansión púnica, sino que era la propia
Cartago la que definía sus fronteras de dominio exclusivo, ya que, de no ser así, el avance
púnico al norte de Mastia (Cartagena) hubiese significado una flagrante transgresión del
tratado.
De cualquier modo, Amílcar tenía las manos libres para operar en la región con el
apoyo de la base de Akra Leuke y sus siguientes esfuerzos se encaminaron a someter las
tribus vecinas de la costa y del interior. Pero en el curso de esta campaña, el general pú-
nico perdió la vida durante el sitio de la ciudad de Heliké, identificada sin base firme con
Elche, y, más probablemente, como piensa García y Bellido, con otro topónimo del mismo
nombre, Elche de la Sierra, en la región montañosa al sur de Albacete, en la sierra de
Segura.
Asdrúbal
La sucesión de Amílcar al frente de la epicracia peninsular no comportó problema
alguno. Las tropas de Iberia y el gobierno de Cartago estuvieron de acuerdo en nombrar
strategós a su yerno Asdrúbal, que, como lugarteniente del general muerto, ofrecía garan-
tías de continuidad para la brillante política desarrollada hasta ahora en Iberia. Asdrúbal se
encontraba por entonces en África, a donde había tenido que acudir desde la Península
para sofocar una revuelta númida, en la que cayeron ocho mil insurrectos.
Este ascendiente sobre las tribus ibéricas dio pie a sus enemigos para una acusa-
ción de aspirar a la monarquía. No faltaban, de hecho, pretextos que parecían fundamen-
tarla. Su posición en Iberia podía parangonarse a la de un monarca e incluso ordenó acu-
ñar moneda con su efigie, al estilo de los reyes helenísticos. Pero no podía considerarse
como un proceder independiente o anticartaginés, sino sólo como un medio más -Esci-
pión, luego, como veremos, utilizó una posición semejante- para elevar su ascendiente
entre las tribus indígenas y cimentar su prestigio y autoridad sobre bases más sólidas.
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Los éxitos diplomáticos de Asdrúbal entre la población púnica, el afianzamiento de
las posiciones y la extensión creciente de su ámbito de influencia, debieron alarmar a los
romanos, que, como hemos visto, unos años antes se habían interesado por el avance
púnico en Iberia. La investigación insiste en señalar a Massalía como la instigadora ante el
gobierno romano del latente peligro cartaginés, puesto que esta ciudad era la más direc-
tamente perjuidicada con la competencia púnica en las costas levantinas de la Península.
La perplejidad o el desinterés romano unos años antes había permitido a Amílcar extender
su influencia hasta el cabo de la Nao: la consecuencia directa para los intereses griegos
había sido la pérdida de sus factorías más meridionales o, al menos, su práctica inutiliza-
ción, al quedar rodeadas de territorio adicto o sometido a Cartago.
Nos sentimos inclinados a considerar el tratado como un pacto transitorio, que re-
quiriría posteriormente una mayor precisión. Así, más que un Diktat, la legación romana
trataba de conseguir, ante todo, la promesa por parte de Asdrúbal de no coaligarse con los
celtas en el conflicto que se avecinaba en Italia. Con la fijación de la línea del Ebro los
romanos recibían la garantía de que Asdrúbal no se mezclaría en los conflictos romano-
celtas, mientras el general púnico veía abierta la posibilidad de convertir casi toda la Pe-
nínsula en provincia cartaginesa. Sin duda, era Asdrúbal el más beneficiado por el conve-
nio. Por supuesto, cualquier otra cláusula de garantía, como la referente a Sagunto y a las
colonias griegas, no entraba en absoluto en consideración.
Una tradición, procedente de Fabio Máximo y recogida por Livio y Polibio, hace
responsable a Asdrúbal de un intento de golpe de estado en Cartago, apoyado por el ejér-
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cito y la plebe contra el gobierno del senado, y, en última instancia, de la ruptura de hosti-
lidades con Roma. Dentro de las limitaciones impuestas por las fuentes, parece improba-
ble este pretendido mal entendimiento con el poder central, puesto que la única expedi-
ción que conocemos llevada a cabo por Asdrúbal en África se remonta a la época en que
Amílcar acaudillaba el ejército púnico en Iberia y contó con la aprobación del gobierno car-
taginés, preocupado con la sublevación de Numidia. El propio envío de refuerzos a Iberia,
muerto Amílcar, indica que implícitamente se reconocía el caudillaje y, por último, no existe
evidencia de la desautorización de la política autocrática llevada a cabo por Asdrúbal
cuando, después de su muerte, los embajadores romanos pidieron al gobierno cartaginés
responsabilidades por la transgresión del tratado del Ebro, suscrito por él.
Aníbal
La brillante política seguida por Asdrúbal en Iberia encontró, sin embargo, un pre-
maturo fin en el 221 por la muerte del caudillo a manos de un esclavo celta, movido por
una venganza personal. Las tropas proclamaron como jefe al hijo de Amílcar, Aníbal, que
entonces contaba veinticinco años, y el gobierno de Cartago ratificó la elección. Los ele-
mentos antibárquidas de la oligarquía cartaginesa, descontentos con el nombramiento pe-
ro sin posibilidades de anularlo, trataron de desprestigiar a Aníbal indirectamente, me-
diante un ataque a sus principales apoyos en África, que fueron acusados de apropiarse
de las riquezas enviadas desde Iberia.
El mismo año de su elección como general en jefe, el 221, emprendió una campaña
contra los ólcades, pueblo que, generalmente, se sitúa en la región comprendida entre el
Guadiana y el Tajo. Sitió su principal ciudad, Althía para Polibio y Cartala para Livio, que,
una vez tomada, forzó a los indígenas a entregarse. Conseguido este propósito y con
grandes riquezas acumuladas, retornó a invernar a Carthago Nova.
Al año siguiente y en la misma dirección, Aníbal llevó aún más lejos sus acciones
bélicas hasta las tierras de los vacceos, en el Duero medio, sitiando dos de sus principa-
les ciudades, Helmantiké (Salamanca) y Arbucala (seguramente, Toro), que acabaron, a
pesar de su resistencia —en el caso de Salamanca adornada con tintes novelescos—
sometiéndose. Para su incursión, Aníbal utilizó, al parecer, la posterior vía romana Cartha-
go Spartaria-Castulo-Laminium-Toletum-Salmantica, cuyo último tramo, seguramente ya
abierto por Tarteso, a través de la provincia de Salamanca, sería posteriormente una im-
portante vía romana, la conocida con el nombre de Camino de la Plata.
Estas demostraciones bélicas, primero contra los ólcades y luego contra los vac-
ceos, se han interpretado como manifestaciones de un giro en la política bárquida en la
Península. Si bien Aníbal continúa el fortalecimiento de las posiciones púnicas en la costa
meridional y levantina, en las directrices marcadas por Amílcar y Asdrúbal, se acentúan
más a partir de ahora los componentes imperialistas del dominio cartaginés. Aníbal habría
vuelto así a las guerras de conquista, en un intento de nivelar también por occidente los
éxitos obtenidos en Levante.
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En realidad, la política bárquida en la Península se desarrolla bajo el signo de la
continuidad: con los medios que exigen o permiten las circunstancias concretas -acciones
bélicas en unos casos, diplomacia en otros- se tiende a afirmar y extender cada vez mas
lejos el dominio cartaginés en Iberia. Aníbal utiliza ambos recursos. Si es cierto que, desde
un principio, impone el uso de la fuerza militar, no se puede dejar de lado su búsqueda de
alianzas con las poblaciones sometidas, que, como en el caso de su cuñado Asdrúbal, le
empujan incluso a tomar como esposa a una noble de Castulo.
En primer lugar, hay una fundamental diferencia entre la acción cartaginesa anterior
a la Primera Guerra Púnica y el dominio bárquida. Es indudable que éste tenía más ambi-
ciosos propósitos y constituía de hecho el intento de aprovechar, mediante un dominio es-
table, las fuentes de riqueza peninsulares, la primera de todas y la más importante, sin
duda, las minas de plata de la región de Cartagena y de Castulo. Para dar una idea apro-
ximada del volumen de mineral explotado basta con mencionar que, según Polibio, una
sola de estas minas, en la región de Castulo, la llamada Baebelo, reportaba a Aníbal tres-
cientas libras de metal diarias. Precisamente a partir del dominio púnico en Iberia comien-
zan en Cartago las acuñaciones de grandes piezas de plata. El interés por los metales
preciosos no quedaba limitado a esta explotación directa, sino que se reforzaba por la im-
posición de tributos a los pueblos sometidos y por el saqueo de ciudades, como las cita-
das de Cartala, Helmantiké, Arbucala... Además de los metales preciosos, que sanearon la
economía del estado cartaginés y permitieron financiar ejércitos de mercenarios y soborno
de poblaciones, fueron también explotadas otras minas de metales útiles, como hierro y
cobre.
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construcciones navales, algunos de cuyos materiales fundamentales, como el esparto,
crecían en abundancia en las proximidades de Carthago Nova.
Finalmente, entre las fuentes de recursos conseguidos en Iberia, no hay que olvidar
el material humano, no sólo por lo que se refiere al empleo de mano de obra esclava, tan-
to en las explotaciones peninsulares como en África, sino, sobre todo, a la utilización de
indígenas en los ejércitos púnicos, sobre cuyo volumen no es necesario insistir.
La dominación bárquida permitió, por otra parte, a las ciudades fenicias la ocupa-
ción y subsiguiente explotación agrícola de nuevas tierras, gracias al control militar carta-
ginés, pero, sobre todo, el acceso a las explotaciones mineras de plata de Huelva. Es pre-
cisamente ahora cuando las ciudades fenicias peninsulares adoptan la economía moneta-
ria y Gadir inicia sus acuñaciones de plata.
Pero, además de las viejas ciudades fenicias, los Barca materializan una política
de nuevos establecimientos coloniales. El control efectivo de territorios cada vez más ex-
tensos y la explotación directa de sus recursos, en los cauces de la nueva política imperia-
lista, necesitaban como instrumento eficaz para su consolidación la fundación de colonias.
Sólo conocemos los nombres de Akra Leuke y Carthago Nova, aunque no fueron las úni-
cas. El elemento humano necesario para poblarlas se nutrió, en buena parte, de los abun-
dantes veteranos del ejército bárquida, pero también de colonos africanos, traídos de Libia
y en relación, sin duda, con los blastophoinices de las fuentes clásicas.
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En suma; es evidente que las esperanzas puestas por los interesados en una polí-
tica imperialista y colonial en la Península habían quedado sobradamente satisfechas. Los
veinte años escasos de colonialismo púnico en Iberia habían conseguido sustituir con cre-
ces las pérdidas de las posesiones cartaginesas en las islas del Tirreno y fortalecer el Es-
tado hasta el punto de no temer, veinte años después del desastre de las islas Égates,
una nueva confrontación con Roma.
Sagunto
Sagunto era una ciudad costera ibérica, en territorio edetano. Ocupaba una magní-
fica posición, levantada sobre un cerro a cierta distancia del mar y regada por el río Palan-
tia. Sus acuñaciones monetarias con la leyenda Arse plantean el problema de saber si se
trata de una o dos ciudades. Parece que la interpretación más aceptable es la de conside-
rar la existencia de una doble ciudad: una, la acrópolis, que correspondería al actual Sa-
gunto, y otra, el puerto, a alguna distancia, que todavía permanece como núcleo urbano,
Puerto de Sagunto. En las fuentes antiguas ambos nombres dieron pie a la forja de leyen-
das sobre su origen, en relación con la ciudad griega de Zakynthós o con los habitantes
latinos de Ardea. Si bien es indudable su carácter ibérico, no hay quizá que descartar la
existencia de elementos o intereses griegos en la ciudad, por su situación geográfica, en
la línea de las factorías griegas levantinas, y por su prosperidad, producto en parte del in-
tenso tráfico comercial marítimo con griegos y púnicos.
Sobre este trasfondo político de la región de Sagunto, las fuentes, al llegar al punto
de explicar el desarrollo de las hostilidades, introducen nuevos puntos de confusión, que
aún se complican por la exposición de razones esgrimidas por las diplomacias cartaginesa
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y romana ante la inminencia de la guerra, en su intento de justificar por ambas partes
una política estrictamente defensiva. La consecuencia es una maraña de argumentos con-
tradictorios, que la investigación ha intentado, con mejor o peor fortuna, poner de acuerdo.
Injerencias de Aníbal
El tratado del Ebro del 226 daba a Aníbal mano libre para continuar extendiendo el
imperio púnico en la Península en la zona levantina, donde en los años anteriores se ha-
bía progresado hasta el cabo de la Nao. El paso siguiente lo constituía hacia el norte la
llanura de Valencia. La presencia de Sagunto en ella estorbaba los planes de Aníbal, que
supo aprovechar las rencillas que enfrentaban esta ciudad a sus vecinos turboletas.
Conocemos muchos detalles del sitio por Livio, donde se ensalzan el valor y la re-
sistencia de los sitiados y su sacrificio hasta la muerte y destrucción total de la ciudad,
que han dado pie a la creación de la leyenda heroica del amor a la libertad del «pueblo
hispano», tan querida por nuestra historia tradicional. De sobra es conocida la tendencio-
sidad de Livio, lo que ahorra la descripción de estos detalles, que no pueden ser compro-
bados. Ni la ciudad fue destruida totalmente, puesto que Aníbal la utilizó posteriormente
como base fortificada contra los romanos, ni sus habitantes perecieron en su defensa, ya
que muchos fueron entregados a los soldados para su venta como esclavos, ni fueron
arrojadas todas sus riquezas al fuego, como se desprende del enorme botín conseguido
por las tropas púnicas que entraron en la ciudad.
Sagunto, en todo caso, fue conquistado y Aníbal puso en la ciudad una guarnición,
encerrando en la ciudadela rehenes para asegurarse el apoyo o la neutralidad de las tri-
bus ibéricas, con vistas a los acontecimientos siguientes.
La actitud de Roma
La posición de Roma durante el largo asedio de la ciudad ha sido muy discutida,
así como las causas de la no intervención militar, que dejaba a la ciudad indefensa ante la
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máquina de guerra lanzada por Aníbal. Tras la advertencia al caudillo púnico anterior al
asedio, la embajada romana se trasladó a Cartago para protestar por el sitio de Sagunto,
bajo la presidencia de Valerio Flaco, sin ningún resultado positivo. Finalmente, cuando fue
conocida la caída de la ciudad, el gobierno romano decidió el envío de una nueva emba-
jada, que, bajo la presidencia de M. Fabio Buteón, presentó enérgicamente al senado car-
taginés un ultimátum: o se entregaban a Roma los responsables del ataque a Sagunto o
sería declarada la guerra. Las condiciones del ultimátum no dejaban elección. Formalmen-
te comenzaba así la Segunda Guerra Púnica. Según Livio, a su regreso, a través de la
Península, los embajadores habrían tratado de levantar en contra de Aníbal a tribus indí-
genas de la orilla izquierda del Ebro, como los bargusios y volvianos, lo que parece bas-
tante improbable por razones en las que sería prolijo entrar.
La Kriegschuldfrage
Si están razonablemente asegurados los eslabones de la cadena que conduce a la
nueva ruptura de hostilidades entre Roma y Cartago, restan en cambio una serie de pun-
tos oscuros, que parece oportuno señalar por el principalísimo papel que juega en ellos la
Península.
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Península, en cualquier caso con pleno conocimiento y ratificación por parte del gobierno
púnico.
El problema del Tratado del Ebro es, sobre todo, un problema de contenido: ¿se
trataba de una prohibición simple de cruzar el río en armas, como repite varias veces Poli-
bio, o contenía cláusulas mutuas sobre respeto a los aliados, como quiere la tradición pos-
terior? Tampoco en este aspecto es posible llegar a soluciones concretas. Más interesan-
te es preguntarse por qué Asdrúbal, a quien algún analista romano, como Fabio Pictor,
achaca la responsabilidad de la guerra, pactó con el gobierno romano, renunciando a in-
tenciones bélicas. La iniciativa en este tratado fue romana y su contenido no pasaba de
ser un pacto de inmovilización tras una línea que era suficiente para la seguridad de Roma
y que estaba muy lejos de los intereses del caudillo púnico en ese momento para optar
por una negativa. Ni los embajadores romanos ni Asdrúbal hacían cábalas sobre el poste-
rior desarrollo de los acontecimientos. Correspondía a los intereses del momento, y así
fue aceptado.
Pero entonces surge otra cuestión: ¿por qué no actuó Roma para defender con las
armas a la ciudad aliada y esperó a su destrucción para intervenir con una tajante decla-
ración de guerra a Cartago? Las respuestas a este interrogante se clasifican en dos tipos.
Para unos, Roma no estaba aún preparada para esta guerra cuando Aníbal atacó Sagun-
to, al tener pendiente la resolución del problema de Iliria contra Demetrio de Faros y temer
un conflicto armado en dos frentes. Para otros, la difícil alternativa se retrasó por disensio-
nes internas dentro del gobierno romano, entre partidarios de una política itálica, que pre-
fería un robustecimiento del Estado dentro de las fronteras italianas, y seguidores de una
política mundial, abiertamente imperialista.
Finalmente, el más difícil de los muchos problemas que plantean los prolegómenos
de la Segunda Guerra Púnica es el hecho de que cuando Roma declaró la guerra, lo hizo
aduciendo la violación del tratado del Ebro por el hecho de haber atacado Aníbal a Sagun-
to, lo que presupone admitir que Sagunto estaba al norte del Ebro, como, de facto, se
afirma en algunas fuentes.
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La polémica de la Kriegsschuldfrage no ha terminado ni puede terminar: la propa-
ganda romana, el partidismo de las fuentes y el forzado silencio del vencido son obstácu-
los insalvables para alcanzar algún día una definitiva solución. Y, por ello, las posibilidades
de interpretación de las causas y responsabilidades de la guerra seguirán siendo cada vez
más numerosas e igualmente contradictorias. Hemos analizado el desarrollo de Roma y
Cartago a lo largo del período de entreguerras. Ese desarrollo, en sus planteamientos po-
líticos, desembocó en una interferencia mutua de los intereses de ambos estados con un
final trágico y paradójico: si los romanos declararon la guerra, fueron los cartagineses los
que abrieron las hostilidades. Las responsabilidades políticas, jurídicas y morales queda-
rán siempre en la penumbra de la Historia.
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II LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA
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La estrategia romana
Puesto que el ultimátum presentado ante el senado cartaginés llevaba implícita una
declaración de guerra, se supone que el gobierno romano ya había estudiado las tácticas
para el caso de un inmediato conflicto y sopesado las posibilidades frente al enemigo: la
experiencia de la Primera Guerra Púnica y el mapa político que se había ido gestando en
los últimos años en el Mediterráneo occidental no podían ser ajenos a estos planes.
Frente a la situación de partida del primer conflicto, era ahora Roma la más fuerte
en el mar y, con el apoyo de su escuadra, intentó ganar la mano a su rival mediante un
desembarco simultáneo en el corazón y en la cabeza del estado púnico, Hispania y la
propia África. La primera, desde veinte años antes, era la principal fuente de recursos de
Cartago, donde se encontraba el grueso de los efectivos militares, con reservas indígenas
prácticamente ilimitadas; en África, la capital estaba rodeada de un territorio que aún no
hacía mucho tiempo se había rebelado contra su amo: golpes bien dirigidos podían volver
a crear la misma situación y dejar aislado a Cartago.
Estrategia cartaginesa
Por su parte, la ofensiva cartaginesa estaba totalmente en manos de Aníbal, que,
según Polibio, al conocer la declaración de guerra, partió de su base de Cartagena, al
frente de un gran ejército, hacia el norte, a lo largo de la costa levantina. Su estrategia de-
bía precisamente evitar la realización de los planes romanos, encadenando al enemigo a
su propio territorio para hacerle imposible la utilización de su superior flota y, sobre todo,
para provocar, mediante fulminantes golpes de mano, el desmoronamiento de la gran
fuerza del estado romano, la cohesión de la confederación itálica, en la que pensaba exis-
tían puntos débiles. Pero la falta de barcos obligaba a realizar estos planes por tierra a
través de obstáculos naturales y de territorios hostiles que era preciso superar con rapidez
para utilizar a su favor el factor de la sorpresa. La forma en que Aníbal realizaría esta em-
presa constituye una de las acciones militares más asombrosas de la Historia.
La marcha de Aníbal
Antes de su marcha, Aníbal procuró disponer las fuerzas que controlaban la Penín-
sula del modo más idóneo para poder hacer frente a cualquier desagradable sorpresa que
hiciera fracasar su plan. En especial, no creía contar completamente con los aliados indí-
genas, por lo que realizó un inteligente trasvase de tropas, enviando a África soldados ibé-
ricos mientras cubría en Iberia sus puestos con hombres procedentes de África. Imagina-
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ba así poder evitar precisamente lo que pretendía en Italia: soliviantar a los aliados, sin
cuyo concurso o, aún más, con cuya enemistad Roma estaba perdida. Pero también de-
bieron pesar las todavía no muy lejanas experiencias de la guerra líbica: temía que los
cuerpos indígenas, refugiados en sus ciudades, desertaran o, todavía peor, se pasaran al
bando enemigo. Estas precauciones, sin embargo, necesitaban tiempo para ser llevadas a
la práctica y, puesto que muy poco después de conocer el resultado de la sesión del se-
nado cartaginés con los embajadores romanos se puso en marcha, parece seguro que los
trasvases de tropas ya se habían efectuado durante el sitio de Sagunto, lo que presupone
que Aníbal contaba con una ruptura de hostilidades.
Los preparativos que, mientras tanto, había dispuesto el gobierno de Roma se vi-
nieron abajo por la inteligente política de Aníbal y por la rapidez que supo imprimir a la
arriesgada marcha sobre Italia. En efecto, cuando los ejércitos de ambos cónsules esta-
ban preparados para embarcar, surgió de improviso en la región del Po una rebelión de
galos boyos e ínsubres, presumiblemente suscitada por Aníbal. Escipión hubo de renun-
ciar a una de sus legiones para que acudiera a taponar la brecha. Mientras procuraba con
nuevas levas completar el ejército que había de partir para Massalía, creía contar con el
tiempo suficiente para impedir que Aníbal saliera de la Península, una vez que supo sus
intenciones. Pero Aníbal deshizo los planes previstos con su celeridad.
Tanto de inmediato, por la necesidad de avanzar hacia el norte, como a largo pla-
zo, era necesario a Aníbal someter las tribus que poblaban la zona, para no dejar a sus
espaldas potenciales enemigos. Es improbable, en cambio, que estas medidas fueran la
consecuencia de una actitud antipúnica en la zona, suscitada por los diplomáticos roma-
nos que habían intervenido ante el senado cartaginés en las conversaciones preliminares
a la guerra, en su camino de regreso a Roma.
Si bien las tribus cercanas a las colonias griegas adoptaron una actitud amistosa,
fue necesario neutralizar a la gran mayoría mediante la fuerza de las armas, y aún así no
parece, frente a las aseveraciones de Livio y Polibio, que Cneo fuese demasiado lejos en
sus propósitos, si tenemos en cuenta que en el primer choque contra los cartagineses és-
tos eran ayudados por Indíbil, el jefe de la más poderosa tribu del norte del Ebro, los iler-
getes, y que después de la batalla continuó las operaciones contra los indígenas.
En cualquier caso pronto se produjo el primer encuentro entre Cneo y las fuerzas
púnicas al mando de Hannón, que, como sabemos, había sido encargado por Aníbal del
control de la región al norte del Ebro, cerca de la ciudad de Cesse o Cissa, identificable,
seguramente, con la posterior Tarraco. Cneo tuvo la habilidad o la suerte de entablar
combate en superioridad numérica, ya que no dio oportunidad a Asdrúbal de conjuntar con
Hannón sus tropas a tiempo de la batalla.
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El éxito inicial fue, pues, romano, ampliado aún por el hecho de que se cogió a los
cartagineses como botín los objetos de valor que los soldados de Aníbal habían confiado a
la custodia de Hannón al partir para Italia. La toma del campamento púnico fue seguida de
la ocupación de la ciudad, que, con su magnífico puerto, constituirá poco después la prin-
cipal base de operaciones romana. La vieja ciudad ibérica sufrió importantes reformas en
su fortificación, que aún hoy perduran, sobre los cimientos de las antiguas murallas cicló-
peas indígenas.
Parece que las fuentes por las que conocemos la campaña inicial del 218, Polibio y
Livio, relatan dos versiones independientes, que, en este último autor, repetidas una a
continuación de la otra, introducen cierta confusión respecto a las luchas de romanos
contra indígenas y su prolongación tras la batalla de Cesse. Algunos detalles muy concre-
tos, sin embargo, sobre las condiciones climáticas pudieran hacer pensar que, aún a co-
mienzos del invierno, Escipión trataba de afianzar su reciente victoria sobre los púnicos
con una política de fuerza y diplomacia combinadas frente a las tribus indígenas del norte
del Ebro, para contar con un terreno despejado que le permitiese al año siguiente traspa-
sar el río sin dejar a su espalda focos de sublevación.
El mayor peligro provenía de los ilergetes que, aún vencidos como auxiliares de
Hannón y hecho prisionero su jefe Indíbil, continuaron resistiendo con el concurso de las
tribus vecinas por el este, lacetanos y ausetanos. Según el relato de Livio, Cneo habría
sitiado y rendido su capital Atanagro, y de ahí habría llevado las armas contra el centro
principal de los ausetanos, Ausa (Vich), que, tras treinta días de asedio y a pesar de los
intentos de auxiliarla por parte de tropas lacetanas, terminó también rindiéndose después
de que su régulo, Amusico, dándola por perdida, escapara hacia Asdrúbal.
En resumen, la breve acción de los últimos meses del 218 había constituido un éxi-
to para Cneo, ya que quedaban desbaratadas las precauciones de Aníbal, y las fronteras
del dominio púnico volvían a retraerse a los límites pactados en el 226. Por otra parte, si
bien no definitivamente, se plantaron los cimientos de la ascendencia romana sobre las
tributos indígenas de la costa catalana y su inmediato hinterland hasta el Segre, y los ejér-
citos romanos comenzaron a contar con el concurso de tropas auxiliares indígenas de re-
fuerzo, imprescindibles en un campo de lucha alejado de los abastecimientos de Italia,
que, por otra parte, no estaba en condiciones, dada la invasión de Aníbal, de sustraer par-
te de sus efectivos de defensa.
Con la primavera del 217 se reanudaron las acciones bélicas en Hispania. Según
Polibio (3, 95), la iniciativa fue tomada por los cartagineses, dispuestos a resolver en un
encuentro decisivo la situación mediante una gran operación combinada por tierra, al
mando de Asdrúbal, y por mar, con una flota recientemente reforzada, bajo las órdenes de
un Amílcar o Himilcón. Ambos ejércitos partieron de Cartagena hacia el Ebro. Cneo, al te-
ner conocimiento de la empresa, dividió también sus fuerzas, pero más débil en tierra, de-
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cidió plantear el combate en el mar, para lo que reforzó su flota con naves marsellesas de
vanguardia y embarcó efectivos selectos de infantería. El combate tuvo lugar en la de-
sembocadura del Ebro y la audacia romana logró apresar a un buen número de navíos
púnicos, mientras sus marineros corrían a buscar refugio entre las tropas de tierra que,
impotentes para actuar, seguían la acción desde la playa.
Polibio, más digno de crédito que Livio, desautoriza estas fantasías al afirmar que
antes de la llegada de Publio Escipión nunca los romanos se habían atrevido a atravesar
el Ebro (3, 97), lo que coincide con el posterior desarrollo de los acontecimientos y con el
propio texto de Livio, que, a continuación, señala las dificultades romanas al norte del
Ebro ante una nueva sublevación de los ilergetes—¿paralela a dificultades cartaginesas
con los celtíberos?—y el compás de espera de ambos ejércitos acampados frente a frente
en las bocas del Ebro: Asdrúbal al sur, en territorio de los ilergavones, y Cneo al norte, jun-
to a una ciudad marítima de desconocida localización, que Livio llama Nova Classis.
El nuevo plan requería el envío de refuerzos desde Cartago. Cuando éstos llegaron
y dispuesto todo para la marcha, estalló una sublevación de algunas ciudades de los tar-
tesios, es decir, de los habitantes del bajo valle del Guadalquivir, soliviantados por los pre-
fectos de la flota púnica, que, castigados por su culpa en el desastre naval de las bocas
del Ebro, deseaban vengarse.
No conocemos el escenario de estas luchas, cuya cabeza por parte indígena era un
régulo llamado Chalbo, aunque del relato de Livio se desprende que la situación se hizo
extremadamente apurada para Asdrúbal y sus tropas. La lucha se concentró en su última
fase en la ciudad de Ascua, base de abastecimiento púnica, que los rebeldes saquearon.
Asdrúbal aprovechó el desconcierto creado por el éxito indígena y, con dureza, los venció,
apagando por el momento la rebelión en esta región. Cartago hizo un nuevo esfuerzo en-
viando otra vez tropas y naves a Iberia al mando de Himilcón, con las cuales y una vez
lograda la estabilidad de la zona se puso en movimiento el ejército de Asdrúbal hacia el
Ebro.
Mientras tanto, las fuerzas romanas también habían recibido refuerzos y los dos
generales pasaron el río para poner sitio a la ciudad de Hibera, que se identifica con la
posterior Dertosa (Tortosa). Asdrúbal, que había llegado a este escenario, en lugar de ata-
car a los que sitiaban la ciudad, trató de distraerlos atacando a su vez una plaza aliada de
los romanos. Aceptado el desafío, se trabó batalla, la primera de auténtica importancia
desde la llegada de los romanos, si exceptuamos el combate naval del Ebro. Conocemos
bien el desarrollo de la lucha y los movimientos tácticos empleados por ambos ejércitos
gracias al relato de Livio.
El resultado fue totalmente favorable a los dos hermanos, y Asdrúbal apenas logró
escapar del desastre con unos pocos hombres. El éxito estribaba, sobre todo, en que se
había logrado impedir a Asdrúbal la marcha a Italia, lo que condenaba a Aníbal a mante-
nerse en territorio enemigo sin tropas de refresco, pero también en que, definitivamente,
se había rebasado la línea del Ebro; los ejércitos romanos podían ampliar a partir de aho-
ra su actividad a nuevos escenarios en el corazón del imperio púnico en la Península, tra-
tando con su presencia de resucitar la sublevación de las ciudades del Guadalquivir.
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En los territorios al norte del Ebro, tanto en uno como en otro caso, la fuerza debió
ser el medio regular de conseguir la toma de partido, lo que explica la resistencia de algu-
nas tribus, primero a Aníbal y luego a los romanos. En cambio podemos suponer que en la
región meridional, donde se había sentido el peso de la potencia púnica, los romanos de-
bieron presentarse como verdaderos paladines de la libertad, intentando hacer ver que su
finalidad era independizar a las ciudades del yugo cartaginés.
La primera acción, sin embargo, que buscaba reconquistar Iliturgi fracasó, lo mis-
mo que, al parecer, un intento de sitiar Intibilis, en la costa oriental, entre Tortosa y Sagun-
to. La falta de precisión en las fuentes, las repeticiones y el continuo cambio de los esce-
narios, hacen pensar que, si bien hasta el momento el desarrollo de la lucha había sido
favorable a las armas romanas, éstas evitaban un encuentro decisivo, siéndoles más im-
portante mantener la situación inestable y atar con ello a los cartagineses en Hispania.
Frente a los continuos envíos de fuerzas a Hispania por parte de Cartago, Roma no podía
permitirse prescindir de ningún soldado, mientras Publio y Cneo, en cartas al senado,
apremiaban el envío urgente de dinero y provisiones .
La guerra a partir del 214 comienza desarrollándose en la costa oriental con desca-
labros para las armas romanas. Los escenarios son Castrum Album, es decir, Akra Leuke
(Alicante) y un desconocido Monte de la Victoria, a donde los romanos hubieron de reple-
garse ante la presión púnica. El propio Publio llegó a verse en situación muy apurada y
sólo la oportuna llegada de su hermano la sacó del trance.
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una acción estable y, desde luego, sin las pinceladas épicas con que las adorna el autor
romano.
Sólo contamos con ciertos datos para suponer que, por parte romana, se llevaba a
cabo en Hispania una gran actividad diplomática. Los Escipiones establecieron contacto
en África con el rey númida Sifax, que, poco antes, se había rebelado sin éxito contra Car-
tago e intentaba de nuevo sacudirse su tutela. Unos enviados de los dos hermanos le hi-
cieron prometer que apartaría a los númidas que combatían en Hispania del campo carta-
ginés.
Al mismo tiempo, los contactos romanos con las tribus indígenas se habían exten-
dido hasta el interior. Livio recalca el éxito de los generales romanos al atraerse la volun-
tad de los celtíberos, que aquí, por primera vez, aparecen en relación con Roma. Un se-
lecto contingente de soldados celtíberos fue enviado a Italia con la misión de atraerse a
sus compatriotas que servían en el ejército de Aníbal, mientras que, en las propias fuerzas
romanas que operaban en la Península, entraban en masa como mercenarios, los prime-
ros, al decir de Livio, que los romanos admitieron en su ejército.
Publio, con los dos tercios restantes, atacaría a los otros dos jefes púnicos. Par-
tiendo juntos, al llegar Cneo frente a Amtorgis, quedó a la espectativa, mientras Publio se
alejaba hacia su destino. Publio, sin embargo, había sobrevalorado sus fuerzas insuficien-
tes para resistir a los cuerpos de ejército reunidos de Magón y Asdrúbal Giscón, todavía
reforzados por una excelente caballería comandada por Masinissa, reyezuelo númida que
los cartagineses habían atraído a su alianza para compensar la enemistad de Sifax. El
pretendido ataque se transformó en una encerrona, aún mas apurada por la noticia que
llegó a Publio de que se aproximaba al campo de batalla, en apoyo púnico, el régulo indi-
geta Indíbil con 7.000 sussetanos. El general romano, a la desesperada, para evitar su
conjunción con el ejército cartaginés, intentó desembarazarse de este último peligro con
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una salida, mientras dejaba el grueso de sus fuerzas al mando del legado Ti. Fonteyo. Pe-
ro la iniciativa no resultó porque, al atacar a Indíbil, vino a encontrarse al mismo tiempo
con la caballería de Masinissa, mientras a sus espaldas se acercaban los dos generales
púnicos. El resultado fue una aplastante derrota en la que pereció el propio Publio, mien-
tras los pocos restos de sus tropas buscaban refugio en el campamento que comandaba
Fonteyo.
Los restos del ejército de Publio, que, como hemos dicho, habían quedado al man-
do de Fonteyo Craso, consiguieron conjuntarse a los supervivientes del desastre de Ilurci.
Toda la obra emprendida con paciencia por los Escipiones durante los años anteriores se
había venido abajo y no quedaba otra posibilidad que retirarse al norte del Ebro, donde
aún se podía contar con aliados fieles a Roma. El ejército eligió como caudillo, con el título
de propraetor, a L. Marcio, caballero romano, que parece supo reorganizar las fuerzas,
ayudado por los aliados, y consiguió al menos mantener las posiciones del Ebro. Natural-
mente no podía esperar a más, ya que son pura fantasía los relatos de la tradición literaria
sobre derrotas y venganzas infligidas a los ejércitos cartagineses. Marcio hizo saber al
Senado su nombramiento, dando cuenta de la situación y de las acciones emprendidas. El
Senado, sin embargo, no aceptó esta elección, que era competencia de los comicios, y
envió a Hispania, con un nuevo ejército, a M. Claudio Nerón, que había participado como
propretor en la campaña de Capua, tan pronto como esta ciudad cayó en manos romanas
.
Llegado a Tarraco, recibió Claudio de Marcio y Fonteyo las tropas que defendían el
Ebro e inmediatamente se dispuso a actuar. La única operación que conocemos la sitúa
Livio en un lugar llamado Piedras Negras, entre Iliturgi y Mentissa, en la Ausetania, muy
difícil de localizar por la indudable confusión de topónimos, ya que mientras las dos pobla-
ciones mencionadas pertenecen a la Bética—donde, indudablemente, no pudo llegar
Claudio—, Ausetania se sitúa entre las provincias de Lérida y Gerona. Seguramente co-
rresponde a un lugar al norte del Ebro. Aquí Claudio logró tender una emboscada a As-
drúbal, pero el general cartaginés escapó con astucia de la trampa. En cualquier caso,
Claudio logró mantener el territorio al norte del Ebro fuera del alcance púnico.
Contra todo precepto legal, un simple privatus fue elegido por voto popular general
en jefe de los ejércitos de Hispania e investido con un imperium de rango proconsular. Sin
embargo, no se descuidó de algún modo cumplir la legislación y a su lado se puso a un
nuevo propretor, que debía sustituir a Claudio Nerón, M. Junio Silano.
Mientras, en las posesiones púnicas, por las noticias que tenemos de este año y los
siguientes, parece que los generales responsables de los asuntos de la Península habían
optado por fortificar su posición en los territorios al sur del Ebro. Para ello habían dividido
el conjunto de sus fuerzas en tres ejércitos, que operarían independientemente en zonas
distintas, pero cuya distribución podría controlar el conjunto del territorio dominado. Duran-
te el invierno de 210-209 y según este plan, Asdrúbal Giscón acampaba en la costa atlán-
tica, que tenía por centro la ciudad fenicia de Gades; Magón, en el interior, al norte de Sie-
rra Morena, y Asdrúbal, en la costa levantina, entre el Ebro y Sagunto.
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El plan de Escipión para el año 209 corresponde bien a la imagen audaz y plena de
iniciativas, confiada en la suerte con que lo describe la tradición antigua. Consistía en
sorprender a los cartagineses antes de la primavera con un golpe de mano de claro efecto
sicológico, arriesgado, pero con garantías de éxito: el ataque y conquista de la base prin-
cipal de los púnicos en la Península, Carthago Nova.
Tenemos un prolijo relato de las operaciones en Polibio, muy bien informado por
documentos contemporáneos y por el propio reconocimiento del lugar, pero lo importante
es el efecto de esta acción en el futuro desarrollo de la guerra púnica en Hispania. Ade-
más del rico botín tomado a la ciudad y la captura de dieciocho naves y material de gue-
rra, quizá el tesoro estratégico más importante que en ella se custodiaba eran tres cente-
nares de rehenes indígenas, que aseguraban a Cartago la fidelidad de sus tribus y que
Escipión llevó consigo a su regreso a Tarraco.
La ciudad fue transformada en base romana con nuevas obras de fortificación. Car-
tago había perdido no sólo las reservas humanas y materiales de la ciudad, sino también
la última posibilidad de maniobrar con cierto éxito en la costa levantina y, sobre todo, las
ricas minas de plata de la región, que financiaban la mayor parte de sus empresas bélicas,
sustentadas con el recurso al mercenariado. La primera consecuencia negativa no se hizo
esperar: el númida Sifax se apresuró a renovar su amistad con el gobierno de Roma.
Mientras, C. Lelio partía para la Urbe llevando la grata noticia de la victoria.
Si los efectos de la toma de Carthago Nova habían de sentirse con rapidez, no sa-
bemos, sin embargo, cuál fue la reacción inmediata de los caudillos púnicos, muy alejados
de la base para poder intentar un contragolpe, al conocer la noticia.
Hasta el año 208, sabemos que los tres generales actuaban por separado en distin-
tas regiones peninsulares, sin enfrentarse a las fuerzas romanas, pero no es segura la
adscripción a un territorio determinado, ya que las fuentes varían al dar cuenta de ello.
Así, Asdrúbal aparece primero en Carpetania, luego en la costa oriental y, tras la toma de
Cartagena, en Celtiberia. Giscón actúa entre la desembocadura dei Tajo y la costa atlánti-
ca hasta Gadir, y Magón, en la región de los conios, es decir, el actual Algarve, y luego al
otro lado de Sierra Morena, en la Oretania. Puede suponerse que sus intenciones eran
mantener con su presencia las alianzas cartaginesas en el interior de la Península y en la
zona atlántica, donde aún los romanos no habían apenas intentado la suerte, y conseguir
nuevos mercenarios.
Pero el año 209 también significó para Escipión un gran éxito diplomático, gracias
al recurso afortunado con que se encontró al disponer de los rehenes indígenas. El magní-
fico trato que les dispensó y la rápida devolución a sus hogares le atrajo, como es lógico,
la gratitud y el reconocimiento de bastantes pueblos, que, abandonando la alianza con los
cartagineses, se apresuraron a firmar pactos de amistad con Roma o, más precisamente,
con el personaje que la encarnaba en Hispania, Publio Escipión.
De estas alianzas conocemos como más relevantes la del rey Edecón de los ede-
tanos, cuya tribu se extendía entre el Júcar y Denia, englobando la ciudad de Sagunto, y,
especialmente, aunque de forma transitoria como veremos, la de los tenaces jefes ilerge-
tes Indíbil y Mandonio, que, molestos por la arrogancia y crecientes exigencias de los pú-
nicos, pese a los buenos servicios prestados a su causa, suscribieron un tratado de amis-
tad con Escipión. Probablemente otros pueblos de la costa oriental y de la región catalana
se añadieron a estas alianzas. Era claro que se había perdido definitivamente para Carta-
go la zona donde más amplios esfuerzos había realizado la familia Barca y también donde
más abundantes y jugosos beneficios se conseguían.
De Baecula a Ilipa
Es lógico que el siguiente paso hubiera de darse, no sabemos si todavía en el año
209, como quiere Polibio, o al año siguiente al comenzar la nueva campaña, hacia la puer-
ta principal del valle del Guadalquivir, es decir, la zona minera de Castulo. Si bien, como
hemos visto, había existido en años anteriores contacto con la región, inquieta bajo la ex-
plotación púnica, y el ejército romano ya contaba con algunas bases como Iliturgi y el pro-
pio Castulo, sólo ahora con Escipión se emprende una obra sistemática que trata de ir re-
trayendo las posiciones púnicas de noreste a suroeste, desde la zona montañosa de Sie-
rra Morena a lo largo del valle del Guadalquivir, hacia la costa atlática meridional, en don-
de se encontraban sus más fieles bases con el centro principal en Gadir.
Se decidió al fin que Asdrúbal marchara con un ejército a Italia y que Magón se
trasladase a las Baleares para reclutar los valiosos mercenarios especialistas en el tiro
con honda, con los cuales reforzaría también las tropas que luchaban en Italia; mientras,
Giscón se retiraría al fondo de la Lusitania para reorganizar el ejército que defendería las
últimas posiciones púnicas en la Península, ayudado por el númida Masinissa, que con su
excelente caballería, sin entrar en combate abierto, hostigaría a los romanos en guerra de
guerrillas.
Fueron infructuosos los esfuerzos de Escipión, una vez conocidos estos planes, pa-
ra detener a Asdrúbal en la Península, impidiéndole la marcha a Italia, a pesar de las pre-
cauciones tomadas en los Pirineos. El camino hubo de realizarse por el interior de la Pe-
nínsula, puesto que toda la zona oriental era ahora romana. A través del Tajo y la Celtibe-
ria, donde contaba con alianzas, alcanzó los Pirineos occidentales, de donde pasó a la
Galia. Sin embargo, su plan de conjunción con Aníbal no llegaría a realizarse. Como es
sabido, después de invernar en la Galia, pasó los Alpes en la primavera del 207; pero an-
tes de lograr su objetivo fue detenido por los ejércitos de los cónsules romanos, Claudio
Nerón y Livio Salinator, en el río Metauro, donde fue derrotado y muerto. Esta derrota sig-
nificaba que Aníbal había perdido su última posibilidad de recibir refuerzos y sus tropas,
mermadas por el continuo desgaste, habían de enfrentarse con un cerco cada vez mayor
de los romanos.
Un nuevo general púnico, Hannón, había llegado a la Península para sustituir a As-
drúbal. La acción de los tres responsables del ejército púnico se planteó en dos frentes:
Hannón y Magón marcharían al interior, a la Celtiberia, para reclutar mercenarios y levan-
tar a los indígenas contra los romanos, apoyados en las buenas relaciones que existían
con ellos y, sin duda, con efectivos o promesas de recompensas pecuniarias. Mientras,
Asdrúbal Giscón defendería la costa atlántica meridional y las posesiones que aún resta-
ban a Cartago en el valle del Guadalquivir.
! ! ! ! ! !
La nueva acción púnica en la Celtiberia comprometía gravemente los planes de
Publio y la acción positiva desplegada hasta el momento en Hispania, ya que se corría el
peligro de una unión de las tribus del interior contra los romanos, que, por su situación,
podían operar hacia el oriente y el sur, y de una derivación hacia una lenta y difícil guerra
de guerrillas. Publio, por ello, decidió actuar enérgicamente enviando contra los caudillos
púnicos y sus aliados un ejército al mando del propretor Silano, que logró atraer a la lucha
al conjunto de las fuerzas púnicas con éxito: Magón fue hecho prisionero; los celtíberos se
dispersaron y sólo una parte de las tropas cartaginesas consiguió escapar, dirigida por
Hannón, hacia las posiciones que Asdrúbal Giscón mantenía en torno a Gades.
Mientras y en otro escenario, tenía lugar un nuevo éxito para los ejércitos romanos.
Desgraciadamente la desesperante imprecisión en datos geográficos de las fuentes litera-
rias obliga a reducir al terreno de la hipótesis la localización de los datos con que conta-
mos. Su protagonista es en esta ocasión el hermano de Publio, Lucio Escipión, al que
aquél encomendó la conquista de una rica ciudad llamada Orongis, situada, según Livio,
en la frontera de los maessesi, o, según Zonaras, en la Bastetania. Livio añade que su tie-
rra era fértil y también abundante en riquezas minerales de plata. De todo ello puede de-
ducirse, y así está de acuerdo la investigación, que tal ciudad no es otra que Aurgi, es de-
cir, Jaén, lo que conviene con la situación en la Bastetania y con su vecindad a los
maessesi, que podrían ser los mastienos, es decir, los habitantes de la región de Cartage-
na. Ello hace pensar que Publio pretendía completar la conquista de la zona sudoriental,
llevada a cabo ya en la costa —zona de Cartagena— y en Sierra Morena —Castulo—,
con los territorios que se extendían al sur, a lo largo de las actuales provincias de Jaén,
Granada y Murcia. Lucio, en cualquier caso, cumplió la misión con éxito.
El choque tendría lugar efectivamente en Ilipa o Silpia (Alcalá del Río), o, según
Apiano, en Carmo (Carmona), en la campaña del 207, si bien Livio, por una confusión en
sus fuentes de información, al repetir los acontecimientos, coloca la acción en el 206. No
es necesario detenerse en los abundantes detalles del desarrollo de la batalla, en la que
se hicieron patentes nuevamente las dotes estratégicas de Escipión. La victoria fue com-
pleta para las armas romanas, aunque una lluvia torrencial desatada cuando los cartagi-
neses se retiraban a su campamento, impidió a Publio hacerse dueño de él.
Pero es importante subrayar la ayuda que recibió Escipión por parte de las tribus
indígenas de la Turdetania, que, como antes hicieron las del alto Guadalquivir, tomaron
partido por la causa romana. Livio recuerda los nombres del régulo Culchas, que domina-
ba sobre veintiocho ciudades, y de Attenes, el cual, desde el campo púnico en el que mili-
taba, en el curso de la lucha, se pasó a los romanos. La victoria atrajo otras ciudades de la
región hacia el vencedor, al que le fueron abiertas las puertas.
El vencido Asdrúbal consiguió escapar por mar a Gadir, a donde también había lle-
gado Magón tras su derrota en la Celtiberia. En el campo de batalla había quedado sólo
una pequeña bolsa sobre una colina, al mando del númida Masinissa. Escipión dejó en-
cargado a Silano de someterlo a asedio, mientras él regresaba a Tarraco, pero no fue ne-
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cesario el uso de las armas para vencer esta última resistencia. Masinissa fue lo suficien-
temente inteligente para darse cuenta de la desesperada situación y llegó a un acerca-
miento con Silano.
Pero si bien falló la labor diplomática, al llegar la primavera emprendió con nueva
energía las acciones de armas. La primera meta fue completar, en la región del Betis, la
obra llevada a cabo en años anteriores, sobre todo apagando focos de rebelión y some-
tiendo las ciudades que aún manifestaban una actitud filopúnica. Las dos más importantes
eran Castulo e Iliturgi que, aun habiendo estado un cierto tiempo inclinadas a los romanos,
habían hecho defección. La verdad es que no sabemos con seguridad si precisamente se
trata de estas dos ciudades, pues las fuentes no son unánimes en la transmisión de los
nombres, que también aparecen como Castaca e Ilurgi, respectivamente. Lo cierto es que
se trataba de ciudades poderosas y de la Oretania, es decir, de la región del alto Guadal-
quivir.
Las fuentes nos han transmitido el nombre de Astapa (Estepa) como una de las
ciudades que más enconada resistencia opuso a Marcio, hasta llegar a su autodes-
trucción antes de entregarse, detalle demasiado repetido en las fuentes con otras muchas
ciudades indígenas para no ser un lugar común poco verosímil, puesto que Astapa sobre-
vivirá al desastre para alcanzar la época imperial como centro urbano de importancia.
Por el mismo tiempo, Gades se entregaba sin que fuera preciso entablar lucha.
Magón, el hermano de Aníbal, había recibido orden del gobierno de Cartago para que hi-
ciese acopio de cuantos soldados y material pudiese conseguir y marchara a Italia a reu-
nirse con Aníbal. Pero las noticias de las dificultades romanas en el campamento del Su-
cro y frente a los ilergetes hizo concebir al caudillo púnico esperanzas de intentar un golpe
de suerte que mejorara la grave situación en que se encontraba.
Concluye así la dominación cartaginesa en Iberia, levantada treinta años antes por
el primer Barca, Amílcar, y también la lucha en territorio peninsular entre Cartago y Roma.
Su consecuencia principal había sido la instauración, sin solución de continuidad a lo largo
de toda la Edad Antigua, del dominio romano en la península Ibérica.
La tenacidad romana y el indudable talento militar del joven Escipión habían logra-
do, tras varios años de dura lucha, convertir en realidad uno de los primeros objetivos que
el gobierno romano se había trazado al entrar en conflicto con Cartago: sustraer a la po-
tencia africana su principal fuente de recursos. A partir de este momento Roma debía de-
cidir el destino que daría a las tierras donde en años anteriores el estado africano había
extendido su dominio. En las páginas anteriores hemos descrito los precedentes de la Se-
gunda Guerra Púnica y su desarrollo en la Península como punto de partida del largo do-
minio romano en ella, así como las causas y circunstancias del triunfo romano final. La
pregunta que surge entonces es, sin duda, cuáles fueron las causas de la permanencia
romana, una vez expulsados los cartagineses, y el momento en que se tomó la decisión
de mantener indefinidamente fuerzas militares en territorio peninsular con intención de
construir un dominio estable.
Sin embargo, la acción militar romana en Hispania y su afortunado discurso fue po-
niendo paulatinamente a los generales, encargados de conducir el ejército, en posesión
de los bienes que en otro tiempo habían hecho la fortuna de los cartagineses. Es muy fácil
reflexionar, con puntos de vista actuales, sobre la conveniencia, la legalidad o la justicia de
mantener los recursos inutilizados para Cartago, pero no hay que olvidar el primitivismo de
la guerra total en que estaba inmerso el estado romano y el descubrimiento de las gran-
des posibilidades que se abrían con la explotación en beneficio propio de los recursos que
poco antes habían sido utilizados por el enemigo.
Como Cartago, muy pronto los ejércitos romanos incluyeron mercenarios ibéricos;
la fácil plata de brutales imposiciones financió y solucionó los graves apuros del pago de
soldadas al ejército que combatía en Hispania, cuando desde la Urbe era materialmente
imposible socorrer a las necesidades de estas fuerzas; las propias bases púnicas donde
se habían preparado los ejércitos que invadieron Italia, eran ahora magníficos puntos de
apovo para intentar la invasión de Cartago. No podían existir escrúpulos de conciencia an-
te el natural instinto de conservación de los responsables romanos de la guerra en Hispa-
nia. Pero cuando Cartago dejó de constituir un peligro para la existencia de Roma, ya
se había extendido el conocimiento de las posibilidades del país, no sólo estratégicas, si-
no fundamentalmente económicas. La victoria sobre Cartago autorizaba a entrar en po-
sesión de los bienes arrebatados al enemigo, pero además era difícil olvidar los azares de
dos largos períodos bélicos casi continuados para no procurar todas las precauciones que
hicieran imposible una nueva confrontación. Cartago debía ser relegado a África. Si la ex-
pulsión de los púnicos del mar Tirreno después de la Primera Guerra Púnica no había sido
una medida eficaz para alejar el fantasma de la guerra, su desalojo del occidente medite-
rráneo sería ahora una garantía de que la pesadilla púnica no volvería a repetirse.
! ! ! ! ! !
Que el gobierno no tenía prevista en principio esta anexión queda manifiesto por
las vacilaciones en el nombramiento incluso de los máximos responsable de la conducción
de las operaciones militares en suelo peninsular. La guerra en Hispania había sido asig-
nada en principio a uno de los cónsules de 218, P. Cornelio Escipión, que tomó como lu-
garteniente a su hermano Cneo. La imprevista acción de Aníbal sobre Italia obligó al cón-
sul a permanecer en Italia un año hasta que, por fin, como procónsul, pudo unirse a su
hermano en la Península. Su nombramiento y las prerrogativas del cargo eran las norma-
les en tiempo de guerra, sin instrucciones para regular los asuntos de Hispania sobre ba-
ses estables. La muerte de ambos dejaba el ejército de Hispania en una grave situación,
puesto que, dado el alejamiento de la Península y las ineludibles necesidades de la gue-
rra, urgía contar con un mando. De ahí la primera acción irregular: los propios soldados,
contra las reglas de la constitución, entregaron el mando al caballero L. Marcio, sin otro
título que sus cualidades militares.
La obra de Escipión, que, sin embargo mediatizaría en gran parte el posterior desa-
rrollo de la acción provincial romana en Hispania a lo largo de toda la República, tuvo co-
mo principio fundamental la acomodación a la situación práctica en que había venido de-
senvolviéndose la acción militar. Hemos visto cómo a partir de la costa noroccidental, a la
que paulatinamente se añade el hinterland inmediato hasta el Ebro, el progreso de las ar-
mas romanas se extendió por la costa levantina, con los puntos fuertes de Sagunto, Akra
Leuke y Carthago Nova, y de aquí penetró en el interior, por la puerta de Castulo, en la
región oriental de Sierra Morena, para avanzar por el valle del Guadalquivir.
Muy pronto, en el curso de la guerra, una vez pasado el Ebro, se hizo necesaria ]a
utilización de dos cuerpos de ejército distintos, dada la excesiva extensión en longitud de
las regiones controladas por las armas romanas y la conveniencia de disponer de fuerzas
inmediatas, no sólo contra los cartagineses, sino, como muy pronto se hizo manifiesto, pa-
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ra mantener en su fidelidad a las tribus indígenas. La duplicidad del mando, por más que
el conjunto del ejército estuviese subordinado a Escipión, cuyo imperio proconsular era
superior al de sus lugartenientes, fue, pues, pronto una ineludible necesidad, si quería
mantenerse la eficacia. Probablemente su arranque haya de ser datado en el 209, una vez
que, tomada Cartagena, quedaba clara la existencia de dos frentes, uno ofensivo sobre el
Guadalquivir, y otro defensivo al norte del Ebro, apenas unidos por una franja litoral muy
estrecha a lo largo de la costa levantina; a cada uno de ellos se adscribió un ejército y un
mando, que quedaron refrendados tras la batalla de Ilipa.
La obra de Escipión, más que en una supuesta división bipartita provincial, que,
aunque gestada por su iniciativa, sólo comenzará a funcionar regularmente tras su mar-
cha, debió aplicarse fundamentalmente a definir las relaciones de Roma con las tribus in-
dígenas que, a lo largo de la guerra, habían entrado en contacto —amistoso, enemigo o
fluctuante— con las armas romanas. Pero esta definición no significó todavía la imposi-
ción de una directa y formal hegemonía romana. Probablemente Escipión se limitó a cas-
tigar o premiar a las comunidades con las que había entrado en contacto, a tenor de sus
actitudes en la guerra, regularizar en cierto mdo los stipendia o contribuciones de las co-
munidades sometidas y, sobre todo, procurar que régulos o facciones prorromanas contro-
laran los hilos de las principales ciudades y tribus en la esfera de influencia romana.
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WALBANK, F.W., Historical Commentary on Polybius, I, Oxford, 1957
! ! ! ! ! !
III LOS COMIENZOS DE LA CONQUISTA
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Era evidente que, aceptado el plan, Iberia seguía representando un importante pa-
pel estratégico, teniendo en cuenta su proximidad al nuevo teatro de operaciones, y que,
por consiguiente, debían mantenerse tropas en su territorio, independientemente de
cualquier otra provisión, si es que existía, a largo plazo. Pero, como había venido siendo
costumbre desde los comienzos de la guerra, la elección de nuevos responsables de los
asuntos militares en Hispania, se hizo de nuevo de forma provisoria. Sin duda, la influen-
cia en el gobierno de Escipión incidió en el nombramiento de los nuevos jefes, elegidos,
como él mismo, por votación de la asamblea de la plebe, que, sin haber cumplido las ma-
gistraturas superiores -pretura o consulado-, fueron, sin embargo, provistos de imperium
proconsular. Fueron éstos, L. Cornelio Léntulo, para los territorios al norte del Ebro, es de-
cir, la Hispania Citerior o región más próxima a Italia, y L. Manlio Acidino para la región
meridional o Hispania Ulterior, la más alejada.
Escipión había llevado consigo a Roma la mitad de las tropas que habían servido
bajo su mando, dejando en Hispania sólo dos legiones, con las correspondientes tropas
aliadas itálicas. Pronto se hicieron ver las consecuencias de esta reducción de efectivos y
de la propia marcha de Escipión, que, con su personalidad, había contribuido a estabilizar,
no sin duras luchas, las relaciones con las tribus indígenas. El primer golpe partió preci-
samente de la región que durante los años anteriores había fluctuado una y otra vez en la
alianza con los romanos, la tribu de los ilergetes, al mando de Indíbil, que se apresuró a
aprovechar la ausencia de Escipión para levantar contra Roma a las tribus vecinas con el
concurso de su hermano Mandonio. No es difícil encontrar las causas de esta rebelión
puesto que, como hemos visto, muy recientemente habían sido doblegados y obligados al
pago de un fuerte tributo. A los ilergetes, pues, se añadieron las tribus de los lacetanos y
ausetanos, que consiguieron poner en pie de guerra un ejército numeroso, al decir de Li-
vio, de 30.000 infantes y 4.000 jinetes. En la región de los sedetanos, esto es, en el cam-
po de Zaragoza, donde los indígenas habían tomado posiciones, tuvo lugar el enfrenta-
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miento con el ejército romano. Los nuevos procónsules resultaron vencedores y el pro-
pio Indíbil perdió la vida en el choque.
Mientras, en octubre del 202, en los alrededores de Zama, Escipión infligía a Aníbal
la derrota que sellaba el desenlace de la guerra. En la primavera del 201 se concluyó la
paz entre Roma y Cartago y Escipión regresó de África para recibir en Roma un delirante
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triunfo y el sobrenombre de “Africano”. Lógicamente con el final de la guerra desaparecía
toda excusa militar para mantener tropas en Hispania y, en consecuencia, seguir conside-
rándola como provincia o “ámbito de acción” de envíados portadores de imperium. Y efec-
tivamente el senado se planteó la conveniencia o la posibilidad de iniciar en la Península,
al menos, una retirada parcial. Así parece concluirse del decreto senatorial que instaba a
la asamblea de la plebe en el 201 a elegir un único portador del imperium para Hispania
con el encargo de reducir los efectivos estacionados en su territorio a una legión y 15.000
aliados latinos y evacuar el resto de las tropas a Italia con los procónsules salientes, Lén-
tulo y Acidino.
Es difíl decidir la intención real del senado con esta parcial movilización: la reduc-
ción de tropas podía significar el comienzo de una total evacuación, proyectada en varias
fases, o, por el contrario, una voluntad de permanencia con más modestos recursos milita-
res, pero, en uno u otro caso, con los mismos provisorios medios con los que la presencia
romana en Hispania había comenzado por lo que respecta a los comandantes enviados.
Puede adivinarse quizá, como en otras ocasiones semejantes, el forcejeo sobre la línea a
seguir entre distintas facciones del senado, de las que, a no dudar, la más ardiente parti-
daria de la permanencia estaba liderada por Escipión. Y en definitiva fue esta línea la
que prevaleció. Es cierto que un nuevo y único portador del imperium , C. Cornelio Cete-
go, fue elegido para sustituir a Léntulo y también que el procónsul cesante llevó consigo a
Italia parte de las tropas, pero su colega, Acidino, permaneció en su puesto y, así, aunque
de este modo irregular, siguieron existiendo dos comandantes al frente de los asuntos de
Hispania.
Si el senado rectificó antes de que partiera Cetego para su provincia, dándole ins-
trucciones para que Acidino permaneciera a su lado, o si la decisión se tomó una vez que
el nuevo procónsul desembarcó en Hispania, de acuerdo con los comandantes salientes
y a la vista de una situación que aconsejaba la duplicación del mando, no es posible de-
cidirlo. Pero podría aceptarse más bien la segunda posibilidad si tenemos en cuenta el re-
lato de Livio de una victoria del nuevo procónsul sobre un gran ejército indígena en el pa-
ís de los sedetanos. Cetego y Acidino dejarían su provincia por plebiscito a fiales del año
200, el primero para cumplir su magistratura de edil curul; el segundo, quizá a petición
propia, después de seis años ininterrumpidos de mandato en la Ulterior. Como ya empieza
a ser costumbre, los dos ingresaron en el erario importantes cantidades de oro y plata.
Durante los dos años siguientes, el 199 y el 198, continuando con el sistema ex-
traordinario del poder proconsular otorgado por la asamblea de la plebe a personajes que
aún no habían cumplido magistraturas con imperium, llegan a Hispania Cn. Cornelio Bla-
sión para la Citerior y L. Esterninio para la Ulterior. No habría que insistir en que su ges-
tión siguió discurriendo por los conocidos cauces de lucha contra las tribus indígenas —
Cornelio Blasión recibiría por sus victorias los honores de la ovatio— y de gigantescas
aportaciones de metales preciosos al tesoro público, mientras en Oriente tenía lugar con-
temporáneamente la Segunda Guerra Macedónica contra Filipo V, con la victoria romana
de Cinoscéfalos. Con esta guerra Roma se había lanzado directamente a un intervencio-
nismo en el Oriente mediterráneo, que llenará la política exterior de los primeros decenios
del siglo ll y que, lógicamente, inclinará la balanza de la información hacia el otro extremo
del Mediterráneo.
Apenas si una noticia incidental nos descorre el panorama de las relaciones no fun-
damentadas en la guerra entre Roma y las comunidades hispanas. Según Livio, en el año
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199, Gades, ciudad que tras su rendición había firmado un pacto de federación con Roma,
apeló ante el senado para que cesase el envío de praefecti a la ciudad, tal como estipula-
da el tratado firmado en el 206 con el lugarteniente de Escipión, Marcio. Los praefecti, que
juegan un importante papel en la temprana administración de Hispania, eran lugartenien-
tes del responsable de la provincia para distintas funciones en la administración. Una de
estas funciones, la más usual, era la de ad praesidia praeficienda, es decir, el mando de
una guarnición, impuesta a una ciudad sometida. Probablemente además sus tareas se
extendían al reclutamiento de auxiliares y recaudación de tributo y, si así lo decidía el go-
bernador, asumía competencias judiciales. Los responsables de las provincias hispanas,
una vez comprendida la eficicacia de estos praefecti en la exacción de contribuciones a
las comunidades sometidas, al parecer utilizaron a otros lugartenientes con el mismo títu-
lo para recabar de ciudades aliadas cantidades extraordinarias y probablemente irregula-
res. De ahí que Gades, que en su momento había aceptado como parte de las cláusulas
de rendición la imposición de un praefectus militar, se rebelara contra la extensión de es-
tos agentes que sangraban sus recursos a capricho del correspondiente procónsul. La
monótona mención en el relato de Livio de las cantidades de oro y plata ingresadas en el
erario por los procónsules de Hispania es bien ilustrativa de su pobre gestión de gobierno,
reducida a una confusa represión contra aquellas comunidades indígenas sobre las que
creían fundamentado un derecho de soberanía y a la indiscriminada recaudación de meta-
les preciosos entre sometidos y aliados.
Cornelio Blasión y Esterninio serían los dos últimos personajes enviados con impe-
rium proconsular mediante plebiscito para asumir el mando de la acción militar en la Pe-
nínsula. En las elecciones para el año 197 celebradas en los comicios por centurias, por
primera vez se eligieron seis pretores en lugar de cuatro, según Livio, “porque el número
de las provincias aumentaba y el imperio romano se extendía diariamente”. Y dos de estos
pretores, por sorteo, C. Sempronio Tuditano y M. Helvio, fueron encargados de la Hispania
Citerior y Ulterior respectivamente. Por vez primera también dos magistrados regulares
con imperium cumplirían su año de mandato en la Península, frente a los encargos ex-
traordinarios e irregulares con los que hasta el momento se había resuelto el problema de
los mandos en Hispania.
Razones para esta regularización sobraban, aunque nuestras fuentes no sean ex-
plícitas en su enumeración. Por otra parte, el expediente contaba con experiencias pre-
vias en otros espacios extraitálicos. Cuando en el 241, tras la Primera Guerra Púnica,
Roma entró en posesión de los territorios de Sicilia no sometidos a Siracusa, se limitó a
enviar cuestores para recaudar los ingresos procedentes de las contribuciones impuestas
a las comunidades de la isla por derecho de conquista. La supervisión general, no obs-
tante, se ejercía desde la propia Roma, donde uno de los dos praetores, el peregrinus
(encargado de los asuntos judiciales que interesaban a ciudadanos romanos y extranje-
ros), asumió esta tarea entre sus provinciae (“competencias” o “ámbitos de acción”). Sólo
catorce años más tarde, en el 227, los dos pretores anuales (urbanus y peregrinus), au-
mentaron a cuatro para así poder contar con dos magistrados con imperium que cumplie-
ran su año de mandato en Sicilia y Córcega-Cerdeña, consideradas como zonas perma-
nentes de intervención militar, con el corolario de ejercer el alto control sobre los corres-
pondientes territorios y, por consiguiente, con las prerrogativas de impartir justicia, recau-
dar tributos, reclutar auxiliares y, en general, representar o, más aún, encarnar en sus per-
sonas la soberanía romana. Así el termino abstracto provincia o “competencia” fue deri-
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vando hacia el concreto de provincia como “zona de intervención militar” o “territorio ex-
traitálico permenentemente sometido a la autoridad de un pretor”.
Pero también desde el punto de vista de la Península parecía aconsejable esta re-
gularización, que, por otro lado, no era la solución acostumbrada en las relaciones de
Roma con ámbitos exteriores. Llama la atención que el gobierno romano se resistiera de-
cenas de años a implantar un sistema semejante en otros teatros de guerra como África,
Macedonia, Grecia o Asia Menor, frente a la relativa rapidez con la que decidió utilizar un
medio de control como éste, directo y permanente, que suponía la acpetación de com-
promisos a largo plazo, no todos rentables.
Como tarea primordial, los nuevos pretores enviados a Hispania en 197, a los que
se invistió de poder proconsular, recibieron el encargo expreso de delimitar las fronteras
entre ambas provincias. Por entonces, las armas romanas controlaban en el norte los
pueblos de la costa entre Pirineos y Ebro, apoyados en sus bases de Emporiae y Tarraco,
así como el territorio del interior, a lo largo del medio y bajo valle de Ebro, habitado por las
tribus de iacetanos e ilergetes, probablemente hasta las ciudades de Osca (Huesca) y
Salduba (Zaragoza). Por el sur, la esfera de influencia romana se había extendido discon-
tinuamente a lo largo del Guadalquivir, desde la zona minera de Castulo (Linares), en el
alto valle, hasta el bajo, donde, como sabemos, Escipión fundó el centro urbano de Itali-
ca. Este punto marcaba el límite extremo de la extensión del dominio romano por el sur.
Ambos territorios quedaban comunicados por una franja costera, jalonada por las ciuda-
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des de Saguntum, Dianium (Denia), Lucentum (Alicante) y Carthago Nova, aunque en es-
ta zona la penetración romana apenas alcanzaba unos kilómetros tierra adentro.
La frontera pudo establecerse en la línea del río Almazora, entre Carthago Nova al
norte, dentro de la Citerior, y Baria (Villaricos de Almería), en la Ulterior. Pero esta frontera,
bien delimitada en la costa, se difuminaba en el interior con límites imprecisos, a lo largo
del saltus Castulonensis (Sierra Morena), que gradualmente se convirtió en frontera inter-
provincial. Así, el Guadalquivir en su curso alto y medio terminó sirviendo de límite, aun-
que no de estricta línea de demarcación. No debe extrañar que, en los decenios siguien-
tes, gobernadores de la Citerior combatieran al sur del río y viceversa. Pero en líneas ge-
nerales y hasta la delimitación de fronteras interiores fijada por Augusto, en la progresiva
conquista, el sur y el oeste peninsular correspondieron al gobernador de la Ulterior; el este
y norte, al de la Citerior, según una convención poco definida, que fue precisándose a me-
dida que el establecimiento de un control estable sobre las distintas áreas donde opera-
ban las armas romanas se atribuía a la jurisdicción de uno u otro pretor.
Ambos pretores iban provistos de nuevos ejércitos con unos efectivos legionarios y
aliados de cerca de 10.000 hombres para cada provincia, que añadieron a los restos de
las tropas que ya habían tenido que enfrentarse a los indígenas. No sabemos la suerte del
pretor de la Ulterior, pero, a juzgar por los acontecimientos posteriores, no debió ser muy
favorable, ya que el año siguiente la rebelión seguía ardiendo en la provincia. Quizá el si-
lencio de Livio a este respecto no haga sino encubrir un rotundo fracaso. Por lo que res-
pecta a la Citerior, Minucio logró algunos resultados positivos si, como narra Livio, venció
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a dos caudillos indígenas, Budar y Besadines, cerca de la ciudad de Turba, haciendo pri-
sionero al primero y poniendo en fuga a sus ejércitos. La victoria debe ser auténtica, pues-
to que, a su vuelta a Roma, se le concedieron los honores del triunfo, después de aportar,
como ya era común, una respetable cantidad de metales preciosos al erario.
CATÓN EN HISPANIA
Los medios que le fueron proporcionados a Catón para su campaña fueron conse-
cuentes con la grave situación del país. Llevaba consigo un ejército consular, es decir, de
dos legiones, más los correspondientes aliados itálicos, embarcado en veinte navíos de
guerra, a los que añadió todavía cinco más. A estas fuerzas se añadían los dos ejércitos
pretoriales de una legión cada uno, que se hallaban en Hispania, y refuerzos aliados que
llevaron también consigo los nuevos pretores. Se ha estimado el total de las fuerzas en la
Península para este año entre 52.000 y 70.000 hombres. Catón partió de Italia bordeando
la costa, rumbo a las colonias griegas del noreste hispano; desembarcó primero en Rhode
(Rosas), que parece había sido asaltada y ocupada por indígenas, y expulsó a la guarni-
ción. A continuación se dirigió a Ampurias.
El primer contacto de Catón con los indígenas vino de campo aliado. Bilistages, el
régulo de los ilergetes, la tribu que tantas veces se había rebelado contra el gobierno ro-
mano, había enviado una delegación para solicitar del cónsul urgente ayuda en hombres
y provisiones ante la situación que le creaba, frente a las tribus indígenas rebeldes, su ac-
titud prorromana. Extrañaría que precisamente haya sido esta tribu una de las pocas que
no se sumó a la rebelión, si no tenemos en cuenta las duras represalias que una y otra
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vez se habían abatido sobre ella, hasta debilitarla de tal forma que no pensara en una
nueva aventura. Pero el plan de Catón no había previsto divertir su ejército en operacio-
nes múltiples, sino que contaba con utilizar toda su imponente fuerza para hacer com-
prender a las tribus dónde se encontraba el poder. Es cierto que prometió a los legados
su ayuda e incluso llegó a embarcar en su presencia a un contingente armado, que hizo
desembarcar de inmediato en cuanto los indígenas se marcharon, con el pretexto de que
era suficiente para la moral de combate de sus aliados la simple esperanza en que recibi-
rían refuerzos. No obstante, tuvo buen cuidado de retener a un hijo del rey como rehén
para evitar un cambio de opinión de la tribu.
Por ciertas indicaciones de Livio, podemos deducir que la llegada de Catón se pro-
dujo en el verano, cuando el trigo se hallaba en las eras. Contando con abastececerse de
víveres sobre el terreno y teniendo en cuenta su enfermiza obsesión por el ahorro, no es
de extrañar que entre sus primeras medidas ordenara regresar a Roma a los especulado-
res y abastecedores de trigo que seguían al ejército, con la conocida frase de que “la gue-
rra debía alimentarse por sí misma” y que se deshiciera de la escuadra, enviándola a
Marsella. Estableció su campamento en los alrededores de Ampurias, quizás en la ense-
nada de Riells, mientras sometía a sus soldados a una severa disciplina, obligándoles a
vivir del pillaje y endureciéndolos en escaramuzas nocturnas, hasta que consideró llegado
el momento favorable para presentar batalla, a unas nueve o diez millas de Ampurias.
Catón no se contentó con las promesas de sumisión de los indígenas, cuya validez
había sido hasta el momento tan discutible. Aprovechó la posición victoriosa en que la ba-
talla de Ampurias le había colocado, para exigir garantías de que una nueva sublevación
no seria posible, mediante la entrega de armas, petición de ingentes cantidades de víve-
res y metales preciosos, imposición de guarniciones y desmantelamiento de las fortifica-
ciones de gran número de plazas fuertes indígenas. Sólo una ciudad, Segestica, de situa-
ción desconocida, se resistió a la orden y hubo de ser puesta a sitio y tomada.
Mientras tanto, el pretor que había sido destinado a la Citerior como ayudante del
cónsul, Manlio, en unión del gobernador de la Ulterior, Apio Claudio, llevaba a cabo opera-
ciones en los territorios del sur peninsular, en respuesta a una rebelión generalizada de la
Turdetania, cuyas ciudades, además, se habían procurado la asistencia de gran número
de mercenarios celtíberos. Ante la apurada situación, los jefes del ejército romano solicita-
ron la presencia de Catón en la Ulterior. El cónsul atendió la petición de auxilio desplazan-
do sus tropas hacia el sur, seguramente a lo largo de la costa, pero, fuera de pequeñas
escaramuzas, no se llegó, como en la Citerior, a una prueba de fuerzas decisiva. La razón
no estaba tanto, como tratan de sugerir las fuentes, en la imposibilidad del cónsul de obli-
gar al enemigo a combatir, como en la falta de confianza de los responsables romanos en
lograr la victoria con fuerzas que consideraban insuficientes. Lo prueba, por un lado, la in-
sistencia de Catón en utilizar una vía de salida, como la diplomática, que antes, en el
Ebro, cuando se sentía el más fuerte, había despreciado; por otro y teniendo en cuenta su
proverbial tacañería, el intento de sobornar a los mercenarios celtíberos con el ofrecimien-
to de doblar el dinero que habían prometido los turdetanos. La comprometida situación se
resolvió al fin sin la utilización de las armas. Probablemente, Catón logró disuadir a los
celtíberos de combatir al lado de los turdetanos y éstos, sin el auxilio de la fuerza más efi-
caz con que contaban para oponerse a los romanos, depondrían su actitud y se avendrían
a renovar sus pactos. Pero es sólo una suposición, ya que el silencio de las fuentes es
absoluto. Y es aún más extraño este silencio si, como parece, se logró efectivamente la
pacificación de la Ulterior, cuando sabemos la autoglorificación de Catón en todas sus
empresas, que no hubiera dejado de tener reflejo en las fuentes.
Esta sería la última acción de armas del cónsul en Hispania. Terminado el año de
su cargo volvió a Roma para recibir el triunfo. Con él, llevaba al tesoro público la mayor
cantidad de metales preciosos que hasta el momento ningún gobernador había logrado
extraer de los indígenas: 25.000 libras de plata y 1.400 de oro, 123.000 denarios y
540.000 monedas de plata de las llamadas oscenses (argentum oscense).
En cuanto al primer punto, las propias fuentes literarias son suficientemente explíci-
tas sobre los pobres resultados de la supuesta ‘pacificación’ de Catón. Como se verá, los
nuevos pretores del 194 hubieron de guerrear precisamente en las áreas objeto de la
atención militar preferente del cónsul, entre los Pirineos y el Ebro. Y ya se ha apuntado
que la demostración de fuerza de Catón en la Celtiberia posiblemente pudo precipitar el
comienzo del más grave problema militar al que tendrán que enfrentarse las armas roma-
nas en la Península en las décadas siguientes. Así, Catón, más que un hito en la historia
de la conquista romana de Hispania, sólo representa a lo sumo el paradigma de la pobre
y brutal política que, tras la Segunda Guerra Púnica, aplicó el estado romano en el ámbito
provincial.
Catón apenas varió el rumbo emprendido por sus predecesores, limitado a disposi-
ciones sobre la marcha, sin planificación previa y sin una coherente línea política, aunque
con una característica mezcla de violencia y oportunismo en su aplicación. Nada hay en
las fuentes que pueda interpretarse como una intención de regular, mediante bases esta-
bles y justas, la relación con las comunidades sometidas. Si se analiza el conjunto de
nuestros datos, en Catón se descubre sólo una personalidad reaccionaria y autoritaria
que, bajo el principio de la grandeza romana, utiliza un gigantesco aparato bélico para lo-
grar victorias militares y sustanciosos botines de guerra. Por ello, los medios utilizados son
siempre brutales; el despliegue de la fuerza, sistemático. Es cierto que con ello no hacía
sino mantenerse en las propias directrices emanadas del senado, para el que las provin-
cias apenas eran otra cosa que zonas de intervención militar. El interés primordial de la
cámara en sus relaciones exteriores no iba más allá de dotar a los comandantes con im-
perium, enviados a zonas conflictivas, de los medios adecuados para restablecer la paz
mediante el uso de la fuerza y en atender a los informes proporcionados por estos mismos
comandantes sobre su actividad militar, en el caso de que reclamasen los honores del
triunfo. Así, la obra de Catón no es tanto producto de un carácter y estilo propios como
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típica del período y de las aspiraciones de la clase política romana. Hacer suyas estas
aspiraciones y llevarlas a la práctica sin estar movido por intereses personales, sino sobre
todo por los intereses de la clase que controlaba la acción política y económica en el inte-
rior del Estado, ha contribuido a que las fuentes literarias den a su acción una valoración
positiva.
En todo caso, las campañas de Catón contribuyeron a extender los intereses roma-
nos a áreas más extensas, que conviene describir, aunque sólo sea de forma aproximada,
para poder comprender cuáles son las direcciones y los ámbitos en los que se desarrolla
en los años postcatonianos la lucha en territorio hispano.
Tras el sometimiento de los ilergetes, la tribu más poderosa del norte del Ebro entre
el Cinca y el Gállego, puede decirse que las armas romanas se asentaron firmemente en
el valle medio e inferior del Ebro, desde su desembocadura hasta la altura de Salduie, la
posterior Caesaraugusta. Toda la zona comprendida al oriente del río Gállego, con las
cuencas del Cinca y del Segre, habitados por ilergetes y lacetanos, quedaron desde en-
tonces pacificados, lo mismo que las tribus indígenas próximas a la costa, ausetanos, laie-
tanos y cessetanos. Incluso aunque con menor estabilidad, por comprensibles dificultades
orográficas, la influencia de Roma se extendió por las tribus montañosas de airenosios,
andosinos y bergistanos, estos últimos, como vimos, después de tres duras campañas. Al
sur del Ebro, la estrecha faja costera primitiva, cuyos puntos de cohesión en principio es-
taban limitados a las plazas de Sagunto, Akra Leuke y Carthago Nova, se amplió hacia el
interior al ser englobadas las tribus de los ilercavones, entre Tortosa y Valencia, sus veci-
nos occidentales, los sedetanos, y los otros pueblos más meridionales ibéricos que se ex-
tendían entre el Sucro (Júcar) y la región al sur de Carthago Nova, especialmente, edeta-
nos y contestanos, con penetración hacia el interior por las llanuras de la región albacete-
ña, que constituían el paso obligado hacia el alto Guadalquivir y las regiones mineras de
Castulo (Linares). Desde aquí el dominio romano se abría a lo largo de todo el valle del
Guadalquivir, hasta la costa atlántica meridional. El control romano era también un hecho
en la costa sur mediterránea, donde se asentaban las antiguas colonias púnicas, con Ma-
laka, Abdera y Sexi. A juzgar por las campañas de los años siguientes, como veremos, si
bien había comenzado la penetración por el valle del Genil hacia la Andalucía oriental, era
menos efectivo el dominio romano sobre esta zona que en las llanuras occidentales. En
conjunto pues, podría delimitarse la frontera del ámbito provincial hispano a través de una
linea que, desde las estribaciones de los Pirineos centrales, progresaba por el curso del
Cinca hasta las márgenes del Ebro, a la altura de Zaragoza. Desde aquí, avanzaba por el
interior, por las estribaciones orientales del Sistema Ibérico, hasta alcanzar los valles del
Júcar y Segura y llegar a la parte oriental de Sierra Morena. A partir de esta zona, el río
Guadalquivir marcaba el límite. Todo el territorio al oriente y sur de esta línea formaba las
provincias romanas de Hispania, cuya frontera interna no estaba bien delimitada.
Las acciones militar de los años posteriores a Catón parece que tienen como esce-
narios, por un lado, áreas en el interior de esta frontera, con el objetivo de someter o ‘pa-
cificar’ zonas que, por diversas circunstancias, aún permanecían en estado de semi inde-
pendencia; por el otro, al oeste y al norte de la línea de intereses romana, las campañas,
sin un plan coherente, podrían haber respondido al doble objetivo inmediato de ganar se-
guridad para las zonas supuestamente dominadas y de responder ocasionalmente a ver-
daderas o supuestas agresiones de los pueblos del interior -lusitanos y celtíberos- en sus
razzias contra las fértiles tierras vecinas del Guadalquivir y Ebro. Pero que las acciones
militares continuaran desarrollándose lo mismo en áreas supuestamente pacificadas que
al otro lado de fronteras mal definidas, sin un plan sistemático y coherente, muestra el
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desconocimiento y la falta de control que en Roma existía sobre la realidad política en
Hispania y el abandono, por parte de las instancias centrales responsables de la política
exterior -el senado-, de los asuntos de la Península en las manos de los sucesivos preto-
res.
Los nuevos pretores del año 194, Sexto Digitio para la Citerior y P. Cornelio Esci-
pión Nasica para la Ulterior, tenían directas conexiones con Escipión el Africano: Digitio
había participado en la operación del 209 que puso Carthago Nova en manos romanas;
Nasica era hijo del Cneo muerto en Hispania en 211 y, por consiguiente, primo del Africa-
no. Tras esta operación política parece descubrirse una intención deliberada de Escipión
por recomponer las conexiones de la gens en Hispania, justamente tras la acción de Ca-
tón y quizás para contrarrestar su influencia.
Que las campañas de Catón no habían sido en exceso eficaces quedó demostrado
muy pronto, cuando su sucesor Digitio hubo de en frentarse a una formidable coalición de
tribus donde perdió la mitad de su ejército. Escipión hubo de acudir a taponar la brecha,
abandonando su provincia y dejando con su ausencia vía libre para que bandas de lusi-
tanos, desde sus tierras del Tajo, se lanzaran a efectuar razzias productivas sobre las tie-
rras ricas y desguarnecidas del Guadalquivir. Escipión, sin embargo, vuelto de la Citerior,
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consiguió infligirles una derrota cuando regresaban cargados de botín a sus lugares de
origen, en los alrededores de Ilipa (Alcalá del Río), cerca de Sevilla.
Es esta la primera vez que en las fuentes romanas aparecen los lusitanos, que du-
rante los próximos cincuenta años serán la pesadilla del gobierno de la Ulterior y que, aún
después, contarán como factor desestabilizador hasta su definitivo sometimiento por Cé-
sar. Las tribus lusitanas, desde su núcleo originario en el norte del Tajo, alrededor de la
abrupta sierra de la Estrella, se extendieron por el sur del río, entre Tajo y Guadiana, has-
ta la Beturia, entre Guadiana y Guadalquivir. Aparecen en las fuentes muchas veces uni-
dos a sus vecinos orientales, los vetones, que se extendían por la región salmantina, abu-
lense y las provincias extremeñas. En ambos pueblos, de economía fundamentalmente
ganadera, existían profundas desigualdades sociales que obligaban a los privados de me-
dios de fortuna a buscar en el mercenariado o en el bandidaje organizado una compensa-
ción a su magra economía. Esta situación, creada, como decimos, más que por la pobreza
de medios, por su desigual reparto social en beneficio de unos pocos caciques tribales,
desarrolló e hizo pervivir en el pueblo lusitano tradiciones militares, que fueron encauza-
das por los poseedores de medios de fortuna, más allá de las fronteras tribales, hacia el
valle del Guadalquivir, como recurso para paliar necesidades económicas que, en otro ca-
so, podrían haberse vuelto contra los que detentaban el poder económico y social.
El encuentro de Escipión con las bandas de lusitanos debió tener lugar en el 193,
cuando ya se habían nombrado nuevos pretores para las provincias hispanas. Eran éstos
C. Flaminio para la Citerior y M. Fulvio Nobilior para la Ulterior. Las fuentes dan cuenta de
las dificultades que tuvieron para conseguir nuevos reclutamientos con que engrosar las
fuerzas de sus respectivas provincias. El caso era especialmente grave por lo que respec-
ta a la Citerior, donde, como sabemos, el ejército había sido diezmado. Flaminio, pues,
ante la negativa del senado a proporcionarle legionarios, retrasó su toma de posesión en
la provincia al recibir autorización al menos para reclutar tumultuarii milites fuera de Italia,
en Sicilia y África. No conocemos las razones precisas de la actitud del senado, quizás
causada por la preocupación inmediata de la guerra contra Antíoco de Siria o por la acos-
tumbrada falta de información sobre la realidad hispana.
La actuación de ambos pretores es muy confusa en las fuentes, aunque de ella pa-
rece deducirse una indiferenciación de las respectivas áreas geográficas asignadas. Ful-
vio, antes de la llegada de Flaminio a Hispania, debió operar en las áreas montañosas del
interior de su provincia, si los dos lugares fortificados sin identificar, que, según Livio,
conquistó -Vescellia y Helos-, corresponden a ciudades de la región granadina, Vesci Fa-
ventia (¿Archidona?) e Ilipula Laus (¿Loja?), respectivamente, como supone Thouvenot.
Luego, no obstante, llevó a cabo operaciones en la provincia de su colega, mientras Fla-
minio, por su parte, luchaba en la Ulterior.
Las exigencias de la guerra en Asia decidieron al senado a prorrogar a los dos pre-
tores el mando para el año 192. La campaña, que se adscribe sólo a Fulvio, enfrentó a
las armas romanas con las tribus oretanas, a las que se conquistaron los núcleos de No-
liba y Cusibi, de situación desconocida. El siguiente avance romano por territorio carpeta-
no hacia el Tajo obligó a sitiar la ciudad bien fortificada de Toletum (Toledo) y desenca-
denó la concentración de las tribus vecinas -vetones, vacceos y celtíberos- en auxilio de
los sitiados. La coalición de fuerzas indígenas fue, sin embargo, vencida y Fulvio pudo to-
mar la ciudad, e incluso hacer prisionero a Hilerno, régulo de una de las tribus enemigas.
Pero, de creer a Livio, también Flaminio operaba en la Oretania y con éxito, si es cierta la
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conquista de las ciudades de Ilucia y de Licabrum, seguramente Igabrum, es decir, Ca-
bra, al sureste de Córdoba.
Tras la campaña, Fulvio regresó a Roma, donde obtuvo por sus victorias la ovatio;
no, en cambio, Flaminio, que fue prorrogado en su puesto todavía dos año más, con Lucio
Emilio Paulo como nuevo colega en la Ulterior. El Senado concedió a cada uno de los go-
bernadores 3.000 soldados de infantería y 300 jinetes, de los que la tercera parte eran
romanos y los restantes, aliados itálicos. Nada sabemos de la actividad, en este año 191,
del pretor de la Citerior, Flaminio. En la Ulterior, donde actuaba Emilio Paulo, las fuentes
de doucmentación -Livio, Plutarco y Polibio- son contradictorias en cuanto a los hechos
bélicos. Al parecer, en un principio, tuvo una serie de reveses cuando operaba en la Bas-
tetania, es decir, en la región oriental de la provincia, donde también su predecesor habría
llevado a cabo campañas militares. Según Livio, en el año 190 —a ambos pretores se les
había prorrogado el gobierno—, sufrió una grave derrota cerca de la ciudad de Lycon,
donde el procónsul perdió la mitad de los efectivos totales de su provincia. No conocemos
la identidad de la ciudad, que se identifica sin fundamento con Ilurco, en Pinos Puente,
cerca de Granada. En cambio, Polibio y Plutarco pasan por alto esta derrota para hacer
solamente elogios de los éxitos militares de Emilio, hasta llegar al punto de asegurar que
se le entregaron 250 ciudades.
Podrían intentar conciliarse datos tan dispares si pensamos en una primera expedi-
ción desafortunada contra los bastetanos y en un traslado posterior de las operaciones
hacia la frontera occidental, junto al Guadalquivir, que sufría de nuevo ataques por parte
de las tribus lusitanas. Más grave, no obstante, que estas razzias y, sin duda, en conexión
con ellas, sería la rebelión de algunas ciudades de la orilla izquierda del Betis, entre ellas,
la poderosa Hasta. La apurada situción obligó a Emilio a recurrir a medidas drásticas para
rehacer sus tropas, pero la doble amenza pudo ser, al año siguiente, conjurada. El pro-
cónsul consiguió rechazar a los lusitanos al otro lado del río y tener así las manos libres
para volver a someter a las ciudades rebeldes. El castigo aplicado no iba a limitarse a las
acostumbradas exigencias de contribuciones extraordinarias, sino a medidas de más largo
alcance. Una tabla de bronce -seguramente copia del original- transcribe un decreto de
Lucio Emilio Paulo, emitido el 19 de enero del 189, por el que se liberaba a los habitantes
de la Turris Lascutana de su servidumbre para con la ciudad de Hasta, entregándoles en
usufructo las tierras de cultivo y erigiendo en núcleo urbano independiente la ciudadela
que habitaban, de acuerdo con los siguientes términos: Lucio Emilio, hijo de Lucio, impe-
rator, decretó que los esclavos de Hasta que habitaban en la Torre Lascutana fuesen li-
bres y mandó que siguieran teniendo como posesión los campos y el poblado fortificado
que entonces tenían, mientras el senado y el pueblo romano quisiese. Dado en el cam-
pamento, doce días antes de las calendas de febrero (CIL II 5.041). El documento, intere-
sante también por documentar un tipo de condición servil comunitaria distinto de la escla-
vitud, extendido por la Península y quizás de procedencia cartaginesa, descubre los pri-
meros intentos, al menos conocidos, de intervención en la organización indígena del terri-
torio y en sus fundamentos sociales, como instrumento de dominio. La defección o insu-
rrección abierta fue, pues, reprimida con desmembramiento de tierras de las ciudades re-
beldes en beneficio de comunidades que habían apoyado la causa romana.
Aún hubo de permanecer Emilio algunos meses más en su provincia durante el año
189, ya que el colega que debía sustituirle, L. Bebio Dívite, en su viaje hacia Hispania, fue
sorprendido y muerto por una banda ligur en la región de Marsella. Según Livio, en estos
meses de interinidad hasta la llegada del nuevo pretor Junio Bruto, todavía pudo Emilio
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alcanzar una nueva victoria sobre los lusitanos. También en la Citerior, Flaminio, tras cua-
tro años de gobierno, pudo ceder el mando a L. Plautio Hipseo. Ni Plautio ni Bruto em-
prendieron, al parecer, operación militar alguna.
El gobierno romano, con las manos libres en Oriente tras la firma del tratado de
Apamea en el 188, decidió prestar mayor atención a los asuntos de Hispania, máxime
cuando se supo la noticia de la muerte del pretor. En el 186 fueron elegidos L. Quinctio
Crispino y C. Calpurnio Pisón como gobernadores de la Citerior y Ulterior, respectivamen-
te. Aunque el senado había acordado proveerles de sendos ejércitos, como gobernadores
de dos provincias independientes, una vez en sus destinos y en vista de la situación, deci-
dieron unir sus fuerzas para una campaña coordinada, llevando a cabo operaciones con-
juntas sobre las fronteras de ambas provincias u operando, si así lo requería el caso, en la
provincia del otro.
Pero, para valorar en su justa medida el alcance de los éxitos romanos hay que re-
flexionar sobre el verdadero valor histórico de nuestras propias fuentes de documentación.
Fatás ha subrayado que en los años 80 del siglo II el desconocimiento romano acerca de
las cosas de Hispania era mayor que el conocimiento. Ello es particularmente importante
tenerlo en cuenta cuando las fuentes mencionan victorias sobre pueblos indígenas, como
los celtíberos y lusitanos, extendidos por amplios espacios de la geografía peninsular. Ni
puede suponerse que la lucha abarcara al conjunto de las tribus agrupadas bajo esos có-
modos étnicos, ni menos aún imaginar planes conjuntos de ofensiva bélica de extenso
alcance. La realidad, sin duda, es más modesta, y cuando las fuentes mencionan a los
celtíberos, sólo pueden referirse a tribus o comunidades periféricas a la Celtiberia propia,
como los lusones del valle del Jalón, las tribus extendidas por la actual provincia de Teruel
o gentes de las cuencas del Alfambra o del nacimiento del Guadalaviar, en los márgenes
orientales de la Celtiberia interior. Y lo mismo puede aplicarse a los lusitanos, cuyas corre-
rías no suponen una presión continua y agobiante sobre el valle del Guadalquivir, ni me-
nos aún la existencia de una vasta coalición con una estrategia coordinada.
Todavía Fulvio, en el 180, quizás descontento por los escasos redimientos econó-
micos obtenidos en la campaña y con el pretexto del retraso en el relevo del mando de
su sucesor Ti. Sempronio Graco, decidió conducir una expedición de rapiña en la Celtibe-
ria meridional. Logrado su objetivo, cuando se dispuso a cumplir la orden de regresar con
sus tropas a Tarraco para entregarlas al nuevo gobernador, los celtíberos interpretaron el
movimiento como una retirada, lanzándose sobre el ejército en el saltus Manlianus, es
decir, el valle del Jalón, cercano a Calatayud. El pretor, sin embargo, consiguió no sólo sa-
lir con bien de la emboscada, sino incluso transformarla en victoria. A su regreso a Roma,
sus dudosos éxitos sobre los celtíberos fueron recompensados con el triunfo. Él, en co-
rrespondencia, entregaba al tesoro una ingente cantidad de oro y plata; sus soldados reci-
bieron también recompensas en metálico, e incluso, con su botín personal, mandó levan-
tar un suntuoso templo a la Fortuna Ecuestre, que pudo dedicar ocho años más tarde, en
el 172.
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Las campañas de Graco
Para el año 180 fueron elegidos como gobernadores Ti. Sempronio Graco, para la
Citerior, y L. Postumio Albino, para la Ulterior. Graco hubo de hacerse cargo de su provin-
cia con retraso como consecuencia de la agria discusión en el senado sobre las fuerzas
de las que podría disponer el nuevo pretor. La magnificación de los éxitos militares de Fla-
co en la Citerior, presentados ante el senado por sus legados, sirvieron de argumento a la
propuesta de licenciar una buena parte del ejército que había participado en las campa-
ñas y, en consecuencia, a reducir las fuerzas operativas en la Península. Se trataba de
demostrar interesadamente, como ya había ocurrido en el 184, que la pacificación de
Hispania gracias a los esfuerzos de Fulvio hacía innecesario mantener en pie de guerra
tantos efectivos, pero, sobre todo, que esa pacificación justificaba el derecho del pretor al
triunfo. Ti. Sempronio, en un discurso que nos ha transmitido Livio, protestó enérgicamen-
te contra la pretendida desmovilización hasta conseguir la aceptación de un compromiso:
se mantendría el montante de los efectivos, bajo la base de licenciar a los soldados que
hubieran cumplido seis años de servicio y sustituirlos por nuevos reclutamientos.
En cuanto a Postumio, las fuentes apenas si mencionan que luchó el mismo año
179 contra los vacceos en la Hispania Ulterior. Podemos suponer que, mientras Graco
avanzaba por la Andalucía oriental, Albino, desde el alto Guadalquivir, marchaba hacia el
oeste por territorio lusitano sobre la región vaccea, donde debió efectuar alguna operación
de castigo para permitir a Graco, por su parte, volver sus ejércitos hacia el norte. Livio ni
siquiera acepta la campaña, aduciendo que llegó demasiado tarde a su provincia para
emprender cualquier acción militar. Pero el hecho de que a su regreso se le concediese en
Roma el triunfo (ex Lusitania Hispaniaque) parece abonar la suposición de que efectiva-
mente luchó con fortuna en Hispania. También Graco, por su parte, recibía el mismo honor
por sus victorias de Celtiberis Hispaneisque.
Medidas administrativas
Pero a esta afortunada acción militar iban a sumarse por primera vez medidas que
suponen un considerable trabajo de administración en una escala hasta el momento des-
conocida.
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Hasta el momento el interés del senado por los asuntos hispanos apenas si se ha-
bía concentrado en el status de los comandantes, el montante de las tropas confiadas a
su mando y la decisión en el reconocimiento de sus éxitos militares con el triunfo o la ova-
tio. A partir de Graco se prestaría una mayor atención a la estabilidad del ámbito de do-
minio provincial. Es cierto que totavía estos territorios no representaban otra cosa que
ámbitos de operaciones militares de magistrados provistos de imperium y, por consiguien-
te, zonas de guerra, pero comenzó a distiguirse más precisamente entre un ámbito de
dominio pacificado, donde implantar unos principios de administración civil, y un espacio
de frontera, efectivamente susceptible de eventuales operaciones militares.
Las más privilegiadas eran las ciudades aliadas (socii), cuyo status procedía de los
tiempos de la guerra contra Cartago y que apenas si fue extendido durante los años de
conquista. En esta categoría se incluían Sagunto y Ampurias y, como ciudades aliadas,
eran teóricamente libres de cualquier interferencia por parte de oficiales romanos, aunque
lógicamente debían plegarse a las directrices romanas, en especial, en política exterior.
Sin tratado formal pero también autónomas y exentas de tributo eran las llamadas
civitates sine foedere liberae et immunes, aliadas como consecuencia de un acuerdo uni-
lateral concedido por Roma (lex data). A la categoría pertenecían aquellas ciudades que
durante la guerra contra Cartago o en la temprana conquista habían abrazado libremente
la causa de Roma y le habían prestado ayuda. No obstante, su autonomía se encontraba
librada a la benevolencia de los gobernadores, que, en ocasiones, no tuvieron escrúpulos
en transgredirla.
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Semejante, aunque más laxa, era la relación que en ocasiones los responsables de
los intereses romanos en Hispania establecían con ciertas comunidades indígenas a las
que, sin un tratado formal, permitían desarrollar sin interferencias sus asuntos internos. No
existía la constitución de una societas formal, sino sólo un foedus o tratado gratuitamente
librado por la autoridad provincial, en ocasiones sin intervención siquiera del gobierno cen-
tral romano. No obstante, la utilización de este tipo de relaciones irregulares acabó res-
tringiéndose a la zona de frontera para atar a pueblos aún no sometidos a la autoridad
romana a los que interesaba mantener pacificados. Precisamente, como veremos, Graco
hizo un extenso uso de tales pactos.
En concreto y por testimonios distintos sabemos que Graco fundó al menos dos
centros urbanos indígenas. Uno de ellos, Gracchurris (Alfaro), en el límite fronterizo entre
vascones y celtíberos, sobre el paso de Pancorvo, que vigila la entrada a la meseta; el
otro, si prestamos crédito a una inscripción de época julio-claudia, copia sin duda de otra
anterior (Ti. Sempronio Graco, deductori populus Iliturgitanus), Iliturgi (Menjíbar, Jaén), en
la Oretania. Una cita de Festo que menciona a “Gracchurris, antes llamada Ilurcis, como
ciudad de la región del Ebro, que recibió el nombre de Sempronio Graco”, ha hecho dudar
de la autenticidad tanto de la inscripción de Menjíbar como de la fundación de Iliturgi por
Graco. No hay razón para recusar la fundación, si tenemos en cuenta que el pretor, como
sabemos, intervino militarmente en la Ulterior. La Ilurci de Festo es más probable que ha-
ga referencia al nombre del núcleo celtíbero que, refundado por Graco con su propio
nombre, fue repoblado con vascones como avanzadilla sobre la Meseta.
Fue durante las guerras púnicas cuando el ejército romano de base ciudadana, re-
forzado con infantería pesada y caballería proporcionada por los aliados itálicos (socii),
comenzó a hacer uso de tropas auxiliares de procedencia extraitálica. El contacto con los
cartagineses, cuyos ejércitos recurrían a mercenarios de distintas procedencias, con sus
particulares métodos y artes bélicas, impuso a Roma la necesidad de procurarse armas y
tácticas efectivas contra estos modos de guerrear.
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El recurso de tropas extraitálicas por parte romana se generalizó, sobre todo, en la
Segunda Guerra Púnica y, naturalmente, fue el principal teatro de operaciones, la penín-
sula Ibérica, la fuente más inmediata y rentable, con soldados de otras procedencias como
galos, númidas y cretenses, pero también hispanos. Con el nombre genérico de auxilia,
sirvieron para sustituir progresivamente la necesidad de tropas ligeras —los antiguos veli-
tes— o para disponer de contingentes con armamento especializado. Las diversas fuentes
de reclutamiento y el distinto armamento de estas tropas obligaba a integrarlas, renun-
ciando a cualquier tipo de homogeneidad. Es lógico, por tanto, que sólo constituyeran un
complemento de la infanteria pesada romano-itálica, incluido en el ejército a impulsos de
una continua improvisación, de acuerdo con las circunstancias específicas de cada cam-
paña. Estas tropas, irregulares y mal ensambladas en el ejército, eran disueltas al finali-
zar la correspondiente campaña, sin que el servicio significase para el estado romano ulte-
rior obligación o compromiso, tras la satisfacción de las cantidades estipuladas, en el caso
de los mercenarios, o su reenvio a las comunidades de procedencia para los auxiliares
proporcionados por amigos, aliados o súbditos.
Pero no sólo se aprovechaban por parte romana estas rivalidades entre tribus;
también seguía utilizándose el expediente del mercenariado. Catón no dudó de reclutar
celtíberos, a los que ofreció doscientos talentos de plata (unos 6.000 kilos) por sus servi-
cios. Celtiberia estaba todavía fuera de la órbita romana y, de hecho, los celtíberos tam-
bién proporcionaron soldados a los enemigos del cónsul, en concreto, los pueblos turde-
tanos.
Emilio Paulo, pocos años después, debió utilizar también en Hispania los servicios
de tropas indígenas, seguramente apelando a sentimientos de rencor o enemistad entre
pueblos vecinos. También, en el 181, el pretor Q. Fulvio Flaco, en la Citerior, se vio obli-
gado a reclutar cuantos auxilia pudo sacar de los pueblos aliados, lo mismo que C. Cal-
purnio y L. Quinctio unos años antes.
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En todo caso, por lo que respecta a la relación militar romano-indígena, la progresi-
va conquista no hizo sino ampliar la utilización del elemento hispano y extender las fuen-
tes territoriales de su reclutamiento, con formas cada vez más específicas. Frente al re-
curso al mercenariado de los primeros años, poco a poco, a lo largo del siglo II, la leva de
indígenas terminó siendo casi exclusivamente fruto de los diferentes foedera, concluidos
con las tribus, que suponían por parte de éstas unas entregas en materiales y hombres.
Esta participación de mílites hispanos al servicio de Roma, hasta donde se puede alcan-
zar, sólo o preponderantemente dentro de la Península, se cumplía en formaciones irregu-
lares según los grupos étnicos, con armamento autóctono y de forma transitoria para cada
campaña en particular, como consecuencia de su sumisión a Roma y en virtud de los pac-
tos o foedera regulados en particular con los diferentes grupos étnico-sociales.
Graco, sin duda, tuvo un importante papel en esta sistematización de las contribu-
ciones indígenas a las armas romanas. Su acción política, como sabemos, intentaba ligar
las unidades políticas indígenas, en especial, en los márgenes del dominio provincial, por
pactos que aseguraran un mínimo de garantías para tornarlas inofensivas, en un conjunto
de reconocimiento de derechos y contraprestaciones que gradualmente debían conducir
de los territorios efectivamente sometidos a la autoridad provincial, a la Hispania libre sin
relación con Roma. Y entre estas contraprestaciones, la de suministrar fuerzas auxiliares
a los ejércitos romanos por parte del pueblo sometido o aliado debió ser habitual y así
aparece en los pactos firmados con las comunidades indígenas, con cláusulas que expre-
samente las obligaban a una determinada ayuda militar. Sabemos que Graco hizo uso de
estos pactos, como el que firmó con el reyezuelo carpetano, Turro, y, entre sus auxilia, in-
cluyó a miembros de la nobleza de la ciudad de Certima, en otro tiempo enemiga.
Organización fiscal
A partir de finales del siglo III conocemos en las dos provincias hispanas acuñacio-
nes en bronce con alfabeto ibérico. Sin duda, fomentadas por la autoridad romana, estas
monedas servían para pagar algún tipo de contribución, probablemente, el stipendium exi-
gido por los comandantes para el pago de las tropas que servían en territorio provincial y
que, lógiamente, se satisfacía en bronce. La fijación de tributos estables por Graco puede
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conectarse con el pago de las cantidades estipuladas en plata, en lugar de bronce, al
igual que el propio salario de los soldados, lo que conlleva una progresiva desaparición de
los ases de bronce ibéricos, cuya acuñación cesa en el 145. Esta moneda de plata co-
mienza a acuñarse en principio sólo en la Citerior y las cecas se extienden por las regio-
nes costeras, el valle del Ebro, las faldas del Pirineo y la Celtiberia.
Que las medidas fiscales para el pago en metálico fueron acompañadas de otras
para regularizar las entregas coactivas de trigo lo pueba indirectamente un episodio de los
años siguientes a la partida de Graco. En el 171, una embajada de hispanos consiguió
hacer llegar al senado sus quejas sobre la expoliación y la falta de respeto a los pactos
por parte de los administradores provinciales. El senado comisionó al pretor L. Canuleyo,
en quien precisamente había recaído la propretura hispana para ese año, para invitar a los
embajadores a elegir los patronos —miembros del senado— que defenderían su causa.
Estos, entre los que se encontraban Catón y Emilio Paulo, citaron ante el jurado a M. Titi-
nio y P. Furio Filón, pretores de la Citerior en el 178 y el 174, respectivamente, y a M. Ma-
tieno, gobernador de la Ulterior en el 173. El proceso terminó con la absolución del prime-
ro y el destierro voluntario a villas de recreo cercanas a Roma de los dos restantes. Canu-
leyo, el juez instructor, precipitó su marcha a Hispania, y el senado se limitó a dar garan-
tías de que no volverían a repetirse los abusos, con una serie de medidas que, en cual-
quier caso, no estaba en condiciones de llevar a la práctica. La principal prohibía a los
magistrados provinciales por decreto del senado imponer su propia valoración en el pre-
cio del trigo que los agricultores hispanos debían entregar para el abastecimiento de las
tropas romanas. Esa valoración arbitraria servía para incrementar fraudulentamente el di-
nero recibido de aquellas comunidades locales que preferían satisfacer en metálico las
cantidades de grano estipuladas. El decreto prohibía también a los magistrados no sólo
obligar a los indígenas a satisfacer el impuesto del cinco por ciento de la cosecha al precio
que ellos decidiesen señalar, sino también a exigirlo a la fuerza mediante el envío expreso
de recaudadores a las comunidades afectadas.
La acción militar de Albino y Graco no significó, sin embargo, el fin de las guerras
en un universo político atomizado y con graves problemas económicos. De forma intermi-
tente sabemos cómo, hasta la explosión de las guerras celtíbero-lusitanas en 154, los go-
bernadores se enfrentaban con problemas, exigiendo envíos de tropas y, en algún caso,
realizaron campañas lo suficientemente importantes para merecer los honores del triunfo
o de la ovatio, como la del pretor del 175, Apio Claudio Centón, por sus victorias sobre los
celtíberos. Todavía en el 170 estuvo a punto de estallar una gran sublevación celtíbera,
pero la muerte de su instigador, el indígena Olonico, deshizo la coalición. Estos hechos,
sin embargo, no eran considerados lo suficientemente graves como para atraer la aten-
ción pública romana, más preocupada por los acontecimientos que en el Mediterráneo
oriental estaban tejiendo cada vez más tupidamente los lazos del estado romano en el ho-
rizonte político del mundo helenístico. En consecuencia, las noticias sobre los treinta años
posteriores a Graco que nos transmiten las fuentes son muy escasas. Citemos entre ellas,
como dignas de mención, la reunión bajo un solo gobernador de ambas provincias entre el
año171 y el 168, como consecuencia de la guerra contemporánea en Grecia contra Per-
seo; la fundación de Carteia (El Rocadillo, Algeciras) en el 171, como primera colonia lati-
na extraitaliana, para albergar a 4.000 hijos de soldados romanos y mujeres indígenas que
solicitaban del Senado un status jurídico superior al que preveían las leyes, y el escándalo
ya citado, suscitado en Roma el mismo año por la embajada indígena que venia a expo-
ner sus quejas sobre las arbitrariedades de los gobernadores.
Pero para comprender esta tendencia y también para traspasar las fronteras de lo
fáctico —como hemos dicho, muy pobres para estos años— e intentar descubrir el tras-
fondo de la dominación romana en Hispania durante el medio siglo transcurrido desde los
comienzos de la Segunda Guerra Púnica hasta el estallido de las guerras en la Meseta, es
necesario detenerse en la consideración del carácter de esta oligarquía, que con su códi-
go ético y sus iniciativas políticas mediatizaba el estado romano.
En este contexto, desarrollado a partir de los años 180 y uno de cuyos más
plásticos ejemplos es la resistencia del colectivo senatorial contra tendencias personales
que pudieran atentar contra la igualitaria mediocridad aristocrática, como el que docu-
menta el llamado «proceso de los Escipiones», hay que enmarcar la obra de Graco en
Hispania. Su acción, no obstante los muchos aspectos positivos que incluye, no significó
ningún cambio violento, sino simplemente la congelación de las relaciones de fuerzas,
que conocemos bien en Oriente tras Apamea, conducida en la Península a través del es-
tablecimiento de un statu quo, que, en su propia rigidez y estatismo, contenía los gérme-
nes de un fracaso a largo plazo, al inmovilizar las necesidades de las tribus con compro-
misos que imposibilitaran cualquier ajuste a imprevistas condiciones futuras. Más aún,
algunas de las medidas de Graco, como la que prohibía a los indígenas levantar nuevas
ciudades en previsión de una eventual formación de grandes coaliciones, eran claramen-
te negativas, porque coartaban la posiblidad de un desarrollo político indígena hacia fór-
mulas de ordenación superadoras del primitivo sistema tribal, como la organización urba-
na, presupuesto imprescindible, por otra parte, de un desarrollo económico, que habría
sido la única base estable de pacificación. En este terreno, apenas si la sedentarización
de tribus seminómadas con repartos de tierra, siempre insuficientes, llevada a cabo por
Graco, significó un progreso sobre las simples presiones fiscales a las que el gobierno
romano había reducido desde un principio su interés económico en las provincias hispa-
nas. Pero, con todo, quizás más por interés indígena que por voluntad romana, los presu-
puestos de Graco se mantendrían durante dos décadas, con esporádicos y limitados en-
frentamientos y con insuficientes y tardías medidas ad hoc del senado contra los capri-
chos y arbitrariedades de los pretores provinciales, cuya política de gobierno apenas si
experimentaba las oscilaciones nacidas de simples escrúpulos personales.
El senado intentó reaccionar, no tanto como hemos dicho, por un interés fundamen-
tal en la situación de los administrados, sino por miedo de que el poder incontrolado de
que gozaban los gobernadores pudiera volverse contra la propia institución oligárquica.
Pero estos intentos no podían ser eficaces: los gobernadores estaban lejos y, en el caso
de flagrante delito, el infractor contaba con amistades y parientes entre los propios miem-
bros del senado. Por otra parte, los procesos ante los comicios tenían una larga y compli-
cada técnica que restaba eficacia a su acción, si es que ésta conseguía ser puesta en
marcha. Si los provinciales lograban hacer llegar su voz ante el senado, no lograban ja-
más unos resultados positivos. La impunidad de los gobernadores se hizo perfectamente
clara en el caso ya citado del 171.
Paralelamente, el crecimiento del capitalismo romano llevó a las provincias una au-
téntica plaga de hombres de negocios, procedentes en su mayor parte de las filas de los
caballeros, que consiguieron ver reconocido por el Estado el monopolio de la recaudación
de tributos y del cobro de los distintos impuestos. Su interés por ampliar el campo de su
acción económica llevaría a nuevos abusos y, consecuentemente, a un renacimiento de la
sublevación en las provincias, que, en definitiva, darían lugar a la reanudación de la políti-
ca de conquistas.
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Los años, pues, oscuros que se extienden entre la pretura de Graco y las guerras
celtíbero-lusitanas representan para Hispania una extensión progresiva del capitalismo
romano y de la subsiguiente explotación económica de sus recursos, en forma de tributos
e impuestos, no siempre legales, aprovechamiento de las minas y tráfico en tierras culti-
vables, que precipitarían de nuevo la guerra sobre las fronteras del dominio provincial. Al
mismo tiempo, la continua presencia de emigrantes itálicos contribuirá a ir transformando
la base socio-económica de las regiones donde Roma impone su presencia más directa-
mente. Fundaciones como Gracchurris en el Ebro, Italica en el Guadalquivir, Carteia en la
costa meridional y otros núcleos donde, sin necesidad de status especial, van concentrán-
dose los emigrados en intima relación con los indígenas, representan un fermento de ro-
manización, es decir, de asimilación a formas de vida romanas que, no por ser involunta-
rio, resultará menos eficaz en el creciente desarrollo de las provincias hispanas.
Las medidas del senado, en cualquier caso, sólo podían tener un carácter
episódico mientras no cambiaran las directrices de dominación; su influencia llevó a un
deterioro de los presupuestos de Graco, enfriados en los intereses divergentes de admi-
nistradores y administrados, que una chispa cualquiera podía convertir en una confronta-
ción armada. Que esta chispa efectivamente saltara, en un momento en que la política
exterior romana se endurecía en todos sus frentes de intereses—Grecia, el Oriente hele-
nístico y Cartago—como único camino viable a los problemas planteados por la propia
incapacidad en dar soluciones valederas políticas, traería como consecuencia para la pe-
nínsula el desencadenamiento de veinte años de guerra, cuya meta sólo podía ser ya la
destrucción física del enemigo.
BIBLIOGRAFÍA
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IV EL SOMETIMIENTO DE LA MESETA: LAS GUERRAS
CELTÍBERO-LUSITANAS
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Imperialismo y crisis
Si la chispa que en el 154 iba a dar al traste con este precario equilibrio sal-
ta efectivamente en la Península, sus consecuencias desorbitadas, que acarrean medio
siglo de hostilidades casi ininterrumpidas, cuyo resultado final es la integración de la Me-
seta en el territorio provincial romano, son producto de una evolución política que tiene
su centro en Roma, aunque, por supuesto, esencialmente mediatizada por la interposi-
ción dialéctica de un imperio mediterráneo. No es fácil trazar su evolución, que incluye
temas tan complejos como la ruina de la pequeña y mediana propiedad italiana y el para-
lelo triunfo del latifundio, la extensión de la esclavitud como fuerza de trabajo, la crisis ur-
bana, los problemas de reclutamiento y, en general, la crisis del ejército, la rotura de la
cohesión del régimen senatorial y la lucha de facciones nobiliarias, la cuestión de los alia-
dos itálicos y, entre otros y más directamente para la comprensión del trasfondo de las
guerras en la Meseta, la crisis del sistema por el que la dirección política romana había
encauzado la protección de sus intereses exteriores.
En todo caso, la incapacidad de los griegos para administrar esta libertad, por un
lado, y el interés de una parte de la oligarquía romana en entrar a formar parte de un hori-
zonte como el helenístico tan prometedor en posibilidades políticas y financieras, por otro,
empujó al senado, apenas unos años después (192), a intervenir de nuevo, en esta oca-
sión contra el rey Antíoco III de Siria, reluctante a “liberar” a las ciudades griegas de Asia
Menor, incluidas en su esfera de intereses. La victoria de Magnesia y la sucesiva paz de
Apamea, en el 188 a.C., señalaron la exclusión de Siria del ámbito mediterráneo y su con-
versión en una potencia secundaria oriental.
Crisis social
La provechosa política exterior desarrollada por Roma en la primera mitad del siglo
II a. C. había generado un desarrollo económico que, con la transformación de la econo-
mía -integración en los circuitos económicos del Mediterráneo oriental, extensión del lati-
fundio y racionalización de la agricultura- , produjo sustanciales modificaciones en la so-
ciedad, de las que son índice la extensión del esclavismo y el desarrollo urbano. Pero esta
política, hacia mitad del siglo II a. C., quedaría en entredicho como consecuencia del en-
conamiento y crecientes complicaciones de la guerra que iba a alargarse en el tiempo,
sin solución previsible, en el interior de la península Ibérica. Esta guerra, que, tras dece-
nios de conquistas traducidas en cuantiosos botines y, como consecuencia, en un enri-
quecimiento del Estado, exigió por primera vez mayores inversiones que previsible prove-
cho, puso en evidencia la verdadera y penosa situación económico-social que el propio
disfrute de la conquista había ido fomentando, en especial, la ruina de la mediana y pe-
queña propiedad, base hasta el momento de la robustez del cuerpo social romano. La re-
cesión ocasionada por la guerra de Hispania y la inseguridad e histerismo colectivo que
desató en la población, se vieron todavía agravadas por las primeras señales de crisis del
sistema económico esclavista en la forma de una gran rebelión de esclavos en Sicilia.
Fue la Segunda Guerra Púnica, con su agobiante presión sobre todos los recursos
del Estado, el acontecimiento que más radicalmente influyó en la aceleración de estas
contradicciones implícitas en la estructura del ejército. Pero la consecuencia lógica que
hubiera podido esperarse, es decir, la apertura de las legiones a los proletarii, no se dio; el
gobierno prefirió recurrir a medidas parciales e indirectas, de las que la más evidente fue
la reducción del censo, es decir, de la capacidad financiera para ser reclutado, de 11.000 a
4.000 ases, hacia el 214 a. C.
Crisis de la oligarquía
Estas dificultades evidentes en la base sobre la que Roma apoyaba su política im-
perialista, todavía vinieron a complicarse como consecuencia de la interferencia de desa-
justes paralelos que en la cúspide -la dirección política- habían comenzado a poner en en-
tredicho el propio sistema sobre el que se articulaba el Estado.
Los años centrales del siglo II a. C. revelan la existencia de tres grupos mayores en
lucha por la supremacía dentro de la clase dominante, grupos que no excluían la existen-
cia de otros menores, satélites o independientes, que, basculando entre aquéllos, mediati-
zaban y matizaban su acción. Frente a la factio de Escipión se individualizan los grupos
que capitaneaban Q. Cecilio Metelo Macedónico y Apio Claudio Pulquer, que, sin formar
un frente común "antiescipión", combatían por igual, aunque por distintas causas, su ac-
ción política. No se trataba de una práctica nueva, ya que conocemos luchas internas de
este tipo prácticamente desde el propio nacimiento de la nobilitas. Pero, en los años cen-
trales del siglo II, la diferencia -y la diferencia peligrosa para el mantenimiento de la su-
premacía senatorial- estaba en que la pugna empezó a trascender del seno de la noble-
za, desvelando con ello las debilidades internas del grupo y su propia falta de cohesión.
Se descubrió la posibilidad de hacer política contra el senado, precisamente en difíciles
momentos en los que se acumulaban problemas de real contenido social o económico.
Sin embargo, el hecho radical es que, para la materialización de esta política, se interesó
al pueblo, a sus órganos de expresión, las asambleas populares, y a sus representantes
legales, los tribunos de la plebe. De golpe, la sociedad romana se politizó, tras largos de-
cenios de aquiescencia a las consignas de la nobilitas. Esta politización, sin embargo,
respondía a impulsos y necesidades, no sólo distintos, sino contradictorios en la dirección
política y en la base.
La elección del segundo camino significó que el estado romano estaba dis-
puesto a sacrificar su estabilidad social interna en beneficio de los intereses exclusivos de
una mafia oligárquica de grupúsculos divididos y enfrentados, que se afanaron en poner a
su servicio las fuerzas de la sociedad y los recursos del Estado. Era al propio tiempo el
reconocimiento, no por inconsciente menos manifiesto, del fracaso de las medidas que la
propia aristocracia se había impuesto para evitar precisamente su ruina como colectivo,
empujándose a una sangrienta y dramática carrera por el poder personal en el marco de
la república oligárquica, que sólo conseguirán transitoriamente Sila y César hasta la re-
forma estatal de Augusto. En la competencia desesperada por obtener magistraturas,
mandos provinciales y dirección de campañas bélicas, de las que sacaban las fuentes de
su prestigio y riqueza, la aristocracia emponzoñó sus relaciones de clase y exacerbó sus
rivalidades, arrastrando a ellas al propio Estado y a su imperio.
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Sólo en un contexto histórico como el descrito es posible explicar cómo limi-
tados conflictos en las fronteras del dominio romano en Hispania desencadenaran medio
siglo de guerras cuyo más evidente corolario sería la duplicación del territorio provincial y
la definitiva anexión de la Meseta al ámbito de soberanía romano.
El caso de Segeda
Por la misma época de la expedición de Púnico y sin que sea segura una
relación causal, surgía en Celtiberia, en la Hispania Citerior, el casus belli que obligaría al
gobierno romano a un gigantesco esfuerzo militar. Frente al carácter seminómada de las
tribus lusitanas, los celtíberos —belos y titios al oriente; arévacos al occidente— habita-
ban en grandes núcleos de población, protegidos por murallas que, en los eventuales
conflictos entre tribus, era necesario atacar o defender. Una de estas ciudades, Segeda,
de localización insegura en la región de Calatayud, perteneciente a la tribu de los belos,
decidió ampliar su ciudad y, como consecuencia, sus fortificaciones, para albergar a los
pequeños núdeos de población de los alrededores, no sólo belos, sino también de los ve-
cinos titios, en una especie de sinecismo. Sin duda, era un reflejo del alto desarrollo polí-
tico, cultural y económico alcanzado por la ciudad, que, con este acto, afirmaba su supe-
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rioridad sobre el territorio. El senado romano, enterado del asunto, contestó con una ter-
minante prohibición de continuar los trabajos, en base a los acuerdos de Graco, que
prohibían a los celtíberos construir ciudades. Tanto si la reacción romana fue espontánea
como desencadenada por las quejas de los núcleos de población obligados contra su vo-
luntad a integrarse en la ciudad ampliada, en cualquier caso, el senado vio en este acto
un peligroso atentado a su posición dominante en el territorio, al beneficiar el fortaleci-
miento de un siempre eventual enemigo. Los segedanos no quisieron, sin embargo, de-
sistir de su propósito sin intentar convencer a los legados de Roma, y replicaron con ar-
gumentos sobre cómo entendían ellos los pactos de Graco. Sin haber conseguido que
desistieran de sus propósitos, los embajadores regresaron a Roma, y el senado, conside-
rados rotos los tratados de paz, declaró la guerra a la ciudad.
La campaña de Nobilior
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La decisión de poner la dirección de la guerra en Hispania en las manos de
un cónsul iba a tener una repercusión directa sobre el propio calendario oficial romano.
Hasta entonces, el año consular comenzaba en los idus de marzo, es decir, el día 15 del
mes, fecha en la que los cónsules tomaban posesión de su magistratura. En el 153, el ini-
cio del año se adelantó al 1 de enero para permitir al cónsul alcanzar su provincia a tiem-
po de emprender las proyectadas operaciones militares aún durante el transcurso de su
año de magistratura. Pero si tenemos en cuenta la necesidad previa de realizar las labo-
riosas operaciones de reclutamiento y trasladar las tropas al escenario de la lucha, ni
siquiera con este expediente se podía desplegar el ejército durante el período estacional
de la campaña -primavera y verano-, lo que explica la frecuencia con la que, al tiempo
que se complicaba la situación militar en Hispania, el senado decidía la prórroga como
procónsul en el escenario de la lucha del cónsul saliente.
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La pacificación del cónsul Marcelo
Si los celtíberos ahora se hallaban sujetos por pactos, nada impedía llevar
las armas sobre sus fronteras hacia occidente, contra los pueblos exteriores, cuya con-
quista ampliaría el glacis protector de la Citerior. Eran estos pueblos los vacceos, que, ex-
tendidos a ambos lados del Duero medio, sobre fértiles llanuras cerealistas, tendían el
puente entre la Celtiberia, en la Citerior, y los vetones y lusitanos, en la Ulterior. La em-
presa, por tanto, parecía atractiva, ya que un éxito en la región prometía excelentes ba-
ses de aprovisionamiento para futuras campañas; pero, al mismo tiempo, era temeraria,
al no estar apoyada por puntos seguros en la retaguardia, y siempre con un hipotético
enemigo, apenas poco antes sometido, a las espaldas. Lúculo, en cualquier caso, consi-
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deró superiores las posibilidades de ganancias al riesgo y, atravesando el Tajo, se dirigió
sobre una de las ciudades vacceas del sur, Cauca (Coca), que, contra toda justificación
(era pueril el pretexto de que los caucenses habían perjudicado a los carpetanos, aliados
de Roma), atacó con sus fuerzas. La derrota de los indígenas en batalla campal les incitó
a redirse al cónsul: Lúculo, tras exigir la entrega de rehenes y cien talentos de plata, in-
trodujo en la ciudad una guarnición de dos mil legionarios, que no bien dentro de sus mu-
ros masacraron a la población y la destruyeron . El brutal proceder del cónsul hizo crista-
lizar unánimes sentimientos de odio en las tribus vacceas, que se vieron empujadas a la
resistencia contra el intruso. Intercatia (Villalpando) fue la siguiente presa de Lúculo, que,
tras cierta resistencia, hubo de capitular. Se dice que durante el asedio el joven Escipión,
que formaba en las filas del cónsul como legado, se ganó la admiración del ejército ven-
ciendo en combate singular a un gigantesco cabecilla de los sitiados. La rendición, con-
seguida gracias a los buenos oficios de Escipión, proporcionó, no obstante, escasos be-
neficios: apenas cincuenta rehenes, seis mil capas y ganado, pero no el deseado metal
precioso, que los indígenas no tenían. Finalmente, le tocó el turno a Pallantia (Palencia),
sin duda la más fuerte de las ciudades vacceas, contra la que se estrellaron las ambicio-
nes del cónsul, que, ante la proximidad del invierno, hubo de retirarse con sus ambiciones
frustradas al territorio aliado de la Turdetania, hostigado en su camino por la guerrilla pa-
lentina.
Mientras Lúculo, tras obligar a rendirse a las bandas lusitanas que castiga-
ban con sus correrías la vecina región de la Beturia (sur de Extremadura), penetraba en
la Lusitania meridional a sangre y fuego, Galba, por su parte, obtenía al norte del Tajo éxi-
tos lo suficientemente importantes para que los amedrentados lusitanos se decidieran a
pactar con el romano. Los enviados lusitanos trataron de disculpar sus correrías sobre
las tierras vecinas empujados por la necesidad de procurarse alimentos, teniendo en
cuenta la pobreza de sus territorios. El propretor taimadamente fingió comprender las ra-
zones y se manifestó incluso dispuesto a solucionar el problema de fondo comunicándo-
les su intención de proporcionarles tierras de cultivo. A tal fin, los lusitanos fueron con-
centrados con sus familias en tres punto distintos y, una vez desarmados, Galba dio la
orden de atacar. Los que no perecieron en la masacre fueron vendidos como esclavos.
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El pérfido proceder de Galba no pareció conmover las conciencias de un
senado, como hemos visto, partidario de la mano dura, pero sí en cambio la ruindad y
avaricia del responsable de la tropelía, que había reservado para sí el grueso del botín
arrancado a los indígenas. Un tribuno de la plebe, L. Escribonio Libón, trató de incoar en
el 149 un proceso contra las acciones ilegales de Galba, impulsado por un grupo de se-
nadores entre los que se distinguió el viejo Catón, con un inflamado discurso en el que
reprochaba no tanto la brutalidad de los métodos del expretor como su falta de justifica-
ción jurídica. La cínica defensa de sus acciones con retorcidos argumentos, los teatrales
golpes de efecto para atraerse la benevolencia de la cámara -presentándose acompaña-
do de sus hijos implorantes- y, no en última instancia, la connivencia de la mayoría de los
senadores, que aprobaban el proceder del inculpado, salvaron a Galba del juicio. Pero el
proceder de Galba, aunque impune, sin duda influyó en la aprobación de la propuesta,
presentada el mismo año por otro tribuno de la plebe, L. Calpurnio Pisón, de crear un tri-
bunal permanente encargado de juzgar los abusos de los responsables de la administra-
ción en las provincias. Así, mediante la lex Calpurnia, se instituía la quaestio perpetua de
repetundis, que, constituida por senadores, trataría de castigar los delitos de malversa-
ción y concusión de los gobernadores provinciales, ciertamente con menos intención de
proteger de abusos a los provinciales que de garantizar los derechos del estado roma-
no. El juicio a exmagistrados del orden senatorial por tribunales compuestos de senado-
res ya de entrada prometía una benévola “comprensión” para los inculpados, que, de
cualquier modo, caso de ser declarados convictos, apenas eran obligados a otra cosa
que devolver (repetere) las cantidades supuestamente sustraidas durante su gestión.
Viriato
El año 147 volvieron las correrías lusitanas sobre el sur peninsular, que
acudió a detener el pretor Vetilio. Cuando los indígenas acorralados parecían dispuestos
a escuchar las propuestas de paz del pretor, que les ofrecía tierras de cultivo si deponían
las armas, surgió de entre ellos un guerrero, Viriato, que recordando a sus compañeros
la perfidia de las promesas romanas, les incitó a rechazar el ofrecimiento de Vetilio y se-
guir combatiendo. Todavía más, a la cabeza de un escogido grupo de jinetes, logró rom-
per el encierro y, mientras atraía la atención del grueso del ejército romano, dio tiempo al
resto de los lusitanos a escapar de la encerrona para hacerse fuertes en la desconocida
Tribola. Las tropas de Vetilio no solo no consiguieron alcanzar a Viriato sino que, en su
persecución, se dejaron atrapar en una emboscada, que se saldó con la muerte del pro-
pio pretor y de casi la mitad de sus fuerzas. El escenario de la emboscada hay que bus-
carlo probablemente en el valle del Guadiaro, desde donde los maltrechos restos del
ejército derrotado ganaron Karpesso, una ciudad de la costa atlántica meridional, que
Apiano identifica con la mítica Tarteso.
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Victorias sobre Plautio y Unimano
Bruto instaló su base inicial de operaciones al borde del Tajo, en Moro, fren-
te a una isla, que se ha identificado con Al-Mourol, en la confluencia del Zézere y el Tajo.
Para asegurar el abastecimiento y un acceso permanente al mar, mandó también fortificar
Olisippo, es decir, Lisboa. No hay que suponer que Bruto intentara una sistemática obra
de pacificación, teniendo en cuenta la amplitud del territorio. Se trataba más bien de una
campaña de intimidación con el doble fin de castigar a las tribus rebeldes y extender una
saludable advertencia sobre el poder romano y los inconvenientes de menospreciarlo.
Seguramente en su campaña el cónsul siguió una ruta occidental, remontando Lisboa ha-
cia el Duero por Coimbra para evitar las escabrosidades de la sierra de la Estrella o de
Montemuro. El avance romano fue lento y en él las tropas romanas hubieron de librar
frecuentes y feroces combates contra los guerreros lusitanos. Bruto no podía ser ni ex-
cesivamente duro ni demasiado exigente con los vencidos, a los que intentó estabilizar
mediante una política de asentamientos en tierras de cultivo. Es en este contexto en el
que hay que enmarcar la fundación de Valentia, con los veteranos supervivientes del
ejército de Viriato.
La guerras de Numancia
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No obstante los magros resultados de la campaña, paradójicamente, Pom-
peyo fue prorrogado en el mando para el 140. Era Numancia de nuevo el objetivo, que,
en esta ocasión, trató de conseguir, escarmentado como estaba con el fracaso de un ata-
que directo, por medio del asedio. Para ello inició trabajos de circunvalación, que preten-
dían cerrar a los numantinos los accesos más expeditos por el oeste, entre los ríos Duero
y Merdancho. Las dificultades climáticas, el continuo hostigamiento del enemigo y la in-
disciplina y baja moral de las tropas romanas -los veteranos tras seis años de servicio
hubieron de ser licenciados y sustituidos por soldados bisoños, conducidos a Hispania
por una delegación senatorial-, obligaron al procónsul a abandonar el asedio y retirarse a
las alturas fortificadas de Castillejo, al norte de la ciudad. La proximidad del invierno y la
necesidad de conseguir algún resultado positivo antes de abandonar su destino, empuja-
ron a Pompeyo a enmascarar el fracaso militar con un supuesto éxito diplomático, e ini-
ció conversaciones con los defensores de Numancia y Termancia para conseguir una paz
que aparentemente contentara el orgullo romano. Pompeyo exigió a los numantinos -los
habitantes de Termancia en última instancia rompieron las tratativas y prefieron permane-
cer en estado de guerra-, además de rehenes, prisioneros y desertores, una elevada can-
tidad de plata, la mitad de la cual fue entregada de inmediato, ante la presencia de los de-
legados del senado.
Las tropas que llevó Escipión, como refuerzo de las que operaban en la pe-
nínsula, apenas constaban de 4.000 voluntarios, entre los que la historia destacaría pos-
teriormente nombres como los del historiador Polibio, el poeta Lucilio o los políticos C.
Mario o C. Graco. No eran ingentes fuerzas las que necesitaba el escollo de Numancia,
sino disciplina, que el general, no bien llegado a los campamentos, se aplicó a restable-
cer. Las fuentes -Apiano, Livio, Floro, Frontino- se detienen con particular detalle en el
lastimoso estado del ejército de Hispania, falto de moral, indisciplinado y muelle. Los
primeros meses de su gestión como general en jefe de un ejército que seguramente
constaba de 15 a 20.000 soldados itálicos y casi el doble de auxiliares proporcionados
por estados clientes y comunidades indígenas amigas y sometidas, los invirtió Escipión
en restablecer su eficacia y valor combativo mediante un concienzudo entrenamiento. Y
en el verano de 134, con un ejército entrenado, comenzó Escipión la campaña, a espal-
das de los numantinos, en territorio vacceo, para sustraer a la ciudad los necesarios víve-
res con la destrucción de las mieses. Por enésima vez, hubo de sufrir Pallantia el ataque
de fuerzas romanas y en una llanura cercana, Complasio, tuvo lugar el primer choque
con el enemigo. Cubiertos los objetivos, no sin contratiempos en los que se detienen
nuestras fuentes para subrayar las dotes de mando de Escipión, el ejército romano se di-
rigió hacia el sur para alcanzar el Duero cerca de Simancas y progresar por el valle del
Eresma hasta Cauca (Coca), a cuya población, dispersada pocos años atrás por Lúculo,
permitió Escipión regresar a sus campos. Finalmente, a comienzos de octubre, el ejército
romano se encontraba frente a los muros de Numancia.
Numancia se elevaba sobre una colina, fortificada con una doble muralla de
unos 4 km de perímetro, y protegida, al oeste y norte, por los cursos del Duero y Tera y,
en el flanco meridional, por el Merdancho. Escipión erigió, a norte y sur de la ciudad, dos
grandes campamentos, en Castillejo y Peña Redonda, respectivamente, y bajo su protec-
ción se levantaron otros cinco más (en Travesadas, Valdevorrón, Raza, Dehesilla y Alto
Real), comunicados entre sí por una muralla continua de cuatro metros de altura, reforza-
da con foso y empalizada y provista de de señales ópticas, para impedir ataques noctur-
nos por sorpresa, y de tres centenares de torretas de madera, en las que estaban instala-
das las máquinas de artillería. Un ejército de 60.000 hombres esperaba así pacientemen-
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te la rendición de 3.000 ó 4.000 guerreros, en los que el hambre empezó a hacer pronto
estragos. Aislados del mundo exterior, los numantinos no obstante, lograron resistir el in-
vierno del 134-133 e incluso consiguieron en una ocasión burlar el cerco: un tal Retóge-
nes, con cuatro compañeros, atravesó las líneas romanas para intentar en vano conse-
guir ayuda exterior antes de regresar a la ciudad. Sólo un grupo de jóvenes guerreros de
Lutia, a medio centenar de km de Numancia, se decidió a acudir en socorro de los sitia-
dos, pero el consejo de ancianos informó a Escipión, que aplicó un castigo ejemplar cor-
tando las manos de cuatrocientos de ellos. Fracasadas las peticiones de paz numantinas,
conducidas por uno de sus jefes, Avaro, que intentó en vano arrancar de Escipión condi-
ciones honorables, los sitiados trataron de romper el bloqueo con una salida desespera-
da; pero hubieron de retroceder después de dejar el campo sembrado de cadáveres. Fi-
nalmente, tras quince meses de asedio, los numantinos, en el límite de sus fuerzas,
aceptaron la rendición sin condiciones (deditio). Tras la entrega de las armas, consiguie-
ron del cónsul dos días de plazo para entregarse: muchos prefirieron acabar con su vida.
Y, cuando las tropas romanas entraron al fin en la ciudad, sólo encontraron cadáveres y
espectros. Escipión mandó incendiar la ciudad, repartió el territorio entre las tribus veci-
nas colaboradoras, castigó a las culpables de simpatizar con los sitiados y se embarcó
hacia Roma para celebrar solemnemente el triunfo. Aún en Numancia, recibió la noticia
de los trágicos acontecimientos que habían costado la vida a su primo y oponente político
Tiberio Graco, en la refriega que siguió al intento de Tiberio de ser reelegido como tribuno
de la plebe para poder llevar a término con éxito su propuesta de ley agraria.
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BIBLIOGRAFÍA
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WATTENBERG, F., La región vaccea. Celtiberismo y romanización en el valle del
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V EL SOMETIMIENTO DE LA MESETA: DE NUMANCIA A SERTORIO
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El carácter de la época
Pero también es cierto que estos cincuenta años son de enorme significa-
ción para la propia república romana. Poco atractivo podían tener para los historiadores
los incidentes protagonizados por personajes secundarios en provincias perífericas del
imperio, cuando en el núcleo central tenían lugar acontecimientos trascendentales. Hasta
el punto de que, si analizamos por separado la evolución de estos años en Hispania y en
las instancias centrales, podría parecer que nos hallamos en épocas distintas. Y, sin em-
bargo, no se comprenderían coherentemente los nuevos factores que intervienen en la
evolución de las provincias hispanas sin tener en cuenta el desarrollo contemporáneo de
la coyuntura política en Roma. Por ello, es imprescindible trazar, aunque sea someramen-
te, los hitos principales de un camino que se inicia con el fracasado proyecto de reforma
agraria de Tiberio Graco y finaliza en la imposición, tras una guerra civil, de Sila como
dictador.
Aunque los proyectos de reforma de los Graco no significaron ninguna mejora posi-
tiva en la dirección del Estado, donde se afirmó todavía más la oligarquía senatorial, sí
consiguieron en cambio romper para siempre la tradicional cohesión en la que esta oligar-
quía había basado desde siglos su dominio de clase. Tiberio y Cayo descubrieron las po-
sibilidades de hacer política contra el poder y extender a otros colectivos, hasta entonces
al margen de la política, el interés por participar activamente en los asuntos de Estado. Si
bien esta politización no trascendió fuera de la nobleza, en su seno aparecieron dos ten-
dencias que minaron el difícil equilibrio en que se sustentaba la dirección del estado. Por
un lado quedaron los tradicionales partidarios de mantener a ultranza la autoridad absolu-
ta del senado, como colectivo oligárquico, los optimates; por otro, y en el mismo seno de
la nobleza, surgieron políticos individualistas, que, en la persecución de un poder perso-
nal, se enfrentaron al colectivo senatorial y, para apoyar su lucha, interesaron al pueblo
con sinceras o pretendidas promesas de reformas y, por ello, fueron llamados populares.
Fue precisamente esa ausencia de ejército permanente, que condicionaba los re-
clutamientos a las necesidades concretas de la política exterior, el elemento que más fa-
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voreció la interferencia del potencial militar en el ámbito de la vida civil. Si el senado dirigía
la política exterior y autorizaba en consecuencia los reclutamientos necesarios para hacer-
la efectiva, el mando de las fuerzas que debían operar en los “puntos calientes” de esa
política estaba en manos de miembros de la nobilitas, que, en calidad de magistrados o,
en todo caso, investidos por los órganos constitucionales con un poder legal —el impe-
rium- , apenas si tenían un casi siempre débil e ineficaz control senatorial por encima de
su voluntad, última instancia en el ámbito de operaciones confiado a su responsabilidad,
en su provincia.
Lógicamente, el soldado que buscaba mejorar su fortuna con el servicio de las ar-
mas, se sentía más atraído por el comandante que mayores garantías podía ofrecer de
campañas victoriosas y rentables. La libre disposición de botín por parte del comandante,
de otro lado, era un excelente medio para ganar la voluntad de los soldados a su cargo,
con generosas distribuciones. Y, como no podía ser de otro modo, fueron creándose lazos
entre general y soldados que, trascendiendo el simple ámbito de la disciplina militar, se
convirtieron en auténticas relaciones de clientela, mantenidas, aun después del licencia-
miento, en la vida civil.
Con un ejército de proletarios Mario logró terminar, a finales del siglo II a.C., con
una vergonzosa guerra colonial en África contra el príncipe númido Jugurta, que había lo-
grado, corrompiendo a un buen número de senadores, llevar adelante sus ambiciones in-
cluso en perjuicio de los intereses romanos. No bien concluida esta guerra, que le reportó
un triunfo, concedido a regañadientes por la oligarquía senatorial, el general popular ani-
quiló en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae a las hordas celto-germanas de cim-
brios y teutones, que en varios años de correrías (113-101) habían llegado incluso a
amenazar el norte de Italia.
Estas victorias le valieron a Mario su reelección año tras año como cónsul (107-
101). Pero la necesidad de atender al porvenir de sus soldados con repartos de tierra cul-
tivable, que el senado le negaba, echó al general en los brazos de un joven político popu-
lar, Saturnino, que aprovechó el poder y prestigio de Mario para llevar a cabo un ambicio-
so programa de reformas. Esta ofensiva de los populares alcanzó su punto culminante en
las elecciones consulares del año 100 a.C., desarrolladas en una atmósfera de guerra ci-
vil. Mario, obligado por el senado en su condición de cónsul a poner fin a los disturbios,
hubo de volverse contra sus propios aliados y el nuevo intento popular acabó otra vez en
un baño de sangre: Saturnino fue linchado con muchos de sus seguidores y Mario, odiado
por partidarios y oponentes, hubo de retirarse de la escena política.
La Guerra Social
La victoria de la reacción tras los tumultos del año 100 a.C. no restableció la paz
interna: los optimates volvieron a sus tradicionales luchas de facciones mientras se gene-
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raban un nuevo problema que comprometía la estabilidad del Estado. Fue éste la cues-
tión itálica, la larga reivindicación de los aliados itálicos por ser integrados en el estado
romano como ciudadanos de pleno derecho. Desde generaciones, estos aliados habían
ayudado a levantar con sus hombros y su sacrificio material el edificio en el que se asen-
taba la grandeza de Roma, gracias al original sistema con el que la ciudad del Tíber aglu-
tinó bajo su hegemonía a los pueblos y ciudades de Italia.
A comienzos del siglo I a.C., para muchos itálicos el deseo de integración derivó
peligrosamente hacia sentimientos nacionalistas, que sólo veían en la rebelión armada el
final de una dominación. Así, en el año 91, los itálicos, conscientes de que el senado ja-
más accedería a concederles de grado la ciudadanía romana, tras el asesinato del tribuno
de la plebe, Livio Druso, que defendía sus reivindicaciones, se rebelaron abiertamente
contra Roma. Esta llamada “Guerra Social” (de socii, “aliados”) fue uno de los más difíci-
les retos a los que hubo de enfrentarse el estado romano desde los ya lejanos días de la
invasión de Aníbal. Porque, en suelo italiano, era contra los propios aliados, en los que
Roma había descargado buena parte de su potencial militar, contra los que debía enfren-
tarse en el campo de batalla.
Sin embargo, la formidable fuerza que la confederación itálica logró reunir —unos
cien mil hombres— estaba debilitada por su propio paradójico objetivo: destruir un estado
en el que deseaba fervientemente integrarse. Bastó que el peligro abriese los ojos al go-
bierno romano y le hiciera ceder en el terreno político —concesión, mediante una serie de
provisiones legales, de la ciudadanía romana a los itálicos que así lo solicitaran— para
que el movimiento se deshiciera.
Medidas senatoriales
La caída de Numancia vino a coincidir, como hemos visto, con la gestión re-
volucionaria del tribunado de Tiberio Graco. Es posible que, debido a ello, Escipión hu-
biera de apresurar su regreso a Italia. En cualquier caso, le fue concedido el triunfo que
celebró en Roma en el 132. Con motivo de tal ocasión, Escipión regaló a cada uno de los
soldados que habían estado bajo su mando en la campaña siete denarios de su fortuna
personal. Lo exiguo del premio viene a demostrar los escasos resultados económicos del
largo asedio. Un poco antes, también Décimo Junio Bruto había celebrado el triunfo por
sus victoriosas campañas contra los galaicos y lusitanos y dedicado un templo. Ambos re-
cibieron el cognomen honorífico de los pueblos a los que habían vencido: Escipión añadió
al suyo de Africano el de Numantino; Bruto recibió el de Galaico.
Según las fuentes que narran la conquista —Estrabón, que parece tomar sus
datos de Posidonio, y Floro y Orosio, que recogen la tradición del libro LX de Livio, perdi-
do—, el pretexto esgrimido fue la alarmante progresión de la piratería en las islas: autóc-
tona, según la tradición que sigue a Livio; afincada en los refugios de sus costas, aunque
los nativos apenas participaran en ella, según los datos procedentes de Posidonio. Las
operaciones fueron confiadas a uno de los cónsules del 123, Q. Cecilio Metelo, que ape-
nas debió encontrar dificultades en su propósito. Para protegerse de los proyectiles tan
hábilmente lanzados por los honderos utilizó el recurso de extender pieles sobre las tablas
de las naves.
Tras el desembarco, de creer a las fuentes, la conquista apenas fue otra co-
sa que una mera operación de policía. Metelo, sin embargo, permanecería en las islas
hasta el 121, ocupado en el asentamiento de 3.000 colonos “sacados de entre los roma-
nos de Iberia”, para los que fundó dos núcleos urbanos en Mallorca, Palma y Pollentia. No
está asegurada su concreta extracción: podría haberse tratado de veteranos de los ejérci-
tos de Hispania; de itálicos, llegados a la Península en busca de tierras que cultivar, o de
hispanienses, es decir, descendientes de colonos, nacidos en territorio provincial. Tam-
poco puede decidirse sobre la categoría jurídico de ambos centros: Plinio los llama oppi-
da civium Romanorum y Ptolomeo, simplemente, poleis. Seguramente en un principio no
contaron con un estatuto privilegiado, aunque sus respectivos núcleos estaban compues-
tos de ciudadanos romanos. La campaña de Metelo fue premiada en 121 con el triunfo y
con el cognomen honorífico de Baleárico.
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Nuevas guerras contra los lusitanos
Si hacemos excepción de la ocupación balear, ningún otro dato referente a
Hispania señalan las fuentes en los años de estéril reacción senatorial que siguen al ase-
sinato de Cayo Graco. Ni tan siquiera conocemos el nombre de los pretores que se suce-
den anualmente o por períodos binauales en el gobierno de las provincias hispanas. A
partir de 114, sin embargo, y hasta el 93 a. C., de forma casi ininterrumpida, año tras año,
nuestras magras y heterogéneas fuentes dan cuenta de encuentros armados de variada
fortuna e importancia en las dos provincias hispanas.
El primer conflicto del que tenemos noticia, tras las campañas de Bruto y Es-
cipión, estalló en la Ulterior en el año 114 y de nuevo tuvo como protagonistas a los lusi-
tanos. Cayo Mario, el posterior líder popular, seguramente como propretor de la provincia,
reprimió la sublevación. Plutarco, a quien debemos la noticia, llama a los lusitanos bandi-
dos y recalca su tendencia a hacer del bandidaje la profesión más deseada.
La pacificación no fue, sin embargo, completa. Al año siguiente, con toda ve-
rosimilitud, el nuevo pretor de la Hispania Ulterior, M. Junio Silano, volvió a luchar, y pare-
ce que con éxito, contra los lusitanos. No así su sucesor del 112, L. Calpurnio Pisón Frugi,
que en combate con ellos perdió la vida. Le sucedió Servio Galba, que hubo de enfrentar-
se a graves inconvenientes en su intento de pacificación por la dificultad de llevar a cabo
reclutamientos. Apiano dice que no le fue enviado ejército alguno, sino legados «para que
aplacasen la guerra como pudiesen». En efecto, la situación externa romana atravesaba
por momentos difíciles: había estallado una sublevación de esclavos en Sicilia, acababan
de romperse las hostilidades con Jugurta y amenazaba sobre la frontera norte de Ita-
lia el peligro de una invasión de cimbrios y teutones.
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mandato como procónsul durante los años siguientes. Sus campañas, cuyo alcance des-
conocemos, fueron premiadas en el 93 con el triunfo en Roma.
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Tras la invasión de los cimbrios, debieron tener lugar movimientos de rebe-
lión celtíberos alentados por este éxito donde las armas romanas habían fracasado. La
situación caótica de la región la prueba el hecho de que aún en el 102, soldados auxiliares
celtíberos luchaban, como hemos dicho, al lado del pretor M. Mario contra los lusitanos.
Sólo cinco años después, la ciudad que Mario había fundado para ellos tenía que ser pa-
sada a cuchillo como escarmiento por la participación de sus habitantes en una rebelión
contra Roma. Los primeros ecos de esta segunda guerra celtíbera nos llegan por fuentes
numismáticas. El año 99 el pretor de la Citerior, C. Celio Caldo, luchaba contra los celtíbe-
ros. Así lo recuerdan monedas de su nieto, del año 54, que muestran en sus reversos el
heterogéneo armamento de las tribus de la provincia Citerior: escudos célticos largos, pe-
queños «caetra» o escudos ibéricos redondos, enseñas en forma de jabalí, lanzas y trom-
petas.
De provincia a provinciae
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La definitiva anexión e la Meseta. El Bronce de Alcántara
Estos son los hechos que se extienden entre 114 y 92. Geeralmente se con-
sideran, de acuerdo con el prisma de las fuentes -en especial Apiano-, como rebeliones o
levantamientos localizados en zonas limitadas, más propios de operaciones de policía
que de guerra en regla. Pero, en todo caso, son casi veinte años de lucha continuada,
que podrían considerarse con propiedad como una segunda guerra celtíbero-lusitana, por
más que sea una forma muy imprecisa de etiquetar una serie de episodios poco conoci-
dos. En efecto, no es mucho lo que sabemos de la guerra, pero a juzgar por algún dato
suelto podemos suponer que la situación para Roma fue en ocasiones apurada. No hay
que olvidar el lastimoso estado en que se encontraba en cuanto a disciplina y virtudes mili-
tares el ejército romano, y, de otro lado, la pluralidad de frentes de combate. Sabemos por
Apiano que algún año, en el 111 más concretamente, se hizo imposible el envío de tropas
de refresco a la Península para acompañar al nuevo pretor de la Ulterior, Servio Galba, y
la misma fuente relata que en su lugar «se contentó (el senado) con enviar legados que
aplacasen la guerra como pudiesen». La lectura entre líneas de este dato nos muestra
claramente la necesidad para Roma en ciertos momentos de pactar y reducir los frentes,
aun con concesiones.
Esta Tabula Alcantarensis, por más que apenas documenta una más de las
innumerables escaramuzas que debieron tener lugar en el curso de las campañas de la
Ulterior, cuenta con un buen número de datos susceptibles de comentario, que podrían
desvelar particularidades de la lucha contra los lusitanos, bien es cierto que con un ape-
nas inferior número de problemas. El populus Seanoc(ensis) es, sin duda, una comuni-
dad lusitana o vetona -el área de ubicación se encuentra en la frontera entre ambas et-
nias- , diseminada por un área imprecisa de la zona de Alcántara, que tenía en Villavieja
uno de sus castros defensivos, quizá el más importante y, por ello, con una funcionalidad
de capital con respecto a otros vecinos. La comunidad se encontraba en proceso de se-
dentarización, aunque su mención como populus y no como civitas indica que todavía no
se había producido la concentración en un único núcleo urbano. En todo caso, aunque sin
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poder precisar su verdadera entidad y amplitud, contaba con plena autonomía política y,
en consecuencia, con una organización político-social, que implica la existencia de un
consejo y de unos magistrados, que, probablemente, tenían su sede en el castro donde se
halló la placa. En cuanto a la ocasión concreta de la deditio, se inscribe en el contexto de
las continuas razzias y ofensivas de una población cuyo territorio aún no se encontraba
plenamente incorporado al dominio romano, aunque sobre él existiera ya una precisa
voluntad de anexión. De todos modos, la enorme amplitud del territorio, su difícil orografía
y la dispersión de su población en unidades político-sociales independientes, permiten
comprender la lentitud en el proceso de incorporación y sus dificultades.
El problema d e la tierra
En territorio celtíbero, la ordenación del territorio seguramente decidida por
la comisión senatorial que llega a Hispania tras la destrucción de Numancia, no solucionó
los problemas económicos celtíberos. Estos problemas, que las fuentes dejan entrever
con suficiente claridad, eran la falta de tierras de cultivo, quizá no tanto por su insuficiencia
sino por su escaso rendimiento económico. La ordenación de la comisión senatorial tende-
ría a garantizar el disfrute de las mejores tierras cultivables para las clases dirigentes in-
dígenas, a las que con este y otros beneficios se intentaba convertir en fieles guardianes
de los intereses romanos, teniendo en cuenta la precariedad del aparato administrativo de
Roma y la extensión del territorio incluido dentro del imperio. Algún dato aislado nos des-
corre el ambiente de tensión en el interior de las ciudades indígenas, como el ya mencio-
nado de la matanza por parte de la población de Belgeda de los miembros del consejo,
adictos a Roma.
También, como en la Celtiberia, sólo era posible una solución mediante una
enérgica intervención en las condiciones socio-económicas del territorio. Pero los tímidos
intentos romanos de repartos de tierra cultivable y traslado de poblaciones pronto hubie-
ron de chocar contra la protesta de los privilegiados, individuos y colectividades a cuya
costa se pretendía la reestructuración socio-económica. Una revolución social estaba fue-
ra del alcance y de la propia mentalidad romana y, al faltar las soluciones políticas, quedó
también sólo el recurso a la fuerza, con la represión violenta del bandolerismo social de
gran alcance, que todavía, en las postrimerías de la República, servirá a los pompeyanos
de cantera de soldados.
De acuerdo con estos magros datos, parece que puede concluirse una vo-
luntad romana de incorporar los territorios al sur de la línea del Duero y fijar en este límite
natural la frontera de las provincias. Ello no impide exploraciones al norte del río. Según
Estrabón, Publio Licinio Craso, durante su dilatado gobierno de la Ulterior, entre el 97 y el
93, logró alcanzar las legendarias Cassitérides, es decir, las costas de Galicia y acceder
así a las fuentes del codiciado estaño.
Aunque estas anécdotas sugieren una nueva actitud del senado en cuanto al
grado de responsabilidad adquirido con respecto a los provinciales, el gobierno y las deci-
siones institucionales que su gestión incluía, seguían en las manos de los magistrados a
quienes el senado asignaba las provincias. En ausencia de una ley provincial, la única li-
mitación efectiva a la omnipotencia de los gobernadores seguirán siendo, hasta la legisla-
ción de Sila, los discutibles tribunales de repetundis.
Todavía será más largo el mandato del sucesor de Didio, Cayo Valerio Flaco,
que permanece en Hispania más de diez años, desde su consulado en el 93 hasta el 82,
durante la trágica década que vio sucederse en Roma la rebelión de los aliados itálicos, el
golpe de estado de Sila, el bellum Octavianum, la campaña contra Mitrídates, la guerra
civil y la definitiva toma del poder de Sila como dictador. Sin duda, este gobierno tan desa-
costumbradamente largo ha de inscribirse en el caos de la política romana de estos años,
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durante los que Valerio Flaco supo mantenerse a flote entre los vaivenes de facciones y la
inestabilidad general, hasta su honroso relevo, coronado por el triunfo, que coincide con
los comienzos de la actividad de Sertorio en Hispania.
La Tabula Contrebiensis
Un testimonio privilegiado de esta actividad lo proporciona la Tabula Contre-
biensis, un plancha de bronce, hallada en Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza) en
1979, que contiene el procedimiento seguido para la resolución de un litigio entre dos co-
munidades indígenas -saluvienses y alavonenses- sobre la legalidad de la venta hecha
por un tercer pueblo, los sosinetanos, de un territorio por el que los saluvienses preten-
dían hacer pasar una conducción de aguas. El consejo de Contrebia actúa en el pleito
como árbitro y es el procónsul L. Valerio Flaco quien autoriza el juicio. La sentencia, fe-
chada en el año 87, aparece suscrita por seis magistrados de Contrebia. Más allá de la
anécdota de una disputa entre comunidades vecinas en torno a derechos de agua, intere-
sa la apelación ante el procónsul y la utilización de fórmulas específicas del ius civile en
un pleito entre comunidades que carecían de status privilegiado y, por tanto, eran ajenas
al derecho romano. Pero llama la atención el hecho de que Valerio Flaco interviene en el
conflicto no como consecuencia de sus conocimientos legales, sino como imperator, el
responsable del mando militar en el área. Su intervención ha de considerarse en un con-
texto militar. No se trata simplemente de un oficial desinteresado, sino de un comandante
romano relacionado con potenciales adversarios en un asunto que afecta directamente a
su fuerza política y económica. El procónsul ejerce una actividad jurídica como un método
más de control de los habitantes de un área en la que se halla estacionado y en la que ha
actuado militarmente. Es, pues, sólo la autoridad del procónsul como imperator la que de-
cide en el pleito, para cuya resolución recurre a las fórmulas conocidas del ius civile, por
más que los indígenas probablemente ni siquiera las comprendieran.
El Bronce de Ascoli
El azar ha intervenido en la conservación de otro documento que se inscri-
be en el área geográfica del Bronce de Contrebia y que, además, también está relacio-
nado indirectamente con el procónsul Valerio Flaco. Se trata del llamado “Bronce de Asco-
li” (ILS 8888), que documenta epigráficamente la concesión por Cneo Pompeyo Estrabón,
padre de Pompeyo Magno, de la ciudadanía romana, con otros honores militares, a la
turma Sallvitana, un escuadrón de caballería auxiliar compuesto íntegramente por jinetes
hispanos de la región del Ebro, por su valeroso comportamiento en el sitio de Asculum
(Ascoli), plaza fuerte de los rebeldes itálicos en la Guerra Social (91-89 a.C.)
Como hemos visto, tras Numancia, el valle del Ebro y gran parte de la Meseta nor-
te, que precedentemente había sido considerado como glacis protector de las zonas defi-
nitivamente pacificadas, se incluye en la esfera de dominio provincial, con la sustitución de
una política de pactos y de cierta autonomía política por otra de sometimiento y adminis-
tración directa. El convencimiento indígena, por su parte, de una irreversible subordinación
al estado romano abrió los cauces al camino de la organización territorial por encima del
simple sometimiento. No habían cambiado los principios ni los recursos que el gobierno
romano podía ofrecer en la práctica de la administración provincial, tan pobres y limitados
como antes, pero sí, en cambio, la actitud indígena sobre su imposición. Por debajo de la
autoridad gubernamental, una gran parte de las funciones de la administración provincial
sólo podía sustentarse en la autonomía comunal. En un ámbito espacial, en gran parte
ajeno al fenómeno urbano, la pacificación abrió el camino de la urbanización, es decir, de
la creación, por encima de las estructuras tribales, de núcleos urbanos que sirvieran de
centros administrativos y en los que pudieran centrarse las obligaciones y cargas impues-
tas por el estado romano a las comunidades subordinadas.
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Pero en el nuevo marco de la civitas, ligado a un centro urbano, era necesario un
elemento indígena que aceptase las tareas de la administración en nombre y al servicio de
Roma. El camino había sido ensayado con éxito mucho antes en la propia Italia y su pues-
ta en práctica en Hispania tampoco fue muy distinta: consistió en la confirmación a las
aristocracias indígenas de sus privilegios económicos y sociales, canalizados ahora al
servicio de Roma. La voluntaria aceptación de esta tarea por parte indígena proporcionó a
los nuevos centros urbanos sus minorías rectoras, al tiempo que en el recién creado mar-
co de la ciudad, éstas emprendían un proceso de romanización creciente.
La mención en este último documento de treinta jinetes, con sus respectivos nom-
bres y étnicos de origen, encuadrados en una unidad de caballería, la turma Sallvitana,
que toma su denominación del centro de reclutamiento, ofrece, con datos inapreciables
para la historia militar, otros no menos importantes de carácter lingüístico, etnográfico y
cultural.
La mención de tres jinetes, los tres de Ilerda (Lleida), con nombre latino, y la pro-
pia condición de jinetes, es decir, de dueños de un caballo, de los componentes de la tro-
pa, permite adivinar en el reclutamiento un criterio social. El papel privilegiado del jinete en
las sociedades primitivas indígenas y la utilización del caballo como símbolo de riqueza
abonan la suposición de que los jinetes que tan valerosamente combatieron en Ascoli per-
tenecían a la aristocracia indígena. El reclutamiento auxiliar traduce por parte de los ro-
manos una necesaria adaptación a las condiciones indígenas. La provincia era esencial-
mente, desde el punto de vista militar, una fuente de reclutas disponibles. Si hacemos ex-
cepción de los mercenarios, los soldados de infantería y de caballería indígenas han sido
probablemente reclutados sobre la base de la organización social de las comunidades so-
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licitadas, de acuerdo con las imposiciones del gobernador de la provincia, precisamente
C. Valerio Flaco, el magistrado que un poco después interviene con su autoridad en el
pleito de aguas dirimido en Contrebia.
No es sorprendente, por ello, que los romanos, en época temprana, fueran reluc-
tantes en adoptar la noción de otorgamiento de la plena ciudadanía, con las correspon-
dientes consecuencias sociales y políticas, a extranjeros con residencia fuera de su territo-
rio, e incluso, cuando estas concesiones proliferaron, existieron durante mucho tiempo
problemas sobre el status preciso de estos extranjeros en relación con el estado romano y
con sus antiguas comunidades civiles.
Pero más fuerte que la repugnancia romana o las dificultades jurídicas era el hecho
cierto de las ventajas que el status de ciudadano comportaba y, en consecuencia, la aspi-
ración de quienes no gozaban de él a adquirirlo. Así, el otorgamiento de ciudadanía debió
ser un eficaz instrumento para el estado romano de adquirir lealtades y obtener servicios.
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Pero al concepto abstracto de Estado se superponía el concreto del magistrado,
como portavoz y exponente del poder estatal, y, por ello, no podía dejar de surgir la ten-
dencia de que otorgante y beneficiarios se sintieran unidos en la concesión de la ciudada-
nía por lazos personales, más allá o por encima del propio Estado. Estas concesiones, por
tanto, cayeron en la categoría de un beneficium, que comportaba lazos de clientela, que,
si no en sentido estricto, quedaban bien expresados por la propia costumbre de que el
nuevo ciudadano recibiera, como el esclavo liberado, el praenomen y el nomen de su be-
nefactor.
Esa misma ley debía contener una cláusula que autorizaba a los magistrados cum
imperio a conferir, con el concurso de su consilium, la ciudadanía a individuos extranjeros.
Al menos, esto es lo que parece desprenderse del documento de Ascoli, en el que se hace
mención explícita a la lex Iulia. Pero lo importante es que sólo a partir de la Guerra Social
el derecho constitucional romano contempla la posibilidad de autorizar a magistrados con
imperium a conceder la ciudadanía romana como recompensa militar, y que el el caso
más antiguo conocido -y quizás el primero también - es el documentado por el bronce as-
colitano.
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El decreto de Estrabón viene a ser así no sólo término de una trayectoria, que se
reconoce ahora legal, sino también punto de partida de un fenómeno mucho más preocu-
pante y decisivo en la historia de la tardía república, la concentración de poder personal,
de la que la creación de ejércitos personales es sólo el primer paso en una línea política
que alcanza su punto culminante en la generación siguiente, precisamente con el hijo del
general que protagoniza el decreto de Ascoli, Pompeyo Magno.
El enorme peligro que este potencial incontrolado encerraba para la estabilidad del
Estado necesitaba ciertamente unas condiciones límite para manifestarse, condiciones
que desgraciadamente hizo posibles la Guerra Social. Porque la guerra sirvió de ocasión
para que, no mucho después de la reforma militar de Mario, una serie de aristócratas con
intereses personales ambiciosos se haya visto al frente de un ejército que las nuevas
condiciones de servicio hacían posible modelar como instrumento personal de presión pa-
ra una futura inversión en la vida pública. Pero esta misma multiplicidad de comandantes y
ejércitos, sus ambiciones coincidentes en el mismo objetivo y el choque de estas ambicio-
nes con el interés del Estado y con la dirección de la política gubernamental eran presu-
puestos más que suficientes para precipitar la guerra civil. Quizás aún faltaba un ingre-
diente, que la rebelión aliada ofreció de manera bien generosa: la repugnancia instintiva a
derramamientos de sangre hermana, a enfrentamientos fratricidas, fue vencida en los nu-
merosos encuentros armados de romanos e itálicos, que, si desde dos siglos antes habían
luchado codo con codo en los mismos objetivos y bajo las mismas enseñas, ahora, en
campos enemigos, aprendieron a levantar la espada contra antiguos amigos, aliados y
compañeros de armas.
Este carácter venal no tenía por qué traducirse necesariamente en un beneficio ma-
terial inmediato. La aristocracia, de cuyas filas se nutren invariablemente los individualis-
tas que se enfrentan al gobierno, tenían en sus manos buen número de medios para
atraer voluntades. Por encima del soborno personal o de las promesas de botín en cam-
paña estaban los fuertes lazos de dependencia personal en los que se apoyaba la socie-
dad romana, lazos susceptibles de ampliarse indefinidamente.
Pero no es sólo en el ejército donde surgen estas relaciones de clientela. Esta insti-
tución, clave en la sociedad romana, se documenta en las provincias también en el ámbito
civil. Precisamente los tres jinetes procedentes de Ilerda constituyen un ejemplo. Descar-
tada la posibilidad de que en el momento de ser reclutados para la guerra en Italia ya es-
tuvieran en posesión del derecho de ciudadanía, su onomástica sólo puede indicar que o
bien la ciudad de procedencia contaba con un status especial, aunque desconocido, que
la distinguía de otros centros de la región, o que individualmente -lo que parece más pro-
bable- habían adoptado nombres romanos sin ser ciudadanos, como consecuencia de sus
relaciones con algún personaje que gozaba de este privilegio.
El uso indígena de nombres romanos e itálicos en fecha tan temprana no está liga-
do a la concesión a las respectivas comunidades de origen de un status privilegiado -ni
siquiera lo tienen, si hacemos excepción de Carteia, las propias fundaciones romanas-,
sino al contacto de individuos indígenas con emigrantes romanos e itálicos, que, estable-
cidos en las provincias hispanas, desarrollaban en sus nuevos lugares de residencia, rela-
ciones de clientela. La asunción de nombres romanos por nativos hispanos durante el pe-
ríodo republicano, bien ilustrada por documentos epigráficos, sugiere que en Hispania la
nomenclatura romana no implica necesariamente la posesión de la ciudadanía romana y
que el prestigio que confería el uso de esta onomástica no procedía de una concesión ofi-
cial por parte del Estado, sino de individuos romanos residentes en el área.
La emigración romano-itálica
Por ello, sería oportuno analizar el carácter y alcance de esta emigración romano-i-
tálica que, precisamente en estos años de transición, aflora con fuerza en nuestras fuen-
tes.
La corriente de población civil itálica que, con los ejércitos de conquista o tras ellos,
se desplazó hacia la Península era tan variada en sus intenciones como en su extracción
social. Muchos de ellos, por descontado, ni siquiera eran ciudadanos romanos, pero en su
conjunto acudían bajo la protección que ofrecia el poder de Roma y, en cualquier caso,
pertenecían al ámbito cultural romano-itálico. Era la obtención de beneficios económicos
el imán más fuerte de atracción de estos emigrantes, que ejercían actividades ligadas al
capital móvil (publicani y negotiatores), o que buscaban en la tierra una fuente de recur-
sos.
La explotación de las minas fue, con las actividades directamente ligadas a la gue-
rra y al sometimiento político de las comunidades indígenas, una de las primeras fuentes
de beneficio económico para el estado romano. Las minas más importantes durante la
República eran las de plata de Carthago Nova, a las que seguirían las de Castulo (Lina-
res), con mineral de plata y plomo; Sisapo (Almadén), de mineral de cinabrio; mons Ma-
rianus (Sierra Morena), de cobre.. . La explotación necesitaba un crecido número de técni-
cos y empleados, en buena parte procedentes de Italia, y, en un principio, estuvo bajo la
responsabilidad de los propios gobernadores, que, directamente, ingresaban en el erario
los beneficios obtenidos. Pero muy pronto la explotación pasó a manos de arrendatarios
privados, aunque el estado conservara el derecho de propiedad. Estrabón así lo confirma
cuando apunta que «éstas (las minas de Carthago Nova), como otras, han dejado de ser
públicas para pasar a propiedad particular». Gracias a la epigrafía, conocemos bastantes
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nombres de arrendatarios e incluso de sociedades mineras, como la compañía de arrien-
do privado de los montes argentarii de Ilurco (Lorca), que estampillaba con su nombre los
lingotes de galena argentífera. Poseemos más de un centenar de estos lingotes con sello,
fechados hacia el 100 a. C. , con otros procedentes de Cartagena, también bastante nu-
merosos. Las más antiguas inscripciones de Hispania nos recuerdan nombres de ciuda-
danos posiblemente relacionados con las minas de Carthago Nova. De estos documentos
se desprende que la mayor parte de los individuos, al menos por sus nombres, eran itáli-
cos. Precisamente por Diodoro, se confirma esta procedencia: «luego ya, cuando los ro-
manos se adueñaron de Iberia, itálicos en gran número atestaron las minas y obtenían
inmensas riquezas por su afán de lucro». Algunos de estos personajes alcanzaron magis-
traturas locales, lo que indica que permanecieron y se afincaron con sus familias en la Pe-
nínsula. Se conocen cinco familias que explotaban las minas en Carthago Nova, cuyos
miembros alcanzaron altos cargos municipales. Así pues, dentro de las empresas de
arriendo, fueron las minas las que atrajeron mayor cantidad de emigrantes a la Península,
algunos de los cuales se establecieron en su territorio. Y estos emigrantes, por la epigra-
fía, parecen sobre todo itálicos, con onomástica originaria de Campania e Italia meridional.
Menos datos tenemos sobre los intermediarios, agentes y revendedores que saca-
ban sus recursos del abastecimiento del ejército. El hecho de la presencia continua de
unos efectivos, a veces muy numerosos, en la Península a lo largo de toda la República
arrastraria a una masa de elementos civiles de toda extracción: buhoneros, mercachifles,
cantineros, adivinos, magos, prostitutas... Las fuentes se refieren en alguna ocasión a
ellos, como en el sitio de Numancia, donde sumaban una cifra enorme antes de ser expul-
sados por Escipión. Pero también hay que contar a los redemptores o abastecedores de
trigo a las legiones; los mercatores del ejército, pero especialmente, los mangones o
mercatores venalicii, es decir, comerciantes de esclavos. Las fuentes ofrecen múltiples y
sustanciales cifras de los esclavos obtenidos en las guerras de conquista, en parte, expor-
tados a Italia, y, en parte, utilizados en los trabajos mineros en la propia Península. A me-
diados del siglo II, según Polibio, trabajaban 40.000 esclavos sólo en las minas de Car-
thago Nova y habia muchas más en la Península. Según Diodoro, los itálicos compraban
esclavos en grandes cantidades para transferirlos a las empresas explotadoras de minas
en la Península.
Los estudios sobre demografía romana que contemplan el último siglo y medio de
la República han evidenciado la inexistencia de una gran colonización agraria fuera de Ita-
lia hasta la época de César. Falta por completo un gran movimiento colonizador individual
como en la Grecia de los siglos VIII al VI y, por otra parte, la colonización estatal, esto es,
la fundación de colonias, fuera de Italia, es muy restringida hasta la generosa política de
César. No obstante, las provincias de Hispania constituyen una excepción. Existen nume-
rosos indicios que autorizan a pensar la existencia de esta colonización con un volumen,
si no considerable, al menos digno de notar. Pero precisamente, dado su carácter priva-
do, no era fácil que pudiera repetirse en muchas ocasiones. Por lo que respecta a la colo-
nización oficial, el gobierno senatorial, como consecuencia de una repugnancia instintiva,
se opuso vigorosamente a la fundación de establecimientos coloniales fuera de Italia, sal-
vo contadas excepciones, como es el caso de Carteia o Narbo.
Pero, puesto que tanto el volumen ciudadano como los establecimientos cuasi co-
loniales en Hispania son numerosos antes de César, hay que concluir la existencia de una
colonización, que, si no puede adscribirse a una corriente de emigración civil, tuvo que
ser forzosamente consecuencia de asentamientos militares.
Las largas guerras en la Meseta, que se prolongan durante más de medio siglo,
habian creado en Hispania una situación excepcional dentro de las provincias de la repú-
blica romana. La situación militar en la Península había conducido a la presencia de facto
de un ejército de ocupación. Las sucesivas renovaciones de efectivos no significaron, en
muchos casos, el regreso de los veteranos a Italia, sino el asentamiento individual y vo-
luntario, tanto de legionarios romanos como de aliados itálicos, en suelo provincial, como
colonos agricolas. Estos colonos, en ocasiones, propiciarán la creación de centros urba-
nos de condición juridica no muy clara, habitados por itálicos, entre los que no es raro que
se mezclaran algunos elementos indígenas.
Los presupuestos para esta anómala colonización sólo podian darse en la Penínsu-
la y vinieron a confluir con la situación económica desfavorable que atravesaban los agri-
cultores italianos desde mitad del siglo II a. C. Muchos campesinos, asfixiados por las
deudas y por la competencia desigual de la gran propiedad agrícola, malvendieron sus
pequeñas parcelas y emigraron a Roma, donde trataron de encontrar un modus vivendi
recurriendo a los más diversos expedientes. Uno de ellos y, al parecer, de creciente de-
manda, fue el enrolamiento en las legiones, abiertas gracias a la reforma de Mario a los
proletarios. Las tropas de servicio en Hispania, como consecuencia del alejamiento de Ita-
lia, entre campaña y campaña, no era licenciadas, sino que se retiraban a territorios segu-
ros —precisamente los más fértiles— , donde era posible tener contactos pacíficos con la
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población indígena. Es comprensible que, con los años, se ataran lazos, incluso de tipo
familiar, con la población autóctona. Y las oportunidades para reconstruir, acabado el ser-
vicio, la vida civil, indudablemente, eran mayores en estas regiones, donde no se encon-
traban aislados, ya que, a lo largo del tiempo, se iba incrementando el número de colo-
nos. Es, por supuesto, una colonización irregular y no conocemos bien ni las característi-
cas ni las condiciones de asentamiento, bien por la compra de terrenos, por ocupación de
ager publicus, por entendimiento con los antiguos propietarios indígenas o, en último caso,
por la violencia. Pero su incremento impulsó a los responsables de los asuntos romanos
en Hispania a tomar algún tipo de medidas para regularizar estos asentamientos median-
te la creación de núcleos urbanos donde los colonos pudieran concentrarse.
Es cierto que no conocemos las formas de estos asentamientos, pero sus conse-
cuencias son claras si tenemos en cuenta, por una parte, el gran número de romano-itáli-
cos que afloran en las décadas anteriores a las guerras civiles en las provincias hispanas;
por otra, los propios núcleos urbanos de nombre conocido anteriores a César en suelo
peninsular.
Respecto al primer punto, bastará con enumerar los datos más relevantes. Como
ya sabemos, en el 122, durante la conquista de las islas Baleares, Q. Metelo Baleárico
fundó dos asentamientos en Mallorca, Palma y Pollentia, en los que estableció a “tres
mil romanos de Hispania”. Puesto que el número de publicani y negotiatores era relati-
vamente bajo y, además, con intereses económicos ajenos a la obtención de tierras de
cultivo, y, puesto que ni está atestiguada ni es probable una emigración desorganizada de
civiles procedentes de Italia a la Península, hay que concluir que la mayor parte de estos
colonos debían ser veteranos de los ejércitos peninsulares, quizá con pequeños contin-
gentes de emigrantes civiles o de descendientes de colonos itálicos, ya establecidos en
Hispania. En cualquier caso, el crecido número muestra claramente el volumen de la po-
blación romano-itálica establecida en Hispania en el último tercio del siglo II a.C.
La imagen compleja que reflejan las fuentes de este período es, por una par-
te, de continuidad en la gestión de gobierno: senado y magistrados continúan consideran-
do las provincias hispanas como campo de acción fundamentalmente militar. Pero también
se inician una serie de cambios importantes quizás no tanto como resultado de una volun-
tad consciente de renovación por parte de las instancias de gobierno como por la inciden-
cia indirecta de elementos que propician esos cambios.
Las últimas campañas en la Meseta que recuerdan las fuentes se refieren al año
93. Dos años después estallaba en Italia la Guerra Social, cuyas secuelas traerían a Ro-
ma el primer ensayo de dictadura militar en la persona de Sila y un largo período de dis-
cordias civiles. La Meseta volverá a sufrir en este contexto sobre su suelo las miserias de
la guerra durante la accidentada aventura de Sertorio, apoyando al caudillo popular con-
tra los ejércitos enviados por el gobierno oligárquico. Sólo cuando Pompeyo apaga los úl-
timos rescoldos de la guerra sertoriana, se incorpora definitivamente la Meseta a la autori-
dad de Roma. Más allá, hacia occidente y septentrión, quedarán los últimos pueblos aún
independientes, que, con presupuestos y condicionantes distintas, en el marco de una re-
pública agonizante y del nuevo sistema del Principado, serán incorporados al estado ro-
mano por César y Augusto.
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VI LA AVENTURA HISPANA DE QUINTO SERTORIO
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La cuestión sertoriana
Tras el largo silencio que guardan las fuentes durante el medio siglo siguiente a la
destrucción de Numancia, un episodio más de la crisis republicana romana vuelve a atraer
la atención de los historiadores de Roma por las provincias hispanas, durante los años
setenta del siglo I a.C. El episodio es la lucha contra el gobierno senatorial silano del po-
pular Quinto Sertorio. Pero protagonista es, con el propio Sertorio, la península Ibérica en
su paisaje, escenario de violentos combates, y en sus gentes, que ofrecieron al proscrito
los medios para emprender la lucha.
Es, pues, necesario, partir de las circunstancias históricas en las que su vida y su
obra se encuadran, inseparablemente unidas a la dictadura de Sila, a su remodelación del
Estado y a la repercusión de las reformas silanas en el contexto político de Roma y su im-
perio.
La dictadura de Sila
Como vimos, tras su regreso de Oriente, Sila volvió a encender los horrores de la
guerra civil en su marcha a través de Italia hacia Roma. Dueño absoluto del poder por de-
recho de guerra, Sila consideró necesario remodelar el Estado apoyado en dos pilares
fundamentales: la concentración de poder y la voluntad de restauración del viejo orden
tradicional. Autoproclamado dictador para la restauración de la República, Sila procedió
primero a una eliminación sistemática de sus adversarios, con las tristemente célebres
proscriptiones o listas de enemigos públicos, reos de la pena capital, mientras emprendía
una gigantesca colonización que proporcionó tierras de labor a más de cien mil veteranos
de su ejército.
El 1 de junio del 81 Sila dio fin oficialmente a las proscriptiones. El Estado podía
ahora, sobre la discutible estabilización social ganada con represalias y recompensas, su-
frir las reformas que había largemente meditado la mente del dictador, que afectarían a
magistraturas y sacerdocios, a la vida provincial y al campo del derecho. Los detalles de
estas reformas nos son tan mal conocidos como la intención última de su promotor. Pero
no parece existir duda de que intentaban un aumento y fortalecimiento del poder del se-
nado, en cierto modo, restituyendo la constitución tradicional.
El aumento del senado, en parte, correspondía a las tareas judiciales que le fueron
transferidas. De hecho, Sila llevó a cabo una reorganización de la justicia. Por primera vez
en la historia de Roma, fue creado globalmente un derecho penal, en la forma de tribuna-
les perpetuos, distinguidos según las príncipales categorías de crímenes: de repetundis,
de maiestate, de iniuriis...
Pero, probablemente, la intención de Sila no era tanto la de fijar una rígida corres-
pondencia entre magistrados y número de provincias —lo que si se acepta significaría que
la medida estaba condenada al fracaso en cuanto esta relación rompiera— como alcanzar
indirectamente, con esta provisión magistrado-promagistrado, un aumento del número de
magistraturas disponibles para las tareas tanto de la administración ciudadana como im-
perial.
Una minuciosa lex de maiestate incluía las medidas punitivas contra lesiones al or-
den establecido por Sila, no sólo procedentes de ámbitos extrasenatoriales sino de los
propios senadores, en su calidad de magistrados. Por ello, constituía el primer intento de
regular, con precisión y en conjunto, amplios ámbitos de la actividad de los magistrados.
Entre sus cláusulas, se incluían medidas restrictivas a la capacidad de obrar de la ejecuti-
va, especialmente, en lo referente al ámbito provincial, como la prohibición de conducir un
ejército en Italia o la determinación de que ningún magistrado, sin expreso mandato del
senado, transpasase con su ejército la frontera de la provincia encomendada. La clara fi-
nalidad de coartar, con esta rígida regulación, la posibilidad de creación de grandes com-
plejos de poder, sería a la larga contraproducente, en especial, por lo que concierne a la
última cláusula señalada, puesto que la limitación de movimientos de un gobernador al
ámbito de su provincia impedía acudir a contrarrestar cualquier amenaza exterior que su-
perase esta limitación local. En estos casos, el senado quedaba obligado a autorizar con-
tinuas excepciones, en forma de comandos extraordinarios, que no sólo subrayarían la
precariedad del sistema, sino que darían a cualquier ambicioso caudillo la posibilidad de
concentrar mayor poder.
En efecto, Sila había dejado al frente del Estado una oligarquía, en gran parte re-
creada por su voluntad, a la que proporcionó los presupuestos constitucionales necesarios
para ejercer sin trabas un poder indiscutido y colectivo a través del órgano senatorial. El
aparente conservadurismo que guiaba al dictador a restaurar el antiguo ejercicio del poder
del senado era de hecho una revolución, en cuanto la institución ya no podía identificarse
en su totalidad con las familias que, durante siglos, habían mantenido el monopolio de la
cámara. La restauración no dependía tanto de la voluntad individual de Sila, como del es-
píritu colectivo y de la fuerza de cohesión, prestigio y autoridad que los miembros del se-
nado imprimieran al ejercicio cotidiano del poder que se les había confiado, superando las
pesadas hipotecas que necesariamente incluía. De ahí la importancia que adquiere la
comprensión de la década de los setenta, en la que la aristocracia postsilana se enfrenta a
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los muchos problemas nacidos o derivados de su creación, tanto en su seno, como en el
exterior.
Sertorio en Hispania
El exilio de Sertorio
Cuando Sila entró en Roma, en el año 82, destituyó a Sertorio de su cargo dego-
bernador y nombró en su lugar a un optimate. Conocida su destitución, Sertorio apresuró
su entrada en la Península para ganar por la mano a su sustituto, comprando a las tribus
cerretanas del Perthus el derecho de paso por los Pirineos; una vez instalado, dejó en el
paso pirenaico a su lugarteniente, M. Livio Salinator, con 6.000 hombres para defenderlo
de las tropas que, previsiblemente, Sila enviaría para recuperar la provincia.
Conocemos algunos de los rasgos del gobierno de Sertorio durante esta primera
corta etapa en la Península. Según Plutarco, tres fueron los medios principales para
atraerse a los indígenas: la afabilidad en el trato con los principales; el alivio en la percep-
ción de tributos, y, lo que es muy importante, el levantamiento de la pesada carga que sig-
nificaba el alojamiento de los soldados en las poblaciones, decisión en la que debió influir,
sin duda, su propia experiencia en Hispania unos años antes. Durante el gobierno en la
Citerior de Tito Didio (98-93 a.C.), los habitantes de Castulo con ayuda de los de otra ciu-
dad vecina, durante la noche, pasaron a cuchillo a los soldados romanos que, distribuidos
por las casas, invernaban en la ciudad. Sertorio, que se encontraba entre las tropas de
Didio como tribuno militar, pudo escapar de la trampa y con una serie de estratagemas
consiguió infligir una dura represalia a ambas ciudades.
El resto del año 80 lo empleó Sertorio en preparativos para la campaña del año
siguiente. Plutarco relata con complacencia la devoción de los lusitanos hacia la persona
del caudillo romano y sus dotes para deslumbrar y subyugar a los crédulos indígenas,
como el episodio de la cierva blanca a la que fingía consultar como intermediaria de la vo-
luntad divina. No le fue, pues, difícil a Sertorio lograr de los indígenas una confianza ciega
y hacer de su pequeño ejército un instrumento eficaz de combate, mediante la mezcla,
totalmente heterodoxa pero efectiva, de tácticas indígenas, excelentes en la guerra de
guerrillas, y disciplina romana.
Tras dos años de guerra los resultados podían considerarse altamente positivos pa-
ra Sertorio: había liberado Lusitania y neutralizado las armas romanas, obligándolas a la
defensiva, mientras los éxitos de su lugarteniente abrían el camino de la Hispania Citerior.
Podían intentarse objetivos más ambiciosos. Y, por ello, en el año 77, Sertorio hizo regre-
sar a Hirtuleyo a Lusitania, dejándole encomendada su vigilancia con expresa orden de
mantenerse limitado a la defensiva —sabía que nada podía hacer en campo abierto con el
ejército superior de Metelo—, mientras él se dirigía con sus tropas al valle del Ebro.
Sertorio en la Citerior
La campaña de Hirtuleyo había puesto en manos de Sertorio prácticamente toda la
provincia Citerior, a excepción de algunas plazas fuertes que permanecían fieles a Roma y
que Sertorio procuró conquistar para evitar dejar atrás bolsas que pudieran servir de apo-
yo a las tropas gubernamentales. Las fuentes nos relatan con detalle el sitio de Caracca
(quizá Taracena, en la provincia de Guadalajara), que expugnó con ayuda de una de sus
más felices estratagemas —el polvo levantado por el viento y aumentado por Sertorio ce-
gó a los sitiados—, y Contrebia (Daroca, sobre el Jiloca), que cayó en sus manos tras cua-
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renta y cuatro días de asedio. Trató con templanza a los vencidos, consciente de las ven-
tajas de atraérselos, y, una vez sólidamente asentado en la línea del Ebro, dio por termi-
nada la campaña, acuartelando su ejército para el inverno junto a Castra Aelia, ciudad de
incierta localización, que Schulten coloca en la desembocadura del Jalón, en el Ebro.
Pompeyo
El putsch de Lépido
M. Emilio Lepido habia alcanzado con Q. Lutacio Catulo el consulado de 78, con la
expresa desaprobacion de Sila. El ex dictador no podia confiar, precisamente, el primer
mandato que la restaurada república emprendía sin su directa vigilancia, a un individuo
que, en veinte años, habia cambiado tres veces sus preferencias políticas. Durante la re-
pública cinnana colaboró con el gobierno, pero, al estallar la guerra, se apresuro a demos-
trar lealtad a Sila, y su oportunismo le valió no sólo un buen botín en las proscriptiones,
sino la magistratura pretoria. Su candidatura al consulado fue apoyada por Pompeyo, se-
guramente como consecuencia de una amistad cimentada en el campo militar; Sila asegu-
ró personalmente el puesto de su colega Catulo: convencido aristócrata, inflexible y se-
vero, no era difícil suponer que pronto surgirían fricciones entre ambos colegas.
Si Lépido había sido frenado por la autoridad de Sila, aun retirado de la vida publi-
ca, su muerte marcó el principio de una activa agitación política, en la que el cónsul, sos-
pechoso a los verdaderos silanos, intentó crearse un soporte mas sólido, apelando a los
elementos de la población perjudicados por la dictadura. Su provocadora actitud ante los
funerales de Sila, cuya celebración a expensas publicas trató de obstaculizar, era ya un
primer gesto de propaganda, que se explicitó en un programa político, en el que recogía
las principales reivindicaciones de los individuos y grupos excluidos del sistema: regreso
de los exiliados, restauración de las propiedades confiscadas a sus antiguos dueños, anu-
lacion de las medidas de Sila para los descendientes de los proscritos y reanudación de
los repartos de trigo a la plebe. No era tanto un ataque al sistema, buscando su ruina,
como una agitacion, medida entre los límites del orden constitucional, para capitalizar las
simpatías y apoyo de los muchos desafectos al régimen. Pero el clima político estaba aún
demasiado caldeado para soportar peligrosos juegos sin graves consecuencias en la es-
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tabilidad pública. Los ecos de la agitacion de Lépido llegaron a la castigada Etruria: en
una de sus comunidades, Fiessolae, los campesinos desposeídos expulsaron a los colo-
nos silanos y reocuparon sus propiedades, iniciando así una revuelta, que, al extenderse,
adquirió caracteres de sedición.
Pompeyo fue subordinado como propretor al ahora procónsul Catulo y ambos com-
binaron sus fuerzas para tratar de yugular el movimiento de rebelión. Fue Catulo quien se
enfrentó a su odiado ex colega en las cercanías de Roma, cerca del puente Milvio, mien-
tras Pompeyo, desde el Piceno, obligaba a capitular a M. Junio Bruto, encerrado en Muti-
na (Módena), y, más tarde, lo ordenaba asesinar. Liberada Italia septentrional, Pompeyo
regresó hacia el sur para encontrar, a la altura de Cossa, en la costa de Etruria, al ejército
de Lépido, que venía perseguido por Catulo. Los dos caudillos gubernamentales, si bien
no tuvieron dificultades en vencer a Lépido, no pudieron impedir que, con el grueso de sus
fuerzas, embarcara hacia Cerdeña Allí, el gobernador de la isla no iba a dejarle hacerse
fuerte: vencido por tercera vez, una enfermedad, poco después, acababa con su vida,
mientras sus tropas, reagrupadas por Perpenna, tomaban el camino de Hispania para in-
corporarse a ejército con el que Q. Sertorio se mantenía victorioso desde hacía dos años
frente a las fuerzas gubernamentales enviadas para someterlo.
A ambas tareas dedicó Sertorio el invierno del 77. Livio describe la extraordinaria
actividad desplegada por Sertorio en los preparativos de la guerra: fabricación de armas,
entrenamiento de los reclutas, propaganda bélica ante los representantes de las ciudades
indígenas. Ni las circunstancias, ni la cantidad de fuerzas, aconsejaban prolongar la gue-
rra de guerrillas que Sertorio había desplegado en Lusitania. Había que organizar un ejér-
cito romano en su armamento y táctica, ya que no en sus efectivos. Y Sertorio se aplicó a
entrenar a aquellos indígenas en la disciplina, base de la eficacia romana. Pero también
se ocupó de proporcionar a su movimiento de subversión una base legal, mediante im-
prescindibles medidas políticas, entre ellas, la formación de un «senado» con los exilia-
dos romanos, y la elección de «magistrados» de la misma procedencia. Con ellas se mar-
caba claramente la ruptura total con el régimen, para él ilegal, de Roma, y su transferencia
a Hispania. La creación de un senado y la elección de magistrados, lejos de convertirse en
una farsa ridícula, como en ocasiones se ha interpretado, significaban la única salida de
una mente política fría, aunque atrevida. Con estas instituciones, Sertorio pretendía sub-
rayar su condición de romano, defensor del gobierno legítimo, que frente a la usurpación
de sus enemigos en Roma, se trasladaba al exilio hispano.
En cuanto al valle del Ebro y la costa levantina, la población indigena había estado
sometida a más de un siglo de influencia continua romana, potenciada, como hemos visto,
por una importante emigración itálica. Es, pues, lógico que Sertorio asentara aquí sus ba-
ses de operaciones. Además de Ilerda y Valentia, sin duda, otras muchas comunidades
contaban con grupos de población romano-itálicos, que habia transformado o estaba en
vías de modificar las estructuras tradicionales de la región. La adhesión a Sertorio de es-
tos hispanienses, es decir, no indígenas, asentados de forma estable en Hispania, no era
otra cosa que la identificación de amplias capas de la población ítalo-romana con su pro-
grama de derrocamiento del gobierno oligárquico postsilano. Con ello, las guerras de Ser-
torio en la Península alcanzan una nueva dimensión, porque son, al mismo tiempo, la
primera expresión, documentada y de vasto alcance, del traslado de los problemas políti-
co-sociales de la crisis romana al campo provincial, y de la participación activa y conscien-
te de los provinciales en estos problemas.
Y es así porque la adhesión de los hispanienses del valle del Ebro y Levante al
ideal sertoriano contó, sin duda, con una oposición entre los propios hispanos de otras zo-
nas, fieles al gobierno senatorial. Entre los indicios que dan pie a esta suposición está el
probable origen hispaniense de Pacciano y del ejército enviado por Sila para acudir en
ayuda de Ascalis de Tánger contra los insurrectos mauritanos conducidos por Sertorio.
Pero, sobre todo, es reveladora la posición mantenida por la Hispania Ulterior durante la
guerra. El sur de la provincia se convertirá en la base de aprovisionamiento y cuartel ge-
neral de Metelo. Las fuentes describen con lujo de detalles el recibimiento apoteósico tri-
butado al general romano por las ciudades de la Ulterior a su regreso de la campaña del
año 74, lo mismo que el terror suscitado en la provincia en el 80 ante el anuncio del de-
sembarco de Sertorio. Pero también en la Citerior, ciudades como Tarraco y Sagunto, aun
estando situada en la zona de influencia de Sertorio, prefirieron mantenerse fieles al go-
bierno de Roma.
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Pero no fue sólo la Ulterior el centro de la resistencia contra Sertorio. En otros terri-
torios de la Península el ejército senatorial contó con el apoyo indígena. Por Livio sabe-
mos que los berones y autrigones solicitaron la ayuda de Pompeyo para resistir a Sertorio
y le proporcionaron guías. Otros enemigos del caudillo sabino, de acuerdo con las fuentes,
fueron los bursaones, cascantinos y graccurritanos, así como, en Levante, la ciudad de
Lauro.
Es evidente, en muchas de estas toma de partido, que no era tanto una identifica-
ción con intereses romanos, lo que llevaba a las comunidades indígenas a inclinarse por
uno u otro bando, sino que intervenían, como antes, las tradicionales rivalidades hispanas,
que conocemos desde los propios inicios de la conquista. Y, si en un principio, razones
coyunturales hicieron que la Península se convirtiera en el escenario de un conflicto civil
-la lucha deseperada contra Sila de elementos populares -, la participación de los indíge-
nas, de grado o por fuerza y por razones en muchos casos ajenas a la esencia del conflic-
to, convirtió la lucha contra Sertorio por parte de las fuerzas senatoriales y, sobre todo,
con Pompeyo, en una auténtica guerra exterior, en una de las últimas fases de la larga
conquista del territorio celtíbero-lusitano.
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Pompeyo ni siquiera se acercó a Roma para agradecer al senado su confianza. En
cuarenta días puso en pie de guerra un ejército de 50.000 infantes y 1.000 jinetes y tomó
el camino de Hispania. Debió pasar los Alpes, probablemente por el pequeño San Bernar-
do, antes del invierno, pero no pudo llegar a Hispania hasta finales del año porque creyó
conveniente pacificar primero la Narbonense, provincia de la que había sido encargado
junto con el mando de la Hispania Citerior. Logrado este primer objetivo, delegó el mando
de la provincia en el propretor M. Fonteyo y atravesó los Pirineos por el paso del Perthus,
desembocando en la costa catalana. Aquí supo ganarse a las tribus de indigetes y laceta-
nos, lo que le permitió establecer pacíficamente en su territorio los cuarteles de invierno,
quizá en Ampurias, y prepararse para la campaña del año siguiente.
Sertorio tuvo noticias con suficiente antelación del nuevo peligro que se avecinaba
y dispuso sus fuerzas en consecuencia. Frente al ingente número de soldados enemigos
concentrados en la Península, su mejor aliado era el tiempo. La guerra habría de ser de
desgaste, para crear cada vez más dificultades en los aprovisionamientos de un volumen
tan considerable de fuerzas; además era vital para Sertorio evitar un choque decisivo,
sin duda desfavorable, si se producía la conjunción de los ejércitos de Pompeyo y Mete-
lo, y, para ello, nada mejor que multiplicar los frentes.
Para ello, iniciada la primavera del 76, Sertorio, desde su campamento de invierno
en Castra Aelia, se puso en marcha a lo largo de la orilla meridional del Ebro, con la inten-
ción de utilizarla como barrera contra el enemigo procedente del norte. En su marcha en-
contró tribus amigas, a las que afirmó en su alianza, y enemigas, que hubo de someter o
castigar. De este modo pasó sobre Gracchurris (junto a Alfaro), Calagurris (Calahorra) y
Vareia (Varea, junto a Logroño). Su intención era tambien reclutar tropas auxiliares indíge-
nas y asegurar los abastecimientos de trigo para su ejército. Con estos encargos envió a
dos de sus lugartenientes: M. Mario, hacia las tribus de los pelendones y arévacos, e Ins-
teyo, al país de los vacceos. Uno y otro habrían de concentrarse con los hombres y ali-
mentos conseguidos en Contrebia Leucade (Cervera del río Alhama), en territorio de los
berones, a medio camino para acudir, o bien al frente occidental, en apoyo de Hirtuleyo, o
al oriental costero contra Pompeyo, según lo exigieran las circunstancias.
Pompeyo, por su parte, se proponía liberar la costa oriental para avanzar luego
hacia el interior de la Meseta. Su posesión era vital para mantener las comunicaciones
marítimas con Roma y, por ello, mientras él mismo avanzaba desde el norte, envió a su
cuestor C. Memmio por mar a Carthago Nova con otro ejército para operar desde el sur,
de modo que los sertorianos quedaran cogidos entre dos fuegos.
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No tuvo dificultad Pompeyo, una vez comenzadas las operaciones, en franquear el
Ebro, que Perpenna no pudo defender, y avanzar libremente por territorio de los ilercavo-
nes, mientras Perpenna y el ejército de retaguardia de Herennio se replegaban impotentes
hacia Valentia, uno de los puntos fuertes de los sertorianos. Sertorio, no dudando de la
gravedad del momento, decidió movilizar las tropas expectantes en Contrebia y a mar-
chas forzadas acudió al teatro de la lucha en la costa oriental. Mientras tanto, Pompeyo
había avanzado ya hacia Sagunto, la vieja ciudad aliada de Roma, y no dudaba en alcan-
zar el cuartel sertoriano de Valentia, puesto que el único punto entre ambas ciudades era
Lauro (quizás Liria, en las cercanías de Puzol), que permanecía fiel al gobierno senatorial.
Sertorio trató de cerrar a Pompeyo el camino hacia Valentia con la ocupación de Lauro, a
la que puso sitio. Contamos en las fuentes con muchos episodios de este asedio, que
Sertorio hizo célebre con sus estratagemas. Finalmente, tras aniquilar a un destacamento
de Pompeyo de 10.000 hombres, la ciudad hubo de entregarse a Sertorio, que la saqueó
e incendió ante la impotente asistencia del caudillo optimate.
Pero no todo habían sido fracasos para las fuerzas senatoriales. El frente sertoria-
no de la Lusitania quedó deshecho tras la victoria de Metelo sobre Hirtuleyo en Italica. El
lugarteniente de Sertorio no pudo evitar la batalla en campo abierto, donde las bien en-
trenadas tropas romanas pudieron desplegar todas sus posibilidades. Hirtuleyo, con los
pocos restos de su ejército, huyó al interior de la Lusitania. Metelo, por su parte, hubo de
pensar en acudir en ayuda de Pompeyo y terminar con Sertorio, pero la retirada de Pom-
peyo hacia los Pirineos contuvo al maduro general, que no se atrevió solo a la difícil em-
presa. Por ello, permaneció en la provincia asegurando las posiciones del Guadalquivir
para esperar, confiado en la victoria, el desarrollo de la próxima campaña.
De todos modos, el balance del año 76 era favorable a Sertorio, que se apresuró a
taponar la única brecha importante de sus fuerzas. Dejando a Herennio en Valentia, se
dirigió con Perpenna a Lusitania para reclutar un nuevo ejército con el que paliar las pér-
didas de Hirtuleyo: para la campaña siguiente, el lugarteniente de Sertorio contaba de
nuevo con unos efectivos de viente mil hombres.
En la campaña del 75 cada ejército ocupó de nuevo su lugar de acuerdo con los
planes previstos. Hirtuleyo continó en Lusitania mientras Sertorio y Perpenna volvían a la
costa oriental. La estrategia de Sertorio continuaba siendo la misma: era de total necesi-
dad mantener alejado a Metelo del teatro de la guerra oriental, mediante un continuo hos-
tigamiento por parte de Hirtuleyo. Pero el plan fracasó esta vez rotunda y definitivamente.
Hirtuleyo, por segunda vez, se dejó atraer a campo abierto, donde las tropas romanas,
más numerosas y disciplinadas, estaban en clara ventaja. Este error no sólo le costó la
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derrota, sino también la propia vida y la de su hermano. Las fuentes dan como escenario
de la victoria de Metelo Segovia, sin duda, no la ciudad castellana, sino otra homónima,
no localizada con precisión, en el curso del río Singilis (Genil). Tras la victoria, Metelo se
encontraba libre por completo para acudir al frente oriental desde el sur, haciendo realidad
el plan previsto.
Mientras tanto las fuerzas sertorianas se habían dividido en dos frentes, uno al nor-
te, con Perpenna y Herennio, dispuesto contra Pompeyo, y otro al sur, en retaguardia,
mandado por el propio Sertorio. De nuevo se evidenció la incompetencia de los lugarte-
nientes de Sertorio para imponerse al joven Pompeyo. El escenario del enfrentamiento fue
Valentia, donde se habían hecho fuertes los sertorianos: Pompeyo venció y ocupó la ciu-
dad. Los vencidos se retiraron hacia el sur para unirse a Sertorio en la línea del Sucro (Jú-
car). Ante el avance de Pompeyo, perdida gran parte de la costa y la propia Valentia, Ser-
torio, una vez conocido el desastre en el frente occidental, provocó el encuentro, antes de
que llegara el ejército de Metelo. No sabemos el lugar preciso de la batalla entre Pompeyo
y Sertorio en el río Sucro, quizá junto a la ciudad del mismo nombre, cerca de Alcira. El
resultado fue indeciso: mientras Sertorio vencía en el ala derecha sobre Afranio, Pompe-
yo derrotaba a Perpenna. Cambiaron los papeles al acudir Sertorio contra Pompeyo, con
resultado favorable para el caudillo sabino, frente a la victoria de Afranio sobre Perpenna.
Sertorio apresuró un nuevo encuentro para el día siguiente, pero ya era demasiado tarde.
Las tropas de Metelo habían podido finalmente conjuntar con el ejército de Pompeyo. Ser-
torio no tuvo más remedio que replegarse hacia el norte, y, tras una nueva batalla entre el
Turia y Sagunto, sin resultados decisivos, resolvió atrincherarse tras los muros, recons-
truidos a toda prisa, de Sagunto, en espera de refuerzos de las poblaciones aliadas del
interior.
Por ello, debe fecharse en estos meses del invierno del 75 o un poco antes una
decisión de Sertorio que, si en definitiva, no cambiaría el desarrollo de los acontecimien-
tos, ha llamado poderosamente la aten ción: el pacto suscrito por el caudillo popular con el
rey del Ponto Mitrídates, encarnizado y tenaz enemigo de Roma.
Según Apiano, de acuerdo con los términos del acuerdo, Sertorio reconocía la he-
gemonía del rey del Ponto sobre toda Asia Menor, incluida la provincia romana de Asia.
Sertorio, asimismo, enviaba a su lugarteniente M. Mario con algunas fuerzas al servicio
del rey, mientras éste se obligaba a ayudarle en la guerra con 3.000 talentos y cuarenta
navíos de guerra. Los términos del pacto, en cuanto eran posibles —ya que el reconoci-
miento de la hegemonía sobre Asia Menor, incluida o no la provincia de Asia, era por el
momento puramente simbólica—, se llevaron a cabo: Mario llegó al Ponto y se puso a las
órdenes de Mitrídates; los barcos del rey del Ponto anclaron en Dianium, la principal base
naval sertoriana en la Península, en el año 74, demasiado tarde para los planes de Serto-
rio.
Por su parte, Pompeyo, tras dos años de campaña, debió pensar que era necesaria
una rápida solución antes de convertir la lucha contra Sertorio en una larga guerra de
desgaste, contraria a sus intereses. Y sólo esta impaciencia explica la insolente carta diri-
gida por Pompeyo al senado durante el invierno del 75 exigiendo envíos de dinero, provi-
siones y refuerzos. La carta surtió efecto y Pompeyo pudo contar con la ayuda deseada
para intentar el golpe final.
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Al acabar el año, pues, todos los frentes de Sertorio se habían desmoronado y el
propio caudillo iba a encaminarse a su fin en Osca, la ciudad que en otro tiempo había si-
do el centro de su original organización política: una vasta conspiración de sus más cer-
canos colaboradores, dirigida por Perpenna, puso fin a su vida en el curso de un banque-
te.
La extensión del imperialismo romano, tras la derrota de Aníbal, a partir del siglo II
a.C., habia creado un grave peligro para la estabilidad del gobierno oligárquico senatorial.
Era éste la posibilidad para algunos politicos ambiciosos de crearse con las nuevas con-
quistas un ámbito de poder personal y de relaciones con cuyo caudal volver a Roma y
aplicarlo en la arena politica de la Urbe. El peligro, sin embargo, en época anterior habia
sido frenado por una larga legislación en contra y por la cohesión y entendimiento del cir-
culo dirigente senatorial, al unísono dispuesto a evitar que uno de sus miembros lograse
un poder personal superior en la política y destruyese asi la estable mediocridad, base
fundamental de un gobierno oligárquico. Un ejemplo de esta tendencia queda claro en el
famoso proceso de los Escipiones conducido con tenacidad increible por uno de los más
fervientes representantes de esta oligarquía, Catón. Pero las leyes no significaron nada
cuando este entendimiento, en especial a partir de la erupción de la crisis republicana,
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quedó roto y dividido en grupos y camarillas opuestos, cuyas metas tendian a la conquis-
ta del Estado por todos los medios. El reaccionario freno de Sila apenas duró lo que su
creador. Al reanudarse la lucha el mismo año de su muerte, sus protagonistas intentaron
lograr bases de fuerza para hacer sentir su peso en la política a través de una desenfre-
nada búsqueda de apoyos personales en Italia, el ejército y las provincias. Pompeyo en
este sentido no fue un creador, sino un eslabón más de la cadena, aunque la brillante his-
toria de su familia y sus propias dotes personales le llevaron más lejos que ningún otro en
la persecución de estos fines. El seguimiento de la carrera militar de Pompeyo permite
demostrar tanto su intención de lograr un poder personal como la forma sistemática en
que lo llevó a cabo. Pompeyo contaba en el punto de partida con una fructífera herencia
paterna de clientelas políticas en la propia Italia, sobre todo en el Piceno, con la que le fue
posible dar sus primeros pasos hacia la conquista de las más altas esferas del Estado.
Con esta base y en los años siguientes a los comienzos de su carrera política como discí-
pulo de Sila, está clara su preocupación por extender esta influencia personal a las pro-
vincias occidentales: primero, en Sicilia y África, en lucha con los marianos, aún durante la
dictadura de Sila; luego, muerto el dictador, en la Galia Cisalpina, durante la llamada
“guerra de Módena” contra Bruto, el lugarteniente del cónsul rebelde Lépido (año 77); fi-
nalmente, en la Galia Transalpina y en la provincia de Hispania Citerior. La obra quedaría
completada después en las provincias orientales.
La campaña militar del año 72 en la Hispania Citerior no fue, pues, sólo el remate
de las consecuencias de la guerra sertoriana, sino, sobre todo, la base de asentamiento
de esta politica de prestigio y poder personal en la Península, como colofón de un plan
que pretendía extenderse a todo el occidente romano. Sin embargo, si bien conocemos
sus resultados positivos, apenas tenemos datos para marcar las etapas de su desarrollo,
aunque podemos suponer los medios utilizados.
Al abandonar, pues, Hispania en la primavera del año 71, Pompeyo dejaba bien ci-
mentado su poder y la extensión de su influencia en la Península, que quiso expresar eri-
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giendo en el paso pirenaico que abría la ruta de Hispania un gigantesco trofeo rematado
por su estatua con una inscripción dictada por él mismo donde daba cuenta orgullosamen-
te de su obra de pacificación, que el Senado reconocería con la concesión del triunfo.
BIBLIOGRAFÍA
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VII LAS PROVINCIAS HISPANAS EN LA ERA DE POMPEYO
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El carácter de la época
Así, la historia de las provincias hispanas en estos años es, sobre todo, la historia
de la extensión en ellas del poder personal de Pompeyo, de los intentos de César por ci-
mentar también en su suelo prestigio e influencia, de su caída final en la esfera de Pom-
peyo y, como consecuencia, de lo inevitable de una lucha abierta en el escenario peninsu-
lar. Por ello, al intentar trazar la evolución de estos años en Hispania, hemos de fijar la
atención, aunque las fuentes no hagan de ello relación directa, en el interés de los prota-
gonistas de la política romana por ganar prestigio en la Península, en los medios para
conseguirlo y en la coyuntura provincial ante el inminente enfrentamiento civil. Antes, no
obstante, parece oportuno trazar una síntesis del marco político en el que esta historia
provincial se inserta.
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res, que, con sus movimientos, sumieron en la angustia y el terror a las ciudades del sur
de Italia.
Craso era, como Pompeyo, otro ejemplo de las posibilidades de promoción indivi-
dual de la fragmentada nobleza postsilana. Miembro de la vieja aristocracia senatorial,
muy joven, había abrazado la causa de Sila, poniendo a su disposición un pequeño ejérci-
to privado. Las proscriptiones del dictador le enriquecieron extraordinariamente, pero aún
aumentó su fortuna con distintos medios, gracias a su innata habilidad para el mundo de
los negocios. Dueño de gigantescos resortes de poder, Craso utilizó los recursos de su
fortuna con fines políticos para extender sus clientelas y su influencia a las masas popu-
lares, a importantes grupos del orden ecuestre, interesados como él en grandes negocios
finaniceros, y a la nueva nobleza senatorial promovida por Sila.
A finales del año 102, una expedición a Cilicia, dirigida por Marco Antonio, no logró
resultados duraderos. Tampoco la creación, hacia el 80, de la nueva provincia de Cilicia,
para contar con una base de operaciones en las proximidades de los nidos de piratas, tu-
vo efectos positivos. Los piratas siguieron extendiendo sus actividades, con bases y arse-
nales difundidos por todo el Mediterráneo, dispuestos a ofrecer sus servicios a enemigos
de Roma, como Mitrídates del Ponto, Sertorio o el propio Espartaco.
En el año 74, el senado se decidió a emprender una operación a gran escala, que
confió a Marco Antonio, el hijo del general que en el 102 había iniciado la lucha contra los
piratas. Pero la campaña terminó en una vergonzosa derrota frente a las costas de Creta
y el peligro se recrudeció. No es extraño que la opinión pública, a finales de los años 70,
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estuviese especialmente sensibilizada ante el problema de la piratería y que clamase por
su definitiva solución. Pero esta solución pasaba por la creación de un comando extraor-
dinario sobre importantes fuerzas, en manos de un general experimentado. Allí estaba
Pompeyo, que, tras el cumplimiento de su magistratura consular, permanecía, como ciu-
dadano privado, en Roma, atento a cualquier oportunidad que le permitiera acumular nue-
vos recursos de poder.
Tras el consulado del año 70, Pompeyo y Craso se habían distanciado, lo que per-
mitió a la facción intransigente del senado, en desacuerdo con los irregulares métodos y
con la popularidad de los dos ex cónsules, recuperar las riendas del poder. Fue un efímero
paréntesis, al que puso término un agente de Pompeyo, el tribuno de la plebe Aulo Gabi-
nio. El tribuno presentó, en enero del 67, una propuesta de ley (lex Gabinia), que estable-
cía la elección de un consular -evidentemente, Pompeyo-, dotado de gigantescos medios,
para la lucha contra la piratería. El general debía mantener durante tres años un imperium
proconsular sobre todos los mares y costas, el derecho a nombrar quince legados, libre
disposición de fondos y una gran flota. El senado se opuso lógicamente a la propuesta,
pero la ley fue aprobada.
La campaña fue un éxito. Pompeyo, tras limpiar las costas de Sicilia, Cerdeña y
norte de África, concentró su acción en Cilicia y, con una batalla, dio término a la gigan-
tesca operación, que, en total, apenas duró tres meses. Esta fulminante acción era la me-
jor propaganda para nuevas responsabilidades militares, que sus partidarios en Roma ya
preparaban para él, con poderes todavía mayores que los otorgados por la lex Gabinia,
para conducir la lucha contra el viejo enemigo de Roma, Mitrídates del Ponto.
Pompeyo en Oriente
Sila había sacrificado los intereses romanos en Oriente a la afirmación de su poder
sobre el Estado. La precaria paz de Dárdanos, firmada con Mitrídates, era apenas una
tregua, que el rey del Ponto decidió olvidar de inmediato. En el año 82, surgieron los pri-
meros roces a propósito de Capadocia, que desencadenaron la intervención militar de Lu-
cio Licinio Murena, sucesor de Sila en Asia (Segunda Guerra Mitridática). A duras penas,
se restituyó una paz, más ficticia que real, que convirtió al Ponto en polo de atracción de
elementos antirromanos y antisilanos.
No debe extrañar, pues, que los agentes de Pompeyo y los muchos intereses de
grupos políticos y económicos que esperaban sacar beneficio con su promoción aprove-
charan la magnífica ocasión que ofrecía este fracaso. Un tribuno de la plebe, Cayo Mani-
lio, presentó, en enero del 66, una ley por la que se encargaba a Pompeyo la conducción
de la guerra contra Mitrídates. Esta lex Manilia contenía un potencial de autoridad muy
superior al otorgado por la ley Gabinia, con una concentración de poderes insólita y al
margen de la constitución. Aunque la facción más recalcitrante del senado se opuso con
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todas sus fuerzas, algunos jóvenes senadores, como César y Cicerón, que contaban con
medrar a las sombras del poderoso Pompeyo, apoyaron el proyecto y la ley fue finalmente
aprobada.
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recursos de su oratoria, logró vencer a su oponente, Catilina, y ser elegido cónsul, con An-
tonio, un amigo de Craso, como colega.
La ocasión del complot fue una nueva derrota de Catilina en las elecciones consu-
lares para el año 62. Desvanecidas sus esperanzas de alcanzar el poder por vía legal, Ca-
tilina preparó con elementos radicales el golpe de estado que le haría famoso, cuyos pro-
pósitos reales quedarán para siempre oscurecidos por las interesadas deformaciones de
nuestras fuentes de documentación. La conjura debía concretarse en un levantamiento
armado, que, en fecha determinada, habría de estallar simultánente en varios puntos de
Italia y, entre ellos, en Etruria, donde uno de los conjurados, Manlio, contaba con numero-
sos partidarios. De ahí, la revolución debía estallar en Roma: el asesinato del cónsul Cice-
rón daría la señal del golpe de estado y del asalto al poder. Campesinos arruinados, vícti-
mas de las reformas agrarias, impuestas por la fuerza, y un proletariado urbano, hundido
en la miseria, se dejaron conquistar por este plan revolucionario, hurdido por aristócratas
resentidos y frustrados, en el caótico marco de la violencia política que caracteriza a la
generación postsilana.
Pero esta nueva generación, aislada y sin tradiciones, estaba condenada a buscar
en un pasado muerto su programa político, inexperto, rígido y con muchos elementos de
utopía, al no tener en cuenta las fuentes reales de poder y sus raíces socio-económicas. Y
este grupo, ante el inminente regreso de Pompeyo -el único poder real efectivo-, se dispu-
so a mostrarse enérgico e inflexible contra cualquier concesión o irregularidad constitucio-
nal.
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Hacia finales del 62, efectivamente, desembarcó Pompeyo en Brindisi y licenció de
inmediato sus tropas. Con ello cesaba en el senado la ansiedad sobre los verdaderos pro-
pósitos de Pompeyo, pero no esta actitud inflexible. El victorioso general se enfrentaba en
Roma a las trabas de la constitución y a la obstrucción tenaz de un núcleo senatorial, em-
peñado en anular el protagonismo político que había representado en los últimos quince
años.
Pompeyo había calibrado mal sus cartas políticas y el error le costó un gran núme-
ro de soportes y partidarios. La resuelta actitud del senado y, en concreto, de la factio diri-
gida por Catón, no le dejaban otra alternativa que el retorno a la vía popular, intentando
conseguir, a través de la manipulación del pueblo y de las asambleas, lo que el senado le
negaba. Desgraciadamente para Pompeyo, los populares activos en Roma se agrupaban
en las filas de su enemigo Craso. Para superar este callejón sin salida, Pompeyo iba a
contar con la valiosa ayuda de César.
Sólo referencias indirectas permiten sospechar que antes como ahora las provin-
cias seguían siendo fuente de enriquecimiento, irregular pero provechosa, para los res-
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ponsables de las gestiones de gobierno y administración. Así parece deducirse del proce-
so seguido contra L. Valerio Flaco, cuestor en Hispania en el año 70 precisamente a las
órdenes del procónsul M. Pupio Pisón. Valerio fue acusado de concusión y en el proceso
testificó en su contra el Cornelio Balbo que poco antes había recibido la ciudadanía de
manos de Pompeyo. Sin duda, el abuso en el desempeño de sus funciones en la adminis-
tración provincial, impulsó a que se levantaran voces contra su gestión, alguna de ellas,
como la de Balbo, lo suficientemente influyente para que el escándalo trascendiera hasta
llegar a la propia Roma.
En realidad, durante los años que median hasta la guerra civil, como se ha dicho,
las noticias sobre Hispania son muy esporádicas, salvo el intervalo de la pretura de César
en la Ulterior durante el año 61. Las operaciones militares que se infieren de las escuetas
reseñas contenidas en las acta triumphalia permiten suponer un interés bélico centrado
en las regiones periféricas lindantes al oeste con el territorio provincial. Por lo que respec-
ta a la Ulterior y por los posteriores acontecimientos, el ámbito de conflicto hay que situar-
lo en el territorio extendido entre el Tajo y la sierra de Gata hasta el Duero, por tierras de
Beira-Alta, Salamanca y norte de Cáceres, escasamente urbanizadas y habitadas por
tribus lusitanas al oeste, en la intrincada orografía de la sierra de la Estrella, y por vetones
al oriente. En la Citerior, las luchas se concentrarían en la submeseta septentrional, al nor-
te del Duero y al oeste del Pisuerga, en territorio vacceo, cuyos centros más importantes
lo constituían las ciudades de Clunia y Pallantia. Más al norte de esta zona comenzaba el
territorio de astures y cántabros, al margen del ámbito de intereses provincial, que sólo al
final de la República entrará en contacto directo con las armas romanas.
Pero algunos datos, muy breves y accidentales, permiten entreabrir otro panorama,
más allá de los acostumbrados acontecimientos bélicos, que, en cierto modo, comienza a
explicar el posterior protagonismo de las provincias de Hispania en la guerra civil. Hemos
visto cómo Pompeyo había extendido su influencia a la Península. Su éxito no impidió que
otros políticos intentaran probar suerte en ella para atraer a su bando a los ciudadanos
provinciales e indígenas en las complicadas intrigas de grupos y camarillas que, invocan-
do programas populares o la dignidad del gobierno senatorial, forman el intrincado telón
de fondo de la lucha política romana en las décadas centrales del siglo I a. C.
Uno de estos datos se refiere al impacto causado en Roma por la muerte de Cneo
Calpurnio Pisón en Hispania. Pisón había participado en la primera conjuración de Catilina
como uno de sus más fervientes partidarios. Fracasado el complot, fue enviado en el año
65 con el pretexto de una legación extraordinaria como quaestor pro praetore a la Hispa-
nia Citerior y en el camino fue asesinado por unos jinetes hispanos que formaban parte de
sus tropas. En Roma se corrió el rumor de que estos jinetes eran clientes de Pompeyo y
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actuaban con el conocimiento y quizá la iniciativa de su patrono. El envío de Pisón parece
que se debía al intento por parte de los catilinarios de ganar la provincia para su causa y
levantarla para hacer más vasta la conspiración. Salustio añade que muchos senadores
veían con agrado el envío de este personaje como instrumento adecuado para contrarres-
tar el poderío de Pompeyo, que comenzaba a suscitar recelos, y en el decreto senatorial
que le proporcionó el encargo, tuvo un peso considerable la influencia del poderoso Cra-
so, enemigo de Pompeyo. Al año siguiente, un nuevo intento de sublevar la Península, es-
ta vez desde la Hispania Ulterior, fue llevado a cabo por otro partidario de Catilina, el go-
bernador P. Sitio Nucerino, no sabemos con qué alcance.
Ambos datos nos permiten conocer cómo la lucha política romana tenía en las pro-
vincias importantes repercusiones y también cómo se las consideraba peones de juego
decisivos en la estrategia de la lucha. Y que Hispania fuera uno de los fundamentales pun-
tos de interés no debe extrañar si se tiene en cuenta la inagotable reserva de recursos
materiales que podía ofrecer y el creciente peso en número e influencia de los hispanien-
ses, esos irregulares colonos, en su mayoría veteranos, procedentes de Italia y enraiza-
dos en las provincias hispanas, que, sin duda, constituían un apetecible objetivo de atrac-
ción para cualquiera de las opciones políticas que intentara fortalecer su poder.
La personalidad de César
Con demasiada frecuencia, cuando se intentan glosar los comienzos de la carrera
de una personalidad tan gigantesca como la de César, se tiende a ver una predestinación,
que conduce armoniosamente in crescendo hasta el clímax final de la dictadura. Y ello
ocurre, en parte, porque César ha sido con demasiada frecuencia impuesto sobre la pro-
pia Historia, bajo la impresión de que es él quien dirige su curso, en lugar de ser conside-
rado como un elemento más, aunque trascendental, en el contexto de la tardía república.
De hecho, los comienzos públicos de César no se diferencian del resto de los nobiles de
su tiempo, y, por supuesto, nada presentan de extraordinario; poco conocidos, por causa
de una tradición incierta, no dejan entrever con claridad las intenciones o el pensamiento
político de su protagonista. César pertenece a la generación que vio la luz en la transición
del siglo II al I; es contemporáneo, pues, de Pompeyo, Cicerón, Catilina y Craso, y, como
ellos, crece en la turbia época de las convulsiones de la guerra civil, en la que parecen de-
rrumbarse muchos de los presupuestos fundamentales que habían constituido ancestral-
mente los pilares del estado y del orden constitucional.
Aristócrata, de una rancia familia patricia que pretendía remontar sus orígenes—y
César mismo se complacería en recordarlo—a un rey de Roma, Anco Marcio, y a la propia
diosa Venus, sus recientes antepasados habían contado poco en la política. Pero, como
aristócrata, tenía el derecho de intentar la carrera de los honores senatoriales. Sus pers-
pectivas, sin embargo, parecieron arruinarse con el golpe de estado de Sila. Circunstan-
cias familiares le unían con Mario: Julia, la mujer del político popular, era hermana del pa-
dre de César, pero él mismo, además, había desposado a Cornelia, la hija de Cinna. El
triunfo de Sila, si bien no puso en peligro su vida, protegida por poderosas amistades, sig-
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nificó un importante obstáculo para su promoción política. La oligarquía silana no le abriría
tampoco lógicamente las puertas. Como otros tantos jóvenes políticos de la postguerra,
César se vio lanzado a la oposición contra el régimen, aunque dentro de los cauces cons-
titucionales y sin riesgos de determinaciones irreversibles: César rechazaría así el canto
de sirena de Lépido, cuando éste quiso atraérselo para su fracasado putsch del 78.
El joven político se lanzó a cultivar una popularitas que, precisamente, en esos la-
zos familiares odiosos a Sila significaban una magnífica propaganda. Es sabido cómo
convirtió los funerales de su tía Julia en una demostración de su veneración por Mario,
que se repitió en el entierro de su esposa, y cómo, durante su edilidad en el 65, restauró
los trofeos y monumentos, retirados por Sila, que conmemoraban las victorias de Mario
sobre los germanos. Pero, sobre todo, César se convirtió en un ferviente partidario de los
ataques contra el régimen silano, que, más que programa político, era ostentosa procla-
mación de su oposición a Sila y a la oligarquía por él creada: en las cortes, persiguió con
celo a oficiales silanos; en el foro, apoyó las exigencias de restauración de los derechos
políticos para los hijos de los proscritos por Sila.
La oligarquía dirigente, sin embargo, no estaba tan cohesionada como para evitar
que poderosos aristócratas lograran la inclusión de César, en el 73, en el colegio de los
pontífices, que le abría el acceso a la nobilitas. Desde esta posición más segura, redobla-
rá su oposición al régimen, sin olvidar un exquisito cultivo de popularidad, mediante golpes
de efecto, como su apresurada vuelta de Hispania en el 68, donde cumplía la cuestura,
para urgir a la concesión del derecho de ciudadanía a las colonias latinas de la Transpa-
dana, o con una generosidad ilimitada para las masas, que encuentra un magnífico ejem-
plo en los elevados dispendios llevados a cabo durante su magistratura edilicia. César
busca metódicamente la admiración del pueblo, y es, por ello, un claro exponente del ca-
mino político al que Cicerón despectivamente trata de popularis via, pero sin comprome-
terse jamás por encima de ciertos límites. Si es necesario buscar signos especiales en es-
tos primeros años que descubran una «predestinación», sin duda, uno de ellos es la astu-
ta prudencia con la que sabe aprovechar conexiones distintas e incluso contrapuestas,
sin que la derrota de una de ellas llegue a afectarle seriamente. Pero, en todo caso, los
progresos políticos de César son un modesto avance frente a otras personalidades como
Pompeyo y Craso, ante las cuales no cabe comparación.
Ya se mencionó cómo desde finales del siglo II a.C. al menos, la actividad militar
primordial de los responsables del gobierno provincial no excluía el ejercicio de una fun-
ción judicial, que progresivamente ganó en importancia. Ante la cognitio del pretor los in-
dígenas fueron acostumbrándose a dirimir sus conflictos jurídicos, como tan plásticamente
refrenda el resultado del iudicium transcrito en el Bronce de Contrebia. Pero también hay
que considerar en esta extensión de la función judicial el continuo crecimiento en volumen
de la población romano-itálica, establecida en Hispania de forma permanente o transitoria,
y la protección de sus intereses comerciales y propiedades materiales, sobre los que po-
dían surgir disputas y pleitos, cuya resolución tenía que ser lógicamente competencia de
la más alta instancia de gobierno, el pretor provincial.
Sabemos que durante el ejercicio de la cuestura César ejerció por delegación del
pretor esta función judicial en Gades. La ocasión le permitió trabar relaciones personales
con los provinciales, dispensando beneficios y ganando voluntades, como recuerda el au-
tor desconocido del bellum hispaniense, años después, al poner en boca de César que
«desde el principio de su cuestura había considerado esta provincia como suya entre to-
das, y le hizo en aquel tiempo cuantos beneficios pudo». También allí entró en contacto
con los notables y principales de la ciudad. Uno de ellos, L. Cornelio Balbo, trabaría con
César lazos de amistad perdurables, convirtiéndose en uno de sus más estrechos colabo-
radores.
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Conocemos una serie de anécdotas de la estancia de César en Gades. Una de
ellas, su visita al prestigioso santuario del fenicio Hércules-Melqart y el sueño, interpretado
por los augures, que le predestinaba como dominador del mundo. Pero también, su
desánimo ante la estatua de Alejandro, reprochándose no haber aún llegado a nada a la
edad en que el macedonio ya había conquistado el universo. No sabemos si, como refie-
re Suetonio, fue la amargura de esta frustación la que impulsó a César a tomar la decisión
de volver precipitadamente a Roma abandonando el ejercicio de la magistratura cuestoria
en la provincia, que le había sido prorrogada para en el año 68. Lo que, sin duda, es cierto
es que no olvidaría nunca esta estancia en Cádiz, como demuestra el favor especial que
siempre manifestaría con sus habitantes y que habría de culminar en el otorgamiento a la
ciudad de la categoría jurídica privilegiada de municipium civium Romanorum.
No sabemos si fue la suerte la que decidió el destino provincial de César: los car-
gos provinciales se repartían por sorteo, pero también es cierto que había posibilidad de
manipulaciones. Tampoco es segura la calidad de su mandato: aunque desde la reforma
de Sila los gobiernos se entregaban a los pretores, una vez resuelto el año de magistratu-
ra en Roma, con el título de propretor, Cicerón recuerda que vino en calidad de pretor y
Suetonio, por su parte, le otorga el carácter de procónsul. Su marcha hacia la provincia
fue precipitada, ya que en Roma el suelo ardía bajo sus pies debido a la magnitud de las
deudas contraídas; fue Craso el que sirvió de garante por una fuerte cantidad (830 talen-
tos) frente a los acreedores que se proponían impedir su partida. Sus muchos enemigos
habían esperado la ocasión que les ofrecían estas deudas para someterlo a proceso en el
intervalo entre sus dos magistraturas, en que, como hombre privado, era posible acabar
políticamente con él.
César utilizó las magníficas posibilidades que ofrecía la provincia para un hombre
de estado. Dado que su próxima meta era llegar al consulado tan pronto como la constitu-
ción lo permitiera, es decir, en el año 59, necesitaba ganar prestigio y autoridad suficiente
en su cargo de procónsul como para que se le abrieran las puertas del consulado e ingre-
sar así en el círculo de los auténticos principes civitatis. La mejor manera para ello era re-
gresar a Roma envuelto en la gloria del triunfo. La provincia que le había correspondido se
prestaba magníficamente a estos planes, ya que era lo bastante rica para financiar una
guerra y además, dentro de sus límites, existían campos de acción que permitían desple-
gar una acción militar.
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La tradición no ha sido nunca imparcial con César, menos aún por el hecho de que
nuestra principal fuente de información son sus propios escritos, teñidos, bien que con una
gran maestría, de parcialidad. Por ello, son oscuros los motivos que le impulsaron a em-
prender esta campaña militar, conducida contra los lusitanos. Las fuentes desfavorables
nos transmiten su deseo de gloria, la envidia a Pompeyo, el ansia de enriquecerse, mien-
tras que la tradición que le es fiel invoca causas justas, como la ayuda a los aliados que
imploraban su acción contra las depredaciones de los lusitanos. Es fácil, a pesar de todo,
juzgar su actuación en la provincia sin partidismos innecesarios y anacrónicos, teniendo
en cuenta, por un lado, la diferente situación real del territorio en el sur y en el oeste, y, por
otro, la necesidad y la ocasión de utilizar la provincia para sus fines políticos.
En el primer punto, existía un abismo entre las dos partes de la Ulterior, el sur, ex-
tensamente urbanizado y con una fuerte población emigrada romano-itálica, rico y próspe-
ro, frente al oeste, sólo precariamente sometido hasta la raya del Tajo, con organizaciones
sociales suprafamiliares y fuertes contrastes económico-sociales, que habían impulsado
durante mucho tiempo tradiciones militares como instrumento para conseguir en guerras o
razzias contra territorios más ricos los bienes que la tierra o la injusticia social negaban.
En segundo lugar, desde el punto de vista del hombre público, la responsabilidad de un
gobierno provincial era fundamental, ya que por primera vez se ponía en sus manos un
imperium militar y una jurisdicción civil muy amplia, que, bien aprovechada, podía consti-
tuir el punto de partida de un poder real, imprescindible para su futuro político. Ambas
prerrogativas podían ser los cimientos de una amplia clientela, base para cualquier em-
presa pública. El imperium permitía la conducción de operaciones militares bajo respon-
sabilidad propia, con la posibilidad de obtener victorias y botín que, repartido entre la tro-
pa, le procuraran inapreciables lazos personales de clientela militar. Pero también la juris-
dicción civil sobre la provincia era un magnifico instrumento para ganarse la voluntad de
indígenas y emigrados, extendiendo prestigio y clientelas precisamente en un territorio
que por su riqueza y su poblamiento era uno de los puntales del Imperio. Consecuente-
mente, el oeste habría de ser la fuente de la clientela militar; el sur, la base de la civil.
Dión Casio nos ha transmitido los detalles de la campaña. Sometió a los que se
opusieron e incluso a tribus vecinas, quizá vetones, que, temiendo ser obligados también
a trasladar sus sedes, se unieron a la resistencia, después de enviar a las mujeres y ni-
ños con sus cosas de valor al otro lado del Duero. Pero César no se contentó con alcan-
zar la línea del Duero, límite real de la provincia, sino que pasó al otro lado persiguiendo a
los que habían huido y entrando así en territorio galaico. Que el Duero era considerado en
esa época como frontera podemos suponerlo por un reciente documento, todavía sin es-
tudiar y encontrado en 1999, conocido como el “Bronce de Bembibre”. El documento, re-
dactado medio siglo más tarde, en el 15 a.C., apenas finalizadas las guerras contra cánta-
bros y astures de Augusto, menciona una provincia Transduriana, que, independientemen-
te de su significado, considera el Duero como un límite.
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El resto de su gestión como gobernador, al regreso de Lusitania, fue aprovechado
por César para cimentar su prestigio y ampliar relaciones en el ámbito romanizado de la
provincia con vistas a su futuro político. Como dice Gelzer, en Hispania tenemos ya por
completo al César de la guerra de las Galias: actúa como caudillo y gobernante nato, pero
no se pierde en esta actividad en la periferia del imperio; la meta de todo es siempre su
impacto en Roma. Las fuentes nos transmiten la línea seguida en su gestión de gobernan-
te: solución de los conflictos internos de las ciudades, ratificación de leyes, dulcificación de
costumbres bárbaras, medidas fiscales en favor de los indígenas, construcción de edificios
públicos... Procuró incentivar el envío de legaciones de las ciudades indígenas a Roma
para exponer ante el senado quejas y peticiones, bajo su directo patronazgo; presionó so-
bre la cámara para lograr el levantamiento de las cargas extraordinarias que pesaban so-
bre la provincia desde la guerra contra Sertorio, impuestas por Metelo, pero, especialmen-
te, procuró atraerse a los elementos influyentes de las ciudades mediante medidas favo-
rables de carácter fiscal como la concesión del derecho a los acreedores, casi todos ellos
caballeros, de dos terceras partes de los ingresos de sus deudores hasta la liquidación de
la deuda. No olvidó tampoco cultivar en la provincia su “populismo”, con reajustes en la
administración de justicia en favor de los humildes, como recuerda Cicerón en su Pro Bal-
bo. Pero fue la vieja ciudad de Gades, de nuevo, el objetivo predilecto de su everge-
tismo, aún potenciado por la gratitud hacia sus habitantes en general y hacia algunos de
sus ciudadanos en particular -Balbo, entre ellos- por la inapreciable ayuda prestada en la
reciente campaña. Si bien la limitación del tiempo en el cargo no le permitió extender su
influencia en la Citerior, en el mismo grado que lo había logrado Pompeyo, dejaba tendida
una serie de redes que le serían de utilidad en el futuro.
El “primer triunvirato”
En Roma, mientras tanto, había comenzado la campaña electoral para los consula-
dos del 59, y César, sin aguardar el relevo de su sucesor, regresó a Roma en el verano
del 60. Era el hombre que necesitaba Pompeyo para remontar sus últimos fracasos en po-
lítica. Sus intervenciones durante los diez últimos años habían favorecido siempre los inte-
reses de Pompeyo, pero, además, demostraba extraordinaria audacia y energía y estaba
en posesión de una gran popularidad. Pompeyo no era el único que se prometía ventajas
con la elección de César. También Craso había mantenido larga y estrecha relación con el
candidato, se había prestado a ser su fiador al marchar a Hispania y, lógicamente, no de-
saprovecharía la ocasión ahora que podia cobrarse los servicios prestados, en el momen-
to en que, precisamente, más necesitado estaba de ellos. Era así porque la energía opti-
mate no había estado dirigida sólo a afirmar la posición senatorial frente a Pompeyo. Du-
rante el año 61, los publicanos, tras los que se encontraba Craso, habian recibido del se-
nado insultantes desaires. Craso necesitaba un punto de apoyo en la ejecutiva con el que
contrarrestar la animosa y, por el momento, triunfante posición del senado.
Por diferentes motivos, pues, tres políticos veían en peligro sus respectivas ambi-
ciones por la actitud del senado. Dos de ellos, aunque enemistados, hacían confluir inde-
pendientemente sus esperanzas en el tercero, César. Era difícil evitar un acuerdo de los
tres, si César conseguía superar las diferencias que separaban a Pompeyo y Craso. Y lo
consiguió efectivamente dando lugar al llamado «primer triunvirato». Desconocemos la
fecha en que tuvo lugar la coalición privada y secreta, conocida con este término impropio
por aproximación a la magistratura legal que con el mismo nombre recibieron posterior-
mente Octaviano, Marco Antonio y Lépido. Tampoco es seguro de quién partió la iniciativa,
aunque la mayoría de los autores la considera obra de César, que utilizó de mediador a su
amigo hispano Cornelio Balbo.
En sí, el «triunvirato» no era otra cosa que una alianza, una amicitia entre tres per-
sonajes, en la praxis política tradicional romana. Por supuesto que, dado el potencial a su
disposición, no podía evitarse que esta alianza tuviera amplias repercusiones en la políti-
ca; la principal de ellas, la dificultad de integración de sus miembros en la estructura re-
publicana. Estos tres aliados eran desiguales en cuanto a los medios a invertir en la coali-
ción: Pompeyo podía proporcionar el apoyo de sus veteranos, tan interesados como él
mismo en una afirmación de su patrono el poder; Craso contaba con su influencia en cier-
tos círculos senatoriales y, sobre todo, ecuestres, y con el potencial de su fortuna; César,
finalmente, aún no disponía de muchos seguidores, pero era considerado por sus com-
pañeros como una excelente inversión, ya que, en su momento, podía usar de la magis-
tratura consular. De hecho, gracias al acuerdo político, César, en un nivel más bajo de
prestigio e influencia, escapaba así a la subordinación que hasta el momento se había vis-
to obligado a cumplir en relación con los dos aliados, elevándose a su misma altura. Pero
antes era necesario llegar a una reconciliación entre Pompeyo y Craso. El pacto era es-
trictamente político, con un programa común, pero sus limitaciones y la desconfianza
que, al menos Pompeyo y Craso, albergaban entre sí quedan manifiestas en su propia
formulación negativa de «no emprender ninguna acción política que pudiese perjudicar a
alguno de los tres». Las conversaciones preliminares al acuerdo se desarrollaron en se-
creto. Sus detalles, por tanto, apenas pueden deducirse de los hechos que se produjeron
como consecuencia de su puesta en práctica. Pero, para ello, era necesario que César
alcanzase la magistratura consular del 59, lo que efectivamente ocurrió, recibiendo como
colega a su enemigo Bíbulo.
El consulado de César
César sería el primer cónsul en utilizar la magistratura para una amplia actividad
legislativa, apoyada en la asamblea popular, en contra de la voluntad del senado. Por ello,
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su consulado es un hito fundamental en la crisis de la república y un primer paso hacia el
mando totalitario. En buena parte, César fue empujado a esta actitud por la intransigente
oposición senatorial, dirigida por su colega Bíbulo y el líder optimate Catón.
En primer lugar, era necesario atender a los compromisos de la alianza con Pom-
peyo y Craso. Una primera lex agraria procedió a distribuciones de tierras de cultivo en
Italia para los veteranos de Pompeyo. Como César no podía esperar de la alta cámara un
dictamen favorable para el proyecto, decidió presentarlo directamente ante la asamblea
popular, manipulada y mediatizada por el peso de los veteranos, y la ley fue aprobada.
En adelante, el cónsul llevó ante los comicios los restantes proyectos, incluso cues-
tiones de política exterior y de administración financiera, competencias tradicionales del
senado. De este modo, se obtuvo tanto la ratificación de las disposiciones tomadas por
Pompeyo en Oriente como beneficios para los arrendadores de contratas públicas, ligados
al círculo de Craso.
Finalmente, dio el paso decisivo para procurarse en los años siguientes una posi-
ción real de poder y una fuerte clientela militar. Por medio del tribuno Vatinio, al que cono-
cemos como corrupto legado del propretor de la Ulterior del año 62, C. Cosconio, logró
de la asamblea que se le encargase el gobierno de la Galia Cisalpina y del Ilírico -las cos-
tas occidentales del Adriático- durante cuatro años, con un ejército de tres legiones. A es-
tas provincias, César añadiría la Galia Narbonense, con una legión más. Las tribus galas
habían iniciado movimientos al norte de su frontera y César exageró cuanto pudo el peli-
gro que corría la provincia. El propio senado autorizó esta asignación.
Así, finalizado el año de consulado, César dirigió su ejército hacia la Galia, donde
se desarrollaría el siguiente capítulo de su camino hacia la concentración del poder, con
una de las gestas militares más asombrosas de la historia de la Humanidad, la conquista
de las Galias, agigantada aún por el parcial pero magnífico relato que de ella hizo su pro-
tagonista.
La conferencia de Lucca
En el mismo año en que se sublevaban las tribus vacceas, tenía lugar en Italia un
acontecimiento cuyas consecuencias marcarían directamente para Hispania su destino en
los años siguientes: se trata de la llamada conferencia de Lucca, en la que se ratificó la
alianza de los protagonistas del “primer triunvirato” y se tomaron medidas sobre la política
conjunta a seguir en los años siguientes.
Antes de que César partiera para la Galia, los "triunviros" consideraron ne-
cesario asegurarse de un eventual contragolpe senatorial, que pudiera poner en peligro la
reciente legislación. Y para ello utilizaron los servicios de un radical tribuno de la plebe,
Publio Clodio, que consiguió enviar al exilio a uno de los más caracterizados miembros del
senado, Cicerón. Pero Clodio utilizó su magistratura para crearse una posición de poder
independiente de los "triunviros" a través de la manipulación, consciente y decidida, de la
plebe urbana.
Fue Pompeyo el más afectado por esta nueva constelación política, obligado a
permanecer en Roma, en un ridículo papel: mientras su prestigio e influencia disminuía en
el senado, como consecuencia de su antinatural alianza con los populares, Clodio, sin du-
da, instigado por Craso, deterioraba su imagen pública y se atrevía, incluso, a intentar
asesinarlo a través de un esbirro.Es lógico que Pompeyo tratara de acercarse a Cicerón,
para recuperar su perdida posición en el senado, mientras el imprevisible Clodio, en un
inesperado giro político, se echaba en brazos de los optimates, declarándose dispuesto a
invalidar las disposiciones legislativas de César. Ante la necesidad urgente de apoyos,
César dio su beneplácito para que Pompeyo hiciese regresar a Cicerón del exilio.
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Cicerón, agradecido, aceptó el papel de mediador entre Pompeyo y el senado. Y
bajo su presión, la cámara otorgó a Pompeyo un poder proconsular, de cinco años de du-
ración, para dirigir el aprovisionamiento de trigo a Roma (cura annonae). El encargo, a es-
paldas de César, enfrió las relaciones con Pompeyo, mientras Craso, envidioso por su
continuo papel en la sombra, se prestaba, con la ayuda de Clodio, a colaborar con la fac-
ción senatorial que no aceptaba este mando extraordinario.
Fue César, una vez más, quien cumpliría el papel de mediador para superar los
malentendidos entre Craso y Pompeyo y renovar, así, la coalición del 59. El encuentro de
los tres políticos tuvo lugar, en abril del 56, en una localidad de la costa tirrena, Lucca,
donde se ratificó la alianza, con una serie de acuerdos, dirigidos a fortalecer un poder co-
mún y equivalente: Pompeyo y Craso debían investir conjuntamente el consulado del año
55 y, a su término, obtener un imperium proconsular, de cinco años de duración, sobre las
provincias de Hispania y Siria, respectivamente; como es lógico, también el mando de Cé-
sar debía ser prorrogado por el mismo período. La preocupación conjunta por equilibrar la
balanza del poder militar, el indispensable elemento de control político, era manifiesta.
Pero este planteamiento teórico falló por la indecisión de Pompeyo que, obligado a
escoger entre Italia y las provincias, se decidió por permanecer en Roma. Probablemente
pensó que su posición en la Península estaba suficientemente asegurada por los viejos
lazos trabados en ella, pero se olvidó que los ejércitos personales no eran nada sin la pre-
sencia de su jefe, como quedó patente al comenzar las hostilidades.
Sin embargo, el pacto quedaría en entredicho muy pronto por una serie de impon-
derables. Fue el primero de ellos la muerte de Julia, hija de César y unida en matrimonio a
Pompeyo. El distanciamiento entre los dos aliados que produjo la desaparición de Julia, se
hizo aún más evidente con el nuevo matrimonio de Pompeyo con la hija de uno de los
más encarnizados enemigos de César, Metelo Escipión. Pero fue más importante todavía
la muerte del tercer aliado, Craso. Desde Siria, Craso inició una inútil y peligrosa campaña
contra los partos: las graves equivocaciones militares de esta campaña condujeron a un
gigantesco desastre del ejército romano junto a Carrhae, en Mesopotamia, donde Craso
perdió la vida (9 de junio del 53).
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Con los poderes de su peculiar magistratura, Pompeyo se dispuso a superar la cri-
sis de estado, con una activa legislación, en la que atendió, sobre todo, a frenar la causa
de los desórdenes recientes, los métodos anticonstitucionales de lucha electoral. La com-
binación de una ley contra la corrupción (lex Pompeia de ambitu) y de otra contra la vio-
lencia (lex Pompeia de vi) ofreció la posibilidad de crear un tribunal extraordinario para
juzgar a cualquier candidato sospechoso de un delito electoral. A la condena de Milón, si-
guió una larga cadena de persecuciones contra políticos populares, que mostraron cómo
la nobilitas, gracias a su unión con Pompeyo, volvía a recuperar el control sobre el estado.
Muchos de los condenados buscaron refugio en la Galia, al lado de César, y contribuyeron
a crear, en torno a su figura, un partido de complejos y extensos intereses.
César contaba ahora con un pretexto legal para justificar su marcha sobre Italia: los
optimates habían violado los derechos tribunicios y atentado contra la libertad del pueblo,
que él se manifestaba dispuesto a defender. Así, el 10 de enero del año 49, tomaba la
grave decisión de desencadenar una guerra civil al cruzar a la cabeza de una legión, la
XIII, el Rubicón, riachuelo al norte de Rímini, que marcaba la frontera entre la Galia Cisal-
pina e Italia.
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IX LA GUERRA CIVIL ENTRE CÉSAR Y POMPEYO (49-31 a. C.)
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La campaña de Ilerda
Estrategias de la guerra
La decisión de César de invadir Italia inmediatamente, con los escasos recursos de
una sola legión y en pleno invierno, tenian sin duda el propósito de utilizar a su favor el
factor de la sorpresa. El senado había sido empujado a la abierta hostilidad contra el pro-
cónsul bajo el presupuesto de una situación militar que no correspondia a la realidad. No
sólo se había extendido el falso rumor de que las legiones gálicas estaban remisas en
apoyar la causa de César; el propio Pompeyo se preciaba de poder contar en el momento
preciso con diez legiones dispuestas, lo que sólo era cierto a largo plazo, ya que el núcleo
principal de ese ejército —siete legiones— estaba acantonado en Hispania. De hecho, en
Italia, el gobierno sólo contaba con las dos legiones reclamadas a César, que el procónsul,
al despedir, había generosamente premiado, y los bisoños reclutas que Pompeyo había
alistado recientemente en la península. La sorpresa y el disgusto de gran parte del senado
fueron creciendo conforme se desvelaban los, en un principio, herméticos planes estraté-
gicos de Pompeyo, basados en un proyecto de largo alcance cuyo presupuesto era el
abandono de Italia. El líder optimate, como en otro tiempo su maestro Sila, pensaba tras-
ladar la guerra a Oriente y reunir allí ingentes tropas y recursos con los que llevar a cabo
la reconquista de Italia, mientras el excelente ejército que mantenía en Hispania atacaba a
César por la retaguardia. Pero la resistencia de muchos senadores a abandonar Italia y la
lentitud de los movimientos de Pompeyo consumieron un tiempo precioso, que César utili-
zó a su favor con una estrategia resuelta y fulminante.
Se habia producido así la temida extensión de la guerra más allá de las fronteras
de Italia, que obligaba a César a replantear la estrategia. La falta de una flota impedía lle-
var a cabo la persecución de Pompeyo, pero existían además otros motivos de preocupa-
ción que requerían una atención inmediata. Uno era la amenaza siempre latente del ejérci-
to de Pompeyo en Hispania; el otro, el peligro de un bloqueo de Italia y la consecuente re-
ducción por hambre de la península, con el dominio del mar que el partido senatorial po-
seía. Una vez decidido a emprender personalmente las operaciones contra el ejército
pompeyano de Hispania, César tomó una serie de decisiones con vistas a la próxima
campaña. El pretor M. Emilio Lépido fue nombrado praefectus Urbi, representante de Cé-
sar en la ciudad; el tribuno M. Antonio, comandante en jefe de las tropas estacionadas en
Italia. Las provincias de la Galia Cisalpina e Ilírico, que debian atender a contrarrestar un
posible avance por tierra del enemigo, fueron encomendadas a M. Licinio Craso, hijo del
triunviro desaparecido en Carrhae, y C. Antonio, respectivamente. Por su parte, P. Corne-
lio Dolabela, en el Adriático, y Q. Hortensio, en el Tirreno, recibieron la orden de construir y
adiestrar a toda prisa flotas para deshacer el posible bloqueo del Occidente por mar. Fi-
nalmente, a C. Curión, con cuatro legiones, se le encomendó la ocupación militar de Sicilia
y África.
El propio César nos da las razones que le impulsaron a comenzar la lucha por el
imperio a partir de la península Ibérica. Ante la imposibilidad de perseguir inmediatamen-
te a Pompeyo por la falta de una flota, «mientras tanto no quería que en su ausencia se
afirmase la fidelidad de un ejército veterano y de las dos Hispanias, una de las cuales es-
taba vinculada a Pompeyo por grandísimos beneficios, que se reclutasen tropas auxilia-
res y caballería, que se intentase la defección de la Galia y de Italia». La estrategia de
César era, pues, neutralizar la fuerza efectiva y potencial de Pompeyo en la península
Ibérica, antes de que tomara la iniciativa o, como por un tiempo se pensó, alcanzara
desde el sur, por Mauritania, la Península y, al frente de su ejército, levantase las ciu-
dades contra César, utilizando su antiguo prestigio en la provincia. Dió por ello instruc-
ciones a su legado C. Fabio para que estuviese dispuesto a pasar los Pirineos con las
tres legiones que mandaba en la Narbonense; mientras, Trebonio debía llevar a esta pro-
vincia otras tres, que habían estado acuarteladas durante el invierno en los valles del
Saona y Ródano. Él mismo, por su parte, se pondría en camino hacia el norte con las
tres legiones de su campaña en Italia, la VIII, XII y XIII.
Estos efectivos habían sido distribuidos entre los tres legados de Pompeyo, cada
uno de los cuales tomó a su cargo una región determinada: Afranio, el cónsul del año 60,
se estableció en la Hispania Citerior con tres legiones; Petreyo, con dos, entre Guadiana
y Duero; Varrón, en fin, en el territorio meridional de la Ulterior, al sur del Guadiana, con
las dos legiones restantes, a las que añadió treinta cohortes (alrededor de 15.000 hom-
bres) más dos denominadas cohortes colonicae, es decir, formadas por ciudadanos ro-
manos de Corduba. Se ha tratado de ver en esta dispersión de efectivos un precedente
de la posterior división provincial tripartita de Augusto en la Península. Más bien parece
consecuencia de la propia coyuntura estratégica que vivían las provincias hispanas: un
ejército en la meseta norte frente a los vacceos y otras tribus limítrofes, que no mucho
tiempo antes habían puesto en serios aprietos a Metelo Nepote ; un segundo contra los
siempre rebeldes lusitanos y el tercero como protección y defensa de las ricas tierras del
Guadalquivir. Es cierto que, a la llegada de los legados de Pompeyo, estas fuerzas se
hallaban inactivas, quizás en un compás de espera sin objetivos concretos aunque ten-
so, a tenor de la rápida precipitación de los acontecimientos en Italia.
Esta situación cambió con la llegada del lugarteniente de Pompeyo, L. Vibulio Rufo,
a quien el princeps senatus, en su retirada hacia Brundisium, dio demasiado tarde la or-
den de operar en Hispania, quizá preocupado por la suerte de su ejército y no demasiado
convencido de la efectividad de sus legados. Las órdenes de Vibulio eran concentrar el
grueso de las legiones, provistas de un amplio número de tropas auxiliares, en la Citerior,
en un lugar fácilmente defendible, para impedir el paso del ejército de César, y dejar re-
servas para la protección de la Ulterior. De acuerdo con este plan, sólo Petreyo desde Lu-
sitania movilizó sus tropas y, a través del país de los vetones, las unió a las fuerzas que
Afranio mantenía en la Citerior. Se eligió como punto de concentración y de operaciones
la ciudad ilergeta de Ilerda (Lérida), sobre la orilla derecha del Segre, afluente del Ebro.
Allí quedaron acuarteladas, al sur de la ciudad, en la colina de Gardeny, las cinco legio-
nes, ochenta cohortes de infantería auxiliar pesada y ligera y cinco mil jinetes; en total,
pues, unos 70.000 hombres.
Sobre la campaña de Ilerda, entre mayo y agosto del 49, tenemos una prolija des-
cripción del propio César, sin contar otras fuentes resumidas, por las que conocemos
hasta los mínimos detalles de su desarrollo, salpicado de escaramuzas, golpes de mano,
maniobras y estrategia, en los que no parece oportuno entrar.
Poco después llegaba César al lugar de las operaciones. Una vez reconstruido el
puente derruido, desplegó el grueso del ejército frente a las posiciones pompeyanas pa-
ra provocar el ataque. Ante la impasibilidad del enemigo, César intentó un golpe de suer-
te: tratar de separar el campamento enemigo de la ciudad de Ilerda, llave de los aprovi-
sionamientos, con la ocupación de una pequeña altura, el Puig Bordel, que los pompeya-
nos se habían descuidado en asegurar. Pero el plan fue descubierto y hubo que abando-
nar la empresa, entre lluvias torrenciales que destrozaron los dos puentes e inundaron
las posiciones de César. Afranio y Petreyo se apresuraron a correr la noticia del fracaso
del enemigo; los rumores hablaban ya de una rápida derrota y las acciones de César en
Roma comenzaron a bajar vertiginosamente, empujando a los senadores aún indecisos a
tomar el partido de Pompeyo.
César no les dio tiempo a cruzarlo, ya que hubiera significado una larga prolonga-
ción de la guerra, con resultados inciertos y muchas más pérdidas. Con gran riesgo va-
deó el Segre y se lanzó con cinco legiones contra los pompeyanos antes de que éstos
pudieran hacerse fuertes. Frente a frente ambos ejércitos, no tardaron en producirse las
primeras deserciones legionarias de los pompeyanos. Desesperadamente, Afranio, cor-
tado su camino hacia el sur, toma la decisión de volver a Ilerda en una marcha larga y
penosa, continuamente hostigado por la caballería cesariana. En lugar de atacar en
campo abierto, César prefirió dejar que ocuparan posiciones, pero ahora, en franca des-
ventaja, porque los sometió a un férreo cerco, cortándoles toda posibilidad de aprovisio-
namiento. No era difícil suponer el final de la lucha. Sin agua, trigo, forraje y madera,
Afranio, con un ejército desmoralizado y hambriento, no tuvo otro remedio que capitular,
enviando para ello a César, como rehén, a su propio hijo, que pidió las condiciones de
rendición. La más poderosa fuerza militar pompeyana había sucumbido sin apenas pér-
didas.
Las mínimas exigencias de César hacia el ejército vencido vinieron todavía a facili-
tar la capitulación de las fuerzas pompeyanas. La alocución a las tropas derrotadas, di-
rigida por el vencedor, sigue constituyendo un modelo de ponderación y de conocimiento
de la psicología humana: sólo los jefes del ejército habían sido culpables de un posible
desastre por su obstinación en llegar al fin, en contra de los sentimientos de sus propios
soldados, favorables al entendimiento. Pero, en suma, la culpa de la propia guerra era de
Pompeyo y del gobierno senatorial, que habían acumulado una tras otra medidas im-
puestas contra él sin causa que lo exigiese. Su clemencia hacia los vencidos ahora y
sus deseos de paz y concordia imponían como única condición de paz el licenciamiento
de todas las tropas que se le habían enfrentado. Si excluimos las alianzas llevadas a ca-
bo por César con las ciudades al noroeste del Ebro, la corta guerra había sido un enfren-
tamiento entre dos ejércitos romanos sin intervención de las comunidades indígenas,
salvo en lo que a participación de mercenarios se refiere.
La capitulación de la Ulterior
Como sabemos, esta provincia había sido asignada a Varrón, hombre de grandes
dotes intelectuales, pero de nulas condiciones militares, con dos legiones que no partici-
paron en la campaña de Ilerda, ya que se había juzgado más conveniente que defendie-
ran mientras tanto la provincia. De estas fuerzas, una, la legión II, había sido reclutada en
Italia; la otra, llamada Vernacula, como su propio nombre indica, estaba constituida en su
totalidad por hispanienses. Cuando los primeros reverses de César en el campo de Iler-
da, aumentados en importancia por los correos de Afranio, hacían augurar un rápido fin
de la guerra, favorable a los pompeyanos, Varrón se había apresurado a acumular, sin
tasa y medida, recursos en su provincia, inflamado de un súbito ardor guerrero que en el
tiempo de inactividad anterior a la ruptura de hostilidades no había demostrado: hizo re-
clutamientos en la provincia, almacenó grandes cantidades de trigo, exigió a los provin-
ciales la entrega de ingentes sumas y comenzó a armar flotas en Hispalis y Gades. Era
ya tarde para volverse atrás cuando supo el desastre de sus correligionarios. Demasiado
comprometido para entonces y sin plan concreto, pensó que el único remedio consistiría
en hacerse fuerte en la inexpugnable Gades.
César apenas le dio tiempo a materializar sus intenciones. Tras proclamar un edicto
para que representaciones de todas las ciudades de la provincia se reunieran con él un
día señalado en Corduba, se puso rápidamente en camino con una exigua escolta de 600
jinetes, seguido por dos legiones al mando de Q. Casio Longino, el tribuno de la plebe que
en Roma había defendido su causa ante el senado. Es obvio que César intentaba de
nuevo utilizar el factor sorpresa, pero, en la misma forma de actuar, contando de antema-
no con no ser molestado en Córdoba y acompañado de reducidas fuerzas, era claro que
apenas temía una eficaz resistencia por parte del ejército de Varrón. Si en solo cuarenta
días había vencido en la Citerior con circunstancias adversas en principio, no dudaba aho-
ra del rápido desmantelamiento del resto de las fuerzas pompeyanas, inferiores en núme-
ro, desmoralizadas por el resultado de la anterior campaña, con un mando incapaz y en
un territorio que él bien conocía desde su cuestura y pretura y donde sabía que podía con-
tar con partidarios y simpatizantes.
El bellum hispaniense
De Farsalia a Thapsos
En otros escenarios, sin embargo, las fuerzas cesarianas no habían sido tan afor-
tunadas: se perdió el ejército de África, en buena medida por la eficaz ayuda que prestó a
los pompeyanos el rey Juba de Numidia; la flota de Dolabela fue vecida en el Adriático y
Cayo Antonio se vio obligado a capitular en el Ilírico.
En todo caso, a finales del 49, César regresaba a Roma, donde intentó afirmar su
posición política. Nombrado dictador, puso en marcha legalmente el mecanismo de las
elecciones -él mismo fue elegido cónsul- y emanó una serie de disposiciones, sobre todo,
en materia económica, dirigidas a aliviar la angustiosa situación de los deudores; las co-
munidades de la Galia Transpadana, por su parte, recibieron el derecho de ciudadanía. En
los últimos días de diciembre, César depuso la dictadura y, en su condición de cónsul, se
dispuso a cruzar el Adriático para enfrentarse con Pompeyo.
Las primeras operaciones contra las fuerzas senatoriales tuvieron lugar en la cos-
ta del Epiro, en torno a Dyrrachium y terminaron con la victoria de Pompeyo. César se
retiró entonces hacia Tesalia y tomó posiciones en la llanura de Farsalia. El 9 de agosto
tuvo lugar el encuentro decisivo, favorable a César, que, no obstante, no pudo impedir la
huida de Pompeyo con la mayoría de los senadores a Egipto.
El reino lágida, último superviviente del mundo político surgido tras la muerte de
Alejandro, mantenía precariamente su independencia con la tolerancia romana. A la arri-
bada de Pompeyo, se encontraba sumido en una guerra civil, provocada por el enfrenta-
miento entre los dos herederos al trono, hijos de Ptolomeo XII Auletés, Ptolomeo XIII y
Cleopatra. La camarilla que rodeaba al débil Ptolomeo XIII había logrado expulsar a Cleo-
patra, que se preparaba, con un pequeño ejército, a recuperar el trono. En esta situación,
la solicitud de ayuda que Pompeyo hizo al rey no podía ser más inoportuna; el consejo re-
al decidió, por ello, asesinar a Pompeyo.
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Tres días después, César llegaba a Alejandría para recibir como macabro presente
la cabeza de su rival. Pero aprovechó la estancia en la capital del reino para sacar venta-
jas materiales y políticas, exigiendo el pago de las sumas prestadas en otro tiempo a Aule-
tés e invitando a los hermanos a compartir pacíficamente el trono. La reacción del consejo
de Ptolomeo XIII fue inmediata: César y sus reducidas tropas se encontraron asediadas,
con Cleopatra, en el palacio real. La apurada situación fue resuelta con la llegada de re-
fuerzos, solicitados por César de los estados clientes de Siria y Asia Menor: el campamen-
to real fue asaltado, y Ptolomeo encontró la muerte en su huida; Cleopatra fue restituida
en el trono.
En Roma, en septiembre del 48, César había vuelto a ser nombrado dictador, con
Marco Antonio como lugarteniente (magister equitum). El uso despótico que Antonio hizo
de estos poderes, en la atmósfera de inquietud y violencia ocasionada por la crisis eco-
nómica, desencadenó graves disturbios. El senado hubo de aplicar el estado de excep-
ción, que Antonio convirtió en un régimen de terror, mientras los veteranos del ejército ce-
sariano, acuartelados en Campania para la próxima campaña de África, se rebelaban.
César, con la ayuda del rey Bogud de Mauretania y la llegada de refuerzos, logró
superar los desfavorables comienzos de la campaña y se dirigió a Thapsos, donde el
grueso de las fuerzas senatoriales fue masacrado (6 de abril del 46). Sólo quedaba el bas-
tión de Útica, que se prestó a capitular; su defensor, Catón, el "último republicano", prefirió
quitarse la vida. Otros líderes optimates tuvieron también un trágico fin; sólo un reducido
grupo, en el que se encontraban los dos hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, consiguió al-
canzar las costas de Hispania para organizar en la Ulterior los últimos intentos de resis-
tencia.
No era éste el primer contacto que Casio tenía con la Ulterior: años atrás había sido
herido en ella mientras cumplía la magistratura cuestoria a las órdenes de Pompeyo. Para
el autor del bellum alexandrinum, Casio desde entonces odiaba la provincia y ahora, in-
vestido de poder, deseaba vengarse. La mejor manera de llevar a cabo su plan era atraer-
se al ejército, al que colmó de dádivas. Émulo de las hazañas de César, condujo una
campaña contra los lusitanos al norte del Tajo, tomando la plaza de Medobriga, que le va-
lió su aclamación como imperator por la tropa, agradecida con sustanciosas recompensas.
Las ingentes sumas necesarias para conducir tal política iban a proporcionársela los pro-
vinciales, a los que extorsionó de todas las formas posibles, no sólo con exigencias de di-
nero, sino también de hombres, ya que sabemos que aumentó las fuerzas dejadas por
César con una quinta legión y tres mil jinetes.
En la primavera del 48, al recibir órdenes de trasladar las fuerzas que se le habían
encomendado para la campaña de África, Casio se apresuró a reclutar auxiliares y con-
centró el grueso del ejército en Córdoba. Allí tuvo lugar una conspiración urdida por ciu-
dadanos de Italica, que intentaron asesinarle en el foro de la ciudad. Si bien sólo resultó
ligeramente herido, ya se había corrido el rumor de su muerte y, mientras redoblaba sus
odiosas medidas, ávido de dinero y con un buen pretexto para conseguirlo, la noticia de-
sató un motín militar. Las dos antiguas legiones de Varrón con parte de los nuevos reclu-
tados por Casio -la legión V-, eligieron por jefe al italicense Tito Torio y, gritando el nombre
de Pompeyo que habían escrito sobre sus escudos, avanzaron hacia Córdoba. El cuestor
Marco Marcelo consiguió calmarlos y hacerles renunciar a su decisión de proclamarse por
Pompeyo; los amotinados entonces lo eligieron por jefe y le obligaron a marchar contra
Casio y las legiones que le habían permanecido fieles, que no tuvieron otro remedio que
guarecerse tras las murallas de Ulia (Montemayor).
La defección de la Ulterior
La sublevación, sin embargo, había alcanzado ya unas proporciones que el simple
cambio de gobernador no podía sofocar. Los ecos del motín habían llegado a África y los
principales dirigentes del partido senatorial, Escipión y Catón, convencieron a Cneo, el
hijo mayor de Pompeyo, a intentar la aventura de Hispania donde, dada la situación y el
prestigio que entre los indígenas había gozado su padre, no le sería difícil lograr un rápi-
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do éxito. Cneo, convencido, se embarcó en Útica y con un pequeño ejército en el que se
incluían veteranos del ejército de Afranio, puso proa hacia las Baleares, que no tuvo difi-
cultad en conquistar, si se exceptúa la dura resistencia de Ibiza. Su retraso en acercarse
a Hispania a causa de una inoportuna enfermedad no fue obstáculo para que ya las le-
giones de la Ulterior, que antes se habían sublevado contra Casio, volvieran a amotinar-
se al tener noticia de su próxima llegada. Eligiendo por jefes a dos caballeros hispanos,
Tito Escápula y Quinto Apronio, expulsaron al gobernador Trebonio de la provincia y pro-
vocaron el levantamiento de toda la Ulterior.
Al fin llegó Cneo con sus tropas a las costas de Hispania y, tras ganar sin resisten-
cia algunas ciudades, puso sitio a Cartagena. Hacia la ciudad portuaria acudieron los
amotinados, proclamándole imperator, y Cneo pudo comprobar con satisfacción que la
provincia respondía a las esperanzas que la facción senatorial había puesto en ella, al ver
cómo aumentaban sus fuerzas y cómo muchas ciudades le abrían sus puertas. Mien-
tras, en África, como hemos visto, se deshacía el frente senatorial tras el desastre de
Thapsos y los pocos fugitivos que consiguieron escapar de César —el hijo menor de
Pompeyo, Sexto, y los pompeyanos Labieno y Atio Varo— vinieron a unirse al último foco
de resistencia en el que se había convertido la Península. Así el territorio hispano y, en
concreto, la Ulterior se iba a convertir en el último y deseperado escenario de la vieja
pugna entre César y el gobierno optimate.
Esta fuerte clientela militar, sin embargo, no era el único apoyo de los pompeya-
nos en la provincia. La masiva presencia de colonos romano-itálicos había introducido y
desarrollado en una buena parte de la Ulterior -los territorios en donde se asentaban los
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núcleos urbanos más importantes-, estructuras sociales y económicas de carácter roma-
no, aunque con ciertas peculiaridades con respecto a Italia. La pirámide social en estas
ciudades tenía en su cúspide a ciudadanos romanos y elites locales frente a una base
que no estaba, como en Roma, asentada en proletarios urbanos y rurales, también ciu-
dadanos, sino en el poblamiento indígena peregrino, sin derechos políticos ni civiles, su-
jeto a la administración romana. La base económica en que apoyaba su influencia el gru-
po dirigente de las ciudades era la agricultura latifundista, con mano de obra tanto escla-
va como libre indígena, el comercio, restringido fundamentalmente a las ciudades coste-
ras como Gades o Hispalis, y la minería, en manos de particulares o sociedades arrenda-
tarias del estado romano.
Si en un principio y tras Ilerda las ciudades se vieron obligadas a abrir sus puertas
a César, la desafortunada administración de Casio, dirigida contra las fortunas y propie-
dades de los ricos provinciales, las arrastraron al bando anticesariano tan pronto como
volvió a tomar cuerpo entre los veteranos del desaparecido Pompeyo una voluntad de
resistencia.
La campaña de Munda
Y fue sobre todo esa resistencia militar la responsable de que la campaña que
finaliza en Munda fuera la más dura, cruenta y enconada de toda la guerra civil, bellum
ingens ac terribile, como la define Veleyo. En ella, César no iba a actuar como en las an-
teriores, buscando hasta los límites de lo posible la entrega sin derramamientos de san-
gre y dando pruebas de su reconocida clementia; ahora se trata de una guerra de exter-
minio, ya que gran parte de los enemigos eran considerados como bárbaros peregrinos,
con los que no era necesario tener consideración. Y esa crueldad todavía se vería poten-
ciada por la existencia dentro de las ciudades de un partido procesariano, que desenca-
denaría una segunda guerra civil “provincial”, en la que las adhesiones políticas de la po-
blación indígena escondían conflictos sociales largamente incubados. Es fácil compren-
der en consecuencia por qué el discurso de la guerra estaría salpicado de asaltos de
ciudades, incendios, matanzas, represalias contra la población civil, exterminio, en suma,
de romanos y provinciales entre sí. Conocemos los acontecimientos muy bien gracias al
relato de toda la campaña por un testigo presencial desconocido, el autor del bellum his-
paniense, que con su rudo y monótono estilo contribuye aún más a presentar en toda su
crudeza, sin reelaboración literaria y sin la ponderación de una exposición distanciada en
el tiempo, la sucesión de los hechos.
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De acuerdo con su narración, César, al tener noticia de la sublevación de la pro-
vincia, envió por mar desde Cerdeña a sus legados Q. Pedio y Q. Fabio Máximo, que,
impotentes para hacer frente a las tropas pompeyanas, se hicieron fuertes en Obulco
(Porcuna), mientras le hacían llegar peticiones para que se hiciese cargo de la dirección
de la guerra, conscientes de su gravedad. César envió por delante nuevos contingentes
de tropas y, tras las elecciones del 46, a finales de año, se presentó, en una marcha ful-
minante de veintisiete días a lo largo de la costa oriental—la posterior via Augusta—,
desde Roma en Obulco. En pleno invierno decidió inmediatamente comenzar las opera-
ciones. Los pompeyanos habían dividido el grueso de las fuerzas en dos frentes: uno, al
mando de Cneo, el hijo mayor de Pompeyo, sitiaba Ulia, plaza que, como sabemos, ya
durante la sublevación había acogido a las tropas fieles a César; el otro, bajo su hermano
menor, Sexto, defendía la capital de la provincia, Corduba. César contaba con un ejército
disciplinado, entrenado y homogéneo, formado por las legiones de ocupación en Hispa-
nia —las tres de la Ulterior y tres verosímilmente de la Citerior—, otra traída por sus le-
gados de Cerdeña y dos más, veteranas, enviadas delante de él, la VI y la X. Estas le-
giones estaban reforzadas por una excelente caballería auxiliar, en su mayor parte gala,
de 8.000 jinetes.
Enfrente, los pompeyanos sumaban trece legiones. De creer al autor del bellum
hispaniense, sólo cuatro de ellas podían considerarse propiamente como tales: las dos
antiguas legiones de Varrón, una tercera formada con colonos de la provincia y otra más
traída por Afranio de África. El resto, hasta completar el número indicado, habrían estado
compuestas de “fugitivos y auxiliares”. Lógicamente no puede creerse al pie de la letra es-
te origen, que intenta desprestigiar al bando enemigo. Si bien es posible que en su conjun-
to no estuvieran formadas por ciudadanos romanos, al menos debían contar con un ele-
vado número de indígenas romanizados, en gran parte antiguos veteranos de Pompeyo.
El desastre pompeyano obligó a Cneo a huir hacia sus bases navales en Carteia
(el Rocadillo, cerca de Algeciras), donde se embarcó perseguido por el lugarteniente de
César, C. Didio. Cuando Pompeyo se aprovisionaba de agua en un punto de la costa
oriental, su flota fue destruida por el cesariano y hubo de buscar refugio en el interior;
descubierto, fue detenido y asesinado en Lauro: como años antes en Alejandría con su
oponente Pompeyo, César contemplaría ahora en Gades la cabeza cortada de su joven
enemigo.
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De acuerdo con estas directrices, César castigó a ciudades y provinciales que ha-
bían militado en el bando pompeyano con una ingente confiscación de tierras y con la im-
posición de pesadas de cargas fiscales. Pero, más allá de estas medidas represivas, in-
teresan sobre todo las iniciativas de carácter jurídico-social, de alcance transcendental no
sólo para la Ulterior sino para el resto de la Península.
La colonización cesariana
La emigración romano-itálica que durante décadas elegía como punto de destino
las provincias hispanas había sido de carácter estrictamente privado, sin intervención ni
planificación por parte del gobierno central. Tras su victoria sobre los pompeyanos y como
dictador, César trataría de solucionar de forma original los graves problemas que durante
más de un siglo habían conducido a la república al caos social. La crisis había surgido en
última instancia acuciada por un problema agrario y, con soluciones insuficientes, el pro-
blema agrario no dejó de agravarse. Desde el programa de los Graco, que pretendía res-
taurar la pequeña propiedad con reparto de parcelas a campesinos desposeídos, a ex-
pensas de las tierras comunales del Estado (ager publicus), la reforma agraria se había
trasladado al terreno militar para convertirse en una cruda lucha de los caudillos republi-
canos por proporcionar a sus soldados una parcela en Italia, en muchos casos, mediante
confiscaciones de tierras privadas, arrebatadas por la fuerza a sus antiguos propietarios;
una lucha, en suma, generadora de graves tensiones sociales y permanente factor de de
inestabilidad política.
El programa integral de pacificación social diseñado por César debía intentar ante
todo erradicar esa inestabilidad, por lo que no había otra solución que buscar en otros es-
cenarios la falta de parcelas que sufría Italia. Para ello actuó «popularmente», recogiendo
el viejo proyecto de Cayo Graco, yugulado por el senado apenas iniciado, de buscar tie-
rras cultivables fuera de la península itálica. Así, conscientemente, trasladó la coloniza-
ción a las provincias, donde existían una serie de ventajas respecto a Italia: por un lado,
había suficiente ager publicus, por otro, la participación de los provinciales en la guerra
civil daba pretexto para confiscar las tierras de los aliados de los vencidos, pero, sobre to-
do, no exigiría el elevado coste social que hubiera supuesto materializarlo a expensas de
las propiedades del cuerpo ciudadano.
Entre estas provincias, las dos Hispanias ofrecían condiciones óptimas: fértiles tie-
rras, fácil comunicación con Italia, vieja tradición colonizadora y, lo que no deja de ser im-
portante, la guerra civil había tenido en una de ellas, la Ulterior, uno de sus principales es-
cenarios, con lo cual era más necesaria y al propio tiempo más fácil una reorganización de
las tierras, ya que la mayoría de las ciudades habían tomado partido contra César.
Más difícil es precisar qué colonias deben su fundación a César en los límites de la
Ulterior, en el territorio desgajado luego por Augusto para formar la nueva circunscripción
provincial de Lusitania. En esta región existían en época augústea cinco colonias. De
ellas, seguramente fueron cesarianas Norba, la actual Cáceres, que lleva el cognomen de
Caesarina; Metellinum, la antigua fundación de Metelo, ahora elevada al rango de colonia,
y Praesidium Iulium Scallabis (Santarem), a las que añadió Augusto Emerita y Pax Iulia
(Beja). Como ha visto García y Bellido, al tiempo que los nuevos asentamientos propor-
cionaban acomodo civil a los colonos, su carácter de antiguos soldados los convertían en
útil reserva militar, como protección de los territorios al sur del Tajo frente a posibles in-
cursiones de tribus lusitanas, a las que César había combatido años atrás.
Extensión de la municipalización
Esta política de colonización se completó con otra de extensión de derechos de
ciudadanía a núcleos urbanos indígenas, que vieron así elevado su rango jurídico y, en
consecuencia, sus privilegios respecto al resto de las comunidades urbanas de las corres-
pondientes provincias. Hasta César, la política de municipalización, es decir, la concesión
a comunidades urbanas de los derechos de ciudadanía romana, sólo había sido llevada a
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cabo en Italia. Ello había hecho posible la igualación jurídica de la península Itálica y la
superación de graves estados de tensión que habían alcanzado su culmen en la Guerra
Social. Pero ahora que las fronteras del estado romano alcanzaban a todo el Mediterrá-
neo, esta política era, con todo, insuficiente, y de ahí el proyecto de ensanchar la base de
los elementos dirigentes ciudadanos sobre un imperio de súbditos mediante el otorga-
miento del privilegio de municipio romano o su escalón inferior, el derecho latino, a aque-
llos núcleos urbanos provinciales que por sus condiciones pudieran cumplir los presupues-
tos exigidos a las más altas categorías jurídicas ciudadanas. El derecho municipal fue
otorgado, por tanto, a ciudades provinciales no romanas que ya tenían, tras un contacto
largo y continuado con Roma, estilo de vida romano, organización urbana adelantada, una
comunidad con base económica suficiente, ciudadanos romanos entre sus habitantes que
pudieran administrar el nuevo municipio y, sobre todo, unos merecimientos por su lealtad
al estado romano que les hicieran acreedores a este privilegio.
Como en el caso de las colonias, tampoco es posible decidir con certeza qué ciu-
dades deben a César o a Augusto la concesión de la carta municipal. Posiblemente en la
Bética sean cesarianos la mayor parte de los diez municipios que encontramos bajo Au-
gusto, aunque sólo dos de ellos pueden adscribírse con seguridad al dictador, el munici-
pium Augustum Gades (Cádiz) y el municipium Constantia Iulia Osset (Triana). En Lusita-
nia el único municipio romano que registran las estadísticas de Augusto es también segu-
ramente obra de César, municipium Olisippo Felicitas lulia (Lisboa), aunque hay otras tres
ciudades privilegiadas con derecho latino. En cambio, en la Citerior no tenemos constan-
cia de la política municipal de César y seguramente la mayor parte de los trece municipios
romanos y las dieciocho ciudades con derecho latino son obra de Augusto. Entre las cau-
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sas que habían motivado la concesión de privilegios por César estaba, sin duda, la de
premiar la lealtad de las ciudades fieles. Pero la mayor parte de las acciones bélicas se
habían desarrollado en la Ulterior y por ello fue aquí donde se manifestó con mayor clari-
dad esta municipalización cesariana, que Augusto incrementaría, extendiéndola al resto
de la Península.
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IX
HISPANIA EN LA ÓRBITA DE OCTAVIANO.
LAS GUERRAS CÁNTABRO-ASTURES
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El “segundo” triunvirato
El asesinato de de César
No bien llegaron a Roma las noticias de Munda, a mediados de abril del 45, de-
cretos del senado y del pueblo se apresuraron a acumular honores sobre el vencedor:
acciones de gracias a los dioses y festejos en el circo; derecho a utilizar como nombre
personal hereditario el título de imperator y a presentarse en público con las vestiduras
triunfales (corona de laurel y manto de púrpura); concesión del título de “Libertador” por
su victoria sobre los pompeyanos; erección de un palacio en el Quirinal a expensas pú-
blicas, pero, sobre todo, la decisión de incluir su estatua de marfil entre las imágenes de
los dioses en la procesión del circo y a que se le erigieran una estatua con la inscripción
“Al dios invencible” en el templo de Quirino y otra en el Capitolio para ser colocada entre
las imágenes de los reyes y de Bruto. Así surgía en Roma oficialmente el culto imperial,
pero también un creciente malestar que haría madurar la conspiración y el magnicidio.
Fue el primero el que tuvo que enfrentarse a Pompeyo, cuyo ejército había alcan-
zado la exorbitante cifra de siete legiones, sin duda alguna, veteranos pompeyanos, así
como tropas auxiliares de lusitanos y celtíberos e incluso contingentes africanos del ré-
gulo Arbión, hijo de Masinissa. Algunas ciudades se pasaron abiertamente a su bando y
otras fueron conquistadas. Sexto se atrevió a ampliar su campo de operaciones hasta la
costa oriental, intentando tomar Carthago Nova. Precisamente durante esta expedición,
el mismo día en que entró en Baria (Villaricos de Almería), tuvo noticia del asesinato de
César, lo que, según Cicerón, despertó gran júbilo entre la población. Desde la costa re-
gresó a la Ulterior, donde había dejado el grueso del ejército, y al fin tuvo lugar el choque
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directo con Polión. De creer a Dión Casio, el comandante cesariano fue completamente
derrotado, aunque Veleyo le atribuye una «campaña brillantísima». Las noticias de esta
última resistencia pompeyana en la Ulterior son demasiado confusas y ambiguas para
poder establecer el radio de acción de Sexto y las ciudades controladas o aliadas.
De cualquier modo no fueron las armas las que decidieron el fin, esta vez definiti-
vo, de las hostilidades partidarias en la Península, sino los complicados juegos políticos
que el asesinato de Julio César había desatado en Roma. El gobernador de la Citerior,
M. Emilio Lépido, actuó de mediador con los dirigentes de la política romana para que
Sexto depusiera las armas y se reintegrase a la vida pública con garantías de amnistía y
restitución de los bienes paternos. Con la marcha de Sexto a finales del verano del 44
terminaba en Hispania la larga disputa comenzada en el 49 y continuada sin apenas in-
tervalo con increíble tenacidad hasta después de la muerte de César. Y Lépido por sus
buenos oficios conseguía los honores del triunfo.
Cayo Octavio estaba ligado por vía materna a la gens Julia: su abuelo había des-
posado a una hermana de César; era, por consiguiente, sobrino-nieto del dictador. Desde
muy pronto, César había mostrado una fuerte inclinación por el joven Octavio, hasta el
punto de decidir nombrarle hijo adoptivo y heredero. Antonio no supo reaccionar política-
mente ante el nuevo factor y, cuando Octavio le pidió su apoyo, le respondió con una aira-
da negativa. Octavio, para convertirse en heredero de César, necesitaba, ante todo, dinero
y tropas, pero también un contrapeso político a la autoridad de Antonio. Un círculo de po-
derosos consejeros le proporcionó los primeros; el contrapeso político lo encontraría en la
figura de Cicerón.
Se orquestó así una eficaz propaganda contra Antonio entre la plebe y el ejército,
mientras Cicerón lograba, con sus famosas Filípicas, empujar a Antonio a una acción pre-
cipitada y errónea: atacar en Módena a Décimo Bruto, que se negaba a transferirle el
mando de las provincias de las Galias. Antonio partió de Roma con sus tropas, mientras
se cerraba una alianza de Octavio con la mayoría del senado. Se confirió a Octavio el
rango senatorial y, con los dos cónsules, el mando del ejército que salió al encuentro de
Antonio. La llamada guerra de Módena acabó con la victoria de las fuerzas del senado,
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pero los dos cónsules murieron en la lucha. Antonio escapó para buscar en la Galia la
alianza con Lépido.
El senado, bajo la dirección de Cicerón, se sintió ahora fuerte y logró para los ase-
sinos de César, Bruto y Casio, el reconocimiento de sus mandos provinciales en Oriente,
mientras la posición de Octavio se debilitaba. Cuando el senado rechazó, poco después,
su insólita pretensión de ser investido cónsul, el joven y falto de escrúpulos Octavio no tu-
vo reparo en marchar contra Roma al frente de su ejército y forzar su elección (19 de
agosto del 43). Octavio consiguió por ley que se reconociera su adopción, transformándo-
se en Cayo Julio César Octaviano, y que se declarase enemigos públicos a los asesinos
de su padre adoptivo. Generosos repartos de dinero entre soldados y plebe redondearon
las bases con las que el joven César se dispuso a emprender la lucha por el poder.
El triunvirato
Fue Lépido el encargado de mediar entre Octaviano y Antonio en un encuentro
cerca de Bolonia, donde los tres jefes cesarianos decidieron repartirse el poder con el
apoyo de un dudoso recurso legal, que los convertía en "triunviros para la organización de
la república" (tresviri rei publicae constituendae), una híbrida componenda entre dictadura
y pacto tripartito privado. El triunvirato significaba colocar a sus titulares durante cinco
años por encima de todas las magistraturas, así como un reparto de las provincias, con
sus correspondientes legiones. Entre sus objetivos también se incluía la venganza contra
los asesinos de César y el cumplimiento de las exigencias de miles de veteranos, que es-
peraban repartos de tierra en Italia.
Bruto y Casio, mientras tanto, habían logrado concentrar en Tracia, junto a Phi-
lippos, considerables fuerzas, a cuyo encuentro acudieron Antonio y Octaviano. La batalla
acabó con un nuevo desastre para los republicanos; Bruto y Casio se quitaron la vida. Con
la batalla de Philippos desaparecía, en la larga historia de las guerras civiles, el pretexto
de los ideales. A partir de ahora y en los próximos diez años, sólo llevarían nombres per-
sonales: el triunfo sería para quien lograse identificar su nombre con la causa del estado.
Tras la victoria, Antonio y Octaviano acordaron remodelar los objetivos y las provin-
cias a espaldas del tercer triunviro, Lépido. Se decidió que Antonio permaneciera en
Oriente para preparar la proyectada expedición contra los partos, mientras Octaviano re-
gresaría a Italia para hacer realidad los prometidos repartos de tierras a los veteranos. La
tarea de Octaviano era difícil y arriesgada, pero también prometía enormes ventajas. Si
con las expropiaciones corría el riesgo de atraerse el odio de la población de Italia, el
asentamiento de 60.000 veteranos le proporcionaba una plataforma de poder real absolu-
tamente segura.
La guerra civil
Octaviano era ahora, sin discusión, el dueño de Occidente. Y el senado recibió al
nuevo señor a las puertas de Roma, precipitándose en acumular honores sobre el vence-
dor. Con ello terminaba una oscura etapa de su vida, marcada por la frialdad, la violencia y
la falta de escrúpulos, para iniciarse una nueva, como paladín de la pacificación, del orden
y de la preocupación por el bienestar social: miles de esclavos fueron restituidos a sus
dueños; el mar quedó libre de piratas y se inició en Roma una ambiciosa política de cons-
trucciones públicas, como eficaz elemento de propaganda.
Por su parte Antonio, tras Philippos, había recibido el encargo de regular las cues-
tiones de Oriente, lo que suponía tomar provisiones con respecto a los estados clientes de
Roma. Egipto era uno de ellos, y su reina, Cleopatra, fue convocada a Tarsos (Cilicia), en
el 41, para entrevistarse con el triunviro. El encuentro de Cleopatra y Antonio fue el co-
mienzo de una relación, que, más allá de su vertiente sentimental, significaba ventajas
reales para ambos: dinero y provisiones para Antonio; la poderosa influencia del triunviro,
como protector de Egipto, para Cleopatra. Pero el matrimonio de Antonio con la reina
egipcia tensó al máximo las relaciones con Octaviano hasta el límite del enfrentamiento
directo.
Antonio, tras una fracasada campaña contra los partos, repudió a su mujer, Octavia,
la hermana de su colega, y se concentró en el gobierno de Oriente, con Egipto como nú-
cleo y fundamento de un edificio político nuevo, en el que se contemplaba la distribución
de los dominios romanos e incluso no romanos de Oriente entre la reina Cleopatra y sus
hijos. Antonio, en la nueva jerarquía de poderes, mantenía un doble papel equívoco: como
magistrado, representaba los intereses romanos en Oriente; como esposo de la reina de
Egipto, asumía el carácter de soberano helenístico divinizado.
El sistema contenía puntos débiles suficientes para ser convertido por Octa-
viano y su camarilla en objeto de una gigantesca campaña de propaganda con un único
objetivo: eliminar a Antonio. Los ataques contra Antonio generaron en Roma un ambiente
de guerra civil, que Octaviano trató de convertir en cruzada nacional. Para ello necesitaba
dos requisitos: en primer lugar, convencer a la opinión pública romana, conservadora y
nacionalista, de que el enemigo no era romano, sino extranjero; a continuación, concentrar
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en su propia persona la autoridad moral de la lucha. Antonio fue convertido en instrumen-
to en manos de una reina extranjera, la “egipcia” enemiga de Roma, cúmulo de vicios y
perversiones, que utilizaba la debilidad de un romano para destruir el Estado; la guerra,
así, no sería de romanos contra romanos, sino una cruzada de liberación nacional.
Mientras se dirimía entre traiciones y guerras el destino del imperio, las provincias
de Hispania, que tan intensamente habían sufrido los avatares de la lucha por el poder
entre César y Pompeyo, muy alejadas de los nuevos escenarios bélicos, permanecieron
en gran medida al margen de los dramáticos acontecimientos que tienen su culminación
en Accio.
El gobierno de Lépido
Tras la marcha de Sexto, en el 44, todavía continuó Hispania bajo el mando de
Polión y Lépido. El papel del antiguo lugarteniente del dictador sería fundamental en los
acuerdos que darían vida al triunvirato. Entre Octaviano y Antonio, enfrentados por ren-
cores y suspicacias, Lépido actuó de necesario mediador en un encuentro en Bolonia, en
el que los tres jefes cesarianos se repartieron el poder. Su base real estaba en las legio-
nes y, por ello, en los acuerdos, se procedió a una distribución de las provincias, donde
estaban estacionadas las fuerzas militares. Antonio -todavía el más fuerte- fue el más
beneficiado, al recibir la Galia Cisalpina y la Comata con el control fáctico sobre Italia. A
Lépido, por su parte, le fueron confiadas la Narbonense y las Hispanias; Octaviano hubo
de contentarse coon los encargos más nominales que reales de África, Sicilia y Cerde-
ña.
Las provincias hispanas serían utilizadas en los difíciles equilibrios de poder sub-
siguientes al apartamiento de Lépido, cuando Octaviano y Antonio quedaron solos frente
a frente. El mencionado hermano de Marco Antonio, Lucio, aprovechó los problemas que
planteaban los asentamientos de veteranos en Italia para poner a Octaviano en una
comprometida situación, que condujo al borde de la guerra civil. Tras distintos avatares,
Lucio se vio encerrado en la ciudad de Perugia por las tropas de Octaviano y hubo de
capitular (“guerra de Perugia”, febrero del 40). Pero Octaviano no pudo aprovecharse de
la victoria. Necesitaba aún a su colega y, por más que le repugnase, hubo de aceptar las
excusas de Lucio e incluso concederle el gobierno de Hispania, es cierto que con un ca-
rácter puramente honorífico. Fueron legados de Octaviano los responsables efectivos de
las provincias hispanas: uno de ellos, Sexto Peduceo; el otro, quizás, L. Cornelio Balbo
el Menor, sobrino del fiel colaborador de César. Balbo había sido cuestor en la Ulterior
en los años 44 y 43 durante el proconsulado de Asinio Polión. Y entre los años 41 y 37,
seguramente en el 40, recibió la Hispania Ulterior como legado propretor de Octaviano.
Así parecen atestiguarlo monedas con la leyenda BALBVS PRO.PR. acuñadas en la pro-
vincia entre el 41 y el 38 a.C.
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Precisamente en el año 38 a.C. comienza una aera consularis o hispana, abun-
dantemente utilizada en inscripciones del noroeste peninsular como fórmula de datación.
Si bien sabemos que las eras provinciales tomaban como punto de partida el año en que
los correspondientes territorios quedaban constituidos como provincia -así, Macedonia
en el 146 a.C. o Egipto en el año 30 a.C.- desconocemos en absoluto las razones que
impulsaron a considerar este año como el primero de un ciclo que todavía seguía utili-
zándose en el siglo III.
Por estos años, Sexto Pompeyo, en abierta hostilidad contra Octaviano, hacía
uso de su fuerza naval desde su feudo de Sicilia para atemorizar las costas de Italia y
hacer sentir el hambre en Roma. Tras dos años de dominio sobre el Tirreno, la escuadra
de Octaviano, al mando de Agripa, como se ha dicho, consiguió poner fin a la pesadilla,
en el 36 a.C. Merece la pena mencionar los contingentes de soldados hispanos con los
que Sexto contaba en Sicilia. Hispania, antes como ahora, seguía siendo una importante
fuente de aprovisionamiento de auxiliares para los ejércitos romanos, como testimonia
también el gran número de jinetes iberos enrolados por Marco Antonio para la desgra-
ciada campaña en Armenia, iniciada en el 36 a.C.
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Geopolítica del borde cantábrico peninsular
Si el noroeste costero peninsular desde hacía tiempo había sido explorado y, hasta
cierto punto, sometido, en una progresión irregular iniciada en la segunda mitad del siglo
II a.C. con la expedición de Bruto, el extenso territorio que se extiende entre el Océano y
la cordillera cantábrica, en cambio, permaneció durante mucho tiempo casi completamen-
te al margen del ámbito de intereses romano. Tan es así que las primeras noticias que de
este ámbito espacial nos llegan son extraordinariamente imprecisas. Al parecer, en un
principio, el área cantábrica fue etiquetada como Cantabria, otorgando al término un espa-
cio mucho más extenso que el que propiamente le correspondía. Bajo el término se inte-
graría desde el país de los ártabros en el occidente a los vascones en el oriente, incluidos
otros pueblos que sólo aparecen cuando el contacto directo ofrece un mejor conocimiento,
como astures y várdulos, caristios y autrigones. Las fuentes literarias y, sobre todo, la ar-
queología, irán delimitando con mayor precisión el étnico, en el que es preciso distinguir,
lo mismo que en Asturia, dos ámbitos geoculturales distintos: una Cantabria transmontana
septentrional y otra cismontana meridional, separadas por la cordillera y los valles inter-
medios entre la montaña y la costa. La segunda, mucho más densamente poblada y rela-
cionada con los pueblos de la Meseta e incluso del valle del Ebro, será el objeto preferen-
te de la conquista y posterior romanización. Su población surge como consecuencia de la
expansión y desplazamiento de los pueblos celtas, con típicos asentamientos en castros.
Pero el mestizaje de etnias y corrientes culturales permite también distinguir a unos cán-
tabros occidentales de la serranía palentino-santanderino-burgalesa, de los orientales de
la Sierra de Cantabria (Álava) y del Monte Cantabria, en la margen izquierda del Ebro,
frente a Logroño.
Grupos de cántabros, por otra parte, aparecen en varias ocasiones en relación con
sus vecinos orientales, tanto del interior como del otro lado de los Pirineos, Se trata, sin
duda, de cántabros orientales. Así, en la guerra sertoriana, durante el asedio de la vasco-
na Calagurris, habrían defendido la ciudad de los ataques del pompeyano Afranio. Du-
rante la conquista de las Galias, en el verano del 56 a.C. , el legado de César, Licinio Cra-
so, hijo del triunviro, hubo de combatir a los aquitanos, que pidieron ayuda a las comuni-
dades indígenas vecinas, entre ellas a los cántabros. Como otros pueblos periféricos del
ámbito de dominio romano, sobre los que no existía un interés directo de sometimiento, su
capacidad bélica y, po consiguiente, su eventual utilización como mercenarios, los hizo
objeto de atención. Así, en los inicios de la guerra civil, durante la campaña de Ilerda, el
mismo Afranio que antes había luchado contra los cántabros en Calagurris, reclutó tropas
auxiliares entre los celtíberos, cántabros y “bárbaros que vivían próximos al mar.”
Los astures entran todavía más tarde en el horizonte romano, hasta el punto de
que, en el momento de iniciarse la guerra de sometimiento, el término Asturia al parecer
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estaba circunscrito a la comarca situada al sur de la fosa del Bierzo, coincidiendo con el
actual macizo galaico-leonés y la llanura que forma su borde oriental. Sólo finalizada la
guerra, a partir del 19 a.C., el término se extendió desde el Océano hasta el Duero, entre
cántabros y vacceos al occidente y galaicos al oriente.
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Sin duda, la hipotesis más verosímil es la voluntad de un efectivo sometimiento en
el marco general de pacificación del ámbito provincial. Pero, como siempre, el hipócrita
concepto del bellum iustum enmascararía esta voluntad de dominio con pretextos que hi-
cieran de los atacados los propulsores de la guerra y para ello, una vez más, se acudió a
las manoseadas explicaciones de las incursiones sobe territorio provincial pacificado, que
luego obedientemente los historiadores han recogido en sus descripciones sobre la gue-
rra.
Pero hay factores que matizan esta voluntad de sometimiento y entre ellos el fun-
damental es el factor personal del recientemente consagrado como Augusto, en el marco
de la política romana.
Con la prudencia a que obliga la escasez de datos, pero también con el apoyo de
las circunstancias políticas en el contexto general del imperio, la conquista del norte pe-
ninsular, cuyo punto decisivo, sin duda, lo constituye la guerra cántabro-ástur, se inscribe
en un marco más amplio y trascendente que el de simples campañas coloniales, justifica-
das con etiquetas estereotipadas. Y este marco no es otro que el de una política exterior,
consciente y sistemáticamente emprendida, de sometimiento. No se trata tanto de res-
ponder a ataques de pueblos exteriores a las fronteras de dominio romano, sino de un
plan madurado de conquista. Toma así pleno sentido el dato de Dión mencionado, como
inicio de una campaña, que, sin embargo, sería más larga y costosa de la, sin duda, pre-
vista, y también con un frente más extenso que el simple cántabro-astur.
Las campañas de Estatilio Tauro, Calvisio Sabino y Sexto Apuleyo (29-27 a.C.)
Así pues, de acuerdo con Dión, la campaña comenzó el año 29 a. C., dirigida por
Estatilio Tauro, legado de Augusto. Desgraciadamente, las fuentes literarias son muy poco
explícitas, por lo que hay que recurrir a la toponimia, la epigrafía y la arqueología para su
reconstrucción, siempre hipotética.
La campaña tendió sin duda a organizar el ataque contra la zona de los vacceos,
cuyo control era imprescindible para avanzar hacia el norte, y su escenario, el extenso te-
rritorio entre Duero y Pisuerga. La operación partiría de Albocela (Toro), la ciudad más
fuerte del Duero medio y cabeza de puente que facilitaba las comunicaciones con la Tierra
de Campos. La línea de operaciones inicial debió de descansar en el río y tener como
campamento algún lugar inmediato a la ciudad, que terminaría por absorber posteriormen-
te a la población.
Afianzada esta cabeza de puente, las operaciones debieron comprender todo el va-
lle bajo del Pisuerga, desde Simancas a Pallantia, con lo que quedaba expedita la vía ha-
cia el valle alto del río, por donde se operaría en años sucesivos. El sometimiento de la
Tierra de Campos, de la que Intercatia constituía el centro principal, no debió ser difícil,
ya que el tránsito permite en todas direcciones las marchas del ejército y sus retiradas a
posiciones definidas. Con ello, las armas romanas quedaban en la inmediata vecindad de
un extenso territorio, aún en parte inexplorado, extendido incluso más allá de las fronte-
ras de cántabros y astures, frente a tribus de características primitivas y belicosas y ante
una intrincada geografía que dificultaba las operaciones, no exentas de desastres milita-
res, si se tiene en cuenta la alusión de las Res Gestae, el testamento político de Augusto,
a una recuperación en Hispania por el propio princeps de varias insignias militares perdi-
das por sus jefes.
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A Estatilio Tauro le sucedió en el mando Calvisio Sabino. Sus campañas, en el año
28, lo mismo que las de su sucesor Sexto Apuleyo, en el 27, no han dejado testimonio en
las fuentes, si no es en los escuetos triunfos ex Hispania, que permiten suponer su ca-
rácter victorioso. Pero sería vano intentar una precisión en los objetivos, que sólo pode-
mos imaginar comprendidos dentro del amplio espacio por el que luego se extendería la
guerra, a la que el propio Augusto daría un giro imprevisto con su soprendente decisión de
tomar el mando personal de las operaciones.
La victoria sobre Antonio hizo de Octaviano el dueño indiscutible del estado. Pero el
poder real concentrado en sus manos no podía ser a la larga más que el fundamento de
un régimen autoritario, basado en las relaciones de fuerza. La única salida era la creación
de un nuevo ordenamiento que lograse sistematizar en términos jurídico-constitucionales
la situación de hecho. Esta sería la obra que con infinitas precauciones y prudencia -tanta
como audacia había derrochado en la lucha por el poder- edificaría a lo largo de su dila-
tada existencia Octaviano, dando vida así a uno de los edificios políticos más duraderos
de la Historia: el imperio romano.
Las bases legales de Octaviano, en el año 31, eran insuficientes para el ejercicio de
un poder a largo plazo, y podían considerarse más morales que jurídicas: el juramento de
Italia y de las provincias occidentales, los poderes tribunicios y la investidura regular, des-
de este año, del consulado. La ingente cantidad de honores, concedidos al vencedor, tras
la batalla de Accio, no eran suficientes para fundamentar este poder con bases firmes. En-
tre ellos, destaca el título de imperator, justificado en las aclamaciones de sus soldados
por sus victorias militares, que convirtió en parte integrante de su nombre personal.
La campaña de Augusto
La bibliografia sobre las guerras de Augusto en Hispania es mas abundante que
satisfactoria. Sin otros elementos que unos cuantos textos literarios -los epitomistas Floro
y Orosio, por un lado; el historiador de época severiana Dión Casio, por otro- , se suce-
den interpretaciones y rectificaciones de la estrategia de la guerra, que dificilmente, sin el
apoyo de datos arqueológicos, hoy por hoy escasos, pueden superar el valor de simples
hipótesis, en gran parte gratuitas. Por otro lado, hay que tener en cuenta que estos tex-
tos literarios son muy posteriores a las guerras y responden además a dos corrientes his-
toriográficas distintas. La armonización entre ambas, necesaria pero en cierto sentido
forzada, se agrava por el hecho de que las narraciones muy próximas de Floro y Orosio,
con abundantes noticias, apenas ofrecen datos cronológicos y, en consecuencia, es difícil
situarlas en su secuencia temporal. En cambio Dión Casio, que proporciona poca informa-
ción, manifiesta cierta preocupación por la cronología. Por otra parte, está el problema de
la armonización de la toponimia uitilizada y de su identificación con lugares geográficos
concretos. No parece oportuno insistir en los matices diferenciadores de las distintas hi-
pótesis, acumuladas una sobre otra ad nauseam. Los puntos esenciales, en cualquier ca-
so, parecen suficientemente claros.
Quebaba asi bosquejada la división del territorio astur en dos zonas que, más tar-
de, recibirán con su carta de naturaleza legal una denominación propia: la Asturia augus-
tana, en la llanura, y la transmontana, mas allá de la cordillera. Esta división, claramente
dibujada por la propia geografía, sin duda estaba subrayada por diferencias de organiza-
ción política y social, en el caso de la Asturia augustana, desarrollada en torno a ciertos
centros y bien distinta de la organización de cántabros y transmontani, mucho mas disper-
sos y diseminados en sus montañas. Esta diferente organización entre los pueblos que
vivían esencialmente en las zonas montañosas y los establecidos en la llanura en torno a
los valles fluviales, al sur de a cordillera cántabro-astur, habia de traducirse también en
una distinta actitud ante la ocupación, que, a despecho de lazos que ligaban a diferentes
agrupaciones suprafamiliares de los astures entre sí —las gentilitates —, impidieron la
formación de un frente unido contra los romanos. La posterior Asturia augustana, al norte
de la Meseta, vecina de los vacceos, no tenia ni posibilidad ni probablemente interés en
una resistencia a ultranza, tanto por su mayor exposición a las intervenciones del ejército
romano, como por una desconfianza cuando no temor a la actitud de sus congéneres de
la montaña, nacida de diferentes regímenes económicos. Nada impide suponer que las
depredaciones de los astures de la montaña, esgrimidas por los romanos como causa de
la guerra, tuvieran como objetivo también los centros agrícolas de la llanura astur. Y si se
acepta esta suposición, queda clarificado en gran parte el episodio más extenso de las
operaciones, que tiene como escenario precisamente la llanura de Astorga-León-Bena-
vente. Veámoslo en los relatos de Floro y Orosio:
FLORO, 2, 33, 54 ss.: Por este mismo tiempo los astures habían descendido
con un gran ejército de sus nevados montes. Y no parecía que los bárbaros hubie-
ran decidido su ataque a la ligera porque, asentados en sus campamentos junto al
río Astura y dividido su ejército en tres partes, decidieron lanzarse al mismo tiem-
po contra tres campamentos romanos. El combate hubiera sido de resultado du-
doso, y ojala que con pérdidas para ambas partes, debido a haberse presentado
con tantas fuerzas, tan de improviso y con tal premeditación, si no hubiera sido
por la traición de los brigecinos, por quienes advertido Carisio pudo acudir con su
ejército. El desbaratar este plan ya se considero una victoria, aunque así y todo no
fue una batalla sin sangre. La poderosa ciudad de Lancia recibio a los restos del
ejército huido y alli se luchó con tal encarnizamiento que, una vez tomada la ciu-
dad, se pedía su incendio, cosa que el general a duras penas pudo impedir, pi-
diendo gracia para la ciudad mediante el razonamiento de que podía ser mejor
monumento de la victoria romana quedando en pie que incendiada.
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OROSIO, adv. pag. 6, 21, 9-10: Por su parte los astures, levantados sus
campamentos junto al rio Astura, hubieran abatido a los romanos con sus grandes
proyectos y fuerzas si no hubiesen sido traicionados y descubiertos. Dispuestos a
irrumpir de improviso contra tres legados que con sus legiones estaban estableci-
dos en tres campamentos, divididos en tres ejércitos semejantes en efectivos, fue-
ron descubiertos por la traición de los suyos. Después, cogidos de improviso, fue-
ron derrotados por Carisio, aunque no con pequeñas pérdidas para los romanos.
Parte de ellos, que escaparon de la batalla, se refugiaron en Lancia. Rodeada la
ciudad y dispuestos los soldados a entregarla a las llamas, el general Carisio pidió
a los suyos que desistiesen del incendio y obligó a los bárbaros a entregarse por
su propia voluntad. La razón es que trataba con empeño de mantenerla íntegra e
incólume como testigo de su victoria.
Frente a los astures que bajan de sus "nevados montes" para atacar por sorpresa
los tres campamentos romanos, instalándose a orillas del rio Astura — sin duda el Esla —
, los pueblos de la llanura no hacen causa común con ellos; mas aún, uno de estos pue-
blos, los brigaecini, de la región de Benavente, son precisamente quienes avisan al legado
P. Carisio, que de este modo puede a su vez sorprenderlos, obligándoles a refugiarse en
la ciudad de Lancia, al sur de León, en Villasabariegos , según las fuentes, la ciudad mas
fuerte de los astures, aunque enclavada no en las alturas, sino en la Meseta.
Aunque para finales del 25 los romanos habían explorado todo el noroeste peninsu-
lar y establecido puntos fuertes para supervisar la zona, el sometimiento no podía consi-
derarse definitivo. Todavía, entre el 24 y el 19 las rebeliones frecuentes y peligrosas
mantuvieron el estado de guerra. Asi, en el 24 a.C., sabemos que L. Elio Lamia, el nuevo
legado de la Citerior, tuvo que enfrentarse a un levantamiento de los cántabros, reprimido
con extrema crueldad: incendio y saqueo de sus campos y aldeas y mutilación de las
manos a los indígenas capturados. Según Dión, el pretexto esgrimido fue vengar el ase-
sinato de los soldados enviados por Lamia para hacerse cargo de las cantidades de trigo
que los indígenas habían pactado entregar a Roma.
La reorganización de Hispania
La celebración de la victoria
La significación política que Augusto quiso dar a la guerra en Hispania tenía por
fuerza que plasmarse en numerosos reflejos materiales. El más obvio, la moneda. Cono-
cemos abundante numerario de P. Carisio con la efigie de Augusto y reversos que repro-
ducen el escudo pequeño redondo céltico, caetra, en ocasiones acompañado de la es-
pada ibérica curva o falcata, puñal y dardos. Armas hispanas aparecen también en los re-
lieves del monumento de Porta Flaminia. Pero la exaltación de la victoria augústea y el
simbolismo del total sometimiento de la Península es sobre todo manifiesto en los trofeos
de Saint-Bertrand-de-Comminges, donde Hispania aparece representada como una figura
femenina, acompañada de un prisionero encadenado, o en la propia coraza del Augusto
de Primaporta, en la que Hispania y la Galia flanquean la escena de la devolución de en-
señas por los partos. También, la erección de altares dedicados a Augusto en distintos
puntos del territorio recientemente sometido contribuía a esta exaltación de la victoria y de
su supuesto artífice. Tres de estos altares, las llamadas Arae Sestianae, fueron erigidas
por L. Sestio Quirinal, el sucesor de Carisio en la dirección de la guerra, -mencionado en
el Bronce de Bembibre como responsable de la provincia Transduriana, es decir, de los
territorios al norte del Duero-, en el territorio pacificado de la Gallaecia, al oeste del territo-
rio astur combatido. Poco más tarde, cuando también quedó pacificado el espacio astur,
se erigió el ara Augusta , que conocemos por la Tabula Lougeiorum del año 1 d.C. Estos
monumentos conmemorativos se constituyeron en polos de atracción para la población
indígena y, en consecuencia, en una primera instancia de romanización.
El emperador César Augusto, hijo del divino César, durante su novena po-
testad tribunicia y proconsulado expone: supe por todos mis legados que estuvie-
ron en la provincia Transduriana que los habitantes del castro de Paemeióbriga,
de la gens de los susarros, se mantuvieron fieles mientras los demás se rebela-
ban. Por ello mando que se les conceda a todos ellos inmunidad fiscal a perpetui-
dad así como la posesión, sin controvesia jurídica, de los campos que ocupaban
cuando mi legado Lucio Sestio Quirinal se hizo cargo de esa provincia. Mando
asimismo que los habitantes del castro de Aiiobrigiaecium, pertenecientes a la
gens de los gigurros, puesto que así lo quiere esta comunidad,ocupen el lugar de
los habitantes del castro de Paemeióbriga, de la gens de los susarros, a los que
antes concedí esa inmunidad, y que participen con los susarros en el cumpli-
miento de todas las cargas fiscales a las que están obligados. Decretado en
Narbona los días 16 y 15 antes de las calendas de marzo, en el consulado de
Marco Druso Libón y Lucio Calpurnio Pisón (14 y 15 de febrero del 15 a.C.).
Los inconvenientes de esta doble adscripción eran manifiestos y chocaban con las
propias necesidades estratégicas, puesto que, al obligar a disociar las fuerzas militares
de ocupación y, por consiguiente, el mando, impedían una supervisión militar unitaria de la
cordillera cántabro-astur. Y, por ello, en una fecha no establecida con exactitud, que se
supone entre el 16 y el 13 a. C., se produjo una rectificación de fronteras para incluir Ca-
llaecia y Asturia en la provincia Citerior, al tiempo que se reducían los efectivos militares
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de ocupación a tres legiones, que, de este modo, quedaban bajo el mando del gobierno
de Tarraco .
Parece lo más sensato considerar que, aun cuando Augusto introdujera en el no-
roeste los nuevos mecanismos políticos que pretendían implantar el modelo cultural de
Roma, éstos -y en concreto el conventus- requerirían un período de tiempo para cristalizar
de forma efectiva.
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dentes de la Meseta, que introducirían en el norte una tardía celtización o celtorromaniza-
ción, comprobable por la arqueología.
Pero la conquista sobre todo afectó al marco del poblamiento: destrucción de nú-
cleos de asentamiento, traslados masivos de población e imposición de nuevos agrupa-
mientos son sus más evidentes muestras, que tradición literaria antigua y arqueología re-
frendan. Se trataba del primer corolario de la conquista, previo a la pacificación. La guerra
se había alargado en parte -lo sabemos positivamente de los cántabros- por la dificultad
de someter a una población dispersa y apoyada en una agreste orografía, que, una vez
vencida, se reagrupaba para seguir combatiendo. Si la destrucción de los grandes centros
de agrupamiento, como Lancia o Aracillum, se incluía entre los avatares esperados de una
guerra de sometimiento, catastróficos a corto plazo, pero siempre subsanables con el
tiempo, las medidas de traslados de población y nuevos agrupamientos en lugares más
fácilmente accesibles eran el mejor modo de que podía disponer el gobierno romano para
evitar las tentaciones de rebelión de los indígenas y ponerlos bajo control del ejército de
ocupación, y significaba una intervención decisiva en la transformación del poblamiento.
Dos fueron fundamentalmente los medios utilizados en esta política, que las fuen-
tes literarias documentan. El primero apenas significaba otra cosa que la medida represiva
elemental de limpiar las alturas de los castros de población y obligar a habitar en la llanu-
ra. El expediente fue practicado de Augusto a Agripa sobre cántabros y astures. Así, se-
gún Floro, el propio Augusto obligó a los cántabros a bajar de los montes. Agripa, por su
parte, después de exterminar a todos los enemigos cántabros de edad militar, en frase de
Dión, "quitó a los restantes las armas y les obligó a bajar de los montes a la llanura".
Aunque esta política de premios y castigos según la fidelidad mostrada no fue in-
frecuente, las directrices de pacificación inmediatas a la conquista se apoyaron más en
otras instancias, en las que el ejército ocupó un papel determinante. Fueron éstas funda-
mentalmente la ocupación militar del país y la creación de un número limitado de centros
urbanos como soporte de la precaria administración y apoyo a la presencia de vigilancia y
supervisión del ejército. El expediente era tanto más necesario cuanto que la abundancia
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de habitats no se correspondía con el desarrollo urbano, inexistente. Así, los primeros re-
sultados de la conquista en cuanto a poblamiento fueron la creación de ciudades con mar-
cado carácter militar y de nueva planta, aprovechando en la medida de lo posible los cam-
pamentos de las campañas de conquista. Sin duda, fue el fenómeno urbano una de las
primeras transformaciones fundamentales impuestas por Roma en el noroeste, en las que
el ejército jugó un papel primordial. No hay que hacerse, sin embargo, ilusiones en cuanto
a esta extensión del urbanismo y arraigo entre la población indígena. Durante mucho
tiempo, estos núcleos permanecieron aislados o marginales, con una relación más estre-
cha con los vecinos acuartelamientos militares que con el entorno indígena tradicional y,
por ello, poco operantes en la transformación de ideas y estructuras.
En Cantabria conocemos con seguridad dos: Segisama Iulia y Iuliobriga, a los que
podrían añadirse con reservas Pisoraca y quizás Octaviolca y el Portus Victoria Iuliobri-
gensium, ambos sin localización segura y problemáticos en su interpretación. Segisama
Iulia no ofrece duda respecto a su origen campamental. Floro y Orosio relatan cómo Au-
gusto estableció en la campaña cántabra del 26 sus campamentos en o junto a Segisama,
Sasamón, en el occidente de la provincia de Burgos, extremos confirmados por la arqueo-
logía.
Por último, el centro de Pisoraca, Herrera de Pisuerga, descubre una oscura pero
cierta relación militar con la primera época de ocupación de la región cantábrica, en espe-
cial, abundante cerámica romana, firmada por el figlinarius de la legio IV Macedonica.
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Pero no era tanto la voluntad de concentrar la población el fin perseguido con la
fundación de estos centros urbanos, como la necesidad de crear unas mínimas infraes-
tructuras que permitieran aprobar la obra de pacificación y, sobre todo, de explotación del
territorio. Lo prueba, por un lado, la permanencia de los castros tradicionales, pero, sobre
todo, la ubicación estratégica de los nuevos centros, prácticamente equidistantes para
conseguir la cobertura de toda el área del nuevo territorio conquistado. Son éstos, Asturi-
ca, Bracara y Lucus, los tres con el sobrenombre de Augusta, levantados en lugares don-
de no parece haber traza de asentamientos anteriores, y destinados a convertirse en capi-
tales de los tres conventus del noroeste, donde los legados jurídicos, sobre una población
plenamente pacificada, pudieron desarrollar tareas cotidianas de administración de justicia
en el marco de una administración regularizada.
BIBLIOGRAFÍA
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