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JOSÉ MANUEL ROLDÁN HERVÁS

CITERIOR Y ULTERIOR
LAS PROVINCIAS ROMANAS DE HISPANIA EN LA ERA REPUBLICANA

Madrid
Istmo
2000

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PRÓLOGO
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El desembarco de Cneo Cornelio Escipión en el puerto de Ampurias en el año 218


a.C. inicia en la península Ibérica el comienzo de un largo proceso de conquista que sólo
se cerrará dos siglos después, en el 19 a.C., con el definitivo sometimiento al estado ro-
mano de los últimos pueblos indígenas independientes.

Durante mucho tiempo, la atribución a un supuesto espíritu de independencia na-


cional de la resistencia que prolonga esta conquista por espacio de doscientos años ha
constituido uno de los tópicos más queridos de nuestra historia antigua. Pero, incluso sin
estos tintes nacionalistas, la larga extensión temporal del proceso de sometimiento al es-
tado romano se ha explicado en general por razones que emanan del propio escenario de
la lucha. La Península ha sido convertida así en una unidad geopolítica, que permitía dar
al término “conquista” el carácter de una acción consciente e ininterrumpida, fruto de unos
objetivos concretos, perseguidos conscientemente en el tiempo hasta la consecuencia ló-
gica del total sometimiento al poder romano.

El evidente anacronismo de esta concepción, mediatizada por la reducción en el


prisma del tiempo de un proceso largo y complejo, todavía se refuerza por la contempla-
ción estática y uniforme del sujeto conquistador, etiquetado con la fórmula simplista de
“estado romano”, que se convierte así, a su vez, en abstracto ideal, con un espíritu propio,
capaz de conducir a término una empresa más allá del tiempo y de la propia Historia.

Afortunadamente, este “hispanocentrismo”, sometido a crítica, ha recuperado en


gran parte su simple carácter de espacio geográfico, sin unidad ni cohesión inmanentes;
pero, en cambio y por lo que respecta a los análisis y descripciones de la conquista roma-
na desde el propio marco espacial de la península Ibérica, la atención preferente al desa-
rrollo de los acontecimientos que tienen lugar en su territorio, ha contribuido a mantener
difuminado el carácter del estado conquistador en cada momento concreto, y, con él, de
las causas de la conquista: en suma, del proceso histórico que convierte la península Ibé-
rica en Hispania romana.

Para comprender en toda su rica variedad de matices este proceso es necesario


encuadrarlo en el contexto del sujeto activo que lo desarrolla y, en consecuencia, sacar
fuera de su estricto marco espacial la serie de acontecimientos que tienen como escenario
Hispania entre el 218 y el 19 a.C., y proyectarlos en el superior y más extenso de la políti-
ca exterior del estado romano de esta misma época.

Es ese estado la república romana, en sus dos últimos siglos de existencia. Un es-
tado dinámico, sujeto-objeto de transformaciones, que inciden tanto en su carácter interno
como en su proyección exterior, en el marco de la política internacional. Por lo que respec-
ta al primero, el espacio temporal en el que se extiende la conquista de Hispania es para-
lelo al proceso de transformación de un régimen aristocrático en una extremada oligar-
quía, cuyas contradicciones propician, después de un largo período de enfrentamientos
civiles, la instauración de un sistema autoritario personal, el llamado “Principado” de Au-
gusto. Y por lo que respecta a la política exterior, el estado romano, que a comienzos del
período se enfrenta precisamente en Hispania a Cartago, la otra gran potencia del Medite-
rráneo occidental, inicia como consecuencia de su victoria sobre el estado púnico una
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confusa pero progresiva política imperialista, que termina convirtiéndolo en un imperio uni-
versal.

La concatenación inseparable de ambos aspectos y su mutua incidencia en el tejido


socio-económico del estado romano y de su imperio -en el que se incluyen, por supuesto,
tanto los espacios de la península Ibérica sometidos a dominación como los susceptibles
de sometimiento- ayudan a comprender la extraordinaria riqueza y complejidad de cues-
tiones que el tema de la conquista de Hispania plantea.

Porque además esta conquista corre paralela a un proceso de integración de las


comunidades indígenas en el estado romano, que comúnmente se etiqueta con el contro-
vertido término de “romanización”.

Afortunadamente se han abandonado para siempre los postulados de nuestra histo-


ria tradicional que, anclada en las corrientes del pensamiento positivista decimonónico,
dividía el largo período de la presencia romana en Hispania en dos fases tajantemente
distintas: desde el desembarco de Escipión en Ampurias, en el 218 a.C., a la victoria sobre
cántabros y astures, en el 19 a.C., se extendía la conquista; de ahí en adelante, la roma-
nización.

El primer período se explicaba fundamentalmente a través de guerras continuas


contra los indígenas, cuya consecuencia habría sido la progresiva inclusión del territorio
peninsular en el horizonte romano; el segundo, donde los acontecimientos de historia fác-
tica apenas podían cubrir un par de páginas, se dirigía a considerar los frutos de una pre-
tendida política cultural altruista de la potencia dominadora sobre los pueblos indígenas.

La primera parte, según esta concepción, contemplaba la épica resistencia de un


pueblo amante de su libertad, personificado en nombres como los de Indíbil, Mandonio,
Viriato o Numancia; la segunda era la historia de vías, puentes, acueductos y ciudades, de
eminentes “españoles” como Séneca, Lucano, Marcial, Trajano, Adriano o Teodosio, de
procesos de integración jurídica, como el de la progresiva municipalización de los núcleos
urbanos peninsulares. En el fondo de estas explicaciones se escondían conceptos que
consideraban el colonialismo, disfrazado bajo la capa de evangelización y de acción civili-
zadora, como uno de los timbres de gloria más evidentes de nuestra Historia.

La puesta en entredicho de estos ideales nacionalistas y colonialistas ha influido en


una consideración del tema con puntos de vista menos dispuestos a la admiración, más
críticos y, sobre todo, con una mayor sensibilidad hacia el problema de las culturas indí-
genas y marginales, no necesariamente caracterizadas a priori de forma negativa. Los
elementos de influencia del estado romano sobre los territorios que anexiona, han sido
sometidos a análisis para observar su grado de efectividad, lo mismo que la actitud indí-
gena ante estos estímulos y la intensidad de los efectos resultantes. La romanización se
ha convertido en un objeto de estudio, descargado de contenido ético, con unos agentes y
unas causas y, en correspondencia, con unos efectos y consecuencias.

Una riqueza de matices así aconsejaba introducir un nuevo punto de vista en la


consideración de esta parcela de la Historia de España. Con Roma, sin duda, el territorio
peninsular entra en la Historia. Pero lo hace como provincia de una realidad política mu-
cho más amplia, que es Roma y su imperio. Si bien, a lo largo de la dominación romana,
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la Península alcanza una serie de rasgos que marcarán para el porvenir su personalidad,
estos son en su mayor parte producto de impulsos y circunstancias que proceden de Ro-
ma y proyección desigual de su estructura socio-económica y de sus elementos político-i-
deológicos sobre uno de los territorios que integran su imperio. Desde este punto de vista,
no existe en realidad una Historia de España Antigua, sino una Historia de las provincias
romanas de Hispania.

Para comprender pues conquista y romanización habría que partir de la propia evo-
lución histórica interna de Roma, que se proyecta sobre las distintas regiones peninsula-
res para imprimirles una personalidad distinta y característica.

Es así como hemos abordado esta nueva interpretación de la historia de la Penín-


sula en época republicana, que coincide casi exactamente con el lento y dramático desa-
rrollo de su incorporación al ámbito de dominio romano. Y aunque a sabiendas de que ese
proceso de anexión es unitario, lo hemos analizado y descrito en dos partes distintas. En
la primera, de la que me he encargado personalmente, se trazan de forma diacrónica las
etapas que llevan progresivamente al sometimiento, con una especial atención a las cir-
cunstancias políticas, económicas y sociales que parten del propio estado conquistador,
sin la que la descripción de la conquista no pasaría de ser un aburrido amasijo de guerras,
en muchos casos inconexas y sin un hilo conductor, aunque ese hilo no sea en la mayoría
de los casos evidente para la potencia romana ni se persiga conscientemente. En suma,
he tratado de incorporar la conquista de la Península a la propia historia de Roma.

Mi buen amigo y colega el Prof. Fernando Wulff ha tenido la amabilidad de encar-


garse de una difícil tarea: profundizar desde el compromiso de la polémica, en el vidrioso
tema de esa llamada “romanización”, esto es, analizar y discutir frente a torcidas, sesga-
das, interesadas, incluso pueriles o decididamente falsas interpretaciones, tanto el proce-
so que acerca a indígenas y romanos a lo largo de la conquista, como sus resultados,
necesariamente desiguales no sólo por el distinto grado, intensidad y ritmo de interacción
en los correspondientes espacios peninsulares, sino por el propio punto de partida, expli-
cable en el compejo mosaico de las etnias y culturas indígenas.

Con esta convencional segmentación de un proceso unitario en una doble autoría


es cierto que se corre el riesgo de repeticiones e incluso de contradicciones, producto no
sólo de puntos de vista personales distintos sino incluso de diferencias generacionales.
Pero puesto que no se trata de un proceso cerrado -nunca la investigación histórica debe
considerar un tema definitivamente agotado-, incluso tales contradicciones pueden resul-
tar positivas y enriquecedoras para el lector que trate de ganar una imagen propia de esta
parcela fascinante y compleja de nuestra historia antigua.

José Manuel Roldán


Madrid, febrero de 2000

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JOSÉ MANUEL ROLDÁN HERVÁS

CONQUISTA E INTEGRACIÓN ADMINISTRATIVA

I LA IBERIA CARTAGINESA
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La expansión cartaginesa anterior a los Bárquidas

Desde la Edad del Bronce el Extremo Occidente era considerado por los pueblos
del Levante mediterráneo como una tierra privilegiada por sus riquezas mineras y, como
tal, objeto de viajes y exploraciones esporádicos, que desembocaron en una auténtica y
extensa actividad colonizadora. Fueron los fenicios, ocupantes de la costa del Líbano ac-
tual, los primeros que emprendieron a partir del siglo XI una expansión colonizadora hacia
las costas del Extremo Occidente -norte de África y mediodía de la península Ibérica-, bajo
la hegemonía de Tiro y de su aristocracia. La expansión, que en un primer momento se
sirvió de puertos de pueblos extranjeros o se contentó con instalar modestas factorías, en
ocasiones asociadas a templos, dio origen, a partir del siglo VIII a.C., a auténticas colo-
nias. El móvil de la expansión fue lógicamente comercial y, en concreto, centrado en la
adquisición de metal, en especial y por lo que respecta a la península Ibérica, de plata.

La tradición literaria -Veleyo Patérculo- data la fundación de Gadir (Cádiz), la pri-


mera colonia fenicia en la Península, hacia el 1104/3 a.C. Si la fecha en sí no es creíble,
los primeros contactos comerciales de los fenicios con las poblaciones de Iberia proceden
al menos de finales del II milenio, aunque sólo a partir del siglo VIII tenemos constancia de
una intensa actividad colonizadora a lo largo de las costas de Cádiz, Huelva, Málaga,
Granada y Almería, con docenas de asentamientos, que fueron proliferando entre la resis-
tencia y la aceptación por parte indígena.

Pero en el Occidente, la más fecunda colonia fenicia sería Cartago, fundada, según
la tradición, en el año 814/3. Su privilegiado emplazamiento en el golfo de Túnez servía a
motivos estratégicos, a medio camino entre el Levante mediterráneo y el Extremo Occi-
dente, pero al mismo tiempo incrustado en el meollo del comercio africano. Esta magnífica
posición terminaría por hacer de la colonia el más importante de los establecimientos fe-
nicios del Mediterráneo. En parte como consecuencia de las dificultades de la metrópoli,
Tiro, debilitada por la presión asiria desde Tiglatpileser III (745-727) pero, sobre todo, gra-
cias a su dinamismo, Cartago asumió un papel coordinador y de dirección de los estable-
cimientos fenicios en Occidente y se erigió en cabeza de un gran imperio comercial.

Aunque contamos con escasos testimonios de esta expansión, desde mediados


del siglo VII, Cartago trató de extender su influencia sobre las colonias fenicias occiden-
tales del Tirreno. El pretexto o la ocasión para ello fue la presión que sobre estos estable-
cimientos ejercían los griegos, que, paralelamente, habían iniciado también desde el siglo
VIII una extensa actividad colonizadora sobre las costas del sur de Italia, las islas tirrenas
-Sicilia, Córcega y Cerdeña- y la costa norte del Mediterráneo occidental. La fuerte compe-
tencia griega al comercio fenicio y la amenaza que suponía para su supervivencia impul-
saron a los establecimientos fenicios de Sicilia y Cerdeña, desde mitad del siglo VI, a soli-
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citar la ayuda de los cartagineses, que pudieron así extender su influencia sobre las islas.
También por la misma época o un poco antes, la isla de Ibiza, colonizada por las ciudades
fenicias de Andalucía -quizá Gadir- a partir de la segunda mitad del siglo VII, se incorporó
a la órbita de la influencia política de Cartago.

Pero en la política internacional de la zona se insertaba un tercer elemento, las ciu-


dades etruscas, que, desde la Toscana, a partir del siglo VII a.C., habían extendido sus
intereses políticos y comerciales al Lacio, Campania y valle del Po y se iban dibujando
como la tercera fuerza marítima del Mediterráneo occidental.

Pero si en el ámbito septentrional del Occidente mediterráneo la actividad púnica


hubo de tener en cuenta la competencia de etruscos y griegos, en el área meridional de
este ámbito el exclusivismo púnico fue casi completo. En territorio africano, Cartago se ex-
tendió por las costas de Marruecos, Túnez, Argelia y Libia e incluso colonizó fértiles llanu-
ras del interior, donde fue implantada una floreciente agricultura. Y en el sur de la penínsu-
la Ibérica, como muy tarde desde el siglo VII, los cartagineses establecieron relaciones
comerciales con las ciudades y pueblos ibéricos. No es segura en cambio la intervención
militar púnica en la zona, que fuentes literarias sin excesiva credibilidad señalan.

Esas supuestas acciones militares se ponen en relación, de forma indemostrable,


con la destrucción de Tarteso, la primera cultura urbana peninsular, por parte de Cartago,
en el contexto de la tradicional pugna con los comerciantes griegos y como consecuencia
del deseo púnico de monopolizar los metales cuyos circuitos comerciales pasaban por la
ciudad. Hoy estamos razonablemente seguros de que las causas del fin del mundo tarté-
sico habría que buscarlas en factores internos y, en concreto, en las transformaciones de
su estructura económica, y sólo de forma circunstancial o coyuntural habría jugado un
cierto papel un elemento exterior.

Si es innegable la existencia de una expansión cartaginesa en el sur de la Penínsu-


la desde el siglo VI, resulta en cambio más problemático considerarla como parte de una
política imperialista, extendida a todo el Occidente mediterráneo. Influencia no presupone
dominio político, para el que, por otra parte, hubiera sido necesaria una infraestructura
administrativa en los supuestos territorios dependientes, que falta por completo, tanto en
Sicilia y Cerdeña, como en las Baleares o el sur peninsular.

Lo único seguro es que, desde mediados del siglo VI y como consecuencia de la


retracción de las actividades fenicias de largo alcance -en parte, precipitada por la expan-
sión asiria en Levante-, Cartago se impuso sobre las otras colonias fenicias de Occidente,
aparentemente sin violencia, y plantó las bases de un “imperio” comercial como principal
agente redistribuidor de metales, en competencia o circunstancial alianza con las otras po-
tencias marítimas de la zona -etruscos y griegos- y, en ocasiones y con carácter local, in-
cluso con la utilización de la fuerza militar, como parece refrendar la famosa y tergiversa-
da batalla naval de Alalía, que Heródoto fecha en el año 535 a.C. Un poco más tarde, a
partir del siglo V, Cartago inicia en territorio africano una expansión hacia el interior, que
pone en manos púnicas fértiles tierras agrícolas.

Por lo que respecta a la península Ibérica, frente a la ya desprestigiada teoría de


una vigorosa actividad militar de corte imperialista, que habría supuesto el sometimiento
de Gadir, la ruina del imperio tartésico y la destrucción de numerosos poblados ibéricos, la
arqueología sólo documenta un progresivo aumento, a partir del siglo VI, de productos
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púnicos, esto es, cartagineses, claramente distintos de las manufacturas fenicias de Occi-
dente. Ello probaría la presencia cada vez más intensa de comerciantes cartagineses en
las viejas factorías fenicias y su papel como elemento impulsor de la transformación de
estos asentamientos en núcleos urbanos de mayor entidad, con características de auténti-
cas ciudades, como la propia Gadir, Malaka (Málaga), Sexi (Almuñécar), Abdera (Adra)...

Se produjo así un proceso de constitución de ciudades-estado como ámbito de


nuevas fórmulas de relación social, política y económica. Las ciudades se dotaron de
práctica jurídica para defender los intereses de las oligarquías ciudadanas y para regular
las relaciones entre los ciudadanos, pero también para garantizar el acceso y la protec-
ción de las prácticas comerciales a larga distancia, mediante tratados suscritos de ciudad
a ciudad (comercio administrado). El templo continuó ocupando un lugar preeminente en
la sociedad y en el sistema económico de estas ciudades. El dios Melqart, ahora asimilado
al Herakles griego, continuó siendo el garante de las operaciones comerciales en los puer-
tos donde tenía un templo, cuyos responsables cobraban una tasa del diez por ciento so-
bre las mercancías contratadas.

En estas ciudades fenicias del sur peninsular, al lado de la agricultura y la ganade-


ría, componentes esenciales de la economía, se intensificó la pesca y las industrias espe-
cializadas destinadas a la conserva de pescado y derivados. Estas actividades estaban
dirigidas fundamentalmente al comercio a larga distancia, con intercambios que también
incluían sal y plata, el estaño procedente del noroeste peninsular y productos griegos, co-
mo vino, perfumes y cerámica. Los circuitos comerciales de estas ciudades -en especial
de Gadir- alcanzaban desde las costas marroquíes y argelinas al levante hispano, las Ba-
leares, el ámbito del Tirreno y Grecia; por el interior de la Península, a los pueblos ibéricos
del Guadalquivir y de la Alta Andalucía.

Con al firma de tratados desiguales con estas ciudades, Cartago se convirtió en el


mayor centro redistribuidor de los productos elaborados en ellas. A partir de finales del
siglo V y a lo largo del IV, las importaciones cartaginesas se extienden desde el litoral me-
ridional al levante peninsular y a Cataluña, mientras aparecen las primeras acuñaciones
de moneda púnica.

Esta ascendencia, que no es exclusiva de la zona peninsular, sino que se extiende


a todo el Mediterráneo occidental, se manifiesta en los tratados comerciales firmados por
Cartago con un nuevo factor de poder surgido en este ámbito y destinado a convertirse en
enemigo irreconciliable de los púnicos: la república romana.

Los tratados romano-cartagineses


En los años finales del siglo VI, de acuerdo con Polibio, cartagineses y romanos
firmaron un primer tratado, que por parte romana buscaba alejar del Lacio cualquier influjo
extranjero y por parte púnica, proteger sus intereses comerciales, cerrando a los romanos
los territorios situados al oeste del Kalón Akroterion, identificado probablemente con el
Cabo Bon, en la costa norteafricana. La fecha de 508/507 es suficientemente sospechosa
como para ignorarla, pero no así la realidad del tratado, que se inscibe en el contexto de
pactos comerciales, suscritos por etruscos y púnicos, que conocemos también por ins-
cripciones bilingües, en púnico y etrusco, como las láminas de oro de Pyrgi, fechadas ha-
cia esta época.

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Frente a la suposición de que el tratado pretendía cerrar tanto a los romanos como
a sus aliados el Estrecho de Gibraltar y, con él, el acceso directo a los productos peninsu-
lares, parece que la prohibición de navegar se dirigía solamente a obtener un bloqueo de
la costa norteafricana. En otro caso, se hubiera fijado un punto fronterizo en la costa his-
pánica. La razón de la prohibición estaría en el deseo de los cartagineses de proteger los
emporios y el tráfico con la Sirte, restringiendo la navegación hacia esas regiones. Por
parte etrusca se expresaría la preocupación por mantener a los cartagineses alejados del
Lacio, en un tiempo en que el control de los etruscos sobre el territorio se estaba resque-
brajando por momentos.

A lo largo del siglo V, las relaciones internacionales en el Mediterráneo occidental


sufrieron trascendentales cambios, de los que el más sobresaliente fue la decadencia
etrusca y la creciente influencia de Roma, que fue destacándose poco a poco como un
estado digno de ser tenido en cuenta en el sector septentrional de este ámbito. Sin em-
bargo, no hubo conflictos de intereses ya que los diferentes radios de acción de Roma y
Cartago permitían una delimitación de la esfera de influencias sin interferencias peligro-
sas. De hecho estamos muy mal informados sobre la nueva situación, pero, por fortuna, el
aspecto que nos interesa queda iluminado por un documento de mediados del siglo IV, el
segundo tratado romano-cartaginés, del 348, que nos permite conocer hasta dónde alcan-
zaba el ámbito de influencia púnico.

El tratado, transmitido también por Polibio, venía a delimitar las respectivas áreas
de intereses de ambas potencias bajo una base de entendimiento y amistad. El párrafo
que nos interesa es el primero, en el que, textualmente, se convenía: Habrá amistad entre
los romanos y los aliados de los romanos con los cartagineses, tirios, uticenses y sus alia-
dos; más allá del Kalón Akroterion y de Mastia de Tarsis los romanos no podrán hacer
presas, ni comerciar, ni fundar ciudades.

Mastia de Tarsis se ha identificado con la capital de los mastienos o massienos,


aunque por su pertenencia a la antigua esfera de influencias del imperio tartésico, lleva en
el tratado el adjetivo Tarsis. Estaba situada en algún lugar de la zona de Cartagena, al sur
del cabo de Palos. El tratado favorecía, sobre todo, los intereses cartagineses y los delimi-
taba con mayor precisión. Frente al primero, en donde sólo se hacía alusión al Cabo
Bon, en este segundo la frontera de tráfico de los romanos estaba determinada por dos
puntos: el mencionado Cabo Bon y Mastia Tarseion.

No obstante esta prohibición, las excavaciones en poblados ibéricos del sureste y


levante peninsular muestran un aumento de las importanciones griegas durante la primera
mitad del siglo IV. No se trataría pues de prohibir el comercio en esta parte de la Penínsu-
la. Mientras que Cartago, a finales del siglo VI, no se encontraba en condiciones de influir
en las relaciones de los puertos de comercio con los que trataba, como documenta el pri-
mer tratado, a mediados del IV, convertida en potencia marítima, extiende sus relaciones
comerciales en Occidente mediante una serie de acuerdos bilaterales que le permitían
hablar en nombre de sus socios y aliados, imponiendo así sus intereses en las relaciones
internacionales, en las que actuaba desde una posición de ventaja.

Entre los aliados romanos, aunque no explícitamente, se encontraban, sobre todo,


los griegos de Massalia (Marsella) y de las demás colonias del Mediterráneo occidental.
No sabemos cómo, en el transcurso del siglo IV, Massalia y, con ella, otras colonias grie-
gas de su esfera de influencia buscaron en la naciente potencia romana un conveniente
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apoyo internacional. Si las cláusulas del tratado imponían restricciones al comercio griego
al sur del Cabo de Palos, les quedaba abierta la extensa zona del levante hispánico por
donde se extendían los principales intereses griegos en la Península con Rhodé (Rosas),
Emporion (Ampurias) y Hemeroskopieon (Denia) como centros más importantes.

El tratado, pues, secundariamente, autorizaba el desarrollo del comercio e industria


griegos en Iberia sin estorbos por parte cartaginesa. A sus sombras, incluso, los griegos
podrían haberse arriesgado a fundar nuevas factorías en la zona más próxima a la línea
de demarcación de intereses expresa en él.

Estas imposiciones pudo Cartago dictarlas porque en la fecha de su firma la poten-


cia africana se hallaba en el cenit de su poder, gracias a su afortunada política en el norte
de África, sur de Iberia y Cerdeña. En cambio, Roma se encontraba por entonces en apu-
ros. Unos decenios antes había tenido lugar la catastrófica invasión de los galos, que ha-
bían destruido la ciudad y, con ella, la posición de prestigio que la joven república se había
ido creando a lo largo del siglo V. En particular, la posición de preeminencia en el Lacio se
tambaleaba y las relaciones con la alianza latina se tensaban hasta los límites de un con-
flicto abierto. En esas condiciones y ante la amenaza que podía representar la flota del
tirano Dionisio II de Siracusa en las costas del Lacio, Roma trataba de asegurarse la
amistad púnica.

Según Livio, en el año 306, se renovaron por tercera vez los convenios entre Roma
y los cartagineses, es decir, se habría firmado un cuarto tratado. Por consiguiente, entre el
343 y el 306, se habría firmado un tercer acuerdo, con parecido contenido al anterior y, en
este caso, forzado quizás por las dificultades púnicas en Sicilia como consecuencia de la
brillante actividad militar del corintio Timoleón, que transitoriamente había logrado unificar
a muchas ciudades griegas contra Cartago.

El tratado de 306, transmitido por Livio, que probablemente hay que identificar con
un acuerdo mencionado por el historiador griego Filino, tenía como contenido básico la
promesa romana de no desplegar en Sicilia ninguna actividad política y militar a cambio de
la renuncia cartaginesa a una intervención en Italia. Merece la pena destacarlo porque
muestra cómo poco a poco Cartago y Roma iban delimitando sus esferas de intereses,
cada vez más peligrosamente cercanas. Todavía eran, no obstante, posibles los compro-
misos porque Cartago jamás había pensado en una política expansiva en Italia, concen-
trada como estaba en reconducir sus planes en Sicilia tras la reciente firma de un trata-
do de paz con el tirano Agatocles, y Roma, por su parte, en vísperas del ataque decisivo
contra las tribus samnitas de la Italia centro-meridional, que concluiría con la captura de
Bovianum (Segunda Guerra Samnita, 326-304), no albergaba planes con respecto a la
todavía lejana Sicilia.

En los decenios siguientes, una común amenaza iba a empujar a la firma de un


quinto tratado entre Roma y Cartago, el último antes del estallido de la Primera Guerra
Púnica. La presión romana sobre las ciudades de la Magna Grecia y, en concreto, las
agrias relaciones con Tarento, que mantenía veleidades hegemónicas sobre la zona, pre-
cipitó la llegada a Italia, en apoyo de la ciudad griega, de un condottiero helenístico, Pirro
de Epiro, al frente de un formidable ejército. Sus victorias sobre las legiones romanas en
Heraclea y Ausculum impulsaron a los romanos a iniciar tratativas de paz. Pero las inten-
ciones de Pirro, solicitado por las ciudades griegas de Sicilia para combatir a Cartago,
parecieron una amenaza tan grave para los púnicos que en la persona del almirante
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Magón se adelantaron para convencer al senado de romper las conversaciones con Pirro
y mantener la guerra en Italia con el apoyo cartaginés. Roma, ante las nuevas condicio-
nes, aceptó la propuesta, recogida en este quinto tratado, firmado en el 279/278, y cuyas
cláusulas conocemos indirectamente por Polibio.

La Primera Guerra Púnica


La victoria de Roma sobre Pirro dio finalmente a la república del Tíber la hegemo-
nía sobre toda Italia. De este modo, Cartago y Roma entraban en inmediata vecindad y,
con ello, en la persecución de intereses comunes, cuya colisión daría lugar, no mucho
después, en el 264, a la primera confrontación armada entre las dos potencias, la llamada
Primera Guerra Púnica.

El conflicto duró veintitrés años y, aunque era el control por las tierras sicilianas el
objeto de la discordia, una buena parte de las operaciones militares tuvieron por escenario
el mar, donde la república romana se convirtió en una potencia marítima. Fue precismente
en el mar donde Roma asestó, en el 241, el golpe definitivo a su enemiga, obligando a
Cartago a pactar; por la llamada paz de Catulo, Cartago se comprometía a la evacuación
de Sicilia, las islas Lípari y Égates y al pago, en diez años, de una pesada contribución de
guerra de 3.200 talentos. Sicilia se convirtió así, en su mayor parte, en provincia romana,
mientras Cartago, con un giro a su política, intensificaría, como veremos, con los Barca
su intervención en la península Ibérica.

El carácter del dominio púnico en la Península anterior a la expansión de los Barca


Pero, antes de desarrollar la cadena de acontecimientos que empujan a esta inter-
vención, parece oportuno preguntarse sobre el carácter de la influencia ejercida por Car-
tago en el sur de la Península durante la etapa anterior a la acción militar bárquida. El tes-
timonio de Polibio (1.10.5), al hacer hincapié sobre la intención de Amílcar de restablecer
el imperio de Cartago en Iberia, podrían crear falsas premisas sobre la extensión efectiva
de este dominio para la época anterior a la Primera Guerra Púnica. La arqueología ha
demostrado que no puede hablarse de un imperio territorial, ni de una auténtica coloniza-
ción cartaginesa como la de la costa occidental de Sicilia, sino sólo de colonias que co-
merciaban con los indígenas. El interior, en esta época, a partir de mediados del siglo V,
desarrolla una cultura autónoma en la que, si bien aparecen productos de importación pú-
nicos y griegos que prueban su contacto con ambos mundos, es evidente su independen-
cia política, social y cultural de ellos. Existía un control por parte de Cartago de las aguas
del sur de la Península y los tratados con Roma reafirmaban como zona de influencia
cartaginesa estas costas meridionales, pero ello hay que entenderlo más como ámbito de
intereses comerciales, con factorías enclavadas en distintos puntos a lo largo de la costa
atlántica y mediterránea, que como imperio territorial, ni siquiera en la franja costera. Ello
no impide que dichas factorías fueran muy numerosas y que el largo trasiego durante va-
rios siglos diera a muchas ciudades de la costa, sobre todo mediterránea, una impronta
cultural púnica, como demuestra el nombre de libiofoenikes y blastofoenikes, dado por las
fuentes griegas y romanas a los habitantes de la zona, y el uso de alfabetos púnicos en
sus acuñaciones monetarias.

Desconocemos con exactitud cuándo y por qué razones perdió Cartago su influen-
cia en Iberia. Las fechas propuestas oscilan entre el comienzo y el final de la Primera
Guerra Púnica (264-241), si hacemos excepción de la tesis de Pericot, poco probable, de
que esta fecha pudiera retraerse al 300 a. C. en que, debilitado internamente el imperio, la
ruina del dominio cartaginés se habría producido por la revuelta de los indígenas ayuda-
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dos por los massaliotas. En cualquier caso, las necesidades de concentrar todo el esfuer-
zo en la guerra contra Roma harían muy difícil dedicar una atención suficiente a los asun-
tos de la Península, que, basados, como hemos visto, en puntos de vista comerciales y no
de explotación estratégica, pasarían a segundo plano, quedando abandonadas las facto-
rías a su suerte y a la probable presión de los indígenas y griegos. Sólo las más fuertes o
mejor situadas pudieron resistir, manteniendo lazos de conexión con Cartago, agrupadas
alrededor de Gadir, que serviría posteriormente, con la llegada de los Barca, de trampolín
para la conquista del país.

El fin de la Primera Guerra Púnica y la crisis de Cartago

La revuelta de los mercenarios


El desfavorable resultado para Cartago de la primera confrontación bélica contra la
república romana tuvo como primera consecuencia negativa para el estado vencido el es-
tallido de una grave crisis interna que amenazó con destruirlo, como consecuencia de una
gigantesca revuelta de los mercenarios utilizados durante la guerra. La procedencia libia
de la mayoría de ellos daría una dimensión todavía más amenazadora a la insurrección
hasta transformarla en una auténtica “guerra líbica”. Probablemente en esta crisis se en-
cuentran, en última instancia, las raíces de la Segunda Guerra Púnica y de la intervención
romana en la península Ibérica y, por ello, partiremos de su desarrollo para intentar expli-
car la serie de circunstancias concatenadas que desembocarán en la conquista de Iberia
por Roma.

Vencida Cartago, se planteó al gobierno el grave problema de licenciar el ejército


utilizado en la guerra, formado en su mayor parte por mercenarios de las más distintas
procedencias, aunque con una gran mayoría de libios. Pero el licenciamiento obligaba
primero a pagar los atrasos que se les debían por sus servicios. A las enormes pérdidas
en material durante más de veinte años de lucha y a la desastrosa hipoteca que represen-
taba pagar a Roma las deudas de guerra venía así a sumarse un nuevo sacrificio econó-
mico, del que el gobierno intentó zafarse con una miope política que desató el nuevo de-
sastre. Desde Lilibeo, a donde habían sido llevados los mercenarios que bajo el mando de
Amílcar habían defendido el último baluarte siciliano, el comandante de la fortaleza, Gis-
cón, se encargó de enviar a los soldados a Cartago. Prudentemente pensó que sería más
fácil el licenciamiento y menos los problemas de concentración de tropas si este traslado
se efectuaba en tandas pequeñas. Pero el plan tropezó con los puntos de vista desafortu-
nados del gobierno cartaginés, que pensó le sería más fácil convencer a los mercenarios
de renunciar a lo prometido si los reunía a todos.

De este modo se concentraron en la capital unas fuerzas considerables, inquietas,


que no tardaron en provocar desórdenes. El gobierno consiguió trasladarlos a un punto
del sudoeste del país, Sicca, donde la espera exaltó aún más los ánimos, que terminaron
por estallar cuando Hannón, representante del partido en aquel momento en el poder, in-
tentó convencerles de que renunciaran a parte de sus pretensiones so pretexto de la gra-
ve crisis económica que atravesaba en esos momentos el Estado. La consecuencia inme-
diata fue la sublevación, que pronto alcanzó gigantescas proporciones y contra la que fue
necesario aunar todas las energías y renunciar incluso a las divergencias entre las faccio-
nes de la oligarquía gobernante, cuyos dos máximos líderes eran Hannón, por un lado, y
Amílcar, de la familia militar de los Barca, por el otro.

La anexión romana de Cerdeña


! ! ! ! ! !
El caos alcanzó no sólo al territorio africano de Cartago, sino que hizo prender la
llama de la rebelión entre los mercenarios que aún quedaban en Cerdeña, seguramente
en contacto antes de la revuelta con sus colegas de África. Los sublevados encerraron al
gobernador Bostar en una ciudadela y lo mataron. El gobierno cartaginés, en consecuen-
cia, a pesar de la grave situación en África, se vio obligado a enviar tropas a la isla, al
mando de un tal Hannón. Pero estas tropas hicieron de inmediato causa con los insurrec-
tos y después de crucificar a su comandante, unidas a los sublevados, asesinaron a los
cartagineses que se encontraban en la isla y se apoderaron de la mayor parte de las ciu-
dades púnicas sin protección. Pero cuando los rebeldes intentaron someter también a su
dominio las regiones interiores de la isla y crear una república de mercenarios, se encon-
traron con la feroz resistencia de los sardos, que, unidos, consiguieron expulsarlos de
Cerdeña, naturalmente, sin intención de devolver la isla al estado cartaginés.

Mientras tanto, la energía conjunta de Hannón y Amílcar comenzó a dar frutos en


África, donde, poco a poco, fueron reducidos los focos de sublevación, por lo que los insu-
rrectos de Cerdeña creyeron encontrar su salvación apelando a Roma. El gobierno roma-
no rechazó la propuesta de intervención en la isla; aún más, prohibió avituallar a los rebel-
des e hizo caso omiso a las propuestas de otras ciudades, como Útica, en África, de aco-
gerse a la protección romana e incluso permitió al gobierno cartaginés reclutar mercena-
rios en Italia. Las causas de esta actitud favorable al restablecimiento del orden en Carta-
go han llamado la atención de los historiadores, que han aducido diversas razones, todas
ellas igualmente hipotéticas por el gran desconocimiento que tenemos sobre la situación
interna socio-económica y política del estado romano. Podría pensarse en una falta de in-
terés en ver destruido un estado del que esperaba al menos exprimir unos beneficios ga-
nados por derecho de guerra; se ha aducido también la instintiva repugnancia a actuar a
favor de grupos cuya meta era la anarquía, y no han faltado explicaciones sobre el mie-
do a recomenzar una guerra que sólo después de tan ímprobos esfuerzos había conse-
guido resolver en su favor.

Sea cual fuere la explicación, es sorprendente que sólo tres años después de estos
incidentes, cuando Cartago ya había reducido a los soldados sublevados con castigos
ejemplares, los romanos, que habían rechazado la exhortación de los rebeldes a una in-
tervención en Cerdeña, se decidieron a enviar tropas y hacerse cargo de la isla (238/237
a.C.).

El desvergonzado chantaje de Roma conmovió al gobierno cartaginés, que protestó


enérgicamente aduciendo su derecho preferente y se apresuró a alistar una flota para tra-
tar de recuperar la isla, como sabemos, en manos de los sardos. Roma entonces hizo ca-
er todo el peso de su fuerza sobre el exhausto estado púnico y amenazó a Cartago con la
guerra según la fórmula de la rerum repetitio, esto es, de una reclamación formal, por en-
tender el gobierno romano que los preparativos constituían una acción hostil no contra
mercenarios rebeldes o sardos insurrectos, sino contra la propia República.

Cartago hubo de renunciar a a recuperar la isla y cedió ante Roma que, además,
impuso a su enemiga una indemnización suplementaria de 1.200 talentos a añadir a los
3.200 del tratado del año 241, por una guerra que ni siquiera había tenido lugar. Así que-
daron liquidados de un golpe los últimos restos de la antigua hegemonía púnica en el mar
Tirreno, puesto que, cuando Cerdeña cayó en manos romanas, también la vecina Córce-
ga, perteneciente hasta entonces a la esfera de influencia cartaginesa, sufrió la misma
suerte.
! ! ! ! ! !
La política romana en el período de entreguerras
No es fácil explicar la brutal acción romana, que difícilmente podría considerarse
otra cosa que un vulgar acto de piratería. Se ha aducido que, una vez en posesión de Si-
cilia, el gobierno romano podía temer la proximidad de los enclaves cartagineses de Cer-
deña y Córcega frente a las costas de Italia. Incluso cabría apuntar los inicios de un desa-
rrollo imperialista que pretendiera buscar la herencia de Cartago en el Mediterráneo occi-
dental. Quizá, simplemente, sin motivaciones de alta política, Roma intentara exprimir
más el fruto de su victoria. Pero la explicación, más bien, se encuentra en el juego de
fuerzas e intereses en el seno del estado romano.

Precisamente en los años inmediatos al fin de la Primera Guerra Púnica tenemos


constancia de una reforma de los comicios centuriados, que, si bien permanece oscura en
muchos de sus puntos, parece que pretendía una cierta ampliación de los grupos con po-
der de decisión dentro de la constitución timocrática del Estado. El monopolio disfrutado
hasta entonces por la primera clase de propietarios y por los caballeros hubo de abrirse a
las dos clases siguientes, de las cinco en que estaba dividido el cuerpo político.

No se trataba, como con frecuencia se ha repetido, de un proceso de democratiza-


ción, sino simplemente de una ampliación de la oligarquía dirigente, como consecuencia
del peso político adquirido por nuevos grupos durante el largo período de guerra. Y segu-
ramente—conocemos demasiado mal la reforma para intentar saltar la barrera de las hi-
pótesis generalizadoras—, en la decisión del 237 frente a los últimos territorios de Cartago
en aguas del mar Tirreno, influyeron muy directamente estos nuevos grupos, deseosos de
adquirir nuevas ventajas económicas.

La política cartaginesa tras la Primera Guerra Púnica


Mientras tanto, Cartago, vencida, endeudada y despojada de sus posesiones del
Tirreno, necesitaba buscar nuevos rumbos a su política para intentar una estabilización
económica. No eran muchas las posibilidades que se presentaban, que, al final, quedaron
polarizadas en una doble alternativa. Sus opuestas soluciones respondían a los encontra-
dos intereses de los círculos dirigentes y de los circuitos económicos de donde esos círcu-
los extraían su influencia: frente a una parte de la oligarquía, con intereses en la tierra, es-
taban los que, en la vieja tradición púnica, apoyaban su fuerza económica en la existencia
de mercados y en el tráfico de mercancías.

En la coyuntura interna y exterior de Cartago, los primeros pretendían una política


conservadora, basada en el reconocimiento de la nueva situación creada por el reciente
desastre internacional. Resignados a ver reducidas las fronteras de su actividad económi-
ca, aspiraban a un fortalecimiento del estado africano, lejos de experiencias y aventuras
peligrosas, a través de la intensificación de las explotaciones agrarias. Esta política no ex-
cluía una ampliación de horizontes, aunque siempre fuera del ámbito de interés romano,
para hacer imposible un choque de influencias que pudiera conducir a una nueva confron-
tación.

El representante de estos círculos o, al menos, la cabeza visible que nos presentan


las fuentes era Hannón, tras el que formaba la aristocracia agraria: contando, para lograr
una rápida recuperación, con conseguir nuevas tierras y fuerza de trabajo, pretendía so-
bre todo hacer imposible la reaparición del fantasma de la guerra. El estado cartaginés, a
pesar de la reciente derrota, aún contaba con los recursos suficientes para intentar con
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posibilidades de éxito una política de expansión en el hinterland africano, que ofrecía al
mismo tiempo nuevas tierras de cultivo y la mano de obra necesaria para trabajarlas en
régimen de explotación esclavista.

A este punto de vista se enfrentaban los grupos más dinámicos, cuya fortuna había
consistido durante varias centurias en la apertura de mercados ultramarinos y en la libre
expansión del comercio y la manufactura, protegidos por la hegemonía marítima de Car-
tago en el Mediterráneo. No conocemos la relación numérica ni el peso de decisión en el
gobierno de este grupo frente a los terratenientes, pero, sin duda, era muy importante si
tenemos en cuenta el desarrollo histórico de Cartago y su brillante papel en los siglos an-
teriores a la guerra contra Roma. Su situación ahora era mucho más comprometida y las
salidas a su actividad muy problemáticas, no sólo por la dificultad en contar con el apoyo
de una flota que protegiera sus intereses, sino también por la propia pérdida de las bases
mediterráneas que servían de puntos de irradiación en Sicilia, Cerdeña y Córcega. Las
fuentes ponen a la cabeza de este grupo a Amílcar, descendiente de una vieja familia de
larga tradición militar, la de los Barca, que había conducido el ejército cartaginés en Sicilia
en la última fase de la guerra contra los romanos y que había jugado un papel relevante
en el aplastamiento de la revuelta de los mercenarios.

La tradición literaria, y con ella la historiografía moderna, se complacen en presen-


tar una imagen de secular tensión entre ambas tendencias económicas, que la escasez de
fuentes y su manifiesta parcialidad hacen aún más difícil de demostrar o rebatir. Por otro
lado, el desconocimiento de los mecanismos constitucionales de los grupos sociales y sus
luchas, de la relación de fuerzas sociales del estado cartaginés, cooperan a dejarse llevar
por generalizaciones o prestar excesiva credulidad a la tradición. Según ésta, Amílcar ha-
bría propuesto ante el gobierno, como solución a los problemas del Estado, la conquista
de Iberia, donde en otro tiempo Cartago había tenido amplios intereses, perdidos en su
mayoría durante el desarrollo de la guerra contra Roma. La conquista de la Península
permitiría adquirir nuevas riquezas, y, al mismo tiempo, abrir de nuevo un vasto campo a
la actividad comercial cartaginesa.

La propuesta de Amílcar habría chocado contra un muro de oposición por parte del
senado, cuyos miembros, agrupados en torno a Hannón, estaban interesados en una polí-
tica exclusivamente agraria y continental. Amílcar, para conseguir la aprobación a sus pla-
nes imperialistas, se habría servido de su yerno Asdrúbal, un joven político, enemigo acé-
rrimo de la aristocracia, y con fuerte ascendencia sobre el demos, la base ciudadana. El
proyecto, rechazado por el senado pero apoyado de forma unánime por el pueblo, terminó
por convertirse en realidad y Amílcar contó con los recursos necesarios para emprender la
aventura de Iberia.

El esquematismo y radicalización de esta explicación está, sin duda, bastante lejos


de la realidad. Hasta el fin de la Primera Guerra Púnica, Cartago había encontrado su ex-
pansión y su auténtica fuerza económica en el mar, que no había impedido la creación y
fortalecimiento de una agricultura de corte latifundista, con métodos racionales de cultivo y
con resultados excelentes, si hacemos caso del eco de las fuentes sobre las técnicas
agrícolas púnicas. Es absurdo pensar en un senado exclusivamente formado de elemen-
tos conservadores agrarios, que, por un lado, no podría explicar el desarrollo marítimo y,
por otro, se acerca demasiado a la imagen del senado romano, siempre presente para la
mayoría de nuestras fuentes de documentación.

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Por otra parte, hay que tener en cuenta que estas fuentes, contemporáneas o pos-
teriores a la Segunda Guerra Púnica, tanto por parte cartaginesa como romana, trataron
de concentrar las causas de su estallido en la arrogante figura de Aníbal y en una preten-
dida tendencia tiránica de los Barca.

En efecto, fuentes de dudosa imparcialidad como Fabio Máximo achacaron a los


Barca la ambición de procurarse un imperio privado en la Península como medio de lograr
los recursos suficientes para intentar desde ella el derrocamiento del gobierno de Cartago
y la implantación de una tiranía. La hipótesis suscita demasiado fácilmente paralelos con
situaciones políticas concretas de los estados griegos, cuyos trasfondos socio-económicos
no son asimilables a la situación de Cartago. El rechazo por parte del senado y el consen-
so popular a los planes de Amílcar no encuentran apoyo en un indemostrable cambio
constitucional.

Finalmente, por lo que respecta a la pretendida ambición tiránica, los hechos, por el
contrario, prueban que los sucesivos miembros de la familia Barca, que condujeron la
conquista de la Península, actuaron siempre dentro de las directrices emanadas por los
responsables de la política púnica, sin supuestos intentos golpistas.

El senado cartaginés aglutinaba, como máximo órgano de gobierno de un estado


oligárquico, a los personajes que concentraban el poder económico, entre los que se in-
cluían tanto grandes terratenientes como ricos mercaderes. Durante siglos, la prosperi-
dad había podido lograr un equilibrio entre intereses quizá ni siquiera divergentes sino só-
lo yuxtapuestos. Pero el fin de la guerra contra Roma y la siguiente brutal agresión a ]as
posesiones de Cerdeña debilitó lógicamente a los mercaderes con intereses marítimos,
conduciendo a una pérdida de equilibrio en la correlación de fuerzas dentro del senado.

Estos círculos mercantiles, para salir de la angustiosa situación de la pérdida de


mercados y del cierre del Tirreno a sus actividades, volvieron sus ojos hacia el único ámbi-
to, aún libre, donde era posible renovar sus operaciones: el Mediterráneo meridional, con
los puntos de apoyo que todavía quedaban en el sur de la península Ibérica. La diferencia
con la situación anterior estaba en que, en el intervalo, Roma había destruido la flota que
podía garantizar la seguridad de los tráficos. Con ello, hacía imposible buscar mercados
en el norte del Mediterráneo, ante un previsible enfrentamiento armado en el mar con
Roma, protectora de los intereses comerciales de los griegos occidentales y de la principal
de sus ciudades mercantiles, Massalía.

La reducción del ámbito comercial en extensión, impuesto a Cartago y limitado aho-


ra al Mediterráneo meridional, sólo podía compensarse con una ampliación en profundi-
dad, penetrando a partir de los puntos costeros en el interior de la península Ibérica. Para
ello, sin embargo, era imprescindible disponer de una fuerza bélica que garantizase el éxi-
to de la empresa.

Los círculos interesados en el proyecto podían contar con el apoyo militar de un


prestigioso militar, Amílcar el “Rayo”, cuyas diferencias con el latifundista Hannón habían
quedado bien manifiestas en la reciente rebelión de los mercenarios. Era, por consiguien-
te, necesario conseguir para Amílcar el mando supremo de las fuerzas militares, que
Hannón ostentaba como “general de Libia”.

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Con el apoyo de los círculos mercantiles, los partidarios de Aníbal prepararon a la
asamblea del demos cartaginés, que finalmente tomó la decisión de adjudicar el mando
supremo a Amílcar. Sin duda, no fue difícil lograr este apoyo popular, si tenemos en cuen-
ta que sus intereses tenían que estar más cercanos al programa de expansión, donde po-
dían encontrar solución a los problemas económicos —no olvidemos que Cartago era
esencialmente un puerto—, que al favorecimiento de intereses latifundistas, donde poco
podían beneficiarse. Así, Amílcar fue investido como strategós de toda Libia por tiempo
indefinido y, como general en jefe, pudo materializar, sin revolución ni traumas en el inte-
rior del Estado, el plan de conquista de Iberia.

El programa de Amílcar
El programa de Amílcar, aceptado por el gobierno cartaginés, no consistía sólo en
devolver a Cartago su vieja influencia sobre las plazas comerciales del sur de la Penínsu-
la; la empresa era más ambiciosa y de más profunda significación. Se trataba de buscar
compensación a la pérdida de Sicilia, Cerdeña y Córcega y al cierre de los mercados de
Italia y la Galia mediante la creación de un imperio occidental, ya no simplemente limitado
a la costa, sino extendido en profundidad en el interior de un país con gigantescas posibi-
lidades económicas en su suelo y subsuelo, para su explotación sistemática en beneficio
del estado púnico.

Esta conquista, como han puesto de manifiesto, entre otros, G. Wagner y López
Castro, respondía a un intento de reajustar el tradicional sistema económico cartaginés,
desmantelado a cuenta de las recientes guerras. Al perder el control indirecto de las ciu-
dades y puertos aliados de Sicilia y el dominio de Cerdeña, la potencia púnica hubo de re-
currir a la conquista directa del único territorio sobre el que podía intervenir sin chocar con
Roma, para asegurarse el abastecimiento y control de las materias primas.

La empresa de los Barca adquiere así una relevancia histórica digna de ser tenida
en cuenta como voluntad de los círculos dirigentes del estado cartaginés para no quedar
reducidos al papel segundón de país marginado, en los límites de un mundo donde hasta
hace poco habían jugado un papel esencial. Ahora se trataba, por el contrario, de devolver
a Cartago su potencia con los medios que los nuevos tiempos exigían. El estado africano
a partir de ahora dejará de ser simplemente una polis comercial, con limitados intereses,
dirigida fundamentalmente a la apertura de mercados a sus actividades mercantiles, para
iniciar el mismo camino imperialista emprendido con éxito por Roma: aglutinar bajo su
hegemonía y en provecho propio extensos territorios de donde obtener los recursos para
poder seguir contando con peso en el panorama internacional.

En cuanto al propio Amílcar, la tradición prorromana ha acusado al general de estar


guiado sólo por un plan revanchista: emprender la conquista de Iberia para encontrar los
medios necesarios con los que reanudar la guerra contra Roma. El supuesto juramento
que el general obligó a hacer a su hijo Aníbal, de nueve años, cuando con él se dirigía a
Iberia, de “jamás ser complaciente con los romanos” es un testimonio demasiado infantil
para ser tenido en cuenta. Es suficientemente claro que los círculos interesados en el pro-
yecto y, con ellos, Amílcar sólo pretendían compensar las pérdidas del Tirreno con la
creación de una nueva base territorial, lejos de la esfera de intereses del estado romano.
Sin duda, la empresa suponía, en caso de éxito, un aumento de prestigio y poder para su
responsable, pero, en todo caso, dentro de los límites constitucionales.

La conquista bárquida de la península Ibérica


! ! ! ! ! !
Iberia hacia el 337 a.C.
Es lógico que, ante la importante empresa, se sopesaran las posibilidades y dificul-
tades que entrañaba. Los responsables de la nueva política debían conocer bien los re-
cursos de la Península, aunque no tuvieran, sin duda, conciencia de su unidad territorial.
No sabemos si aún tenían vigencia los límites pactados con Roma en el tratado del 348.
En todo caso, eran suficientes en principio para intentar la aventura: el sur había sufrido
durante muchos años la influencia púnica y aún existían en pie factorías de las que se po-
dían esperar estrechas relaciones. Desde ellas, se abría el territorio de la Turdetania, con
el fértil valle del Guadalquivir y las regiones mineras de su límite noroccidental, en torno a
Castulo (Linares), en Sierra Morena; y al oriente estaba la costa levantina, también rica en
metales y de alto valor estratégico.

Conocemos insuficientemente la situación político-social del territorio a la llegada


de Amílcar. A comienzos del siglo VI, las poblaciones indígenas de la Turdetania, es decir,
el valle del Guadalquivir, en la periferia tartésica, experimentaron el final de un proceso
que condujo a la formación de organizaciones estatales ibéricas. Este proceso supuso la
creación de una sociedad de clases urbana, conocedoras de la escritura, provista de una
organización estatal de carácter monárquico o aristocrático, articulada territorial y políti-
camente en torno a núcleos fortificados y con recursos económicos basados en la gana-
dería y agricultura. Formas semejantes de gobierno serían las de la región suroriental, ha-
bitada por bastetanos, donde también había marcado su huella cultural el reino tartésico.

Al norte de estos pueblos, la costa levantina estaba poblada por tribus de contesta-
nos y edetanos, y, por el interior, al norte de los turdetanos, al otro lado del Guadiana y en
la región montuosa bética, se extendían respectivamente lusitanos y oretanos, con regí-
menes sociales de carácter tribal y mayor pervivencia de tradiciones militares, consecuen-
cia de sus magras posibilidades económicas. En conjunto, pues, un cuadro de gran frag-
mentación política que permitía asegurar el éxito a los planes de conquista.

Amílcar
El ejército púnico al mando de Amílcar, al que acompañaban su yerno Asdrúbal, al
mando de la flota, y su hijo Aníbal, niño de nueve años, se embarcó rumbo a Gadir en el
237 a. C. Por primera vez contamos con fuentes literarias algo coherentes para seguir los
sucesos en la Península, aunque se limiten a unos cuantos hechos y dejen en la oscuri-
dad el auténtico carácter de la conquista.

Desde la base de Gadir, Amílcar debió intentar la sumisión del valle del Guadalqui-
vir, es decir, la Turdetania. Como en otras ocasiones posteriores, los turdetanos trataron
de defenderse recurriendo al empleo de mercenarios o aliados.

Diodoro menciona una coalición de “iberos y tartesios”, apoyados por los guerreros
del celta Istolacio. Amílcar pudo compensar la indudable superioridad numérica indígena
con su mejor estrategia y táctica. Así, no tuvo dificultad en vencerlos, matando a Istolacio
con otros muchos principales indígenas e incorporando a su ejército a tres mil prisioneros.

La victoria no fue, sin embargo, definitiva. Poco después, un tal Indortas presentó
de nuevo batalla con unas fuerzas de 50.000 hombres. Amílcar consiguió envolverlos y
cuando intentaron huir aniquiló a la mayoría. Indortas, capturado vivo, fue ajusticiado
cruelmente -ceguera, tortura y crucifixión- , pero en cambio respetó la vida de más de diez
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mil prisioneros, que fueron puestos en libertad. Así, alternando los éxitos militares con una
labor diplomática, pudo ganarse las ciudades del Bajo Betis, desde donde, abriéndose pa-
so por el valle del Guadalquivir y las altas planicies de la región de Jaén, alcanzó el Medi-
terráneo. Está claro que el interés de Amílcar se encontraba en la costa oriental, a cuyo
sometimiento dedicó sus esfuerzos. La conquista de la región se vio coronada con la fun-
dación de una ciudad que debería servir de base militar y centro administrativo a los púni-
cos, Akra Leuke, en el Tossal de Manises (Albufereta, Alicante).

Si, como ha supuesto García y Bellido, esta nueva ciudad estaba situada sobre o
cerca de una factoría griega, el proceder de Amílcar atentaba contra el pacto, aún vigente,
del año 348, puesto que perjudicaba los intereses de un aliado de Roma. Fueron segura-
mente las colonias más meridionales de la Península las que directamente o por interme-
dio de Massalía hicieron saber al gobierno romano el proceder bélico de Amílcar, precipi-
tando una embajada presidida por C. Papirio, cónsul en el 231, que vino a Iberia a entre-
vistarse con el caudillo púnico para pedirle explicaciones sobre sus actividades. La irónica
respuesta de Amílcar de que los cartagineses llevaban la guerra a Iberia para pagar las
deudas que tenían con los romanos parece que dejó satisfecha a la comisión, o al menos
debió fingir que lo estaba.

De hecho, el pretexto era poco satisfactorio, porque ese mismo año o el anterior ya
se había satisfecho la última cuota impuesta por el tratado de Lutacio Catulo. Es bastante
probable que el gobierno romano sólo intentara hacer saber a Amílcar que conocía sus
planes en forma de velada advertencia. Quizá la diplomacia romana estaba mediatizada
por los problemas que, por este tiempo, el gobierno había de resolver en la propia Italia,
en la región ligur y en las costas de Iliria. En cualquier caso los intereses de Roma esta-
ban muy lejos de la Península y, ante la preocupación por problemas más inmediatos y
directos, prefirió la no intervención, aun a costa de sacrificar a sus aliados. Por otra parte,
el pacto del 348, según se desprende de la redacción de Polibio, fuera de la protección
por parte de Roma a sus aliados, no limitaba la expansión púnica, sino que era la propia
Cartago la que definía sus fronteras de dominio exclusivo, ya que, de no ser así, el avance
púnico al norte de Mastia (Cartagena) hubiese significado una flagrante transgresión del
tratado.

De cualquier modo, Amílcar tenía las manos libres para operar en la región con el
apoyo de la base de Akra Leuke y sus siguientes esfuerzos se encaminaron a someter las
tribus vecinas de la costa y del interior. Pero en el curso de esta campaña, el general pú-
nico perdió la vida durante el sitio de la ciudad de Heliké, identificada sin base firme con
Elche, y, más probablemente, como piensa García y Bellido, con otro topónimo del mismo
nombre, Elche de la Sierra, en la región montañosa al sur de Albacete, en la sierra de
Segura.

Las circunstancias de la muerte de Amílcar están adornadas en las fuentes con


una serie de anécdotas cuya comprobación no ha sido confirmada: durante el sitio de la
ciudad, Orissón, rey de los oretanos, se acercó en auxilio de los sitiados, haciendo creer a
Amílcar que era a él a quien quería prestar apoyo. Cuando estuvo cerca atacó de improvi-
so a las tropas sitiadoras utilizando la estratagema, otras veces repetida en la conquista
romana de la Península, de lanzar por delante carros ardiendo tirados por bueyes, que
desbarataron las filas enemigas. Los púnicos hubieron de retirarse y Amílcar, buscando la
salvación de los que le rodeaban, intentó atraer hacia su persona a los perseguidores. Al
cruzar un río, la corriente lo descabalgó y pereció ahogado. Sean o no ciertas estas cir-
! ! ! ! ! !
cunstancias, el hecho es la muerte de Amílcar, nueve años después de su desembarco en
las costas de la Península, en el 229/228 a. C.

Asdrúbal
La sucesión de Amílcar al frente de la epicracia peninsular no comportó problema
alguno. Las tropas de Iberia y el gobierno de Cartago estuvieron de acuerdo en nombrar
strategós a su yerno Asdrúbal, que, como lugarteniente del general muerto, ofrecía garan-
tías de continuidad para la brillante política desarrollada hasta ahora en Iberia. Asdrúbal se
encontraba por entonces en África, a donde había tenido que acudir desde la Península
para sofocar una revuelta númida, en la que cayeron ocho mil insurrectos.

Con refuerzos traídos de África, el nuevo responsable de la política ibérica dirigió


su primera acción a vengar la muerte de Amílcar. Consiguió castigar al rey Orissón y a
los demás culpabes de la muerte de Amílcar y, tras someter a las tribus -doce, al parecer-
que habían tomado parte en la conjura, redujo sus centros urbanos a la categoría de ciu-
dades tributarias.

Las fuentes, fundamentalmente Polibio, subrayan el giro dado a la política peninsu-


lar por el nuevo caudillo, que tenderá a fortalecer el dominio púnico, más que por la fuerza
de las armas, empresa muy difícil si tenemos en cuenta la enorme extensión del territorio
y la fragmentación política, por las artes de la diplomacia. Intentó así una política de atrac-
ción y amistad con los reyezuelos ibéricos, e incluso tomó en matrimonio a la hija de uno
de estos régulos. Según Diodoro, esta labor se vio coronada por el más completo éxito,
puesto que los iberos le nombraron strategós autokrátor, es decir, general con plenos po-
deres o caudillo, término también utilizado por las fuentes griegas para designar el papel
autocrático militar de los tiranos griegos de Sicilia.

Este ascendiente sobre las tribus ibéricas dio pie a sus enemigos para una acusa-
ción de aspirar a la monarquía. No faltaban, de hecho, pretextos que parecían fundamen-
tarla. Su posición en Iberia podía parangonarse a la de un monarca e incluso ordenó acu-
ñar moneda con su efigie, al estilo de los reyes helenísticos. Pero no podía considerarse
como un proceder independiente o anticartaginés, sino sólo como un medio más -Esci-
pión, luego, como veremos, utilizó una posición semejante- para elevar su ascendiente
entre las tribus indígenas y cimentar su prestigio y autoridad sobre bases más sólidas.

Indudablemente la más fecunda acción de Asdrúbal en Iberia fue la fundación de


una nueva ciudad en la costa levantina para sustituir a Akra Leuke como base y centro
principal del dominio púnico. Se eligió el magnífico puerto de Cartagena, situado, por otra
parte, en una región con incontables recursos minerales, en especial, plata. La ciudad pú-
nica fue edificada sobre terrenos de la antigua Mastia, que ya conocemos como límite del
ámbito púnico anterior a la Primera Guerra Púnica. No sabemos cómo fue llevada a cabo
la fundación y las relaciones con los antiguos habitantes indígenas. Fue bautizada con el
nombre de Qart Hadashat (Qrthdst) o “Ciudad Nueva”. En las fuentes griegas, el término,
traducido como Kainé polis , derivó en Karchedón, y en las latinas, Carthago Nova, que
fue el que prevaleció, una vez desaparecido el dominio púnico. Frente a los que suponen
que el pretencioso nombre, igual al de Cartago, podía interpretarse también como un de-
seo político de distanciarse de la metrópoli, la elección parece deberse precisamente, co-
mo supone Huss, a la idea de una estrecha relación entre Cartago y la provincia de Ibe-
ria.

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Los éxitos diplomáticos de Asdrúbal entre la población púnica, el afianzamiento de
las posiciones y la extensión creciente de su ámbito de influencia, debieron alarmar a los
romanos, que, como hemos visto, unos años antes se habían interesado por el avance
púnico en Iberia. La investigación insiste en señalar a Massalía como la instigadora ante el
gobierno romano del latente peligro cartaginés, puesto que esta ciudad era la más direc-
tamente perjuidicada con la competencia púnica en las costas levantinas de la Península.
La perplejidad o el desinterés romano unos años antes había permitido a Amílcar extender
su influencia hasta el cabo de la Nao: la consecuencia directa para los intereses griegos
había sido la pérdida de sus factorías más meridionales o, al menos, su práctica inutiliza-
ción, al quedar rodeadas de territorio adicto o sometido a Cartago.

La embajada romana del 226: el Tratado del Ebro


El gobierno romano creyó necesario el envío a Iberia de una nueva embajada, que
se produjo efectivamente en el 226. Las conversaciones entre los embajadores romanos
y Asdrúbal se concretaron en un tratado, generalmente considerado por la investigación,
siguiendo a Pareti, como un Diktat, una imposición por parte romana en la que específi-
camente quedaba marcado el límite a las aspiraciones púnicas en Iberia. No conservamos
el texto original del pacto, pero todas las fuentes —Polibio, Apiano y Livio— coinciden en
que, según éste, los púnicos no deberían pasar en sus conquistas al norte del Ebro; en
frase varias veces repetida por Polibio, que “estaba prohibido a los cartagineses atravesar
el Ebro en armas”. Algunos autores antiguos añaden taxativamente una cláusula relativa a
la ciudad de Sagunto, que parece habría suscrito anteriormente un tratado de amistad con
los romanos. Los problemas que esta cláusula, sin duda inventada, plantearía pocos años
después como casus belli de la Segunda Guerra Púnica, serán tratados a continuación.

Extraña, en principio, la generosa concesión a las intenciones imperialistas púnicas


en Iberia por parte de Roma si no tenemos en cuenta el contexto histórico en que el tra-
tado se llevó a cabo. Polibio menciona la apurada situación romana ante la inminencia de
una invasión gala en Italia que, efectivamente, tuvo lugar al año siguiente.

Las presiones de Massalía sobre las intenciones supuestamente antirromanas de


los Barca en Iberia, resolvieron al gobierno romano a actuar para intentar contar con la
neutralidad púnica en la grave situación que se avecinaba. Esta ansiedad y premura de
tiempo sólo podía ser satisfecha mediante una sustancial cesión de derechos, que As-
drúbal supo aprovechar. Pero es digno de atención el hecho de que esta convención no
fue suscrita, como hubiera sido de esperar, con el gobierno púnico, sino directamente con
el caudillo que representaba el peligro inminente en una situación de excepción.

Nos sentimos inclinados a considerar el tratado como un pacto transitorio, que re-
quiriría posteriormente una mayor precisión. Así, más que un Diktat, la legación romana
trataba de conseguir, ante todo, la promesa por parte de Asdrúbal de no coaligarse con los
celtas en el conflicto que se avecinaba en Italia. Con la fijación de la línea del Ebro los
romanos recibían la garantía de que Asdrúbal no se mezclaría en los conflictos romano-
celtas, mientras el general púnico veía abierta la posibilidad de convertir casi toda la Pe-
nínsula en provincia cartaginesa. Sin duda, era Asdrúbal el más beneficiado por el conve-
nio. Por supuesto, cualquier otra cláusula de garantía, como la referente a Sagunto y a las
colonias griegas, no entraba en absoluto en consideración.

Una tradición, procedente de Fabio Máximo y recogida por Livio y Polibio, hace
responsable a Asdrúbal de un intento de golpe de estado en Cartago, apoyado por el ejér-
! ! ! ! ! !
cito y la plebe contra el gobierno del senado, y, en última instancia, de la ruptura de hosti-
lidades con Roma. Dentro de las limitaciones impuestas por las fuentes, parece improba-
ble este pretendido mal entendimiento con el poder central, puesto que la única expedi-
ción que conocemos llevada a cabo por Asdrúbal en África se remonta a la época en que
Amílcar acaudillaba el ejército púnico en Iberia y contó con la aprobación del gobierno car-
taginés, preocupado con la sublevación de Numidia. El propio envío de refuerzos a Iberia,
muerto Amílcar, indica que implícitamente se reconocía el caudillaje y, por último, no existe
evidencia de la desautorización de la política autocrática llevada a cabo por Asdrúbal
cuando, después de su muerte, los embajadores romanos pidieron al gobierno cartaginés
responsabilidades por la transgresión del tratado del Ebro, suscrito por él.

Aníbal
La brillante política seguida por Asdrúbal en Iberia encontró, sin embargo, un pre-
maturo fin en el 221 por la muerte del caudillo a manos de un esclavo celta, movido por
una venganza personal. Las tropas proclamaron como jefe al hijo de Amílcar, Aníbal, que
entonces contaba veinticinco años, y el gobierno de Cartago ratificó la elección. Los ele-
mentos antibárquidas de la oligarquía cartaginesa, descontentos con el nombramiento pe-
ro sin posibilidades de anularlo, trataron de desprestigiar a Aníbal indirectamente, me-
diante un ataque a sus principales apoyos en África, que fueron acusados de apropiarse
de las riquezas enviadas desde Iberia.

El mismo año de su elección como general en jefe, el 221, emprendió una campaña
contra los ólcades, pueblo que, generalmente, se sitúa en la región comprendida entre el
Guadiana y el Tajo. Sitió su principal ciudad, Althía para Polibio y Cartala para Livio, que,
una vez tomada, forzó a los indígenas a entregarse. Conseguido este propósito y con
grandes riquezas acumuladas, retornó a invernar a Carthago Nova.

Al año siguiente y en la misma dirección, Aníbal llevó aún más lejos sus acciones
bélicas hasta las tierras de los vacceos, en el Duero medio, sitiando dos de sus principa-
les ciudades, Helmantiké (Salamanca) y Arbucala (seguramente, Toro), que acabaron, a
pesar de su resistencia —en el caso de Salamanca adornada con tintes novelescos—
sometiéndose. Para su incursión, Aníbal utilizó, al parecer, la posterior vía romana Cartha-
go Spartaria-Castulo-Laminium-Toletum-Salmantica, cuyo último tramo, seguramente ya
abierto por Tarteso, a través de la provincia de Salamanca, sería posteriormente una im-
portante vía romana, la conocida con el nombre de Camino de la Plata.

Cuando Aníbal regresaba de la campaña, seguramente por Ávila o Segovia, hacia


las llanuras de Madrid y Toledo, en busca del Tajo, se vio atacado de forma inesperada
por un ejército de carpetanos, reforzados por fugitivos de Helmantiké y de los ólcades.
Las magníficas dotes estratégicas del caudillo salvaron la situación y la victoria consegui-
da sobre los indígenas atacantes contribuyó a la sumisión de nuevos pueblos del interior.

Estas demostraciones bélicas, primero contra los ólcades y luego contra los vac-
ceos, se han interpretado como manifestaciones de un giro en la política bárquida en la
Península. Si bien Aníbal continúa el fortalecimiento de las posiciones púnicas en la costa
meridional y levantina, en las directrices marcadas por Amílcar y Asdrúbal, se acentúan
más a partir de ahora los componentes imperialistas del dominio cartaginés. Aníbal habría
vuelto así a las guerras de conquista, en un intento de nivelar también por occidente los
éxitos obtenidos en Levante.

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En realidad, la política bárquida en la Península se desarrolla bajo el signo de la
continuidad: con los medios que exigen o permiten las circunstancias concretas -acciones
bélicas en unos casos, diplomacia en otros- se tiende a afirmar y extender cada vez mas
lejos el dominio cartaginés en Iberia. Aníbal utiliza ambos recursos. Si es cierto que, desde
un principio, impone el uso de la fuerza militar, no se puede dejar de lado su búsqueda de
alianzas con las poblaciones sometidas, que, como en el caso de su cuñado Asdrúbal, le
empujan incluso a tomar como esposa a una noble de Castulo.

Las campañas de Aníbal en el interior no pueden interpretarse como una voluntad


de extender la influencia cartaginesa a estos alejados territorios, probablemente por la
propia falta de interés del general púnico en conseguir una conquista efectiva. Lo prueba,
sin más, el abandonó de estas regiones después de las campañas sin dejar en ellas guar-
niciones permenentes. Los motivos que pudieron empujar a Aníbal a llevar sus armas has-
ta estas tierras tan distantes del núcleo de dominio cartaginés sólo pueden explicarse por
la búsqueda de botín -los abundantes cereales de la región vaccea- y prisioneros, sus-
ceptibles, como en otras ocasiones, de convertirse en soldados de su ejército o destina-
dos como esclavos al trabajo en los campos agrícolas o en las minas.

Aníbal pasó de nuevo el invierno de 220-219 en Carthago Nova. El próximo objetivo


contra la ciudad de Sagunto precipitaría la Segunda Guerra Púnica.

Carácter del imperio bárquida en la Península


Con los fragmentarios datos de las fuentes antiguas es posible, al menos, trazar las
líneas generales de progresión del imperio púnico en la Península, levantado por la familia
de los Barca. Menos noticias tenemos sobre el carácter de este imperio y la significación
de la Península como colonia púnica de explotación.

En primer lugar, hay una fundamental diferencia entre la acción cartaginesa anterior
a la Primera Guerra Púnica y el dominio bárquida. Es indudable que éste tenía más ambi-
ciosos propósitos y constituía de hecho el intento de aprovechar, mediante un dominio es-
table, las fuentes de riqueza peninsulares, la primera de todas y la más importante, sin
duda, las minas de plata de la región de Cartagena y de Castulo. Para dar una idea apro-
ximada del volumen de mineral explotado basta con mencionar que, según Polibio, una
sola de estas minas, en la región de Castulo, la llamada Baebelo, reportaba a Aníbal tres-
cientas libras de metal diarias. Precisamente a partir del dominio púnico en Iberia comien-
zan en Cartago las acuñaciones de grandes piezas de plata. El interés por los metales
preciosos no quedaba limitado a esta explotación directa, sino que se reforzaba por la im-
posición de tributos a los pueblos sometidos y por el saqueo de ciudades, como las cita-
das de Cartala, Helmantiké, Arbucala... Además de los metales preciosos, que sanearon la
economía del estado cartaginés y permitieron financiar ejércitos de mercenarios y soborno
de poblaciones, fueron también explotadas otras minas de metales útiles, como hierro y
cobre.

La explotación económica alcanzaba también a la agricultura, que Blázquez supone


vigorosamente impulsada por los púnicos, al contar con técnicas altamente especializadas
de cultivo. Pero, sobre todo, y manteniendo la tradición comercial y mercantil, las factorías
de las costas hispanas experimentaron un nuevo auge, que prueban los numerosos ha-
llazgos de instalaciones para las conservas y salazón de pescado y para la fabricación del
preciado garum. Esta industria se combinaba en Gades, Carthago Nova y Carteia con

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construcciones navales, algunos de cuyos materiales fundamentales, como el esparto,
crecían en abundancia en las proximidades de Carthago Nova.

Finalmente, entre las fuentes de recursos conseguidos en Iberia, no hay que olvidar
el material humano, no sólo por lo que se refiere al empleo de mano de obra esclava, tan-
to en las explotaciones peninsulares como en África, sino, sobre todo, a la utilización de
indígenas en los ejércitos púnicos, sobre cuyo volumen no es necesario insistir.

La explotación del territorio conquistado o sometido debió ser organizada mediante


algún tipo de administración, aunque no contamos con ningún indicio que permita conocer
su alcance y funcionamiento. C.G. Wagner ha sugerido que esta organización, semejante
a la existente en los dominios africanos de Cartago, se articularía en una división en tres
distritos o provincias, los pagi. Un texto de Livio menciona la provincia gaditana, que po-
demos suponer uno de estos distritos, con Gadir como capital, administrado por un pre-
fecto con funciones militares y civiles.

Conocemos en cambio algo mejor la utilización de un componente religioso, el culto


a Hércules-Melqart, como instrumento ideológico para legitimar y dar contenido a la políti-
ca imperialista cartaginesa. Las representaciones de Melqart, la divinidad ciudadana, pro-
tectora de la colonización, en las abundantes acuñaciones hispano-cartaginesas y las
muestras de respeto de los caudillos púnicos - y en especial, de Aníbal- por el santuario
de Hércules-Melqart de Gadir son testimonios evidentes de esta utilización de la ideología
y el simbolismo del dios de Tiro por los bárquidas.

La conquista bárquida de la Península trajo consigo un estrechamiento de las rela-


ciones económicas y políticas de las ciudades fenicias peninsulares con Cartago. La nue-
va coyuntura favoreció la economía de estas ciudades, como consecuencia de la amplia-
ción del mercado interior, paralela a la creciente extensión del dominio púnico. Por otro
lado, el ejército cartaginés constituía una garantía de seguridad frente a las formaciones
políticas indígenas. Y, además, el cierre del Tirreno a las actividades económicas de Car-
tago intensificó el comercio con las ciudades peninsulares, que vieron reforzada su tradi-
cional función intermediaria como puertos de abastecimiento e intercambio con África y
Cartago, al menos, hasta la fundación de Carthago Nova.

La dominación bárquida permitió, por otra parte, a las ciudades fenicias la ocupa-
ción y subsiguiente explotación agrícola de nuevas tierras, gracias al control militar carta-
ginés, pero, sobre todo, el acceso a las explotaciones mineras de plata de Huelva. Es pre-
cisamente ahora cuando las ciudades fenicias peninsulares adoptan la economía moneta-
ria y Gadir inicia sus acuñaciones de plata.

Pero, además de las viejas ciudades fenicias, los Barca materializan una política
de nuevos establecimientos coloniales. El control efectivo de territorios cada vez más ex-
tensos y la explotación directa de sus recursos, en los cauces de la nueva política imperia-
lista, necesitaban como instrumento eficaz para su consolidación la fundación de colonias.
Sólo conocemos los nombres de Akra Leuke y Carthago Nova, aunque no fueron las úni-
cas. El elemento humano necesario para poblarlas se nutrió, en buena parte, de los abun-
dantes veteranos del ejército bárquida, pero también de colonos africanos, traídos de Libia
y en relación, sin duda, con los blastophoinices de las fuentes clásicas.

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En suma; es evidente que las esperanzas puestas por los interesados en una polí-
tica imperialista y colonial en la Península habían quedado sobradamente satisfechas. Los
veinte años escasos de colonialismo púnico en Iberia habían conseguido sustituir con cre-
ces las pérdidas de las posesiones cartaginesas en las islas del Tirreno y fortalecer el Es-
tado hasta el punto de no temer, veinte años después del desastre de las islas Égates,
una nueva confrontación con Roma.

Las causas de la Segunda Guerra Púnica: la cuestión de Sagunto

Sagunto
Sagunto era una ciudad costera ibérica, en territorio edetano. Ocupaba una magní-
fica posición, levantada sobre un cerro a cierta distancia del mar y regada por el río Palan-
tia. Sus acuñaciones monetarias con la leyenda Arse plantean el problema de saber si se
trata de una o dos ciudades. Parece que la interpretación más aceptable es la de conside-
rar la existencia de una doble ciudad: una, la acrópolis, que correspondería al actual Sa-
gunto, y otra, el puerto, a alguna distancia, que todavía permanece como núcleo urbano,
Puerto de Sagunto. En las fuentes antiguas ambos nombres dieron pie a la forja de leyen-
das sobre su origen, en relación con la ciudad griega de Zakynthós o con los habitantes
latinos de Ardea. Si bien es indudable su carácter ibérico, no hay quizá que descartar la
existencia de elementos o intereses griegos en la ciudad, por su situación geográfica, en
la línea de las factorías griegas levantinas, y por su prosperidad, producto en parte del in-
tenso tráfico comercial marítimo con griegos y púnicos.

La marcha de Aníbal contra la ciudad en la primavera del 219 y su asedio, como


acontecimientos inmediatos que precipitarían la Segunda Guerra Púnica, han llamado la
atención de las fuentes antiguas sobre la ciudad y su lucha contra Aníbal, que, paradóji-
camente, han complicado, por sus inexactitudes y subjetivismo, los intentos de conseguir
una explicación razonable del discurrir de los hechos.

Estas inexactitudes se refieren, en primer lugar, al entorno político de Sagunto. La


ciudad se encontraba en conflicto con un pueblo vecino, que las fuentes llaman turdetanos
o turboletas. La denominación de turdetanos es claro que sólo puede entenderse como
una inexactitud, producto del desconocimiento geográfico de !a Península. Pero si la resti-
tución del segundo étnico parece la correcta, no hay seguridad en cambio sobre su locali-
zación. Conocemos una ciudad Turbula de los bastetanos, citada por Ptolomeo, que Livio
llama Turba, pero muy lejos de Sagunto. Seguramente estos turboletas hayan de ser si-
tuados en la Plana de Castellón o en la región de Teruel.

Tampoco conocemos las causas de la enemistad entre turboletas y saguntinos,


que, quizá, habría que achacar a viejas reivindicaciones fronterizas por una y otra parte.
Lo que sí es manifiesto es que estas rencillas serían utilizadas por Roma y Cartago para
sus respectivos planes. La situación de Sagunto se complicaba con la inestabilidad políti-
ca en el interior de la ciudad, donde, probablemente, hemos de imaginar la existencia de
una facción favorable al entendimiento con Cartago, como potencia inmediata a su territo-
rio y árbitro de la zona, y otra, que veía en Roma la única esperanza para defender la in-
tegridad de su territorio contra la creciente extensión del dominio púnico.

Sobre este trasfondo político de la región de Sagunto, las fuentes, al llegar al punto
de explicar el desarrollo de las hostilidades, introducen nuevos puntos de confusión, que
aún se complican por la exposición de razones esgrimidas por las diplomacias cartaginesa
! ! ! ! ! !
y romana ante la inminencia de la guerra, en su intento de justificar por ambas partes
una política estrictamente defensiva. La consecuencia es una maraña de argumentos con-
tradictorios, que la investigación ha intentado, con mejor o peor fortuna, poner de acuerdo.

Injerencias de Aníbal
El tratado del Ebro del 226 daba a Aníbal mano libre para continuar extendiendo el
imperio púnico en la Península en la zona levantina, donde en los años anteriores se ha-
bía progresado hasta el cabo de la Nao. El paso siguiente lo constituía hacia el norte la
llanura de Valencia. La presencia de Sagunto en ella estorbaba los planes de Aníbal, que
supo aprovechar las rencillas que enfrentaban esta ciudad a sus vecinos turboletas.

Atraídos éstos a la política cartaginesa, Sagunto debió considerar la imposibilidad


de resistir aislada a la presión púnica y la búsqueda de soluciones enfrentó a los habitan-
tes de la ciudad en dos facciones, una partidaria de claudicar ante Aníbal y la otra dis-
puesta a resistir a sus ambiciones imperialistas. Puesto que era suicida confiar en las pro-
pias fuerzas para esta segunda alternativa, la facción que la defendía recurrió a la única
potencia que podía asegurar una resistencia con éxito, Roma, y consiguió con su ayuda
hacerse con el poder en la ciudad.

La intervención de Roma no sabemos si fue pasiva o activa, es decir, si, ajenos a


los intereses peninsulares, respondieron simplemente a una iniciativa saguntina o si, por
el contrario, fue el propio gobierno romano el interesado en suscitar en el interior de la
ciudad una facción favorable a la alianza para poder intervenir en Iberia. En cualquier ca-
so, ésta se produjo y Sagunto quedó integrado —no sabemos cuándo, ni tampoco, con
seguridad, bajo qué circunstancias— entre los aliados de Roma.

Dejando a un lado por el momento las cuestiones jurídicas sobre la legalidad y el


alcance de esta alianza, la nueva situación creada empujó a Aníbal a someter la ciudad
por la fuerza, haciendo caso omiso de la advertencia de los embajadores romanos, que le
hicieron saber la reciente alianza. El ejército púnico puso sitio a la ciudad que, tras ocho
meses de asedio, fue tomada al asalto.

Conocemos muchos detalles del sitio por Livio, donde se ensalzan el valor y la re-
sistencia de los sitiados y su sacrificio hasta la muerte y destrucción total de la ciudad,
que han dado pie a la creación de la leyenda heroica del amor a la libertad del «pueblo
hispano», tan querida por nuestra historia tradicional. De sobra es conocida la tendencio-
sidad de Livio, lo que ahorra la descripción de estos detalles, que no pueden ser compro-
bados. Ni la ciudad fue destruida totalmente, puesto que Aníbal la utilizó posteriormente
como base fortificada contra los romanos, ni sus habitantes perecieron en su defensa, ya
que muchos fueron entregados a los soldados para su venta como esclavos, ni fueron
arrojadas todas sus riquezas al fuego, como se desprende del enorme botín conseguido
por las tropas púnicas que entraron en la ciudad.

Sagunto, en todo caso, fue conquistado y Aníbal puso en la ciudad una guarnición,
encerrando en la ciudadela rehenes para asegurarse el apoyo o la neutralidad de las tri-
bus ibéricas, con vistas a los acontecimientos siguientes.

La actitud de Roma
La posición de Roma durante el largo asedio de la ciudad ha sido muy discutida,
así como las causas de la no intervención militar, que dejaba a la ciudad indefensa ante la
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máquina de guerra lanzada por Aníbal. Tras la advertencia al caudillo púnico anterior al
asedio, la embajada romana se trasladó a Cartago para protestar por el sitio de Sagunto,
bajo la presidencia de Valerio Flaco, sin ningún resultado positivo. Finalmente, cuando fue
conocida la caída de la ciudad, el gobierno romano decidió el envío de una nueva emba-
jada, que, bajo la presidencia de M. Fabio Buteón, presentó enérgicamente al senado car-
taginés un ultimátum: o se entregaban a Roma los responsables del ataque a Sagunto o
sería declarada la guerra. Las condiciones del ultimátum no dejaban elección. Formalmen-
te comenzaba así la Segunda Guerra Púnica. Según Livio, a su regreso, a través de la
Península, los embajadores habrían tratado de levantar en contra de Aníbal a tribus indí-
genas de la orilla izquierda del Ebro, como los bargusios y volvianos, lo que parece bas-
tante improbable por razones en las que sería prolijo entrar.

La Kriegschuldfrage
Si están razonablemente asegurados los eslabones de la cadena que conduce a la
nueva ruptura de hostilidades entre Roma y Cartago, restan en cambio una serie de pun-
tos oscuros, que parece oportuno señalar por el principalísimo papel que juega en ellos la
Península.

El carácter de conflagración mundial que esta guerra tuvo en la Antigüedad, a cau-


sa de la significación en política internacional de los contendientes y de las consecuencias
para el mundo antiguo de la nueva victoria de Roma, justifican el interés de la historiogra-
fía antigua por ahondar en las responsabilidades del conflicto. Este interés se ha renovado
en la investigación moderna, no sólo por el reflejo mediatizado de la documentación en las
fuentes literarias, sino también por paralelismos anacrónicos. En efecto, el deseo de los
historiadores de Roma de encontrar respuesta a un problema ya planteado en las fuentes
antiguas, se ha visto subconscientemente espoleado por vivencias de la historia contem-
poránea, que, primero en 1914 y luego en 1939, suscitaron el tema de la búsqueda de
responsabilidades a las dos últimas grandes conflagraciones mundiales.

Así nació la Kriegsschuldfrage o cuestión de la responsabilidad de la Segunda


Guerra Púnica, sobre la que se han pronunciado con diferentes argumentos y resultados
un elevado número de historiadores de Roma. Volver a plantear y discutir estos argumen-
tos no tendría sentido, mientras no sea posible —lo que es poco probable— encontrar
nuevos puntos de apoyo que aclaren el problema. Por ello nos limitaremos a resumir con
Hampl el estado de la cuestión y sus observaciones al conjunto del tema.

Es indudable que el arranque de la Kriegsschuldfrage procede de Polibio, que dis-


tingue, siguiendo el modelo de Tucídides, las causas verdaderas de la guerra del pretexto
inmediato que precipitó su comienzo. Para Polibio estas causas estaban ya en la intención
de Amílcar de preparar una guerra de venganza contra Roma, mediante la conquista de
Iberia, cuyos recursos permitirían financiarla y alimentarla. El pretexto inmediato habría
sido la cuestión de Sagunto. Entre ambos se inserta el tratado del 226 que prohibía a los
cartagineses cruzar el Ebro en armas.

El primer punto, es decir, las intenciones belicosas de los Barca, es indemostrable.


Parece que esta idea procede de los enemigos cartagineses de los Barca, que, vencida
Cartago, trataron de achacar toda la responsabilidad de la guerra a la familia de
Aníbal, que habría actuado sin el consentimiento del gobierno. Ya han quedado expuestas
las razones más inmediatas que movilizaron a los Barca a hacerse con el control de la

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Península, en cualquier caso con pleno conocimiento y ratificación por parte del gobierno
púnico.

No obtante, en la tradición literaria, se insertan detalles, como el tantas veces re-


petido juramento de Aníbal de odio eterno a los romanos, que han pesado sobre la consi-
deración posterior. La pérdida de fuentes procartaginesas sobre la guerra hace que exista
ya de entrada un prejuicio, puesto que es mucho menos repetida la consideración de que,
antes de la llegada de Amílcar a Iberia, Roma había emprendido con todas las conse-
cuencias un camino imperialista, al anexionar, contra todo derecho, las posesiones púni-
cas en las islas del Tirreno después de la revuelta de los mercenarios. Sólo Polibio reco-
noce que la pérdida de Cerdeña y el tributo suplementario impuesto a Cartago habrían
justificado la guerra, aunque, en todo caso, culpa de su desencadenamiento a los púnicos.

El problema del Tratado del Ebro es, sobre todo, un problema de contenido: ¿se
trataba de una prohibición simple de cruzar el río en armas, como repite varias veces Poli-
bio, o contenía cláusulas mutuas sobre respeto a los aliados, como quiere la tradición pos-
terior? Tampoco en este aspecto es posible llegar a soluciones concretas. Más interesan-
te es preguntarse por qué Asdrúbal, a quien algún analista romano, como Fabio Pictor,
achaca la responsabilidad de la guerra, pactó con el gobierno romano, renunciando a in-
tenciones bélicas. La iniciativa en este tratado fue romana y su contenido no pasaba de
ser un pacto de inmovilización tras una línea que era suficiente para la seguridad de Roma
y que estaba muy lejos de los intereses del caudillo púnico en ese momento para optar
por una negativa. Ni los embajadores romanos ni Asdrúbal hacían cábalas sobre el poste-
rior desarrollo de los acontecimientos. Correspondía a los intereses del momento, y así
fue aceptado.

Mayores dificultades suscita la cuestión de Sagunto. La primera, que la narración


de Polibio no permite desvelar si la aceptación de la ciudad ibera entre los aliados roma-
nos fue anterior o posterior al tratado del Ebro. Lo que sí dejan traslucir las fuentes, y el
desarrollo de los acontecimientos lo ratifica, es que estas relaciones entre Sagunto y Ro-
ma no se pueden separar de los crecientes éxitos púnicos en la Península. Si, como pa-
rece más probable, esta alianza fue posterior al tratado (no antes del 221-220), Roma
conscientemente adoptaba ya una política peligrosa y manifiestamente desafiante, estu-
viera o no enmascarada con pretextos y tuviera o no carácter regular. Es evidente que el
ataque a Sagunto de cualquier modo era ya un claro casus belli.

Pero entonces surge otra cuestión: ¿por qué no actuó Roma para defender con las
armas a la ciudad aliada y esperó a su destrucción para intervenir con una tajante decla-
ración de guerra a Cartago? Las respuestas a este interrogante se clasifican en dos tipos.
Para unos, Roma no estaba aún preparada para esta guerra cuando Aníbal atacó Sagun-
to, al tener pendiente la resolución del problema de Iliria contra Demetrio de Faros y temer
un conflicto armado en dos frentes. Para otros, la difícil alternativa se retrasó por disensio-
nes internas dentro del gobierno romano, entre partidarios de una política itálica, que pre-
fería un robustecimiento del Estado dentro de las fronteras italianas, y seguidores de una
política mundial, abiertamente imperialista.

No obstante, la cuestión de Iliria sólo requirió algunas semanas en su resolución, y


la labor de la diplomacia romana, procurando evitar una guerra por el peso de una preten-
dida facción agraria itálica, no tiene apoyo en la antigua tradición. La tesis procede de una
fuente tardía, Zonaras, para quien el desastre de Sagunto desató una discusión en el se-
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nado sobre la conveniencia o no de declarar la guerra, resuelta con el envío de una emba-
jada, encargada de exigir responsabilidades. Pero esta embajada era de hecho ya una
declaración de guerra, por el carácter del ultimátum, que ningún gobierno cartaginés podía
aceptar. Por ello, que Roma presentara este ultimátum puede interpretarse en el sentido
de que el gobierno no actuó antes en defensa de Sagunto porque buscaba un hecho con-
sumado que hiciera imposible dar marcha atrás, y, para ello, sacrificó la ciudad a sus inte-
reses. Por supuesto, esto no impide, que, con anterioridad, no hubiesen tenido lugar dis-
cusiones en el senado sobre una guerra contra Cartago.

Finalmente, el más difícil de los muchos problemas que plantean los prolegómenos
de la Segunda Guerra Púnica es el hecho de que cuando Roma declaró la guerra, lo hizo
aduciendo la violación del tratado del Ebro por el hecho de haber atacado Aníbal a Sagun-
to, lo que presupone admitir que Sagunto estaba al norte del Ebro, como, de facto, se
afirma en algunas fuentes.

La absoluta imposibilidad de lograr una explicación satisfactoria ha llevado a la co-


nocida e ingeniosa tesis de Carcopino según la cual el Ebro del tratado del 226 no sería el
río que los romanos posteriormente llamaron Hiberus y que ha conservado el actual nom-
bre de Ebro, sino otro más al sur cuyo nombre varió ya en la Antigüedad, el Júcar o Sucro
de las fuentes clásicas. El problema quedaría totalmente solucionado al estar Sagunto al
norte de este río, pero es difícil creer en un cambio de nombres, y, en segundo lugar, Poli-
bio taxativamente cuenta que Aníbal, tras la toma de Sagunto y ya declaradas las hostili-
dades, pasó el Ebro.

Una segunda tesis, la de Hoffmann, sostiene que la tradición de que la toma de


Sagunto por Aníbal fue contestada por Roma con un ultimátum es falsa y que sólo el paso
del Ebro dio pie a la guerra. Aníbal, al traspasarlo, no habría pensado en las consecuen-
cias y únicamente intentaba someter la totalidad de la Península. La tesis se rebate fácil-
mente, puesto que sabemos por Polibio que Aníbal recibió la noticia del ultimátum —y co-
mo consecuencia la declaración de guerra— cuando aún se encontraba en Carthago No-
va.

El problema tratado del Ebro-Sagunto jamás podrá resolverse intentando explicar


conjuntamente ambos términos. La conexión entre el tratado y la agresión a la ciudad sólo
está en la cabeza de los romanos contemporáneos a la guerra, para quienes no importaba
que el paso del Ebro hubiera sido posterior a la declaración de hostilidades, con tal de
achacar a los cartagineses las responsabilidades de la transgresión manifiesta de un pac-
to.

No es extraño, pues, que la dificultad de resolver los problemas expuestos haya


incidido en la investigación, al enfrentarse con las causas y responsabilidades de la Se-
gunda Guerra Púnica, en una serie de opiniones heterogéneas y dispares. Las tesis de
una política imperialista romana, de una guerra de revancha cartaginesa largamente pre-
parada, de la inevitabilidad del conflicto por las dos grandes potencias y del deseo de am-
bos estados de enfrentarse abiertamente se contraponen con las contrarias de una línea
romana de mantenimiento en sus límites bajo el principio de la seguridad y el honor, de la
falta de intención púnica por provocar la guerra, de lo fácilmente que pudiera haberse evi-
tado el conflicto y de la inexistencia de deseos, tanto por parte de Cartago como de Roma,
de enfrentarse en el campo de batalla.

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La polémica de la Kriegsschuldfrage no ha terminado ni puede terminar: la propa-
ganda romana, el partidismo de las fuentes y el forzado silencio del vencido son obstácu-
los insalvables para alcanzar algún día una definitiva solución. Y, por ello, las posibilidades
de interpretación de las causas y responsabilidades de la guerra seguirán siendo cada vez
más numerosas e igualmente contradictorias. Hemos analizado el desarrollo de Roma y
Cartago a lo largo del período de entreguerras. Ese desarrollo, en sus planteamientos po-
líticos, desembocó en una interferencia mutua de los intereses de ambos estados con un
final trágico y paradójico: si los romanos declararon la guerra, fueron los cartagineses los
que abrieron las hostilidades. Las responsabilidades políticas, jurídicas y morales queda-
rán siempre en la penumbra de la Historia.

BIBLIOGRAFÍA
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arqueología fenicio-púnica: la caída de Tiro y el auge de Cartago, Ibiza, 1990, 19-27
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II LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA
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Los comienzos de la guerra: la expedición de Aníbal a Italia

La estrategia romana
Puesto que el ultimátum presentado ante el senado cartaginés llevaba implícita una
declaración de guerra, se supone que el gobierno romano ya había estudiado las tácticas
para el caso de un inmediato conflicto y sopesado las posibilidades frente al enemigo: la
experiencia de la Primera Guerra Púnica y el mapa político que se había ido gestando en
los últimos años en el Mediterráneo occidental no podían ser ajenos a estos planes.

Frente a la situación de partida del primer conflicto, era ahora Roma la más fuerte
en el mar y, con el apoyo de su escuadra, intentó ganar la mano a su rival mediante un
desembarco simultáneo en el corazón y en la cabeza del estado púnico, Hispania y la
propia África. La primera, desde veinte años antes, era la principal fuente de recursos de
Cartago, donde se encontraba el grueso de los efectivos militares, con reservas indígenas
prácticamente ilimitadas; en África, la capital estaba rodeada de un territorio que aún no
hacía mucho tiempo se había rebelado contra su amo: golpes bien dirigidos podían volver
a crear la misma situación y dejar aislado a Cartago.

En consecuencia, una vez declarada la guerra, se asignó a los cónsules, P. Corne-


lio Escipión y Ti. Sempronio Longo, !a conducción de las operaciones, con dos legiones
cada uno. El primero debía llevar sus fuerzas por mar a Marsella, desde donde, utilizando
la ciudad como base, operaría contra el ejército de Aníbal en la propia península Ibérica o
en la Galia Cisalpina; Sempronio, por su parte, con el resto de la flota, embarcaría para
Lilibeo, en Sicilia, donde esperaría el momento oportuno para atacar la costa africana. Aún
se añadieron a las cuatro legiones, una quinta, al mando del pretor Manlio, para supervi-
sar el punto más débil del entorno italiano, el valle del Po.

Estrategia cartaginesa
Por su parte, la ofensiva cartaginesa estaba totalmente en manos de Aníbal, que,
según Polibio, al conocer la declaración de guerra, partió de su base de Cartagena, al
frente de un gran ejército, hacia el norte, a lo largo de la costa levantina. Su estrategia de-
bía precisamente evitar la realización de los planes romanos, encadenando al enemigo a
su propio territorio para hacerle imposible la utilización de su superior flota y, sobre todo,
para provocar, mediante fulminantes golpes de mano, el desmoronamiento de la gran
fuerza del estado romano, la cohesión de la confederación itálica, en la que pensaba exis-
tían puntos débiles. Pero la falta de barcos obligaba a realizar estos planes por tierra a
través de obstáculos naturales y de territorios hostiles que era preciso superar con rapidez
para utilizar a su favor el factor de la sorpresa. La forma en que Aníbal realizaría esta em-
presa constituye una de las acciones militares más asombrosas de la Historia.

La marcha de Aníbal
Antes de su marcha, Aníbal procuró disponer las fuerzas que controlaban la Penín-
sula del modo más idóneo para poder hacer frente a cualquier desagradable sorpresa que
hiciera fracasar su plan. En especial, no creía contar completamente con los aliados indí-
genas, por lo que realizó un inteligente trasvase de tropas, enviando a África soldados ibé-
ricos mientras cubría en Iberia sus puestos con hombres procedentes de África. Imagina-
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ba así poder evitar precisamente lo que pretendía en Italia: soliviantar a los aliados, sin
cuyo concurso o, aún más, con cuya enemistad Roma estaba perdida. Pero también de-
bieron pesar las todavía no muy lejanas experiencias de la guerra líbica: temía que los
cuerpos indígenas, refugiados en sus ciudades, desertaran o, todavía peor, se pasaran al
bando enemigo. Estas precauciones, sin embargo, necesitaban tiempo para ser llevadas a
la práctica y, puesto que muy poco después de conocer el resultado de la sesión del se-
nado cartaginés con los embajadores romanos se puso en marcha, parece seguro que los
trasvases de tropas ya se habían efectuado durante el sitio de Sagunto, lo que presupone
que Aníbal contaba con una ruptura de hostilidades.

Los preparativos que, mientras tanto, había dispuesto el gobierno de Roma se vi-
nieron abajo por la inteligente política de Aníbal y por la rapidez que supo imprimir a la
arriesgada marcha sobre Italia. En efecto, cuando los ejércitos de ambos cónsules esta-
ban preparados para embarcar, surgió de improviso en la región del Po una rebelión de
galos boyos e ínsubres, presumiblemente suscitada por Aníbal. Escipión hubo de renun-
ciar a una de sus legiones para que acudiera a taponar la brecha. Mientras procuraba con
nuevas levas completar el ejército que había de partir para Massalía, creía contar con el
tiempo suficiente para impedir que Aníbal saliera de la Península, una vez que supo sus
intenciones. Pero Aníbal deshizo los planes previstos con su celeridad.

Después de emprender una peregrinación al santuario de Melqart en Gadir para


pedir al dios éxito por la empresa, el ejército púnico partió de Carthago Nova hacia finales
de abril del 218. En su marcha hasta el Ebro las gigantescas fuerzas movilizadas por el
caudillo púnico -90.000 infantes, 12.000 jinetes y varias docenas de elefantes- no hubieron
de enfrentarse a ningún contratiempo. Una vez franqueado el río por tres puntos distintos,
se abría hasta los Pirineos una región -Cataluña-, donde hasta el momento nunca habían
penetrado las armas púnicas. En su costa se encontraban una serie de colonias griegas,
satélites de Marsella, y, como consecuencia, posibles bases para los romanos.

Tanto de inmediato, por la necesidad de avanzar hacia el norte, como a largo pla-
zo, era necesario a Aníbal someter las tribus que poblaban la zona, para no dejar a sus
espaldas potenciales enemigos. Es improbable, en cambio, que estas medidas fueran la
consecuencia de una actitud antipúnica en la zona, suscitada por los diplomáticos roma-
nos que habían intervenido ante el senado cartaginés en las conversaciones preliminares
a la guerra, en su camino de regreso a Roma.

Nuestras fuentes, Polibio y Livio, registran el sometimiento de ilergetes, bargusios,


ausetanos, airenosios y lacetanos, cuya identificación geográfica, si bien aproximada,
ofrece problemas para su exacta localización. Los ilergetes, la tribu más poderosa, vuelve
a aparecer repetidamente en las fuentes y tenía a Ilerda (Lérida) como centro: se extendía
presumiblemente por el interior del Ebro, donde Salduie (Zaragoza) era una de sus ciuda-
des, por la región de Osca (Huesca), hasta los Pirineos. Los bargusios podrían corres-
ponder a las tribus indígenas extendidas en torno a Emporion (Ampurias), al pie de los Pi-
rineos orientales. Ausetanos y airenosios son también tribus pirenaicas, la primera en tor-
no a Ausa (Vich) y la segunda quizá habitantes de la región de Andorra. Finalmente, los
lacetanos ocupaban, al este de los ilergetes, el valle septentrional del curso inferior del
Ebro y la costa, entre la desembocadura de este río y Barcelona.

Aníbal podía ya atravesar los Pirineos y penetrar en la Galia. La empresa exigía


una firme voluntad y determinación, por lo que, antes de ello, se deshizo de las tropas en
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las que no confiaba suficientemente para superar la prueba: a la deserción de 3.000 car-
petanos, que para evitar desmoralizaciones fingió haber licenciado él mismo, sumó el
despido de otros 7.000 soldados. Y, finalmente, dio instrucciones sobre la defensa de Ibe-
ria, confiando a su hermano Asdrúbal y a Hannón el mando de las fuerzas que debían
permanecer en la Península. Hannón recibió la orden de mantener bajo control las nue-
vas regiones conquistadas entre el Ebro y los Pirineos, con una tropa de 10.000 infantes y
1.000 jinetes. A Asdrúbal le fue encomendada la región al sur del Ebro, con cerca de
15.000 soldados de infantería y una flota de 57 unidades. Estas cifras, parece que auténti-
cas, se conocen por un texto de Polibio (III, 33, 17-18) que el autor afirmaba haber copia-
do de una inscripción redactada por Aníbal y guardada en el templo de Juno Lacinia, en el
sur de Italia.

Mientras, a comienzos del verano, los cónsules romanos consiguieron poner en


práctica los planes tácticos previstos: Ti. Sempronio partió para Sicilia, mientras Publio
Escipión se dirigía a Marsella. Pero a la altura de la desembocadura del Ródano tuvo la
desagradable sorpresa de que Aníbal ya había cruzado los Pirineos. Escipión desembarcó
sus tropas sin excesiva prisa, confiado en una detención del ejército enemigo en la región
de la Galia meridional, cuando recibió la noticia de que Aníbal ya había franqueado el Ró-
dano. Era ahora evidente la intención del púnico de invadir Italia, que, dados los planes
romanos, se encontraba desguarnecida. Escipión se vio obligado a volver sobre sus pasos
y regresar a Italia para preparar la defensa.

Los Escipiones en Hispania

El desembarco de Cneo Escipión


Pero consciente del alto valor estratégico de la Península y de los recursos que po-
dría ofrecer al enemigo, no renunció a sus primitivas intenciones: el grueso del ejército fue
confiado a su hermano Cneo con la orden de embarcar rumbo a la península Ibérica.

Como punto de desembarco y primera base de operaciones fue elegida Emporion,


colonia griega de la costa catalana, a donde llegó Cneo con sus tropas—dos legiones y
los correspondientes auxilia itálicos— a fines del verano del 218. Inmediatamente se dis-
puso a actuar para aprovechar lo que restaba de la estación favorable. Sus primeros pa-
sos fueron encaminados a ampliar entre las tribus indígenas sus posibilidades de movi-
miento.

Si bien las tribus cercanas a las colonias griegas adoptaron una actitud amistosa,
fue necesario neutralizar a la gran mayoría mediante la fuerza de las armas, y aún así no
parece, frente a las aseveraciones de Livio y Polibio, que Cneo fuese demasiado lejos en
sus propósitos, si tenemos en cuenta que en el primer choque contra los cartagineses és-
tos eran ayudados por Indíbil, el jefe de la más poderosa tribu del norte del Ebro, los iler-
getes, y que después de la batalla continuó las operaciones contra los indígenas.

En cualquier caso pronto se produjo el primer encuentro entre Cneo y las fuerzas
púnicas al mando de Hannón, que, como sabemos, había sido encargado por Aníbal del
control de la región al norte del Ebro, cerca de la ciudad de Cesse o Cissa, identificable,
seguramente, con la posterior Tarraco. Cneo tuvo la habilidad o la suerte de entablar
combate en superioridad numérica, ya que no dio oportunidad a Asdrúbal de conjuntar con
Hannón sus tropas a tiempo de la batalla.

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El éxito inicial fue, pues, romano, ampliado aún por el hecho de que se cogió a los
cartagineses como botín los objetos de valor que los soldados de Aníbal habían confiado a
la custodia de Hannón al partir para Italia. La toma del campamento púnico fue seguida de
la ocupación de la ciudad, que, con su magnífico puerto, constituirá poco después la prin-
cipal base de operaciones romana. La vieja ciudad ibérica sufrió importantes reformas en
su fortificación, que aún hoy perduran, sobre los cimientos de las antiguas murallas cicló-
peas indígenas.

Asdrúbal, enterado del desastre de Hannón, cuando ya había franqueado el Ebro y


puesto que sus fuerzas eran incluso inferiores en número a las de éste, consideró pruden-
te evitar el encuentro, aunque antes de regresar a su base de Cartagena pudo sorprender
en la costa a los soldados de la flota romana que, dispersos, no tuvieron tiempo de pre-
sentar batalla. Asdrúbal les causó algunas pérdidas, si bien no pudo apoderarse de las
naves. Aún, según Livio, aprovechó la ocasión para hostigar a los ilergetes contra los ro-
manos y, poco después, regresaba a Carthago Nova.

Parece que las fuentes por las que conocemos la campaña inicial del 218, Polibio y
Livio, relatan dos versiones independientes, que, en este último autor, repetidas una a
continuación de la otra, introducen cierta confusión respecto a las luchas de romanos
contra indígenas y su prolongación tras la batalla de Cesse. Algunos detalles muy concre-
tos, sin embargo, sobre las condiciones climáticas pudieran hacer pensar que, aún a co-
mienzos del invierno, Escipión trataba de afianzar su reciente victoria sobre los púnicos
con una política de fuerza y diplomacia combinadas frente a las tribus indígenas del norte
del Ebro, para contar con un terreno despejado que le permitiese al año siguiente traspa-
sar el río sin dejar a su espalda focos de sublevación.

El mayor peligro provenía de los ilergetes que, aún vencidos como auxiliares de
Hannón y hecho prisionero su jefe Indíbil, continuaron resistiendo con el concurso de las
tribus vecinas por el este, lacetanos y ausetanos. Según el relato de Livio, Cneo habría
sitiado y rendido su capital Atanagro, y de ahí habría llevado las armas contra el centro
principal de los ausetanos, Ausa (Vich), que, tras treinta días de asedio y a pesar de los
intentos de auxiliarla por parte de tropas lacetanas, terminó también rindiéndose después
de que su régulo, Amusico, dándola por perdida, escapara hacia Asdrúbal.

En resumen, la breve acción de los últimos meses del 218 había constituido un éxi-
to para Cneo, ya que quedaban desbaratadas las precauciones de Aníbal, y las fronteras
del dominio púnico volvían a retraerse a los límites pactados en el 226. Por otra parte, si
bien no definitivamente, se plantaron los cimientos de la ascendencia romana sobre las
tributos indígenas de la costa catalana y su inmediato hinterland hasta el Segre, y los ejér-
citos romanos comenzaron a contar con el concurso de tropas auxiliares indígenas de re-
fuerzo, imprescindibles en un campo de lucha alejado de los abastecimientos de Italia,
que, por otra parte, no estaba en condiciones, dada la invasión de Aníbal, de sustraer par-
te de sus efectivos de defensa.

Con la primavera del 217 se reanudaron las acciones bélicas en Hispania. Según
Polibio (3, 95), la iniciativa fue tomada por los cartagineses, dispuestos a resolver en un
encuentro decisivo la situación mediante una gran operación combinada por tierra, al
mando de Asdrúbal, y por mar, con una flota recientemente reforzada, bajo las órdenes de
un Amílcar o Himilcón. Ambos ejércitos partieron de Cartagena hacia el Ebro. Cneo, al te-
ner conocimiento de la empresa, dividió también sus fuerzas, pero más débil en tierra, de-
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cidió plantear el combate en el mar, para lo que reforzó su flota con naves marsellesas de
vanguardia y embarcó efectivos selectos de infantería. El combate tuvo lugar en la de-
sembocadura del Ebro y la audacia romana logró apresar a un buen número de navíos
púnicos, mientras sus marineros corrían a buscar refugio entre las tropas de tierra que,
impotentes para actuar, seguían la acción desde la playa.

El encuentro no había decidido la situación, puesto que, si bien en el mar Cneo


podía ahora moverse libremente, el poderoso ejército púnico seguía intacto. Por ello se
rechaza unánimemente el dato de Livio de una pretendida serie de operaciones romanas
al sur del Ebro, no sólo a lo largo de la costa —saqueo de las ciudades de Onusa y Lo-
guntica, esta última importante base de aprovisionamiento púnico, e incluso ataques a
Carthago Nova e Ibiza—, sino también en tierra, donde el ejército romano habría llegado
hasta Castulo, en Sierra Morena, obligando a Asdrúbal a retirarse a Lusitania, en la costa
atlántica peninsular. El éxito habría estado acompañado de una feliz actividad diplomática,
ya que, tras la batalla de las bocas del Ebro y las razzias sobre la costa levantina, más de
ciento viente pueblos de toda la Península se habrían sometido al imperio de los romanos,
entregando incluso rehenes para sellar sus positivas intenciones.

Polibio, más digno de crédito que Livio, desautoriza estas fantasías al afirmar que
antes de la llegada de Publio Escipión nunca los romanos se habían atrevido a atravesar
el Ebro (3, 97), lo que coincide con el posterior desarrollo de los acontecimientos y con el
propio texto de Livio, que, a continuación, señala las dificultades romanas al norte del
Ebro ante una nueva sublevación de los ilergetes—¿paralela a dificultades cartaginesas
con los celtíberos?—y el compás de espera de ambos ejércitos acampados frente a frente
en las bocas del Ebro: Asdrúbal al sur, en territorio de los ilergavones, y Cneo al norte, jun-
to a una ciudad marítima de desconocida localización, que Livio llama Nova Classis.

Las operaciones conjuntas de Cneo y Publio


Aún en el curso de la campaña del 217 y a pesar de la delicada situación en Italia,
el gobierno romano, con aguda previsión, encontró los recursos suficientes para enviar a
Hispania como procónsul, con refuerzos militares y una pequeña flota, a Publio Cornelio
Escipión, quien, en conjunción con su hermano Cneo, reactivó las operaciones contra el
ejército púnico en la Península. Sin embargo, no podemos establecer con seguridad el al-
cance de su actividad en este año, adornada con detalles poco verosímiles en el relato de
Polibio.

Según el historiador griego, Publio y Cneo atravesaron el Ebro, guiando al ejército


hasta Sagunto, mientras la flota seguía sus pasos a lo largo de la costa. Aquí, frente a la
ciudad, con la ayuda del ibero Abilyx lograron entrar en posesión de los rehenes que, bajo
la custodia del jefe de la guarnición púnica, Bostor, garantizaban la actitud procartaginesa
de los indígenas. La vuelta a sus hogares, conseguida por los generales romanos, les
atrajo la gratitud de las tribus, sustrayendo adhesiones a los cartagineses. El relato parece
que repite, adelantándose en el tiempo, como piensa Pareti, una situación paralela cuyo
protagonista fue el joven Escipión en un teatro distinto, Carthago Nova. En cualquier caso,
poco fue lo positivo que en los primeros momentos lograron ambos hermanos, en parte,
sin duda, por la aproximación del invierno que impedía trazar planes ambiciosos.

Tampoco conocemos la actividad de los hermanos Escipión durante el año 216,


que, seguramente, se aplicó a sedimentar su posición al norte del Ebro, aprovechando las
dificultades a que por el mismo tiempo debía enfrentarse el ejército cartaginés en los terri-
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torios bajo su influencia. Publio se hizo cargo del ejército de tierra, mientras Cneo actuaba
como jefe de la flota.

Estas dificultades a que hacemos referencia fueron una serie de sublevaciones de


las poblaciones iberas, que empezaron a vacilar en su fidelidad a los púnicos cuando se
corrió el rumor de que Asdrúbal pensaba abandonar Hispania para socorrer a su hermano
Aníbal en Italia, a lo largo de la misma ruta que aquél había seguido dos años antes.

El nuevo plan requería el envío de refuerzos desde Cartago. Cuando éstos llegaron
y dispuesto todo para la marcha, estalló una sublevación de algunas ciudades de los tar-
tesios, es decir, de los habitantes del bajo valle del Guadalquivir, soliviantados por los pre-
fectos de la flota púnica, que, castigados por su culpa en el desastre naval de las bocas
del Ebro, deseaban vengarse.

No conocemos el escenario de estas luchas, cuya cabeza por parte indígena era un
régulo llamado Chalbo, aunque del relato de Livio se desprende que la situación se hizo
extremadamente apurada para Asdrúbal y sus tropas. La lucha se concentró en su última
fase en la ciudad de Ascua, base de abastecimiento púnica, que los rebeldes saquearon.
Asdrúbal aprovechó el desconcierto creado por el éxito indígena y, con dureza, los venció,
apagando por el momento la rebelión en esta región. Cartago hizo un nuevo esfuerzo en-
viando otra vez tropas y naves a Iberia al mando de Himilcón, con las cuales y una vez
lograda la estabilidad de la zona se puso en movimiento el ejército de Asdrúbal hacia el
Ebro.

Mientras tanto, las fuerzas romanas también habían recibido refuerzos y los dos
generales pasaron el río para poner sitio a la ciudad de Hibera, que se identifica con la
posterior Dertosa (Tortosa). Asdrúbal, que había llegado a este escenario, en lugar de ata-
car a los que sitiaban la ciudad, trató de distraerlos atacando a su vez una plaza aliada de
los romanos. Aceptado el desafío, se trabó batalla, la primera de auténtica importancia
desde la llegada de los romanos, si exceptuamos el combate naval del Ebro. Conocemos
bien el desarrollo de la lucha y los movimientos tácticos empleados por ambos ejércitos
gracias al relato de Livio.

El resultado fue totalmente favorable a los dos hermanos, y Asdrúbal apenas logró
escapar del desastre con unos pocos hombres. El éxito estribaba, sobre todo, en que se
había logrado impedir a Asdrúbal la marcha a Italia, lo que condenaba a Aníbal a mante-
nerse en territorio enemigo sin tropas de refresco, pero también en que, definitivamente,
se había rebasado la línea del Ebro; los ejércitos romanos podían ampliar a partir de aho-
ra su actividad a nuevos escenarios en el corazón del imperio púnico en la Península, tra-
tando con su presencia de resucitar la sublevación de las ciudades del Guadalquivir.

El exclusivo interés de las fuentes por el desarrollo de los acontecimientos bélicos


supedita en gran parte la reconstrucción que el historiador puede hacer de la contienda
entre Cartago y Roma en la Península. En especial, la falta de otras noticias es aún más
lamentable por el hecho de que desconocemos cómo se llevaba a cabo el juego de alian-
zas y la actuación y móviles de las tribus indígenas frente a ambas potencias. Sólo es po-
sible generalizar en este sentido imaginando promesas de beneficios materiales y un con-
tinuo balanceo en las alianzas al compás de los éxitos o fracasos romanos y púnicos y de
las exigencias de éstos sobre sus aliados.

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En los territorios al norte del Ebro, tanto en uno como en otro caso, la fuerza debió
ser el medio regular de conseguir la toma de partido, lo que explica la resistencia de algu-
nas tribus, primero a Aníbal y luego a los romanos. En cambio podemos suponer que en la
región meridional, donde se había sentido el peso de la potencia púnica, los romanos de-
bieron presentarse como verdaderos paladines de la libertad, intentando hacer ver que su
finalidad era independizar a las ciudades del yugo cartaginés.

La actividad romana en el alto valle del Guadalquivir, donde se logró la atracción de


algunas ciudades como Iliturgi (cerca de Menjíbar, Jaén), y, con ello, el peligro que para la
causa púnica representaba la pérdida de las principales fuentes de recursos—en especial
la plata de la zona minera cercana de Castulo—, unido a los recientes descalabros en la
costa del Ebro, obligaron al gobierno púnico a emplear en la Península los refuerzos pre-
parados para su envío a Italia, en socorro de Aníbal. Era claro que el eje de la contienda,
tras los primeros éxitos fulminantes de Aníbal en Italia y la posterior estabilización de la
lucha, se encontraba en la Península, donde, de superar Cartago la situación, se abriría
otra vez el camino de Italia para una segunda invasión, pero donde también, en contrapar-
tida, un nuevo fracaso exponía a la propia invasión de África.

Con los nuevos refuerzos, los efectivos púnicos en la Península se reestructuraron


en tres cuerpos de ejército, al mando respectivamente de Asdrúbal, su hermano Magón y
Aníbal Bomílcar, cuya primera meta hubo de dirigirse a restituir al dominio cartaginés en
las recientes zonas de acción romana, el alto Betis y la costa levantina. Logrado este obje-
tivo, Asdrúbal partiría en ayuda de Aníbal a Italia.

La primera acción, sin embargo, que buscaba reconquistar Iliturgi fracasó, lo mis-
mo que, al parecer, un intento de sitiar Intibilis, en la costa oriental, entre Tortosa y Sagun-
to. La falta de precisión en las fuentes, las repeticiones y el continuo cambio de los esce-
narios, hacen pensar que, si bien hasta el momento el desarrollo de la lucha había sido
favorable a las armas romanas, éstas evitaban un encuentro decisivo, siéndoles más im-
portante mantener la situación inestable y atar con ello a los cartagineses en Hispania.
Frente a los continuos envíos de fuerzas a Hispania por parte de Cartago, Roma no podía
permitirse prescindir de ningún soldado, mientras Publio y Cneo, en cartas al senado,
apremiaban el envío urgente de dinero y provisiones .

La guerra a partir del 214 comienza desarrollándose en la costa oriental con desca-
labros para las armas romanas. Los escenarios son Castrum Album, es decir, Akra Leuke
(Alicante) y un desconocido Monte de la Victoria, a donde los romanos hubieron de reple-
garse ante la presión púnica. El propio Publio llegó a verse en situación muy apurada y
sólo la oportuna llegada de su hermano la sacó del trance.

Posteriormente, la acción se trasladó de nuevo al alto Guadalquivir. Castulo, según


Livio, se pasó a los romanos, como ya lo había hecho anteriormente la vecina Iliturgi. Pre-
cisamente contra esta última ciudad, donde había una guarnición romana, se concentra-
ron los esfuerzos púnicos, pero Cneo desbarató los planes de asedio, al decir de Livio,
con pérdidas para los cartagineses tan grandes como inverosímiles. Continúan los ase-
dios, combates y matanzas, siempre favorables a las armas romanas en la descripción
de Livio, por Bigerra, desconocida, Munda (Montilla) y Auringis (¿Jaén?). Reduciendo el
relato patriótico a su justo alcance, hemos de ver en esta campaña un arriesgado plan ro-
mano de levantar las poblaciones del alto Guadalquivir contra el dominio púnico, pero sin

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una acción estable y, desde luego, sin las pinceladas épicas con que las adorna el autor
romano.

Después de esta acción y hasta el desastre de los Escipiones en el 211, apenas


contamos con información para desvelar el panorama por el que discurría la guerra roma-
no-púnica en la Península. Sólo destaca un hecho: entre el 213-212, los Escipiones logra-
ron finalmente reconquistar Sagunto, que devolvieron a sus antiguos pobladores. No po-
demos saber si esta ausencia de datos procede de la falta de información de Livio, que
reduce su descripción a insistir en que en Hispania no acontecía nada memorable , o al
fracaso de las armas romanas, que se vela con una púdica ignorancia.

Sólo contamos con ciertos datos para suponer que, por parte romana, se llevaba a
cabo en Hispania una gran actividad diplomática. Los Escipiones establecieron contacto
en África con el rey númida Sifax, que, poco antes, se había rebelado sin éxito contra Car-
tago e intentaba de nuevo sacudirse su tutela. Unos enviados de los dos hermanos le hi-
cieron prometer que apartaría a los númidas que combatían en Hispania del campo carta-
ginés.

Al mismo tiempo, los contactos romanos con las tribus indígenas se habían exten-
dido hasta el interior. Livio recalca el éxito de los generales romanos al atraerse la volun-
tad de los celtíberos, que aquí, por primera vez, aparecen en relación con Roma. Un se-
lecto contingente de soldados celtíberos fue enviado a Italia con la misión de atraerse a
sus compatriotas que servían en el ejército de Aníbal, mientras que, en las propias fuerzas
romanas que operaban en la Península, entraban en masa como mercenarios, los prime-
ros, al decir de Livio, que los romanos admitieron en su ejército.

El desastre del 211


El año 211 marcará un punto de inflexión en la guerra de Hispania. Cuando se rea-
nuda el relato de Livio las fuerzas romanas están divididas en dos cuerpos, uno acampado
en Orsone (Osuna), al mando de Cneo, y el segundo en Castulo (cerca de Linares), bajo
la dirección de Publio. También los púnicos habían dividido sus fuerzas: Asdrúbal se en-
contraba acampado en la desconocida ciudad de Amtorgis, más cerca de los romanos;
Magón, su hermano, y Asdrúbal Giscón, que en el intervalo había sustituido a Aníbal Bo-
mílcar, en otro lugar más alejado. En principio, al comenzar la acción, Publio y Cneo pen-
saron en unir sus esfuerzos contra Asdrúbal, pero decidieron poco después, confiados en
sus numerosos y flamantes mercenarios celtíberos, atacar simultáneamente a los dos
ejércitos, para evitar la prolongación de la guerra. De este modo, Cneo, con un tercio de
las fuerzas romanas y 20.000 mercenarios celtíberos, tomó como objetivo la lucha contra
Asdrúbal

Publio, con los dos tercios restantes, atacaría a los otros dos jefes púnicos. Par-
tiendo juntos, al llegar Cneo frente a Amtorgis, quedó a la espectativa, mientras Publio se
alejaba hacia su destino. Publio, sin embargo, había sobrevalorado sus fuerzas insuficien-
tes para resistir a los cuerpos de ejército reunidos de Magón y Asdrúbal Giscón, todavía
reforzados por una excelente caballería comandada por Masinissa, reyezuelo númida que
los cartagineses habían atraído a su alianza para compensar la enemistad de Sifax. El
pretendido ataque se transformó en una encerrona, aún mas apurada por la noticia que
llegó a Publio de que se aproximaba al campo de batalla, en apoyo púnico, el régulo indi-
geta Indíbil con 7.000 sussetanos. El general romano, a la desesperada, para evitar su
conjunción con el ejército cartaginés, intentó desembarazarse de este último peligro con
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una salida, mientras dejaba el grueso de sus fuerzas al mando del legado Ti. Fonteyo. Pe-
ro la iniciativa no resultó porque, al atacar a Indíbil, vino a encontrarse al mismo tiempo
con la caballería de Masinissa, mientras a sus espaldas se acercaban los dos generales
púnicos. El resultado fue una aplastante derrota en la que pereció el propio Publio, mien-
tras los pocos restos de sus tropas buscaban refugio en el campamento que comandaba
Fonteyo.

Mientras, Cneo se encontraba en una desesperada situación ante la defección en


masa de los mercenarios celtíberos, que, escuchando las proposiciones de Asdrúbal, re-
solvieron retirarse del campo y regresar a sus tierras. Hubiera sido suicida presentar com-
bate y Cneo comenzó a replegarse. La aproximación del ejército, vencedor de su herma-
no, que venía a descubrir el desastre romano, le impelió a buscar en la retirada su salva-
ción, mientras era perseguido por los tres caudillos púnicos con todos sus efectivos. Aco-
rralado, intentó resistir en una colina, cuyas caracteristicas apenas permitían trabajos de
fortificación. El asalto púnico deshizo su resistencia: mientras la mayor parte de su ejército
caía, Cneo, con unos pocos, buscó refugio en una torre vecina, donde encontró la muerte
degollado, según Livio, o entre las llamas, al ser incendiada la torre por el enemigo.

No conocemos el escenario del desastre. Publio cayó, según Apiano, en Castulo; el


lugar de la muerte de Cneo tiene en cambio variantes en las fuentes: mientras Livio lo si-
túa en Iliturgi, Polibio nombra Ilurgeia y todavía Plinio cita Ilorci. Parece que Iliturgi es una
confusión de Livio y que habría que situar el escenario en Ilurci, hoy Lorca, cuya topogra-
fía corresponde bien a la descrita en las fuentes.

Los restos del ejército de Publio, que, como hemos dicho, habían quedado al man-
do de Fonteyo Craso, consiguieron conjuntarse a los supervivientes del desastre de Ilurci.
Toda la obra emprendida con paciencia por los Escipiones durante los años anteriores se
había venido abajo y no quedaba otra posibilidad que retirarse al norte del Ebro, donde
aún se podía contar con aliados fieles a Roma. El ejército eligió como caudillo, con el título
de propraetor, a L. Marcio, caballero romano, que parece supo reorganizar las fuerzas,
ayudado por los aliados, y consiguió al menos mantener las posiciones del Ebro. Natural-
mente no podía esperar a más, ya que son pura fantasía los relatos de la tradición literaria
sobre derrotas y venganzas infligidas a los ejércitos cartagineses. Marcio hizo saber al
Senado su nombramiento, dando cuenta de la situación y de las acciones emprendidas. El
Senado, sin embargo, no aceptó esta elección, que era competencia de los comicios, y
envió a Hispania, con un nuevo ejército, a M. Claudio Nerón, que había participado como
propretor en la campaña de Capua, tan pronto como esta ciudad cayó en manos romanas
.

Llegado a Tarraco, recibió Claudio de Marcio y Fonteyo las tropas que defendían el
Ebro e inmediatamente se dispuso a actuar. La única operación que conocemos la sitúa
Livio en un lugar llamado Piedras Negras, entre Iliturgi y Mentissa, en la Ausetania, muy
difícil de localizar por la indudable confusión de topónimos, ya que mientras las dos pobla-
ciones mencionadas pertenecen a la Bética—donde, indudablemente, no pudo llegar
Claudio—, Ausetania se sitúa entre las provincias de Lérida y Gerona. Seguramente co-
rresponde a un lugar al norte del Ebro. Aquí Claudio logró tender una emboscada a As-
drúbal, pero el general cartaginés escapó con astucia de la trampa. En cualquier caso,
Claudio logró mantener el territorio al norte del Ebro fuera del alcance púnico.

Publio Cornelio Escipión


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Según Livio, en Roma el pueblo clamaba por un enérgico reemprendimiento de la
acción en Hispania, presumiblemente suscitado por el terror que, sin duda, inspiraba la
posibilidad de una nueva invasión cartaginesa. Si bien Claudio Nerón consiguió frenar el
avance púnico, su excesiva prudencia había llevado a un punto muerto los asuntos en la
Península. El problema era encontrar un caudillo con la capacidad suficiente para cumplir
el difícil cometido y nadie se presentó como candidato de entre los promagistrados que
legalmente reunían las condiciones.

En estas circunstancias ofreció, sin embargo, sus servicios un joven de veinticuatro


años, el hijo del Publio caído en Hispania, Publio Cornelio Escipión, futuro vencedor de
Aníbal. Su incapacidad legal era manifiesta, ya que sólo había llegado en su carrera políti-
ca al cargo de edil, pero en el pueblo suscitó el entusiasmo su propuesta, por la aureola
de valor que habia sabido ganarse en el curso de la guerra en Italia.

No vamos a tratar aquí la enigmática personalidad de Publio, alrededor de la cual


se crearía el llamado “círculo de los Escipiones”, en el que se hacía presente un nuevo
espíritu, ajeno a la tradición netamente romana, de rasgos orientales, procedentes de la
influencia de la filosofía griega en los círculos más avanzados de la alta sociedad romana.
Entre estos rasgos sobresalía el del culto al héroe; el carisma personal, fruto de una elec-
ción de la divinidad, la predestinación para hazañas sobrehumanas. Es lógico que en
momentos de aguda tensión y crisis como las que vivía Roma en estos años, se jugara la
baza de lo sobrenatural, naturalmente con una buena propaganda y manipulación de los
deseos populares emanados del propio círculo de Escipión.

Contra todo precepto legal, un simple privatus fue elegido por voto popular general
en jefe de los ejércitos de Hispania e investido con un imperium de rango proconsular. Sin
embargo, no se descuidó de algún modo cumplir la legislación y a su lado se puso a un
nuevo propretor, que debía sustituir a Claudio Nerón, M. Junio Silano.

Los nuevos generales se embarcaron con dos legiones recientemente reclutadas,


alcanzando Ampurias a comienzos del otoño del 210. Ya en Hispania, les fueron entrega-
das las dos legiones y los aliados indígenas que hasta el momento habían estado bajo el
mando de Claudio Nerón, y el conjunto del nuevo ejército se puso en marcha hacia Tarra-
co. Lo avanzado del año no permitía acciones decisivas, por lo que estos meses de forzo-
sa inactividad fueron empleados en estabilizar la situación entre los Pirineos y el Ebro, for-
tificando alianzas con los indígenas y preparando el ejército para las futuras operaciones
del año siguiente.

Mientras, en las posesiones púnicas, por las noticias que tenemos de este año y los
siguientes, parece que los generales responsables de los asuntos de la Península habían
optado por fortificar su posición en los territorios al sur del Ebro. Para ello habían dividido
el conjunto de sus fuerzas en tres ejércitos, que operarían independientemente en zonas
distintas, pero cuya distribución podría controlar el conjunto del territorio dominado. Duran-
te el invierno de 210-209 y según este plan, Asdrúbal Giscón acampaba en la costa atlán-
tica, que tenía por centro la ciudad fenicia de Gades; Magón, en el interior, al norte de Sie-
rra Morena, y Asdrúbal, en la costa levantina, entre el Ebro y Sagunto.

La conquista de Carthago Nova

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El plan de Escipión para el año 209 corresponde bien a la imagen audaz y plena de
iniciativas, confiada en la suerte con que lo describe la tradición antigua. Consistía en
sorprender a los cartagineses antes de la primavera con un golpe de mano de claro efecto
sicológico, arriesgado, pero con garantías de éxito: el ataque y conquista de la base prin-
cipal de los púnicos en la Península, Carthago Nova.

Escipión se informó con cuidado de las particularidades topográficas y de las con-


diciones de defensa de la plaza y, dejando a Silano al mando de las tropas que no partici-
parían en la operación, abandonó Tarraco en la segunda mitad de febrero, acompañado
de su fiel amigo C. Lelio como jefe de la flota, en una marcha relámpago que lo situó fren-
te a la ciudad en una docena de días. La operación debía realizarse de forma conjunta
mediante un ataque simultáneo por tierra contra la guarnición cartaginesa y un asalto des-
de el mar, aprovechando la marea baja. La guarnición, sorprendida y en inferioridad numé-
rica, no pudo reaccionar y Carthago Nova cayó con todos sus recursos en manos de Esci-
pión.

Tenemos un prolijo relato de las operaciones en Polibio, muy bien informado por
documentos contemporáneos y por el propio reconocimiento del lugar, pero lo importante
es el efecto de esta acción en el futuro desarrollo de la guerra púnica en Hispania. Ade-
más del rico botín tomado a la ciudad y la captura de dieciocho naves y material de gue-
rra, quizá el tesoro estratégico más importante que en ella se custodiaba eran tres cente-
nares de rehenes indígenas, que aseguraban a Cartago la fidelidad de sus tribus y que
Escipión llevó consigo a su regreso a Tarraco.

La ciudad fue transformada en base romana con nuevas obras de fortificación. Car-
tago había perdido no sólo las reservas humanas y materiales de la ciudad, sino también
la última posibilidad de maniobrar con cierto éxito en la costa levantina y, sobre todo, las
ricas minas de plata de la región, que financiaban la mayor parte de sus empresas bélicas,
sustentadas con el recurso al mercenariado. La primera consecuencia negativa no se hizo
esperar: el númida Sifax se apresuró a renovar su amistad con el gobierno de Roma.
Mientras, C. Lelio partía para la Urbe llevando la grata noticia de la victoria.

Si los efectos de la toma de Carthago Nova habían de sentirse con rapidez, no sa-
bemos, sin embargo, cuál fue la reacción inmediata de los caudillos púnicos, muy alejados
de la base para poder intentar un contragolpe, al conocer la noticia.

Hasta el año 208, sabemos que los tres generales actuaban por separado en distin-
tas regiones peninsulares, sin enfrentarse a las fuerzas romanas, pero no es segura la
adscripción a un territorio determinado, ya que las fuentes varían al dar cuenta de ello.
Así, Asdrúbal aparece primero en Carpetania, luego en la costa oriental y, tras la toma de
Cartagena, en Celtiberia. Giscón actúa entre la desembocadura dei Tajo y la costa atlánti-
ca hasta Gadir, y Magón, en la región de los conios, es decir, el actual Algarve, y luego al
otro lado de Sierra Morena, en la Oretania. Puede suponerse que sus intenciones eran
mantener con su presencia las alianzas cartaginesas en el interior de la Península y en la
zona atlántica, donde aún los romanos no habían apenas intentado la suerte, y conseguir
nuevos mercenarios.

Todavía Escipión, antes de volver a Tarraco, tras la toma de Cartagena, asedió y


tomó una ciudad, que las fuentes llaman Badia o Batheia y que se supone corresponda a
Baria (Villaricos de Almería), lo que indicaría que no sólo se contentó con el golpe de ma-
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no a la capital púnica, sino que trató de imponer su presencia a toda la zona minera del
sureste. No es inverosímil la noticia, puesto que Carthago Nova había sido tomada al co-
mienzo de la primavera y restaba toda la buena estación para continuar las operaciones.

Pero el año 209 también significó para Escipión un gran éxito diplomático, gracias
al recurso afortunado con que se encontró al disponer de los rehenes indígenas. El magní-
fico trato que les dispensó y la rápida devolución a sus hogares le atrajo, como es lógico,
la gratitud y el reconocimiento de bastantes pueblos, que, abandonando la alianza con los
cartagineses, se apresuraron a firmar pactos de amistad con Roma o, más precisamente,
con el personaje que la encarnaba en Hispania, Publio Escipión.

De estas alianzas conocemos como más relevantes la del rey Edecón de los ede-
tanos, cuya tribu se extendía entre el Júcar y Denia, englobando la ciudad de Sagunto, y,
especialmente, aunque de forma transitoria como veremos, la de los tenaces jefes ilerge-
tes Indíbil y Mandonio, que, molestos por la arrogancia y crecientes exigencias de los pú-
nicos, pese a los buenos servicios prestados a su causa, suscribieron un tratado de amis-
tad con Escipión. Probablemente otros pueblos de la costa oriental y de la región catalana
se añadieron a estas alianzas. Era claro que se había perdido definitivamente para Carta-
go la zona donde más amplios esfuerzos había realizado la familia Barca y también donde
más abundantes y jugosos beneficios se conseguían.

De Baecula a Ilipa
Es lógico que el siguiente paso hubiera de darse, no sabemos si todavía en el año
209, como quiere Polibio, o al año siguiente al comenzar la nueva campaña, hacia la puer-
ta principal del valle del Guadalquivir, es decir, la zona minera de Castulo. Si bien, como
hemos visto, había existido en años anteriores contacto con la región, inquieta bajo la ex-
plotación púnica, y el ejército romano ya contaba con algunas bases como Iliturgi y el pro-
pio Castulo, sólo ahora con Escipión se emprende una obra sistemática que trata de ir re-
trayendo las posiciones púnicas de noreste a suroeste, desde la zona montañosa de Sie-
rra Morena a lo largo del valle del Guadalquivir, hacia la costa atlática meridional, en don-
de se encontraban sus más fieles bases con el centro principal en Gadir.

Al tener conocimiento de la marcha del ejército de Escipión, el caudillo púnico, As-


drúbal, estableció su campamento en la región de Castulo. La batalla tuvo lugar en Baecu-
la, alrededores de Bailén, muy cerca de la ciudad minera. Publio, que tenía a Lelio como
lugarteniente, se había apresurado a precipitar el combate para evitar la conjunción de los
tres ejércitos púnicos, que fue rotundamente favorable a las armas romanas. Conocemos
por Polibio y Livio la topografía del lugar y la táctica empleada por los generales romanos.
Según Livio, los cartagineses dejaron sobre el campo de batalla 8.000 soldados; según
Polibio, los prisioneros fueron 10.000 con un rico botín.

Esta batalla, una de las fundamentales de la Segunda Guerra Púnica en Hispania,


junto con la toma de Cartagena y la posterior batalla de Ilipa, clarificaba la situación en la
Península a favor de las tropas romanas. Para Polibio, es ahora cuando Edecón e Indíbil,
que había luchado en la batalla del lado púnico, hicieron un pacto de amistad con Publio,
que Livio sitúa tras la toma de Cartagena. De hecho, antes o después, estos pactos se
produjeron, barriendo la influencia púnica de las tribus indígenas del noreste y del levante
hispano. La fuerte personalidad de Escipión, al decir de Polibio, habría llevado a los indí-
genas a darle el título de rey, que en principio el general romano quizás intentó difundir y
que cuadra con su propia filosofía política impregnada de influencias helenísticas. Pero
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era un camino peligroso frente a la opinión romana, y él mismo, cuando pensó que esta
elevación de su persona podía llegar demasiado lejos, rechazó tal denominación, sugi-
riendo en su lugar la de imperator, más acorde con las tradiciones romanas.

La delicada situación púnica, tras el desastre de Baecula, aconsejaba replantearse


los métodos de acción. Los tres generales cartagineses expusieron los puntos de vista
con respecto a los planes a seguir. Para los hermanos de Aníbal, Asdrúbal y Magón, era
evidente el desmoronamiento de su posición en Hispania, que había pasado a ser sólo
defensiva. Con un claro conocimiento de la situación, se dieron cuenta de que la guerra en
Hispania estaba desbaratando los planes de la acción general, que era, en definitiva, la
lucha contra Roma.

Puesto que la posición estratégica de la Península había fallado como fuente de


energías para financiar la guerra, creían oportuno, todavía no demasiado tarde, pertrechar
un ejército, con el recurso a las alianzas con que aún contaban, y marchar a Italia a refor-
zar el ejército de Aníbal. Asdrúbal Giscón, sin embargo, pensaba que no estaba todo per-
dido, ya que aún se dominaba la región sudoccidental en su totalidad, que por su riqueza
podía permitir rehacer la situación y plantear de nuevo la lucha contra los romanos.

Se decidió al fin que Asdrúbal marchara con un ejército a Italia y que Magón se
trasladase a las Baleares para reclutar los valiosos mercenarios especialistas en el tiro
con honda, con los cuales reforzaría también las tropas que luchaban en Italia; mientras,
Giscón se retiraría al fondo de la Lusitania para reorganizar el ejército que defendería las
últimas posiciones púnicas en la Península, ayudado por el númida Masinissa, que con su
excelente caballería, sin entrar en combate abierto, hostigaría a los romanos en guerra de
guerrillas.

Fueron infructuosos los esfuerzos de Escipión, una vez conocidos estos planes, pa-
ra detener a Asdrúbal en la Península, impidiéndole la marcha a Italia, a pesar de las pre-
cauciones tomadas en los Pirineos. El camino hubo de realizarse por el interior de la Pe-
nínsula, puesto que toda la zona oriental era ahora romana. A través del Tajo y la Celtibe-
ria, donde contaba con alianzas, alcanzó los Pirineos occidentales, de donde pasó a la
Galia. Sin embargo, su plan de conjunción con Aníbal no llegaría a realizarse. Como es
sabido, después de invernar en la Galia, pasó los Alpes en la primavera del 207; pero an-
tes de lograr su objetivo fue detenido por los ejércitos de los cónsules romanos, Claudio
Nerón y Livio Salinator, en el río Metauro, donde fue derrotado y muerto. Esta derrota sig-
nificaba que Aníbal había perdido su última posibilidad de recibir refuerzos y sus tropas,
mermadas por el continuo desgaste, habían de enfrentarse con un cerco cada vez mayor
de los romanos.

Un nuevo general púnico, Hannón, había llegado a la Península para sustituir a As-
drúbal. La acción de los tres responsables del ejército púnico se planteó en dos frentes:
Hannón y Magón marcharían al interior, a la Celtiberia, para reclutar mercenarios y levan-
tar a los indígenas contra los romanos, apoyados en las buenas relaciones que existían
con ellos y, sin duda, con efectivos o promesas de recompensas pecuniarias. Mientras,
Asdrúbal Giscón defendería la costa atlántica meridional y las posesiones que aún resta-
ban a Cartago en el valle del Guadalquivir.

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La nueva acción púnica en la Celtiberia comprometía gravemente los planes de
Publio y la acción positiva desplegada hasta el momento en Hispania, ya que se corría el
peligro de una unión de las tribus del interior contra los romanos, que, por su situación,
podían operar hacia el oriente y el sur, y de una derivación hacia una lenta y difícil guerra
de guerrillas. Publio, por ello, decidió actuar enérgicamente enviando contra los caudillos
púnicos y sus aliados un ejército al mando del propretor Silano, que logró atraer a la lucha
al conjunto de las fuerzas púnicas con éxito: Magón fue hecho prisionero; los celtíberos se
dispersaron y sólo una parte de las tropas cartaginesas consiguió escapar, dirigida por
Hannón, hacia las posiciones que Asdrúbal Giscón mantenía en torno a Gades.

Mientras y en otro escenario, tenía lugar un nuevo éxito para los ejércitos romanos.
Desgraciadamente la desesperante imprecisión en datos geográficos de las fuentes litera-
rias obliga a reducir al terreno de la hipótesis la localización de los datos con que conta-
mos. Su protagonista es en esta ocasión el hermano de Publio, Lucio Escipión, al que
aquél encomendó la conquista de una rica ciudad llamada Orongis, situada, según Livio,
en la frontera de los maessesi, o, según Zonaras, en la Bastetania. Livio añade que su tie-
rra era fértil y también abundante en riquezas minerales de plata. De todo ello puede de-
ducirse, y así está de acuerdo la investigación, que tal ciudad no es otra que Aurgi, es de-
cir, Jaén, lo que conviene con la situación en la Bastetania y con su vecindad a los
maessesi, que podrían ser los mastienos, es decir, los habitantes de la región de Cartage-
na. Ello hace pensar que Publio pretendía completar la conquista de la zona sudoriental,
llevada a cabo ya en la costa —zona de Cartagena— y en Sierra Morena —Castulo—,
con los territorios que se extendían al sur, a lo largo de las actuales provincias de Jaén,
Granada y Murcia. Lucio, en cualquier caso, cumplió la misión con éxito.

Publio paralelamente se preparó para la operación más decisiva, el avance por el


valle del Guadalquivir hacia la costa atlántica y el baluarte púnico de Gades. Desde Castu-
lo, donde Silano se unió con sus tropas recientemente victoriosas en la Celtiberia, el ejér-
cito romano avanzó —no sabemos si unido, o en dos columnas a través de distinta ruta—
a lo largo del río, buscando el enfrentamiento con Asdrúbal Giscón.

El choque tendría lugar efectivamente en Ilipa o Silpia (Alcalá del Río), o, según
Apiano, en Carmo (Carmona), en la campaña del 207, si bien Livio, por una confusión en
sus fuentes de información, al repetir los acontecimientos, coloca la acción en el 206. No
es necesario detenerse en los abundantes detalles del desarrollo de la batalla, en la que
se hicieron patentes nuevamente las dotes estratégicas de Escipión. La victoria fue com-
pleta para las armas romanas, aunque una lluvia torrencial desatada cuando los cartagi-
neses se retiraban a su campamento, impidió a Publio hacerse dueño de él.

Pero es importante subrayar la ayuda que recibió Escipión por parte de las tribus
indígenas de la Turdetania, que, como antes hicieron las del alto Guadalquivir, tomaron
partido por la causa romana. Livio recuerda los nombres del régulo Culchas, que domina-
ba sobre veintiocho ciudades, y de Attenes, el cual, desde el campo púnico en el que mili-
taba, en el curso de la lucha, se pasó a los romanos. La victoria atrajo otras ciudades de la
región hacia el vencedor, al que le fueron abiertas las puertas.

El vencido Asdrúbal consiguió escapar por mar a Gadir, a donde también había lle-
gado Magón tras su derrota en la Celtiberia. En el campo de batalla había quedado sólo
una pequeña bolsa sobre una colina, al mando del númida Masinissa. Escipión dejó en-
cargado a Silano de someterlo a asedio, mientras él regresaba a Tarraco, pero no fue ne-
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cesario el uso de las armas para vencer esta última resistencia. Masinissa fue lo suficien-
temente inteligente para darse cuenta de la desesperada situación y llegó a un acerca-
miento con Silano.

Quedaba, pues, al en otro tiempo extenso imperio púnico en la península Ibérica,


apenas el reducto de Gadir. Roma había ganado la batalla peninsular, mientras la suerte
volvía la espalda a Aníbal en Italia. La Segunda Guerra Púnica entraba ahora en su última
fase de desesperada defensa por parte de Cartago, frente al irresistible empuje de las ar-
mas romanas. En ella jugaría el papel de protagonista Publio Escipión.

La expulsión de los cartagineses de la Península


El año 206 marcará el final del dominio púnico en Hispania con la expulsión de las
últimas fuerzas que Cartago aquí mantenía. A Publio le urgía terminar la obra que con tan-
ta fortuna y rapidez había llevado a cabo en cuatro años de actividad. Por ello, durante el
período invernal del 207-206, intentó un nuevo golpe de fortuna acudiendo a la corte del
rey Sifax de Numidia para atraerlo a la causa romana. La tentativa sin embargo falló por
coincidir allí con Asdrúbal, que también desde Hispania y por la misma razón se encontra-
ba en conversaciones con el rey.

Pero si bien falló la labor diplomática, al llegar la primavera emprendió con nueva
energía las acciones de armas. La primera meta fue completar, en la región del Betis, la
obra llevada a cabo en años anteriores, sobre todo apagando focos de rebelión y some-
tiendo las ciudades que aún manifestaban una actitud filopúnica. Las dos más importantes
eran Castulo e Iliturgi que, aun habiendo estado un cierto tiempo inclinadas a los romanos,
habían hecho defección. La verdad es que no sabemos con seguridad si precisamente se
trata de estas dos ciudades, pues las fuentes no son unánimes en la transmisión de los
nombres, que también aparecen como Castaca e Ilurgi, respectivamente. Lo cierto es que
se trataba de ciudades poderosas y de la Oretania, es decir, de la región del alto Guadal-
quivir.

Mientras Escipión en persona se dirigía a Iliturgi o Ilurgi, su lugarteniente L. Marcio


asediaba la primera citada. Iliturgi sufrió con todo rigor las consecuencias de su supuesta
traición, ya que Escipión la asaltó, entregándola al saqueo y a las llamas. De allí acudió a
Castulo, cuyo sitio se hacía más difícil por la presencia en su interior de fuerzas cartagine-
sas que dirigían la defensa. Sin embargo, aquí no fueron necesarias las armas para some-
terla. Un cierto Cerdubelo introdujo entre los sitiados elementos de discordia hasta con-
seguir la entrega de la ciudad y de los cartagineses que en ella estaban, a Escipión. El
general romano, a continuación, se retiró a Carthago Nova, donde pensaba celebrar jue-
gos fúnebres en honor de su padre y tío, mientras ordenaba a sus lugartenientes Silano y
Marcio continuar la sumisión de la región meridional.

Las fuentes nos han transmitido el nombre de Astapa (Estepa) como una de las
ciudades que más enconada resistencia opuso a Marcio, hasta llegar a su autodes-
trucción antes de entregarse, detalle demasiado repetido en las fuentes con otras muchas
ciudades indígenas para no ser un lugar común poco verosímil, puesto que Astapa sobre-
vivirá al desastre para alcanzar la época imperial como centro urbano de importancia.

De cualquier modo, los legados de Escipión consiguieron al parecer cumplir su co-


metido y el sometimiento del valle del Betis fue una realidad, al tiempo que Gadir, viendo
perdida la causa púnica, por medio de unos fugitivos, comenzaba a tratar de la entrega de
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la ciudad y de la escuadra y tropas púnicas que en ella se atrincheraban. Marcio y Lelio
fueron comisionados para intentar, en una operación conjunta por tierra y mar, la caída de
la plaza. Pero cuando Lelio, que era el comandante de la escuadra, se dirigía a Gadir, tuvo
un encuentro con ocho naves púnicas, que, mandadas por Adérbal, se dirigían con prisio-
neros a Cartago. Aunque la escaramuza fue favorable a Lelio, el combate alertó a las
fuerzas defensoras de Cádiz del plan romano, permitiéndoles tomar medidas. Fallado el
factor sorpresa y ante las dificultades de un asedio por las magníficas características es-
tratégicas de la ciudad, se abandonó la empresa.

Cuando parecía inminente el final de la guerra púnica en territorio peninsular sur-


gieron de imprevisto una serie de circunstancias adversas que retrasaron durante un
tiempo la acción y que hicieron concebir a los púnicos la esperanza de volver a una inicia-
tiva de ataque.

Por un lado, surgió en el campamento romano de Sucro (Albalat), en la región le-


vantina, junto al Júcar, un motín militar que parece motivado por una grave enfermedad de
Escipión y por el retraso en la percepción de sus pagas. Pero, al mismo tiempo, los vete-
ranos jefes indígenas, Indíbil y Mandonio, se levantaron en armas atacando los campos
de tribus vecinas aliadas de los romanos, suessetanos y sedetanos. No conocemos la ra-
zón de este nuevo levantamiento, pero es presumible que se tratara de una reacción a las
exigencias romanas, que, ya firmemente establecidas en la región catalana, habrían co-
menzado la explotación en metálico y en subsidios humanos de las tribus sometidas.

La rebelión indígena y el motín militar venían a trastocar los planes de Escipión de


una rápida organización de los territorios conquistados para volver a Italia a empresas
donde su personalidad recibiera más altas cotizaciones. Por ello actuó con gran decisión y
energía, reprimiendo ejemplarmente el motín, para dirigirse poco después desde Carthago
Nova hacia la región del Ebro a marchas forzadas. El choque contra los ilergetes resultó
favorable a Escipión y los indígenas se entregaron con Mandonio a la cabeza, mientras
Indíbil conseguía escapar con una parte de su ejército.

El general romano, que no deseaba ver comprometida de nuevo la tranquilidad de


los territorios hispanos, no fue excesivamente duro en las condiciones de paz, limitándose
a exigir una contribución por el valor que se adeudaba a sus soldados. Esta sería la última
acción militar de Publio en Hispania. Poco después marchaba a Tarraco y, desde aquí, se
embarcó rumbo a Italia, tras un viaje hasta Gades en donde se puso en contacto con Ma-
sinissa para tratar de la adhesión del jefe númida al gobierno de Roma.

Por el mismo tiempo, Gades se entregaba sin que fuera preciso entablar lucha.
Magón, el hermano de Aníbal, había recibido orden del gobierno de Cartago para que hi-
ciese acopio de cuantos soldados y material pudiese conseguir y marchara a Italia a reu-
nirse con Aníbal. Pero las noticias de las dificultades romanas en el campamento del Su-
cro y frente a los ilergetes hizo concebir al caudillo púnico esperanzas de intentar un golpe
de suerte que mejorara la grave situación en que se encontraba.

Esta acción se concretaría en una operación imprevista destinada a reconquistar


Carthago Nova. Pero si bien consiguió llegar hasta la ciudad, la indisciplina o falta de tác-
tica de sus tropas, que se desparramaron por la playa sometiéndola a saqueo, puso sobre
aviso a la guarnición romana, que no tuvo dificultad en rechazar con éxito el ataque púni-
co.
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No había nada que hacer y Magón puso la proa rumbo a Gadir de nuevo, para en-
contrarse con la desagradable sorpresa de que en su ausencia los gaditanos habían deci-
dido cerrarle las puertas. Pesaba más en sus ánimos el pacífico desarrollo de su comercio
e industria que los lazos sentimentales con una causa que se veía perdida.

No le quedó otro remedio a Magón que desembarcar en una localidad cercana,


Cimbi, de localización desconocida y, después de un cruel e inútil escarmiento con los
magistrados de Gadir, a los que logró atraer y crucificar, partió hacia las Baleares. Ibiza le
proporcionó víveres, pero en Mallorca no logró desembarcar por la oposición de sus po-
bladores. Al fin pasaría la estación invernal del 206-205 en Menorca, donde consiguió
mercenarios con los cuales al año siguiente desembarcó en Italia septentrional, en las
costas de Liguria.

Concluye así la dominación cartaginesa en Iberia, levantada treinta años antes por
el primer Barca, Amílcar, y también la lucha en territorio peninsular entre Cartago y Roma.
Su consecuencia principal había sido la instauración, sin solución de continuidad a lo largo
de toda la Edad Antigua, del dominio romano en la península Ibérica.

Escipión y la organización de los territorios hispanos

La tenacidad romana y el indudable talento militar del joven Escipión habían logra-
do, tras varios años de dura lucha, convertir en realidad uno de los primeros objetivos que
el gobierno romano se había trazado al entrar en conflicto con Cartago: sustraer a la po-
tencia africana su principal fuente de recursos. A partir de este momento Roma debía de-
cidir el destino que daría a las tierras donde en años anteriores el estado africano había
extendido su dominio. En las páginas anteriores hemos descrito los precedentes de la Se-
gunda Guerra Púnica y su desarrollo en la Península como punto de partida del largo do-
minio romano en ella, así como las causas y circunstancias del triunfo romano final. La
pregunta que surge entonces es, sin duda, cuáles fueron las causas de la permanencia
romana, una vez expulsados los cartagineses, y el momento en que se tomó la decisión
de mantener indefinidamente fuerzas militares en territorio peninsular con intención de
construir un dominio estable.

De los antecedentes expuestos en relación con el interés de Roma por Hispania,


parece deducirse que la Península entra muy tarde en su horizonte. El primer tratado en-
tre Roma y Cartago, de finales del siglo VI, ni siquiera la menciona; el del 348 sólo incluye
cláusulas restrictivas para las naves romanas, es decir, puede perfectamente afirmarse
que no existían intereses romanos en la Península. Este interés cuando se suscita no es
directo, sino producto de la atención con que Roma seguía el creciente desarrollo púnico,
basado, en gran parte, en su afortunada política colonial en Hispania. Creemos que la me-
jor explicación del tratado del 226 es la de considerarlo como un intento de poner freno a
la expansión púnica, no de forma directa, por considerar parte de la Península susceptible
de anexión o de otra forma de colonialismo, sino simplemente por el temor real a una ex-
cesiva potencia de un estado que sólo quince años antes había sido vencido tras una difí-
cil guerra, con las matizaciones que se quieran imponer sobre la protección de Massalía o
las dificultades contemporáneas de Roma en la región del Po. El camino púnico, sin em-
bargo, era lógicamente expansivo, y las complejas circunstancias, sobre las que no volve-
remos a insistir, desataron la guerra en la que, desde un comienzo, las tierras peninsula-
res jugaban un importante papel.
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Pero sería erróneo, como piensan algunos historiadores, querer descubrir en la lle-
gada de las fuerzas romanas a la Península en el 218 el cumplimiento de un hondo y viejo
deseo de anexión, en un territorio lejano y con dificultades de comunicación, cuando aún,
como es patente por esta época, la hegemonía romana sobre Italia no era excesivamente
firme y las fronteras del norte, mal delimitadas, se veían sometidas a peligros de invasión
por parte de tribus galas. Si es cierto que el papel de la Península en la Segunda Guerra
Púnica es fundamental, no lo es menos que ello es debido exclusivamente a las circuns-
tancias. Y estas circunstancias no son otra cosa que la comprensión, por parte del gobier-
no romano, de la importancia de Hispania para el mantenimiento de la potencia púnica.
Por ello, la presencia de tropas romanas en ella no responde a un imperialismo de con-
quista, sino a la necesidad —con una clara visión política y estratégica— de sustraer a
Cartago su fundamental base de sustentación en fuerzas militares —mercenarios, dinero,
bases navales y recursos materiales— como único medio de neutralizar la victoriosa agre-
sión de Aníbal en la propia Italia.

Sin embargo, la acción militar romana en Hispania y su afortunado discurso fue po-
niendo paulatinamente a los generales, encargados de conducir el ejército, en posesión
de los bienes que en otro tiempo habían hecho la fortuna de los cartagineses. Es muy fácil
reflexionar, con puntos de vista actuales, sobre la conveniencia, la legalidad o la justicia de
mantener los recursos inutilizados para Cartago, pero no hay que olvidar el primitivismo de
la guerra total en que estaba inmerso el estado romano y el descubrimiento de las gran-
des posibilidades que se abrían con la explotación en beneficio propio de los recursos que
poco antes habían sido utilizados por el enemigo.

Como Cartago, muy pronto los ejércitos romanos incluyeron mercenarios ibéricos;
la fácil plata de brutales imposiciones financió y solucionó los graves apuros del pago de
soldadas al ejército que combatía en Hispania, cuando desde la Urbe era materialmente
imposible socorrer a las necesidades de estas fuerzas; las propias bases púnicas donde
se habían preparado los ejércitos que invadieron Italia, eran ahora magníficos puntos de
apovo para intentar la invasión de Cartago. No podían existir escrúpulos de conciencia an-
te el natural instinto de conservación de los responsables romanos de la guerra en Hispa-
nia. Pero cuando Cartago dejó de constituir un peligro para la existencia de Roma, ya
se había extendido el conocimiento de las posibilidades del país, no sólo estratégicas, si-
no fundamentalmente económicas. La victoria sobre Cartago autorizaba a entrar en po-
sesión de los bienes arrebatados al enemigo, pero además era difícil olvidar los azares de
dos largos períodos bélicos casi continuados para no procurar todas las precauciones que
hicieran imposible una nueva confrontación. Cartago debía ser relegado a África. Si la ex-
pulsión de los púnicos del mar Tirreno después de la Primera Guerra Púnica no había sido
una medida eficaz para alejar el fantasma de la guerra, su desalojo del occidente medite-
rráneo sería ahora una garantía de que la pesadilla púnica no volvería a repetirse.

A riesgo de ser reiterativos, queremos incidir en las causas de la permanencia en


Hispania de los ejércitos romanos como una natural consecuencia de la Guerra Púnica,
sin planes premeditados a largo plazo y sin una clara conciencia anexionista, madurada
en los largos años de campaña en suelo peninsular. Hispania es precisamente un claro
ejemplo de la improvisación de un gobierno ante tareas hasta el momento no imaginadas.
Las experiencias en la anexión de su territorio, con sus muchos fracasos, irregularidades
constitucionales y pasos en falso, prueban esta falta de preparación.

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Que el gobierno no tenía prevista en principio esta anexión queda manifiesto por
las vacilaciones en el nombramiento incluso de los máximos responsable de la conducción
de las operaciones militares en suelo peninsular. La guerra en Hispania había sido asig-
nada en principio a uno de los cónsules de 218, P. Cornelio Escipión, que tomó como lu-
garteniente a su hermano Cneo. La imprevista acción de Aníbal sobre Italia obligó al cón-
sul a permanecer en Italia un año hasta que, por fin, como procónsul, pudo unirse a su
hermano en la Península. Su nombramiento y las prerrogativas del cargo eran las norma-
les en tiempo de guerra, sin instrucciones para regular los asuntos de Hispania sobre ba-
ses estables. La muerte de ambos dejaba el ejército de Hispania en una grave situación,
puesto que, dado el alejamiento de la Península y las ineludibles necesidades de la gue-
rra, urgía contar con un mando. De ahí la primera acción irregular: los propios soldados,
contra las reglas de la constitución, entregaron el mando al caballero L. Marcio, sin otro
título que sus cualidades militares.

El senado, cuando tuvo noticias de la elección, reaccionó enviando un propretor,


Claudio Nerón, es decir, un promagistrado, elegido según las normas en los comicios e
investido de poderes regulares. Su mando, sin embargo, duró poco. Ya conocemos las
circunstancias que concurren en la elección del joven P. Cornelio Escipión, simple priva-
tus, sin capacidad legal, investido de un imperium proconsulare. La elección era excepcio-
nal y, como tal, se superpuso al nombramiento regular de un nuevo propretor, Junio Sila-
no, que se le subordinó en la dirección de la guerra peninsular. Era manifiesto que en His-
pania no podían seguirse normalmente las reglas de colegialidad y anualidad que consti-
tuyen los rasgos fundamentales de la magistratura romana, ante las necesidades de la
guerra y la lejanía de las instancias del poder central. Todo ello sin embargo, era explica-
ble por la situación límite que imponía la guerra contra Cartago y el objetivo primordial de
vencer, aun a costa de agresiones a la constitución.

El punto de inflexión de la guerra en Hispania es, sin duda, la batalla de Ilipa en el


207, que quebró la resistencia púnica en el valle del Guadalquivir, acorralando sus fuerzas
en la costa atlántica en torno a Cádiz, meramente ya a la defensiva. Según una fuente
tardía, Zonaras, tras la batalla de Ilipa, Escipión recibió del senado el encargo de ordenar
los asuntos de Hispania, es decir, establecer relaciones regulares entre Roma y las co-
munidades indígenas. La noticia probablemente es cierta si tenemos en cuenta su reflejo
a posteriori en otras fuentes como Polibio, Apiano y Floro, para quienes Escipión realmen-
te llevó a cabo su misión, aunque, como veremos, de una forma provisional que sólo en el
197 sería definitivamente fijada por el senado romano.

La obra de Escipión, que, sin embargo mediatizaría en gran parte el posterior desa-
rrollo de la acción provincial romana en Hispania a lo largo de toda la República, tuvo co-
mo principio fundamental la acomodación a la situación práctica en que había venido de-
senvolviéndose la acción militar. Hemos visto cómo a partir de la costa noroccidental, a la
que paulatinamente se añade el hinterland inmediato hasta el Ebro, el progreso de las ar-
mas romanas se extendió por la costa levantina, con los puntos fuertes de Sagunto, Akra
Leuke y Carthago Nova, y de aquí penetró en el interior, por la puerta de Castulo, en la
región oriental de Sierra Morena, para avanzar por el valle del Guadalquivir.

Muy pronto, en el curso de la guerra, una vez pasado el Ebro, se hizo necesaria ]a
utilización de dos cuerpos de ejército distintos, dada la excesiva extensión en longitud de
las regiones controladas por las armas romanas y la conveniencia de disponer de fuerzas
inmediatas, no sólo contra los cartagineses, sino, como muy pronto se hizo manifiesto, pa-
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ra mantener en su fidelidad a las tribus indígenas. La duplicidad del mando, por más que
el conjunto del ejército estuviese subordinado a Escipión, cuyo imperio proconsular era
superior al de sus lugartenientes, fue, pues, pronto una ineludible necesidad, si quería
mantenerse la eficacia. Probablemente su arranque haya de ser datado en el 209, una vez
que, tomada Cartagena, quedaba clara la existencia de dos frentes, uno ofensivo sobre el
Guadalquivir, y otro defensivo al norte del Ebro, apenas unidos por una franja litoral muy
estrecha a lo largo de la costa levantina; a cada uno de ellos se adscribió un ejército y un
mando, que quedaron refrendados tras la batalla de Ilipa.

Pero, más que responsabilidad sobre territorios provinciales, se trataba de doble


mando militar que, por otra parte, quedaba ya marcado con bastante precisión por la pro-
pia extensión de los territorios controlados al norte del Ebro y sobre el valle del Guadalqui-
vir. La guerra, de otro lado, y las necesidades estratégicas podían conducir a una acción
común en la que todo el ejército se subordinaba a Escipión.

La obra de Escipión, más que en una supuesta división bipartita provincial, que,
aunque gestada por su iniciativa, sólo comenzará a funcionar regularmente tras su mar-
cha, debió aplicarse fundamentalmente a definir las relaciones de Roma con las tribus in-
dígenas que, a lo largo de la guerra, habían entrado en contacto —amistoso, enemigo o
fluctuante— con las armas romanas. Pero esta definición no significó todavía la imposi-
ción de una directa y formal hegemonía romana. Probablemente Escipión se limitó a cas-
tigar o premiar a las comunidades con las que había entrado en contacto, a tenor de sus
actitudes en la guerra, regularizar en cierto mdo los stipendia o contribuciones de las co-
munidades sometidas y, sobre todo, procurar que régulos o facciones prorromanas contro-
laran los hilos de las principales ciudades y tribus en la esfera de influencia romana.

Un indicio de estas disposiciones parecen descubrirse en una noticia de Livio, que


relata la embajada ante el senado de una delegación saguntina, introducida por Escipión
en el año 205, durante su magistratura consular. La legación pretendía expresar su agra-
decimiento a Roma por los beneficios concedidos a su ciudad por Escipión y solicitar su
ratificación por la autoridad del senado.

No podemos imaginar una excesiva extensión de las disposiciones de Escipión,


puesto que el tiempo de que dispuso para llevarlas a cabo fue muy limitado, pero
hay un punto, debido a su iniciativa, que tendrá incalculables consecuencias para el futu-
ro desarrollo peninsular. Tras la batalla de Ilipa, el general romano fundó un núcleo urbano
en Italica (Santiponce), donde fueron asentados los heridos del ejército romano en la ba-
talla. Este núcleo es el primero de una larga serie que contribuirá a la transformación de la
Hispania sometida a los romanos, gracias a la colonización de elementos romano-itálicos,
asentados establemente en las nuevas tierras. La fundación de Italica presenta muchos
problemas: intención de Escipión, status de la ciudad, procedencia de los primeros colo-
nos... pero, en cualquier caso, fue una iniciativa fecunda, que indicaba bien claramente la
voluntad de permanencia en la Península.

BIBLIOGRAFÍA
===========================================
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SCULLARD, H.H., Scipio Africanus: soldier and politician, Londres, 1970
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WALBANK, F.W., Historical Commentary on Polybius, I, Oxford, 1957

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III LOS COMIENZOS DE LA CONQUISTA
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La estabilización de la voluntad de dominio

Los gobiernos interinos


Si bien la Península, gracias a la afortunada conducción de las operaciones milita-
res por Escipión, había sido arrancada de manos cartaginesas, la guerra continuaba. Por
ello, cuando Escipión, en el 206, regresó a Roma, dejó sendos cuerpos de ejército al
mando de sus lugartenientes, M. Junio Silano y L. Marcio, a los que encargó de supervi-
sar los dos ámbitos en que se desenvolvía la esfera de intereses romana en suelo penin-
sular. A Escipión le urgía regresar a Roma para poder exigir los honores del triunfo por sus
victorias en Iberia antes de presentarse a las elecciones consulares para el año siguiente.
Si bien este triunfo le fue denegado por el senado so pretexto de que no podía conceder-
se a quien nunca había revestido una magistratura mayor, logró en cambio la investidura
consular y, con ella, la realización de un proyecto que había estado madurando desde sus
años de actividad en la Península: llevar la guerra al corazón del enemigo en la propia
África.

Era evidente que, aceptado el plan, Iberia seguía representando un importante pa-
pel estratégico, teniendo en cuenta su proximidad al nuevo teatro de operaciones, y que,
por consiguiente, debían mantenerse tropas en su territorio, independientemente de
cualquier otra provisión, si es que existía, a largo plazo. Pero, como había venido siendo
costumbre desde los comienzos de la guerra, la elección de nuevos responsables de los
asuntos militares en Hispania, se hizo de nuevo de forma provisoria. Sin duda, la influen-
cia en el gobierno de Escipión incidió en el nombramiento de los nuevos jefes, elegidos,
como él mismo, por votación de la asamblea de la plebe, que, sin haber cumplido las ma-
gistraturas superiores -pretura o consulado-, fueron, sin embargo, provistos de imperium
proconsular. Fueron éstos, L. Cornelio Léntulo, para los territorios al norte del Ebro, es de-
cir, la Hispania Citerior o región más próxima a Italia, y L. Manlio Acidino para la región
meridional o Hispania Ulterior, la más alejada.

Escipión había llevado consigo a Roma la mitad de las tropas que habían servido
bajo su mando, dejando en Hispania sólo dos legiones, con las correspondientes tropas
aliadas itálicas. Pronto se hicieron ver las consecuencias de esta reducción de efectivos y
de la propia marcha de Escipión, que, con su personalidad, había contribuido a estabilizar,
no sin duras luchas, las relaciones con las tribus indígenas. El primer golpe partió preci-
samente de la región que durante los años anteriores había fluctuado una y otra vez en la
alianza con los romanos, la tribu de los ilergetes, al mando de Indíbil, que se apresuró a
aprovechar la ausencia de Escipión para levantar contra Roma a las tribus vecinas con el
concurso de su hermano Mandonio. No es difícil encontrar las causas de esta rebelión
puesto que, como hemos visto, muy recientemente habían sido doblegados y obligados al
pago de un fuerte tributo. A los ilergetes, pues, se añadieron las tribus de los lacetanos y
ausetanos, que consiguieron poner en pie de guerra un ejército numeroso, al decir de Li-
vio, de 30.000 infantes y 4.000 jinetes. En la región de los sedetanos, esto es, en el cam-
po de Zaragoza, donde los indígenas habían tomado posiciones, tuvo lugar el enfrenta-
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miento con el ejército romano. Los nuevos procónsules resultaron vencedores y el pro-
pio Indíbil perdió la vida en el choque.

Las condiciones de paz no fueron ahora tan clementes. Desaparecido el peligro


púnico, ya no era necesario mantener una amistad fundada en las concesiones, sino apli-
car simple y brutalmente la ley del más fuerte. Cuando Mandonio y los otros supervivien-
tes responsables de la sublevación intentaron llegar de nuevo a un pacto, las condiciones
impuestas por los generales romanos fueron muy distintas a las que poco antes había
aplicado Escipión. Manlio y Acidino exigieron la entrega de los jefes culpables, entre ellos
Mandonio, que fueron ajusticiados. La petición de paz por parte de los indígenas fue su-
peditada a la aceptación de un tributo de montante doble al normal, mantenimiento por
seis meses del ejército romano, entrega de las armas, exigencia de rehenes y estableci-
miento de guarniciones en sus principales núcleos. Sin posibilidades de resistir a estas
cláusulas, más de treinta pueblos, según Livio, se sometieron a los generales romanos
entregando rehenes.

Entre tanto, proseguía la guerra contra Cartago en situación muy diferente a la de


años anteriores. Escipión había logrado finalmente hacer realidad su vieja aspiración de
invadir África, mientras Aníbal, aún en Italia, recibía la orden de regresar a Cartago para
defender el suelo patrio. En estos años es comprensible que nuestra principal fuente de
información, Livio, apenas dedique unas líneas a los acontecimientos de Hispania para
dar cuenta de la reelección anual, entre el 204 y el 201, de Léntulo y Acidino como res-
ponsables de los dos ámbitos de acción militar en la Península.

Sólo algunas noticias accidentales permiten desvelar la situación en Hispania. Se-


gún el mismo Livio, en el 203, el precio del trigo en Roma sufrió una baja considerable de-
bida al envío de grandes cantidades de grano desde Hispania. Al finalizar el año 201, el
procónsul Léntulo pidió ser relevado de su servicio y marchó a Roma para presentarse,
como había hecho Escipión años antes, a las elecciones para cónsul. Con él llevaba un
gigantesco botín de 43.000 libras de plata y 2.450 de oro, y solicitó del senado la conce-
sión del triunfo por sus acciones militares. La cámara, sin embargo, dado que Léntulo no
había cumplido las magistraturas que autorizaban este máximo galardón, concedió sólo la
ovatio, a pesar de la oposición de un tribuno de la plebe que pretendía el rígido cumpli-
miento de las normas constitucionales: triunfo y ovatio quedaban restringidos a magistra-
dos regulares con imperium. No obstante, la ovatio se otorgó por senadoconsulto.

Ambas noticias descubren el trasfondo de la presencia romana en Hispania, mar-


cado por acciones militares y castigos represivos contra las tribus indígenas. Las razones
pueden sólo suponerse. Sin duda, una de ellas era la intervención de agentes cartagine-
ses para crear malestar en las relaciones, por otra parte inseguras, entre romanos e indí-
genas. La absoluta necesidad de mantener la lealtad de los hispanos y el temor ante una
posible recuperación de la ascendencia cartaginesa en suelo peninsular explican la dure-
za de la acción romana, traducida en el uso de la fuerza, con el subsiguiente corolario de
desmantelamiento de los núcleos indígenas sospechosos de tendencias procartaginesas
o simplemente reacios a aceptar la autoridad romana, desmembramiento de sus territorios
y contribuciones de guerra en metales preciosos y especie.

Mientras, en octubre del 202, en los alrededores de Zama, Escipión infligía a Aníbal
la derrota que sellaba el desenlace de la guerra. En la primavera del 201 se concluyó la
paz entre Roma y Cartago y Escipión regresó de África para recibir en Roma un delirante
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triunfo y el sobrenombre de “Africano”. Lógicamente con el final de la guerra desaparecía
toda excusa militar para mantener tropas en Hispania y, en consecuencia, seguir conside-
rándola como provincia o “ámbito de acción” de envíados portadores de imperium. Y efec-
tivamente el senado se planteó la conveniencia o la posibilidad de iniciar en la Península,
al menos, una retirada parcial. Así parece concluirse del decreto senatorial que instaba a
la asamblea de la plebe en el 201 a elegir un único portador del imperium para Hispania
con el encargo de reducir los efectivos estacionados en su territorio a una legión y 15.000
aliados latinos y evacuar el resto de las tropas a Italia con los procónsules salientes, Lén-
tulo y Acidino.

Es difíl decidir la intención real del senado con esta parcial movilización: la reduc-
ción de tropas podía significar el comienzo de una total evacuación, proyectada en varias
fases, o, por el contrario, una voluntad de permanencia con más modestos recursos milita-
res, pero, en uno u otro caso, con los mismos provisorios medios con los que la presencia
romana en Hispania había comenzado por lo que respecta a los comandantes enviados.
Puede adivinarse quizá, como en otras ocasiones semejantes, el forcejeo sobre la línea a
seguir entre distintas facciones del senado, de las que, a no dudar, la más ardiente parti-
daria de la permanencia estaba liderada por Escipión. Y en definitiva fue esta línea la
que prevaleció. Es cierto que un nuevo y único portador del imperium , C. Cornelio Cete-
go, fue elegido para sustituir a Léntulo y también que el procónsul cesante llevó consigo a
Italia parte de las tropas, pero su colega, Acidino, permaneció en su puesto y, así, aunque
de este modo irregular, siguieron existiendo dos comandantes al frente de los asuntos de
Hispania.

Si el senado rectificó antes de que partiera Cetego para su provincia, dándole ins-
trucciones para que Acidino permaneciera a su lado, o si la decisión se tomó una vez que
el nuevo procónsul desembarcó en Hispania, de acuerdo con los comandantes salientes
y a la vista de una situación que aconsejaba la duplicación del mando, no es posible de-
cidirlo. Pero podría aceptarse más bien la segunda posibilidad si tenemos en cuenta el re-
lato de Livio de una victoria del nuevo procónsul sobre un gran ejército indígena en el pa-
ís de los sedetanos. Cetego y Acidino dejarían su provincia por plebiscito a fiales del año
200, el primero para cumplir su magistratura de edil curul; el segundo, quizá a petición
propia, después de seis años ininterrumpidos de mandato en la Ulterior. Como ya empieza
a ser costumbre, los dos ingresaron en el erario importantes cantidades de oro y plata.

Durante los dos años siguientes, el 199 y el 198, continuando con el sistema ex-
traordinario del poder proconsular otorgado por la asamblea de la plebe a personajes que
aún no habían cumplido magistraturas con imperium, llegan a Hispania Cn. Cornelio Bla-
sión para la Citerior y L. Esterninio para la Ulterior. No habría que insistir en que su ges-
tión siguió discurriendo por los conocidos cauces de lucha contra las tribus indígenas —
Cornelio Blasión recibiría por sus victorias los honores de la ovatio— y de gigantescas
aportaciones de metales preciosos al tesoro público, mientras en Oriente tenía lugar con-
temporáneamente la Segunda Guerra Macedónica contra Filipo V, con la victoria romana
de Cinoscéfalos. Con esta guerra Roma se había lanzado directamente a un intervencio-
nismo en el Oriente mediterráneo, que llenará la política exterior de los primeros decenios
del siglo ll y que, lógicamente, inclinará la balanza de la información hacia el otro extremo
del Mediterráneo.

Apenas si una noticia incidental nos descorre el panorama de las relaciones no fun-
damentadas en la guerra entre Roma y las comunidades hispanas. Según Livio, en el año
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199, Gades, ciudad que tras su rendición había firmado un pacto de federación con Roma,
apeló ante el senado para que cesase el envío de praefecti a la ciudad, tal como estipula-
da el tratado firmado en el 206 con el lugarteniente de Escipión, Marcio. Los praefecti, que
juegan un importante papel en la temprana administración de Hispania, eran lugartenien-
tes del responsable de la provincia para distintas funciones en la administración. Una de
estas funciones, la más usual, era la de ad praesidia praeficienda, es decir, el mando de
una guarnición, impuesta a una ciudad sometida. Probablemente además sus tareas se
extendían al reclutamiento de auxiliares y recaudación de tributo y, si así lo decidía el go-
bernador, asumía competencias judiciales. Los responsables de las provincias hispanas,
una vez comprendida la eficicacia de estos praefecti en la exacción de contribuciones a
las comunidades sometidas, al parecer utilizaron a otros lugartenientes con el mismo títu-
lo para recabar de ciudades aliadas cantidades extraordinarias y probablemente irregula-
res. De ahí que Gades, que en su momento había aceptado como parte de las cláusulas
de rendición la imposición de un praefectus militar, se rebelara contra la extensión de es-
tos agentes que sangraban sus recursos a capricho del correspondiente procónsul. La
monótona mención en el relato de Livio de las cantidades de oro y plata ingresadas en el
erario por los procónsules de Hispania es bien ilustrativa de su pobre gestión de gobierno,
reducida a una confusa represión contra aquellas comunidades indígenas sobre las que
creían fundamentado un derecho de soberanía y a la indiscriminada recaudación de meta-
les preciosos entre sometidos y aliados.

Los orígenes del gobierno pretorial

Cornelio Blasión y Esterninio serían los dos últimos personajes enviados con impe-
rium proconsular mediante plebiscito para asumir el mando de la acción militar en la Pe-
nínsula. En las elecciones para el año 197 celebradas en los comicios por centurias, por
primera vez se eligieron seis pretores en lugar de cuatro, según Livio, “porque el número
de las provincias aumentaba y el imperio romano se extendía diariamente”. Y dos de estos
pretores, por sorteo, C. Sempronio Tuditano y M. Helvio, fueron encargados de la Hispania
Citerior y Ulterior respectivamente. Por vez primera también dos magistrados regulares
con imperium cumplirían su año de mandato en la Península, frente a los encargos ex-
traordinarios e irregulares con los que hasta el momento se había resuelto el problema de
los mandos en Hispania.

Razones para esta regularización sobraban, aunque nuestras fuentes no sean ex-
plícitas en su enumeración. Por otra parte, el expediente contaba con experiencias pre-
vias en otros espacios extraitálicos. Cuando en el 241, tras la Primera Guerra Púnica,
Roma entró en posesión de los territorios de Sicilia no sometidos a Siracusa, se limitó a
enviar cuestores para recaudar los ingresos procedentes de las contribuciones impuestas
a las comunidades de la isla por derecho de conquista. La supervisión general, no obs-
tante, se ejercía desde la propia Roma, donde uno de los dos praetores, el peregrinus
(encargado de los asuntos judiciales que interesaban a ciudadanos romanos y extranje-
ros), asumió esta tarea entre sus provinciae (“competencias” o “ámbitos de acción”). Sólo
catorce años más tarde, en el 227, los dos pretores anuales (urbanus y peregrinus), au-
mentaron a cuatro para así poder contar con dos magistrados con imperium que cumplie-
ran su año de mandato en Sicilia y Córcega-Cerdeña, consideradas como zonas perma-
nentes de intervención militar, con el corolario de ejercer el alto control sobre los corres-
pondientes territorios y, por consiguiente, con las prerrogativas de impartir justicia, recau-
dar tributos, reclutar auxiliares y, en general, representar o, más aún, encarnar en sus per-
sonas la soberanía romana. Así el termino abstracto provincia o “competencia” fue deri-
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vando hacia el concreto de provincia como “zona de intervención militar” o “territorio ex-
traitálico permenentemente sometido a la autoridad de un pretor”.

La creación de los pretores provinciales significó una innovación en las funciones


asignadas a esta magistratura. En su origen -de acuerdo con la tradición, en el año 367-,
se desgajó de la función directiva del Estado, encomendada a los cónsules, el campo de
la administración de justicia, que fue puesta en manos de un praetor urbanus, provisto,
como los cónsules, de imperium. La pretura fue desarrollándose al compás de la compli-
cación de aparato de Estado y de la expansión de Roma, siempre en el ámbito de la juris-
dicción. Así, al praetor urbanus, cuyo campo fundamental atañía a la administración de
justicia entre los ciudadanos, se añadió el praetor peregrinus, encargado de la justicia en-
tre romanos y extranjeros. Pero los pretores provinciales, creados en 227, ya no tuvieron
como función primordial la justicia, sino el ejercicio del imperium, es decir, del supremo
mando militar y civil, en ámbitos territoriales extraitálicos. Como señala Richardson, el in-
cremento del número de magistrados tuvo una importante significación para la política ro-
mana en general, ya que sólo a partir de que empezaran a elegirse seis pretores anuales
se hizo posible exigir a los candidatos al consulado haber desempeñado con anterioridad
la pretura: de ese modo, se fue afirmando la práctica de elegir a los cónsules entre los an-
tiguos pretores y, con ello, iniciar la concatenación de cargos de creciente responsabilidad,
que constituirá el principio del cursus honorum o carrera política de los senadores roma-
nos.

En cuanto a la razón o razones de ampliar a los territorios hispanos la práctica


inaugurada treinta años antes en Sicilia y Córcega-Cerdeña, no parece que pueda supo-
nerse simplemente la aplicación automática de una medida de carácter general. Como
hemos visto, la presencia romana en la Península había alterado considerablemente la
situación existente con anterioridad, por una parte, como consecuencia de los compromi-
sos contraídos con las comunidades indígenas -considérese el caso, antes mencionado,
de Sagunto- y, por otra, por la aparición y consolidación de intereses que afectaban a ro-
manos e itálicos y que no podían ser abandonados sin más.

Pero también y supuesta esta voluntad de permanencia, desarrollada quizás de


forma inconsciente en veinte años de continua presencia, la anomalía, que llevaba traza
de convertirse en regla, de enviar personajes con imperium a una zona militar activa sin el
carácter de magistrados regularmente elegidos por los comicios, creaba problemas a la
clase política, esto es, a los senadores. Uno de ellos era el problema legal que planteaba
la denegación de los honores del triunfo a los responsables de la acción militar en Hispa-
nia por no ostentar una magistratura regular. Las fuentes, con su insistencia en anotar es-
tas denegaciones al triunfo e incluso al escalón inferior de la ovatio, reflejan de forma sufi-
centemente clara la magnitud del problema: un sistema de mandos que, al tiempo de ofre-
cer grandes oportunidades de gloria -máxima aspiración vital de la nobilitas romana-, im-
pedía su coronamiento natural en los honores del triunfo.

Y, si tenemos en cuenta el sistema de facciones senatoriales en el que se basaba


el desarrollo cotidiano de la política romana, un factor que también pudo entrar en consi-
deración fue el deseo de limitar la influencia de la gens Cornelia en la Península, con el
lógico aumento de clientelas presentes o futuras en beneficio de sus miembros. Escipión,
que había creado y fundamentado importantes intereses en Hispania, contaba con fuer-
te influencia entre las comunidades indígenas, que había procurado mantener en el entor-
no familiar con la presencia ininterrumpida de algún miembro de la gens entre los portado-
! ! ! ! ! !
res del imperium enviados a la Península: Léntulo, Cetego y Blasión. Frente a la elección
en los comicios por tribus a instancias de un tribuno de la plebe, con la mayor facilidad de
manipulación, una fracción de la oligarquía romana posiblemente consideró que podría
frenarse la influencia de la gens Cornelia en Hispania si los gobernadores se decidían en
los comicios por centurias, en el marco acostumbrado de las magistraturas ordinarias.

Pero también desde el punto de vista de la Península parecía aconsejable esta re-
gularización, que, por otro lado, no era la solución acostumbrada en las relaciones de
Roma con ámbitos exteriores. Llama la atención que el gobierno romano se resistiera de-
cenas de años a implantar un sistema semejante en otros teatros de guerra como África,
Macedonia, Grecia o Asia Menor, frente a la relativa rapidez con la que decidió utilizar un
medio de control como éste, directo y permanente, que suponía la acpetación de com-
promisos a largo plazo, no todos rentables.

Es difícil decidir hasta qué punto un comprensible, aunque injustificado, miedo al


resurgir del poder cartaginés en la Península actuó como incentivo de la provincialización,
aunque podría tomarse en consideración si tenemos en cuenta la incansable tozudez de
conspicuos representantes de la oligarquía romana, como M. Porcio Catón, en alertar du-
rante decenios sobre el supuesto peligro. Es sintomática, por otra parte, la toma de pose-
sión permanente por parte romana del en otro tiempo imperio cartaginés de ultramar, que
se inició con la ocupación de Sicilia, Cerdeña y Córcega, para continuar en el extremo oc-
cidente mediterráneo con una presencia cada vez más insistente, que terminaría desem-
bocando en permanencia estable. Descartada la ocupación de África, el control indefinido
de la costa mediterránea peninsular añadía a las exigencias de seguridad del estado ro-
mano, ya protegido del hipotético enemigo cartaginés por un cinturón insular inmediato al
territorio itálico, un segundo espacio exterior de protección, que además se encontraba
cerca del continente africano. Esta exigencia de seguridad, que obligaba a extender la
presencia romana por todo el litoral mediterráneo, descartó la posibilidad, tímidamente
expuesta en el 201, de un único mando y alentó la definitiva configuración de dos provin-
cias distintas, todavía más teniendo en cuenta la preocupante inseguridad de las comuni-
dades indígenas.

Numerosos elementos -factores políticos internos, precavida actitud hacia Cartago


e inseguridad en el ámbito provincial- vinieron, pues, a coincidir en la definitiva transfor-
mación de los territorios peninsulares en dos zonas distintas de intervención militar, enco-
mendadas a sendos pretores.

Los primeros pretores

Como tarea primordial, los nuevos pretores enviados a Hispania en 197, a los que
se invistió de poder proconsular, recibieron el encargo expreso de delimitar las fronteras
entre ambas provincias. Por entonces, las armas romanas controlaban en el norte los
pueblos de la costa entre Pirineos y Ebro, apoyados en sus bases de Emporiae y Tarraco,
así como el territorio del interior, a lo largo del medio y bajo valle de Ebro, habitado por las
tribus de iacetanos e ilergetes, probablemente hasta las ciudades de Osca (Huesca) y
Salduba (Zaragoza). Por el sur, la esfera de influencia romana se había extendido discon-
tinuamente a lo largo del Guadalquivir, desde la zona minera de Castulo (Linares), en el
alto valle, hasta el bajo, donde, como sabemos, Escipión fundó el centro urbano de Itali-
ca. Este punto marcaba el límite extremo de la extensión del dominio romano por el sur.
Ambos territorios quedaban comunicados por una franja costera, jalonada por las ciuda-
! ! ! ! ! !
des de Saguntum, Dianium (Denia), Lucentum (Alicante) y Carthago Nova, aunque en es-
ta zona la penetración romana apenas alcanzaba unos kilómetros tierra adentro.

La frontera pudo establecerse en la línea del río Almazora, entre Carthago Nova al
norte, dentro de la Citerior, y Baria (Villaricos de Almería), en la Ulterior. Pero esta frontera,
bien delimitada en la costa, se difuminaba en el interior con límites imprecisos, a lo largo
del saltus Castulonensis (Sierra Morena), que gradualmente se convirtió en frontera inter-
provincial. Así, el Guadalquivir en su curso alto y medio terminó sirviendo de límite, aun-
que no de estricta línea de demarcación. No debe extrañar que, en los decenios siguien-
tes, gobernadores de la Citerior combatieran al sur del río y viceversa. Pero en líneas ge-
nerales y hasta la delimitación de fronteras interiores fijada por Augusto, en la progresiva
conquista, el sur y el oeste peninsular correspondieron al gobernador de la Ulterior; el este
y norte, al de la Citerior, según una convención poco definida, que fue precisándose a me-
dida que el establecimiento de un control estable sobre las distintas áreas donde opera-
ban las armas romanas se atribuía a la jurisdicción de uno u otro pretor.

Sabemos que Sempronio Tuditano y Helvio fueron provistos de sendos ejércitos,


exclusivamente compuestos de aliados itálicos, a razón de 8.000 infantes y 1.400 jinetes
cada uno. La ausencia de tropas legionarias quizá estuvo condicionada a la necesidad de
mandar tropas al Oriente, pero en cualquier caso resultó fatal. Parece ser que, sin cone-
xión, pero simultáneamente, los pueblos indígenas de ambas provincias se rebelaron con-
tra el gobierno romano. La peor parte le cupo a las armas romanas en la Citerior, donde
Sempronio, en inferioridad de condiciones, hubo de enfrentarse a una coalición de tribus,
cuyos nombres no restituye la tradición. Su ejército, según Livio, fue arrollado y dispersa-
do, y el propio Sempronio huyó, malherido, del campo de batalla, muriendo poco después.

Igualmente, en la Ulterior la rebeldía contra los romanos prendió en toda la provin-


cia. Es esta la primera noticia detallada que tenemos de la región meridional desde la
campaña de Escipión y Marcio, y, sin duda, las causas de la rebelión han de buscarse en
la arbitrariedad de los gobernadores romanos, con sus exigencias y su desprecio a los
pactos firmados con las ciudades, como en el mencionado caso de Gades. Las cabezas
de la rebelión fueron dos régulos turdetanos, Culchas, el antiguo aliado de Escipión, que
ahora acaudillaba diecisiete ciudades, y Luxinio, bajo el que se encontraban las ciudades
de Carmo (Carmona) y Bardo, desconocida. A ellas se añadieron las ciudades fenicias de
la costa meridional mediterránea, Malaca (Málaga) y Sexi (Almuñécar), y los habitantes de
la región comprendida entre el Guadiana y Guadalquivir, la Baeturia. La rebelión parecía
que iba a extenderse a todo el ámbito de la provincia. El pretor, impotente para sofocarla,
hizo saber al senado la grave situación y, a pesar de las exigencias que planteaba la acti-
vidad en Oriente, donde si bien Filipo de Macedonia había sido vencido, se dibujaba ya en
el horizonte un enfrentamiento contra el poderoso monarca de Siria, Antíoco, se consiguió
enviar nuevos pretores, Q. Minucio Thermo a la Citerior, para sustituir al muerto, y Q. Fa-
bio Buteón, para reemplazar a L. Helvio, que le entregó el mando.

Ambos pretores iban provistos de nuevos ejércitos con unos efectivos legionarios y
aliados de cerca de 10.000 hombres para cada provincia, que añadieron a los restos de
las tropas que ya habían tenido que enfrentarse a los indígenas. No sabemos la suerte del
pretor de la Ulterior, pero, a juzgar por los acontecimientos posteriores, no debió ser muy
favorable, ya que el año siguiente la rebelión seguía ardiendo en la provincia. Quizá el si-
lencio de Livio a este respecto no haga sino encubrir un rotundo fracaso. Por lo que res-
pecta a la Citerior, Minucio logró algunos resultados positivos si, como narra Livio, venció
! ! ! ! ! !
a dos caudillos indígenas, Budar y Besadines, cerca de la ciudad de Turba, haciendo pri-
sionero al primero y poniendo en fuga a sus ejércitos. La victoria debe ser auténtica, pues-
to que, a su vuelta a Roma, se le concedieron los honores del triunfo, después de aportar,
como ya era común, una respetable cantidad de metales preciosos al erario.

CATÓN EN HISPANIA

Las campañas militares

La rápida conexión entre el final de la Segunda Guerra Púnica y el comienzo de la


Segunda Guerra Macedónica había impedido al gobierno romano prestar la suficiente
atención a los territorios peninsulares, donde, si bien existía un estado continuo de guerra,
la fragmentación política podía dar la falsa impresión de que los ejércitos estacionados allí
sólo tenían que luchar contra simples bandas bárbaras, con un esfuerzo que, a juzgar por
los recursos ingresados al erario, merecía la pena mantenerse. Pero se estaba generando
una peligrosa cadena de sublevaciones y represiones que llevaba el camino de transfor-
marse en un levantamiento general y, en consecuencia, en una guerra en regla. Este peli-
gro se había puesto de manifiesto en el 197, cuando uno de los gobernadores había per-
dido la vida en la Citerior, mientras el otro llamaba angustiado a Roma ante una conflagra-
ción generalizada de la mayor parte del mosaico político meridional. El gobierno reaccio-
nó, con la inercia de años anteriores, enviando sustitutos con refuerzos. Precisamente en
el año 196 se estaba resolviendo a satisfacción del Senado la cuestión en el Oriente, tras
el triunfo sobre Filipo y el inicio de la influencia romana en Grecia. El Senado podía dedi-
car ahora su atención a la cuestión de Occidente, aplazada año tras año, con soluciones
enérgicas. Por ello decidió que, en vista de las dificultades para sofocar las sublevaciones
en Hispania, uno de los cónsules de 195, por suerte, fuese enviado a la Citerior, donde al
parecer era más grave la situación, con un gran ejército. Independientemente se eligirían
de modo regular los pretores correspondientes, actuando el de la Citerior como lugarte-
niente del cónsul: le tocó en suerte a P. Manlio la Citerior; la Ulterior, a Ap. Claudio Nerón.
Sorteados entre los dos cónsules quién llevaría la guerra a Hispania, fue elegido M. Porcio
Catón.

La personalidad de Catón ha llamado poderosamente la atención desde la misma


Antigüedad y las impresiones transmitidas por las fuentes han contribuido a acuñar un ar-
quetipo, presentado como el paradigma del romano de viejo cuño, tradicionalista y patrio-
ta, frugal, austero y justo, empeñado en un modo de vida fiel a la trayectoria de las anti-
guas virtudes romanas y contrario a cualquier viento renovador y, en especial, a la corrien-
te que cada vez con más fuerza penetraba en Roma desde Oriente y, por ello, enemigo
acérrimo del círculo de Escipión con su nuevo culto a la personalidad, su cosmopo-
litismo y su interés por el pensamiento helenístico. Pero al lado de esta imagen, se ha
puesto menos atención en subrayar que Catón representa al mismo tiempo el nuevo tipo
de latifundista, para quien el campo es simplemente un medio de capitalización, cuya ex-
plotación se basa en el recurso despiadado a la fuerza de trabajo esclava —basta leer al-
gunos párrafos de su tratado De agricultura para ver hasta dónde llegan sus extremos—, y
defensor de una nueva tendencia económica, culpable en gran medida de destruir la clase
media campesina italiana y haber precipitado en última instancia la crisis social que arras-
tra en sus últimos cien años la república romana. La historiografía ha preferido, sin em-
bargo, la primera imagen, hasta el punto de considerar como positiva su acción en cuan-
tos terrenos de la vida pública emprendió, hasta llegar, tras un intento fracasado, al cenit
de la censura, desde donde ha permanecido para la historia como el censor por excelen-
! ! ! ! ! !
cia. Un hombre intransigente no suele ser buen político y la única campaña militar que
llevó a cabo, en una situación ciertamente caótica como la hispana del 195, observada ba-
jo una crítica seria, contiene suficientes interrogantes como para poder dudar de su efecti-
vidad.

Para Catón, homo novus, es decir, primero de su familia en alcanzar el consulado y,


con ello, integrarse en la elite de la nobilitas romana, la campaña en Hispania significaba
la posibilidad de reafirmar su dignitas, su prestigio, en el restringido círculo que controlaba
los hilos de la política y de la sociedad romanas, mediante la obtención de los honores del
triunfo, para poder igualarse a su más directo oponente, Escipión el Africano. No es de
extrañar, pues, que tratara por todos los medios de atraer la atención pública sobre la gue-
rra de Hispania con un exagerado afán de notoriedad. Sus escritos propagandistas y au-
toenaltecedores, seguidos fielmente por la tradición antigua -Livio, Plutarco, Apiano-, han
influido, por una parte, en que se otorgue a su acción en Hispania una trascendencia que,
en la realidad, apenas tuvo; por otra, que esta acción este iluminada por una sobreabun-
dancia de información que contrasta con la parquedad de datos de los años inmediata-
mente siguientes, de mayor alcance para el discurso histórico de las provincias hispanas.

Los medios que le fueron proporcionados a Catón para su campaña fueron conse-
cuentes con la grave situación del país. Llevaba consigo un ejército consular, es decir, de
dos legiones, más los correspondientes aliados itálicos, embarcado en veinte navíos de
guerra, a los que añadió todavía cinco más. A estas fuerzas se añadían los dos ejércitos
pretoriales de una legión cada uno, que se hallaban en Hispania, y refuerzos aliados que
llevaron también consigo los nuevos pretores. Se ha estimado el total de las fuerzas en la
Península para este año entre 52.000 y 70.000 hombres. Catón partió de Italia bordeando
la costa, rumbo a las colonias griegas del noreste hispano; desembarcó primero en Rhode
(Rosas), que parece había sido asaltada y ocupada por indígenas, y expulsó a la guarni-
ción. A continuación se dirigió a Ampurias.

Es muy interesante el relato que hace Livio de las particularidades topográficas de


la ciudad, condicionadas a la situación política en su interior, en el momento de la llegada
de Catón. Ampurias encerraba en su recinto dos ciudades distintas, una, abierta al mar,
donde se hallaba la colonia griega; otra, en el interior, en la que se incluía la población in-
dígena. Aunque rodeadas por la misma muralla, entre uno y otro barrio existía un muro de
separación destinado a proteger a los griegos contra cualquier desagradable sorpresa de
los indígenas. Pero en cualquier caso, la simbiosis era necesaria: los indígenas precisa-
ban los productos que anclaban en el puerto griego, y los helenos utilizaban a los indíge-
nas como intermediarios para el comercio y como consumidores de estos productos. A la
llegada de Catón se estaban cumpliendo todas las precauciones, por parte de los ciuda-
danos griegos, para vigilar la única puerta de comunicación entre ambos barrios, lo que
indica la situación tensa con respecto a los indígenas en correspondencia con la rebelión
generalizada de las tribus circundantes y de la mayor parte, en suma, de las tribus del nor-
te del Ebro que se incluían en la provincia Citerior.

El primer contacto de Catón con los indígenas vino de campo aliado. Bilistages, el
régulo de los ilergetes, la tribu que tantas veces se había rebelado contra el gobierno ro-
mano, había enviado una delegación para solicitar del cónsul urgente ayuda en hombres
y provisiones ante la situación que le creaba, frente a las tribus indígenas rebeldes, su ac-
titud prorromana. Extrañaría que precisamente haya sido esta tribu una de las pocas que
no se sumó a la rebelión, si no tenemos en cuenta las duras represalias que una y otra
! ! ! ! ! !
vez se habían abatido sobre ella, hasta debilitarla de tal forma que no pensara en una
nueva aventura. Pero el plan de Catón no había previsto divertir su ejército en operacio-
nes múltiples, sino que contaba con utilizar toda su imponente fuerza para hacer com-
prender a las tribus dónde se encontraba el poder. Es cierto que prometió a los legados
su ayuda e incluso llegó a embarcar en su presencia a un contingente armado, que hizo
desembarcar de inmediato en cuanto los indígenas se marcharon, con el pretexto de que
era suficiente para la moral de combate de sus aliados la simple esperanza en que recibi-
rían refuerzos. No obstante, tuvo buen cuidado de retener a un hijo del rey como rehén
para evitar un cambio de opinión de la tribu.

Por ciertas indicaciones de Livio, podemos deducir que la llegada de Catón se pro-
dujo en el verano, cuando el trigo se hallaba en las eras. Contando con abastececerse de
víveres sobre el terreno y teniendo en cuenta su enfermiza obsesión por el ahorro, no es
de extrañar que entre sus primeras medidas ordenara regresar a Roma a los especulado-
res y abastecedores de trigo que seguían al ejército, con la conocida frase de que “la gue-
rra debía alimentarse por sí misma” y que se deshiciera de la escuadra, enviándola a
Marsella. Estableció su campamento en los alrededores de Ampurias, quizás en la ense-
nada de Riells, mientras sometía a sus soldados a una severa disciplina, obligándoles a
vivir del pillaje y endureciéndolos en escaramuzas nocturnas, hasta que consideró llegado
el momento favorable para presentar batalla, a unas nueve o diez millas de Ampurias.

La victoria de Catón sobre la coalición de tribus, que él mismo en sus escritos se


cuidó muy bien de anotar y engrandecer, tuvo el efecto esperado entre las tribus costeras
al norte del Ebro: al paso del formidable ejército del cónsul por las regiones que jalonaban
el camino hacia Tarraco, legados de las diferentes tribus se apresuraron a rendírsele, en-
tregando rehenes y devolviendo los cautivos romanos y aliados de anteriores campañas.
Sólo se hizo necesaria la utilización de la fuerza en algunas regiones del interior, cuya
orografía predisponía a la resistencia y, probablemente, donde la penetración romana has-
ta el momento había sido más débil. Eran estas tierras las de los bergistanos que, someti-
dos por Catón una vez, volvieron al poco tiempo a rebelarse, confiados en la partida del
cónsul hacia la Ulterior. Los bergistanos parece que habitaban las comarcas de Berga,
Cardona y Solsona, limitando al norte con las tribus pirenaicas de andosinos y airenosios
y con los ausetanos de la región de Vich, mientras se extendían por el sur hasta la comar-
ca lacetana de Barcelona. La nueva represión de Catón fue ejemplar, aunque, como ve-
remos, no suficiente para lograr el definitivo sometimiento: los indígenas que habían parti-
cipado en la lucha fueron vendidos y su territorio, posiblemente desmembrado, fue ane-
xionado en gran parte a las tribus vecinas. De hecho, el pueblo bergistano, después de las
campañas de Catón, apenas vuelve a aparecer en las fuentes y sólo como una tribu de
escasa importancia.

Catón no se contentó con las promesas de sumisión de los indígenas, cuya validez
había sido hasta el momento tan discutible. Aprovechó la posición victoriosa en que la ba-
talla de Ampurias le había colocado, para exigir garantías de que una nueva sublevación
no seria posible, mediante la entrega de armas, petición de ingentes cantidades de víve-
res y metales preciosos, imposición de guarniciones y desmantelamiento de las fortifica-
ciones de gran número de plazas fuertes indígenas. Sólo una ciudad, Segestica, de situa-
ción desconocida, se resistió a la orden y hubo de ser puesta a sitio y tomada.

Desgraciadamente, la ausencia casi total de excavaciones fiables en los escenarios


de las operaciones militares de Catón impiden decidir qué poblados sufrieron una destruc-
! ! ! ! ! !
ción de sus murallas. Lógicamente, habría que suponer que la medida afectaría a los más
inmediatos al área en que se movió el cónsul, así como a la zona del Bajo Aragón. Aunque
las fuentes, en seguimiento de la magnificación de Catón, hablan de trescientas ciudades
sometidas, el número habría que reducirlo a términos menos espectaculares y, además,
no es posible determinar cuántas de ellas sufrieron este castigo. Parece existir cierta con-
firmación arqueológica en Ullastret, Puig Castelar, Mas Bosca, San Antonio de Calaceite,
Els Castellans y, quizás, Azaila.

Mientras tanto, el pretor que había sido destinado a la Citerior como ayudante del
cónsul, Manlio, en unión del gobernador de la Ulterior, Apio Claudio, llevaba a cabo opera-
ciones en los territorios del sur peninsular, en respuesta a una rebelión generalizada de la
Turdetania, cuyas ciudades, además, se habían procurado la asistencia de gran número
de mercenarios celtíberos. Ante la apurada situación, los jefes del ejército romano solicita-
ron la presencia de Catón en la Ulterior. El cónsul atendió la petición de auxilio desplazan-
do sus tropas hacia el sur, seguramente a lo largo de la costa, pero, fuera de pequeñas
escaramuzas, no se llegó, como en la Citerior, a una prueba de fuerzas decisiva. La razón
no estaba tanto, como tratan de sugerir las fuentes, en la imposibilidad del cónsul de obli-
gar al enemigo a combatir, como en la falta de confianza de los responsables romanos en
lograr la victoria con fuerzas que consideraban insuficientes. Lo prueba, por un lado, la in-
sistencia de Catón en utilizar una vía de salida, como la diplomática, que antes, en el
Ebro, cuando se sentía el más fuerte, había despreciado; por otro y teniendo en cuenta su
proverbial tacañería, el intento de sobornar a los mercenarios celtíberos con el ofrecimien-
to de doblar el dinero que habían prometido los turdetanos. La comprometida situación se
resolvió al fin sin la utilización de las armas. Probablemente, Catón logró disuadir a los
celtíberos de combatir al lado de los turdetanos y éstos, sin el auxilio de la fuerza más efi-
caz con que contaban para oponerse a los romanos, depondrían su actitud y se avendrían
a renovar sus pactos. Pero es sólo una suposición, ya que el silencio de las fuentes es
absoluto. Y es aún más extraño este silencio si, como parece, se logró efectivamente la
pacificación de la Ulterior, cuando sabemos la autoglorificación de Catón en todas sus
empresas, que no hubiera dejado de tener reflejo en las fuentes.

Sin ningún encuentro decisivo en la Ulterior, Catón decidió el regreso a la Citerior.


Pero, en lugar de volver a sus bases por el camino habitual a lo largo del alto Guadalquivir
hacia la costa levantina (la posterior via Augusta), dirigió sus tropas por el interior a través
del Tajo hacia territorio celtíbero. Quizás los propósitos del cónsul eran hacer una demos-
tración de fuerza para producir un saludable efecto sobre futuras intenciones belicosas de
estos pueblos contra las regiones delimitadas tras las fronteras provinciales romanas. Sólo
podemos atestiguar la puesta en efecto de estos planes, pero las fuentes son demasiado
inconcretas y parciales para seguir perfectamente su marcha y, sobre todo, para decidir
sobre su resultado. Sólo se cita la toma de Seguntia (Sigüenza) y una posible acción en
los alrededores de Numantia, donde se ha creído encontrar huellas de castramentación
romana que pertenecen a la época de Catón (campamentos I y II de Renieblas en la Gran
Atalaya, explorados por Schulten). Este sería, pues, el primer contacto directo con las tri-
bus celtíberas, que, a partir de ahora y sin solución de continuidad, aparecerán como el
más grave problema para la estabilidad del dominio romano en la Península y, quizás, es-
ta acción provocadora precipitó antes de tiempo la belicosidad de las tribus de la meseta
norte.

Los últimos meses de la estancia de Catón en Hispania tuvieron como escenario de


nuevo la Citerior. La primera prueba de la limitación de su obra habría de sufrirla aún an-
! ! ! ! ! !
tes de abandonar la Península. Durante su marcha, había renacido la sublevación en las
tribus catalanas, provocada esta vez por los lacetanos de la región de Solsona, que ha-
bían atacado a las tribus vecinas aliadas de Roma. Catón actuó enérgicamente, y con el
auxilio de contingentes indígenas de la tribu de los suessetanos, los sometió. Todavía hu-
bo de actuar por tercera vez en territorio de los bergistanos, en los montes catalanes, que,
tras la última dura represión llevada a cabo antes de su marcha a Turdetania, se habían
hecho fuertes en su ciudad, Bergio. Parece ser que se trataba de un grupo radicalmente
antirromano, tildado por las fuentes de bandidos, que había conseguido apoderarse de la
plaza. Pero con ayuda de un segundo grupo, partidario del entendimiento con Catón, la
ciudad pudo ser tomada y los rebeldes fueron vendidos o ajusticiados.

Esta sería la última acción de armas del cónsul en Hispania. Terminado el año de
su cargo volvió a Roma para recibir el triunfo. Con él, llevaba al tesoro público la mayor
cantidad de metales preciosos que hasta el momento ningún gobernador había logrado
extraer de los indígenas: 25.000 libras de plata y 1.400 de oro, 123.000 denarios y
540.000 monedas de plata de las llamadas oscenses (argentum oscense).

La obra de Catón en Hispania


Con gusto las historias tradicionales se detienen en este punto para considerar la
supuesta obra de Catón en Hispania, entre cuyos resultados positivos se destacan la obra
de pacificación, las disposiciones administrativas y la organización económica de las pro-
vincias.

En cuanto al primer punto, las propias fuentes literarias son suficientemente explíci-
tas sobre los pobres resultados de la supuesta ‘pacificación’ de Catón. Como se verá, los
nuevos pretores del 194 hubieron de guerrear precisamente en las áreas objeto de la
atención militar preferente del cónsul, entre los Pirineos y el Ebro. Y ya se ha apuntado
que la demostración de fuerza de Catón en la Celtiberia posiblemente pudo precipitar el
comienzo del más grave problema militar al que tendrán que enfrentarse las armas roma-
nas en la Península en las décadas siguientes. Así, Catón, más que un hito en la historia
de la conquista romana de Hispania, sólo representa a lo sumo el paradigma de la pobre
y brutal política que, tras la Segunda Guerra Púnica, aplicó el estado romano en el ámbito
provincial.

Catón apenas varió el rumbo emprendido por sus predecesores, limitado a disposi-
ciones sobre la marcha, sin planificación previa y sin una coherente línea política, aunque
con una característica mezcla de violencia y oportunismo en su aplicación. Nada hay en
las fuentes que pueda interpretarse como una intención de regular, mediante bases esta-
bles y justas, la relación con las comunidades sometidas. Si se analiza el conjunto de
nuestros datos, en Catón se descubre sólo una personalidad reaccionaria y autoritaria
que, bajo el principio de la grandeza romana, utiliza un gigantesco aparato bélico para lo-
grar victorias militares y sustanciosos botines de guerra. Por ello, los medios utilizados son
siempre brutales; el despliegue de la fuerza, sistemático. Es cierto que con ello no hacía
sino mantenerse en las propias directrices emanadas del senado, para el que las provin-
cias apenas eran otra cosa que zonas de intervención militar. El interés primordial de la
cámara en sus relaciones exteriores no iba más allá de dotar a los comandantes con im-
perium, enviados a zonas conflictivas, de los medios adecuados para restablecer la paz
mediante el uso de la fuerza y en atender a los informes proporcionados por estos mismos
comandantes sobre su actividad militar, en el caso de que reclamasen los honores del
triunfo. Así, la obra de Catón no es tanto producto de un carácter y estilo propios como
! ! ! ! ! !
típica del período y de las aspiraciones de la clase política romana. Hacer suyas estas
aspiraciones y llevarlas a la práctica sin estar movido por intereses personales, sino sobre
todo por los intereses de la clase que controlaba la acción política y económica en el inte-
rior del Estado, ha contribuido a que las fuentes literarias den a su acción una valoración
positiva.

Sobre las supuestas disposiciones administrativas y financieras establecidas por el


cónsul, un texto de Livio parece proporcionar un cierto apoyo: “habiendo pacificado la pro-
vincia, estableció grandes tributos sobre las minas de hierro y plata por cuya institución la
provincia fue haciéndose cada día más rica” (XXXIV 21.7). La disposición, que hay que
poner en relación con el sometimiento de las tribus entre el Ebro y los Pirineos, debió ser
de alcance limitado y afectar sólo a las minas de hierro y plata - quizás también a las sali-
nas- al norte del Ebro, cuya riqueza el propio cónsul subraya en un fragmento de sus es-
critos. Pero en todo caso es la primera evidencia directa del interés del estado romano en
la explotación de los recursos de mineral peninsulares, que en fechas posteriores se ex-
tenderá a otras zonas mineras de la Península. Más que una sistematización de los in-
gresos fiscales sobre la explotación de los recursos mineros provinciales, que hubiera exi-
gido un complejo sistema de tasación y la propia intervención de los censores de Roma
-encargados del arriendo de bienes del Estado- , hay que pensar de nuevo en medidas ad
hoc, y en una recaudación directa, extraída de los particulares que explotaban estas mi-
nas.

En resumen, la obra de Catón se inserta en la afirmación de la política emprendida


por el senado en el 197 cuando, con la decisión de enviar regularmente pretores, asu-
mió el compromiso de mantener una presencia militar continua en Hispania. Pero esta
presencia, lejos de proponerse objetivos coherentes de pacificación y delimitación de terri-
torios sometidos, se deshizo en campañas inconexas y arbitrarias sobre cualquier objetivo
que se atreviera a contestar la exigencia romana de sometimiento y, como consecuencia,
de imposiciones económicas. Los territorios hispanos, supuesta la voluntad de permanen-
cia, apenas sirvieron de algo más que de escenarios donde la clase política romana tra-
taba de adquirir prestigio y gloria mediante la obtención de victorias y sustanciosos botines
de guerra, necesaria antesala del triunfo. Ni siquiera puede suponerse para estos prime-
ros años de dominio provincial un programa de explotación económica sistemática. La
mención entre los despojos llevados de Hispania por los gobernadores desde el 197 de un
argentum oscense, ha llevado a la consideración equivocada de que los pretores introdu-
jeron en esta fecha tan temprana el uso de la moneda de plata, acuñada por las tribus ibé-
ricas según un patrón romano, para el pago regularizado del stipendium. De las propias
fuentes se deduce que en esta época se consideraba como stipendium sólo el pago de
las tropas traídas a la Península por los pretores. Y precisamente la ausencia de imposi-
ciones fijas se suplió con arbitrarias contribuciones, con el pillaje y, sobre todo, con la ca-
prichosa conducción de guerras con el único objetivo de la obtención de botín. Pero estas
guerras muy pronto fue necesario llevarlas, en los dos territorios provinciales hispanos,
hacia el interior, habitado por tribus con fuertes contradicciones económicas y sociales,
que obligaban a mantener tradiciones nómadas y guerreras como medio de paliar con el
pillaje su endémica pobreza. El fragmentario y turbulento mundo político de lusitanos y
celtíberos, convertidos en involuntarios vecinos de unos imprecisos territorios sometidos
al poder romano, obligará en los siguientes decenios a una confusa conducción de gue-
rras, no siempre en su totalidad provocadas por los romanos pero sí desencadenadas en
última instancia por una incapacidad congénita en organizar inteligentemente el ámbito de
dominio provincial.
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DE CATÓN A GRACO

Fronteras y objetivos militares

En todo caso, las campañas de Catón contribuyeron a extender los intereses roma-
nos a áreas más extensas, que conviene describir, aunque sólo sea de forma aproximada,
para poder comprender cuáles son las direcciones y los ámbitos en los que se desarrolla
en los años postcatonianos la lucha en territorio hispano.

Tras el sometimiento de los ilergetes, la tribu más poderosa del norte del Ebro entre
el Cinca y el Gállego, puede decirse que las armas romanas se asentaron firmemente en
el valle medio e inferior del Ebro, desde su desembocadura hasta la altura de Salduie, la
posterior Caesaraugusta. Toda la zona comprendida al oriente del río Gállego, con las
cuencas del Cinca y del Segre, habitados por ilergetes y lacetanos, quedaron desde en-
tonces pacificados, lo mismo que las tribus indígenas próximas a la costa, ausetanos, laie-
tanos y cessetanos. Incluso aunque con menor estabilidad, por comprensibles dificultades
orográficas, la influencia de Roma se extendió por las tribus montañosas de airenosios,
andosinos y bergistanos, estos últimos, como vimos, después de tres duras campañas. Al
sur del Ebro, la estrecha faja costera primitiva, cuyos puntos de cohesión en principio es-
taban limitados a las plazas de Sagunto, Akra Leuke y Carthago Nova, se amplió hacia el
interior al ser englobadas las tribus de los ilercavones, entre Tortosa y Valencia, sus veci-
nos occidentales, los sedetanos, y los otros pueblos más meridionales ibéricos que se ex-
tendían entre el Sucro (Júcar) y la región al sur de Carthago Nova, especialmente, edeta-
nos y contestanos, con penetración hacia el interior por las llanuras de la región albacete-
ña, que constituían el paso obligado hacia el alto Guadalquivir y las regiones mineras de
Castulo (Linares). Desde aquí el dominio romano se abría a lo largo de todo el valle del
Guadalquivir, hasta la costa atlántica meridional. El control romano era también un hecho
en la costa sur mediterránea, donde se asentaban las antiguas colonias púnicas, con Ma-
laka, Abdera y Sexi. A juzgar por las campañas de los años siguientes, como veremos, si
bien había comenzado la penetración por el valle del Genil hacia la Andalucía oriental, era
menos efectivo el dominio romano sobre esta zona que en las llanuras occidentales. En
conjunto pues, podría delimitarse la frontera del ámbito provincial hispano a través de una
linea que, desde las estribaciones de los Pirineos centrales, progresaba por el curso del
Cinca hasta las márgenes del Ebro, a la altura de Zaragoza. Desde aquí, avanzaba por el
interior, por las estribaciones orientales del Sistema Ibérico, hasta alcanzar los valles del
Júcar y Segura y llegar a la parte oriental de Sierra Morena. A partir de esta zona, el río
Guadalquivir marcaba el límite. Todo el territorio al oriente y sur de esta línea formaba las
provincias romanas de Hispania, cuya frontera interna no estaba bien delimitada.

Las acciones militar de los años posteriores a Catón parece que tienen como esce-
narios, por un lado, áreas en el interior de esta frontera, con el objetivo de someter o ‘pa-
cificar’ zonas que, por diversas circunstancias, aún permanecían en estado de semi inde-
pendencia; por el otro, al oeste y al norte de la línea de intereses romana, las campañas,
sin un plan coherente, podrían haber respondido al doble objetivo inmediato de ganar se-
guridad para las zonas supuestamente dominadas y de responder ocasionalmente a ver-
daderas o supuestas agresiones de los pueblos del interior -lusitanos y celtíberos- en sus
razzias contra las fértiles tierras vecinas del Guadalquivir y Ebro. Pero que las acciones
militares continuaran desarrollándose lo mismo en áreas supuestamente pacificadas que
al otro lado de fronteras mal definidas, sin un plan sistemático y coherente, muestra el
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desconocimiento y la falta de control que en Roma existía sobre la realidad política en
Hispania y el abandono, por parte de las instancias centrales responsables de la política
exterior -el senado-, de los asuntos de la Península en las manos de los sucesivos preto-
res.

No obstante esta inconsistente política, parece posible suponer como objetivos de


las armas romanas en los años posteriores a Catón, por un lado y dentro de las fronteras
romanas, los pueblos montañosos de la Andalucía oriental en la provincia Ulterior, y las
tribus pirenaicas y de los montes catalanes, en la Citerior. Y por lo que respecta a las
campañas sobre los supuestos límites de dominio, en la Citerior vendrán a desarrollarse
sobre la línea del Ebro, hacia el territorio de los vascones en la actual Navarra, por la ver-
tiente norte del río, y sobre las tribus celtíberas orientales, pelendones y lusones, por la
sur. En la Ulterior contemporáneamente las fuerzas romanas se mueven entre Guadalqui-
vir y Guadiana. Ello pondría a las armas romanas en contacto con las tribus de la mese-
ta inferior -oretanos del alto Guadiana y carpetanos, en el valle medio del Tajo- y con los
pueblos celtíberos del alto valle del Duero y de la ladera occidental del sistema ibérico,
arévacos y belos-titios, respectivamente. Pero sorprende que los pretores responsables
de conducir la guerra la lleven indiferenciadamente sobre los pueblos del interior sin res-
peto por las supuestas fronteras provinciales. Vemos así, comandantes de la Citerior ope-
rando muy lejos de su ámbito de responsabilidad en territorio de la Ulterior y viceversa.
Ello hace más difícil concluir una pauta coherente sobre direcciones y objetivos de las
campañas. Si, por un lado, esta indiferenciación podría haber estado motivada por la ne-
cesidad de acudir a cortar imprevistas incursiones de pueblos exteriores sobre las zonas
bajo control romano, por otro no puede evitarse la sospecha de que se trata, pura y sim-
plemente, de campañas cuyo único objetivo es la victoria y el botín como justificación del
deseado triunfo, una elemental y errática caza del hombre que impide tomar en conside-
ración no ya una eventual conquista de toda la Península, sino ni siquiera una supuesta
sistematización del territorio provincial tras unas fronteras estables.

Las campañas militares

Y todavía, la dificultad de descubrir líneas coherentes de progresión romana en el


interior de la Península la complican más las confusas noticias de nuestras dos principa-
les fuentes de información, Livio y Apiano.

Los nuevos pretores del año 194, Sexto Digitio para la Citerior y P. Cornelio Esci-
pión Nasica para la Ulterior, tenían directas conexiones con Escipión el Africano: Digitio
había participado en la operación del 209 que puso Carthago Nova en manos romanas;
Nasica era hijo del Cneo muerto en Hispania en 211 y, por consiguiente, primo del Africa-
no. Tras esta operación política parece descubrirse una intención deliberada de Escipión
por recomponer las conexiones de la gens en Hispania, justamente tras la acción de Ca-
tón y quizás para contrarrestar su influencia.

Que las campañas de Catón no habían sido en exceso eficaces quedó demostrado
muy pronto, cuando su sucesor Digitio hubo de en frentarse a una formidable coalición de
tribus donde perdió la mitad de su ejército. Escipión hubo de acudir a taponar la brecha,
abandonando su provincia y dejando con su ausencia vía libre para que bandas de lusi-
tanos, desde sus tierras del Tajo, se lanzaran a efectuar razzias productivas sobre las tie-
rras ricas y desguarnecidas del Guadalquivir. Escipión, sin embargo, vuelto de la Citerior,

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consiguió infligirles una derrota cuando regresaban cargados de botín a sus lugares de
origen, en los alrededores de Ilipa (Alcalá del Río), cerca de Sevilla.

Es esta la primera vez que en las fuentes romanas aparecen los lusitanos, que du-
rante los próximos cincuenta años serán la pesadilla del gobierno de la Ulterior y que, aún
después, contarán como factor desestabilizador hasta su definitivo sometimiento por Cé-
sar. Las tribus lusitanas, desde su núcleo originario en el norte del Tajo, alrededor de la
abrupta sierra de la Estrella, se extendieron por el sur del río, entre Tajo y Guadiana, has-
ta la Beturia, entre Guadiana y Guadalquivir. Aparecen en las fuentes muchas veces uni-
dos a sus vecinos orientales, los vetones, que se extendían por la región salmantina, abu-
lense y las provincias extremeñas. En ambos pueblos, de economía fundamentalmente
ganadera, existían profundas desigualdades sociales que obligaban a los privados de me-
dios de fortuna a buscar en el mercenariado o en el bandidaje organizado una compensa-
ción a su magra economía. Esta situación, creada, como decimos, más que por la pobreza
de medios, por su desigual reparto social en beneficio de unos pocos caciques tribales,
desarrolló e hizo pervivir en el pueblo lusitano tradiciones militares, que fueron encauza-
das por los poseedores de medios de fortuna, más allá de las fronteras tribales, hacia el
valle del Guadalquivir, como recurso para paliar necesidades económicas que, en otro ca-
so, podrían haberse vuelto contra los que detentaban el poder económico y social.

El encuentro de Escipión con las bandas de lusitanos debió tener lugar en el 193,
cuando ya se habían nombrado nuevos pretores para las provincias hispanas. Eran éstos
C. Flaminio para la Citerior y M. Fulvio Nobilior para la Ulterior. Las fuentes dan cuenta de
las dificultades que tuvieron para conseguir nuevos reclutamientos con que engrosar las
fuerzas de sus respectivas provincias. El caso era especialmente grave por lo que respec-
ta a la Citerior, donde, como sabemos, el ejército había sido diezmado. Flaminio, pues,
ante la negativa del senado a proporcionarle legionarios, retrasó su toma de posesión en
la provincia al recibir autorización al menos para reclutar tumultuarii milites fuera de Italia,
en Sicilia y África. No conocemos las razones precisas de la actitud del senado, quizás
causada por la preocupación inmediata de la guerra contra Antíoco de Siria o por la acos-
tumbrada falta de información sobre la realidad hispana.

La actuación de ambos pretores es muy confusa en las fuentes, aunque de ella pa-
rece deducirse una indiferenciación de las respectivas áreas geográficas asignadas. Ful-
vio, antes de la llegada de Flaminio a Hispania, debió operar en las áreas montañosas del
interior de su provincia, si los dos lugares fortificados sin identificar, que, según Livio,
conquistó -Vescellia y Helos-, corresponden a ciudades de la región granadina, Vesci Fa-
ventia (¿Archidona?) e Ilipula Laus (¿Loja?), respectivamente, como supone Thouvenot.
Luego, no obstante, llevó a cabo operaciones en la provincia de su colega, mientras Fla-
minio, por su parte, luchaba en la Ulterior.

Las exigencias de la guerra en Asia decidieron al senado a prorrogar a los dos pre-
tores el mando para el año 192. La campaña, que se adscribe sólo a Fulvio, enfrentó a
las armas romanas con las tribus oretanas, a las que se conquistaron los núcleos de No-
liba y Cusibi, de situación desconocida. El siguiente avance romano por territorio carpeta-
no hacia el Tajo obligó a sitiar la ciudad bien fortificada de Toletum (Toledo) y desenca-
denó la concentración de las tribus vecinas -vetones, vacceos y celtíberos- en auxilio de
los sitiados. La coalición de fuerzas indígenas fue, sin embargo, vencida y Fulvio pudo to-
mar la ciudad, e incluso hacer prisionero a Hilerno, régulo de una de las tribus enemigas.
Pero, de creer a Livio, también Flaminio operaba en la Oretania y con éxito, si es cierta la
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conquista de las ciudades de Ilucia y de Licabrum, seguramente Igabrum, es decir, Ca-
bra, al sureste de Córdoba.

Tras la campaña, Fulvio regresó a Roma, donde obtuvo por sus victorias la ovatio;
no, en cambio, Flaminio, que fue prorrogado en su puesto todavía dos año más, con Lucio
Emilio Paulo como nuevo colega en la Ulterior. El Senado concedió a cada uno de los go-
bernadores 3.000 soldados de infantería y 300 jinetes, de los que la tercera parte eran
romanos y los restantes, aliados itálicos. Nada sabemos de la actividad, en este año 191,
del pretor de la Citerior, Flaminio. En la Ulterior, donde actuaba Emilio Paulo, las fuentes
de doucmentación -Livio, Plutarco y Polibio- son contradictorias en cuanto a los hechos
bélicos. Al parecer, en un principio, tuvo una serie de reveses cuando operaba en la Bas-
tetania, es decir, en la región oriental de la provincia, donde también su predecesor habría
llevado a cabo campañas militares. Según Livio, en el año 190 —a ambos pretores se les
había prorrogado el gobierno—, sufrió una grave derrota cerca de la ciudad de Lycon,
donde el procónsul perdió la mitad de los efectivos totales de su provincia. No conocemos
la identidad de la ciudad, que se identifica sin fundamento con Ilurco, en Pinos Puente,
cerca de Granada. En cambio, Polibio y Plutarco pasan por alto esta derrota para hacer
solamente elogios de los éxitos militares de Emilio, hasta llegar al punto de asegurar que
se le entregaron 250 ciudades.

Podrían intentar conciliarse datos tan dispares si pensamos en una primera expedi-
ción desafortunada contra los bastetanos y en un traslado posterior de las operaciones
hacia la frontera occidental, junto al Guadalquivir, que sufría de nuevo ataques por parte
de las tribus lusitanas. Más grave, no obstante, que estas razzias y, sin duda, en conexión
con ellas, sería la rebelión de algunas ciudades de la orilla izquierda del Betis, entre ellas,
la poderosa Hasta. La apurada situción obligó a Emilio a recurrir a medidas drásticas para
rehacer sus tropas, pero la doble amenza pudo ser, al año siguiente, conjurada. El pro-
cónsul consiguió rechazar a los lusitanos al otro lado del río y tener así las manos libres
para volver a someter a las ciudades rebeldes. El castigo aplicado no iba a limitarse a las
acostumbradas exigencias de contribuciones extraordinarias, sino a medidas de más largo
alcance. Una tabla de bronce -seguramente copia del original- transcribe un decreto de
Lucio Emilio Paulo, emitido el 19 de enero del 189, por el que se liberaba a los habitantes
de la Turris Lascutana de su servidumbre para con la ciudad de Hasta, entregándoles en
usufructo las tierras de cultivo y erigiendo en núcleo urbano independiente la ciudadela
que habitaban, de acuerdo con los siguientes términos: Lucio Emilio, hijo de Lucio, impe-
rator, decretó que los esclavos de Hasta que habitaban en la Torre Lascutana fuesen li-
bres y mandó que siguieran teniendo como posesión los campos y el poblado fortificado
que entonces tenían, mientras el senado y el pueblo romano quisiese. Dado en el cam-
pamento, doce días antes de las calendas de febrero (CIL II 5.041). El documento, intere-
sante también por documentar un tipo de condición servil comunitaria distinto de la escla-
vitud, extendido por la Península y quizás de procedencia cartaginesa, descubre los pri-
meros intentos, al menos conocidos, de intervención en la organización indígena del terri-
torio y en sus fundamentos sociales, como instrumento de dominio. La defección o insu-
rrección abierta fue, pues, reprimida con desmembramiento de tierras de las ciudades re-
beldes en beneficio de comunidades que habían apoyado la causa romana.

Aún hubo de permanecer Emilio algunos meses más en su provincia durante el año
189, ya que el colega que debía sustituirle, L. Bebio Dívite, en su viaje hacia Hispania, fue
sorprendido y muerto por una banda ligur en la región de Marsella. Según Livio, en estos
meses de interinidad hasta la llegada del nuevo pretor Junio Bruto, todavía pudo Emilio
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alcanzar una nueva victoria sobre los lusitanos. También en la Citerior, Flaminio, tras cua-
tro años de gobierno, pudo ceder el mando a L. Plautio Hipseo. Ni Plautio ni Bruto em-
prendieron, al parecer, operación militar alguna.

La situación en la Península distaba de ser tranquila. Lusitanos y celtíberos en las


fronteras de los territorios sometidos a control romano siguieron exigiendo la atención mili-
tar de los nuevos gobernadores que, en el 188, asumieron el mando en las provincias
hispanas: L. Manlio Acidino en la Citerior y C. Atinio en la Ulterior. La gravedad de la situa-
ción en ambas provincias parece deducirse del envío de legados a Roma, por parte de
ambos gobernadores, para informar al senado y, sin duda, para pedir refuerzos con que
sostener la lucha. En la Citerior, Manlio hubo de enfrentarse a los celtíberos en la región
de Calagurris (Calahorra), al parecer con éxito puesto que, a su regreso a Roma, fue pre-
miado con una ovatio. Mientras, en la Ulterior, a pesar de las severas medidas de Emilio
Paulo, seguía la inestabilidad en la frontera occidental, todavia acrecentada por la vecina
e inquietante cercanía de las bandas lusitanas. No hay duda de que en la encontrada to-
ma de partido a favor o en contra del control romano por parte de las comunidades de la
región, aquellas decididas a oponerse a la injerencia romana debieron utilizar los servicios
de grupos lusitanos, indirectamente, instándoles a pillar en territorios de comunidades
afectas a Roma, o de forma directa, utilizándolos como mercenarios. La ciudad de Hasta,
tan duramente castigada el año anterior por Emilio Paulo con el desmembramiento de sus
posesiones, comprensiblemente volvió a erigirse en cabeza de la rebelión. Abiertas las
hostilidades, el pretor logró frenar a las bandas lusitanas en una batalla librada en la ve-
cindad de Hasta antes de someter a asedio a la propia ciudad rebelde. Pero en el asalto
perdió la vida.

El gobierno romano, con las manos libres en Oriente tras la firma del tratado de
Apamea en el 188, decidió prestar mayor atención a los asuntos de Hispania, máxime
cuando se supo la noticia de la muerte del pretor. En el 186 fueron elegidos L. Quinctio
Crispino y C. Calpurnio Pisón como gobernadores de la Citerior y Ulterior, respectivamen-
te. Aunque el senado había acordado proveerles de sendos ejércitos, como gobernadores
de dos provincias independientes, una vez en sus destinos y en vista de la situación, deci-
dieron unir sus fuerzas para una campaña coordinada, llevando a cabo operaciones con-
juntas sobre las fronteras de ambas provincias u operando, si así lo requería el caso, en la
provincia del otro.

Los ejércitos de Quinctio y Calpurnio, desde la Beturia, atravesaron el Guadiana


para realizar operaciones de castigo contra los lusitanos y, desde aquí, continuaron por la
orilla derecha del río para subir hacia Toletum. Cerca de Dipo, en los alrededores de El-
vas, tendría lugar el primer encuentro, donde los romanos llevaron la peor parte: los preto-
res no obstante optaron por continuar, abandonando el campamento a los indígenas ven-
cedores. En la aún larga marcha hacia Toletum, procuraron reorganizar sus fuerzas, in-
fundirles nueva moral y recabar la ayuda de tribus amigas, con cuyos refuerzos se apres-
taron para la operación decisiva, que había de desarrollarse junto al Tajo, en cuya orilla
norte se habían concentrado las fuerzas coaligadas de carpetanos y celtíberos. La batalla
fue favorable a las armas romanas, que se apoderaron del campamento indígena.

Ambos pretores se apresuraron a notificar al senado la victoria por medio de lega-


dos. Su intención era demostrar que el éxito había sido lo suficientemente decisivo para
licenciar al ejército concentrado en la campaña, ya que ambos aspiraban al triunfo y éste
sólo era posible efectuarlo si los generales volvían a Roma con las tropas vencedoras. A
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estas intenciones, apoyadas por los cónsules, se opusieron los nuevos pretores destina-
dos a sustituir a Quinctio y Calpurnio, que, seguramente bien informados de la situación
política inestable, no podían considerar la victoria del Tajo como un factor definitivo en la
pacificación de las provincias. Su resistencia a licenciar al ejército hispano fue apoyada
por los tribunos de la plebe en una larga discusión llena de amenazas. Al fin se llegó a un
acuerdo, que Livio considera una derrota de los viejos pretores, pero que, por el contrario,
satisfacía plenamente lo que deseaban: fueron licenciados los soldados que excedieran
del número de dos legiones, escogidos entre los que ya hubieran cumplido seis años de
servicio y aquellos que más se hubiesen distinguido en el combate. Para sustituirlos se
concedió a los nuevos pretores, A. Terencio Varrón para la Citerior y P. Sempronio Longo
para la Ulterior, 4.000 legionarios y 500 jinetes romanos y 5.000 infantes y 500 jinetes
aliados itálicos, con lo que se compensaban los licenciamientos. El triunfo pudo, pues, ce-
lebrarse, en ambos casos de lusitanis et celtiberis, puesto que los dos imperatores ha-
bían actuado conjuntamente. Como testimonio de su victoria desfilaron en el festejo los
carros cargados del botín logrado: 83 coronas de oro y 12.000 libras de plata en cada uno
de los cortejos.

Pero, para valorar en su justa medida el alcance de los éxitos romanos hay que re-
flexionar sobre el verdadero valor histórico de nuestras propias fuentes de documentación.
Fatás ha subrayado que en los años 80 del siglo II el desconocimiento romano acerca de
las cosas de Hispania era mayor que el conocimiento. Ello es particularmente importante
tenerlo en cuenta cuando las fuentes mencionan victorias sobre pueblos indígenas, como
los celtíberos y lusitanos, extendidos por amplios espacios de la geografía peninsular. Ni
puede suponerse que la lucha abarcara al conjunto de las tribus agrupadas bajo esos có-
modos étnicos, ni menos aún imaginar planes conjuntos de ofensiva bélica de extenso
alcance. La realidad, sin duda, es más modesta, y cuando las fuentes mencionan a los
celtíberos, sólo pueden referirse a tribus o comunidades periféricas a la Celtiberia propia,
como los lusones del valle del Jalón, las tribus extendidas por la actual provincia de Teruel
o gentes de las cuencas del Alfambra o del nacimiento del Guadalaviar, en los márgenes
orientales de la Celtiberia interior. Y lo mismo puede aplicarse a los lusitanos, cuyas corre-
rías no suponen una presión continua y agobiante sobre el valle del Guadalquivir, ni me-
nos aún la existencia de una vasta coalición con una estrategia coordinada.

La acción conjunta de Quinctio y Calpurnio, que tan favorables resultados había


supuesto para las armas romanas, no tuvo continuidad. Los nuevos pretores, Varrón y
Longo, se limitaron a hacerse cargo de sus respectivas provincias, en las que la temida
inestabilidad que les había empujado a oponerse a los licenciamientos de tropas, no llegó
a materializarse en guerra abierta. Durante los dos años de permanencia en sus puestos
de gobernadores, el 184 y el 183, Livio apenas señala acciones militares, seguramente
de importancia secundaria, en la Citerior. Terencio hubo de luchar contra los suessetanos
y les tomó la ciudad de Corbio y, al año siguiente, en el 183, llevó sus armas contra ause-
tanos y celtíberos. Por estas campañas afortunadas recibió al regresar a Roma los hono-
res de la ovatio. Sobre la Ulterior, Livio notifica expresamente que permaneció en paz
completa durante estos dos años. El pretor Sempronio había caído enfermo y no pudo
emprenderse ninguna acción militar. Al final, murió en la provincia y fue sustituido por P.
Manlio, cuya iniciativa bélica, durante sus dos años de permanencia en el cargo, se limita-
rá a pequeñas expediciones militares.

Por el contrario, en la Citerior, bajo el nuevo pretor, Q. Fulvio Flaco, se llevarán a


cabo operaciones importantes durante el bienio del 182-181. El primer año de la campa-
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ña lo reduce Livio a una batalla ganada contra los ‘celtíberos’ -ignoramos cuáles-, que se
produjo cuando éstos intentaban acudir en auxilio de una plaza, Urbicua, que estaba si-
tiando el pretor. Urbicua podría identificarse con la Urbiaca que conocemos por el Itinera-
rio de Antonino y que se sitúa en Concud, en la confluencia de los ríos Alfambre y Guada-
laviar. En cuanto a la campaña del año 181 conservamos de ella dos relatos distintos, uno
de Livio y el otro de Apiano, que parece pueden conciliarse. El teatro de las operaciones
se sitúa en la Celtiberia oriental, donde se asentaban los lusones, y en la Carpetania, has-
ta la región de Toledo, y su trasfondo es la gran inestabilidad económica de las tribus in-
dígenas, que, además de sufrir una endémica falta de tierras o, al menos, de tierras sufi-
cientemente productivas, veían todavía cómo se reducían sus precarias fuentes de subsis-
tencia con las continuas y arbitrarias requisas romanas. De creer a las fuentes, fue la ne-
gación romana a distribuir tierras entre los indígenas la causa de un gigantesco levanta-
miento, que puso en pie de guerra a 35.000 hombres.

Al parecer, Fulvio comenzó la campaña en el límite occidental de su provincia, en


la Carpetania, para ir progresando hacia oriente. La primera batalla importante tuvo lugar
junto a la ciudad de Ebura, que se identifica con la posterior Libora, entre Augustobriga y
Toletum, hacia Cuevas o Montalbán. De allí hacia el este, Fulvio se vio en la necesidad de
sitiar una de las principales ciudades de la región, Contrebia. La ciudad sitiada pidió auxi-
lio a las tribus celtíberas vecinas, que, por las lluvias torrenciales que tuvieron lugar duran-
te el sitio, no pudieron llegar a tiempo de auxiliarla. Fulvio la tomó y se hizo fuerte en su
interior. Cuando al fin los celtíberos pudieron llegar, sin tener noticia de la caída de la ciu-
dad, el general romano les sorprendió y llevó a cabo una carnicería entre ellos. A conti-
nuación, condujo su ejército por toda la comarca, destruyendo a sangre y fuego sus cam-
pos y ciudades.

Como en relatos anteriores, la geografía de las campañas de Fulvio es extraordina-


riamente confusa y, en consecuencia, susceptible de interpretaciones y localizaciones to-
das igualmente gratuitas. La existencia de, al menos, tres Contrebias -Belaisca, Leukade
y Carbica- en la geografía antigua peninsular todavía complica el problema. Al parecer ,
habría que identificar la Contrebia debelada por Fulvio con Contrebia Carbica, ubicada en
un lugar indeterminado de la Meseta (quizás en Fosos de Bayona, en Villas Viejas, cerca
de Segobriga-Salices [Cuenca]) y frontera entre Carpetania y Celtiberia.

Todavía Fulvio, en el 180, quizás descontento por los escasos redimientos econó-
micos obtenidos en la campaña y con el pretexto del retraso en el relevo del mando de
su sucesor Ti. Sempronio Graco, decidió conducir una expedición de rapiña en la Celtibe-
ria meridional. Logrado su objetivo, cuando se dispuso a cumplir la orden de regresar con
sus tropas a Tarraco para entregarlas al nuevo gobernador, los celtíberos interpretaron el
movimiento como una retirada, lanzándose sobre el ejército en el saltus Manlianus, es
decir, el valle del Jalón, cercano a Calatayud. El pretor, sin embargo, consiguió no sólo sa-
lir con bien de la emboscada, sino incluso transformarla en victoria. A su regreso a Roma,
sus dudosos éxitos sobre los celtíberos fueron recompensados con el triunfo. Él, en co-
rrespondencia, entregaba al tesoro una ingente cantidad de oro y plata; sus soldados reci-
bieron también recompensas en metálico, e incluso, con su botín personal, mandó levan-
tar un suntuoso templo a la Fortuna Ecuestre, que pudo dedicar ocho años más tarde, en
el 172.

GRACO Y SU CONTRIBUCIÓN A LA SISTEMATIZACIÓN PROVINCIAL

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Las campañas de Graco

Para el año 180 fueron elegidos como gobernadores Ti. Sempronio Graco, para la
Citerior, y L. Postumio Albino, para la Ulterior. Graco hubo de hacerse cargo de su provin-
cia con retraso como consecuencia de la agria discusión en el senado sobre las fuerzas
de las que podría disponer el nuevo pretor. La magnificación de los éxitos militares de Fla-
co en la Citerior, presentados ante el senado por sus legados, sirvieron de argumento a la
propuesta de licenciar una buena parte del ejército que había participado en las campa-
ñas y, en consecuencia, a reducir las fuerzas operativas en la Península. Se trataba de
demostrar interesadamente, como ya había ocurrido en el 184, que la pacificación de
Hispania gracias a los esfuerzos de Fulvio hacía innecesario mantener en pie de guerra
tantos efectivos, pero, sobre todo, que esa pacificación justificaba el derecho del pretor al
triunfo. Ti. Sempronio, en un discurso que nos ha transmitido Livio, protestó enérgicamen-
te contra la pretendida desmovilización hasta conseguir la aceptación de un compromiso:
se mantendría el montante de los efectivos, bajo la base de licenciar a los soldados que
hubieran cumplido seis años de servicio y sustituirlos por nuevos reclutamientos.

Conservamos bastantes datos sobre la actuación de Sempronio en Hispania duran-


te los dos años de su mandato (180-179), pero las fuentes, Apiano y Livio, son confusas
en cuanto a la localización y cronología de su actividad. No hay duda de que ambos preto-
res actuaron de manera combinada, aunque la información se vuelque sobre todo en Ti-
berio y oscurezca la acción de Postumio. La confusión de las fuentes apenas permite otra
cosa que establecer una reconstrucción verosímil de las operaciones. El comienzo de las
campañas, seguramente ya en el 179, arrancó desde la Ulterior para avanzar hacia el nor-
te por caminos distintos y dirigir finalmente los ataques a la Celtiberia. Según ello, Graco y
Postumio se concentraron sobre el alto Guadalquivir. Desde allí, Graco descendió hacia el
sur, tomó Munda (Montilla), y, por la Andalucía oriental, a lo largo del valle del Genil y de
Sierra Nevada, alcanzó la costa meridional, ocupando Certima, es decir, Cartima, hoy Cár-
tama, en la provincia malagueña. Livio coloca ambas ciudades, Munda y Certima, en la
Celtiberia, pero el hecho de que sólo se conozcan estos topónimos en la Bética hace pen-
sar en un error del analista y, por tanto, en una acción real de Graco sobre la Hispania me-
ridional. De allí, Graco volvió hacia el norte, a través del camino más oriental, por la Ore-
tania y Carpetania: sometió a saqueo esta última región y logró la sumisión, al decir de Li-
vio, de 130 ciudades. Hubo de poner sitio a una de ellas, Alce, que conocemos después
como mansión de una calzada que iba de Mérida a Zaragoza, a través de Lusitania, y que
se sitúa cerca de Campo de Criptana. La ciudad se entregó y Graco consiguió un gran bo-
tín y prisioneros, entre ellos, los hijos de un reyezuelo de nombre Thurro, que firmó un
pacto de alianza con el pretor y le prestó después ayuda militar.

De la Carpetania, finalmente, Graco alcanzó la Celtiberia, donde llevaría a cabo las


acciones más importantes de su campaña, que, en definitiva, tendían a aprovechar las vic-
torias de su antecesor, Fulvio Flaco, para conseguir la pacificación del territorio y la estabi-
lización de sus fronteras. Graco hubo de levantar el sitio de la ciudad de Caravis, aliada de
los romanos, que había sido asediada por 20.000 celtíberos. La noticia de su proximidad
bastó, según Apiano, para hacer resistir a Caravis y rechazar al enemigo. Caravis se loca-
liza cerca de Magallón, en el camino de Tarazona a Zaragoza, por Borja. El primer choque
importante contra los celtíberos tuvo lugar cerca de la ciudad de Complega, en la comarca
entre Jalón y Jiloca, seguramente con victoria para Graco. Ante estos éxitos del pretor, la
ciudad de Ergavica, uno de los principales centros de la región (hoy, Cabeza de Griego,
junto a Saelices) se sometió a Graco. Pero este sometimiento no fue definitivo hasta que
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el pretor sostuvo una batalla, la más dura de la campaña, cerca del mons Chaunus, sin
duda, el Moncayo. Con ella acabó la resistencia de los celtíberos y Graco pudo emprender
su obra de organización de las fronteras. Como testigo perenne de su obra, terminada la
campaña, fundó, en los limites del territorio anexionado, una ciudad a la que dio su nom-
bre, Gracchurris, en la orilla derecha del Ebro, la actual Alfaro, no lejos de Calahorra.

En cuanto a Postumio, las fuentes apenas si mencionan que luchó el mismo año
179 contra los vacceos en la Hispania Ulterior. Podemos suponer que, mientras Graco
avanzaba por la Andalucía oriental, Albino, desde el alto Guadalquivir, marchaba hacia el
oeste por territorio lusitano sobre la región vaccea, donde debió efectuar alguna operación
de castigo para permitir a Graco, por su parte, volver sus ejércitos hacia el norte. Livio ni
siquiera acepta la campaña, aduciendo que llegó demasiado tarde a su provincia para
emprender cualquier acción militar. Pero el hecho de que a su regreso se le concediese en
Roma el triunfo (ex Lusitania Hispaniaque) parece abonar la suposición de que efectiva-
mente luchó con fortuna en Hispania. También Graco, por su parte, recibía el mismo honor
por sus victorias de Celtiberis Hispaneisque.

En la caótica conducción de la guerra mostrada por los predecesores de Graco y


Albino, apenas si puede rastrearse un hilo conductor que permita imaginar un plan siste-
mático de conquista, fuera de la caza al azar de botines y pueblos para justificar un posi-
ble triunfo. Las acciones de Tiberio y Postumio, en cambio, parecen descubrir un plan fija-
do de antemano para crear un territorio en cierto modo homogéneo, en donde ejercer el
derecho de soberanía sobre pueblos indígenas sometidos a la autoridad provincial. Este
territorio lógicamente sólo es posible imaginarlo de forma aproximada, pero podemos sui-
ponerlo extendido al oriente de una línea que, desde los Pirineos occidentales, cortaba el
Ebro hacia Calahorra para avanzar, englobando el alto curso del Duero en línea recta,
hasta el Tajo, que se sobrepasaba al oeste de Toledo y continuaba hacia el sur hasta el
curso medio del Guadiana, río que, desde aquí hasta su desembocadura, constituía el lí-
mite de la provincia Ulterior. El dominio romano avanzaba, pues, con nuevos pueblos exte-
riores como limítrofes: en el norte del Ebro, los várdulos de la región de Vitoria; entre el
Ebro y el Duero, las tribus vacceas orientales, y, desde el Duero al Guadiana, los vetones.
El curso de este río hasta su desembocadura trazaba los límites de la Ulterior con los te-
midos lusitanos.

Medidas administrativas

Pero a esta afortunada acción militar iban a sumarse por primera vez medidas que
suponen un considerable trabajo de administración en una escala hasta el momento des-
conocida.

Más allá de la guerra de depredación, el sistema de Graco tendía a la formación de


un territorio provincial compacto, cuya estabilidad debería basarse en el desarrollo de
unas normas de organización administrativa y fiscal en su interior y en una “política de
frontera” coherente frente a las comunidades asentadas en sus límites. Si durante los
primeros años de la presencia romana en Hispania los territorios provinciales apenas con-
taron con un mínimo de organización -la obligación para las comunidades indígenas so-
metidas de sostener con contribuiciones precariamente fijadas las necesidades del ejército
colonial- , a partir del 180 se instituirán gradualmente medidas tendentes a lograr una
efectiva pacificación incrementando la supervisión del territorio provincial.

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Hasta el momento el interés del senado por los asuntos hispanos apenas si se ha-
bía concentrado en el status de los comandantes, el montante de las tropas confiadas a
su mando y la decisión en el reconocimiento de sus éxitos militares con el triunfo o la ova-
tio. A partir de Graco se prestaría una mayor atención a la estabilidad del ámbito de do-
minio provincial. Es cierto que totavía estos territorios no representaban otra cosa que
ámbitos de operaciones militares de magistrados provistos de imperium y, por consiguien-
te, zonas de guerra, pero comenzó a distiguirse más precisamente entre un ámbito de
dominio pacificado, donde implantar unos principios de administración civil, y un espacio
de frontera, efectivamente susceptible de eventuales operaciones militares.

Knapp ha puesto de manifiesto, quizás con excesivo esquematismo, la existencia


de una organización del territorio provincial, que podríamos denominar “en escalera”. Ello
significa que, hacia los años setenta del siglo II, se encontraba definido un territorio pro-
vincial “pacificado” o, mejor, asegurado, en el que el peligro o la necesidad de una acción
militar intermitente había cedido definitivamente al desarrollo de una administración regu-
lar, basada en el sometimiento pacífico y en el cumplimiento de obligaciones fiscales regu-
larizadas. Ciudades y pueblos en esta zona de dominio habían sido incluidos definitiva-
mente en el ámbito de soberanía romano en los años anteriores, bien por conquista (dedi-
tio), por tratados de alianza y amicitia y por acuerdos de cooperación militar. En conse-
cuencia, el mosaico de relaciones con la comunidades indígenas era muy variado, lo mis-
mo que sus respectivos derechos y obligaciones.

Las más privilegiadas eran las ciudades aliadas (socii), cuyo status procedía de los
tiempos de la guerra contra Cartago y que apenas si fue extendido durante los años de
conquista. En esta categoría se incluían Sagunto y Ampurias y, como ciudades aliadas,
eran teóricamente libres de cualquier interferencia por parte de oficiales romanos, aunque
lógicamente debían plegarse a las directrices romanas, en especial, en política exterior.

Pero si hacemos excepción de estos casos, el resto de las comunidades incluidas


en el territorio provincial, una vez finalizada la Segunda Guerra Púnica, sólo entraron en
relación con Roma a través del reconocimiento de la autoridad romana. Las más favoreci-
das fueron aquellas comunidades cuya relación se fundamentaba en un tratado bilateral,
las llamadas civitates foederatae. Se distinguían de las ciudades aliadas antes citadas en
que los tratados que garantizaban este status no habían sido firmados libremente sino por
imposición romana, en ocasiones como consecuencia de una entrega o deditio. No obs-
tante, sus privilegios eran muy semejantes a los de las ciudades aliadas: autonomía ilimi-
tada, a excepción de los asuntos de política exterior. Ello suponía la exención de tributo y
una acción interna libre de las interferencias de los magistrados romanos, que no excluía
la obligación de contribuciones extraordinarias en hombres, materiales y abastecimientos
en caso de guerra. Algunas de las viejas colonias fenicias costeras entraban en esta cate-
goría, como Malaca, Gades o Ebussos.

Sin tratado formal pero también autónomas y exentas de tributo eran las llamadas
civitates sine foedere liberae et immunes, aliadas como consecuencia de un acuerdo uni-
lateral concedido por Roma (lex data). A la categoría pertenecían aquellas ciudades que
durante la guerra contra Cartago o en la temprana conquista habían abrazado libremente
la causa de Roma y le habían prestado ayuda. No obstante, su autonomía se encontraba
librada a la benevolencia de los gobernadores, que, en ocasiones, no tuvieron escrúpulos
en transgredirla.

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Semejante, aunque más laxa, era la relación que en ocasiones los responsables de
los intereses romanos en Hispania establecían con ciertas comunidades indígenas a las
que, sin un tratado formal, permitían desarrollar sin interferencias sus asuntos internos. No
existía la constitución de una societas formal, sino sólo un foedus o tratado gratuitamente
librado por la autoridad provincial, en ocasiones sin intervención siquiera del gobierno cen-
tral romano. No obstante, la utilización de este tipo de relaciones irregulares acabó res-
tringiéndose a la zona de frontera para atar a pueblos aún no sometidos a la autoridad
romana a los que interesaba mantener pacificados. Precisamente, como veremos, Graco
hizo un extenso uso de tales pactos.

Pero la inmensa mayoría de las comunidades indígenas no superaban la categoría


de civitates stipendiariae, esto es, obligadas al pago de un tributo y sometidas a la autori-
dad del gobernador provincial. Si bien Roma, sin interés ni medios para imponer sus pro-
pia organización, aceptó unilateralmente el reconocimiento de estas comunidades como
entidades políticas y permitió en ellas una cierta libertad interior en el mantenimiento de
sus tradiciones -leyes propias, autonomía de los gobiernos locales, integridad del territorio
comunal-, su status dependiente quedaba determinado por el pago de este tributo, que
seguramente Graco convirtió en un impuesto fijo, conocido con el nombre de stipendium,
de donde el apelativo que llevan.

La acción de Graco contribuyó en buena medida a asegurar este ámbito de dominio


con el desarrollo y sistematización de un área de frontera, que, en la periferia del espacio
sometido a directo control, cumplía un papel de protección frente a las tribus exteriores,
ajenas a la presencia romana. Las ciudades y pueblos de esta “zona de protección”, sin
estar sometidos al directo control romano, mantenían con el estado romano una relación
estable, basada en negociaciones, que les comprometían a ciertas obligaciones. Fue en
esta zona, que a comienzos de los años setenta del siglo II incluía los territorios donde se
asentaban las tribus celtíberas y carpetanas, donde Graco estableció tratados o foedera
que suponían el muto reconocimiento de compromisos y, con ello, la erradicación de un
latente estado de guerra. Según Apiano estos tratados fueron precisos y sus términos
convertían a las comunidades firmantes en “amigos de los romanos”; la garantía de cum-
plimiento, ante la ausencia de cualquier forma de derecho internacional, era de carácter
religioso, mediante el intercambio de juramentos. Las principales clásusulas de compromi-
so para las comunidades indígenas se referían a la prestación de servicio militar como
auxiliares de los ejércitos romanos, obligación de satisfacer un tributo anual y prohibición
de fortificar ciudades. En correspondencia, Graco se comprometía a garantizar la paz y,
más allá, comprendiendo el grave problema demográfico y socio-económico de las tribus
indígenas, desencadenante en buena parte de los conflictos bélicos, procuró lograr la es-
tabilidad política mediante un más equitativo reparto de la propiedad, distribuyendo parce-
las de tierra cultivable entre los indígenas. Treinta años más tarde los celtíberos aún re-
cordaban su equidad y solicitaban de Roma el exacto cumplimiento de estos tratados.

Aunque las fuentes circunscriben a la Celtiberia la acción diplomática de Graco, hay


testimonios que permiten suponer la aplicación a espacios más extensos de medidas de
pacificación y, en concreto, de aquellas con un componente más directamente socio-políti-
co. Se trata de la fundación de asentamientos indígenas, acompañada de distribuciones
de tierra cultivable. El propósito de crear puntos de apoyo indígenas prorromanos en
áreas de avanzadilla, que se inicia con Graco, se combina con el deseo de fomentar la vi-
da sedentaria, no tanto como un esfuerzo consciente de romanización, aunque indirecta-
mente facilite el proceso, sino para crear bases de administración estables. Su ubicación
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geográfica señala las zonas de interés en las que se mueve la administración romana; sus
diferentes modos de organización, la capacidad de adaptación de los responsables ro-
manos en la aplicación de esta política urbanizadora. Esta política de fundación de nue-
vos centros urbanos se conexiona con ensayos anteriores de intervención romana sobre
las comunidades indígenas para asegurar, en áreas determinadas, puntos de apoyo lea-
les, generalmente mediante reparto de tierras, uno de cuyos ejemplos es el decreto de
Emilio Paulo en beneficio de la Turris Lascutana del año 189.

En concreto y por testimonios distintos sabemos que Graco fundó al menos dos
centros urbanos indígenas. Uno de ellos, Gracchurris (Alfaro), en el límite fronterizo entre
vascones y celtíberos, sobre el paso de Pancorvo, que vigila la entrada a la meseta; el
otro, si prestamos crédito a una inscripción de época julio-claudia, copia sin duda de otra
anterior (Ti. Sempronio Graco, deductori populus Iliturgitanus), Iliturgi (Menjíbar, Jaén), en
la Oretania. Una cita de Festo que menciona a “Gracchurris, antes llamada Ilurcis, como
ciudad de la región del Ebro, que recibió el nombre de Sempronio Graco”, ha hecho dudar
de la autenticidad tanto de la inscripción de Menjíbar como de la fundación de Iliturgi por
Graco. No hay razón para recusar la fundación, si tenemos en cuenta que el pretor, como
sabemos, intervino militarmente en la Ulterior. La Ilurci de Festo es más probable que ha-
ga referencia al nombre del núcleo celtíbero que, refundado por Graco con su propio
nombre, fue repoblado con vascones como avanzadilla sobre la Meseta.

En efecto, si estas fundaciones cumplían un objetivo de pacificación con un fuerte


contenido económico-social, no hay que olvidar su objetivo político y estratégico. Como
parte de un complejo programa de defensa del territorio provincial, los repoblamientos con
poblaciones amigas y aliadas -en este caso, los vascones-, incrustadas en las márgenes
de territorios potencialmente enemigos como los celtíberos, poco antes combatidos y ven-
cidos por Graco, constituían un magnífico instrumento de protección, que se completaba
con otras medidas: traslados de población con concesiones de tierra cultivable -posible-
mente la fundación de Iliturgi, es un ejemplo- , beneficios para las comunidades aliadas,
desmantelamiento de ciudadelas y núcleos fortificados, prohibición de fundar -y posible-
mente amurallar- ciudades y establecimiento de guarniciones y fortines (castra y castel-
la), para asegurar las tierras recién y precariamente pacificadas y proteger a los aliados de
Roma, vecinos a ellas. Si, como se ha supuesto, el establecimiento de Gracchurris en be-
neficio de los vascones, aliados de Roma, es el inicio de una expansión de esta etnia so-
bre las tierras celtas circundantes, como réplica a la presión que durante siglos los pue-
blos celtas habían ejercido sobre las poblaciones vasconas, a las que habían empujado y
rcluido en las zonas montañosas pirenaicas, es un tema difícil de demostrar. En todo ca-
so, es cierto que las tribus vasconas siempre aparecen en las fuentes como aliadas y co-
laboradoras de los romanos en el sometimiento a Roma de las regiones vecinas. Y esa
colaboración incluye, como es el caso para las otras comunidades aliadas, la obligación
de proporcionar a los ejércitos romanos soldados auxiliares.

Los auxiliares hispanos

Fue durante las guerras púnicas cuando el ejército romano de base ciudadana, re-
forzado con infantería pesada y caballería proporcionada por los aliados itálicos (socii),
comenzó a hacer uso de tropas auxiliares de procedencia extraitálica. El contacto con los
cartagineses, cuyos ejércitos recurrían a mercenarios de distintas procedencias, con sus
particulares métodos y artes bélicas, impuso a Roma la necesidad de procurarse armas y
tácticas efectivas contra estos modos de guerrear.
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El recurso de tropas extraitálicas por parte romana se generalizó, sobre todo, en la
Segunda Guerra Púnica y, naturalmente, fue el principal teatro de operaciones, la penín-
sula Ibérica, la fuente más inmediata y rentable, con soldados de otras procedencias como
galos, númidas y cretenses, pero también hispanos. Con el nombre genérico de auxilia,
sirvieron para sustituir progresivamente la necesidad de tropas ligeras —los antiguos veli-
tes— o para disponer de contingentes con armamento especializado. Las diversas fuentes
de reclutamiento y el distinto armamento de estas tropas obligaba a integrarlas, renun-
ciando a cualquier tipo de homogeneidad. Es lógico, por tanto, que sólo constituyeran un
complemento de la infanteria pesada romano-itálica, incluido en el ejército a impulsos de
una continua improvisación, de acuerdo con las circunstancias específicas de cada cam-
paña. Estas tropas, irregulares y mal ensambladas en el ejército, eran disueltas al finali-
zar la correspondiente campaña, sin que el servicio significase para el estado romano ulte-
rior obligación o compromiso, tras la satisfacción de las cantidades estipuladas, en el caso
de los mercenarios, o su reenvio a las comunidades de procedencia para los auxiliares
proporcionados por amigos, aliados o súbditos.

Desde los inicios de la conquista de Hispania, factores de carácter elemental como


las rivalidades entre tribus vecinas, necesidades económicas o conveniencias socio-políti-
cas, permitieron a los generales romanos utilizar cada vez en mayor medida la ayuda mili-
tar indígena. El propio Catón, en su campaña de represión contra las tribus indígenas
sublevadas, se sirvió de auxiliares reclutados entre las comunidades vecinas. Así, contin-
gentes de suessetanos, sometidos recientemente, participaron en la represión contra los
iacetanos y en el sitio de su capital Iacca (Jaca), en el Pirineo central. Es conocido el odio
inveterado de ambos pueblos y, en consecuencia, la oportunidad para los suessetanos de
caer, con las tropas romanas, contra sus aborrecidos vecinos.

Pero no sólo se aprovechaban por parte romana estas rivalidades entre tribus;
también seguía utilizándose el expediente del mercenariado. Catón no dudó de reclutar
celtíberos, a los que ofreció doscientos talentos de plata (unos 6.000 kilos) por sus servi-
cios. Celtiberia estaba todavía fuera de la órbita romana y, de hecho, los celtíberos tam-
bién proporcionaron soldados a los enemigos del cónsul, en concreto, los pueblos turde-
tanos.

Emilio Paulo, pocos años después, debió utilizar también en Hispania los servicios
de tropas indígenas, seguramente apelando a sentimientos de rencor o enemistad entre
pueblos vecinos. También, en el 181, el pretor Q. Fulvio Flaco, en la Citerior, se vio obli-
gado a reclutar cuantos auxilia pudo sacar de los pueblos aliados, lo mismo que C. Cal-
purnio y L. Quinctio unos años antes.

Si está bien probada, pues, la presencia de soldados indígenas en los ejércitos de


conquista romanos durante la primera mitad del siglo II a. C., no sabemos en cambio el
mecanismo de inclusión, que, de todos modos, hay que imaginar muy elástico y condicio-
nado por las circunstancias. Puede suponerse que los responsables romanos, en la plaza
de armas correspondiente y por los medios más diversos, reforzarían el núcleo romano-i-
tálico de su ejército, con auxiliares indígenas, reclutados temporalmente para cada cam-
paña en particular en las regiones cercanas al teatro de la guerra, aparte de unos contin-
gentes mercenarios especializados de artillería ligera y fuerza de choque, extraídos tradi-
cionalmente de definidas procedencias.

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En todo caso, por lo que respecta a la relación militar romano-indígena, la progresi-
va conquista no hizo sino ampliar la utilización del elemento hispano y extender las fuen-
tes territoriales de su reclutamiento, con formas cada vez más específicas. Frente al re-
curso al mercenariado de los primeros años, poco a poco, a lo largo del siglo II, la leva de
indígenas terminó siendo casi exclusivamente fruto de los diferentes foedera, concluidos
con las tribus, que suponían por parte de éstas unas entregas en materiales y hombres.
Esta participación de mílites hispanos al servicio de Roma, hasta donde se puede alcan-
zar, sólo o preponderantemente dentro de la Península, se cumplía en formaciones irregu-
lares según los grupos étnicos, con armamento autóctono y de forma transitoria para cada
campaña en particular, como consecuencia de su sumisión a Roma y en virtud de los pac-
tos o foedera regulados en particular con los diferentes grupos étnico-sociales.

Graco, sin duda, tuvo un importante papel en esta sistematización de las contribu-
ciones indígenas a las armas romanas. Su acción política, como sabemos, intentaba ligar
las unidades políticas indígenas, en especial, en los márgenes del dominio provincial, por
pactos que aseguraran un mínimo de garantías para tornarlas inofensivas, en un conjunto
de reconocimiento de derechos y contraprestaciones que gradualmente debían conducir
de los territorios efectivamente sometidos a la autoridad provincial, a la Hispania libre sin
relación con Roma. Y entre estas contraprestaciones, la de suministrar fuerzas auxiliares
a los ejércitos romanos por parte del pueblo sometido o aliado debió ser habitual y así
aparece en los pactos firmados con las comunidades indígenas, con cláusulas que expre-
samente las obligaban a una determinada ayuda militar. Sabemos que Graco hizo uso de
estos pactos, como el que firmó con el reyezuelo carpetano, Turro, y, entre sus auxilia, in-
cluyó a miembros de la nobleza de la ciudad de Certima, en otro tiempo enemiga.

Organización fiscal

Un último aspecto de la obra de Graco que interesa subrayar es la organización


fiscal de las provincias hispanas. La mención que hace Apiano de “impuestos determina-
dos por Graco” podría referirse a la promulgación de leyes que convirtieron en un impues-
to fijo las contribuciones irregulares y, en muchos casos, abusivas que los pretores exigían
de las comunidades indígenas. Hasta entonces, las sumas, de montante variable, que
mandaban recaudar los responsables de las provincias hispanas de forma arbitraria, eran
utilizadas para cubrir el pago de las tropas romanas estacionadas en Hispania y se com-
pletaban con requisas de grano para alimentarlas. La satisfacción de un vectigal certum,
es decir, fijo, conocido como stipendiarium, que Cicerón menciona como impuesto espe-
cífico hispano, pudo haber sido introducido por Graco como sistema de pagos según una
base fiscal previamente fijada, probablemente en conexión con una reorganización de las
requisas de grano. Para Richardson, las victorias de Graco, que se esperaba pudieran
significar una reducción del montante de fuerzas mantenidas en Hispania, parecía un
momento particularmente apropiado para la reconsideración de los caóticos métodos con
los que estos fondos se extraían. Y probablemente es ahora cuando se desarrollan a gran
escala las acuñaciones ibéricas, fomentadas por Roma según patrones romanos, como
medio cómodo de pago del impuesto.

A partir de finales del siglo III conocemos en las dos provincias hispanas acuñacio-
nes en bronce con alfabeto ibérico. Sin duda, fomentadas por la autoridad romana, estas
monedas servían para pagar algún tipo de contribución, probablemente, el stipendium exi-
gido por los comandantes para el pago de las tropas que servían en territorio provincial y
que, lógiamente, se satisfacía en bronce. La fijación de tributos estables por Graco puede
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conectarse con el pago de las cantidades estipuladas en plata, en lugar de bronce, al
igual que el propio salario de los soldados, lo que conlleva una progresiva desaparición de
los ases de bronce ibéricos, cuya acuñación cesa en el 145. Esta moneda de plata co-
mienza a acuñarse en principio sólo en la Citerior y las cecas se extienden por las regio-
nes costeras, el valle del Ebro, las faldas del Pirineo y la Celtiberia.

Que las medidas fiscales para el pago en metálico fueron acompañadas de otras
para regularizar las entregas coactivas de trigo lo pueba indirectamente un episodio de los
años siguientes a la partida de Graco. En el 171, una embajada de hispanos consiguió
hacer llegar al senado sus quejas sobre la expoliación y la falta de respeto a los pactos
por parte de los administradores provinciales. El senado comisionó al pretor L. Canuleyo,
en quien precisamente había recaído la propretura hispana para ese año, para invitar a los
embajadores a elegir los patronos —miembros del senado— que defenderían su causa.
Estos, entre los que se encontraban Catón y Emilio Paulo, citaron ante el jurado a M. Titi-
nio y P. Furio Filón, pretores de la Citerior en el 178 y el 174, respectivamente, y a M. Ma-
tieno, gobernador de la Ulterior en el 173. El proceso terminó con la absolución del prime-
ro y el destierro voluntario a villas de recreo cercanas a Roma de los dos restantes. Canu-
leyo, el juez instructor, precipitó su marcha a Hispania, y el senado se limitó a dar garan-
tías de que no volverían a repetirse los abusos, con una serie de medidas que, en cual-
quier caso, no estaba en condiciones de llevar a la práctica. La principal prohibía a los
magistrados provinciales por decreto del senado imponer su propia valoración en el pre-
cio del trigo que los agricultores hispanos debían entregar para el abastecimiento de las
tropas romanas. Esa valoración arbitraria servía para incrementar fraudulentamente el di-
nero recibido de aquellas comunidades locales que preferían satisfacer en metálico las
cantidades de grano estipuladas. El decreto prohibía también a los magistrados no sólo
obligar a los indígenas a satisfacer el impuesto del cinco por ciento de la cosecha al precio
que ellos decidiesen señalar, sino también a exigirlo a la fuerza mediante el envío expreso
de recaudadores a las comunidades afectadas.

La anécdota documenta la existencia de un sistema preciso de impuesto sobre el


trigo ya a finales de los años setenta del siglo II, así como los abusos en su recaudación
por parte de los responsables de exigirlo. Si tal impuesto no existía durante la estancia de
Catón en Hispania ni pudo haberse introducido después del año 180, es obvio que fue
Graco el responsable de la racionalización de las contribuciones en grano, extendidas a
ambas provincias, como prueba el envío de legados tanto de la Citerior como de la Ulterior
para presentar ante el senado sus quejas en el 171.

Por último, en el conjunto de medidas económicas, probablemente haya que ads-


cribir también a Graco la sistematización de otros recursos que el estado romano contro-
laba en la Península y, en especial, el relativo a la explotación de las minas. Ya Catón ha-
bía incrementando el rendimiento de los yacimientos de mineral explotados en los territo-
rios al norte del Ebro. El rendimiento de las minas de plata de Cartagena, las ingentes
cantidades de metal llevadas a Roma, la riada de inmigrantes itálicos atraídos por la posi-
bilidad de enriquecerse gracias a la actividad minera y el creeciente número de esclavos
empleados en las minas muestran, de acuerdo con la descripción presentada por Diodoro,
un incremento en la extracción de mineral argentífero, que requería una regularización de
los beneficios fiscales, obtenidos mediante cánones de explotación para los emprendedo-
res privados. Esta sistematización implicaba el empleo de oficiales que, bajo la dirección
el cuestor provincial, impondrían el pago de cantidades sobre la producción de mineral,
calculada según una base diaria.
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En suma y de acuerdo con todas estas fragmentarias noticias, pueden concluirse
como principales disposiciones fiscales tomadas por Graco la fijación de un stipendium,
pagado en plata, la regularización de la requisa de grano y la introducción de un canon
por los particulares que explotaban las minas de plata de Cartagena. Pero hay que llamar
la atención sobre el carácter de estas disposiciones. En su inmensa mayoría, tanto la inici-
tiva de su puesta en funcionamiento como la responsabilidad en hacerlas cumplir tienen
detrás sólo la autoridad del pretor, que cuenta con un casi explusivo poder de decisión,
sin interferencias del senado. Esta independencia de acción, consecuencia del ilimitado
poder legal que proporciona al gobernador la investidura del imperium, si era obligada te-
niendo en cuenta la distancia y la dificultad de las comunicaciones así como la necesidad
en muchas ocasiones de una rápida toma de decisión, también es cierto que incluía un
peligroso potencial susceptible de ser utilizado por encima, al margen e incluso contra el
propio Estado, representado por el colectivo senatorial. Y ello no indica otra cosa que la
consideración de las provincias por parte del gobierno senatorial como áreas de compe-
tencia del imperium del magistrado, sin un claro concepto del significado y alcance de un
imperio territorial. Es pues más la obra de individuos aislados la que va moldeando la con-
sistencia de estse imperio y, por ello, nos hemos detenido con particular atención en la
obra de Graco, al que se debe la introducción y el desarrollo de un cierto número de ele-
mentos que serán el germen de las instituciones civiles básicas en un sistema estable y
articulado de administración provincial.

Las campañas posteriores a Graco

La acción militar de Albino y Graco no significó, sin embargo, el fin de las guerras
en un universo político atomizado y con graves problemas económicos. De forma intermi-
tente sabemos cómo, hasta la explosión de las guerras celtíbero-lusitanas en 154, los go-
bernadores se enfrentaban con problemas, exigiendo envíos de tropas y, en algún caso,
realizaron campañas lo suficientemente importantes para merecer los honores del triunfo
o de la ovatio, como la del pretor del 175, Apio Claudio Centón, por sus victorias sobre los
celtíberos. Todavía en el 170 estuvo a punto de estallar una gran sublevación celtíbera,
pero la muerte de su instigador, el indígena Olonico, deshizo la coalición. Estos hechos,
sin embargo, no eran considerados lo suficientemente graves como para atraer la aten-
ción pública romana, más preocupada por los acontecimientos que en el Mediterráneo
oriental estaban tejiendo cada vez más tupidamente los lazos del estado romano en el ho-
rizonte político del mundo helenístico. En consecuencia, las noticias sobre los treinta años
posteriores a Graco que nos transmiten las fuentes son muy escasas. Citemos entre ellas,
como dignas de mención, la reunión bajo un solo gobernador de ambas provincias entre el
año171 y el 168, como consecuencia de la guerra contemporánea en Grecia contra Per-
seo; la fundación de Carteia (El Rocadillo, Algeciras) en el 171, como primera colonia lati-
na extraitaliana, para albergar a 4.000 hijos de soldados romanos y mujeres indígenas que
solicitaban del Senado un status jurídico superior al que preveían las leyes, y el escándalo
ya citado, suscitado en Roma el mismo año por la embajada indígena que venia a expo-
ner sus quejas sobre las arbitrariedades de los gobernadores.

De todos modos, como ha señalado Richardson, al parecer las provincias de His-


pania no constituían en estos años un destino ambicionado por la oligarquía política ro-
mana, lo que ha repercutido en la escasez de datos con los que contamos para reconstruir
los particulares del período que discurre entre la pretura de Graco y el estallido de las
guerras celtíbero-lusitanas. Incluso parecen detectarse indicios de un rechazo a aceptar
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el gobierno de las provincias hispanas por parte de los miembros de la aristocracia en
quienes recayó esta responsabilidad. Tal parece inferirse de los pretextos religiosos es-
grimidos por los pretores electos en el 176 para no incorporarse a sus destinos en Hispa-
nia o del procedimiento anómalo impuesto por el senado tres años más tarde de obligar a
los gobernadores salientes de la Citerior y Ulterior a decidir por sorteo quien de los dos
habría de permanecer aún un año más como gobernador de la Citerior como consecuen-
cia de la muerte del nuevo pretor cuando se dirigía a hacerse cargo de su puesto en His-
pania.

Y como razón fundamental de este rechazo se ha señalado la escasez de posibili-


dades que, tras los pactos de Graco, ofrecían las provincias hispanas para lograr, con una
provechosa guerra, los honores del triunfo o de la ovatio y las ganancias materiales de un
sustancioso botín. El elenco de los fasti triumphales para los años que discurren entre el
177 y el 155 así parece probarlo. En la década entre el 177 y el 167, todavía uno de cada
seis pretores consiguió el preciado honor (frente a la proporción de uno de cada dos que
se constata en los dieciocho años anteriores), pero en los diez años siguientes no hay una
sola mención de un triunfo en el escenario de la península.

El carácter del gobierno provincial

Pero para comprender esta tendencia y también para traspasar las fronteras de lo
fáctico —como hemos dicho, muy pobres para estos años— e intentar descubrir el tras-
fondo de la dominación romana en Hispania durante el medio siglo transcurrido desde los
comienzos de la Segunda Guerra Púnica hasta el estallido de las guerras en la Meseta, es
necesario detenerse en la consideración del carácter de esta oligarquía, que con su códi-
go ético y sus iniciativas políticas mediatizaba el estado romano.

El orden aristocrático romano en que se sustentaba la sociedad y el Estado expe-


rimentó tras la Segunda Guerra Púnica y en seguimiento de una tendencia ya manifestada
a lo largo del siglo III, pero sometida ahora a una fuerte aceleración, un proceso de res-
tricción que redujo el efectivo control del poder a un limitado número de familias que, en el
conjunto de la aristocracia, formaron una cúspide oligárquica, la nobilitas, acaparadora de
las altas magistraturas del Estado y, con ellas, de su control. Su canon de virtud, el servi-
cio a la comunidad, es decir, a la res publica, como medida de prestigio social y máximo
honor, estaba en cada noble íntimamente ligado al Estado y se fundamentaba en el reco-
nocimiento público de sus méritos como estadista, jefe militar y diplomático. Por consi-
guiente, era la investidura de las más altas magistraturas no sólo la meta y culminación de
la carrera política, sino el cumplimiento de la máxima aspiración vital. A lo largo del tiempo,
los términos nobilitas y res publica terminaron por identificarse en la práctica. Pero esta
identificación, esencial y profunda, de Estado y aristocracia derivó peligrosamente y, sobre
todo, a partir de comienzos del siglo II, a que la nobilitas sintiera el estado menos como un
servicio que como una posesión. Los asuntos de Estado fueron tratados cada vez más ba-
jo puntos de vista privados, de los intereses económicos y sociales de la nobilitas. Y estos
intereses se manifestaron, en primer lugar, en las propias elecciones que abrían la magis-
tratura, el acceso a la res publica. La carrera de las magistraturas desató así una compe-
tencia social que transformó en juego sucio e interesado la tradicional emulación aristocrá-
tica que había acuñado la propia esencia del Estado.

La magistratura como honor y como dignidad era electiva, y esta elección se


producía en las asambleas populares, que, aunque mediatizadas, decidían en definitiva
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sobre los candidatos. En una sociedad timocrática como la romana, donde prestigio y ri-
queza llevaban camino de encontrarse, ello obligaba a los aspirantes a invertir sumas, a
veces monstruosas, para asegurar el voto de los comicios. Muy pocas fortunas privadas
podían costear estos gastos, que iban desde la construcción de obras de interés público a
expensas propias hasta el crudo soborno votante a votante, si no hubiera existido una
fuente de recursos extraeconómicos, pero sin duda más rentable: la que ofrecía precisa-
mente la actividad pública fuera de Italia, como encargos diplomáticos, comandos milita-
res o gobiernos provinciales. La oligarquía política romana entró así en un círculo infernal
que debía ser soportado en su carga económica por el imperio que paralelamente Roma
se estaba labrando en el Mediterráneo. Era necesaria una fortuna para acceder a la ges-
tión pública; pero es que la gestión pública, por su parte, la proporcionaba. No es difícil
suponer que estas posibilidades de enriquecimiento, prestigio y gloria, abiertas a la aris-
tocracia, y la lógica competencia por conseguirlas y ampliarlas, desencadenaran efectos
negativos en cuanto a la solidaridad de clase que exigía el sistema y deshiciera los mo-
dos de comportamiento tradicionales de la política. No menos afectado quedó el orden
moral de la sociedad, que había sido impuesto en no pequeña medida por el régimen de
vida de la aristocracia. No podía evitarse que fuera la exteriorización de la riqueza, el lujo
ostentoso, el modo de buscar públicamente el rango social, la dignitas.

Así, pública como privadamente, la aristocracia estaba condenada a un in-


cesante atesoramiento, que encontró en el imperio, administrado con el más desafortu-
nado de los sistemas de gobierno, el régimen provincial, un campo tan impune como ina-
gotable de enriquecimiento personal.

El carácter de representante o portador de la soberanía del pueblo romano


del pretor provincial, magistrado con capacidad de función civil y militar, es decir, con im-
perium, y la necesidad, como tal, de tomar soluciones concretas e inmediatas a problemas
planteados en la esfera de su jurisdicción, sin tiempo u oportunidad de consulta al senado,
aumentaron, como se ha dicho, en una medida imprevista su poder por encima de las
fronteras que hasta el momento, habían determinado la relación entre sociedad aristocrá-
tica, representada por el senado, y ejecutiva de esa sociedad, la magistratura. En efecto,
el control del senado no podía ir más allá del punto en el que el mantenimiento del domi-
nio provincial dependiese del poder personal del gobernador, supuesto que en este ámbi-
to, como magistrado portador del imperium, actuaba como ejecutivo de la voluntad de la
clase dirigente. Se instituyó con ello una peligrosa innovación: la identidad de fuente de
poder y ley, ya que más allá de la voluntad del gobernador, dentro del ámbito provincial,
faltó una fuente de autoridad superior que pudiese frenar la tendencia de aquél a conside-
rar provincia y función como ámbito personal. Y ello, en el momento en que se descubrió
la rentabilidad del gobierno provincial, sólo podía significar la quiebra de la comunicación
política entre senado y magistratura y de los presupuestos sociales en los que había des-
cansado la solidaridad aristocrática y su cohesión como clase, que los gobernadores sa-
crificaron a la posibilidad de ganancia personal.

El colectivo aristocrático del senado comprendió demasiado tarde, cuando


ya los intereses de Roma se extendían irreversiblemene a extensos territorios de la cuen-
ca mediterránea, estos peligros y aplicó una política de medidas de protección corporativa
en la forma expeditiva pero inoperante a largo plazo de leyes represivas, que, si señala-
ban los problemas, no podían en cambio resolverlos, porque se limitaban a actuar contra
los síntomas y no contra las raíces, en última instancia producto de las propias tenden-
cias oligárquicas del régimen senatorial. Estas medidas, en el campo de la política exte-
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rior, supusieron la renuncia a la creación de nuevas provincias en beneficio de un sistema
indirecto de hegemonía mediante estados satélites y un mayor control de la gestión pro-
vincial en aquellos ámbitos de dominio directo donde la presencia romana era ya irrenun-
ciable.

En este contexto, desarrollado a partir de los años 180 y uno de cuyos más
plásticos ejemplos es la resistencia del colectivo senatorial contra tendencias personales
que pudieran atentar contra la igualitaria mediocridad aristocrática, como el que docu-
menta el llamado «proceso de los Escipiones», hay que enmarcar la obra de Graco en
Hispania. Su acción, no obstante los muchos aspectos positivos que incluye, no significó
ningún cambio violento, sino simplemente la congelación de las relaciones de fuerzas,
que conocemos bien en Oriente tras Apamea, conducida en la Península a través del es-
tablecimiento de un statu quo, que, en su propia rigidez y estatismo, contenía los gérme-
nes de un fracaso a largo plazo, al inmovilizar las necesidades de las tribus con compro-
misos que imposibilitaran cualquier ajuste a imprevistas condiciones futuras. Más aún,
algunas de las medidas de Graco, como la que prohibía a los indígenas levantar nuevas
ciudades en previsión de una eventual formación de grandes coaliciones, eran claramen-
te negativas, porque coartaban la posiblidad de un desarrollo político indígena hacia fór-
mulas de ordenación superadoras del primitivo sistema tribal, como la organización urba-
na, presupuesto imprescindible, por otra parte, de un desarrollo económico, que habría
sido la única base estable de pacificación. En este terreno, apenas si la sedentarización
de tribus seminómadas con repartos de tierra, siempre insuficientes, llevada a cabo por
Graco, significó un progreso sobre las simples presiones fiscales a las que el gobierno
romano había reducido desde un principio su interés económico en las provincias hispa-
nas. Pero, con todo, quizás más por interés indígena que por voluntad romana, los presu-
puestos de Graco se mantendrían durante dos décadas, con esporádicos y limitados en-
frentamientos y con insuficientes y tardías medidas ad hoc del senado contra los capri-
chos y arbitrariedades de los pretores provinciales, cuya política de gobierno apenas si
experimentaba las oscilaciones nacidas de simples escrúpulos personales.

El senado intentó reaccionar, no tanto como hemos dicho, por un interés fundamen-
tal en la situación de los administrados, sino por miedo de que el poder incontrolado de
que gozaban los gobernadores pudiera volverse contra la propia institución oligárquica.
Pero estos intentos no podían ser eficaces: los gobernadores estaban lejos y, en el caso
de flagrante delito, el infractor contaba con amistades y parientes entre los propios miem-
bros del senado. Por otra parte, los procesos ante los comicios tenían una larga y compli-
cada técnica que restaba eficacia a su acción, si es que ésta conseguía ser puesta en
marcha. Si los provinciales lograban hacer llegar su voz ante el senado, no lograban ja-
más unos resultados positivos. La impunidad de los gobernadores se hizo perfectamente
clara en el caso ya citado del 171.

Paralelamente, el crecimiento del capitalismo romano llevó a las provincias una au-
téntica plaga de hombres de negocios, procedentes en su mayor parte de las filas de los
caballeros, que consiguieron ver reconocido por el Estado el monopolio de la recaudación
de tributos y del cobro de los distintos impuestos. Su interés por ampliar el campo de su
acción económica llevaría a nuevos abusos y, consecuentemente, a un renacimiento de la
sublevación en las provincias, que, en definitiva, darían lugar a la reanudación de la políti-
ca de conquistas.

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Los años, pues, oscuros que se extienden entre la pretura de Graco y las guerras
celtíbero-lusitanas representan para Hispania una extensión progresiva del capitalismo
romano y de la subsiguiente explotación económica de sus recursos, en forma de tributos
e impuestos, no siempre legales, aprovechamiento de las minas y tráfico en tierras culti-
vables, que precipitarían de nuevo la guerra sobre las fronteras del dominio provincial. Al
mismo tiempo, la continua presencia de emigrantes itálicos contribuirá a ir transformando
la base socio-económica de las regiones donde Roma impone su presencia más directa-
mente. Fundaciones como Gracchurris en el Ebro, Italica en el Guadalquivir, Carteia en la
costa meridional y otros núcleos donde, sin necesidad de status especial, van concentrán-
dose los emigrados en intima relación con los indígenas, representan un fermento de ro-
manización, es decir, de asimilación a formas de vida romanas que, no por ser involunta-
rio, resultará menos eficaz en el creciente desarrollo de las provincias hispanas.

Pero la tregua pacificadora de Graco, sin una reorganización durable, se


manifestó aún más precaria por la inercia de un desafortunado sistema de gobierno pro-
vincial, cuya falta de fantasía creadora vino a conjugarse negativamente con las tenden-
cias estrechas y egoístas de la oligarquía dirigente romana. Las provincias hispanas fue-
ron un simple campo de enriquecimiento de los gobernadores, prestos a aprovechar la
impunidad que les ofrecía su cargo para aumentar sus recursos y, con ellos, su capacidad
de maniobra política en Roma. El evidente peligro para la estabilidad interior suscitó en el
senado un movimiento de reacción, que, si bien tardío e insuficiente, significó el primer
paso para una transformación de mentalidad en este alto organismo político con respecto
a los indígenas, los cuales, de sometidos y, por tanto, individuos sin protección legal so-
bre los que el derecho de guerra autorizaba cualquier arbitrariedad, fueron convirtiéndose
en súbditos, aspirantes a una protección responsable por parte de las instancias públicas
centrales contra los caprichos y las arbitrariedades de sus representantes efectivos.

Las medidas del senado, en cualquier caso, sólo podían tener un carácter
episódico mientras no cambiaran las directrices de dominación; su influencia llevó a un
deterioro de los presupuestos de Graco, enfriados en los intereses divergentes de admi-
nistradores y administrados, que una chispa cualquiera podía convertir en una confronta-
ción armada. Que esta chispa efectivamente saltara, en un momento en que la política
exterior romana se endurecía en todos sus frentes de intereses—Grecia, el Oriente hele-
nístico y Cartago—como único camino viable a los problemas planteados por la propia
incapacidad en dar soluciones valederas políticas, traería como consecuencia para la pe-
nínsula el desencadenamiento de veinte años de guerra, cuya meta sólo podía ser ya la
destrucción física del enemigo.

BIBLIOGRAFÍA
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IV EL SOMETIMIENTO DE LA MESETA: LAS GUERRAS
CELTÍBERO-LUSITANAS
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Imperialismo y crisis

Si la chispa que en el 154 iba a dar al traste con este precario equilibrio sal-
ta efectivamente en la Península, sus consecuencias desorbitadas, que acarrean medio
siglo de hostilidades casi ininterrumpidas, cuyo resultado final es la integración de la Me-
seta en el territorio provincial romano, son producto de una evolución política que tiene
su centro en Roma, aunque, por supuesto, esencialmente mediatizada por la interposi-
ción dialéctica de un imperio mediterráneo. No es fácil trazar su evolución, que incluye
temas tan complejos como la ruina de la pequeña y mediana propiedad italiana y el para-
lelo triunfo del latifundio, la extensión de la esclavitud como fuerza de trabajo, la crisis ur-
bana, los problemas de reclutamiento y, en general, la crisis del ejército, la rotura de la
cohesión del régimen senatorial y la lucha de facciones nobiliarias, la cuestión de los alia-
dos itálicos y, entre otros y más directamente para la comprensión del trasfondo de las
guerras en la Meseta, la crisis del sistema por el que la dirección política romana había
encauzado la protección de sus intereses exteriores.

Conquista del Mediterráneo

Hacia el 200 a.C., el equilibrio alcanzado en el Mediterráneo oriental en el primer


cuarto del siglo III, tras las convulsiones subsiguientes a la muerte de Alejandro Magno y
el desmembramiento de su gigantesco imperio, parecía resquebrajarse por las ambiciones
territoriales de Macedonia y Siria, que pretendían expandirse a expensas de la tercera
gran potencia del mundo helenístico, el debilitado reino egipcio de los Ptolomeos. La
amenaza alarmó al mundo griego y, sobre todo, a los estados de Rodas y Pérgamo, a
quienes esta política de expansión perjudicaba en sus respectivos intereses, que decidie-
ron recurrir a Roma. El senado romano aprovechó la oportunidad y abrió las hostilidades
contra Filipo V , el viejo aliado de Aníbal, en la llamada Segunda Guerra Macedónica, que,
tras la batalla de Cinoscéfalos (197 a.C.), dio el triunfo a la república itálica. Poco des-
pués, el artífice de la victoria, el cónsul Flaminino, proclamaba en un teatral acto propa-
gandístico, en Corinto, la libertad de todos los griegos y evacuaba Grecia. La noción de
libertad no definía si se trataba de una auténtica independencia o sólo de una cierta auto-
nomía con respecto al reino macedonio.

En todo caso, la incapacidad de los griegos para administrar esta libertad, por un
lado, y el interés de una parte de la oligarquía romana en entrar a formar parte de un hori-
zonte como el helenístico tan prometedor en posibilidades políticas y financieras, por otro,
empujó al senado, apenas unos años después (192), a intervenir de nuevo, en esta oca-
sión contra el rey Antíoco III de Siria, reluctante a “liberar” a las ciudades griegas de Asia
Menor, incluidas en su esfera de intereses. La victoria de Magnesia y la sucesiva paz de
Apamea, en el 188 a.C., señalaron la exclusión de Siria del ámbito mediterráneo y su con-
versión en una potencia secundaria oriental.

Una tercera guerra contra la Macedonia de Perseo, sucesor de Filipo V, significó,


tras la victoria de Pidna, en el 168, la abolición del viejo reino y su conversión en cuatro
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repúblicas independientes, tributarias de Roma. Pero el desenlace de la guerra tuvo otras
graves consecuencias. La república romana hizo patente un nuevo talante de desconfian-
za y brutalidad hacia amigos y enemigos, en un clima sofocante de caos social, mientras
los empresarios itálicos (negotiatores) extendían sus negocios en detrimento de los orien-
tales. El odio contra los romanos cristalizó en Macedonia en una revuelta conducida por
un supuesto hijo de Perseo, Andrisco. Al aplastamiento de la rebelión siguió la transforma-
ción de Macedonia en provincia romana, la primera de Oriente (148). Dos años después,
en el 146, el resto de Grecia perdía también su libertad, tras la programática y cruel des-
trucción de Corinto, mientras en Occidente era arrasada la vieja enemiga de Roma, Car-
tago, como consecuencia de la Tercera Guerra Púnica.

Crisis social

Pero esta expansión romana en el Mediterráneo y la aceptación de nuevos com-


promisos políticos no significaron la adecuación de la constitución, limitada a una ciudad-
estado, a las tareas de un imperio universal. Política y economía, confundidas e interco-
nexionadas en las manos de un grupo social restringido, no evolucionaron conforme a las
exigencias de estos cambios; por el contrario, quedaron paralizadas en las manos de un
régimen, que, al controlar el Estado, no sólo entorpecía cualquier vía de solución, sino
que la hacía imposible. Tras la brillante fachada de una política exterior que en sólo cin-
cuenta años hizo irreversible el proceso de inclusión en la esfera de Roma de los pueblos
que circundaban el Mediterráneo, empezaron a aflorar en el interior los complejos ámbitos
de inadecuación del sistema político-social vigente, que lógicamente repercutirían en el
espacio de soberanía romano y que es preciso conocer para entender el trasfondo de las
guerras emprendidas por el estado romano en la Península a partir de mediados del siglo
II a.C., que, a su vez, repercutirían gravemente en este sistema.

La provechosa política exterior desarrollada por Roma en la primera mitad del siglo
II a. C. había generado un desarrollo económico que, con la transformación de la econo-
mía -integración en los circuitos económicos del Mediterráneo oriental, extensión del lati-
fundio y racionalización de la agricultura- , produjo sustanciales modificaciones en la so-
ciedad, de las que son índice la extensión del esclavismo y el desarrollo urbano. Pero esta
política, hacia mitad del siglo II a. C., quedaría en entredicho como consecuencia del en-
conamiento y crecientes complicaciones de la guerra que iba a alargarse en el tiempo,
sin solución previsible, en el interior de la península Ibérica. Esta guerra, que, tras dece-
nios de conquistas traducidas en cuantiosos botines y, como consecuencia, en un enri-
quecimiento del Estado, exigió por primera vez mayores inversiones que previsible prove-
cho, puso en evidencia la verdadera y penosa situación económico-social que el propio
disfrute de la conquista había ido fomentando, en especial, la ruina de la mediana y pe-
queña propiedad, base hasta el momento de la robustez del cuerpo social romano. La re-
cesión ocasionada por la guerra de Hispania y la inseguridad e histerismo colectivo que
desató en la población, se vieron todavía agravadas por las primeras señales de crisis del
sistema económico esclavista en la forma de una gran rebelión de esclavos en Sicilia.

Los problemas del ejército

Ambas provocaciones a la seguridad y prosperidad del Estado parecieron aún


comprometidas en su solución por la ineficacia del aparato que, hasta el momento, había
hecho posible la expansión; el ejército. Su obsoleta organización y, en consecuencia, ine-
ficacia se vino a mostrar precisamente cuando más necesario se hacía su concurso. Los
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problemas acumulados en el seno del Estado y de la sociedad no podían dejar de reper-
cutir en la praxis política, que verá surgir tendencias impensables en la primera mitad del
siglo II a. C., como son la pérdida del control absoluto que hasta el momento había man-
tenido el senado y el despertar de las masas como factor político en manos del tribunado
de la plebe.

Como otras ciudades-estado de la Antigüedad, el sistema militar romano estaba in-


disolublemente unido al político y, por ello, el disfrute de los derechos inherentes a la con-
dición de ciudadano estaba ligado a la obligación del servicio militar. Pero este ejército
ciudadano no excluía ciertos rasgos funcionales, derivados del carácter timocrático de la
sociedad y consistentes en la distinción de una classis armada -los adsidui-, como grupo
funcional socialmente diferenciado por su carácter de propietarios, de una infraclassem
-los proletarii-, a los que, si por su falta de disponiblidades económicas se les ahorraba su
contribución a las cargas militares, en contrapartida tenían sus derechos políticos reduci-
dos a la mínima expresión.

En el primitivo sistema de guerra y en el limitado espacio de la política exterior ro-


mana del primer siglo y medio de la República, las campañas estacionales en las que se
resolvían los conflictos armados permitían al cives-miles compaginar su trabajo habitual
como campesino con sus deberes militares. Pero la ampliación del horizonte exterior ro-
mano a escenarios cada vez más alejados del núcleo de residencia ciudadano causaron
los primeros desfases en este sistema, que, con diversos expedientes, como la introduc-
ción de la soldada -stipendium-, pretendieron aminorar los inconvenientes y perjuicios sin
renunciar al principio básico del ejército cívico propietario. Sin embargo, las crecientes ne-
cesidades bélicas por tiempo superior a las campañas estivales y en espacios demasiado
alejados para permitir el regreso a sus hogares de los soldados en el intervalo entre cam-
paña y campaña, al presionar sobre todos los ciudadanos propietarios en toda su gama,
desde el rico terrateniente hasta el pequeño campesino, tenían que ser, sobre todo para
estos últimos, una carga demasiado difícil de soportar, mientras su número, incluso utili-
zado hasta sus últimos recusos, se tornaba en ocasiones insuficiente. Así, el progresivo
alejamiento de los frentes y la necesidad de mantener tropas de forma ininterrumpida so-
bre un territorio, con la rotura de la tradicional alternancia cíclica del campesino-soldado,
fue el origen de una crisis del ejército, que, al cambiar considerablemente las condiciones
de servicio, sin paralelamente atender al modus vivendi del soldado, aceptaba ya una
permanente contradicción de consecuencias imprevisibles.

Fue la Segunda Guerra Púnica, con su agobiante presión sobre todos los recursos
del Estado, el acontecimiento que más radicalmente influyó en la aceleración de estas
contradicciones implícitas en la estructura del ejército. Pero la consecuencia lógica que
hubiera podido esperarse, es decir, la apertura de las legiones a los proletarii, no se dio; el
gobierno prefirió recurrir a medidas parciales e indirectas, de las que la más evidente fue
la reducción del censo, es decir, de la capacidad financiera para ser reclutado, de 11.000 a
4.000 ases, hacia el 214 a. C.

El abismo imperialista en el que el estado romano se sumergió no bien resuelto el


conflicto con Cartago no sólo exigió la durabilidad de la medida, sino todavía más, la con-
virtió en apenas medio siglo en insuficiente. El cuerpo cívico romano hubo de acostum-
brarse a soportar las consecuencias del imperialismo y las crecientes exigencias de san-
gre, descargadas sobre un núcleo de agricultores arruinados a los que se privaba de me-
dios y tiempo para rehacer sus haciendas, no sólo transformaron la realidad del ejército,
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sino las propias bases socio-económicas del cuerpo cívico. Como no podía ser de otra
manera, se produjo un continuo deterioro de las condiciones económicas de los ciudada-
nos adsidui, que, precisamente en una época en la que el Estado necesitaba de mayores
contingentes para llenar los crecidos cuadros de las legiones, tendieron a disminuir como
consecuencia de la regresión demográfica ocasionada por la guerra, el empobrecimiento
general y la depauperación de las clases medias, que empujó a las filas de los proletarii a
muchos pequeños propietarios. Esta disminución de adsidui no podía sino generar mayor
presión del gobierno en el reclutamiento, y esta presión, a su vez, resistencias de los afec-
tados, produciendo, en suma, una total falta de adecuación entre fines de la política roma-
na y medios para llevarla a término.

Aunque ya en varias ocasiones después de la Segunda Guerrra Púnica se habían


hecho presentes de forma aislada dificultades en el reclutamiento de legionarios, el pro-
blema se agudizó cuando Roma hubo de hacer frente a la guerra en Hispania, donde al
alejamiento de Italia y, consecuentemente, al alargamiento del servicio, se añadía la po-
breza del territorio y la dureza del enemigo. Así, en el 152, la leva fue tan impopular que
hubo de suspenderse la operación y, al año siguiente, el pánico suscitado por las noticias
procedentes de Hispania obligó a los cónsules a aplicar procedimientos expeditivos en la
leva, ante los cuales los tribunos de la plebe reaccionaron con el encarcelamiento de los
propios cónsules, expediente que se repitió en el 138.

El gobierno era perfectamente consciente de esta crisis de la milicia y los políticos


comenzaron a prestarle una particular atención, preocupados por las funestas consecuen-
cias que podía acarrear, caso de no solucionarse de forma satisfactoria. Pero esta solu-
ción sólo podía pasar por la disyuntiva de renunciar a una política internacional de largo
alcance y, por tanto, a una reducción del número de tropas -inviable en la coyuntura exte-
rior-, o aumentar el número de ciudadanos cualificados para el servicio, con el doble obs-
táculo de la recesión de la natalidad y de la regresión en el número de propietarios. Por
supuesto, esta segunda dificultad radicaba exclusivamente en el carácter obsoleto e ina-
decuado del reclutamiento, indisolublemente unido a la identidad propietario-soldado. Pero
el gobierno no supo comprender la necesidad de romper con el sistema tradicional, divor-
ciando ambos términos y, con ello, quedó atrapado en un callejón sin salida.

Crisis de la oligarquía

Estas dificultades evidentes en la base sobre la que Roma apoyaba su política im-
perialista, todavía vinieron a complicarse como consecuencia de la interferencia de desa-
justes paralelos que en la cúspide -la dirección política- habían comenzado a poner en en-
tredicho el propio sistema sobre el que se articulaba el Estado.

En el ordenamiento aristocrático de la sociedad romana republicana el control polí-


tico estaba en la manos de la nobleza senatorial. Este control se basaba en la formación
de una voluntad de grupo y en la conducción efectiva de dicha voluntad, incluso frente a
eventuales minorías o individualismos. Era necesaria la creación y escrupulosa aceptación
de unas reglas de juego en las que no sólo se manifestaba la voluntad del grupo, sino la
solución a las posibles discusiones internas que podían eventualmente amenazar la ex-
clusividad nobiliaria del gobierno. Y estas reglas de juego estaban determinadas por las
formas de comunicación de los nobiles entre sí, cuya célula política fundamental era la
amicitia o necessitudo. Por amicitia se entendía la asociación de individuos o familias no-
biliarias para una ocasión política determinada, la votación de una ley, la candidatura a
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una magistratura, el conferimiento de una misión oficial. Pero puesto que no toda la aris-
tocracia era unánime en cada ocasión política, se producía la formación de factiones o
partidos nobiliarios en su seno, cuyos intereses, si chocaban entre sí, producían el efecto
contrario a la amicitia, la inimicitia. Pero las previsibles tensiones nacidas del choque de
opiniones, metas, fuerzas en juego o intereses distintos, procuraban mantenerse dentro
del grupo aristocrático sin trascendencia al exterior, mediante discusiones privadas en las
que, sopesadas las relaciones de poder, se cerraban compromisos y se preveían eventua-
lidades, antes de producirse la decisión oficial y pública.

Los años centrales del siglo II a. C. revelan la existencia de tres grupos mayores en
lucha por la supremacía dentro de la clase dominante, grupos que no excluían la existen-
cia de otros menores, satélites o independientes, que, basculando entre aquéllos, mediati-
zaban y matizaban su acción. Frente a la factio de Escipión se individualizan los grupos
que capitaneaban Q. Cecilio Metelo Macedónico y Apio Claudio Pulquer, que, sin formar
un frente común "antiescipión", combatían por igual, aunque por distintas causas, su ac-
ción política. No se trataba de una práctica nueva, ya que conocemos luchas internas de
este tipo prácticamente desde el propio nacimiento de la nobilitas. Pero, en los años cen-
trales del siglo II, la diferencia -y la diferencia peligrosa para el mantenimiento de la su-
premacía senatorial- estaba en que la pugna empezó a trascender del seno de la noble-
za, desvelando con ello las debilidades internas del grupo y su propia falta de cohesión.
Se descubrió la posibilidad de hacer política contra el senado, precisamente en difíciles
momentos en los que se acumulaban problemas de real contenido social o económico.
Sin embargo, el hecho radical es que, para la materialización de esta política, se interesó
al pueblo, a sus órganos de expresión, las asambleas populares, y a sus representantes
legales, los tribunos de la plebe. De golpe, la sociedad romana se politizó, tras largos de-
cenios de aquiescencia a las consignas de la nobilitas. Esta politización, sin embargo,
respondía a impulsos y necesidades, no sólo distintos, sino contradictorios en la dirección
política y en la base.

Frente a la crisis y la inestabilidad suscitadas por la evolución económica y


por la desafortunada política exterior, que acorralaba en la miseria y el hambre a amplias
masas de la sociedad, la aristocracia, empujada en la inercia de una cadena infernal, se
veía obligada a mantener la guerra, de donde sacaba las fuentes de su prestigio y rique-
za. Así, como hemos visto, emprendió una carrera desesperada por la obtención de man-
dos, antesala del triunfo, en la que las relaciones de la aristocracia se emponzoñaron y
embrutecieron, salpicando en su pugna al resto de la sociedad, que, si no comprendía la
esencia de la lucha, apoyaba o combatía a sus paladines ciega y, por ello, más ferozmen-
te.
Las complicaciones de la política exterior en los años centrales del siglo II a.C.
A estas contradicciones latentes tanto en la base como en la dirección del
Estado todavía vino a añadirse un tercer campo de desajustes, consecuencia de la de-
sastrosa práctica en la conducción de la política exterior romana por los senderos resba-
ladizos de un imperialismo para el que el Estado y la sociedad romanos no estaban pre-
parados.

En Oriente, la solución de hegemonía indirecta impuesta tras la derrota de


Antíoco III de Siria y la subsiguiente paz de Apamea (188 a.C.), fue un total fracaso. El
equilibrio pluralista de estados que Roma imaginaba mantener con el apoyo de satélites
como Pérgamo y Rodas, se derrumbó en las difíciles condiciones de un mundo sometido
a graves problemas económicos y sociales, a los que la intervención romana, desafortu-
! ! ! ! ! !
nada e inoportuna, añadió nuevos factores de inestabilidad. Después, por ello, de múlti-
ples vacilaciones, Roma se vio obligada a aplicar otra vez en Oriente el desnudo uso de
la fuerza, que tuvo en la derrota de Perseo de Macedonia en Pidna su epílogo. Desde el
168, el gobierno romano sustituyó la política indirecta en Oriente por una nueva de inter-
vención directa, no sólo en la relación entre los diversos estados, sino en el interior de
ellos, con el exclusivo fin de servir a sus propios intereses. La moderada hegemonía de
los primeros tiempos dio paso a métodos imperialistas, cuyo último resultado había de ser
la provincialización de Oriente, que comienza en Macedonia en el año 148 y acaba en
Egipto en el 31 a.C.

El nuevo estilo político romano, acuñado en una creciente desconfianza ha-


cia amigos y enemigos, y, en última instancia, en el sentimiento de un fracaso, no es ex-
traño que significara un endurecimiento rayano en la brutalidad en sus relaciones exterio-
res, que no vino precisamente a dulcificar la preocupante situación que en interior del es-
tado romano estaban generando cincuenta años de expansión económica sustentada en
la simple usura de un imperio en beneficio de una minoría, sin acomodo paralelo de las
estructuras básicas de la sociedad y del Estado. Esta expansión había creado un tipo de
guerra en la que las necesidades políticas o estratégicas pasaron a un segundo plano en
relación con la búsqueda de una concreta e inmediata ganancia, la simple conquista de
botín, como manifiestan muchas de las campañas emprendidas por los pretores de las
provincias de Hispania. Pero el mantenimiento del imperio exigió en cierto momento ha-
cer frente también a compromisos y retos que, sin esperanza de ganancia, o, aún menos,
incluso con previsibles pérdidas, era necesario atender para que no quedase afectada la
solidez de todo el edificio político. Este pesado lastre restallaría muy pronto sobre la sólo
en apariencia brillante fachada, precisamente en el escenario de la península Ibérica.

No fue sólo la necesidad de mantener un compromiso político la razón de


esta militarización de la diplomacia exterior romana, sino la propia esencia del Estado,
articulada en el ideal aristocrático de poder y prestigio. La aristocracia romana, la nobili-
tas, quedó atrapada en la doble alternativa de ver amenazada su posición si renunciaba a
responder a las exigencias de la política exterior —puesto que la esencia de su status so-
cial estaba basada en el monopolio de la dirección política, sustentada en el éxito—, o
poner en peligro los propios fundamentos de su dominio de clase si, al responder a esas
exigencias, sus miembros, en la persecución de una posición personal, atentaban a la
igualdad y a la cohesión del estamento, ignorando o pasando sobre las reglas tradiciona-
les de moral política y social que las sustentaban.

La elección del segundo camino significó que el estado romano estaba dis-
puesto a sacrificar su estabilidad social interna en beneficio de los intereses exclusivos de
una mafia oligárquica de grupúsculos divididos y enfrentados, que se afanaron en poner a
su servicio las fuerzas de la sociedad y los recursos del Estado. Era al propio tiempo el
reconocimiento, no por inconsciente menos manifiesto, del fracaso de las medidas que la
propia aristocracia se había impuesto para evitar precisamente su ruina como colectivo,
empujándose a una sangrienta y dramática carrera por el poder personal en el marco de
la república oligárquica, que sólo conseguirán transitoriamente Sila y César hasta la re-
forma estatal de Augusto. En la competencia desesperada por obtener magistraturas,
mandos provinciales y dirección de campañas bélicas, de las que sacaban las fuentes de
su prestigio y riqueza, la aristocracia emponzoñó sus relaciones de clase y exacerbó sus
rivalidades, arrastrando a ellas al propio Estado y a su imperio.

! ! ! ! ! !
Sólo en un contexto histórico como el descrito es posible explicar cómo limi-
tados conflictos en las fronteras del dominio romano en Hispania desencadenaran medio
siglo de guerras cuyo más evidente corolario sería la duplicación del territorio provincial y
la definitiva anexión de la Meseta al ámbito de soberanía romano.

Por consiguiente, el conjunto de anécdotas que forman la trama de las lla-


madas guerras celtíbero-lusitanas, con centro y culminación en los nombres de Viriato y
Numancia, no puede explicarse sólo, como generalmente se hace, en las condiciones
que emanan del propio escenario de la guerra. Sobre las guerras de Hispania de la se-
gunda mitad del siglo II pesan, en relación indisoluble de causa a efecto, las condiciones
políticas y socio-económicas de un Estado en la encrucijada de una múltiple y grave cri-
sis, que, generada en última instancia por la política exterior, recibirá de ella nuevos im-
pulsos y complicaciones al poner al descubierto la debilidad del sistema. Mientras los
ejércitos que luchaban contra celtíberos y lusitanos se debatían entre el miedo y la indis-
ciplina, la unidad y coherencia de mando necesarias se rompían en criterios, a veces,
contrapuestos, como consecuencia de los continuos relevos producidos por las luchas
políticas en las instancias centrales. Sólo así puede explicarse que ejércitos triunfadores
de sofisticados ejércitos como los helenísticos, o debeladores de fortalezas tan inexpug-
nables como Cartago se estrellaran una y otra vez contra hordas tribales y poblados de-
fendidos con técnicas prebistóricas, por más que una naturaleza extremada estuviera en
este caso al servicio de los indígenas.

Celtíberos y lusitanos como objetivo militar

Las razzias lusitanas. Púnico

Tras el largo paréntesis de casi un cuarto de siglo sin acontecimientos béli-


cos lo suficientemente graves como para llamar la atención de nuestras fuentes de do-
cumentación, que olvidan el escenario peninsular, en los dos ámbitos provinciales de His-
pania, simultáneamente, iban a surgir problemas que obligarían a la intervención militar
romana. En el 154, sabemos que bandas de lusitanos invadieron el territorio de la Ulterior,
al mando de un tal Púnico, quizás un agente cartaginés. Tras vencer a los pretores Mami-
lio y Calpurnio Pisón, consiguieron la ampliación de sus fuerzas con la inclusión de gru-
pos vetones, que lindaban al este con ellos, y emprendieron conjuntamente una razzia
de largo alcance, a través del territorio entre el Guadiana y el Guadalquivir, hasta las ciu-
dades costeras del sureste mediterráneo.

El caso de Segeda

Por la misma época de la expedición de Púnico y sin que sea segura una
relación causal, surgía en Celtiberia, en la Hispania Citerior, el casus belli que obligaría al
gobierno romano a un gigantesco esfuerzo militar. Frente al carácter seminómada de las
tribus lusitanas, los celtíberos —belos y titios al oriente; arévacos al occidente— habita-
ban en grandes núcleos de población, protegidos por murallas que, en los eventuales
conflictos entre tribus, era necesario atacar o defender. Una de estas ciudades, Segeda,
de localización insegura en la región de Calatayud, perteneciente a la tribu de los belos,
decidió ampliar su ciudad y, como consecuencia, sus fortificaciones, para albergar a los
pequeños núdeos de población de los alrededores, no sólo belos, sino también de los ve-
cinos titios, en una especie de sinecismo. Sin duda, era un reflejo del alto desarrollo polí-
tico, cultural y económico alcanzado por la ciudad, que, con este acto, afirmaba su supe-
! ! ! ! ! !
rioridad sobre el territorio. El senado romano, enterado del asunto, contestó con una ter-
minante prohibición de continuar los trabajos, en base a los acuerdos de Graco, que
prohibían a los celtíberos construir ciudades. Tanto si la reacción romana fue espontánea
como desencadenada por las quejas de los núcleos de población obligados contra su vo-
luntad a integrarse en la ciudad ampliada, en cualquier caso, el senado vio en este acto
un peligroso atentado a su posición dominante en el territorio, al beneficiar el fortaleci-
miento de un siempre eventual enemigo. Los segedanos no quisieron, sin embargo, de-
sistir de su propósito sin intentar convencer a los legados de Roma, y replicaron con ar-
gumentos sobre cómo entendían ellos los pactos de Graco. Sin haber conseguido que
desistieran de sus propósitos, los embajadores regresaron a Roma, y el senado, conside-
rados rotos los tratados de paz, declaró la guerra a la ciudad.

Esta decisión, en un fragmentario mosaico de tribus, sin fronteras naturales


suficientemente definidas, independientes, pero interrelacionadas y, aun en ocasiones,
coordinadas frente al común enemigo, extendió los objetivos de una guerra colonial limi-
tada, a espacios que amenazaron con desbordar la capacidad militar romana. El aleja-
miento del teatro de la guerra, las extremas condiciones atmosféricas, el hostil entorno de
un paisaje monótono y mísero y, no en último lugar, la ferocidad de quienes sabían que
su resistencia a ultranza era la última posiblidad de sobrevivir, dieron a la guerra de His-
pania en los años centrales del siglo II a.C. la categoría de tópico temible y temido.

La campaña de Nobilior

No obstante, en la sorprendente decisión adoptada por el senado para ha-


cer frente a la rebelión de Segeda no parece que pueda esgrimirse como causa funda-
mental la comprometida situación objetiva, susceptible en ese momento de convertir un
conflicto tan trivial como la erección de una simple muralla en foco de una rebelión gene-
ralizada en los límites de la frontera provincial romana. No hay razones para suponer que
la amenaza fuera lo bastante grande como para repetir un expediente que en Hispania se
habia ensayado por última vez cuarenta años antes, en el 195, cuando el cónsul Catón se
había hecho cargo personalmente de la dirección de una campaña militar en la Penínsu-
la. Por ello, en la decisión de encargar el gobierno de la Citerior al cónsul en ejercicio del
año 153, Q. Fulvio Nobilior, es más probable que intervinieran factores de política interior
meditados en Roma que razones objetivas de estrategia militar exigidas por una tensa y
comprometida situación límite en el ámbito provincial.

Sin duda, la decisión se encuadra en el ámbito de intereses de la oligarquía


romana, antes como ahora, atenta a cumplir con su peculiar canon ético, que conside-
raba la gloria militar como máxima aspiración vital de sus miembros. Si durante los dece-
nios anteriores las complicaciones concatenadas de la coyuntura exterior en el Oriente
helenístico habían ofrecido a los máximos responsables de la política romana campos de
operaciones en consonancia con la alta dirección militar a la que el ejercicio del imperium
les autorizaba, el desenlace de la tercera guerra macedónica en el 168 con la derrota del
rey Perseo en Pidna había agotado por el momento la existencia de escenarios aptos pa-
ra intentar la rentable aventura del triunfo. No es descabellado suponer que el pretexto
segedano ofreciera un imprescindible aunque débil punto de apoyo para convencer al se-
nado a ceder a los deseos de un magistrado supremo de la República, arropado por influ-
yentes grupos de presión, de alcanzar gloria militar en una verdadera guerra exterior.

! ! ! ! ! !
La decisión de poner la dirección de la guerra en Hispania en las manos de
un cónsul iba a tener una repercusión directa sobre el propio calendario oficial romano.
Hasta entonces, el año consular comenzaba en los idus de marzo, es decir, el día 15 del
mes, fecha en la que los cónsules tomaban posesión de su magistratura. En el 153, el ini-
cio del año se adelantó al 1 de enero para permitir al cónsul alcanzar su provincia a tiem-
po de emprender las proyectadas operaciones militares aún durante el transcurso de su
año de magistratura. Pero si tenemos en cuenta la necesidad previa de realizar las labo-
riosas operaciones de reclutamiento y trasladar las tropas al escenario de la lucha, ni
siquiera con este expediente se podía desplegar el ejército durante el período estacional
de la campaña -primavera y verano-, lo que explica la frecuencia con la que, al tiempo
que se complicaba la situación militar en Hispania, el senado decidía la prórroga como
procónsul en el escenario de la lucha del cónsul saliente.

La aparición en la región de Segeda del cónsul Nobilior con el formidable


ejército correspondiente a su grado, reforzado todavía por auxilia itálicos e indígenas,
obligó a los segedanos, que, sin duda, no esperaban una tal reacción y que aún no ha-
bían terminado los trabajos de fortificación, a abandonar la ciudad y buscar refugio en la
Celtiberia ulterior, en el territorio de la poderosa tribu de los arévacos, cuya capital era
Numancia. Los numantinos los acogieron y decidieron apoyar con las armas en campo
abierto su causa contra los romanos, nombrando un jefe común, de nombre Caro. Cuan-
do Nobilior, empeñado en el castigo de los segedanos, invadió el territorio arévaco, fue
sorprendido por la coalición indígena y derrotado. La disciplina y superior táctica roma-
nas, sin embargo, aminoraron este resultado, e, incluso, lograron invertirlo cuando los de-
sordenados indígenas, en persecución de los fugitivos, se encontraron frente a la caballe-
ría romana. Ese día, el 23 de agosto, fiesta de las Vulcanalia, si los romanos perdieron
6.000 hombres, los indígenas dejaron otros tantos en el campo de batalla, entre ellos, el
cabecilla Caro.

Vencidos ahora, los celtíberos hubieron de refugiarse en Numancia donde


eligieron nuevos jefes, Ambón y Leucón, mientras ciudades de los alrededores como Ner-
tobriga (Calatorao) y Ocilis se unían a la causa de los rebeldes. Nobilior, decidido a extir-
par la raíz de la sublevación, se aproximó a Numancia y plantó frente a su muralla un
primer campamento, en un estratégico paraje que dominaba las vías de comunicación
hacia el Ebro, a cuatro kilómetros de la ciudad, cerca de Renieblas, en la Gran Atalaya.
Pero el cónsul estaba destinado a estrellarse contra la resistencia indígena. Ni siquiera la
presencia de un cuerpo de elefantes, enviado por el rey númida Masinissa, logró el objeti-
vo de atemorizar a los defensores. Si en un primer momento, los exóticos animales con-
siguieron poner en fuga al enemigo, que en la vía de acceso a la ciudad trataba de impe-
dir el acercamiento de las tropas romanas, la incontrolada furia de uno de los elefantes,
herido en la refriega, desbarató las propias líneas romanas y permitió una nueva salida de
los sitiados, que infligieron a Nobilior cuantiosas pérdidas. Sin ningún resultado positivo,
el cónsul hubo de abandonar el campamento para retirarse a invernar, quizás hacia Al-
mazán, entre las privaciones ocasionadas por la falta de víveres y las extremas tempera-
turas del crudo invierno soriano. Apenas golpes de mano, limitados y fracasados, contra
ciudades vecinas -como una desconocida Axeinio- marcaron los meses de espera de No-
bilior hasta el momento de ceder el puesto al año siguiente a su sucesor, el también cón-
sul, M. Claudio Marcelo, que, llegado a su destino, preferiría, antes de emprender opera-
ciones en los límites de la Celtiberia, crear las condiciones precisas para la pacificación
de las regiones inmediatas a la frontera provincial, el bajo valle del Jalón.

! ! ! ! ! !
La pacificación del cónsul Marcelo

Con la hábil combinación de fuerza y clemencia frente a las ciudades de


Ocilis y Nertobriga, logró el positivo resultado de que todas las tribus celtíberas, incluidos
los arévacos, aceptaran enviar legaciones a Roma para discutir la renovación de los pac-
tos de Graco. El senado o una de sus facciones reaccionó ante esta actitud de Marcelo
tratándola de blanda e indigna e imponiendo la continuación de la guerra. Hemos hecho
ya alusión a las condiciones y directrices en que se mueve la política exterior romana en
los decenios posteriores a Pidna, de endurecimiento y aplicación sistemática de la razón
del más fuerte. Mientras en los confines orientales del Mediterráneo se reaccionaba des-
proporcionadamente contra hipotéticos comportamientos dudosos de antiguos aliados —
Pérgamo y Rodas—, no era lógico aplicar condiciones flexibles a pueblos bárbaros ene-
migos en la periferia del dominio romano en Occidente. El senado, pues, arteramente
convenció a los enviados hispanos de que una vez en la Península recibirían la respuesta
definitiva de Marcelo, mientras secretamente instaban al cónsul a reemprender la guerra.

Durante la tregua, Marcelo cooperaría con su colega en la Ulterior, el pretor


Atilio Serrano, en la pacificación de la Lusitania septentrional, para retirarse finalmente a
sus campamentos de invierno donde fundó sobre un asentamiento indígena un núcleo
urbano llamado a convertirse en capital de la Bética, Corduba (Córdoba). Después de
conocer la decisión senatorial, en la primavera del año 151, Marcelo hubo de reempren-
der contra su voluntad las operaciones contra los arévacos y el resto de las tribus con las
que había concluido la tregua. Mientras los arévacos, conocida la voluntad de lucha ro-
mana, ocupaban Nertobriga, Marcelo se dirigió directamente contra Numancia, acampan-
do apenas a un km de las murallas de la ciudad en el cerro del Castillejo. Sus éxitos en
campaña, al conseguir rechazar a los indígenas al interior de sus muros, y las predisposi-
ciones favorables que ya había tenido ocasión de comprobar e! año anterior, actuaron en
conjunto para decidir a los numantinos a pedir la paz, en unión de las otras tribus de pe-
lendones, belos y titios (151 a. C.). Por intermedio de Litennón, los indígenas ofrecieron
su rendición (deditio), que Marcelo aceptó bajo las viejas condiciones de los pactos de
Graco, lograndose así un nuevo período de paz que sólo se rompería ocho años des-
pués, en el 143.

Las operaciones en Lusitania de Mummio y Atilio Serrano

Mientras, en la provincia Ulterior, los resultados de las armas romanas osci-


laban entre fracasos y relativos éxitos. Si la expedición de Púnico había terminado con la
muerte del propio caudillo, las razzias se repitieron con un nuevo jefe, Césaro. El pretor L.
Mummio, el destructor de Corinto, que había recibido el gobierno de la Ulterior en el año
del consulado de Nobilior, tras frenar en un primer encuentro el ataque de los lusitanos,
cometió la torpeza de perseguir demasiado incautamente al enemigo, que parecía huir, y
cayó en una emboscada con su ejército, del que apenas pudo salvar la sexta parte, unos
5.000 hombres. Los estandartes y enseñas capturados a los romanos fueron paseados
por los bárbaros triunfalmente a lo largo de todo el camino de regreso, desde la Andalucía
oriental a través de la Celtiberia hasta sus sedes en Lusitania. Mummio con los restos
de su ejército no pudo hacer otra cosa que seguir prudentemente a las hordas en el vano
intento de recuperar por sorpresa los estandartes. Pero en tanto y envalentonados por el
desguarnecimiento de la provincia, otro grupo de lusitanos a las órdenes de un tal Cau-
ceno se atrevía a atravesar el Tajo y extendían sus correrías por el Algarve contra la tribu
de los conios, aliados de Roma, a quienes arrebataron su capital, Conistorgis. Más que
! ! ! ! ! !
aceptar el confuso relato de Apiano, que extiende las correrías de los lusitanos hasta el
norte de África, donde habrían saqueado la ciudad de Ocile, es probable que el grupo de
guerreros indígenas continuara sus algaradas por la costa atlántica andaluza hasta una
desconocida Ocile, que Apiano confunde con la homónima Zelis de Mauretania (la actual
Arcila, al sur de Tánger). Hasta allí consiguió llegar el ejército de Mummio, que, abando-
nando la persecución de Césaro, hizo frente a las hordas de Cauceno y, al parecer, con
éxito, puesto que a su regreso a Roma fue recompensado con los honores del triunfo.

Finalmente, en el 152, al tiempo que Marcelo conducía la guerra contra


Numancia, el nuevo pretor de la Ulterior, M. Atilio Serrano, llevó su ejército al interior de
Lusitania, en un esfuerzo por atacar el problema dentro del propio territorio levantisco. La
conquista de una de sus más importantes aglomeraciones urbanas, Oxthrakai, de locali-
zación desconocida, y los paralelos éxitos de Marcelo que, como sabemos, en coopera-
ción con el pretor, se internó en la región lusitana y conquistó una desconocida Nercobri-
ca, dispuso a los lusitanos y a parte de sus vecinos vetones en favor de la paz, entregán-
dose con unas condiciones semejantes a las impuestas a los celtíberos. Sin embargo,
frente al éxito logrado por Marcelo en la Citerior, la paz de Atilio fue un simple episodio y
un corto paréntesis en el recrudecimiento de la rebelión, cuyas causas hay que buscar
tanto en las peculiares condiciones socio-económicas de Lusitania, como en la brutal
conducta del sucesor de Atilio, Servio Sulpicio Galba.

Las campañas de Lúculo. Galba

En la oposición senatorial a la política pacificadora de Marcelo se había dis-


tinguido un joven, apenas llegado en su incipiente carrera política al grado de cuestor pe-
ro cuyos antecedentes familiares —hijo del vencedor de Pidna, Emilio Paulo, y nieto por
adopción de Escipión el Africano— y personalidad le proporcionaban una fuerte influen-
cia: P. Cornelio Escipión Emiliano. Su participación en las discusiones, si no decisiva, co-
mo algunos autores pretenden, habría contribuido al triunfo de la facción dura, que encon-
traba suficientes razones para una prosecución enérgica de la guerra en Hispania, frente
a las recomendaciones de Marcelo. La guerra había sido decidida y encomendada al
nuevo cónsul del 151, L. Licinio Lúculo. Pero las sombrías noticias que llegaban proce-
dentes de Hispania, sobre el encarnizado carácter de la lucha, y la crisis social, que ya
había empezado a mostrar sus primeros efectos en Roma, se confabularon para dificultar
la obtención de los reclutamientos necesarios, no sólo de legionarios, sino incluso de los
suboficiales y oficiales precisos, que llevaron a Escipión al efectista gesto de ofrecerse
voluntario y al expediente extremo de recurrir a levas obligatorias. Pero cuando Lúculo
llegó a su provincia, como ya sabemos, Marcelo se había adelantado en la obtención de
la paz. El nuevo cónsul no tuvo más remedio que respetarla, aunque sin renunciar por
ello del todo a las esperanzas que había albergado de botín y gloria.

Si los celtíberos ahora se hallaban sujetos por pactos, nada impedía llevar
las armas sobre sus fronteras hacia occidente, contra los pueblos exteriores, cuya con-
quista ampliaría el glacis protector de la Citerior. Eran estos pueblos los vacceos, que, ex-
tendidos a ambos lados del Duero medio, sobre fértiles llanuras cerealistas, tendían el
puente entre la Celtiberia, en la Citerior, y los vetones y lusitanos, en la Ulterior. La em-
presa, por tanto, parecía atractiva, ya que un éxito en la región prometía excelentes ba-
ses de aprovisionamiento para futuras campañas; pero, al mismo tiempo, era temeraria,
al no estar apoyada por puntos seguros en la retaguardia, y siempre con un hipotético
enemigo, apenas poco antes sometido, a las espaldas. Lúculo, en cualquier caso, consi-
! ! ! ! ! !
deró superiores las posibilidades de ganancias al riesgo y, atravesando el Tajo, se dirigió
sobre una de las ciudades vacceas del sur, Cauca (Coca), que, contra toda justificación
(era pueril el pretexto de que los caucenses habían perjudicado a los carpetanos, aliados
de Roma), atacó con sus fuerzas. La derrota de los indígenas en batalla campal les incitó
a redirse al cónsul: Lúculo, tras exigir la entrega de rehenes y cien talentos de plata, in-
trodujo en la ciudad una guarnición de dos mil legionarios, que no bien dentro de sus mu-
ros masacraron a la población y la destruyeron . El brutal proceder del cónsul hizo crista-
lizar unánimes sentimientos de odio en las tribus vacceas, que se vieron empujadas a la
resistencia contra el intruso. Intercatia (Villalpando) fue la siguiente presa de Lúculo, que,
tras cierta resistencia, hubo de capitular. Se dice que durante el asedio el joven Escipión,
que formaba en las filas del cónsul como legado, se ganó la admiración del ejército ven-
ciendo en combate singular a un gigantesco cabecilla de los sitiados. La rendición, con-
seguida gracias a los buenos oficios de Escipión, proporcionó, no obstante, escasos be-
neficios: apenas cincuenta rehenes, seis mil capas y ganado, pero no el deseado metal
precioso, que los indígenas no tenían. Finalmente, le tocó el turno a Pallantia (Palencia),
sin duda la más fuerte de las ciudades vacceas, contra la que se estrellaron las ambicio-
nes del cónsul, que, ante la proximidad del invierno, hubo de retirarse con sus ambiciones
frustradas al territorio aliado de la Turdetania, hostigado en su camino por la guerrilla pa-
lentina.

La imprudencia del cónsul Lúculo, que, al decir de Livio, empujó a vacceos,


cántabros y otras gentes ibéricas hasta entonces desconocidas de los romanos a una lu-
cha desesperada contra los invasores, iba a ser superada por la perfidia de su colega en
la Ulterior, el pretor Servio Sulpicio Galba, en su campaña contra los lusitanos. Si su
aparición en la región limítrofe de Lusitania con la Bética, pareció en un primer momento
sorprender a los indígenas, la ya probada táctica lusitana de fingir una desbandada para
dispersar a las imprudentes fuerzas romanas, lanzadas desordenadamente en su perse-
cución, costó al pretor la pérdida de siete mil soldados y la necesidad de refugiarse a toda
prisa tras los muros de Carmene, seguramente Carmona. Sin fuerzas para una nueva ini-
ciativa bélica, Galba hubo de pasar el resto de la campaña intentando reclutar nuevas
tropas entre las tribus aliadas de Roma antes de retirarse a territorio de los conios para
plantar los campamentos de invierno en su ciudad, Conistorgis.

No obstante, al año siguiente (150), prorrogado en su mando como propre-


tor, lograría enderezar sus fracasos gracias a los refuerzos proporcionados por Lúculo,
también reafirmado en su puesto de responsable de la Citerior como procónsul, que, tras
la pobre campaña contra los vacceos, intentó mejor suerte en la Lusitania, uniendo sus
fuerzas a las de su colega.

Mientras Lúculo, tras obligar a rendirse a las bandas lusitanas que castiga-
ban con sus correrías la vecina región de la Beturia (sur de Extremadura), penetraba en
la Lusitania meridional a sangre y fuego, Galba, por su parte, obtenía al norte del Tajo éxi-
tos lo suficientemente importantes para que los amedrentados lusitanos se decidieran a
pactar con el romano. Los enviados lusitanos trataron de disculpar sus correrías sobre
las tierras vecinas empujados por la necesidad de procurarse alimentos, teniendo en
cuenta la pobreza de sus territorios. El propretor taimadamente fingió comprender las ra-
zones y se manifestó incluso dispuesto a solucionar el problema de fondo comunicándo-
les su intención de proporcionarles tierras de cultivo. A tal fin, los lusitanos fueron con-
centrados con sus familias en tres punto distintos y, una vez desarmados, Galba dio la
orden de atacar. Los que no perecieron en la masacre fueron vendidos como esclavos.
! ! ! ! ! !
El pérfido proceder de Galba no pareció conmover las conciencias de un
senado, como hemos visto, partidario de la mano dura, pero sí en cambio la ruindad y
avaricia del responsable de la tropelía, que había reservado para sí el grueso del botín
arrancado a los indígenas. Un tribuno de la plebe, L. Escribonio Libón, trató de incoar en
el 149 un proceso contra las acciones ilegales de Galba, impulsado por un grupo de se-
nadores entre los que se distinguió el viejo Catón, con un inflamado discurso en el que
reprochaba no tanto la brutalidad de los métodos del expretor como su falta de justifica-
ción jurídica. La cínica defensa de sus acciones con retorcidos argumentos, los teatrales
golpes de efecto para atraerse la benevolencia de la cámara -presentándose acompaña-
do de sus hijos implorantes- y, no en última instancia, la connivencia de la mayoría de los
senadores, que aprobaban el proceder del inculpado, salvaron a Galba del juicio. Pero el
proceder de Galba, aunque impune, sin duda influyó en la aprobación de la propuesta,
presentada el mismo año por otro tribuno de la plebe, L. Calpurnio Pisón, de crear un tri-
bunal permanente encargado de juzgar los abusos de los responsables de la administra-
ción en las provincias. Así, mediante la lex Calpurnia, se instituía la quaestio perpetua de
repetundis, que, constituida por senadores, trataría de castigar los delitos de malversa-
ción y concusión de los gobernadores provinciales, ciertamente con menos intención de
proteger de abusos a los provinciales que de garantizar los derechos del estado roma-
no. El juicio a exmagistrados del orden senatorial por tribunales compuestos de senado-
res ya de entrada prometía una benévola “comprensión” para los inculpados, que, de
cualquier modo, caso de ser declarados convictos, apenas eran obligados a otra cosa
que devolver (repetere) las cantidades supuestamente sustraidas durante su gestión.

Viriato

El año 147 volvieron las correrías lusitanas sobre el sur peninsular, que
acudió a detener el pretor Vetilio. Cuando los indígenas acorralados parecían dispuestos
a escuchar las propuestas de paz del pretor, que les ofrecía tierras de cultivo si deponían
las armas, surgió de entre ellos un guerrero, Viriato, que recordando a sus compañeros
la perfidia de las promesas romanas, les incitó a rechazar el ofrecimiento de Vetilio y se-
guir combatiendo. Todavía más, a la cabeza de un escogido grupo de jinetes, logró rom-
per el encierro y, mientras atraía la atención del grueso del ejército romano, dio tiempo al
resto de los lusitanos a escapar de la encerrona para hacerse fuertes en la desconocida
Tribola. Las tropas de Vetilio no solo no consiguieron alcanzar a Viriato sino que, en su
persecución, se dejaron atrapar en una emboscada, que se saldó con la muerte del pro-
pio pretor y de casi la mitad de sus fuerzas. El escenario de la emboscada hay que bus-
carlo probablemente en el valle del Guadiaro, desde donde los maltrechos restos del
ejército derrotado ganaron Karpesso, una ciudad de la costa atlántica meridional, que
Apiano identifica con la mítica Tarteso.

Así adquiría el papel de protagonista Viriato, que, desde entonces y durante


más de diez años, acaudillaría una guerra sin cuartel contra los romanos. Apenas sabe-
mos nada seguro sobre la ascendencia, relaciones familiares y detalles biográficos del
caudillo lusitano, que las fuentes hacen pastor, cazador y bandolero. Las cualidades físi-
cas y morales con las que la tradición historiográfica romana adorna su figura y las mu-
chas anécdotas que subrayan sus rasgos positivos, sin embargo, no pueden aceptarse
en bloque, si tenemos en cuenta el lógico interés de estas fuentes -Apiano, Diodoro, Flo-
ro, Orosio- en hacer de Viriato un digno enemigo de Roma.

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Victorias sobre Plautio y Unimano

Nada parecía ya poder detener las expediciones victoriosas del caudillo, a


las que se sumaron las de otras bandas y pequeños grupos por extensas regiones de las
dos provincias hispanas y contra las que fueron infructuosos los intentos de los pretores
del año 146. En efecto, C. Plautio desde la Ulterior y Claudio Unimano en la Citerior, en
acción concertada, trataron de frenar las correrías de Viriato contra las tribus carpetanas
al sur del Tajo, aliadas de Roma. Con la acostumbrada táctica de la retirada simulada, Vi-
riato logró sobre las fuerzas de Plautio una victoria en la que el pretor dejó 4.000 hombres
sobre el campo de batalla. El caudillo lusitano, tras dominar la filorromana Segobriga (Ce-
rro de Cabeza del Griego, a 4 km de Saelices , Cuenca), se hizo fuerte en el “monte de
Venus” (Sierra de San Vicente), donde Plautio en su intento de atacarle volvió a ser du-
ramente derrotado, dejando a Viriato el campo libre para saquear a sus anchas el valle
del Tajo. Plautio, impotente, hubo de retirarse a invernar al sur de la Ulterior, antes de re-
gresar a Roma, donde le esperaba la condena al exilio por su pusilánime conducción de
la guerra. Mientras, Viriato operaba ya en la Hispania Citerior aproximándose a Segovia,
ciudad de la que se apoderó, sin conseguir no obstante atraerla a su causa. Era ahora el
turno del pretor de la provincia, Unimano, que , como su colega, fue vencido ignominio-
samente y privado de los estandartes de su ejército, luego paseados en triunfo por Viriato
en su camino de regreso hacia el sur.

El enfrentamiento con los Fabios

Cuando en el año 146 el incendio de Corinto y la destrucción contemporá-


nea de Cartago señalaron el fin de los más graves conflictos a los que Roma se enfrenta-
ba en Grecia y África -la Guerra Aquea y la Tercera Guerra Púnica, respectivamente-, el
senado volvió a prestar atención preferente a los asuntos hispanos. No había ahora gue-
rra importante que impidiera a uno de los cónsules hacerse cargo directamente de las
operaciones contra Viriato. Así fue enviado a la Ulterior para el año 145 el cónsul en ejer-
cicio Q. Fabio Máximo Emiliano, hijo de Emilio Paulo, el vencedor de Perseo, y hermano
por consiguiente de Escipión Emiliano, destructor de Cartago. Los medios, no obstante,
con los que fue dotado el cónsul, tras el reciente y extraordinario esfuerzo militar de las
campañas en Oriente y Occidente -dos legiones bisoñas-, apenas permitieron a Fabio
otra cosa que intentar tras los fuertes muros de Urso (Osuna) adiestrar a sus fuerzas,
mientras Viriato trataba de provocarle, en vano, a un combate abierto, asaltando a sus
aprovisionadores de abastecimiento.

Así transcurrió el invierno del 145-144 y con la llegada de la primavera Fa-


bio, confirmado en su puesto como procónsul, se consideró preparado para una campaña
cuyo objetivo fundamental era limitar el radio de acción del caudillo lusitano para asestar
luego el golpe definitivo. Y en efecto, el procónsul, tras cruzar sus armas favorablemente
con Viriato, logró expulsarle de Tucci (Martos) y le obligó a retirarse a las escabrosidades
de Sierra Morena hacia Baicor, identificable con Baecula, es decir, Bailén. Esos fueron
los resultados alcanzados antes de dirigir sus tropas a las bases de invierno de Corduba.

Desgraciadamente para la causa romana, en el 143, las victorias de Viriato


y, sin duda, su diplomacia sobre las tribus de la Citerior, unidas a la apenas resuelta pro-
blemática socio-económica que Marcelo había intentado reducir tras su victoria del 152,
decidieron a las tribus celtibéricas a sublevarse. Con ello, todos los problemas concentra-
dos durante sesenta años de equivocaciones y fracasos parecieron explotar al mismo
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tiempo. Se hizo preciso el envío de un nuevo ejército consular, al mando de uno de los
titulares del año 143, Q. Cecilio Metelo Macedónico, el vencedor de Andrisco en Macedo-
nia, cuyos esfuerzos se concentraron en la Citerior contra los celtíberos. En cambio, los
recientes éxitos de Fabio Máximo contra los lusitanos parecieron lo suficientemente im-
portantes como para volver a confiar la provincia a un pretor, del que sólo conocemos su
gentilicio, Quincio. El error daría a Viriato la posibilidad de emprender provechosas expe-
diciones sobre el oriente de la provincia, la Bastetania, después de vencer al pretor y ex-
pulsar de Tucci a la guarnición romana impuesta recientemente por Fabio Máximo.

Al año siguiente, el 142, mientras Metelo era prorrogado como procónsul en


el mando de la Citerior, sería el propio cónsul Q. Fabio Máximo Serviliano, hermano del
cónsul del 145, quien conduciría la campaña contra Viriato, en una complicada campaña
plagada de ofensivas y contraofensivas cuya clave era la posesión de Tucci, que volvió a
caer en manos romanas. Serviliano, aprovechando la retirada de Viriato a sus bases de
Lusitania, trató de fortalecer su posición en la Beturia, entre el Ardila y el Zújar, afluentes
meridionales del Guadiana, antes de penetrar en el país de los conios, el Algarve. Sin
duda, pretendía dejar a sus espaldas territorio pacificado antes de avanzar, ahora de sur
a norte, sobre la Lusitania. Un contratiempo imprevisto vino a desbaratar sus propósitos:
el ataque de una banda de 10.000 guerreros lusitanos capitaneada por dos desertores
romanos, Curión y Apuleyo. Sin poder cumplir, pues, sus objetivos, el cónsul regresó
Gualdalquivir arriba hacia sus bases, al tiempo que sometía con inusitada dureza y ejem-
plares escarmientos las ciudades de la zona que se habían pasado a Viriato: Astigi (Eci-
ja), Obulco (Porcuna) y la castigada Tucci.

Tras el obligado paréntesis del invierno, la campaña de la primavera del 141


comenzó con un estimable éxito de las armas romanas, conseguido por el legado del
ahora procónsul Serviliano, su hermano Emiliano (el que fuera responsable de la Ulterior
en el bienio 145-144) sobre otra partida de guerreros lusitanos capitaneada por un tal
Connoba. El castigo ejemplar aplicado a los prisioneros -la amputación de la mano dere-
cha- no dejaba dudas sobre los métodos con los que se pretendía obtener la pacificación
de los indígenas. Pero una desgraciada campaña en la Beturia, ante la desconocida ciu-
dad de Erisane, pondría en entredicho todos los esfuerzos tan penosamente consegui-
dos: Viriato, de nuevo en la Beturia tras el descanso invernal, logró entrar en la ciudad
que Serviliano asediaba y, forzando una salida por sorpresa, consiguió vencer a los ase-
diantes y acorralarlos en un desfildero. Pero el caudillo lusitano no aprovechó su victoria
para aniquilar el ejército enemigo; prefirió, sin duda consciente de su debilidad a largo
plazo, pactar «en igualdad de condiciones», según Livio, con el cónsul. El caudillo fue re-
conocido «amigo del pueblo romano» y pudo conservar el territorio que controlaba, segu-
ramente la Beturia. Los comicios en Roma ratificaron el pacto de Serviliano.

Servilio Cepión y el fin de Viriato

Pero la paz estorbaba los ambiciosos planes de quienes pretendían con la


conducción de guerras exteriores obtener ganancias materiales y honores. Era uno de
ellos el cónsul designado para el año 140, Q. Servilio Cepión, que vio con la paz de Servi-
liano desvanecerse las esperanzas que había puesto en una conducción victoriosa de la
guerra en Hispania y en las ganancias ligadas a ella. Y no le fue difícil conseguir del se-
nado el permiso para continuar las hostilidades, probablemente en base a injustificados
atentados de los lusitanos contra la paz apenas firmada. Más aún, firmemente decidido a
acabar con el problema lusitano, consiguió que la alta cámara le ratificara en su puesto
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como procónsul para el año siguiente. Las primeras operaciones de Cepión en la Beturia
le proporcionaron la conquista de Arsa; Viriato hubo de retirarse a la defensiva hacia Car-
petania. Pero el cónsul no pudo, sin embargo, lograr un enfrentamiento decisivo, ante la
astucia de Viriato, que consiguió poner a salvo y conducir a Lusitania sus tropas sin sufrir
pérdidas. Durante el año 139, Cepión pudo atreverse a penetrar desde el sur en territorio
vetón, en una acción sistemática que incluía la construcción de puertos en el Atlántico
para asegurar los abastecimientos por mar, la apertura de una vía militar y el afianza-
miento del territorio mediante la imposición de guarniciones y la erección de campamen-
tos estables y fortines. Turris Caepionis (Chipiona, en la desembocadura del Guadalqui-
vir), Castra Caepiana (en la ría de Setúbal) o Castra Servilia (cerca de Casar de Cáceres)
son testimonios de esta acción, lo mismo que el núcleo primitivo de la calzada, la vía de
la Plata, que se convertiría en la espina dorsal del occidente peninsular y que ascendía
desde el Guadalquivir por territorio vetón atravesando Guadiana y Tajo hasta Salamanca.

No obstante, la escurridiza habilidad del caudillo lusitano para sustraerse al


combate definitivo no permitía augurar un pronto final a las hostilidades, mientras se ma-
nifestaba un creciente sentimiento de agotamiento, en especial por parte lusitana, que lle-
vó finalmente a Viriato a iniciar conversaciones con Cepión, luego de un primer intento
fracasado de entendimiento con el cónsul de la Citerior, Popilio Lenas, que, desde el Due-
ro y en concierto con su colega de la Ulterior, atacaba las bases lusitanas septentrionales.
El caudillo no participó directamente en las conversaciones preliminares con Cepión, sino
a través de tres miembros de su consejo -Audax, Ditalco y Minuro-, que, en connivencia
con el procónsul, decidieron la eliminación de Viriato, lo que efectivamente lograron a su
regreso, aprovechando su sueño (139).

El alevoso crimen elevó la figura de Viriato a la categoría de mito, como


ocurriría en el siglo siguiente con Sertorio, y contribuyó a fijar su leyenda ya en la Anti-
güedad. Los motivos que llevaron a los lugartenientes de Viriato a la traición son desco-
nocidos, aunque parece plausible encuadrarlos en las agudas tensiones socio-económi-
cas lusitanas. Los estratos más privilegiados de la población, entre los que podían encon-
trarse los tres verdugos, consideraban a Viriato como un advenedizo, y la resistencia que
conducía, el mayor obstáculo a un entendimiento con los romanos y, con ello, a un mayor
enriquecimiento. En todo caso, ni Cepión ni posteriormente el senado se prestaron a gra-
tificar con una recompensa económica la indigna acción.

La muerte de Viriato no significó el fin inmediato de la resistencia. Tras las


solemnes exequias con las que se despidió al caudillo muerto, los guerreros de Virirato
eligieron un nuevo jefe, Tautamo, que les condujo en sus correrías depredadoras hasta el
sureste mediterráneo. Pero se trataba de los últimos estertores de una acción sin futuro.
Cepión no tuvo excesivas dificultades en vencerlos y obligarles a pedir la paz. Pero en
esta ocasión el magistrado romano no emborronó con la perfidia el final de una guerra
victoriosa: una vez desarmados, distribuyó entre los supervivientes tierras de cultivo y tra-
tó así de conseguir con bases estables una duradera pacificación del territorio.

La campaña de Bruto Galaico

En conexión y como colofón de las campañas lusitanas hay que mencionar


la penetración de las armas romanas en el noroeste peninsular, en los años posteriores a
la muerte de Viriato, 138-137. La conexión entre las tribus lusitanas y las vecinas por el
este y el norte -vetones y galaicos, respectivamente- obligó a los comandantes romanos
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a tener en consideración también los problemas que para una estabilización del territorio
estas tribus presentaban. Ya Servilio Cepión, como vimos, había operado tanto en territo-
rio vetón a través de la vía de comunicación abierta por él entre Tajo y Duero, en las
provincias de Cáceres y Salamanca, como contra las tribus galaicas, a las que responsa-
bilizaba de haber prestado ayuda a Virirato. No obstante, fue el cónsul del 138, D. Junio
Bruto, sucesor de Cepión, quien llevaría a cabo durante su año de consulado y el siguien-
te como procónsul la penetración en las tierras extremas del noroeste peninsular, ponien-
do a los romanos por primera vez en contacto directo con los Callaeci.

Bruto instaló su base inicial de operaciones al borde del Tajo, en Moro, fren-
te a una isla, que se ha identificado con Al-Mourol, en la confluencia del Zézere y el Tajo.
Para asegurar el abastecimiento y un acceso permanente al mar, mandó también fortificar
Olisippo, es decir, Lisboa. No hay que suponer que Bruto intentara una sistemática obra
de pacificación, teniendo en cuenta la amplitud del territorio. Se trataba más bien de una
campaña de intimidación con el doble fin de castigar a las tribus rebeldes y extender una
saludable advertencia sobre el poder romano y los inconvenientes de menospreciarlo.
Seguramente en su campaña el cónsul siguió una ruta occidental, remontando Lisboa ha-
cia el Duero por Coimbra para evitar las escabrosidades de la sierra de la Estrella o de
Montemuro. El avance romano fue lento y en él las tropas romanas hubieron de librar
frecuentes y feroces combates contra los guerreros lusitanos. Bruto no podía ser ni ex-
cesivamente duro ni demasiado exigente con los vencidos, a los que intentó estabilizar
mediante una política de asentamientos en tierras de cultivo. Es en este contexto en el
que hay que enmarcar la fundación de Valentia, con los veteranos supervivientes del
ejército de Viriato.

El año siguiente, 137, y ya como procónsul, Bruto se atrevió a atravesar el


Duero e internarse en territorio de la Callaecia, posiblemente a la altura de Oporto. El
avance condujo a las fuerzas romanas hasta el Lethes o “río del Olvido”, el Limia, cuyo
cauce los soldados se negaban a cruzar en la creencia de perder si lo hacían el recuerdo
de su pasado y de sus raíces. El propio comandante lo atravesó el primero, arrastrando
con él a sus tropas, y la expedición prosiguió hacia el norte hasta el curso del Miño. El
hostigamiento a las fuerzas romanas por parte de los feroces Bracari, que al apoderarse
de las provisiones amenazaban con dificultar el regreso a las bases del Tajo, y un su-
puesto prodigio ominoso -la caída del sol sobre el mar como señal de descontento de los
dioses contra los romanos por haberse atrevido a cruzar el río del Olvido- aconsejaron a
Bruto a poner fin al avance. Pero antes el procónsul hubo de enfrentarse a los brácaros
en un sangriento combate, en cuya descripción las fuentes resaltan la ferocidad de los
hombres y mujeres galaicos, luchando juntos codo con codo, que preferían quitar la vida
a sus hijos y suicidarse antes que caer en poder de los romanos.

No fue fácil el camino de regreso, salpicado de nuevos encuentros armados,


entre los que destaca la ocupación de Talabriga (al sur del Duero, hacia la zona de Avei-
ro). Finalmente, las tropas lograron reunirse con el ejército del cónsul de la Citerior, M.
Emilio Lépido, en campaña contra las tribus vacceas. Los veteranos, que tan sacrificada-
mente habían participado en la aventura galaica, fueron premiados con el asentamiento
en tierras de cultivo en la nueva ciudad de Bruttobriga, de localización imprecisa en el va-
lle del Guadalquivir.

No es fácil decidir sobre el aporte real de esta primera campaña de Roma


en el noroeste. Los galaicos, ciertamente, conservaron su independencia, bien que bajo
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el control teórico del gobierno de la Ulterior, pero la expedición al menos contribuyó a la
apertura del extremo noroeste al mundo romano. Sobre todo, a lo largo de la costa, el es-
tablecimiento de fortines y guarniciones -que documentan los frecuentes topónimos de
castellum, praesidium o vicus- contribuyó a hacer más fluidas las relaciones comerciales
entre territorio lusitano y galaico, como, por otra parte, testifican los restos de ánforas itá-
licas en yacimientos costeros al norte del Duero (Ancora, Cútero...). En todo caso, la ex-
pedición le valió a Bruto el sobrenombre de Galaico y el triunfo, que cantaría el poeta Lu-
cilio.

La guerras de Numancia

Las campañas de Metelo, Pompeyo y Mancino

Ya vimos que, como consecuencia de las acciones de Viriato y seguramente


a instancias suyas, las tribus celtíberas, precariamente pacificadas por Marcelo, volvieron
a levantarse en armas en 143. En Roma se consideró tan grave la rebelión que se encar-
gó a uno de los cónsules, Q. Cecilio Metelo Macedónico, el gobierno de la Citerior. Gene-
ral metódico y con sentido de la disciplina, concibió la guerra como una empresa lenta y
continuada, que requería un progresivo sometimiento de las distintas tribus, de oriente a
occidente. Su primer enemigo, un cabecilla celtíbero de nombre Olónico, que apoyaba su
liderazgo en sus supuestas dotes de profeta, provisto de una lanza de plata, fue pronto
eliminado, cuando de noche y en solitario, al acercarse al campamento romano para aca-
bar con el cónsul, fue sorprendido y muerto por un centinela. A esta primera rebelión si-
guieron otras, que exigieron la expugnación de núcleos urbanos de las tribus de la Celti-
beria citerior, lusones, belos y titios, como Centobriga y Contrebia. El trato humano dado
por Metelo a los vencidos, sin duda, contribuyó a allanar el camino de la pacificación con
la entrega en dedición de otras comunidades, también de los arévacos. Sólo Termancia y
Numancia, fiadas en sus sólidas fortificaciones prefirieron mantener la resistencia. El cón-
sul, no obstante, no intentó la aventura del asedio. Prefirió dirigirse, al otro lado de los
arévacos, hacia el oeste, contra la región vaccea, saqueándola para impedir un eventual
avituallamiento de los numantinos en estos territorios; posteriormente condujo sus tropas
al valle de Jalón para invernar en territorio aliado, seguramente esperando que, para la
campaña siguiente, sería prorrogado como procónsul en el mando para rematar digna-
mente su obra.

Pero las agudas luchas políticas en Roma impidieron la prórroga de su ges-


tión. Un enemigo suyo, Q. Pompeyo, vino a reemplazarle: bisoño y arrogante, fracasó en
un primer ataque directo contra Numancia. No tuvo mejor suerte en el asalto a la vecina
ciudad de Termancia (Sta. María de Termes), y, volviendo sobre sus pasos, intentó probar
por segunda vez suerte con Numancia. De camino, sometió a asedio a una desconocida
Malia o Lagni, donde los numantinos habían conseguido introducir una guarnición para
mantener segura la plaza. Al parecer, los habitantes, ante la cercanía del cónsul, prefirie-
ron liquidar a la guarnición y entregarse. Cuando Pompeyo, ante la proximidad del invier-
no, dirigía sus tropas hacia los campamentos de Levante, tropezó con una banda de
salteadores, dirigida por un tal Tangino, que, desde sus sedes en Teruel, atacaban las fér-
tiles tierars mediterráneas de la Sedetania. Fue el único éxito, aunque secundario, de la
campaña: un buen número de indígenas fueron hechos prisioneros para ser vendidos
como esclavos. Pero, según relata Apiano, prefirieron suicidarse antes que soportar la
esclavitud o asesinaron a sus dueños para escapar.

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No obstante los magros resultados de la campaña, paradójicamente, Pom-
peyo fue prorrogado en el mando para el 140. Era Numancia de nuevo el objetivo, que,
en esta ocasión, trató de conseguir, escarmentado como estaba con el fracaso de un ata-
que directo, por medio del asedio. Para ello inició trabajos de circunvalación, que preten-
dían cerrar a los numantinos los accesos más expeditos por el oeste, entre los ríos Duero
y Merdancho. Las dificultades climáticas, el continuo hostigamiento del enemigo y la in-
disciplina y baja moral de las tropas romanas -los veteranos tras seis años de servicio
hubieron de ser licenciados y sustituidos por soldados bisoños, conducidos a Hispania
por una delegación senatorial-, obligaron al procónsul a abandonar el asedio y retirarse a
las alturas fortificadas de Castillejo, al norte de la ciudad. La proximidad del invierno y la
necesidad de conseguir algún resultado positivo antes de abandonar su destino, empuja-
ron a Pompeyo a enmascarar el fracaso militar con un supuesto éxito diplomático, e ini-
ció conversaciones con los defensores de Numancia y Termancia para conseguir una paz
que aparentemente contentara el orgullo romano. Pompeyo exigió a los numantinos -los
habitantes de Termancia en última instancia rompieron las tratativas y prefieron permane-
cer en estado de guerra-, además de rehenes, prisioneros y desertores, una elevada can-
tidad de plata, la mitad de la cual fue entregada de inmediato, ante la presencia de los de-
legados del senado.

Mientras tanto llegaba a la Citerior el nuevo responsable, el cónsul del 139,


M. Popilio Lenas, ante el que se presentaron los enviados numantinos para entregarle el
resto de la suma acordada en los pactos con Pompeyo. Sorprendentemente el exgober-
nador negó haber suscrito ningún acuerdo, y los indígenas apelaron al senado para de-
cidir la cuestión. En espera de la respuesta de Roma, Popilio, como sabemos, acudió en
ayuda del procónsul de la Ulterior, en una acción concertada contra Viriato y los lusitanos.

Finalmente llegó la decisión senatorial, que desautorizó a Pompeyo negan-


do validez a los pactos, al no haber sido ratificados por el senado, no obstante la presen-
cia de delegados de la cámara en el curso de las conversaciones. Mientras Pompeyo
afrontaba una acusación por su indigna conducta -había tratado de presentar la paz con
los numantinos como una rendición incondicional cuando en realidad se trataba de un
pacto negociado-, Popilio Lenas, en la primavera del 138, investido como procónsul, rea-
nudaba la guerra contra Numancia, según Livio, con la misma adversa fortuna que su an-
tecesor.

La ineptitud de la dirección romana, sin embargo, quedaría coronada por el


cónsul del 137, C. Hostilio Mancino: no sólo no consiguió poner sitio a la ciudad; él mis-
mo, con su ejército, fue bloqueado por los numantinos y arrastrado a una capitulación. Al
parecer, Hostilio comenzó la campaña desde el campamento de Castillejo, inmediato a la
ciudad arévaca, pero, vencido en sucesivos encuentros, tomó la decisión de atrincherarse
en el más alejado de Renieblas, ya utilizado por Fulvio Nobilior en el 153. A tal fin condu-
jo a sus tropas -unos 40.000 hombres- por el valle del río Moñigón, pero, enterados los
numantinos de la maniobra, tendieron al cónsul una celada en un estrecho paso del valle
(seguramente cerca de la Torre de Tartajo), que costó a Mancino la mitad de sus fuerzas.
Para salvar al resto del ejército de la masacre, el cónsul se avino a pactar un foedus
aequum, es decir, un tratado en igualdad de condiciones, cuyas cláusulas desconocemos,
aunque, sin duda, eran vergonzosas para la soberbia romana. Fuer el cuestor de Manci-
no, el joven Tiberio Sempronio Graco, quien, al parecer, intervino decisivamente para lo-
grar el acuerdo, gracias al ascendiente que su nombre tenía entre los indígenas, que to-
davía recordaban los tratados dictados por su padre en el 179.
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Nuevos fracasos romanos: Emilio Lépido, Furio Filón y Calpurnio Pisón
El senado no podía aceptar esta paz humillante. En consecuencia, hizo lla-
mar al cónsul y envió para sustituirle a su colega en el consulado M. Emilio Lépido Porci-
na. La discusión sobre la validez del pacto de Mancino significó, en todo caso, un respiro
para la ciudad arévaca. El obeso Lépido, con las manos atadas para maniobrar contra
Numancia, durante los dos años que asumió la dirección de la Hispania Citerior -fue pro-
rrogado como procónsul para el año 136-, hubo de contantarse con incursiones sobre
territorio vacceo, en una campaña concertada con el responsable de la Ulterior, su pa-
riente Junio Bruto, tras su regreso de la expedición contra los galaicos. El objetivo elegido
fue la ciudad vaccea de Pallantia (Palencia), cuyo asedio resultó más largo y penoso de
lo esperado. Apenas existía justificación para la campaña, contra la que el senado se
pronunció enviando una legación con instrucciones de interrumpirla. Lépido se obstinó,
no obstante, en proseguirla aún durante un tiempo, hasta que las crecientes dificultades
le impulsaron finalmente a abandonar la empresa. Pero en su retirada, el ejército fue sor-
prendido por los palentinos y sólo se salvó de una catástrofe total gracias a un eclipse de
luna, considerado por los indígenas como un mal augurio.

La gestión de Lépido, apenas menos vergonzosa que la de su colega Man-


cino, le acarreó una multa en Roma y su sustitución, todavía durante el año 136, por uno
de los cónsules del año, L. Furio Filón. Y fue Furio quien hubo de ejecutar la decisión fi-
nal acordada por el senado en el contencioso del tratado firmado por Mancino con los
numantinos. Fue la facción imperialista más agresiva la que, tras agotadoras discusiones,
prevaleció al fin, haciendo responsable en solitario a Mancino del desastre y como tal
obligando al deshonrado cónsul a rendirse personalmente a los numantinos. Los asom-
brados ojos de los numantinos pudieron contemplar desde sus murallas la tétrica cere-
monia que exigía el derecho fecial de todo un cónsul, desnudo, con las manos atadas a la
espalda, ante las puertas de la ciudad. Los indígenas, sin embargo, no aceptaron la en-
trega. Mancino, por su parte, de regreso a Roma, perdió sus derechos civiles y su asiento
en el senado, aunque más tarde recuperara los primeros. Nunca consideró su derrota
como una vergüenza, sino como una trágica desgracia en la que su honor personal había
permanecido a salvo. Y convencido de ello, se hizo erigir incluso una estatua que lo re-
presentaba en el acto de su entrega a los numantinos.

Pero a pesar de la decisión senatorial de continuar la guerra, ni Furio ni su


sucesor, el cónsul del 135, Q. Calpurnio Pisón, se sintieron con ánimos para enfrentarse a
los temidos numantinos y justificaron sus mandatos con las ya acostumbradas incursio-
nes sobre territorio vacceo y sobre el principal de sus centros urbanos, la castigada Pa-
llantia, sin resultados dignos de mención.

Escipión y la caída de Numancia


Numancia se había convertido para la opinión pública romana en un autén-
tico insulto. Como era de esperar, llegó la reacción popular, que, preparada por los mis-
mos que pensaban beneficiarse de la guerra, exigió la entrega de su dirección a P. Corne-
lio Escipión Emiliano, el vencedor de Cartago. Desde su vuelta triunfante, en el 146, con
el título de Africano, que le parangonaba a su abuelo, el vencedor de Aníbal, Escipión se
esforzaría en lograr una meta concreta: la iteración del consulado, que ya había investido
en 147, y la conducción de la guerra de Hispania. Y para lograrlo, no dudaría en enfren-
tarse con los clanes adversos -los Galba, los Cotas, los Hostilios Mancinos-, que, a su
vez, arrastrarían nuevos círculos de oposición y nuevas enemistades personales. De
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ellas, merece especial consideración, por las repercusiones en un inminente futuro, la ac-
titud de Tiberio Sempronio Graco, cuyo parentesco con Escipión —cuñado por el matri-
monio de su hermana Sempronia con Escipión— no le impediría pasarse a las filas de
uno de sus más encarnizados oponentes, Apio Claudio Pulcher, convirtiéndose incluso en
su yerno. Tiberio, como sabemos, había servido como cuestor en la guerra de Hispania a
las órdenes de Hostilio Mancino, y el pacto con los numantinos fue, en gran parte, obra
suya. El rechazo de la paz firmada por Mancino y el posterior juicio contra el ex cónsul
habían estado instrumentados por el clan de Escipión, interesado, no sólo en la continua-
ción de la guerra en Hispania, sino también en la eliminación política de un enemigo. Si
bien la condena fue dirigida personalmente contra Mancino, manteniéndose al margen a
sus colaboradores, Tiberio no olvidaría la ofensa. En cualquier caso, en el 134, el apoyo
popular, pasando por encima de las propias leyes, le dio a Escipión su segundo consula-
do y, con él, la dirección de la guerra en Hispania.

Las tropas que llevó Escipión, como refuerzo de las que operaban en la pe-
nínsula, apenas constaban de 4.000 voluntarios, entre los que la historia destacaría pos-
teriormente nombres como los del historiador Polibio, el poeta Lucilio o los políticos C.
Mario o C. Graco. No eran ingentes fuerzas las que necesitaba el escollo de Numancia,
sino disciplina, que el general, no bien llegado a los campamentos, se aplicó a restable-
cer. Las fuentes -Apiano, Livio, Floro, Frontino- se detienen con particular detalle en el
lastimoso estado del ejército de Hispania, falto de moral, indisciplinado y muelle. Los
primeros meses de su gestión como general en jefe de un ejército que seguramente
constaba de 15 a 20.000 soldados itálicos y casi el doble de auxiliares proporcionados
por estados clientes y comunidades indígenas amigas y sometidas, los invirtió Escipión
en restablecer su eficacia y valor combativo mediante un concienzudo entrenamiento. Y
en el verano de 134, con un ejército entrenado, comenzó Escipión la campaña, a espal-
das de los numantinos, en territorio vacceo, para sustraer a la ciudad los necesarios víve-
res con la destrucción de las mieses. Por enésima vez, hubo de sufrir Pallantia el ataque
de fuerzas romanas y en una llanura cercana, Complasio, tuvo lugar el primer choque
con el enemigo. Cubiertos los objetivos, no sin contratiempos en los que se detienen
nuestras fuentes para subrayar las dotes de mando de Escipión, el ejército romano se di-
rigió hacia el sur para alcanzar el Duero cerca de Simancas y progresar por el valle del
Eresma hasta Cauca (Coca), a cuya población, dispersada pocos años atrás por Lúculo,
permitió Escipión regresar a sus campos. Finalmente, a comienzos de octubre, el ejército
romano se encontraba frente a los muros de Numancia.

Sin arriesgarse a precipitadas soluciones ni gestos heroicos, con frío y cal-


culado sentido de las posibilidades, emprendió Escipión, paciente y meticulosamente, el
asedio de la pequeña ciudad, sin olvidarse de cerrar el paso del Duero, principal vía de
comunicación de los sitiados con el exterior.

Numancia se elevaba sobre una colina, fortificada con una doble muralla de
unos 4 km de perímetro, y protegida, al oeste y norte, por los cursos del Duero y Tera y,
en el flanco meridional, por el Merdancho. Escipión erigió, a norte y sur de la ciudad, dos
grandes campamentos, en Castillejo y Peña Redonda, respectivamente, y bajo su protec-
ción se levantaron otros cinco más (en Travesadas, Valdevorrón, Raza, Dehesilla y Alto
Real), comunicados entre sí por una muralla continua de cuatro metros de altura, reforza-
da con foso y empalizada y provista de de señales ópticas, para impedir ataques noctur-
nos por sorpresa, y de tres centenares de torretas de madera, en las que estaban instala-
das las máquinas de artillería. Un ejército de 60.000 hombres esperaba así pacientemen-
! ! ! ! ! !
te la rendición de 3.000 ó 4.000 guerreros, en los que el hambre empezó a hacer pronto
estragos. Aislados del mundo exterior, los numantinos no obstante, lograron resistir el in-
vierno del 134-133 e incluso consiguieron en una ocasión burlar el cerco: un tal Retóge-
nes, con cuatro compañeros, atravesó las líneas romanas para intentar en vano conse-
guir ayuda exterior antes de regresar a la ciudad. Sólo un grupo de jóvenes guerreros de
Lutia, a medio centenar de km de Numancia, se decidió a acudir en socorro de los sitia-
dos, pero el consejo de ancianos informó a Escipión, que aplicó un castigo ejemplar cor-
tando las manos de cuatrocientos de ellos. Fracasadas las peticiones de paz numantinas,
conducidas por uno de sus jefes, Avaro, que intentó en vano arrancar de Escipión condi-
ciones honorables, los sitiados trataron de romper el bloqueo con una salida desespera-
da; pero hubieron de retroceder después de dejar el campo sembrado de cadáveres. Fi-
nalmente, tras quince meses de asedio, los numantinos, en el límite de sus fuerzas,
aceptaron la rendición sin condiciones (deditio). Tras la entrega de las armas, consiguie-
ron del cónsul dos días de plazo para entregarse: muchos prefirieron acabar con su vida.
Y, cuando las tropas romanas entraron al fin en la ciudad, sólo encontraron cadáveres y
espectros. Escipión mandó incendiar la ciudad, repartió el territorio entre las tribus veci-
nas colaboradoras, castigó a las culpables de simpatizar con los sitiados y se embarcó
hacia Roma para celebrar solemnemente el triunfo. Aún en Numancia, recibió la noticia
de los trágicos acontecimientos que habían costado la vida a su primo y oponente político
Tiberio Graco, en la refriega que siguió al intento de Tiberio de ser reelegido como tribuno
de la plebe para poder llevar a término con éxito su propuesta de ley agraria.

Pero en el episodio de Numancia no debemos descuidar un componente, a


menos de correr el riesgo de desvirtuar la imagen, contenidos y resultados de la anécdota
numantina. Es éste el de la propaganda política y tradición historiográfica ligada a ella,
empeñada en realzar como protagonista de las guerras de Hispania la figura de Escipión,
el verdugo de Numancia. La pequeña ciudad arévaca del Duero ha sido así engrandecida
y su importancia magnificada para, convertida en eje central de la resistencia indígena,
enfrentarla dignamente a Escipión. Si el conflicto estalla en Segeda, las fuentes se apre-
suran a convertir a Numancia en refugio de los segedanos, para transformarla así en el
alma de la rebelión; su conquista por Escipión marca en las mismas fuentes también el
final de la guerra. Una más atenta y crítica lectura de estas fuentes, con todo su compo-
nente partidario, ofrece una imagen distinta, que, por supuesto, puede explicar mejor, si
no más detalladamente, el curso de la guerra y su verdadero alcance.

Pero la caída de Numancia no es un hito, como Corinto o Cartago, de un


camino político emprendido por la oligarquía romana con tanta seguridad como ceguera,
sino a lo sumo un ejemplo de la brutalidad de sus métodos. Por más que una comisión
senatorial viniera a ratificar los resultados alcanzados por Escipión, las fuentes documen-
tales permiten deducir claramente, aun en su parquedad, el pobre alcance de la acción
militar romana en Celtiberia y Lusitania. Aunque desde el 133 el gobierno romano sustitu-
yó en la frontera provincial su política de pactos y de autonomía política por otra de some-
timiento y administración directa, las fuentes prueban que esta política era más programá-
tica que real y, aunque de modo menos espectacular por lo que hace a su reflejo docu-
mental, continuará una segunda guerra en la Meseta, que, como la anterior, incluye derro-
tas romanas y victorias con suficiente entidad como para autorizar la celebración de triun-
fos, que prueban su volumen respetable y no una simple acción policial de represión de
bandolerismo y de apaciguamiento social.

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BIBLIOGRAFÍA
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WATTENBERG, F., La región vaccea. Celtiberismo y romanización en el valle del
Duero, Madrid, 1959

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V EL SOMETIMIENTO DE LA MESETA: DE NUMANCIA A SERTORIO
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El carácter de la época

Los cincuenta años que se extienden entre la destrucción de Numancia y la aven-


tura de Sertorio son, por muchos aspectos, de conocimiento imprescindible para la com-
prensión del desarrollo de la península Iberica dentro de la esfera de intereses del estado
romano. Pero la falta de documentación los hace problemáticos, ya que las dramáticas
convulsiones entre las que se debate la sociedad y el estado romanos en esta época aca-
pararon toda la atención de la historiografía antigua, frente al escaso interés que suscita-
ba la ausencia de acontecimientos relevantes en Hispania. Por ello, la pobreza de las
fuentes se ha suplido en la historiografía moderna con generalizaciones e hipótesis, cuyas
conclusiones o son contestables o, al menos, no pueden aceptarse para el conjunto de
la Península.

En efecto, nuestras fuentes de documentación, que tan explícitas son en el


relato de las guerras celtíbero-lusitanas, prácticamente enmudecen a partir del año 133,
con la excepción de noticias breves e inconexas. Sólo cuando, en el contexto de la crisis
interna romana, Sertorio, a partir del 82, emprende desde suelo peninsular su lucha con-
tra el régimen dictatorial de Sila, volvemos a contar con abundantes datos sobre las pro-
vincias hispanas. Pero este medio siglo, en su desesperante silencio, es sin embargo cru-
cial porque en él emerge gradualmente la consideración de los territorios peninsulares
bajo soberanía romana, hasta ahora apenas conceptuados otra cosa que campo de ope-
raciones militares, como parte integrante del imperio y, como tal, objeto de atención insti-
tucional y administrativa. La provincia, es decir, el conjunto de responsabilidades -esen-
cialmente de carácter militar- encomendadas en suelo peninsular a un magistrado romano
como portador de imperium, se convierte en provinciae, esto es, en espacios limitados
geográficamente, objeto de una administración regular dentro de un marco legal.

Pero también es cierto que estos cincuenta años son de enorme significa-
ción para la propia república romana. Poco atractivo podían tener para los historiadores
los incidentes protagonizados por personajes secundarios en provincias perífericas del
imperio, cuando en el núcleo central tenían lugar acontecimientos trascendentales. Hasta
el punto de que, si analizamos por separado la evolución de estos años en Hispania y en
las instancias centrales, podría parecer que nos hallamos en épocas distintas. Y, sin em-
bargo, no se comprenderían coherentemente los nuevos factores que intervienen en la
evolución de las provincias hispanas sin tener en cuenta el desarrollo contemporáneo de
la coyuntura política en Roma. Por ello, es imprescindible trazar, aunque sea someramen-
te, los hitos principales de un camino que se inicia con el fracasado proyecto de reforma
agraria de Tiberio Graco y finaliza en la imposición, tras una guerra civil, de Sila como
dictador.

Los tribunados revolucionarios de Ti. y C. Graco


Problemas económicos, egoísmos personales y de clanes, desajustes políticos e
inquietud social vinieron a coincidir trágicamente para desatar la primera crisis revolucio-
naria de la República en el año 133 a.C. Un tribuno de la plebe, Tiberio Sempronio Graco,
como sabemos, cuestor en la Citerior a las órdenes del desgraciado Hostilio Mancino, hizo
aprobar con métodos revolucionarios una ley reaccionaria que intentaba reconstruir el es-
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trato de pequeños agricultores para poder contar de nuevo con una abundante reserva de
futuros legionarios. La ley imponía que ningún propietario podría acaparar más de 250
hectáreas de tierras propiedad del Estado (ager publicus), y que las cuotas excedentes
serían distribuidas en pequeñas parcelas entre los proletarios. La ley suscitó una encarni-
zada oposición por parte de la oligarquía senatorial (nobilitas), usufructuaria de la mayor
parte de estas tierras, que, tras generaciones de explotación, consideraban como propie-
dad privada. Pero el asesinato del tribuno puso un fin violento a la puesta en marcha de
esta reforma agraria, que fue reemprendida por su hermano Cayo, diez años después,
desde una plataforma política mucho más ambiciosa, dirigida contra la nobilitas.

Cayo, además de la ley agraria, hizo aprobar, desde su magistratura de tribuno de


la plebe, un paquete de medidas tendentes a satisfacer las exigencias del proletariado ur-
bano, de los caballeros y de los estratos comerciales y empresariales. Pero cuando inten-
tó hacer pasar un proyecto legislativo que ampliaba la ciudadanía romana a los itálicos,
sus enemigos supieron azuzar demagógicamente los instintos egoístas de la plebe, que le
privó de su apoyo y le libró a una sangrienta venganza.

Aunque los proyectos de reforma de los Graco no significaron ninguna mejora posi-
tiva en la dirección del Estado, donde se afirmó todavía más la oligarquía senatorial, sí
consiguieron en cambio romper para siempre la tradicional cohesión en la que esta oligar-
quía había basado desde siglos su dominio de clase. Tiberio y Cayo descubrieron las po-
sibilidades de hacer política contra el poder y extender a otros colectivos, hasta entonces
al margen de la política, el interés por participar activamente en los asuntos de Estado. Si
bien esta politización no trascendió fuera de la nobleza, en su seno aparecieron dos ten-
dencias que minaron el difícil equilibrio en que se sustentaba la dirección del estado. Por
un lado quedaron los tradicionales partidarios de mantener a ultranza la autoridad absolu-
ta del senado, como colectivo oligárquico, los optimates; por otro, y en el mismo seno de
la nobleza, surgieron políticos individualistas, que, en la persecución de un poder perso-
nal, se enfrentaron al colectivo senatorial y, para apoyar su lucha, interesaron al pueblo
con sinceras o pretendidas promesas de reformas y, por ello, fueron llamados populares.

Mario y su reforma militar


Durante mucho tiempo aún, el contraste político se mantuvo en la esfera de lo civil.
Pero un elemento, cuyas consecuencias en principio no fueron previstas, iba a romper
con esta trayectoria, propiciando que se extendiera también al ámbito de la milicia. Fue, a
finales del siglo II a.C., la profunda reforma operada por un advenedizo, Cayo Mario, en el
esquema tradicional del ejército romano.

Si hasta entonces el servicio militar estaba unido al censo, es decir, a la calificación


del ciudadano por su posición económica —y, por ello excluía a los proletarii, aquellos que
no alcanzaban un mínimo de fortuna personal—, Mario logró que se aceptase legalmente
el enrolamiento de proletarii en el ejército. Las consecuencias no se hicieron esperar. Pau-
latinamente desaparecieron de las filas romanas los ciudadanos cualificados con medios
de fortuna —y, por ello, no interesados en servicios prolongados, que les mantenían aleja-
dos de sus intereses económicos—, para ser sustituidos por ciudadanos que, por su pro-
pia falta de medios económicos, veían en el servicio de las armas una posibilidad de me-
jorar sus recursos de fortuna o labrarse un porvenir.

Fue precisamente esa ausencia de ejército permanente, que condicionaba los re-
clutamientos a las necesidades concretas de la política exterior, el elemento que más fa-
! ! ! ! ! !
voreció la interferencia del potencial militar en el ámbito de la vida civil. Si el senado dirigía
la política exterior y autorizaba en consecuencia los reclutamientos necesarios para hacer-
la efectiva, el mando de las fuerzas que debían operar en los “puntos calientes” de esa
política estaba en manos de miembros de la nobilitas, que, en calidad de magistrados o,
en todo caso, investidos por los órganos constitucionales con un poder legal —el impe-
rium- , apenas si tenían un casi siempre débil e ineficaz control senatorial por encima de
su voluntad, última instancia en el ámbito de operaciones confiado a su responsabilidad,
en su provincia.

Lógicamente, el soldado que buscaba mejorar su fortuna con el servicio de las ar-
mas, se sentía más atraído por el comandante que mayores garantías podía ofrecer de
campañas victoriosas y rentables. La libre disposición de botín por parte del comandante,
de otro lado, era un excelente medio para ganar la voluntad de los soldados a su cargo,
con generosas distribuciones. Y, como no podía ser de otro modo, fueron creándose lazos
entre general y soldados que, trascendiendo el simple ámbito de la disciplina militar, se
convirtieron en auténticas relaciones de clientela, mantenidas, aun después del licencia-
miento, en la vida civil.

Con un ejército de proletarios Mario logró terminar, a finales del siglo II a.C., con
una vergonzosa guerra colonial en África contra el príncipe númido Jugurta, que había lo-
grado, corrompiendo a un buen número de senadores, llevar adelante sus ambiciones in-
cluso en perjuicio de los intereses romanos. No bien concluida esta guerra, que le reportó
un triunfo, concedido a regañadientes por la oligarquía senatorial, el general popular ani-
quiló en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae a las hordas celto-germanas de cim-
brios y teutones, que en varios años de correrías (113-101) habían llegado incluso a
amenazar el norte de Italia.

Estas victorias le valieron a Mario su reelección año tras año como cónsul (107-
101). Pero la necesidad de atender al porvenir de sus soldados con repartos de tierra cul-
tivable, que el senado le negaba, echó al general en los brazos de un joven político popu-
lar, Saturnino, que aprovechó el poder y prestigio de Mario para llevar a cabo un ambicio-
so programa de reformas. Esta ofensiva de los populares alcanzó su punto culminante en
las elecciones consulares del año 100 a.C., desarrolladas en una atmósfera de guerra ci-
vil. Mario, obligado por el senado en su condición de cónsul a poner fin a los disturbios,
hubo de volverse contra sus propios aliados y el nuevo intento popular acabó otra vez en
un baño de sangre: Saturnino fue linchado con muchos de sus seguidores y Mario, odiado
por partidarios y oponentes, hubo de retirarse de la escena política.

El movimiento popular de finales del siglo II a.C. introdujo en la crisis republicana


un nuevo elemento de vital importancia: la inclusión del ejército en los problemas de políti-
ca interior. La cuestión de los repartos de tierra, suscitada por los Gracos, fue ahora asu-
mida por el ejército proletario rural, que se separó cada vez más de las reivindicaciones de
la plebe urbana, insensible a la cuestión de la tierra. Pero Mario, que había creado con el
ejército proletario un nuevo factor de poder, no entrevió sus consecuencias, al reaccionar
en el último instante más como senador que como jefe revolucionario. En todo caso, el
nuevo instrumento sería decisivo para la posterior evolución de la crisis.

La Guerra Social
La victoria de la reacción tras los tumultos del año 100 a.C. no restableció la paz
interna: los optimates volvieron a sus tradicionales luchas de facciones mientras se gene-
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raban un nuevo problema que comprometía la estabilidad del Estado. Fue éste la cues-
tión itálica, la larga reivindicación de los aliados itálicos por ser integrados en el estado
romano como ciudadanos de pleno derecho. Desde generaciones, estos aliados habían
ayudado a levantar con sus hombros y su sacrificio material el edificio en el que se asen-
taba la grandeza de Roma, gracias al original sistema con el que la ciudad del Tíber aglu-
tinó bajo su hegemonía a los pueblos y ciudades de Italia.

A comienzos del siglo I a.C., para muchos itálicos el deseo de integración derivó
peligrosamente hacia sentimientos nacionalistas, que sólo veían en la rebelión armada el
final de una dominación. Así, en el año 91, los itálicos, conscientes de que el senado ja-
más accedería a concederles de grado la ciudadanía romana, tras el asesinato del tribuno
de la plebe, Livio Druso, que defendía sus reivindicaciones, se rebelaron abiertamente
contra Roma. Esta llamada “Guerra Social” (de socii, “aliados”) fue uno de los más difíci-
les retos a los que hubo de enfrentarse el estado romano desde los ya lejanos días de la
invasión de Aníbal. Porque, en suelo italiano, era contra los propios aliados, en los que
Roma había descargado buena parte de su potencial militar, contra los que debía enfren-
tarse en el campo de batalla.

Sin embargo, la formidable fuerza que la confederación itálica logró reunir —unos
cien mil hombres— estaba debilitada por su propio paradójico objetivo: destruir un estado
en el que deseaba fervientemente integrarse. Bastó que el peligro abriese los ojos al go-
bierno romano y le hiciera ceder en el terreno político —concesión, mediante una serie de
provisiones legales, de la ciudadanía romana a los itálicos que así lo solicitaran— para
que el movimiento se deshiciera.

El golpe de estado de Sila


Pero la guerra había obligado a relegar a un segundo plano la política exterior: no
sólo se redujeron las fuentes de ingresos provinciales; más grave todavía fue que enemi-
gos exteriores de Roma creyeran ver el momento oportuno para una política antirromana
de largo alcance. Este fue el caso de Mitrídates del Ponto, un dinasta de Anatolia, que in-
tentó sublevar toda Asia Menor contra el dominio romano.

En estas condiciones, en el año 88 a.C. un joven tribuno de la plebe, P. Sulpicio Ru-


fo, presentó una serie de propuestas legales, que pretendían reformas políticas y sociales.
La recalcitrante oposición de la nobilitas senatorial, acaudillada por el cónsul Lucio Corne-
lio Sila, obligó a Sulpicio a la utilización de métodos revolucionarios: movilización de las
masas y alianzas con personajes y grupos de tendencia popular, y entre ellos y sobre todo
con el viejo Cayo Mario. Como medida de presión y gracias a sus prerrogativas de tribuno,
Sulpicio consiguió arrancar a la asamblea popular un decreto que quitaba a Sila el mando
de la inminente campaña que se preparaba contra Mitrídates —campaña que prometía
sustanciosas ganancias— para transferirla a Mario.

Sila se hallaba en esos momentos en Campania, al frente de un ejército, y con suti-


les argumentos demagógicos hizo ver a los soldados que la transferencia del mando de la
campaña de Oriente a Mario les privaba de la posibilidad de enriquecerse, puesto que se-
rían los soldados de Mario los que coparían gloria y ganancias. Los soldados se dejaron
conducir hacia Roma: con la entrada de fuerzas armadas en la Urbe se cumplía el último
paso de un camino que llevaba a la dictadura militar (88 a.C.). Por primera vez se había
violado el marco de la libertad ciudadana.
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Sila sólo tuvo tiempo de tomar algunas medidas de urgencia en la ciudad, puesto
que urgía la guerra contra Mitrídates. Apenas fuera de Roma, los populares volvieron a
tomar las riendas del poder y desataron un baño de sangre entre los senadores prosila-
nos. Pero el estéril régimen tenía sus días contados cuando Sila, después de vencer a Mi-
trídates, desembarcó en Brindisi en el 83 a.C., al frente de un ejército de veteranos, enri-
quecido y fiel a su comandante. E Italia no pudo ahorrarse los horrores de dos años de
encarnizada guerra civil, que finalmente dieron al general el dominio de Roma.

Es en este marco donde se cumplen las importantes transformaciones que


afectan a las provincias de Hispania y en donde hay que incluir los pocos acontecimientos
que tienen como escenario el territorio peninsular, transmitidos casualmente por una u
otra vía.

Hispania tras la guerra de Numancia

Medidas senatoriales
La caída de Numancia vino a coincidir, como hemos visto, con la gestión re-
volucionaria del tribunado de Tiberio Graco. Es posible que, debido a ello, Escipión hu-
biera de apresurar su regreso a Italia. En cualquier caso, le fue concedido el triunfo que
celebró en Roma en el 132. Con motivo de tal ocasión, Escipión regaló a cada uno de los
soldados que habían estado bajo su mando en la campaña siete denarios de su fortuna
personal. Lo exiguo del premio viene a demostrar los escasos resultados económicos del
largo asedio. Un poco antes, también Décimo Junio Bruto había celebrado el triunfo por
sus victoriosas campañas contra los galaicos y lusitanos y dedicado un templo. Ambos re-
cibieron el cognomen honorífico de los pueblos a los que habían vencido: Escipión añadió
al suyo de Africano el de Numantino; Bruto recibió el de Galaico.

Las provincias de Hispania había sufrido veinte años de guerra continuada.


Era evidente la necesidad de una reorganización del territorio en el que a partir de ahora
se integrarían las nuevas conquistas. Por otro lado, la guerra había ocasionado el despla-
zamiento de poblaciones, reducción de comunidades rebeldes, devastación de territorios;
en suma, profundos cambios en la organización social indígena y en sus recursos econó-
micos. Por ello, fue enviada a Hispania una comisión senatorial de diez miembros supues-
tamente con el encargo de poner orden en las provincias.

Tenemos escuetamente el dato de la llegada a Hispania de esta comisión,


pero desconocemos el desarrollo de su gestión y los ámbitos de competencia. Puede, sin
embargo, reconstruirse en parte por comparación con otras comisiones semejantes envia-
das por Roma en parecidas circunstancias, como la que actuó en Oriente tras la paz de
Apamea, en el 188. Es lógico que la comisión se preocupase en primer lugar de la rees-
tructuración del territorio bajo ámbito romano: así, la ratificación o puntualización de las
decisiones tomadas por los generales en el curso de la guerra; la determinación del territo-
rio que sería anexionado a Roma como ager publicus; la redistribución de tierras entre los
pueblos sometidos, de acuerdo con su actitud amistosa o bélica en la guerra; la definición
precisa del área de dominio romano, es decir, la delimitación de fronteras; el ordenamiento
de las obligaciones financieras de las provincias con un reajuste de tributos; en fin, la de-
cisión sobre el destino de aquellos núcleos que mayor resistencia habían ofrecido. Nu-
mancia, arrasada, permanecerá deshabitada hasta comienzos del Imperio.
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La conquista de las Baleares
Tras las campañas de Escipión y Junio Bruto, el primer acontecimiento con
referencia a Hispania que mencionan las fuentes es la conquista de las islas Baleares. El
archipiélago, desde la mitad del siglo VII a. C., había estado en la esfera de Cartago, que
fundó varias ciudades importantes en las islas: Guiuntum, Bocchori, Iamo, Mago... Perdido
el archipiélago tras la Segunda Guerra Púnica, Roma no ocupó las islas, aunque mantuvo
con ellas relaciones de algún tipo, ya que se han descubierto en Ibiza monedas romanas
del siglo III a. C. acuñadas según tipos de Campania.

Sobre sus habitantes autóctonos se conoce un gran número de noticias pro-


cedentes de Estrabón y Diodoro, que utilizan datos de Timeo y Posidonio, especialmente
en lo referente al arte de utilizar la honda, habilidad que les valió un gran aprecio como
guerreros especializados en los ejércitos cartagineses y, posteriormente, romanos.

Según las fuentes que narran la conquista —Estrabón, que parece tomar sus
datos de Posidonio, y Floro y Orosio, que recogen la tradición del libro LX de Livio, perdi-
do—, el pretexto esgrimido fue la alarmante progresión de la piratería en las islas: autóc-
tona, según la tradición que sigue a Livio; afincada en los refugios de sus costas, aunque
los nativos apenas participaran en ella, según los datos procedentes de Posidonio. Las
operaciones fueron confiadas a uno de los cónsules del 123, Q. Cecilio Metelo, que ape-
nas debió encontrar dificultades en su propósito. Para protegerse de los proyectiles tan
hábilmente lanzados por los honderos utilizó el recurso de extender pieles sobre las tablas
de las naves.

Si bien la causa de la conquista para las fuentes romanas es evidente—la


lucha contra la piratería—, había poderosas razones que hacían apetecible para los ro-
manos el dominio de las islas. En primer lugar, la necesidad de hacer practicable y segura
la ruta a Hispania por mar, todavía con mayor razón si tenemos en cuenta que en estos
años las operaciones militares en la Galia Narbonense hacían impracticable la ruta por tie-
rra. La importancia militar de los honderos y el intento de exclusividad en su utilización
podrían haber intervenido también como uno de los motivos. Pero podrían suponerse
también razones económicas: tanto Estrabón como Diodoro en su descripción de las islas
subrayan la riqueza de las tierras y su bondad para producir grano y vino. La iniciativa del
senado pudo estar ocasionada por la presión de los negotiatores romanos, deseosos de
extender al archipiélago el ámbito de sus intereses económicos.

Tras el desembarco, de creer a las fuentes, la conquista apenas fue otra co-
sa que una mera operación de policía. Metelo, sin embargo, permanecería en las islas
hasta el 121, ocupado en el asentamiento de 3.000 colonos “sacados de entre los roma-
nos de Iberia”, para los que fundó dos núcleos urbanos en Mallorca, Palma y Pollentia. No
está asegurada su concreta extracción: podría haberse tratado de veteranos de los ejérci-
tos de Hispania; de itálicos, llegados a la Península en busca de tierras que cultivar, o de
hispanienses, es decir, descendientes de colonos, nacidos en territorio provincial. Tam-
poco puede decidirse sobre la categoría jurídico de ambos centros: Plinio los llama oppi-
da civium Romanorum y Ptolomeo, simplemente, poleis. Seguramente en un principio no
contaron con un estatuto privilegiado, aunque sus respectivos núcleos estaban compues-
tos de ciudadanos romanos. La campaña de Metelo fue premiada en 121 con el triunfo y
con el cognomen honorífico de Baleárico.

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Nuevas guerras contra los lusitanos
Si hacemos excepción de la ocupación balear, ningún otro dato referente a
Hispania señalan las fuentes en los años de estéril reacción senatorial que siguen al ase-
sinato de Cayo Graco. Ni tan siquiera conocemos el nombre de los pretores que se suce-
den anualmente o por períodos binauales en el gobierno de las provincias hispanas. A
partir de 114, sin embargo, y hasta el 93 a. C., de forma casi ininterrumpida, año tras año,
nuestras magras y heterogéneas fuentes dan cuenta de encuentros armados de variada
fortuna e importancia en las dos provincias hispanas.

El primer conflicto del que tenemos noticia, tras las campañas de Bruto y Es-
cipión, estalló en la Ulterior en el año 114 y de nuevo tuvo como protagonistas a los lusi-
tanos. Cayo Mario, el posterior líder popular, seguramente como propretor de la provincia,
reprimió la sublevación. Plutarco, a quien debemos la noticia, llama a los lusitanos bandi-
dos y recalca su tendencia a hacer del bandidaje la profesión más deseada.

La pacificación no fue, sin embargo, completa. Al año siguiente, con toda ve-
rosimilitud, el nuevo pretor de la Hispania Ulterior, M. Junio Silano, volvió a luchar, y pare-
ce que con éxito, contra los lusitanos. No así su sucesor del 112, L. Calpurnio Pisón Frugi,
que en combate con ellos perdió la vida. Le sucedió Servio Galba, que hubo de enfrentar-
se a graves inconvenientes en su intento de pacificación por la dificultad de llevar a cabo
reclutamientos. Apiano dice que no le fue enviado ejército alguno, sino legados «para que
aplacasen la guerra como pudiesen». En efecto, la situación externa romana atravesaba
por momentos difíciles: había estallado una sublevación de esclavos en Sicilia, acababan
de romperse las hostilidades con Jugurta y amenazaba sobre la frontera norte de Ita-
lia el peligro de una invasión de cimbrios y teutones.

En cualquier caso, dos años después pudieron encontrarse de algún modo


fuerzas que enviar a la Península, al mando del nuevo pretor para el año 109, Q. Servilio
Cepión. Aunque las fuentes dedican apenas una docena de palabras a su campaña, las
operaciones debieron ser laboriosas y, sin duda, victoriosas para las armas romanas, ya
que Cepión pudo celebrar en el 107 el triunfo en Roma.

Pero los éxitos de las armas romanas no fueron duraderos y la situación en


la Ulterior continuó tan inestable como antes: sólo dos años después del triunfo de Ce-
pión, en el 105, un ejército romano era destrozado por los lusitanos. Mientras Mario, in-
vestido por cuarta vez consecutiva como cónsul, se enfrentaba victoriosamente a los teu-
tones en Aquae Sextiae (102), sabemos que un hermano del cónsul, M. Mario, seguía la
lucha en la Ulterior contra los indígenas. Es interesante de esta campaña el dato de la
ayuda como tropas auxiliares que prestaron al ejército romano tribus celtíberas, para
quienes, acabada la guerra, M. Mario consiguió del senado el permiso de establecerlos en
una ciudad, cerca de Colenda, en el valle del Duero, de localización no precisada. Fue, sin
embargo, una campaña más, sin solución definitiva. Un año o dos después, L. Cornelio
Dolabella combatía de nuevo a los lusitanos y recibió por ello los honores del triunfo; to-
davía nuevas rebeliones eran sofocadas por el desconocido pretor de la Ulterior del año
99.

Los levantamientos continuaron —no sabemos si tras un cierto período de


calma o ininterrumpidamente, aunque sin reflejo en nuestras fuentes— hasta el envío a
la Ulterior, en el 97, de uno de los cónsules, P. Licinio Craso, al que se prorrogaría su

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mandato como procónsul durante los años siguientes. Sus campañas, cuyo alcance des-
conocemos, fueron premiadas en el 93 con el triunfo en Roma.

La última noticia de disturbios en la Ulterior antes de la llegada de Sertorio


procede del mismo año del triunfo de Craso: P. Cornelio Escipión Nasica, como pretor, lle-
vó a cabo operaciones de represión, ajusticiando a los cabecillas insurgentes y destruyen-
do sus núcleos urbanos.

Guerras en la Celtiberia: invasión de los cimbrios y campañas de Tito Didio


Mientras tanto, no era más alentadora la situación en la Citerior. Durante un
tiempo, el impacto que la caída de Numancia representó para las tribus de la Meseta sir-
vió para disuadirles de nuevas veleidades de rebelión. Todavía más, fieles a los pactos,
proporcionaron a los ejércitos romanos, que combatían en la vecina Ulterior, apoyo militar
en abastecimientos y tropas auxiliares. Pero no iba a tratarse de una paz duradera. Los
indígenas volverían a tomar las armas, aunque no precisamente contra los romanos, sino
contra las hordas germanas que, en su arrollador avance hacia el sur, atravesaron los Pi-
rineos y penetraron en la provincia Citerior.

En efecto, bandas de cimbrios, procedentes del mar del Norte y de la penín-


sula de Jutlandia, en unión de otras tribus germánicas vecinas, como los teutones, inicia-
ron, en los años centrales de la penúltima década del siglo II a. C., una migración masiva
hacia el sur, a lo largo del Elba, hasta cruzar el Danubio y penetrar en la región alpina
oriental. La evidente amenaza para la seguridad de Italia que este movimiento suponía,
decidió al senado, en el 113, el envío de un ejército al mando del cónsul C. Papirio Car-
bón, que fue aniquilado en Noreia. Pero sorprendentemente los bárbaros ignoraron la
desguarnecida Italia y, bordeando la ladera septentrional alpina, se dirigieron hacia el oes-
te, donde, incrementados con grupos céticos de procedencia helvética, penetraron, en el
110, en la Galia.

La nueva amenaza sobre territorios ligados al estado romano reclamó la


presencia del cónsul del 109, M. Junio Silano, que, como sabemos, unos años antes, co-
mo pretor, había combatido con éxito a los lusitanos. Su derrota en el valle del Ródano de-
jó inerme la provincia Narbonense ante el empuje germánico. Poco después, en el 107, un
nuevo ejército consular al mando de Casio Longino, volvía a ser arrollado. Pero la la inep-
titud romana culminaría dos años después cuando los dos cónsules, Q. Servilio Cepión y
Malio Máximo, se dejaron vencer en los alrededores de Arausio (Orange), con las exorbi-
tantes pérdidas de 80.000 hombres. Pero los bárbaros desperdiciaron la ventaja de su
victoria, en una inexplicabe diversión de sus fuerzas. Mientras los teutones permanecían
sin rumbo determinado en la Galia, los grupos cimbrios cruzaron en el 104 los Pirineos
orientales e irrumpieron en el valle del Ebro, desde donde se descolgaron sobre la Mese-
ta. Numerosos hallazgos de tesorillos -en los alrededores de Emporion (La Barroca, Sant
Llop, Segaró y Cartellá), en zonas catalanas del interior, como Canoves y Balsareny, y en
el valle del Ebro- señalan el itinerario de la invasión y la incertidumbre que vino a introducir
en la población hispana. Ante la incapacidad romana para repeler la agresión, fueron los
propios indígenas quienes hubieron de acudir a la defensa que de su territorio. Schulten
supone que debieron ser los celtíberos del valle del Jalón. Tras el saqueo, las bandas de
cimbrios abandonaron la Península para unirse de nuevo a los teutones en búsqueda de
su trágico destino a manos de Mario en Aquae Sextiae y Vercellae.

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Tras la invasión de los cimbrios, debieron tener lugar movimientos de rebe-
lión celtíberos alentados por este éxito donde las armas romanas habían fracasado. La
situación caótica de la región la prueba el hecho de que aún en el 102, soldados auxiliares
celtíberos luchaban, como hemos dicho, al lado del pretor M. Mario contra los lusitanos.
Sólo cinco años después, la ciudad que Mario había fundado para ellos tenía que ser pa-
sada a cuchillo como escarmiento por la participación de sus habitantes en una rebelión
contra Roma. Los primeros ecos de esta segunda guerra celtíbera nos llegan por fuentes
numismáticas. El año 99 el pretor de la Citerior, C. Celio Caldo, luchaba contra los celtíbe-
ros. Así lo recuerdan monedas de su nieto, del año 54, que muestran en sus reversos el
heterogéneo armamento de las tribus de la provincia Citerior: escudos célticos largos, pe-
queños «caetra» o escudos ibéricos redondos, enseñas en forma de jabalí, lanzas y trom-
petas.

Esta primera señal de alarma debió causar honda preocupación en Roma.


Así puede deducirse de la decisión senatorial de enviar al cónsul del 98, Tito Didio, pro-
bado estratégicamente en lucha contra los escordiscos, con tanta fortuna que había mere-
cido por ello el triunfo. Llegado a la Península, se hizo cargo de las exiguas tropas de la
guarnición, con las que comenzó las operaciones hasta la llegada de suficientes efectivos.
Su estancia en Hispania se prolongó por cinco años, hasta el 93, año en que vuelve a
Roma para recibir los honores de un segundo triunfo, esta vez sobre los celtíberos, tres
días antes de que su colega de la Citerior, Craso, recibiera el mismo galardón por sus vic-
torias sobre los lusitanos. Conocemos varios episodios de la campaña de Didio, que prue-
ban la dureza de la guerra: así, la matanza de 20.000 arévacos, el traslado de Termancia
al llano y desmantelamiento de sus murallas; el asedio durante nueve meses de Colenda
y la venta de sus habitantes como esclavos tras la ocupación de la ciudad; la masacre de
todos los habitantes de la desconocida ciudad, vecina de Colenda, fundada, como hemos
visto, por M. Mario pocos años antes para sus auxiliares celtíberos...

La guerra fue general y ni aun en los períodos de forzosa inactividad durante


el invierno pudieron los ejércitos romanos sentirse seguros. Se trata de un episodio anec-
dótico pero muy significativo, por el que además conocemos la presencia de Sertorio entre
las filas de Didio. Es Plutarco el que lo narra: en una emboscada, los habitantes de Cas-
tulo con ayuda de los de otra ciudad vecina, durante la noche, pasaron a cuchillo a los
soldados romanos, que, distribuidos por las casas, invernaban en la ciudad. Sertorio pudo
escapar y con una serie de estratagemas que subrayan su genio militar, logró infligir una
dura represalia a las dos ciudades traidoras.

Tras la vuelta de Didio a Roma, en el 93, hubo todavía necesidad de enviar


al cónsul de ese año, C. Valerio Flaco. Sus campañas serían las últimas hasta las guerras
sertorianas. Según Apiano, en un encuentro mató a 20.000 celtíberos. Es más interesante
el dato que nos aporta el mismo autor según el cual la población de la ciudad de Belgeda,
deseosa de entrar en guerra contra los romanos e impaciente por la política filorromana de
sus dirigentes, acuchilló al consejo y prendió fuego a la sala de reunión, acción que Flaco
castigó con la muerte de los responsables. No conocemos el lugar de ubicación de la ciu-
dad, pero lo que hay que destacar es ese apoyo continuo y mutuo entre romanos y aristo-
cracia indígena frente a la masa de la población, para la que el odio que concitaban los
romanos no era menor que el sentido contra sus propios dirigentes.

De provincia a provinciae

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La definitiva anexión e la Meseta. El Bronce de Alcántara
Estos son los hechos que se extienden entre 114 y 92. Geeralmente se con-
sideran, de acuerdo con el prisma de las fuentes -en especial Apiano-, como rebeliones o
levantamientos localizados en zonas limitadas, más propios de operaciones de policía
que de guerra en regla. Pero, en todo caso, son casi veinte años de lucha continuada,
que podrían considerarse con propiedad como una segunda guerra celtíbero-lusitana, por
más que sea una forma muy imprecisa de etiquetar una serie de episodios poco conoci-
dos. En efecto, no es mucho lo que sabemos de la guerra, pero a juzgar por algún dato
suelto podemos suponer que la situación para Roma fue en ocasiones apurada. No hay
que olvidar el lastimoso estado en que se encontraba en cuanto a disciplina y virtudes mili-
tares el ejército romano, y, de otro lado, la pluralidad de frentes de combate. Sabemos por
Apiano que algún año, en el 111 más concretamente, se hizo imposible el envío de tropas
de refresco a la Península para acompañar al nuevo pretor de la Ulterior, Servio Galba, y
la misma fuente relata que en su lugar «se contentó (el senado) con enviar legados que
aplacasen la guerra como pudiesen». La lectura entre líneas de este dato nos muestra
claramente la necesidad para Roma en ciertos momentos de pactar y reducir los frentes,
aun con concesiones.

Una afortunada casualidad ha permitido penetrar, aunque sea mínimamente,


en el ambiente de la guerra lusitana. En el año 1983 se halló una placa de bronce con el
texto de una deditio o rendición sin condiciones de la desconocida comunidad de los sea-
noc(enses) al general romano, L. Cesio. Se trata de una pieza única en su género y pro-
cede del cerro de Villavieja, en la dehesa de Castillejo de la Orden, perteneciente al ter-
mino municipal de Alcántara (Cáceres). Su texto, en parte reconstruido, puesto que la pla-
ca no está completa, es así:

Bajo el consulado de C. Mario y C. Flavio, siendo gobernador L. Cesio hijo


de Cayo, el pueblo de los seanocenses se rindió al pueblo romano. El goberna-
dor L. Cesio, después de aceptar su rendición, pidio parecer a su consejo acerca
de las obligaciones que deseaban imponerles. De acuerdo con la sentencia del
consejo, ordenó que devolvieran las armas, los prisioneros y los caballos y ye-
guas de los que se habían apoderado. Los seanocenses entregaron todo esto.
Después, el general L. Cesio dio orden de libertad y les devolvió los campos, los
edificios, las leyes y todo lo que había sido suyo hasta el día en que se ridieron y
que aún sobrevivía, mientras el pueblo y el senado romano así lo quisiera. El,
bajo su palabra, ordenó que se les diera a conocer esta decisión. Fue legado C.
Renio, hijo de Cayo...y Arco, hijo de Cantón, fueron legados.

Esta Tabula Alcantarensis, por más que apenas documenta una más de las
innumerables escaramuzas que debieron tener lugar en el curso de las campañas de la
Ulterior, cuenta con un buen número de datos susceptibles de comentario, que podrían
desvelar particularidades de la lucha contra los lusitanos, bien es cierto que con un ape-
nas inferior número de problemas. El populus Seanoc(ensis) es, sin duda, una comuni-
dad lusitana o vetona -el área de ubicación se encuentra en la frontera entre ambas et-
nias- , diseminada por un área imprecisa de la zona de Alcántara, que tenía en Villavieja
uno de sus castros defensivos, quizá el más importante y, por ello, con una funcionalidad
de capital con respecto a otros vecinos. La comunidad se encontraba en proceso de se-
dentarización, aunque su mención como populus y no como civitas indica que todavía no
se había producido la concentración en un único núcleo urbano. En todo caso, aunque sin
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poder precisar su verdadera entidad y amplitud, contaba con plena autonomía política y,
en consecuencia, con una organización político-social, que implica la existencia de un
consejo y de unos magistrados, que, probablemente, tenían su sede en el castro donde se
halló la placa. En cuanto a la ocasión concreta de la deditio, se inscribe en el contexto de
las continuas razzias y ofensivas de una población cuyo territorio aún no se encontraba
plenamente incorporado al dominio romano, aunque sobre él existiera ya una precisa
voluntad de anexión. De todos modos, la enorme amplitud del territorio, su difícil orografía
y la dispersión de su población en unidades político-sociales independientes, permiten
comprender la lentitud en el proceso de incorporación y sus dificultades.

La placa se fecha en el segundo consulado de Mario, en el 104 a.C. Un año


antes, como hemos visto, se producía en la Ulterior el aniquilamiento de un ejército roma-
no. Podría suponerse que los prisioneros, los caballo y yeguas, obligados a entregar por el
populus objeto de la deditio, hubieran sido capturados durante el combate del 105. Y en
este caso, Lucio Cesio, que al parecer no consiguió ninguna victoria decisiva sobre los lu-
sitanos, logró negociar la pacificacion de un área limitada -la del populus en cuestión- me-
diante la firma de un documento que salvaguardaba el orgullo romano: la garantía de que
los indígenas conservarían sus posesiones a cambio de la restitución del botín capturado
en el desastre del año anterior o puede que en el curso de alguna otra expedición guerre-
ra sobre territorio romano.

Las guerras romanas de la Meseta, en los decenios que basculan sobre el


cambio de siglo, tienden a la efectiva pacificación de un territorio cuyos límites precisos no
son fáciles de decidir. Frente a las campañas, en una buena proporción erráticas, del pri-
mer siglo de presencia romana, provocadas por los gobernadores en muchos casos con
el único objetivo de adquirir botín y gloria, parece que existe ahora una voluntad de incor-
poración sistemática, que avanza lentamente de este a oeste y de sur a norte por territorio
celtíbero y lusitano. En muchos casos, las fuerzas romanas ni siquiera llevan la iniciativa:
atienden a sofocar brotes de rebelión de comunidades que, en un principio, parecen ha-
ber aceptado, al menos, la soberanía nominal de Roma. Y ello obligaría a preguntarse
por las causas de esas continuas rebeliones.

El problema d e la tierra
En territorio celtíbero, la ordenación del territorio seguramente decidida por
la comisión senatorial que llega a Hispania tras la destrucción de Numancia, no solucionó
los problemas económicos celtíberos. Estos problemas, que las fuentes dejan entrever
con suficiente claridad, eran la falta de tierras de cultivo, quizá no tanto por su insuficiencia
sino por su escaso rendimiento económico. La ordenación de la comisión senatorial tende-
ría a garantizar el disfrute de las mejores tierras cultivables para las clases dirigentes in-
dígenas, a las que con este y otros beneficios se intentaba convertir en fieles guardianes
de los intereses romanos, teniendo en cuenta la precariedad del aparato administrativo de
Roma y la extensión del territorio incluido dentro del imperio. Algún dato aislado nos des-
corre el ambiente de tensión en el interior de las ciudades indígenas, como el ya mencio-
nado de la matanza por parte de la población de Belgeda de los miembros del consejo,
adictos a Roma.

Que era la falta o la pobreza de tierras la causa de estos desequilibrios que-


da manifiesto por la estratagema varias veces repetida en el curso de las guerras en la
Meseta de matanza de pueblos enteros a los que previamente se había reunido desarma-
dos con la promesa de repartirles tierras de cultivo. Estas trampas, ya utilizadas en la pri-
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mera mitad del siglo II, se repiten ahora. Tito Didio la utilizará contra los habitantes de una
ciudad cercana a Colenda en la campaña del 98-94.

Otro dato menos explícito es el ya referido también del envío de legados en


el 111 a Hispania, dada la imposibilidad de encontrar tropas para continuar con la energía
necesaria la guerra. Es indudable que estos legados no tenían otra misión que la de apa-
ciguar a la población indígena mediante una más justa ordenación del territorio conquista-
do, es decir, mediante una distribución de tierras entre los indígenas. Se trataba de un ex-
pediente transitorio y obligado por las circunstancias graves que atravesaba el gobierno
romano. Esta misma comisión, años después, no tendría escrúpulos en ratificar las ma-
tanzas en la ciudad vecina a Colenda, cuando se contó con un ejército suficientemente
fuerte para hacer frente a los indígenas.

Sólo de la introducción de principios de urbanización y de una reorganiza-


ción de la propiedad podían resultar consecuencias durables y positivas, pero el gobierno
romano, en este punto, se debatía entre la contradicción de unas metas que perseguían
mantener sometido el territorio, y unos medios contraproducentes de conseguirlo, median-
te su oposición al desarrollo de concentraciones urbanas y el sostenimiento de las oligar-
quías posesoras, que perpetuaban así sus fuentes de poder y las causas útimas del pro-
blema social. La consecuencia de este callejón sin salida será, por tanto, el expediente a
la fuerza y, con él, la eternización de la guerra hasta el total aniquilamiento indígena, que,
en última instancia, sólo se logrará tras la enérgica intervención de Pompeyo en la guerra
sertoriana.

El panorama, que aparece claro en la Citerior, puede deducirse también por


algunos datos en la Ulterior. Las incursiones lusitanas que de tiempo en tiempo castigan
las ricas tierras del sur tienen la misma explicación de condiciones socio-económicas des-
favorables. Pero aquí quizá es más fuerte el componente social de la mala distribución de
tierras que el económico de la pobreza del territorio. Roma actuó contra este peligro, no
sólo con la fuerza, sino también intentando atacar el mal de raíz mediante repartos de tie-
rra. Que estos repartos fueron injustos o insuficientes lo prueba la duración de la lucha en
el territorio.

También, como en la Celtiberia, sólo era posible una solución mediante una
enérgica intervención en las condiciones socio-económicas del territorio. Pero los tímidos
intentos romanos de repartos de tierra cultivable y traslado de poblaciones pronto hubie-
ron de chocar contra la protesta de los privilegiados, individuos y colectividades a cuya
costa se pretendía la reestructuración socio-económica. Una revolución social estaba fue-
ra del alcance y de la propia mentalidad romana y, al faltar las soluciones políticas, quedó
también sólo el recurso a la fuerza, con la represión violenta del bandolerismo social de
gran alcance, que todavía, en las postrimerías de la República, servirá a los pompeyanos
de cantera de soldados.

La geografía de las guerras


En cuanto al escenario concreto de las guerras, cuando nuestras fuentes
atestiguan luchas contra celtíberos o lusitanos no hacen sino generalizar el campo de ac-
ción de las armas romanas según se trate de la competencia del gobernador de la Citerior
o de la Ulterior. Pero entre los celtíberos se reconoce implícitamente a otros pueblos de la
Meseta, vacceos, turmógidos..., y entre los lusitanos hay que incluir a vetones y galaicos,
en sus múltiples subdivisiones étnicas y tribales. Mayor precisión sólo es posible ganar,
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por lo que respecta a la Citerior, en las campañas de Tito Didio, en las que se citan las
ciudades de Colenda y Termantia. Colenda parece ser Cuéllar, ciudad sobre el río Cega,
que ocupa una de las típicas posiciones defensivas de los castros regionales. Cerca de
ella todavía existe un gran castro, en el término de Cogeces del Monte, con murallas y un
gran túmulo, que podría identificarse con la desconocida ciudad cercana cuya población
fue exterminada. Termantia es aún hoy Santa María de Tiermes, al sur del Duero, en la
provincia de Soria. Las operaciones tendrían lugar, pues, en la Celtiberia meridional para
someter las ultimas resistencias de los arévacos y penetrar por el sur del Duero en direc-
ción a Segovia y Cauca. Las campañas de Tito Didio en la Citerior debieron llevar a la de-
finitiva incorporación de la zona sur del Duero. Al otro lado comenzaban los montes de To-
rozos y los Cerratos, de difícil penetración y con una densa población.

Por lo que hace a la Ulterior, el testimonio de la Tabula Alcantarensis y la


mención de Bletisa, a cuyos habitantes prohibió P. Licinio Craso en su campaña de 96-94
la celebración de sacrificios humanos, señalan como escenario una amplia zona extendida
de la mesopotamia entre Guadiana y Tajo a la orilla izquierda del Duero, puesto que Bleti-
sa se identifica con Ledesma, en la provincia de Salamanca. Las campañas, pues, más
que contra los lusitanos radicados en el mons Herminius (Sierra de la Estrella), parecen
dirigidas contra sus vecinos orientales, los vetones, que se extendían por las provincias
de Salamanca y Cáceres.

De acuerdo con estos magros datos, parece que puede concluirse una vo-
luntad romana de incorporar los territorios al sur de la línea del Duero y fijar en este límite
natural la frontera de las provincias. Ello no impide exploraciones al norte del río. Según
Estrabón, Publio Licinio Craso, durante su dilatado gobierno de la Ulterior, entre el 97 y el
93, logró alcanzar las legendarias Cassitérides, es decir, las costas de Galicia y acceder
así a las fuentes del codiciado estaño.

Evolución del ámbito provincial

Iniciativas de gobierno. El papel de los pretores


Si la reconstrucción de las operaciones militares emprendidas por los magis-
trados encargados de las provincias de Hispania durante el período que se extiende entre
la destrucción de Numancia y la guerra sertoriana se hace penosa por la falta de datos,
todavía es más difícil trazar la contemporánea evolución de los territorios provinciales
sometidos a soberanía romana, al margen de la actividad militar, para cuya comprensión
sólo contamos con testimonios aislados y noticias indirectas. Pero a pesar de esta miseria
de datos, hay suficientes indicios para suponer el comienzo de cambios importantes tanto
en la actitud de magistrados y senado con respecto a los territorios provinciales como en
la respuesta indígena a estímulos procedentes de Italia, que, más allá del ámbito militar,
se manifiestan como consecuencia de una creciente presencia de elementos civiles para
quienes las provincias de Hispania constituyen un destino temporal o permanente.

En cuanto al primer punto, si bien la actividad militar continúa siendo la prin-


cipal preocupación de los gobernadores destinados a las provincias hispanas, comienzan
a entreverse ya cambios de actitud, que también se manifiestan en el senado.

Vimos cómo a la destrucción de Numancia siguió el envío de una comisión


senatorial, cuyas decisiones concretas sólo es posible conjeturar. Todavía, a mediados de
la década de los noventa, otra comisión semejante actuó en Hispania durante el gobierno
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de Tito Didio en la Citerior, que presumiblemente tomaría determinaciones relativas a las
obligaciones fiscales y militares de las nuevas comunidades sometidas. Pero tenemos
otros datos aislados que permiten suponer un interés más inmediato del senado por los
asuntos provinciales, por encima de la limitada atención que suscita la gestión de los go-
bernadores en función de la concesión o negación de los honores del triunfo. Así, la deci-
sión de M. Mario de asentar a auxiliares celtíberos de su ejército en el 102 sabemos que
contó con la expresa autorización del senado, cuando, en ocasiones similares, la cámara
se había desentendido ante iniciativas semejantes tomadas ad hoc por los correspondien-
tes comandantes provinciales. Que el senado manifestaba cierta preocupación por el bie-
nestar o, al menos, tranquilidad de las provincias se deduce de otros datos dispersos. En
el año 123, el tribuno de la plebe Cayo Graco consiguió del senado que se vendiera el
trigo requisado con métodos ilegales por el pretor de la Citerior, Q. Fabio Máximo, que la
suma se devolviese a las comunidades de la provincia y que “se censurase a Fabio por
hacer odioso e insoportable el imperio a aquella gente”. Unos años después, hacia el 109,
el senado prohibió a Cornelio Escipión Hispalo marchar a la provincia hispana que le ha-
bía correspondido, por considerar que su comportamiento desordenado era indigno de la
función de gobernador.

Aunque estas anécdotas sugieren una nueva actitud del senado en cuanto al
grado de responsabilidad adquirido con respecto a los provinciales, el gobierno y las deci-
siones institucionales que su gestión incluía, seguían en las manos de los magistrados a
quienes el senado asignaba las provincias. En ausencia de una ley provincial, la única li-
mitación efectiva a la omnipotencia de los gobernadores seguirán siendo, hasta la legisla-
ción de Sila, los discutibles tribunales de repetundis.

Durante el medio siglo previo a la guerra sertoriana, este gobierno siguió


confiándose normalmente a pretores, a los que se les prorrogaba el mando por uno o dos
años más como propretores. Evidentemente, las provincias de Hispania, como en los vein-
ticinco años que se extienden entre el gobierno de Tiberio Graco y el comienzo de las gue-
rras celtíbero-lusitanas, no se consideraban destinos suficientemente apetecibles para la
cúpula de la dirección política romana, menos aún cuando existían objetivos militares más
preocupantes o atractivos, como la guerra en el norte de África contra el príncipe númido
Jugurta o las campañas contra cimbrios y teutones. En cambio, durante los años de reac-
ción senatorial que siguen al fracaso del movimiento popular protagonizado por el tribuno
de la plebe Saturnino, Hispania vuelve a ser objeto de atención preferente del senado,
que envía dos cónsules en inmediata sucesión -Tito Didio en el 98 y P. Licinio Craso en el
97- a las provincias Citerior y Ulterior, respectivamente. Sorprende que los dos cónsules
permanezcan en sus destinos, con sucesivas prórrogas como procónsules, durante varios
años. En lo relativo a Didio, aunque son muy escasos los datos que nos descubren sus
actividades, la inquietud en la Celtiberia, con encuentros armados de entidad, destrucción
de ciudades y traslado de poblaciones, parece justificar esta larga permanencia en el
puesto. En cambio, no conocemos acontecimientos de gravedad semejantes en la Ulte-
rior durante el mandato de Licinio Craso.

Todavía será más largo el mandato del sucesor de Didio, Cayo Valerio Flaco,
que permanece en Hispania más de diez años, desde su consulado en el 93 hasta el 82,
durante la trágica década que vio sucederse en Roma la rebelión de los aliados itálicos, el
golpe de estado de Sila, el bellum Octavianum, la campaña contra Mitrídates, la guerra
civil y la definitiva toma del poder de Sila como dictador. Sin duda, este gobierno tan desa-
costumbradamente largo ha de inscribirse en el caos de la política romana de estos años,
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durante los que Valerio Flaco supo mantenerse a flote entre los vaivenes de facciones y la
inestabilidad general, hasta su honroso relevo, coronado por el triunfo, que coincide con
los comienzos de la actividad de Sertorio en Hispania.

Pero, aunque ahora como antes la tarea fundamental de los comandantes


romanos en Hispania fuera la guerra, contamos con datos que prueban que no era la úni-
ca. Los largos períodos de permanencia en el cargo y, con ello, la necesidad de residir
más tiempo, durante los obligados paréntesis invernales, en regiones pacificadas, han
contribuido, con otros determinantes, al desarrollo de nuevas tareas de gobierno y de
nuevas responsabilidades con respecto a la población indígena, en especial, en la solu-
ción de conflictos de índole legal y judicial. En la provincia, como es sabido, no existía nin-
guna instancia por encima de la voluntad del gobernador. Es comprensible que la presen-
cia militar continuada y los problemas y necesidades que, sin duda, imponía -abasteci-
mientos, albergue, contactos con la población indígena-, condujeran al establecimiento de
relaciones más estrechas con las comunidades locales, para quienes la presencia romana
dejó de ser una excepción y se convirtió poco a poco en un elemento más de convivencia,
potenciado por una población civil procedente de Italia, en creciente aumento. Y esa con-
vivencia acostumbró a los indígenas a considerar la autoridad romana como árbitro no ya
sólo en los problemas surgidos en las relaciones entre romanos e indígenas, sino en las
que afectaban en exclusiva a las comunidades locales.

La Tabula Contrebiensis
Un testimonio privilegiado de esta actividad lo proporciona la Tabula Contre-
biensis, un plancha de bronce, hallada en Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza) en
1979, que contiene el procedimiento seguido para la resolución de un litigio entre dos co-
munidades indígenas -saluvienses y alavonenses- sobre la legalidad de la venta hecha
por un tercer pueblo, los sosinetanos, de un territorio por el que los saluvienses preten-
dían hacer pasar una conducción de aguas. El consejo de Contrebia actúa en el pleito
como árbitro y es el procónsul L. Valerio Flaco quien autoriza el juicio. La sentencia, fe-
chada en el año 87, aparece suscrita por seis magistrados de Contrebia. Más allá de la
anécdota de una disputa entre comunidades vecinas en torno a derechos de agua, intere-
sa la apelación ante el procónsul y la utilización de fórmulas específicas del ius civile en
un pleito entre comunidades que carecían de status privilegiado y, por tanto, eran ajenas
al derecho romano. Pero llama la atención el hecho de que Valerio Flaco interviene en el
conflicto no como consecuencia de sus conocimientos legales, sino como imperator, el
responsable del mando militar en el área. Su intervención ha de considerarse en un con-
texto militar. No se trata simplemente de un oficial desinteresado, sino de un comandante
romano relacionado con potenciales adversarios en un asunto que afecta directamente a
su fuerza política y económica. El procónsul ejerce una actividad jurídica como un método
más de control de los habitantes de un área en la que se halla estacionado y en la que ha
actuado militarmente. Es, pues, sólo la autoridad del procónsul como imperator la que de-
cide en el pleito, para cuya resolución recurre a las fórmulas conocidas del ius civile, por
más que los indígenas probablemente ni siquiera las comprendieran.

Esta curiosa muestra de la introducción del derecho romano en las provin-


cias hispanas ha de ponerse en relación con una anécdota por la que indirectamente te-
nemos constancia de que la actividad judicial de los gobernadores empezaba a ocupar un
lugar no desdeñable en la serie de responsabilidades a que les obligaba el ejercicio de su
mandato. Cicerón cuenta que L. Calpurnio Pisón, pretor de la Ulterior en el 112, hizo re-
parar públicamente un anillo de oro, que se le había roto, in forum ad sellam Cordubae ,
! ! ! ! ! !
es decir, en el foro de Corduba ante la sede de su tribunal, lo que implica el ejercicio de
una jurisdicción regular por parte del pretor.

El Bronce de Ascoli
El azar ha intervenido en la conservación de otro documento que se inscri-
be en el área geográfica del Bronce de Contrebia y que, además, también está relacio-
nado indirectamente con el procónsul Valerio Flaco. Se trata del llamado “Bronce de Asco-
li” (ILS 8888), que documenta epigráficamente la concesión por Cneo Pompeyo Estrabón,
padre de Pompeyo Magno, de la ciudadanía romana, con otros honores militares, a la
turma Sallvitana, un escuadrón de caballería auxiliar compuesto íntegramente por jinetes
hispanos de la región del Ebro, por su valeroso comportamiento en el sitio de Asculum
(Ascoli), plaza fuerte de los rebeldes itálicos en la Guerra Social (91-89 a.C.)

Su interpretación no puede separarse del contexto histórico en que se encuadra.


Como es sabido, la rebelión de los aliados itálicos constituyó uno de los momentos más
difíciles de la República, ante el que Roma reaccionó poniendo en movimiento todos los
recursos de que pudo echar mano, sin excluir siquiera libertos y esclavos. Este documento
prueba que se recurrió también a las provincias y, má concretamente, a jinetes ibéricos de
una región, ciertamente pacificada, pero donde aún existían tradiciones militares mucho
tiempo ya desaparecidas en otras regiones hispanas.

El documento de Ascoli tiene el interés de ofrecer el raro ejemplo de un escuadrón


montado auxiliar en un momento en que las difíciles circunstancias de la Guerra Social
impedían el recurso a la caballería regular aliada. La formidable rebelión obligó al estado
romano al apresurado reclutamiento de fuerzas que oponer a los insurgentes. A los apro-
ximadamente cien mil hombres que el ejército federal logró reunir, pudo enfrentar Roma
catorce legiones que sus propios ciudadanos, los aliados fieles del Lacio y las colonias ita-
lianas, contribuyeron a llenar. Pero lógicamente los contingentes montados, cuyo peso el
estado romano había descargado completamente en los aliados, estaban ahora en el
campo enemigo. Y, aunque la táctica romana descansaba sobre la infantería pesada, esa
superioridad aliada en caballería hacía tanto más necesario encontrarle un sustituto, que
sólo podían llenar las provincias y, de ellas, con un papel destacado, Hispania.

Como hemos visto, tras Numancia, el valle del Ebro y gran parte de la Meseta nor-
te, que precedentemente había sido considerado como glacis protector de las zonas defi-
nitivamente pacificadas, se incluye en la esfera de dominio provincial, con la sustitución de
una política de pactos y de cierta autonomía política por otra de sometimiento y adminis-
tración directa. El convencimiento indígena, por su parte, de una irreversible subordinación
al estado romano abrió los cauces al camino de la organización territorial por encima del
simple sometimiento. No habían cambiado los principios ni los recursos que el gobierno
romano podía ofrecer en la práctica de la administración provincial, tan pobres y limitados
como antes, pero sí, en cambio, la actitud indígena sobre su imposición. Por debajo de la
autoridad gubernamental, una gran parte de las funciones de la administración provincial
sólo podía sustentarse en la autonomía comunal. En un ámbito espacial, en gran parte
ajeno al fenómeno urbano, la pacificación abrió el camino de la urbanización, es decir, de
la creación, por encima de las estructuras tribales, de núcleos urbanos que sirvieran de
centros administrativos y en los que pudieran centrarse las obligaciones y cargas impues-
tas por el estado romano a las comunidades subordinadas.

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Pero en el nuevo marco de la civitas, ligado a un centro urbano, era necesario un
elemento indígena que aceptase las tareas de la administración en nombre y al servicio de
Roma. El camino había sido ensayado con éxito mucho antes en la propia Italia y su pues-
ta en práctica en Hispania tampoco fue muy distinta: consistió en la confirmación a las
aristocracias indígenas de sus privilegios económicos y sociales, canalizados ahora al
servicio de Roma. La voluntaria aceptación de esta tarea por parte indígena proporcionó a
los nuevos centros urbanos sus minorías rectoras, al tiempo que en el recién creado mar-
co de la ciudad, éstas emprendían un proceso de romanización creciente.

El medio siglo entre la destrucción de Numancia y la aventura de Sertorio, por des-


gracia tan oscuramente documentado, significa una época de reorganización que se mue-
ve en los raíles de estas directrices teóricamente fijadas. A los étnicos generalizadores de
suessetanos, sedetanos, ilergetes, vascones y celtíberos de la conquista suceden los
nombres de civitates, bien documentadas con carácter de tales, de Salduie, Bilbilis, Cala-
gurris, Segia, Contrebia..., que conocemos por monedas y por documentos epigráficos tan
singulares como la ya analizada Tabula Contrebiensis y el Bronce de Asculum.

La mención en este último documento de treinta jinetes, con sus respectivos nom-
bres y étnicos de origen, encuadrados en una unidad de caballería, la turma Sallvitana,
que toma su denominación del centro de reclutamiento, ofrece, con datos inapreciables
para la historia militar, otros no menos importantes de carácter lingüístico, etnográfico y
cultural.

El apelativo Sallvitana que lleva la turma mencionada en el bronce de Ascoli proce-


de de Salduie, núcleo urbano de la tribu ibérica de los sedetanos sobre la que Augusto
fundaría la colonia de veteranos de Caesaraugusta y uno de los centros implicados en el
juicio de la Tabula Contrebiensis. Salduie era a comienzos del siglo I a.C. un importante
centro estratégico y administrativo romano, por su situación en el límite noroccidental de la
Sedetania, que era también el de la Iberia propia, frente a las tribus celtíberas, y cabecera
de una extensa comarca, a donde fueron a confluir los reclutas indígenas solicitados por
Roma a tribus y comunidades vecinas para sus necesidades bélicas, no sólo como hasta
ahora fundamentalmente contra otros pueblos peninsulares - no hay que olvidar guerra
que aún incendiaba la Celtiberia - sino, como en este caso, para su utilización en Italia.
Los lugares de procedencia de los soldados mencionados en el documento así lo prue-
ban, todos ellos situados en una amplia franja entre los Pirineos centrales y el curso medio
del Ebro. Están representados, entre otras, las grandes tribus de los ilergetes, de cuyas
ciudades Ilerda y Succosa procede la sexta parte de los jinetes; de los vascones, con sol-
dados de Segia e Ilurcis, y de los sedetanos, con cuatro jinetes que encabezan la lista sin
mención concreta de procedencia por pertenecer a la propia Salduie.

La mención de tres jinetes, los tres de Ilerda (Lleida), con nombre latino, y la pro-
pia condición de jinetes, es decir, de dueños de un caballo, de los componentes de la tro-
pa, permite adivinar en el reclutamiento un criterio social. El papel privilegiado del jinete en
las sociedades primitivas indígenas y la utilización del caballo como símbolo de riqueza
abonan la suposición de que los jinetes que tan valerosamente combatieron en Ascoli per-
tenecían a la aristocracia indígena. El reclutamiento auxiliar traduce por parte de los ro-
manos una necesaria adaptación a las condiciones indígenas. La provincia era esencial-
mente, desde el punto de vista militar, una fuente de reclutas disponibles. Si hacemos ex-
cepción de los mercenarios, los soldados de infantería y de caballería indígenas han sido
probablemente reclutados sobre la base de la organización social de las comunidades so-
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licitadas, de acuerdo con las imposiciones del gobernador de la provincia, precisamente
C. Valerio Flaco, el magistrado que un poco después interviene con su autoridad en el
pleito de aguas dirimido en Contrebia.

Así, el papel del ejército en el desencadenamiento y desarrollo de la transformación


indígena muestra un nuevo ángulo de reflexión. La colonización, el tributo, la justicia, se
apoyan en el ejército, aunque no dependen de él solo. Paralelamente, las tropas auxilia-
res, reclutadas regularmente y, en consecuencia, profesionalizándose, concurren a la es-
tabilización de la conquista. El reclutamiento local de auxilia asocia la función militar y la
función social del ejército en una convergencia indispensable para el éxito de la empresa
imperial. Los jinetes reclutados en Salduie y otras levas en esta época, que conocemos
por fuentes literarias, testimonian la utilización por parte romana de indígenas que aún no
han perdido sus tradiciones guerreras, pero que se consideran parte de una estructura po-
lítica superior, en la que desean integrarse y promocionarse como uno más de los muchos
mecanismos del complejo proceso de transformación de las estructuras tradicionales indí-
genas y de su adaptación a las romanas. Es significativo que Roma, en un momento de
tensión límite como es el de la rebelión de sus aliados itálicos o la subsiguiente guerra ci-
vil, encuentre una fuente de sustitución en provinciales escogidos de áreas incluidas en la
práctica administrativa imperial.

Concesiones de ciudadanía y clientelas provinciales


En cuanto a la ocasión específica que impulsó a la redacción del documento, las
concesiones honoríficas de ciudadanía romana a título individual, como recompensa por
servicios prestados al Estado, constituyeron una práctica relativamente reciente en la Ro-
ma republicana. Los primeros ejemplos se documentan en la Segunda Guerra Púnica - el
siracusano Sosis, el ibero Moericus y el cartaginés Muthunes, desertores del bando púni-
co- y no parece pueda retraerse mucho más en el tiempo.

Sólo con el establecimiento de una soberanía extraitálica mediante el gobierno di-


recto en las provincias, adquieren estas concesiones honoríficas su verdadera importancia
fuera de Italia, puesto que tales circunstancias aseguraban a los beneficiarios ciertos privi-
legios en sus respectivos países de origen, al sustraerles a la jurisdicción del gobernador
romano. En todo caso, durante mucho tiempo fueron consideradas como extraordinarias,
y no en último grado por los problemas jurídicos que comportaban, puesto que el benefi-
ciario de una concesión de ciudadanía romana se colocaba en una forma de relación es-
pecial frente a Roma que, al tiempo, debía dejarle el pleno goce de sus derechos de ciu-
dadanía local.

No es sorprendente, por ello, que los romanos, en época temprana, fueran reluc-
tantes en adoptar la noción de otorgamiento de la plena ciudadanía, con las correspon-
dientes consecuencias sociales y políticas, a extranjeros con residencia fuera de su territo-
rio, e incluso, cuando estas concesiones proliferaron, existieron durante mucho tiempo
problemas sobre el status preciso de estos extranjeros en relación con el estado romano y
con sus antiguas comunidades civiles.

Pero más fuerte que la repugnancia romana o las dificultades jurídicas era el hecho
cierto de las ventajas que el status de ciudadano comportaba y, en consecuencia, la aspi-
ración de quienes no gozaban de él a adquirirlo. Así, el otorgamiento de ciudadanía debió
ser un eficaz instrumento para el estado romano de adquirir lealtades y obtener servicios.

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Pero al concepto abstracto de Estado se superponía el concreto del magistrado,
como portavoz y exponente del poder estatal, y, por ello, no podía dejar de surgir la ten-
dencia de que otorgante y beneficiarios se sintieran unidos en la concesión de la ciudada-
nía por lazos personales, más allá o por encima del propio Estado. Estas concesiones, por
tanto, cayeron en la categoría de un beneficium, que comportaba lazos de clientela, que,
si no en sentido estricto, quedaban bien expresados por la propia costumbre de que el
nuevo ciudadano recibiera, como el esclavo liberado, el praenomen y el nomen de su be-
nefactor.

Fue Mario el primero que utilizó el otorgamiento de la ciudadanía como instrumen-


to de recompensa para elevar el tono de sus tropas: dos cohortes umbrias de Camerinum
- unos 1.200 soldados - recibieron del general popular la ciudadanía como premio por su
valor durante la guerra cimbria. Que el procedimiento era desacostumbrado, si no inconsti-
tucional, lo demuestra el hecho de que a la acusación de haber obrado con este otorga-
miento múltiple de forma ilegal, contestó Mario con la irónica disculpa de no haber podido
oir la ley con el ruido de las armas.

Pero esta concesión múltiple de ciudadanía a aliados itálicos, en un momento en el


que por parte de las comunidades aliadas se hacía sentir cada vez de forma más insisten-
te la necesidad de igualación de derechos políticos con los ciudadanos romanos, deja en
la oscuridad las verdaderas intenciones de Mario: si el general descubrió en el otorga-
miento de la ciudadanía un simple medio de recompensa militar, o lo consideraba como un
expediente más para intentar la solución del problema itálico.

De todos modos, el suicida tratamiento, en la década de los noventa, por parte de


la oligarquía romana, de la delicada cuestión de los aliados, desencadenó finalmente la
guerra. La terrible y virulenta rebelión itálica apoyaba, sin embargo, el objetivo de inte-
grarse en el estado romano. Bastó por ello que, bajo la presión de las circunstancias, uno
de los cónsules del 90, L. Julio César, promulgara un decreto - la lex Iulia -, que otorgaba
la ciudadanía a los latinos y comunidades aliadas aún fieles que deseasen aceptarla, para
que, de inmediato, se redujese el número de los insurgentes.

Esa misma ley debía contener una cláusula que autorizaba a los magistrados cum
imperio a conferir, con el concurso de su consilium, la ciudadanía a individuos extranjeros.
Al menos, esto es lo que parece desprenderse del documento de Ascoli, en el que se hace
mención explícita a la lex Iulia. Pero lo importante es que sólo a partir de la Guerra Social
el derecho constitucional romano contempla la posibilidad de autorizar a magistrados con
imperium a conceder la ciudadanía romana como recompensa militar, y que el el caso
más antiguo conocido -y quizás el primero también - es el documentado por el bronce as-
colitano.

El expediente utilizado por Estrabón en un momento crítico para reconocer y pre-


miar pública e inmediatamente la lealtad y el valor de extranjeros al servicio de las armas
romanas, será en adelante una práctica común, utilizada por los comandantes romanos de
la tardía república, que, en muchas ocasiones, han hecho uso de ella de manera ilegal.
Porque, independientemente de su ratificación legal, estas concesiones eran una magnífi-
ca oportunidad para crear y extender conexiones personales a las provincias, en una épo-
ca en la que las clientelas comenzaban a ser un factor de creciente importancia en la
complicada política interior romana.

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El decreto de Estrabón viene a ser así no sólo término de una trayectoria, que se
reconoce ahora legal, sino también punto de partida de un fenómeno mucho más preocu-
pante y decisivo en la historia de la tardía república, la concentración de poder personal,
de la que la creación de ejércitos personales es sólo el primer paso en una línea política
que alcanza su punto culminante en la generación siguiente, precisamente con el hijo del
general que protagoniza el decreto de Ascoli, Pompeyo Magno.

Ya vimos cómo la reforma militar de Mario, al aceptar el enrolamiento de proletarios


y, por tanto, de individuos para quienes el servicio de las armas se entiende como una
profesión, contribuyó a desarrollar una nueva relación de interdependencia entre el co-
mandante y sus tropas, múltiple y compleja, en ocasiones descrita como "clientela militar",
aunque más propiamente habría que considerarla como un pacto de mutuo interés. Desde
que las legiones se abren a un extenso número de voluntarios proletarios, que esperan
conseguir mediante el servicio militar un cierto grado de bienestar y seguridad personal, el
papel del comandante adquiere una nueva significación. Puesto que los soldados, natu-
ralmente, prefieren servir bajo el mando de generales afortunados, que llenen generosa-
mente sus deseos de enriquecimiento, surge una dura competencia en el seno de la oli-
garquía dirigente por conseguir mandos lucrativos en las provincias, donde más fácilmente
es posible satisfacer las aspiraciones de las tropas y, en consecuencia, asegurar su leal-
tad. Porque, sin duda, el aspecto más significativo de la reforma de Mario es la transferen-
cia de la lealtad militar desde el gobierno constitucional a los respectivos comandantes,
que pueden así imponerse al propio gobierno. Sin embargo, esta lealtad tiene unos fuertes
límites, ya que está sólo sostenida por el interés material de los soldados y, por ello, pue-
de cambiar fácilmente o ser sometida a toda clase de chantajes. El motín y la deserción se
convierten así en instrumentos de una fuerza que, independizada del gobierno, se va de-
sarrollando de forma autónoma, sometida sólo a sus propios deseos.

El enorme peligro que este potencial incontrolado encerraba para la estabilidad del
Estado necesitaba ciertamente unas condiciones límite para manifestarse, condiciones
que desgraciadamente hizo posibles la Guerra Social. Porque la guerra sirvió de ocasión
para que, no mucho después de la reforma militar de Mario, una serie de aristócratas con
intereses personales ambiciosos se haya visto al frente de un ejército que las nuevas
condiciones de servicio hacían posible modelar como instrumento personal de presión pa-
ra una futura inversión en la vida pública. Pero esta misma multiplicidad de comandantes y
ejércitos, sus ambiciones coincidentes en el mismo objetivo y el choque de estas ambicio-
nes con el interés del Estado y con la dirección de la política gubernamental eran presu-
puestos más que suficientes para precipitar la guerra civil. Quizás aún faltaba un ingre-
diente, que la rebelión aliada ofreció de manera bien generosa: la repugnancia instintiva a
derramamientos de sangre hermana, a enfrentamientos fratricidas, fue vencida en los nu-
merosos encuentros armados de romanos e itálicos, que, si desde dos siglos antes habían
luchado codo con codo en los mismos objetivos y bajo las mismas enseñas, ahora, en
campos enemigos, aprendieron a levantar la espada contra antiguos amigos, aliados y
compañeros de armas.

Difícilmente se puede reconocer a un político la gratuidad de una acción que com-


porte un beneficio cualquiera, puesto que la capitalización es la más elemental de las
normas que rigen en el juego. Es bajo esta premisa, reconocida por otra parte de forma
unánime en la investigación, bajo la que hay que considerar los privilegios concedidos por
Estrabón a la turma hispana. Lo que, en cambio, resulta menos evidente es la capitaliza-
ción política concreta en la que Estrabón pretendía invertir su concesión. Generalmente se
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ha supuesto que la intención de Pompeyo, por encima del hecho cierto de premiar el valor
de un escuadrón de caballería de su ejército, era la de afirmar su clientela extraitálica en
la península Ibérica, que contaba con unas raíces plantadas por otros miembros de la
gens.

Si ciertamente existen signos de estas "clientelas provinciales" ya desde mitad del


siglo II, su importancia militar y política no puede ser demostrada de forma decisiva hasta
la guerra civil que comienza en el 88. Cualquier tipo de concesión extranjera adquiere
desde entonces una nueva importancia como depósito de poder militar, susceptible de ser
usado por individualistas ambiciosos contra el estado romano. La consecuencia combina-
da de la profesionalización del ejército y de la Guerra Social han desarrollado una nueva
clientela militar, que naturalmente emerge como arma decisiva en las luchas internas por
el poder político. Pero sólo con la guerra civil, que sobreviene de inmediato, la nueva arma
estaría lista para ser utilizada sin limitaciones de patriotismo o geografía.

La importancia militar y política de las clientelas provinciales comienza así a de-


mostrarse de forma decisiva con la crisis desatada por el golpe de estado de Sila. Cual-
quier tipo de conexión provincial adquiere desde ahora una nueva importancia como de-
pósitos frente al estado romano. Con este expediente, se intenta consciente y sistemáti-
camente la adquisición de poder e influencia personal en suelo provincial a través de los
beneficios del patrono hacia el individuo o la comunidad incluida en su fides: promulgación
de leyes, repartos de tierras, solución de conflictos internos y, especialmente y sobre todo,
concesión de la ciudadanía romana. El Bronce de Ascoli nos da el primer ejemplo de una
práctica que conducirá a la ruina de la República. La promoción social y legal de tropas
por parte de un general era un magnífico medio para ganar lealtades personales y de am-
pliar la clientela militar, precisamente con soldados procedentes de territorios provinciales
ricos en reservas materiales y humanas.

Pero la lealtad a un comandante por encima de la debida al Estado denuncia el ca-


rácter de los ejércitos que se gestan en la Guerra Social, a los que difícilmente puede de-
jar de calificarse de mercenarios, no tanto por un servicio regularmente remunerado, como
por sus tendencias venales. Si es evidente el objetivo al que ciertos aristócratas destina-
ban fuerzas militares, cuya lealtad había sido comprada por diferentes expedientes, no lo
es menos el límite impuesto por los soldados a esa misma lealtad, sujeta en última instan-
cia al mejor postor.

Este carácter venal no tenía por qué traducirse necesariamente en un beneficio ma-
terial inmediato. La aristocracia, de cuyas filas se nutren invariablemente los individualis-
tas que se enfrentan al gobierno, tenían en sus manos buen número de medios para
atraer voluntades. Por encima del soborno personal o de las promesas de botín en cam-
paña estaban los fuertes lazos de dependencia personal en los que se apoyaba la socie-
dad romana, lazos susceptibles de ampliarse indefinidamente.

Y en la extensión de estos lazos, en un momento y en una coyuntura bien determi-


nada, es donde se inserta el decreto de Estrabón en beneficio de la turma Sallvitana. La
decisión ad hoc de un general en campaña sobre tropas a su mando, a las que se promo-
ciona social y legalmente, era un magnífico medio de ampliación de clientes. Y además de
un medio, podía ser un ejemplo que despertase en una buena parte de esas tropas -los
auxiliares extraitálicos- la esperanza de acceder a la misma categoría jurídica de sus
compañeros premiados a través del servicio al caudillo. Y ello, en un político que contaba
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con el ejército para cumplir sus ambiciones personales, era una buena razón para hacer
uso de este instrumento.

Pero no es sólo en el ejército donde surgen estas relaciones de clientela. Esta insti-
tución, clave en la sociedad romana, se documenta en las provincias también en el ámbito
civil. Precisamente los tres jinetes procedentes de Ilerda constituyen un ejemplo. Descar-
tada la posibilidad de que en el momento de ser reclutados para la guerra en Italia ya es-
tuvieran en posesión del derecho de ciudadanía, su onomástica sólo puede indicar que o
bien la ciudad de procedencia contaba con un status especial, aunque desconocido, que
la distinguía de otros centros de la región, o que individualmente -lo que parece más pro-
bable- habían adoptado nombres romanos sin ser ciudadanos, como consecuencia de sus
relaciones con algún personaje que gozaba de este privilegio.

El uso indígena de nombres romanos e itálicos en fecha tan temprana no está liga-
do a la concesión a las respectivas comunidades de origen de un status privilegiado -ni
siquiera lo tienen, si hacemos excepción de Carteia, las propias fundaciones romanas-,
sino al contacto de individuos indígenas con emigrantes romanos e itálicos, que, estable-
cidos en las provincias hispanas, desarrollaban en sus nuevos lugares de residencia, rela-
ciones de clientela. La asunción de nombres romanos por nativos hispanos durante el pe-
ríodo republicano, bien ilustrada por documentos epigráficos, sugiere que en Hispania la
nomenclatura romana no implica necesariamente la posesión de la ciudadanía romana y
que el prestigio que confería el uso de esta onomástica no procedía de una concesión ofi-
cial por parte del Estado, sino de individuos romanos residentes en el área.

La emigración romano-itálica
Por ello, sería oportuno analizar el carácter y alcance de esta emigración romano-i-
tálica que, precisamente en estos años de transición, aflora con fuerza en nuestras fuen-
tes.

La corriente de población civil itálica que, con los ejércitos de conquista o tras ellos,
se desplazó hacia la Península era tan variada en sus intenciones como en su extracción
social. Muchos de ellos, por descontado, ni siquiera eran ciudadanos romanos, pero en su
conjunto acudían bajo la protección que ofrecia el poder de Roma y, en cualquier caso,
pertenecían al ámbito cultural romano-itálico. Era la obtención de beneficios económicos
el imán más fuerte de atracción de estos emigrantes, que ejercían actividades ligadas al
capital móvil (publicani y negotiatores), o que buscaban en la tierra una fuente de recur-
sos.

La explotación de las minas fue, con las actividades directamente ligadas a la gue-
rra y al sometimiento político de las comunidades indígenas, una de las primeras fuentes
de beneficio económico para el estado romano. Las minas más importantes durante la
República eran las de plata de Carthago Nova, a las que seguirían las de Castulo (Lina-
res), con mineral de plata y plomo; Sisapo (Almadén), de mineral de cinabrio; mons Ma-
rianus (Sierra Morena), de cobre.. . La explotación necesitaba un crecido número de técni-
cos y empleados, en buena parte procedentes de Italia, y, en un principio, estuvo bajo la
responsabilidad de los propios gobernadores, que, directamente, ingresaban en el erario
los beneficios obtenidos. Pero muy pronto la explotación pasó a manos de arrendatarios
privados, aunque el estado conservara el derecho de propiedad. Estrabón así lo confirma
cuando apunta que «éstas (las minas de Carthago Nova), como otras, han dejado de ser
públicas para pasar a propiedad particular». Gracias a la epigrafía, conocemos bastantes
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nombres de arrendatarios e incluso de sociedades mineras, como la compañía de arrien-
do privado de los montes argentarii de Ilurco (Lorca), que estampillaba con su nombre los
lingotes de galena argentífera. Poseemos más de un centenar de estos lingotes con sello,
fechados hacia el 100 a. C. , con otros procedentes de Cartagena, también bastante nu-
merosos. Las más antiguas inscripciones de Hispania nos recuerdan nombres de ciuda-
danos posiblemente relacionados con las minas de Carthago Nova. De estos documentos
se desprende que la mayor parte de los individuos, al menos por sus nombres, eran itáli-
cos. Precisamente por Diodoro, se confirma esta procedencia: «luego ya, cuando los ro-
manos se adueñaron de Iberia, itálicos en gran número atestaron las minas y obtenían
inmensas riquezas por su afán de lucro». Algunos de estos personajes alcanzaron magis-
traturas locales, lo que indica que permanecieron y se afincaron con sus familias en la Pe-
nínsula. Se conocen cinco familias que explotaban las minas en Carthago Nova, cuyos
miembros alcanzaron altos cargos municipales. Así pues, dentro de las empresas de
arriendo, fueron las minas las que atrajeron mayor cantidad de emigrantes a la Península,
algunos de los cuales se establecieron en su territorio. Y estos emigrantes, por la epigra-
fía, parecen sobre todo itálicos, con onomástica originaria de Campania e Italia meridional.

Menos datos tenemos sobre los intermediarios, agentes y revendedores que saca-
ban sus recursos del abastecimiento del ejército. El hecho de la presencia continua de
unos efectivos, a veces muy numerosos, en la Península a lo largo de toda la República
arrastraria a una masa de elementos civiles de toda extracción: buhoneros, mercachifles,
cantineros, adivinos, magos, prostitutas... Las fuentes se refieren en alguna ocasión a
ellos, como en el sitio de Numancia, donde sumaban una cifra enorme antes de ser expul-
sados por Escipión. Pero también hay que contar a los redemptores o abastecedores de
trigo a las legiones; los mercatores del ejército, pero especialmente, los mangones o
mercatores venalicii, es decir, comerciantes de esclavos. Las fuentes ofrecen múltiples y
sustanciales cifras de los esclavos obtenidos en las guerras de conquista, en parte, expor-
tados a Italia, y, en parte, utilizados en los trabajos mineros en la propia Península. A me-
diados del siglo II, según Polibio, trabajaban 40.000 esclavos sólo en las minas de Car-
thago Nova y habia muchas más en la Península. Según Diodoro, los itálicos compraban
esclavos en grandes cantidades para transferirlos a las empresas explotadoras de minas
en la Península.

Entre los negotiatores habría que mencionar, además, a banqueros, prestamistas,


manufactureros, transportistas y navieros. Tenemos muchos más datos sobre estos hom-
bres de negocios y sus actividades en el ámbito oriental de las provincias romanas que en
el Occidente. Pero esto no quiere decir que aquí y, especialmente, en la Península no fue-
ran relativamente numerosos y no extendieran en ella sus redes de explotación. Muchos
de ellos, como en el caso de los publicani, es decir, los arrendatarios de contratas del Es-
tado, probablemente tenían su domicilio en Roma y, desde allí, dirigían sus empresas, o
bien visitaban ocasionalmente las provincias, pero sus agentes residían en el lugar del
negocio. Para calibrar el volumen de las operaciones, hay que recurrir a los testimonios
arqueológicos. Y estos prueban la existencia, a partir del siglo II a. C., de un intenso co-
mercio con Italia. Una enorme masa de testimonios cerámicos importados, que aparecen
en la costa mediterránea y atlántica meridional con irradiación hacia el interior, de fecha
republicana, como vasos campanienses, cerámica aretina y sigillata, y vidrios, así lo prue-
ban. Los negocios eran evidentemente la explotación de productos autóctonos y, en es-
pecial, trigo, aceite, vino, y los productos pesqueros y derivados, como las conservas de
salazón y el garum. En menor volumen, también se traficaba con otros artículos como la-
na, cera, tejidos, esparto... Bien es cierto que el domicilio de estos hombres de negocios
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había de restringirse a los lugares más favorables para sus operaciones, generalmente en
la costa. Por ello, esta actividad y las consecuencias resultantes del asentamiento reper-
cutieron sobre todo en las ciudades portuarias como Tarraco, Carthago Nova, Hispalis y
Gades.

Pero en cualquier caso, aunque se encuentra bien atestiguada en la Península du-


rante época republicana tanto la presencia de negociantes como las huellas de su activi-
dad en las distintas ramas de la economía, fue, con un nivel muy superior, la colonización
agraria la que atrajo a la Peninsula al núcleo fundamental de la emigración itálica durante
la República. Y precisamente, en este ámbito de la colonización, las provincias de Hispa-
nia representan una excepción frente al resto del dominio romano.

Los estudios sobre demografía romana que contemplan el último siglo y medio de
la República han evidenciado la inexistencia de una gran colonización agraria fuera de Ita-
lia hasta la época de César. Falta por completo un gran movimiento colonizador individual
como en la Grecia de los siglos VIII al VI y, por otra parte, la colonización estatal, esto es,
la fundación de colonias, fuera de Italia, es muy restringida hasta la generosa política de
César. No obstante, las provincias de Hispania constituyen una excepción. Existen nume-
rosos indicios que autorizan a pensar la existencia de esta colonización con un volumen,
si no considerable, al menos digno de notar. Pero precisamente, dado su carácter priva-
do, no era fácil que pudiera repetirse en muchas ocasiones. Por lo que respecta a la colo-
nización oficial, el gobierno senatorial, como consecuencia de una repugnancia instintiva,
se opuso vigorosamente a la fundación de establecimientos coloniales fuera de Italia, sal-
vo contadas excepciones, como es el caso de Carteia o Narbo.

Pero, puesto que tanto el volumen ciudadano como los establecimientos cuasi co-
loniales en Hispania son numerosos antes de César, hay que concluir la existencia de una
colonización, que, si no puede adscribirse a una corriente de emigración civil, tuvo que
ser forzosamente consecuencia de asentamientos militares.

Las largas guerras en la Meseta, que se prolongan durante más de medio siglo,
habian creado en Hispania una situación excepcional dentro de las provincias de la repú-
blica romana. La situación militar en la Península había conducido a la presencia de facto
de un ejército de ocupación. Las sucesivas renovaciones de efectivos no significaron, en
muchos casos, el regreso de los veteranos a Italia, sino el asentamiento individual y vo-
luntario, tanto de legionarios romanos como de aliados itálicos, en suelo provincial, como
colonos agricolas. Estos colonos, en ocasiones, propiciarán la creación de centros urba-
nos de condición juridica no muy clara, habitados por itálicos, entre los que no es raro que
se mezclaran algunos elementos indígenas.

Los presupuestos para esta anómala colonización sólo podian darse en la Penínsu-
la y vinieron a confluir con la situación económica desfavorable que atravesaban los agri-
cultores italianos desde mitad del siglo II a. C. Muchos campesinos, asfixiados por las
deudas y por la competencia desigual de la gran propiedad agrícola, malvendieron sus
pequeñas parcelas y emigraron a Roma, donde trataron de encontrar un modus vivendi
recurriendo a los más diversos expedientes. Uno de ellos y, al parecer, de creciente de-
manda, fue el enrolamiento en las legiones, abiertas gracias a la reforma de Mario a los
proletarios. Las tropas de servicio en Hispania, como consecuencia del alejamiento de Ita-
lia, entre campaña y campaña, no era licenciadas, sino que se retiraban a territorios segu-
ros —precisamente los más fértiles— , donde era posible tener contactos pacíficos con la
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población indígena. Es comprensible que, con los años, se ataran lazos, incluso de tipo
familiar, con la población autóctona. Y las oportunidades para reconstruir, acabado el ser-
vicio, la vida civil, indudablemente, eran mayores en estas regiones, donde no se encon-
traban aislados, ya que, a lo largo del tiempo, se iba incrementando el número de colo-
nos. Es, por supuesto, una colonización irregular y no conocemos bien ni las característi-
cas ni las condiciones de asentamiento, bien por la compra de terrenos, por ocupación de
ager publicus, por entendimiento con los antiguos propietarios indígenas o, en último caso,
por la violencia. Pero su incremento impulsó a los responsables de los asuntos romanos
en Hispania a tomar algún tipo de medidas para regularizar estos asentamientos median-
te la creación de núcleos urbanos donde los colonos pudieran concentrarse.

Es cierto que no conocemos las formas de estos asentamientos, pero sus conse-
cuencias son claras si tenemos en cuenta, por una parte, el gran número de romano-itáli-
cos que afloran en las décadas anteriores a las guerras civiles en las provincias hispanas;
por otra, los propios núcleos urbanos de nombre conocido anteriores a César en suelo
peninsular.

Respecto al primer punto, bastará con enumerar los datos más relevantes. Como
ya sabemos, en el 122, durante la conquista de las islas Baleares, Q. Metelo Baleárico
fundó dos asentamientos en Mallorca, Palma y Pollentia, en los que estableció a “tres
mil romanos de Hispania”. Puesto que el número de publicani y negotiatores era relati-
vamente bajo y, además, con intereses económicos ajenos a la obtención de tierras de
cultivo, y, puesto que ni está atestiguada ni es probable una emigración desorganizada de
civiles procedentes de Italia a la Península, hay que concluir que la mayor parte de estos
colonos debían ser veteranos de los ejércitos peninsulares, quizá con pequeños contin-
gentes de emigrantes civiles o de descendientes de colonos itálicos, ya establecidos en
Hispania. En cualquier caso, el crecido número muestra claramente el volumen de la po-
blación romano-itálica establecida en Hispania en el último tercio del siglo II a.C.

Unos cuarenta años después, durante la primera estancia de Sertorio en Hispania,


en el 82-81, Plutarco refiere que el aventurero sabino había armado, de los romanos allí
domiciliados, a los que estaban en edad de tomar las armas y que, de este modo, había
conseguido reclutar una fuerza de 9.000 hombres. Poco después se le unían otros 2.600,
es cierto que en parte huidos de Italia.

El status jurídico de los descendientes de estos colonos, que en la mayor parte de


los casos habian formado sus familias con mujeres indígenas, tampoco es claro. Según el
derecho romano, los hijos de un ciudadano sólo veían reconocido su status jurídico si
también la madre era ciudadana. Por consiguiente, los descendientes se veían arrincona-
dos a la categoría de hybridae. El problema había surgido muy tempranamente en la Pe-
nínsula. Como sabemos, ya en el 171 un núcleo de estos hybridae fueron asentados,
tras solicitarlo del Senado, en la colonia de Carteia, a la que se le concedió el derecho
latino.

En cuanto a la extensión territorial de los asentamientos, sólo es posible suponer


que estaría mediatizado por circunstancias de conveniencia, que no podían ser otras que
la existencia de tierras fértiles y la facilidad de asentamiento y de condiciones de vida. El
propio desarrollo de la conquista marcaba la pauta hacia el valle medio y bajo del Gua-
dalquivir, el curso bajo del Ebro, Cataluña y la costa levantina y meridional mediterránea.
A lo temprano de la conquista de estas regiones venía a añadirse su antigua civilización
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urbana y su fertilidad, lo que hacía de ellas lugares idóneos para establecer durante los
periodos de inactividad bélica los acuartelamientos de invierno. Las fuentes nos indican
los núcleos urbanos preferidos por los gobernadores en estas circunstancias: Empo-
rion,Tarraco, Carthago Nova, Carteia, Hispalis, Corduba...

Tenemos confirmación arqueológica de esta colonización agrícola en las numero-


sas fincas rurales de finales del siglo II o comienzos del I a.C., dispersas por el litoral me-
diterráneo, especialmente en las comarcas de Badalona y Barcelona, al estilo de las gran-
des villae contemporáneas que proliferan en Italia.

Aparte de estos establecimientos rurales, las especiales condiciones de asenta-


miento de veteranos del ejército de Hispania hicieron aconsejable en ocasiones la funda-
ción de núcleos urbanos. El impulso de fundación, si hacemos excepción de la colonia la-
tina de Carteia, no procedía del gobierno central, sino de la voluntad de los magistrados
responsables de la gestión provincial. Estos núcleos, o bien se levantaban sobre ciuda-
des indígenas o, si eran de nueva planta, podían albergar a indígenas escogidos, lo que
en ambos casos contribuía a extender por las regiones cercanas los modos de vida roma-
nos, pero al parecer no contaban con un estatuto jurídico privilegiado. Ya hemos mencio-
nado en el contexto de la conquista la mayoría de estos centros: Italica, en el 206 a. C.,
es el primero, creado para los soldados heridos del ejército de Escipión tras la batalla de
Ilipa; le siguen Gracchurris e Illiturgi, fundaciones de Ti. Sempronio Graco en el 178; Car-
teia, en el 171, como se ha dicho, para los hijos de soldados romanos y mujeres indíge-
nas; Corduba, fundada en el 152 por M. Claudio Marcelo, con ciudadanos romanos e in-
dígenas escogidos; Brutobriga y Valentia, en el 138; Palma y Pollentia, en 123-122, con
colonos romanos de Hispania; Baetulo, quizás a finales del siglo II a.C.; Caecilia Metelli-
num, en el 80-79; y, por último, en época no precisable, Ilerda, colonia latina poco antes
del 89 a. C., y Munda, destruida en el curso de la guerra civil.

La evidente consecuencia de una presencia romano-itálica estable en His-


pania es la progresiva adopción de costumbres romanas por parte de la población indíge-
na, aunque lógicamente sólo en las zonas de concentración de colonos, que hay que dis-
tinguir netamente de aquellas otras, mucho más extensas, donde la presencia romana só-
lo era transitoria o todavía se limitaba al ámbito militar.

Pero el hecho indudable es la paulatina transformación de la Península, en


la que todavía incide, en relación de causa-consecuencia, un fenómeno que se hace pre-
sente en este período y del que poseemos algún dato explícito: la emigración política. Las
primeras décadas del siglo I a.C. contemplan el endurecimiento progresivo de las posicio-
nes políticas, que tras varios desenlaces sangrientos, arrojará de Roma a cientos de po-
líticos de causa perdida. Hispania ejercerá una poderosa atracción como lugar de exilio
por varias razones, su proximidad relativa a Roma, frente a las provincias de Oriente; las
condiciones aceptables de vida para quienes buscan salvar la vida, pero no renunciar a
sus costumbres; y, sobre todo, sus recursos, tanto materiales como humanos, con la con-
siguiente posibilidad de robustecer posiciones y reclutar tropas.

La consecuencia es la conversión de Hispania en campo de refugiados polí-


ticos, cuyo paradigma representa Sertorio, pero que no es sino el más famoso de una lar-
ga cadena que en las fuentes comienza con M. Junio Bruto, huido con otros populares a
Hispania, en el 88, tras el golpe de estado de Sila, y, en las filas de los silanos, un año
después, M. Licinio Craso, que, escapando de la represión de Cinna, buscó refugio en la
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Ulterior en las tierras de Vibio Paquiano, probablemente un rico hispaniense. Plutarco, en
su biografía de Craso, proporciona muchos detalles de las circunstancias de este exilio.
Muerto Cinna y tras ocho meses de encierro, Craso se dio a conocer; a él acudió un gran
número de personas, con las que juntó un ejército de 2.500 hombres, que condujo al sa-
queo de varias ciudades, entre ellas, quizás, la propia Málaga.

La imagen compleja que reflejan las fuentes de este período es, por una par-
te, de continuidad en la gestión de gobierno: senado y magistrados continúan consideran-
do las provincias hispanas como campo de acción fundamentalmente militar. Pero también
se inician una serie de cambios importantes quizás no tanto como resultado de una volun-
tad consciente de renovación por parte de las instancias de gobierno como por la inciden-
cia indirecta de elementos que propician esos cambios.

Los mediocres resultados de unos metodos rutinarios de administración, sin


fantasía política, encauzados en los raíles de su propia inercia, se verán, sin embargo,
acelerados como consecuencia de esta excepcionalidad a que se ve sometida la vida
provincial, arrastrada, en principio pasivamente, en el torbellino de la crisis de la república
romana. Los tímidos inicios de esta inclusión, que son evidentes en la presencia de emi-
grados políticos en los albores del siglo I a.C., se ampliarán con la acción de Sertorio, pa-
ra continuar ininterrumpidamente in crescendo hasta la propia agonía de la República.

Este proceso de integración provincial, que, en principio, debía desarrollarse


lenta y gradualmente, sufrirá muy pronto las consecuencias de la crisis interna de Roma,
acelerándolo e intensificándolo, y fue la aventura de Sertorio el primer decisivo impulso.
La Península no es ya campo de conquista como en la primera fase, ni reserva de reclu-
tamientos, como en la etapa de transición, sino campo de batalla en el que los indígenas
son llamados a luchar contra Roma por romanos, en el que las ciudades toman partido y
se enfrentan impulsadas por uno u otro bando, según un nuevo juego, al que ya se ha he-
cho mención, y que será ampliamente desplegado por los caudillos individuales que pre-
tenden poder e influencia en suelo provincial: el de las clientelas en territorio provincial.

Las últimas campañas en la Meseta que recuerdan las fuentes se refieren al año
93. Dos años después estallaba en Italia la Guerra Social, cuyas secuelas traerían a Ro-
ma el primer ensayo de dictadura militar en la persona de Sila y un largo período de dis-
cordias civiles. La Meseta volverá a sufrir en este contexto sobre su suelo las miserias de
la guerra durante la accidentada aventura de Sertorio, apoyando al caudillo popular con-
tra los ejércitos enviados por el gobierno oligárquico. Sólo cuando Pompeyo apaga los úl-
timos rescoldos de la guerra sertoriana, se incorpora definitivamente la Meseta a la autori-
dad de Roma. Más allá, hacia occidente y septentrión, quedarán los últimos pueblos aún
independientes, que, con presupuestos y condicionantes distintas, en el marco de una re-
pública agonizante y del nuevo sistema del Principado, serán incorporados al estado ro-
mano por César y Augusto.

BIBLIOGRAFÍA
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VI LA AVENTURA HISPANA DE QUINTO SERTORIO
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La cuestión sertoriana

Tras el largo silencio que guardan las fuentes durante el medio siglo siguiente a la
destrucción de Numancia, un episodio más de la crisis republicana romana vuelve a atraer
la atención de los historiadores de Roma por las provincias hispanas, durante los años
setenta del siglo I a.C. El episodio es la lucha contra el gobierno senatorial silano del po-
pular Quinto Sertorio. Pero protagonista es, con el propio Sertorio, la península Ibérica en
su paisaje, escenario de violentos combates, y en sus gentes, que ofrecieron al proscrito
los medios para emprender la lucha.

No obstante, Sertorio no es hispano y, en su proyecto político, Hispania jamás re-


presentó algo más que un medio, producto de las circunstancias, y nunca un objetivo final
al margen del estado romano. Pero nuestra historia tradicional ha adornado la figura y la
obra de Sertorio con los caracteres épicos y nacionalistas empleados en Sagunto, Nu-
mancia o Viriato. Por otro lado, su fuerte y extraña personalidad, sus actuaciones a veces
oscuras, el modo de concebir la lucha contra las fuerzas del gobierno senatorial y la for-
ma de realizarla, han atraído una y otra vez a los historiadores de Roma, antiguos y mo-
dernos, que han intentado explicar, analizar, comprender e incluso justificar sus contradic-
torios rasgos.

En cualquier caso, el indudable protagonista de la Península en este episodio de la


crisis republicana romana justifica una atención preferente a Sertorio y su obra, atención
que, en gran medida, ha de ser crítica, aunque sólo sea por el hecho de que en el trata-
miento de la figura de Sertorio ha habido casi siempre una toma de partido, una pasión
que necesitaba justificar sus actos o envilecerlos, pasión fruto de esa enigmática persona-
lidad, pero al margen del verdadero análisis histórico.

Formado en la escuela militar de Mario, a cuyas órdenes habia combatido contra


los cimbrios, Quinto Sertorio, de origen sabino, como consecuencia de un revés electoral
promovido por Sila, fue uno de los mas significados hombres de vanguardia en el asalto a
Roma dirigido por Mario y Cinna en el 88. Durante el régimen cinnano mantuvo, sin em-
bargo, una postura independiente y, ante el avance de Sila, fue el principal artífice del fra-
caso de las negociaciones con el futuro dictador. Sus correligionarios se sintieron conten-
tos cuando, a fines del 83, lograron desembarazarse del incómodo compañero, encargán-
dole el gobierno de la Hispania Citerior, ya tambaleantes los pilares del precario régimen
creado por Cinna. A partir de este momento, Sertorio cesa de ser un político antisilano
más para convertirse en el personaje mítico y controvertido, que, con la aureola de héroe
o el sambenito de traidor, nos presentan, respectivamente, Plutarco y la tradición histórica
ligada al círculo de Pompeyo.

La investigación no supo sustraerse a estas imágenes ni a la fascinación del perso-


naje, proyectado anacrónicamente en el mundo contemporáneo. Mommsen, el activo na-
cionalista alemán de mitad del siglo XIX, convierte a Sertorio en el revolucionario popular,
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en el original rebelde contra un régimen oligárquico odioso. Pero a este cliché vendría a
proyectar todavia A. Schulten el trasnochado romanticismo de un alemán enamorado, pe-
ro no conocedor de España, engarzando indisolublemente personaje y marco geográfico,
hasta crear un paradigma, de larga fortuna en nuestro país, de un Sertorio ”nacionaliza-
do”, bandera y portaestandarte de las esencias de libertad del “pueblo español” contra el
opresor extranjero.

Los excesos de esta tradición filosertoriana no tardaron en despertar una corriente,


que, apoyada en las fuentes del círculo pompeyano, cuyas raíces proceden de Livio, pre-
sentó una imagen contraria del personaje, rebajándolo a simple aventurero o condottiero ,
cuando no traidor. Estaba abierta la polemica y, desde entonces, las biografías, trabajos o
tesis sobre Sertorio se han sucedido, defendiendo cada una de las posturas o procurando
desembarazarse de ellas con nuevas interpretaciones neutrales. Las fuentes antiguas han
sido analizadas una y otra vez, tanto como los episodios clave de la acción de Sertorio,
para buscar motivos y propósitos que permitieran un veredicto válido. Labor estéril: Serto-
rio, en el marco de una historia de Roma, sólo puede interesar en cuanto interfiere en ella.
Y, en el periodo concreto de la restauración silana, la acción relevante que protagoniza es
sólo el hecho de su desafío, desde la base de Hispania, al gobierno constituido, el peligro
de sus victorias a la estabilidad de este gobierno y, con la licencia de una anticipación, la
ocasión que su actitud contestataria ofrecería a la promoción de Pompeyo.

Es, pues, necesario, partir de las circunstancias históricas en las que su vida y su
obra se encuadran, inseparablemente unidas a la dictadura de Sila, a su remodelación del
Estado y a la repercusión de las reformas silanas en el contexto político de Roma y su im-
perio.

La dictadura de Sila

Como vimos, tras su regreso de Oriente, Sila volvió a encender los horrores de la
guerra civil en su marcha a través de Italia hacia Roma. Dueño absoluto del poder por de-
recho de guerra, Sila consideró necesario remodelar el Estado apoyado en dos pilares
fundamentales: la concentración de poder y la voluntad de restauración del viejo orden
tradicional. Autoproclamado dictador para la restauración de la República, Sila procedió
primero a una eliminación sistemática de sus adversarios, con las tristemente célebres
proscriptiones o listas de enemigos públicos, reos de la pena capital, mientras emprendía
una gigantesca colonización que proporcionó tierras de labor a más de cien mil veteranos
de su ejército.

El 1 de junio del 81 Sila dio fin oficialmente a las proscriptiones. El Estado podía
ahora, sobre la discutible estabilización social ganada con represalias y recompensas, su-
frir las reformas que había largemente meditado la mente del dictador, que afectarían a
magistraturas y sacerdocios, a la vida provincial y al campo del derecho. Los detalles de
estas reformas nos son tan mal conocidos como la intención última de su promotor. Pero
no parece existir duda de que intentaban un aumento y fortalecimiento del poder del se-
nado, en cierto modo, restituyendo la constitución tradicional.

En la década de los ochenta, la alta cámara había sufrido enormes pérdidas de su


entidad hasta quedar reducida a la mitad de sus miembros. Pero quizá era más trascen-
dental la pérdida de autoridad que había sufrido durante el largo periodo de disturbios ci-
viles. Después del golpe de estado del 88, un buen número de senadores huyó hacia las
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filas de Sila; muy pocos de los que permanecieron en Roma pudieron pasar por el doble
tamiz de la desesperada venganza de los últimos cinnanos y por la subsiguiente purga de
Sila. Como consecuencia de todo ello —falta de número, pérdida de autoridad— el sena-
do, por primera vez en la historia de Roma, no estaba en condiciones de dirigir con sus
propios recursos la situación de excepción creada por la guerra civil. Si Sila había entrado
en Roma bajo la divisa de reponer la autoridad de la nobilitas, esta tarea debía ser llevada
a cabo con su sola voluntad, sobre la que el débil senado no podía tener influencia.

Sila, apoyado en sus prerrogativas legales, comenzó por elevar a seiscientos el


número de senadores, es decir, duplicó los escaños tradicionales. Fueron incluidos oficia-
les de su ejército, nombres desconocidos que accedían a la alta cámara por sus méritos y
lealtad al dictador, pero también numerosos individuos del orden ecuestre, especialmente
de la nobleza municipal y, por tanto, de origen itálico. Pero la protección que, con diversos
expedientes legales, dio Sila al régimen senatorial contra hipotéticos nuevos golpes de es-
tado, no fueron suficientes para revitalizar la estructura interna de la cámara y devolverle
su autoridad y prestigio anterior a la crisis. El aumento masivo del senado minó el espíritu
tradicional y el poder de decisión del organismo; la propia convicción de sus miembros de
representar la más alta instancia del estado se debilitó. Sila había impuesto como dictador
sus leyes y sus decisiones, sin consultar al senado y sin dejarle libertad de elección; entre
estas imposiciones estaba la propia composición de la cámara, que no podía librarse de la
impresión de ser sólo una criatura del dictador.

El aumento del senado, en parte, correspondía a las tareas judiciales que le fueron
transferidas. De hecho, Sila llevó a cabo una reorganización de la justicia. Por primera vez
en la historia de Roma, fue creado globalmente un derecho penal, en la forma de tribuna-
les perpetuos, distinguidos según las príncipales categorías de crímenes: de repetundis,
de maiestate, de iniuriis...

Complejos importantes de la legislación de Sila fueron los ámbitos de las magistra-


turas y de la administración provincial. En el primero, una lex Cornelia de magistratibus,
tras los últimos decenios de continuas agresiones a las limitaciones legales impuestas al
cursus honorum, procuró de nuevo fijar, como cien años antes lo había hecho la lex Villia
annalis, la sucesión de magistraturas en la carrera política de un senador, la edad mínima
y el intervalo temporal de investidura entre una y otra. Se estableció para la pretura la
edad mínima de cuarenta años, cuarenta y tres para el consulado, y un intervalo mínimo
de diez para para la iteración de la magistratura consular. Además, en consonancia con la
extensión de competencias encomendada al senado en la administración y en la jurisdic-
ción, Sila creyó necesario incrementar el número de miembros de ciertas magistraturas:
los cuestores fueron aumentados a veinte; el colegio de pretores a ocho.

En íntima relación con estas provisiones respecto a las magistraturas, se encuentra


la lex Cornelia de provinciis ordinandis, cuyos propósitos la investigación generalmente
explica como un intento de protección del régimen senatorial contra la posibilidad de in-
serción de un ejército profesional en los problemas de la política interior, como el que ha-
bía proporcionado a Sila el poder. Mediante el anterior aumento de magistrados y la nueva
ordenación provincial debía evitarse la formación de complejos de poder provinciales du-
raderos, y, con ello, así como con la limitación de las atribuciones gubernamentales que
preveía la legislación, la posibilidad de crearse un ejército personal. Entre las muchas
cláusulas que contenía esta ley, una de las principales era la de que, en el futuro, los ma-
gistrados dotados de imperium —los dos cónsules y los ocho pretores— cumplirían su
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mandato anual en Roma, y sólo después, como procónsules o como propretores, serían
encargados del gobierno de las provincias. La correspondencia de diez magistrados con
imperium con el número de las circunscripciones provinciales parecía aún facilitar el co-
metido, evitando prórrogas de mando y, como consecuencia, eventuales afirmaciones de
poder en el ámbito provincial, fuera de los mecanismos de control del senado.

Pero, probablemente, la intención de Sila no era tanto la de fijar una rígida corres-
pondencia entre magistrados y número de provincias —lo que si se acepta significaría que
la medida estaba condenada al fracaso en cuanto esta relación rompiera— como alcanzar
indirectamente, con esta provisión magistrado-promagistrado, un aumento del número de
magistraturas disponibles para las tareas tanto de la administración ciudadana como im-
perial.

Una minuciosa lex de maiestate incluía las medidas punitivas contra lesiones al or-
den establecido por Sila, no sólo procedentes de ámbitos extrasenatoriales sino de los
propios senadores, en su calidad de magistrados. Por ello, constituía el primer intento de
regular, con precisión y en conjunto, amplios ámbitos de la actividad de los magistrados.
Entre sus cláusulas, se incluían medidas restrictivas a la capacidad de obrar de la ejecuti-
va, especialmente, en lo referente al ámbito provincial, como la prohibición de conducir un
ejército en Italia o la determinación de que ningún magistrado, sin expreso mandato del
senado, transpasase con su ejército la frontera de la provincia encomendada. La clara fi-
nalidad de coartar, con esta rígida regulación, la posibilidad de creación de grandes com-
plejos de poder, sería a la larga contraproducente, en especial, por lo que concierne a la
última cláusula señalada, puesto que la limitación de movimientos de un gobernador al
ámbito de su provincia impedía acudir a contrarrestar cualquier amenaza exterior que su-
perase esta limitación local. En estos casos, el senado quedaba obligado a autorizar con-
tinuas excepciones, en forma de comandos extraordinarios, que no sólo subrayarían la
precariedad del sistema, sino que darían a cualquier ambicioso caudillo la posibilidad de
concentrar mayor poder.

En resumen, la reforma del Estado aplicada por el dictador estaba dirigida a


garantizar la autoridad del senado contra las presiones populares y contra eventuales gol-
pes de estado de generales ambiciosos. Pero el rígido orden sistemático de esta obra
constitucional no podía eliminar las causas profundas de una crisis social y política que
estaba destruyendo la República. Devolvió a una oligarquía, incapaz de hacer frente a los
problemas del imperio, el control del Estado, pero no logró atajar el problema fundamental,
los personalismos y ambiciones individuales de poder.

En efecto, Sila había dejado al frente del Estado una oligarquía, en gran parte re-
creada por su voluntad, a la que proporcionó los presupuestos constitucionales necesarios
para ejercer sin trabas un poder indiscutido y colectivo a través del órgano senatorial. El
aparente conservadurismo que guiaba al dictador a restaurar el antiguo ejercicio del poder
del senado era de hecho una revolución, en cuanto la institución ya no podía identificarse
en su totalidad con las familias que, durante siglos, habían mantenido el monopolio de la
cámara. La restauración no dependía tanto de la voluntad individual de Sila, como del es-
píritu colectivo y de la fuerza de cohesión, prestigio y autoridad que los miembros del se-
nado imprimieran al ejercicio cotidiano del poder que se les había confiado, superando las
pesadas hipotecas que necesariamente incluía. De ahí la importancia que adquiere la
comprensión de la década de los setenta, en la que la aristocracia postsilana se enfrenta a

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los muchos problemas nacidos o derivados de su creación, tanto en su seno, como en el
exterior.

Y precisamente uno de los primeros problemas surgirá en las provincias hispanas,


desde donde Q. Sertorio, con la inteligente utilización de sus incontables recursos materia-
les y humanos, retará a desafío a este débil gobierno senatorial.

Sertorio en Hispania

El exilio de Sertorio
Cuando Sila entró en Roma, en el año 82, destituyó a Sertorio de su cargo dego-
bernador y nombró en su lugar a un optimate. Conocida su destitución, Sertorio apresuró
su entrada en la Península para ganar por la mano a su sustituto, comprando a las tribus
cerretanas del Perthus el derecho de paso por los Pirineos; una vez instalado, dejó en el
paso pirenaico a su lugarteniente, M. Livio Salinator, con 6.000 hombres para defenderlo
de las tropas que, previsiblemente, Sila enviaría para recuperar la provincia.

Conocemos algunos de los rasgos del gobierno de Sertorio durante esta primera
corta etapa en la Península. Según Plutarco, tres fueron los medios principales para
atraerse a los indígenas: la afabilidad en el trato con los principales; el alivio en la percep-
ción de tributos, y, lo que es muy importante, el levantamiento de la pesada carga que sig-
nificaba el alojamiento de los soldados en las poblaciones, decisión en la que debió influir,
sin duda, su propia experiencia en Hispania unos años antes. Durante el gobierno en la
Citerior de Tito Didio (98-93 a.C.), los habitantes de Castulo con ayuda de los de otra ciu-
dad vecina, durante la noche, pasaron a cuchillo a los soldados romanos que, distribuidos
por las casas, invernaban en la ciudad. Sertorio, que se encontraba entre las tropas de
Didio como tribuno militar, pudo escapar de la trampa y con una serie de estratagemas
consiguió infligir una dura represalia a ambas ciudades.

Las precauciones de Sertorio para defender la provincia no tuvieron éxito. Enviado


a Hispania C. Annio Lusco con dos legiones en la primavera del 81, derrotó al ejército de
Salinator, tras sobornar a uno de sus lugartenientes. Sertorio, sintiéndose impotente para
enfrentarse a un ejército muy superior, optó por embarcar en Carthago Nova con sus tro-
pas en busca de otras tierras.

Los siguientes pasos de Sertorio parecen arrancados de una novela de aventuras.


Tras un primer intento de desembarcar en Mauretania, de donde fue expulsado por los in-
dígenas cuando trataba de aprovisionarse de agua, Sertorio unió sus fuerzas a las de un
grupo de piratas cilicios, con los que participó en correrías de diversa fortuna, que tuvieron
como escenario las costas meridionales de Hispania y puntos del Mediterráneo levantino,
como la isla de Ibiza, el sinus Sucronensis (golfo de Valencia) y la isla Planeria (Plana).
Finalmente el heterogéneo ejército pudo desembarcar en las costas de Mauretania, don-
de Sertorio y los piratas se separaron.

La situación política de Mauritania era propicia para cualquier soldado de fortuna


que buscara tener activas a sus tropas: los indígenas de Tánger se habían rebelado con-
tra su rey, Ascalis, vasallo del rey de Mauritania. Sertorio entró en trato con los indígenas y
con ellos derrotó a la guarnición romana de Pacciano, enviada desde Hispania por Sila
en socorro del reyezuelo. Los romanos vencidos aceptaron unirse al ejército de Sertorio
y, aumentadas así sus fuerzas, puso sitio a la ciudad de Tingis (Tánger), que cayó en sus
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manos. No obstante, la permanencia de Sertorio en Mauritania iba a durar poco. Acabada
la guerra, los lusitanos, que se habían rebelado contra Roma, tomaron contacto directo
con el exiliado romano para interesarle en la lucha y ofrecerle el caudillaje. En la primave-
ra del año 80, volvía Sertorio, en esta ocasión definitivamente, a la Península.

Sertorio y los lusitanos


Las estrechas relaciones entre el norte de África y el sur de la península Ibérica
hacen probable que los lusitanos supieran pronto de la presencia de Sertorio y de su apo-
yo a los indígenas insurgentes contra un gobierno sostenido por Roma. Para los lusitanos,
Sertorio no era otra cosa que un condottiero, dispuesto a luchar bajo cualquier bandera,
si conseguía ser convencido con unas condiciones ventajosas. Su ofrecimiento, pues,
era perfectamente lógico en la perspectiva de la lucha por la independencia de las tribus
lusitanas. Para Sertorio, en cambio, sólo se trataba de un expediente ventajoso, que ve-
nía a proporcionarle una base sólida para reiniciar la lucha en la Península contra el go-
bierno silano. Lo prueban los siguientes pasos del caudillo: una vez conseguido el robus-
tecimiento de sus fuerzas, Sertorio abandonaría la Lusitania a sus lugartenientes para ins-
talarse en la Hispania Citerior, en el valle del Ebro y la costa levantina, para intentar desde
territorios romanizados dar a su caudillaje una apariencia de estabilidad mediante la ins-
tauración y desarrollo de mecanismos institucionales -un senado y magistrados- semejan-
tes a los de Roma.

Las tropas que Sertorio condujo a la Península apenas estaban compuestas de


2.600 soldados romanos y 700 mauritanos, pero fueron suficientes para derrotar al propre-
tor Aurelio Cotta y permitirle desembarcar sin contratiempos en Baelo (Bolonia, a 15 km al
oeste de Tarifa), donde se le unió un contingente lusitano de 4.000 infantes y 700 jinetes.
Después de acampar un cierto tiempo en un promontorio que domina la ciudad, la llamada
“Silla del Papa”, el ejército se puso en marcha hacia tierras lusitanas. Un intento del pro-
pretor Fufidio para detenerlos fracasó: a orillas del Guadalquivir el gobernador de la Ulte-
rior fue vencido.

El resto del año 80 lo empleó Sertorio en preparativos para la campaña del año
siguiente. Plutarco relata con complacencia la devoción de los lusitanos hacia la persona
del caudillo romano y sus dotes para deslumbrar y subyugar a los crédulos indígenas,
como el episodio de la cierva blanca a la que fingía consultar como intermediaria de la vo-
luntad divina. No le fue, pues, difícil a Sertorio lograr de los indígenas una confianza ciega
y hacer de su pequeño ejército un instrumento eficaz de combate, mediante la mezcla,
totalmente heterodoxa pero efectiva, de tácticas indígenas, excelentes en la guerra de
guerrillas, y disciplina romana.

Las campañas de Metelo


Sila consideró la situación lo suficientemente grave como para mandar a la Ulterior,
como procónsul, el año 79, a su colega de consulado Q. Caecilio Metelo Pío, un militar
maduro y experimentado, que dirigió sus fuerzas hacia Lusitania, al encuentro de Serto-
rio. Metelo comenzó su campaña en el borde oriental de la Lusitania, en territorio de los
vetones, pueblo ganadero, extendido por la región extremeña y las vecinas tierras salman-
tinas. Su objetivo, al parecer, era fortalecerse en la periferia del territorio enemigo antes
de alcanzar en una campaña relámpago hasta los últimos confines del territorio lusitano.
Desde las bases en el sur de su provincia, Metelo cruzó la línea del Guadiana para conso-
lidar sus posiciones en la zona a través de un eje de comunicaciones -la llamada poste-
! ! ! ! ! !
riormente vía de la Plata, vieja pista tartésica, ya utilizada por Servilio Cepión en sus
campañas del año 139-, que jalonó con fundaciones a las que daría su nombre: Metelli-
num (Medellín), Castra Caecilia (Cáceres el Viejo, a dos km de la capital) y vicus Caeci-
lius (junto a Puerto de Béjar). Alcanzado su objetivo sin tropiezos hasta la sierra de Gata,
Metelo se consideró preparado para adentrarse en territorio lusitano. Sin encontrar resis-
tencia, tomó Olisippo (Lisboa) para proseguir, rumbo sur, hasta el objetivo más distante
de la campaña, Lacobriga (Lagos), en el país de los conios, muy cerca del cabo San Vice-
nte, que hubo de someter a sitio. Una estación al sureste de Lisboa, Caeciliana, recuer-
da la ruta seguida por Metelo.

La estrategia de Sertorio ante la ofensiva del procónsul estaría basada en la táctica


de guerrillas. La única posibilidad de victoria estaba en impedir la conjunción de los ejérci-
tos enviados por los gobernadores de las provincias vecinas para aniquilarle. Por ello, al
comenzar la campaña, encargó a su lugarteniente Hirtuleyo neutralizar al gobernador de
la Citerior, M. Domicio Calvino, que ya acudía en ayuda de Metelo a lo largo del valle del
Tajo. Hirtuleyo no sólo consiguió derrotarle cerca de Consabura (Consuegra), sino que se
atrevió a avanzar hacia el este hasta Ilerda (Lérida), donde consiguió una nueva victoria,
esta vez sobre las fuerzas del procónsul de la Narbonense, L. Manlio, que desde la pro-
vincia vecina había intentado acudir en ayuda de su colega.

Sertorio, por su parte, se dispuso a neutralizar a Metelo, que, a la sazón, se encon-


traba lejos de cualquier punto de apoyo, en el fondo del saco lusitano, sitiando la ciudad
de Lacobriga. El caudillo sabino no sólo consiguió introducir provisiones a los sitiados, si-
no que aniquiló a una de las legiones que se había separado para ir en busca de trigo,
obligando a Metelo a levantar el cerco. La campaña, tan brillantemente iniciada, terminó,
pues, en fracaso y los puntos de apoyo de Metelo en el país lusitano se perdieron. El res-
to del año, el procónsul ya no se atrevió a cruzar, desde la seguridad de la provincia Ulte-
rior, la línea del Guadiana, convirtiéndose de atacante en atacado, puesto que Sertorio
sometió a saqueo el limite occidental de la provincia, llegando hasta la ciudad de Ucubi
(Espejo). Un tesoro monetario enterrado cerca de la ciudad con monedas que llegan hasta
el año 80 a. C. es testigo de la incursión. Pero fuera de estas operaciones, de limitado al-
cance, la provincia resistió, asegurando a Metelo con sus grandes posibilidades en
hombres y abastecimientos, suficientes recursos para las siguientes campañas.

Tras dos años de guerra los resultados podían considerarse altamente positivos pa-
ra Sertorio: había liberado Lusitania y neutralizado las armas romanas, obligándolas a la
defensiva, mientras los éxitos de su lugarteniente abrían el camino de la Hispania Citerior.
Podían intentarse objetivos más ambiciosos. Y, por ello, en el año 77, Sertorio hizo regre-
sar a Hirtuleyo a Lusitania, dejándole encomendada su vigilancia con expresa orden de
mantenerse limitado a la defensiva —sabía que nada podía hacer en campo abierto con el
ejército superior de Metelo—, mientras él se dirigía con sus tropas al valle del Ebro.

Sertorio en la Citerior
La campaña de Hirtuleyo había puesto en manos de Sertorio prácticamente toda la
provincia Citerior, a excepción de algunas plazas fuertes que permanecían fieles a Roma y
que Sertorio procuró conquistar para evitar dejar atrás bolsas que pudieran servir de apo-
yo a las tropas gubernamentales. Las fuentes nos relatan con detalle el sitio de Caracca
(quizá Taracena, en la provincia de Guadalajara), que expugnó con ayuda de una de sus
más felices estratagemas —el polvo levantado por el viento y aumentado por Sertorio ce-
gó a los sitiados—, y Contrebia (Daroca, sobre el Jiloca), que cayó en sus manos tras cua-
! ! ! ! ! !
renta y cuatro días de asedio. Trató con templanza a los vencidos, consciente de las ven-
tajas de atraérselos, y, una vez sólidamente asentado en la línea del Ebro, dio por termi-
nada la campaña, acuartelando su ejército para el inverno junto a Castra Aelia, ciudad de
incierta localización, que Schulten coloca en la desembocadura del Jalón, en el Ebro.

Pompeyo

Entre tanto se habían producido en Roma importantes acontecimientos que iban a


incidir en el desarrollo de la lucha sertoriana. Y en ellos se cimentaría la fortuna de un
personaje destinado a convertirse en protagonista de la historia política de Roma en los
próximos años: Cneo Pompeyo Magno.

Sus comienzos políticos


Los comienzos politicos de Pompeyo son inseparables del período turbulento de
las guerras civiles de los años ochenta. Era hijo de Pompeyo Estrabón, rico terrateniente
del Piceno y significado comandante de la Guerra Social, a quien conocemos como pro-
motor del decreto de ciudadanía a favor del escuadrón de caballería hispano. Heredero de
su influencia, fortuna y relaciones, el joven Pompeyo tomó partido por Sila y le ofreció una
valiosa y poco convencional ayuda a la cabeza de un ejercito privado, reclutado entre las
clientelas familiares del Piceno y los veteranos de su padre. Acabada en Italia la guerra
civil, fue investido, a instancias de Sila, con los poderes de propretor, para dirigir las ope-
raciones contra los focos adversarios que trataban de continuar en Sicilia la resistencia.
Apenas costó a Pompeyo limpiar la isla de cinnanos y, aún en Sicilia, recibió del dictador
el encargo de la reconquista de África, tarea que cumplió brillantemente. Sila, entonces, le
ordenó licenciar cinco de las seis legiones bajo su mando y esperar con la restante la lle-
gada del nuevo gobernador de la provincia. La orden significaba un jarro de agua fría pa-
ra el orgullo de Pompeyo y para las esperanzas de recompensa de sus soldados, puesto
que el dictador le escamoteaba el triunfo con este simple “agradecimiento de servicios
prestados”. La decisión de Pompeyo fue tan fulminante como enérgica, exigiendo el re-
greso a Italia con la totalidad de las tropas. Sila transigió, acudiendo incluso a su encuen-
tro y saludándole públicamente con el apelativo de Magno, para halagar una vanidad que,
ya precedentemente, se complacía en la imitación del gran Alejandro. Pero Pompeyo as-
piraba aún al triunfo, sin importarle las trabas legales que impedían su deseo. Cierto es
que tales trabas —la insólita concesión del supremo honor a un joven que todavía no ha-
bía investido la primera magistratura del cursus honorum— poco podían contar en un ré-
gimen cuyo derecho se acababa de fundamentar en la fuerza de las armas. Sila transigió
de nuevo y el ahora joven imperator entraba solemnemente en Roma el 12 de marzo del
79.

Suele señalarse con énfasis la excepción que significaba la personalidad de Pom-


peyo en el recién instaurado regimen silano, incrustado, como un cuerpo extraño, en el
gobierno senatorial, pero también se discuten las continuas provocaciones lanzadas por
este enfant terrible del régimen contra su creador, el omnipotente Sila. Sería largo y pro-
bablemente estéril discutir las razones que movieron al dictador a ejercitar la paciencia
con su joven partidario, al que llegó incluso a ligar a su familia, dándole por esposa a su
hijastra Emilia. En cambio, resultan manifiestos, desde estos comienzos, los propósitos de
Pompeyo, que, con el tiempo se irían decantando. La emulación de grandes figuras de la
historia, el énfasis de su dignitas, la audacia y el oportunismo político, estarán encamina-
dos a lograr aceptación primero y, luego, prestigio entre la clase dominante. Sus alianzas,
no sólo con Sila, sino con las importantes casas de los Metelos y Claudios, a través de un
! ! ! ! ! !
nuevo matrimonio, estarán dirigidas a incluirse en los círculos más exclusivos de la nobili-
tas, a cuyos miembros imitará en el cultivo de las tradicionales posturas de un aristócrata,
cultivado en las letras griegas, buen orador y cabeza de un círculo de adherentes, que el
destino iba a ampliar hasta límites insospechados.

En el contexto de la nueva nobilitas postsilana, Pompeyo, en lugar de una excep-


ción, resulta mas bien un arquetipo, en el que se resumen las posibilidades de promoción
de una época, cuyo propio carácter político es ya paradójico: Sila habia entregado las
riendas del Estado a una renovada nobleza senatorial, a la que previamente debilitó, no
sólo sustrayéndole con las proscriptiones gran parte de su sustancia, sino incluyendo en
ella arribistas y gentes sin escrúpulos, cuvo único título era la lealtad, sentida o interesa-
da, al dictador. De poco podían servir las provisiones legales con las que habia querido
preservarla, si ella misma era incapaz de protegerse, recuperando su autoridad, confianza
y capacidad de decisión. Pero fue todavía mas grave que la precipitada retirada de Sila,
principal sostén del nuevo régimen, estuviera seguida de un bronco desafio al sistema y a
su oligarquía por parte de elementos políticos y sociales perjudicados por el dictador.
Campesinos desposeídos, proscritos, víctimas de las confiscaciones, levantarán de in-
mediato su voz para exigir devolución de propiedades a sus antiguos dueños, regreso de
los exiliados y abrogación de las medidas del dictador, polarizados en dos focos de resis-
tencia, que acaudillarán, respectivamente, Lépido en Italia y Sertorio en Hispania. Y este
débil senado, cuyos pocos miembros de prestigio y acción se encuentran en su mayoría
en las fronteras del imperio, empeñados en los compromisos de política exterior, han de
cerrar filas, olvidar las rencillas y desigualdades que lo modelaron y recurrir a cualquier
ayuda efectiva para taponar las grietas. Pompeyo estará dispuesto a prestarla.

El putsch de Lépido
M. Emilio Lepido habia alcanzado con Q. Lutacio Catulo el consulado de 78, con la
expresa desaprobacion de Sila. El ex dictador no podia confiar, precisamente, el primer
mandato que la restaurada república emprendía sin su directa vigilancia, a un individuo
que, en veinte años, habia cambiado tres veces sus preferencias políticas. Durante la re-
pública cinnana colaboró con el gobierno, pero, al estallar la guerra, se apresuro a demos-
trar lealtad a Sila, y su oportunismo le valió no sólo un buen botín en las proscriptiones,
sino la magistratura pretoria. Su candidatura al consulado fue apoyada por Pompeyo, se-
guramente como consecuencia de una amistad cimentada en el campo militar; Sila asegu-
ró personalmente el puesto de su colega Catulo: convencido aristócrata, inflexible y se-
vero, no era difícil suponer que pronto surgirían fricciones entre ambos colegas.

Si Lépido había sido frenado por la autoridad de Sila, aun retirado de la vida publi-
ca, su muerte marcó el principio de una activa agitación política, en la que el cónsul, sos-
pechoso a los verdaderos silanos, intentó crearse un soporte mas sólido, apelando a los
elementos de la población perjudicados por la dictadura. Su provocadora actitud ante los
funerales de Sila, cuya celebración a expensas publicas trató de obstaculizar, era ya un
primer gesto de propaganda, que se explicitó en un programa político, en el que recogía
las principales reivindicaciones de los individuos y grupos excluidos del sistema: regreso
de los exiliados, restauración de las propiedades confiscadas a sus antiguos dueños, anu-
lacion de las medidas de Sila para los descendientes de los proscritos y reanudación de
los repartos de trigo a la plebe. No era tanto un ataque al sistema, buscando su ruina,
como una agitacion, medida entre los límites del orden constitucional, para capitalizar las
simpatías y apoyo de los muchos desafectos al régimen. Pero el clima político estaba aún
demasiado caldeado para soportar peligrosos juegos sin graves consecuencias en la es-
! ! ! ! ! !
tabilidad pública. Los ecos de la agitacion de Lépido llegaron a la castigada Etruria: en
una de sus comunidades, Fiessolae, los campesinos desposeídos expulsaron a los colo-
nos silanos y reocuparon sus propiedades, iniciando así una revuelta, que, al extenderse,
adquirió caracteres de sedición.

El senado dio orden a los cónsules de aplastar el levantamiento, ignorando o fin-


giendo ignorar la responsabilidad de Lépido, en una situación realmente paradójica: Lépi-
do, al mando de una fuerza de represión, se dirigía a aplastar el levantamiento de unos
insurgentes que le reconocían como líder. La equívoca situación todavía se hacía más
complicada por la falta de entendimiento de los cónsules, que amenazaban con combatir-
se al margen de la revuelta. Las fricciones parecían tan graves que el propio senado obli-
gó a ambos a obligarse mediante juramento a mantener la paz entre ellos. Las presiones
de los más agresivos antisilanos comprometían cada vez más a Lépido, empujándole a
una abierta rebelión, pero el senado era demasiado débil para soportar este ataque, y
procuró todavía recuperar al cónsul bajo pretextos legales, ordenándole regresar a Roma
para presidir el periodo de elecciones. Lépido entonces jugó sus cartas al descubierto: tras
enviar a la Galia, con la orden de reclutar tropas, a su lugarteniente, M. Junio Bruto, no
sólo se negó a regresar a Roma, sino que exigió su reelección como cónsul. La inacepta-
ble petición obligó al senado a romper las hostilidades, mientras el cónsul rebelde se ro-
deaba de descontentos y de enemigos abiertos del régimen, como el hijo de Cinna o el
propretor de Sicilia, M. Perpenna.

El contemporizador senado había elegido la adopción de una postura enérgica en


el último momento y, por supuesto, sin preparación previa. El ejército de Catulo era insufi-
ciente para acudir simultáneamente a los dos frentes que Lépido y Bruto habían abierto, y
la época, comienzos del 77, encontraba a Roma sin, ni siquiera, magistrados ordinarios, al
no haberse podido celebrar las elecciones. El interrex, Apio Claudio, recurrió a la suprema
medida del senatusconsultum ultimum, mediante el cual se solicitaba de todo portador del
imperium acudir en defensa del estado. Ello significaba una nueva oportunidad para Pom-
peyo, cuya participación en la lucha fue abiertamente defendida por Marcio Filipo.

Pompeyo fue subordinado como propretor al ahora procónsul Catulo y ambos com-
binaron sus fuerzas para tratar de yugular el movimiento de rebelión. Fue Catulo quien se
enfrentó a su odiado ex colega en las cercanías de Roma, cerca del puente Milvio, mien-
tras Pompeyo, desde el Piceno, obligaba a capitular a M. Junio Bruto, encerrado en Muti-
na (Módena), y, más tarde, lo ordenaba asesinar. Liberada Italia septentrional, Pompeyo
regresó hacia el sur para encontrar, a la altura de Cossa, en la costa de Etruria, al ejército
de Lépido, que venía perseguido por Catulo. Los dos caudillos gubernamentales, si bien
no tuvieron dificultades en vencer a Lépido, no pudieron impedir que, con el grueso de sus
fuerzas, embarcara hacia Cerdeña Allí, el gobernador de la isla no iba a dejarle hacerse
fuerte: vencido por tercera vez, una enfermedad, poco después, acababa con su vida,
mientras sus tropas, reagrupadas por Perpenna, tomaban el camino de Hispania para in-
corporarse a ejército con el que Q. Sertorio se mantenía victorioso desde hacía dos años
frente a las fuerzas gubernamentales enviadas para someterlo.

La organización de los dominios sertorianos


Con las tropas anexionadas por Perpenna, 53 cohortes, el ejército de Sertorio se
vio aumentado en 20.000 infantes y 1.500 jinetes. Salvo algunas ciudades de la costa, era
dueño de toda la Hispania Citerior y contaba con la ferviente devoción de los indígenas.
Había llegado el momento de reorganizar su ámbito de dominio no sólo con los preparati-
! ! ! ! ! !
vos tensos que exige un permanente estado de guerra, sino mediante instituciones que
dieran la impresión de un estado de derecho consolidado y estable.

A ambas tareas dedicó Sertorio el invierno del 77. Livio describe la extraordinaria
actividad desplegada por Sertorio en los preparativos de la guerra: fabricación de armas,
entrenamiento de los reclutas, propaganda bélica ante los representantes de las ciudades
indígenas. Ni las circunstancias, ni la cantidad de fuerzas, aconsejaban prolongar la gue-
rra de guerrillas que Sertorio había desplegado en Lusitania. Había que organizar un ejér-
cito romano en su armamento y táctica, ya que no en sus efectivos. Y Sertorio se aplicó a
entrenar a aquellos indígenas en la disciplina, base de la eficacia romana. Pero también
se ocupó de proporcionar a su movimiento de subversión una base legal, mediante im-
prescindibles medidas políticas, entre ellas, la formación de un «senado» con los exilia-
dos romanos, y la elección de «magistrados» de la misma procedencia. Con ellas se mar-
caba claramente la ruptura total con el régimen, para él ilegal, de Roma, y su transferencia
a Hispania. La creación de un senado y la elección de magistrados, lejos de convertirse en
una farsa ridícula, como en ocasiones se ha interpretado, significaban la única salida de
una mente política fría, aunque atrevida. Con estas instituciones, Sertorio pretendía sub-
rayar su condición de romano, defensor del gobierno legítimo, que frente a la usurpación
de sus enemigos en Roma, se trasladaba al exilio hispano.

Este carácter de gobierno en el exilio que Sertorio quiso dar a su movimiento se


manifiesta en la relación con los indígenas, que descubre un pasaje de Livio: «finalmente,
convocados los legados de todos los pueblos dio las gracias a las ciudades... y les exhortó
a continuar la guerra, demostrándoles en pocas palabras cuánto interesaba a la provincia
de Hispania la victoria de su partido». El texto se refiere a los preparativos del año 77.
Sertorio no invoca una lucha por la libertad, ni un futuro al margen de Roma: no se cues-
tiona el carácter de provincia romana de Hispania; sus únicas promesas son de trato más
justo, de más amplias posibilidades dentro del imperio si consigue alcanzar el poder en
Roma. Y este interés por la promoción de los indígenas -o, al menos, de sus elementos
dirigentes- se subraya con iniciativas novedosas como la fundación de una escuela supe-
rior en Osca (Huesca), su centro de operaciones y capital, para la educación de los hijos
de la nobleza ibérica, a los que permitía el uso de la toga praetexta y de bullae o collares
de oro, distintivos de la juventud noble romana. Es cierto que Sertorio pudo considerar que
se trataba de un excelente medio para proporcionarse rehenes con los que garantizar la
fidelidad de los cabecillas indígenas.

En cuanto a la extensión del territorio controlado por Sertorio, Lusitania, su


primer campo de operaciones, podía considerarse fuera del dominio gubernamental, ya
que incluso las bases fuertes levantadas por Metelo, como el campamento junto a Cáce-
res, fueron destruidas, como prueban los restos arqueológicos. El Guadiana en su curso
medio e inferior marcaría aproximadamente el límite entre la zona liberada y la provincia
Ulterior, fiel al gobierno. Por el norte, Sertorio contaba tambien con la Celtiberia, despues
de someter las pocas ciudades que prefirieron permanecer neutrales o enemigas, como
Caracca y Contrebia. La Celtiberia proporcionó a Sertorio gran parte de sus recursos hu-
manos y se hicieron famosas por su fidelidad algunas de sus comunidades, que incluso
continuaron resistiendo tras la muerte del caudillo, como Uxama, Clunia y Calagurris. El
núcleo del imperio sertoriano, sin embargo, lo constituía el amplio territorio del valle del
Ebro, especialmente la orilla septentrional y su prolongacion hacia los Pirineos: aqui esta-
ba situada Osca, la capital de Sertorio, Ilerda, Bilbilis, Calagurris... Por ultimo, en la costa,
Valentia y Dianum servían de arsenales y bases de operaciones en el levante ibérico.
! ! ! ! ! !
Pero este extenso territorio incluía una heterogénea población, cuyos lazos con el
caudillo debieron ser de signos muy distintos. Lusitania, después de múltiples campañas,
no había sido todavía incluida en su totalidad dentro de las fronteras romanas y las co-
munidades que integraban su territorio, en muchos casos sin base urbana, difícilmente
podían comprender el significado de la lucha. Su adhesión a Sertorio no incluía otros pro-
pósitos que el mantenimiento de su independencia y la posibilidad de obtener sustancio-
sos botines bajo un caudillo victorioso.

Las comunidades celtíberas y vacceas que poblaban la meseta norte, en cambio,


tenían ya una larga experiencia de relaciones con los romanos, aunque también hasta
muy recientemente de signo negativo, basadas en la guerra. En su territorio, sin embar-
go, se habían iniciado un nuevo tipo de relaciones más estables y positivas: muchos nú-
cleos habían sido desmantelados y otros, de nueva factura, trataban de sedentarizar a la
población e intentaban introducir formas de vida romanas. Su adhesión a Sertorio, aun-
que quizás en algunos casos incluía veleidades de independencia, se fundamentaba en
aspiraciones menos drásticas, en el contexto de su carácter de súbditos del imperio. De
cualquier forma, tanto a lusitanos como celtiberos, Sertorio trató de unirlos a su causa
utilizando lazos sagrados, de vieja tradición indígena, que tenían un profundo arraigo en la
Península. Se trata de la devotio iberica, institución bien documentada en la Antigüedad
hispana, de cuyos fuertes lazos de fidelidad personal hasta la muerte tenemos abundan-
tes ejemplos en las fuentes griegas y romanas.

En cuanto al valle del Ebro y la costa levantina, la población indigena había estado
sometida a más de un siglo de influencia continua romana, potenciada, como hemos visto,
por una importante emigración itálica. Es, pues, lógico que Sertorio asentara aquí sus ba-
ses de operaciones. Además de Ilerda y Valentia, sin duda, otras muchas comunidades
contaban con grupos de población romano-itálicos, que habia transformado o estaba en
vías de modificar las estructuras tradicionales de la región. La adhesión a Sertorio de es-
tos hispanienses, es decir, no indígenas, asentados de forma estable en Hispania, no era
otra cosa que la identificación de amplias capas de la población ítalo-romana con su pro-
grama de derrocamiento del gobierno oligárquico postsilano. Con ello, las guerras de Ser-
torio en la Península alcanzan una nueva dimensión, porque son, al mismo tiempo, la
primera expresión, documentada y de vasto alcance, del traslado de los problemas políti-
co-sociales de la crisis romana al campo provincial, y de la participación activa y conscien-
te de los provinciales en estos problemas.

Y es así porque la adhesión de los hispanienses del valle del Ebro y Levante al
ideal sertoriano contó, sin duda, con una oposición entre los propios hispanos de otras zo-
nas, fieles al gobierno senatorial. Entre los indicios que dan pie a esta suposición está el
probable origen hispaniense de Pacciano y del ejército enviado por Sila para acudir en
ayuda de Ascalis de Tánger contra los insurrectos mauritanos conducidos por Sertorio.
Pero, sobre todo, es reveladora la posición mantenida por la Hispania Ulterior durante la
guerra. El sur de la provincia se convertirá en la base de aprovisionamiento y cuartel ge-
neral de Metelo. Las fuentes describen con lujo de detalles el recibimiento apoteósico tri-
butado al general romano por las ciudades de la Ulterior a su regreso de la campaña del
año 74, lo mismo que el terror suscitado en la provincia en el 80 ante el anuncio del de-
sembarco de Sertorio. Pero también en la Citerior, ciudades como Tarraco y Sagunto, aun
estando situada en la zona de influencia de Sertorio, prefirieron mantenerse fieles al go-
bierno de Roma.
! ! ! ! ! !
Pero no fue sólo la Ulterior el centro de la resistencia contra Sertorio. En otros terri-
torios de la Península el ejército senatorial contó con el apoyo indígena. Por Livio sabe-
mos que los berones y autrigones solicitaron la ayuda de Pompeyo para resistir a Sertorio
y le proporcionaron guías. Otros enemigos del caudillo sabino, de acuerdo con las fuentes,
fueron los bursaones, cascantinos y graccurritanos, así como, en Levante, la ciudad de
Lauro.

Es evidente, en muchas de estas toma de partido, que no era tanto una identifica-
ción con intereses romanos, lo que llevaba a las comunidades indígenas a inclinarse por
uno u otro bando, sino que intervenían, como antes, las tradicionales rivalidades hispanas,
que conocemos desde los propios inicios de la conquista. Y, si en un principio, razones
coyunturales hicieron que la Península se convirtiera en el escenario de un conflicto civil
-la lucha deseperada contra Sila de elementos populares -, la participación de los indíge-
nas, de grado o por fuerza y por razones en muchos casos ajenas a la esencia del conflic-
to, convirtió la lucha contra Sertorio por parte de las fuerzas senatoriales y, sobre todo,
con Pompeyo, en una auténtica guerra exterior, en una de las últimas fases de la larga
conquista del territorio celtíbero-lusitano.

Pero también, con Sertorio, se produce la introducción masiva de elementos "bár-


baros" en las filas del ejército romano. Por razones coyunturales, los ejércitos romanos
que luchaban en Hispania se vieron obligados a usar de todos los recursos posibles, y el
traslado de los conflictos civiles, de los que la guerra sertoriana es el primer ejemplo, fuera
de Italia hicieron necesaria la búsqueda de cualquier medio para aumentar los recursos
bélicos de los correspondientes caudillos. Los veinte años que discurren entre el final de la
guerra sertoriana y el comienzo de la guerra civil entre César y Pompeyo son precisamen-
te aquellos en los que va cristalizando la enorme serie de contradicciones y problemas de
la República hacia la única solución posible: el enfrentamiento armado, donde las provin-
cias por sus reservas materiales y humanas son una pieza fundamental.

La guerra sertoriana de Pompeyo


Volviendo a los acontecimientos, Metelo, tras la fracasada campaña en Lusitania,
necesitaba urgentemente refuerzos para intentar de nuevo pasar al ataque, pero la plura-
lidad de los frentes de guerra de la politica exterior romana, en Asia Menor, Macedonia y
el Adriático, dificultaba tanto los reclutamientos como la búsqueda de un comandante idó-
neo. Allí estaba, sin embargo, Pompeyo con su ejército, retardando su licenciamiento tras
la victoria sobre Lépido, a pesar de las órdenes para que lo disolviese: entre cortés y exi-
gente, en una actitud que recordaba peligrosamente a su padre Estrabón tras la Guerra
Social, Pompeyo solicitaba ser enviado, con un nuevo imperium, a luchar contra Sertorio.
La discusión en el senado sobre la conveniencia de la petición, trascendente para el pos-
terior desarrollo de la carrera de Pompeyo, no la conocemos con claridad. Por razones
que se escapan —miedo, incapacidad, espiritu de cuerpo que se resistía a desautorizar a
Metelo—, los cónsules en ejercicio declinaron la responsabilidad de conducir las tropas,
mientras el grupo del senado más intransigente se pronunció contra nuevos imperia ex-
traordinarios, que repugnaban al espíritu de la renovada constitución: un joven que toda-
vía no habia ejercido la cuestura no podia ser investido de poderes proconsulares. Marcio
Filipo, el astuto defensor de los intereses de Pompeyo, replicó con ironía que Pompeyo
no debia ser enviado como procónsul, sino en lugar de los cónsules (non proconsule sed
pro consulibus). Y, finalmente, su propuesta fue aceptada.

! ! ! ! ! !
Pompeyo ni siquiera se acercó a Roma para agradecer al senado su confianza. En
cuarenta días puso en pie de guerra un ejército de 50.000 infantes y 1.000 jinetes y tomó
el camino de Hispania. Debió pasar los Alpes, probablemente por el pequeño San Bernar-
do, antes del invierno, pero no pudo llegar a Hispania hasta finales del año porque creyó
conveniente pacificar primero la Narbonense, provincia de la que había sido encargado
junto con el mando de la Hispania Citerior. Logrado este primer objetivo, delegó el mando
de la provincia en el propretor M. Fonteyo y atravesó los Pirineos por el paso del Perthus,
desembocando en la costa catalana. Aquí supo ganarse a las tribus de indigetes y laceta-
nos, lo que le permitió establecer pacíficamente en su territorio los cuarteles de invierno,
quizá en Ampurias, y prepararse para la campaña del año siguiente.

Sertorio tuvo noticias con suficiente antelación del nuevo peligro que se avecinaba
y dispuso sus fuerzas en consecuencia. Frente al ingente número de soldados enemigos
concentrados en la Península, su mejor aliado era el tiempo. La guerra habría de ser de
desgaste, para crear cada vez más dificultades en los aprovisionamientos de un volumen
tan considerable de fuerzas; además era vital para Sertorio evitar un choque decisivo,
sin duda desfavorable, si se producía la conjunción de los ejércitos de Pompeyo y Mete-
lo, y, para ello, nada mejor que multiplicar los frentes.

En consecuencia, ante la campaña del 76, envió a Perpenna, con la totalidad de


las fuerzas que había traído de Cerdeña, al territorio entre el Ebro y el Turia, con el encar-
go de rechazar a Pompeyo en cuanto intentara atravesar la línea defensiva del Ebro. Las
fuerzas de Perpenna contarían con un segundo ejército al mando de Herennio en la reta-
guardia para acudir en su ayuda en caso necesario. Por su parte, Hirtuleyo, que, como
sabemos, había sido encargado de la Lusitania, debía tomar las medidas necesarias para
hacer imposible a Metelo conjuntar con Pompeyo mediante un continuo hostigamiento,
aunque evitando siempre una batalla en campo abierto. Mientras, Sertorio tomaría a su
cargo en abanico el amplio territorio del interior, entre la costa y Lusitania, en expectativa
para acudir al frente que más necesitara de ayuda.

Para ello, iniciada la primavera del 76, Sertorio, desde su campamento de invierno
en Castra Aelia, se puso en marcha a lo largo de la orilla meridional del Ebro, con la inten-
ción de utilizarla como barrera contra el enemigo procedente del norte. En su marcha en-
contró tribus amigas, a las que afirmó en su alianza, y enemigas, que hubo de someter o
castigar. De este modo pasó sobre Gracchurris (junto a Alfaro), Calagurris (Calahorra) y
Vareia (Varea, junto a Logroño). Su intención era tambien reclutar tropas auxiliares indíge-
nas y asegurar los abastecimientos de trigo para su ejército. Con estos encargos envió a
dos de sus lugartenientes: M. Mario, hacia las tribus de los pelendones y arévacos, e Ins-
teyo, al país de los vacceos. Uno y otro habrían de concentrarse con los hombres y ali-
mentos conseguidos en Contrebia Leucade (Cervera del río Alhama), en territorio de los
berones, a medio camino para acudir, o bien al frente occidental, en apoyo de Hirtuleyo, o
al oriental costero contra Pompeyo, según lo exigieran las circunstancias.

Pompeyo, por su parte, se proponía liberar la costa oriental para avanzar luego
hacia el interior de la Meseta. Su posesión era vital para mantener las comunicaciones
marítimas con Roma y, por ello, mientras él mismo avanzaba desde el norte, envió a su
cuestor C. Memmio por mar a Carthago Nova con otro ejército para operar desde el sur,
de modo que los sertorianos quedaran cogidos entre dos fuegos.

! ! ! ! ! !
No tuvo dificultad Pompeyo, una vez comenzadas las operaciones, en franquear el
Ebro, que Perpenna no pudo defender, y avanzar libremente por territorio de los ilercavo-
nes, mientras Perpenna y el ejército de retaguardia de Herennio se replegaban impotentes
hacia Valentia, uno de los puntos fuertes de los sertorianos. Sertorio, no dudando de la
gravedad del momento, decidió movilizar las tropas expectantes en Contrebia y a mar-
chas forzadas acudió al teatro de la lucha en la costa oriental. Mientras tanto, Pompeyo
había avanzado ya hacia Sagunto, la vieja ciudad aliada de Roma, y no dudaba en alcan-
zar el cuartel sertoriano de Valentia, puesto que el único punto entre ambas ciudades era
Lauro (quizás Liria, en las cercanías de Puzol), que permanecía fiel al gobierno senatorial.
Sertorio trató de cerrar a Pompeyo el camino hacia Valentia con la ocupación de Lauro, a
la que puso sitio. Contamos en las fuentes con muchos episodios de este asedio, que
Sertorio hizo célebre con sus estratagemas. Finalmente, tras aniquilar a un destacamento
de Pompeyo de 10.000 hombres, la ciudad hubo de entregarse a Sertorio, que la saqueó
e incendió ante la impotente asistencia del caudillo optimate.

Las optimistas perspectivas de Pompeyo al inicio de la campaña se habían venido


abajo, ya que el ejército enviado por mar a Carthago Nova, aunque pudo hacerse fuerte
en la ciudad, quedó inmovilizado por un cuerpo de ejército sertoriano, que la sometió a
asedio. Es lógico que la primera consecuencia del desastre fuera la defección de algunas
de las ciudades aliadas de Roma, que se pasaron a Sertorio. Pompeyo, dando por perdida
la región, se retiró de nuevo al otro lado del Ebro, aunque no acampó en la costa, sino en
el interior, entre el Ebro y los Pirineos, en territorio vascón, con la intención, antes de aca-
bar el año, de probar fortuna contra los aliados sertorianos de laMeseta y debilitar así una
de las principales fuentes de aprovisionamiento de hombres y materiales del enemigo.
Penetrando, pues, en el valle del Jalón, conquistó varias ciudades, de las cuales las fuen-
tes nos transmiten el nombre de una, Belgida, de situación desconocida.

Pero no todo habían sido fracasos para las fuerzas senatoriales. El frente sertoria-
no de la Lusitania quedó deshecho tras la victoria de Metelo sobre Hirtuleyo en Italica. El
lugarteniente de Sertorio no pudo evitar la batalla en campo abierto, donde las bien en-
trenadas tropas romanas pudieron desplegar todas sus posibilidades. Hirtuleyo, con los
pocos restos de su ejército, huyó al interior de la Lusitania. Metelo, por su parte, hubo de
pensar en acudir en ayuda de Pompeyo y terminar con Sertorio, pero la retirada de Pom-
peyo hacia los Pirineos contuvo al maduro general, que no se atrevió solo a la difícil em-
presa. Por ello, permaneció en la provincia asegurando las posiciones del Guadalquivir
para esperar, confiado en la victoria, el desarrollo de la próxima campaña.

De todos modos, el balance del año 76 era favorable a Sertorio, que se apresuró a
taponar la única brecha importante de sus fuerzas. Dejando a Herennio en Valentia, se
dirigió con Perpenna a Lusitania para reclutar un nuevo ejército con el que paliar las pér-
didas de Hirtuleyo: para la campaña siguiente, el lugarteniente de Sertorio contaba de
nuevo con unos efectivos de viente mil hombres.

En la campaña del 75 cada ejército ocupó de nuevo su lugar de acuerdo con los
planes previstos. Hirtuleyo continó en Lusitania mientras Sertorio y Perpenna volvían a la
costa oriental. La estrategia de Sertorio continuaba siendo la misma: era de total necesi-
dad mantener alejado a Metelo del teatro de la guerra oriental, mediante un continuo hos-
tigamiento por parte de Hirtuleyo. Pero el plan fracasó esta vez rotunda y definitivamente.
Hirtuleyo, por segunda vez, se dejó atraer a campo abierto, donde las tropas romanas,
más numerosas y disciplinadas, estaban en clara ventaja. Este error no sólo le costó la
! ! ! ! ! !
derrota, sino también la propia vida y la de su hermano. Las fuentes dan como escenario
de la victoria de Metelo Segovia, sin duda, no la ciudad castellana, sino otra homónima,
no localizada con precisión, en el curso del río Singilis (Genil). Tras la victoria, Metelo se
encontraba libre por completo para acudir al frente oriental desde el sur, haciendo realidad
el plan previsto.

Mientras tanto las fuerzas sertorianas se habían dividido en dos frentes, uno al nor-
te, con Perpenna y Herennio, dispuesto contra Pompeyo, y otro al sur, en retaguardia,
mandado por el propio Sertorio. De nuevo se evidenció la incompetencia de los lugarte-
nientes de Sertorio para imponerse al joven Pompeyo. El escenario del enfrentamiento fue
Valentia, donde se habían hecho fuertes los sertorianos: Pompeyo venció y ocupó la ciu-
dad. Los vencidos se retiraron hacia el sur para unirse a Sertorio en la línea del Sucro (Jú-
car). Ante el avance de Pompeyo, perdida gran parte de la costa y la propia Valentia, Ser-
torio, una vez conocido el desastre en el frente occidental, provocó el encuentro, antes de
que llegara el ejército de Metelo. No sabemos el lugar preciso de la batalla entre Pompeyo
y Sertorio en el río Sucro, quizá junto a la ciudad del mismo nombre, cerca de Alcira. El
resultado fue indeciso: mientras Sertorio vencía en el ala derecha sobre Afranio, Pompe-
yo derrotaba a Perpenna. Cambiaron los papeles al acudir Sertorio contra Pompeyo, con
resultado favorable para el caudillo sabino, frente a la victoria de Afranio sobre Perpenna.
Sertorio apresuró un nuevo encuentro para el día siguiente, pero ya era demasiado tarde.
Las tropas de Metelo habían podido finalmente conjuntar con el ejército de Pompeyo. Ser-
torio no tuvo más remedio que replegarse hacia el norte, y, tras una nueva batalla entre el
Turia y Sagunto, sin resultados decisivos, resolvió atrincherarse tras los muros, recons-
truidos a toda prisa, de Sagunto, en espera de refuerzos de las poblaciones aliadas del
interior.

No podia ya esperarse un resultado definitivo y, por ello, las fuerzas de Pompeyo y


Metelo, dado lo avanzado del año, se dividieron para buscar un lugar donde establecer los
campamentos de invierno. Metelo, en esta ocasión, en lugar de regresar a la Ulterior, se
dirigió a la Galia. Pompeyo, mientras tanto, aprovechando los últimos meses del año, in-
tentó un segundo ataque contra la Celtiberia, el núcleo abastecedor de Sertorio. Trataba
Pompeyo de atraer a su causa al mayor número posible de ciudades y disuadir a las que
estuvieran dispuestas a ayudar al rebelde. Sertorio, mientras, no perdía de vista al gene-
ral romano, procurando, sin entrar en combate abierto y apoyado en las plazas fuertes
fieles, hacer fracasar la tentativa. No conocemos bien los acontecimientos, pero parece
ser que Pompeyo sitio a Sertorio en Clunia (Coruña del Conde), de donde no logró ex-
pugnarlo. Siguió probando fortuna a lo largo de otras ciudades celtíberas y vacceas y,
viendo lo infructuoso de la empresa, decidió al fin retirarse para el invierno al territorio
aliado de los vascones, dejando a su legado Titurio con suficientes fuerzas -quince cohor-
tes- acampado en la Celtiberia, para mantener abierto el camino con vistas a la siguiente
campaña.

Tradicionalmente se ha venido manteniendo como acuartelamiento de Pompeyo


los alrededores de Pamplona, aunque la fundación de la ciudad no tuvo por qué tener lu-
gar necesariamente en el invierno del 75-74. Las excavaciones arqueológicas han ido
comprobando la presencia efectiva de modos de vida romanos en la zona vascona desde
finales del siglo II a. C., con lo que, en época de Sertorio, estas comunidades se encon-
traban en un grado apreciable de desarrollo. Un ejemplo nos lo muestra la comunidad de
Andelos (Muruzábal de Andión), en el río Arga, en la comunicación entre Pamplona y el
valle del Ebro, donde se documenta un oppidum prerromano, típico de la primera Edad del
! ! ! ! ! !
Hierro, sobre el que se estableció un núcleo urbano importante, que, ya durante el siglo I
a. C., presenta modos de vida al estilo romano. La presencia de Pompeyo en territorios
vascones septentrionales obedecía a su interés por situarse en un punto que permitiera el
control del centro y norte vascón, con el objetivo de dividir las tierras controladas por Ser-
torio y aislar las tierras vasconas meridionales de su comunicación natural (el Ebro) con la
Celtiberia Citerior.

La campaña del año 75 había marcado el curso de la guerra. Sertorio, perdida la


iniciativa, no podía impedir la actuación conjunta de los dos ejércitos gubernamentales.
Incluso el núcleo de sus reservas, la Celtiberia, había empezado a tambalearse y un ejér-
cito enemigo acampaba en su interior. Pero a pesar de sus éxitos, las fuerzas del gobierno
senatorial tampoco podían considerarse satisfechas. La guerra se prolongaba; los abaste-
cimientos se hacían cada vez más difíciles; se preveía una dura campaña en los parajes
más hostiles de la Hispania Citerior. Una vez llevado a cabo el encuentro en campo abier-
to, sin resultado favorable para el ejército gubernamental, Sertorio ya no se decidiría a ca-
er de nuevo en la trampa y volvería a la guerra de guerrillas y a los largos sitios, intentan-
do minar la moral de las tropas romanas con los pobres resultados que pueden conseguir-
se en la empresa de ir apagando pequeños pero innumerables focos de resistencia. Tanto
Sertorio como Pompeyo necesitan revitalizar sus fuerzas, si se quiere, Sertorio a la de-
sesperada, jugando su última carta; Pompeyo, buscando una rápida decisión, aun cons-
ciente de que a la larga era suya la victoria.

Por ello, debe fecharse en estos meses del invierno del 75 o un poco antes una
decisión de Sertorio que, si en definitiva, no cambiaría el desarrollo de los acontecimien-
tos, ha llamado poderosamente la aten ción: el pacto suscrito por el caudillo popular con el
rey del Ponto Mitrídates, encarnizado y tenaz enemigo de Roma.

Según Apiano, de acuerdo con los términos del acuerdo, Sertorio reconocía la he-
gemonía del rey del Ponto sobre toda Asia Menor, incluida la provincia romana de Asia.
Sertorio, asimismo, enviaba a su lugarteniente M. Mario con algunas fuerzas al servicio
del rey, mientras éste se obligaba a ayudarle en la guerra con 3.000 talentos y cuarenta
navíos de guerra. Los términos del pacto, en cuanto eran posibles —ya que el reconoci-
miento de la hegemonía sobre Asia Menor, incluida o no la provincia de Asia, era por el
momento puramente simbólica—, se llevaron a cabo: Mario llegó al Ponto y se puso a las
órdenes de Mitrídates; los barcos del rey del Ponto anclaron en Dianium, la principal base
naval sertoriana en la Península, en el año 74, demasiado tarde para los planes de Serto-
rio.

Por su parte, Pompeyo, tras dos años de campaña, debió pensar que era necesaria
una rápida solución antes de convertir la lucha contra Sertorio en una larga guerra de
desgaste, contraria a sus intereses. Y sólo esta impaciencia explica la insolente carta diri-
gida por Pompeyo al senado durante el invierno del 75 exigiendo envíos de dinero, provi-
siones y refuerzos. La carta surtió efecto y Pompeyo pudo contar con la ayuda deseada
para intentar el golpe final.

El año 74 las operaciones se trasladaron desde la costa de Levante a la Meseta.


Los dos tanteos, emprendidos tras las campañas del 76 y el 75, habían hecho comprender
a Pompeyo que, para acabar con Sertorio, era necesario atacar sus bases de aprovisio-
namiento y de hombres. El año anterior había conseguido insertar una cuña en territorio
celtíbero. Ahora, en la primavera del 74, iba a intentar el asalto definitivo. Para ello, dispo-
! ! ! ! ! !
nía de un ejército descansado y reforzado recientemente con el envio de dos legiones,
además del ejército de Metelo. El plan estratégico consistía en lanzarse por dos puntos
distintos contra las ciudades enemigas de la Celtiberia: Pompeyo operaría hacia el oeste,
en el valle del Duero, en tierras de los vacceos; mientras, Metelo se encargaría del frente
oriental, moviéndose a lo largo del valle del Jalón, contra la Celtiberia.

Se trataba de una nueva estrategia basada en el desgaste, que pretendía lograr la


defección de los aliados indígenas de Sertorio mediante el asedio de los centros más sig-
nificados y la destrucción de sus riquezas. Pompeyo sitió Pallantia, capital de los vacceos,
pero hubo de levantar el asedio, aunque no sin antes quemar las murallas de la ciudad.
Más éxito tuvo contra otra ciudad vaccea, Cauca, que consiguió ocupar. Metelo, mientras
tanto, concienzudamente iba sometiendo uno a uno los núcleos de la Celtiberia oriental,
como Bilbilis (Calatayud) y Segobriga (Saelices, Cuenca). Antes de acabar la campaña,
ambos generales se unieron para intentar un golpe de mano contra Calagurris (Calaho-
rra), uno de los principales centros sertorianos, llave del valle del Ebro y de las comunica-
ciones hacia la Celtiberia. Sertorio en persona defendió el sitio; tras matar 3.000 hombres
obligó al enemigo a levantarlo. No se podía hacer más por ese año y las tropas se dirigie-
ron a los cuarteles de invierno: Pompeyo hacia la Galia; Metelo, de nuevo, a su provincia
Ulterior, donde, como sabemos por numerosas fuentes, fue recibido de forma apoteósica.

Ocaso y fin de Sertorio


La estrella de Sertorio comenzaba a declinar. E1 señuelo de un gobierno en el exi-
lio había cedido ante la dura necesidad de la subsistencia pura y simple, parapetados tras
las murallas de núcleos indígenas y forzados a la convivencia con gentes extrañas y ru-
das. Muchos romanos pensaron que había que despertar del sueño y que la realidad les
imponía buscar el camino del perdón. Aumentaron con ello las defecciones romanas en el
campo sertoriano. Los que no pudieron hacerlo o aún se encontraban indecisos comenza-
rían a pensar que la solución a sus males estaba en la desaparición del alma de la rebe-
lión. Metelo, consciente de estos sentimientos, intentó estimularlos poniendo precio —de-
sorbitado— a la cabeza de Sertorio.

El año 73 no fue sino una continuación de la estrategia utilizada en la campaña an-


terior. Se había encontrado el camino eficaz para acabar con Sertorio y se trataba ya sólo
de quemar las etapas de forma sistemática. En esta campaña actuó sólo Pompeyo, sin la
ayuda de Metelo. No sabemos las razones. Quizás, la reducción del campo de operacio-
nes hacían superflua la concentración de tantas fuerzas. Quizás Metelo no creyó conve-
niente dejar inerme por más tiempo la Ulterior ante un posible desesperado ataque de los
rebeldes. Y la hipótesis parece confirmarla una campaña de Perpenna en la Lusitania
septentrional, seguramente en el año 74. Perpenna alcanzó Cale, junto a Oporto, y llegó
en su expedición incluso a las orillas del río Limia.

Pompeyo, pues, como único comandante, siguió con la estrategia iniciada, en la


Celtiberia liquidando de oeste a este los focos de resistencia. A lo largo del año fueron
cayendo, por conquista o defección, los principales puntos fuertes de la Celtiberia, excepto
unos pocos que aún continuaron a la desesperada, incluso tras la muerte de Sertorio. De-
salojado de la Meseta, el rebelde popular trató de hacerse fuerte en el valle del Ebro: sólo
pudo contar con las ciudades de Ilerda, Osca y Calagurris. Las pocas plazas fieles que
aún le quedaban a Sertorio en Levante quedaron aisladas y, con ello, inoperantes para
proporcionar suministros.

! ! ! ! ! !
Al acabar el año, pues, todos los frentes de Sertorio se habían desmoronado y el
propio caudillo iba a encaminarse a su fin en Osca, la ciudad que en otro tiempo había si-
do el centro de su original organización política: una vasta conspiración de sus más cer-
canos colaboradores, dirigida por Perpenna, puso fin a su vida en el curso de un banque-
te.

Las explicaciones, todas igualmente gratuitas, se suceden para tratar de encontrar


respuesta a las razones del crimen. Para la tradición prosertoriana, representada por Plu-
tarco, no hay duda de que el móvil fue la envidia: se hace responsable a Perpenna tanto
de soliviantar los ánimos de los restantes colaboradores romanos de Sertorio como de
volver las actitudes de los aliados indígenas contra el caudillo. Otras fuentes, aun recono-
ciendo también la responsabilidad de Perpenna, cargan las tintas sobre la desafortunada
actuación de Sertorio en sus últimos días, producto de una mente enferma y desequilibra-
da por la desesperación. En cuanto a la investigación moderna no ha cesado de acumular
supuestos motivos. Así, del lado romano, la envidia de los exiliados ante la preferencia de
Sertorio por los indígenas; el orgullo herido por su propia incapacidad y el desaliento ante
un destino que veían fracasado. También los indígenas habrían tenido una buena parte de
culpa en el fin de Sertorio: la rebelión contra la dura disciplina exigida por el caudillo; la
conciencia de ser pospuestos a los romanos en los cuadros militares; la pesada carga de
la guerra, que tenían que soportar en su territorio y con sus propios recursos; la prolonga-
ción de la lucha sin resultados positivos...Pero también se han resaltado los rasgos nega-
tivos de Sertorio: su nula visión política al preferir rodearse de indígenas; su crueldad y la
pérfida venganza contra los hijos de los nobles, puestos bajo su custodia en Osca; la mi-
santropía de sus últimos días, entregado a todos los excesos...

En todo caso, la maduración de la conjura fue larga y en un primer intento fraca-


só. Su descubrimiento por Sertorio y el castigo de algunos de los cabecillas abrió un
abismo más profundo entre el caudillo y los exiliados y precipitó la segunda conjuración,
que consiguió finalmente su propósito. Perpenna, posteriormente, intentó unir bajo su
mando los heterogéneos contingentes que en otro tiempo habían sido la fuerza de Serto-
rio. Pompeyo no tuvo dificultad alguna en derrotarlo en un enfrentamiento campal y hacer-
le prisionero. Según una tradición no comprobable intentaría salvarse entregando al victo-
rioso general los papeles de Sertorio, donde tantos personajes importantes quedaban
comprometidos. Pompeyo lo mandó ejecutar y, según la misma tradición, quemó esos pa-
peles sin leerlos. Los restos del ejército vencido se acogieron a la clemencia del vencedor.
Sólo los comprometidos que no podían esperar perdón se dispersaron por diferentes ca-
minos. La larga pesadilla del gobierno romano había terminado.

En el desigual pulso entre Sertorio y el gobierno senatorial había terminado preva-


leciendo la superioridad del ejército gubernamental sobre un heterogéneo frente, lleno de
contradicciones, que, en última instancia, se mantenía unido sólo gracias a la desbordante
personalidad de su caudillo. Pero incluso este caudillo pertenecía a una generación que
ya había perdido su oportunidad. La rápida evolución de los acontecimientos tras la muer-
te de Sila creó un contexto político en el que los ideales de Sertorio eran un anacronismo.
Pero, muy lejos de su voluntad, el rebelde popular cumplió un papel histórico que no podía
sospechar: la sublevación de Hispania cohesionó a la dispersa nobilitas postsilana, aun-
que fuera transitoriamente, devolviéndole la confianza, pero, sobre todo, los ocho años de
resistencia de Sertorio en una de las provincias claves del imperio prepararon la platafor-
ma de lanzamiento de Pompeyo en un campo de inagotables posibilidades, el de las clien-
telas provinciales. Con la guerra de Sertorio, las provincias occidentales y, concretamente,
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las Hispanias entraban activamente en los complejos mecanismos de la crisis republicana.
Y es, sin duda, un mérito de Pompeyo haberlo comprendido y obrado en consecuencia.

La pacificación de Hispania por Pompeyo


La liquidación de los últimos restos del ejército de Sertorio no terminó con la guerra
en la Península. En la Citerior continuaba todavía una resistencia desesperada por parte
de algunos núcleos indígenas demasiado comprometidos con Sertorio para esperar otra
cosa que un duro castigo. Las fuentes nos citan los nombres de seis ciudades rebeldes:
Uxama, Termancia y Clunia, en la Celtiberia; Osca y Calagurris, en el valle del Ebro; Va-
lentia, en la costa. De ellas, especialmente Clunia, Uxama y Calagurris llevaron hasta los
limites físicos su oposición. Las dos primeras fueron sometidas por el propio Pompeyo,
mientras el asedio de Calagurris era confiado al legado Afranio. Son varias las fuentes que
se detienen en el asedio de la ciudad del Ebro con espeluznantes detalles de las medidas
indígenas para prolongar la desesperada resistencia.

La campaña de Pompeyo en la Citerior continuó todo el año 72 y debió ser enérgi-


ca y profunda. Él mismo se vanagloriaba de haber sometido 876 ciudades de la Galia y la
Hispania Citerior, lo que, naturalmente, no ha de tomarse en su sentido estricto, ya que de
estos núcleos muchos no pasarían de ser fortines indígenas o simples aldeas. Pero que
Pompeyo había actuado con decisión en la provincia bajo su mando para terminar con los
últimos restos de la situación anómala creada o instigada por Sertorio, queda manifiesto
en una frase de César, al reconocer que en la Celtiberia las ciudades «vencidas temían el
nombre y el poder de Pompeyo hasta en su ausencia», veinte años después de su cam-
paña.

Es evidente que si Pompeyo permaneció en la Peninsula varios meses después de


liquidar el problema sertoriano, mientras Metelo se apresuraba a regresar a Roma para
recibir los honores del triunfo, era movido por poderosas razones que formaban parte de
un vasto plan político. La trayectoria de Pompeyo no explica el interés demostrado por
someter perdidos grupos sociales en los confines de la más lejana provincia del imperio, si
estas acciones no quedan insertas en una realidad más vasta y profunda. Desgraciada-
mente, las fuentes, sólo de forma indirecta, permiten reconstruir esta obra en Occidente
que, años después será manifiesta en Oriente, pero está claro que se trata de un plan lle-
vado a la práctica ordenada e insistentemente. Es éste el consciente deseo de extender
su prestigio y poder personal a todas las provincias de Occidente como segunda etapa de
una obra ya comenzada en Italia y rematada después en las provincias y nuevos territo-
rios conquistados del Oriente mediterráneo.

La extensión del imperialismo romano, tras la derrota de Aníbal, a partir del siglo II
a.C., habia creado un grave peligro para la estabilidad del gobierno oligárquico senatorial.
Era éste la posibilidad para algunos politicos ambiciosos de crearse con las nuevas con-
quistas un ámbito de poder personal y de relaciones con cuyo caudal volver a Roma y
aplicarlo en la arena politica de la Urbe. El peligro, sin embargo, en época anterior habia
sido frenado por una larga legislación en contra y por la cohesión y entendimiento del cir-
culo dirigente senatorial, al unísono dispuesto a evitar que uno de sus miembros lograse
un poder personal superior en la política y destruyese asi la estable mediocridad, base
fundamental de un gobierno oligárquico. Un ejemplo de esta tendencia queda claro en el
famoso proceso de los Escipiones conducido con tenacidad increible por uno de los más
fervientes representantes de esta oligarquía, Catón. Pero las leyes no significaron nada
cuando este entendimiento, en especial a partir de la erupción de la crisis republicana,
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quedó roto y dividido en grupos y camarillas opuestos, cuyas metas tendian a la conquis-
ta del Estado por todos los medios. El reaccionario freno de Sila apenas duró lo que su
creador. Al reanudarse la lucha el mismo año de su muerte, sus protagonistas intentaron
lograr bases de fuerza para hacer sentir su peso en la política a través de una desenfre-
nada búsqueda de apoyos personales en Italia, el ejército y las provincias. Pompeyo en
este sentido no fue un creador, sino un eslabón más de la cadena, aunque la brillante his-
toria de su familia y sus propias dotes personales le llevaron más lejos que ningún otro en
la persecución de estos fines. El seguimiento de la carrera militar de Pompeyo permite
demostrar tanto su intención de lograr un poder personal como la forma sistemática en
que lo llevó a cabo. Pompeyo contaba en el punto de partida con una fructífera herencia
paterna de clientelas políticas en la propia Italia, sobre todo en el Piceno, con la que le fue
posible dar sus primeros pasos hacia la conquista de las más altas esferas del Estado.
Con esta base y en los años siguientes a los comienzos de su carrera política como discí-
pulo de Sila, está clara su preocupación por extender esta influencia personal a las pro-
vincias occidentales: primero, en Sicilia y África, en lucha con los marianos, aún durante la
dictadura de Sila; luego, muerto el dictador, en la Galia Cisalpina, durante la llamada
“guerra de Módena” contra Bruto, el lugarteniente del cónsul rebelde Lépido (año 77); fi-
nalmente, en la Galia Transalpina y en la provincia de Hispania Citerior. La obra quedaría
completada después en las provincias orientales.

La campaña militar del año 72 en la Hispania Citerior no fue, pues, sólo el remate
de las consecuencias de la guerra sertoriana, sino, sobre todo, la base de asentamiento
de esta politica de prestigio y poder personal en la Península, como colofón de un plan
que pretendía extenderse a todo el occidente romano. Sin embargo, si bien conocemos
sus resultados positivos, apenas tenemos datos para marcar las etapas de su desarrollo,
aunque podemos suponer los medios utilizados.

Tras el sometimiento de los focos de resistencia con energía y dureza, Pompeyo


emprendió su política de captación de la provincia utilizando los recursos en su mano se-
gún las diversas regiones y la distinta situación jurídica y cultural de los grupos sociales
insertos en ellas. Las tribus fieles de la Celtiberia fueron recompensadas con beneficios
materiales como repartos de tierra, fijación favorable de fronteras y suscripción de pactos
de hospitalidad y lazos de clientela con los elementos dirigentes indígenas. En algun caso
aún introdujo la urbanización de los grupos tribales, mediante la fundación de núcleos ur-
banos como Pompaelo (Pamplona) para sus aliados vascones, en cuyo territorio había
acampado dos inviernos, y Convenae (Saint Bertrand de Cominges) en la Aquitania, don-
de fueron obligados a trasladarse los indígenas que habían optado por la alianza con Ser-
torio.

En relación con Pompaelo, es un lugar común aludir a las relaciones amigables de


los vascones con los romanos y de la comunidad de Pamplona con Pompeyo. Ya su pa-
dre, Pompeyo Estrabón, pudo disponer en la zona de clientelas adictas entre los parientes
de los miembros de la turma Sallvitana, el escuadrón de caballería compuesto por jinetes
de la región, a los que concedió la ciudadanía. La designación de Pamplona, como re-
cuerda Estrabón, con un topónimo derivado del nombre de Pompeyo, nos remite a estos
momentos históricos en los que Pompeyo, apurado de recursos y necesitando mantener
expedita la vía de las Galias, por donde podían llegarle los necesarios suministros, pasó el
invierno en territorio vascón, como señalan Plutarco y Salustio. La suma de estos datos
dispersos en las distintas fuentes inclinan a pensar que la configuración de Pompeiopolis
tuvo lugar en el invierno del 75-74, que Pompeyo pasó en territorio vascón. La fundación
! ! ! ! ! !
de la ciudad, sobre la que Pompeyo tendría sin duda una innegable ascendencia, no sería
el resultado del cumplimiento de una misión civil ni militar. Los vascones no eran gentes a
las que fuera preciso someter y sobre las que -como era habitual durante las conquistas-
el vencedor ejerciese una especie de patrocinio. Ni se trataba tampoco de asentamientos
rebeldes sometidos o de gentes viviendo en un espacio geográfico anteriormente devas-
tado o desheredado. Tampoco, al parecer, la Vasconia de la orilla izquierda del Ebro, o, al
menos, la zona de Pamplona, era enemiga de Pompeyo, como lo fue, en cambio, la ciu-
dad vascona de Calagurris. Aunque durante el conflictio sertoriano, las gentes de las tie-
rras navarras apoyaban a bandos distintos, no parece que los vascones de la zona de
Pamplona hayan solicitado la intervención de Pompeyo contra los otros vascones. El ata-
que de Pompeyo a las gentes que se le oponían en la línea del Ebro, era algo que se
desprendía de su propio planteamiento estratégico. El solar, posteriormente ocupado por
Pompaelo, contaba con una comunidad que se remontaba al menos a la Edad del Hierro I,
como indican con claridad los hallazgos realizados dentro del casco de la ciudad. Además,
otros hallazgos del entorno, como los de Santa Lucía, Lezkairu, Muru Astráin, San Quirico
y Santo Tomás (en Leguín), sugieren una fuerte implantación indoeuropea en la zona. En
todo caso, lo que está fuera de duda es la relación que guarda Pompaelo con Pompeyo y
que las concesiones de ciudadanía realizadas por Pompeyo fueron ratificadas por los
cónsules del año 72 a. C., L. Gelio Poplicola y Cneo Cornelio Léntulo Clodiano. Estrabón
llama a Pompaelo "ciudad de Pompeyo" y fue fundada sobre una ciudad indígena cuyo
nombre se desconoce.

Con esta fundación y con la concesión de derechos de ciudadanía, se ponían las


bases de una incipiente romanización en territorio vascón septentrional, el saltus Vasco-
num, como contrapunto a la que ya había experimentado la zona meridional, el ager Vas-
conum, cuya fertilidad había atraido a emigrantes itálicos, que, como colonos, introdujeron
mejoras en las técnicas agrícolas y acentuaron de esta forma la orientación económica de
la región.

En el oriente de la provincia, valle del Ebro y región levantina, donde el proceso de


romanización estaba muy adelantado, las medidas de Pompeyo fueron todavía más gene-
rosas. El principal recurso aquí utilizado fue la concesión de la ciudadanía romana, san-
cionado legalmente por la reciente lex Gellia-Cornelia, que le permitía usar de este dere-
cho discrecionalmente con los indígenas que le habían servido como auxilia en sus gue-
rras peninsulares y con los elementos preeminentes de los núcleos urbanos de población.
Estas concesiones venían a insertarse en las otorgadas por su padre a auxiliares hispa-
nos de la región del Ebro durante la Guerra Social (turma Sallvitana) y, naturalmente, con-
tribuyeron a extender prestigio, nombre y ferviente devoción de amplias capas de la po-
blación indígena hacia el influyente patrono. Tenemos noticia de estos otorgamientos a un
grupo de saguntinos, y el propio nombre Pompeius, extendido en la epigrafía hispana,
prueba el volumen de los otorgamientos.

Si bien el núcleo de su obra se centró en la Citerior, la provincia de la que era di-


rectamente responsable, Pompeyo no desaprovechó la ocasión para tender sus redes a la
Ulterior, mediante esta misma política de concesión del derecho de ciudadanía a persona-
lidades indígenas influyentes, de las cuales la más conocida es el gaditano Lucio Cornelio
Balbo, que le había prestado excdelentes servicios durante la guerra sertoriana.

Al abandonar, pues, Hispania en la primavera del año 71, Pompeyo dejaba bien ci-
mentado su poder y la extensión de su influencia en la Península, que quiso expresar eri-
! ! ! ! ! !
giendo en el paso pirenaico que abría la ruta de Hispania un gigantesco trofeo rematado
por su estatua con una inscripción dictada por él mismo donde daba cuenta orgullosamen-
te de su obra de pacificación, que el Senado reconocería con la concesión del triunfo.

BIBLIOGRAFÍA
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VII LAS PROVINCIAS HISPANAS EN LA ERA DE POMPEYO
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El carácter de la época

Tras el paréntesis de Sertorio, nuestras fuentes de documentación sobre las pro-


vincias hispanas vuelven a sumirse en el silencio durante los veinte años que discurren
hasta el comienzo de la guerra civil entre César y Pompeyo. Graves y decisivos aconte-
cimientos en otros escenarios -el Oriente, las Galias, la propia Roma- acaparan el interés
de las fuentes, frente a una anodina o desconocida historia provincial. Una historia que
sólo podemos inferir a través de noticias indirectas, pero que es preciso tener en cuenta
para comprender por qué en un determinado momento las luchas por el poder en Roma,
entre las que se disuelve el régimen republicano, eligen Hispania como uno de sus princi-
pales escenarios.

Así, la historia de las provincias hispanas en estos años es, sobre todo, la historia
de la extensión en ellas del poder personal de Pompeyo, de los intentos de César por ci-
mentar también en su suelo prestigio e influencia, de su caída final en la esfera de Pom-
peyo y, como consecuencia, de lo inevitable de una lucha abierta en el escenario peninsu-
lar. Por ello, al intentar trazar la evolución de estos años en Hispania, hemos de fijar la
atención, aunque las fuentes no hagan de ello relación directa, en el interés de los prota-
gonistas de la política romana por ganar prestigio en la Península, en los medios para
conseguirlo y en la coyuntura provincial ante el inminente enfrentamiento civil. Antes, no
obstante, parece oportuno trazar una síntesis del marco político en el que esta historia
provincial se inserta.

La rebelión de Espartaco. Craso


Mientras Metelo y Pompeyo combatían en Hispania a Sertorio, el gobierno senato-
rial se había visto enfrentado a un buen número de dificultades. A los continuos ataques a
su autoridad por parte de elementos populares, vino a sumarse, desde el año 74, la rea-
nudación de la guerra en Oriente contra Mitrídates del Ponto y, poco después, una nueva
rebelión de esclavos en Italia, de proporciones gigantescas.

Desde hacía tiempo, los combates de gladiadores se habían convertido en uno de


los espectáculos públicos más populares. En Roma, pero también en otras ciudades de
Italia, surgieron escuelas, donde se enseñaba el oficio de la lucha a esclavos escogidos.
En una de estas escuelas, en Capua, un grupo de gladiadores consiguió, en el verano del
73, fugarse bajo la guía de Espartaco, un esclavo de origen tracio, y hacerse fuerte en
las laderas del Vesubio. Las tropas enviadas para someter a los fugitivos se dejaron sor-
prender y su derrota contribuyó a extender la fama del rebelde.

Al movimiento se sumaron otros gladiadores y grupos de esclavos hasta reunir un


verdadero ejército, que, tras vencer a otro batallón de represión, hallaron el camino libre
para extender sus saqueos, desde Campania, al interior de la Italia meridional. Las míse-
ras condiciones de vida de la población servil y de buen número de habitantes libres, pro-
letarizados y depauperados, empujaron hacia Espartaco a decenas de miles de seguido-

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res, que, con sus movimientos, sumieron en la angustia y el terror a las ciudades del sur
de Italia.

El gobierno de Roma consideró necesario enviar contra Espartaco, en la primavera


del 72, a los propios cónsules. Una división de esclavos, escindida del grupo principal, fue
vencida en Apulia, pero el grueso del ejército servil, al mando de Espartaco, logró vencer
por separado a los dos cónsules y se dirigió hacia el norte para ganar la salida de Italia a
través de los Alpes. Sin embargo, por razones desconocidas, la muchedumbre obligó a
Espartaco a regresar de nuevo al sur, a las regiones de Apulia y Lucania, desde donde, al
parecer, el caudillo servil inició contactos con Sertorio y Mitrídates. En Roma, las noticias
de estos movimientos empujaron al gobierno a tomar medidas extraordinarias: un gigan-
tesco ejército, compuesto de ocho legiones, fue puesto a las órdenes del pretor Marco Li-
cinio Craso.

Craso era, como Pompeyo, otro ejemplo de las posibilidades de promoción indivi-
dual de la fragmentada nobleza postsilana. Miembro de la vieja aristocracia senatorial,
muy joven, había abrazado la causa de Sila, poniendo a su disposición un pequeño ejérci-
to privado. Las proscriptiones del dictador le enriquecieron extraordinariamente, pero aún
aumentó su fortuna con distintos medios, gracias a su innata habilidad para el mundo de
los negocios. Dueño de gigantescos resortes de poder, Craso utilizó los recursos de su
fortuna con fines políticos para extender sus clientelas y su influencia a las masas popu-
lares, a importantes grupos del orden ecuestre, interesados como él en grandes negocios
finaniceros, y a la nueva nobleza senatorial promovida por Sila.

En la conducción de la guerra contra los esclavos, Craso, a pesar de sus ingentes


fuerzas, prefirió no arriesgarse: tras reprimir brutalmente los conatos de pánico de sus
soldados, en el invierno del 72-71, el pretor ordenó aislar a los rebeldes en el extremo sur
de Italia, mediante la construcción de un gigantesco foso, para vencerlos por hambre. Es-
partaco, después de un fracasado intento de pasar, con ayuda de barcos piratas, a Sicilia,
logró romper el cerco, pero hubo de aceptar el enfrentamiento campal con las fuerzas ro-
manas. El ejército servil fue vencido y el propio Espartaco murió en la batalla: 6.000 pri-
sioneros fueron crucificados a continuación a lo largo de la vía Apia. Sólo un destacamen-
to de 5.000 esclavos consiguió escapar hasta Etruria, a tiempo para que Pompeyo, que
regresaba de Hispania, pudiera participar en la masacre y robara a Craso el mérito exclu-
sivo de haber deshecho la rebelión.

La temporal cohesión que había generado en el senado el peligro común, volvió a


deshacerse en las tradicionales luchas de factiones. En la política interior de los años 70,
se decantaron una serie de temas de fricción: por una parte, la reforma de los tribunales,
que Sila había vuelto a poner en manos exclusivas del senado, y el restablecimiento de
los poderes del tribunado de la plebe, recortados sustancialmente por el dictador; por otra,
el "saneamiento" de la propia institución senatorial, tan radicalmente afectada por Sila. Pe-
ro, por encima de las luchas de las factiones aristocráticas, estos años contemplan la cre-
ciente influencia de ciertas personalidades individuales, con poder para aglutinar facciones
propias e imponer con ellas su influencia sobre el Estado.

El consulado de Pompeyo y Craso


La liquidación contemporánea de dos graves peligros para la estabilidad de la res
publica -las rebeliones de Sertorio y Espartaco- hicieron de Pompeyo y Craso los dos
hombres más fuertes del momento. El odio que mutuamente se profesaban no era obstá-
! ! ! ! ! !
culo suficiente para anular una cooperación temporal para obtener juntos el consulado,
con el apoyo de reales y efectivos medios de poder: Craso, su inmensa riqueza y sus re-
laciones; Pompeyo, la lealtad de un ejército y sus clientelas políticas. Era lógico que am-
bos atrajeran a elementos descontentos, en una coalición ante la que el senado hubo de
ceder. Así, Pompeyo y Craso eliminaron las trabas legales que se oponían a sus respecti-
vas candidaturas y consiguieron conjuntamente el consulado para el año 70.

Desde él, se consumaría el proceso de transición, que, sin destruir el régimen


creado por Sila, lo estabilizaría, aunque con sustanciales modificaciones. Las reformas
introducidas durante el consulado de Pompeyo y Craso dieron nuevas dimensiones a la
actividad política en Roma. Una lex Licinia Pompeia restituyó las tradicionales competen-
cias del tribunado de la plebe. También se afrontó el tema de los tribunales de justicia.
Mediante una ley, propuesta por el pretor Lucio Aurelio Cotta, la lex Aurelia, se solucionó
definitivamente el problema de la composición de los tribunales de justicia: desde ahora,
los jueces serían escogidos a partes iguales entre senadores y caballeros.

Durante el consulado de Pompeyo y Craso, se revitalizó también la función de los


censores, interrumpida desde la guerra civil. Sesenta y cuatro senadores fueron expulsa-
dos de la cámara, en parte, por deudas y, en parte, por delitos de soborno; pero también
se liquidó la última secuela de la guerra social, mediante la revisión del censo ciudadano:
las listas, que, en el 86, daban una cifra de 463.000 ciudadanos, pasaron ahora a
910.000, con la inclusión definitiva de todos los aliados itálicos.

Las reformas introducidas en el año 70 generaron nuevos contrastes en la política


interior, pero, sobre todo, mejores posibilidades para la lucha política, como consecuencia
de la rehabilitación del tribunado de la plebe. Pero estos tribunos ya no actuaban a impul-
sos de iniciativas propias, en la tradición del siglo II, sino como meros agentes de las
grandes personalidades individuales de la época y, en concreto, de Pompeyo. Con el con-
curso de estos agentes y como consecuencia de graves problemas reales de política exte-
rior, Pompeyo logrará aumentar, en los años siguientes, su influencia sobre el estado.

Pompeyo y la campaña contra los piratas


Era uno de estos problemas la extensión de la piratería en el Mediterráneo. Aunque
desde tiempos antiquísimos había constituido un mal endémico, el debilitamiento del
mundo político helenístico ocasionó un aumento de la piratería en el Mediterráneo oriental.
Desde sus bases, concentradas en el sur de Asia Menor -Cilicia- y en Creta, auténticos
estados piratas hacían peligrar el normal desarrollo de las actividades comerciales maríti-
mas y significaban un grave peligro para la seguridad de las regiones costeras.

A finales del año 102, una expedición a Cilicia, dirigida por Marco Antonio, no logró
resultados duraderos. Tampoco la creación, hacia el 80, de la nueva provincia de Cilicia,
para contar con una base de operaciones en las proximidades de los nidos de piratas, tu-
vo efectos positivos. Los piratas siguieron extendiendo sus actividades, con bases y arse-
nales difundidos por todo el Mediterráneo, dispuestos a ofrecer sus servicios a enemigos
de Roma, como Mitrídates del Ponto, Sertorio o el propio Espartaco.

En el año 74, el senado se decidió a emprender una operación a gran escala, que
confió a Marco Antonio, el hijo del general que en el 102 había iniciado la lucha contra los
piratas. Pero la campaña terminó en una vergonzosa derrota frente a las costas de Creta
y el peligro se recrudeció. No es extraño que la opinión pública, a finales de los años 70,
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estuviese especialmente sensibilizada ante el problema de la piratería y que clamase por
su definitiva solución. Pero esta solución pasaba por la creación de un comando extraor-
dinario sobre importantes fuerzas, en manos de un general experimentado. Allí estaba
Pompeyo, que, tras el cumplimiento de su magistratura consular, permanecía, como ciu-
dadano privado, en Roma, atento a cualquier oportunidad que le permitiera acumular nue-
vos recursos de poder.

Tras el consulado del año 70, Pompeyo y Craso se habían distanciado, lo que per-
mitió a la facción intransigente del senado, en desacuerdo con los irregulares métodos y
con la popularidad de los dos ex cónsules, recuperar las riendas del poder. Fue un efímero
paréntesis, al que puso término un agente de Pompeyo, el tribuno de la plebe Aulo Gabi-
nio. El tribuno presentó, en enero del 67, una propuesta de ley (lex Gabinia), que estable-
cía la elección de un consular -evidentemente, Pompeyo-, dotado de gigantescos medios,
para la lucha contra la piratería. El general debía mantener durante tres años un imperium
proconsular sobre todos los mares y costas, el derecho a nombrar quince legados, libre
disposición de fondos y una gran flota. El senado se opuso lógicamente a la propuesta,
pero la ley fue aprobada.

La campaña fue un éxito. Pompeyo, tras limpiar las costas de Sicilia, Cerdeña y
norte de África, concentró su acción en Cilicia y, con una batalla, dio término a la gigan-
tesca operación, que, en total, apenas duró tres meses. Esta fulminante acción era la me-
jor propaganda para nuevas responsabilidades militares, que sus partidarios en Roma ya
preparaban para él, con poderes todavía mayores que los otorgados por la lex Gabinia,
para conducir la lucha contra el viejo enemigo de Roma, Mitrídates del Ponto.

Pompeyo en Oriente
Sila había sacrificado los intereses romanos en Oriente a la afirmación de su poder
sobre el Estado. La precaria paz de Dárdanos, firmada con Mitrídates, era apenas una
tregua, que el rey del Ponto decidió olvidar de inmediato. En el año 82, surgieron los pri-
meros roces a propósito de Capadocia, que desencadenaron la intervención militar de Lu-
cio Licinio Murena, sucesor de Sila en Asia (Segunda Guerra Mitridática). A duras penas,
se restituyó una paz, más ficticia que real, que convirtió al Ponto en polo de atracción de
elementos antirromanos y antisilanos.

Mitrídates, con el apoyo de su yerno, Tigranes de Armenia, creó en Asia Menor un


complejo de poder que sólo esperaba el momento favorable para una nueva ofensiva. Y
Mitrídates encontró la ocasión cuando murió el rey de Bitinia, Nicomedes IV, y los roma-
nos, siguiendo los expresos deseos del monarca, convirtieron el reino en provincia. Mitrí-
dates se apresuró a invadir Bitinia y el senado se vio obligado a reanudar la guerra, en-
comendando su dirección a los gobernadores de Bitinia y Asia, Aurelio Cotta y Licinio Lú-
culo, respectivamente. Esta Tercera Guerra Mitridática (74-64) significó un rotundo fraca-
so para las armas romanas.

No debe extrañar, pues, que los agentes de Pompeyo y los muchos intereses de
grupos políticos y económicos que esperaban sacar beneficio con su promoción aprove-
charan la magnífica ocasión que ofrecía este fracaso. Un tribuno de la plebe, Cayo Mani-
lio, presentó, en enero del 66, una ley por la que se encargaba a Pompeyo la conducción
de la guerra contra Mitrídates. Esta lex Manilia contenía un potencial de autoridad muy
superior al otorgado por la ley Gabinia, con una concentración de poderes insólita y al
margen de la constitución. Aunque la facción más recalcitrante del senado se opuso con
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todas sus fuerzas, algunos jóvenes senadores, como César y Cicerón, que contaban con
medrar a las sombras del poderoso Pompeyo, apoyaron el proyecto y la ley fue finalmente
aprobada.

Con un inteligente juego diplomático, Pompeyo logró aislar a Mitrídates de cual-


quier ayuda exterior para posteriormente derrotarlo. Retirado a sus posesiones en el sur
de Rusia, una revuelta de su propio hijo, Farnaces, le obligó a quitarse la vida (63 a.C.). A
continuación, Pompeyo invadió Armenia, a la que convirtió en estado vasallo. Pero ade-
más, consideró conveniente anexionar los últimos jirones del imperio seléucida, entre el
Mediterráneo y el Éufrates, convirtiéndolos en la provincia romana de Siria, y hacer de
Palestina un estado tributario de Roma, bajo el gobierno del sumo sacerdote, Hircano.

Concluidas las operaciones militares, Pompeyo acometió la ingente obra de reor-


ganización de los territorios conquistados, lo que suponía una nueva sistematización polí-
tica de todo el Oriente. Esta reorganización administrativa fue completada con una revita-
lización de la vida municipal en las provincias romanas, con el otorgamiento de privilegios
políticos y fiscales a las viejas ciudades griegas y helenísticas del Oriente y con la crea-
ción de más de tres docenas de nuevos centros urbanos en Anatolia y Siria, cuyos nom-
bres -Pompeópolis, Magnópolis, Megalópolis- proclamaban la gloria de Pompeyo.

La coyuntura política de los sesenta en Roma. Cicerón


Mientras, en la Urbe, el control de la política por parte de los agentes y seguidores
de Pompeyo no era total. La oligarquía silana contaba con recursos igualmente podero-
sos, gracias al control de los comicios por centurias, que elegían a los altos magistrados.
Pero entre el bloque senatorial, con sus contradicciones y sus disputas internas, y el parti-
do de Pompeyo (la Pompeii manus), se había ido formando una tercera fuerza en torno a
Marco Licinio Craso, el gran perdedor del año 70.

Craso buscaba crearse, aprovechando la ausencia de Pompeyo, una posición clave


en el estado, con la inversión de los ilimitados recursos materiales y de influencia que po-
seía. En el año 65, Craso revistió la censura, magistratura que el rico financiero utilizó
abiertamente para crearse una posición de poder, independiente de la oligarquía optimate,
con proyectos como la concesión de la ciudadanía romana a todos los habitantes de la
Galia transpadana o el intento de ser nombrado magistrado extraordinario para transfor-
mar el reino de Egipto en provincia. Pero había otros grupos que aspiraban a hacerse con
el poder. Y uno de ellos intentó el asalto al consulado del año 63, apoyando la candidatu-
ra de Lucio Sergio Catilina, un noble arruinado, que había comenzado su carrera como
protegido de la oligarquía silana, pero que se había visto empujado a la oposición y acep-
tado en el círculo de Craso. A la candidatura de Catilina, el senado opondría la de Marco
Tulio Cicerón.

Cicerón, oriundo de Arpino, pertenecía a una familia ecuestre de la burguesía mu-


nicipal. Gracias a sus sorprendentes cualidades oratorias y con el apoyo de influyentes
miembros de su clase, consiguió que se le abrieran las puertas del senado. Las humilla-
ciones y obstáculos que recibió de la exclusivista oligarquía le empujaron hacia la oposi-
ción moderada y hacia el círculo de Pompeyo, en un difícil juego, emprendido con infinita
prudencia y con buena dosis de oportunismo. Pero su obsesión por integrarse en el sena-
do y ser reconocido como miembro de la nobilitas le decidieron a convertirse en el candi-
dato principal de la alta cámara para las elecciones consulares del 63. Con los ilimitados

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recursos de su oratoria, logró vencer a su oponente, Catilina, y ser elegido cónsul, con An-
tonio, un amigo de Craso, como colega.

Cicerón dirigió el gobierno enfrentado a las maquinaciones de la oposición antise-


natorial. Aún no había investido el cargo, cuando se opuso con éxito a un proyecto de ley
agraria, presentado por el tribuno Publio Servilio Rulo, cuyos términos progresistas en fa-
vor del proletariado escondían el propósito de otorgar poderes extraordinarios a Craso.
Pero el punto culminante del consulado de Cicerón se lo iba a ofrecer su viejo oponente
Catilina, con un intento de golpe de estado, que conocemos en sus mínimos detalles por
el propio Cicerón -las famosas Catilinarias- y por la narración de Salustio.

La ocasión del complot fue una nueva derrota de Catilina en las elecciones consu-
lares para el año 62. Desvanecidas sus esperanzas de alcanzar el poder por vía legal, Ca-
tilina preparó con elementos radicales el golpe de estado que le haría famoso, cuyos pro-
pósitos reales quedarán para siempre oscurecidos por las interesadas deformaciones de
nuestras fuentes de documentación. La conjura debía concretarse en un levantamiento
armado, que, en fecha determinada, habría de estallar simultánente en varios puntos de
Italia y, entre ellos, en Etruria, donde uno de los conjurados, Manlio, contaba con numero-
sos partidarios. De ahí, la revolución debía estallar en Roma: el asesinato del cónsul Cice-
rón daría la señal del golpe de estado y del asalto al poder. Campesinos arruinados, vícti-
mas de las reformas agrarias, impuestas por la fuerza, y un proletariado urbano, hundido
en la miseria, se dejaron conquistar por este plan revolucionario, hurdido por aristócratas
resentidos y frustrados, en el caótico marco de la violencia política que caracteriza a la
generación postsilana.

El plan era lo suficientemente descabellado e ingenuo para que el propio ex protec-


tor de Catilina, Craso, tras conocerlo, lo denunciara secretamente a Cicerón. El senado
decretó el senatusconsultum ultimum, que daba a los cónsules plenos poderes para pro-
teger el estado. Catilina logró huir a Etruria, al lado de Manlio, pero sus compañeros de
conjura fueron encarcelados y condenados por el senado a la pena de muerte. No obstan-
te, Catilina decidió la rebelión armada, aplastada en Pistoya por las tropas gubernamenta-
les en un encuentro en el que el propio Catilina perdió la vida.

La revuelta de Catilina, con su carácter de utopía social, no dejó huellas tras su


aplastamiento, pero dio al senado un falso sentimiento de fuerza y cohesión, de autoridad
y dignidad. En el juicio contra los compañeros de Catilina se había distinguido, por su in-
flexible actitud, un miembro del senado, Marco Porcio Catón, exponente de nuevas ten-
dencias, que hacían su entrada en la alta cámara. Con su intachable moral estoica y su
enérgica personalidad, Catón atrajo a un importante grupo de jóvenes senadores, intran-
sigentes defensores del predominio del senado. Su meta principal y común era la regene-
ración del estado, librándolo de las agresiones producidas por la irresponsable política po-
pular y la concentración de poder en manos de ambiciosos individualistas.

Pero esta nueva generación, aislada y sin tradiciones, estaba condenada a buscar
en un pasado muerto su programa político, inexperto, rígido y con muchos elementos de
utopía, al no tener en cuenta las fuentes reales de poder y sus raíces socio-económicas. Y
este grupo, ante el inminente regreso de Pompeyo -el único poder real efectivo-, se dispu-
so a mostrarse enérgico e inflexible contra cualquier concesión o irregularidad constitucio-
nal.

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Hacia finales del 62, efectivamente, desembarcó Pompeyo en Brindisi y licenció de
inmediato sus tropas. Con ello cesaba en el senado la ansiedad sobre los verdaderos pro-
pósitos de Pompeyo, pero no esta actitud inflexible. El victorioso general se enfrentaba en
Roma a las trabas de la constitución y a la obstrucción tenaz de un núcleo senatorial, em-
peñado en anular el protagonismo político que había representado en los últimos quince
años.

Pompeyo nunca pensó en enfrentarse o cambiar un régimen en el que pretendía


integrarse como primera figura. Gran organizador y buen militar, sin experiencias políticas
y sin interés por ellas, su idea dominante era ejercer un "patronato" sobre el estado gra-
cias a sus méritos militares y ser reconocido en el seno del gobierno senatorial como
princeps, es decir, como el primero y más prestigioso de sus miembros.

Pompeyo, pues, decidió reintegrarse al juego político, a través de una cooperación


con la nobilitas, para conseguir sus dos inmediatas aspiraciones: la ratificación de las me-
didas políticas tomadas en Oriente y la asignación de tierras cultivables para sus vetera-
nos. Pero, fuera de honores vacíos -la celebración de un fastuoso triunfo por su victoria
sobre Mitrídates-, no logró arrancar del senado, a lo largo de su primer año de reintegra-
ción a la vida civil, determinaciones concretas sobre estos acuciantes problemas.

Pompeyo había calibrado mal sus cartas políticas y el error le costó un gran núme-
ro de soportes y partidarios. La resuelta actitud del senado y, en concreto, de la factio diri-
gida por Catón, no le dejaban otra alternativa que el retorno a la vía popular, intentando
conseguir, a través de la manipulación del pueblo y de las asambleas, lo que el senado le
negaba. Desgraciadamente para Pompeyo, los populares activos en Roma se agrupaban
en las filas de su enemigo Craso. Para superar este callejón sin salida, Pompeyo iba a
contar con la valiosa ayuda de César.

Es en este ambiente político donde hemos de considerar la evolución de las provin-


cias de Hispania tras la liquidación del problema sertoriano, aunque sea con los magros
datos que nos proporcionan las fuentes.

Las provincias hispanas hasta el “primer triunvirato”

Guerras exteriores y coyutura provincial


Tras la marcha de Pompeyo, ni siquiera conocemos los nombres de los personajes
que, de nuevo según el sistema constitucional, fueron encargados del gobierno de las
provincias hispanas en el año 71. Schulten piensa que probablemente continuó Afranio, el
legado de Pompeyo, que había sometido Calagurris, y además no inactivo, si tenemos en
cuenta su triunfo ex Hispania, que recogen las actas triunfales. Si no Afranio, cualquier
otro hubo de enfrentarse a los indigenas, porque el procónsul del año 70, M. Pupio Pisón
Calpurniano, también alcanzó el triunfo por sus victorias en Hispania. Pero no conocemos
el territorio donde tuvieron lugar estos acontecimientos porque tampoco sabemos cuál de
las dos provincias estuvo bajo su gobierno, aunque es probable que se tratara de la Ulte-
rior. En ese caso, el enemigo serían una vez más las tribus lusitanas, cuyas continuas in-
cursiones seguían manteniendo un clima de inseguridad en la frontera noroeste de la pro-
vincia.

Sólo referencias indirectas permiten sospechar que antes como ahora las provin-
cias seguían siendo fuente de enriquecimiento, irregular pero provechosa, para los res-
! ! ! ! ! !
ponsables de las gestiones de gobierno y administración. Así parece deducirse del proce-
so seguido contra L. Valerio Flaco, cuestor en Hispania en el año 70 precisamente a las
órdenes del procónsul M. Pupio Pisón. Valerio fue acusado de concusión y en el proceso
testificó en su contra el Cornelio Balbo que poco antes había recibido la ciudadanía de
manos de Pompeyo. Sin duda, el abuso en el desempeño de sus funciones en la adminis-
tración provincial, impulsó a que se levantaran voces contra su gestión, alguna de ellas,
como la de Balbo, lo suficientemente influyente para que el escándalo trascendiera hasta
llegar a la propia Roma.

En realidad, durante los años que median hasta la guerra civil, como se ha dicho,
las noticias sobre Hispania son muy esporádicas, salvo el intervalo de la pretura de César
en la Ulterior durante el año 61. Las operaciones militares que se infieren de las escuetas
reseñas contenidas en las acta triumphalia permiten suponer un interés bélico centrado
en las regiones periféricas lindantes al oeste con el territorio provincial. Por lo que respec-
ta a la Ulterior y por los posteriores acontecimientos, el ámbito de conflicto hay que situar-
lo en el territorio extendido entre el Tajo y la sierra de Gata hasta el Duero, por tierras de
Beira-Alta, Salamanca y norte de Cáceres, escasamente urbanizadas y habitadas por
tribus lusitanas al oeste, en la intrincada orografía de la sierra de la Estrella, y por vetones
al oriente. En la Citerior, las luchas se concentrarían en la submeseta septentrional, al nor-
te del Duero y al oeste del Pisuerga, en territorio vacceo, cuyos centros más importantes
lo constituían las ciudades de Clunia y Pallantia. Más al norte de esta zona comenzaba el
territorio de astures y cántabros, al margen del ámbito de intereses provincial, que sólo al
final de la República entrará en contacto directo con las armas romanas.

Estas zonas conflictivas, sin embargo, no eran consideradas suficientemente impor-


tantes como para merecer la atención de los historiadores ni de la opinión pública romana,
atraída por los ya mencionados y más graves acontecimientos, la rebelión de Espartaco
y la campaña mediterránea de Pompeyo contra los piratas. En esta empresa precisamen-
te, la Península contaba con un alto valor estratégico por varias razones: la longitud de
sus costas, el magnífico refugio que tradicionalmente ofrecían las islas Baleares, la impor-
tancia del Estrecho en las rutas marítimas y también quizá la todavía no muy lejana alian-
za firmada por Sertorio con grupos de piratas. Por ello, Pompeyo se preocupó de asegurar
con naves y guarniciones esta faja costera, confiando su defensa a dos de sus quince le-
gados, Tiberio Nerón, en la zona del estrecho, y Manlio Torquato, en la costa levantina,
frente al archipiélago balear.

Pero algunos datos, muy breves y accidentales, permiten entreabrir otro panorama,
más allá de los acostumbrados acontecimientos bélicos, que, en cierto modo, comienza a
explicar el posterior protagonismo de las provincias de Hispania en la guerra civil. Hemos
visto cómo Pompeyo había extendido su influencia a la Península. Su éxito no impidió que
otros políticos intentaran probar suerte en ella para atraer a su bando a los ciudadanos
provinciales e indígenas en las complicadas intrigas de grupos y camarillas que, invocan-
do programas populares o la dignidad del gobierno senatorial, forman el intrincado telón
de fondo de la lucha política romana en las décadas centrales del siglo I a. C.
Uno de estos datos se refiere al impacto causado en Roma por la muerte de Cneo
Calpurnio Pisón en Hispania. Pisón había participado en la primera conjuración de Catilina
como uno de sus más fervientes partidarios. Fracasado el complot, fue enviado en el año
65 con el pretexto de una legación extraordinaria como quaestor pro praetore a la Hispa-
nia Citerior y en el camino fue asesinado por unos jinetes hispanos que formaban parte de
sus tropas. En Roma se corrió el rumor de que estos jinetes eran clientes de Pompeyo y
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actuaban con el conocimiento y quizá la iniciativa de su patrono. El envío de Pisón parece
que se debía al intento por parte de los catilinarios de ganar la provincia para su causa y
levantarla para hacer más vasta la conspiración. Salustio añade que muchos senadores
veían con agrado el envío de este personaje como instrumento adecuado para contrarres-
tar el poderío de Pompeyo, que comenzaba a suscitar recelos, y en el decreto senatorial
que le proporcionó el encargo, tuvo un peso considerable la influencia del poderoso Cra-
so, enemigo de Pompeyo. Al año siguiente, un nuevo intento de sublevar la Península, es-
ta vez desde la Hispania Ulterior, fue llevado a cabo por otro partidario de Catilina, el go-
bernador P. Sitio Nucerino, no sabemos con qué alcance.

Ambos datos nos permiten conocer cómo la lucha política romana tenía en las pro-
vincias importantes repercusiones y también cómo se las consideraba peones de juego
decisivos en la estrategia de la lucha. Y que Hispania fuera uno de los fundamentales pun-
tos de interés no debe extrañar si se tiene en cuenta la inagotable reserva de recursos
materiales que podía ofrecer y el creciente peso en número e influencia de los hispanien-
ses, esos irregulares colonos, en su mayoría veteranos, procedentes de Italia y enraiza-
dos en las provincias hispanas, que, sin duda, constituían un apetecible objetivo de atrac-
ción para cualquiera de las opciones políticas que intentara fortalecer su poder.

En este contexto, debemos insertar la presencia de César en la Península, primero


como cuestor y luego como gobernador de la provincia Ulterior. Su relación intermitente
con Hispania a lo largo de un cuarto de siglo y las transcendentales consecuencias de es-
ta relación para la historia peninsular exigen detenerse en su personalidad, en sus lazos
familiares y en la trayectoria política que lo llevó a convertirse en el representante más
conspicuo de la tendencia popular.

La personalidad de César
Con demasiada frecuencia, cuando se intentan glosar los comienzos de la carrera
de una personalidad tan gigantesca como la de César, se tiende a ver una predestinación,
que conduce armoniosamente in crescendo hasta el clímax final de la dictadura. Y ello
ocurre, en parte, porque César ha sido con demasiada frecuencia impuesto sobre la pro-
pia Historia, bajo la impresión de que es él quien dirige su curso, en lugar de ser conside-
rado como un elemento más, aunque trascendental, en el contexto de la tardía república.
De hecho, los comienzos públicos de César no se diferencian del resto de los nobiles de
su tiempo, y, por supuesto, nada presentan de extraordinario; poco conocidos, por causa
de una tradición incierta, no dejan entrever con claridad las intenciones o el pensamiento
político de su protagonista. César pertenece a la generación que vio la luz en la transición
del siglo II al I; es contemporáneo, pues, de Pompeyo, Cicerón, Catilina y Craso, y, como
ellos, crece en la turbia época de las convulsiones de la guerra civil, en la que parecen de-
rrumbarse muchos de los presupuestos fundamentales que habían constituido ancestral-
mente los pilares del estado y del orden constitucional.

Aristócrata, de una rancia familia patricia que pretendía remontar sus orígenes—y
César mismo se complacería en recordarlo—a un rey de Roma, Anco Marcio, y a la propia
diosa Venus, sus recientes antepasados habían contado poco en la política. Pero, como
aristócrata, tenía el derecho de intentar la carrera de los honores senatoriales. Sus pers-
pectivas, sin embargo, parecieron arruinarse con el golpe de estado de Sila. Circunstan-
cias familiares le unían con Mario: Julia, la mujer del político popular, era hermana del pa-
dre de César, pero él mismo, además, había desposado a Cornelia, la hija de Cinna. El
triunfo de Sila, si bien no puso en peligro su vida, protegida por poderosas amistades, sig-
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nificó un importante obstáculo para su promoción política. La oligarquía silana no le abriría
tampoco lógicamente las puertas. Como otros tantos jóvenes políticos de la postguerra,
César se vio lanzado a la oposición contra el régimen, aunque dentro de los cauces cons-
titucionales y sin riesgos de determinaciones irreversibles: César rechazaría así el canto
de sirena de Lépido, cuando éste quiso atraérselo para su fracasado putsch del 78.

El joven político se lanzó a cultivar una popularitas que, precisamente, en esos la-
zos familiares odiosos a Sila significaban una magnífica propaganda. Es sabido cómo
convirtió los funerales de su tía Julia en una demostración de su veneración por Mario,
que se repitió en el entierro de su esposa, y cómo, durante su edilidad en el 65, restauró
los trofeos y monumentos, retirados por Sila, que conmemoraban las victorias de Mario
sobre los germanos. Pero, sobre todo, César se convirtió en un ferviente partidario de los
ataques contra el régimen silano, que, más que programa político, era ostentosa procla-
mación de su oposición a Sila y a la oligarquía por él creada: en las cortes, persiguió con
celo a oficiales silanos; en el foro, apoyó las exigencias de restauración de los derechos
políticos para los hijos de los proscritos por Sila.

La oligarquía dirigente, sin embargo, no estaba tan cohesionada como para evitar
que poderosos aristócratas lograran la inclusión de César, en el 73, en el colegio de los
pontífices, que le abría el acceso a la nobilitas. Desde esta posición más segura, redobla-
rá su oposición al régimen, sin olvidar un exquisito cultivo de popularidad, mediante golpes
de efecto, como su apresurada vuelta de Hispania en el 68, donde cumplía la cuestura,
para urgir a la concesión del derecho de ciudadanía a las colonias latinas de la Transpa-
dana, o con una generosidad ilimitada para las masas, que encuentra un magnífico ejem-
plo en los elevados dispendios llevados a cabo durante su magistratura edilicia. César
busca metódicamente la admiración del pueblo, y es, por ello, un claro exponente del ca-
mino político al que Cicerón despectivamente trata de popularis via, pero sin comprome-
terse jamás por encima de ciertos límites. Si es necesario buscar signos especiales en es-
tos primeros años que descubran una «predestinación», sin duda, uno de ellos es la astu-
ta prudencia con la que sabe aprovechar conexiones distintas e incluso contrapuestas,
sin que la derrota de una de ellas llegue a afectarle seriamente. Pero, en todo caso, los
progresos políticos de César son un modesto avance frente a otras personalidades como
Pompeyo y Craso, ante las cuales no cabe comparación.

Precisamente sería Pompeyo, cuyas victorias y prestigio obraban como un podero-


so imán en la atracción de otros políticos dentro de su órbita, el objetivo elegido por el jo-
ven político como trampolín para futuras promociones, y es en su facción, aunque con las
reservas de una ambición que le impide resignarse al simple papel de comparsa, donde
se enmarca, en los años 60, la figura de César. Con una febril actividad, sobre todo en el
foro, César comenzó a destacarse con firmeza del resto de los políticos oportunistas a la
sombra de las grandes personalidades, conciliando su adscripción a la Pompeia manus
con el abierto apoyo a las maquinaciones políticas de Craso. Y aprovechando la reciente
aprobación de una ley que reintroducía el sistema de elección en el colegio de los pontífi-
ces, en lugar del impuesto por Sila de cooptación entre sus miembros, presentó su can-
didatura al más alto sacerdocio de Roma, el pontificado máximo. Con la inversión de gi-
gantescas sumas de dinero y el apoyo de personalidades influyentes logró efectivamente
su investidura como gran pontífice. Era una excelente credencial para presentar su can-
didatura a la pretura, que invistió el año 62 y que le abría el inmenso campo de posibilida-
des de un gobierno provincial. Su destino, efectivamente, sería, al año siguiente, la His-
pania Ulterior.
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La cuestura de César en la Ulterior. Los conventus
Como ya se ha mencionado, el primer contacto de César con la Península se ha-
bía producido en el año 69, al investir la magistratura cuestoria, el primer escalón en la
carrera de los honores, en la Hispania Ulterior, a las órdenes del gobernador de la provin-
cia C. Antistio Veto. Como representante del procónsul, tuvo a su cargo la administración
de justicia en algunas de las ciudades donde periódicamente se convocaba a los habitan-
tes de la provincia para que presentaran sus problemas.

Ya se mencionó cómo desde finales del siglo II a.C. al menos, la actividad militar
primordial de los responsables del gobierno provincial no excluía el ejercicio de una fun-
ción judicial, que progresivamente ganó en importancia. Ante la cognitio del pretor los in-
dígenas fueron acostumbrándose a dirimir sus conflictos jurídicos, como tan plásticamente
refrenda el resultado del iudicium transcrito en el Bronce de Contrebia. Pero también hay
que considerar en esta extensión de la función judicial el continuo crecimiento en volumen
de la población romano-itálica, establecida en Hispania de forma permanente o transitoria,
y la protección de sus intereses comerciales y propiedades materiales, sobre los que po-
dían surgir disputas y pleitos, cuya resolución tenía que ser lógicamente competencia de
la más alta instancia de gobierno, el pretor provincial.

El aumento del número de hispanienses, es decir, de población romano-itálica es-


tablecida en Hispania, fomentaría el deseo de contacto, tanto por razones sentimentales
-revivir en sus nuevos domicilios las costumbres de su patria- como prácticas, la defensa
de sus intereses y la protección legal de sus propiedades. En estos contactos progresiva-
mente regularizados se originarían los llamados conventus civium Romanorum, que en-
contramos frecuentemente citados en las fuentes de época republicana tardía. Tanto colo-
nos agrícolas como hombres de negocios formaban reuniones para una acción concerta-
da en defensa de sus intereses, que en época de guerra podía ser de gran provecho para
la política romana. Pero, al mismo tiempo, comenzó a utilizarse el término conventus (de
convenire, “reunirse”) para designar las asambleas que el gobernador acostumbraba a
convocar en lugares predeterminados durante los meses de inactividad militar, con el fin
primordial de administrar justicia. El tribunal, presidido por el propio pretor o uno de sus
representantes, expresamente delegado para esta función -generalmente, el cuestor-,
contaba con un número indeterminado de asesores o iuridici, elegidos entre el séquito
personal del gobernador o entre los más influyentes provinciales provistos de la ciudada-
nía romana. La convocatoria del conventus se hacía pública mediante un edicto que es-
tablecía lugar y fecha de la reunión. Es claro que para tales reuniones se eligieran las ciu-
dades más importantes de la provincia, que, visitadas regularmente en una sucesión de-
terminada, terminaron por constituir un circuito fijo. En la Ulterior, tenemos constancia de
este papel para Corduba, Hispalis y Gades; en la Citerior, Tarraco y Carthago Nova.

Sabemos que durante el ejercicio de la cuestura César ejerció por delegación del
pretor esta función judicial en Gades. La ocasión le permitió trabar relaciones personales
con los provinciales, dispensando beneficios y ganando voluntades, como recuerda el au-
tor desconocido del bellum hispaniense, años después, al poner en boca de César que
«desde el principio de su cuestura había considerado esta provincia como suya entre to-
das, y le hizo en aquel tiempo cuantos beneficios pudo». También allí entró en contacto
con los notables y principales de la ciudad. Uno de ellos, L. Cornelio Balbo, trabaría con
César lazos de amistad perdurables, convirtiéndose en uno de sus más estrechos colabo-
radores.
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Conocemos una serie de anécdotas de la estancia de César en Gades. Una de
ellas, su visita al prestigioso santuario del fenicio Hércules-Melqart y el sueño, interpretado
por los augures, que le predestinaba como dominador del mundo. Pero también, su
desánimo ante la estatua de Alejandro, reprochándose no haber aún llegado a nada a la
edad en que el macedonio ya había conquistado el universo. No sabemos si, como refie-
re Suetonio, fue la amargura de esta frustación la que impulsó a César a tomar la decisión
de volver precipitadamente a Roma abandonando el ejercicio de la magistratura cuestoria
en la provincia, que le había sido prorrogada para en el año 68. Lo que, sin duda, es cierto
es que no olvidaría nunca esta estancia en Cádiz, como demuestra el favor especial que
siempre manifestaría con sus habitantes y que habría de culminar en el otorgamiento a la
ciudad de la categoría jurídica privilegiada de municipium civium Romanorum.

El destino inmediato de César sería la Transpadana, con el propósito de ayudar a


las colonias latinas en su reivindicación, fuertemente contestada por la oligarquía senato-
rial, de lograr el derecho de ciudadanía. La empresa lo colocaba en un punto muy querido
por todos los reformadores populares y le aseguraba el reconocimiento de amplias capas
de la población del otro lado del Po.

La pretura de César en la Ulterior


Años después, como se ha mencionado, cumplida la magistratura pretoria, César
volverá a la provincia como procónsul en el año 61, como sucesor de C. Cosconio. Nada
sabemos sobre el mandato de este personaje, salvo la presencia en su equipo, como le-
gado, de P. Vatinio, el que luego sería ferviente partidario de César y a quien Cicerón acu-
só de enriquecerse sin escrúpulos a costa de los provinciales.

No sabemos si fue la suerte la que decidió el destino provincial de César: los car-
gos provinciales se repartían por sorteo, pero también es cierto que había posibilidad de
manipulaciones. Tampoco es segura la calidad de su mandato: aunque desde la reforma
de Sila los gobiernos se entregaban a los pretores, una vez resuelto el año de magistratu-
ra en Roma, con el título de propretor, Cicerón recuerda que vino en calidad de pretor y
Suetonio, por su parte, le otorga el carácter de procónsul. Su marcha hacia la provincia
fue precipitada, ya que en Roma el suelo ardía bajo sus pies debido a la magnitud de las
deudas contraídas; fue Craso el que sirvió de garante por una fuerte cantidad (830 talen-
tos) frente a los acreedores que se proponían impedir su partida. Sus muchos enemigos
habían esperado la ocasión que les ofrecían estas deudas para someterlo a proceso en el
intervalo entre sus dos magistraturas, en que, como hombre privado, era posible acabar
políticamente con él.

César utilizó las magníficas posibilidades que ofrecía la provincia para un hombre
de estado. Dado que su próxima meta era llegar al consulado tan pronto como la constitu-
ción lo permitiera, es decir, en el año 59, necesitaba ganar prestigio y autoridad suficiente
en su cargo de procónsul como para que se le abrieran las puertas del consulado e ingre-
sar así en el círculo de los auténticos principes civitatis. La mejor manera para ello era re-
gresar a Roma envuelto en la gloria del triunfo. La provincia que le había correspondido se
prestaba magníficamente a estos planes, ya que era lo bastante rica para financiar una
guerra y además, dentro de sus límites, existían campos de acción que permitían desple-
gar una acción militar.

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La tradición no ha sido nunca imparcial con César, menos aún por el hecho de que
nuestra principal fuente de información son sus propios escritos, teñidos, bien que con una
gran maestría, de parcialidad. Por ello, son oscuros los motivos que le impulsaron a em-
prender esta campaña militar, conducida contra los lusitanos. Las fuentes desfavorables
nos transmiten su deseo de gloria, la envidia a Pompeyo, el ansia de enriquecerse, mien-
tras que la tradición que le es fiel invoca causas justas, como la ayuda a los aliados que
imploraban su acción contra las depredaciones de los lusitanos. Es fácil, a pesar de todo,
juzgar su actuación en la provincia sin partidismos innecesarios y anacrónicos, teniendo
en cuenta, por un lado, la diferente situación real del territorio en el sur y en el oeste, y, por
otro, la necesidad y la ocasión de utilizar la provincia para sus fines políticos.

En el primer punto, existía un abismo entre las dos partes de la Ulterior, el sur, ex-
tensamente urbanizado y con una fuerte población emigrada romano-itálica, rico y próspe-
ro, frente al oeste, sólo precariamente sometido hasta la raya del Tajo, con organizaciones
sociales suprafamiliares y fuertes contrastes económico-sociales, que habían impulsado
durante mucho tiempo tradiciones militares como instrumento para conseguir en guerras o
razzias contra territorios más ricos los bienes que la tierra o la injusticia social negaban.
En segundo lugar, desde el punto de vista del hombre público, la responsabilidad de un
gobierno provincial era fundamental, ya que por primera vez se ponía en sus manos un
imperium militar y una jurisdicción civil muy amplia, que, bien aprovechada, podía consti-
tuir el punto de partida de un poder real, imprescindible para su futuro político. Ambas
prerrogativas podían ser los cimientos de una amplia clientela, base para cualquier em-
presa pública. El imperium permitía la conducción de operaciones militares bajo respon-
sabilidad propia, con la posibilidad de obtener victorias y botín que, repartido entre la tro-
pa, le procuraran inapreciables lazos personales de clientela militar. Pero también la juris-
dicción civil sobre la provincia era un magnifico instrumento para ganarse la voluntad de
indígenas y emigrados, extendiendo prestigio y clientelas precisamente en un territorio
que por su riqueza y su poblamiento era uno de los puntales del Imperio. Consecuente-
mente, el oeste habría de ser la fuente de la clientela militar; el sur, la base de la civil.

Llegado a su provincia, César, cuyo principal objetivo era la guerra, se preocupó en


primer lugar de organizar sus efectivos. Las fuentes dicen que reclutó diez cohortes, que
añadidas a las veinte con que contaba, le proporcionaron unas fuerzas de 15.000 hom-
bres, es decir, tres legiones. Si estos refuerzos eran legionarios o auxiliares, no lo sabe-
mos, aunque la Ulterior, por su larga trayectoria de emigración romano-itálica, contaba con
suficiente población jurídicamente cualificada para servir en la infantería pesada legiona-
ria. Podría suponerse que a la base de estas tres legiones se añadirían luego los acos-
tumbrados auxilia indígenas. En esta tarea contaría con la inapreciable ayuda del gaditano
Balbo, que utilizó su dinero y sus influencias para proveerle de los medios necesarios, to-
davía más en su nuevo carácter de praefectus fabrum, cargo con que fue honrado por Cé-
sar para la inmediata campaña. El praefectus fabrum, en su origen comandante de las
centurias de técnicos (una especie de “cuerpo de ingenieros”), en el siglo I a.C. era un
puesto de confianza del comandante en jefe, sin especiales competencias, que podría de-
finirse como “ayudante de campo”. Uno de sus cometidos era tratar con la parte del botín
correspondiente al comandante, que, bien negociada, podía enriquecer a ambos. Y Balbo,
sin duda, era un excelente hombre de negocios.

El pretexto legal para conducir la guerra no tardó César en encontrarlo al obligar a


la población lusitana entre el Tajo y el Duero, que habitaba la región montañosa del mons
Herminius (sierra de la Estrella), a trasladarse a la llanura y establecerse en ella para evi-
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tar que desde sus picos continuaran encontrando refugio seguro donde esconderse tras
sus frecuentes razzias a las ricas tierras del sur.

Dión Casio nos ha transmitido los detalles de la campaña. Sometió a los que se
opusieron e incluso a tribus vecinas, quizá vetones, que, temiendo ser obligados también
a trasladar sus sedes, se unieron a la resistencia, después de enviar a las mujeres y ni-
ños con sus cosas de valor al otro lado del Duero. Pero César no se contentó con alcan-
zar la línea del Duero, límite real de la provincia, sino que pasó al otro lado persiguiendo a
los que habían huido y entrando así en territorio galaico. Que el Duero era considerado en
esa época como frontera podemos suponerlo por un reciente documento, todavía sin es-
tudiar y encontrado en 1999, conocido como el “Bronce de Bembibre”. El documento, re-
dactado medio siglo más tarde, en el 15 a.C., apenas finalizadas las guerras contra cánta-
bros y astures de Augusto, menciona una provincia Transduriana, que, independientemen-
te de su significado, considera el Duero como un límite.

Tras su regreso, los vencidos, reorganizados, se dispusieron de nuevo a atacar.


César logró sorprender a los rebeldes y los venció de nuevo, aunque no pudo impedir que
un buen número de ellos consiguiera escapar hacia la costa atlántica. Perseguidos por el
pretor y conscientes de su impotencia para resistir a las fuerzas romanas, los indígenas
optaron por hacerse fuertes en una isla, quizá Periche, a 45 kilómetros de Lisboa. En im-
provisadas embarcaciones, César envió contra ellos un destacamento a las órdenes de P.
Escevio, que fue derrotado estrepitosamente. Sólo el comandante regresó vivo de la ex-
pedición, ganando a nado la costa. La desastrosa experiencia sirvió a César de lección.
Envió correos a Gades, en los que ordenaba a sus habitantes que le enviaran una flota
para trasladar a sus tropas a la isla. Sin duda, los buenos oficios de Balbo contribuyeron a
que esta flota, compuesta de casi un centenar de barcos de transporte, estuviera lista pa-
ra zarpar en poco tiempo. Con su ayuda, la resistencia indígena acabó de inmediato.

El éxito logrado y la disposición de estos recursos navales empujaron a César a


intentar una expedición marítima contra los pueblos al norte del Duero, los galaicos, que
hasta entonces, salvo la campaña llevada a cabo por Bruto Galaico en el año 138 a. C.,
habían permanecido al margen del contacto con Roma. Y efectivamente, bordeando la
costa, alcanzó el extremo nordoccidental de la Península hasta Brigantium (Betanzos, La
Coruña), obligando a su paso a las tribus galaicas a reconocer la soberanía romana.

La arriesgada campaña cumplió todos los deseos de César. El ejército victorioso le


proclamó imperator y pudo así afirmar sólidos lazos de clientela militar. El enorme botín
cobrado le permitió hacer generosos repartos a sus soldados, sin olvidar reservarse una
parte para restaurar sus comprometidas finanzas y enviar al erario público de Roma fuer-
tes sumas que justificaran la guerra emprendida. La tradición anticesariana no desaprove-
chó esta ocasión para reflejar la falta de escrúpulos utilizada por el general en la obtención
de dinero, achacándole el haber saqueado como enemigas algunas ciudades de los lusi-
tanos, a pesar de no desobedecer sus órdenes y abrirle las puertas a su llegada, e incluso
acusándole de mendigar dinero de los aliados para poder pagar a sus soldados. Sin em-
bargo, y a pesar de que estas acusaciones probablemente contaban con un fondo de ver-
dad, sus muchos enemigos en Roma no encontraron suficiente razón para involucrarlo a
su vuelta en un proceso de repetundis por irregularidades en la administración. Al contra-
rio, el senado no tuvo otro remedio que reconocerle el triunfo, al que había aspirado por
encima de todas las cosas al planear la campaña.

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El resto de su gestión como gobernador, al regreso de Lusitania, fue aprovechado
por César para cimentar su prestigio y ampliar relaciones en el ámbito romanizado de la
provincia con vistas a su futuro político. Como dice Gelzer, en Hispania tenemos ya por
completo al César de la guerra de las Galias: actúa como caudillo y gobernante nato, pero
no se pierde en esta actividad en la periferia del imperio; la meta de todo es siempre su
impacto en Roma. Las fuentes nos transmiten la línea seguida en su gestión de gobernan-
te: solución de los conflictos internos de las ciudades, ratificación de leyes, dulcificación de
costumbres bárbaras, medidas fiscales en favor de los indígenas, construcción de edificios
públicos... Procuró incentivar el envío de legaciones de las ciudades indígenas a Roma
para exponer ante el senado quejas y peticiones, bajo su directo patronazgo; presionó so-
bre la cámara para lograr el levantamiento de las cargas extraordinarias que pesaban so-
bre la provincia desde la guerra contra Sertorio, impuestas por Metelo, pero, especialmen-
te, procuró atraerse a los elementos influyentes de las ciudades mediante medidas favo-
rables de carácter fiscal como la concesión del derecho a los acreedores, casi todos ellos
caballeros, de dos terceras partes de los ingresos de sus deudores hasta la liquidación de
la deuda. No olvidó tampoco cultivar en la provincia su “populismo”, con reajustes en la
administración de justicia en favor de los humildes, como recuerda Cicerón en su Pro Bal-
bo. Pero fue la vieja ciudad de Gades, de nuevo, el objetivo predilecto de su everge-
tismo, aún potenciado por la gratitud hacia sus habitantes en general y hacia algunos de
sus ciudadanos en particular -Balbo, entre ellos- por la inapreciable ayuda prestada en la
reciente campaña. Si bien la limitación del tiempo en el cargo no le permitió extender su
influencia en la Citerior, en el mismo grado que lo había logrado Pompeyo, dejaba tendida
una serie de redes que le serían de utilidad en el futuro.

El “primer triunvirato”

En Roma, mientras tanto, había comenzado la campaña electoral para los consula-
dos del 59, y César, sin aguardar el relevo de su sucesor, regresó a Roma en el verano
del 60. Era el hombre que necesitaba Pompeyo para remontar sus últimos fracasos en po-
lítica. Sus intervenciones durante los diez últimos años habían favorecido siempre los inte-
reses de Pompeyo, pero, además, demostraba extraordinaria audacia y energía y estaba
en posesión de una gran popularidad. Pompeyo no era el único que se prometía ventajas
con la elección de César. También Craso había mantenido larga y estrecha relación con el
candidato, se había prestado a ser su fiador al marchar a Hispania y, lógicamente, no de-
saprovecharía la ocasión ahora que podia cobrarse los servicios prestados, en el momen-
to en que, precisamente, más necesitado estaba de ellos. Era así porque la energía opti-
mate no había estado dirigida sólo a afirmar la posición senatorial frente a Pompeyo. Du-
rante el año 61, los publicanos, tras los que se encontraba Craso, habian recibido del se-
nado insultantes desaires. Craso necesitaba un punto de apoyo en la ejecutiva con el que
contrarrestar la animosa y, por el momento, triunfante posición del senado.

Si Pompeyo y Craso, por motivos diferentes e independientemente, consideraban


la candidatura de César favorable y estaban dispuestos, por tanto, a secundarla, no era en
último lugar el propio César el menos interesado en este apoyo imprescindible cuando se
supo su participación electoral y, en consecuencia, el círculo optimate comenzó a tomar
sus medidas. César no era sospechoso en sus intenciones: toda su trayectoria política
había sido inequívocamente popular y de abierta oposición al senado. Los optimates sa-
bían lo que podía significar su elección y aplicaron todas las técnicas de la obstrucción a
su alcance para boicotear la candidatura o, cuando menos, para que, si resultara triunfan-
te, sus efectos quedasen aminorados. Fue la primera negar a César la posibilidad de pre-
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sentar su nombre in absentia. El año 63 se había introducido una ley que obligaba a la
presencia física del candidato en las elecciones. César, sin embargo, en trance de recibir
los honores del triunfo, que impedían antes de su celebración traspasar los límites sagra-
dos de la ciudad, el pomoerium, solicitó del senado permiso para presentar su candidatura
in absentia; la treta de Catón de mantener el uso de la palabra hasta la caída de la tarde,
hora en que debía finalizar la sesión del senado, impidió que los patres decretaran relevar
a César de esta determinación legal. El candidato no lo pensó dos veces y, traspasando
las fronteras del pomoerium, renunció al triunfo. La oposición determinó presentar como
rival a M. Calpurnio Bíbulo, feroz enemigo suyo. Pero aún, las precauciones para hacer
inofensiva la eventual elección de César determinaron que en el senado decretara como
provincia o ámbito de competencia de los futuros cónsules al término de su magistratura,
la ridícula tarea de administrar los senderos y los bosques estatales.

Por diferentes motivos, pues, tres políticos veían en peligro sus respectivas ambi-
ciones por la actitud del senado. Dos de ellos, aunque enemistados, hacían confluir inde-
pendientemente sus esperanzas en el tercero, César. Era difícil evitar un acuerdo de los
tres, si César conseguía superar las diferencias que separaban a Pompeyo y Craso. Y lo
consiguió efectivamente dando lugar al llamado «primer triunvirato». Desconocemos la
fecha en que tuvo lugar la coalición privada y secreta, conocida con este término impropio
por aproximación a la magistratura legal que con el mismo nombre recibieron posterior-
mente Octaviano, Marco Antonio y Lépido. Tampoco es seguro de quién partió la iniciativa,
aunque la mayoría de los autores la considera obra de César, que utilizó de mediador a su
amigo hispano Cornelio Balbo.

En sí, el «triunvirato» no era otra cosa que una alianza, una amicitia entre tres per-
sonajes, en la praxis política tradicional romana. Por supuesto que, dado el potencial a su
disposición, no podía evitarse que esta alianza tuviera amplias repercusiones en la políti-
ca; la principal de ellas, la dificultad de integración de sus miembros en la estructura re-
publicana. Estos tres aliados eran desiguales en cuanto a los medios a invertir en la coali-
ción: Pompeyo podía proporcionar el apoyo de sus veteranos, tan interesados como él
mismo en una afirmación de su patrono el poder; Craso contaba con su influencia en cier-
tos círculos senatoriales y, sobre todo, ecuestres, y con el potencial de su fortuna; César,
finalmente, aún no disponía de muchos seguidores, pero era considerado por sus com-
pañeros como una excelente inversión, ya que, en su momento, podía usar de la magis-
tratura consular. De hecho, gracias al acuerdo político, César, en un nivel más bajo de
prestigio e influencia, escapaba así a la subordinación que hasta el momento se había vis-
to obligado a cumplir en relación con los dos aliados, elevándose a su misma altura. Pero
antes era necesario llegar a una reconciliación entre Pompeyo y Craso. El pacto era es-
trictamente político, con un programa común, pero sus limitaciones y la desconfianza
que, al menos Pompeyo y Craso, albergaban entre sí quedan manifiestas en su propia
formulación negativa de «no emprender ninguna acción política que pudiese perjudicar a
alguno de los tres». Las conversaciones preliminares al acuerdo se desarrollaron en se-
creto. Sus detalles, por tanto, apenas pueden deducirse de los hechos que se produjeron
como consecuencia de su puesta en práctica. Pero, para ello, era necesario que César
alcanzase la magistratura consular del 59, lo que efectivamente ocurrió, recibiendo como
colega a su enemigo Bíbulo.

El consulado de César
César sería el primer cónsul en utilizar la magistratura para una amplia actividad
legislativa, apoyada en la asamblea popular, en contra de la voluntad del senado. Por ello,
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su consulado es un hito fundamental en la crisis de la república y un primer paso hacia el
mando totalitario. En buena parte, César fue empujado a esta actitud por la intransigente
oposición senatorial, dirigida por su colega Bíbulo y el líder optimate Catón.

En primer lugar, era necesario atender a los compromisos de la alianza con Pom-
peyo y Craso. Una primera lex agraria procedió a distribuciones de tierras de cultivo en
Italia para los veteranos de Pompeyo. Como César no podía esperar de la alta cámara un
dictamen favorable para el proyecto, decidió presentarlo directamente ante la asamblea
popular, manipulada y mediatizada por el peso de los veteranos, y la ley fue aprobada.

En adelante, el cónsul llevó ante los comicios los restantes proyectos, incluso cues-
tiones de política exterior y de administración financiera, competencias tradicionales del
senado. De este modo, se obtuvo tanto la ratificación de las disposiciones tomadas por
Pompeyo en Oriente como beneficios para los arrendadores de contratas públicas, ligados
al círculo de Craso.

Contentados sus compañeros, César consideró llegado el momento de atender a


su propia promoción. En primer lugar, trató de fortalecer sus lazos con Pompeyo con una
alianza matrimonial, al ofrecerle como esposa a su hija Julia. A continuación, presentó un
proyecto de ley agraria, destinado a aumentar su popularidad entre las masas ciudadanas:
en él, se contemplaba la distribución del ager Campanus, las tierras más fértiles de Italia,
entre 20.000 ciudadanos con más de tres hijos.

Finalmente, dio el paso decisivo para procurarse en los años siguientes una posi-
ción real de poder y una fuerte clientela militar. Por medio del tribuno Vatinio, al que cono-
cemos como corrupto legado del propretor de la Ulterior del año 62, C. Cosconio, logró
de la asamblea que se le encargase el gobierno de la Galia Cisalpina y del Ilírico -las cos-
tas occidentales del Adriático- durante cuatro años, con un ejército de tres legiones. A es-
tas provincias, César añadiría la Galia Narbonense, con una legión más. Las tribus galas
habían iniciado movimientos al norte de su frontera y César exageró cuanto pudo el peli-
gro que corría la provincia. El propio senado autorizó esta asignación.

Así, finalizado el año de consulado, César dirigió su ejército hacia la Galia, donde
se desarrollaría el siguiente capítulo de su camino hacia la concentración del poder, con
una de las gestas militares más asombrosas de la historia de la Humanidad, la conquista
de las Galias, agigantada aún por el parcial pero magnífico relato que de ella hizo su pro-
tagonista.

Las provincias hispanas durante la Guerra de las Galias


Las provincias de Hispania durante estos años decisivos apenas afloran y sólo indi-
rectamente en nuestras fuentes de información. Pero la vecindad de la formidable lucha al
otro lado de los Pirineos había de repercutir en ellas. Sus recursos en hombres y materia-
les fueron insertos en la guerra no sólo del lado de César, que hizo uso especialmente de
la excelente caballería de la Citerior, vieja aliada ya en las campañas romanas extrapenin-
sulares, sino también entre las filas de los galos. En la campaña contra Aquitania conduci-
da por el legado de César, Publio Craso, en el año 56, los indígenas contaron con el auxi-
lio de algunas ciudades de la Hispania Citerior, cántabras y vasconas, limítrofes con Aqui-
tania, que les proporcionaron guerreros. Algunos de ellos, según César, eran antiguos ve-
teranos del ejército de Sertorio y fueron elegidos como jefes por su conocimiento de la es-
trategia romana.
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No sabemos si es consecuencia de la guerra en la Galia el levantamiento, en el
mismo año 56, de las tribus vacceas de la Citerior, que arrastraron en su sublevación a
otras vecinas, seguramente arévacos y vetones. El levantamiento fue combatido por el
gobernador de la Citerior, Metelo Nepote, que acudió presuroso y pudo en un primer mo-
mento sorprenderlos, aunque, según las fuentes, la lucha se hizo a continuación más lenta
y encarnizada, especialmente alrededor de la ciudad de Clunia, sometida a asedio por
Metelo y luego liberada por los indígenas. Las campañas que por el mismo tiempo tenían
lugar en otros escenarios del ámbito romano impidieron actuar radicalmente y enviar las
fuerzas necesarias, por lo que Metelo hubo de contentarse con pacificar precariamente la
zona sin llegar a un resultado decisivo.

La conferencia de Lucca
En el mismo año en que se sublevaban las tribus vacceas, tenía lugar en Italia un
acontecimiento cuyas consecuencias marcarían directamente para Hispania su destino en
los años siguientes: se trata de la llamada conferencia de Lucca, en la que se ratificó la
alianza de los protagonistas del “primer triunvirato” y se tomaron medidas sobre la política
conjunta a seguir en los años siguientes.

Antes de que César partiera para la Galia, los "triunviros" consideraron ne-
cesario asegurarse de un eventual contragolpe senatorial, que pudiera poner en peligro la
reciente legislación. Y para ello utilizaron los servicios de un radical tribuno de la plebe,
Publio Clodio, que consiguió enviar al exilio a uno de los más caracterizados miembros del
senado, Cicerón. Pero Clodio utilizó su magistratura para crearse una posición de poder
independiente de los "triunviros" a través de la manipulación, consciente y decidida, de la
plebe urbana.

La proletarizada mayoría de los habitantes de Roma, con míseras condiciones de


vida, era un extraordinario caldo de cultivo para cualquier tipo de demagogia, en manos de
políticos sin escrúpulos que supiesen aprovechar sus necesidades y su ignorancia. A co-
mienzos de los sesenta, había surgido una nueva práctica, que muestra el deterioro de la
política interior y el creciente papel de estas masas ciudadanas: bandas armadas, bajo la
máscara de asociaciones de carácter religioso, profesional o incluso político (collegia, so-
dalitates), dirigidas por un cabecilla, ofrecían sus servicios para controlar las reuniones po-
líticas o provocar disturbios en las asambleas o en la calle. Su proliferación y su nefasta
influencia obligaron a prohibirlas en el año 64. Clodio, entre otras medidas demagógicas,
promovió una ley que restablecía estos collegia políticos e, incluso, se convirtió en organi-
zador de tales asociaciones, a las que distribuyó armas y encuadró en un sistema parami-
litar.

Fue Pompeyo el más afectado por esta nueva constelación política, obligado a
permanecer en Roma, en un ridículo papel: mientras su prestigio e influencia disminuía en
el senado, como consecuencia de su antinatural alianza con los populares, Clodio, sin du-
da, instigado por Craso, deterioraba su imagen pública y se atrevía, incluso, a intentar
asesinarlo a través de un esbirro.Es lógico que Pompeyo tratara de acercarse a Cicerón,
para recuperar su perdida posición en el senado, mientras el imprevisible Clodio, en un
inesperado giro político, se echaba en brazos de los optimates, declarándose dispuesto a
invalidar las disposiciones legislativas de César. Ante la necesidad urgente de apoyos,
César dio su beneplácito para que Pompeyo hiciese regresar a Cicerón del exilio.

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Cicerón, agradecido, aceptó el papel de mediador entre Pompeyo y el senado. Y
bajo su presión, la cámara otorgó a Pompeyo un poder proconsular, de cinco años de du-
ración, para dirigir el aprovisionamiento de trigo a Roma (cura annonae). El encargo, a es-
paldas de César, enfrió las relaciones con Pompeyo, mientras Craso, envidioso por su
continuo papel en la sombra, se prestaba, con la ayuda de Clodio, a colaborar con la fac-
ción senatorial que no aceptaba este mando extraordinario.

Fue César, una vez más, quien cumpliría el papel de mediador para superar los
malentendidos entre Craso y Pompeyo y renovar, así, la coalición del 59. El encuentro de
los tres políticos tuvo lugar, en abril del 56, en una localidad de la costa tirrena, Lucca,
donde se ratificó la alianza, con una serie de acuerdos, dirigidos a fortalecer un poder co-
mún y equivalente: Pompeyo y Craso debían investir conjuntamente el consulado del año
55 y, a su término, obtener un imperium proconsular, de cinco años de duración, sobre las
provincias de Hispania y Siria, respectivamente; como es lógico, también el mando de Cé-
sar debía ser prorrogado por el mismo período. La preocupación conjunta por equilibrar la
balanza del poder militar, el indispensable elemento de control político, era manifiesta.

Efectivamente, Pompeyo y Craso obtuvieron su segundo consulado y, fieles a la


alianza, materializaron los acuerdos de Lucca. Tras finalizar el período de magistratura,
Craso marchó a Siria; Pompeyo, por su parte, prefirió permanecer en Roma, cerca de las
fuentes legales del poder y más atento a su encargo de la annona. Por ello, se contentó
con enviar a las provincias que le habían correspondido legados que las administraran en
su ausencia. Se perfilaban ya las fuerzas con las que se decidiría el destino de la Repúbli-
ca y a las Hispanias les había correspondido jugar la baza de Pompeyo.

Hispania en la órbita de Pompeyo


La elección de Pompeyo era la mejor a la que, dadas las circunstancias, podía as-
pirar. Puesto que las provincias más próximas a Roma estaban en manos de César y el
centro político se hallaba en Occidente, pretendió afirmar su poder en las regiones más
próximas aún libres, donde pudiera cosechar la mayor cantidad de recursos. Y éstas eran
indudablemente las dos Hispanias, una de las cuales, la Citerior, como reconocería el pro-
pio César, estaba ya de tiempo vinculada a él por enormes beneficios, y la otra, como he-
mos visto, no desconocía el alcance de su figura. Pero sobre todo la Peninsula, por su ba-
se económico-social, presentaba un excelente arsenal de reclutamiento de tropas y mate-
riales y contaba con una magnífica posición estratégica si, como Pompeyo pretendía, lo-
graba mantener Italia en su esfera, ya que, en el caso de un conflicto, César quedaría
atrapado entre dos fuegos.

Pero este planteamiento teórico falló por la indecisión de Pompeyo que, obligado a
escoger entre Italia y las provincias, se decidió por permanecer en Roma. Probablemente
pensó que su posición en la Península estaba suficientemente asegurada por los viejos
lazos trabados en ella, pero se olvidó que los ejércitos personales no eran nada sin la pre-
sencia de su jefe, como quedó patente al comenzar las hostilidades.

Las formidables fuerzas estacionadas en la Península por Pompeyo -siete legio-


nes más los reclutamientos auxiliares-, sólo tienen una explicación coherente si se consi-
deran como parte de un complejo de poder estático, acumulado por su comandante a la
espera de los acontecimientos. Ello es evidente si pensamos que las fuentes están prácti-
camente mudas respecto a la actividad de este ejército entre los años 55 y 49, y ello a
pesar de que en el 56, como se ha mencionado, había tenido lugar un grave enfrenta-
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miento contra las tribus vacceas y de que unos años antes, en el 52, la sublevación de las
tribus galas al otro lado de los Pirineos y la defensa de la Narbonense hubieran exigido la
presencia del ejército de la vecina provincia Citerior.

Hacia la guerra civil

Los acuerdos de Lucca habían significado para César la superación de un grave


problema: el de la supervivencia política para el día en que, agotado su proconsulado, hu-
biera de enfrentarse en Roma a los ataques de sus adversarios. La prórroga de mando
hasta el 1 de marzo del 50 le daba margen suficiente para adquirir prestigio, poder y ri-
queza, y, con ellos, presentarse de inmediato a las elecciones consulares para el 49.

Sin embargo, el pacto quedaría en entredicho muy pronto por una serie de impon-
derables. Fue el primero de ellos la muerte de Julia, hija de César y unida en matrimonio a
Pompeyo. El distanciamiento entre los dos aliados que produjo la desaparición de Julia, se
hizo aún más evidente con el nuevo matrimonio de Pompeyo con la hija de uno de los
más encarnizados enemigos de César, Metelo Escipión. Pero fue más importante todavía
la muerte del tercer aliado, Craso. Desde Siria, Craso inició una inútil y peligrosa campaña
contra los partos: las graves equivocaciones militares de esta campaña condujeron a un
gigantesco desastre del ejército romano junto a Carrhae, en Mesopotamia, donde Craso
perdió la vida (9 de junio del 53).

El distanciamiento de César y la muerte de Craso pusieron a Pompeyo en una difí-


cil situación: tenía que demostrar su lealtad a las fuerzas senatoriales anticesarianas, sin
llegar a una ruptura irreversible con César. Los optimates, conscientes de esta delicada
situación, procuraron aprovecharla en su beneficio con una atracción más decidida de
Pompeyo a la causa del senado. El creciente deterioro de la vida política en los años si-
guientes a Lucca ofreció el necesario pretexto.

El desmantelamiento de las bases tradicionales de gobierno, que los "triunviros"


habían buscado sistemáticamente, hicieron de Roma en una ciudad peligrosa, donde el
vacío de poder llevaba camino de convertirse en anarquía: el senado, falto de autoridad y
sin un aparato de policía, se veía impotente para mantener el orden en las calles. Bajo el
bronco trasfondo de hambre y miseria de una ciudad superpoblada, que subsistía artifi-
cialmente de la corrupción política, las luchas electorales se desarrollaban en un ambiente
de violencia, propiciado por la proliferación de bandas armadas. A comienzos del año 52,
no había en Roma ni cónsules ni pretores, mientras las bandas, que apoyaban a los dife-
rentes candidatos, en continuos encuentros callejeros, sumían a la ciudad en una atmós-
fera de terror y violencia. En uno de estos encuentros, Clodio fue muerto por la banda de
Tito Annio Milón, un partidario sin escrúpulos de la causa optimate.

El senado, atemorizado, decretó el estado de excepción y dio poderes a Pompeyo,


en su calidad de procónsul, para reclutar tropas en Italia con las que restablecer el orden.
Poco después, Pompeyo era propuesto como único cónsul (consul sine collega). Pompe-
yo se incluyó así en los círculos optimates y cumplió su aspiración suprema de convertirse
en el hombre más poderoso e influyente de Roma, en total acuerdo con el órgano dirigen-
te de la res publica, como princeps del estamento senatorial. Para las fuerzas antisenato-
riales, sin embargo, se trataba, pura y simplemente, de una traición.

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Con los poderes de su peculiar magistratura, Pompeyo se dispuso a superar la cri-
sis de estado, con una activa legislación, en la que atendió, sobre todo, a frenar la causa
de los desórdenes recientes, los métodos anticonstitucionales de lucha electoral. La com-
binación de una ley contra la corrupción (lex Pompeia de ambitu) y de otra contra la vio-
lencia (lex Pompeia de vi) ofreció la posibilidad de crear un tribunal extraordinario para
juzgar a cualquier candidato sospechoso de un delito electoral. A la condena de Milón, si-
guió una larga cadena de persecuciones contra políticos populares, que mostraron cómo
la nobilitas, gracias a su unión con Pompeyo, volvía a recuperar el control sobre el estado.
Muchos de los condenados buscaron refugio en la Galia, al lado de César, y contribuyeron
a crear, en torno a su figura, un partido de complejos y extensos intereses.

Las medidas de Pompeyo, más allá de la lucha contra la corrupción electoral, se


completaron con otras leyes que trataban de atajar sus causas: la desenfrenada carrera
por las magistraturas y el enriquecimiento que su ejercicio posibilitaba. Entre otras cláusu-
las, exigían la presencia física en Roma de los candidatos para las elecciones y estable-
cían que los ex cónsules y ex pretores podrían obtener el gobierno de una provincia sólo
cinco años después de haber depuesto sus cargos. Sin negar la conveniencia de estas
reformas, su puesta en vigor no podía ser más inoportuna, porque perjudicaba directa-
mente a César: el 1 de marzo del año 50 corría el peligro de ser sustituido.

Es imposible seguir el desarrollo, convulso y precipitado, que desembocaría en la


guerra civil. El grupo más activo de los senadores tradicionalistas se propuso, como prin-
cipal objetivo, arrancar a César su imperium proconsular y convertirlo en ciudadano priva-
do. Mientras, Pompeyo se veía obligado a mantener un complicado juego, entre el apoyo
a las pretensiones optimates y el temor a enfrentarse con César.

Al aproximarse el fatal término del 1 de marzo, César invirtió gigantescos medios de


corrupción para tratar de retrasar el nombramiento de un sucesor para sus provincias.
Pero el 1 de enero del 49 el senado decretó finalmente que César licenciase su ejército en
un día determinado, so pena de ser declarado enemigo público. El veto de dos tribunos de
la plebe -Marco Antonio y Casio Longino- , fieles cesarianos, elevó la tensión al máximo
durante los siguientes días, hasta que, finalmente, el 7 de enero, el senado decretó el se-
natusconsultum ultimum y otorgó a Pompeyo y demás magistrados poderes ilimitados pa-
ra la protección del estado. Antonio y Casio abandonaron la ciudad para ponerse bajo la
protección de César.

César contaba ahora con un pretexto legal para justificar su marcha sobre Italia: los
optimates habían violado los derechos tribunicios y atentado contra la libertad del pueblo,
que él se manifestaba dispuesto a defender. Así, el 10 de enero del año 49, tomaba la
grave decisión de desencadenar una guerra civil al cruzar a la cabeza de una legión, la
XIII, el Rubicón, riachuelo al norte de Rímini, que marcaba la frontera entre la Galia Cisal-
pina e Italia.

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IX LA GUERRA CIVIL ENTRE CÉSAR Y POMPEYO (49-31 a. C.)
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La campaña de Ilerda

Conocemos bien el desarrollo de la guerra civil gracias a fuentes contemporáneas,


de las que, con mucho, destaca el propio relato de César en tres libros de Commentarii de
bello civile, que abarcan desde el comienzo de las hostilidades hasta Farsalia. A ellos se
añade el llamado corpus Caesarianum, compuesto por el bellum alexandrinum, africanum
e hispaniense, con la exposición de los acontecimientos subsiguientes a la derrota de
Pompeyo, que, si no obra del propio César, corresponde a autores muy allegados a él. La
discusión filológica sobre la paternidad de estas obras continúa sin solución satisfactoria,
pero no hay duda de que, en cualquier caso, se trata de testigos presenciales; de ahi su
valor directo, que, naturalmente, como en los propios Commentarii, necesita de correccio-
nes y precisiones, por la tendencia a presentar determinados hechos con la luz más favo-
rable para César. Afortunadamente, la abundante correspondencia de Cicerón viene en
este caso a constituir una valiosa fuente adicional. A ella habría que añadir las breves re-
laciones de Plutarco, Apiano, Dión Casio y Suetonio y, por supuesto, el largo poema épico
de Lucano, la Pharsalia.

Estrategias de la guerra
La decisión de César de invadir Italia inmediatamente, con los escasos recursos de
una sola legión y en pleno invierno, tenian sin duda el propósito de utilizar a su favor el
factor de la sorpresa. El senado había sido empujado a la abierta hostilidad contra el pro-
cónsul bajo el presupuesto de una situación militar que no correspondia a la realidad. No
sólo se había extendido el falso rumor de que las legiones gálicas estaban remisas en
apoyar la causa de César; el propio Pompeyo se preciaba de poder contar en el momento
preciso con diez legiones dispuestas, lo que sólo era cierto a largo plazo, ya que el núcleo
principal de ese ejército —siete legiones— estaba acantonado en Hispania. De hecho, en
Italia, el gobierno sólo contaba con las dos legiones reclamadas a César, que el procónsul,
al despedir, había generosamente premiado, y los bisoños reclutas que Pompeyo había
alistado recientemente en la península. La sorpresa y el disgusto de gran parte del senado
fueron creciendo conforme se desvelaban los, en un principio, herméticos planes estraté-
gicos de Pompeyo, basados en un proyecto de largo alcance cuyo presupuesto era el
abandono de Italia. El líder optimate, como en otro tiempo su maestro Sila, pensaba tras-
ladar la guerra a Oriente y reunir allí ingentes tropas y recursos con los que llevar a cabo
la reconquista de Italia, mientras el excelente ejército que mantenía en Hispania atacaba a
César por la retaguardia. Pero la resistencia de muchos senadores a abandonar Italia y la
lentitud de los movimientos de Pompeyo consumieron un tiempo precioso, que César utili-
zó a su favor con una estrategia resuelta y fulminante.

Al cruzar el Rubicón, el procónsul rebelde, si bien resuelto a utilizar la fuerza, no


contaba necesariamente con la guerra o, por lo menos, no con una larga guerra. Creía
poder doblegar al aterrorizado senado forzándole a pactar, o bien alcanzar al enemigo aún
en Italia y precipitar una rápida decisión militar, sin dar tiempo a Pompeyo a armarse. El
fulminante avance fue acompañado de intentos diplomáticos, no sabemos hasta qué pun-
to propagandísticos o sinceros. Mediante un enviado, César hizo saber que estaba dis-
puesto a entregar las provincias bajo su mando al sucesor designado y renunciar a cual-
quier privilegio, siempre que el senado levantase el estado de excepción, licenciara las
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tropas de Pompeyo y le obligara a dirigirse a Hispania. La maliciosa respuesta optimate
indicaba la falta de un sincero interés en negociar, puesto que condicionaba a la retirada
de las tropas de César y subsiguiente licenciamiento cualquier decisión al respecto. Las
negociaciones, por tanto, se interrumpieron y César prosiguió la ofensiva.

Pompeyo, por su parte, continuaba la retirada estratégica seguido de los cónsules y


de un gran número de senadores, con el pretexto de hacerse fuerte en el sur de Italia, pe-
ro secretamente dispuesto a embarcar hacia el otro lado del Adriático. La defensa de Italia
era ya para el partido senatorial una quimera y, por ello, Pompeyo pudo abiertamente des-
velar su plan de evacuación. Con los medios de transporte dispuestos, los cónsules se
embarcaron con la mitad de las tropas rumbo a Dyrrachion, en la costa del Epiro. Unos
días después llegaba César con un nutrido ejército de seis legiones a la plaza portuaria,
en un desesperado intento por impedir la huida de Pompeyo.

Se habia producido así la temida extensión de la guerra más allá de las fronteras
de Italia, que obligaba a César a replantear la estrategia. La falta de una flota impedía lle-
var a cabo la persecución de Pompeyo, pero existían además otros motivos de preocupa-
ción que requerían una atención inmediata. Uno era la amenaza siempre latente del ejérci-
to de Pompeyo en Hispania; el otro, el peligro de un bloqueo de Italia y la consecuente re-
ducción por hambre de la península, con el dominio del mar que el partido senatorial po-
seía. Una vez decidido a emprender personalmente las operaciones contra el ejército
pompeyano de Hispania, César tomó una serie de decisiones con vistas a la próxima
campaña. El pretor M. Emilio Lépido fue nombrado praefectus Urbi, representante de Cé-
sar en la ciudad; el tribuno M. Antonio, comandante en jefe de las tropas estacionadas en
Italia. Las provincias de la Galia Cisalpina e Ilírico, que debian atender a contrarrestar un
posible avance por tierra del enemigo, fueron encomendadas a M. Licinio Craso, hijo del
triunviro desaparecido en Carrhae, y C. Antonio, respectivamente. Por su parte, P. Corne-
lio Dolabela, en el Adriático, y Q. Hortensio, en el Tirreno, recibieron la orden de construir y
adiestrar a toda prisa flotas para deshacer el posible bloqueo del Occidente por mar. Fi-
nalmente, a C. Curión, con cuatro legiones, se le encomendó la ocupación militar de Sicilia
y África.

El propio César nos da las razones que le impulsaron a comenzar la lucha por el
imperio a partir de la península Ibérica. Ante la imposibilidad de perseguir inmediatamen-
te a Pompeyo por la falta de una flota, «mientras tanto no quería que en su ausencia se
afirmase la fidelidad de un ejército veterano y de las dos Hispanias, una de las cuales es-
taba vinculada a Pompeyo por grandísimos beneficios, que se reclutasen tropas auxilia-
res y caballería, que se intentase la defección de la Galia y de Italia». La estrategia de
César era, pues, neutralizar la fuerza efectiva y potencial de Pompeyo en la península
Ibérica, antes de que tomara la iniciativa o, como por un tiempo se pensó, alcanzara
desde el sur, por Mauritania, la Península y, al frente de su ejército, levantase las ciu-
dades contra César, utilizando su antiguo prestigio en la provincia. Dió por ello instruc-
ciones a su legado C. Fabio para que estuviese dispuesto a pasar los Pirineos con las
tres legiones que mandaba en la Narbonense; mientras, Trebonio debía llevar a esta pro-
vincia otras tres, que habían estado acuarteladas durante el invierno en los valles del
Saona y Ródano. Él mismo, por su parte, se pondría en camino hacia el norte con las
tres legiones de su campaña en Italia, la VIII, XII y XIII.

Mientras se desarrollaban los precipitados acontecimientos de Italia, la distribución


de los efectivos militares de Pompeyo en la Península dan pie a pensar que sus legados
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no tenían planes concretos de la estrategia a seguir. Como se ha mencionado, en el año
49 Pompeyo contaba con siete legiones en la Península, cuatro ya veteranas y tres nue-
vas, de las cuales dos habían sido reclutadas recientemente en Italia y una, la llamada
Vernacula, había sido levada en Hispania. Pero seguramente, las importantes pérdidas
en la desafortunada campaña de Metelo Nepote contra los vacceos del año 56, habrían
reducido los efectivos de las cuatro legiones veteranas, que hubieron de completarse en
la propia Hispania. A estas legiones habría que añadir un nutrido grupo de fuerzas auxi-
liares complementarias de infantería y caballería, formadas casi exclusivamente por indí-
genas y reclutadas en su mayor parte entre lusitanos, vetones, celtíberos, cántabros y
otros pueblos del norte de la Península.

Estos efectivos habían sido distribuidos entre los tres legados de Pompeyo, cada
uno de los cuales tomó a su cargo una región determinada: Afranio, el cónsul del año 60,
se estableció en la Hispania Citerior con tres legiones; Petreyo, con dos, entre Guadiana
y Duero; Varrón, en fin, en el territorio meridional de la Ulterior, al sur del Guadiana, con
las dos legiones restantes, a las que añadió treinta cohortes (alrededor de 15.000 hom-
bres) más dos denominadas cohortes colonicae, es decir, formadas por ciudadanos ro-
manos de Corduba. Se ha tratado de ver en esta dispersión de efectivos un precedente
de la posterior división provincial tripartita de Augusto en la Península. Más bien parece
consecuencia de la propia coyuntura estratégica que vivían las provincias hispanas: un
ejército en la meseta norte frente a los vacceos y otras tribus limítrofes, que no mucho
tiempo antes habían puesto en serios aprietos a Metelo Nepote ; un segundo contra los
siempre rebeldes lusitanos y el tercero como protección y defensa de las ricas tierras del
Guadalquivir. Es cierto que, a la llegada de los legados de Pompeyo, estas fuerzas se
hallaban inactivas, quizás en un compás de espera sin objetivos concretos aunque ten-
so, a tenor de la rápida precipitación de los acontecimientos en Italia.

Esta situación cambió con la llegada del lugarteniente de Pompeyo, L. Vibulio Rufo,
a quien el princeps senatus, en su retirada hacia Brundisium, dio demasiado tarde la or-
den de operar en Hispania, quizá preocupado por la suerte de su ejército y no demasiado
convencido de la efectividad de sus legados. Las órdenes de Vibulio eran concentrar el
grueso de las legiones, provistas de un amplio número de tropas auxiliares, en la Citerior,
en un lugar fácilmente defendible, para impedir el paso del ejército de César, y dejar re-
servas para la protección de la Ulterior. De acuerdo con este plan, sólo Petreyo desde Lu-
sitania movilizó sus tropas y, a través del país de los vetones, las unió a las fuerzas que
Afranio mantenía en la Citerior. Se eligió como punto de concentración y de operaciones
la ciudad ilergeta de Ilerda (Lérida), sobre la orilla derecha del Segre, afluente del Ebro.
Allí quedaron acuarteladas, al sur de la ciudad, en la colina de Gardeny, las cinco legio-
nes, ochenta cohortes de infantería auxiliar pesada y ligera y cinco mil jinetes; en total,
pues, unos 70.000 hombres.

César en Hispania: Ilerda


La rápida marcha de César hacia el sur fue detenida por la inesperada hostilidad
de la ciudad griega de Marsella que se negó a abrir sus puertas, manifestando su deci-
sión de permanecer neutral en el conflicto. Los esfuerzos de César para someterla se es-
trellaron contra las excelentes fortificaciones de la ciudad y no quedó otro recurso que
someterla a asedio, para el que se destinaron tres legiones al mando de C. Trebonio.
Mientras, César, sin esperar el resultado de las operaciones, se encaminaba hacia His-
pania con un nutrido grupo de jinetes galos. Le había precedido el legado C. Fabio, que,
al frente del grueso del ejército, compuesto de seis legiones, tomó posiciones junto al río
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Segre, al norte de Ilerda. En total, César concentró frente a la ciudad seis legiones,
apoyadas por diez mil auxiliares de infantería y seis mil jinetes, la mitad, tropas de elite
elegidas personalmente por César entre los pueblos de la Galia.

Sobre la campaña de Ilerda, entre mayo y agosto del 49, tenemos una prolija des-
cripción del propio César, sin contar otras fuentes resumidas, por las que conocemos
hasta los mínimos detalles de su desarrollo, salpicado de escaramuzas, golpes de mano,
maniobras y estrategia, en los que no parece oportuno entrar.

Antes de la llegada de César, C. Fabio, una vez levantado el campamento, para


garantizar los abastecimientos, había mandado construir sobre el Segre, a seis kilóme-
tros uno del otro, dos puentes de madera, río arriba. Tras unos días de escaramuzas, el
lugarteniente cesariano se encontró con la desagradable sorpresa de que las crecidas de
primavera del Segre habían destruido uno de los puentes, aislando en el sur a dos de
sus legiones. Afranio y Petreyo trataron de aprovechar la situación lanzando cuatro legio-
nes tras ellas. El rápido envío de refuerzos por Fabio impidió la catástrofe, pudiéndose
replegar a sus posiciones originarias apenas sin bajas.

Poco después llegaba César al lugar de las operaciones. Una vez reconstruido el
puente derruido, desplegó el grueso del ejército frente a las posiciones pompeyanas pa-
ra provocar el ataque. Ante la impasibilidad del enemigo, César intentó un golpe de suer-
te: tratar de separar el campamento enemigo de la ciudad de Ilerda, llave de los aprovi-
sionamientos, con la ocupación de una pequeña altura, el Puig Bordel, que los pompeya-
nos se habían descuidado en asegurar. Pero el plan fue descubierto y hubo que abando-
nar la empresa, entre lluvias torrenciales que destrozaron los dos puentes e inundaron
las posiciones de César. Afranio y Petreyo se apresuraron a correr la noticia del fracaso
del enemigo; los rumores hablaban ya de una rápida derrota y las acciones de César en
Roma comenzaron a bajar vertiginosamente, empujando a los senadores aún indecisos a
tomar el partido de Pompeyo.

La determinación de César salvó la situación. Basándose en sus experiencias en


Bretaña, decidió, además de la reconstrucción de los puentes, levantar un tercero con
toda la rapidez posible a 33 kilómetros al norte de Ilerda. Para ello ordenó la construcción
de una flotilla fluvial con barcos ligeros de cañas y cuero, que le permitió pasar parte de
sus tropas al otro lado del río y así reparar el puente desde ambas orillas. La cuestión de
los aprovisionamientos había quedado por fin resuelta y las consecuencias no se hicieron
esperar. Algunos núcleos indígenas del norte del Ebro se pasaron a César. No hay que
olvidar que éste había sido el escenario de los combates de Sertorio y que en estos nú-
cleos el viejo caudillo había encontrado sus más fieles aliados. El miedo al nombre de
Pompeyo los había mantenido al margen, pero la fortuna de César les decidió a jugar la
carta que en su fuero interno deseaban. Entre ellos estaban Osca, la capital de Sertorio;
Calagurris, que había resistido con ferocidad inaudita el cerco de Afranio, y Tarraco, una
de las últimas ciudades en entregarse a Pompeyo, a las que se sumaron los pueblos de
los ausetanos, iacetanos e ilurgavones.

Las nuevas alianzas no sólo fortificaban la posición de César en el escenario de la


guerra, sino que perjudicaban visiblemente a los pompeyanos por el hecho de que su
ejército contaba con abundantes auxiliares procedentes de estos pueblos, que, de acuer-
do con sus respectivas comunidades, empezaron a desertar. Así, una cohorte entera de
ilurgavones, reclutada por Afranio, se pasó en masa a César. La nueva situación trajo el
! ! ! ! ! !
desconcierto a las filas pompeyanas y sus jefes, ante el miedo a verse rodeados de ene-
migos, decidieron trasladar el teatro de la guerra al sur del Ebro, en la Celtiberia, donde
pensaban que el nombre de Pompeyo les serviría para encontrar fácilmente apoyo entre
los indígenas. Así decidido, las tropas de Afranio y Petreyo abandonaron Ilerda y marcha-
ron hacia el sur por la orilla del Segre, afanándose en la construcción de un puente sobre
el Ebro, en Octogesa, probablemente cerca de la actual Ribarroja, donde el río hace un
gran recodo.

César no les dio tiempo a cruzarlo, ya que hubiera significado una larga prolonga-
ción de la guerra, con resultados inciertos y muchas más pérdidas. Con gran riesgo va-
deó el Segre y se lanzó con cinco legiones contra los pompeyanos antes de que éstos
pudieran hacerse fuertes. Frente a frente ambos ejércitos, no tardaron en producirse las
primeras deserciones legionarias de los pompeyanos. Desesperadamente, Afranio, cor-
tado su camino hacia el sur, toma la decisión de volver a Ilerda en una marcha larga y
penosa, continuamente hostigado por la caballería cesariana. En lugar de atacar en
campo abierto, César prefirió dejar que ocuparan posiciones, pero ahora, en franca des-
ventaja, porque los sometió a un férreo cerco, cortándoles toda posibilidad de aprovisio-
namiento. No era difícil suponer el final de la lucha. Sin agua, trigo, forraje y madera,
Afranio, con un ejército desmoralizado y hambriento, no tuvo otro remedio que capitular,
enviando para ello a César, como rehén, a su propio hijo, que pidió las condiciones de
rendición. La más poderosa fuerza militar pompeyana había sucumbido sin apenas pér-
didas.

Las mínimas exigencias de César hacia el ejército vencido vinieron todavía a facili-
tar la capitulación de las fuerzas pompeyanas. La alocución a las tropas derrotadas, di-
rigida por el vencedor, sigue constituyendo un modelo de ponderación y de conocimiento
de la psicología humana: sólo los jefes del ejército habían sido culpables de un posible
desastre por su obstinación en llegar al fin, en contra de los sentimientos de sus propios
soldados, favorables al entendimiento. Pero, en suma, la culpa de la propia guerra era de
Pompeyo y del gobierno senatorial, que habían acumulado una tras otra medidas im-
puestas contra él sin causa que lo exigiese. Su clemencia hacia los vencidos ahora y
sus deseos de paz y concordia imponían como única condición de paz el licenciamiento
de todas las tropas que se le habían enfrentado. Si excluimos las alianzas llevadas a ca-
bo por César con las ciudades al noroeste del Ebro, la corta guerra había sido un enfren-
tamiento entre dos ejércitos romanos sin intervención de las comunidades indígenas,
salvo en lo que a participación de mercenarios se refiere.

No obstante, en el ejército pompeyano había un número relevante de legionarios


hispanienses, esto es, nacidos o residentes en la Penínusla. Hay que tener en cuenta que
las cuatro legiones de las que se hicieron cargo los legados de Pompeyo debían tener sus
cuadros disminuidos por las recientes campañas contra los vacceos. Sin duda, se trataron
de completar con levas efectuadas entre ciudadanos romanos de Hispania. La importancia
númerica de estas levas queda manifiesta por el hecho de que, cuando se presentó el
problema de decidir el destino de las cinco legiones que habían capitulado en Ilerda, Cé-
sar ordenó que aquellos soldados que tuvieran su domicilio o posesiones en Hispania se-
rían inmediatamente licenciados: al cabo de dos días quedaron así fuera de servicio una
tercera parte de las tropas. Si se añaden los hispanos de servicio en el ejército de Varrón
-complementos de la legión II y la legio Vernacula en su totalidad- puede afirmarse que el
ejército pompeyano en Hispania en el año 49 no contaba con menos de ocho a diez mil
legionarios de procedencia hispana.
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La campaña de Ilerda había destruido de un golpe el mayor potencial militar con
que Pompeyo contaba. Sólo restaba sustraer ahora al enemigo la reducida fuerza que
aún mantenía en la Ulterior.

La capitulación de la Ulterior
Como sabemos, esta provincia había sido asignada a Varrón, hombre de grandes
dotes intelectuales, pero de nulas condiciones militares, con dos legiones que no partici-
paron en la campaña de Ilerda, ya que se había juzgado más conveniente que defendie-
ran mientras tanto la provincia. De estas fuerzas, una, la legión II, había sido reclutada en
Italia; la otra, llamada Vernacula, como su propio nombre indica, estaba constituida en su
totalidad por hispanienses. Cuando los primeros reverses de César en el campo de Iler-
da, aumentados en importancia por los correos de Afranio, hacían augurar un rápido fin
de la guerra, favorable a los pompeyanos, Varrón se había apresurado a acumular, sin
tasa y medida, recursos en su provincia, inflamado de un súbito ardor guerrero que en el
tiempo de inactividad anterior a la ruptura de hostilidades no había demostrado: hizo re-
clutamientos en la provincia, almacenó grandes cantidades de trigo, exigió a los provin-
ciales la entrega de ingentes sumas y comenzó a armar flotas en Hispalis y Gades. Era
ya tarde para volverse atrás cuando supo el desastre de sus correligionarios. Demasiado
comprometido para entonces y sin plan concreto, pensó que el único remedio consistiría
en hacerse fuerte en la inexpugnable Gades.

César apenas le dio tiempo a materializar sus intenciones. Tras proclamar un edicto
para que representaciones de todas las ciudades de la provincia se reunieran con él un
día señalado en Corduba, se puso rápidamente en camino con una exigua escolta de 600
jinetes, seguido por dos legiones al mando de Q. Casio Longino, el tribuno de la plebe que
en Roma había defendido su causa ante el senado. Es obvio que César intentaba de
nuevo utilizar el factor sorpresa, pero, en la misma forma de actuar, contando de antema-
no con no ser molestado en Córdoba y acompañado de reducidas fuerzas, era claro que
apenas temía una eficaz resistencia por parte del ejército de Varrón. Si en solo cuarenta
días había vencido en la Citerior con circunstancias adversas en principio, no dudaba aho-
ra del rápido desmantelamiento del resto de las fuerzas pompeyanas, inferiores en núme-
ro, desmoralizadas por el resultado de la anterior campaña, con un mando incapaz y en
un territorio que él bien conocía desde su cuestura y pretura y donde sabía que podía con-
tar con partidarios y simpatizantes.

Los acontecimientos vinieron a darle la razón. Apenas conocido el edicto de Cé-


sar, las ciudades comenzaron, aun sin contar con su presencia, a actuar en su interés.
Córdoba y Carmona cerraron sus puertas a Varrón, y Gades, donde el legado había con-
tado con hacerse fuerte, intimó a uno de sus lugartenientes, Galonio, a abandonar de
grado la ciudad, lo que el militar aterrorizado se apresuró a hacer. No es, pues, extraño
que una de las dos legiones pompeyanas, precisamente la formada por hispanienses,
desertara en la propia presencia de Varrón y se estableciera en Hispalis, que la acogió
complacida. El confuso legado de Pompeyo, dando por perdido Gades, intentó como úl-
timo recurso hacerse fuerte en Italica. Pero también esta ciudad le había cerrado las
puertas. Era absurdo resistir y por ello hizo saber a César que estaba dispuesto a entre-
gar sus efectivos. Él mismo en Córdoba, dio cuenta a César de su administración y le
presentó cumplida relación de las provisiones, dinero y naves puestas bajo su dirección.
Sin la pérdida de un solo hombre, César había completado el desmantelamiento del ejér-
cito pompeyano en Hispania.
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Se había cumplido la primera parte del plan estratégico. Sin temores ni sorpresas
desagradables, César podía ya marchar a Oriente a enfrentarse con su enemigo. Sólo le
restaba hacer patente su agradecimiento a la provincia y confirmarlo con una serie de
generosos actos. En la anunciada asamblea de Córdoba devolvió a los hispanos las en-
tregas exigidas por Varrón, condonó los impuestos extraordinarios y prometió restituir los
bienes confiscados a aquellos que habían mostrado una actitud procesariana, distribu-
yendo a ciudades e individuos recompensas materiales y legales. Dos días después lle-
gaba a Gades. La ciudad en otro tiempo preferida, que había sabido con su iniciativa
agradecer esta predilección, era elevada ahora a la categoría de municipio romano y sus
habitantes recibieron el pleno derecho de ciudadanía. Con las naves que Varrón había
dispuesto en su puerto para la abortada campaña embarcó hacia Tarraco. Allí le espera-
ban en asamblea legaciones de las comunidades de la provincia, a los que César termi-
nó de ganar con sus recompensas. Reunido el ejército, él mismo lo condujo por la vieja
calzada costera fuera de la Península. En sus límites y frente al orgulloso monumento
erigido por Pompeyo en el paso pirenaico del Perthus, un sencillo altar conmemoraría la
feliz campaña de César en Hispania.

El bellum hispaniense

De Farsalia a Thapsos
En otros escenarios, sin embargo, las fuerzas cesarianas no habían sido tan afor-
tunadas: se perdió el ejército de África, en buena medida por la eficaz ayuda que prestó a
los pompeyanos el rey Juba de Numidia; la flota de Dolabela fue vecida en el Adriático y
Cayo Antonio se vio obligado a capitular en el Ilírico.

En todo caso, a finales del 49, César regresaba a Roma, donde intentó afirmar su
posición política. Nombrado dictador, puso en marcha legalmente el mecanismo de las
elecciones -él mismo fue elegido cónsul- y emanó una serie de disposiciones, sobre todo,
en materia económica, dirigidas a aliviar la angustiosa situación de los deudores; las co-
munidades de la Galia Transpadana, por su parte, recibieron el derecho de ciudadanía. En
los últimos días de diciembre, César depuso la dictadura y, en su condición de cónsul, se
dispuso a cruzar el Adriático para enfrentarse con Pompeyo.

Las primeras operaciones contra las fuerzas senatoriales tuvieron lugar en la cos-
ta del Epiro, en torno a Dyrrachium y terminaron con la victoria de Pompeyo. César se
retiró entonces hacia Tesalia y tomó posiciones en la llanura de Farsalia. El 9 de agosto
tuvo lugar el encuentro decisivo, favorable a César, que, no obstante, no pudo impedir la
huida de Pompeyo con la mayoría de los senadores a Egipto.

El reino lágida, último superviviente del mundo político surgido tras la muerte de
Alejandro, mantenía precariamente su independencia con la tolerancia romana. A la arri-
bada de Pompeyo, se encontraba sumido en una guerra civil, provocada por el enfrenta-
miento entre los dos herederos al trono, hijos de Ptolomeo XII Auletés, Ptolomeo XIII y
Cleopatra. La camarilla que rodeaba al débil Ptolomeo XIII había logrado expulsar a Cleo-
patra, que se preparaba, con un pequeño ejército, a recuperar el trono. En esta situación,
la solicitud de ayuda que Pompeyo hizo al rey no podía ser más inoportuna; el consejo re-
al decidió, por ello, asesinar a Pompeyo.

! ! ! ! ! !
Tres días después, César llegaba a Alejandría para recibir como macabro presente
la cabeza de su rival. Pero aprovechó la estancia en la capital del reino para sacar venta-
jas materiales y políticas, exigiendo el pago de las sumas prestadas en otro tiempo a Aule-
tés e invitando a los hermanos a compartir pacíficamente el trono. La reacción del consejo
de Ptolomeo XIII fue inmediata: César y sus reducidas tropas se encontraron asediadas,
con Cleopatra, en el palacio real. La apurada situación fue resuelta con la llegada de re-
fuerzos, solicitados por César de los estados clientes de Siria y Asia Menor: el campamen-
to real fue asaltado, y Ptolomeo encontró la muerte en su huida; Cleopatra fue restituida
en el trono.

César, superado el escollo egipcio, no podría concentrar todavía su atención en la


liquidación del ejército senatorial estacionado en África. El hijo de Mitrídates VI, Farnaces,
desde sus posesiones del sur de Rusia, aprovechó la coyuntura para intentar recuperar el
reino de su padre e invadió el Ponto. A través de Judea y Siria, César alcanzó a Farnaces
en Zela y lo derrotó, en una campaña fulminante, descrita por el vencedor con el lacónico
comentario veni, vidi, vici.

En Roma, en septiembre del 48, César había vuelto a ser nombrado dictador, con
Marco Antonio como lugarteniente (magister equitum). El uso despótico que Antonio hizo
de estos poderes, en la atmósfera de inquietud y violencia ocasionada por la crisis eco-
nómica, desencadenó graves disturbios. El senado hubo de aplicar el estado de excep-
ción, que Antonio convirtió en un régimen de terror, mientras los veteranos del ejército ce-
sariano, acuartelados en Campania para la próxima campaña de África, se rebelaban.

César, en su segunda estancia en Roma, a su regreso de Oriente, hubo de hacer


frente, otra vez, al acuciante problema de las deudas, mientras buscaba desesperada-
mente recursos para financiar la campaña de África y calmaba a los veteranos. Pero tam-
bién se preocupó de estabilizar los órganos públicos: completó el senado con nuevos
miembros fieles y dirigió las elecciones. De nuevo, fue elegido cónsul para el año 46, y,
depuesta la dictadura, embarcó para las costas africanas.

El ejército senatorial contaba en África con respetables fuerzas, compuestas de no


menos de catorce legiones, a cuyo frente se encontraban los principales representantes
del partido optimate, con el rey de Numidia, Juba. Se decidió nombrar como comandante
en jefe a Metelo Escipión, el suegro de Pompeyo; Catón fue encargado de defender la
plaza de Útica.

César, con la ayuda del rey Bogud de Mauretania y la llegada de refuerzos, logró
superar los desfavorables comienzos de la campaña y se dirigió a Thapsos, donde el
grueso de las fuerzas senatoriales fue masacrado (6 de abril del 46). Sólo quedaba el bas-
tión de Útica, que se prestó a capitular; su defensor, Catón, el "último republicano", prefirió
quitarse la vida. Otros líderes optimates tuvieron también un trágico fin; sólo un reducido
grupo, en el que se encontraban los dos hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, consiguió al-
canzar las costas de Hispania para organizar en la Ulterior los últimos intentos de resis-
tencia.

El gobierno de Casio Longino en la Ulterior


Antes de embarcar en Gades, César había encomendado el gobierno de la Ulte-
rior a Q. Casio Longino, con un ejército de cuatro legiones: las dos que antes habían
servido bajo Varrón -la II y la Vernacula- y otras dos, reclutadas recientemente en Italia,
! ! ! ! ! !
la XXI y la XXX. De creer a las fuentes —fundamentalmente algunos capítulos del bellum
alexandrinum, escrito por Hircio o cualquier otro oficial cesariano— Casio no habría sabi-
do hacer justicia a la confianza depositada por César y con su pésima administración y
continuas arbitrariedades levantó a toda la provincia en su contra y, en definitiva, en con-
tra de César.

No era éste el primer contacto que Casio tenía con la Ulterior: años atrás había sido
herido en ella mientras cumplía la magistratura cuestoria a las órdenes de Pompeyo. Para
el autor del bellum alexandrinum, Casio desde entonces odiaba la provincia y ahora, in-
vestido de poder, deseaba vengarse. La mejor manera de llevar a cabo su plan era atraer-
se al ejército, al que colmó de dádivas. Émulo de las hazañas de César, condujo una
campaña contra los lusitanos al norte del Tajo, tomando la plaza de Medobriga, que le va-
lió su aclamación como imperator por la tropa, agradecida con sustanciosas recompensas.
Las ingentes sumas necesarias para conducir tal política iban a proporcionársela los pro-
vinciales, a los que extorsionó de todas las formas posibles, no sólo con exigencias de di-
nero, sino también de hombres, ya que sabemos que aumentó las fuerzas dejadas por
César con una quinta legión y tres mil jinetes.

En la primavera del 48, al recibir órdenes de trasladar las fuerzas que se le habían
encomendado para la campaña de África, Casio se apresuró a reclutar auxiliares y con-
centró el grueso del ejército en Córdoba. Allí tuvo lugar una conspiración urdida por ciu-
dadanos de Italica, que intentaron asesinarle en el foro de la ciudad. Si bien sólo resultó
ligeramente herido, ya se había corrido el rumor de su muerte y, mientras redoblaba sus
odiosas medidas, ávido de dinero y con un buen pretexto para conseguirlo, la noticia de-
sató un motín militar. Las dos antiguas legiones de Varrón con parte de los nuevos reclu-
tados por Casio -la legión V-, eligieron por jefe al italicense Tito Torio y, gritando el nombre
de Pompeyo que habían escrito sobre sus escudos, avanzaron hacia Córdoba. El cuestor
Marco Marcelo consiguió calmarlos y hacerles renunciar a su decisión de proclamarse por
Pompeyo; los amotinados entonces lo eligieron por jefe y le obligaron a marchar contra
Casio y las legiones que le habían permanecido fieles, que no tuvieron otro remedio que
guarecerse tras las murallas de Ulia (Montemayor).

Ante la apurada situación, Casio envió emisarios pidiendo socorro al gobernador


de la Citerior, M. Emilio Lépido, y al rey Bogud de Mauritania, aliado de César. Entretanto
el cuestor Marcelo mantenía una actitud equívoca, procurando no comprometerse abier-
tamente por Pompeyo, pero dando a sus palabras y actos la suficiente oscuridad para
que, tanto si era César como Pompeyo el vencedor, pudiera parecer que había actuado
con lealtad. En cualquier caso, puso cerco a Ulia sin atreverse a forzar la plaza, hasta que
la llegada de los socorros solicitados por Casio resolvieron momentáneamente la situa-
ción: Trebonio sustituyó en el gobierno de la provincia al comprometido Casio, que precipi-
tadamente se embarcó en Málaga con el producto de sus rapiñas para escapar a las iras
de sus administrados. A la altura de la desembocadura del Ebro, la embarcación que lo
transportaba zozobró y se fue a pique con ella (año 47).

La defección de la Ulterior
La sublevación, sin embargo, había alcanzado ya unas proporciones que el simple
cambio de gobernador no podía sofocar. Los ecos del motín habían llegado a África y los
principales dirigentes del partido senatorial, Escipión y Catón, convencieron a Cneo, el
hijo mayor de Pompeyo, a intentar la aventura de Hispania donde, dada la situación y el
prestigio que entre los indígenas había gozado su padre, no le sería difícil lograr un rápi-
! ! ! ! ! !
do éxito. Cneo, convencido, se embarcó en Útica y con un pequeño ejército en el que se
incluían veteranos del ejército de Afranio, puso proa hacia las Baleares, que no tuvo difi-
cultad en conquistar, si se exceptúa la dura resistencia de Ibiza. Su retraso en acercarse
a Hispania a causa de una inoportuna enfermedad no fue obstáculo para que ya las le-
giones de la Ulterior, que antes se habían sublevado contra Casio, volvieran a amotinar-
se al tener noticia de su próxima llegada. Eligiendo por jefes a dos caballeros hispanos,
Tito Escápula y Quinto Apronio, expulsaron al gobernador Trebonio de la provincia y pro-
vocaron el levantamiento de toda la Ulterior.

Al fin llegó Cneo con sus tropas a las costas de Hispania y, tras ganar sin resisten-
cia algunas ciudades, puso sitio a Cartagena. Hacia la ciudad portuaria acudieron los
amotinados, proclamándole imperator, y Cneo pudo comprobar con satisfacción que la
provincia respondía a las esperanzas que la facción senatorial había puesto en ella, al ver
cómo aumentaban sus fuerzas y cómo muchas ciudades le abrían sus puertas. Mien-
tras, en África, como hemos visto, se deshacía el frente senatorial tras el desastre de
Thapsos y los pocos fugitivos que consiguieron escapar de César —el hijo menor de
Pompeyo, Sexto, y los pompeyanos Labieno y Atio Varo— vinieron a unirse al último foco
de resistencia en el que se había convertido la Península. Así el territorio hispano y, en
concreto, la Ulterior se iba a convertir en el último y deseperado escenario de la vieja
pugna entre César y el gobierno optimate.

No se trataba de un escenario pasivo y accidental. Abundantes presupuestos -


antigua colonización romano-itálica, concesión de derechos de ciudadanía, urbanización
y proliferación de centros romanos, inclusión de indígenas en los ejércitos republicanos,
labor personal de captación por parte tanto de Pompeyo como de César-, apuntan todos
ellos hacia una participación activa. Una participación que basculaba, sin duda, hacia el
bando pompeyano, a pesar de la impresión que reflejan las fuentes -es cierto que desca-
radamente procesarianas-, empeñadas en demostrar el amplio consenso de que gozaba
César.

La inclinación de la Ulterior por Pompeyo no es difícil de explicar. Hispania, des-


de el año 55 e incluso antes, había estado sometida a su casi exclusiva influencia, en
especial por lo que respecta al ámbito de la milicia. En un mundo político de ejércitos
personales, de juramentos de fidelidad al caudillo y de intereses mutuos entre soldados y
general, las clientelas militares eran de vital importancia. La legio Vernacula, reclutada
por orden de Pompeyo y varios años sirviendo bajo su patrocinio, es cierto que, ante la
victoria de César en Ilerda, fue la primera en desertar, pero no sabemos la parte de culpa
que la incapacidad de Varrón tuvo en ello. De lo que no cabe duda es de que ella fue la
primera en manifestar su adhesión a Pompeyo y de que se mantuvo fiel a su causa en la
persona de sus hijos hasta su casi completo aniquilamiento en Munda. Por otro lado, un
tercio de las tropas legionarias pompeyanas licenciadas por César en Ilerda, como se ha
mencionado, estaban formadas por hispanos o por romanos domiciliados en Hispania. La
vuelta a sus hogares aumentaba el número de los simpatizantes a la causa de Pompeyo
y, naturalmente, hay que contar también con los efectivos auxiliares, parte de los cuales
procedían del oeste de la provincia, Lusitania y Vetonia, para quienes el nombre de Cé-
sar estaba unido al recuerdo de destrucción y rapiña de la campaña del 61.

Esta fuerte clientela militar, sin embargo, no era el único apoyo de los pompeya-
nos en la provincia. La masiva presencia de colonos romano-itálicos había introducido y
desarrollado en una buena parte de la Ulterior -los territorios en donde se asentaban los
! ! ! ! ! !
núcleos urbanos más importantes-, estructuras sociales y económicas de carácter roma-
no, aunque con ciertas peculiaridades con respecto a Italia. La pirámide social en estas
ciudades tenía en su cúspide a ciudadanos romanos y elites locales frente a una base
que no estaba, como en Roma, asentada en proletarios urbanos y rurales, también ciu-
dadanos, sino en el poblamiento indígena peregrino, sin derechos políticos ni civiles, su-
jeto a la administración romana. La base económica en que apoyaba su influencia el gru-
po dirigente de las ciudades era la agricultura latifundista, con mano de obra tanto escla-
va como libre indígena, el comercio, restringido fundamentalmente a las ciudades coste-
ras como Gades o Hispalis, y la minería, en manos de particulares o sociedades arrenda-
tarias del estado romano.

Las convulsiones político-sociales que habían constituido el caldo de cultivo de


las guerras civiles, en la Ulterior se reflejaban en el elemental antagonismo entre ricos,
poseedores de los privilegios políticos, y pobres, sometidos a las duras condiciones de
su status jurídico peregrino. Era, pues, lógico que el reflejo de los contrastes políticos de
la Urbe en las ciudades de la provincia, que sólo podían comprender las clases privile-
giadas, se tradujera en un consenso hacia el punto de vista conservador senatorial, que,
evidentemente, en la década de los años cincuenta, estaba personificado en Pompeyo.
Sólo una vez hasta la guerra civil se habían visto las provincias hispanas envueltas direc-
tamente en los conflictos internos de Roma con el episodio de Sertorio. Conviene recor-
dar cómo en aquella ocasión el anuncio del desembarco de Sertorio en la Ulterior había
aterrorizado la provincia y cómo el triunfo de Metelo desató en las ciudades —evidente-
mente en los círculos que las controlaban— un indescriptible entusiasmo. Y no hay que
perder de vista que, en cierto modo, César podía ser considerado el heredero del pro-
grama popular de Sertorio.

Si en un principio y tras Ilerda las ciudades se vieron obligadas a abrir sus puertas
a César, la desafortunada administración de Casio, dirigida contra las fortunas y propie-
dades de los ricos provinciales, las arrastraron al bando anticesariano tan pronto como
volvió a tomar cuerpo entre los veteranos del desaparecido Pompeyo una voluntad de
resistencia.

La campaña de Munda
Y fue sobre todo esa resistencia militar la responsable de que la campaña que
finaliza en Munda fuera la más dura, cruenta y enconada de toda la guerra civil, bellum
ingens ac terribile, como la define Veleyo. En ella, César no iba a actuar como en las an-
teriores, buscando hasta los límites de lo posible la entrega sin derramamientos de san-
gre y dando pruebas de su reconocida clementia; ahora se trata de una guerra de exter-
minio, ya que gran parte de los enemigos eran considerados como bárbaros peregrinos,
con los que no era necesario tener consideración. Y esa crueldad todavía se vería poten-
ciada por la existencia dentro de las ciudades de un partido procesariano, que desenca-
denaría una segunda guerra civil “provincial”, en la que las adhesiones políticas de la po-
blación indígena escondían conflictos sociales largamente incubados. Es fácil compren-
der en consecuencia por qué el discurso de la guerra estaría salpicado de asaltos de
ciudades, incendios, matanzas, represalias contra la población civil, exterminio, en suma,
de romanos y provinciales entre sí. Conocemos los acontecimientos muy bien gracias al
relato de toda la campaña por un testigo presencial desconocido, el autor del bellum his-
paniense, que con su rudo y monótono estilo contribuye aún más a presentar en toda su
crudeza, sin reelaboración literaria y sin la ponderación de una exposición distanciada en
el tiempo, la sucesión de los hechos.
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De acuerdo con su narración, César, al tener noticia de la sublevación de la pro-
vincia, envió por mar desde Cerdeña a sus legados Q. Pedio y Q. Fabio Máximo, que,
impotentes para hacer frente a las tropas pompeyanas, se hicieron fuertes en Obulco
(Porcuna), mientras le hacían llegar peticiones para que se hiciese cargo de la dirección
de la guerra, conscientes de su gravedad. César envió por delante nuevos contingentes
de tropas y, tras las elecciones del 46, a finales de año, se presentó, en una marcha ful-
minante de veintisiete días a lo largo de la costa oriental—la posterior via Augusta—,
desde Roma en Obulco. En pleno invierno decidió inmediatamente comenzar las opera-
ciones. Los pompeyanos habían dividido el grueso de las fuerzas en dos frentes: uno, al
mando de Cneo, el hijo mayor de Pompeyo, sitiaba Ulia, plaza que, como sabemos, ya
durante la sublevación había acogido a las tropas fieles a César; el otro, bajo su hermano
menor, Sexto, defendía la capital de la provincia, Corduba. César contaba con un ejército
disciplinado, entrenado y homogéneo, formado por las legiones de ocupación en Hispa-
nia —las tres de la Ulterior y tres verosímilmente de la Citerior—, otra traída por sus le-
gados de Cerdeña y dos más, veteranas, enviadas delante de él, la VI y la X. Estas le-
giones estaban reforzadas por una excelente caballería auxiliar, en su mayor parte gala,
de 8.000 jinetes.

Enfrente, los pompeyanos sumaban trece legiones. De creer al autor del bellum
hispaniense, sólo cuatro de ellas podían considerarse propiamente como tales: las dos
antiguas legiones de Varrón, una tercera formada con colonos de la provincia y otra más
traída por Afranio de África. El resto, hasta completar el número indicado, habrían estado
compuestas de “fugitivos y auxiliares”. Lógicamente no puede creerse al pie de la letra es-
te origen, que intenta desprestigiar al bando enemigo. Si bien es posible que en su conjun-
to no estuvieran formadas por ciudadanos romanos, al menos debían contar con un ele-
vado número de indígenas romanizados, en gran parte antiguos veteranos de Pompeyo.

Consciente de la superioridad de sus fuerzas, César trató de provocar cuanto an-


tes un combate decisivo en campo abierto para resolver de inmediato la guerra; mientras
que los pompeyanos, amparados en la adhesión de las ciudades y en su fácil defensa,
contaban con prolongarla indefinidamente hasta que los efectivos enemigos, privados de
avituallamiento y cansados, se vieran obligados a renunciar.

César dio comienzo a las operaciones con el envío de un destacamento en ayuda


de Ulia para distraer al enemigo, mientras él mismo se aproximaba a Corduba. Sexto,
temeroso de las fuerzas que César había concentrado al este de la ciudad, pidió ayuda a
su hermano, que hubo de abandonar Ulia para acudir en su ayuda. Pero, fuera de una
serie de escaramuzas para ocupar el puente de piedra de la ciudad, los pompeyanos no
se dejaron atraer a un combate decisivo. No quedaba otro remedio para César, dada la
dificultad de un asedio, que buscar otras plazas más practicables. Por ello, abandonó el
campamento de Corduba sin llamar la atención sobre su partida para dirigirse sobre el
valle del Salsum (Guadajoz), contra la ciudad de Ategua. Cneo, descubierto el plan, en-
vió socorros a la plaza y consiguió que entrara en ella su lugarteniente Munacio Flaco
para dirigir la defensa. Por primera vez comenzaría a manifestarse la fuerza del partido
cesariano dentro de las ciudades, las disensiones internas y esa guerra civil “provincial”,
ya que parte de los sitiados estaba inclinado a pactar con César. Munacio consiguió di-
suadirlos con una bárbara represión, pero la insostenibilidad del sitio le obligó, finalmen-
te, a abrir las puertas de la ciudad a César, el l9 de febrero del 45. Una vez más los sol-
dados aclamarían a su caudillo como imperator.
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A partir de aquí la guerra se convertiría en una monótona sucesión de sitios de
ciudades en la región al sur de Corduba, emprendidos por César para incitar a los pompe-
yanos a la lucha abierta. Pero también en su interior, estos núcleos urbanos -Ucubi, Bur-
savo, Soricaria, Aspavia, Spalis, Ventipo, Caruca...-, muchos de ellos de incierta localiza-
ción, se desgarrarían en luchas intestinas entre partidarios y adversarios de ambos ejér-
citos, con sucesivos intentos de entrega y represiones por parte de los pompeyanos. Al
fin, el 17 de marzo, César logró encontrarse en la llanura de Munda (cerca de Montilla)
frente al grueso del ejército pompeyano. El bellum hispaniense, Dión Casio y Floro retra-
tan con vivos colores la sangrienta batalla y las dificultades de César frente a la desespe-
rada resistencia del enemigo. De creer al anónimo autor, cayeron en ella treinta mil hom-
bres.

El desastre pompeyano obligó a Cneo a huir hacia sus bases navales en Carteia
(el Rocadillo, cerca de Algeciras), donde se embarcó perseguido por el lugarteniente de
César, C. Didio. Cuando Pompeyo se aprovisionaba de agua en un punto de la costa
oriental, su flota fue destruida por el cesariano y hubo de buscar refugio en el interior;
descubierto, fue detenido y asesinado en Lauro: como años antes en Alejandría con su
oponente Pompeyo, César contemplaría ahora en Gades la cabeza cortada de su joven
enemigo.

Mientras Q. Fabio Máximo ocupaba Munda y Urso, César se dirigía a Corduba,


incendiada por los pompeyanos, una vez comprobada la inutilidad de resistencia. La frus-
trada esperanza de un rico botín desató la furia de las tropas de Cesar, que se descargó
sobre la población: veinte mil personas perdieron la vida mientras los soldados pedían a
su caudillo que los supervivientes fueran vendidos como esclavos. De la región de Cór-
doba se dirigió César contra el sur de la provincia, sometiendo Hispalis—dividida también
por luchas intestinas—, Hasta, Carteia y Gades. La resistencia había terminado; muertos
la mayor parte de los dirigentes pompeyanos, sólo Sexto lograría escapar a la Celtiberia
para intentar reanudar la lucha, como en otros tiempos Sertorio, con base indígena.

La sistematización provincial de César

Sometida la provincia y deshecho el ejército enemigo, César reunió en Hispalis


una asamblea de los representantes de las ciudades, donde en un duro discurso del que
solo conocemos el comienzo —aquí acaba el relato del bellum hispaniense—, reprochó a
los provinciales su obstinación en resistirle y su ingratitud frente a los muchos beneficios
que durante su propretura les había concedido, así como la inutilidad de este enfrenta-
miento contra la superioridad absoluta de las armas romanas. Las consecuencias de esta
actitud no dejarían pronto de hacerse sentir. César acometería en la provincia una serie
de medidas con metas fijas: escarmiento de los vencidos, neutralización de la inclinación
pompeyana de la provincia con una colonización de largo alcance, reclutada entre sus
veteranos y partidarios, y fortalecimiento de la devoción a su persona con una serie de
disposiciones en favor de los indígenas leales. Las medidas se incluían en el marco de
una política general, extensible a todo el ámbito del imperio, que tendía a ensanchar las
bases del viejo estado republicano con la inclusión de provinciales en el círculo dirigente
de ciudadanos romanos y a atacar de raíz los problemas económico-sociales que habían
generado la crisis del Estado en Roma y la península Itálica.

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De acuerdo con estas directrices, César castigó a ciudades y provinciales que ha-
bían militado en el bando pompeyano con una ingente confiscación de tierras y con la im-
posición de pesadas de cargas fiscales. Pero, más allá de estas medidas represivas, in-
teresan sobre todo las iniciativas de carácter jurídico-social, de alcance transcendental no
sólo para la Ulterior sino para el resto de la Península.

La colonización cesariana
La emigración romano-itálica que durante décadas elegía como punto de destino
las provincias hispanas había sido de carácter estrictamente privado, sin intervención ni
planificación por parte del gobierno central. Tras su victoria sobre los pompeyanos y como
dictador, César trataría de solucionar de forma original los graves problemas que durante
más de un siglo habían conducido a la república al caos social. La crisis había surgido en
última instancia acuciada por un problema agrario y, con soluciones insuficientes, el pro-
blema agrario no dejó de agravarse. Desde el programa de los Graco, que pretendía res-
taurar la pequeña propiedad con reparto de parcelas a campesinos desposeídos, a ex-
pensas de las tierras comunales del Estado (ager publicus), la reforma agraria se había
trasladado al terreno militar para convertirse en una cruda lucha de los caudillos republi-
canos por proporcionar a sus soldados una parcela en Italia, en muchos casos, mediante
confiscaciones de tierras privadas, arrebatadas por la fuerza a sus antiguos propietarios;
una lucha, en suma, generadora de graves tensiones sociales y permanente factor de de
inestabilidad política.

El programa integral de pacificación social diseñado por César debía intentar ante
todo erradicar esa inestabilidad, por lo que no había otra solución que buscar en otros es-
cenarios la falta de parcelas que sufría Italia. Para ello actuó «popularmente», recogiendo
el viejo proyecto de Cayo Graco, yugulado por el senado apenas iniciado, de buscar tie-
rras cultivables fuera de la península itálica. Así, conscientemente, trasladó la coloniza-
ción a las provincias, donde existían una serie de ventajas respecto a Italia: por un lado,
había suficiente ager publicus, por otro, la participación de los provinciales en la guerra
civil daba pretexto para confiscar las tierras de los aliados de los vencidos, pero, sobre to-
do, no exigiría el elevado coste social que hubiera supuesto materializarlo a expensas de
las propiedades del cuerpo ciudadano.

Entre estas provincias, las dos Hispanias ofrecían condiciones óptimas: fértiles tie-
rras, fácil comunicación con Italia, vieja tradición colonizadora y, lo que no deja de ser im-
portante, la guerra civil había tenido en una de ellas, la Ulterior, uno de sus principales es-
cenarios, con lo cual era más necesaria y al propio tiempo más fácil una reorganización de
las tierras, ya que la mayoría de las ciudades habían tomado partido contra César.

La ambiciosa política de colonización de César en las provincias trataba de aten-


der a objetivos múltiples de alcance político, social y económico. Aunque en algunos ca-
sos, con la instalación de veteranos en centros coloniales, erigidos en lugares estratégi-
cos, al margen de la función social, se dotaba a las provincias de puntos fuertes, propug-
nacula imperii, para la defensa y control de regiones aún inseguras, fue sobre todo la so-
lución de problemas sociales y económicos del cuerpo ciudadano el fin primordial perse-
guido. Hasta César, los beneficios de la política agraria se habían restringido a los vete-
ranos de ejércitos victoriosos, para quienes sus comandantes habían conseguido tierras
de cultivo arrancadas mediante presión. Pero también existían muchos civiles que, haci-
nados en Roma como proletariado desclasado, constituían un peligrosos caldo de cultivo
para la necesaria estabilidad política y social. De ahí que en su programa César no sólo
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tuviera en cuenta el asentamiento de veteranos, sino también una colonización civil con
elementos proletarios de la Urbe. Según las fuentes, 320.000 ciudadanos recibían ali-
mentos en Roma regularmente como ayuda para su subsistencia. Tras el programa de
César su número quedó rebajado a 150.000.

En lo que respecta a Hispania, los resultados de la política de colonización cesaria-


na afectaron, sobre todo, a la Ulterior, ya que había sido en su territorio donde se había
jugado la suerte de la contienda. Los colonos asentados fueron tanto veteranos como
proletarios civiles. De esta segunda extracción fueron los ciudadanos establecidos en la
colonia Genetiva Iulia Urbanorum Urso, uno de cuyos sobrenombres precisamente hacía
referencia a la procedencia de los colonos. Había sido un centro de resistencia pompeya-
no importante y, lo mismo que Hispalis, hubo de ceder su territorio a los nuevos colonos
de César, que en el caso de Hispalis, con el nombre de colonia lulia Romula Hispal, fueron
veteranos. Conservamos, como precioso documento, de Urso, la actual Osuna, la ley
constitucional de la colonia y por ella sabemos que fue fundada en el año 44 por Antonio,
siguiendo las instrucciones del dictador, que ya había muerto. Hay que agregar a ambas
las colonias de Hasta Regia, cerca de Jerez de la Frontera; Itucci Virtus Iulia, Baena; y
Ucubi Claritas Iulia, Espejo, a 35 km al sureste de Córdoba.

Más difícil es precisar qué colonias deben su fundación a César en los límites de la
Ulterior, en el territorio desgajado luego por Augusto para formar la nueva circunscripción
provincial de Lusitania. En esta región existían en época augústea cinco colonias. De
ellas, seguramente fueron cesarianas Norba, la actual Cáceres, que lleva el cognomen de
Caesarina; Metellinum, la antigua fundación de Metelo, ahora elevada al rango de colonia,
y Praesidium Iulium Scallabis (Santarem), a las que añadió Augusto Emerita y Pax Iulia
(Beja). Como ha visto García y Bellido, al tiempo que los nuevos asentamientos propor-
cionaban acomodo civil a los colonos, su carácter de antiguos soldados los convertían en
útil reserva militar, como protección de los territorios al sur del Tajo frente a posibles in-
cursiones de tribus lusitanas, a las que César había combatido años atrás.

En cuanto a la provincia Citerior, en gran parte al margen de la guerra, la coloni-


zación fue menos intensa. La antigua Carthago Nova, donde se había concentrado desde
muy temprano una emigración atraída especialmente por la riqueza minera y el comercio,
fue transformada, quizá sin la inclusión de nuevos colonos, en la colonia Victrix Iulia, y,
más al norte, Tarraco, el otro gran puerto romano de la costa oriental, se convirtió en la
colonia Iulia Urbs Triumphalis, con un brillante porvenir como capital de la Citerior desde
Augusto. Todavía en la costa oriental, aunque no como colonia, César llevó a cabo un
asentamiento de veteranos en la antigua ciudad griega de Emporiae. Sólo conocemos un
centro colonial quizás cesariano en el interior de la provincia, cuya fundación presenta al-
gunos problemas. Se trata de la primera colonia propiamente dicha del valle del Ebro, Vic-
trix Iulia Celsa, entre Velilla del Ebro y Gelsa, sobre una planificación de Lépido, procónsul
de la Citerior en 48-47. Su importancia como centro neurálgico del valle del Ebro quedaría,
sin embargo, absorbida años más tarde por la nueva colonia de Caesaraugusta.

Extensión de la municipalización
Esta política de colonización se completó con otra de extensión de derechos de
ciudadanía a núcleos urbanos indígenas, que vieron así elevado su rango jurídico y, en
consecuencia, sus privilegios respecto al resto de las comunidades urbanas de las corres-
pondientes provincias. Hasta César, la política de municipalización, es decir, la concesión
a comunidades urbanas de los derechos de ciudadanía romana, sólo había sido llevada a
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cabo en Italia. Ello había hecho posible la igualación jurídica de la península Itálica y la
superación de graves estados de tensión que habían alcanzado su culmen en la Guerra
Social. Pero ahora que las fronteras del estado romano alcanzaban a todo el Mediterrá-
neo, esta política era, con todo, insuficiente, y de ahí el proyecto de ensanchar la base de
los elementos dirigentes ciudadanos sobre un imperio de súbditos mediante el otorga-
miento del privilegio de municipio romano o su escalón inferior, el derecho latino, a aque-
llos núcleos urbanos provinciales que por sus condiciones pudieran cumplir los presupues-
tos exigidos a las más altas categorías jurídicas ciudadanas. El derecho municipal fue
otorgado, por tanto, a ciudades provinciales no romanas que ya tenían, tras un contacto
largo y continuado con Roma, estilo de vida romano, organización urbana adelantada, una
comunidad con base económica suficiente, ciudadanos romanos entre sus habitantes que
pudieran administrar el nuevo municipio y, sobre todo, unos merecimientos por su lealtad
al estado romano que les hicieran acreedores a este privilegio.

Puede definirse la política de colonización y municipalización de César como un in-


tento de trasplantar a las provincias del imperio los presupuestos que habían modelado la
organización de Italia, con la única diferencia de que, mientras en la península Itálica es-
tos presupuestos habían llevado a la completa homogeneización político-jurídica de su
territorio, en las provincias debían crear islotes privilegiados con los cuales mantener la
explotación de los territorios incluidos entre los límites del imperio. No se trataba de de-
rribar las barreras entre ciudadanos privilegiados y peregrinos súbditos, sino al contrario,
de fortificarlas mediante una ampliación de la base, necesaria por la evolución hacia for-
mas de vida romanas de las provincias. Lo que desde el punto de vista político republica-
no podía parecer una revolución político-social, queda así en su justo término definido
como un reformismo conservador destinado a garantizar mediante eficaces medidas a lar-
go plazo y con perspectiva de futuro, la perduración de los fundamentos político-sociales
del Imperio. La prueba del conservadurismo y de las limitaciones con que fue llevada a
efecto esta política quedan manifiestas tanto por el escalonamiento en la concesión de
privilegios a las comunidades beneficiadas como por su exiguo número, frente a una in-
mensa mayoría de civitates stipendiariae, sometidas al pago de un tributo, sin derechos
políticos y civiles.

El rango jurídico superior lo constituían los municipii civium Romanorum, equipara-


dos en derechos político-juridicos a las colonias romanas y a los municipios italianos, con
administración autónoma, magistraturas anuales y consejo municipal, en las que todos los
habitantes libres gozaban de la ciudadanía romana. Pero entre estos municipios y los nú-
cleos indígenas no privilegiados, se concedió a algunas comunidades el llamado ius Latii
o derecho latino, un privilegio que sólo suponía la concesión de la ciudadanía romana
para aquellos de sus habitantes que hubieran ejercido una magistratura municipal.

Como en el caso de las colonias, tampoco es posible decidir con certeza qué ciu-
dades deben a César o a Augusto la concesión de la carta municipal. Posiblemente en la
Bética sean cesarianos la mayor parte de los diez municipios que encontramos bajo Au-
gusto, aunque sólo dos de ellos pueden adscribírse con seguridad al dictador, el munici-
pium Augustum Gades (Cádiz) y el municipium Constantia Iulia Osset (Triana). En Lusita-
nia el único municipio romano que registran las estadísticas de Augusto es también segu-
ramente obra de César, municipium Olisippo Felicitas lulia (Lisboa), aunque hay otras tres
ciudades privilegiadas con derecho latino. En cambio, en la Citerior no tenemos constan-
cia de la política municipal de César y seguramente la mayor parte de los trece municipios
romanos y las dieciocho ciudades con derecho latino son obra de Augusto. Entre las cau-
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sas que habían motivado la concesión de privilegios por César estaba, sin duda, la de
premiar la lealtad de las ciudades fieles. Pero la mayor parte de las acciones bélicas se
habían desarrollado en la Ulterior y por ello fue aquí donde se manifestó con mayor clari-
dad esta municipalización cesariana, que Augusto incrementaría, extendiéndola al resto
de la Península.

La repentina muerte del dictador apenas diez meses después de su triunfo en


Munda arrojaría una vez más a Roma y su imperio a un abismo de trece años de guerra
civil, sobre los que, desaparecida la república, iban a asentarse los fundamentos de un
nuevo régimen, el principatus, prudentemente modelado por el hijo adoptivo y heredero
político de César, C. Octavio.

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VITTINGHOFF, F., Römische Kolonisation und Bürgerrechtspolitik unter Caesar und
Augustus, Wiesbaden, 1952

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IX
HISPANIA EN LA ÓRBITA DE OCTAVIANO.
LAS GUERRAS CÁNTABRO-ASTURES
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El “segundo” triunvirato

El asesinato de de César
No bien llegaron a Roma las noticias de Munda, a mediados de abril del 45, de-
cretos del senado y del pueblo se apresuraron a acumular honores sobre el vencedor:
acciones de gracias a los dioses y festejos en el circo; derecho a utilizar como nombre
personal hereditario el título de imperator y a presentarse en público con las vestiduras
triunfales (corona de laurel y manto de púrpura); concesión del título de “Libertador” por
su victoria sobre los pompeyanos; erección de un palacio en el Quirinal a expensas pú-
blicas, pero, sobre todo, la decisión de incluir su estatua de marfil entre las imágenes de
los dioses en la procesión del circo y a que se le erigieran una estatua con la inscripción
“Al dios invencible” en el templo de Quirino y otra en el Capitolio para ser colocada entre
las imágenes de los reyes y de Bruto. Así surgía en Roma oficialmente el culto imperial,
pero también un creciente malestar que haría madurar la conspiración y el magnicidio.

A comienzos de octubre celebraba César su triunfo -el quinto de su carrera militar-


sobre Hispania con el pretexto de que se había derrotado a un enemigo exterior. Pero
muchos eran conscientes de que la sangre de los vencidos era en gran parte romana y
no dudaron en expresar públicamente su indignación, que todavía creció cuando César
extendió los honores del triunfo a sus dos lugartenientes Q. Pedio y Q. Fabio Máximo.

Pero además, ni siquiera se habían apagado los últimos rescoldos de la guerra en


Hispania. El hijo menor de Pompeyo, Sexto, había podido escapar a la matanza de Cór-
doba y encontró refugio en la región lacetana, en los Pirineos orientales, invocando, sin
duda, las viejas clientelas de su padre. No le fue difícil juntar un pequeño ejército con el
que se decidió a pasar a la Ulterior. En la provincia estaban aún muy recientes las heri-
das de la guerra para que el mágico nombre de Pompeyo no despertara el apoyo de
vencidos y represaliados. César, al conocer la situación, se apresuró a enviar al legado
C. Carrinas con un ejército, que se vio impotente para aplastar a un enemigo no muy
numeroso pero que sabía aprovechar el conocimiento de la región y la simpatía de las
ciudades en una inteligente guerra de guerrillas. El fracaso de Carrinas obligó al dictador
a aumentar las fuerzas de la Península con el envío de dos pretores, Asinio Polión a la
Ulterior y M. Emilio Lépido, el futuro triunviro, como gobernador conjunto de la Galia Nar-
bonense y de la Citerior.

Fue el primero el que tuvo que enfrentarse a Pompeyo, cuyo ejército había alcan-
zado la exorbitante cifra de siete legiones, sin duda alguna, veteranos pompeyanos, así
como tropas auxiliares de lusitanos y celtíberos e incluso contingentes africanos del ré-
gulo Arbión, hijo de Masinissa. Algunas ciudades se pasaron abiertamente a su bando y
otras fueron conquistadas. Sexto se atrevió a ampliar su campo de operaciones hasta la
costa oriental, intentando tomar Carthago Nova. Precisamente durante esta expedición,
el mismo día en que entró en Baria (Villaricos de Almería), tuvo noticia del asesinato de
César, lo que, según Cicerón, despertó gran júbilo entre la población. Desde la costa re-
gresó a la Ulterior, donde había dejado el grueso del ejército, y al fin tuvo lugar el choque
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directo con Polión. De creer a Dión Casio, el comandante cesariano fue completamente
derrotado, aunque Veleyo le atribuye una «campaña brillantísima». Las noticias de esta
última resistencia pompeyana en la Ulterior son demasiado confusas y ambiguas para
poder establecer el radio de acción de Sexto y las ciudades controladas o aliadas.

De cualquier modo no fueron las armas las que decidieron el fin, esta vez definiti-
vo, de las hostilidades partidarias en la Península, sino los complicados juegos políticos
que el asesinato de Julio César había desatado en Roma. El gobernador de la Citerior,
M. Emilio Lépido, actuó de mediador con los dirigentes de la política romana para que
Sexto depusiera las armas y se reintegrase a la vida pública con garantías de amnistía y
restitución de los bienes paternos. Con la marcha de Sexto a finales del verano del 44
terminaba en Hispania la larga disputa comenzada en el 49 y continuada sin apenas in-
tervalo con increíble tenacidad hasta después de la muerte de César. Y Lépido por sus
buenos oficios conseguía los honores del triunfo.

Las ambiciones del joven Octaviano


La conjura que acabó con la vida de César el 15 de marzo del año 44 no podía sig-
nificar la restauración del régimen senatorial, falto de poder real. Éste se encontraba en
manos del ejército, dirigido por los lugartenientes del dictador. Fue Marco Antonio, el cole-
ga de César en el consulado, quien tomó en sus manos las riendas de la situación y se
apoderó de las disposiciones de César (acta Caesaris), convocando una reunión del se-
nado, en la que se llegó a una solución de compromiso: amnistía general para los conju-
rados y confirmación de las acta Caesaris. Pero la indignación general que estalló cuando
se conocieron las generosas disposiciones del dictador en favor de la plebe, obligó a los
asesinos a huir de la ciudad, a pesar de la amnistía. Antonio, por su parte, no tardó en
descubrir sus cartas: con un ejército de 60.000 hombres, reclutado en Campania, logró
hacer aprobar una ley que le concedía por cinco años el mando de las Galias. Pero, en
este camino, claramente cesariano, de acumulación de un poder personal con una fuerte
base militar, Antonio habría de contar con un nuevo factor, absolutamente inesperado: la
llegada a la ciudad de un joven de dieciocho años, Cayo Octavio, dispuesto a hacerse
cargo de la herencia del dictador.

Cayo Octavio estaba ligado por vía materna a la gens Julia: su abuelo había des-
posado a una hermana de César; era, por consiguiente, sobrino-nieto del dictador. Desde
muy pronto, César había mostrado una fuerte inclinación por el joven Octavio, hasta el
punto de decidir nombrarle hijo adoptivo y heredero. Antonio no supo reaccionar política-
mente ante el nuevo factor y, cuando Octavio le pidió su apoyo, le respondió con una aira-
da negativa. Octavio, para convertirse en heredero de César, necesitaba, ante todo, dinero
y tropas, pero también un contrapeso político a la autoridad de Antonio. Un círculo de po-
derosos consejeros le proporcionó los primeros; el contrapeso político lo encontraría en la
figura de Cicerón.

Se orquestó así una eficaz propaganda contra Antonio entre la plebe y el ejército,
mientras Cicerón lograba, con sus famosas Filípicas, empujar a Antonio a una acción pre-
cipitada y errónea: atacar en Módena a Décimo Bruto, que se negaba a transferirle el
mando de las provincias de las Galias. Antonio partió de Roma con sus tropas, mientras
se cerraba una alianza de Octavio con la mayoría del senado. Se confirió a Octavio el
rango senatorial y, con los dos cónsules, el mando del ejército que salió al encuentro de
Antonio. La llamada guerra de Módena acabó con la victoria de las fuerzas del senado,

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pero los dos cónsules murieron en la lucha. Antonio escapó para buscar en la Galia la
alianza con Lépido.

El senado, bajo la dirección de Cicerón, se sintió ahora fuerte y logró para los ase-
sinos de César, Bruto y Casio, el reconocimiento de sus mandos provinciales en Oriente,
mientras la posición de Octavio se debilitaba. Cuando el senado rechazó, poco después,
su insólita pretensión de ser investido cónsul, el joven y falto de escrúpulos Octavio no tu-
vo reparo en marchar contra Roma al frente de su ejército y forzar su elección (19 de
agosto del 43). Octavio consiguió por ley que se reconociera su adopción, transformándo-
se en Cayo Julio César Octaviano, y que se declarase enemigos públicos a los asesinos
de su padre adoptivo. Generosos repartos de dinero entre soldados y plebe redondearon
las bases con las que el joven César se dispuso a emprender la lucha por el poder.

El triunvirato
Fue Lépido el encargado de mediar entre Octaviano y Antonio en un encuentro
cerca de Bolonia, donde los tres jefes cesarianos decidieron repartirse el poder con el
apoyo de un dudoso recurso legal, que los convertía en "triunviros para la organización de
la república" (tresviri rei publicae constituendae), una híbrida componenda entre dictadura
y pacto tripartito privado. El triunvirato significaba colocar a sus titulares durante cinco
años por encima de todas las magistraturas, así como un reparto de las provincias, con
sus correspondientes legiones. Entre sus objetivos también se incluía la venganza contra
los asesinos de César y el cumplimiento de las exigencias de miles de veteranos, que es-
peraban repartos de tierra en Italia.

Bruto y Casio, mientras tanto, habían logrado concentrar en Tracia, junto a Phi-
lippos, considerables fuerzas, a cuyo encuentro acudieron Antonio y Octaviano. La batalla
acabó con un nuevo desastre para los republicanos; Bruto y Casio se quitaron la vida. Con
la batalla de Philippos desaparecía, en la larga historia de las guerras civiles, el pretexto
de los ideales. A partir de ahora y en los próximos diez años, sólo llevarían nombres per-
sonales: el triunfo sería para quien lograse identificar su nombre con la causa del estado.

Tras la victoria, Antonio y Octaviano acordaron remodelar los objetivos y las provin-
cias a espaldas del tercer triunviro, Lépido. Se decidió que Antonio permaneciera en
Oriente para preparar la proyectada expedición contra los partos, mientras Octaviano re-
gresaría a Italia para hacer realidad los prometidos repartos de tierras a los veteranos. La
tarea de Octaviano era difícil y arriesgada, pero también prometía enormes ventajas. Si
con las expropiaciones corría el riesgo de atraerse el odio de la población de Italia, el
asentamiento de 60.000 veteranos le proporcionaba una plataforma de poder real absolu-
tamente segura.

Antonio se dio cuenta demasiado tarde de su error y trató de minar la posición de


Octaviano en Italia con la ayuda de su hermano, el cónsul Lucio, hasta los límites del en-
frentamiento armado (la llamada “guerra de Perugia”). Antonio se trasladó a Italia y, en
Brindisi, estuvo a punto de producirse un choque de fuerzas, que los propios soldados de
ambos bandos evitaron al exigir una reconciliación. Tras largas negociaciones, se llegó
finalmente a un acuerdo: Octaviano recibió las provincias occidentales y Antonio, las orien-
tales; Lépido hubo de conformarse con África. El pacto de Brindisi fue sellado con una
alianza matrimonial: Antonio desposó a Octavia, hermana de Octaviano. Y, aunque era
demasiado antinatural para durar, proporcionó a Octaviano un año de respiro, en el que se
dedicó a consolidar su posición en Italia y en las provincias galas e hispanas.
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Los recelos volvieron a aflorar, pero la intervención de Octavia logró que ambos lí-
deres firmaran un nuevo acuerdo en Tarento, que sólo beneficiaba a Octaviano: a cambio
de una vaga promesa de apoyar con soldados la guera parta de Antonio, el joven César
tuvo las manos libres para acabar con el largo problema que planteaban, frente a las cos-
tas de Italia, las fuerzas piráticas del hijo menor de Pompeyo, Sexto.

Como sabemos, un acuerdo político había acabado con la resistencia en Hispania


del joven Pompeyo, que recibió una importante compensación económica y el nombra-
miento de praefectus classis et orae maritimae, responsable de la seguridad de las costas
de Italia y del abastecimiento de víveres a Roma. Pero poco después, proscrito por los
triunviros, se valería de las fuerzas navales puestas bajo su mando para conquistar Sicilia
y convertirse en un permanente factor de inseguridad en el Tirreno. La escuadra de Octa-
viano, dirigida por Agripa, se enfrentó a las fuerzas de Sexto y logró una rotunda victoria
en aguas de Nauloco (36). Poco después, Octaviano, como se ha mencionado, orillaba a
su colega Lépido y se hacía cargo también de la provincia de África.

La guerra civil
Octaviano era ahora, sin discusión, el dueño de Occidente. Y el senado recibió al
nuevo señor a las puertas de Roma, precipitándose en acumular honores sobre el vence-
dor. Con ello terminaba una oscura etapa de su vida, marcada por la frialdad, la violencia y
la falta de escrúpulos, para iniciarse una nueva, como paladín de la pacificación, del orden
y de la preocupación por el bienestar social: miles de esclavos fueron restituidos a sus
dueños; el mar quedó libre de piratas y se inició en Roma una ambiciosa política de cons-
trucciones públicas, como eficaz elemento de propaganda.

Por su parte Antonio, tras Philippos, había recibido el encargo de regular las cues-
tiones de Oriente, lo que suponía tomar provisiones con respecto a los estados clientes de
Roma. Egipto era uno de ellos, y su reina, Cleopatra, fue convocada a Tarsos (Cilicia), en
el 41, para entrevistarse con el triunviro. El encuentro de Cleopatra y Antonio fue el co-
mienzo de una relación, que, más allá de su vertiente sentimental, significaba ventajas
reales para ambos: dinero y provisiones para Antonio; la poderosa influencia del triunviro,
como protector de Egipto, para Cleopatra. Pero el matrimonio de Antonio con la reina
egipcia tensó al máximo las relaciones con Octaviano hasta el límite del enfrentamiento
directo.

Antonio, tras una fracasada campaña contra los partos, repudió a su mujer, Octavia,
la hermana de su colega, y se concentró en el gobierno de Oriente, con Egipto como nú-
cleo y fundamento de un edificio político nuevo, en el que se contemplaba la distribución
de los dominios romanos e incluso no romanos de Oriente entre la reina Cleopatra y sus
hijos. Antonio, en la nueva jerarquía de poderes, mantenía un doble papel equívoco: como
magistrado, representaba los intereses romanos en Oriente; como esposo de la reina de
Egipto, asumía el carácter de soberano helenístico divinizado.

El sistema contenía puntos débiles suficientes para ser convertido por Octa-
viano y su camarilla en objeto de una gigantesca campaña de propaganda con un único
objetivo: eliminar a Antonio. Los ataques contra Antonio generaron en Roma un ambiente
de guerra civil, que Octaviano trató de convertir en cruzada nacional. Para ello necesitaba
dos requisitos: en primer lugar, convencer a la opinión pública romana, conservadora y
nacionalista, de que el enemigo no era romano, sino extranjero; a continuación, concentrar
! ! ! ! ! !
en su propia persona la autoridad moral de la lucha. Antonio fue convertido en instrumen-
to en manos de una reina extranjera, la “egipcia” enemiga de Roma, cúmulo de vicios y
perversiones, que utilizaba la debilidad de un romano para destruir el Estado; la guerra,
así, no sería de romanos contra romanos, sino una cruzada de liberación nacional.

El partido de Octaviano logró, en cambio, presentar a su líder como el vengador de


la nación itálica contra Oriente. Y consiguió que Italia entera se uniera en un solemne ju-
ramento de obediencia a Octaviano, como comandante militar para la guerra contra Cleo-
patra. Esta coniuratio Italiae era un procedimiento inusitado y anticonstitucional, que ape-
nas enmascaraba su carácter de golpe de estado, pero recibió un apoyo legal, en el año
31, con la elección de Octaviano por tercera vez como cónsul.

Era el momento de declarar la guerra a Cleopatra; Octaviano atravesó el Adriático


con su ejército al encuentro de su rival, que tomó posiciones en la península de Actium
(Accio). El 2 de septiembre del año 31 se enfrentaron las dos escuadras: en una total
confusión, mientras el ejército de tierra capitulaba, Antonio ordenó seguir a las naves de
Cleopatra, que, abandonando el combate, huyó hacia Egipto. Los dos pondrían allí fin a
su vida. Octaviano, en la larga lucha por el poder, consiguió, así, monopolizarlo en su
persona. Quedaba la gigantesca tarea de institucionalizarlo.

Las provincias de Hispania en la época triunviral

Mientras se dirimía entre traiciones y guerras el destino del imperio, las provincias
de Hispania, que tan intensamente habían sufrido los avatares de la lucha por el poder
entre César y Pompeyo, muy alejadas de los nuevos escenarios bélicos, permanecieron
en gran medida al margen de los dramáticos acontecimientos que tienen su culminación
en Accio.

El gobierno de Lépido
Tras la marcha de Sexto, en el 44, todavía continuó Hispania bajo el mando de
Polión y Lépido. El papel del antiguo lugarteniente del dictador sería fundamental en los
acuerdos que darían vida al triunvirato. Entre Octaviano y Antonio, enfrentados por ren-
cores y suspicacias, Lépido actuó de necesario mediador en un encuentro en Bolonia, en
el que los tres jefes cesarianos se repartieron el poder. Su base real estaba en las legio-
nes y, por ello, en los acuerdos, se procedió a una distribución de las provincias, donde
estaban estacionadas las fuerzas militares. Antonio -todavía el más fuerte- fue el más
beneficiado, al recibir la Galia Cisalpina y la Comata con el control fáctico sobre Italia. A
Lépido, por su parte, le fueron confiadas la Narbonense y las Hispanias; Octaviano hubo
de contentarse coon los encargos más nominales que reales de África, Sicilia y Cerde-
ña.

De la labor de Lépido en Hispania no tenemos apenas noticia. Más atento a los


acontecimientos que se dirimían en Roma, el triunviro, establecido en la Narbonense, de-
legó el gobierno en uno de sus legados. No obstante, conocemos una colonia con su
nombre en el valle del Ebro, cuyas circunstancias de creación presentan buen número de
problemas. Se trata de la colonia Victrix Iulia Lepida (Velilla del Ebro). No es seguro si la
colonia se inserta en el proyecto general de colonización de César, truncado por su
muerte, o se debe a la propia voluntad de Lépido, en un momento indeterminado de su
paso por la Citerior. También son problemáticos los propósitos que guiaron su fundación.
En realidad los únicos testimonios seguros son las monedas con el nombre de la colonia
! ! ! ! ! !
y la referencia, como indican sus leyendas, de su fundación por Lépido, de quien recibió
el sobrenombre. Pero esta fundación pudo tener lugar tanto durante el primer gobierno
de Lépido en la Citerior, en el año 48-47 a.C., como durante su segundo proconsulado,
entre los años 44 al 42 a.C. Seguramente habría que decidirse por la última fecha, en re-
lación con las dificultades de los triuviros para proporcionar tierra cultivable a las decenas
de miles de veteranos que exigían acomodo civil, según menciona Apiano. En todo caso,
la vida de la colonia, al menos en lo que respecta a su nombre originario, sería efímera.
Muy poco despúes, en el mismo año 42 o un poco más tarde, hacia el 36 a.C., el sobre-
nombre Lepida fue cambiado por el indígena Celsa, en relación con la caída en desgra-
cia de su fundador y su eliminación de la escena política. La colonia, levantada en una
estratégica situación geográfica como nudo de comunicaciones en el valle del Ebro y, en
consecuencia, con una primacía económica sobre la región circundante, no mantendría,
sin embargo, durante mucho tiempo su prosperidad, una vez que, en sus cercanías, Au-
gusto fundara la colonia de Caesaraugusta. Según testimonios numismáticos, a Lépido
se debe también un asentamiento de veteranos en Carthago Nova, ciudad elevada al
rango de colonia por disposición de César y materializada por el lugarteniente cesariano
a través de Cn. Statilio Libón.

La Península en la órbita de Octaviano


En todo caso, Lépido no iba a mantener mucho tiempo en su poder las provin-
cias que le habían correspondido en el reparto acordado por los triunviros: como sabe-
mos, después de Philippos, los dos generales victoriosos, Antonio y Octaviano, acorda-
ron reestructurar tareas y provincias, al margen de Lépido, al que interesados rumores
señalaban como culpable de intentar pactar con Sexto Pompeyo. La Narbonense pasó a
manos de Antonio y las dos Hispanias, a Octaviano, con la pobre compensación para
Lépido del gobierno de África.

Tampoco Octaviano iba a gobernar personalmente las provincias hispanas, con-


tentándose con enviar a C. Carrinas, el comandante que con tan poca fortuna había
conducido años antes la guerra contra Sexto Pompeyo. El legado, en esta ocasión,
hubo de defender la Ulterior de la amenaza del rey Bogud de Mauretania, que intentó
apoderarse de los tesoros del templo de Hércules en Cádiz, seguramente instigado por
Lucio Antonio, hermano del triunviro.

Las provincias hispanas serían utilizadas en los difíciles equilibrios de poder sub-
siguientes al apartamiento de Lépido, cuando Octaviano y Antonio quedaron solos frente
a frente. El mencionado hermano de Marco Antonio, Lucio, aprovechó los problemas que
planteaban los asentamientos de veteranos en Italia para poner a Octaviano en una
comprometida situación, que condujo al borde de la guerra civil. Tras distintos avatares,
Lucio se vio encerrado en la ciudad de Perugia por las tropas de Octaviano y hubo de
capitular (“guerra de Perugia”, febrero del 40). Pero Octaviano no pudo aprovecharse de
la victoria. Necesitaba aún a su colega y, por más que le repugnase, hubo de aceptar las
excusas de Lucio e incluso concederle el gobierno de Hispania, es cierto que con un ca-
rácter puramente honorífico. Fueron legados de Octaviano los responsables efectivos de
las provincias hispanas: uno de ellos, Sexto Peduceo; el otro, quizás, L. Cornelio Balbo
el Menor, sobrino del fiel colaborador de César. Balbo había sido cuestor en la Ulterior
en los años 44 y 43 durante el proconsulado de Asinio Polión. Y entre los años 41 y 37,
seguramente en el 40, recibió la Hispania Ulterior como legado propretor de Octaviano.
Así parecen atestiguarlo monedas con la leyenda BALBVS PRO.PR. acuñadas en la pro-
vincia entre el 41 y el 38 a.C.
! ! ! ! ! !
Precisamente en el año 38 a.C. comienza una aera consularis o hispana, abun-
dantemente utilizada en inscripciones del noroeste peninsular como fórmula de datación.
Si bien sabemos que las eras provinciales tomaban como punto de partida el año en que
los correspondientes territorios quedaban constituidos como provincia -así, Macedonia
en el 146 a.C. o Egipto en el año 30 a.C.- desconocemos en absoluto las razones que
impulsaron a considerar este año como el primero de un ciclo que todavía seguía utili-
zándose en el siglo III.

Por estos años, Sexto Pompeyo, en abierta hostilidad contra Octaviano, hacía
uso de su fuerza naval desde su feudo de Sicilia para atemorizar las costas de Italia y
hacer sentir el hambre en Roma. Tras dos años de dominio sobre el Tirreno, la escuadra
de Octaviano, al mando de Agripa, como se ha dicho, consiguió poner fin a la pesadilla,
en el 36 a.C. Merece la pena mencionar los contingentes de soldados hispanos con los
que Sexto contaba en Sicilia. Hispania, antes como ahora, seguía siendo una importante
fuente de aprovisionamiento de auxiliares para los ejércitos romanos, como testimonia
también el gran número de jinetes iberos enrolados por Marco Antonio para la desgra-
ciada campaña en Armenia, iniciada en el 36 a.C.

La guerra entre Octaviano y Antonio apenas afectó a la Península, que se plegó


obedientemente a los legados del joven César, ya que, por otra parte, las acciones deci-
sivas se jugaban en Oriente. De todos modos, Hispania se incluía en la estrategia gene-
ral de la guerra, como atestigua una inscripción en la que se menciona a un C. Bebio,
como prafectus orae maritimae Hispaniae Citerioris bello Actiensi, encargado de defender
la costa levantina durante la campaña que culmina en Actium.

Fuera de ello, las fuentes mantienen corrido el velo de los acontecimientos en


Hispania durante estos años, aunque no tanto como para desconocer que, al menos de
forma limitada, los ejércitos romanos luchaban en la frontera del dominio provincial. Se
trata de las listas, monótonas pero expresivas, de los fasti triumphales. Por ellas sabe-
mos que todos los legados de Octavio en Hispania, desde el año 39, alcanzaron el honor
del triunfo por sus éxitos militares sobre los indígenas, como manifiesta el lacónico ex
Hispania: Cn. Domicio Calvino (39-37), C. Norbano Flaco (36-35), L. Marcio Filipo (34) y
Apio Claudio Pulquer (33). Sólo en el caso de Domicio Calvino, el legado que hubo de
enfrentarse a la invasión del mauritano Bogud, conocemos la identidad, en cierto modo
sorprendente, del enemigo. Se trata de las tribus pirenaicas de los ceretanos, que habi-
taban la Cerdaña y la comarca de Puigcerdá. Pero ignoramos en absoluto las circunstan-
cias de la campaña, sobre la que cualquier hipótesis sería completamente gratuita. Mo-
nedas acuñadas en Osca (Huesca), con su nombre y el título IMP(erator), atestiguan
también sus victorias.

El conocimiento de la extensión efectiva que alcanzaba el dominio provincial en la


Península ofrece sobrados motivos para suponer que eran los pueblos al norte del Duero
el objetivo de la actividad bélica de los legados de Octaviano. Pero no es posible esperar,
aun conociendo mejor a los adversarios de las fuerzas romanas de Hispania durante la
guerra civil, una precisión satisfactoria de su geografía y etnias, que, hasta las guerras de
sometimiento, a partir del 29 a. C., no comienzan a dibujarse.

Las guerras contra cántabros y astures

! ! ! ! ! !
Geopolítica del borde cantábrico peninsular
Si el noroeste costero peninsular desde hacía tiempo había sido explorado y, hasta
cierto punto, sometido, en una progresión irregular iniciada en la segunda mitad del siglo
II a.C. con la expedición de Bruto, el extenso territorio que se extiende entre el Océano y
la cordillera cantábrica, en cambio, permaneció durante mucho tiempo casi completamen-
te al margen del ámbito de intereses romano. Tan es así que las primeras noticias que de
este ámbito espacial nos llegan son extraordinariamente imprecisas. Al parecer, en un
principio, el área cantábrica fue etiquetada como Cantabria, otorgando al término un espa-
cio mucho más extenso que el que propiamente le correspondía. Bajo el término se inte-
graría desde el país de los ártabros en el occidente a los vascones en el oriente, incluidos
otros pueblos que sólo aparecen cuando el contacto directo ofrece un mejor conocimiento,
como astures y várdulos, caristios y autrigones. Las fuentes literarias y, sobre todo, la ar-
queología, irán delimitando con mayor precisión el étnico, en el que es preciso distinguir,
lo mismo que en Asturia, dos ámbitos geoculturales distintos: una Cantabria transmontana
septentrional y otra cismontana meridional, separadas por la cordillera y los valles inter-
medios entre la montaña y la costa. La segunda, mucho más densamente poblada y rela-
cionada con los pueblos de la Meseta e incluso del valle del Ebro, será el objeto preferen-
te de la conquista y posterior romanización. Su población surge como consecuencia de la
expansión y desplazamiento de los pueblos celtas, con típicos asentamientos en castros.
Pero el mestizaje de etnias y corrientes culturales permite también distinguir a unos cán-
tabros occidentales de la serranía palentino-santanderino-burgalesa, de los orientales de
la Sierra de Cantabria (Álava) y del Monte Cantabria, en la margen izquierda del Ebro,
frente a Logroño.

La má antigua noticia que menciona el étnico se remonta al siglo II a.C. y apenas


tiene un valor geográfico: en relación con las campañas de Catón del 195 se alude a que
el río Hiberus, el Ebro, nace en el país de los cántabros. Pero los primeros contactos di-
rectos con los romanos sólo se producen en las guerras de la Meseta. Concretamente, en
el año 151 a.C., Livio los menciona en relación con las campañas de Lúculo, que habría
sometido a “vacceos, cántabros y otros pueblos de Hispania hasta entonces desconoci-
dos”. Al parecer, los cántabros actuaban en común con los vacceos en una alianza sui ge-
neris, que se repite en el ataque de Mancino a Numancia del año 137 y que aún perdurará
en los inicios del sometimiento directo durante la campaña de Estatilio Tauro del 29.

Grupos de cántabros, por otra parte, aparecen en varias ocasiones en relación con
sus vecinos orientales, tanto del interior como del otro lado de los Pirineos, Se trata, sin
duda, de cántabros orientales. Así, en la guerra sertoriana, durante el asedio de la vasco-
na Calagurris, habrían defendido la ciudad de los ataques del pompeyano Afranio. Du-
rante la conquista de las Galias, en el verano del 56 a.C. , el legado de César, Licinio Cra-
so, hijo del triunviro, hubo de combatir a los aquitanos, que pidieron ayuda a las comuni-
dades indígenas vecinas, entre ellas a los cántabros. Como otros pueblos periféricos del
ámbito de dominio romano, sobre los que no existía un interés directo de sometimiento, su
capacidad bélica y, po consiguiente, su eventual utilización como mercenarios, los hizo
objeto de atención. Así, en los inicios de la guerra civil, durante la campaña de Ilerda, el
mismo Afranio que antes había luchado contra los cántabros en Calagurris, reclutó tropas
auxiliares entre los celtíberos, cántabros y “bárbaros que vivían próximos al mar.”

Los astures entran todavía más tarde en el horizonte romano, hasta el punto de
que, en el momento de iniciarse la guerra de sometimiento, el término Asturia al parecer
! ! ! ! ! !
estaba circunscrito a la comarca situada al sur de la fosa del Bierzo, coincidiendo con el
actual macizo galaico-leonés y la llanura que forma su borde oriental. Sólo finalizada la
guerra, a partir del 19 a.C., el término se extendió desde el Océano hasta el Duero, entre
cántabros y vacceos al occidente y galaicos al oriente.

Es cierto que, si exceptuamos a Domicio Calvino, no tenemos seguridad de los ob-


jetivos militares que permitieron triunfar a los legados de Octaviano entre el año 36 y el 26,
pero entre esas fechas se intercala la mencionada campaña de Estatilio Tauro contra vac-
ceos, cántabros y astures el año 29 a.C., con un objetivo mucho mas preciso, que afecta-
ba directamente a los pueblos del norte peninsular, extendidos, sin solución de continui-
dad, entre la meseta y el mar.

Como en muchas otras ocasiones, el sometimiento de una región, en una falta de


fronteras suficientemente claras, debía implicar el enfrentamiento con las vecinas y es así
como, sin duda, puede explicarse de la forma más verosímil el primer choque bélico con-
tra cántabros y astures. En el largo y penoso sometimiento de la Meseta septentrional, las
oscuras campañas de los años en los que se decidía el futuro del imperio, señalan la de-
finitiva ocupación al menos del ámbito meseteño comprendido entre el Duero al sur y el
Pisuerga al oeste. El área no estaba habitada sólo por la etnia vaccea, objetivo primordial
de las armas romanas, sino por tribus cántabras y astures, y ello precipitó el comienzo de
las guerras contra estos pueblos.

Si tenemos en cuenta además las campañas en el 28-27 a.C. de Messala Corvino


contra los pueblos de Aquitania, podrían deducirse unos objetivos mucho más ambiciosos
que simples respuestas en las fronteras del ámbito provincial a los hostigamientos pro-
cedentes de las tribus del norte. Es muy posible que los sucesivos triunfos de los legados
de Octaviano en Hispania hayan sido el resultado de campañas regulares en el contexto
de un plan estratégico que incluía no sólo la cornisa cantábrica, sino, al otro lado de los
Pirineos, los territorios del suroeste francés. Mientras que, por el oeste, la Callaecia o al
menos su borde costero había aceptado nominalmente la soberanía romana, por el este,
el sometimiento de la Aquitania hubo de llamar la atención romana sobre los territorios li-
mítrofes al otro lado de los Pirineos, cuya pacificación era necesaria para asegurar las
comunicaciones entre la Galia e Hispania. Es tentador suponer que las campañas tan
lacónicamente atestiguadas por las listas de los fasti triumphales tenían como objetivo el
borde oriental de la cornisa cantábrica, donde, si por lo que respecta a los vascones las
relaciones habían sido tradicionalmente pacíficas, existían otras tribus -caristios, várdulos
y autrigones- que sin duda hubo que someter por la fuerza.

Causas de las guerras


Se han discutido mucho las razones de estas guerras, con argumentos que, apo-
yados en unas fuentes limitadas, tardías y escasas, son en gran parte gratuitos. Con ex-
cesiva obediencia se repiten, glosan y amplían argumentos que atestiguan fuentes en va-
rios siglos posteriores a los acontecimientos, además de fuertemente sincopadas -por tan-
to, generalizadoras- y, por supuesto, fieles a una propaganda oficial. Se insiste así en la
protección romana a los pueblos de la meseta septentrional, concretamente los vacceos,
turmogos y autrigones, contra las depredaciones y algaradas de cántabros y astures sobre
sus territorios y propiedades. Pero se olvida, de igual manera, que Dión Casio señala ac-
ciones bélicas romanas contra cántabros y astures, los depredadores de territorios prote-
gidos por Roma, pero también contra sus supuestas víctimas, los vacceos.

! ! ! ! ! !
Sin duda, la hipotesis más verosímil es la voluntad de un efectivo sometimiento en
el marco general de pacificación del ámbito provincial. Pero, como siempre, el hipócrita
concepto del bellum iustum enmascararía esta voluntad de dominio con pretextos que hi-
cieran de los atacados los propulsores de la guerra y para ello, una vez más, se acudió a
las manoseadas explicaciones de las incursiones sobe territorio provincial pacificado, que
luego obedientemente los historiadores han recogido en sus descripciones sobre la gue-
rra.

Pero hay factores que matizan esta voluntad de sometimiento y entre ellos el fun-
damental es el factor personal del recientemente consagrado como Augusto, en el marco
de la política romana.

Con la prudencia a que obliga la escasez de datos, pero también con el apoyo de
las circunstancias políticas en el contexto general del imperio, la conquista del norte pe-
ninsular, cuyo punto decisivo, sin duda, lo constituye la guerra cántabro-ástur, se inscribe
en un marco más amplio y trascendente que el de simples campañas coloniales, justifica-
das con etiquetas estereotipadas. Y este marco no es otro que el de una política exterior,
consciente y sistemáticamente emprendida, de sometimiento. No se trata tanto de res-
ponder a ataques de pueblos exteriores a las fronteras de dominio romano, sino de un
plan madurado de conquista. Toma así pleno sentido el dato de Dión mencionado, como
inicio de una campaña, que, sin embargo, sería más larga y costosa de la, sin duda, pre-
vista, y también con un frente más extenso que el simple cántabro-astur.

Las campañas de Estatilio Tauro, Calvisio Sabino y Sexto Apuleyo (29-27 a.C.)
Así pues, de acuerdo con Dión, la campaña comenzó el año 29 a. C., dirigida por
Estatilio Tauro, legado de Augusto. Desgraciadamente, las fuentes literarias son muy poco
explícitas, por lo que hay que recurrir a la toponimia, la epigrafía y la arqueología para su
reconstrucción, siempre hipotética.

La campaña tendió sin duda a organizar el ataque contra la zona de los vacceos,
cuyo control era imprescindible para avanzar hacia el norte, y su escenario, el extenso te-
rritorio entre Duero y Pisuerga. La operación partiría de Albocela (Toro), la ciudad más
fuerte del Duero medio y cabeza de puente que facilitaba las comunicaciones con la Tierra
de Campos. La línea de operaciones inicial debió de descansar en el río y tener como
campamento algún lugar inmediato a la ciudad, que terminaría por absorber posteriormen-
te a la población.

Afianzada esta cabeza de puente, las operaciones debieron comprender todo el va-
lle bajo del Pisuerga, desde Simancas a Pallantia, con lo que quedaba expedita la vía ha-
cia el valle alto del río, por donde se operaría en años sucesivos. El sometimiento de la
Tierra de Campos, de la que Intercatia constituía el centro principal, no debió ser difícil,
ya que el tránsito permite en todas direcciones las marchas del ejército y sus retiradas a
posiciones definidas. Con ello, las armas romanas quedaban en la inmediata vecindad de
un extenso territorio, aún en parte inexplorado, extendido incluso más allá de las fronte-
ras de cántabros y astures, frente a tribus de características primitivas y belicosas y ante
una intrincada geografía que dificultaba las operaciones, no exentas de desastres milita-
res, si se tiene en cuenta la alusión de las Res Gestae, el testamento político de Augusto,
a una recuperación en Hispania por el propio princeps de varias insignias militares perdi-
das por sus jefes.

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A Estatilio Tauro le sucedió en el mando Calvisio Sabino. Sus campañas, en el año
28, lo mismo que las de su sucesor Sexto Apuleyo, en el 27, no han dejado testimonio en
las fuentes, si no es en los escuetos triunfos ex Hispania, que permiten suponer su ca-
rácter victorioso. Pero sería vano intentar una precisión en los objetivos, que sólo pode-
mos imaginar comprendidos dentro del amplio espacio por el que luego se extendería la
guerra, a la que el propio Augusto daría un giro imprevisto con su soprendente decisión de
tomar el mando personal de las operaciones.

La guerra cántabra y el factor personal de Augusto


Así, la guerra cántabro-astur, que la propaganda y la poesía aúlica de Augusto ce-
lebrarían, no comenzó el 26, con la participación activa del emperador como general en
jefe. Se prolongaba ya varios años, cuando el princeps decide intervenir en ella. Las cau-
sas de esta intervención han sido objeto de múltiples hipótesis. Se han esgrimido argu-
mentos políticos con más o menos fortuna y apoyos. Naturalmente, el más evidente, el
oficial, la eterna justificación defensiva de cualquier guerra emprendida por las armas ro-
manas. Pero se ha intentado ofrecer también otras explicaciones, entre ellas, la económi-
ca y, en concreto, el aprovechamiento de las ricas minas de la franja cantábrica, que sa-
bemos se pusieron en explotación no bien finalizada la guerra. Pero, sobre todo, no puede
descartarse el factor personal de Augusto, interesado en mostrar a la opinión pública su
capacidad militar -bien dudosa, por cierto-, no sólo como vencedor de una guerra civil y,
por tanto, contra romanos, por muy orientalizados que fueran, sino al viejo estilo republi-
cano, contra enemigos exteriores, para mayor gloria y riqueza de la res publica.

La victoria sobre Antonio hizo de Octaviano el dueño indiscutible del estado. Pero el
poder real concentrado en sus manos no podía ser a la larga más que el fundamento de
un régimen autoritario, basado en las relaciones de fuerza. La única salida era la creación
de un nuevo ordenamiento que lograse sistematizar en términos jurídico-constitucionales
la situación de hecho. Esta sería la obra que con infinitas precauciones y prudencia -tanta
como audacia había derrochado en la lucha por el poder- edificaría a lo largo de su dila-
tada existencia Octaviano, dando vida así a uno de los edificios políticos más duraderos
de la Historia: el imperio romano.

Las bases legales de Octaviano, en el año 31, eran insuficientes para el ejercicio de
un poder a largo plazo, y podían considerarse más morales que jurídicas: el juramento de
Italia y de las provincias occidentales, los poderes tribunicios y la investidura regular, des-
de este año, del consulado. La ingente cantidad de honores, concedidos al vencedor, tras
la batalla de Accio, no eran suficientes para fundamentar este poder con bases firmes. En-
tre ellos, destaca el título de imperator, justificado en las aclamaciones de sus soldados
por sus victorias militares, que convirtió en parte integrante de su nombre personal.

El año 27 a. C., en un teatral acto, cuidadosamente preparado, el Imperator Caesar


devolvió al senado y al pueblo los poderes extraordinarios que había disfrutado, y declaró
solemnemente la restitución de la res publica. El senado, en correspondencia, le suplicó
que aceptara la protección y defensa del Estado (cura tutelaque rei publicae) y le otorgó
nuevos honores, entre ellos, el título de Augustus, un oscuro término de carácter estricta-
mente religioso, utilizado hasta ahora como atributo de Júpiter, que elevaba a su portador
por encima de las medidas humanas. La protección del Estado autorizaba al Imperator
Caesar Augustus a conservar sus poderes militares extraordinarios, el imperium, sobre las
provincias no pacificadas o amenazadas por un peligro exterior, es decir, aquellas que
contaban con la presencia estable de un ejército.
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Este imperium era necesario justificarlo con acciones concretas, todavía más por la
existencia de voces influyentes, que manifestaban sus reticencias al reconocimiento del
nuevo papel asumido por el princeps. Contra ese grupo y frente a la opinión pública, sólo
el brillo de una campaña militar victoriosa podía refrendar la recientemente institucionali-
zada posición de poder con fundamentos reales. Apoyado en el imperium proconsular so-
bre las provincias que le habían sido directamente asignadas -conocidas como “imperia-
les”-, Augusto eligió para este proyecto el frente de Hispania como el más adecuado y lla-
mativo, por razones políticas, militares y económicas, pero sobre todo por el impacto de
una campaña en los límites del mundo conocido. Si Alejandro había llevado sus armas vic-
toriosas hasta los límites de la oikoumene por Oriente, Augusto extendería las fronteras
romanas hasta el extremo Occidente. Esta habría sido la razón de que, a despecho de su
precaria salud y de su probada repugnancia a participar en acciones bélicas, tomase di-
rectamente el mando de una campaña, que, si bien no pasó de ser un episodio más de
una guerra que aún se prolongaría otros siete años, sería celebrada como definitiva y or-
gullosamente incluida por Augusto en su testamento político, las Res Gestae.

La campaña de Augusto
La bibliografia sobre las guerras de Augusto en Hispania es mas abundante que
satisfactoria. Sin otros elementos que unos cuantos textos literarios -los epitomistas Floro
y Orosio, por un lado; el historiador de época severiana Dión Casio, por otro- , se suce-
den interpretaciones y rectificaciones de la estrategia de la guerra, que dificilmente, sin el
apoyo de datos arqueológicos, hoy por hoy escasos, pueden superar el valor de simples
hipótesis, en gran parte gratuitas. Por otro lado, hay que tener en cuenta que estos tex-
tos literarios son muy posteriores a las guerras y responden además a dos corrientes his-
toriográficas distintas. La armonización entre ambas, necesaria pero en cierto sentido
forzada, se agrava por el hecho de que las narraciones muy próximas de Floro y Orosio,
con abundantes noticias, apenas ofrecen datos cronológicos y, en consecuencia, es difícil
situarlas en su secuencia temporal. En cambio Dión Casio, que proporciona poca informa-
ción, manifiesta cierta preocupación por la cronología. Por otra parte, está el problema de
la armonización de la toponimia uitilizada y de su identificación con lugares geográficos
concretos. No parece oportuno insistir en los matices diferenciadores de las distintas hi-
pótesis, acumuladas una sobre otra ad nauseam. Los puntos esenciales, en cualquier ca-
so, parecen suficientemente claros.

Augusto llegó a Hispania posiblemente a finales del año 27 y se estableció en Ta-


rragona, desde donde planeó las operaciones, que debían iniciarse en la primavera del
26. En una campaña que, al margen de su oportunidad, se había proyectado como un
efectista medio de propaganda, no podía dejarse al azar ningún detalle susceptible de ha-
cerla fracasar. Aunque el territorio cántabro-astur se extendía por un frente de casi 400
kilómetros, la campaña tuvo por escenario la Cantabria propia, atacada desde la llanura
meridional con el apoyo adicional desde el mar de una flota. Su objetivo concreto era, sin
duda, la conquista del embudo que se estrecha paulatinamente desde la Meseta hacia la
cuenca del río Besaya, y que constituye el acceso y vía natural entre el litoral de Cantabria
y la Meseta del Duero. El ejército de la Ulterior, mandado por Carisio, debía actuar coor-
dinado con el de la Citerior, a las órdenes directas de Augusto. El conjunto de las tropas
ascendía, según estimaciones plausibles, a seis o siete legiones, además de un buen nú-
mero de fuerzas auxiliares. En el ejército de la Citerior se alineaban al menos las legiones
I y II Augusta, IV Macedonica y IX Hispana, con un número total de efectivos entre 30 y
50.000 hombres. Las tropas de la Ulterior contaban con las legiones V Alaudae, VI Victrix
! ! ! ! ! !
y X Gemina, que, junto con las tropas auxiliares, podían superar la cifra de los 20.000 sol-
dados. Importante era la previsión de los abastecimientos para unas fuerzas tan conside-
rables. Para asegurarlos, se recurrió a la vecina Aquitania y al transporte por mar de gran-
des cantidades de cereal.

Fue el ejército de la Citerior el encargado de iniciar las operaciones, mientras el de


la Ulterior le ofrecía cobertura en el flanco occidental y realizaba operaciones de limpieza
en la llanura. La ofensiva contra los cántabros partió de Segisama (Sasamón), donde Au-
gusto había instalado su campamento, en tres direcciones: el centro, al mando directo del
princeps, penetró probablemente por el curso del Pisuerga, siguiendo después por el del
Besaya, donde enlazaría con las tropas llegadas desde las Galias y desembarcadas en
Portus Blendium (Suances). Hasta su llegada al mar, hubieron de someter Peña Amaya,
Vellica (Monte Cildá), el mons Vindius (Peña Ubiña) -en cuyos picachos fueron aislados y
donde, según Orosio, los cántabros "asediados por el hambre, perecieron casi hasta el
último"-, y, finalmente, Aracillum (Aradillos), último punto de la resistencia cántabra. El ala
derecha debió penetrar por Los Tornos y descender luego hacia la llanura costera por el
curso del Asón; el ala izquierda alcanzó probablemente el puerto de San Glorio, ocupó
Liébana y alcanzó el mar, siguiendo el curso del Deva. Mientras tanto, la flota romana de
Aquitania prestaba su apoyo en diversos lugares de la costa, de los que corresponden a la
campaña, sin duda, el citado Portus Blendium y el Portus Victoriae Iuliobrigensis (San-
tander).

Pero la guerra, ante un enemigo que combatía en guerrillas y en un terreno donde


las legiones no podían desplegarse, fue mucho más larga y dura de lo previsto inicialmen-
te. Augusto estuvo a punto de morir a consecuencia de un rayo, que mató a uno de los
esclavos que portaba su litera; cayó además enfermo y se vio obligado a abandonar Can-
tabria y regresar a Tarragona, dejando a su legado C. Antistio al frente de las tropas. Y fue
Antistio quien terminó la campaña. Una vez más, Augusto cargaba sobre las espaldas de
otros sus supuestas cualidades de estratega, mientras desde Tarragona asistía al desen-
lace de la campaña. Aunque la guerra no había hecho más que comenzar, el princeps
abandonó la Península en el 25 a.C. para dirigirse a Roma, donde proclamó solemnemen-
te la pacificación del Imperio con el ostensible gesto de cerrar en Roma las puertas del
templo de Jano, al tiempo que encargaba la construcción de un templo a Júpiter Tonante,
por haberle librado de caer fulminado por el rayo.

El sometimiento de cántabros y astures


La presencia de Augusto y el consiguiente reflejo en las fuentes documentales to-
davía permite, aunque sea someramente, presentar un coherente desarrollo de la campa-
ña del año 26. De la guerra que continúa durante los años siguientes hasta el total some-
timiento del norte peninsular no podemos esperar más que anécdotas aisladas -por más
que incluidas en un relato pasablemente coherente- de las complejas operaciones en un
frente de más de 400 kilómetros de extensión, en el que a las dificultades de una intrinca-
da geografía venía a añadirse una desesperante atomización tribal. Se trata de una gue-
rra colonial, una guerra de exterminio en la que no existe -y, probablemente, ni siquiera se
plantea- una estrategia coherente. Lenta e inexorablemente se va logrando una “pacifica-
ción”, cimentada pura y simplemente en el exterminio de la población, objeto de masacres
y esclavizaciones.

No obstante, de las fuentes puede deducirse que paralelamente a la campaña de


Augusto en Cantabria se desarrolló la conquista del sector montañoso extendido al occi-
! ! ! ! ! !
dente de Astorga, la región del Bierzo, donde debe situarse el punto álgido de las opera-
ciones militares, la toma del mons Medullius, identificado, al parecer de forma no com-
plemente satisfactoria, con las Médulas. No es posible decidir con seguridad la estragia de
la campaña, que oscila entre dos direcciones contrarias: un avance romano en la región
del Bierzo, donde se sitúa el mons Medullius, tras la neutralización de las ciudades astu-
res de la llanura de Astorga-León, lo que implica una progresión de este a oeste, o una
progresión iniciada a partir de la ribera del Douro y de la región de Braga o Chaves por la
depresión de Antela o el col de Cerdeira para alcanzar el Bierzo por el oeste. En todo ca-
so, la conquista del Bierzo por el legado de Augusto P. Carisio suponía la ocupación de la
llanura de Astorga, que fue objeto de la instalación de fuerzas militares de ocupación y,
por tanto, convertida en base del avance de las armas romanas hacia el norte, al otro la-
do de la cordillera cantábrica.

Quebaba asi bosquejada la división del territorio astur en dos zonas que, más tar-
de, recibirán con su carta de naturaleza legal una denominación propia: la Asturia augus-
tana, en la llanura, y la transmontana, mas allá de la cordillera. Esta división, claramente
dibujada por la propia geografía, sin duda estaba subrayada por diferencias de organiza-
ción política y social, en el caso de la Asturia augustana, desarrollada en torno a ciertos
centros y bien distinta de la organización de cántabros y transmontani, mucho mas disper-
sos y diseminados en sus montañas. Esta diferente organización entre los pueblos que
vivían esencialmente en las zonas montañosas y los establecidos en la llanura en torno a
los valles fluviales, al sur de a cordillera cántabro-astur, habia de traducirse también en
una distinta actitud ante la ocupación, que, a despecho de lazos que ligaban a diferentes
agrupaciones suprafamiliares de los astures entre sí —las gentilitates —, impidieron la
formación de un frente unido contra los romanos. La posterior Asturia augustana, al norte
de la Meseta, vecina de los vacceos, no tenia ni posibilidad ni probablemente interés en
una resistencia a ultranza, tanto por su mayor exposición a las intervenciones del ejército
romano, como por una desconfianza cuando no temor a la actitud de sus congéneres de
la montaña, nacida de diferentes regímenes económicos. Nada impide suponer que las
depredaciones de los astures de la montaña, esgrimidas por los romanos como causa de
la guerra, tuvieran como objetivo también los centros agrícolas de la llanura astur. Y si se
acepta esta suposición, queda clarificado en gran parte el episodio más extenso de las
operaciones, que tiene como escenario precisamente la llanura de Astorga-León-Bena-
vente. Veámoslo en los relatos de Floro y Orosio:

FLORO, 2, 33, 54 ss.: Por este mismo tiempo los astures habían descendido
con un gran ejército de sus nevados montes. Y no parecía que los bárbaros hubie-
ran decidido su ataque a la ligera porque, asentados en sus campamentos junto al
río Astura y dividido su ejército en tres partes, decidieron lanzarse al mismo tiem-
po contra tres campamentos romanos. El combate hubiera sido de resultado du-
doso, y ojala que con pérdidas para ambas partes, debido a haberse presentado
con tantas fuerzas, tan de improviso y con tal premeditación, si no hubiera sido
por la traición de los brigecinos, por quienes advertido Carisio pudo acudir con su
ejército. El desbaratar este plan ya se considero una victoria, aunque así y todo no
fue una batalla sin sangre. La poderosa ciudad de Lancia recibio a los restos del
ejército huido y alli se luchó con tal encarnizamiento que, una vez tomada la ciu-
dad, se pedía su incendio, cosa que el general a duras penas pudo impedir, pi-
diendo gracia para la ciudad mediante el razonamiento de que podía ser mejor
monumento de la victoria romana quedando en pie que incendiada.

! ! ! ! ! !
OROSIO, adv. pag. 6, 21, 9-10: Por su parte los astures, levantados sus
campamentos junto al rio Astura, hubieran abatido a los romanos con sus grandes
proyectos y fuerzas si no hubiesen sido traicionados y descubiertos. Dispuestos a
irrumpir de improviso contra tres legados que con sus legiones estaban estableci-
dos en tres campamentos, divididos en tres ejércitos semejantes en efectivos, fue-
ron descubiertos por la traición de los suyos. Después, cogidos de improviso, fue-
ron derrotados por Carisio, aunque no con pequeñas pérdidas para los romanos.
Parte de ellos, que escaparon de la batalla, se refugiaron en Lancia. Rodeada la
ciudad y dispuestos los soldados a entregarla a las llamas, el general Carisio pidió
a los suyos que desistiesen del incendio y obligó a los bárbaros a entregarse por
su propia voluntad. La razón es que trataba con empeño de mantenerla íntegra e
incólume como testigo de su victoria.

Frente a los astures que bajan de sus "nevados montes" para atacar por sorpresa
los tres campamentos romanos, instalándose a orillas del rio Astura — sin duda el Esla —
, los pueblos de la llanura no hacen causa común con ellos; mas aún, uno de estos pue-
blos, los brigaecini, de la región de Benavente, son precisamente quienes avisan al legado
P. Carisio, que de este modo puede a su vez sorprenderlos, obligándoles a refugiarse en
la ciudad de Lancia, al sur de León, en Villasabariegos , según las fuentes, la ciudad mas
fuerte de los astures, aunque enclavada no en las alturas, sino en la Meseta.

Aunque para finales del 25 los romanos habían explorado todo el noroeste peninsu-
lar y establecido puntos fuertes para supervisar la zona, el sometimiento no podía consi-
derarse definitivo. Todavía, entre el 24 y el 19 las rebeliones frecuentes y peligrosas
mantuvieron el estado de guerra. Asi, en el 24 a.C., sabemos que L. Elio Lamia, el nuevo
legado de la Citerior, tuvo que enfrentarse a un levantamiento de los cántabros, reprimido
con extrema crueldad: incendio y saqueo de sus campos y aldeas y mutilación de las
manos a los indígenas capturados. Según Dión, el pretexto esgrimido fue vengar el ase-
sinato de los soldados enviados por Lamia para hacerse cargo de las cantidades de trigo
que los indígenas habían pactado entregar a Roma.

Pero, al parecer, fue en el 22 cuando la rebelión de los astures se generalizó, co-


mo último y desesperado esfuerzo por escapar al destino de la ocupación. Las fuentes
nos informan incluso sobre el motivo que desencadenó la sublevación: la corrupción y
crueldad de Carisio, el legado de Augusto. La conquista, inmediatamente seguida del con-
trol de la región y de una creciente presión sobre las poblaciones indígenas aún precaria-
mente sometidas, fue, sin duda, la causa de la revuelta. Debió revestir un carácter lo sufi-
cientemente grave como para que Carisio tuviera necesidad del concurso del legado de la
Citerior, C. Furnio. Se consiguió así otra vez la sumisión de los astures, con un corolario
de duras represalias, en la forma de reducción a la esclavitud de grandes contingentes de
la población. Al parecer, se trató de la última gran rebelión astur, si hacemos excepción de
un levantamiento de alcance desconocido en época de Nerón; los cántabros, por su parte,
mantuvieron la resistencia hasta un grado extremo de heroismo, prefiriendo incendiar sus
castros y suicidarse en masa antes de caer vivos en manos del enemigo. Ni aún así se
consiguió la pacificación. Todavía en el 19 a.C., muchos cántabros, prisioneros de guerra
que habían sido vendidos como esclavos, al decir de Dión, asesinaron a sus dueños y re-
gresaron a sus lugares para prender de nuevo la llama de la rebelión. Fue necesaria la
presencia en Cantabria del experimentado Agripa, a quien poco antes Augusto había hon-
rado convirtiéndole en yerno y heredero. En colaboración con el legado de la Citerior, Pu-
blio Silo, emprendió una agotadora y sangrienta guerra de exterminio, que finalmente con-
! ! ! ! ! !
siguió el deseado objetivo, no sin grandes pérdidas para las fuerzas romanas, que en al-
guna ocasión flaquearon en su espíritu combativo ante la ferocidad del enemigo. Atrás
quedaban miles de cántabros muertos, aldeas arrasadas, poblaciones enteras arrancadas
de sus alturas y trasladadas al llano. Sólo sobre un humeante cementerio en ruinas pudo
imponerse por fin una nueva organización territorial bajo dominio romano.

La reorganización de Hispania

La celebración de la victoria
La significación política que Augusto quiso dar a la guerra en Hispania tenía por
fuerza que plasmarse en numerosos reflejos materiales. El más obvio, la moneda. Cono-
cemos abundante numerario de P. Carisio con la efigie de Augusto y reversos que repro-
ducen el escudo pequeño redondo céltico, caetra, en ocasiones acompañado de la es-
pada ibérica curva o falcata, puñal y dardos. Armas hispanas aparecen también en los re-
lieves del monumento de Porta Flaminia. Pero la exaltación de la victoria augústea y el
simbolismo del total sometimiento de la Península es sobre todo manifiesto en los trofeos
de Saint-Bertrand-de-Comminges, donde Hispania aparece representada como una figura
femenina, acompañada de un prisionero encadenado, o en la propia coraza del Augusto
de Primaporta, en la que Hispania y la Galia flanquean la escena de la devolución de en-
señas por los partos. También, la erección de altares dedicados a Augusto en distintos
puntos del territorio recientemente sometido contribuía a esta exaltación de la victoria y de
su supuesto artífice. Tres de estos altares, las llamadas Arae Sestianae, fueron erigidas
por L. Sestio Quirinal, el sucesor de Carisio en la dirección de la guerra, -mencionado en
el Bronce de Bembibre como responsable de la provincia Transduriana, es decir, de los
territorios al norte del Duero-, en el territorio pacificado de la Gallaecia, al oeste del territo-
rio astur combatido. Poco más tarde, cuando también quedó pacificado el espacio astur,
se erigió el ara Augusta , que conocemos por la Tabula Lougeiorum del año 1 d.C. Estos
monumentos conmemorativos se constituyeron en polos de atracción para la población
indígena y, en consecuencia, en una primera instancia de romanización.

Más significativas y también de más trascendental alcance serían las deducciones


coloniales con las que Augusto premió a los legionarios que habían participado en las
guerras. Así surgirían en el año 25 a.C., Emerita Augusta (Mérida) para los veteranos de
las legiones V Alaudae y X Gemina, y en fecha indeterminada Caesaraugusta (Zaragoza),
con veteranos de las legiones IV Macedonica, VI Victrix y X Gemina, y quizás Acci (Gua-
dix), con antiguos soldados de las legiones I y II Augusta, e Ilici (Elche), cuyas monedas
con signos legionarios abogan por un origen militar.

La nueva división provincial


Pero el final de las guerras significó sobre todo una reorganización administrativa
del territorio peninsular, que se mantendría, con pocas modificaciones, con carácter defini-
tivo a lo largo de los próximos siglos.

La antigua división provincial en dos circunscripciones era a fines de la República


manifiestamente artificial e inadecuada, en especial, por lo que respecta a la Ulterior. En
efecto, frente a los territorios meridionales de la provincia, profundamente romanizados, el
oeste sólo muy recientemente había comenzado un elemental proceso de urbanización,
tras su conquista pocos años antes. Por ello, Augusto dividió la antigua Ulterior en dos
provincias distintas, con el río Guadiana como límite común entre ambas: al sur del río, la
Baetica; al norte, la Lusitania. Mientras la Bética quedó adscrita, como provincia pacifica-
! ! ! ! ! !
da, al senado, Augusto se reservó la administración de la Lusitania y de la antigua provin-
cia republicana de la Citerior.

No puede decidirse con seguridad cuándo se produjo esta división. De acuerdo


con el testimonio de Dión Casio, se acepta generalmente que tuvo lugar el mismo año 27
a.C. en el que se otorgó a Augusto el poder proconsular sobre las provincias no pacifica-
das. Pero, sin duda, se trata de un anacronismo, ya que no parece compatible la organi-
zación de la campaña cantábrica de Augusto y las correspondientes necesidades de re-
clutamiento y abastecimientos con una doble administración de la Península, senatorial e
imperial. El reciente Bronce de Bembibre, al que ya se ha hecho alusión, menciona una
provincia Transduriana, que, aunque parece referirse simplemente al ámbito de jurisdic-
ción cívico-militar en el que los legados de Augusto ejercían su imperium, indica que aún
no estaba decidido un definitivo ordenamiento administrativo. La importancia del docu-
mento justifica aquí su transcripción:

El emperador César Augusto, hijo del divino César, durante su novena po-
testad tribunicia y proconsulado expone: supe por todos mis legados que estuvie-
ron en la provincia Transduriana que los habitantes del castro de Paemeióbriga,
de la gens de los susarros, se mantuvieron fieles mientras los demás se rebela-
ban. Por ello mando que se les conceda a todos ellos inmunidad fiscal a perpetui-
dad así como la posesión, sin controvesia jurídica, de los campos que ocupaban
cuando mi legado Lucio Sestio Quirinal se hizo cargo de esa provincia. Mando
asimismo que los habitantes del castro de Aiiobrigiaecium, pertenecientes a la
gens de los gigurros, puesto que así lo quiere esta comunidad,ocupen el lugar de
los habitantes del castro de Paemeióbriga, de la gens de los susarros, a los que
antes concedí esa inmunidad, y que participen con los susarros en el cumpli-
miento de todas las cargas fiscales a las que están obligados. Decretado en
Narbona los días 16 y 15 antes de las calendas de marzo, en el consulado de
Marco Druso Libón y Lucio Calpurnio Pisón (14 y 15 de febrero del 15 a.C.).

Ordenación del norte peninsular: legaturas y conventus


En todo caso, cuando se completó la conquista o, al menos, cuando Augusto, tras
su poco afortunado papel como comandante en jefe de la campaña contra los cántabros,
decidió que, a pesar de todo, el sometimiento podía considerarse efectivo, era necesario
decidir a qué provincia debían adscribirse los nuevos territorios conquistados.

El desarrollo de las operaciones militares había partido de la Citerior y de los te-


rritorios que se adscribirían a la nueva provincia de Lusitania. Por ello, en un principio, en
el período que sigue inmediatamente a la conquista, el frente occidental -Gallaecia y As-
turia- fue incluido en la Lusitania, posiblemente ya organizada como provincia con su
nueva capitalidad en la colonia deducida por Augusto para los veteranos de la guerra, As-
turica Augusta. El frente oriental, esto es, Cantabria, inmediato al valle del Ebro, fue inte-
grado en la Citerior y, por consiguiente, dependiente del gobierno de Tarraco.

Los inconvenientes de esta doble adscripción eran manifiestos y chocaban con las
propias necesidades estratégicas, puesto que, al obligar a disociar las fuerzas militares
de ocupación y, por consiguiente, el mando, impedían una supervisión militar unitaria de la
cordillera cántabro-astur. Y, por ello, en una fecha no establecida con exactitud, que se
supone entre el 16 y el 13 a. C., se produjo una rectificación de fronteras para incluir Ca-
llaecia y Asturia en la provincia Citerior, al tiempo que se reducían los efectivos militares
! ! ! ! ! !
de ocupación a tres legiones, que, de este modo, quedaban bajo el mando del gobierno
de Tarraco .

Esta ampliación de la Citerior, sin embargo, comportaba graves problemas adminis-


trativos, teniendo en cuenta la enorme extensión del territorio y las diferentes realidades
políticas, económico-sociales y culturales que incluía y, entre ellas, la incorporación de
unas tierras -las de cántabros y astures- apenas unos años antes conquistadas. Por ello,
antes de establecer una administración regular, se hizo preciso crear unas estructuras
previas que permitieran tomar conciencia de la realidad política de estos nuevos territorios
incorporados. Un texto de Estrabón , cuya interpretación correcta ha dado lugar a nume-
rosas discusiones, describe esta situación de transición, que parece oportuno transcribir:

En este tiempo se han distribuido las provincias entre el pueblo y el Sena-


do, por una parte, y el princeps por otra. La Bética se ha atribuido al pueblo, en-
viándose a ella un pretor asistido por un cuestor y un legado. Su límite oriental
pasa por las cercanías de Castulo. El resto [de Iberia] pertenece al César, que
envía en su representación dos legados: el uno de rango pretorio y el otro con-
sular. El pretorio, que se halla asistido, a su vez, por un legado, está encargado
de administrar justicia a los lusitanos, es decir, a la población comprendida en-
tre las fronteras de la Bética y el curso del Duero hasta su desembocadura,
porque toda esta parte ha recibido el mismo nombre y comprende también a
Augusta Emerita. Todo lo que ahora está fuera de ella [de la Lusitania], que es
la mayor parte de Iberia, se halla bajo la autoridad del legado consular, que dis-
pone de fuerzas considerables: unas tres legiones y tres legados. Uno de ellos,
a la cabeza de dos legiones, vigila toda la zona situada al otro lado del Duero,
hacia el norte, a cuyos habitantes se les llamaba antes lusitanos, más hoy día
se les cita como galaicos; dentro de esta región se incluye la parte septentrio-
nal, con los ástures y los cántabros. A través de los astures fluye el río Melsos;
un poco más lejos está la ciudad de Noega, y después, muy cerca de ella, un
estero del Oceáno, que señala la separación entre los ástures y los cántabros.
Toda la longitud de la cordillera, hasta el Pirineo, está bajo la inspección del se-
gundo legado y de la otra legión. El tercero tiene a su cargo el interior de esta
comarca, incluso a los que ahora llaman "togados", por ser gentes casi pacifi-
cadas, que parecen haber adquirido con la blanca vestidura el aire civilizado y
hasta el tipo itálicos. Estos son los celtíberos y los pueblos que residen en am-
bas orillas del Ebro, hasta la zona costera. El mismo prefecto reside, durante el
invierno, en la región marítima, principalmente en Carthago Nova y en Tarraco,
en las que administra justicia; durante el verano recorre la provincia en viaje de
inspección, enmendando errores. Hay también procuradores del César elegidos
entre los caballeros y encargados de distribuir a las tropas lo necesario para su
mantenimiento.

El texto tiene el interés de proporcionar el cuadro de la situación de transición que


sigue a la fase de conquista. De acuerdo con sus datos, tras la creación de la Lusitania,
Augusto se reservó la administración de esta provincia y de la Citerior, que encomendó a
sendos legados, uno de rango consular -el de la Citerior o Tarraconense- y el otro -el de la
Lusitania- , de rango pretorio. El legado de la Tarraconense, que tenía su sede en Cartha-
go Nova o en Tarraco, contaba con tres legados subordinados a su jurisdicción: Uno de
ellos, con un ejército de dos legiones, controlaba el territorio de la Citerior anteriormente
perteneciente a la Lusitania, es decir, las regiones al norte del Duero que se extendían
! ! ! ! ! !
hasta el Atlántico, habitadas por galaicos y astures; el segundo, con una legión a su man-
do, vigilaba el territorio cántabro, desde el límite oriental de los astures, en la ría de Riba-
desella, y la cornisa cantábrica hasta los Pirineos; el tercero, en fin, sin tropas a su mando,
administraba las regiones del interior, habitadas por vacceos.

No conocemos las tareas concretas de estos legados, ni el carácter de su jurisdic-


ción. Pero parece probable que su principal cometido -al menos, de los dos primeros-,
fuera el mando de las fuerzas militares de ocupación. La prueba estaría en el hecho de
que, una vez que con el tiempo se hace innecesaria la permenencia estable de estas uni-
dades legionarias y son trasladadas a otros puntos del Imperio, desaparece la división en
legaturas y, en su lugar, queda sólo la división jurídica conventual, que es la que continua-
rá a lo largo del Imperio.

La subdivisión provincial de la Citerior a que hace referencia Estrabón parece,


pues, fundamentalmente de carácter militar, producto de la reciente conquista y llamada a
desaparecer con la paulatina pacificación.

Por el contrario, cuando el primer estadio de la ocupación va cediendo lugar al más


estable de una administración fundamentalmente civil, se delinean nuevas circunscripcio-
nes dentro de las provincias, los conventus iuridici, cuya razón primordial es lograr una
mayor eficacia en la relación entre las instancias del gobierno central encargadas de las
provincias y los administrados, en especial por lo que respecta a la administración de jus-
ticia. La delimitación de los distritos en cada una de ellas nada tiene que ver con las lega-
turas de época augústea y, por ello, está claro que tienen un carácter fundamentalmente
distinto.

Se atribuye generalmente la creación de los conventus al emperador Claudio, aun-


que estudios recientes han rebajado la fecha hasta la época de Augusto, que parece con-
firmar la anteriormente citada Tabula Lougeiorum, descubierta en 1983, en la que se
menciona un conventus Arae Augustae, al que pertenecía la comunidad astur de los Lou-
gei. La inscripción, más que solventar problemas, ha venido a reavivarlos, ya que, por un
lado, no sabemos la relación de este conventus con el posterior conventus Asturum, que
perdudará en época imperial, y, por otro, si tiene ya un carácter territorial y una funcionali-
dad política y a qué obedece -en el supuesto caso de su existencia- el cambio de la capi-
talidad desde este Ara Augusta (de ubicación desconocida) a Asturica Augusta, la poste-
rior capital.

Parece lo más sensato considerar que, aun cuando Augusto introdujera en el no-
roeste los nuevos mecanismos políticos que pretendían implantar el modelo cultural de
Roma, éstos -y en concreto el conventus- requerirían un período de tiempo para cristalizar
de forma efectiva.

El papel del ejército


La terminación oficial de las guerras cántabras, en el 19 a. C., no significó que el
enorme frente combatido hubiese sido dominado totalmente: sólo puede suponerse un
efectivo control de la región extendida al sur de la cordillera cantábrica y de los pasos
montañosos, donde el ejército de ocupación debía prevenir posibles incursiones de las tri-
bus que habitaban al norte de la cordillera. El frente, pues, del noroeste peninsular, abierto
desde el acceso al poder de Augusto, si bien quedó reducido para adaptarse mejor a los
módulos generales del Imperio, se mantuvo. Y ello venía a significar, según las directrices
! ! ! ! ! !
aplicadas al nuevo ejército imperial por Augusto, que la región se consideró un territorio
ocupado, pero, por supuesto, aún no pacificado.

Con los magros datos de la arqueología y de la epigrafía, que apoyan o precisan


las aún más escasas fuentes literarias, sólo muy insatisfactoriamente es posible la recons-
trucción segura, y no basada en hipótesis gratuitas, de esta primera fase de la ocupación.

Seguro es que, cuando encontramos estabilizado el ejército de ocupación, al filo


del cambio de era, su acción se apoyaba en dos frentes, entre los que se distribuían tres
legiones y unidades auxiliares en número no establecido. No hay duda de que su cometi-
do primario era la afirmación y defensa de la llanura mesetaria frente a las barreras mon-
tañosas convergentes de los montes de León, al oeste, y de la cordillera cantábrica, al
norte. Era precaución normal establecer los campamentos legionarios en las márgenes
externas del territorio recientemente sometido para proteger el resto de la provincia y ma-
niobrar con mayores garantías de seguridad. Pero aunque los acuartelamientos se levan-
taran en la llanura, su ubicación era inmediata a los caminos de penetración sobre los
pueblos objeto de vigilancia, que marcarían el esquema de la red viaria, el primer y más
urgente objetivo del ejército.

Estos objetivos se cumplen exactamente en los frentes cántabro y ástur. El primero


contaba con la presencia de una legión, la IV Macedonica , que, desde los alrededores de
Reinosa, vigilaba las faldas meridionales de la cordillera cantábrica y la vía de penetración
que comunicaba la Meseta, desde el valle del Pisuerga, con el mar, hasta el Portus Victo-
riae Iuliobrigensium, la bahía de Santander. Tropas auxiliares dependientes de ella se
desplegaban, sin duda, en puntos estratégicos hasta los Pirineos, aunque desgraciada-
mente se nos escapan por falta de documentación.

En el frente occidental astur fueron estacionadas las legiones VI Victrix y X Gemi-


na, posiblemente en un mismo acuartelamiento, en el norte de la provincia de Zamora, al
pie de Rosinos de Vidriales, en Ciudadeja, al oeste de Benavente, con misión de vigilancia
sobre la zona montuosa interior, donde se asentaban las minas de oro del Bierzo. Las
tropas auxiliares que completaban este segundo ejército, entre las que podemos indivi-
dualizar los nombres de las alas II Gallorum, II Thracum y II Tautorum y las cohortes
IV Gallorum y IV Thracum, se dispersaban a lo largo del triángulo de comunicación de los
centros urbanos de administración creados tras la conquista: Lucus, Asturica y Bracara.

Los inicios del urbanización


Las nuevas estructuras urbanas mencionadas nos ponen en relación con una de
las secuelas mas importantes de la conquista: la transformación del poblamiento, tanto en
su esencia como en su marco. En su esencia, la más evidente consecuencia fue la drás-
tica disminución de la población masculina, sobre todo, en edad militar. A las matanzas
producidas en los choques bélicos, hay que añadir las represiones, los suicidios en masa
y, especialmente, las esclavizaciones. Gran parte de la población fue así violentamente
arrancada de su habitat y dispersada por otras regiones, posiblemente no muy alejadas, si
tenemos en cuenta el dato ya mencionado de Dión de que los prisioneros de guerra cán-
tabros, vendidos como esclavos, asesinaron a sus dueños y volvieron a sus casas para
reanudar la guerra. Probablemente habría que pensar en la Meseta, lindante con la zona
montañosa cántabra. Pero esta pérdida de sustancia humana fue compensada, sin duda,
y sustituida en parte, con elementos celtas venidos durante la guerra como auxilia, proce-

! ! ! ! ! !
dentes de la Meseta, que introducirían en el norte una tardía celtización o celtorromaniza-
ción, comprobable por la arqueología.

Pero la conquista sobre todo afectó al marco del poblamiento: destrucción de nú-
cleos de asentamiento, traslados masivos de población e imposición de nuevos agrupa-
mientos son sus más evidentes muestras, que tradición literaria antigua y arqueología re-
frendan. Se trataba del primer corolario de la conquista, previo a la pacificación. La guerra
se había alargado en parte -lo sabemos positivamente de los cántabros- por la dificultad
de someter a una población dispersa y apoyada en una agreste orografía, que, una vez
vencida, se reagrupaba para seguir combatiendo. Si la destrucción de los grandes centros
de agrupamiento, como Lancia o Aracillum, se incluía entre los avatares esperados de una
guerra de sometimiento, catastróficos a corto plazo, pero siempre subsanables con el
tiempo, las medidas de traslados de población y nuevos agrupamientos en lugares más
fácilmente accesibles eran el mejor modo de que podía disponer el gobierno romano para
evitar las tentaciones de rebelión de los indígenas y ponerlos bajo control del ejército de
ocupación, y significaba una intervención decisiva en la transformación del poblamiento.

Dos fueron fundamentalmente los medios utilizados en esta política, que las fuen-
tes literarias documentan. El primero apenas significaba otra cosa que la medida represiva
elemental de limpiar las alturas de los castros de población y obligar a habitar en la llanu-
ra. El expediente fue practicado de Augusto a Agripa sobre cántabros y astures. Así, se-
gún Floro, el propio Augusto obligó a los cántabros a bajar de los montes. Agripa, por su
parte, después de exterminar a todos los enemigos cántabros de edad militar, en frase de
Dión, "quitó a los restantes las armas y les obligó a bajar de los montes a la llanura".

Pero tan drásticas medidas fueron excepcionales probablemente. Bastaba en la


mayoría de los casos con hacer abandonar a los indígenas sus castros fortificados y esta-
blecerlos en el llano, en su propio entorno económico. Un caso típico es el de Lucus Astu-
rum, en Lugo de Llanera. La ciudad se encuentra situada en la llanura inmediata al castro,
que parece haber sido abandonado hacia el cambio de era. Pero perduración de muchos
castros en época imperial indica que la reconversión del sistema de asentamiento no fue
integral ni rápida, por el peligro de provocar una subversión social demasiado drástica y
reavivar la resistencia armada de los indígenas. No sólo hubo castros que continuaron
existiendo; algunos incluso crecieron, por su oportuna vinculación del lado romano. Por-
que la intervención sobre el poblamiento, con reorganizaciones territoriales y traslados de
población, dieron la ocasión de castigar pero también de premiar y gratificar a aquellas
comunidades indígenas que habían colaborado con los romanos. El tantas veces citado
Bronce de Bembibre es un sorprendente y directo ejemplo de las donaciones, restitucio-
nes y reajustes territoriales emprendidos a favor de los indígenas prorromanos. De acuer-
do con este documento, los paemetobrigenses ex gente Susarrorum, habitantes de un
castro ubicado en la sierra del Caurel, entre las provincias de Lugo y Orense, por la fideli-
dad mostrada, fueron liberados del pago de impuestos, recuperaron las tierras perdidas y
vieron reajustados favorablemente por los romanos sus límites territoriales.

Aunque esta política de premios y castigos según la fidelidad mostrada no fue in-
frecuente, las directrices de pacificación inmediatas a la conquista se apoyaron más en
otras instancias, en las que el ejército ocupó un papel determinante. Fueron éstas funda-
mentalmente la ocupación militar del país y la creación de un número limitado de centros
urbanos como soporte de la precaria administración y apoyo a la presencia de vigilancia y
supervisión del ejército. El expediente era tanto más necesario cuanto que la abundancia
! ! ! ! ! !
de habitats no se correspondía con el desarrollo urbano, inexistente. Así, los primeros re-
sultados de la conquista en cuanto a poblamiento fueron la creación de ciudades con mar-
cado carácter militar y de nueva planta, aprovechando en la medida de lo posible los cam-
pamentos de las campañas de conquista. Sin duda, fue el fenómeno urbano una de las
primeras transformaciones fundamentales impuestas por Roma en el noroeste, en las que
el ejército jugó un papel primordial. No hay que hacerse, sin embargo, ilusiones en cuanto
a esta extensión del urbanismo y arraigo entre la población indígena. Durante mucho
tiempo, estos núcleos permanecieron aislados o marginales, con una relación más estre-
cha con los vecinos acuartelamientos militares que con el entorno indígena tradicional y,
por ello, poco operantes en la transformación de ideas y estructuras.

El carácter militar así de los primeros asentamientos urbanos de cuño romano en el


noroeste es evidente, tanto en la iniciativa, como en el modo de materializarla. Aquélla no
es otra cosa que una medida enérgica conducida por jefes de ejército como parte de un
programa de pacificación y ocupación en un territorio apenas dominado; éste se sirvió de
la experiencia militar o, todavía más, improvisó los propios acuartelamientos de tropas
como marco de los nuevos asentamientos.

En Cantabria conocemos con seguridad dos: Segisama Iulia y Iuliobriga, a los que
podrían añadirse con reservas Pisoraca y quizás Octaviolca y el Portus Victoria Iuliobri-
gensium, ambos sin localización segura y problemáticos en su interpretación. Segisama
Iulia no ofrece duda respecto a su origen campamental. Floro y Orosio relatan cómo Au-
gusto estableció en la campaña cántabra del 26 sus campamentos en o junto a Segisama,
Sasamón, en el occidente de la provincia de Burgos, extremos confirmados por la arqueo-
logía.

En cuanto a Iuliobriga, en Retortillo, junto a Reinosa, su ubicación frente a Araci-


llum, uno de los núcleos indígenas cántabros que se distinguieron más por su resistencia
a la guerra, permite suponerle un origen militar, como sede de una de las tres legiones del
frente cántabro y, posteriormente, núcleo civil, bien por expreso deseo de Augusto o como
consecuencia de la permanencia de población de sus canabae, una vez trasladada la le-
gión. En todo caso, en sus inmediaciones continuó mucho tiempo aún, durante la primera
mitad del siglo I d. C., la legio IV Macedonica. Iuliobriga sería así el centro civil comple-
mentario de la guarnición militar, con un papel múltiple del lugar de intercambios, núcleo
administrativo y punto de confluencia de la población indígena con las tropas de ocupa-
ción.

Por último, el centro de Pisoraca, Herrera de Pisuerga, descubre una oscura pero
cierta relación militar con la primera época de ocupación de la región cantábrica, en espe-
cial, abundante cerámica romana, firmada por el figlinarius de la legio IV Macedonica.

En Asturia y Callaecia el impulso urbanizador se inició después de la conquista de


Lancia. Según explícita noticia de Floro, Augusto, “recelando del amparo ofrecido por los
montes en que se refugiaban los indígenas, les ordenó habitar y establecerse en los cam-
pamentos situados en la llanura”. Y añade que “allí debía reunirse el consejo del pueblo y
que el lugar tendría el rango de capital”. Para los conquistadores era mucho más fácil te-
ner bajo control una población concentrada en pocos centros situados a lo largo de las
grandes arterias de comunicación, que no dispersa en muchos pequeños poblados de
difícil acceso.

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Pero no era tanto la voluntad de concentrar la población el fin perseguido con la
fundación de estos centros urbanos, como la necesidad de crear unas mínimas infraes-
tructuras que permitieran aprobar la obra de pacificación y, sobre todo, de explotación del
territorio. Lo prueba, por un lado, la permanencia de los castros tradicionales, pero, sobre
todo, la ubicación estratégica de los nuevos centros, prácticamente equidistantes para
conseguir la cobertura de toda el área del nuevo territorio conquistado. Son éstos, Asturi-
ca, Bracara y Lucus, los tres con el sobrenombre de Augusta, levantados en lugares don-
de no parece haber traza de asentamientos anteriores, y destinados a convertirse en capi-
tales de los tres conventus del noroeste, donde los legados jurídicos, sobre una población
plenamente pacificada, pudieron desarrollar tareas cotidianas de administración de justicia
en el marco de una administración regularizada.

Así, hacia el cambio de era y después de doscientos años de continuas y asolado-


ras guerras, la península Ibérica podía considerarse definitivamente conquistada y pacifi-
cada en toda su extensión. Sobre la amarga convicción del sometimiento, ningún obstá-
culo se oponía ya al avance de una progresiva romanización.

BIBLIOGRAFÍA
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