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CÁRCEL DE MUJERES
LISTEN BEHIND BARS:
THERAPY IN WOMEN'S PRISON
Claudia Araya, Paula Riquelme, Rodrigo C. Rojas, Estera Torrens & Andrea Valenzuela.
Escuela de Psicología
Claudia Araya, Psicóloga, Pontificia Universidad Católica de Chile. Master en Estudios de la Mujer,
Universidad de Kent, Inglaterra. Paula Riquelme, Psicóloga, Pontificia Universidad Católica de Chile.
Magister© en Psicología Clínica de Adultos, Universidad de Chile. Rodrigo C. Rojas, Psicólogo, Pontificia
Diego Portales, Becario CONICYT. Estera Torrens & Andrea Valenzuela, Psicólogas, Pontificia
La correspondencia relativa a este trabajo debe ser enviada a Claudia Araya Silva, carayah@uc.cl
Los autores agradecen a Daniel Briones y María Jesús Fontecilla, que también formaron parte del equipo, y a
los profesionales del Área Técnica del CPFS que colaboraron en la implementación del proyecto.
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Resumen
En este artículo se describe y analiza una intervención con psicoterapia de grupo de orientación
éticos del desarrollo de los grupos, reflexionando sobre limitaciones, contribuciones y exigencias
que imponen las condiciones de la institución penal al desarrollo un dispositivo grupal. Se analizan
como las principales características de los procesos clínicos las dificultades: el manejo de la
Finalmente, se discute sobre la relevancia de la posición de escucha del terapeuta, quien debe
sortear la demanda institucional de juzgar o re-educar, para permitir los procesos de elaboración de
Abstract
psychotherapy at Women Prison in Santiago of Chile. It revises methodological and ethics aspects
patients’ elaboration.
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En este artículo se expone una experiencia de intervención terapéutica implementada en el
Centro Penitenciario Femenino de Santiago (en adelante, CPFS), realizada mediante un dispositivo
grupal y una perspectiva psicoanalítica. Ambas aproximaciones clínicas resultaron novedosas para
la institución, las “internas-pacientes” y los terapeutas, quienes pudieron constatar las exigencias
que se imponen al dispositivo grupal al ser implementado en una institución con características tan
singulares.
Diversas son las dificultades que enfrentan los psicólogos que intentan desarrollar un trabajo
sesiones que pueden ofrecerse a los paciente (Huffman, 2006) -; la rigidez de los criterios
instancias de intercambio (reunión clínica, supervisión) que respalden u orienten la labor de los
profesionales (Barrera, Marín & Dalez, 2004); y las contradicciones que el sistema carcelario
impone al rol del terapeuta -situado en una posición ambigua entre un rol profesional (tratamiento)
y un rol institucional - “juez de segunda instancia” (Diamond, Wang & Holzer, 2001; Gibilisco,
2007; Retamal, 2000)- alejan el quehacer clínico de las condiciones necesarias para su ejercicio.
Estos factores permiten comprender que las intervenciones realizadas por los psicólogos,
talleres socioeducativos. Ambos tipos de intervenciones comparten una lógica común: se realizan
durante breves periodos de tiempo, tienen como foco el individuo y se orientan, casi
casos de experiencias terapéuticas de carácter grupal, en general, están orientadas por un modelo
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En este escenario, la experiencia que se describe en este artículo muestra los desafíos que
conlleva la opción de intervenir desde una perspectiva clínica psicoanalítica. Entregar a las mujeres
la libertad de acceder a los grupos terapéuticos y situar la responsabilidad por el proceso clínico en
su propia demanda de bienestar subjetivo –tomando distancia del modelo castigo-recompensa que
de las participantes. Así también, tomar decisiones sobre la dirección del tratamiento en función de
criterios clínicos enraizados en la singularidad de las pacientes y de sus procesos psíquicos implicó
resistir el imperio del “delito” como criterio rector de este sistema (para agrupar a las mujeres,
prescribir tratamientos o realizar pronósticos clínicos). Por otra parte, el dispositivo grupal supuso
generar un clima de aceptación y confidencialidad entre las participantes, lo cuál también implicó
una apuesta “contra cultura”, en una institución donde la gran mayoría de las relaciones
En lo que sigue, se presentan los principales antecedentes que permiten situar esta intervención,
los elementos más relevantes de los procesos clínicos. Finalmente, se concluye describiendo las
interior de una institución penitenciaria y las implicancias para el profesional que lo realiza.
I. ANTECEDENTES
Según registros de Gendarmería de Chile (2011), en el país actualmente hay cerca de 2000
Las mujeres que llegan al CPFS, de acuerdo a las últimas estadísticas de Gendarmería de Chile
Santiago; el 60% posee una instrucción formal básica incompleta; más del 90% no cuenta con
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capacitación laboral, desempeñándose antes de la reclusión como obreras no especializadas, dueñas
trabajar, la mayoría de las mujeres mantenía períodos de estabilidad laboral inferiores a un año, sin
embargo, la mayoría de las mujeres (60%) eran y continúan –aún en prisión- siendo responsables
“primerizas” -sólo un tercio de ellas son reincidentes- y registran un bajo o mediano grado de
detenciones durante su infancia ni adolescencia, y quienes si las tienen son, en su mayoría, por
abandono del hogar. Los delitos más comunes de las mujeres detenidas en el CPFS son microtráfico
Estas características concuerdan con el diagnóstico realizado por diversos autores que muestra
como el género es un factor que permite comprender la especificidad de sus conductas delictuales y
de hombres y mujeres ya que, en general, las mujeres presentan historias caracterizadas por
intrafamiliar (Vázconez, 2006) y no cometen delitos violentos contra las personas, sino que para
En cuanto a las vivencias subjetivas de la reclusión, estos autores señalan que ésta experiencia
suele ser más duras para las mujeres, ya que en las instituciones carcelarias prima una concepción
cargo de sus hogares, el destino de los hijos es otro motivo de preocupación, inquietud o
sufrimiento y su rol como mujer –asociado culturalmente al sostenimiento de los vínculos - resulta
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duramente cuestionado al cometer un delito y permanecer en prisión, “abandonando” el cuidado de
su familia y, principalmente, de sus hijos (Birmingham, Coulson & Mulle, 2006; Sepúlveda,
López, & Guaimaro, 2001). A esto se suma el hecho de que las mujeres son menos visitadas por sus
En cuanto a la emocionalidad, un código que regula las relaciones establecidas entre las internas
es que en todo momento se debe mostrar fortaleza para sobrevivir en dicho contexto (Kenemore &
Roldan, 2006). La fragilidad es un aspecto que no puede ser expuesto públicamente, todo afecto que
pueda ser interpretado como signo de debilidad es reprimido. Además de representar una táctica de
protección externa (Méndez, 1996), el bloqueo de los afectos a través de dinámicas psíquicas como
la negación o la disociación se instala como una estrategia defensiva frente a las intensas emociones
de tristeza, angustia, vergüenza y culpa que sobrevienen durante la reclusión. Esta estrategia
defensiva limita la posibilidad de generar vínculos de mayor grado de intimidad y confianza entre
las mujeres (Ross & Pfäfflin, 2007) y aumenta la sensación de soledad en prisión. A esto se suma
que las mujeres que aspiran a conseguir beneficios penitenciarios (salidas dominicales, rebaja de
condena) deben cumplir con estándares de “buena conducta”, adaptándose a un deber ser que
disminuye aún más la sensación de espontaneidad y determinación de sus acciones (Méndez, 1996),
emocional, como por una función estratégica –que el sistema penitenciario promueve- resulta casi
En una intervención psicosocial previa en el CPFS (Castro et al, 2004), fue posible observar
como los diferentes momentos de la reclusión implican diferentes exigencias para las mujeres: el
interacción con las demás internas y con los funcionarios: es una etapa muy intensamente cargada
de dolor, preocupación por la familia y miedo ante la amenaza que implican todas las mujeres –
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Durante la reclusión, en cambio, el aburrimiento es característico en la vivencia de las mujeres:
la rutina del sistema carcelario, que limita externamente tiempos, espacios y acciones, aparece como
el motivo principal de este estado, que genera sentimientos de pérdida de control sobre sus propias
vidas, sus necesidades y propios deseos. La convivencia que se establece entre las mujeres suele ser
otro ámbito conflictivo durante la reclusión. Los vínculos establecidos entre las mujeres internas
están caracterizados por la desconfianza que surge al “estar entre extrañas”, lo que produce un
estado de alerta y atención constante respecto de las propias conductas como de las miradas y
palabras de las demás. Sin embargo, tras esta actitud defensiva hacia las relaciones, se oculta una
profunda necesidad de expresar el propio dolor y contar con alguien que brinde contención y apoyo.
En el caso de establecerse relaciones de mayor involucramiento con alguna otra interna, se intenta
mantener cierta distancia como una estrategia defensiva frente a la expectativa que, en algún
momento, pueda sobrevenir una “traición”, cuya sombra persiste a través de los rumores de
incontables experiencias ajenas. La envidia es otro elemento temido en las relaciones entre las
compañeras, la que se manifiesta como una actitud destructiva frente a los logros de alguna de ellas.
la continuidad de sus vidas extramuros. Este momento implica el término de la regulación que
relaciones afectivas, buscando una ocupación, y generando las condiciones necesarias para evitar la
reincidencia.
la cárcel, la pérdida de sus referentes identitarios, y las diversas exigencias de la vida en reclusión
conductas disruptivas, o una emocionalidad lábil suelen encontrarse cuadros depresivos, ansiosos y
reclusión. La presencia de sintomatología clínica y la demanda de atención por parte de las mismas
mujeres hacia los profesionales del CPFS evidencian la necesidad de atención en salud mental que
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presentan muchas mujeres de dicho centro. Sin embargo, los recursos profesionales con los que
cuenta la institución no parecen ser suficientes para cubrir la magnitud de esta demanda (Barrera,
Marín & Dalez, 2004) y las lógicas del sistema penitenciario orientadas hacia el orden y el control
de la población penal promueven prácticas de atención en salud mental cuyos principales objetivos
generar un trabajo que permita que las pacientes puedan ir más allá del síntoma, y quedan sin ser
escuchadas. Por otra parte, el terapeuta pierde su lugar de estar a cargo del tratamiento y queda a
cargo del paciente. Ambos aspectos difieren radicalmente, en palabras de Nasio (2010): “Por una
parte digo, con tono de urgencia, que es necesario dirigir la cura. Bien: Por otra parte digo que es
de Gendarmería de Chile (2011), durante los últimos años los principales ejes de desarrollo en el
CPFS han estado centrados en los ámbitos de educación, trabajo, deporte y recreación al interior del
recinto. Sólo un programa “Conozca a su hijo”, figura como parte de la intervención psicológica
directa con las mujeres. Pese a que un número importante de ellas tiene diagnosticado diversos
cuadros clínicos y medicación psiquiátrica prescrita, el CPFS no cuenta con psiquiatra en sus
dependencias. En el recinto, un equipo de 3 psicólogos (uno por cada 500 mujeres) se encargan de
realizar diagnósticos periciales a las mujeres que ingresan y a quienes solicitan beneficios
intrapenitenciarios. Si bien las mujeres tienen la posibilidad de acudir libremente a ellos, las
atenciones se realizan sin un setting mínimamente apropiado para ello: muchas veces las gendarmes
impiden el acceso a las dependencias, no existen horarios definidos para las atenciones, usualmente
no es posible realizar atenciones de seguimiento y el rol del psicólogo como terapeuta está
contaminado por sus funciones de “evaluador”, por lo que las mujeres no se permiten confiarles
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En este contexto, esta intervención generó una alternativa de atención psicológica para las
mujeres del CPFS y un modelo de trabajo que permitió, a través de su evaluación y análisis, generar
SANTIAGO
El proyecto Grupos Terapéuticos con mujeres del Centro Penitenciario Femenino de Santiago
constituyó un proyecto piloto cuyo objetivo fue implementar y evaluar un modelo de atención
penitenciario.
coordinación con los psicólogos que trabajaban en el Área Técnica de la institución, área
Que los grupos fueran guiados por psicólogos “externos” al sistema fue un aspecto influyente
en los procesos grupales, al introducir una discontinuidad en las rígidas relaciones al interior de la
institución. Las mujeres debieron enfrentar el desafío de construir un lugar en el cual posicionar a
los psicólogos -que no eran parte del Centro- y al Grupo en cuanto tal, que intentaba funcionar al
margen de lógica del sistema, desligado de los beneficios intrapenitenciarios o de cualquier otro
El proceso de selección de las pacientes se realizó a través de entrevistas clínicas realizadas por
el equipo a las pacientes previamente seleccionadas por psicólogos del Área Técnica del CPFS.
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Con cada una de las pacientes derivadas, se realizaron entre dos y cuatro sesiones de 50
psicológica de cada paciente y se les informó de las condiciones del dispositivo de atención
psicoterapéutica al que accedían, así como las garantías ofrecidas a quienes voluntariamente
La indicación de las pacientes para psicoterapia de grupo se evaluó en función de los siguientes
capacidad de recibir ayuda; 4) capacidad para vincularse con otros. Asimismo, se sostuvieron como
antisocial; 2) crisis y experiencias traumáticas recientes; 3) psicosis. Cuando las pacientes eran
contraindicadas para los Grupos fuero derivadas a otras alternativas de atención al interior del
CPFS.
grupos terapéuticos dentro de contexto institucional y con una población cautiva significó trabajar
con pacientes que, mayoritariamente, ya se conocían pues pertenecían a una misma sección, o
tener diversidad de edad, motivo de consulta y diagnóstico clínico, apuntando a constituir grupos
con suficiente plasticidad para desplegar diferentes maneras de ser y dinámicas relacionales entre
las integrantes. Por otro lado, la homogeneidad permitió que las pacientes tuvieran interlocutoras
dentro del grupo -con las que compartieran algunos rasgos comunes- para evitar el riesgo que una
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integrante quedara aislada y fuera depositaria de aspectos conflictivos de otras integrantes,
amenazando tanto al grupo como a la paciente “distinta” (Bleger & Pasik, 1997).
o Criterios técnicos
• Motivo de consulta
• Estructura de personalidad
• Recursos psicológicos
o Factores institucionales
• Secciones
escuela)
Se implementaron cuatro grupos, integrados por entre 7 y 11 mujeres cada uno. Los grupos
tuvieron una duración de 15 sesiones -durante alrededor de 5 meses- y una frecuencia semanal. La
duración de la sesión se planificó de 2 horas, pero la duración efectiva de las sesiones fue de 1:30-
1:45. Esta diferencia se debió, principalmente, a los problemas que tenían las mujeres para
desplazarse en forma libre dentro de la cárcel, lo que dependía de gendarmes y otras instancias
administrativas.
análisis de los motivos de consulta que presentados por las mujeres durante las entrevistas clínicas.
Estos objetivos se mantuvieron como una orientación preliminar, siendo evaluada su pertinencia
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durante los procesos clínicos de los grupos, acorde a la singularidad de cada uno de ellos. No se
trató de “metas” –en el sentido que la institución las considera: cobertura de atención, porcentaje de
asistencia y deserción, logros conductuales- sino un “norte” que permitiera comprender la evolución
conductas.
recepción por el equipo, de las cuales 36 iniciaron procesos terapéuticos en los 4 grupos
implementados. Entre ellas, 19 mujeres (53%) tenían entre 21 y 30 años de edad; 12 (33%) entre 31
y 40; y 5 mujeres (14%) tenían entre 41 y 47 años. 34 mujeres eran chilenas, y 2 extranjeras, de
nacionalidad peruana y sudafricana. Las mujeres provenían de las distintas secciones del CPFS que
de máxima seguridad. Un 25% de las mujeres habían cumplido condenas de presidio anteriormente,
mientras que en un 75% de los casos se trataba de personas que por primera vez estaban en un
recinto penitenciario. En relación a los causas por los que las mujeres cumplían condena, se trata de
delitos calificados como de bajo o mediano compromiso delictual: microtráfico de drogas, robo y
hurto. La mayoría de las mujeres (83%) tenía una ocupación en el CPFS: asistía a la escuela para
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personal de gendarmería en su sección (“oficio”) o desarrollaba alguna actividad independiente
(artesanías).
En cuánto a antecedentes de salud mental de las mujeres participantes, se puede consignar que
22 mujeres (62%) no habían recibido atención psicológica previa durante la reclusión, mientras 14
mujeres (38%) sí habían recibido algún tipo de atención psicológica especializada: algunas sesiones
psiquiátrica en el Hospital Penal. Los motivos de consulta que presentaron las mujeres al momento
personal (33%) y sintomatología actual (31%), en general, de naturaleza ansiosa y/o depresiva. Otro
motivo de consulta de las mujeres fue la necesidad de desahogarse y poder comunicarse con otras
personas en una instancia que ofreciera las garantías para poder hacerlo (14%). En el caso de 3
mujeres (8%), el equipo les ofreció la posibilidad de continuar el tratamiento en un segundo grupo.
Finalmente, un 14% mujeres que recibieron indicación para participar en los grupos presentaban
Principales resultados
De los 4 grupos implementados, 3 finalizaron sus procesos terapéuticos. Uno de los grupos no
logró consolidarse y fue suspendido tras 5 sesiones con baja asistencia, a causa de motivos clínicos
enfermedades, castigos y dificultades de las mujeres para acudir a sesión). Los tres grupos restantes
finalizaron sus procesos de acuerdo al setting propuesto, con una adherencia al tratamiento que
osciló entre un 63% y un 71%. En el primer grupo, 6 de 9 mujeres que iniciaron proceso lo
asistencia promedio a las sesiones, considerando los tres grupos, fue de un 74%.
Las mujeres que no finalizaron procesos grupales fueron derivadas a otras instancias de atención
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En términos clínicos, es posible afirmar que la intervención tendió a desarrollar
emocionalmente, confrontaban o sugerían interpretaciones de sus experiencias, fue posible que las
mujeres generaran una mayor comprensión de sí mismas, lo cual fue reportado espontáneamente a
lo largo de las sesiones de los grupos como uno de los mayores beneficios percibidos por las
pacientes. Los grupos también permitieron a las pacientes reelaborar eventos de carácter traumático
de sus propias historias y emociones dolorosas que muy pocas veces habían podido encontrar un
ambiente adecuado para su tramitación. Con ello, las pacientes pudieron, progresivamente, pensar
respecto a su futuro y lo que esperaban tras la salida en libertad, con una aproximación más realista
Las pacientes, además, reportaron un aumento de la percepción de control sobre sus vidas y un
mismas, todos ellos aspectos que se ven mermados durante la vida en reclusión, según el testimonio
Esta mayor capacidad de pensar también parece haber permitido a las pacientes desarrollar un
sesiones, las mujeres progresivamente fueron mostrando mayor capacidad para registrar su
malestar: angustia, tristeza, rabia, entre otras emociones. Fueron capaces de pensarlas y ponerlas en
palabras frente a sus compañeras. En los grupos, se pudo ver una evolución desde la petición –
inicial- que los terapeutas guiaran las sesiones –y con ello, que resolvieran todo lo que en ellos
acontecía- hacia un rol cada vez más activo de las pacientes para afrontar los conflictos que se
generaron en el grupo.
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El trabajo en los grupos también permitió a las pacientes reconocer la responsabilidad subjetiva
de sus opciones y las consecuencias personales, familiares y sociales de éstas. Durante el trabajo en
las sesiones se observan cambios en el discurso frente al delito. Al inicio del proceso el delito es
nombrado como “eso”, “el error que cometí” “lo que hice” o se repite un discurso mecánico similar
al que han repetido en instancias judiciales. En las sesiones finales las mujeres hablaron de su
delito, observándose en su discurso una aproximación más realista en relación al daño causado a
otros y las consecuencias que tuvo delinquir y dañar a otro en sus propias vidas: empatizan con las
Las pacientes lograron generar entre ellas redes de apoyo dentro y fuera de las sesiones del
grupo, de las cuales muchas de ellas carecían previamente a causa de la desconfianza que tiñe la
mayoría de las relaciones al interior del recinto. El proceso de generación de confianzas dentro del
grupo es uno de los elementos clínicos que se analizará con mayor detención en el siguiente
apartado.
III. ANÁLISIS
Los grupos se configuraron bajo los criterios de agrupamiento previamente mencionados (ver
Tabla 1), existiendo una tensión entre la homogeneidad de las pacientes y el hecho de que éstas se
conocieran; justamente cierta homogeneidad tenía que ver con las secciones a las que pertenecían
dentro del recinto penal, por lo que tendía a pasar que las mujeres que eran más similares
pertenecían a la misma sección. Por otro lado fue difícil agrupar con criterios meramente clínicos,
pues se cruzaba también aspectos de la institución- horarios de visita, trabajos, escuela y otros
talleres- así como también el evitar que estuvieran juntas mujeres que tenían algún tipo de lazo
previo- amistad, pareja, pertenencia a grupos religiosos- o mujeres que hubieran tenido algún
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El encuadre inicial tuvo que ser precisado y detallado a lo largo del proceso terapéutico a raíz
de situaciones particulares que no fueron previstas por el equipo. De esta manera, a las normas
dentro de la sala durante toda la sesión (no retirarse antes ni salir durante del desarrollo de la
inasistencias generalizadas para suspender el grupo (3 sesiones) para resguardar para la continuidad
del grupo, además de solicitar a las pacientes no asistir al grupo bajo los efectos de drogas o
alcohol.
Por las características del recinto carcelario, resultaba imposible que las pacientes no
interactuaran fuera de sesión, ante lo que se recalcó lo importante que era mantener la
compañeras señalando información que las hiciera identificables fuera de las sesiones grupales.
La confidencialidad fue una temática importante en los grupos, al estar conformados por
pacientes que se conocían y estaban obligadas a convivir todos los días, muchas veces con un grado
de agresión entre ellas y desde y hacia el personal de la institución. Poder confiar en otras internas
fue una temática crucial al inicio de todos los grupos implementados. La confidencialidad que las
integrantes del grupo debían mantener sobre lo que se hablaba en sesión era cuestionada: “Es que
yo no sé si puedo confiar en las otras internas” refería una mujer en la primera sesión.
Las pacientes mostraban durante las primeras sesiones cómo el funcionamiento de la cárcel
fomentaba la desconfianza. Lo íntimo y lo privado muchas veces era utilizado para agredir al otro,
se le “grita la vida” decían- aludiendo a como en medio de una discusión las “internas” podrían
referir algo de la vida privada de la otra como una forma de agresión verbal, por lo mismo para las
pacientes resultaba difícil concebir un espacio dentro de la cárcel en que se pudiera confiar en sus
compañeras.
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Hablar en torno a la confidencialidad y abrirse a ponerla en cuestión permitió que la pregunta
por la confidencialidad derivara también en una pregunta por la confianza, dentro, pero también
fuera del grupo; cuánto confiar, cómo confiar, cuánto de la desconfianza protege y sirve en un
ambiente adverso, pero también cuando puede ser beneficioso “bajar la guardia” y no transformar la
Si bien las pacientes partieron más bien temerosas o desconfiadas, el trabajar la confidencialidad
como un material de las primeras sesiones y no sólo como un requisito del encuadre del trabajo
configuración del grupo. Así el riesgo corrido tanto por los terapeutas y como por las pacientes tuvo
buenos resultados: la confidencialidad fue respetada, y hacia la mitad de los grupos se generó mayor
confianza y complicidad entre las mujeres, se hablaron de otros temas durante las sesiones -ya no
solo del sistema penitenciario, si no que también de su historia previa a la reclusión, sus problemas
de pareja, de su vida sexual, de sus hijos, entre otros-. De este modo se fue generando una “matriz
grupal”, que hacía del grupo un grupo y no solo un conjunto de mujeres reunidas en una sala,
posibilitando así un trabajo grupal. Se establecía entonces una transferencia con el grupo como un
todo, la transferencia objetal, como la llama Anzieu 2, es decir una transferencia con el grupo como
entidad. Al formarse los grupos es decir, con el surgimiento de la mentalidad e identidad grupal y
la instalación de la transferencia como señalan (Bion, 1974; Foulkes, 1981; Anzieu, 1981), surge la
La lógica de los beneficios intrapenitenciarios era una de las formas en que se expresaba la
lógica de la institución y cómo las llamadas “buenas conductas” son premiadas por el sistema. El
buen comportamiento y la evaluación eran parte del material clínico de las sesiones: quejas ante el
2
Anzieu (en Rodriguez, J., 2004) distingue tres tipos de transferencia: la transferencia lateral entre los miembros del
grupo; la transferencia central, hacia el coordinador del grupo y; la transferencia objetal, hacia el grupo. Bleger señalará
que existe una cuarta transferencia que es una transferencia con la institución (Bleger, 1989).
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sistema, frustración y rabia cuando no se les otorgaban los beneficios, o felicidad ante la otorgación
El desconcierto de las pacientes ante un dispositivo en que se podía ser “libre” instalaba pronto
en los grupos no entregaran beneficios o que los terapeutas no cumplieran funciones de evaluación.
Para las pacientes había algo incomprensible de esta forma de trabajo que iba en contra de las
lógicas de intervención a las que estaban acostumbradas. Esto generó, en el inicio de los grupos,
grandes resistencias ante el dispositivo. “¿No nos van a preguntar” fue una interrogante recurrente
las primeras sesiones3. Así como también un desconcierto por parte de las pacientes ante que los
terapeutas no las evaluaran “¿pero al final ustedes harán una evaluación de cada una?”
preguntaban. Al obtener una respuesta negativa, la pregunta era entonces: si este “taller”, como
solían llamar al grupo, no era evaluado y, por ende, no servía para los beneficios, entonces, “¿para
qué sirve?”. Pregunta que se mantuvo como una interrogante, y se devolvió a las pacientes, “¿para
En este mismo sentido, las pacientes intentaban tener pistas sobre algún criterio adecuado para
comportarse, un modelo a seguir, qué definiera lo correcto y lo incorrecto. Las pacientes pedían ser
tratadas como “internas”, estaban acostumbradas a ese trato, ser ellas mismas resultaba angustiante,
la cárcel aplastaba su identidad y su historia, les daba un modelo de cómo se debía ser, quedando lo
En este mismo sentido las pacientes demandaban que se les enseñara“quiero que me enseñen,
que me digan lo que me falta (…) por qué cometí el error de robar y de llegar acá.” El dejar esta
pregunta abierta, sin dar una respuesta, llamaba a las pacientes a implicarse en su propia respuesta
a esta pregunta.
3
Claro está que esto suele pasar en los grupos como lo ha descrito W. Bion (1974) en relación al supuesto de
dependencia, como uno de los supuestos básicos que impide pensar y trabajar en grupo.
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La lógica de tratamiento –no de control, ni de evaluación, ni pedagógica- ubicó paulatinamente
a los terapeutas del equipo en una línea distinta a la de los psicólogos del Área Técnica. En un
comienzo, provenir “de la calle” es visto por las mujeres con desconfianza. Fue común que durante
las primeras sesiones de los grupos emergieran relatos sobre situaciones violentas que se viven en la
cárcel –peleas, suicidios- con toda su crudeza, en los que se observa una búsqueda de probar si los
terapeutas son capaces de tolerar la realidad que ellas viven; “esto es cana”, y su capacidad de
Posteriormente, el lugar que los terapeutas representaban para las pacientes se transformó en
una novedad y en un enigma: un lugar de escucha, que no exige un modo de ser y no indica una
forma correcta de actuar desconcierta a las pacientes. Si no son quienes evalúan ni quiénes dan
beneficios, entonces ¿qué quieren y qué hacen? Se despierta el interés de las pacientes en los
terapeutas, cada vez preguntan más acerca de sus vidas, se fijan en cómo intervienen: “usted hace
puras preguntas”, señala una paciente. Las pacientes poco a poco van sintiendo más confianza, no
solo con los terapeutas si no también con el grupo. Cuentan sus historias y por qué están en la
cárcel. Historias que desafían la escucha de los terapeutas y la neutralidad: no juzgarlas por sus
actos -“posición de juez”-, pero sí puntuar ciertos aspectos de su historia ante los cuales pudieran
hacerse responsables -para no quedar en “posición de cómplice”-. Se vuelve delicado para los
psicólogos cuestionar, por ejemplo, la violencia que se ejerce al robar a alguien, es ahí donde el
dispositivo grupal ayuda, pues son las propias pacientes quienes se confrontan entre sí.
La disociación
Muchas de las pacientes hablaban de su vida marcada con un antes y un después, un quiebre, la
cárcel era un hito ante el que no se podía volver atrás. Parecía un discurso aprendido -vacío y
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ortopédico que era implantado dentro de la cárcel, pero tras el cual las historias de las mujeres
quedaban negadas, como si ya no fuesen las que habían sido. Esto tenía como consecuencia un
discurso donde el reconocimiento del delito era un mandato, en el cual las pacientes no estaban
implicadas subjetivamente. Por otro lado todo sus aspectos agresivos, violentos y “malos” quedaban
disociados, así la negación de la propia agresividad conducía actuarla, tanto en el grupo como en su
vida diaria.
La dinámica recurrente de los grupos era dividirse. Dentro de la cárcel se generaban bandos, las
gilas y las choras4, que respondían a una sociabilidad distinta, a códigos diferentes y a una relación
con la institución particular. Estos bandos se repetían dentro de los grupos, y se sumaban a otras
divisiones: las evangélicas y quienes no profesaban la religión, las jóvenes y las viejas, las madres y
quienes no lo eran, entre otras. Una división de especial importancia clínica se producía entre las
pacientes comprometidas con el grupo, que respetaban el encuadre y se involucraban con el proceso
grupal, y las que faltaban, descuidaban al grupo y parecían más indolentes ante el proceso. Esto
generaba a veces dos grupos en uno, estancando el proceso grupal y dificultando las maniobras que
podían hacer los terapeutas. El extremo de esta dificultad fue que en uno de los grupos
implementados las diferencias entre las pacientes hicieron insostenible la continuidad del grupo más
El los grupos aparecía un discurso donde la “maldad” estaba fuera de las mujeres,
completamente erradicada y, por tanto, no se podía pensar sobre ella. Paradigmático es el caso de
pacientes evangélicas que, en uno de los grupos, cerraban las preguntas con respuestas desde la fe.
Para ellas el motivo por el cual se estaba en la cárcel era la desobediencia a Dios, ante esta
respuesta no cabía nada más, y su actual obediencia las hacia distintas, dejando atrás lo pasado y
tomando la buena senda. Para Freud (en Tendlarz, 2008) el criminal siente culpa, pero bajo la forma
de un juez externo. Así estas pacientes sin una instancia crítica propia, una conciencia que las
declare culpable, encontraron en su religión, la causa y el perdón, a costa de perder un lugar para la
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Gilas es el apelativo para aquellas mujeres dóciles a los mandatos de la institución y de su personal, que se esfuerzan
por lograr los beneficios que conlleva la “buena conducta”; mientras que las choras son aquellas mujeres que
resisten al sistema desde una identidad contraria a lo esperado por éste .
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ira, envidia y la “maldad”. Por lo tanto “su” solución se volvía una fragilidad: no son los deseos de
Pese a lo anterior, en el grupo la mayor parte de las pacientes estuvieron dispuestas a cuestionar
sus certezas, y dar cabida a sus ambivalencias y deseos contradictorios. Pudieron asumir sus
motivaciones para tener una “buena conducta” que les permitiera alcanzar los ansiados
“beneficios” –orientados la salida en libertad- y al mismo tiempo, reconocer lo violento que les
penitenciario, que impacta la subjetividad de quienes son parte de él: las internas (en términos de
(lealtad hacia la institución- hacia los pacientes), y también al equipo de trabajo de la intervención,
en la relación establecida con la institución, con los colegas del Área Técnica y con las pacientes.
penitenciario, que impacta la subjetividad de quienes son parte de él: las internas (en términos de
(lealtad hacia la institución- hacia los pacientes), y también al equipo de trabajo de la intervención,
en la relación establecida con la institución, con los colegas del Área Técnica y con las pacientes.
IV. DISCUSIÓN
verdad psicológica y verdad jurídica, asociación libre y privación de libertad, entre otras, son
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Lo pensamos como necesario, en tanto permite el funcionar y tolerar este sistema. Esta disociación podría entenderse
dentro de la lógica que establece Bleger al comprender la lógica de los grupo e instituciones y el concepto de sociedad
sincrética (Bleger, 1989).
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Lo pensamos como necesario, en tanto permite el funcionar y tolerar este sistema. Esta disociación podría entenderse
dentro de la lógica que establece Bleger al comprender la lógica de los grupo e instituciones y el concepto de sociedad
sincrética (Bleger, 1989).
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nociones que pueden resultar confusas, paradojales o contrapuestas. No obstante, es en la
intersección de éstas dos lógicas –carcelaria y psicoterapéutica- donde se establece el campo del
Una vez superada la sorpresa y el entusiasmo del inicio de los terapeutas por estar realizando
una intervención contracultura en el contexto carcelario, las frases con que las reclusas los
interpelaban cobraron sentido: “ustedes no saben nada de lo que es vivir aquí dentro”. Las puertas,
las guardias recuerdan que hay un orden, pero impuesto “desde fuera”, a veces arbitrario y muchas
veces injusto. Es la que evidencia que aquí se está en otro mundo, donde la ley se sitúa de manera
diferente a la habitual. Cuando una de las psicólogas supervisa su temor a posibles agresiones entre
las participantes del grupo, es posible entender el impacto de trabajar al interior de un sistema
donde la violencia está constantemente presente. Entre estas paredes se hace obvio lo que no
queremos saber, la ley del más fuerte es la que prima la mayor parte del tiempo. Esto interpela
directamente a los terapeutas, quienes deben sobreponerse al temor, la desesperanza y sobre todo
frente a los actos que infringen la ley, corren el riesgo de quedar como testigos de relatos que
Ni superyo, ni cómplice
Al escuchar los relatos de las pacientes, no parece estar ausente la culpa, más bien parece haber
baches entre los actos, sus causas y sus consecuencias, no habiendo una implicación en su discurso.
Cuando se refieren a sus delitos, hablan desde el reconocimiento de haber hecho “algo”, de un
modo mecánico que parece la repetición del discurso de los distintos agentes de la Justicia con los
cuáles han tenido contacto y a quienes ya han aprendido a decirles lo que quieren escuchar. Pero es
la dimensión inconsciente la que los terapeutas introducen con el dispositivo de trabajo clínico. Los
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terapeutas mantuvieron su posición de escucha que buscaba comprender las sutilezas de los hechos,
sus recovecos y escapar de lo obvio, de las categorías y del imperativo de arrepentimiento que estas
mujeres debían sentir. La neutralidad de los terapeutas fue dando paso a que las mujeres pudieran
contar sus historias, esta vez, sin saber que se esperaba de ellas. “En el otro taller –refiriéndose a un
taller realizado por un profesional del equipo técnico de la cárcel- jamás hablaríamos las cosas que
hablamos acá, allá sabemos de qué tenemos que hablar y de que no”. Poco a poco, al ser
escuchadas sin expectativas surgió la posibilidad de hablar con mayor libertad, y las pacientes
fueron encontrando la compasión por sus “victimas” y la empatía por sus compañeras, no por un
Por otra parte, en los grupos surgió la fragilidad de los otros y, por ende, la propia. Es aquí
donde el dispositivo grupal muestra su fuerza. En el aquí y ahora, al interactuar unas con otras,
empezaron a conmoverse, asustarse y atacarse. Pero, esta vez en un dispositivo que ofrecía la
Al contarse sus historias, fueron apareciendo las comunalidades y también sus particularidades.
De hecho, este es otro de los aportes y desafíos de la terapia de grupo. Para Recalcati (2007), “El
reto que se abre al psicoanalista es el de cómo realizar una torsión de esta homogeneidad aparente
para poner de manifiesto su reverso: la particularidad irreductible de la subjetividad” (p. 100). Las
mujeres de los grupos se movilizaron desde la desconfianza, que aumentaba las diferencias, a
empezar a reconocerse entre otras que tenían aspectos en común, para finalmente ver sus
singularidades.
Se puede afirmar que la técnica grupal y de orientación psicoanalítica fue inaplicable para parte
de la población penal de mujeres, pero fue una herramienta muy poderosa para otras quienes se
arriesgaron y se atrevieron a poner en cuestión sus certezas iniciales, siendo posible reemplazar la
“ortopedia” superyoica ofrecida por el discurso oficial y tomar parte de éste, sumarlo a su historia y
construir algo propio y singular. La posición del terapeuta desde una orientación psicoanalítica,
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pudo escamotear la demanda institucional de ocupar el lugar de saber que cierra, con un discurso
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