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ESCUCHA TRAS LAS REJAS:

DESAFIOS Y POSIBILIDADES DE UNA TERAPIA DE GRUPO PSICOANALÍTICA EN

CÁRCEL DE MUJERES

LISTEN BEHIND BARS:

CHALLENGES AND OPPORTUNITIES OF A PSYCHOANALITICAL GROUP

THERAPY IN WOMEN'S PRISON

Claudia Araya, Paula Riquelme, Rodrigo C. Rojas, Estera Torrens & Andrea Valenzuela.

Escuela de Psicología

Pontificia Universidad Católica de Chile

Claudia Araya, Psicóloga, Pontificia Universidad Católica de Chile. Master en Estudios de la Mujer,

Universidad de Kent, Inglaterra. Paula Riquelme, Psicóloga, Pontificia Universidad Católica de Chile.

Magister© en Psicología Clínica de Adultos, Universidad de Chile. Rodrigo C. Rojas, Psicólogo, Pontificia

Universidad Católica de Chile. Magister© en Pensamiento Contemporáneo y Filosofía Política, Universidad

Diego Portales, Becario CONICYT. Estera Torrens & Andrea Valenzuela, Psicólogas, Pontificia

Universidad Católica de Chile.

La correspondencia relativa a este trabajo debe ser enviada a Claudia Araya Silva, carayah@uc.cl

Los autores agradecen a Daniel Briones y María Jesús Fontecilla, que también formaron parte del equipo, y a

los profesionales del Área Técnica del CPFS que colaboraron en la implementación del proyecto.

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Resumen

En este artículo se describe y analiza una intervención con psicoterapia de grupo de orientación

psicoanalítica en la cárcel de mujeres de Santiago de Chile. Se revisan los aspectos metodológicos y

éticos del desarrollo de los grupos, reflexionando sobre limitaciones, contribuciones y exigencias

que imponen las condiciones de la institución penal al desarrollo un dispositivo grupal. Se analizan

como las principales características de los procesos clínicos las dificultades: el manejo de la

confidencialidad; la paulatina asunción de una posición como pacientes –y no de presidiarias- en las

participantes; y la disociación presente tanto en el discurso individual como en la dinámica grupal.

Finalmente, se discute sobre la relevancia de la posición de escucha del terapeuta, quien debe

sortear la demanda institucional de juzgar o re-educar, para permitir los procesos de elaboración de

las propias pacientes.

Palabras claves: Terapia de grupo, Psicoanálisis, cárceles en Chile, mujeres en prisión.

Abstract

This article describes and analyses the implementation of psychoanalytic-oriented group

psychotherapy at Women Prison in Santiago of Chile. It revises methodological and ethics aspects

about the development of groups, reflecting on limitations, contributions and requirements imposed

by the conditions of the penal institution to develop a group device. We analyse the main clinical

process difficulties: the management of confidentiality, the gradual assumption of a position

as patient –rather than convicts- in participants, and the present dissociation as the individual

discourses as groups’ dynamics. Finally, we discuss the relevance of the listening position of the

therapist, who must overcome institutional demand to judge or re-educate to allow the process of

patients’ elaboration.

Keywords: Group therapy, psychoanalysis, Chilean prison, women offenders.

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En este artículo se expone una experiencia de intervención terapéutica implementada en el

Centro Penitenciario Femenino de Santiago (en adelante, CPFS), realizada mediante un dispositivo

grupal y una perspectiva psicoanalítica. Ambas aproximaciones clínicas resultaron novedosas para

la institución, las “internas-pacientes” y los terapeutas, quienes pudieron constatar las exigencias

que se imponen al dispositivo grupal al ser implementado en una institución con características tan

singulares.

Diversas son las dificultades que enfrentan los psicólogos que intentan desarrollar un trabajo

clínico en instituciones penitenciarias. La precariedad del encuadre en que se desarrollan las

atenciones –en términos de las garantías de neutralidad, confidencialidad y regularidad de las

sesiones que pueden ofrecerse a los paciente (Huffman, 2006) -; la rigidez de los criterios

institucionales en relación a los “procedimientos de atención” que contrasta con la falta de

instancias de intercambio (reunión clínica, supervisión) que respalden u orienten la labor de los

profesionales (Barrera, Marín & Dalez, 2004); y las contradicciones que el sistema carcelario

impone al rol del terapeuta -situado en una posición ambigua entre un rol profesional (tratamiento)

y un rol institucional - “juez de segunda instancia” (Diamond, Wang & Holzer, 2001; Gibilisco,

2007; Retamal, 2000)- alejan el quehacer clínico de las condiciones necesarias para su ejercicio.

Estos factores permiten comprender que las intervenciones realizadas por los psicólogos,

descontando las labores de evaluación (para efectos de clasificación de la población penal o el

otorgamiento de beneficios intrapenitenciarios1), sean mayormente intervenciones en crisis y

talleres socioeducativos. Ambos tipos de intervenciones comparten una lógica común: se realizan

durante breves periodos de tiempo, tienen como foco el individuo y se orientan, casi

exclusivamente, a estimular el desarrollo de habilidades adaptativas en los internos. Los aislados

casos de experiencias terapéuticas de carácter grupal, en general, están orientadas por un modelo

cognitivo-conductual que estimula el desarrollo de habilidades personales y también consideran al

individuo como centro de la intervención (Morgan, Kromer & Mills, 2006).


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Se entiende por beneficios intrapenitenciarios a los permisos de salida que “forman parte de las actividades de
reinserción social y confieren a quienes se los otorga gradualmente, mayores espacios de libertad”. (Decreto Supremo
518, de 03 de abril de 1998, en Espinoza & Viano, 2008).

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En este escenario, la experiencia que se describe en este artículo muestra los desafíos que

conlleva la opción de intervenir desde una perspectiva clínica psicoanalítica. Entregar a las mujeres

la libertad de acceder a los grupos terapéuticos y situar la responsabilidad por el proceso clínico en

su propia demanda de bienestar subjetivo –tomando distancia del modelo castigo-recompensa que

rige el sistema penitenciario- significó fortalecer la dimensión de “pacientes” y no de “presidarias”

de las participantes. Así también, tomar decisiones sobre la dirección del tratamiento en función de

criterios clínicos enraizados en la singularidad de las pacientes y de sus procesos psíquicos implicó

resistir el imperio del “delito” como criterio rector de este sistema (para agrupar a las mujeres,

prescribir tratamientos o realizar pronósticos clínicos). Por otra parte, el dispositivo grupal supuso

generar un clima de aceptación y confidencialidad entre las participantes, lo cuál también implicó

una apuesta “contra cultura”, en una institución donde la gran mayoría de las relaciones

interpersonales parecen estar marcadas por la agresión, la rivalidad y la competencia.

En lo que sigue, se presentan los principales antecedentes que permiten situar esta intervención,

el modelo de atención desarrollado en el CPFS y sus principales resultados, analizando algunos de

los elementos más relevantes de los procesos clínicos. Finalmente, se concluye describiendo las

dificultades y posibilidades para desarrollar un modelo de atención con estas características al

interior de una institución penitenciaria y las implicancias para el profesional que lo realiza.

I. ANTECEDENTES

Según registros de Gendarmería de Chile (2011), en el país actualmente hay cerca de 2000

mujeres recluidas en régimen de total privación de libertad. De ellas, alrededor de 1500 se

encuentran en el CPFS, el mayor centro de reclusión para mujeres en el país.

Las mujeres que llegan al CPFS, de acuerdo a las últimas estadísticas de Gendarmería de Chile

(2007) suelen presentar condiciones de vulnerabilidad asociadas a dinámicas de marginación social:

la mayoría de ellas proviene de comunas de nivel socioeconómico bajo o de sectores periféricos de

Santiago; el 60% posee una instrucción formal básica incompleta; más del 90% no cuenta con

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capacitación laboral, desempeñándose antes de la reclusión como obreras no especializadas, dueñas

de casa, asesoras del hogar, en el comercio informal o ejerciendo la prostitución. En caso de

trabajar, la mayoría de las mujeres mantenía períodos de estabilidad laboral inferiores a un año, sin

embargo, la mayoría de las mujeres (60%) eran y continúan –aún en prisión- siendo responsables

económicamente de su grupo familiar.

Las mujeres, heterogéneas en relación a la edad de cometer el delito, en general son

“primerizas” -sólo un tercio de ellas son reincidentes- y registran un bajo o mediano grado de

compromiso delictual, es decir, no presentan características de personalidad que cabrían de

calificarse como psicopáticas o antisociales. El 70% de estas mujeres no poseen antecedentes ni

detenciones durante su infancia ni adolescencia, y quienes si las tienen son, en su mayoría, por

abandono del hogar. Los delitos más comunes de las mujeres detenidas en el CPFS son microtráfico

de drogas, robo y hurto.

Estas características concuerdan con el diagnóstico realizado por diversos autores que muestra

como el género es un factor que permite comprender la especificidad de sus conductas delictuales y

de hombres y mujeres ya que, en general, las mujeres presentan historias caracterizadas por

pobreza, bajo nivel educacional, debilitamiento de redes sociales y experiencias de violencia

intrafamiliar (Vázconez, 2006) y no cometen delitos violentos contra las personas, sino que para

ellas el delito posee un sentido instrumental, asociado a la responsabilidad de mantener su hogar

(Azaola, 1996; Gibbs, 2001).

En cuanto a las vivencias subjetivas de la reclusión, estos autores señalan que ésta experiencia

suele ser más duras para las mujeres, ya que en las instituciones carcelarias prima una concepción

androcéntrica (Antony, 2004) en la arquitectura, las prácticas (régimen de disciplina y castigos

orientados desde la lógica de la “resistencia física”) y las lógicas presentes en él (dominación-

sumisión, valoración de la agresividad, control emocional). Estando la mayoría de las mujeres a

cargo de sus hogares, el destino de los hijos es otro motivo de preocupación, inquietud o

sufrimiento y su rol como mujer –asociado culturalmente al sostenimiento de los vínculos - resulta

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duramente cuestionado al cometer un delito y permanecer en prisión, “abandonando” el cuidado de

su familia y, principalmente, de sus hijos (Birmingham, Coulson & Mulle, 2006; Sepúlveda,

López, & Guaimaro, 2001). A esto se suma el hecho de que las mujeres son menos visitadas por sus

parejas que los hombres (Gallegos & Mettifogo, 2001).

En cuanto a la emocionalidad, un código que regula las relaciones establecidas entre las internas

es que en todo momento se debe mostrar fortaleza para sobrevivir en dicho contexto (Kenemore &

Roldan, 2006). La fragilidad es un aspecto que no puede ser expuesto públicamente, todo afecto que

pueda ser interpretado como signo de debilidad es reprimido. Además de representar una táctica de

protección externa (Méndez, 1996), el bloqueo de los afectos a través de dinámicas psíquicas como

la negación o la disociación se instala como una estrategia defensiva frente a las intensas emociones

de tristeza, angustia, vergüenza y culpa que sobrevienen durante la reclusión. Esta estrategia

defensiva limita la posibilidad de generar vínculos de mayor grado de intimidad y confianza entre

las mujeres (Ross & Pfäfflin, 2007) y aumenta la sensación de soledad en prisión. A esto se suma

que las mujeres que aspiran a conseguir beneficios penitenciarios (salidas dominicales, rebaja de

condena) deben cumplir con estándares de “buena conducta”, adaptándose a un deber ser que

disminuye aún más la sensación de espontaneidad y determinación de sus acciones (Méndez, 1996),

provocando un sentimiento de permanente autocontrol: tanto por razones de seguridad física y

emocional, como por una función estratégica –que el sistema penitenciario promueve- resulta casi

imperativo para las mujeres no mostrarse como sí mismas, durante la reclusión.

En una intervención psicosocial previa en el CPFS (Castro et al, 2004), fue posible observar

como los diferentes momentos de la reclusión implican diferentes exigencias para las mujeres: el

inicio de la condena exige la adaptación al régimen penitenciario y el aprendizaje de los códigos de

interacción con las demás internas y con los funcionarios: es una etapa muy intensamente cargada

de dolor, preocupación por la familia y miedo ante la amenaza que implican todas las mujeres –

internas y gendarmes- razón por la cual se trata de un momento de profunda soledad.

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Durante la reclusión, en cambio, el aburrimiento es característico en la vivencia de las mujeres:

la rutina del sistema carcelario, que limita externamente tiempos, espacios y acciones, aparece como

el motivo principal de este estado, que genera sentimientos de pérdida de control sobre sus propias

vidas, sus necesidades y propios deseos. La convivencia que se establece entre las mujeres suele ser

otro ámbito conflictivo durante la reclusión. Los vínculos establecidos entre las mujeres internas

están caracterizados por la desconfianza que surge al “estar entre extrañas”, lo que produce un

estado de alerta y atención constante respecto de las propias conductas como de las miradas y

palabras de las demás. Sin embargo, tras esta actitud defensiva hacia las relaciones, se oculta una

profunda necesidad de expresar el propio dolor y contar con alguien que brinde contención y apoyo.

En el caso de establecerse relaciones de mayor involucramiento con alguna otra interna, se intenta

mantener cierta distancia como una estrategia defensiva frente a la expectativa que, en algún

momento, pueda sobrevenir una “traición”, cuya sombra persiste a través de los rumores de

incontables experiencias ajenas. La envidia es otro elemento temido en las relaciones entre las

compañeras, la que se manifiesta como una actitud destructiva frente a los logros de alguna de ellas.

El final de la condena involucra preocupaciones y expectativas respecto a la salida en libertad y

la continuidad de sus vidas extramuros. Este momento implica el término de la regulación que

impone el sistema carcelario y el imperativo de rehacer un proyecto de vida propio, retomando

relaciones afectivas, buscando una ocupación, y generando las condiciones necesarias para evitar la

reincidencia.

El silencio autoimpuesto, la desconfianza que impide relaciones estables y duraderas dentro de

la cárcel, la pérdida de sus referentes identitarios, y las diversas exigencias de la vida en reclusión

repercuten negativamente en la salud mental de las mujeres en prisión. Tras autoagresiones,

conductas disruptivas, o una emocionalidad lábil suelen encontrarse cuadros depresivos, ansiosos y

trastornos del vínculo, consecuencias de historias de vulnerabilidad y del impacto actual de la

reclusión. La presencia de sintomatología clínica y la demanda de atención por parte de las mismas

mujeres hacia los profesionales del CPFS evidencian la necesidad de atención en salud mental que

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presentan muchas mujeres de dicho centro. Sin embargo, los recursos profesionales con los que

cuenta la institución no parecen ser suficientes para cubrir la magnitud de esta demanda (Barrera,

Marín & Dalez, 2004) y las lógicas del sistema penitenciario orientadas hacia el orden y el control

de la población penal promueven prácticas de atención en salud mental cuyos principales objetivos

son la remisión sintomática y el manejo de situaciones de crisis, quedando fuera la posibilidad de

generar un trabajo que permita que las pacientes puedan ir más allá del síntoma, y quedan sin ser

escuchadas. Por otra parte, el terapeuta pierde su lugar de estar a cargo del tratamiento y queda a

cargo del paciente. Ambos aspectos difieren radicalmente, en palabras de Nasio (2010): “Por una

parte digo, con tono de urgencia, que es necesario dirigir la cura. Bien: Por otra parte digo que es

necesario no caer en el dominio”. (p. 16)

De acuerdo a las Memorias de “Mejoras y Acciones de Reinserción” de la Subdirección Técnica

de Gendarmería de Chile (2011), durante los últimos años los principales ejes de desarrollo en el

CPFS han estado centrados en los ámbitos de educación, trabajo, deporte y recreación al interior del

recinto. Sólo un programa “Conozca a su hijo”, figura como parte de la intervención psicológica

directa con las mujeres. Pese a que un número importante de ellas tiene diagnosticado diversos

cuadros clínicos y medicación psiquiátrica prescrita, el CPFS no cuenta con psiquiatra en sus

dependencias. En el recinto, un equipo de 3 psicólogos (uno por cada 500 mujeres) se encargan de

realizar diagnósticos periciales a las mujeres que ingresan y a quienes solicitan beneficios

intrapenitenciarios. Si bien las mujeres tienen la posibilidad de acudir libremente a ellos, las

atenciones se realizan sin un setting mínimamente apropiado para ello: muchas veces las gendarmes

impiden el acceso a las dependencias, no existen horarios definidos para las atenciones, usualmente

no es posible realizar atenciones de seguimiento y el rol del psicólogo como terapeuta está

contaminado por sus funciones de “evaluador”, por lo que las mujeres no se permiten confiarles

plenamente sus inquietudes.

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En este contexto, esta intervención generó una alternativa de atención psicológica para las

mujeres del CPFS y un modelo de trabajo que permitió, a través de su evaluación y análisis, generar

reflexión sobre la manera de intervenir psicoterapéuticamente en este tipo de instituciones.

II. GRUPOS TERAPÉUTICOS EN EL CENTRO PENITENCIARIO FEMENINO DE

SANTIAGO

El proyecto Grupos Terapéuticos con mujeres del Centro Penitenciario Femenino de Santiago

constituyó un proyecto piloto cuyo objetivo fue implementar y evaluar un modelo de atención

psicoterapéutico grupal de orientación psicoanalítica con mujeres internas de dicho centro

penitenciario.

La intervención clínica fue desarrollada por un equipo de psicólogos externos al CPFS, en

coordinación con los psicólogos que trabajaban en el Área Técnica de la institución, área

responsable de la intervención psicosocial con las internas.

Que los grupos fueran guiados por psicólogos “externos” al sistema fue un aspecto influyente

en los procesos grupales, al introducir una discontinuidad en las rígidas relaciones al interior de la

institución. Las mujeres debieron enfrentar el desafío de construir un lugar en el cual posicionar a

los psicólogos -que no eran parte del Centro- y al Grupo en cuanto tal, que intentaba funcionar al

margen de lógica del sistema, desligado de los beneficios intrapenitenciarios o de cualquier otro

tipo de consecuencia para las mujeres.

El modelo de intervención se estructuró en tres fases principales: la selección de las

participantes, la conformación de los grupos y la implementación de éstos.

Selección de las participantes

El proceso de selección de las pacientes se realizó a través de entrevistas clínicas realizadas por

el equipo a las pacientes previamente seleccionadas por psicólogos del Área Técnica del CPFS.

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Con cada una de las pacientes derivadas, se realizaron entre dos y cuatro sesiones de 50

minutos cada una. En estas entrevistas de recepción, se indagó en la demanda de atención

psicológica de cada paciente y se les informó de las condiciones del dispositivo de atención

psicoterapéutica al que accedían, así como las garantías ofrecidas a quienes voluntariamente

decidieran participar a través de la lectura y firma de un consentimiento informado.

La indicación de las pacientes para psicoterapia de grupo se evaluó en función de los siguientes

criterios: 1) percepción de sufrimiento psíquico; 2) búsqueda de conocimiento de sí mismo; 3)

capacidad de recibir ayuda; 4) capacidad para vincularse con otros. Asimismo, se sostuvieron como

criterios de contraindicación para psicoterapia grupal: 1) psicopatía, trastorno de personalidad

antisocial; 2) crisis y experiencias traumáticas recientes; 3) psicosis. Cuando las pacientes eran

contraindicadas para los Grupos fuero derivadas a otras alternativas de atención al interior del

CPFS.

Conformación de los Grupos

El agrupamiento de las mujeres resultó un proceso particularmente complejo. Constituir

grupos terapéuticos dentro de contexto institucional y con una población cautiva significó trabajar

con pacientes que, mayoritariamente, ya se conocían pues pertenecían a una misma sección, o

interactuaban en talleres u otras ocupaciones o habían establecido relaciones previas- de amistad, de

pareja, laboral, religiosa o habían tenido algún tipo de conflicto-.

El criterio principal para la conformación de los grupos fue la búsqueda de un equilibrio

entre homogeniedad y heterogeneidad de las pacientes. En cuanto a la heterogeneidad, se optó por

tener diversidad de edad, motivo de consulta y diagnóstico clínico, apuntando a constituir grupos

con suficiente plasticidad para desplegar diferentes maneras de ser y dinámicas relacionales entre

las integrantes. Por otro lado, la homogeneidad permitió que las pacientes tuvieran interlocutoras

dentro del grupo -con las que compartieran algunos rasgos comunes- para evitar el riesgo que una

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integrante quedara aislada y fuera depositaria de aspectos conflictivos de otras integrantes,

amenazando tanto al grupo como a la paciente “distinta” (Bleger & Pasik, 1997).

Tabla 1: Criterios de Agrupabilidad

o Criterios técnicos

• Homogeneidad v/s heterogeneidad

o Características de las mujeres

• Motivo de consulta

• Temática (VIF, drogas, depresión, duelo, maternidad)

• Momento de reclusión (inicio, medio, fin)

• Momento del ciclo vital

• Estructura de personalidad

• Recursos psicológicos

o Factores institucionales

• Secciones

• Horarios de visitas y ocupaciones de las mujeres (talleres laborales,

escuela)

Implementación de los Grupos

Se implementaron cuatro grupos, integrados por entre 7 y 11 mujeres cada uno. Los grupos

tuvieron una duración de 15 sesiones -durante alrededor de 5 meses- y una frecuencia semanal. La

duración de la sesión se planificó de 2 horas, pero la duración efectiva de las sesiones fue de 1:30-

1:45. Esta diferencia se debió, principalmente, a los problemas que tenían las mujeres para

desplazarse en forma libre dentro de la cárcel, lo que dependía de gendarmes y otras instancias

administrativas.

Para guiar y evaluar la intervención, se establecieron objetivos psicoterapéuticos conforme a un

análisis de los motivos de consulta que presentados por las mujeres durante las entrevistas clínicas.

Estos objetivos se mantuvieron como una orientación preliminar, siendo evaluada su pertinencia

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durante los procesos clínicos de los grupos, acorde a la singularidad de cada uno de ellos. No se

trató de “metas” –en el sentido que la institución las considera: cobertura de atención, porcentaje de

asistencia y deserción, logros conductuales- sino un “norte” que permitiera comprender la evolución

de los procesos grupales e individuales.

Tabla 2: Objetivos Psicoterapéuticos

 Identificar e integrar elementos de la propia historia de vida.

 Establecer relaciones entre experiencias vitales, síntomas, afectos, motivaciones y

conductas.

 Reconocer la responsabilidad subjetiva de sus opciones y las consecuencias personales,

familiares y sociales de éstas.

 Reconocer y elaborar el impacto psicológico de la experiencia de estar recluida.

 Fortalecer recursos psicológicos de las mujeres para afrontar la reclusión.

En relación a las participantes, 53 mujeres del CPFS fueron recibidas en entrevistas de

recepción por el equipo, de las cuales 36 iniciaron procesos terapéuticos en los 4 grupos

implementados. Entre ellas, 19 mujeres (53%) tenían entre 21 y 30 años de edad; 12 (33%) entre 31

y 40; y 5 mujeres (14%) tenían entre 41 y 47 años. 34 mujeres eran chilenas, y 2 extranjeras, de

nacionalidad peruana y sudafricana. Las mujeres provenían de las distintas secciones del CPFS que

acogen a población penal común, no participaron mujeres provenientes de secciones de imputadas o

de máxima seguridad. Un 25% de las mujeres habían cumplido condenas de presidio anteriormente,

mientras que en un 75% de los casos se trataba de personas que por primera vez estaban en un

recinto penitenciario. En relación a los causas por los que las mujeres cumplían condena, se trata de

delitos calificados como de bajo o mediano compromiso delictual: microtráfico de drogas, robo y

hurto. La mayoría de las mujeres (83%) tenía una ocupación en el CPFS: asistía a la escuela para

completar sus estudios, trabajaba en talleres remunerados, realizaba un servicio de apoyo al

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personal de gendarmería en su sección (“oficio”) o desarrollaba alguna actividad independiente

(artesanías).

En cuánto a antecedentes de salud mental de las mujeres participantes, se puede consignar que

22 mujeres (62%) no habían recibido atención psicológica previa durante la reclusión, mientras 14

mujeres (38%) sí habían recibido algún tipo de atención psicológica especializada: algunas sesiones

de apoyo en momentos de crisis, procesos psicoterapéuticos o, en un caso particular, internación

psiquiátrica en el Hospital Penal. Los motivos de consulta que presentaron las mujeres al momento

de las entrevistas de recepción estaban asociados mayoritariamente a intereses de desarrollo

personal (33%) y sintomatología actual (31%), en general, de naturaleza ansiosa y/o depresiva. Otro

motivo de consulta de las mujeres fue la necesidad de desahogarse y poder comunicarse con otras

personas en una instancia que ofreciera las garantías para poder hacerlo (14%). En el caso de 3

mujeres (8%), el equipo les ofreció la posibilidad de continuar el tratamiento en un segundo grupo.

Finalmente, un 14% mujeres que recibieron indicación para participar en los grupos presentaban

motivos de consulta difusos.

Principales resultados

De los 4 grupos implementados, 3 finalizaron sus procesos terapéuticos. Uno de los grupos no

logró consolidarse y fue suspendido tras 5 sesiones con baja asistencia, a causa de motivos clínicos

(falencias en la selección y agrupamiento de las mujeres) y operativos (obligaciones laborales,

enfermedades, castigos y dificultades de las mujeres para acudir a sesión). Los tres grupos restantes

finalizaron sus procesos de acuerdo al setting propuesto, con una adherencia al tratamiento que

osciló entre un 63% y un 71%. En el primer grupo, 6 de 9 mujeres que iniciaron proceso lo

finalizaron (66%); en el segundo grupo, 7 de 11 mujeres (63%); y en el tercero, 5 de 7 (71%). La

asistencia promedio a las sesiones, considerando los tres grupos, fue de un 74%.

Las mujeres que no finalizaron procesos grupales fueron derivadas a otras instancias de atención

por profesionales del Área Técnica del CPFS.

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En términos clínicos, es posible afirmar que la intervención tendió a desarrollar

satisfactoriamente los objetivos terapéuticos propuestos.

A través de un diálogo común, en el que las pacientes expresaban su identificación, contenían

emocionalmente, confrontaban o sugerían interpretaciones de sus experiencias, fue posible que las

mujeres generaran una mayor comprensión de sí mismas, lo cual fue reportado espontáneamente a

lo largo de las sesiones de los grupos como uno de los mayores beneficios percibidos por las

pacientes. Los grupos también permitieron a las pacientes reelaborar eventos de carácter traumático

de sus propias historias y emociones dolorosas que muy pocas veces habían podido encontrar un

ambiente adecuado para su tramitación. Con ello, las pacientes pudieron, progresivamente, pensar

respecto a su futuro y lo que esperaban tras la salida en libertad, con una aproximación más realista

(disminuyendo expectativas catastróficas o idealizadas). En sus discursos apareció una mayor

consideración de las condiciones externas, anticipando dificultades y alternativas para resolverlas,

todo dentro de un marco temporal que incluía la noción de proceso paulatino.

Las pacientes, además, reportaron un aumento de la percepción de control sobre sus vidas y un

fortalecimiento de recursos intelectuales, interpersonales y la capacidad para pensar respecto a sí

mismas, todos ellos aspectos que se ven mermados durante la vida en reclusión, según el testimonio

de las mismas mujeres.

Esta mayor capacidad de pensar también parece haber permitido a las pacientes desarrollar un

mejor manejo de situaciones de estrés y de resolución de conflictos. En el transcurso de las

sesiones, las mujeres progresivamente fueron mostrando mayor capacidad para registrar su

malestar: angustia, tristeza, rabia, entre otras emociones. Fueron capaces de pensarlas y ponerlas en

palabras frente a sus compañeras. En los grupos, se pudo ver una evolución desde la petición –

inicial- que los terapeutas guiaran las sesiones –y con ello, que resolvieran todo lo que en ellos

acontecía- hacia un rol cada vez más activo de las pacientes para afrontar los conflictos que se

generaron en el grupo.

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El trabajo en los grupos también permitió a las pacientes reconocer la responsabilidad subjetiva

de sus opciones y las consecuencias personales, familiares y sociales de éstas. Durante el trabajo en

las sesiones se observan cambios en el discurso frente al delito. Al inicio del proceso el delito es

nombrado como “eso”, “el error que cometí” “lo que hice” o se repite un discurso mecánico similar

al que han repetido en instancias judiciales. En las sesiones finales las mujeres hablaron de su

delito, observándose en su discurso una aproximación más realista en relación al daño causado a

otros y las consecuencias que tuvo delinquir y dañar a otro en sus propias vidas: empatizan con las

víctimas y se cuestionan sus propias explicaciones de las posibilidades de acción involucradas al

momento de cometer el delito.

Las pacientes lograron generar entre ellas redes de apoyo dentro y fuera de las sesiones del

grupo, de las cuales muchas de ellas carecían previamente a causa de la desconfianza que tiñe la

mayoría de las relaciones al interior del recinto. El proceso de generación de confianzas dentro del

grupo es uno de los elementos clínicos que se analizará con mayor detención en el siguiente

apartado.

III. ANÁLISIS

En relación a la técnica: configuración de los grupos y encuadre

Los grupos se configuraron bajo los criterios de agrupamiento previamente mencionados (ver

Tabla 1), existiendo una tensión entre la homogeneidad de las pacientes y el hecho de que éstas se

conocieran; justamente cierta homogeneidad tenía que ver con las secciones a las que pertenecían

dentro del recinto penal, por lo que tendía a pasar que las mujeres que eran más similares

pertenecían a la misma sección. Por otro lado fue difícil agrupar con criterios meramente clínicos,

pues se cruzaba también aspectos de la institución- horarios de visita, trabajos, escuela y otros

talleres- así como también el evitar que estuvieran juntas mujeres que tenían algún tipo de lazo

previo- amistad, pareja, pertenencia a grupos religiosos- o mujeres que hubieran tenido algún

conflictos- riñas o quiebres de relaciones previas-.

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El encuadre inicial tuvo que ser precisado y detallado a lo largo del proceso terapéutico a raíz

de situaciones particulares que no fueron previstas por el equipo. De esta manera, a las normas

tradicionales -confidencialidad, respeto, asistencia y puntualidad- se sumaron otras: permanecer

dentro de la sala durante toda la sesión (no retirarse antes ni salir durante del desarrollo de la

sesión), definir un mínimo de asistentes para realizar la sesión (3 personas) y un mínimo de

inasistencias generalizadas para suspender el grupo (3 sesiones) para resguardar para la continuidad

del grupo, además de solicitar a las pacientes no asistir al grupo bajo los efectos de drogas o

alcohol.

Por las características del recinto carcelario, resultaba imposible que las pacientes no

interactuaran fuera de sesión, ante lo que se recalcó lo importante que era mantener la

confidencialidad respecto a lo que pasara en el grupo, evitando aludir a experiencias de otras

compañeras señalando información que las hiciera identificables fuera de las sesiones grupales.

El grupo de “conocidas- cautivas”

La confidencialidad fue una temática importante en los grupos, al estar conformados por

pacientes que se conocían y estaban obligadas a convivir todos los días, muchas veces con un grado

de agresión entre ellas y desde y hacia el personal de la institución. Poder confiar en otras internas

fue una temática crucial al inicio de todos los grupos implementados. La confidencialidad que las

integrantes del grupo debían mantener sobre lo que se hablaba en sesión era cuestionada: “Es que

yo no sé si puedo confiar en las otras internas” refería una mujer en la primera sesión.

Las pacientes mostraban durante las primeras sesiones cómo el funcionamiento de la cárcel

fomentaba la desconfianza. Lo íntimo y lo privado muchas veces era utilizado para agredir al otro,

se le “grita la vida” decían- aludiendo a como en medio de una discusión las “internas” podrían

referir algo de la vida privada de la otra como una forma de agresión verbal, por lo mismo para las

pacientes resultaba difícil concebir un espacio dentro de la cárcel en que se pudiera confiar en sus

compañeras.

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Hablar en torno a la confidencialidad y abrirse a ponerla en cuestión permitió que la pregunta

por la confidencialidad derivara también en una pregunta por la confianza, dentro, pero también

fuera del grupo; cuánto confiar, cómo confiar, cuánto de la desconfianza protege y sirve en un

ambiente adverso, pero también cuando puede ser beneficioso “bajar la guardia” y no transformar la

protección en una coraza que aleja radicalmente de los otros.

Si bien las pacientes partieron más bien temerosas o desconfiadas, el trabajar la confidencialidad

como un material de las primeras sesiones y no sólo como un requisito del encuadre del trabajo

grupal permitió hacer pensable diversos aspectos de la vida en la cárcel y también de la

configuración del grupo. Así el riesgo corrido tanto por los terapeutas y como por las pacientes tuvo

buenos resultados: la confidencialidad fue respetada, y hacia la mitad de los grupos se generó mayor

confianza y complicidad entre las mujeres, se hablaron de otros temas durante las sesiones -ya no

solo del sistema penitenciario, si no que también de su historia previa a la reclusión, sus problemas

de pareja, de su vida sexual, de sus hijos, entre otros-. De este modo se fue generando una “matriz

grupal”, que hacía del grupo un grupo y no solo un conjunto de mujeres reunidas en una sala,

posibilitando así un trabajo grupal. Se establecía entonces una transferencia con el grupo como un

todo, la transferencia objetal, como la llama Anzieu 2, es decir una transferencia con el grupo como

entidad. Al formarse los grupos es decir, con el surgimiento de la mentalidad e identidad grupal y

la instalación de la transferencia como señalan (Bion, 1974; Foulkes, 1981; Anzieu, 1981), surge la

posibilidad del trabajo psicoterapéutico.

El desconcierto de las pacientes ante el dispositivo

La lógica de los beneficios intrapenitenciarios era una de las formas en que se expresaba la

lógica de la institución y cómo las llamadas “buenas conductas” son premiadas por el sistema. El

buen comportamiento y la evaluación eran parte del material clínico de las sesiones: quejas ante el

2
Anzieu (en Rodriguez, J., 2004) distingue tres tipos de transferencia: la transferencia lateral entre los miembros del
grupo; la transferencia central, hacia el coordinador del grupo y; la transferencia objetal, hacia el grupo. Bleger señalará
que existe una cuarta transferencia que es una transferencia con la institución (Bleger, 1989).

17
sistema, frustración y rabia cuando no se les otorgaban los beneficios, o felicidad ante la otorgación

de beneficios, eran contenidos que las pacientes traían al grupo contantemente.

El desconcierto de las pacientes ante un dispositivo en que se podía ser “libre” instalaba pronto

la expectativa, el temor e incluso la demanda de ser evaluadas: no se concebía que la participación

en los grupos no entregaran beneficios o que los terapeutas no cumplieran funciones de evaluación.

Para las pacientes había algo incomprensible de esta forma de trabajo que iba en contra de las

lógicas de intervención a las que estaban acostumbradas. Esto generó, en el inicio de los grupos,

grandes resistencias ante el dispositivo. “¿No nos van a preguntar” fue una interrogante recurrente

las primeras sesiones3. Así como también un desconcierto por parte de las pacientes ante que los

terapeutas no las evaluaran “¿pero al final ustedes harán una evaluación de cada una?”

preguntaban. Al obtener una respuesta negativa, la pregunta era entonces: si este “taller”, como

solían llamar al grupo, no era evaluado y, por ende, no servía para los beneficios, entonces, “¿para

qué sirve?”. Pregunta que se mantuvo como una interrogante, y se devolvió a las pacientes, “¿para

qué les sirve a ustedes el grupo?”.

En este mismo sentido, las pacientes intentaban tener pistas sobre algún criterio adecuado para

comportarse, un modelo a seguir, qué definiera lo correcto y lo incorrecto. Las pacientes pedían ser

tratadas como “internas”, estaban acostumbradas a ese trato, ser ellas mismas resultaba angustiante,

la cárcel aplastaba su identidad y su historia, les daba un modelo de cómo se debía ser, quedando lo

previo a la reclusión, lo “malo”, disociado de su relato. Preguntarse respecto a sí misma

conflictuaba la “solución” a la que habían llegado por la vía de la disociación.

En este mismo sentido las pacientes demandaban que se les enseñara“quiero que me enseñen,

que me digan lo que me falta (…) por qué cometí el error de robar y de llegar acá.” El dejar esta

pregunta abierta, sin dar una respuesta, llamaba a las pacientes a implicarse en su propia respuesta

a esta pregunta.

3
Claro está que esto suele pasar en los grupos como lo ha descrito W. Bion (1974) en relación al supuesto de
dependencia, como uno de los supuestos básicos que impide pensar y trabajar en grupo.

18
La lógica de tratamiento –no de control, ni de evaluación, ni pedagógica- ubicó paulatinamente

a los terapeutas del equipo en una línea distinta a la de los psicólogos del Área Técnica. En un

comienzo, provenir “de la calle” es visto por las mujeres con desconfianza. Fue común que durante

las primeras sesiones de los grupos emergieran relatos sobre situaciones violentas que se viven en la

cárcel –peleas, suicidios- con toda su crudeza, en los que se observa una búsqueda de probar si los

terapeutas son capaces de tolerar la realidad que ellas viven; “esto es cana”, y su capacidad de

compresión; “ustedes no saben lo que es estar acá”.

Posteriormente, el lugar que los terapeutas representaban para las pacientes se transformó en

una novedad y en un enigma: un lugar de escucha, que no exige un modo de ser y no indica una

forma correcta de actuar desconcierta a las pacientes. Si no son quienes evalúan ni quiénes dan

beneficios, entonces ¿qué quieren y qué hacen? Se despierta el interés de las pacientes en los

terapeutas, cada vez preguntan más acerca de sus vidas, se fijan en cómo intervienen: “usted hace

puras preguntas”, señala una paciente. Las pacientes poco a poco van sintiendo más confianza, no

solo con los terapeutas si no también con el grupo. Cuentan sus historias y por qué están en la

cárcel. Historias que desafían la escucha de los terapeutas y la neutralidad: no juzgarlas por sus

actos -“posición de juez”-, pero sí puntuar ciertos aspectos de su historia ante los cuales pudieran

hacerse responsables -para no quedar en “posición de cómplice”-. Se vuelve delicado para los

psicólogos cuestionar, por ejemplo, la violencia que se ejerce al robar a alguien, es ahí donde el

dispositivo grupal ayuda, pues son las propias pacientes quienes se confrontan entre sí.

La disociación

En los grupos realizados, resultó particularmente llamativa la manifestación de la disociación,

tanto en el discurso individual de las pacientes, como en el discurso y dinámica grupal.

Muchas de las pacientes hablaban de su vida marcada con un antes y un después, un quiebre, la

cárcel era un hito ante el que no se podía volver atrás. Parecía un discurso aprendido -vacío y

repetido como una forma de autoconvencimiento- respecto a no volver a delinquir. Discurso

19
ortopédico que era implantado dentro de la cárcel, pero tras el cual las historias de las mujeres

quedaban negadas, como si ya no fuesen las que habían sido. Esto tenía como consecuencia un

discurso donde el reconocimiento del delito era un mandato, en el cual las pacientes no estaban

implicadas subjetivamente. Por otro lado todo sus aspectos agresivos, violentos y “malos” quedaban

disociados, así la negación de la propia agresividad conducía actuarla, tanto en el grupo como en su

vida diaria.

La dinámica recurrente de los grupos era dividirse. Dentro de la cárcel se generaban bandos, las

gilas y las choras4, que respondían a una sociabilidad distinta, a códigos diferentes y a una relación

con la institución particular. Estos bandos se repetían dentro de los grupos, y se sumaban a otras

divisiones: las evangélicas y quienes no profesaban la religión, las jóvenes y las viejas, las madres y

quienes no lo eran, entre otras. Una división de especial importancia clínica se producía entre las

pacientes comprometidas con el grupo, que respetaban el encuadre y se involucraban con el proceso

grupal, y las que faltaban, descuidaban al grupo y parecían más indolentes ante el proceso. Esto

generaba a veces dos grupos en uno, estancando el proceso grupal y dificultando las maniobras que

podían hacer los terapeutas. El extremo de esta dificultad fue que en uno de los grupos

implementados las diferencias entre las pacientes hicieron insostenible la continuidad del grupo más

allá de las primeras sesiones.

El los grupos aparecía un discurso donde la “maldad” estaba fuera de las mujeres,

completamente erradicada y, por tanto, no se podía pensar sobre ella. Paradigmático es el caso de

pacientes evangélicas que, en uno de los grupos, cerraban las preguntas con respuestas desde la fe.

Para ellas el motivo por el cual se estaba en la cárcel era la desobediencia a Dios, ante esta

respuesta no cabía nada más, y su actual obediencia las hacia distintas, dejando atrás lo pasado y

tomando la buena senda. Para Freud (en Tendlarz, 2008) el criminal siente culpa, pero bajo la forma

de un juez externo. Así estas pacientes sin una instancia crítica propia, una conciencia que las

declare culpable, encontraron en su religión, la causa y el perdón, a costa de perder un lugar para la
4
Gilas es el apelativo para aquellas mujeres dóciles a los mandatos de la institución y de su personal, que se esfuerzan
por lograr los beneficios que conlleva la “buena conducta”; mientras que las choras son aquellas mujeres que
resisten al sistema desde una identidad contraria a lo esperado por éste .

20
ira, envidia y la “maldad”. Por lo tanto “su” solución se volvía una fragilidad: no son los deseos de

robar o asesinar los que nos ponen en riesgo, sino el desconocerlos.

Pese a lo anterior, en el grupo la mayor parte de las pacientes estuvieron dispuestas a cuestionar

sus certezas, y dar cabida a sus ambivalencias y deseos contradictorios. Pudieron asumir sus

motivaciones para tener una “buena conducta” que les permitiera alcanzar los ansiados

“beneficios” –orientados la salida en libertad- y al mismo tiempo, reconocer lo violento que les

resultaba someterse a las normas y reglas que impone en sistema penal.

Puede concebirse que la disociación es un mecanismo necesario 5 y arraigado en el sistema

penitenciario, que impacta la subjetividad de quienes son parte de él: las internas (en términos de

adaptación-resistencia), las funcionarias (cuidar-castigar), los profesionales del Área Técnica

(lealtad hacia la institución- hacia los pacientes), y también al equipo de trabajo de la intervención,

en la relación establecida con la institución, con los colegas del Área Técnica y con las pacientes.

Puede concebirse que la disociación es un mecanismo necesario 6 y arraigado en el sistema

penitenciario, que impacta la subjetividad de quienes son parte de él: las internas (en términos de

adaptación-resistencia), las funcionarias (cuidar-castigar), los profesionales del Área Técnica

(lealtad hacia la institución- hacia los pacientes), y también al equipo de trabajo de la intervención,

en la relación establecida con la institución, con los colegas del Área Técnica y con las pacientes.

IV. DISCUSIÓN

Realizar un trabajo psicoterapéutico en una institución penitenciaria requiere abordar el

complejo entrecruzamiento que se produce entre el funcionamiento del sistema carcelario y

ejercicio de la clínica, su setting y la técnica. Neutralidad y complicidad, responsabilidad y castigo,

verdad psicológica y verdad jurídica, asociación libre y privación de libertad, entre otras, son

5
Lo pensamos como necesario, en tanto permite el funcionar y tolerar este sistema. Esta disociación podría entenderse
dentro de la lógica que establece Bleger al comprender la lógica de los grupo e instituciones y el concepto de sociedad
sincrética (Bleger, 1989).
6
Lo pensamos como necesario, en tanto permite el funcionar y tolerar este sistema. Esta disociación podría entenderse
dentro de la lógica que establece Bleger al comprender la lógica de los grupo e instituciones y el concepto de sociedad
sincrética (Bleger, 1989).

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nociones que pueden resultar confusas, paradojales o contrapuestas. No obstante, es en la

intersección de éstas dos lógicas –carcelaria y psicoterapéutica- donde se establece el campo del

trabajo clínico e, inevitablemente, donde se encuentra inmersa la persona del terapeuta.

Entre la imposibilidad y la desesperanza

Una vez superada la sorpresa y el entusiasmo del inicio de los terapeutas por estar realizando

una intervención contracultura en el contexto carcelario, las frases con que las reclusas los

interpelaban cobraron sentido: “ustedes no saben nada de lo que es vivir aquí dentro”. Las puertas,

las guardias recuerdan que hay un orden, pero impuesto “desde fuera”, a veces arbitrario y muchas

veces injusto. Es la que evidencia que aquí se está en otro mundo, donde la ley se sitúa de manera

diferente a la habitual. Cuando una de las psicólogas supervisa su temor a posibles agresiones entre

las participantes del grupo, es posible entender el impacto de trabajar al interior de un sistema

donde la violencia está constantemente presente. Entre estas paredes se hace obvio lo que no

queremos saber, la ley del más fuerte es la que prima la mayor parte del tiempo. Esto interpela

directamente a los terapeutas, quienes deben sobreponerse al temor, la desesperanza y sobre todo

abstenerse de comenzar a educar y marcar pautas de comportamiento. Pero, si no toman posición

frente a los actos que infringen la ley, corren el riesgo de quedar como testigos de relatos que

describen transgresiones y delitos.

Ni superyo, ni cómplice

Al escuchar los relatos de las pacientes, no parece estar ausente la culpa, más bien parece haber

baches entre los actos, sus causas y sus consecuencias, no habiendo una implicación en su discurso.

Cuando se refieren a sus delitos, hablan desde el reconocimiento de haber hecho “algo”, de un

modo mecánico que parece la repetición del discurso de los distintos agentes de la Justicia con los

cuáles han tenido contacto y a quienes ya han aprendido a decirles lo que quieren escuchar. Pero es

la dimensión inconsciente la que los terapeutas introducen con el dispositivo de trabajo clínico. Los

22
terapeutas mantuvieron su posición de escucha que buscaba comprender las sutilezas de los hechos,

sus recovecos y escapar de lo obvio, de las categorías y del imperativo de arrepentimiento que estas

mujeres debían sentir. La neutralidad de los terapeutas fue dando paso a que las mujeres pudieran

contar sus historias, esta vez, sin saber que se esperaba de ellas. “En el otro taller –refiriéndose a un

taller realizado por un profesional del equipo técnico de la cárcel- jamás hablaríamos las cosas que

hablamos acá, allá sabemos de qué tenemos que hablar y de que no”. Poco a poco, al ser

escuchadas sin expectativas surgió la posibilidad de hablar con mayor libertad, y las pacientes

fueron encontrando la compasión por sus “victimas” y la empatía por sus compañeras, no por un

mandato externo si no como una consecuencia del despliegue de un discurso propio.

Por otra parte, en los grupos surgió la fragilidad de los otros y, por ende, la propia. Es aquí

donde el dispositivo grupal muestra su fuerza. En el aquí y ahora, al interactuar unas con otras,

empezaron a conmoverse, asustarse y atacarse. Pero, esta vez en un dispositivo que ofrecía la

posibilidad de pensarse bajo un espacio de contención.

Al contarse sus historias, fueron apareciendo las comunalidades y también sus particularidades.

De hecho, este es otro de los aportes y desafíos de la terapia de grupo. Para Recalcati (2007), “El

reto que se abre al psicoanalista es el de cómo realizar una torsión de esta homogeneidad aparente

para poner de manifiesto su reverso: la particularidad irreductible de la subjetividad” (p. 100). Las

mujeres de los grupos se movilizaron desde la desconfianza, que aumentaba las diferencias, a

empezar a reconocerse entre otras que tenían aspectos en común, para finalmente ver sus

singularidades.

Se puede afirmar que la técnica grupal y de orientación psicoanalítica fue inaplicable para parte

de la población penal de mujeres, pero fue una herramienta muy poderosa para otras quienes se

arriesgaron y se atrevieron a poner en cuestión sus certezas iniciales, siendo posible reemplazar la

“ortopedia” superyoica ofrecida por el discurso oficial y tomar parte de éste, sumarlo a su historia y

construir algo propio y singular. La posición del terapeuta desde una orientación psicoanalítica,

23
pudo escamotear la demanda institucional de ocupar el lugar de saber que cierra, con un discurso

científico-moralista, la posibilidad de escucha, historización y elaboración de las propias pacientes.

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