Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
#MujeresFieles
Poiema Publicaciones
info@poiema.co
www.poiema.co
SDG201
DEDICATORIA
A las mujeres de Bethlehem Baptist Church
Confluencias
Que Dios nos ayude a ver las confluencias entre las vi‐
das de estas mujeres y las nuestras. Y aún más, que vea‐
mos a Dios con una mayor claridad en nuestra propia
vida gracias a lo que vemos en las vidas de Sarah
Edwards, Lilias Trotter, Gladys Aylward, Esther Ahn Kim
y Helen Roseveare.
— C OLOSENSES 3:12–17
SARAH EDWARDS
Fiel en la rutina
SARAH PIERREPONT
Fue en este contexto que nació Sarah Pierrepont, el 9 de
enero de 1710. Toda su vida se desarrolló en medio de la in‐
certidumbre política y la guerra inminente. Su familia vivía
en la casa parroquial de New Haven, Connecticut, donde su
padre, James, era el pastor. Él contribuyó al establecimiento
de Yale College y fue una voz principal en la iglesia de Nueva
Inglaterra.
El abuelo de Mary Hooker (la mamá de Sarah) se llamaba
Thomas Hooker. Fue uno de los fundadores de Connecticut y
tuvo un papel importante en la escritura de los Mandatos
Fundamentales de su colonia, que fue probablemente la pri‐
mera constitución escrita en toda la historia.
Como hija de una de las familias más distinguidas de Con‐
necticut, la educación de Sarah fue la mejor que podía reci‐
bir una mujer en su época. Ella tenía las habilidades sociales
de la alta sociedad. Las personas que la conocían hablaban
de su belleza y de la forma en la que lograba tranquilizar a
las personas. Samuel Hopkins, quien la conoció más adelan‐
te, resaltó su “encanto peculiar al expresarse, el resultado
de una mezcla de bondad e inteligencia”. 1
JONATHAN EDWARDS
Por el contrario, Jonathan Edwards, su futuro esposo, era in‐
trovertido, tímido y le costaba interactuar con las personas.
Entró a la universidad a los trece años y se graduó con las
mejores calificaciones de su promoción. Comía con modera‐
ción en una época caracterizada por excesos en las mesas, y
no solía beber. Era alto, desgarbado y diferente a los demás.
La gracia social no era su fuerte. Escribió en su diario: “Una
virtud en la que necesito crecer es la gentileza. Si tuviera
más gentileza, sería mejor persona”. 2 (En ese tiempo, genti‐
leza se refería a una “gracia social apropiada”, a lo que nos
referimos actualmente al hablar de caballerosidad.)
SARAH Y JONATHAN
En 1723, a los diecinueve años, Jonathan ya se había gradua‐
do de Yale y llevaba un año siendo pastor en Nueva York.
Cuando terminó su tiempo en esa iglesia, aceptó la propuesta
de dar clases en Yale y regresó a New Haven, donde vivía
Sarah Pierrepont. Es posible que Jonathan la hubiera visto
mientras él estudiaba en Yale, cuando tenía unos dieciséis
años. Tal vez la vio cuando asistía con su familia a la iglesia
First Church en New Haven, donde el papá de ella fue pastor
hasta que murió, en 1714. 3
Ahora que regresaba en 1723, Jonathan tenía veinte años y
Sarah tenía trece, en una época en la que no era extraño que
las jóvenes ya se hubieran casado a los dieciséis años.
Cuando comenzó a trabajar como maestro, parece que
estaba algo distraído y que no era tan diligente como de co‐
stumbre. Se habla de que soñaba despierto mirando su libro
de gramática griega, el cual probablemente tenía la inten‐
ción de estudiar para preparar sus clases. Pero ahora, en la
primera página de ese libro de gramática, encontramos un
registro de lo que realmente estaba pensando.
• 13 rectores de universidades
• 65 profesores
• 30 jueces
EL HOGAR
En nuestras casas modernas es difícil imaginar las tareas
que Sarah debía hacer o delegar: romper hielo para sacar
agua, traer madera para el fuego, cocinar y empacar el al‐
muerzo para los viajeros que visitaban, confeccionar la ropa
de toda la familia (desde trasquilar las ovejas hasta tejer la
ropa y coserla), sembrar y mantener productos agrícolas, fa‐
bricar escobas, lavar la ropa, cuidar a los bebés y a los en‐
fermos, hacer velas, alimentar a las aves del corral, supervi‐
sar la matanza del ganado, enseñar a los niños lo que no
aprendieran en la escuela y asegurarse de que las niñas
aprendieran las tareas del hogar. Y todo eso era solo una
parte de las responsabilidades de Sarah.
Una vez, Sarah estaba fuera de la ciudad y Jonathan quedó
a cargo. En ese tiempo, él escribió con desesperación: “Casi
hemos llegado al límite de la cantidad de días que somos ca‐
paces de vivir sin ti”. 22
Gran parte de lo que sabemos sobre los procesos internos
de la familia Edwards se lo debemos a Samuel Hopkins,
quien vivió con ellos por una temporada. Él escribió:
Sin embargo, por más vital que fuera el rol de Sarah, no de‐
bemos pensar que crió sola a sus hijos. El afecto mutuo de
Jonathan y Sarah y la rutina del devocional familiar fueron pi‐
lares fuertes en la crianza de los hijos. Y Jonathan jugó un
papel integral en sus vidas. Cuando tenían edad suficiente, se
llevaba a uno o a otro de viaje con él. En casa, Sarah sabía
que cada día Jonathan le dedicaba una hora a los niños. Ho‐
pkins dice que “él entraba libremente a los sentimientos y
preocupaciones de sus hijos, y se relajaba con las conver‐
saciones alegres y animadas que a menudo acompañaba con
comentarios alegres y ocurrencias ingeniosas y graciosas...
después regresaba a sus estudios para trabajar un poco más
antes de la cena”. 26 Este hombre era diferente al que veían
usualmente los feligreses.
Gracias a que los Edwards ahorraban papel, se descubrie‐
ron muchos aspectos de su hogar. El papel era costoso y ha‐
bía que traerlo desde Boston. Por eso, Jonathan guardaba las
facturas, las listas de compra y los primeros borradores de
sus cartas, y los cosía para formar libros pequeños, usando
la parte que estaba en blanco para escribir sus sermones.
Como sus sermones se guardaban, este registro de los deta‐
lles de su vida cotidiana también se conservó. Por ejemplo,
muchas de las listas de compras incluían un recordatorio de
comprar chocolate. 27
EL DESIERTO
Después de más de veinte años, Jonathan fue expulsado
injustamente de su iglesia en Northampton, pero tuvo que
quedarse con su familia en esa ciudad hasta encontrar otro
trabajo. No es necesario esforzarse demasiado para com‐
prender el estrés emocional y financiero de Sarah. Tuvo que
haber sido bastante difícil tener que quedarse donde habían
rechazado a su esposo. Pero además de eso, no había sueldo.
Así que Sarah vivió por un año en un ambiente hostil y cuidó
de su gran familia sin un ingreso fijo.
En un pueblo llamado Stockbridge, una comunidad de in‐
dios y algunos blancos estaban buscando urgentemente un
pastor al mismo tiempo que Jonathan buscaba la dirección de
Dios. En 1750, la familia Edwards se mudó a ese pueblo, en
el lado oeste de Massachusetts, en el área colonizada por los
británicos.
En 1871, la revista Harpers New Monthly publicó un ar‐
tículo que hablaba de Stockbridge, más de cien años después
de la muerte de Edwards. En el momento en que se publicó,
solo George Washington superaba su fama internacional.
Muchos párrafos de este artículo describían su papel crucial
en la historia de Stockbridge. Y aunque habían pasado déca‐
das, no habían olvidado la controversia de Northampton que
permitió que Jonathan llegara a Stockbridge.
EL ÚLTIMO CAPÍTULO
Aunque los miembros de esta familia casi no se habían en‐
frentado a la muerte, siempre fueron conscientes de que
estaba cerca. Era muy fácil que una mujer muriera dando a
luz. Era muy fácil que un niño muriera de fiebre. Era muy fá‐
cil que alguien fuera herido por una bala o una flecha por
causa de la guerra. Era muy fácil que la chimenea de una
casa soltara una chispa que comenzara un incendio, y así to‐
dos murieran dormidos.
Cuando Jonathan escribía a sus hijos, les recordaba a me‐
nudo —aunque no de una forma morbosa, sino casi como un
hecho— que la muerte podía estar cerca. Para Jonathan, la
realidad de la muerte llevaba automáticamente a la necesi‐
dad de la vida eterna. Una vez le escribió a su hijo Jonathan
Jr., de diez años, sobre la muerte de uno de sus amiguitos:
“Este es un llamado fuerte de Dios para que te prepares
para la muerte... Nunca descanses a menos que tengas una
evidencia clara de que eres convertido y una nueva criatu‐
ra”. 47
La primera página del último capítulo de sus vidas fue una
tragedia familiar.
Su hija Esther era esposa de Aaron Burr, el rector del Co‐
llege of New Jersey, la que hoy conocemos como Princeton.
El 24 de septiembre de 1757, este yerno de Jonathan y Sa‐
rah murió repentinamente, dejando a Esther sola con dos hi‐
jos pequeños. Esta fue la primera de cinco muertes familia‐
res en el mismo año.
La muerte de Aaron Burr dejó una vacante en la rectoría
del College of New Jersey, e invitaron a Edwards a que toma‐
ra el puesto. Jonathan había sido extremadamente produc‐
tivo en sus reflexiones y escritos durante los seis años que
estuvo en Stockbridge, así que no fue fácil dejar ese lugar.
Pero en enero de 1758 salió a Princeton, asumiendo que su
familia se uniría a él cuando llegara la primavera.
George Marsden describe ese momento:
Tu cariñosa madre,
Sarah Edwards 52
— 2 C ORINTIOS 12:9–10
— ISAÍAS 40:28–31
LILIAS TROTTER
Fiel en la debilidad
EL COMIENZO DE SU MINISTERIO
Cuando Lilias tenía diecinueve años, ella y su madre asistie‐
ron por primera vez a la conferencia Higher Life —precurso‐
ra de lo que hoy conocemos como los Ministerios Keswick. 6
ARGELIA
Así que el 5 de marzo de 1888, Lilias Trotter salió con lo que
ella misma describió como “un extraño sentimiento de aleg‐
ría, de completa libertad y abandono en las manos de Dios”.
26
Sus acompañantes eran Lucy Lewis y Blanche Haworth,
quien había sido una gran amiga desde que se conocieron en
Suiza. Blanche se convirtió en la compañera de trabajo con‐
stante de Lilias y en su amiga más cercana por treinta años,
mientras otras personas iban y venían.
Las mujeres salieron de Inglaterra menos de nueve meses
después de que Lilias sintiera el llamado de Dios. La mayoría
de los misioneros contemporáneos estarían de acuerdo en
que ese tiempo no es suficiente para uno prepararse; sin em‐
bargo, realmente había pasado por treinta y cuatro años de
preparación. Dios no desperdicia nada, y toda su vida hasta
ese momento la había preparado para ir a las misiones en
formas que no se le hubieran ocurrido a los programas de
capacitación misionera que tenía a su disposición.
Las mujeres navegaron hasta Argel el 9 de marzo de 1888.
Este equipo pequeño de misioneras trajo consigo numerosos
obstáculos.
EL IDIOMA Y LA VIDA
Su primera tarea era aprender árabe. En la actualidad, los
misioneros pueden tomar clases para aprender un nuevo
idioma. Lilias y sus compañeras tuvieron que inventarse sus
propios métodos, usando los recursos que tenían a la mano.
Su primer intento fue escribir el Evangelio de Juan palabra
por palabra en árabe. Fue necesario que tradujeran del in‐
glés al francés y luego al árabe, porque la herramienta que
tenían era un diccionario de francés-árabe. Solían asistir a
clases de árabe, hasta que la maestra se enfermó y renunció.
Se reunían con un joven tres veces a la semana, pero luego
él se asustó y decidió no regresar. Después de algunos me‐
ses, contrataron a un tutor profesional. “Oh cuanto anhela‐
mos poder hablar el idioma”, escribe Lilias. “El poder de ha‐
blar solo se obtiene interactuando con la gente —pero el
tiempo mostrará cuál es el plan de Dios”. 29
Aunque su meta era vivir con árabes y ministrar entre
ellos, las mujeres establecieron su primer hogar en el barrio
francés de la ciudad porque sabían hablar francés. (En todo
el tiempo que estuvieron allí, Argelia seguía siendo una colo‐
nia francesa. ) Cuando llegaron por primera vez, ansiaban
conocer a todo el que estuviera dispuesto a pasar tiempo con
ellas. Algunos de sus primeros contactos fueron vecinos que
hablaban francés, a quienes invitaban a las reuniones domi‐
nicales en su casa.
Incluso antes de saber mucho árabe, le pidieron a su tutor
que tradujera algunas porciones de la Escritura al árabe y
las convertían en tarjetas decorativas. También las llevaban
a la parte árabe de la ciudad para distribuirlas, y así comen‐
zaban a conversar con hombres árabes que hablaban fran‐
cés. En los cafés, los meseros a veces les leían los versículos
en voz alta a todos los clientes. En la zona costera, las muje‐
res distribuían tarjetas en varios idiomas a marineros de mu‐
chos países. Y así, sobre la marcha, había más y más oportu‐
nidades para que ellas practicaran el idioma.
Una amiga decía que para Lilias nunca fue difícil salir de via‐
je.
El anhelo de regresar al desierto era tan grande que a ve‐
ces debía recordarse a sí misma que podía ser una tentación
más que un llamado de Dios:
EL CIELO COBRIZO
Sin embargo, enfrentaban una gran oposición. Cuando logra‐
ron hablar el idioma con más fluidez y fueron conscientes de
las complejidades de la cultura a su alrededor, el mal tam‐
bién se volvió más evidente.
UNA PIONERA
Su espíritu de pionera brillaba tanto en su vida privada como
en su ministerio. De hecho, es posible que ese espíritu aven‐
turero acelerara sus períodos de recuperación. En el año
1900, a los cuarenta y siete años, comenzó a experimentar
con la tecnología y se compró a Brownie, una cámara. Ese
fue el mismo año en el que trató de aprender a esquiar.
— 1 C ORINTIOS 1:25-31
— FILIPENSES 4:13
GLADYS AYLWARD
Fiel en la humildad
UN ENTRENAMIENTO PERSONALIZADO
PARA LAS MISIONES
Y Dios sí quería enviarla, pero planeaba hacerlo de una for‐
ma diferente. Él había diseñado un programa de entrena‐
miento para las misiones específicamente para ella. Algunas
de las materias eran similares a las que habría visto en la
escuela para misioneros, pero su salón de clase fue la vida
real.
Tal vez sus primeras lecciones fueron en el campo de la
oración, aun durante el período en el que trató de pasar el
entrenamiento de CIM (Misión al Interior de China, por sus
siglas en inglés. Actualmente conocida como OMF Interna‐
cional). Cuando finalizó su tiempo allí, le dijo al comité: “La‐
mento no haber podido aprender mucho en las clases, pero
he aprendido a orar, a orar de verdad como nunca antes, y
eso es algo por lo que siempre estaré agradecida”. 6
Cuando el comité de misiones le pidió a Gladys que no re‐
gresara más a las sesiones de entrenamiento, comenzó a
preguntarse si Dios le había cerrado la puerta para ir a Chi‐
na, especialmente cuando uno de los ejecutivos de misiones
le preguntó sobre sus planes y le ofreció trabajo en Bristol
ayudando al Dr. Fisher y a su esposa, quienes hacía poco se
habían retirado de su trabajo en China. Ella aceptó porque
se había cerrado la puerta al futuro que había planeado,
pero al ir a trabajar para los Fisher sentía que estaba dando
un paso hacia atrás, pues volvía al trabajo doméstico. Sin
embargo, allí Dios la estaba poniendo junto a mentores más
sabios y mayores que ella. Más adelante, dijo:
LA CONFIRMACIÓN
Al llegar a la casa de Younghusband, Gladys subió a su cuarto
para instalarse. Al desempacar sus cosas, las puso todas so‐
bre la cama. Todo lo que tenía era una Biblia, una copia del
devocional Daily Light [Luz diaria ] 11 y tres monedas que su‐
maban dos peniques y medio, que era casi nada. Entonces
oró: “Oh Dios, aquí está todo lo que tengo. Si quieres, llegaré
a la China con esto”. 12
Como si hubiera sido una respuesta
inmediata a esa oración, la encargada de las criadas la llamó
a que bajara y le dijo que quería pagarle el dinero que había
gastado para llegar allí. Gladys regresó a su cuarto con tres
chelines en su mano. En un momento, y sin ningún tipo de
esfuerzo de su parte, Dios había aumentado sus ahorros en
más de un cien por ciento. 13
Gladys vio esto como una promesa de Dios de que Él pro‐
veería para su boleto a China. Entonces, en la primera opor‐
tunidad que tuvo, fue a la agencia a comenzar a pagar su pa‐
saje para viajar en barco hasta China. El agente de reserva‐
ciones se veía algo escéptico. Una mujer como ella nunca po‐
dría pagar un boleto de noventa libras esterlinas. Pensó que
estaba loca. Por alguna razón comentó que el viaje en tren a
China atravesando Europa y Siberia costaba casi la mitad y,
por supuesto, Gladys supo de inmediato que viajaría en tren.
Cuando él le dijo que era imposible viajar en tren por causa
de la guerra entre Rusia y China, ella se negó a escucharlo.
Al final su “sordera” persistente ganó la batalla y él aceptó a
regañadientes recibir sus depósitos periódicos hasta que se
completara todo el dinero.
El medio principal que Dios usó para proveer para su bole‐
to fue el trabajo duro de Gladys. Después de sus largos días
de trabajo como criada, tomaba trabajos extra en las no‐
ches, ayudando a servir en fiestas o haciendo cualquier otra
cosa que encontrara. Ahorraba todo lo que ganaba y, en vez
de comprar ropa, le sacaba el máximo provecho a su ropa
gastada.
Dios proveyó para sus necesidades de formas inesperadas
por medio de la generosidad de otros. Un día, la señora de la
casa iba a asistir a una fiesta al aire libre con una amiga,
pero su amiga se enfermó, así que invitó a Gladys a que la
acompañara. Gladys estaba entusiasmada, pero no tenía la
ropa adecuada para asistir a un evento como ese. La mujer
le prestó uno de sus vestidos a Gladys y después, cuando ella
trató de devolvérselo, insistió en que se quedara con él. Este
era de mejor calidad que cualquier ropa que Gladys hubiera
comprado en su vida, y le sirvió por bastante tiempo.
Otra providencia inesperada fue que, poco a poco, Gladys
logró pagar su boleto en menos de un año, aunque pensó que
tardaría tres años. Esto quería decir que llegaría a China a
sus treinta años y no a sus treinta y dos. En ese momento,
eso le parecía importante. Dios le había regalado dos años.
FAMILIARES Y AMIGOS
Sus padres seguramente quedaron sorprendidos al ver el
progreso constante de su hija, la criada, hacia lo impensable.
Poco después de que Gladys comenzara a pensar en China y
solo hablara de eso, parece que su padre se cansó y le dijo
bruscamente: “¡Ya vete! ¡Tanto hablar, hablar y hablar de ir
a China! Es lo único que haces, ¡solo hablar!”. 16 Gladys acep‐
tó el desafío y comenzó a dar pasos reales para llegar a Chi‐
na. Tal vez a él no se le había ocurrido que algo podía resul‐
tar de su mucho hablar.
La mamá de Gladys fue quien le encontró un lugar en Chi‐
na, aunque de forma indirecta. Cuando Gladys tuvo la seguri‐
dad de que Dios la estaba llamando a ese país, la pregunta
seguía siendo: ¿A dónde? ¿A dónde iría cuando llegara a Chi‐
na? China es un país enorme. ¿Con quién se iba a encontrar?
¿Había alguien allí con quien pudiera trabajar, alguien que la
pudiera ayudar a comenzar? Para resolver estos problemas,
Dios llevó a Gladys de regreso a la casa de sus padres. Glad‐
ys se había enfermado de neumonía en las noches en las que
rescataba mujeres en los muelles, por causa del aire frío y
húmedo. Tuvo que regresar a casa de sus padres para recu‐
perarse.
En algún momento durante esos días, Gladys fue con su
madre a una reunión de metodistas primitivos para orar por
fortaleza y salud. En esa reunión escuchó sobre Jeannie
Lawson —una viuda anciana escocesa que vivía en China y
que había estado orando por una joven que fuera y la ayuda‐
ra. Un biógrafo escribe:
HACIA LO DESCONOCIDO
Gladys salió de Londres el 15 de octubre de 1932. En su ma‐
leta llevaba toda la comida para el viaje porque no tenía di‐
nero para comprarla en el camino. De su maleta colgaba una
bolsa de dormir, una tetera, una cacerola, una pequeña estu‐
fa portátil y una manta militar junto con algunas prendas de
vestir. Esta mujer sencilla y poco refinada nunca había viaja‐
do fuera de su propio país. Ahora partía sola a un nuevo mun‐
do y a una nueva vida, y no podía más que imaginar lo que
vendría. Sin embargo, sabía que Dios la había estado prepa‐
rando para esto y que Él iba con ella, delante de ella.
En el tren, entre Londres y La Haya, una pareja holandesa
escuchó que iba a China como misionera. Le compraron cho‐
colate caliente con galletas, una dulce bendición para una
mujer sin dinero. Luego le prometieron orar por ella todas
las noches a las 9 hasta que se fueran con el Señor, y que
después se encontrarían con ella en el cielo. Esto fue más
dulce y valioso que cualquier chocolate; fue como la última
caricia de las manos extendidas de su hogar, despidiéndose y
diciendo: “Te amo”. Cuando el tren llegó a La Haya, la pareja
se fue luego de bendecirla y darle un billete de una libra
esterlina. Este billete le salvaría la vida más adelante.
En todo el camino, Gladys pudo ver la protección y la pro‐
visión de Dios. En Berlín, una niña que sabía un poco de in‐
glés le ayudó en la aduana y le permitió dormir en su casa
esa noche. Viajando hacia Moscú, un polaco que no entendía
inglés le dio una manzana y una estampilla, y envió una de
sus cartas.
Diez días después de que Gladys comenzara su viaje, mien‐
tras atravesaba Rusia, un hombre que sabía un poco de in‐
glés estaba viajando en el mismo tren. Él fue un mensajero
providencial de Dios, advirtiéndole que no había trenes que
fueran a Harbin, el lugar donde planeaba cambiar de trenes.
Gracias a su advertencia, pudo buscar una ruta alternativa
en su viaje.
Pasando Chitá, más al norte en Rusia, el tren se detuvo en
el límite de una zona de guerra y ya no avanzó más. Gladys
no podía ir a ninguna parte, solo podía regresar al lugar de
donde venía, y solo podía hacerlo a pie, arrastrando su equi‐
paje en el frío extremo y la nieve profunda. Finalmente,
cuando estaba exhausta, se acostó a dormir sobre su maleta.
Su “nuevo” abrigo de piel, el regalo de su amiga, fue su cobi‐
ja. Se sorprendió al escuchar lo que pensó eran perros la‐
drando y aullando cerca. Años después, cuando se dio cuenta
de que en realidad eran lobos, reconoció que parte de la
bondadosa provisión de Dios esa noche había sido la ignoran‐
cia —lo que no sabía fue lo que le permitió dormir en paz.
Que despertara la mañana siguiente fue otro regalo de Dios.
De acuerdo con las leyes de la naturaleza, debió haber
muerto de frío, congelada mientras dormía al aire libre en
medio de un duro invierno ruso.
Después de otro día largo de caminar, llegó a Chitá, de
donde había salido hacía varios días. Pero justo en el momen‐
to en que llegó, la arrestaron. Los funcionarios locales le di‐
jeron: “Su visa dice que salió de Chitá, ¿qué hace aquí?”.
Pero ella no sabía hablar ruso para explicarles. En la con‐
fusión, una foto se cayó de su Biblia. Era un retrato de su
hermano con un uniforme, el uniforme de un músico en una
banda del ejército británico. Los que estaban interrogando a
Gladys pensaron que él se veía como una persona muy im‐
portante. Aparentemente no querían arriesgarse a ofender a
un hombre así, y por eso le dieron la visa y un boleto nuevo,
permitiéndole seguir su camino.
En la siguiente parada del tren, cuando lo necesitó, Dios le
volvió a proveer alguien que hablaba inglés. No sabía a dón‐
de ir ni cómo averiguarlo. Al ver por la ventana, encontró a
una persona que no parecía rusa y le dijo: “¿Cómo puedo lle‐
gar a Harbin?”. El extranjero le dio esta parte del itinerario
de Dios en inglés: “Ve a Vladivostok”.
En Vladivostok, el recepcionista del hotel le pidió el pa‐
saporte y no se lo devolvió; lo puso a un lado como si ella se
fuera a quedar en Rusia. Cuando Gladys se alejó de la recep‐
ción, una niña que nunca había visto se le acercó y le habló al
oído. Le advirtió que se fuera inmediatamente. “Recupera tu
pasaporte. Esta noche un anciano va a tocar tu puerta. Vete
con él”.
¿Quién era esta niña? ¿Podía confiar en ella? Sí, segura‐
mente era mejor salir de Vladivostok lo antes posible, pero
¿era sabio salir en la noche con un extraño? Además, ¿cómo
iba a recuperar su pasaporte?
Esa noche, el recepcionista del hotel tocó a su puerta y co‐
menzó a atormentarla con su pasaporte, mostrándoselo y
luego escondiéndolo. Ella se lanzó al frente y lo pudo atra‐
par. Luego, él entró a su cuarto y la amenazó: “No puedes
detenerme”. No era claro qué era lo que más quería, si a
Gladys o su pasaporte. Gladys se mantuvo firme. “Dios está
aquí. Tócame y verás. Él ha puesto una barrera entre nosot‐
ros. ¡Lárgate!”. Y el hombre se fue.
Más tarde esa noche, el anciano tocó a su puerta y ella lo
siguió. La llevó a encontrarse con la niña que le había habla‐
do antes, quien la llevó a un barco japonés. Gladys no tenía
dinero, pero si Dios quería que escapara en este barco, Él
proveería la manera. Al final, de alguna forma logró persua‐
dir a los oficiales del barco para que la aceptaran como pa‐
sajera.
Mientras huía hacia el barco, unos rusos la alcanzaron y
trataron de impedirle a la fuerza que abordara. En medio de
la riña, recordó la libra esterlina que le habían dado sus ami‐
gos holandeses en el tren. Logró sacar el billete y lo sacudió
frente a ellos. Mientras sus perseguidores se peleaban por el
dinero, ella corrió al barco. Dios había usado ese dinero —
que seguro no valía nada fuera de Inglaterra— para salvarla.
Gladys Aylward nunca había escuchado la frase “choque
cultural” porque aún no se había inventado. Pero sabía lo
que era. Los candidatos a misioneros en la actualidad pasan
por un entrenamiento que les ayuda a prepararse para su
nueva vida en un lugar desconocido. Ninguna organización
misionera le dio esa oportunidad a Gladys, pero Dios convir‐
tió su viaje transiberiano en su propio campamento de entre‐
namiento privado.
Gladys estaba realmente sorprendida por lo que vio en
Rusia; las condiciones de vida de las personas y el trato que
ella misma recibió. Después de su escape a media noche de
Vladivostok, descubrió que alguien en Rusia había modifica‐
do su pasaporte. Habían cambiado la parte donde decía que
su ocupación era “misionera” por “maquinista”. Los maqui‐
nistas eran muy necesarios en Rusia y el régimen no dudaba
en secuestrar a las personas que pudieran ser útiles para sus
propósitos. Alguien se había esforzado por hacer que se que‐
dara en Rusia. Si eso hubiera ocurrido, nunca se habría vuel‐
to a saber de ella.
A salvo en el barco japonés, hubo un pequeño incidente co‐
tidiano que pudo haber hecho que Gladys reconsiderara su
futuro. El arroz era una parte importante de todas las comi‐
das en la dieta japonesa, así como lo era en casi toda la Chi‐
na. Pero a Gladys le costaba mucho tragarse el arroz. ¿Qué
significaría esto para ella? Aún no sabía de la dulce provisión
de Dios para ella en este sentido. La estaba guiando a la pro‐
vincia de Shanxi, donde el alimento principal no es el arroz
sino el mijo y los tallarines.
AL FIN EN CHINA
El barco atracó en Japón y, luego de algunos días, Gladys na‐
vegó desde Kobe hasta Tientsin (ahora Tianjin). Gladys Ay‐
lward, la antigua criada, ¡finalmente se encontraba en suelo
chino!
No sabemos exactamente cómo se sintió, pero hay algo
que sí sabemos. Cuando miró alrededor, se dio cuenta de que
Dios la había estado preparando para este día desde antes
de su nacimiento. Muchos años después, Gladys le dijo a Elis‐
abeth Elliot que hubo dos cosas que la entristecieron en su
infancia. Una había sido que todas las otras niñas tenían
rizos dorados, pero ella tenía el cabello negro. La otra era
que todos seguían creciendo, pero ella no pasó de 1,47 me‐
tros. Ahora, en Tianjin, estaba de pie en medio del pueblo
para el cual Dios la había preparado, y todos tenían el cabe‐
llo negro y ninguno había crecido mucho. 20
La Sra. Jeannie Lawson había enviado a un hombre llama‐
do Lu a Tientsin para que se encontrara con Gladys y la
acompañara a Yangcheng. Todavía le quedaban diez días de
viaje antes de llegar a su nuevo hogar. Viajaron atravesando
Pekín (Beijing) por el campo en tren, bus y una especie de
carreta, cruzando tres cordilleras y numerosos ríos. En algu‐
nos pueblos había centros misioneros de ayuda para la comu‐
nidad en donde podían detenerse para descansar y recupe‐
rar energías. En Tsechow, el último pueblo antes de Yang‐
cheng, la Sra. Smith le dio unos pantalones y chaquetas acol‐
chadas como los que usaban las mujeres del campo. “Todos
los misioneros usamos ropa china”, le dijo la Sra. Smith.
“Queremos parecernos a los chinos en todo lo que sea posi‐
ble —¡y además sus prendas son mucho más prácticas que
las nuestras!”. 21
Así que Gladys pudo finalmente quitarse el
vestido naranja que había estado usando desde que salió de
Inglaterra (hacía ya cinco semanas y media). Ella escribió:
“¡Cuánto llegué a ver! ¡Cuánto aprendí en esas semanas! Y,
sobre todo, ¡hubo tanto por lo que pude alabar a mi Dios!”.
En Yangcheng, Gladys al fin conoció a la Sra. Jeannie
Lawson. La Sra. Lawson había pasado la mayor parte de su
vida en China, primero con su esposo y luego sola cuando
quedó viuda. Hace poco había comprado una posada en rui‐
nas junto a la carretera. Su sueño era que la Posada de las
Ocho Alegrías se convirtiera en el lugar donde los muleros
pudieran quedarse en las noches cuando estuvieran yendo de
Hebei a Henan por ese camino —el único que había. Todas
las noches, cuando los muleros ya habían comido y estaban
descansando, ella les contaba historias de la Biblia.
LA CIUDADANÍA
Ai-weh-deh no fue simplemente un nombre nativo que adoptó
para que sus amigos chinos no tuvieran la dificultad de pro‐
nunciar “Gladys”. Ese fue su nombre legal después de vol‐
verse ciudadana naturalizada china. Ella escribió: “Yo vivía
exactamente como una mujer china. Usaba ropa china, co‐
mía su comida, hablaba su dialecto e incluso comencé a pen‐
sar como ellos. Ahora este era mi país; estos chinos del norte
eran mi pueblo. Por eso decidí hacer la solicitud para conver‐
tirme en ciudadana naturalizada china. En 1936 [cuatro años
después de haber llegado] me lo concedieron y mi nuevo
nombre oficial fue Ai-weh-deh”. 30
Esto causó problemas en su vida más adelante. Si hubiera
sido ciudadana británica, habría podido evacuar el país cuan‐
do avanzó la guerra. Pero como ciudadana china, no cumplía
con los requisitos para recibir la ayuda británica. Aun así,
esto no fue una dificultad para Gladys, ya que no quería salir
del país. China era su hogar.
Sabemos de al menos una pareja misionera joven que:
LA SOLTERÍA
Gladys y otras mujeres solteras sabían que era posible que
una vida dedicada a las misiones fuera una vida sin esposo.
Aun así, naturalmente, hubo momentos en los que pensaba
en el matrimonio. Elisabeth Elliot relató una conversación
que tuvo con Gladys Aylward a comienzos de la década de
1960.
LA GUERRA
En 1937, los habitantes de Yangcheng escucharon que había
guerra, pero esta no había afectado su ciudad. Luego, en
1938, Yangcheng fue bombardeado y la Posada de las Ocho
Alegrías quedó muy afectada. Gladys quedó atrapada bajo
los escombros de una de las esquinas de la posada y tuvieron
que desenterrarla. Después regresó, y en la pared rota de su
cuarto vio que colgaba un trozo de lo que había sido su lema
ese año: “Dios escogió lo débil del mundo; Todo lo puedo en
Cristo que me fortalece” (1Co 1:27; Fil 4:13).
En ese mismo momento vio que la promesa de Dios era
real. Salió de los escombros de su posada y vio como todos
estaban atónitos, pues nadie sabía cómo reaccionar frente a
este tipo de emergencia. Estaban en una ciudad amurallada
y nunca habían temido un ataque. Se suponía que Yangcheng
era un lugar seguro, pero no si eran atacados por aviones.
Gladys los reunió para sacar a los muertos, atender a los he‐
ridos y desenterrar a los que estaban atrapados. Desde ese
día en adelante, Yangcheng estuvo en guerra.
La vida a la que estuvieron acostumbrados los chinos du‐
rante un milenio estaba a punto de terminar. Después de los
japoneses, llegaron los comunistas y la revolución cultural.
Por supuesto, nadie sabía qué ocurriría en el futuro, pero la
devastación del momento era evidente. En la primavera de
1939, el mandarín invitó a Gladys a un banquete diciéndole:
“Es probable que sea el último que hagamos en Yangcheng,
ya que nos vamos a llevar casi todo. Tengo algo que decir y
quiero que lo escuches”.
Gladys quedó sorprendida al verse sentada en el lugar de
honor, a la derecha del mandarín. Había ido a muchos ban‐
quetes durante sus siete años en Yangcheng y estaba aco‐
stumbrada a ser la única mujer, pero nunca le habían dado el
lugar de honor. A su lado estaban las personas más impor‐
tantes de la ciudad. Como el punto culminante de la noche, el
mandarín habló del trabajo de Ai-weh-deh en el lugar, de la
forma en la que cuidaba a los enfermos y a los prisioneros, y
de su fe cristiana, de la que tanto habían hablado. Después
de varios minutos de alabar a Gladys, él se dirigió a ella y
anunció que quería adoptar su fe y convertirse en cristiano.
Desde el mandarín hasta las clases más bajas, todos los
niveles de la sociedad habían sido afectados por el Dios de
Gladys Aylward. Por ejemplo, unos soldados japoneses le or‐
denaron a un mulero que llevara sus municiones. Él se negó
porque, como cristiano y pacifista, no podía ayudarlos en su
lucha. Debido a su comportamiento cristiano, lo ataron a un
poste desde donde se veía y se podía escuchar lo que pasaba
en su casa. Luego bloquearon las puertas de la casa y la que‐
maron completamente, con su esposa y sus hijos adentro.
La vida de Gladys durante los próximos dos años de guerra
fue un ciclo de huir de la guerra y regresar; huía a los pue‐
blos que tenían cuevas en las montañas, regresaba a casa, se
mudaba a un lugar donde colaboraba con el trabajo de misio‐
nes en Tsechow u otra ciudad, y después regresaba a Yang‐
cheng.
A pesar del peligro continuo e impredecible, Gladys no que‐
ría salir de China. Durante los meses más oscuros de la gue‐
rra, su madre recibió una carta que demostraba lo que había
realmente en el corazón de Gladys Aylward:
PROTECCIÓN
Una vez, por ejemplo, mientras caminaba sola junto al ca‐
mino entre Yangcheng y los escondites en las cuevas de las
montañas, sintió que estaba en peligro, pero no sabía qué ha‐
cer. Entonces oró: “Oh, Señor, por favor decide por mí; por
favor hazme escoger el camino correcto”. Cerró los ojos y
dio algunas vueltas, abrió los ojos y comenzó a caminar por
el lugar a donde estaba apuntando, directo hacia la ladera
empinada y pedregosa de la montaña. Un rato después escu‐
chó a las tropas japonesas que venían por el camino que ha‐
bía abandonado, en donde la habrían podido atrapar.
Algunas veces Dios le advertía a través de otras personas.
Una vez se encontraba con otros misioneros cuando escu‐
charon que los japoneses estaban invadiendo una ciudad cer‐
cana. Ella y otros más estaban listos para empacar y huir.
Annie Skau era una joven misionera noruega que solía seguir
instrucciones y no era agresiva. Sin embargo, esta vez dejó
muy clara su opinión. “No creo que el Señor quiera que nos
vayamos. Él me habló, me lo mostró en Su palabra. No lo
estaba buscando y fue justo lo que leí esta mañana. ‘¡Mira!
Voy a poner un espíritu en él, de manera que cuando oiga
cierto rumor se regrese a su propio país’... No creo que de‐
bamos huir. Los misioneros oraron y decidieron quedarse, y
los japoneses comenzaron a retirarse por informes de activi‐
dad militar en otros lugares.
Otras veces, Dios la guiaba por medio de la Escritura. En
una ocasión se enteró de que los japoneses estaban ofrecien‐
do una recompensa de cien dólares por su captura. Su amor
por China había hecho que los japoneses la acusaran de ser
una espía, ya que cuando iba de un pueblo a otro y percibía
alguna actividad japonesa, sentía que era razonable infor‐
márselo a los nacionalistas chinos. Ahora que estaba en peli‐
gro, algunos de sus amigos le insistieron que huyera mien‐
tras que otros le rogaban que no los dejara. No tenía idea de
lo que debía hacer. Entonces leyó en la Biblia: “¡Huyan,
huyan a las montañas, a lo más profundo de la tierra, porque
el rey de Babilonia maquina planes contra ustedes”. 39
Por
eso, corrió hacia un lugar seguro atravesando los disparos.
En ese tiempo estaba fuera de su ciudad, así que regresó a
Yangcheng.
EL ADIÓS
Durante su recuperación, el coronel Linnan la encontró, lue‐
go de meses de buscarla y de preguntarse dónde estaba.
Estaban juntos de nuevo y la guerra había terminado. En
Shanxi, ella estaba segura de que al final de la guerra se po‐
drían casar. Él le rogó que se casaran, pero ahora Gladys
veía las cosas de una forma diferente. Alan Burgess lo expli‐
ca diciendo:
ERRANTE
Uno de sus biógrafos contaba que cuando la gente le decía:
“Ven cuando quieras —solo dinos cómo podemos ayudarte”,
en realidad se lo tomaba en serio. Se aparecía sin avisar:
“Soy yo”. “Parecía más bien un niño que estaba seguro de
que sería bienvenido, se quedaba un rato y luego desapare‐
cía de nuevo entre los chinos”. 62
Hasta sus últimos días, sus amigos nunca dejaron de perci‐
bir cierta soledad en Gladys, la mujer independiente.
DE VUELTA A CASA
En 1949, Gladys regresó a Inglaterra con la ayuda económi‐
ca de sus amigos. Siempre había pensado que viviría en Chi‐
na hasta su muerte, porque no tenía dinero para viajar.
Cuando salió del tren, sus padres no la reconocieron. Alguien
tuvo que indicarles dónde estaba —era la pequeña mujer chi‐
na desorientada junto a sus maletas.
Se quedó en Gran Bretaña por varios años, pero anhelaba
estar en China. Como ahora los comunistas estaban en
control, no podía regresar. Entonces decidió mudarse a For‐
mosa (Taiwán), el único lugar chino al que se le permitía en‐
trar y a donde Dios la llevó a servir a huérfanos.
— DANIEL 3:14-18
ESTHER AHN KIM
AHN EI SOOK, O AHN I SOOK
Fiel en el sufrimiento
EL DILEMA
Para la familia de Ei Sook, así como para todos los coreanos,
la invasión japonesa trajo gran dificultad financiera, proble‐
mas y confusión cultural. Pero el gran dilema moral se debía
a una regla en particular: la orden de que todos participaran
en ceremonias de los templos sintoístas (templos dedicados a
los dioses japoneses).
El dilema para los cristianos era el siguiente. Si una perso‐
na se inclinaba ante un templo, ¿se trataba de algo religioso
o de algo político? Dentro de cada templo había una imagen
de la diosa japonesa del sol y una imagen del emperador de
Japón. Hacer una reverencia es una señal tradicional de
respeto en Oriente, así que inclinarse ante la foto del empe‐
rador podía ser simplemente una señal de respeto y patrio‐
tismo —para nada voluntario por parte de un coreano opri‐
mido, por supuesto— que, de todas formas, habría sido por
motivos políticos. Con el fin de justificar esto como un mero
acto político, los coreanos tendrían que ignorar la imagen de
la diosa o verla solo como una figura cultural.
Por otra parte, si al inclinarse se incluye la diosa del sol en
su círculo de reverencia, el asunto se vuelve espiritual y reli‐
gioso. Lo que aumentaba aún más el riesgo era la realidad
histórica de que, hasta el final de la segunda guerra mundial,
la mayoría de los japoneses veían al emperador como un ser
divino, un dios.
En 1940, la mayoría de los misioneros extranjeros habían
salido de Corea, en parte porque se les había prohibido a los
coreanos el tener contacto con extranjeros. Por esta prohibi‐
ción, los amigos locales de los misioneros habrían estado en
peligro si interactuaban con ellos. Pero el problema del tem‐
plo sintoísta fue la razón principal por la que se fueron. Ja‐
pón estaba presionando a todos los líderes de las iglesias, in‐
cluyendo a los misioneros, a que llevaran a su gente a los
templos.
Se construyeron templos en cada ciudad y pueblo. Se
pusieron templos en miniatura en todas las oficinas del go‐
bierno y en las escuelas, y también se les entregaron a los
estudiantes para que los llevaran a casa y los adoraran a dia‐
rio. No era posible escapar de la orden del templo. Al final
incluso los pusieron en las iglesias cristianas. La policía esta‐
ba cerca en todas las reuniones para asegurarse de que to‐
dos se inclinaran ante el templo antes de comenzar. Todo el
que se negaba a hacerlo era arrestado. A los pastores los vi‐
gilaban de una forma especial debido a la influencia que te‐
nían sobre su congregación. Los pastores insubordinados —o
que, según ellos, tenían una mala actitud— eran arrestados y
torturados, y se les quitaba la ración de comida a sus fami‐
lias.
Algunos grupos denominacionales estuvieron de acuerdo
con asistir al templo y le explicaban a su gente que era sim‐
plemente algo patriótico. Otras denominaciones se resistie‐
ron por más tiempo, pero no pudieron soportar la presión.
Algunos esperaban que Dios pasara por alto su asistencia al
templo, ya que los japoneses los obligaban. Pero a pesar de
lo que acordara el liderazgo, muchas personas en las iglesias
decidieron no inclinarse ante los templos, y los que tenían po‐
siciones públicas y de liderazgo fueron los más castigados
por el gobierno.
PERO SI NO LO HACE....
En 1939, cuando el problema alcanzó su punto crítico, Ahn
Ei Sook era la maestra de música en una escuela cristiana de
niñas en la ciudad de Pyongyang. Llegó el día en el que todos
los estudiantes y los profesores debían asistir a la reunión de
escuelas en el templo del monte Namsan, en el centro de la
ciudad de Seúl.
Si todos en la escuela cumplían con la orden, la directora
no tendría problemas. Pero cuando Ei Sook recordó las pala‐
bras de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”
(Jn 14:6), pensó: ¿Cómo puedo inclinar me ante un ídolo?
Cuando la directora la presionó, accedió a regañadientes a
ir al monte, pero no prometió que se inclinaría cuando llega‐
ra. La directora seguía tratando de convencerla, pero Ei
Sook se dio cuenta de que sus estudiantes estaban escuchan‐
do y viendo todo. Sabían que su conciencia no le permitía in‐
clinarse ante el templo y ahora verían si sus acciones coinci‐
dían con sus palabras. Entonces pensó en las palabras
atrevidas y confiadas de Sadrac, Mesac y Abednego.
Esos diez días fueron como diez meses para mí. El color
de mis ojos cambió y mi aliento se volvió tan desagrada‐
ble que nadie se me podía acercar. La circulación se
puso tan lenta y débil que creí que iba a morir. Estoy
muy segura de que estuve cerca de la muerte.
LA HUIDA
Cuando su hermana corrió a contarles la noticia de que los
japoneses sabían dónde estaba, Ei Sook comenzó a huir de
nuevo, e iba de un lugar a otro. Cuando se separó de su
mamá, se dio cuenta de que los perseguidos no son los únicos
que deben pedirle fortaleza al Señor.
Para mi mamá fue difícil verme partir... Mis lágrimas caían
al pensar en ella, quien se había quedado sola con el corazón
roto. Ahora tendría que depender aún más que antes del Se‐
ñor. 19
En todos los lugares donde estuvo escondida, Ei Sook veía
y escuchaba todo a la luz de la tortura que le esperaba en el
futuro. Una vez tuvo un dolor de cabeza inusual e insoporta‐
ble por varios días, y pensó que el dolor de la tortura podía
ser algo parecido. Los días que se estuvo hospedando al lado
de un hospital, los gemidos de sufrimiento la abrumaron y
sintió como si estuviera en el infierno —o en la cárcel. Cuan‐
do dormía en un cuarto sucio y hediondo, lo comparaba con
la celda en la que esperaba estar.
Una noche, sola y lejos de casa, se despertó pensando que
alguien le había dicho: “Ve a Pyongyang”. Pero no había na‐
die más allí. Había estado deambulando, preguntándose qué
iba a suceder. Esta fue la primera señal de Dios, mostrándo‐
le el camino específico que le esperaba. Ella obedeció Su voz
y se dirigió a Pyongyang.
Allí experimentó la segunda señal hacia el camino de Dios,
cuando se bajó del tren en Pyongyang. Acababa de llegar un
tren lleno de soldados japoneses. Sus rostros inexpresivos y
solemnes le llamaron la atención.
¿ADOPCIÓN?
En Tokio pudieron conversar con varias personas importan‐
tes. Oraban que esos hombres pudieran influenciar a las
autoridades que podían cambiar las condiciones en Corea.
Uno era el general Hibiki, el único oficial sobreviviente de
la guerra ruso-japonesa. Cuando lo encontraron, estaba en
la iglesia. Al final de su tiempo juntos, le pidió un favor a Ei
Sook.
EL ARRESTO
Sin embargo, Elder Park tenía un último plan bajo la manga,
o más bien, bajo la pierna del pantalón. Preparó un póster
con estas demandas:
SU PADRE
En la cárcel recibió la noticia de que su padre había muerto.
Cerca del final, había llorado diez días por sus pecados, men‐
cionando a Ei Sook y a su mamá, pidiéndoles perdón. Y antes
de morir, invocó el nombre de Jesús, se arrepintió y adoró a
Dios. Desde que tenía memoria, Ei Sook le había rogado que
se arrepintiera, y ahora sus oraciones habían sido respondi‐
das. 53
EL LEÓN DEVORADOR
El templo sintoísta persiguió a los cristianos hasta la cárcel.
Se había decretado que el octavo día de cada mes, todos en
los países dominados por los japoneses debían inclinarse
ante un templo, incluyendo a los prisioneros. En sus celdas,
debían inclinarse en dirección al gran templo. El guardia
principal, sabiendo que Ei Sook sería una “mala influencia”,
sacó a todas las prisioneras de su celda. Ella ayunó y oró. Al
estar tan exhausta físicamente, el temor casi la llevaba a co‐
lapsar e inclinarse.
Al octavo día, esperó la señal con pavor. Describió su fe
como una pequeña mariposa en medio de una tormenta. Sen‐
tía que caminaba por el valle de sombra de muerte.
Y llegó la hora. Y pasó. ¡No hubo señal! Una hora después
descubrieron que cuando el comandante se puso de pie para
hablar a las multitudes reunidas en el templo, fue interrumpi‐
do por una llamada telefónica urgente. Un avión de combate
estadounidense había derribado el avión del gobernador y
por eso no se estaban cumpliendo sus órdenes.
Ella registra su oración. “Oh Padre celestial, me has most‐
rado que Tú eres el Salvador. Estaba a punto de ser devora‐
da por el león, pero me salvaste de sus dientes. Eres el Dios
viviente... Solo te temo y te amo a Ti. Te escucharé y te obe‐
deceré por siempre”. 54
LA LIBERTAD
El 15 de agosto de 1945, Japón firmó un acuerdo de rendi‐
ción incondicional. La Segunda Guerra Mundial se había ter‐
minado y Corea era libre. Los prisioneros de adentro y de
afuera se llenaron de alegría. No más militares... Ya volve‐
rían a escuchar el idioma coreano... Ya podrían volver a usar
su nombre original... Ya no habría más adoración a los tem‐
plos. Todos los templos fueron quemados.
Treinta y cuatro cristianos entraron a la cárcel de Pyon‐
gyang en 1940. El 17 de agosto de 1945, cuando se abrieron
las celdas, solo catorce habían sobrevivido. El guardia le
gritó a la gente de afuera: “¡Damas y caballeros! Estos son
los que se negaron a adorar a los dioses japoneses por seis
largos años. Lucharon en contra de la tortura severa, el
hambre y el frío, y ganaron sin inclinar la cabeza ante los
ídolos de Japón. ¡Hoy son los campeones de la fe!”. 60
La multitud gritó: “¡Alabado sea el nombre de Jesús!”, y
cantaron juntos:
¡Engrandecido sea Dios
en esta reunión, en esta reunión!
Alegres juntos a una voz,
¡dad gloria a nuestro Dios! 61
—2 CORINTIOS 12:9
— FILIPENSES 3:7-11
HELEN ROSEVEARE
Fiel en la pérdida
Introducción: Confluencias
1. Elisabeth Elliot, Shadow of the Almighty [La sombra del Todopoderoso ] (San Fran‐
cisco: HarperSanFrancisco, 1989), 46.
2. Elizabeth Dodds, Marriage to a Difficult Man: The Uncommon Union of Jonathan
and Sarah Edwards [El matrimonio con un hombre difícil: La unión poco común de
Jonathan y Sarah Edwards ] (Laurel, Miss.: Audubon Press, 2003), 169.
3. Ver la nota al pie 279 que aparece allí.
4. Correo electrónico personal de Helen Roseveare, 25 de febrero de 2005.