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El mejor cumplido que puede recibir un seguidor de Cristo es

que Él le diga: “¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel!”. Noël Pi‐


per relata con destreza las historias de algunas mujeres que
sin duda han escuchado o escucharán estas palabras. Desde
las páginas de la historia, sus vidas nos retan a avivar nuest‐
ras almas, despertando el deseo de ser fieles, así como lo
fueron estas hermanas en la antigüedad.

— Mary A. Kassian, autora y conferencista

Noël Piper describe vívidamente a mujeres comunes de ge‐


neraciones pasadas y presentes, cuyas vidas han influenciado
a muchas mujeres de las siguientes generaciones de una for‐
ma extraordinaria. Las reflexiones oportunas de Noël son
atemporales, ya que pueden impactar las vidas de mujeres
de la actualidad y de muchas generaciones futuras. Cual‐
quier mujer se deleitará en la forma en que este vistazo al
pasado nos inspira y anima para afrontar los desafíos actua‐
les.

— Dorothy Kelley Patterson


Profesora de Teología en los programas para muje‐
res
Southwestern Baptist Theological Seminary
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#MujeresFieles

Mujeres fieles y su Dios extraordinario


Noël Piper

© 2020 por Poiema Publicaciones

Traducido del libro Faithful Women & Their Extraordinary


God © 2005 por Noël Piper. Publicado por Crossway, un mi‐
nisterio editorial de Good News Publishers; Wheaton, Illinois
60187, U.S.A.

A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas han


sido tomadas de La Santa Biblia, Nueva Versión Internacio‐
nal © 1986, 1999, 2015, por Biblica, Inc. Usada con per‐
miso. Las citas bíblicas marcadas con la sigla NBLA han sido
tomadas de La Nueva Biblia de las Américas © 2005, por
The Lockman Foundation; las citas marcadas con la sigla
LBLA, de La Biblia de las Amércias © 1986, 1995, 1997, por
The Lockman Foundation.

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publi‐


cación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de
recuperación, o transmitida de ninguna forma ni por ningún
medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, u
otros, sin el previo permiso por escrito de la casa editorial.

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www.poiema.co

SDG201
DEDICATORIA
A las mujeres de Bethlehem Baptist Church

Ustedes me bendijeron en el pasado cuando me preguntaron


por las historias; ahora soy bendecida al ver que siguen los
pasos de mujeres santas como Sarah, Lilias, Gladys, Esther y
Helen.

Rogamos que ustedes sean fortalecidos


con todo poder según la potencia de Su gloria,
para obtener toda perseverancia y paciencia,
con gozo dando gracias al Padre
que nos ha capacitado para compartir
la herencia de los santos en la luz.
— COLOSENSES 1:11-12 (NBLA)
Contenido
Introducción: Confluencias
Texto bíblico del capítulo 1: Colosenses 3:12-17
1. Sarah Edwards: Fiel en la rutina
Texto bíblico del capítulo 2: 2 Corintios 12:9-10;
Isaías 40:28-31
2. Lilias Trotter: Fiel en la de bilidad
Texto bíblico del capítulo 3: 1 Corintios 1:25-31;
Filipenses 4:13
3. Gladys Aylward: Fiel en la humildad
Texto bíblico del capítulo 4: Daniel 3:14-18
4. Esther Ahh Kim: Fiel en el sufrimiento
Texto bíblico del capítulo 5: Filipenses 3:7-11
5. He len Roseveare: Fiel en la pérdida
Gracias
Notas de texto
INTRODUCCIÓN

Confluencias

M ujeres ordinarias y su Dios extraordinario . Ese es el


título que quería ponerle a este libro. Sin embargo,
hubo un esposo que me dijo: “¡Yo nunca le daría a mi esposa
un libro con ese título! Podría pensar que yo creo que ella es
ordinaria”. Tal vez sea bueno que un esposo piense así, pero
creo que es reconfortante saber que Dios obra a través de
personas ordinarias .
Con la frase mujeres ordinarias tenía en mente algo simi‐
lar a lo que dijo Jim Elliot: “Los misioneros son seres muy hu‐
manos que simplemente están haciendo lo que se les dijo que
hicieran. Solo son un montón de personas comunes y corrien‐
tes tratando de exaltar al que lo es todo”. 1 Aunque no todas
las mujeres de este libro son misioneras, creo que todas te
habrían dicho que son simplemente personas ordinarias.
Así que podrías preguntarte: ¿Para qué molestarme en leer
sus historias? Hay solo una razón: estas mujeres ordinarias
tienen un Dios extraordinario que las capacitó para hacer co‐
sas extraordinarias. Y Él sigue siendo el mismo Dios. “Jesu‐
cristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Heb 13:8).
Es por eso que descubrimos confluencias inesperadas en‐
tre nuestras vidas y las de estas cinco mujeres, quienes vivie‐
ron y trabajaron en seis países diferentes, dentro de un lapso
de más de 250 años. Gladys Aylward, Lilias Trotter y Esther
Ahn Kim hablan de su debilidad y de cómo no eran aptas
para las tareas que Dios les había encomendado. ¿No nos
hemos sentido así? Mientras Sarah Edwards cumplía con sus
responsabilidades tediosas y rutinarias como esposa y ma‐
dre, no tenía idea de la magnitud del impacto que tendría so‐
bre otras generaciones por medio de su esposo e hijos, y de
otras personas que se hospedaron en su casa. ¿No necesita‐
mos que algo así nos dé ánimo en nuestros días monótonos?
Helen Roseveare luchó con el deseo de hacer un trabajo ex‐
celente cuando su entorno la limitaba y solo le permitía ha‐
cer algo que fuera “suficientemente bueno”. ¿No nos hemos
sentido frustradas cuando pensamos que nuestros dones y
habilidades no se están aprovechando al máximo? Esther
Ahn Kim aprendió a vivir para Dios en su prisión, en lugar de
simplemente sentarse a esperar que se reanudara su vida
“normal”. ¿No nos pasa a veces que nos sentimos estancadas
mientras esperamos que empiecen nuestras vidas y ministe‐
rios “reales”?
Cada una de estas mujeres, en medio de su vida ordinaria,
pasó por lo que se podría llamar una experiencia definitoria.
Desde nuestra perspectiva actual, podemos ver cómo sus vi‐
das las prepararon de antemano para ese momento clave, el
cual determinó y moldeó todo lo que sucedió después.
Sarah Edwards experimentó el poder refinador de Dios
cuando, por algunos días, fue sacudida física y espiritualmen‐
te por Su Espíritu. Lilias Trotter descubrió el gozo de servir
a Dios con todo su corazón después de tomar la dolorosa de‐
cisión de dejar una vida dedicada al arte que tanto amaba.
Gladys Aylward simplemente dio un paso a la vez, un minuto
a la vez, siguiendo la guía de Dios después de agotar casi to‐
das sus fuerzas y su salud para llevar a cien niños a un lugar
seguro. Esther Ahn Kim aprendió que la crueldad de las per‐
sonas y las prisiones no son obstáculos para Dios, luego de
haberse negado a inclinarse ante un dios falso, tal como los
tres amigos de Daniel. Helen Roseveare encontró la presen‐
cia y el poder de Dios precisamente en los momentos en que
los necesitaba, durante semanas marcadas por la violación,
el terror, la incertidumbre y el dolor.
Con solo una excepción, estas mujeres no llegaron a cono‐
cerse. Sin embargo, uno casi puede ver a cada una pasando
la antorcha de la fidelidad a la siguiente generación.
En 1758, cuando Sarah Edwards estaba en su lecho de
muerte en Nueva Inglaterra, “expresó su total aceptación de
la voluntad de Dios para ella y su deseo de que Él recibiera
la gloria en todo; y de que ella pudiera glorificarlo hasta el fi‐
nal”. 2
Casi cien años después en Inglaterra, Lilias Trotter nació
en una familia de una clase social similar a la de los Pierre‐
pont, la familia de Sarah Edwards.
Cuando Lilias murió en 1928 en Argelia, Gladys Aylward
estaba en Londres tratando de convencer a su hermano y a
sus amigos de la necesidad de que alguien llevara el evange‐
lio a la China. Pronto se dio cuenta de que Dios la estaba lla‐
mando a ella .
En 1940, mientras Gladys hacía una larga caminata por las
montañas chinas junto con cien niños, Esther Ahn Kim ya
llevaba un año presa en Corea por causa del evangelio.
Esther fue liberada en 1945, el año en que Helen Rosevea‐
re, una estudiante de medicina en Inglaterra, se volvió
cristiana.
Y los años de Helen Roseveare se cruzan con los nuestros,
siendo ella la que nos pasa la antorcha de la fidelidad a las
mujeres de nuestra generación.
Lo que conecta a estas mujeres es más que solo cronolo‐
gía. Solo Dios conoce todas las confluencias entre sus vidas.
Lo que sí sabemos es que Helen Roseveare fue impactada
por los escritos de Lilias Trotter y por su relación personal
con Gladys Aylward.

Lilias Trotter... es alguien a quien he amado por muchos


años. Antes de irme al campo misionero en 1952, recibí
una copia de sus libros Parables of the Cross [Parábolas
de la cruz ] y Parables of the Christ life [Parábolas de la
vida de Cristo ] (en un solo volumen). Este libro se con‐
virtió en una posesión muy valiosa para mí, hasta que
los soldados rebeldes destruyeron toda mi preciada co‐
lección de libros en la rebelión de 1964. En mi nuevo li‐
bro 3
cito una de sus hermosas parábolas —la de los
sépalos del botón de oro que se pliegan para dejar que
la flor salga, sin poder volver a cerrarse. Por su parte,
Gladys Aylward se quedó en la sede principal de WEC
[Evangelización Mundial para Cristo, por sus siglas en
inglés] aproximadamente en el año 1950 —antes de re‐
gresar a Taiwan para trabajar con huérfanos chinos.
¡Recuerdo claramente algunas de las reuniones en las
que le tocó hablar durante esa época! 4

Podemos ver otros aspectos similares (confluencias) en sus


circunstancias, sentimientos y fe. Una salud frágil. Su traba‐
jo como misioneras con personas que eran “inaceptables” so‐
cialmente. La importancia de los contactos y las conversacio‐
nes “insignificantes”. La falta de requisitos para ser acepta‐
das por una organización misionera. El reconocimiento de la
muerte como una puerta hacia Dios. Un espíritu de “indepen‐
dencia” que realmente era una dependencia de Dios.

Que Dios nos ayude a ver las confluencias entre las vi‐
das de estas mujeres y las nuestras. Y aún más, que vea‐
mos a Dios con una mayor claridad en nuestra propia
vida gracias a lo que vemos en las vidas de Sarah
Edwards, Lilias Trotter, Gladys Aylward, Esther Ahn Kim
y Helen Roseveare.

Acuérdense de sus guías que les hablaron la Palabra de


Dios, y considerando el resultado de su conducta, imiten
su fe. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos .
— HEBREOS 13:7–8 (NBLA)

Esa es la razón por la que leo biografías: para recordar a las


personas que han caminado con Dios, para considerar sus vi‐
das e imitar su fe. Porque tenemos el mismo Dios, y Él es el
mismo ayer y hoy y por los siglos.
Por lo tanto, como escogidos de Dios, santos y amados,
revístanse de afecto entrañable y de bondad, humildad,
amabilidad y paciencia, de modo que se toleren unos a ot‐
ros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así
como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes. Por
encima de todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfec‐
to. Que gobierne en sus corazones la paz de Cristo, a la cual
fueron llamados en un solo cuerpo. Y sean agradecidos. Que
habite en ustedes la palabra de Cristo con toda su riqueza:
instrúyanse y aconséjense unos a otros con toda sabiduría;
canten salmos, himnos y canciones espirituales a Dios, con
gratitud de corazón. Y todo lo que hagan, de palabra o de
obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias
a Dios el Padre por medio de Él.

— C OLOSENSES 3:12–17
SARAH EDWARDS

Fiel en la rutina

E n el siglo dieciocho en el Nuevo Mundo, había trece co‐


lonias británicas pequeñas en la costa Atlántica —eran
colonias separadas, no un solo país. América era un conti‐
nente desconocido en su mayoría. Ningún europeo había
descubierto ni medido todavía la extensión de todo lo que ha‐
bía más allá de las colonias en el este.
Nueva Inglaterra y las demás colonias eran lo poco que le
pertenecía a Gran Bretaña en el borde del continente. Los
colonizadores eran ciudadanos británicos que estaban ro‐
deados por territorios de otras naciones. La Florida y el su‐
reste le pertenecían a España, y el territorio de Luisiana le
pertenecía a Francia. Los franceses, en especial, estaban an‐
siosos por aliarse con los indios nativos en contra de los
británicos.
Por lo tanto, cualquier historia que ocurriera en este con‐
texto político precario incluía la presencia de tropas en las
cimas de las montañas, sonidos de disparos en la distancia, la
incomodidad de tener a soldados alojándose en las casas, la
sorpresa y el terror de las noticias sobre masacres en colo‐
nias cercanas. Este fue el entorno de la vida diaria, en mayor
o menor grado, a lo largo del siglo dieciocho en las colonias
inglesas.

SARAH PIERREPONT
Fue en este contexto que nació Sarah Pierrepont, el 9 de
enero de 1710. Toda su vida se desarrolló en medio de la in‐
certidumbre política y la guerra inminente. Su familia vivía
en la casa parroquial de New Haven, Connecticut, donde su
padre, James, era el pastor. Él contribuyó al establecimiento
de Yale College y fue una voz principal en la iglesia de Nueva
Inglaterra.
El abuelo de Mary Hooker (la mamá de Sarah) se llamaba
Thomas Hooker. Fue uno de los fundadores de Connecticut y
tuvo un papel importante en la escritura de los Mandatos
Fundamentales de su colonia, que fue probablemente la pri‐
mera constitución escrita en toda la historia.
Como hija de una de las familias más distinguidas de Con‐
necticut, la educación de Sarah fue la mejor que podía reci‐
bir una mujer en su época. Ella tenía las habilidades sociales
de la alta sociedad. Las personas que la conocían hablaban
de su belleza y de la forma en la que lograba tranquilizar a
las personas. Samuel Hopkins, quien la conoció más adelan‐
te, resaltó su “encanto peculiar al expresarse, el resultado
de una mezcla de bondad e inteligencia”. 1

JONATHAN EDWARDS
Por el contrario, Jonathan Edwards, su futuro esposo, era in‐
trovertido, tímido y le costaba interactuar con las personas.
Entró a la universidad a los trece años y se graduó con las
mejores calificaciones de su promoción. Comía con modera‐
ción en una época caracterizada por excesos en las mesas, y
no solía beber. Era alto, desgarbado y diferente a los demás.
La gracia social no era su fuerte. Escribió en su diario: “Una
virtud en la que necesito crecer es la gentileza. Si tuviera
más gentileza, sería mejor persona”. 2 (En ese tiempo, genti‐
leza se refería a una “gracia social apropiada”, a lo que nos
referimos actualmente al hablar de caballerosidad.)

SARAH Y JONATHAN
En 1723, a los diecinueve años, Jonathan ya se había gradua‐
do de Yale y llevaba un año siendo pastor en Nueva York.
Cuando terminó su tiempo en esa iglesia, aceptó la propuesta
de dar clases en Yale y regresó a New Haven, donde vivía
Sarah Pierrepont. Es posible que Jonathan la hubiera visto
mientras él estudiaba en Yale, cuando tenía unos dieciséis
años. Tal vez la vio cuando asistía con su familia a la iglesia
First Church en New Haven, donde el papá de ella fue pastor
hasta que murió, en 1714. 3
Ahora que regresaba en 1723, Jonathan tenía veinte años y
Sarah tenía trece, en una época en la que no era extraño que
las jóvenes ya se hubieran casado a los dieciséis años.
Cuando comenzó a trabajar como maestro, parece que
estaba algo distraído y que no era tan diligente como de co‐
stumbre. Se habla de que soñaba despierto mirando su libro
de gramática griega, el cual probablemente tenía la inten‐
ción de estudiar para preparar sus clases. Pero ahora, en la
primera página de ese libro de gramática, encontramos un
registro de lo que realmente estaba pensando.

Dicen que hay una joven en [New Haven] que ha recibi‐


do el amor del Gran Ser, el que creó y gobierna el mun‐
do, y que hay ciertas temporadas en las que este Gran
Ser, de alguna forma invisible, se acerca a ella y llena su
mente con un dulce deleite extraordinario; y que a ella
casi no le importa nada, excepto meditar en Él... No
puedes persuadirla de hacer algo malo o pecaminoso, ni
aunque le dieras todo en el mundo, porque no se atreve
a ofender a este Gran Ser. Ella es maravillosamente dul‐
ce, serena y bondadosa con todos; especialmente
después de que este Gran Dios se le manifestó. A veces
va de un lado a otro, cantando con dulzura, y siempre se
ve llena de alegría y placer... Le encanta estar sola, ca‐
minando por los campos y los bosques, y parece que
siempre va conversando con alguien invisible. 4

Todos los biógrafos hablan de las diferencias entre ellos;


pero tenían un aspecto en común: el amor por la música. Pa‐
rece que Sarah sabía tocar el laúd. (En el año en que se ca‐
saron, Jonathan salió de viaje y Sarah le recordó comprar
cuerdas de laúd. 5 Es posible que fueran para un músico de la
boda o para la misma Sarah.) Jonathan consideraba que la
música era una forma casi perfecta en la que las personas se
pueden comunicar entre sí.

La mejor forma, la más hermosa y perfecta, de expresar


una dulce unidad de pensamiento los unos a los otros es
a través de la música. Cuando trato de imaginar a una
sociedad que es supremamente feliz, imagino a perso‐
nas expresándose unas a otras su amor y alegría, su
concordancia y armonía internas, y la belleza espiritual
de sus almas con dulces cantos. 6
Esa imagen era solo el primer paso mental de un salto desde
las realidades humanas a las realidades espirituales, donde
él veía la dulce intimidad humana como una simple cancionci‐
lla comparada con la sinfonía de armonías de la intimidad con
Dios.
A medida que Sarah crecía, y que Jonathan se volvía un
poco más amable, comenzaron a pasar más tiempo juntos.
Disfrutaban caminar juntos y conversar, y aparentemente él
descubrió que ella era tan hermosa por dentro como lo era
por fuera. De hecho, ella le mostró un libro de Peter van
Mastricht que terminó siendo una gran influencia en su pen‐
samiento. 7 Se comprometieron para casarse en la primavera
de 1725.

Jonathan era un hombre cuya naturaleza lo llevaba a lidiar


con sus dudas en cuanto a su pensamiento y su teología como
si fueran un estrés físico. Además, los años de espera hasta
que Sarah tuviera edad para casarse seguro añadieron aún
más presión. Aquí están algunas palabras que usó para des‐
cribirse a sí mismo, tomadas de su diario en 1725, un año y
medio antes de su matrimonio:

29 de diciembre                              Aburrido y desanimado


9 de enero                                           Deteriorado
10 de enero                                        En recuperación 8
Tal vez sus sentimientos por Sarah hacían que a veces le die‐
ra temor pecar en su mente. En un esfuerzo por guardar su
pureza, resolvió lo siguiente: “Cuando la tentación me ata‐
que violentamente o no pueda deshacerme de pensamientos
malvados, me dedicaré a resolver algunas operaciones mate‐
máticas o geométricas, o a estudiar cualquier otra cosa que
ocupe todos mis pensamientos y evite que ellos anden erran‐
tes”. 9

EL COMIENZO DE LA VIDA DE CASADOS


Finalmente, Jonathan Edwards y Sarah Pierrepont se casa‐
ron el 28 de julio de 1727. Ella tenía diecisiete años y él te‐
nía veinticuatro. Él usó una peluca nueva y un juego nuevo de
bandas de cuello que le dio su hermana Mary. Sarah usó un
brocado satinado verde con diseños llamativos. 10
Solo podemos ver destellos y algunos vistazos de lo que
eran su amor y pasión. Por ejemplo, una vez Jonathan usó el
amor entre un hombre y una mujer como una ilustración de
nuestro amor por Dios. “Cuando nos hacemos una idea de
qué tanto ama una persona a cierta cosa, si fuera el amor de
un hombre por una mujer... realmente no es posible tener
una idea de su amor, solo de sus acciones, que son los efec‐
tos del amor... Tenemos una noción borrosa y fugaz de sus
afectos ”. 11
Jonathan llegó a ser pastor en Northampton, siguiendo los
pasos de su abuelo, Solomon Stoddard. Comenzó en febrero
de 1757, solo cinco meses antes de su boda en New Haven.
La llegada de Sarah a Northampton no pasó desapercibida.
Basándose en las costumbres de la época, un biógrafo se
imaginó la llegada de Sarah a la iglesia de Northampton de
la siguiente manera:

Cualquier persona agraciada que llegara a un pueblo pe‐


queño era causa de intriga, pero cuando esta persona
también resultaba ser la esposa del nuevo ministro, la in‐
triga era aún mayor. En esa época, la rigidez en cuanto a
los lugares donde se sentaban cada domingo en las igle‐
sias señalaba a la familia de un ministro con tanta efica‐
cia como si hubiera una bandera ondeando sobre su si‐
lla… Así que todos los ojos estuvieron sobre Sarah el día
en que hizo su entrada con su vestido de novia.
La costumbre era que la novia usara su vestido de boda
en su primer domingo en la iglesia, y que se diera la vuel‐
ta lentamente para que todos pudieran verlo bien. Las
novias también tenían el privilegio de escoger el texto
que se predicaría el primer domingo después de su boda.
No hay registro del texto que escogió Sarah, pero su ver‐
sículo favorito era: “¿Quién nos apartará del amor de
Cristo?” (Ro 8:35), así que es posible que lo escogiera
para la predicación de ese domingo.
Ella tomó el lugar en la silla que simbolizaba su rol —
una silla alta frente a la congregación, en la que todos po‐
dían notar hasta el más mínimo parpadeo. A Sarah la ha‐
bían estado preparando de su niñez en New Haven para
ocupar esta posición pública, pero era diferente ahora
que la esposa del ministro era ella. Otras mujeres po‐
drían bostezar o sacudir discretamente un pie entumeci‐
do por el frío de una mañana de enero en un edificio sin
calefacción. Pero ella nunca podría. 12

Marsden escribe: “Para el otoño de 1727 [unos tres meses


después de la boda], Jonathan había recuperado radicalmen‐
te sus costumbres espirituales, en especial su habilidad de
encontrar la intensidad espiritual que había perdido por tres
años”. 13
¿Qué hizo la diferencia? Tal vez encajaba mejor en una
iglesia que en el contexto académico de Yale, donde fue ma‐
estro antes de convertirse en pastor. También es posible que
la recuperación estuviera estrechamente relacionada con su
matrimonio. Desde hacía al menos tres años, además de de‐
dicarse a su rigurosa búsqueda académica, también se había
estado guardando sexualmente y añoraba el día en el que lle‐
garía a ser una sola carne con Sarah. Cuando comenzaron su
vida como pareja, se convirtió en un hombre nuevo. Había
encontrado su hogar y oasis terrenal.

SARAH COMO ESPOSA


Desde sus primeros días como esposa, Sarah le dio libertad a
Jonathan para que se dedicara a los estudios filosóficos, cien‐
tíficos y teológicos que lo convirtieron en el hombre a quien
admiramos. Edwards hacía que las personas reaccionaran.
Era diferente. Era intenso. Su fuerza moral era una amena‐
za para aquellos que se conformaban con la rutina. Luego de
analizar una verdad bíblica y sus implicaciones para algún
asunto eclesial o teológico, no podía ignorar lo que había
descubierto.
Por ejemplo, llegó a la conclusión de que solo los creyentes
debían tomar la Santa Cena en la iglesia. A la iglesia de Nor‐
thampton no le gustó que fuera en contra de los estándares
inferiores que había establecido su abuelo, quien permitía
que incluso los incrédulos tomaran la Cena si no estaban pe‐
cando de alguna forma evidente. 14
Esta clase de controver‐
sia hacía que Sarah, aun sin estar involucrada directamente,
también sintiera la frialdad y la oposición que él enfrentaba.
Él era un pensador que retenía ideas en su mente; medita‐
ba en ellas, las analizaba por partes, las unía con otras ideas
y las examinaba a la luz de otras partes de la verdad de Dios.
Los hombres que son así se elevan hasta las alturas cuando
esas ideas separadas se unen para formar una verdad más
grande. Pero esta clase de hombre también puede caer en
hoyos profundos en su camino hacia una verdad. 15
No es fácil vivir con alguien así. Sin embargo, Sarah supo
darle un hogar feliz. Le aseguró su amor incondicional y creó
un ambiente y una rutina en la que él era libre para pensar.
Ella aprendió que cuando él estaba enfocado en alguna idea,
no quería que lo interrumpieran para cenar. Aprendió que
sus estados de ánimo eran intensos. Él escribió en su diario:
“He visto claramente mi propia pecaminosidad y vileza, y con
frecuencia llego al punto de llorar desesperadamente... de
modo que a menudo me he visto forzado a callarme a mí
mismo”. 16
El pueblo veía a un hombre sereno; pero Sarah conocía las
tormentas que había dentro de él, sabía quién era Jonathan
en casa.
Samuel Hopkins escribió:

Mientras se sometía a su esposo de una forma apropia‐


da y lo trataba con todo el respeto, se esforzaba por
ajustarse a sus deseos y por que todo en la familia fuera
agradable; considerándolo su mayor gloria y la manera
en la que podía servir mejor a Dios y a su generación [y
podríamos agregar que a la nuestra], para así ser un
medio que fomentara la utilidad y felicidad de su esposo
17

Así que la vida en la casa de los Edwards la determinaba en


gran parte el llamado de Jonathan. En una de las páginas de
su diario, decía: “Creo que Cristo me aconseja levantarme
temprano en la mañana, porque Él se levantó muy temprano
de la tumba”. 18
Debido a esto, Jonathan tenía la costumbre
de levantarse temprano. La rutina de la familia a lo largo de
los años era levantarse temprano junto con él, escuchar un
capítulo de la Biblia a la luz de las velas y orar por la bendi‐
ción de Dios para el día que comenzaba.
También tenía el hábito de sacar tiempo cada día para ha‐
cer algún tipo de trabajo físico como una forma de ejercitar‐
se (por ejemplo: cortar madera, arreglar las cercas o traba‐
jar en el jardín); aunque Sarah tenía la mayor parte de la
responsabilidad en cuanto a la supervisión del cuidado de la
propiedad.
Por lo general, pasaba trece horas al día en su estudio.
Este tiempo lo dedicaba a su preparación para los domingos
y para la enseñanza bíblica, pero también incluía los momen‐
tos en que hablaba con Sarah y los momentos en que los feli‐
greses venían a visitarlo para que orara por ellos o los acon‐
sejara.
En la tarde, los dos iban al bosque a caballo para hacer
ejercicio, respirar aire fresco y hablar. Y en la noche volvían
a orar juntos.

SARAH COMO MADRE


Los niños comenzaron a llegar a la familia el 25 de agosto de
1728 —y fueron once en total— en intervalos de aproximada‐
mente dos años: Sarah, Jerusha, Esther, Mary, Lucy, Timothy,
Susannah, Eunice, Jonathan, Elizabeth y Pierpont. 19 Este fue
el comienzo del siguiente gran rol de Sarah: el de madre.
En el año 1900, A. E. Winship hizo un estudio comparando
dos familias. Una tenía cientos de descendientes que han
perjudicado a muchas personas. Los de la otra, los descen‐
dientes de Jonathan y Sarah Edwards, se destacaban por sus
contribuciones a la sociedad. Esto fue parte de lo que escri‐
bió sobre la familia Edwards:

Todo lo que la familia ha hecho ha sido con destreza y


nobleza... Y gran parte de la capacidad y el talento, la
inteligencia y el carácter de los más de 1. 400 descen‐
dientes de la familia Edwards se debe a la señora
Edwards.

En el año 1900, cuando Winship hizo su estudio, este


matrimonio había producido:

• 13 rectores de universidades

• 65 profesores

•100 abogados y un decano de una escuela de leyes

• 30 jueces

• 66 médicos y un decano de una escuela de medicina

• 80 titulares de cargos públicos, incluyendo:


- 3 senadores de los Estados Unidos
- alcaldes de 3 ciudades grandes
- gobernadores de 3 estados
- un vicepresidente de los Estados Unidos
- un interventor de Hacienda de los Estados Unidos

Los miembros de esta familia escribieron 135 libros...


editaron 18 revistas y periódicos. Una multitud de ellos
entraron al ministerio, enviaron a cien misioneros a ot‐
ros países y además formaron parte de muchas juntas
misioneras como miembros laicos. 20

Winship hizo una lista de las diversas clases de instituciones,


industrias y negocios que han pertenecido a los descendien‐
tes de los Edwards o que han sido dirigidos por ellos. “Hay
pocas industrias estadounidenses importantes que no hayan
tenido a un miembro de esta familia entre sus principales
promotores”. Sería válido que hiciéramos la misma pregunta
que hizo Elisabeth Dodds: “¿Alguna otra madre ha contribui‐
do de una forma más determinante al liderazgo de una na‐
ción?”. 21
Seis de los hijos de los Edwards nacieron en días domingo.
En ese tiempo, algunos ministros no bautizaban a los bebés
que nacieran un domingo, porque se creía que los bebés na‐
cían el mismo día de la semana en el que habían sido conce‐
bidos, y esa no era una actividad que se considerara apropia‐
da para el día de reposo. Sin embargo, todos los hijos de los
Edwards fueron bautizados a pesar del día de su nacimiento.
Y todos vivieron al menos hasta la adolescencia. Esto era
poco común en una época en la que la muerte siempre esta‐
ba cerca, y esto a veces producía resentimiento en las demás
familias de la comunidad.

EL HOGAR
En nuestras casas modernas es difícil imaginar las tareas
que Sarah debía hacer o delegar: romper hielo para sacar
agua, traer madera para el fuego, cocinar y empacar el al‐
muerzo para los viajeros que visitaban, confeccionar la ropa
de toda la familia (desde trasquilar las ovejas hasta tejer la
ropa y coserla), sembrar y mantener productos agrícolas, fa‐
bricar escobas, lavar la ropa, cuidar a los bebés y a los en‐
fermos, hacer velas, alimentar a las aves del corral, supervi‐
sar la matanza del ganado, enseñar a los niños lo que no
aprendieran en la escuela y asegurarse de que las niñas
aprendieran las tareas del hogar. Y todo eso era solo una
parte de las responsabilidades de Sarah.
Una vez, Sarah estaba fuera de la ciudad y Jonathan quedó
a cargo. En ese tiempo, él escribió con desesperación: “Casi
hemos llegado al límite de la cantidad de días que somos ca‐
paces de vivir sin ti”. 22
Gran parte de lo que sabemos sobre los procesos internos
de la familia Edwards se lo debemos a Samuel Hopkins,
quien vivió con ellos por una temporada. Él escribió:

Su manera de gobernar a sus hijos era excelente; sabía


cómo hacer que la respetaran y obedecieran con alegría,
sin usar palabras airadas, gritos y mucho menos golpes…
Si era necesario corregirlos, no lo hacía impulsivamente;
y cuando tenía la oportunidad de reprender y amonestar,
lo hacía con pocas palabras, sin intensidad ni ruido…
Su sistema de disciplina comenzaba a una edad muy
temprana, y su regla era oponerse a la primera —y a to‐
das las demás— muestras de ira o desobediencia de sus
hijos… reflejando sabiamente que si un hijo no obedece a
sus padres, nunca podrá ser guiado a obedecer a Dios. 23

Sus hijos eran once personas diferentes, lo que prueba que la


disciplina de Sarah no aplastaba sus personalidades —tal vez
porque un aspecto importante de sus vidas disciplinadas era
que, como escribe Samuel Hopkins, “oraba constante y ge‐
nuinamente por sus hijos, llevándolos en su corazón delante
de Dios... incluso antes de que nacieran”. 24 Dodds dice:

La forma en la que Sarah crió a sus hijos no solo prote‐


gía a Edwards de los escándalos mientras él estudiaba.
La familia le ofrecía un fundamento sólido a su ética... El
último domingo que [Edwards] pasó al púlpito de Nor‐
thampton como pastor de la iglesia, le dijo lo siguiente a
la congregación: “Toda familia debería ser... una iglesia
pequeña, consagrada a Cristo y completamente influen‐
ciada y gobernada por Sus reglas. La educación y el or‐
den familiar son de los principales medios de gracia. Si
estos fallan, es probable que todos los demás medios
sean inútiles”. 25

Sin embargo, por más vital que fuera el rol de Sarah, no de‐
bemos pensar que crió sola a sus hijos. El afecto mutuo de
Jonathan y Sarah y la rutina del devocional familiar fueron pi‐
lares fuertes en la crianza de los hijos. Y Jonathan jugó un
papel integral en sus vidas. Cuando tenían edad suficiente, se
llevaba a uno o a otro de viaje con él. En casa, Sarah sabía
que cada día Jonathan le dedicaba una hora a los niños. Ho‐
pkins dice que “él entraba libremente a los sentimientos y
preocupaciones de sus hijos, y se relajaba con las conver‐
saciones alegres y animadas que a menudo acompañaba con
comentarios alegres y ocurrencias ingeniosas y graciosas...
después regresaba a sus estudios para trabajar un poco más
antes de la cena”. 26 Este hombre era diferente al que veían
usualmente los feligreses.
Gracias a que los Edwards ahorraban papel, se descubrie‐
ron muchos aspectos de su hogar. El papel era costoso y ha‐
bía que traerlo desde Boston. Por eso, Jonathan guardaba las
facturas, las listas de compra y los primeros borradores de
sus cartas, y los cosía para formar libros pequeños, usando
la parte que estaba en blanco para escribir sus sermones.
Como sus sermones se guardaban, este registro de los deta‐
lles de su vida cotidiana también se conservó. Por ejemplo,
muchas de las listas de compras incluían un recordatorio de
comprar chocolate. 27

LA AMPLIA ESFERA DE INFLUENCIA DE


SARAH
En esa época colonial, los viajeros sabían que si una ciudad
no tenía hostal o si el hostal no era muy agradable, la casa
del pastor era un lugar acogedor para pasar la noche. Así
que desde el comienzo de su matrimonio, Sarah ejercitó sus
dones de hospitalidad. Su hogar era bien conocido, elogiado
y concurrido.
No solo era madre, esposa y anfitriona; también sentía una
responsabilidad espiritual sobre las personas que entraban a
su casa. A lo largo de los años, muchos pastores aprendices
llegaron a su casa con la esperanza de vivir con ellos por un
tiempo para empaparse de la experiencia de Jonathan. Así
fue que Samuel Hopkins convivió con ellos y tuvo la oportuni‐
dad de observar a la familia. Llegó a la casa de los Edwards
en diciembre de 1741, y este es su relato de la bienvenida
que le dieron:
Cuando llegué, el Sr. Edwards no estaba en casa, pero
la Sra. Edwards y la familia me recibieron muy amable‐
mente. Me alegró saber que viviría allí durante el in‐
vierno... Estaba muy melancólico y pasaba la mayor par‐
te del tiempo en mi cuarto. Después de algunos días, la
Sra. Edwards vino... y dijo que, como ahora yo sería
miembro de la familia por una temporada, a ella le inte‐
resaba mi bienestar y, ya que se había dado cuenta de
que me veía melancólico y desanimado, esperaba que no
pensara que era entrometida por su deseo de saber a
qué se debía mi tristeza... Entonces le conté lo que me
pasaba... Sentía que no tenía a Cristo conmigo, ni Su
gracia... Luego nuestra conversación se volvió más li‐
bre... me dijo que había orado por mí desde el momento
en que llegué a la familia; que esperaba que recibiera
luz y consuelo, y que no dudaba que Dios todavía quería
hacer grandes cosas a través de mí. 28

En ese momento, Sarah tenía siete hijos —de edades entre


un año y medio y trece años— y, aun así, también tomó a este
joven bajo sus alas y lo animó. Él lo recordó toda su vida.
El impacto de la afirmación de Sarah Edwards de que Dios
seguiría obrando trascendió esa conversación personal. Ho‐
pkins se convirtió en pastor en Newport, Rhode Island, una
ciudad dependiente de la economía esclavista. Aunque mu‐
chos se ofendieron, él se opuso con fuerza a ese sistema.
Esto impactó la vida de un joven en especial. William Ellery
Channing había estado a la deriva hasta entonces, buscando
el propósito de su vida. Tuvo largas charlas con Hopkins, re‐
gresó a Boston, se convirtió en un pastor que influenció a
Emerson y a Thoreau, y tuvo un papel muy importante en el
movimiento abolicionista. 29
Obviamente, Hopkins admiraba a Sarah Edwards. Él escri‐
bió que “ella tenía una regla, que era hablar bien de todos,
hasta donde pudiera hacerlo con la verdad y con justicia para
ella y para otros…”. Esto nos recuerda la opinión inicial que
tenía Jonathan de Sarah, y es la confirmación de que no esta‐
ba cegado por el amor.
Hopkins dijo lo siguiente respecto a la relación entre Jona‐
than y Sarah:

En medio de estas labores complicadas... [Edwards] en‐


contraba en casa a alguien que era en todo sentido una
ayuda para él, alguien que hacía de su hogar un lugar
de orden y pulcritud, de paz y consuelo, de armonía y
amor para todos los que vivían allí, y de bondad y ho‐
spitalidad para los amigos, las visitas y los forasteros. 30

Otra persona que observó a la familia Edwards fue George


Whitefield, cuando visitó los Estados Unidos durante el Gran
Despertar. Fue a Northampton a pasar un fin de semana en
octubre de 1740 y predicó cuatro veces. También, en la ma‐
ñana del sábado, habló con los hijos de los Edwards en su
casa. Whitefield escribió que cuando predicó el domingo en
la mañana, Jonathan lloró durante casi todo el servicio. La
familia Edwards también tuvo un gran impacto sobre White‐
field:

Quedé maravillosamente satisfecho después de haber


estado en la casa del Sr. Edwards. Él mismo es un hijo
de Dios, y tiene a una hija de Abraham como esposa.
Hasta ahora no he conocido a una pareja más dulce. Sus
hijos no estaban vestidos con sedas y satines, sino con
materiales simples, como deben vestir los hijos de quie‐
nes deben ser ejemplo de simplicidad cristiana en todo.
Ella es una mujer adornada con un espíritu suave y apa‐
cible, que habla con mucha emoción y solidez de las co‐
sas de Dios, y parecía ser una gran ayuda para su espo‐
so, tanto que me hizo renovar esas oraciones que, por
muchos meses, he elevado ante Dios pidiendo que por
favor me envíe a una hija de Abraham para que sea mi
esposa. 31

Al año siguiente, Whitefield se casó con una viuda que John


Wesley describió como una “mujer sincera y compasiva”. 32

LA CRISIS ESPIRITUAL DE SARAH


Jonathan Edwards fue un personaje clave del Gran Desper‐
tar, el avivamiento que estaba impactando a todas las colo‐
nias. Tenía que viajar y predicar con frecuencia. Durante
esos viajes, la familia quedaba en casa lidiando con la tensión
de las finanzas. En 1741, Jonathan le pidió un salario fijo a la
iglesia debido a las necesidades crecientes de su gran fami‐
lia. Esto hizo que los feligreses escudriñaran el estilo de vida
de la familia Edwards, prestando atención a cualquier señal
de extravagancia. Un comité de salarios de la iglesia decretó
que Sarah debía llevar un informe detallado de cada gasto.
Durante este período de avivamiento público y estrés per‐
sonal, en enero de 1742, Sarah tuvo una crisis que luego le
describió a Jonathan, quien transcribió lo que ella le dijo y
publicó su historia en Some Thoughts Concerning the Pre‐
sent Revival of Religion [Reflexiones acerca del avivamiento
actual de la religión ]. 33 Por motivos de privacidad, no reveló
su nombre ni su género.

El alma habitaba en lo alto … y casi parecía estar fuera


de su cuerpo. La mente habitaba en un deleite puro que
la alimentaba y satisfacía, disfrutando del placer sin nin‐
gún dolor o interrupción…
[Tenía] visiones extraordinarias de cosas divinas, y
afectos religiosos que solían ser acompañados por gran‐
des consecuencias en el cuerpo. La naturaleza se ahoga‐
ba bajo el peso de los descubrimientos divinos, y el cuer‐
po perdía su fuerza. La persona perdía su capacidad de
permanecer de pie o de hablar. Algunas veces, las manos
se cerraban y bajaba la temperatura corporal, pero los
sentidos seguían funcionando. Sentía una gran emoción y
agitación física, y el alma estaba tan abrumada por la ad‐
miración y por una clase de gozo omnipotente, que no po‐
día evitar saltar con todas sus fuerzas, con alegría y eufo‐
ria… 34

Los pensamientos de la humildad perfecta con la que los


santos adoran a Dios en el cielo y se postran ante Su
trono vencen el cuerpo y lo llevan a una gran agitación.
35

No debemos creer que se mantuvo sola y encerrada durante


este período de dos semanas, ni que cada minuto estuvo mar‐
cado por este éxtasis. Jonathan estuvo fuera de casa todo el
tiempo, excepto por los dos primeros días. Así que ella debía
encargarse de la casa —cuidaba a sus siete hijos y a los hué‐
spedes, y asistía a reuniones especiales de la iglesia. Es pro‐
bable que nadie comprendiera en el momento la forma tan
grandiosa en la que Dios la estaba sacudiendo y formando
cuando estaba a solas con Él. Esto sucedió solo un mes
después de que Samuel Hopkins se mudara a su casa, así que
su impresión de la familia se formó en medio de los días que
más impactaron la vida de Sarah.
Varios biógrafos usaron métodos muy distintos para expli‐
car este período de la vida de Sarah Edwards, dejándonos
con el reto de tratar de entender lo que pasó en realidad.
Ola Winslow, una biógrafa que rechazaba la teología de
Edwards, usó el relato de la experiencia de Sarah para mini‐
mizar la importancia de que Jonathan aceptara las manife‐
staciones externas y activas del Espíritu Santo. Winslow es‐
cribió: “No hay duda de que el hecho de que su esposa expe‐
rimentara estas manifestaciones extremas lo inclinaba a
aceptar ese tipo de experiencias…”. 36
Parece insinuar que,
en circunstancias normales, Jonathan se habría opuesto a ex‐
periencias tan inusuales como las de Sarah, pero ya que de‐
bía justificar esas experiencias, se vio obligado a aceptarlas.
Otro experto en la vida de los Edwards, Perry Miller, quien
rechazaba la idea de cualquier experiencia sobrenatural,
solo pudo concluir que la historia de Sarah le proveyó a Jona‐
than un caso que podía usar como evidencia en contra de los
que pensaban que el “entusiasmo” venía de Satanás. Miller
asume que, aunque hoy en día sabemos que tales manifesta‐
ciones no podían ser realmente sobrenaturales, Edwards era
un hombre chapado a la antigua que pensó equivocadamente
que estaba sucediendo algo sobrenatural. Entonces, según
Miller, era conveniente que Edwards tuviera una experiencia
cercana que pudiera usar como evidencia en contra de los
escépticos.< 37
Elisabeth Dodds describe a Sarah como “agotada y en ne‐
cesidad; balbuceaba, alucinaba, se desmayaba torpemente”.
38
Dice que este fue un punto de inflexión, y lo atribuye al
estoicismo previo de Sarah, al hecho de tener que lidiar con
un esposo difícil y con muchos hijos, al estrés financiero, a
las críticas de Jonathan por la forma en que trataba a cierta
persona y a sus celos por el éxito de un pastor invitado mien‐
tras Jonathan predicaba lejos de casa. Dodds dice que no es
posible determinar si lo que experimentó fue un éxtasis reli‐
gioso o una crisis nerviosa. 39
¿Fue la experiencia de Sarah mayormente psicológica? Es
probable que no. Es inusual que una persona salga repenti‐
namente de una crisis psicológica, sin causa aparente, y que
simplemente esté bien luego de ella. Así que Dodds, quien
cree que esto en realidad fue una especie de crisis, sugiere
que Jonathan actuó como un precursor involuntario de la psi‐
coterapia cuando hizo que Sarah se sentara y le contara todo
lo ocurrido. 40
¿Tuvo su experiencia una causa espiritual? Es probable
que sí. Sabemos que nadie tiene motivaciones, acciones o ra‐
zones totalmente puras en sus actividades espirituales, pero
no hay duda de que tanto Jonathan como Sarah reconocían
que sus experiencias venían de Dios y que eran para el delei‐
te y el beneficio espiritual de Sarah. Ella habla claramente
de que la experiencia fue un encuentro espiritual. Por tanto,
un lector debe hacerse esta pregunta: ¿Demostraron los
Edwards ser personas con un juicio digno de confianza en
cuanto a temas espirituales? Si es así, sería un error tratar
de minimizar su comprensión de sus propias experiencias. Y
tampoco queremos minimizar la confirmación de Jonathan de
que la experiencia de Sarah fue de carácter espiritual, lo
cual está implícito en el hecho de que estuviera dispuesto a
publicar el relato.
El estrés por las finanzas, la angustia por haber molestado
a su esposo, los celos por el ministerio de otro —todas esas
cosas eran reales en la vida de Sarah. Y Dios usó esas cosas
para revelarse a ella, para mostrarle lo mucho que lo nece‐
sitaba, para revelarle su propia debilidad. Y entonces, cuan‐
do tuvo sensaciones casi físicas de la presencia de Dios, Él
fue aún más precioso y dulce para ella, por todo lo que le ha‐
bía perdonado y lo que había vencido a su favor.
Es bueno que recordemos la forma en la que Jonathan la
había descrito en su libro de griego. Sí, él estaba perdida‐
mente enamorado, pero no pudo haberse inventado esa des‐
cripción de la nada. Estaba escribiendo sobre cierta clase de
persona, y podemos ver quién era ella, incluso a través de los
ojos enamorados de Jonathan.

... hay ciertas temporadas en las que este Gran Ser, de


alguna forma invisible, se acerca a ella y llena su mente
con un dulce deleite extraordinario; y que a ella casi no
le importa nada, excepto meditar en Él. 41
Estas palabras son similares a la descripción que da ella
misma sobre su experiencia de la presencia de Dios. Y recor‐
demos que a sus trece años le encantaba

... estar sola, caminando por los campos y bosques, y pa‐


rece que siempre va conversando con alguien invisible.
42

Por lo general, los adolescentes de trece años que renuevan


sus fuerzas estando solos se convierten en adultos que re‐
nuevan sus fuerzas estando solos. ¿Dónde podía Sarah en‐
contrar esa soledad, una mujer que tenía un recién nacido
cada dos años, que recibía en su casa un flujo constante de
viajeros y aprendices, y que estaba expuesta a un pueblo que
notaba cada detalle de su vida?
La vida de Sarah se transformó después de estas semanas;
presentó los cambios que esperarías ver en alguien que ha
sido visitado por Dios de una manera tan especial. Jesús dijo:
“Por sus frutos los conocerán” (Mt 7:16). Jonathan dijo que
ella mostraba

una gran humildad, dulzura y bondad de espíritu y com‐


portamiento; y un gran cambio en aquellas cosas que
solían ser sus defectos; parece que se han superado y
que han sido consumidos por el reciente incremento de
gracia, ante los ojos de aquellos que más conversan con
ella y que más la conocen. 43

Él también aseguró a sus lectores que ella no estaba tan in‐


mersa en lo celestial como para olvidarse de ser útil en lo te‐
rrenal.

“Oh qué bueno”, dijo una vez la persona, “es trabajar


para Dios en el día, ¡y en la noche acostarse bajo Su
sonrisa!”. Las experiencias fuertes y los afectos religio‐
sos en esta persona no vienen con una disposición a
descuidar los asuntos necesarios de un llamado secu‐
lar... más bien, los asuntos del mundo los ha atendido
con prontitud, como parte del servicio a Dios: la persona
declara que hacerlo fue tan provechoso como la oración.
44

Su vida transformada tenía la huella de Dios, no la de un


desequilibrio psicológico. Es claro que Jonathan estuvo de
acuerdo con ella en que este fue un encuentro con Dios:

Si experiencias como esas son fruto del entusiasmo y de


un cerebro trastornado emocional o psicológicamente,
¡espero que mi propio cerebro sea dominado por ese
alegre trastorno! Si esto es una distracción, ¡le pido a
Dios que cautive a toda la raza humana con esta distrac‐
ción benigna, humilde, provechosa, bendita y gloriosa! 45

EL DESIERTO
Después de más de veinte años, Jonathan fue expulsado
injustamente de su iglesia en Northampton, pero tuvo que
quedarse con su familia en esa ciudad hasta encontrar otro
trabajo. No es necesario esforzarse demasiado para com‐
prender el estrés emocional y financiero de Sarah. Tuvo que
haber sido bastante difícil tener que quedarse donde habían
rechazado a su esposo. Pero además de eso, no había sueldo.
Así que Sarah vivió por un año en un ambiente hostil y cuidó
de su gran familia sin un ingreso fijo.
En un pueblo llamado Stockbridge, una comunidad de in‐
dios y algunos blancos estaban buscando urgentemente un
pastor al mismo tiempo que Jonathan buscaba la dirección de
Dios. En 1750, la familia Edwards se mudó a ese pueblo, en
el lado oeste de Massachusetts, en el área colonizada por los
británicos.
En 1871, la revista Harpers New Monthly publicó un ar‐
tículo que hablaba de Stockbridge, más de cien años después
de la muerte de Edwards. En el momento en que se publicó,
solo George Washington superaba su fama internacional.
Muchos párrafos de este artículo describían su papel crucial
en la historia de Stockbridge. Y aunque habían pasado déca‐
das, no habían olvidado la controversia de Northampton que
permitió que Jonathan llegara a Stockbridge.

En aquellos bosques salvajes, el siguiente en tomar la


vacante fue uno cuyo nombre no solo es altamente hon‐
rado en esta tierra, sino que es probable que en el exte‐
rior sea más conocido y honrado que cualquiera de
nuestros compatriotas, a excepción de Washington. Es
insuperable como predicador, como filósofo y como hom‐
bre piadoso... Pero... después de un ministerio muy
exitoso de más de 20 años, surgió una controversia en‐
tre él y su iglesia, y lo sacaron de entre ellos con brus‐
quedad y casi en deshonra. La adopción posterior de sus
perspectivas, no solo en Northampton sino en todas las
iglesias de Nueva Inglaterra, ha vindicado grandemente
su posición en esa lamentable controversia...

Él no se creía demasiado grande como para aceptar el


lugar que le ofrecieron [en el pequeño pueblo de Stock‐
bridge]...

Edwards era casi una máquina de pensamientos... No era


extraño que un hombre tan reflexivo llegara a ser indife‐
rente a muchas cosas de importancia práctica. Por esto,
se nos dice que el cuidado de sus asuntos domésticos y
seculares se le delegaba casi totalmente a su esposa,
quien felizmente, aunque era su alma gemela en muchos
sentidos y apropiada para ser su compañera, también era
capaz de asumir las responsabilidades que se le delega‐
ban. Se dice que Edwards no podía identificar a sus pro‐
pias vacas, y que tampoco sabía cuántas le pertenecían.
Parece que lo único que hacía era llevarlas y traerlas de
los pastos ocasionalmente, algo que estaba dispuesto a
hacer con tal de hacer el ejercicio que necesitaba. Hay
una historia relacionada con esto que ilustra su distrac‐
ción en cuanto a los asuntos de menor importancia. Una
vez iba por las vacas y un niño le abrió el portal hacién‐
dole una reverencia. Edwards reconoció su amabilidad y
le preguntó quién era su padre, a lo que el niño respon‐
dió: “Soy hijo de Noah Clark”... A su regreso, el mismo
niño volvió a abrirle la puerta. Edwards [volvió a pregun‐
tarle quién era]... Y él le respondió: “El hijo del mismo
padre de hace un cuarto de hora, Señor”. 46

EL ÚLTIMO CAPÍTULO
Aunque los miembros de esta familia casi no se habían en‐
frentado a la muerte, siempre fueron conscientes de que
estaba cerca. Era muy fácil que una mujer muriera dando a
luz. Era muy fácil que un niño muriera de fiebre. Era muy fá‐
cil que alguien fuera herido por una bala o una flecha por
causa de la guerra. Era muy fácil que la chimenea de una
casa soltara una chispa que comenzara un incendio, y así to‐
dos murieran dormidos.
Cuando Jonathan escribía a sus hijos, les recordaba a me‐
nudo —aunque no de una forma morbosa, sino casi como un
hecho— que la muerte podía estar cerca. Para Jonathan, la
realidad de la muerte llevaba automáticamente a la necesi‐
dad de la vida eterna. Una vez le escribió a su hijo Jonathan
Jr., de diez años, sobre la muerte de uno de sus amiguitos:
“Este es un llamado fuerte de Dios para que te prepares
para la muerte... Nunca descanses a menos que tengas una
evidencia clara de que eres convertido y una nueva criatu‐
ra”. 47
La primera página del último capítulo de sus vidas fue una
tragedia familiar.
Su hija Esther era esposa de Aaron Burr, el rector del Co‐
llege of New Jersey, la que hoy conocemos como Princeton.
El 24 de septiembre de 1757, este yerno de Jonathan y Sa‐
rah murió repentinamente, dejando a Esther sola con dos hi‐
jos pequeños. Esta fue la primera de cinco muertes familia‐
res en el mismo año.
La muerte de Aaron Burr dejó una vacante en la rectoría
del College of New Jersey, e invitaron a Edwards a que toma‐
ra el puesto. Jonathan había sido extremadamente produc‐
tivo en sus reflexiones y escritos durante los seis años que
estuvo en Stockbridge, así que no fue fácil dejar ese lugar.
Pero en enero de 1758 salió a Princeton, asumiendo que su
familia se uniría a él cuando llegara la primavera.
George Marsden describe ese momento:

Su hija Susannah, cuando ya tenía diecisiete años, dijo


que él se despidió de Sarah y de sus hijos “con tal afecto
que parecía que nunca regresaría”. Cuando salió de la
casa, se dio la vuelta y dijo: “Se los confío a Dios”. 48

Cuando apenas se había mudado a la casa del rector en Prin‐


ceton, recibió la noticia de que su padre había muerto. Como
dice Marsden: “Había desaparecido una gran fuerza en su
vida, aunque el poder de la personalidad ya se había desva‐
necido unos años atrás”. 49
En este último capítulo de la vida de Jonathan y Sarah, hay
momentos clave que encapsulan y confirman la obra de Dios
por medio de Sarah Edwards en cada rol principal que Él le
encomendó.

1. EL ROL DE SARAH COMO MADRE,


CON EL DESEO DE CRIAR HIJOS PIADO SOS

La muerte de Aaron Burr reveló que Sarah había prepara‐


do bien a su hija para enfrentar las tragedias inesperadas.
Dos semanas después de la partida de su esposo, Esther le
escribió a su madre:
Siento que Dios ha permanecido cerca, que me ha
sustentado y consolado como nunca antes lo había expe‐
rimentado... No dudo que tú y mi amado padre oran dia‐
riamente por mí, pero les suplico que oren encarecida‐
mente al Señor para que yo nunca... desmaye al recibir
Sus duros golpes... Temo comportarme de una forma
que deshonre... la religión que profeso. 50

En el momento más oscuro de su vida, la hija de Sarah


deseaba fervientemente no deshonrar a Dios.

2. EL ROL DE SARAH COMO ESPO SA DE JO NATHAN

Poco tiempo después de llegar a Princeton, Jonathan reci‐


bió la vacuna contra la viruela. Este procedimiento aún era
experimental en ese entonces. Desafortunadamente, contra‐
jo la enfermedad y murió el 22 de marzo de 1758, mientras
Sarah estaba en Stockbridge empacando las cosas de la fa‐
milia para mudarse a Princeton. No habían pasado ni tres
meses desde que se despidió en la puerta de la casa. Durante
los últimos minutos de su vida, sus pensamientos y sus pala‐
bras fueron para su amada esposa. Le susurró a una de sus
hijas:

Parece que la voluntad de Dios es que me vaya pronto;


así que quiero que le recuerdes a mi querida esposa que
la amo, y que le digas que la naturaleza de nuestra lar‐
ga unión atípica ha sido espiritual, y por eso continuará
para siempre. Espero que ella sea sostenida en medio
de esta prueba tan grande y que se someta con alegría
a la voluntad de Dios. 51

Una semana y media después, Sarah le escribió a Esther


(cuyo esposo había muerto solo seis meses antes):

Mi muy querida hija, ¿qué puedo decir? Un Dios santo y


bueno nos ha cubierto con una nube negra. ¡Oh que po‐
damos besar la vara y taparnos la boca! El Señor lo ha
hecho. Él me ha llevado a adorar Su bondad por habérno‐
slo concedido por tanto tiempo. Pero mi Dios vive; y Él
tiene mi corazón. ¡Oh qué legado nos dejó tu padre, mi
esposo! Todos estamos en manos de Dios; allí estoy, y allí
amo estar.

Tu cariñosa madre,
Sarah Edwards 52

Desafortunadamente, Esther nunca leyó la carta de su ma‐


dre. El 17 de abril de 1758, menos de dos semanas después
de la muerte de su padre, Esther murió de fiebre, dejando a
sus pequeños Sally y Aaron Jr. 53 Sarah viajó a Princeton para
estar con sus nietos por un tiempo, y después se los llevó con
ella de regreso a Stockbridge.

3. SU ROL COMO HIJA DE DIOS


En octubre, Sarah viajó hacia Stockbridge con los hijos de
Esther. En el camino se detuvo en la casa de unos amigos, y
allí murió de disentería. Esto sucedió el 2 de octubre de
1758, cuando tenía cuarenta y nueve años. Los que estuvie‐
ron con ella dijeron que “comprendía que su muerte estaba
cerca, expresando que aceptaba totalmente lo que Dios tenía
para ella y su deseo de… poder glorificarlo hasta el último
momento; y mantuvo este temperamento, calmada y resigna‐
da, hasta que murió”. 54
Sarah Edwards fue la quinta muerte en la familia en un
año, y la cuarta tumba de los Edwards que se agregó al ce‐
menterio de Princeton durante ese fatídico año en el que ter‐
minaron las vidas terrenales de Jonathan y Sarah Edwards.
Luego de más de 250 años, Jonathan Edwards sigue siendo
el teólogo más importante de los Estados Unidos y probable‐
mente el pensador más prominente. Ha impactado nuestra
forma de entender el mundo y de ver a Dios. Por supuesto,
eso nos lleva a querer saber más sobre Sarah. ¿Cómo podría
haber comprendido el regalo que nos estaba dando mientras
liberaba a Jonathan para que cumpliera con su llamado?
Pero, como con cualquier biografía, estaríamos perdiendo
el tiempo si nos contentáramos simplemente con husmear en
sus vidas para encontrar chismes interesantes. Por eso he
orado para que esta historia nos lleve a meditar en las ver‐
dades bíblicas y a valorarlas, de modo que seamos edificados
y animados.
Una forma en la que esto ocurre con las biografías es cuan‐
do reconocemos algo de nosotras mismas en la historia de al‐
guien más. Veo que Sarah Edwards fue la esposa de un pas‐
tor que era un pensador intensamente profundo, con convic‐
ciones fuertes basadas en la Biblia. Veo a una mujer que
amaba la verdad de Romanos 8:35: “¿Quién nos apartará del
amor de Cristo?”. Veo algo de mí misma en su vida. Así que
al leer sobre las dificultades y los retos que tuvo que enfren‐
tar, siento el gran peso de ellos, porque son similares a las
cargas que llevo. Y puedo ver cómo Dios obró para aliviar
sus cargas, y así reconozco más claramente cuando lo hace
con las mías.
Veo a una mujer que probablemente era bastante reserva‐
da y que, aun así, fue sobrecogida por una experiencia espi‐
ritual abrumadora que cambió su vida. Pienso que mi inclina‐
ción, si pasara por dos semanas similares a las suyas, sería
restarle importancia a la situación, racionalizarla de alguna
forma —como lo hicieron varios biógrafos de Sarah. Pero
veo a Sarah buscando la explicación en Dios. Como dice Co‐
losenses 3:16: “Que habite en ustedes la palabra de Cristo
con toda su riqueza: instrúyanse y aconséjense unos a otros
con toda sabiduría”. La vida de Sarah es una exhortación
para mí.
Ella exhortó aún más directamente a Samuel Hopkins
cuando él no estaba interpretando correctamente la obra de
Dios en su vida. Esa conversación fue de gran ánimo para mí
cuando la leí por primera vez, en medio de mi existencia ruti‐
naria con hijos pequeños. Todos tenemos conversaciones que
podrían olvidarse. De igual forma, la conversación entre Sa‐
rah y Samuel pudo haber quedado en el olvido, de no ser por
el diario de Hopkins. Su charla fue parte de una cadena que
avanzó al menos hasta Emerson y Thoreau, y seguro que no
se detuvo allí —solo que no tenemos los registros de lo que
pasó después, y después, y después. Usualmente no sabemos
cómo Dios entreteje los hilos de nuestras vidas una y otra y
otra vez.
También me impactó la forma santa en la que Jonathan y
Sarah amaban a sus hijos sin aferrarse a ellos. En una época
en la que la muerte merodeaba de cerca —por la guerra, las
enfermedades, los animales salvajes, las infecciones, los par‐
tos y las heridas— esperaría que los padres sujetaran a sus
hijos con fuerza, para mantenerlos siempre a la vista. Por el
contrario, Jonathan y Sarah, cuando ya vivían en los bosques
peligrosos de Stockbridge, permitieron que su hijo de diez
años, Jonathan Jr., fuera a un viaje misionero con un evange‐
lista para predicarle a los indios en las montañas… ¡Su hijo
de diez años!
Esto no quería decir que ignoraban los peligros. Este fue el
momento en el que Jonathan le escribió a Jonathan Jr. sobre
la muerte de su amiguito. “Este es un llamado fuerte de Dios
para que te prepares para la muerte... Nunca descanses a
menos que tengas una evidencia clara de que eres converti‐
do y una nueva criatura”. 55
No, ellos eran muy conscientes
de la proximidad de la muerte física. Pero la muerte del cuer‐
po no era lo que motivaba sus oraciones por sus hijos y sus
exhortaciones a ellos. La cercanía de la muerte física no los
llevaba a temer el final de sus vidas, sino la ausencia de la
vida eterna. Esta es una perspectiva que me gustaría tener
con las personas que amo.

Sarah Edwards fue la que sustentó, protegió y construyó el


hogar de Jonathan Edwards, cuya filosofía y pasión por Dios
siguen siendo vitales trescientos años después de su naci‐
miento. Fue la madre piadosa y el ejemplo de once hijos que
se convirtieron en los padres de ciudadanos excepcionales de
este país y —algo inmensamente más importante para ella—
muchos también se convirtieron en ciudadanos del cielo. Ella
fue la anfitriona que consoló y le dio ánimo a Samuel Ho‐
pkins, y quién sabe a cuántas más personas, que luego mi‐
nistraron a otros, que luego ministraron a otros, y luego...
Fue un ejemplo para George Whitefield y para quién sabe
cuántos más, de lo que es ser una esposa piadosa.
En todo, era una hija de Dios, que desde una corta edad ex‐
perimentó una comunión dulce y espiritual con Él, que creció
en gracia con los años y, al menos una vez, recibió una visita
extraordinaria de Dios que transformó su vida.
Así como Sarah Edwards no tenía idea de todas las genera‐
ciones que serían influenciadas por medio de su interacción
con Samuel Hopkins, hay dos mujeres que probablemente
no sepan el impacto que han causado en mí y, por tanto, en
mi esposo, mis hijos, mis amigos y mi iglesia. Mucho antes
de que mi esposo fuera llamado a servir en el púlpito, yo ad‐
miraba a las esposas de nuestros pastores, una en Califor‐
nia y otra en Minnesota. Dios las usó para prepararme para
mi rol futuro, algo que ninguno de nosotros esperaba. Así
que dedico esta historia de Sarah Edwards a Delores Hoel‐
dtke y Anne Ortlund.
Pero Él [Dios] me dijo: “Te basta con Mi gracia, pues Mi po‐
der se perfecciona en la debilidad”. Por lo tanto, gustosa‐
mente haré más bien alarde de mis debilidades, para que
permanezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regoci‐
jo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y difi‐
cultades que sufro por Cristo; porque, cuando soy débil, en‐
tonces soy fuerte.

— 2 C ORINTIOS 12:9–10

¿Acaso no lo sabes? ¿Acaso no te has enterado? El Señor es


el Dios eterno, Creador de los confines de la tierra. No se
cansa ni se fatiga, y Su inteligencia es insondable. Él forta‐
lece al cansado y acrecienta las fuerzas del débil. Aun los jó‐
venes se cansan, se fatigan, y los muchachos tropiezan y
caen; pero los que confían en el Señor renovarán sus fuer‐
zas; volarán como las águilas: correrán y no se fatigarán,
caminarán y no se cansarán.

— ISAÍAS 40:28–31
LILIAS TROTTER

Fiel en la debilidad

E n el año 354 d. C., si viajabas miles de kilómetros hacia


el sur de Londres —que en esa época se llamaba Londi‐
nium y era un asentamiento bullicioso gobernado por Roma
— llegabas a la tierra de los francos y luego al mar Medite‐
rráneo. Después de cruzar el Mediterráneo, el primer lugar
al que llegabas era la tierra que ahora se conoce como Arge‐
lia. En esa época se llamaba Numidia y era una provincia del
imperio romano. Ese año, en un pueblo pequeño de Numidia,
un granjero y su esposa tuvieron un bebé al que llamaron Au‐
relius Augustinus. Nosotros lo conocemos como San Agustín,
uno de los gigantes de la historia de la Iglesia.
Durante sus años como obispo de Hipona (ahora Annaba,
Argelia), el imperio romano comenzó a caer en la ruina.
Agustín murió cuando los Vándalos destructores llegaron a su
tierra. Después de los Vándalos llegó el imperio bizantino.
Luego llegaron los árabes del este en los años 600, trayendo
el islam y el idioma y la cultura árabe. Desde el siglo XVI
hasta los inicios del siglo XIX, el imperio otomano fortaleció
el dominio del islam en esta región. Cuando los franceses se
apoderaron de Argelia en 1830, la iglesia cristiana ya había
desaparecido.
Mil quinientos años después del nacimiento de Agustín, mil
doscientos años después de la gran migración árabe hacia el
oeste, y veintitrés años después de la invasión francesa, Ar‐
gelia ni siquiera le pasaba por la mente a Alexander e Isabe‐
lla Trotter. El 14 de julio de 1853 nació su hija, Isabella Li‐
lias. Desafortunadamente, no alcanzaron a ser testigos del
momento en el que Argelia se volvió un lugar tan importante
para Lilias.
Alexander Trotter era un corredor de bolsa respetado. Su
familia lo describía como un hombre de “carácter encanta‐
dor, lleno de amor, dulzura, generosidad y abnegación”. 1 Mo‐
straba respeto hacia personas de diversas clases sociales, lo
que lo llevó a expresar su fe cristiana con un “interés espe‐
cial por la condición de instituciones públicas”, tales como
cárceles, hospicios y orfanatos. Le encantaban las experien‐
cias nuevas y estaba fascinado con las maravillas del mundo
natural, el cual estudiaba por sí mismo o por medio de los
diarios científicos que tanto le gustaban. Lilias y sus herma‐
nos recordaban que les ayudaba con experimentos en casa y
los llevaba a exposiciones y conferencias sobre ciencia.
Décadas más tarde, en Argel, Lilias escribió lo siguiente
sobre su padre después de haber guardado algo en la mesa
que estaba junto a su cama:

Esto se encuentra a mi lado, dentro del cajón de la que


antes era la mesa del vestidor de mi padre —el cajón
que él solía llamar mi jardín, y el que estaba al lado era
el de Alec [su hermano]. Allí solía esconder regalitos, li‐
bros ilustrados o juguetes que nos compraba en su reco‐
rrido desde la ciudad. 2

Isabella Trotter, la mamá de Lilias, estaba interesada en un


amplio rango de temas, desde la jardinería y la decoración
hasta la geología y la botánica. “Su naturaleza compasiva la
hacía una defensora fuerte de los necesitados... y fue esa
misma preocupación natural por los demás lo que se eviden‐
ció en años posteriores en su hija”. 3 En las cartas de Isabella
hay descripciones y un gusto especial por la belleza que lue‐
go reaparecen en los escritos de Lilias. La Sra. Trotter se
aferraba con fuerza a su fe cristiana, aunque sus padres y ot‐
ros familiares eran más “tolerantes y de mente abierta”. Pa‐
rece que era más espontánea que su esposo y menos orienta‐
da a la ciencia. Una vez, cuando estaba de viaje con Alexan‐
der, le escribió a sus hijos contándoles que había discutido
con su esposo en broma por la longitud de la cola de un co‐
meta: “Yo digo que parece medir un poco menos de dos me‐
tros, y tu papá dice que es difícil saberlo, pero que en reali‐
dad mide cerca de un grado y medio, o casi seis veces el diá‐
metro de la luna”. 4
El padre de Lilias murió cuando ella tenía doce años. Su fa‐
milia la vio cambiar de una forma muy marcada mientras
aprendía a depender de su Padre celestial ahora que su
papá, Alexander, se había ido. A veces, cuando esperaban
encontrarla jugando, la encontraban orando en su cuarto.
Las personalidades, la fe, los intereses y las cualidades
personales de Alexander e Isabella se reflejaron claramente
en su hija Lilias durante su crecimiento. Su padre murió muy
pronto y no alcanzó a ver la mujer en la que se convirtió.
Pero, al parecer, su madre aprobaba la vida de ministerio
que Lilias había escogido y además alentaba el talento ar‐
tístico natural y extraordinario que veía en ella. Las únicas
reliquias de la niñez de Lilias son un dibujo y un cuaderno de
bocetos que le dio su madre —una posible muestra de que
apoyaba la destreza artística de Lilias. 5

EL COMIENZO DE SU MINISTERIO
Cuando Lilias tenía diecinueve años, ella y su madre asistie‐
ron por primera vez a la conferencia Higher Life —precurso‐
ra de lo que hoy conocemos como los Ministerios Keswick. 6

Después de eso, asistió casi todos los años, y las conferen‐


cias influyeron grandemente en la profundización de su vida
espiritual. En años posteriores, sus amigos de Keswick le
dieron su apoyo y enviaron más personal para el ministerio
al que Dios la llevaría.
Todos los años, después de la conferencia, Lilias participa‐
ba en las misiones locales que preparaban los que organiza‐
ban la conferencia. Por ejemplo, en una carta su hermana ex‐
plica cómo ayudaron a servir una cena para los conductores
de ómnibus, quienes trabajaban duro en los “buses” halados
por caballos:

¿Dónde crees que estábamos Lilias y yo anoche entre


las diez y media y las tres de la madrugada? Fue un
tiempo muy bueno. Aunque fue una noche muy lluviosa,
llegaron cerca de ciento ochenta hombres. Algunos no
pudieron llegar sino hasta la una de la madrugada.
Disfrutaron de una cena deliciosa y cantaron un mon‐
tón… Creo que fue de mucha bendición; muchos de ellos
no van a ninguna parte a descansar. 7

Durante este tiempo de ministerio en la década de 1870,


Dwight L. Moody realizaba cuatro campañas grandes en
Londres cada año. Como miembro del equipo de voluntarios
para las campañas, Lilias recibió entrenamiento por parte
del mismo Moody sobre cómo hablar con las personas que
estaban buscando y preguntando sobre Dios. Hacía poco
tiempo, Moody había comenzado a usar el Libro sin palabras
. 8 Es probable que haya sido él quien le presentó esta herra‐
mienta evangelística a Lilias. En Argelia, años después, Lilias
menciona el Libro sin palabras , especialmente cuando el
idioma fue una barrera para ella. 9 Pero en 1875, no tenía ni
idea de que este entrenamiento evangelístico sería su prepa‐
ración para las misiones, pues en ese momento las misiones
no tenían mucha importancia para ella.
Sus experiencias en esas misiones locales fueron los pelda‐
ños que llevaron a lo que llamaríamos actualmente un “mi‐
nisterio en la ciudad” en Londres. Servía en el Welbeck St‐
reet Institute, un lugar parecido a un albergue que propor‐
cionaba vivienda y alimento a mujeres pobres que necesita‐
ban ayuda.

DOS PASIONES CONSUMIDORAS


En 1876, cuando Lilias tenía veintitrés años, viajó con su ma‐
dre y su hermana a otros lugares de Europa. La primera vez
que vio los Alpes cubiertos de nieve, “la belleza majestuosa
de este lugar la abrumó tanto que rompió en llanto”. 10 Viajes
como este llenaban sus ojos y su alma sensible de color y de
luz, que luego plasmaba en su cuaderno de dibujos con su
mano habilidosa.
Durante este mismo viaje comenzaron dos amistades muy
importantes. Primero, en una convención en Suiza, conoció a
Blanche Haworth, quien se convirtió en una amiga cercana, y
una década después fue su compañera de misiones y mejor
amiga.
Luego, en Venecia, la Sra. Trotter se enteró de que John
Ruskin se estaba hospedando en el mismo hotel que ella.
Ruskin era un “artista, crítico, filósofo social y personaje
destacado en la Inglaterra victoriana”. 11 Era la voz del mun‐
do artístico en su época. Si decía que algo era bueno, en rea‐
lidad lo era. La Sra. Trotter le envió un paquete de las acua‐
relas de Lilias y una nota: “La Sra. Alex Trotter tiene el pla‐
cer de enviarle al Profesor Ruskin las acuarelas de su hija y
está preparada para que él le diga que no son muy buenas —
ella dibuja desde su niñez y ha recibido muy poca instruc‐
ción. En cualquier caso, sería muy valioso para la Sra. Tro‐
tter saber qué opina el Sr. Ruskin”. 12
Aunque a Lilias le encantaba pintar y fácilmente se le
salían las lágrimas al ver la belleza, era cierto que no había
recibido una educación formal en artes. Su destreza era un
don. Su hermana recordaba con gracia e ironía: “Afortunada‐
mente solo hizo un curso corto de dibujo de paisajes —en un
salón cerrado— del cual no obtuvo ningún beneficio”. 13
Ruskin describió las acuarelas que recibió como “un traba‐
jo extremadamente bien pensado y cuidadoso”. 14 Aunque las
palabras suenan moderadas, su respuesta reflejaba más en‐
tusiasmo. Les mostró a las Trotter los tesoros artísticos de
Venecia, le asignó tareas de dibujo a Lilias y la invitó a ser su
estudiante cuando regresara a Inglaterra. La tomó como su
discípula, fue su tutor y le pronosticó un gran futuro como ar‐
tista de talla mundial. Ella y su hermana lo visitaban con fre‐
cuencia en su casa en Lake District, donde ayudó a Lilias a
perfeccionar su habilidad. Estas semanas de inmersión en el
color, las formas y la belleza renovaron el espíritu de esta jo‐
ven, quien pasaba el resto de su tiempo en los distritos más
opacos de Londres.
Más adelante, cuando Lilias tenía veintiséis años, Ruskin se
sintió frustrado porque ella hacía otras cosas que la distraían
del arte. No aprobaba la forma en la que ella dividía sus se‐
manas, ya que pasaba demasiado tiempo en las calles de
Londres y poco tiempo con sus pinturas. Por eso, Ruskin le
explicó la gloria de la vida artística que veía en su futuro. Le
dijo que si se dedicaba al arte, “sería la pintora más grandio‐
sa y haría cosas que serían inmortales”. 15
Esta fue una decisión dolorosa. Había dos pasiones en su
vida que la consumían simultáneamente: el arte y el ministe‐
rio, pero sabía que era imposible que las dos la consumieran
completamente. No es posible servir totalmente a dos seño‐
res. Sin embargo, se dio cuenta de que es posible que una de
las pasiones fuera sierva de la otra, pero debía decidir cuál
de ellas tendría preeminencia.
Lilias reflexionó sobre sus deseos por varios días y oró
para que Dios le mostrara claramente Su llamado. Su amiga
Blanche Pigott escribió:
Me dijo que esos pocos días le parecieron años.

En una carta… me escribió: “Entenderás que no es por


vanidad que te lo digo [los cumplidos que le hizo Ruskin
por su trabajo] —al menos creo que no, porque sé que
este don no viene de mí, así como no fui yo quien decidió
de qué color sería mi cabello— sino porque necesito que
ores para yo poder ver claramente el camino que Dios
tiene para mí”. El gran deleite que sentía... al pensar en
una vida entregada al arte y rodeada de arte solo hacía
que procurara más el ser guiada únicamente por la vo‐
luntad de Dios. 16

A ella le encantaba el arte y sabía que Dios podía usar su in‐


fluencia en ese campo para los propósitos de Su Reino. Pero
al final dijo: “Ahora lo veo tan claro como la luz del día: no
puedo entregarme a la pintura en la forma que propone
[Ruskin] y seguir buscando ‘primeramente el Reino de Dios y
Su justicia’”. 17
Ahora era libre para entregarse de todo corazón a su mi‐
nisterio en Londres. Siguió siendo amiga de Ruskin hasta que
él falleció, y él nunca entendió su decisión. Siguió amando el
arte —¿cómo no hacerlo cuando su alma era tan tiernamente
vulnerable a la belleza? Pero ahora lo disfrutaba como un
don, no como una pasión. Mucho tiempo después, se dio
cuenta aún más de la importancia de enfocarse en Jesús en
vez de en todas las cosas buenas que nos da.

Nunca había sido tan fácil vivir en media docena de mun‐


dos inofensivos al mismo tiempo: el arte, la música, las
ciencias sociales, los juegos, el automovilismo, cierta pro‐
fesión y así sucesivamente. Y entre ellos, corremos el rie‐
sgo de ir a la deriva, cuando lo “bueno” esconde lo “me‐
jor”...
Es fácil descubrir si nuestras vidas están o no enfoca‐
das, y si lo están, en qué. ¿A dónde van nuestros pensa‐
mientos cuando recuperamos la conciencia en la maña‐
na? ¿A dónde regresan cuando se va la presión del día?...
Atrévete a decírselo a Dios... y pídele que te muestre si
todo está enfocado en Cristo y en Su gloria...
¿Cómo hacemos que las cosas estén bien enfocadas?
No es mirando las cosas que se deben eliminar, sino mi‐
rando lo que hay que resaltar. Pon los ojos de tu alma en
Jesús, y míralo una y otra vez, y todo lo que esté lejos de
Él palidecerá. 18

EL MINISTERIO Y SU VIDA PERSONAL


Lilias trabajó por más de diez años con el Welbeck Street In‐
stitute, y continuó allí cuando el instituto se fusionó con otras
organizaciones para formar la primera YMCA (Asociación
Cristiana de Jóvenes, por sus siglas en inglés). Las metas en
Welbeck encajaban bien con el objetivo de la nueva YMCA,
de “unir a las jóvenes en oración y evangelismo, para promo‐
ver la amistad cristiana y la ayuda mutua, y para promover el
bienestar moral, social y cultural de sus miembros”. 19
Para Lilias, servir en el ministerio significaba ayudar a
crear y manejar lugares y programas que beneficiaran a ni‐
ñas trabajadoras pobres para que pudieran comer y dormir.
Esto requería enseñar la Biblia a mujeres y niños. Y, además,
realizaba obras de rescate, que implicaba estar en cualquier
lugar donde las mujeres necesitaran ayuda para salir de
situaciones difíciles, tal vez “sentándose con una niña pobre
y trastornada para salvarla del suicidio”; 20
o tal vez incluso
salir a la calle para ofrecer un lugar seguro a las prostitutas.

Para muchas jóvenes que estaban desamparadas en la


ciudad y que no tenían habilidades ni empleos, [la pro‐
stitución] era un recurso trágico. Lilias atravesaba las
calles sin temor para rescatar a estas mujeres... Las
traía al albergue para que descansaran durante la no‐
che y para que se capacitaran en un oficio que les per‐
mitiera tener un trabajo, y también les presentaba al
Buen Pastor. 21

Las decisiones ministeriales de Lilias tuvieron implicaciones


directas en su vida personal. La Inglaterra victoriana tenía
varios niveles muy marcados en cuanto a la clase social. Al
tomar la decisión de trabajar entre las que eran considera‐
das las personas de clase más baja en la sociedad, se estaba
apartando de sus amigos de la clase alta. En primer lugar,
las mujeres decorosas no “trabajaban” y, ciertamente, no ca‐
minaban solas ni frecuentaban esos lugares de la ciudad. Las
madres en el nivel social en el que nació Lilias no habrían
querido que sus hijos se casaran con una mujer de un com‐
portamiento tan indecoroso. En efecto, Lilias estaba toman‐
do la decisión de quedarse soltera.

UNA VISIÓN MÁS AMPLIA


En 1884 —cuando Lilias tenía unos veintinueve años— le hi‐
cieron una pequeña cirugía. Estaba tan exhausta desde antes
de la misma, que la recuperación en casa fue larga y pasó va‐
rias semanas sin trabajar en la YMCA. Además, su corazón
quedó con un daño permanente. Pero ni siquiera un corazón
débil, que hubiera convertido a muchas mujeres en seminvá‐
lidas, la pudo mantener en casa. Cuando regresó a su mi‐
nisterio, Dios estaba preparando una visión más amplia para
ella.

Estaba ocupada trabajando en Londres; todo estaba pro‐


sperando, con la bendición de Dios, y estaba segura de
que pasaría toda mi vida en ese lugar. El tema de las
misiones me parecía aburrido, y sobrepasaba totalmente
mis horizontes. Pero tenía dos amigas con quienes com‐
partía bastante en ese entonces, y ambas estaban carga‐
das por la oscuridad que había en el exterior [por los lu‐
gares del mundo en donde no había llegado el evangelio].
No recuerdo que me hubieran dicho algo a mí directa‐
mente, pero uno podía percibir su pasión por ello; esta‐
ban llenas de emoción y, después de un tiempo, a pesar
de que aún no me interesaba el tema, comencé a sentir
que tenían una comunión con Jesús que yo no había expe‐
rimentado. Yo en realidad lo amaba, y me entristecía no
tener lo mismo que tenían ellas, así que comencé a orar:
“Señor, dame una comunión contigo que me ayude a sen‐
tir por ellos [los pueblos no alcanzados] lo que Tú les has
hecho sentir a ellas dos”.
No pasaron muchas semanas antes de que comenzara a
sentir un amor extraño y fuerte por los que estaban “en
la tierra de la sombra de muerte”, una sensación de que
Jesús podía hablarme al respecto y yo podía hablarle a
Él; de que se había derrumbado una gran barrera entre
nosotros. Yo nunca había considerado salir de Inglaterra,
ni siquiera había pensado animar a otros a que lo hicie‐
ran, pero Dios abrió mi camino hacia la oscuridad [al
campo misionero donde la estaba guiando] antes de que
pasara un año y medio. 22
Comenzaron a ocurrir dos cosas. Primero, comenzó a sentir
un peso por las necesidades de los lugares lejanos donde no
había llegado el cristianismo. Segundo, como dijo una de sus
amigas: “Me dijo que cada vez que oraba, las palabras ‘Áfri‐
ca del Norte’ sonaban en su alma, como si una voz la estuvie‐
ra llamando”. 23
Pero en realidad no parecía viable que se fuera a otro lu‐
gar, ya que se había comprometido a cuidar a Jaqueline, su
hermana inválida, por seis meses cada año, pocos años
después de que muriera su madre.
Entonces, en mayo de 1887, escuchó a un conferencista
misionero decir que hacía apenas cuatro días había estado
en Argelia, África del Norte. Ella dijo: “En esa primera frase
sonó el llamado de Dios. Si Argelia estaba tan cerca, podría
pasar la mitad del año allí y la otra mitad en casa… y esa
misma noche quedé plenamente convencida de que ese era el
plan de Dios para mí”. 24
El día de su cumpleaños número treinta y cuatro, el 14 de
julio de 1887, envió una solicitud a la organización North
African Mission [Misiones al Norte de África]. A ellos no les
pareció sabio hacerse responsables de ella, ya que su cora‐
zón débil no le permitió pasar el examen de salud. Estaban
dispuestos a que ella “trabajara en sintonía con esta misión,
pero no en ella”. 25

ARGELIA
Así que el 5 de marzo de 1888, Lilias Trotter salió con lo que
ella misma describió como “un extraño sentimiento de aleg‐
ría, de completa libertad y abandono en las manos de Dios”.
26
Sus acompañantes eran Lucy Lewis y Blanche Haworth,
quien había sido una gran amiga desde que se conocieron en
Suiza. Blanche se convirtió en la compañera de trabajo con‐
stante de Lilias y en su amiga más cercana por treinta años,
mientras otras personas iban y venían.
Las mujeres salieron de Inglaterra menos de nueve meses
después de que Lilias sintiera el llamado de Dios. La mayoría
de los misioneros contemporáneos estarían de acuerdo en
que ese tiempo no es suficiente para uno prepararse; sin em‐
bargo, realmente había pasado por treinta y cuatro años de
preparación. Dios no desperdicia nada, y toda su vida hasta
ese momento la había preparado para ir a las misiones en
formas que no se le hubieran ocurrido a los programas de
capacitación misionera que tenía a su disposición.
Las mujeres navegaron hasta Argel el 9 de marzo de 1888.
Este equipo pequeño de misioneras trajo consigo numerosos
obstáculos.

Ninguna de ellas pudo pasar los exámenes médicos de


las organizaciones misioneras... Ninguna de las tres mu‐
jeres tenía contactos en Argelia y tampoco sabían nada
de árabe. No tenían idea de cómo comenzar un trabajo
en una tierra a la que nunca habían llegado misioneros.
27
Si Dios obra a través de la debilidad humana, como creía Li‐
lias, ¡aquí la tenía en pleno vigor!
Comenzaron a orar por tres cosas que se convirtieron en
el clamor de su corazón en los años siguientes: que se abrie‐
ran las puertas, los corazones y los cielos. Con simplemente
dar los pasos prácticos que tenían por delante, se encontra‐
ron con las barreras que las separaban de las personas de
aquel lugar.
La barrera más grande era el islam. Seguir esta religión
requería, igual que ahora, cinco deberes que se conocen
como los pilares del islam: la confesión de fe, orar en árabe
cinco veces al día, ayunar durante los treinta días de Rama‐
dán, dar limosnas y el peregrinaje a la Meca o a otros luga‐
res santos. El cumplimiento de estas actividades se mezclaba
con la vida diaria y la cultura, pero en realidad no transfor‐
maba la vida de las personas.
Pocas semanas después de su llegada, Lilias recibió la noti‐
cia de que su hermana inválida había muerto. Esto fue un
golpe duro. El plan de Lilias era dividir cada año por la
mitad, entre las misiones en Argelia y el cuidado de Jaqueli‐
ne. En el momento en que Lilias se despidió de Jaqueline,
esperaba verla de nuevo en seis meses. Lucy y Blanche
estuvieron con ella para ayudarla a sentir el consuelo de
Dios en medio de su dolor.
Justo en el momento en que llegaron las cartas, íbamos
saliendo hacia la iglesia. Me hicieron esperar media
hora y después llegamos a tiempo para el servicio de la
Santa Cena. Fue tan hermoso llegar directamente a la
Santa Cena antes de comprender totalmente lo que ha‐
bía sucedido. Me ha ayudado mucho hacer todo el tra‐
bajo doméstico, ya que el cansancio físico me ayuda a
dormir. Dios ha sido muy bueno. 28

Ahora Lilias tenía la libertad para enfocarse totalmente en


su trabajo en Argelia.

EL IDIOMA Y LA VIDA
Su primera tarea era aprender árabe. En la actualidad, los
misioneros pueden tomar clases para aprender un nuevo
idioma. Lilias y sus compañeras tuvieron que inventarse sus
propios métodos, usando los recursos que tenían a la mano.
Su primer intento fue escribir el Evangelio de Juan palabra
por palabra en árabe. Fue necesario que tradujeran del in‐
glés al francés y luego al árabe, porque la herramienta que
tenían era un diccionario de francés-árabe. Solían asistir a
clases de árabe, hasta que la maestra se enfermó y renunció.
Se reunían con un joven tres veces a la semana, pero luego
él se asustó y decidió no regresar. Después de algunos me‐
ses, contrataron a un tutor profesional. “Oh cuanto anhela‐
mos poder hablar el idioma”, escribe Lilias. “El poder de ha‐
blar solo se obtiene interactuando con la gente —pero el
tiempo mostrará cuál es el plan de Dios”. 29
Aunque su meta era vivir con árabes y ministrar entre
ellos, las mujeres establecieron su primer hogar en el barrio
francés de la ciudad porque sabían hablar francés. (En todo
el tiempo que estuvieron allí, Argelia seguía siendo una colo‐
nia francesa. ) Cuando llegaron por primera vez, ansiaban
conocer a todo el que estuviera dispuesto a pasar tiempo con
ellas. Algunos de sus primeros contactos fueron vecinos que
hablaban francés, a quienes invitaban a las reuniones domi‐
nicales en su casa.
Incluso antes de saber mucho árabe, le pidieron a su tutor
que tradujera algunas porciones de la Escritura al árabe y
las convertían en tarjetas decorativas. También las llevaban
a la parte árabe de la ciudad para distribuirlas, y así comen‐
zaban a conversar con hombres árabes que hablaban fran‐
cés. En los cafés, los meseros a veces les leían los versículos
en voz alta a todos los clientes. En la zona costera, las muje‐
res distribuían tarjetas en varios idiomas a marineros de mu‐
chos países. Y así, sobre la marcha, había más y más oportu‐
nidades para que ellas practicaran el idioma.

LAS MUJERES ÁRABES


Sin embargo, seguía siendo difícil hablar con las mujeres
árabes. Aunque muchos hombres sabían francés, las mujeres
en general solo sabían árabe. Lilias y sus compañeras no
tendrían forma de comunicarse con la mayoría de las muje‐
res del lugar hasta que aprendieran el idioma.
Otra barrera era que las mujeres usualmente estaban en‐
cerradas en sus casas. La mujer árabe le pertenecía a su pa‐
dre hasta el matrimonio, y luego le pertenecía a su esposo.
Su vida era servir primero a uno, y luego al otro. Luego de
los diez años, a las niñas les ponían un velo y les impedían
cualquier contacto con los hombres.
En ese entonces, como ahora, la única forma de que una
mujer alcanzara a otra mujer era si la invitaban a alguna
casa. Los niños solían ser el medio para entrar. Cuando estas
mujeres inglesas se hacían amigas de un niño en el umbral de
alguna puerta, a veces él las llevaba a conocer a su madre.
Lilias describió la escena de lo que encontraban al entrar a
una típica casa árabe junto a un callejón estrecho en la anti‐
gua ciudad árabe, la Casba. El patio era pequeño, no tenía
sillas ni zonas verdes, había muchas personas y los utensilios
de cocina estaban regados por todas partes, deteriorados y
desordenados:

Todas las mujeres se movían libremente y cocinaban


juntas en el jardín del primer piso. Cuando entraba un
hombre, se aclaraba la garganta con fuerza en el vestí‐
bulo pequeño junto a la puerta de entrada, y todas las
mujeres y las niñas corrían inmediatamente a sus cuar‐
tos, como conejos a sus madrigueras; bajaban las corti‐
nas que usaban como puertas y todas se iban a excep‐
ción de sus propias esposas, pues ellas reconocían la
garganta de su señor y maestro. Tan pronto él entraba a
su cuarto, todas volvían a salir. En todas las casas hay
cuatro o cinco familias, y en el contrato de alquiler de
un cuarto se estipula que, a menos que sea por enfer‐
medad o una necesidad urgente, los hombres no deben
entrar entre las 7 de la mañana y las 7 de la noche, ex‐
cepto para su comida del mediodía, y eso nos da mucha
más libertad a nosotras. 30

El obstáculo más grande era que el mensaje del evangelio


era inconcebible.

Hablamos con una [mujer] que sabía francés. Comenza‐


mos a mencionar el amor de nuestro Señor y ella sacu‐
dió la cabeza con tristeza. “No, Él no ama a las mujeres,
solo ama a los hombres”. En ese momento recitamos
Juan 3:16. Pero ella solo decía una y otra vez: “No, no, al
mundo no, a las mujeres no”. 31

Más adelante, cuando las oraciones fueron contestadas y una


mujer se convirtió al cristianismo, se enfrentaron a ciertas
barreras culturales. La mujer quería obedecer la Escritura y
ser bautizada, pero había un problema.

El problema era que las mujeres no podían concebir el


hecho de que un hombre extraño las tocara. “Es un pe‐
cado, es imposible”, les decían a los misioneros... Ellos
siguieron orando y, para su alegría, resultó que el espo‐
so de la mujer (que también era cristiano) estuvo de
acuerdo en que la bautizara el Sr. Brading, un misione‐
ro que conocían. Fue un asunto sensible para ella, pero
al final cedió. 32

Desde el comienzo, Lilias sentía un llamado especial a servir


a las mujeres, y esa carga permaneció. A lo largo de los
años, soñaba con las formas en las que podría alcanzarlas.
Sabía que no había una estrategia que funcionara en todos
los casos. Junto con sus compañeras de trabajo visitaban a
las mujeres en sus casas y daban clases de bordado y de Bi‐
blia para niñas y mujeres. En las pocas ocasiones en que las
mujeres salían de sus casas, usualmente para ceremonias en
las tumbas de sus parientes, las mujeres europeas rentaban
un cuarto para un “día de puertas abiertas” en el que las mu‐
jeres del lugar podían relajarse y socializar fuera de sus ca‐
sas.
Aunque casi todas las mujeres musulmanas eran analfabe‐
tas, Lilias tuvo un interés especial porque hubiera buena lite‐
ratura cristiana para ellas, esperando el día en el que las ni‐
ñas pudieran tener acceso a la educación. Más adelante, en
1909, cuando la sociedad fue cambiando, pudo ver que se
acercaba ese momento. Escribió a sus compañeros misione‐
ros en todo África del Norte:

Que haya literatura nueva para las mujeres cristianas.


¿Los misioneros suspiran por esto creyendo que está le‐
jos el día en el que sea necesaria? Tal vez no esté tan le‐
jos. Tenemos un Dios que vive en la eternidad y que no
tiene límites. Podemos prepararnos para las lluvias, como
los azafranes del otoño de esas tierras del sur, que se
asoman en fe, aunque por ahora casi no haya nubes en el
cielo…
Oren para que Dios levante a mujeres cristianas inteli‐
gentes entre ellos, que nos ayuden a entender mejor la
mentalidad de este pueblo y a lograr las condiciones de
vida que queremos para ellas.
Y no sintamos que “todo es muy prematuro”. A menudo
la fe es prematura; trata con “lo que aún no se puede
ver”. Ya casi empezamos a ver esta realidad. No perda‐
mos nuestra última oportunidad de creer mientras espe‐
ramos que el alba traiga el día. 33

LAS TIERRAS DEL SUR


En marzo de 1893, cuando Lilias tenía casi cuarenta años,
ella y Blanche hicieron su primera expedición al desierto, a
Biskra, que estaba a casi 400 kilómetros al sur de Argel. En
la actualidad, las ciudades están conectadas por una auto‐
pista, pero para ellas fue un viaje en tren de más de 460 kiló‐
metros al este hasta Constantina, luego 240 kilómetros en
una carreta arrastrada por un caballo hasta El Kantara, y
después 48 kilómetros en camello.
Sus imágenes verbales de estas tierras dejan claro su amor
por el desierto y prueban que su pluma era tan descriptiva y
delicada como su pincel. Su percepción de la belleza seguía
siendo brillante. Una mañana de 1914 en la que despertó en
el desierto, escribió esto en su diario, veintiséis años
después de que dejara su carrera artística.

El amanecer llegó con alas rojizas como de escarabajo


detrás de las montañas moradas. Al otro lado, las colinas
reflejaban un naranja rojizo que contrastaba con el cielo
azul... Minutos más tarde, las alas de escarabajo fueron
glorificadas entre piñones blancos de todas las huestes
celestiales, todo ante un cielo con los tonos más delica‐
dos de turquesa que se fundían con el verde y el malva
indescriptibles del horizonte. 34

El sueño de Lilias era crear centros de ayuda en pueblos


desérticos periféricos donde pudieran predicar el evangelio.
Esperaba que algún día hubiera cristianos que pudieran vivir
y servir allí de forma permanente; mientras tanto, esperaba
poder visitar el lugar periódicamente con sus compañeras.
Ella a veces caminaba por las carreteras polvorientas de
estos pueblos desérticos, deteniéndose en las puertas para
ver si la recibían. Con frecuencia, las mujeres del desierto la
invitaban a pasar a sus casas y llamaban a sus amigas para
que también vinieran.

Una de ellas me mostró rasguños en su rostro que se


había hecho mientras estaba de luto por su esposo,
quien había muerto hace unos días. “¿Qué haces tú
cuando muere la gente?”, me preguntó. Le dije que si
creemos en Jesús, Dios nos consuela. Eso les causó tanta
sorpresa que siguieron repitiéndoselo unas a otras:
“¡Dios las consuela! ¡Dios las consuela!”. 35

A Lilias no la intimidaban las condiciones en las que tenían


que viajar. Cada viaje era riesgoso para dos mujeres solas
acompañadas por un guía desconocido, en territorios donde
los europeos eran blancos para los bandidos del desierto, los
escorpiones, las enfermedades y los perros feroces. No ha‐
bía carreteras para atravesar las vastas arenas cambiantes,
las cuales podían elevarse hasta 120 metros por encima del
suelo. Una tormenta de arena podía tapar las huellas en el
camino, e incluso una pequeña falla en los cálculos podía sig‐
nificar alejarse muchos kilómetros del lugar de destino. En
cuestión de horas, el aire y el sol podían quemar a los viaje‐
ros. Se podían deshidratar en tan solo medio día.

En el camino el sol era abrasador, y Blanche logró sal‐


varse de una insolación, pero tuvo que soportar días de
fuertes dolores de cabeza y fiebre. Nos emocionamos al
ver que nos acercábamos a una hilera de palmeras y fui‐
mos directo a una de ellas... La única forma en la que
podíamos refrescarnos era enterrando las manos en la
arena; se sentía un poco fresco, aunque al tomar la tem‐
peratura, por curiosidad, resultó ser de 31 grados centí‐
grados. 36

El viaje era dolorosamente lento. Podían pasar días de mu‐


cho esfuerzo atravesando las arenas, solo para avanzar un
poco más de 300 kilómetros. Incluso hoy en día hay personas
en los países de África del Norte que recuerdan el viaje de
tres días en camello a una ciudad a la que ahora se puede lle‐
gar en dos horas en automóvil por una autopista.
En la Argelia moderna hay rutas de buses y trenes y auto‐
pistas entre los pueblos. Para Lilias no había más que came‐
llos, caballos y carretas. Y eso le encantaba.
Oh, el desierto es encantador en su quietud —esa gran
quietud melancólica está tan llena de Dios. No me sor‐
prende ver que solía llevar a Su pueblo al desierto para
enseñarles. 37

Una amiga decía que para Lilias nunca fue difícil salir de via‐
je.
El anhelo de regresar al desierto era tan grande que a ve‐
ces debía recordarse a sí misma que podía ser una tentación
más que un llamado de Dios:

En estos últimos días, se ha despertado en mí un gran


deseo por regresar una vez más al desierto... me atrae
bastante todo lo que hay allí... No creo que Él me per‐
mita ir hasta que haya lidiado con eso y lo haya reempla‐
zado con lo que Él mismo piensa sobre estos lugares. 38

LA VIDA EN EL BARRIO ÁRABE


En 1893, cinco años después de llegar a Argelia, Lilias y
Blanche y sus compañeras finalmente pudieron mudarse a
una casa en el barrio árabe —un lugar que muchos habrían
considerado un barrio marginal. Ella escribió en una carta:

Fue bueno dejar las largas calles francesas y sumergir‐


nos entre las multitudes. [Al llegar a este lugar] vino a
mí la Palabra: “En este lugar concederé la paz, afirma el
Señor” ... El domingo, cuando les hice un gesto con la
cabeza para saludarlas desde la ventana, una le dijo a la
otra: “¡Ellas son las que tienen arpas!”. Tomé mi peque‐
ña cítara... y ellas subieron lentamente... hasta llegar al
frente de mi ventana, donde podíamos tocarnos las ma‐
nos fácilmente. Allí se sentaron, media docena de muje‐
res y niñas frente al atardecer, mientras nosotras tocá‐
bamos y hablábamos con ellas. Luego, se escuchó la voz
de un hombre en la calle de abajo y ellas se fueron sin
decir una sola palabra. 39

Seis años después, cuando una amiga inglesa planeaba


visitar y quedarse en su casa, Lilias sintió que debía prepa‐
rarla para estar en un lugar muy diferente a Inglaterra. Así
que por primera vez describió la casa a través de sus ojos
europeos.

Nuestro cuarto de visitas es oscuro y triste, y solo sirve


para que una persona lo ocupe por pocos días, ya que el
sol y la luz aquí son esenciales para la salud. Además,
una casa árabe en este barrio no es lo que los médicos
tienen en mente cuando te dicen: “Ve a Argelia [por tu
salud]”. El aire aquí... suele ser malo; incluso otros
misioneros que vienen dicen que están agradecidos de
no vivir aquí. La casa es húmeda y fría. Hasta que llegue
la verdadera primavera, el jardín, a donde dan todos los
cuartos, se inundará cada vez que llueva, y no hay chi‐
meneas. 40

Los niños entraban y salían de su casa, especialmente bajo el


cuidado de Blanche —la “Marta” entre ellas dos. Se hicieron
amigas de las mujeres del vecindario, y a algunas les intere‐
saba el evangelio.

EL CIELO COBRIZO
Sin embargo, enfrentaban una gran oposición. Cuando logra‐
ron hablar el idioma con más fluidez y fueron conscientes de
las complejidades de la cultura a su alrededor, el mal tam‐
bién se volvió más evidente.

Más que nunca... podemos ver el poder deliberado del


mal a nuestro alrededor. La suciedad moral que habita
en todas partes ahora es evidente en lugares que nunca
habríamos imaginado, incluso en los niños pequeños;
están sumergidos en la maldad. Todas las formas visi‐
bles en las que se invocan los poderes del mal —los he‐
chizos, la brujería y la magia— salen cada vez más a la
luz a medida que tenemos contacto con las personas. No
es de extrañar que aun el aire parece estar impregnado
de perversidad, y que ahora es mucho más fácil que an‐
tes reconocer al diablo como el adversario, listo para
contraatacar frente a cualquier movimiento de Dios.
Cada vez más nos encontramos con casos extraños de
enfermedades causadas por la ira, que parecen casos de
posesión más que cualquier otra cosa. 41

Algunas veces la sensación de opresión era tan grande que,


tal como escribió Lilias:

Literalmente, orábamos cada vez que podíamos; tal vez


comenzábamos a escribir cartas o relatos que parecían
algo obligatorio, pero debíamos dejarlos en cuestión de
cinco minutos, casi siempre, y ponernos a orar —que
más que una oración era un clamor torpe hacia los cie‐
los cobrizos. 42

Era demasiado común que alguien que recién se convertía


comenzara a alejarse de ellas y a ponerse en su contra. Se
dieron cuenta del uso de drogas, las cuales se administraban
en secreto en la comida o las bebidas, y hacían que las per‐
sonas fueran vulnerables a la sugestión y a influencias malig‐
nas. Por más difícil que fuera ver morir a los nuevos santos,
las mujeres fueron consoladas al ver que esta era una forma
en la que Dios protegía a Sus ovejas.
El cuñado de Roukia se fue a casa en paz. Con su respira‐
ción deteriorada, casi incapaz de articular palabra, repe‐
tía una y otra vez: “Amo a Jesús mil veces, mil veces”.
Cuando ya se acercaba el final, con un brillo maravilloso
en su rostro, dijo: “La puerta del cielo está abierta… en‐
traré… Jesús”, y se fue.
Es mejor así —oh, ¡muchísimo mejor! Solía entristecer‐
me cuando veía que Dios los salvaba justo antes de morir.
Pero ahora puedo regocijarme porque su entrenamiento
para el trabajo que harán en la eternidad se lo está dan‐
do Dios mismo, en la quietud de Su lugar de descanso... 43

LOS PATRONES DE VIDA Y DE MINISTERIO


Con el paso de los años, hubo ciertos sucesos que ocurrían
regularmente y que le dieron un patrón al ministerio.
En la primavera y a veces en otoño, podía haber una expe‐
dición a los pueblos periféricos para establecer contactos
nuevos o para renovar lo que habían hecho antes.
Durante los veranos calurosos, Lilias y sus compañeras eu‐
ropeas regresaban a Europa por un tiempo para descansar y
para mantener al tanto a los que apoyaban su ministerio.
Cada vez que llegaba el Ramadán, el mes musulmán de
ayuno, empezaba un tiempo de guerra espiritual intensa
para Lilias y su equipo. Era la temporada de mayor dificultad
para los nuevos cristianos. Debido a que participar en el
ayuno era una forma esencial de probar que seguían el islam,
los cristianos sentían que no debían participar en él, por lo
que sufrían acoso y persecución. Lilias y las demás misione‐
ras oraban intensamente, ofrecían un lugar donde los cristia‐
nos pudieran comer juntos, y con el tiempo establecieron un
servicio de Santa Cena durante la temporada del Ramadán.

El servicio de Santa Cena que hacemos durante el Ra‐


madán siempre es un tiempo de prueba —¿se atreverán
a enfrentar a los “defensores” del islam, que sin duda
divulgarán la noticia? Decir: “Toma, come”, es desafiar a
todo el mundo musulmán. 44

Otro patrón se derivó de la salud de Lilias. Cada dos o tres


años, después de involucrarse más y más en el ministerio, su‐
fría una crisis de salud, lo que la obligaba a quedarse más
tiempo en Inglaterra.
¿Tal vez debió haber hecho las cosas de otra forma? Es di‐
fícil y probablemente injusto determinarlo desde nuestra
perspectiva. Sabemos que en Argelia tenía la disciplina de
salir a descansar cada cierto tiempo, escondida entre el pas‐
to alto de alguna colina silenciosa, por ejemplo, para estar a
solas con Dios. Procuraba tomar un descanso durante los
meses peligrosamente cálidos del verano y a veces se retira‐
ba a un pueblo junto al mar, lejos de Argel.
Pero recordemos que esta mujer no pasó el examen físico
que le hacían a los misioneros. Dada la fragilidad de su cora‐
zón, es probable que a muchos no les hubiera extrañado que
se hubiera quedado en Inglaterra viviendo como una semin‐
válida. Sí, su salud requería que se detuviera periódicamente
y pasara semanas o meses de recuperación. Pero no vivía
como una persona frágil. Por el contrario, por amor al evan‐
gelio, fue una pionera en una tierra cuyo clima perjudicó la
salud de muchos de los que estuvieron allí y eran más fuertes
que ella.

UNA PIONERA
Su espíritu de pionera brillaba tanto en su vida privada como
en su ministerio. De hecho, es posible que ese espíritu aven‐
turero acelerara sus períodos de recuperación. En el año
1900, a los cuarenta y siete años, comenzó a experimentar
con la tecnología y se compró a Brownie, una cámara. Ese
fue el mismo año en el que trató de aprender a esquiar.

Hemos decidido comenzar a esquiar como una forma de


hacer ejercicio. Es casi como volar, cuando uno logra
manejar los zapatos de 1.8 metros. Creo que Margaret
[su hermana] podría llegar a ese punto antes de irse,
pero no creo que yo lo logre. 45

Sí, a veces su salud le impedía estar en su lugar de misiones,


y a veces se lo impedía el gobierno invasor francés. ¿Era eso
tiempo perdido? ¿Fueron sus tiempos “de bajo rendimiento”
un estorbo para el evangelio? Es probable que no. Ella logró
más de lo que la mayoría de nosotros esperaríamos alcanzar.
Y a menudo parecía que los tiempos de descanso extra llega‐
ban justo antes de un tiempo desafiante de gran dificultad —
como si Dios la estuviera “recargando”.
Solía dedicar sus tiempos de descanso a la escritura y a
desarrollar su creatividad. Gran parte de sus escritos evan‐
gelísticos los realizó en períodos de descanso y recuperación
luego de alguna crisis de salud. Parecía ver todo a su alrede‐
dor como parábolas sobre Dios y Sus caminos, y recopiló al‐
gunas de sus parábolas en libros que escribió durante sus
tiempos de enfermedad. La naturaleza estaba llena de lec‐
ciones sobre su Creador.

Esta mañana, la frase “estoy en aguas profundas” cobró


un nuevo sentido... Me di cuenta de que no puedes hun‐
dirte ni nadar en aguas poco profundas. En aguas pro‐
fundas, es una de las dos... Nadar es la forma más inten‐
sa y extenuante de uno moverse. Involucras todo tu ser
y, aun así, cada centímetro de tu cuerpo queda en total
abandono sobre las aguas que te sostienen. “Descanso
en Ti, y en Tu nombre voy”. 46

Sus diarios eran una combinación de palabras, pinturas y bo‐


cetos. Con el tiempo, usó muchas de las imágenes para ilust‐
rar libros devocionales que permitieron a miles de personas
dar un vistazo a lo que era la vida real en una región que pa‐
recía remota y exótica en ese tiempo. Hoy, sus pinturas pre‐
sentan una historia vívida del desierto y de los pueblos y lu‐
gares árabes que reciben la atención de nuestro mundo con‐
temporáneo. Pero, desafortunadamente, no tenemos acceso
a sus obras de arte, las cuales están guardadas en archivos
en Inglaterra —hasta que alguna casa editorial sabia y osada
esté dispuesta a volverlas a poner a disposición del público.
47

Uno de sus más grandes esfuerzos creativos fue a favor de


la producción y publicación de folletos evangelísticos que le
parecieran árabes a un lector árabe, lo cual había sido idea
suya. La palabra escrita tenía una ventaja sobre la palabra
hablada: si una persona se llevaba un material de lectura a
su casa, podía leerlo varias veces en la privacidad de su ho‐
gar sin tener que oponerse por aparentar frente a otros.
Lilias y sus compañeras escribieron muchas historias y pa‐
rábolas que mostraban varios aspectos de Jesús y del evan‐
gelio. Ella ilustraba las historias y les ponía bordes elabora‐
dos de estilo árabe a las portadas y las páginas.

Primero, en un tiempo en el que la mayor parte de la


literatura para los musulmanes trataba... sobre los pun‐
tos más difíciles y las diferencias entre las dos religio‐
nes, la Srta. Trotter escribía historias que, con todo su
conocimiento íntimo del pensamiento y las costumbres
musulmanas, hablaban primero de las semejanzas fun‐
damentales, las grandes necesidades de todas las almas.
Y segundo... La Srta. Trotter le dio un toque de color y
hermosura oriental a todos los folletos, con diseños de
dos colores o pequeñas imágenes que encajaban artísti‐
camente con letras árabes, no con letras extrañas y ext‐
ranjeras. 48

Su visión no se limitó a los musulmanes de Argelia. Esta ex‐


celente literatura podía usarse en todo el mundo árabe. Para
una persona del Oriente Medio, aun hoy en día, hay un senti‐
do en el que la belleza visible de un fragmento de literatura
confirma su valor.

LA OPOSICIÓN DURANTE LOS


ANIVERSARIOS
Por muchos años, parecía que marzo era el mes que traía las
mayores dificultades, ya fuera en el aspecto físico, espiritual
o político. Lilias pensaba que esto se debía a que Satanás re‐
conocía que era el aniversario de su llegada a este territorio.
El mes de marzo de 1918 le trajo un cambio abrumador a
su vida.
Lo que dice la última página del informe financiero
—“Revisado y aprobado, 5 de febrero de 1918”— sobre‐
sale con un significado que no se consideró mucho cuan‐
do fue a la imprenta pocos días después. Este balance fi‐
nanciero, con la estructura de sus páginas anteriores,
fue el último servicio que le prestó Blanche Haworth al
Algerian Mission Band [Grupo Misionero Argelino]. Para
el momento en que recibimos la aprobación, estaba in‐
consciente y tenía fiebre; y el 9 de marzo, el aniversario
que marcaba los treinta años de nuestro trabajo duro en
esta tierra, falleció… partiendo a la orilla donde la espe‐
raba el Maestro. 49

Blanche Haworth salió de Inglaterra con Lilias en el año


1888, y sirvieron juntas durante todos estos treinta años. Su
muerte significó el fin de su profunda amistad con la persona
que mejor la conocía en todo el mundo.
Juntas fundaron el Algiers Mission Band [Grupo Misionero
de Argel]. Lilias vivió diez años más que ella y vio cómo este
grupo llegó a tener veintinueve trabajadores repartidos en‐
tre los diferentes centros de ayuda en al menos catorce pue‐
blos del desierto. En 1964, el Algiers Mission Band se fusio‐
nó con la organización North Africa Mission [Misiones en
África del Norte], que cambió su nombre a Arab World Mi‐
nistries [Ministerios para el Mundo Árabe] en 1987.
Es difícil imaginar de qué forma Lilias, Blanche y sus com‐
pañeras de trabajo —principalmente mujeres solteras— lo‐
graron todo lo que hicieron, considerando las dificultades de
salud, el clima y los obstáculos espirituales. Buscaron mane‐
ras de ayudar a los creyentes árabes a independizarse eco‐
nómicamente. Les ofrecían un lugar estilo “campamento fa‐
miliar” donde grupos de personas podían escuchar el evange‐
lio lejos de las presiones culturales normales. Y, además, ac‐
tuaban como casamenteras —reemplazando a las familias
naturales— para los cristianos árabes que deseaban casar‐
se.
Siempre trataban de atraer a otros para que se unieran a
su llamado y visión. Es posible que fueran las primeras en
crear un plan misionero a corto plazo, y tuvieron oportunida‐
des de representar la causa musulmana ante la Iglesia
cristiana internacional, hablando en iglesias y en conferen‐
cias internacionales.

LOS ÚLTIMOS AÑOS


Durante los últimos tres años de su vida, Lilias permaneció
en su habitación por causa de su corazón débil, delegando a
otros las responsabilidades del liderazgo del Algerian
Mission Band. Dijo: “Hace mucho tiempo, en el pasado, era
una gran alegría pensar que Dios me necesitaba. Ahora es
una alegría aún más grande sentir y ver que Él no me nece‐
sita, que todo está en Sus manos”. 50
Con sus últimas fuerzas, terminó The Way of the Sevenfold
Secret [El secreto de siete partes ], un libro para mostrar a
Cristo a los místicos del desierto —los sufíes—, con quienes
había interactuado durante sus travesías por el desierto.
En un punto de su vida, alguien la describió de esta forma:

“Era tranquila y creaba tranquilidad”, como escribió al‐


guien luego de verla por primera vez. “Fue hermoso ver
a la Srta. Trotter; es hermoso sentirla cerca. Me encan‐
ta su calma”. Esto fue muchos años después, cuando la
batalla había sido larga y difícil. Era la quietud de la for‐
taleza, el resultado que obtienes al sacar el hierro del
horno. 51

Esta quietud era lo que reflejaba en el día, en especial cuan‐


do tuvo que quedarse en cama. Pero cuando estaba sola,
especialmente en la noche, era una guerrera.

Tenía el mapa de Argelia y Túnez —su “manual de inter‐


cesión”— colgando sobre su cama, y lo usaba para pla‐
near y luchar en oración, con su lámpara encendida has‐
ta las horas de la madrugada, “intercediendo como solo
pueden hacerlo aquellos que aman”. En el mapa, con su
propia letra, estaba escrito: “Ocúpate del ministerio que
recibiste del Señor y llévalo a cabo”. 52
Se dio cuenta de que la oración no es más poderosa cuando
uno está presente en el lugar por el que se está orando. Por
el contrario, tal vez uno ora con mayor intensidad cuando
está lejos.

Ser incapaz de ir a ese lugar le da cierta intensidad al


gozo que siento. Uno puede orar con fervor por las que‐
ridas casas de barro de Tolga, a los techos abovedados
de Souf, a los arcos en forma de herradura de Tozeur y
a las cabañas azulejadas de las colinas, y efectuar la
obra del Espíritu Santo, “por fe en ese nombre”, tal vez
con mayor eficacia que si uno estuviera allí físicamente.
Uno puede cerrar la puerta, por así decirlo, y estar a so‐
las con Dios… [sin] las distracciones externas de lo visi‐
ble. 53

Una de sus amigas describió el cambio que hubo en Lilias


conforme se acercaba a la muerte, la puerta hacia el cielo.

[Recuerdo] una meditación de Lilias Trotter sobre el


“cuerpo glorioso” de la resurrección. Su reflexión fue:
“Supongan que, en vez de sangre, ¡todas las venas se
llenaran de luz !”. En el último año de su vida, parecía
que eso le estuviera ocurriendo a ella misma; era extra‐
ñamente hermoso ver el brillo de la luz espiritual en un
cuerpo frágil y completamente exhausto.

El 27 de agosto de 1928, sus amigos le cantaron “Jesús,


amante de mi alma”. Lilias miró por la ventana y exclamó:
“¡Un carruaje y seis caballos!”.
Alguien le preguntó: “¿Estás viendo cosas hermosas?”.
“Sí, muchas cosas hermosas”.
Levantó sus manos en oración y casi inmediatamente, dio
su último suspiro. 54
Lilias Trotter no vio la respuesta a su oración por que una
multitud de musulmanes se convirtieran a Cristo. En ese en‐
tonces, igual que ahora, es difícil sembrar en esa tierra. En
los diferentes escritos de Lilias Trotter hay parábolas sobre
el deseo profundo de que haya ese florecimiento glorioso de
la primavera de Dios en el mundo musulmán.

De momento, Dios ha dejado una pequeña parte de su


huerto espiritual con ramas sin hojas, a pesar de que el
verde fresco se extiende casi por todas partes —podría
ser que Él no necesite obrar por medio de etapas lentas
para lograr Su objetivo. Hace una semana, aquí en las
colinas, dijeron: “Un cerezo ha florecido”. Al día siguien‐
te, todo el huerto estaba blanco como la nieve. ¿Quién
puede predecir cuál será ese pequeño movimiento pre‐
cursor del florecimiento en los árboles desnudos del
islam?... Y la maravilla de la primavera en el mundo
musulmán será revelada, por medio de “las reservas
desconocidas de los recursos divinos”. 55

Las cartas, los diarios, los informes y los devocionales de Li‐


lias Trotter reflejan un tono firme, fuerte y sereno. A veces
hay desaliento o fuertes anhelos. Pero en uno de sus escritos,
la ira de Lilias salta de las páginas. Iba en un barco cruzando
el Mediterráneo, de regreso a Argel después de una confe‐
rencia en Europa.

Uno de los viajeros estaba hablando de la forma en que,


según la perspectiva de la Iglesia sobre el campo misio‐
nero, la opinión general sigue siendo que los musulmanes
son un pueblo condenado.
¡Un pueblo condenado ! Eso no suena a “el Dios de
esperanza ” o “el Dios de amor ”. Suena más bien a un
credo condenado. Lo único que está condenado es la cás‐
cara que encierra la semilla. ¡Aleluya! 56

Dios le había dado a Lilias una oración de tres partes cuando


entraban a Argelia, la cual siguió siendo el centro de sus ora‐
ciones a partir de ahí: puertas abiertas, corazones abiertos y
cielos abiertos. En 1923, después de treinta y cinco años, es‐
cribió acerca de las respuestas de Dios. Esa oración trajo
bendición a Su trabajo en Argelia, y sigue siendo una petición
por la que deben orar todos los que sientan carga por Arge‐
lia y por el mundo árabe en general.

Regresa a mi memoria la oración de tres partes de los


primeros días. Primero, que Dios abriera puertas: esta
petición ya fue respondida más abundantemente de lo
que pedíamos o esperábamos. Luego, que Dios abriera
corazones: y esto ocurrirá —la actitud ha pasado de apa‐
tía a hostilidad, y de hostilidad a una gran acogida. Si‐
guiente y último, que Él abriera los cielos: cuando Dios lo
conceda, vendrá la cosecha. 57

Desde nuestra perspectiva, podría parecer extraño que Dios


preparara a Lilias para las misiones de la forma en que lo
hizo. Cuando tenía veintinueve años sufrió un daño perma‐
nente en su corazón. Además, compartía el cuidado de su
hermana inválida. Y en el momento en que pensó en las
misiones como una posibilidad, ya no era “tan joven”. Esto
hace que me pregunte varias cosas. Espero que tú también
te hagas estas preguntas en oración.
—¿Quién debería involucrarse en el trabajo ministerial, tal
vez incluso en las misiones?
— ¿Cuáles serían verdaderos obstáculos a la hora de consi‐
derar un llamado a cualquier clase de ministerio?
— ¿Cuáles son los requisitos bíblicos para responder al lla‐
mado de Dios?
— ¿Qué preparación se necesita?

¿Es imposible que yo, mi hija o mi nieta hagamos algo pareci‐


do? Tal vez. Tal vez no. No depende de mí. ¿Quién es mi
Dios? ¿No es el mismo Dios que llamó a Lilias Trotter, la pre‐
paró, la llevó y la sustentó en Argelia por cuarenta años?
¿No es Él el mismo ayer y hoy y por los siglos?
Pero ¿cómo puedo saber lo que trae el futuro? ¿Cómo sa‐
bré de qué forma debo prepararme? En realidad, es imposi‐
ble saberlo. Lilias seguro estaba meditando en estas cosas
cuando escribió:

Cuántos de nosotros hemos dicho y cantado con todo el


corazón: “Dondequiera con Jesús”, sin darnos cuenta de
todo lo que eso significaba para nosotros… Cuando llega
la prueba, no debemos olvidar que, para los misioneros,
“dondequiera” significa algo diferente a la vida en Ingla‐
terra, y seamos cuidadosos de no quejarnos por lo que in‐
cluya ese “dondequiera”.
Para los que servimos en Argelia, puede que en algún
momento nos sintamos tentados a quejarnos por la comi‐
da árabe. ¿La rechazamos? Y los ratones, ¿nos molestan?
Y los mosquitos, ¿creemos que son insoportables? En al‐
gunas partes implica un contacto cercano con la suciedad
y con enfermedades repugnantes. Pero si Jesús está allí,
¿de qué podríamos quejarnos? Implica vivir en medio de
un pueblo terco e infiel y luchar con un idioma extraño y
difícil. Con todo, cada uno de nuestros sufrimientos, gran‐
des y pequeños, deben ir acompañados de las palabras
transformadoras “con Jesús”. Y el mismo aliento del cielo
soplará sobre todo nuestro ser y estaremos contentos. 58

Tal vez el llamado de Dios para mí ahora mismo es que esté


justo aquí; pero no debo asumir que siempre será así. Mien‐
tras tanto, quiero ser como Adeline Braithwaite y Lelie Duff,
las dos amigas de Lilias, cuyos espíritus luminosos y oracio‐
nes sinceras la inspiraron a pedirle a Dios que le diera lo que
ellas tenían. Lo que recibió fue una comunión con Él que la
llevó a Argelia.
Adeline y Lelie son ejemplos —como Sarah Edwards cuan‐
do exhortó a Samuel Hopkins— de mujeres que hablaron y
oraron fielmente, sin darse cuenta de la forma en la que Dios
impactaría a otros por medio de ellas. Adeline y Lelie fueron
responsables, en parte, de cuarenta años de ministerio fiel
en Argelia, aunque ellas mismas nunca fueron a ese lugar. Li‐
lias expresó su gratitud por ellas:

Por la eternidad le agradeceré a Dios por la llama silen‐


ciosa en los corazones de esas dos amigas y por lo que hi‐
cieron por mí. A ninguna se le abrió el camino para tra‐
bajar en el extranjero, pero la luz del Día que está por
venir les mostrará lo que Él les ha permitido hacer al im‐
pulsar a otros. 59

Lilias Trotter, según criterios humanos, debería haber sido


una artista famosa. Su salud no era lo suficientemente fuerte
como para ser misionera en un clima y una cultura tan de‐
mandantes como los de Argelia. Aun así, como ella misma
dijo, su Dios es el Dios de lo imposible.

Hay una mujer que es especial para mí, en la que pensé


mientras leía acerca de Lilias Trotter y Argelia. Barbara era
casi una pariente —era la hermana del esposo de la herma‐
na de mi esposo— y se convirtió en mi amiga en un tiempo
de mucho sufrimiento. Pasó su vida adulta sirviendo en Ar‐
gelia con North Africa Mission durante todo el tiempo que
pudo, y luego con árabes en Francia hasta que murió. La
vida física fue más fácil para Barbara en las décadas de
1960 y 1970 de lo que fue para Lilias Trotter en su tiempo,
aunque los corazones de las personas no eran muy diferen‐
tes. Y por eso, esta historia de Lilias Trotter de Argelia está
dedicada a Barbara Bowers.
Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría huma‐
na, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza huma‐
na. Hermanos, consideren su propio llamamiento: No mu‐
chos de ustedes son sabios, según criterios meramente hu‐
manos; ni son muchos los poderosos ni muchos los de noble
cuna. Pero Dios escogió lo insensato del mundo para aver‐
gonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para aver‐
gonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y
despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a
fin de que en Su presencia nadie pueda jactarse. Pero gra‐
cias a Él ustedes están unidos a Cristo Jesús, a quien Dios
ha hecho nuestra sabiduría —es decir, nuestra justificación,
santificación y redención— para que, como está escrito: “Si
alguien ha de gloriarse, que se gloríe en el Señor”.

— 1 C ORINTIOS 1:25-31

Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.

— FILIPENSES 4:13
GLADYS AYLWARD

Fiel en la humildad

E n China, el siglo diecinueve terminó con la masacre san‐


grienta de los extranjeros y de los chinos asociados con
ellos. Miles de cristianos chinos y más de 230 extranjeros,
muchos de ellos misioneros, fueron asesinados por miembros
de una sociedad revolucionaria llamada Puños de R ectitud y
Armonía, también conocida como los bóxers (boxeadores).
Su clamor de guerra era: “¡Exterminen a los extranjeros,
asesinen a los demonios!”. 1
Esta rebelión terminó en sep‐
tiembre de 1901.
Cinco meses después, el 24 de febrero de 1902, en el otro
lado del planeta, nació una niña en Edmonton, una región al
norte de Londres. El Sr. y la Sra. Thomas Aylward le pusie‐
ron Gladys May a su primera hija. Al pertenecer a la clase
obrera, los Aylward y la mayoría de sus vecinos nunca ha‐
brían soñado con mudarse lejos de donde habían nacido.
Ciertamente nunca soñaron que Gladys viviría algún día en la
provincia de Shanxi, un semillero de la brutalidad de los
bóxers.
Thomas Aylward era cartero y ayudante del pastor de St.
Aldhelm´s Church. La Sra. Aylward era un ama de casa que a
veces daba charlas a misioneros sobre los males que causa
la bebida. Los padres de Gladys la llevaban con regularidad
a los servicios de la iglesia y a la escuela dominical.
Gladys no era buena estudiante y no le gustaba la escuela;
así que abandonó sus estudios a los catorce años. Sus padres
la ayudaron a conseguir un trabajo en una tienda pequeña.
Luego de eso, pasó a trabajar en un supermercado. Después
comenzó a trabajar como niñera y luego como criada en ca‐
sas de personas adineradas. Estos trabajos no le daban mu‐
cho dinero, pero Gladys disfrutaba la vida en la ciudad. En
las noches iba a clases de actuación, porque lo que quería
realmente era ser actriz. En esa época, las cosas religiosas
no le agradaban.

“¿POR QUÉ NO VAS TÚ?”


Pero Dios la estaba preparando para algo más. Ella escribió
en su autobiografía:
Una noche, por alguna razón que nunca podré explicar,
fui a una reunión religiosa. Allí, por primera vez, me di
cuenta de que Dios tenía derecho sobre mi vida, y acep‐
té a Jesucristo como mi Salvador. Me uní a la organiza‐
ción Young Life [Vida Joven], y en una de sus revistas leí
un artículo sobre China que me impresionó grandemen‐
te. Saber que millones de chinos nunca habían escucha‐
do de Jesucristo me dejó perpleja, y sentí que debíamos
hacer algo al respecto. 2

El punto principal del artículo era que, por primera vez, un


piloto había volado de Shanghai a Lanchow, un lugar a gran
distancia de la costa. Es probable que Gladys nunca hubiera
escuchado de Lanchow y que no tuviera idea de que algún
día ella misma visitaría ese lugar y viviría cerca de él. Sin
darse cuenta de que este artículo era para ella , trató de ha‐
cer que sus amigos cristianos se interesaran por llevar el
evangelio a China. Pero a nadie le importaba. Se acercó a su
hermano, pensando que seguramente él iría si ella le prome‐
tía ayudarlo.

“¡Yo no!”, dijo de manera cortante. “Ese trabajo es para


una solterona. ¿Por qué no vas tú misma?”.
“¡No me digas! ¡Trabajo para una solterona!”, pensé
enojada. Pero la pregunta me había llegado al corazón.
¿Por qué trataba de convencer a otros de ir a China?
¿Por qué no iba yo misma? 3

Ella no era ni enfermera ni maestra, así que no estaba segu‐


ra de poder entrar al campo misionero. Pero sabía que podía
hablar, y tal vez Dios podría usar eso. Así que aplicó a la Chi‐
na Inland Mission [Misión al Interior de China]. 4 El 12 de di‐
ciembre de 1929, el comité de candidatos tomó nota de su
conversión al cristianismo y de su “evidente fortaleza de ca‐
rácter”. Aunque no hay una mención directa de las deficien‐
cias en su escolaridad y sus habilidades educativas, esas li‐
mitantes están implícitas en la recomendación condicional de
“un período de prueba para ver si es capaz de tomar clases
de forma regular”. 5
En la casa donde se entrenaban a las mujeres, Gladys vivió
una nueva experiencia al estar “arriba” con las demás estu‐
diantes, en vez de “abajo” con los criados de la casa. El pe‐
ríodo de tres meses estuvo lleno de trabajo en el aula, estu‐
dio de la Biblia, devocionales personales, clases de escuela
dominical en vecindarios difíciles e informes sobre China y
las dificultades para uno llegar allí y establecerse. A Gladys
le fue bien en las partes prácticas y activas, pero no lograba
entender y aprender por medio de las conferencias y los li‐
bros.
Al final del período, el comité decidió que no calificaba y
que su trasfondo educativo era muy limitado. También les
preocupaba que el idioma chino fuera difícil para ella, espe‐
cialmente a su edad —casi cumplía treinta. Gladys quedó ató‐
nita porque tenía la seguridad de que Dios quería que fuera a
la China.

UN ENTRENAMIENTO PERSONALIZADO
PARA LAS MISIONES
Y Dios sí quería enviarla, pero planeaba hacerlo de una for‐
ma diferente. Él había diseñado un programa de entrena‐
miento para las misiones específicamente para ella. Algunas
de las materias eran similares a las que habría visto en la
escuela para misioneros, pero su salón de clase fue la vida
real.
Tal vez sus primeras lecciones fueron en el campo de la
oración, aun durante el período en el que trató de pasar el
entrenamiento de CIM (Misión al Interior de China, por sus
siglas en inglés. Actualmente conocida como OMF Interna‐
cional). Cuando finalizó su tiempo allí, le dijo al comité: “La‐
mento no haber podido aprender mucho en las clases, pero
he aprendido a orar, a orar de verdad como nunca antes, y
eso es algo por lo que siempre estaré agradecida”. 6
Cuando el comité de misiones le pidió a Gladys que no re‐
gresara más a las sesiones de entrenamiento, comenzó a
preguntarse si Dios le había cerrado la puerta para ir a Chi‐
na, especialmente cuando uno de los ejecutivos de misiones
le preguntó sobre sus planes y le ofreció trabajo en Bristol
ayudando al Dr. Fisher y a su esposa, quienes hacía poco se
habían retirado de su trabajo en China. Ella aceptó porque
se había cerrado la puerta al futuro que había planeado,
pero al ir a trabajar para los Fisher sentía que estaba dando
un paso hacia atrás, pues volvía al trabajo doméstico. Sin
embargo, allí Dios la estaba poniendo junto a mentores más
sabios y mayores que ella. Más adelante, dijo:

He aprendido muchas lecciones de ellos; su fe implícita


en Dios fue una revelación para mí. Nunca antes había
conocido a alguien que confiara en Él de una forma tan
absoluta, tan incondicional y tan obediente. Ellos cono‐
cían a Dios como amigo, no como un Ser lejano, y vivían
con Él todos los días.

El Dr. Fisher y su esposa me contaron historias de su tiempo


en el extranjero. “Dios nunca te decepciona. Él te envía, te
guía y te provee. Tal vez no responde tus oraciones de la for‐
ma que quieres, pero sí las responde”.
La verdadera pregunta para Gladys era esta: ¿Era el no de
la CIM un no de parte de Dios? ¿O era simplemente la forma
en la que Dios la estaba guiando a otro plan?
“¿Cómo sabré si Él quiere que vaya a China o si quiere que
me quede en Bristol?”, pregunté.
“Él te lo mostrará a Su tiempo. Sigue observando y oran‐
do”. 7
Puede que ese consejo no parezca muy significativo, pero
era lo que necesitaba: una exhortación a seguir observando
y orando.
Si su habilidad para hablar iba a ser su recurso principal
en un campo misionero difícil, necesitaría experiencia mi‐
nisterial. Incluso antes de haber aplicado a CIM, Dios le ha‐
bía dado oportunidades de evangelizar. El acta del comité de
candidatos de CIM señala que “ella ha mantenido su buen
testimonio en su lugar de trabajo, y ha trabajado al aire libre
y en reuniones de jóvenes”. 8
Más adelante, cuando dejó su trabajo con los Fisher, se
mudó a Gales a trabajar como hermana de rescate en Swan‐
sea, una ciudad portuaria. Todas las noches bajaba al muelle
y trataba de convencer a las mujeres de que se fueran a sus
casas o de que fueran con ella al albergue. En bares violen‐
tos junto a la orilla, se enfrentaba a marineros ebrios, si era
necesario, para rescatar a las jóvenes de sus manos y luego
las llevaba al albergue de las misiones.

LA CRIADA QUE RECIBIÓ UN LLAMADO


Este difícil trabajo ministerial le ayudó a darse cuenta de su
necesidad de conocer la Biblia más profundamente en caso
de que Dios la enviara a China, así que comenzó a leerla
desde la primera página. Su estilo de vida y su forma de ha‐
blar eran sencillos, y era así como entendía lo que leía.
Cuando aprendió que Dios guió a Abraham a un lugar extra‐
ño y que Moisés retaba a las personas difíciles a que siguie‐
ran a Dios, pensó: Si voy a China, tendría que estar
dispuesta a mudarme y renunciar a la poca seguridad y co‐
modidad que tengo. 9
Así que no esperó más. Se fue de
Swansea y regresó a Londres a trabajar y ahorrar dinero
para comprar el boleto a China.
Estando aún confundida en cuanto al llamado de Dios para
su vida, su lectura bíblica la llevó a la historia de Nehemías.
Esta historia le interesó de una forma especial a Gladys, la
criada, porque Nehemías también trabajaba como una espe‐
cie de mayordomo. Tenía que obedecer a su empleador, al
igual que Gladys, pero eso no impidió que fuera a donde Dios
lo envió.
Casi como si una voz le hablara, escuchó: “Gladys Aylward,
¿el Dios de Nehemías es tu Dios?”.
“Sí, por supuesto”.
“Entonces haz lo que hizo Nehemías y ve”.
“Pero no soy Nehemías”.
“No, pero Yo soy su Dios”.
“Ese fue el momento determinante”, dijo más adelante.
“Esa fue la orden de marcha”. 10
Más adelante, en otro momento crucial de su vida, en las
profundidades del interior de la China, Dios usaría palabras
similares para garantizarle a Gladys que Su poder es eterno.
En esa ocasión, Dios le daría estas palabras por medio de
una niña, en un momento en el que había perdido de vista la
presencia de Dios.
Recibir la orden de marcha fue de gran aliento para ella.
Sin embargo, el boleto para viajar a China era costoso. Glad‐
ys siguió tratando de buscar una forma de llegar allá, pero el
desaliento estaba ganando la batalla. Ella no tenía el respal‐
do ni la recomendación de una organización misionera, así
que para ir tendría que hacerlo por su propia iniciativa y pro‐
bablemente con su propio dinero. Gladys Aylward no sabía
con certeza si iba a ir a China, en qué lugar del país estaría,
qué haría allí ni cómo iba a costearlo, así que era profunda‐
mente consciente de que su provisión vendría completamen‐
te de Dios. Si Dios la estaba llamando, Él iba a proveer.
Es curioso ver que su nuevo trabajo de criada era en casa
de Francis Younghusband, un aventurero legendario que ha‐
bía explorado regiones remotas de la China y el Tíbet. Es
probable que ni siquiera se haya dado cuenta de que había
una nueva criada en su casa. Y ni él ni Gladys se habrían ima‐
ginado que una criada viviría experiencias en China que no
tendrían nada que envidiarle a las de él.

LA CONFIRMACIÓN
Al llegar a la casa de Younghusband, Gladys subió a su cuarto
para instalarse. Al desempacar sus cosas, las puso todas so‐
bre la cama. Todo lo que tenía era una Biblia, una copia del
devocional Daily Light [Luz diaria ] 11 y tres monedas que su‐
maban dos peniques y medio, que era casi nada. Entonces
oró: “Oh Dios, aquí está todo lo que tengo. Si quieres, llegaré
a la China con esto”. 12
Como si hubiera sido una respuesta
inmediata a esa oración, la encargada de las criadas la llamó
a que bajara y le dijo que quería pagarle el dinero que había
gastado para llegar allí. Gladys regresó a su cuarto con tres
chelines en su mano. En un momento, y sin ningún tipo de
esfuerzo de su parte, Dios había aumentado sus ahorros en
más de un cien por ciento. 13
Gladys vio esto como una promesa de Dios de que Él pro‐
veería para su boleto a China. Entonces, en la primera opor‐
tunidad que tuvo, fue a la agencia a comenzar a pagar su pa‐
saje para viajar en barco hasta China. El agente de reserva‐
ciones se veía algo escéptico. Una mujer como ella nunca po‐
dría pagar un boleto de noventa libras esterlinas. Pensó que
estaba loca. Por alguna razón comentó que el viaje en tren a
China atravesando Europa y Siberia costaba casi la mitad y,
por supuesto, Gladys supo de inmediato que viajaría en tren.
Cuando él le dijo que era imposible viajar en tren por causa
de la guerra entre Rusia y China, ella se negó a escucharlo.
Al final su “sordera” persistente ganó la batalla y él aceptó a
regañadientes recibir sus depósitos periódicos hasta que se
completara todo el dinero.
El medio principal que Dios usó para proveer para su bole‐
to fue el trabajo duro de Gladys. Después de sus largos días
de trabajo como criada, tomaba trabajos extra en las no‐
ches, ayudando a servir en fiestas o haciendo cualquier otra
cosa que encontrara. Ahorraba todo lo que ganaba y, en vez
de comprar ropa, le sacaba el máximo provecho a su ropa
gastada.
Dios proveyó para sus necesidades de formas inesperadas
por medio de la generosidad de otros. Un día, la señora de la
casa iba a asistir a una fiesta al aire libre con una amiga,
pero su amiga se enfermó, así que invitó a Gladys a que la
acompañara. Gladys estaba entusiasmada, pero no tenía la
ropa adecuada para asistir a un evento como ese. La mujer
le prestó uno de sus vestidos a Gladys y después, cuando ella
trató de devolvérselo, insistió en que se quedara con él. Este
era de mejor calidad que cualquier ropa que Gladys hubiera
comprado en su vida, y le sirvió por bastante tiempo.
Otra providencia inesperada fue que, poco a poco, Gladys
logró pagar su boleto en menos de un año, aunque pensó que
tardaría tres años. Esto quería decir que llegaría a China a
sus treinta años y no a sus treinta y dos. En ese momento,
eso le parecía importante. Dios le había regalado dos años.

UNA MUJER TRANSPARENTE


¿Qué clase de persona era esta candidata a misionera que
había pasado por la escuela personalizada de Dios? ¿Cuáles
fueron los ingredientes que se mezclaron para formar a
Gladys Aylward? Ella no era una estudiante de libros, pero
estudiaba a las personas. Conocía las necesidades de los po‐
bres de Swansea y con frecuencia les daba su propia ropa.
También observaba a las familias y a los huéspedes en las ca‐
sas elegantes donde trabajaba, aprendiendo su forma de ha‐
blar y sus temas de conversación.
Pero además seguía siendo una persona honesta, directa y
sencilla. Phyllis Thompson escribió que con su conducta no
buscaba causar una buena impresión ni tratar de ser acepta‐
da ni ganar amigos. También dijo que más adelante en su
vida, en China, Gladys “sonreía cuando había algo por lo cual
sonreír, miraba con ira cuando estaba indignada, fruncía el
ceño cuando estaba confundida (lo que solía ocurrir cuando
tenía que lidiar con aritmética) y reía como una niña cuando
estaba feliz. En efecto, era tan transparente como el agua”.
14

Sin embargo, su franqueza seguro tenía cierto encanto.


¿Qué mujer en esos días habría llevado a una criada en lugar
de su amiga —no como sirvienta— a una reunión con sus ami‐
gos? Hubo algo en Gladys que hizo que la señora de la casa,
a pesar de la separación marcada entre las clases sociales
en Inglaterra durante ese tiempo, la llevara como invitada a
una fiesta al aire libre con personas de un estrato social más
alto que el de ella.
Gladys era sencilla y directa, y tenía la valentía necesaria
para caminar por las calles de Swansea a media noche,
arriesgándose a encontrarse con hombres ebrios que la po‐
dían confundir con una prostituta. Por otra parte, era reser‐
vada al hablar sobre sí misma. Mucho más adelante, en
1949, cuando Alan Burgess estaba tratando de escribir la
historia de su vida, ella no quería que la entrevistara. Dijo
que nunca le había pasado algo tan interesante como para
escribirlo. Él le creyó en parte. Una misionera que fue a con‐
tarle a las personas sobre Dios, ¿qué tiene eso de interesan‐
te? Eso es exactamente lo que hacen los misioneros. Él le in‐
sistió por meses y solo escuchaba historia tras historia sobre
predicaciones y pueblos, nada inesperado. Pero un día men‐
cionó con desinterés que un problema en la cárcel había re‐
trasado su horario. ¡La cárcel! Eso era algo fuera de lo co‐
mún. Una frase a la vez, un evento a la vez, Burgess logró
sacarle la historia en la que, sin ayuda de nadie, Gladys Ay‐
lward le puso fin a un motín en una cárcel.
Sin embargo, sí recibió la ayuda de alguien. Ella les decía a
todos que todo lo que hacía era “en Cristo que me fortalece”
(Fil  4:13). Después de explicar que Gladys Aylward era tan
transparente como el agua, Phyllis Thompson (que le puso
como título The Transparent Woman [La mujer transparen‐
te ] a su biografía de Gladys Aylward) describe su teología.

Su teología era igual que ella: clara y sencilla. Había un


Dios viviente y ella era Su sierva. Había una criatura de‐
testable llamada Satanás, y ella era su enemiga. Había
un alma inmortal en cada ser humano que tendría una
eternidad en el cielo o en el infierno. Su trabajo en la
vida era convencer a las personas de que si ponían su
confianza en Jesucristo su Señor, quien murió en la cruz
por ellos, podrían tomar el camino que lleva directo al
cielo. Y ya que Jesucristo había resucitado y había pro‐
metido estar con los que confían en Él y le obedecen, no
había que temer a ninguna prueba o tentación que hu‐
biera en el camino hacia el cielo, porque Él nunca los
decepcionaría. 15

Gladys era una mujer de cabello negro, con un acento popu‐


lar y de voz estridente que medía solo 1,47 metros. Y, aun
así, iba a impactar profundamente la provincia de Shanxi en
China.

FAMILIARES Y AMIGOS
Sus padres seguramente quedaron sorprendidos al ver el
progreso constante de su hija, la criada, hacia lo impensable.
Poco después de que Gladys comenzara a pensar en China y
solo hablara de eso, parece que su padre se cansó y le dijo
bruscamente: “¡Ya vete! ¡Tanto hablar, hablar y hablar de ir
a China! Es lo único que haces, ¡solo hablar!”. 16 Gladys acep‐
tó el desafío y comenzó a dar pasos reales para llegar a Chi‐
na. Tal vez a él no se le había ocurrido que algo podía resul‐
tar de su mucho hablar.
La mamá de Gladys fue quien le encontró un lugar en Chi‐
na, aunque de forma indirecta. Cuando Gladys tuvo la seguri‐
dad de que Dios la estaba llamando a ese país, la pregunta
seguía siendo: ¿A dónde? ¿A dónde iría cuando llegara a Chi‐
na? China es un país enorme. ¿Con quién se iba a encontrar?
¿Había alguien allí con quien pudiera trabajar, alguien que la
pudiera ayudar a comenzar? Para resolver estos problemas,
Dios llevó a Gladys de regreso a la casa de sus padres. Glad‐
ys se había enfermado de neumonía en las noches en las que
rescataba mujeres en los muelles, por causa del aire frío y
húmedo. Tuvo que regresar a casa de sus padres para recu‐
perarse.
En algún momento durante esos días, Gladys fue con su
madre a una reunión de metodistas primitivos para orar por
fortaleza y salud. En esa reunión escuchó sobre Jeannie
Lawson —una viuda anciana escocesa que vivía en China y
que había estado orando por una joven que fuera y la ayuda‐
ra. Un biógrafo escribe:

Dios había determinado que estuviera mal de salud para


que así fuera a la reunión esa noche a orar por su sana‐
ción. Dios quería que escuchara sobre la Sra. Lawson.
Ella estaba en lo correcto. El Señor sí quería que ella
fuera a la China, y todo lo que le había sucedido la había
estado guiando a esa reunión en la iglesia Wood Green
Church. 17
Dios usó los siguientes tres años para cambiar lo que pensa‐
ban el Sr. y la Sra. Aylward en cuanto a lo que una joven de
su vecindario podía hacer y qué tan lejos podía llegar. Los fa‐
miliares y amigos de Gladys la apoyaron bastante en su lla‐
mado. Cuando Gladys terminó de pagar su boleto y estuvo
lista para viajar, dijo: “Mi padre insistió en que fuera a casa
por unos días, y todos fueron muy buenos conmigo. Ivy Ben‐
son, una amiga que también era criada, me dio una maleta
que yo necesitaba con urgencia, aunque fue mucho tiempo
después que descubrí que el regalo anónimo venía de ella.
Mi madre cosió bolsillos secretos en la parte interior de mi
abrigo y en un viejo corsé [ropa interior] para que guardara
los boletos, mi pasaporte, la Biblia, mi pluma y dos cheques
de viajero de una libra esterlina cada uno. Otra amiga me re‐
galó un viejo abrigo de piel, y mi familia se unió para regalar‐
me ropa de invierno”. 18
Esos regalos nos muestran cómo su familia y sus amigos
trataron de ofrecerle todo el cuidado físico posible. Ellos no
eran ricos, así que no fue mucho, pero era todo lo que podían
darle. Cada objeto era un símbolo de su amor por ella, y ade‐
más eran cosas indispensables. De hecho, el abrigo de piel le
salvaría la vida dentro de apenas unas semanas. Más adelan‐
te escribió llena de gratitud:

Fueron tan buenos conmigo. Ahora lo veo más clara‐


mente al mirar atrás. Qué grande fue el sacrificio que
hicieron mis padres al permitir que su hija fuera sola a
un lugar a miles de kilómetros de distancia, sabiendo
que tal vez nunca volverían a verme. Les agradezco infi‐
nitamente porque no trataron de retenerme. 19

En efecto, volvieron a verla, pero después de diecisiete años.


En esa época, algunos misioneros tenían permisos de ausen‐
cia, aunque no era tan común como en la actualidad. Sin em‐
bargo, Gladys se fue creyendo que nunca iba a regresar a In‐
glaterra. Apenas tenía el dinero suficiente para llegar a su
destino, nada más. Si Dios la estaba llamando a China, iría
sin pensar en regresar. Desde ya veía a China como su hogar
permanente.

HACIA LO DESCONOCIDO
Gladys salió de Londres el 15 de octubre de 1932. En su ma‐
leta llevaba toda la comida para el viaje porque no tenía di‐
nero para comprarla en el camino. De su maleta colgaba una
bolsa de dormir, una tetera, una cacerola, una pequeña estu‐
fa portátil y una manta militar junto con algunas prendas de
vestir. Esta mujer sencilla y poco refinada nunca había viaja‐
do fuera de su propio país. Ahora partía sola a un nuevo mun‐
do y a una nueva vida, y no podía más que imaginar lo que
vendría. Sin embargo, sabía que Dios la había estado prepa‐
rando para esto y que Él iba con ella, delante de ella.
En el tren, entre Londres y La Haya, una pareja holandesa
escuchó que iba a China como misionera. Le compraron cho‐
colate caliente con galletas, una dulce bendición para una
mujer sin dinero. Luego le prometieron orar por ella todas
las noches a las 9 hasta que se fueran con el Señor, y que
después se encontrarían con ella en el cielo. Esto fue más
dulce y valioso que cualquier chocolate; fue como la última
caricia de las manos extendidas de su hogar, despidiéndose y
diciendo: “Te amo”. Cuando el tren llegó a La Haya, la pareja
se fue luego de bendecirla y darle un billete de una libra
esterlina. Este billete le salvaría la vida más adelante.
En todo el camino, Gladys pudo ver la protección y la pro‐
visión de Dios. En Berlín, una niña que sabía un poco de in‐
glés le ayudó en la aduana y le permitió dormir en su casa
esa noche. Viajando hacia Moscú, un polaco que no entendía
inglés le dio una manzana y una estampilla, y envió una de
sus cartas.
Diez días después de que Gladys comenzara su viaje, mien‐
tras atravesaba Rusia, un hombre que sabía un poco de in‐
glés estaba viajando en el mismo tren. Él fue un mensajero
providencial de Dios, advirtiéndole que no había trenes que
fueran a Harbin, el lugar donde planeaba cambiar de trenes.
Gracias a su advertencia, pudo buscar una ruta alternativa
en su viaje.
Pasando Chitá, más al norte en Rusia, el tren se detuvo en
el límite de una zona de guerra y ya no avanzó más. Gladys
no podía ir a ninguna parte, solo podía regresar al lugar de
donde venía, y solo podía hacerlo a pie, arrastrando su equi‐
paje en el frío extremo y la nieve profunda. Finalmente,
cuando estaba exhausta, se acostó a dormir sobre su maleta.
Su “nuevo” abrigo de piel, el regalo de su amiga, fue su cobi‐
ja. Se sorprendió al escuchar lo que pensó eran perros la‐
drando y aullando cerca. Años después, cuando se dio cuenta
de que en realidad eran lobos, reconoció que parte de la
bondadosa provisión de Dios esa noche había sido la ignoran‐
cia —lo que no sabía fue lo que le permitió dormir en paz.
Que despertara la mañana siguiente fue otro regalo de Dios.
De acuerdo con las leyes de la naturaleza, debió haber
muerto de frío, congelada mientras dormía al aire libre en
medio de un duro invierno ruso.
Después de otro día largo de caminar, llegó a Chitá, de
donde había salido hacía varios días. Pero justo en el momen‐
to en que llegó, la arrestaron. Los funcionarios locales le di‐
jeron: “Su visa dice que salió de Chitá, ¿qué hace aquí?”.
Pero ella no sabía hablar ruso para explicarles. En la con‐
fusión, una foto se cayó de su Biblia. Era un retrato de su
hermano con un uniforme, el uniforme de un músico en una
banda del ejército británico. Los que estaban interrogando a
Gladys pensaron que él se veía como una persona muy im‐
portante. Aparentemente no querían arriesgarse a ofender a
un hombre así, y por eso le dieron la visa y un boleto nuevo,
permitiéndole seguir su camino.
En la siguiente parada del tren, cuando lo necesitó, Dios le
volvió a proveer alguien que hablaba inglés. No sabía a dón‐
de ir ni cómo averiguarlo. Al ver por la ventana, encontró a
una persona que no parecía rusa y le dijo: “¿Cómo puedo lle‐
gar a Harbin?”. El extranjero le dio esta parte del itinerario
de Dios en inglés: “Ve a Vladivostok”.
En Vladivostok, el recepcionista del hotel le pidió el pa‐
saporte y no se lo devolvió; lo puso a un lado como si ella se
fuera a quedar en Rusia. Cuando Gladys se alejó de la recep‐
ción, una niña que nunca había visto se le acercó y le habló al
oído. Le advirtió que se fuera inmediatamente. “Recupera tu
pasaporte. Esta noche un anciano va a tocar tu puerta. Vete
con él”.
¿Quién era esta niña? ¿Podía confiar en ella? Sí, segura‐
mente era mejor salir de Vladivostok lo antes posible, pero
¿era sabio salir en la noche con un extraño? Además, ¿cómo
iba a recuperar su pasaporte?
Esa noche, el recepcionista del hotel tocó a su puerta y co‐
menzó a atormentarla con su pasaporte, mostrándoselo y
luego escondiéndolo. Ella se lanzó al frente y lo pudo atra‐
par. Luego, él entró a su cuarto y la amenazó: “No puedes
detenerme”. No era claro qué era lo que más quería, si a
Gladys o su pasaporte. Gladys se mantuvo firme. “Dios está
aquí. Tócame y verás. Él ha puesto una barrera entre nosot‐
ros. ¡Lárgate!”. Y el hombre se fue.
Más tarde esa noche, el anciano tocó a su puerta y ella lo
siguió. La llevó a encontrarse con la niña que le había habla‐
do antes, quien la llevó a un barco japonés. Gladys no tenía
dinero, pero si Dios quería que escapara en este barco, Él
proveería la manera. Al final, de alguna forma logró persua‐
dir a los oficiales del barco para que la aceptaran como pa‐
sajera.
Mientras huía hacia el barco, unos rusos la alcanzaron y
trataron de impedirle a la fuerza que abordara. En medio de
la riña, recordó la libra esterlina que le habían dado sus ami‐
gos holandeses en el tren. Logró sacar el billete y lo sacudió
frente a ellos. Mientras sus perseguidores se peleaban por el
dinero, ella corrió al barco. Dios había usado ese dinero —
que seguro no valía nada fuera de Inglaterra— para salvarla.
Gladys Aylward nunca había escuchado la frase “choque
cultural” porque aún no se había inventado. Pero sabía lo
que era. Los candidatos a misioneros en la actualidad pasan
por un entrenamiento que les ayuda a prepararse para su
nueva vida en un lugar desconocido. Ninguna organización
misionera le dio esa oportunidad a Gladys, pero Dios convir‐
tió su viaje transiberiano en su propio campamento de entre‐
namiento privado.
Gladys estaba realmente sorprendida por lo que vio en
Rusia; las condiciones de vida de las personas y el trato que
ella misma recibió. Después de su escape a media noche de
Vladivostok, descubrió que alguien en Rusia había modifica‐
do su pasaporte. Habían cambiado la parte donde decía que
su ocupación era “misionera” por “maquinista”. Los maqui‐
nistas eran muy necesarios en Rusia y el régimen no dudaba
en secuestrar a las personas que pudieran ser útiles para sus
propósitos. Alguien se había esforzado por hacer que se que‐
dara en Rusia. Si eso hubiera ocurrido, nunca se habría vuel‐
to a saber de ella.
A salvo en el barco japonés, hubo un pequeño incidente co‐
tidiano que pudo haber hecho que Gladys reconsiderara su
futuro. El arroz era una parte importante de todas las comi‐
das en la dieta japonesa, así como lo era en casi toda la Chi‐
na. Pero a Gladys le costaba mucho tragarse el arroz. ¿Qué
significaría esto para ella? Aún no sabía de la dulce provisión
de Dios para ella en este sentido. La estaba guiando a la pro‐
vincia de Shanxi, donde el alimento principal no es el arroz
sino el mijo y los tallarines.

AL FIN EN CHINA
El barco atracó en Japón y, luego de algunos días, Gladys na‐
vegó desde Kobe hasta Tientsin (ahora Tianjin). Gladys Ay‐
lward, la antigua criada, ¡finalmente se encontraba en suelo
chino!
No sabemos exactamente cómo se sintió, pero hay algo
que sí sabemos. Cuando miró alrededor, se dio cuenta de que
Dios la había estado preparando para este día desde antes
de su nacimiento. Muchos años después, Gladys le dijo a Elis‐
abeth Elliot que hubo dos cosas que la entristecieron en su
infancia. Una había sido que todas las otras niñas tenían
rizos dorados, pero ella tenía el cabello negro. La otra era
que todos seguían creciendo, pero ella no pasó de 1,47 me‐
tros. Ahora, en Tianjin, estaba de pie en medio del pueblo
para el cual Dios la había preparado, y todos tenían el cabe‐
llo negro y ninguno había crecido mucho. 20
La Sra. Jeannie Lawson había enviado a un hombre llama‐
do Lu a Tientsin para que se encontrara con Gladys y la
acompañara a Yangcheng. Todavía le quedaban diez días de
viaje antes de llegar a su nuevo hogar. Viajaron atravesando
Pekín (Beijing) por el campo en tren, bus y una especie de
carreta, cruzando tres cordilleras y numerosos ríos. En algu‐
nos pueblos había centros misioneros de ayuda para la comu‐
nidad en donde podían detenerse para descansar y recupe‐
rar energías. En Tsechow, el último pueblo antes de Yang‐
cheng, la Sra. Smith le dio unos pantalones y chaquetas acol‐
chadas como los que usaban las mujeres del campo. “Todos
los misioneros usamos ropa china”, le dijo la Sra. Smith.
“Queremos parecernos a los chinos en todo lo que sea posi‐
ble —¡y además sus prendas son mucho más prácticas que
las nuestras!”. 21
Así que Gladys pudo finalmente quitarse el
vestido naranja que había estado usando desde que salió de
Inglaterra (hacía ya cinco semanas y media). Ella escribió:
“¡Cuánto llegué a ver! ¡Cuánto aprendí en esas semanas! Y,
sobre todo, ¡hubo tanto por lo que pude alabar a mi Dios!”.
En Yangcheng, Gladys al fin conoció a la Sra. Jeannie
Lawson. La Sra. Lawson había pasado la mayor parte de su
vida en China, primero con su esposo y luego sola cuando
quedó viuda. Hace poco había comprado una posada en rui‐
nas junto a la carretera. Su sueño era que la Posada de las
Ocho Alegrías se convirtiera en el lugar donde los muleros
pudieran quedarse en las noches cuando estuvieran yendo de
Hebei a Henan por ese camino —el único que había. Todas
las noches, cuando los muleros ya habían comido y estaban
descansando, ella les contaba historias de la Biblia.

¿LLAMADA A SERVIR A LAS MULAS?


Ya hacía treinta años que había ocurrido la rebelión de los
bóxers, pero se sospechaba que aún tenían cierta influencia
sobre el área rural de China. Sería un reto lograr que los
conductores de las carretas se quedaran en una posada de
“demonios extranjeros”. Esta se convirtió en la primera ta‐
rea misionera de Gladys: persuadir a los muleros para que se
quedaran en la Posada de las Ocho Alegrías. Todas las no‐
ches se ponía junto a la puerta y comenzaba a llamarlos con
palabras en chino que le había enseñado el cocinero de la
Sra. Lawson, algo como un pregón de feria. “No hay bichos.
No hay pulgas. ¡Buen lugar, buen lugar! ¡Vengan, vengan!”.
Cuando los muleros pasaban sin entrar a la posada, Gladys
agarraba la brida de la mula que guiaba la carreta y la
arrastraba por la fuerza. Las mulas seguían a la mula que
guiaba, y los muleros iban a donde fueran las mulas, aunque
no quisieran. Una vez que las mulas se encontraban en el
jardín, era muy difícil tratar de llevar ese tren de bestias ter‐
cas de regreso al camino para salir. Nadie iba a ninguna par‐
te hasta la mañana siguiente.
Como Jeannie Lawson y el cocinero hablaban chino, eran
ellos los que alimentaban a los hombres y se sentaban junto
a la chimenea para contarles historias de la Escritura. Por
esto, a Gladys le tocaba quedarse afuera con las mulas. Al‐
guien tenía que limpiarles el barro de las patas y alimentar‐
las. Esto la animó a aprender chino, el idioma que supuesta‐
mente era demasiado difícil para ella. Cuando no estaba cui‐
dando a las mulas, pasaba tiempo en el pueblo, escuchando y
tratando de hablar. Escribió: “El idioma es muy difícil, pero
soy buena imitando y por eso estoy aprendiendo algunas co‐
sas sin estudiar”. 22
En tan solo un año, Gladys podía hacerse entender en chino
y su repertorio de historias iba creciendo. En este punto se‐
ría fácil que alguien señalara a la junta misionera que la re‐
chazó y les dijera: “¿Ven lo equivocados que estaban?”. Sin
embargo, mucho tiempo después, la misma Gladys dijo:

Mirando hacia atrás, no puedo culparlos. Yo sé, más que


nadie, que en ese entonces debí parecer muy tonta. El
hecho de que aprendiera no solo a hablar, sino también
a leer y escribir en chino como un nativo años después,
es para mí uno de los grandes milagros de Dios. 23

Jeannie y Gladys tuvieron una relación corta pero tormento‐


sa. Lo poco que tenían en común era que amaban a Dios y
que sabían que debían estar en China. Aun así, cuando la
Sra. Lawson estuvo en su lecho de muerte, después de solo
un año juntas, Gladys la cuidó, y la Sra. Lawson le pasó la an‐
torcha. “Dios te llamó a mi lado, Gladys, en respuesta a mis
oraciones. Él quiere que te encargues de mi trabajo. Él pro‐
veerá. Él te bendecirá y te protegerá”. 24
De hecho, Dios ya había bendecido a Gladys y le había pro‐
visto abundantemente. Le había provisto a la Sra. Lawson,
que era la razón por la que había viajado a China. Había pro‐
visto suficiente tiempo de aprendizaje con la Sra. Lawson
para prepararla de modo que siguiera con su trabajo.
Gladys era una mujer joven según los estándares chinos, y
era la única occidental en ese lugar del país. Hablaba el
chino que había aprendido entre los muleros y en el merca‐
do. Continuó el trabajo en la posada, organizaba reuniones
cristianas regularmente, visitaba casas y daba la ayuda mé‐
dica que podía. Cuando mejoró su fluidez en el idioma, salía a
hablar en los mercados con un evangelista chino. Durante
estos primeros meses, se mantuvo cerca de su nueva ciudad
de residencia, Yangcheng. Pero cuando ya se sentía más có‐
moda allí, Dios usó medios inesperados para ampliar su cam‐
po misionero.

LA REVISIÓN DE LOS PIES


Cuando Gladys llegó a China en 1932, se suponía que la
práctica de vendar los pies de las niñas era algo del pasado.
Esta era la práctica de doblarles los dedos hacia la planta
del pie y vendarlos con fuerza para que el pie se quedara lo
más pequeño posible, tal vez entre ocho y diez centímetros
de largo. 25 Esto se consideraba atractivo y era señal de que
una familia estaba buscando un buen esposo. Cuando Sun
Yat-sen estableció la República de China en 1912, terminan‐
do la última dinastía imperial en China, una de las primeras
acciones del nuevo senado fue la prohibición de la práctica
de vendar los pies.
Pero China es un país inmenso, y era complicado lograr que
se cumplieran las leyes nuevas, especialmente en un régimen
nuevo y tambaleante. Aparte de que no era tan fácil abolir
una tradición cultural que había estado arraigada durante un
milenio. Incluso ahora, en el siglo veintiuno, hay ancianas en
China que deben apoyarse en bastones o en los brazos de los
miembros de su familia porque sus pies torcidos de diez cen‐
tímetros no soportan su cuerpo.
Dios usó los pies para aumentar el campo de acción de
Gladys en China. El gobierno había decretado una vez más
que la práctica de vendar los pies debía ser abolida y encar‐
gó la responsabilidad a los mandarines, los representantes
locales del gobierno. El mandarín de la región fue a ver a
Gladys y le ordenó buscar a un revisor de pies. Al no en‐
contrar ninguno, ella misma se apuntó para el trabajo. El
mandarín mencionó que ella sería un buen ejemplo para las
mujeres que tenían los pies vendados, ya que tenía los pies
grandes (¡era talla 3!). Él le dio una mula para que se tran‐
sportara y un par de soldados para que la acompañaran.
Gladys vio la mano de Dios en esta situación. Después de la
muerte de la Sra. Lawson, había estado enfrentando pregun‐
tas difíciles. ¿Cómo se iba a sostener? La posada no daba su‐
ficiente dinero. Pensó que tal vez Dios quería que compartie‐
ra el evangelio más al interior del país, pero no estaba segu‐
ra. No era seguro viajar por las montañas. ¿Y cómo iba a
viajar? No iba a avanzar mucho a pie y no podía pagar otro
tipo de transporte.
Pero ahora, el mandarín le estaba  ofreciendo un permiso
oficial para ir a cualquier lugar que quisiera, un sueldo fijo,
un medio de transporte y protección durante sus viajes. Más
adelante, escribió:

Al mirar atrás, me asombra ver cómo Dios me dio las


oportunidades para servir. Yo deseaba ir a China, pero
nunca, ni en mis sueños más descabellados, habría ima‐
ginado que Dios controlaría todo de tal forma que ten‐
dría acceso a todas las casas de los pueblos [no solo a
los pueblos]; autoridad para eliminar una costumbre
cruel y horrible; protección del gobierno ¡y un sueldo
por predicar el evangelio de Jesucristo al hacer mi tra‐
bajo de revisar los pies! 26

Ella sabía que si llegaba a los pueblos remotos, llevaría las


buenas noticias de Jesús. Así que no le preguntó, sino que le
informó al mandarín que iba a usar la oportunidad para pre‐
dicar el evangelio. Él le respondió: “Desde el punto de vista
de este decreto, tu enseñanza es buena, porque si una mujer
se vuelve cristiana ya no se vendará los pies”. 27
En años posteriores, Gladys describió cómo eran estas
visitas:

Cuando llegábamos a un pueblo, los soldados llamaban


a todos los habitantes a que salieran de sus casas y les
repetían las instrucciones del mandarín acerca de la
práctica de vendar los pies…

Luego yo comenzaba a hablar a las personas. Les contaba


una historia. Hacía que se rieran y estuvieran felices, y les
enseñaba a cantar un coro después de haber explicado el
significado de las palabras.
Luego hablaba sobre los pies.
“Sabemos que los pies de los niños y los de las niñas son
iguales. Si Dios hubiera querido que las niñas tuvieran los
pies pequeños y atrofiados, los habría hecho así. Y ahora,
el gobierno dice que cualquiera que les ponga vendas a
los pies de sus bebés, será castigado”.
Ya era demasiado tarde para las ancianas [si trataban
de quitarse las vendas de los pies sufrían un dolor terri‐
ble y no habrían podido caminar en absoluto], pero yo ha‐
cía que las niñas se quitaran las vendas de los pies y les
ordenaba usar zapatos que fueran lo suficientemente
grandes para ellas. Al comienzo no les gustaba la idea y
pensaban que eso les arruinaría la oportunidad de conse‐
guir esposo. Pero los soldados les decían: “Si no se quitan
las vendas, irán a la cárcel. Haz lo que quieras, pequeña,
¡la cárcel es muy cómoda!”.
En la noche, los habitantes del pueblo venían a la posa‐
da donde me hospedaba y me pedían que les contara más
historias y les cantara más canciones.
Poco a poco se convertían dos o tres aquí y allá, y en
cada pueblo se reunía un grupo pequeño, y ese era el co‐
mienzo de una iglesia pequeña. A lo largo de los próximos
años, mientras se predicaba el evangelio, cesó la práctica
de vendar los pies, se redujo el consumo de opio y se
estableció un testimonio de la gracia salvadora de Jesu‐
cristo en muchos lugares. 28
EL MOTÍN EN LA CÁRCEL
Su amistad con el mandarín era algo inusual. Se respetaban
mutuamente, aunque eran muy diferentes. Él era una perso‐
na refinada y con estudios académicos, totalmente arraigado
a la tradición y la civilización china. Ella era una criada que
venía de las calles de Londres, con una voz estridente y poco
refinada, y que había aprendido el vocabulario y el estilo de
hablar de los muleros chinos. Gladys lo buscaba cuando veía
algo que ella pensaba se debía cambiar, y él le explicaba si
se podía o no se podía hacer algo al respecto. Hubo muchos
cambios durante el tiempo en que trabajaron juntos.
Su relación con el mandarín hizo que él se acercara a ella y
a su Dios. Un día, por ejemplo, hubo un motín en la cárcel.
Ella se enteró porque el mandarín la llamó para que lidiara
con la situación. Esto la dejó atónita porque no sabía nada
sobre cárceles. Sin embargo, fue a la cárcel y encontró al di‐
rector junto a la puerta, esperándola. Los soldados tenían
tanto miedo que no se atrevían a enfrentar a los criminales.
Sería justo decir que Gladys tuvo sus dudas. Pero el funciona‐
rio de la cárcel le dijo: “Tú predicas al Dios viviente en todas
partes. Si predicas la verdad —si tu Dios te protege del peli‐
gro— entonces puedes detener este motín”. 29
Viendo que la reputación de Dios estaba en juego, entró a
la cárcel y quedó sorprendida con lo que encontró. En medio
de los cadáveres y la sangre, esta mujer de 1,47 metros —la
mitad de la estatura de muchos de los hombres allí— le quitó
un hacha a un asesino y empezó a darle órdenes a los crimi‐
nales, como una maestra que trata con un montón de niños
traviesos. Ellos, sorprendidos, le obedecieron. Tal vez era la
primera mujer que habían visto desde que los encarcelaron.
Ciertamente era la primera que les había hablado de esta
forma.
Tiempo después, cuando se enteró de la situación en la cár‐
cel, le conmovió la condición espantosa de los prisioneros.
No tenían nada que hacer y les daban muy poco de comer. Ya
sea que el crimen fuera pequeño, como una falsificación, o
grande, como asesinatos masivos, todos los prisioneros te‐
nían las mismas condiciones. Ella les prometió trabajo, y con
el tiempo les consiguió telares, algodón y otras cosas con las
que podían ocuparse. A veces se les permitía asistir a las
reuniones cristianas en la posada.
Después de ella haber calmado el motín, uno de los prisio‐
neros le dijo: “¡Gracias, Ai-weh-deh!”. Ella tuvo que ir a casa
y preguntarle a alguien el significado de estas palabras. Sig‐
nificaban “la virtuosa”, y así la llamaron a partir de ese mo‐
mento.

LA CIUDADANÍA
Ai-weh-deh no fue simplemente un nombre nativo que adoptó
para que sus amigos chinos no tuvieran la dificultad de pro‐
nunciar “Gladys”. Ese fue su nombre legal después de vol‐
verse ciudadana naturalizada china. Ella escribió: “Yo vivía
exactamente como una mujer china. Usaba ropa china, co‐
mía su comida, hablaba su dialecto e incluso comencé a pen‐
sar como ellos. Ahora este era mi país; estos chinos del norte
eran mi pueblo. Por eso decidí hacer la solicitud para conver‐
tirme en ciudadana naturalizada china. En 1936 [cuatro años
después de haber llegado] me lo concedieron y mi nuevo
nombre oficial fue Ai-weh-deh”. 30
Esto causó problemas en su vida más adelante. Si hubiera
sido ciudadana británica, habría podido evacuar el país cuan‐
do avanzó la guerra. Pero como ciudadana china, no cumplía
con los requisitos para recibir la ayuda británica. Aun así,
esto no fue una dificultad para Gladys, ya que no quería salir
del país. China era su hogar.
Sabemos de al menos una pareja misionera joven que:

… admiraba profundamente a esta mujer pequeña pero


fuerte, quien parecía entender todo lo que decían los
chinos y hacía todo lo que hacían ellos, lo que a veces les
sorprendía y les causaba gracia. Escupía aunque
estuviera en un banquete, y cuando mordía un pedazo
de cartílago, lo disparaba de su boca directo a donde se
encontraba el perro debajo de la mesa esperando para
atraparlo. 31

Hay dos situaciones que se presentaron cerca del final de su


tiempo en este país y que podrían indicar hasta qué punto se
convirtió en una china más. Pasó sus últimos cuatro años en
China en la ciudad de Chengdu. Sabiendo que necesitaba un
lugar donde vivir, sus amigos la enviaron al hogar de CIM.
Estuvo allí, pero a los pocos días se mudó a un cuarto peque‐
ño en el patio de un hospital chino. El médico cristiano que
trabajaba allí, un hombre chino que acababa de conocer, le
ofreció un trabajo. Los otros misioneros estaban atónitos.
“¿Cómo conocía a tantas personas en tan poco tiempo, si lle‐
gó siendo una completa extraña?”. 32
Luego, el pastor chino de una iglesia en Chengdu la nombró
Mujer de la Biblia, una posición que solo existe en algunos
países. “Se les llamaba ‘Mujeres de la Biblia’ a las cristianas
nativas que eran contratadas por iglesias locales o por misio‐
neros para ser maestras, intérpretes, lectoras de la Biblia y
evangelistas, aunque la paga era una miseria”. 33
Es posible
que sea la única extranjera que haya tenido este empleo en
China. Le daban un cuarto pequeño detrás del edificio de una
iglesia y el mísero sueldo que recibían estas mujeres. Se con‐
virtió en sierva de una iglesia —una iglesia china, no una igle‐
sia misionera. “Sierva” no es una metáfora. Hacía todo lo
que el pastor necesitaba que hiciera. Uno de sus trabajos
era limpiar el edificio de la iglesia. Al barrer las telarañas y
el polvo de todas las grietas, oraba que el Espíritu de Dios vi‐
niera y que el diablo se fuera.
Aunque Gladys vivía como ciudadana china, una vez escri‐
bió: “A veces anhelo tener comunión con una persona ingle‐
sa. Había orado por años para que alguien viniera de Ingla‐
terra a trabajar conmigo, pero nadie vino, así que continué
sola”. 34

NINEPENCE, LESS Y MÁS


Dios nunca le envió un colega occidental. En cambio, le pro‐
veyó compañía de una forma inesperada. Un día, cuando
Gladys iba de la posada al recinto del mandarín, se encontró
con una mujer sentada junto al camino. Aunque tenía aretes
de plata y broches de jade en el pelo, la niña que se tamba‐
leaba a su lado estaba hambrienta, harapienta, sucia y enfer‐
ma. Cuando la mujer trató de venderle a la niña, Gladys se
dio cuenta de que era una de las vendedoras “demoníacas”
de niños de las cuales había escuchado rumores. Gladys se
alejó y siguió su camino.
Después de saludar y de tratar los asuntos necesarios, pre‐
guntó qué se hacía con los traficantes de niños. El mandarín
evadió la pregunta y al final reconoció que era mejor dejar‐
los tranquilos. Eran criminales tan malvados y desesperados
que, si se les confrontaba, solo hacían cosas peores. “La ley
dice”, le dijo al despedirla, “que Ai-weh-deh, la Virtuosa,
debe ignorar a la traficante de niños y cruzar al otro lado del
camino. ¡Y no repitas a nadie lo que he dicho!”.
Por protocolo, esta debió ser la última palabra, pero Glad‐
ys le dijo: “Tengo que informarte, Mandarín, que no vine a
China solo a cumplir tus leyes. Vine por amor a Jesucristo, y
debo actuar según los principios de Su enseñanza, sin impor‐
tar lo que digas”. Y se fue. Meses después, el mandarín le
dijo que ese fue el comienzo de su amistad y aprecio por ella.
35

Al regresar por el camino, Gladys vio a la misma mujer y a


la niña. “Miré lo que quedaba de esa niña delgada, miserable
e indeseada, y se me partió el corazón por su sufrimiento.
Busqué en mi bolsillo y saqué todo lo que tenía: cinco mone‐
das chinas, que equivalen aproximadamente a nueve peni‐
ques. Se las ofrecí”. 36
Gladys llamó a la niña Mei-en, Hermosa Gracia, pero su
apodo era “Ninepence” [Nueve peniques]. Ninepence se con‐
virtió en su hija y la ayudó a llenar el doloroso vacío. Un día,
la niña trajo a casa a un niño pequeño que tenía aún “menos”
de lo que tenían ellas, y se volvió parte de la familia. Lo lla‐
maron “Less” [Menos]. Con el paso del tiempo, muchos niños
pasaron a estar bajo su cuidado, y comenzó una escuela para
ellos y otros niños en Yangcheng. Pero solo Ninepence, Less
y dos o tres más fueron su familia por el resto de su vida.

LA SOLTERÍA
Gladys y otras mujeres solteras sabían que era posible que
una vida dedicada a las misiones fuera una vida sin esposo.
Aun así, naturalmente, hubo momentos en los que pensaba
en el matrimonio. Elisabeth Elliot relató una conversación
que tuvo con Gladys Aylward a comienzos de la década de
1960.

Me dijo que llevaba seis o siete años trabajando feliz‐


mente en China, sola, cuando una pareja de misioneros
llegó a trabajar cerca [en un lugar a un par de días de
viaje]. Entonces comenzó a pensar en el privilegio que
tenían, y a preguntarse si sería bueno casarse. Habló
con el Señor al respecto, pidiéndole que enviara a un
hombre inglés directamente a la China, justo a donde
ella estaba, y que hiciera que le propusiera matrimo‐
nio... “Elisabeth, ¡yo creo que Dios responde las oracio‐
nes! Dios lo llamó… pero él no vino”. 37

Hubo una temporada en la que la situación pudo haber sido


muy diferente. La guerra con los japoneses trajo al coronel
Linnan a su vida. Al caminar y hablar con el oficial chino, un
hombre alto, educado y atractivo, él le reveló un lado refina‐
do de China que no había conocido en las calles del Yang‐
cheng rural. Mientras conocía a Linnan, también aprendía
sobre un lado más amplio y rico de la cultura china. Esto le
comprobó que China en realidad era su propio y amado país.
Linnan y Gladys se amaban el uno al otro, y él le propuso ma‐
trimonio. Ella le escribió a su familia que planeaba casarse
con él, pero le dijo a él que debían esperar a que terminara
la guerra. Con el tiempo, tuvieron que separarse por causa
de la guerra.

LA GUERRA
En 1937, los habitantes de Yangcheng escucharon que había
guerra, pero esta no había afectado su ciudad. Luego, en
1938, Yangcheng fue bombardeado y la Posada de las Ocho
Alegrías quedó muy afectada. Gladys quedó atrapada bajo
los escombros de una de las esquinas de la posada y tuvieron
que desenterrarla. Después regresó, y en la pared rota de su
cuarto vio que colgaba un trozo de lo que había sido su lema
ese año: “Dios escogió lo débil del mundo; Todo lo puedo en
Cristo que me fortalece” (1Co 1:27; Fil 4:13).
En ese mismo momento vio que la promesa de Dios era
real. Salió de los escombros de su posada y vio como todos
estaban atónitos, pues nadie sabía cómo reaccionar frente a
este tipo de emergencia. Estaban en una ciudad amurallada
y nunca habían temido un ataque. Se suponía que Yangcheng
era un lugar seguro, pero no si eran atacados por aviones.
Gladys los reunió para sacar a los muertos, atender a los he‐
ridos y desenterrar a los que estaban atrapados. Desde ese
día en adelante, Yangcheng estuvo en guerra.
La vida a la que estuvieron acostumbrados los chinos du‐
rante un milenio estaba a punto de terminar. Después de los
japoneses, llegaron los comunistas y la revolución cultural.
Por supuesto, nadie sabía qué ocurriría en el futuro, pero la
devastación del momento era evidente. En la primavera de
1939, el mandarín invitó a Gladys a un banquete diciéndole:
“Es probable que sea el último que hagamos en Yangcheng,
ya que nos vamos a llevar casi todo. Tengo algo que decir y
quiero que lo escuches”.
Gladys quedó sorprendida al verse sentada en el lugar de
honor, a la derecha del mandarín. Había ido a muchos ban‐
quetes durante sus siete años en Yangcheng y estaba aco‐
stumbrada a ser la única mujer, pero nunca le habían dado el
lugar de honor. A su lado estaban las personas más impor‐
tantes de la ciudad. Como el punto culminante de la noche, el
mandarín habló del trabajo de Ai-weh-deh en el lugar, de la
forma en la que cuidaba a los enfermos y a los prisioneros, y
de su fe cristiana, de la que tanto habían hablado. Después
de varios minutos de alabar a Gladys, él se dirigió a ella y
anunció que quería adoptar su fe y convertirse en cristiano.
Desde el mandarín hasta las clases más bajas, todos los
niveles de la sociedad habían sido afectados por el Dios de
Gladys Aylward. Por ejemplo, unos soldados japoneses le or‐
denaron a un mulero que llevara sus municiones. Él se negó
porque, como cristiano y pacifista, no podía ayudarlos en su
lucha. Debido a su comportamiento cristiano, lo ataron a un
poste desde donde se veía y se podía escuchar lo que pasaba
en su casa. Luego bloquearon las puertas de la casa y la que‐
maron completamente, con su esposa y sus hijos adentro.
La vida de Gladys durante los próximos dos años de guerra
fue un ciclo de huir de la guerra y regresar; huía a los pue‐
blos que tenían cuevas en las montañas, regresaba a casa, se
mudaba a un lugar donde colaboraba con el trabajo de misio‐
nes en Tsechow u otra ciudad, y después regresaba a Yang‐
cheng.
A pesar del peligro continuo e impredecible, Gladys no que‐
ría salir de China. Durante los meses más oscuros de la gue‐
rra, su madre recibió una carta que demostraba lo que había
realmente en el corazón de Gladys Aylward:

La vida es miserable, la muerte tan familiar, el sufri‐


miento y el dolor tan comunes, pero no estaría en nin‐
gún otro lugar. No anhelen que esté fuera de este lugar
ni busquen sacarme de ninguna manera, porque no sal‐
dré mientras dure esta prueba. Esta es mi gente, Dios
me los dio y viviré o moriré con ellos para Él y para Su
gloria. 38

Su vida estaba tan aislada de Inglaterra que se enteró en


1941 que Europa había estado en guerra desde 1939. En
esa época fue cuando sintió la dirección y protección espe‐
ciales de Dios más que nunca.

PROTECCIÓN
Una vez, por ejemplo, mientras caminaba sola junto al ca‐
mino entre Yangcheng y los escondites en las cuevas de las
montañas, sintió que estaba en peligro, pero no sabía qué ha‐
cer. Entonces oró: “Oh, Señor, por favor decide por mí; por
favor hazme escoger el camino correcto”. Cerró los ojos y
dio algunas vueltas, abrió los ojos y comenzó a caminar por
el lugar a donde estaba apuntando, directo hacia la ladera
empinada y pedregosa de la montaña. Un rato después escu‐
chó a las tropas japonesas que venían por el camino que ha‐
bía abandonado, en donde la habrían podido atrapar.
Algunas veces Dios le advertía a través de otras personas.
Una vez se encontraba con otros misioneros cuando escu‐
charon que los japoneses estaban invadiendo una ciudad cer‐
cana. Ella y otros más estaban listos para empacar y huir.
Annie Skau era una joven misionera noruega que solía seguir
instrucciones y no era agresiva. Sin embargo, esta vez dejó
muy clara su opinión. “No creo que el Señor quiera que nos
vayamos. Él me habló, me lo mostró en Su palabra. No lo
estaba buscando y fue justo lo que leí esta mañana. ‘¡Mira!
Voy a poner un espíritu en él, de manera que cuando oiga
cierto rumor se regrese a su propio país’... No creo que de‐
bamos huir. Los misioneros oraron y decidieron quedarse, y
los japoneses comenzaron a retirarse por informes de activi‐
dad militar en otros lugares.
Otras veces, Dios la guiaba por medio de la Escritura. En
una ocasión se enteró de que los japoneses estaban ofrecien‐
do una recompensa de cien dólares por su captura. Su amor
por China había hecho que los japoneses la acusaran de ser
una espía, ya que cuando iba de un pueblo a otro y percibía
alguna actividad japonesa, sentía que era razonable infor‐
márselo a los nacionalistas chinos. Ahora que estaba en peli‐
gro, algunos de sus amigos le insistieron que huyera mien‐
tras que otros le rogaban que no los dejara. No tenía idea de
lo que debía hacer. Entonces leyó en la Biblia: “¡Huyan,
huyan a las montañas, a lo más profundo de la tierra, porque
el rey de Babilonia maquina planes contra ustedes”. 39
Por
eso, corrió hacia un lugar seguro atravesando los disparos.
En ese tiempo estaba fuera de su ciudad, así que regresó a
Yangcheng.

EL ESCAPE CON LOS CIEN NIÑOS


En Yangcheng, en lo que quedaba de la Posada de las Ocho
Alegrías, se encontró con cien niños que habían sido envia‐
dos desde un orfanato de un misionero en otro pueblo para
que se refugiaran en esta ciudad. Gladys sabía que los japo‐
neses no tardarían mucho en buscarla en su ciudad, así que
no podía quedarse. Debido a la guerra, cada vez era más di‐
fícil proveer para los niños, pero sabía que si los quería pro‐
teger no podía dejarlos allí.
Había escuchado que un orfanato en Xian los podía cuidar,
pero debía llevarlos hasta allá. A principios de 1940, un cola‐
borador había llevado a otro grupo de cien niños, pero en
ese entonces los caminos seguían abiertos. Ahora que Gladys
necesitaba ir, los caminos no eran seguros debido a los movi‐
mientos de las tropas.
La mañana siguiente se despidió para siempre de la Posada
de las Ocho Alegrías y de Yangcheng, que había sido su ciu‐
dad por ocho años. Años después, cuando le preguntaron de
dónde era, respondió: “De Yangcheng”, así que indudable‐
mente esta ciudad se había convertido en su hogar.
Salió de allí liderando una fila de niños hacia Xian. Cada
uno llevaba su propia cobija, su taza y palillos para comer.
Como regalo de despedida definitiva, el mandarín les dio lo
que pudo, que fue suficiente comida para dos días. Y así
como Dios proveyó por medio del mandarín, siguió dándoles
lo que necesitaban todos los días: a veces alimento, a veces
hambre. Hicieron una larga caminata por las montañas, por
caminos difíciles y estrechos; evitaban todas las calles, pues
allí se encontrarían con los soldados.
Un monje budista los invitó a dormir una noche en un tem‐
plo que estaba prácticamente abandonado. Un hombre que
se encontraron en las montañas los dejó dormir en su patio
una noche. Otras noches dormían al aire libre. Los primeros
días fueron como una aventura, un largo día de campo. Pero
después, sus zapatitos de tela se comenzaron a romper y los
pies se les inflamaban y sangraban. Estaban sucios y se les
había acabado la comida. De repente, luego de siete noches,
se encontraron con unos soldados. Pasaron del pánico al ali‐
vio cuando vieron que eran de las fuerzas nacionalistas chi‐
nas. Cerca de cincuenta soldados acamparon con ellos y les
compartieron su comida. Esa fue una buena noche de
descanso para todos. Tal vez fue un pequeño respiro antes
de que llegara lo más difícil. A veces las rocas eran tan empi‐
nadas que tenían que pasar uno por uno a los más pequeños.
El sol los golpeaba y debían descansar muy seguido. Para
ese momento, Gladys y los niños mayores estaban cargando
las cobijas de los pequeños y, cuando tenían las fuerzas, los
llevaban a caballito. Gladys los animaba dándoles la esperan‐
za de que llegarían al pueblo de Yuan Chu, cerca del río Ama‐
rillo. “¡Allá tendremos comida!”.

PERO DIOS ES DIOS


Después de doce largos días, llegaron tambaleándose a Yuan
Chu para darse cuenta de que el lugar estaba abandonado.
Todos habían huido por temor a los japoneses y no había bar‐
cos para atravesar el gran río Amarillo, porque los nativos
los habían usado para escapar al otro lado.
Gladys y los niños exhaustos se sentaron junto al río y
estuvieron allí cuatro días, cada vez más y más hambrientos.
Gladys estaba comenzando a sentirse enferma y no veía nin‐
guna esperanza. Este parecía el fin del camino. El enemigo
los iba a acorralar y a capturar aquí, o algo peor.
Sualan, una niña de trece años, interrumpió los pensamien‐
tos horribles de Gladys diciendo: “Ai-weh-deh, ¿recuerdas
cuando nos contaste que Moisés llevó al pueblo de Israel
hasta el Mar Rojo? ¿Y que Dios hizo que las aguas se abrie‐
ran para que los israelitas pudieran cruzar?
“Sí, lo recuerdo”, respondió Gladys.
“Entonces, ¿por qué Dios no abre las aguas del río Amarillo
para que crucemos?”.
La respuesta de Gladys fue la que habría dado cualquier
otra madre agotada. “Sualan, yo no soy Moisés”.
“Pero Dios es siempre Dios, Ai-weh-deh. Nos lo has dicho
cientos de veces. Si Él es Dios, podrá abrir las aguas para
que crucemos”. 60
Avergonzada, Gladys oró con los niños, aun sin ver cómo
Dios los podría ayudar.
Un oficial chino que patrullaba la orilla los escuchó cantan‐
do y quedó sorprendido porque pensó que no quedaba nadie
más en este lado del río. Su sorpresa fue aún mayor cuando
encontró a una pequeña mujer extranjera que parecía enfer‐
ma, sentada en medio de cien niños chinos. Si se quedaban
allí morirían, porque muy pronto eso sería un campo de bata‐
lla. Pero él podía hacer que mandaran un barco para llevar‐
los al otro lado, así que dio la señal con un silbido peculiar y
aparecieron dos hombres en el otro lado que comenzaron a
remar hacia ellos. Luego de tres viajes atravesando el río,
todos los niños llegaron al otro lado.
Al llegar, arrestaron a Gladys por haber cruzado el río
Amarillo, lo cual era ilegal en ese momento. Como lo cruzó,
las autoridades creyeron que era una espía. En su agota‐
miento, Gladys debió sentir que estaba delirando. Estaba en
este pueblo porque tuvo que huir de los japoneses, que la
buscaban porque creían que era una espía de los chinos, y
ahora los chinos la estaban acusando de ser espía de los ja‐
poneses. Cuando la estaban examinando, los niños comenza‐
ron a gritar en coro desde afuera: “¡Déjenla salir! ¡Déjenla
salir!”. Cuando el juez se dio cuenta de que si la arrestaba
tendría que cuidar a los cien niños, buscó la manera de libe‐
rarla.
Desde allí, Gladys y los niños viajaron cuatro días en un
tren de refugiados. Cuando parecía imposible atravesar un
imponente desfiladero, Dios les proveyó un tren en donde se
suponía que no había ninguno. Al comienzo, como los niños
no tenían ni idea de lo que era un tren, tuvieron mucho miedo
al ver el monstruo gigante que siseaba, rugía y silbaba. Lue‐
go de subir, los niños durmieron toda la noche sobre los mon‐
tones de carbón que llevaba el tren.
A estas alturas, Gladys estaba aturdida. Aunque se desper‐
tó algo renovada después de una noche de sueño, seguía dé‐
bil. No recordaba cuánto tiempo habían pasado en el pueblo
al final de la ruta del tren de carbón. No recordaba cuántos
días tardaba el viaje hasta Xian.
El golpe más fuerte fue cuando llegaron a Xian y vieron que
sus puertas estaban cerradas para los refugiados. No había
más espacio. Desesperada, apoyó su cabeza pesada y afie‐
brada sobre la pared. ¡Habían avanzado tanto! ¿Qué les pa‐
saría a sus niños? Tuvo poca fuerza para alegrarse cuando
descubrió que había un lugar en Fufeng, un pueblo cercano.
Aún aturdida, viajó con los niños en otro tren hasta ese lugar.
Casi en el mismo instante en que entregó los niños a los
cuidadores de Fufeng, se desplomó por causa de la fiebre ti‐
foidea. Por más de dos semanas, se la pasó entre el delirio y
la inconsciencia. Nadie sabía quién era esta pequeña extran‐
jera, quien en medio de su delirio hablaba como una china.

EL ADIÓS
Durante su recuperación, el coronel Linnan la encontró, lue‐
go de meses de buscarla y de preguntarse dónde estaba.
Estaban juntos de nuevo y la guerra había terminado. En
Shanxi, ella estaba segura de que al final de la guerra se po‐
drían casar. Él le rogó que se casaran, pero ahora Gladys
veía las cosas de una forma diferente. Alan Burgess lo expli‐
ca diciendo:

Ahora, en vez de esa alegría interna, de ese deleite de


saber que amaba y era amada, tenía una ansiedad inquie‐
tante de hacer lo correcto para Dios, para sus niños y
para el hombre que amaba.
En algún lugar en las montañas, entre Yangcheng y el
río Amarillo, en los valles entre el río Amarillo y la capital
antigua de Xian, en el mundo irreal del delirio y la fiebre
de su enfermedad, la ansiedad había reemplazado la cer‐
tidumbre. 61
Se despidieron y nunca más se volvieron a encontrar.
La incertidumbre y la ansiedad que sintió con Linnan no de‐
jaron a Gladys Aylward después de ese episodio. Parecía que
la fiebre, la guerra y la destrucción en toda su amada China
habían acabado con una parte de su fortaleza y estabilidad.
Tal vez su sensación de desarraigo se debía a que había per‐
dido su hogar en Yangcheng. Parece que nunca volvió a sen‐
tir esa pertenencia a un lugar en especial, así como lo sintió
allí. Nunca perdió sus raíces en Dios y en su Salvador Jesús,
pero consideraba todo lo demás como algo pasajero.

ERRANTE
Uno de sus biógrafos contaba que cuando la gente le decía:
“Ven cuando quieras —solo dinos cómo podemos ayudarte”,
en realidad se lo tomaba en serio. Se aparecía sin avisar:
“Soy yo”. “Parecía más bien un niño que estaba seguro de
que sería bienvenido, se quedaba un rato y luego desapare‐
cía de nuevo entre los chinos”. 62
Hasta sus últimos días, sus amigos nunca dejaron de perci‐
bir cierta soledad en Gladys, la mujer independiente.

Tal vez lo más importante para Gladys era tener alguien


con quien hablar en su propio idioma. “Cuando la Sra. Je‐
ffery sabe que viene Gladys Aylward, ¡deja todo a un lado
y saca sus hilos para tejer!”, decían con una sonrisa los
misioneros jóvenes que vivían con ella mientras tomaban
sus cursos para aprender el idioma. “La Sra. Jeffery teje
y sonríe, ¡y Gladys habla y habla! Es un salvavidas para
ella”.
Un día llegó con una tarjeta grande de cumpleaños.
“Quiero que todos la firmen”, dijo [Gladys]. “Mi mamá
cree que estoy sola aquí, sin amigos, y esto la va a animar
muchísimo”. Pero después de unas horas volvió a desapa‐
recer, regresando a los chinos, de nuevo a la pequeña ha‐
bitación con una cama, una mesa, una cajonera y una o
dos sillas —y el termo gigante en el que siempre tenía
agua caliente para ofrecer bebidas a sus invitados duran‐
te el día. 63

Cuando la salud de Gladys mejoró, se mudó a un pueblo re‐


moto en una montaña cerca de Lanchow, la ciudad que se
menciona en la historia de la revista que inclinó su corazón
hacia China. Allí vivió un año enseñando a nuevos cristianos.
Luego sintió que Dios la estaba llamando a Chengdu, en la
provincia de Szechuan. Fue aquí donde la nombraron Mujer
de la Biblia, haciendo las tareas de una sierva para su iglesia
china. Permaneció allí por cuatro años.

DE VUELTA A CASA
En 1949, Gladys regresó a Inglaterra con la ayuda económi‐
ca de sus amigos. Siempre había pensado que viviría en Chi‐
na hasta su muerte, porque no tenía dinero para viajar.
Cuando salió del tren, sus padres no la reconocieron. Alguien
tuvo que indicarles dónde estaba —era la pequeña mujer chi‐
na desorientada junto a sus maletas.
Se quedó en Gran Bretaña por varios años, pero anhelaba
estar en China. Como ahora los comunistas estaban en
control, no podía regresar. Entonces decidió mudarse a For‐
mosa (Taiwán), el único lugar chino al que se le permitía en‐
trar y a donde Dios la llevó a servir a huérfanos.

La criada Gladys Aylward no se sentía en casa en Inglate‐


rra. Se había establecido en Yangcheng y allí tenía su hogar,
pero al final tuvo que dejarlo. Ya nunca más volvió a sentirse
en casa. Pero pronto llegaría a su eterno y verdadero hogar.
El día de Año Nuevo de 1970, Gladys Aylward se mudó de
Taipéi al lugar que Jesús le había estado preparando. Ente‐
rraron su cuerpo en Taipéi, pero ahora vive en el hogar que
nunca tendrá que abandonar.

Gladys Aylward solo medía 1,47 metros. Era una estudiante


pobre que había abandonado la escuela a los catorce años.
Tenía una voz estridente e infantil, no tenía dinero ni tuvo el
apoyo de una organización misionera. Realmente era una
persona muy débil —incluso en el aspecto más trivial que se
nos pueda ocurrir— como para ir a China. Pero fue testigo
de que Dios es fuerte y es fiel a Su palabra. “Dios escogió lo
débil del mundo; Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”.
¿Cometió la junta de la organización misionera un error al
rechazar su solicitud? Es imposible saber con certeza la
respuesta, pero creo que es poco probable que hubiera teni‐
do éxito trabajando dentro de los límites de una organización
misionera convencional. Dios tenía planes de enviarla a Chi‐
na, y lo hizo de una forma inusual, una forma que era perfec‐
ta para ella y que la preparó para lo que vendría.
Por ejemplo, ¿quién se hubiera imaginado que una criada
podría tener suficiente dinero para pagar un boleto de tren y
viajar a China? Hoy en día, las organizaciones misioneras
aconsejan a la mayoría de los que aspiran a ser misioneros
sobre cómo pueden encontrar personas que estén interesa‐
das en sus ministerios, ya que esas personas pueden orar por
ellos y tal vez puedan apoyarlos económicamente. Gladys, en
cambio, no tenía el apoyo de nadie —tenía un trabajo y toma‐
ba otros para ganar dinero y ahorrar. ¡Pero ella no estaba
sola! Ella se entregó en las manos de Dios y descubrió Su
provisión.
Hoy en día es fácil que los aspirantes a misioneros pierdan
de vista la verdadera fuente de su sustento, entre el torbe‐
llino de cartas, visitas, enseñanza bíblica y presentaciones
sobre su ministerio —las actividades que despiertan el inte‐
rés y logran recaudar dinero. Pero los misioneros no son los
únicos que pueden apoyarse demasiado en sus habilidades,
su persistencia y su carisma. Nosotros mismos podemos lle‐
gar a depender tanto de nuestras propias habilidades, dili‐
gencia y experiencia que nos olvidamos de las palabras de
Jesús en Mateo 6:31-33:

Así que no se preocupen diciendo: “¿ Qué comeremos?”


o “¿Qué beberemos?” o “¿Con qué nos vestiremos?”. Los
paganos andan tras todas estas cosas, pero el Padre ce‐
lestial sabe que ustedes las necesitan. Más bien, bus‐
quen primeramente el Reino de Dios y Su justicia, y to‐
das estas cosas les serán añadidas.

Ya sea que Dios provea por medio de nuestro trabajo o a


través de las ofrendas de los que apoyan las misiones, no te‐
nemos nada sin Él.
Dios es el que nos da a todos la vida, el aliento y todas las
cosas (Hch  17:25). No solo dinero y alimento; ¡Él nos da
todo ! Mi pregunta para nosotros es: ¿Qué es lo que nos im‐
pide aventurarnos en algo a lo que Dios nos ha llamado?
¿Qué es lo que nos lleva a decir: “Es imposible que yo haga
eso”? ¿A qué le tengo miedo? ¿Qué me falta? ¿Cuáles son mis
debilidades?
Gladys Aylward tenía todas las razones para decir que no
podría ir a China. No podía pagar el viaje. No era probable
que sobreviviera el viaje a través de Rusia. No habría podido
guiar a cien niños en las montañas atravesando el río Amari‐
llo hasta un lugar seguro. No, ella no habría podido. Pero
Dios sí podía .
Si creemos que no somos capaces de hacer lo que Dios nos
pide que hagamos, estamos en lo cierto. Pero Dios sí lo pue‐
de hacer .

A pesar de los comienzos desfavorables de la vida de Gladys


Aylward y la persona poco prometedora que parecía ser, al
final de su vida pudo mirar atrás y ver la forma en la que
Dios había obrado por medio de ella. Tuvo su propia pequeña
familia de niños adoptados, y en la provincia de Shanxi hubo
cientos de huérfanos a quienes les salvó la vida y les ayudó a
recibir una educación formal. Muchos de ellos también fue‐
ron salvos espiritualmente. Pudo ver el fin de la práctica de
vendar los pies. Se hicieron cambios productivos para el be‐
neficio de los prisioneros. Pudo recordar a los enfermos que
habían sido sanados y a los bebés que había visto nacer. Un
mandarín tradicional ahora era su hermano en Cristo, y ha‐
bía creyentes e iglesias esparcidos por los diferentes pueblos
a lo largo de las montañas más remotas.

Tengo mi mapa de China frente a mí, y veo la ruta de la vida


de Gladys. Su hogar, Yangcheng, está en Shanxi (Shansi), la
provincia donde visité a unos amigos hace unos años. Me
llevaron a un orfanato donde cien niños todavía esperan
que alguien los salve. Otros amigos están esparcidos por
todo el país, siguiendo el llamado de Dios allí, así como lo
hizo Gladys. Y esta historia de Gladys Aylward está dedica‐
da a mis amigos, que están (o han estado) en China predi‐
cando el evangelio. Como sé que preferir ían que no los
nombrara, no lo haré, pero Dios sabe quiénes son.
Nabucodonosor les dijo: “Ustedes tres, ¿es verdad que no
honran a mis dioses ni adoran a la estatua de oro que he
mandado erigir? En cuanto escuchen la música de los inst‐
rumentos musicales, más les vale que se inclinen ante la
estatua que he mandado hacer y que la adoren. De lo
contrario, serán lanzados de inmediato a un horno en lla‐
mas, ¡y no habrá dios capaz de librarlos de mis manos!”.

Sadrac, Mesac y Abednego le respondieron a Nabucodono‐


sor: —¡No hace falta que nos defendamos ante su Majestad!
Si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos
puede librarnos del horno y de las manos de su Majestad.
Pero, aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no
honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua.

— DANIEL 3:14-18
ESTHER AHN KIM
AHN EI SOOK, O AHN I SOOK

Fiel en el sufrimiento

comienzos del siglo XX, en muchas partes de los Estados


A Unidos, los niñ os indígenas tuvieron que salir de sus ca‐
sas y fueron enviaron a internados, a veces a cientos de
kilómetros de su hogar. Les cortaron el cabello y les quitaron
sus prendas de vestir tradicionales para reemplazarlas por
prendas de vestir “modernas”. Se les dieron nombres euro‐
peo-americanos. Solo podían hablar en inglés y los castiga‐
ban por hablar ojibwe, navajo o cheroki. En décadas anterio‐
res, los padres y abuelos de estos niños habían sido reubica‐
dos en reservas, y les habían confiscado sus hogares y sus
tierras.
Aunque hubo estadounidenses blancos que no estuvieron
de acuerdo con esta “americanización”, las políticas del go‐
bierno estadounidense prevalecieron por demasiados años.
A principios del siglo XX, al otro lado del planeta, Japón ha‐
bía entrado en guerra con Rusia para liberar a Corea de las
tropas rusas que la invadían. En aquellos días, solo había una
nación coreana —no estaban divididas como hoy, en Corea
del Norte y Corea del Sur. Al comienzo, los coreanos recibie‐
ron a los japoneses porque parecía que eran más amables
que los rusos. Sin embargo, esta aceptación no duró mucho,
ya que el espejismo de la hermandad se desvaneció muy
pronto.
Luego, en la década de 1930, cuando Japón invadió Man‐
churia y comenzó la guerra con China, Corea se convirtió en
un eslabón estratégico en términos geográficos. A través de
Corea, Japón tenía una ruta terrestre entre Manchuria y Chi‐
na. Para intensificar su fuerza en Corea, llevó a cabo una
gran campaña de “japonización”. Es por esto que muchos co‐
reanos se refieren a la época entre los años 1937 y 1945
como la Era Oscura.
Las autoridades japonesas confiscaban lo que querían,
desde alimentos hasta instalaciones. Casi todos los jóvenes
coreanos, hombres y mujeres, fueron reclutados para traba‐
jar en campos de guerra. A todos se les ordenaba que habla‐
ran japonés; hablar coreano era una ofensa que merecía cas‐
tigo. A los coreanos se les ordenaba que cambiaran sus ape‐
llidos y adoptaran nombres japoneses. Casi todos cumplían
con las demandas ya que, si no lo hacían, los adultos no con‐
seguían trabajo y los niños no podían ir a la escuela.
Había japoneses cristianos y otras personas que no esta‐
ban de acuerdo con las acciones del gobierno japonés. Sin
embargo, las políticas del gobierno japonés prevalecieron
por demasiados años.

SÉ UNA GRAN PERSONA


Cuando la invasión apenas comenzaba, nació una niña en la
ciudad de Bhak Chon. Ella no era lo que un padre coreano
tradicional hubiera deseado. Primero que todo, era una niña.
Y, además, era tan pequeña y delgada que sus familiares se
burlaban de ella. Sin embargo, su padre miró a su primogé‐
nita frágil y murmuró: “Pobre bebé. No mueras; sé una gran
persona”. 1 El apellido de la familia era Ahn, y la niña se lla‐
mó Ei Sook. 2
El padre de Ei Sook era el primogénito de sus padres.
Como su esposa solo dio a luz hijas, hubo estrés en la familia
porque él necesitaba un heredero. Así que cedió a la presión
de buscar hijos y tuvo muchas concubinas.
La mamá de Ei Sook era hija de un alto oficial del gobierno
en Seúl y había aceptado a Cristo a los ocho años. Como no
tenía una iglesia ni una Biblia, recordó y vivió conforme a los
cuatro principios que le había enseñado un misionero:
1. Jesús es el único Hijo de Dios y es el único Salvador.
2. Jesús nunca abandonará a los que creen en Él.
3. Jesús puede tomar todas las desgracias de los creyen‐
tes y convertirlas en algo bueno.
4. Jesús escucha las oraciones de Sus hijos.

Desde el comienzo de la vida de Ei Sook, su mamá fue un


gran apoyo. Sus palabras parecían ser la voz de Dios, a ve‐
ces suaves y consoladoras, a veces firmes y valientes, siem‐
pre lo que Ei Sook necesitaba en el momento.
Por el contrario, la matriarca del hogar, la abuela de Ei
Sook, siempre estaba inconforme y quejándose. La niña po‐
día ver que los ídolos de su abuela —sus dioses— no le traían
ninguna felicidad. De hecho, parecían ser la raíz de su mise‐
ria. Una vez, Ei Sook entró a escondidas a la despensa donde
estaban los platos de comida que se ofrecerían a los dioses
en un festival. Allí les gritó a los ídolos: “¡Demonios! ¿Por
qué se comen la mejor comida y después hacen infeliz a mi
abuela? ¡Muéranse comiendo esto mezclado con mi saliva!”.
Entonces se escupió en el dedo y se lo pasó a toda la comida.
3

Su mamá y hermana y otros cristianos comenzaron a ob‐


servarla para ver qué iba a ser de esta pequeña obstinada.
La mamá de Ei Sook ya le había estado enseñando acerca
del Dios verdadero: “Como puedes ver, los ídolos no tienen
ningún poder. El Señor Jesús es el único que nos puede dar
poder verdadero, felicidad verdadera y paz verdadera”. 4
En su adultez, Ei Sook recordaba la diferencia entre su
mamá y su abuela:

[Mi mamá] era una de esas personas que siempre vivía


para otros. Una vez a la semana llenaba una bolsa de
aspirinas, ungüento, dulces y pañuelos de papel y se los
llevaba a los pobres. Cada vez que preparaba arroz, ha‐
cía una gran cantidad.
Cuando le pregunté por qué lo hacía, me dijo: “Si tengo
suficiente arroz puedo darle un poco a un mendigo cuan‐
do venga. Para seguir a Jesús, creo que siempre debemos
estar preparadas para dar a otros”.
Mi mamá era tan diferente a los demás miembros de la
familia de mi padre. Ellos solo les daban a otros lo que no
les servía. Parecía que se odiaban unos a otros y solo
vivían el día a día. No tenían a Dios, ni un día santo, ni
gozo verdadero… En cambio, en cualquier parte en don‐
de estuviera mi mamá, había algo así como una capilla
del cielo alrededor de ella. 5

UNA PERSONA CON UNA FE VERDADERA


Cuando Ei Sook era joven, su mamá dejó a su padre y a sus
concubinas para mudarse a Pyongyang. Su padre siguió pen‐
diente de su educación y hacía que asistiera a escuelas en las
que solo se hablaba japonés. Tiempo después, su mamá quiso
enviarla a Estados Unidos a una universidad cristiana, pero
su padre insistió en que fuera a una universidad en Japón.
Pero, sobre todo, la influencia piadosa diaria de su mamá
sobrepasó por mucho el impacto de su padre en ella.

Solíamos despertarnos a las cuatro de la mañana e ir a la


iglesia juntas a orar... Caminábamos en silencio hasta
que llegábamos a un templo japonés junto al camino. Mi
mamá se detenía repentinamente y miraba al cielo. Lue‐
go pisoteaba el suelo y decía: “¡Perezcan y desaparez‐
can! En el nombre de Jesucristo que se levantó de entre
los muertos y que vive para siempre”. Y repetía tres ve‐
ces esas palabras. Al regresar de la iglesia, hacía lo
mismo.
Yo le decía: “Mamá, los japoneses ya tienen sus templos
en toda Corea, y su nación es una de las más fuertes de
todo el mundo. ¿Qué crees que puede hacer una sola per‐
sona?”.
Y me respondía en voz baja: “Para Dios, una persona
con fe verdadera en Él es mucho más importante que mil
personas sin fe. Abraham, Moisés y David estuvieron so‐
los. Fueron llamados y sirvieron a Dios como individuos.
Yo creo que Dios es el mismo hoy”.
Entonces pensé que las palabras de 2  Crónicas [16:9]
realmente eran ciertas: “El Señor recorre con su mirada
toda la tierra, y está listo para ayudar a quienes le son
fieles”. 6

EL DILEMA
Para la familia de Ei Sook, así como para todos los coreanos,
la invasión japonesa trajo gran dificultad financiera, proble‐
mas y confusión cultural. Pero el gran dilema moral se debía
a una regla en particular: la orden de que todos participaran
en ceremonias de los templos sintoístas (templos dedicados a
los dioses japoneses).
El dilema para los cristianos era el siguiente. Si una perso‐
na se inclinaba ante un templo, ¿se trataba de algo religioso
o de algo político? Dentro de cada templo había una imagen
de la diosa japonesa del sol y una imagen del emperador de
Japón. Hacer una reverencia es una señal tradicional de
respeto en Oriente, así que inclinarse ante la foto del empe‐
rador podía ser simplemente una señal de respeto y patrio‐
tismo —para nada voluntario por parte de un coreano opri‐
mido, por supuesto— que, de todas formas, habría sido por
motivos políticos. Con el fin de justificar esto como un mero
acto político, los coreanos tendrían que ignorar la imagen de
la diosa o verla solo como una figura cultural.
Por otra parte, si al inclinarse se incluye la diosa del sol en
su círculo de reverencia, el asunto se vuelve espiritual y reli‐
gioso. Lo que aumentaba aún más el riesgo era la realidad
histórica de que, hasta el final de la segunda guerra mundial,
la mayoría de los japoneses veían al emperador como un ser
divino, un dios.
En 1940, la mayoría de los misioneros extranjeros habían
salido de Corea, en parte porque se les había prohibido a los
coreanos el tener contacto con extranjeros. Por esta prohibi‐
ción, los amigos locales de los misioneros habrían estado en
peligro si interactuaban con ellos. Pero el problema del tem‐
plo sintoísta fue la razón principal por la que se fueron. Ja‐
pón estaba presionando a todos los líderes de las iglesias, in‐
cluyendo a los misioneros, a que llevaran a su gente a los
templos.
Se construyeron templos en cada ciudad y pueblo. Se
pusieron templos en miniatura en todas las oficinas del go‐
bierno y en las escuelas, y también se les entregaron a los
estudiantes para que los llevaran a casa y los adoraran a dia‐
rio. No era posible escapar de la orden del templo. Al final
incluso los pusieron en las iglesias cristianas. La policía esta‐
ba cerca en todas las reuniones para asegurarse de que to‐
dos se inclinaran ante el templo antes de comenzar. Todo el
que se negaba a hacerlo era arrestado. A los pastores los vi‐
gilaban de una forma especial debido a la influencia que te‐
nían sobre su congregación. Los pastores insubordinados —o
que, según ellos, tenían una mala actitud— eran arrestados y
torturados, y se les quitaba la ración de comida a sus fami‐
lias.
Algunos grupos denominacionales estuvieron de acuerdo
con asistir al templo y le explicaban a su gente que era sim‐
plemente algo patriótico. Otras denominaciones se resistie‐
ron por más tiempo, pero no pudieron soportar la presión.
Algunos esperaban que Dios pasara por alto su asistencia al
templo, ya que los japoneses los obligaban. Pero a pesar de
lo que acordara el liderazgo, muchas personas en las iglesias
decidieron no inclinarse ante los templos, y los que tenían po‐
siciones públicas y de liderazgo fueron los más castigados
por el gobierno.

PERO SI NO LO HACE....
En 1939, cuando el problema alcanzó su punto crítico, Ahn
Ei Sook era la maestra de música en una escuela cristiana de
niñas en la ciudad de Pyongyang. Llegó el día en el que todos
los estudiantes y los profesores debían asistir a la reunión de
escuelas en el templo del monte Namsan, en el centro de la
ciudad de Seúl.
Si todos en la escuela cumplían con la orden, la directora
no tendría problemas. Pero cuando Ei Sook recordó las pala‐
bras de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”
(Jn 14:6), pensó: ¿Cómo puedo inclinar me ante un ídolo?
Cuando la directora la presionó, accedió a regañadientes a
ir al monte, pero no prometió que se inclinaría cuando llega‐
ra. La directora seguía tratando de convencerla, pero Ei
Sook se dio cuenta de que sus estudiantes estaban escuchan‐
do y viendo todo. Sabían que su conciencia no le permitía in‐
clinarse ante el templo y ahora verían si sus acciones coinci‐
dían con sus palabras. Entonces pensó en las palabras
atrevidas y confiadas de Sadrac, Mesac y Abednego.

Ciertamente nuestro Dios a quien servimos puede li‐


brarnos del horno de fuego ardiente; y de tu mano, oh
rey, nos librará. Pero si no lo hace, has de saber, oh rey,
que no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua
de oro que has levantado.
— DANIEL 3:17-18 (LBLA)

Ei Sook sabía que, aunque una persona haga lo correcto, no


hay garantía de que Dios responderá protegiéndolo inmedia‐
tamente del peligro.

“Pero si no lo hace…”. Aunque Dios no los salvara del


fuego ardiente, morirían honrándolo. Y yo iba a tomar la
misma decisión. Con la ayuda de Dios, nunca me inclina‐
ría ante un ídolo japonés, aunque Él no me proteja de las
manos de los japoneses. Jesús me salvó, así que solo pue‐
do inclinarme ante Dios, el Padre de mi Salvador. En ese
momento casi podía ver el horno en llamas a punto de
consumirme.
Mientras caminaba estaba orando. Sabía lo que iba a
hacer. Me dije a mí misma: “Hoy en el monte, ante la
gran multitud, proclamaré que fuera de Ti no hay otro
Dios. Es lo que haré por Tu santo nombre”. 7

Por un momento estuvo llena de paz. Pero al llegar al monte


con sus estudiantes, esa paz se alternaba con una gran sen‐
sación de debilidad y miedo.

En el templo me sentía como una niña, asustada por los


policías y temiendo hacer el menor ruido. A medida que
me invadía la ansiedad, traté de orar, pero mis oracio‐
nes eran muy débiles. Tartamudeando, le confesé al Se‐
ñor mi falta de valentía y fortaleza. Entonces oré: “Oh
Señor, ¡soy tan débil! Pero soy una oveja Tuya, así que
debo obedecerte y seguirte. Señor, cuida de mí”. 8

En respuesta, Dios trajo a su mente unas palabras que esta‐


ban guardadas en su corazón y en su memoria: “Mis ovejas
oyen Mi voz; Yo las conozco y ellas Me siguen” (Jn 10:27).

LA REVERENCIA MÁS SOLEMNE ES PARA...


La escena era similar a las de la antigua Babilonia, cuando la
multitud, incluyendo todos los presos extranjeros, se reunían
y esperaban la señal de la música para inclinarse ante la gi‐
gantesca imagen de oro del rey Nabucodonosor. 9
“¡Atención!”. Una orden estridente sonó por encima de
los murmullos de la multitud y todos se ubicaron ordena‐
damente en filas. Estábamos acostumbrados a ser su‐
misos, porque habíamos sido cautivos de los japoneses
por más de treinta y siete años. “¡Nuestra reverencia
más solemne es para Amaterasu Omikami [la diosa del
sol]!”.
La enorme multitud siguió la orden como si fueran uno,
inclinando la parte superior de su cuerpo solemne y pro‐
fundamente. De todas las personas en el templo, yo fui la
única que permaneció quieta, mirando directamente al
cielo. 10

Ei Sook no era ingenua. Al ser maestra era una líder, y los


oficiales vigilaban a los líderes. Ahora, por obedecer a Dios,
se estaba distinguiendo como una desobediente ante las
autoridades invasoras. La bebé débil y pequeña había creci‐
do y se había convertido en una mujer frágil y enfermiza, no
en una candidata ideal para soportar el sufrimiento y la tor‐
tura que sabía que vendría. Al alejarse del templo, pensó:
Estoy muerta . Ahn Ei Sook murió hoy en el monte Namsan
. 11

Honestamente, podría decir que no le tenía miedo a la


muerte, pero sí le temía a la tortura. ¿Cuánto podría so‐
portar este cuerpo? ¿Qué sucedería si renunciara a mi fe
bajo una tortura implacable? De solo pensarlo me debi‐
litaba tanto que apenas podía ver por dónde estaba cami‐
nando...
Mientras tanto, Jesús me decía: “No te angusties. Con‐
fía en Dios, y confía también en Mí... No te voy a dejar
huérfana ... La paz te dejo; Mi paz te doy... No te an‐
gusties ni te acobardes” (Jn 14:1, 18, 27).
En la oscuridad de mi corazón se encendió una luz... Y
recordé una canción.
Nuestro valor es nada aquí,
Con él todo es perdido;
Más con nosotros luchará,
De Dios, el Escogido.
¿Sabéis quién es Jesús?
El que venció en la cruz, Señor y Salvador,
Y siendo Él solo Dios,
Él triunfa en la batalla.
— MARTÍN LUTERO 12

Cuatro detectives la estaban esperando en su salón de cla‐


ses. Sus estudiantes vieron cuando se la llevaron. Ella escri‐
bió: “Mi temor por el sufrimiento se transformó en un en‐
tusiasmo por comenzar una aventura magnífica. Mi mente
estaba en calma”. 13
La llevaron a la oficina del jefe del distrito. Antes de que
pudiera lidiar con ella, recibió una llamada telefónica y se
fue rápidamente. Cuando él se fue, Ei Sook salió de la oficina
y corrió hasta su casa. Los cristianos ya se habían reunido
para orar por ella. Luego de que su mamá la ayudara a
disfrazarse con polvo y ropa vieja, tomó el primer tren que
salía de la estación y terminó en Shin Ei Joo, al norte, cerca
de la frontera con Manchuria.
Allí lloró y oró en el frío, desesperada al pensar cómo iba a
soportar el frío de la cárcel algún día. En su temor y soledad,
clamó a Dios pidiéndole ayuda, e inmediatamente recordó
que una antigua estudiante vivía en este pueblo. Se quedó
con ella por un tiempo corto y luego viajó a la casa de su her‐
mana en Jung Loo.

PREPARÁNDOSE PARA EL SUFRIMIENTO


Ei Sook estaba encantada de ver que su mamá había venido
de Pyongyang y la estaba esperando. Ella conocía su debili‐
dad, pero también conocía la fuerza de Dios, así que no trató
de evitarle el sufrimiento a Ei Sook. En cambio, le ayudó a
prepararse.

Siempre me sentía fortalecida cuando hablaba con mi


mamá sobre Dios y Su amor. Comencé a pensar que pro‐
bablemente valía la pena vivir en este tiempo de perse‐
cución. Tal vez una imagen más real de un creyente es
la de alguien que agoniza y sufre, que es odiado y tortu‐
rado, y hasta asesinado por obedecer a Dios; y no la de
alguien que tiene una vida común y sin problemas. 14

Las dos encontraron una casa abandonada y apartada, pero


la hermana de Ei Sook temía que se mudaran allí porque al‐
guien había muerto de tuberculosis en esa casa. Ei Sook res‐
pondió: “Un día seré prisionera y moriré en una celda en al‐
gún lugar. ¿Crees que solo han sido dos o tres los que han
muerto de tuberculosis en la cárcel? En esta casa me prepa‐
raré para ir a esa cárcel inhumana”. 15
Su mamá era exactamente la compañía que necesitaba en
su escondite. En este lugar, Dios le proveyó un retiro en el
que podía recibir aliento y fortaleza, y juntas se podían pre‐
parar para lo que vendría.
En esa casa, Ei Sook absorbió la serenidad y fortaleza del
arroyo y el campo, del bosque y el cielo a su alrededor. Pare‐
cía que las tempestades y el clima inclemente le daban ener‐
gía. Como estaban en un lugar apartado, podía cantar him‐
nos con todas sus fuerzas. Durante las semanas que pasaron
allí, memorizó muchos himnos y más de cien capítulos de la
Biblia. Por muchos años, este sería su último banquete de
aire libre, naturaleza y dulce aislamiento.
Pero, además de vivir esta dulzura fortalecedora, se estaba
preparando para cosas difíciles. Por eso, dormía sin cobijas,
recibía visitas a medianoche de cristianos que se escondían
en las montañas, y escuchaba sus historias aterradoras.
Sabía que sería imposible ser fiel a mi fe en mis propias
fuerzas. Dios tendría que obrar en mí para que pudiera man‐
tenerme firme. Así que decidí ayunar. 16
Ayunó por largos períodos de tiempo. Después de un ayuno
de una semana sin comida ni bebidas , dijo:

Aunque no lo esperaba, después del ayuno pude enten‐


der mejor las Escrituras y sentí un poder nuevo en mi
oración. Ahora siento que puedo dejar el miedo a la tor‐
tura en las manos del Señor. 17

Pero el temor no era algo que podía exterminar de una vez


por todas. Cuando volvió a caer en ansiedad, decidió ayunar
por diez días.

Esos diez días fueron como diez meses para mí. El color
de mis ojos cambió y mi aliento se volvió tan desagrada‐
ble que nadie se me podía acercar. La circulación se
puso tan lenta y débil que creí que iba a morir. Estoy
muy segura de que estuve cerca de la muerte.

“Oh Señor”, le seguía diciendo, “esto es mucho mejor que


la tortura”. 18

LA HUIDA
Cuando su hermana corrió a contarles la noticia de que los
japoneses sabían dónde estaba, Ei Sook comenzó a huir de
nuevo, e iba de un lugar a otro. Cuando se separó de su
mamá, se dio cuenta de que los perseguidos no son los únicos
que deben pedirle fortaleza al Señor.
Para mi mamá fue difícil verme partir... Mis lágrimas caían
al pensar en ella, quien se había quedado sola con el corazón
roto. Ahora tendría que depender aún más que antes del Se‐
ñor. 19
En todos los lugares donde estuvo escondida, Ei Sook veía
y escuchaba todo a la luz de la tortura que le esperaba en el
futuro. Una vez tuvo un dolor de cabeza inusual e insoporta‐
ble por varios días, y pensó que el dolor de la tortura podía
ser algo parecido. Los días que se estuvo hospedando al lado
de un hospital, los gemidos de sufrimiento la abrumaron y
sintió como si estuviera en el infierno —o en la cárcel. Cuan‐
do dormía en un cuarto sucio y hediondo, lo comparaba con
la celda en la que esperaba estar.
Una noche, sola y lejos de casa, se despertó pensando que
alguien le había dicho: “Ve a Pyongyang”. Pero no había na‐
die más allí. Había estado deambulando, preguntándose qué
iba a suceder. Esta fue la primera señal de Dios, mostrándo‐
le el camino específico que le esperaba. Ella obedeció Su voz
y se dirigió a Pyongyang.
Allí experimentó la segunda señal hacia el camino de Dios,
cuando se bajó del tren en Pyongyang. Acababa de llegar un
tren lleno de soldados japoneses. Sus rostros inexpresivos y
solemnes le llamaron la atención.

Todos tenían esa extraña mirada de muerte, como si los


enviaran al infierno en nombre del Estado... Alguien
debe salvar a estas decenas de miles de jóvenes que van
camino al infierno.

Pisoteé el suelo y lloré en mi frustración e ira. Si tan solo


alguien en una posición alta enfrentara a los líderes ja‐
poneses y les hiciera ver que los jóvenes de todo el país
se están convirtiendo en desalmados infernales, día tras
día... Esa carga me atormentaba como un incendio que
no se podía apagar. Entonces, de repente, escuché una
voz que me hablaba al corazón: “¡Tú eres la elegida!
¡Debes hacerlo!”. 20

PREPARÁNDOSE PARA LA MUERTE


Su mamá estaba esperándola en Pyongyang, y ella le contó lo
que había visto en la estación del tren.

Su reacción me sorprendió. “Llegó el momento de prepa‐


rarte para morir”, me dijo.
¡La muerte venía por mí!... Tenía que prepararme para
el encarcelamiento; tenía que practicar para morir. 21
El primer paso fue aprender a vivir en gran pobreza. Para
eso, se mudó con su mamá a una casa cerca del mercado. Se
consideraba inapropiado que mujeres de su clase y educa‐
ción siquiera visitaran el mercado. Aun así, iban todos los
días, a entregar panfletos y tratar de hablarle a las personas
sobre Jesús. Y todos los días en su casa seguían con las disci‐
plinas que habían practicado en el campo: orar, cantar him‐
nos (aunque en un volumen más bajo), alabar y memorizar la
Escritura.
Se acostumbró a comprarle a los vendedores más pobres
lotes completos de productos en mal estado —y les pagaba el
precio normal. Luego seleccionaba lo que se podía comer y
se lo daba a su mamá y su hermana, para ella luego comerse
lo que sobraba. Se estaba preparando para los frijoles y mi‐
jos podridos que esperaba recibir en la cárcel.
Luego se añadió otro tipo de preparación, cuando descu‐
brieron y fueron descubiertas por “criminales buscados” —
cristianos que se estaban escondiendo en la ciudad. En las
noches hacían reuniones secretas en una casa apartada.

Ayunábamos en grupo y cultivamos el hábito de comer lo


más insípido posible y de dormir sin cobijas. Aunque to‐
dos éramos pobres, nunca tuvimos necesidad, y nuestras
casas y ropas estaban limpias. Todos estábamos llenos
del Espíritu Santo y nos convencimos de que era más que
un honor morir por el Señor. A menudo vivíamos con mie‐
do de encontrarnos con la policía, pero éramos felices y
estábamos satisfechos, sin envidiar a nadie. Luego de ha‐
ber orado toda la noche, el pastor Power Chae se ponía
de pie con alegría, bailando y cantando, mientras roda‐
ban lágrimas por sus mejillas.
Para nosotros era una bendición y un gozo haber naci‐
do en este lugar y en este tiempo. Me di cuenta de que
era gracias a esta persecución que podía experimentar
verdaderamente la presencia de Dios y confiar en Sus
promesas. 22

Junto con otras personas, visitaba a los pastores que habían


sido liberados recientemente de la cárcel. Querían saber qué
debían esperar y ser fortalecidos para lo que vendría. Anhe‐
laban escuchar que Dios intervenía con un milagro cuando la
tortura era insoportable, pero la respuesta en sí misma era
una tortura.

“El látigo cruel desgarra la carne”, dijo tranquilamente


[el pastor Joo] como si estuviera describiendo un paseo
por el parque. “Sentía que me estaban quemando con
fuego. La única forma de escapar era desmayarse. No
tengo idea de cuánta tortura tenemos por delante, pero
no esperen que un milagro los libere. Cristo fue crucifica‐
do de la misma manera”.
[Ei Sook continúa.] Eso me afectó y me dejó muda,
como si me hubieran apaleado. Lloré hasta que se me
acabaran las lágrimas. 23

EL CAMINO AL QUE DIOS CONDUCE


Luego llegó la tercera señal del camino particular al que
Dios la estaba enviando. Un anciano llegó a su casa una ma‐
ñana. Era Elder Park. Él había escuchado a Dios, al igual que
Ei Sook, pero sus instrucciones eran aún más específicas:
“Ha llegado el momento de escoger los soldados que Cristo
seleccionó. Ve a Pyongyang y encuentra a la Srta. Ahn”. 24
Recordando a los soldados inexpresivos en la estación del
tren, le preguntó a Elder Park qué era lo que Dios quería que
hiciera.
Elder Park le dijo: “Dios quiere advertir a los japoneses.
Hablas su idioma de una forma excelente, pero cuando te vi
por primera vez supe que eras débil en tu fe”. 25
Y lo era. Sabía que Elder Park tenía razón: Dios la había
llamado a que fuera a Japón con Su mensaje, pero confesó
que tenía mucho miedo.
“No debes tener miedo. Estoy seguro de que Dios nos
esconderá y enceguecerá los ojos de ellos. La Biblia es la
promesa del poder del Dios viviente. ¿Y qué dice? “Dios es
mi refugio. Dios nos resguardará de nuestros enemigos”. 26

Más adelante, ella dijo:


Este anciano provocó un cambio silencioso en mí. Yo había
estado tratando de encontrar una solución como una fanáti‐
ca, simplemente ayunando por la persecución que sabía que
vendría. ¡Qué privilegio y qué honor sería que alguien tan in‐
significante como yo pudiera morir por el Señor! Ahora sen‐
tía que el momento había llegado... La diferencia entre este
anciano y los demás creyentes que conocía era que él estaba
corriendo hacia la muerte, mientras nosotros solo la esperá‐
bamos. 27
Nadie que observara la vida de Ei Sook hubiera dicho que
solo estaba esperando la muerte. Más bien vería cuánto se
estaba preparando para la cárcel y la muerte. Pero tal vez
eso era lo que ella quería decir. Elder Park no se estaba pre‐
parando para la muerte, se estaba sumergiendo en ella.
Batallando ferozmente en su interior, se levantó de su
cama a pesar de tener neumonía, se puso su mejor ropa y fue
al centro a buscar una señal. Allí se puso de pie en un lugar
visible e inclinó la cabeza. Le dijo al Señor: “Si las personas
se detienen de repente y me miran asombradas, creeré que
le has dado un brillo especial a mi rostro. Entonces seguiré
Tu voz hasta la muerte e iré a Japón”. 28
Entonces abrió los
ojos y vio que nadie le estaba prestando ni la más mínima
atención, así que tal vez esta era la señal de Dios de que no
debía ir a Japón.
En casa, su mamá fue comprensiva pero firme. “Quieres
hacer algo que la Biblia no dice. Jonás no oró por una señal
antes de ir a Nínive. Ester no pidió una señal antes de acer‐
carse al rey. Es incorrecto y peligroso pedirle a Dios algo
que la Biblia no dice. La Biblia es nuestra guía”. 29

SI PEREZCO, QUE PEREZCA


Después de un ayuno de tres días, un versículo brilló clara‐
mente en su Biblia —Dios la estaba guiando por medio de Su
Palabra.

Hijo de hombre, ponte en pie... Te voy a enviar... una na‐


ción rebelde que se ha sublevado contra Mí... un pueblo
obstinado y terco, al que deberás advertirle: “Así dice el
Señor omnipotente” (Ez 2:1-4). 30

Debía ir y estaba segura de que iba a morir en manos de los


japoneses.
Viendo su determinación por seguir la guía de Dios, su
mamá le dijo: “Ahora que vas a ir a advertir a las autoridades
japonesas, veo muchas cosas que me hacen pensar que Dios
planeó esto para ti desde que eras una niña”. 31
Como había estudiado en Japón, hablaba japonés con flui‐
dez. Había hecho amigos en Japón y allí se sentía como en
casa. En el pasado solía ir de visita cada vez que podía. De
hecho, cuando era estudiante universitaria, se enamoró de
un japonés que era cristiano. Pero su mamá le dijo: “Si te ca‐
sas con un japonés, debes rendirte a los ídolos que adoran
los japoneses. Hay japoneses cristianos, pero mientras su
país sea controlado por los ídolos, no creo que sea un buen
matrimonio”. 32
Ei Sook regresó a Corea sola y triste, pero
estuvo de acuerdo con la sabiduría de su mamá.
Ei Sook dice que cuando salió con Elder Park hacia Japón,
su mamá se veía “contenta, hermosa y llena del Espíritu San‐
to”. 33
Ei Sook se fortaleció con las palabras de la reina
Ester: “Me presentaré ante el rey, por más que vaya en
contra de la ley. ¡Y, si perezco, que perezca!” (Est 4:16). En
su maleta llevaba la ropa que su mamá y su hermana le ha‐
bían estado guardando para su boda.
Ahora llegaba el reto de trabajar en equipo con Elder
Park. La fe de cada uno se expresaba de maneras muy dife‐
rentes. Ei Sook sentía que debían trabajar en todo lo posible
de acuerdo con la ley, pero Elder Park estaba seguro de que
las leyes no los detendrían si estaban siguiendo la guía de
Dios. Por ejemplo, él no trató de conseguir un pasaporte,
porque sabía que las autoridades no le iban a dar uno. Pero
también sentía que no lo necesitaba, porque si Dios quería
que fueran a Tokio, ningún requisito de un pasaporte iba a in‐
terponerse en el camino de Dios.
Ei Sook solo compró un boleto de tren de ida a la costa;
como esperaba que la echaran a la cárcel apenas cruzaran a
Japón, comprar un boleto de regreso era un desperdicio.
Pero Elder Park se reía incluso de esa compra. “No necesito
una cosa hecha por el hombre porque Dios es mi refugio”. 34
No se sentó con él porque no quería verse involucrada cuan‐
do él se metiera en problemas.
Cerca de la costa, cuatro policías del puerto abordaron el
tren para revisar los boletos. Cuando se atrevió a mirar
atrás, los policías ya habían pasado el asiento de Elder Park.
Él se levantó para ir a sentarse con ella, abriéndose paso en‐
tre los policías. Ellos no lo miraron, solo se hicieron a un
lado. Él le recordó que Dios realmente era su refugio.
Antes de que abordaran el barco para ir a Japón, encontró
a Elder Park cambiándose de ropa con la ayuda de un poli‐
cía. “Mira, este amable policía me está ayudando, pues debo
vestirme como un embajador de Dios”. 35 Parecía que el poli‐
cía ni siquiera lo había escuchado.
Al abordar el barco, se les permitió pasar sin mostrar sus
pasaportes a los policías. Y así fue que Dios los protegió en
todo el camino a Tokio, usando la fe de Elder Park y el japo‐
nés de Ei Sook.

¿ADOPCIÓN?
En Tokio pudieron conversar con varias personas importan‐
tes. Oraban que esos hombres pudieran influenciar a las
autoridades que podían cambiar las condiciones en Corea.
Uno era el general Hibiki, el único oficial sobreviviente de
la guerra ruso-japonesa. Cuando lo encontraron, estaba en
la iglesia. Al final de su tiempo juntos, le pidió un favor a Ei
Sook.

“Veo que Dios te ama y te usa. ¿Me permitirías adoptarte


como hija? Podrías estudiar en el seminario y trabajar
más para Dios”.
No sabía qué decirle. ¡Convertirme en la hija de este
amado general! ¡Sería maravilloso! Y convertirme en
estudiante del seminario y aprender del Dios que amo.
Me habría dado todo lo que siempre había querido o so‐
ñado en la vida. Pero al mismo tiempo pensé en las pala‐
bras que Satanás le había susurrado a Jesús. “Todo esto
te daré si te postras y me adoras” (Mt 4:9). 36

El general Hibiki trató de convencerla de vivir para el Señor,


en lugar de morir por Él. De esa forma podría quedarse en
Japón y hablar de Dios allí.
Ella se entristeció por el anciano solitario, pero le respon‐
dió: “Crees que estoy viva, pero en realidad ya estoy muerta.
En el momento en que acepté esta misión, yo, Ahn Ei Sook,
morí y me convertí en un cadáver. ¿Qué puede hacer un ca‐
dáver?”. 37 Y lloraron juntos.
Todas las personas con quienes hablaban ella y Elder Park
quedaban sorprendidas al escuchar acerca de las condicio‐
nes de los cristianos en Corea, y eran solidarios con sus sú‐
plicas. Pero, por diferentes razones, parecía que ya ninguno
tenía la autoridad para hacer algo al respecto.

EL ARRESTO
Sin embargo, Elder Park tenía un último plan bajo la manga,
o más bien, bajo la pierna del pantalón. Preparó un póster
con estas demandas:

— El gobierno japonés debe arrepentirse y retirar su tira‐


nía de Corea.
— Examinen cuál es la verdadera religión, si el sintoísmo o
el cristianismo.
— Quemen un montón de madera y lancen a un creyente
sintoísta y a mí mismo en el fuego. El que no se queme pro‐
bará cuál es la verdadera religión. 38

En marzo de 1939, lo enrolló y escondió dentro de la pierna


del pantalón y entró a la galería de la Dieta Imperial, la
asamblea legislativa japonesa. En el momento preciso lo
desplegó y lo lanzó al suelo, y gritó: “¡La gran comisión de
Jehová!”. 39 En ese momento, los arrestaron.

UN NUEVO TIPO DE HOGAR


Este fue el comienzo de los seis años de encarcelamiento de
Ahn Ei Sook. La enviaron de vuelta a Corea. Al comienzo, las
condiciones eran tolerables. De hecho, al principio estaba
bajo una especie de arresto domiciliario, viviendo con su
mamá. Pero seis años era tiempo de sobra para que hubiera
cambios en las políticas, para una sucesión de cárceles en di‐
ferentes lugares y para que las cosas pasaran de estar mal a
ser casi imposibles.
Para Ei Sook, la cárcel era como el hogar que Dios le había
dado hasta el final de sus días. Pero estando allí, no puso su
vida en pausa hasta que llegara su muerte.
Como lo hubiera hecho en cualquier otro lugar, decidió de‐
pender de Dios y de Su Palabra. La Palabra que tenía a su
disposición era la gran cantidad que había guardado en la bi‐
blioteca de su corazón. Toda la Escritura que había memo‐
rizado estaba a su disposición para meditar en la cárcel, así
como lo estuvo en todos los demás momentos de su vida, lista
para que ella la tomara y recordara las promesas sobre la fi‐
delidad de Dios. Tal como habría hecho en cualquier otra
parte, oraba por las personas que tenía cerca. En una cárcel
le prestó una Biblia en japonés al guardia principal. Más ade‐
lante, él le dijo que iba a renunciar y a regresar a Japón.
Quería comenzar una nueva vida porque había llegado a
odiar ese trabajo. Le dijo: “Oficialmente, me voy para poder
descansar, pero hubo un cambio en mi corazón. Quiero vivir
para una esperanza gratificante y verdadera, así como tú”.
Cuando ella le dijo que había orado por él muchas veces, él
le dijo: “¿Oraste por mí? Ahora lo entiendo”. 40
Tal como habría hecho en cualquier otra parte, a veces era
lo suficientemente audaz como para decir lo que pensaba.
Uno de los guardias era impredecible y cruel. Tan pronto
como se quedaba solo con los prisioneros, les pedía cosas im‐
posibles. Una noche en especial, los obligó a que se sentaran
derechos sin moverse en toda la noche. Todos esperaban el
golpe, ya que nadie sabía qué lo haría estallar de ira. Al final,
escogió a un prisionero aleatoriamente y le dio latigazos con
la correa hasta dejarlo inconsciente. Luego sonrió y dijo:
“Qué buena forma de ejercitarme”. Y ordenó a otro prisione‐
ro que limpiara el piso lleno de sangre, golpeándolo cuando
no trabajaba lo suficientemente rápido. 41
Al vivir estas escenas infernales, Ei Sook adoraba a Dios
por haberla salvado del infierno eterno . Con el papel y el lá‐
piz que le permitían tener, escribió un documento de veinte
páginas describiendo lo que había visto y experimentado jun‐
to con los demás prisioneros. Gracias a esto, ese guardia fue
despedido, y el reporte se copió y se envió a todos los depar‐
tamentos de policía en el país. Por un tiempo, parecía que los
guardias y policías se preocupaban más por actuar conforme
a las reglas.
Una vez se atrevió a interrumpir la golpiza que le estaban
dando a uno de los pastores encarcelados. Le gritó al guar‐
dia: “¡Ven! ¡Golpéame todo lo que quieras, pero déjalo en
paz!... ¡En su corazón solo hay amor por Dios y por las per‐
sonas! ¿Te gustaría que te golpearan tan brutalmente si
tuvieras su edad? ¡Ve a casa y golpea a tu papá!”. 42 El guar‐
dia no tuvo nada que decir, así como los leones cuyas bocas
fueron cerradas al ver a Daniel. 43
En septiembre de 1940, Ei Sook y otros santos fueron
transferidos a la cárcel de Pyongyang. Estaban seguros de
que este era un paso que los acercaba a la ejecución.

Solo pensaba en que esta era una época terrible para


los cristianos coreanos. Durante un año, los japoneses
habían hecho que los más fieles entre los líderes cristia‐
nos coreanos pasaran hambre y fueran torturados, en
un intento despiadado por acabar con su fe en Jesu‐
cristo. Ahora esos líderes, y yo misma entre ellos, íba‐
mos a ser ejecutados. Como una de las víctimas de la
persecución, cantaría para siempre que había nacido y
vivido para este propósito...

Creía... que se construirían iglesias de Cristo a lo largo


de todo el territorio. Se escucharían himnos de adoración
al Señor en las montañas, los valles y los pueblos. Las vi‐
das de estos creyentes serían semillas que caerían en la
tierra, morirían y darían mucho fruto. 44

AMBOS SON LO MISMO PARA JESÚS


Pero resultó que todavía no era tiempo de que Ei Sook mu‐
riera. La vida se alargó en este nuevo hogar infernal. Duran‐
te una cruda noche de invierno, les era imposible dormir de‐
bido al viento helado que soplaba a través de una grieta en el
suelo. Las mujeres en la celda se agruparon para calentarse.
Podían oír en otra celda a una joven china que había perdido
el juicio, sollozando y murmurando de manera extraña. Esta‐
ba sucia y le habían atado las manos para evitar que se lasti‐
mara a sí misma. La habían sentenciado a muerte por matar
a su esposo y cortarlo en pedazos.
Ei Sook solo pensaba cómo Jesús trataría a una persona
como ella. Las otras mujeres se sorprendieron cuando ella
les pidió que oraran para que trasladaran a esa mujer a su
celda y molestó a los guardias hasta que lo hicieron.
Todas las demás mujeres se amontonaron al otro lado de la
celda, lo más lejos posible del hedor abrumador. Ei Sook so‐
stenía a la mujer por detrás mientras ella se sacudía, hasta
que las dos cayeron exhaustas al suelo. Cuando la mujer se
quedó dormida, Ei Sook tomó sus pies sucios de excremento
y los colocó junto a su pecho para calentarlos. La mujer dur‐
mió por tres días sin despertarse, y Ei Sook sostuvo sus pies
y sus piernas hediondas durante todo ese tiempo. Cuando la
mujer se despertó, Ei Sook convenció al guardia de que le
trajera ropa limpia. Entonces, con su mano, la alimentó con
la comida que le había guardado durante esos tres días, que
ya se había congelado en la celda. Mientras tanto, la mujer
solo la maldecía.
Ei Sook sabía que Jesús también estaba peleando esta ba‐
talla. Solo Su gracia pudo haberla ayudado a sostener esas
piernas y esos pies, y a amar a una mujer llena de tanto odio.
La mujer comenzó a escucharla poco a poco después de ha‐
ber oído a Ei Sook decirle entre lágrimas: “Me agradas”.
“¿Por qué te agradaría alguien como yo?”, le preguntó.
“Porque estamos en la misma situación”. Ei Sook sabía que
ambas necesitaban a Jesús y que, sin Él, el destino de ambas
era el infierno eterno.
Una noche, la mujer lloró amargamente porque le habían
quitado a su hijo recién nacido cuando la arrestaron. Tiempo
después, Ei Sook le habló sobre su Creador —el mismo Crea‐
dor que no pudo olvidar a Su Hijo— diciéndole que la estaba
llamando.
Uno de los guardias que regresó luego de un tiempo lejos
apenas podía creer que esta era la misma mujer que solía de‐
lirar.
Un día, para mostrarle su gratitud, la mujer le dio a Ei
Sook lo más valioso que tenía, su única posesión: algunos pe‐
dazos de papel higiénico que había guardado de lo poco que
les daban a diario. Le pidió a Ei Sook que orara por ella.
Cuando llegó el día de la ejecución de esta mujer, dejó la
celda tranquilamente, diciendo: “Muchas gracias”. 45
EL DÍA EN LA CORTE
A los cristianos en la cárcel de Pyongyang los habían ence‐
rrado por diferentes períodos de tiempo sin ellos haber pasa‐
do por un juicio. En una mañana helada de enero, se los
llevaron de sus celdas a una corte. Cuando Ei Sook atravesó
la puerta, miró al cielo, el cual no había visto desde el día en
que entró a la cárcel. Las pocas palabras que escribe sobre
esa imagen podrían ser un poema oriental que, en un solo
pensamiento, describe un momento y una vida.

Alc é mis ojos.


El sol estaba escondido detrás de las nubes.
Oré en voz baja. 46

Las familias de los prisioneros los estaban esperando afuera


del edificio de la corte y les dieron la bienvenida con el
himno “Dios es mi refugio y fortaleza”. Ei Sook vio a su
mamá —“Se veía plenamente confiada”. 47
En un esfuerzo por silenciar la música, un guardia lanzó
agua a las personas, pero se congeló casi inmediatamente y
solo aumentó el volumen de su canto. Adentro, el ruido aho‐
gaba la voz del juez. Ei Sook preguntó si podía salir a pedir‐
les que hicieran silencio.

El juez me dio permiso y salí rápidamente... “Ahora debo


testificar del Dios verdadero”, les dije, “pero el juez no
me oye porque están cantando demasiado fuerte. ¿Po‐
drían, por favor, orar por mí en vez de cantar?”...
La gran multitud inclinó la cabeza y dijo al unísono:
“Amén”. 48

Cuando se puso de pie frente al juez asombrado, él le dijo:


“Puedes guiar a las personas de la forma que quieras. ¿Por
qué decidiste arruinarte a ti misma, traer desorden a la so‐
ciedad y traer una gran pérdida a la nación?”. 49
Ese era el momento que había estado esperando por me‐
ses: el momento de hablar oficialmente.

“Sr. Juez... ¿qué haría si viera a alguien que está bebien‐


do agua de la alcantarilla sin saber lo sucia que es, y ade‐
más estuviera diciendo a otros que también la bebie‐
ran?... No me importa el peligro o la deshonra que caiga
sobre mí, debo... decirle que no beba de esa agua. Jesu‐
cristo, el Hijo de Dios, en quien tengo fe con todo mi ser,
murió para eso y me ha enseñado a vivir como correspon‐
de. Por eso... debo testificar sobre la verdad y salvar a la
persona que está bebiendo de la alcantarilla”.
Él le preguntó: “¿Quién dices que está bebiendo de la
alcantarilla?”.
“El imperio japonés. La fuerza policial que está gol‐
peando y asesinando a los santos de Dios está bebiendo
de la alcantarilla. Por esa razón fui a Tokio y advertí a los
oficiales importantes en la Dieta japonesa... Déjeme de‐
cirle que los oficiales del gobierno japonés son ciegos y
están dementes. Confían en las personas más falsas y
malvadas, las ascienden, las honran y las hacen prospe‐
rar para destruir a las iglesias cristianas y traer maldi‐
ción sobre la nación... Evidentemente, Japón se está re‐
belando en contra del Dios verdadero... Y Dios me ha lla‐
mado a mí, una coreana, a que le advierta al gobierno ja‐
ponés”. 50

De repente, rompió en llanto al darse cuenta de que la pre‐


sencia de Dios allí había hecho que la corte permaneciera en
silencio para escucharla.
La llevaron afuera, y los demás prisioneros se presentaron
uno por uno ante el juez. Cuando todos salieron de la corte,
la multitud afuera cantó un himno con todas sus fuerzas: “En‐
grandecido sea Dios”.
Al regresar a la cárcel, miró alrededor a los demás prisio‐
neros, sabiendo que, para algunos, las puertas de esta
prisión eran como las puertas de la muerte y el cielo. Y cuan‐
do estuvieran en el cielo, “le iban a decir a Jesús que fue gra‐
cias a Su amor, no a su propio poder, que lograron mantener
su fe”. 51

SOLO UNA MANZANA, POR FAVOR


Después de varios años de frío, enfermedad y hambre, su
cuerpo relativamente joven estaba delgado, torcido, encor‐
vado y a punto de dejar de funcionar. Hasta abrir los ojos le
costaba muchísimo. De repente, tuvo un antojo de manzanas.
“Oh Jesús, me gustaría comer una manzana. Tú conoces mi
cuerpo. Eres el único que puede curar este deseo doloroso.
Por favor concédeme una manzana entera”. 52
Solo podía pensar en manzanas. Entonces escuchó que los
guardias estaban hablando de un cargamento de manzanas
podridas que nadie quería. Les rogó que se las dieran y ellos
las llevaron a su celda para ella y las demás mujeres. Comió
y comió. Las manzanas blandas y de color café fueron como
un manjar, como si vinieran del cielo. El dolor se fue y todas
sus funciones corporales regresaron. Además, alabó a Dios
por enviarle manzanas que estaban podridas , porque sus
dientes estaban muy mal como para comer manzanas
frescas. Se había estado preparando para esta alegría desde
los días en que comía los peores productos podridos del mer‐
cado.

SU PADRE
En la cárcel recibió la noticia de que su padre había muerto.
Cerca del final, había llorado diez días por sus pecados, men‐
cionando a Ei Sook y a su mamá, pidiéndoles perdón. Y antes
de morir, invocó el nombre de Jesús, se arrepintió y adoró a
Dios. Desde que tenía memoria, Ei Sook le había rogado que
se arrepintiera, y ahora sus oraciones habían sido respondi‐
das. 53

EL LEÓN DEVORADOR
El templo sintoísta persiguió a los cristianos hasta la cárcel.
Se había decretado que el octavo día de cada mes, todos en
los países dominados por los japoneses debían inclinarse
ante un templo, incluyendo a los prisioneros. En sus celdas,
debían inclinarse en dirección al gran templo. El guardia
principal, sabiendo que Ei Sook sería una “mala influencia”,
sacó a todas las prisioneras de su celda. Ella ayunó y oró. Al
estar tan exhausta físicamente, el temor casi la llevaba a co‐
lapsar e inclinarse.
Al octavo día, esperó la señal con pavor. Describió su fe
como una pequeña mariposa en medio de una tormenta. Sen‐
tía que caminaba por el valle de sombra de muerte.
Y llegó la hora. Y pasó. ¡No hubo señal! Una hora después
descubrieron que cuando el comandante se puso de pie para
hablar a las multitudes reunidas en el templo, fue interrumpi‐
do por una llamada telefónica urgente. Un avión de combate
estadounidense había derribado el avión del gobernador y
por eso no se estaban cumpliendo sus órdenes.
Ella registra su oración. “Oh Padre celestial, me has most‐
rado que Tú eres el Salvador. Estaba a punto de ser devora‐
da por el león, pero me salvaste de sus dientes. Eres el Dios
viviente... Solo te temo y te amo a Ti. Te escucharé y te obe‐
deceré por siempre”. 54

TODA COREA ES UNA CÁRCEL


Llegó el día en el que el médico de la cárcel pidió que la libe‐
raran porque, si no se hacía un tratamiento, iba a quedar cie‐
ga. Además, se le habían congelado los pies.
Sus emociones iban de un lado a otro: del entusiasmo por
estar con su mamá a la nostalgia de recordar el reconoci‐
miento y honor que había sentido antes, al pensar que sería
una más entre los mártires. Si se fuera a casa, perdería ese
honor. Discutió consigo misma toda la noche, pero no pudo
determinar si irse era correcto o incorrecto; así que lo dejó
en las manos del Señor.
A la mañana siguiente la liberaron para que se fuera a
casa. Escribió: “Estaba tan feliz que quería cantar a todo vo‐
lumen; pero a la vez sentía un gran desasosiego”. 55
Entonces se encontró con su mamá en la oficina externa.
Ella le dijo: “¿Por qué te dejaron salir? ¿Por qué eres la única
con este privilegio? Los demás creyentes no están saliendo”.
56
Ei Sook le explicó: “No soy completamente libre. Iré a
casa para curarme con comida nutritiva en una habitación
cálida y con suficiente descanso. Entonces regresaré a la
cárcel”. 57
Las palabras que le dijo su mamá le hicieron ver una dura
realidad. Todos los coreanos estaban viviendo en una cárcel,
no solo los que estaban tras las rejas.

“¿Crees que uno puede conseguir comida nutritiva en


estos días? ¿Y dónde vas encontrar un cuarto cálido?...
No tenemos nada más aparte de la ración que nos dan.
Ni siquiera un poco de arroz... Tenemos que comer cás‐
caras de frijoles, puerro o cualquier cosa que nos den.
Por eso ahora estoy ciega; no puedo ver tu rostro... No
tenemos gasolina. Tengo los pies tan congelados que
casi no puedo ni caminar. Un ciudadano que sea fiel a
Dios no tiene lugar en este mundo. Los cristianos en la
cárcel se están muriendo, y los que están afuera tam‐
bién...

“¿No le diste todo al Señor, incluyendo tus ojos?”. 58

Ei Sook agradeció a su mamá por abrirle los ojos a la reali‐


dad que estaba fuera de las paredes de piedra de la cárcel.
Entonces le pidió al guardia que le permitiera volver a su cel‐
da.

“Nunca he visto algo así”, dijo el oficial principal co‐


reano. “La hija es grandiosa. La mamá lo es aún más”. 59
De ahí en adelante, cada noche Ei Sook miraba por la peque‐
ña ventana imaginando a su mamá, tan delgada como un pali‐
llo y congelada, al otro lado del gran muro de ladrillos rojos.
Le había dicho a Ei Sook que venía todas las noches a orar
por ella.

LA LIBERTAD
El 15 de agosto de 1945, Japón firmó un acuerdo de rendi‐
ción incondicional. La Segunda Guerra Mundial se había ter‐
minado y Corea era libre. Los prisioneros de adentro y de
afuera se llenaron de alegría. No más militares... Ya volve‐
rían a escuchar el idioma coreano... Ya podrían volver a usar
su nombre original... Ya no habría más adoración a los tem‐
plos. Todos los templos fueron quemados.
Treinta y cuatro cristianos entraron a la cárcel de Pyon‐
gyang en 1940. El 17 de agosto de 1945, cuando se abrieron
las celdas, solo catorce habían sobrevivido. El guardia le
gritó a la gente de afuera: “¡Damas y caballeros! Estos son
los que se negaron a adorar a los dioses japoneses por seis
largos años. Lucharon en contra de la tortura severa, el
hambre y el frío, y ganaron sin inclinar la cabeza ante los
ídolos de Japón. ¡Hoy son los campeones de la fe!”. 60
La multitud gritó: “¡Alabado sea el nombre de Jesús!”, y
cantaron juntos:
¡Engrandecido sea Dios
en esta reunión, en esta reunión!
Alegres juntos a una voz,
¡dad gloria a nuestro Dios! 61

Los exprisioneros fueron escoltados hasta unos carros y se


convirtieron en parte de la caravana victoriosa que cantaba,
gritaba y adoraba por todo Pyongyang.

LO QUE SUCEDIÓ DESPUÉS EN COREA


Los japoneses salieron silenciosa y rápidamente. Y ahora,
cuarenta años después de que los japoneses los expulsaran
en 1904, los rusos estaban de regreso en Corea del Norte, la
cual había sido separada de Corea del Sur en el paralelo de
los 38 grados. Los coreanos que tenían suficiente edad re‐
cordaban la antigua invasión rusa como algo peor que la ja‐
ponesa. Así que muchas personas prefirieron abandonar sus
propiedades y huir al sur con tal de no quedarse en un te‐
rritorio comunista.
La familia de Ahn Ei Sook se vio obligada a tomar esa de‐
cisión luego de que la secuestraran los comunistas, quienes
trataban de llevarla a Moscú para que sirviera como una he‐
rramienta en su régimen en Corea. Una vez más, Dios le dio
la oportunidad milagrosa de simplemente salir y huir, como lo
había hecho antes.
Con la ayuda de varios creyentes, escapó y fue a Seúl, en
Corea del Sur. Allí conoció a Kim Dong Myung, un ingeniero
que describió como alguien que “ardía de amor por Dios”. 62
Él se convirtió en su esposo. Ella siempre había querido ca‐
sarse con un ingeniero, y su mamá siempre había orado que
se casara con un pastor. Ei Sook dijo: “Mi mamá y yo compe‐
tíamos la una con la otra en nuestras oraciones, y las dos nos
reíamos por nuestro dilema”. 63
Más adelante, el esposo de
Ei Sook dejó la ingeniería y se dedicó a ser pastor.

LO QUE SUCEDIÓ DESPUÉS EN ESTADOS


UNIDOS
La historia de Ei Sook se filtró, y los estadounidenses que‐
rían saber más acerca de ella. Algunos cristianos de allí pa‐
garon para que ella fuera a viajar por todo el país dando su
testimonio. Su plan era regresar a Corea luego de tres me‐
ses.
Sin embargo, Estados Unidos se convirtió en su nuevo ho‐
gar. Ella y su esposo tomaron los nombres occidentales de
Don y Esther Ahn Kim. Después de obtener un título en el se‐
minario, Don se convirtió en el pastor fundador de la iglesia
Berendo Street Baptist Church en Los Ángeles. Esta fue la
segunda congregación coreana de los bautistas del sur en los
Estados Unidos. Su apartamento era un centro no oficial de
acogida y un hostal para decenas de jóvenes que necesitaban
un hogar temporal y una formación cristiana.
Durante sus años en Berendo Street, también regresaron
varias veces a Corea, trabajando para plantar iglesias allí,
así como en Estados Unidos. Esther viajó por todo el mundo
hablando de la fidelidad y el poder de Dios.
Hasta el día de su muerte, a sus noventa años, seguía
exhortando a las personas y orando por ellas. Y todavía se‐
guía memorizando la Escritura, ahora en inglés, agregándole
más a la biblioteca de su corazón.

La primera crisis pública de la vida de Ei Sook fue el día en


el que debía inclinarse en el monte Namsan. Cuando pienso
en sus experiencias internas durante esas horas, me doy
cuenta de que hay un patrón similar entretejido en los años
posteriores. Y es común ver ese mismo patrón en nosotros
mismos cuando tenemos miedo.
1. Ella recuerda el ejemplo de alguien que estuvo en una
situación similar —en este caso, Sadrac, Mesac y Abed‐
nego en el horno de fuego.
2. La consecuencia es que la confianza de ellos en Dios
le da confianza . “Con la ayuda de Dios, nunca me incli‐
naré”.
3. Luego ora .
4. En respuesta, Dios la llena de paz .
5. La paz la lleva a un compromiso que va más allá de
este evento en particular: “No voy a vivir mi juventud
para mí misma. Se la ofreceré al Señor”.
6. Entonces recuerda una promesa de Dios: “Nadie po‐
drá arrebatármelas de la mano”.
7. El miedo la vuelve a invadir conforme se acerca el
momento. Una oración y una promesa no son suficien‐
tes para mantener lejos el temor de forma permanente.
8. Le confiesa a Dios su debilidad y su miedo.
9. Él le vuelve a recordar Su promesa : “Mis ovejas oyen
Mi voz; Yo las conozco y ellas Me siguen”. Necesitamos
las promesas de Dios una y otra vez. Si nuestro miedo
es grande, necesitaremos la seguridad de Dios con más
frecuencia.
10. Actúa . Sigue hasta el final con su intención confiada
de permanecer firme.
11. Pero ese no es el fin. La duda llega de nuevo. “¿Qué
sucede si no puedo soportar las consecuencias?”.
12. Una vez más, encuentra consuelo en la Palabra de
Dios, Su promesa : “No te voy a dejar huérfana... Mi
paz te doy”.

Nosotros conocemos muy bien este tipo de ciclo. Tenemos


miedo. Oramos. Dios nos da confianza. Pero no permanece‐
mos confiados. Volvemos a caer en el miedo. Y de nuevo, Él
nos rescata y nos da la valentía para hacer lo que tememos.
De hecho, este es el patrón de la vida. Simplemente lo expe‐
rimentamos más intensamente en los tiempos de crisis.
A lo largo de su historia, el péndulo en la vida de Ei Sook
hace un barrido amplio, yendo de un temor que casi la lleva a
rendirse, a una valentía manifestada en palabras y actos in‐
trépidos.
No debemos ignorar el arma asombrosa que empuñó en
esta batalla por la fe: la cantidad de Escritura que había me‐
morizado. No necesitó el tiempo ni los recursos para buscar
una concordancia o una Biblia con el fin de escuchar la voz
de Dios. La Palabra estaba en su corazón y le venía a la men‐
te justo cuando la necesitaba, para predicarse a sí misma y
para escuchar la voz de Dios.
La Escritura memorizada tuvo un papel fundamental en la
siguiente etapa de la vida de Ei Sook —la preparación para
el sufrimiento. Creo que si Ahn Ei Sook estuviera aquí, nos
diría que es bueno prepararse para lo que venga, ya sea per‐
secución y martirio o algo menos drástico. Probablemente
comenzaría ayudándonos a ver que el sufrimiento es normal:

Siempre me sentía fortalecida cuando hablaba con mi


mamá sobre Dios y Su amor. Comencé a pensar que pro‐
bablemente valía la pena vivir en este tiempo de perse‐
cución. Tal vez una imagen más real de un creyente es
la de alguien que agoniza, sufre, es odiado y torturado y
hasta asesinado por obedecer a Dios; y no la de alguien
que tiene una vida común y sin problemas. 64

Algunas de las medidas que tomó para prepararse deberían


ser algo estándar para nosotros, cualquiera que sea nuestra
situación actual.
• La oración
• La adoración
• La práctica de tener una vida sencilla
• La generosidad con las cosas buenas, no solo con lo
que nos sobra
• La memorización de la Escritura
• Escuchar las historias de otras personas sobre las
aflicciones y Dios
• Es probable que ella quisiera dejarnos con estas pala‐
bras de Dios sobre el sufrimiento y la persecución:

Dichosos serán ustedes cuando por Mi causa la gente


los insulte, los persiga y levante contra ustedes toda cla‐
se de calumnias. Alégrense y llénense de j úbilo, porque
les espera una gran recompensa en el cielo. Así también
persiguieron a los profetas que los precedieron a uste‐
des.
— MATEO 5:11-12
Les aseguro que a cualquiera que me reconozca delante
de la gente, también el Hijo del hombre lo reconocerá
delante de los ángeles de Dios.
—LUCAS 12:8

Al contrario, alégrense de tener parte en los sufrimien‐


tos de Cristo, para que también sea inmensa su alegría
cuando se revele la gloria de Cristo. Dichosos ustedes si
los insultan por causa del nombre de Cristo, porque el
glorioso Espíritu de Dios reposa sobre ustedes.
—1 PEDRO 4:13-14

Pero Él [Dios] me dijo: “Te basta con Mi gracia, pues Mi


poder se perfecciona en la debilidad”.

—2 CORINTIOS 12:9

De hecho, considero que en nada se comparan los sufri‐


mientos actuales con la gloria que habrá de revelarse en
nosotros.
—ROMANOS 8:18

¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribula‐


ción, o la angustia, la persecución, el hambre, la indi‐
gencia, el peligro, o la violencia? Así está escrito: “Por
Tu causa siempre nos llevan a la muerte; ¡nos tratan
como a ovejas para el matadero!”. Sin embargo, en todo
esto somos más que vencedores por medio de Aquel que
nos amó. Pues estoy convencido de que ni la muerte ni
la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni
lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni
cosa alguna en toda la creación podrá apartarnos del
amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús
nuestro Señor.
—ROMANOS 8:35-39

Y también podría agregar la letra de uno de los muchos him‐


nos que se sabía de memoria:

Nos pueden despojar de bienes, nombre, hogar;


el cuerpo destruir, mas siempre ha de existir
de Dios el Reino eterno. 65

Cuando Dios nos llama a sufrir, nos está ofreciendo el privile‐


gio de entender más claramente la encarnación de Cristo.
Experimentar la Navidad en la cárcel le dio a Ei Sook un
vistazo del contraste que debió haber vivido Jesús, viniendo
de los lugares celestiales a este mundo.

La Navidad había llegado mientras estábamos en la cár‐


cel, en medio del hambre patética, del frío intenso y de
la tortura desgarradora de los guardias más vulgares.
La Navidad realmente era un tiempo de gozo. Durante
otras Navidades había cantado alabanzas a Dios y me
había regocijado con santidad abundando en mi cora‐
zón. Pero ahora me conmovía una verdad que nunca an‐
tes había visto. Dios realmente había enviado a Su único
Hijo a este mundo sucio y oscuro. Él se humilló a Sí
mismo para nacer como un ser humano. Experimentó la
pobreza, el agotamiento, la tristeza, el dolor y una gran
persecución. Fue odiado y rechazado, lo golpearon y le
escupieron, ¡y lo colgaron en una cruz para que murie‐
ra! Y Su muerte tenía el propósito de salvar a una per‐
sona tan pecaminosa y baja como yo. 66

En otro momento, una joven compañera de celda estaba pa‐


ralizada por el miedo. Cuando Ei Sook la confrontó, ella
misma vio a Jesús más claramente.

Cada vez que escuchaba a un guardia, pensaba que ha‐


bía llegado el momento de su ejecución. Yo le dije: “Tra‐
ta de no preocuparte por eso. Tal vez me ejecuten conti‐
go. ¿Por qué no vivimos juntas como amigas cercanas y
morimos juntas?”.

Al parecer, mis palabras fueron de gran consuelo para


ella, y al menos fue capaz de acercarse a mí sin ningún
tipo de reserva. Descubrí que el hecho de que fuera el
mismo tipo de persona tuvo un efecto especial en ella. Y
eso fue lo que hizo Jesús por nosotros. Se convirtió en
un ser humano como nosotros y caminó entre nosotros.
Si no se hubiera hecho hombre, no habría podido salvar‐
nos. 67

El sufrimiento de Ei Sook nos enseña otra lección. Cuando el


sufrimiento es grande, somos vulnerables a la duda. Ella es‐
cribió sobre un período en particular en el que soportó una
tortura agonizante:

Le rogué a Dios que apagara mis sentidos y me dejara


morir. Seguramente, si hubiera sido una cristiana fuer‐
te, habría ocurrido un milagro que me quitara el dolor y
se me habría concedido la fuerza para soportarlo con
calma. Me estaba quejando en mi oración desesperada.
Al ver mi debilidad, tuve miedo. Pensé que tenía fe, pero
¿realmente la tenía o solo me estaba engañando a mí
misma? ¿Jesús abandonaría a una persona tan pecami‐
nosa? ¿Era yo una persona inmadura y pecaminosa que
no le importaba a Dios? Estaba confundida. Por el dolor
tan intenso, no pude recitar ningún fragmento de la Es‐
critura. 68
Esa última frase revela la razón de su caída en la desespera‐
ción. En esos momentos, no tenía la Palabra de Dios —no te‐
nía una espada que empuñar en contra de los dardos de fue‐
go del maligno. Sin embargo, pudo hacer una oración débil y
Dios le demostró que estaba cerca.
Al ver la fortaleza de Dios presente en la vida de Ahn Ei
Sook, también debemos aprender algunas enseñanzas de su
mamá. Oro que todas las que somos mamás y mentoras (ya
sea oficialmente o simplemente por tener un poco más de ex‐
periencia) logremos el equilibrio que tuvo la mamá de Ei
Sook. Ella era dulce con su hija enfermiza y alimentó su fe
desde la niñez hasta que fue adulta. Pero ese espíritu edifi‐
cante estaba rodeado de su amor por la verdad y su fran‐
queza al hablarle. Cuando su hija se encontró en una situa‐
ción aterradora, no fue abrumada por el miedo. La compa‐
sión no la volvió suave. Seguramente derramó muchas lágri‐
mas por Ei Sook, pero parece que sus lágrimas y temores se
reservaban para los momentos privados entre ella y Dios.
No quiero decir que debemos ser piedras insensibles.
Quiero decir que el temor y la enfermedad se deben enfren‐
tar con valentía y fuerza, no con una conmiseración que au‐
mente el sentimiento de impotencia.
La mamá de Ei Sook también es un ejemplo en un contexto
diferente: el contexto en el que ella misma es la que está su‐
friendo la pérdida de su hija. Ei Sook dice que cuando salió
con Elder Park hacia Japón, esperando que la arrestaran y
ejecutaran, su mamá se veía “contenta, hermosa y llena del
Espíritu Santo”. 69
Qué gran ejemplo para nosotros de que
debemos enviar a nuestros hijos y amigos a donde Dios los
guíe.

La ciudad de Bhak Chon, el lugar donde nació Ahn Ei Sook,


se encuentra junto al río cristalino de Tarung y a la imponen‐
te montaña Won Su Bong. Como la montaña y el río eran tan
impresionantemente hermosos, las personas de la ciudad so‐
lían decir que un héroe iba a nacer allí.

Al conocer más acerca de Esther Ahn Kim y de la historia


del cristianismo en Corea, pensaba con frecuencia en mis
amigos de origen coreano en Estados Unidos, y me pregun‐
taba de qué forma esta realidad había afectado sus vidas y
las de sus familias. Así que esta historia de Esther Ahn Kim
en Corea está dedicada a esos amigos, especialmente a
Sam y Shua Shin, quienes me hicieron pensar inicialmente
en Corea... a John y Sung Kim, cuya pasión es despertar co‐
razones para que vean a Jesús... y a Charles Park, quien ha
sido como un hijo en nuestra mesa.
Sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora
lo considero pérdida por causa de Cristo. Es más, todo lo
considero pérdida por razón del incomparable valor de co‐
nocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo he perdido todo, y
lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo y encontrarme
unido a Él. No quiero mi propia justicia que procede de la
ley, sino la que se obtiene mediante la fe en Cristo, la justi‐
cia que procede de Dios, basada en la fe. Lo he perdido
todo a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se
manifestó en Su resurrección, participar en Sus sufrimien‐
tos y llegar a ser semejante a Él en Su muerte. Así espero
alcanzar la resurrección de entre los muertos.

— FILIPENSES 3:7-11
HELEN ROSEVEARE

Fiel en la pérdida

E n 1482, diez años antes de que Colón emprendiera su


viaje hacia el occidente del mar Mediterrá neo, Diogo
Cão, el último de una línea famosa de aventureros portu‐
gueses, navegó hacia el sur desde Lisboa. Al bordear la co‐
sta con cautela, cada uno de los exploradores soñaba con lle‐
gar más al sur, a lo desconocido, a donde nadie había llegado
antes. Cuando Cão recorrió el borde occidental del continen‐
te africano y vio su barco en una corriente de agua dulce,
fangosa y amarillenta, se convirtió en el primer europeo en
navegar por el gran río Congo, que vierte más de 42 mil me‐
tros cúbicos de agua por segundo en el océano Atlántico.
Uno de los nombres del río es Nzere, “el río que se traga
todos los ríos”. Este río también se tragaba a los extranjeros
que intentaban seguir su curso turbulento a través de la sel‐
va enredada, pasando por pueblos recónditos y sospechosos.
Después de que Cão descubriera el río, pasaron cerca de
400 años antes de que un europeo, Henry Morton Stanley,
completara el viaje por todo el río Congo en 1877, viajando
en canoa desde el interior hasta el Atlántico. Años atrás se
había vuelto famoso luego de buscar y encontrar a un explo‐
rador y misionero con quien el mundo expectante había per‐
dido contacto: el Sr. Livingstone.
El recorrido de Stanley por el Congo despertó el interés
europeo y americano en ese gigante escondido, y al año si‐
guiente comenzaron a llegar los misioneros protestantes. 1

Sin embargo, el río y sus kilómetros circundantes de bosques


casi impenetrables no estaban para nada abiertos al público.
La región seguía siendo misteriosa y de difícil acceso en
1925, el año en que nació Helen Roseveare en Haileybury,
Inglaterra, cuarenta y ocho años después de la expedición de
Stanley por el río y veintiún años después de su muerte.
La familia de Helen vivía en un país en el que las personas
al menos tenían cierto conocimiento de las naciones y los
pueblos con los que Gran Bretaña tenía una relación colo‐
nial. Parece que esto era particularmente cierto en el hogar
de los Roseveare. Helen no fue la única que terminó en Áfri‐
ca más adelante. El hermano de Helen, Robert, enseñó por
más de una década en varias partes de África del Sur. 2
Su
padre, Sir Martin Roseveare, se mudó a Malaui a la edad de
cincuenta y nueve años, y “estableció el sistema educativo en
Malaui, donde residió hasta su muerte” 3
, a los ochenta y
seis años.
Helen también recuerda que su maestra de escuela domini‐
cal hablaba de lugares y personas de tierras lejanas:

Recuerdo vívidamente ese día maravilloso (mi cumplea‐


ños número ocho) cuando nos habló de la India y nos pi‐
dió que cortáramos imágenes de niños indios y las pegá‐
ramos en nuestro “libro de oración por las misiones”. En
ese momento tomé la decisión en silencio. Cuando sea
grande, voy a hablarle a otros niños sobre Jesús —una
resolución que nunca se desvaneció. 4

A Helen le encantaba el “aire de misterio… de los domin‐


gos”. En su iglesia anglo-católica, 5 disfrutaba

El edificio fresco y sombrío, con bancos de madera talla‐


da... los niños del coro vestidos con sobrepellices y gor‐
gueras... la cruz y el incienso... el órgano ruidoso y la
música extraña que llenaba el edificio hasta el domo ta‐
llado... el sermón con sus cadencias graves; todo esto
me encantaba, y absorbía casi inconscientemente una
impresión perdurable de belleza y solemnidad. 6
Pero el lugar que tenía la iglesia en la vida de la familia fue
eclipsado por sus logros académicos, especialmente en los
campos relacionados con las matemáticas. Desde que era
una niña pequeña, Helen llevó el peso de “la necesidad ab‐
sorbente de ser amada y querida” 7
—de ser lo suficiente‐
mente buena. Al crecer, esto se manifestaba en su deseo de
destacarse en la escuela —y no solo destacarse, sino ser la
número uno. “En el fondo sentía que, si no me iba bien, deja‐
ría de tener el amor y el respeto de mis padres y de mi her‐
mano, que siempre fueron tan importantes para mí”. 8
Por
esto, fracasó muy pocas veces. Desde pequeña la perseguían
las mismas dudas, la misma inseguridad y el mismo orgullo
que caracterizarían la mayoría de sus luchas espirituales de
adulta.

En medio de todo esto, Dios de alguna forma me hizo


consciente de mi necesidad de Él... Necesitaba a Al‐
guien grande, ¡mucho más grande que yo! Y Dios llegó
—hice la confirmación [con los demás niños de 12
años]... Estoy segura de que no entendí el significado
real de ello ni todo lo que implicaba... Con algunos tro‐
piezos, fue el inicio consciente de mi búsqueda de Él...
Dios lo sabía —y me aceptó— y se inclinó hacia mí para
acercarme cada vez más a Él. 9
Durante la secundaria, expresó su hambre de Dios por medio
de esfuerzos sinceros por “ayudar a otros, ser bondadosa y
ser sincera”. 10
Estos esfuerzos la hundieron aún más en su
perfeccionismo. Se estaba “esforzando por alcanzar al Poder
Invisible que podía satisfacer todas las necesidades. Y a pe‐
sar de eso... las necesidades seguían aumentando; la
desesperanza era más desesperanzadora; hubo momentos
en los que la vanidad de la vida misma se convirtió en algo
casi imposible de sobrellevar... Y todo el tiempo Dios me
llevaba a ver que en mí misma no había nada, absolutamente
nada de valor...”. 11
En julio de 1944, Helen comenzó a estudiar medicina en el
Newnham College de Cambridge University. En medio de su
timidez y su temor a la inferioridad, algunas jóvenes la aco‐
gieron en su grupo. Ellas “tenían vidas y rostros que irradia‐
ban una felicidad y una paz que eran casi contagiosas y cla‐
ramente agradables”. 12
Eran miembros de la Unión Cristia‐
na Interinstitucional de Cambridge, y Helen comenzó a
asistir con ellas a estudios bíblicos, conferencias cristianas y
a otras actividades.

Todavía recuerdo la primera vez que canté “Quiero sa‐


ber más sobre Jesús...” .Todo mi ser se estremeció pro‐
fundamente. Estábamos sentadas alrededor de la chi‐
menea en la habitación de Sylvia durante un estudio bí‐
blico una noche de octubre. No recuerdo el estudio —la
letra del himno se seguía repitiendo en mi mente. Cuan‐
do las demás se dispersaron, me quedé sentada en la al‐
fombra, contemplando el fuego, con un gran deseo que
revolvía mi alma en lo más profundo. “Quiero saber más
sobre Jesús…”. Fue como si se hubiera abierto una ven‐
tana por la que me asomaba lentamente, maravillada,
en un asombro estupefacto —sonó una de las ramas en
el fuego, y se esfumó la visión. De nuevo, con urgencia,
aferrándome al momento y deseando que la presencia
misma de Jesús se hiciera realidad en mi alma, la gloria
pareció brillar, una luz de gran resplandor. Apenas me
atreví a respirar; sentí como si la vida se hubiera inte‐
rrumpido, como si hubiera quedado atrapada, sin alien‐
to. Mi corazón se llenó de alegría y asombro —y pasó. 13

Helen comenzó a leer las Escrituras con entusiasmo. Sus


amigas creyeron que ya se había convertido, pero ella dice:
“Hasta entonces no tenía paz ni satisfacción en mi corazón...
Estaba segura de que era la verdad y que era real, pero tam‐
bién era consciente de que me faltaba algo”. 14
En las vacaciones de Navidad de 1945, la hermana menor
de Helen se enfermó de paperas, así que Helen no pudo ir a
casa. Sus amigas lograron que ella asistiera a una reunión
que era una sesión de entrenamiento para trabajadores
cristianos. Preparándose para una clase, leyó detenidamente
el libro de Romanos y se sumergió tanto que no durmió en
toda la noche. Al día siguiente, descendió en picada de esas
alturas debido a una discusión que tuvo con alguien durante
la cena.

Subí corriendo al segundo piso, amargamente apenada


de haber caído en esa discusión y haber perdido el
control. De repente, me lancé a la cama en un río de lá‐
grimas y soledad. Con una sensación abrumadora de
fracaso y vulnerabilidad, clamé a Dios (si es que Dios
existía) para que Él mismo se encontrara conmigo y se
hiciera completamente real y vivo en mí. Levanté los
ojos y con lágrimas leí un texto en la pared: “Quédense
quietos, reconozcan que Yo soy Dios” (Sal 46:10). Eso
fue todo. Toda mi carga desapareció en un instante.
Quédate quieta y reconoce a Dios, el gran “Yo soy” ...
Deja de esforzarte por entenderlo con el intelecto. Solo
quédate quieta y reconócelo. En ese momento, me inun‐
dó una paz, un gozo y una felicidad indescriptibles, y re‐
conocí que Él y yo habíamos comenzado una nueva rela‐
ción. 15

También supo que esto no había salido de la nada. Dios la ha‐


bía estado preparando y había usado su búsqueda para ayu‐
darla a encontrarlo.
La lectura constante de la Escritura en los meses ante‐
riores, la escucha cuidadosa de la enseñanza doctrinal
tanto en las reuniones en casas como en las reuniones
de la Unión Cristiana habían preparado el camino. Du‐
rante años el Espíritu Santo me había estado abriendo
los ojos a mi pecado, convenciéndome de mi condición
delante de Dios. Pero ahora había llegado el hermoso
regalo del arrepentimiento. Dios derramó de Su gracia
perdonándome, limpiándome de toda la impureza del
pecado y revelándome, en ese momento, la maravilla de
la amistad con Cristo. 16

Y Dios seguía obrando. Cuando Helen regresó al grupo y les


contó lo que había sucedido, un maestro veterano de la Bi‐
blia le escribió Filipenses  3:10 en su nueva Biblia: “A fin de
conocer a Cristo, experimentar el poder que se manifestó en
Su resurrección, participar en Sus sufrimientos y llegar a ser
semejante a Él en Su muerte”.

Él me dijo: “Esta noche has entrado en la primera parte


de este versículo: ‘conocer a Cristo’. Este es solo el co‐
mienzo, y hay un viaje largo por delante. Mi oración por
ti es que continúes en este versículo para conocer ‘el po‐
der que se manifestó en Su resurrección’ y también,
Dios mediante, tal vez un día ‘participar en Sus sufri‐
mientos y llegar a ser semejante a Él en Su muerte’”. 17
Helen regresó a su cuarto esa noche a leer el versículo en su
contexto. Y así, el mismo día en que Dios la acercó a Él, tam‐
bién le mostró unas palabras que veinte años después le da‐
rían significado al suceso más doloroso y aparentemente
absurdo de toda su vida.

SIN EMBARGO, TODO AQUELLO QUE PARA


MÍ ERA GANANCIA, AHORA LO CONSIDERO
PÉRDIDA POR CAUSA DE CRISTO
Incluso antes de que se volviera cristiana, Helen sabía que
tenía el llamado a las misiones. La fuerza de este llamado
era tal que para ella era difícil entender por qué no todos los
cristianos se preparaban para las misiones. Aparte de su for‐
mación médica, aceptó oportunidades para servir como mé‐
dica en un campamento de verano, para liderar estudios bí‐
blicos y para dar su testimonio en público. Por encima de
todo, escudriñaba la Escritura para conocerla mejor y para
conocer a Dios más íntimamente.
En medio de su ministerio creciente y sus largas horas de
formación profesional, se llenaba de dudas e inseguridad.

Solía decir que ciertos pecados eran ‘debilidades’ —o


flaquezas humanas— y así los excusaba. Era más agra‐
dable decir que algo era una exageración... y no que era
una mentira. Aun así, sentía que estaba siendo desho‐
nesta mentalmente al excusarme de esa manera... Poco
a poco comencé a experimentar una sensación de agota‐
miento. De repente, la alegría y el entusiasmo de los pri‐
meros tres años parecían haberse esfumado... El trabajo
comenzó a pesarme; la infelicidad, la soledad, el miedo,
la inferioridad, todo esto se intensificó. Al mismo tiempo,
mi estudio de la Biblia y la oración se volvieron superfi‐
ciales y ya no me traían gozo... Seguía dando testimonio,
pero sin una fe real y sin una expectativa de ver resulta‐
dos. Mirando atrás, es fácil reconocer que era en parte
porque, al igual que muchos de mis compañeros estu‐
diantes de medicina, estaba sufriendo por el trabajo ex‐
cesivo y el estrés causados por un programa muy inten‐
so... Pensaba que este agotamiento era un fracaso espi‐
ritual. 18

Sus dudas también afectaron su trabajo profesional.

En las salas de hospital y frente a otros médicos era muy


consciente de mi inferioridad, o más bien, de un miedo a
lo que los demás pensaran. Tenía que someter y vencer
esta timidez paralizante con una muerte diaria a mí
misma, con un gran esfuerzo doloroso. Sin embargo, no
tuve mucho éxito. 19
Años después, escribió que en esa época no entendía lo que
era el crecimiento en la vida cristiana. Pensaba que sería un
ascenso constante, alcanzando alturas cada vez mayores
hasta llegar a la cima. Tiempo después, con la perspectiva de
los años y la madurez, supo que la vida no es una montaña,
sino una cordillera, con valles y montañas.

Muchas veces me encontraba escalando bajo la gloriosa


luz del sol... avanzaba decidida hasta el pico más cercano
que encontraba. Cuando lo alcanzaba, me deleitaba por
la sensación de haberlo logrado y por la victoria al ver el
maravilloso paisaje... Luego, lentamente, el siguiente
pico atrapaba mi mente... y la determinación me llevaba
a escalar de nuevo...
Con frecuencia, al bajar de un pico al valle entre las
montañas, me encontraba a la sombra del mismo pico
que había estado disfrutando. Esto lo interpretaba con
una sensación de fracaso que muchas veces me llevaba al
desespero... Pero ahora veo que estaba equivocada... El
descenso era solamente un movimiento inicial hacia la si‐
guiente tierra alta, nunca un regreso al punto de partida,
por decirlo de alguna manera… El valle podía proveer un
período de descanso para digerir las experiencias apren‐
didas, un tiempo de refrigerio para uno prepararse para
el siguiente ascenso difícil. Si hubiera entendido este sig‐
nificado… en vez de interpretar mis experiencias como
“altas” y “bajas”, podría haberme ahorrado muchos dolo‐
res profundos de corazón. 20

En el último año de sus estudios médicos perdió la voz, lo que


permitió que Dios mostrara Su poder y propósitos. Después
de la cirugía para quitarle unos nódulos benignos de las cuer‐
das vocales, no pudo hablar durante unos días. Una mañana,
en la quietud de su cuarto en el hospital, experimentó la pre‐
sencia de Dios, casi como si pudiera verlo.
Esa mañana nació en mí un odio por el pecado. Hasta en‐
tonces, había odiado las consecuencias del pecado, la ver‐
güenza del fracaso, el miedo a estar expuesta... De repente,
sentí un odio intenso por todo lo que había crucificado a mi
Señor, y este fue un punto crucial para mí. El descenso desde
el pico de la felicidad, con sus desconciertos y cuestiona‐
mientos, se detuvo. De repente, vi claramente el siguiente
pico. Aquel que me estaba llamando a servir en otro país
estaba allí, sonriendo tiernamente, prometiendo Su presen‐
cia, Su compañía y capacitación, diciéndome que mirara ha‐
cia adelante y hacia arriba, no hacia atrás ni hacia abajo. De
repente, los meses de luchas y añoranzas se terminaron; me
sentía satisfecha. Mis dudas no se habían aclarado por com‐
pleto; pero ahora parecía que no necesitaban una explica‐
ción. 21
Esta seguridad fue sacudida cuando llegó el momento de
intentar hablar, ya que solo podía ladrar como un perro o
susurrar con voz ronca. ¿Qué significaría esto para su carre‐
ra médica y misionera?

Lentamente, otra voz comenzó a hablarme al corazón


en la noche. Parecía susurrar: “¿No puedes confiar en
Mí?”... “¿No has usado tu voz para tus propios propó‐
sitos, para tu propia gloria durante años? Yo te daré una
nueva voz para que me sirvas a Mí”. 22

El Viernes Santo le dieron de alta en el hospital. En la noche


del Domingo de Resurrección escuchó un sermón junto a
unos amigos sobre dejar que el Espíritu Santo tomara po‐
sesión de sus vidas y los llenara con la santidad de Dios.
Cuando sus amigos se preguntaban si esto era posible, Helen
respondió con un “¡sí!” resonante. Dios le había devuelto su
voz.
Al terminar sus estudios en la facultad de medicina, Helen
pasó un tiempo en la capacitación para candidatos de la
WEC (Worldwide Evangelization Crusade [Cruzada de Evan‐
gelización Mundial]). Luego pasó ocho meses aprendiendo
francés en Bruselas y estudiando las enfermedades tropica‐
les en Amberes. Durante estos meses, se enfermó de icteri‐
cia y paperas, y un perro la mordió. Después se pasó tres
meses buscando apoyo económico y apoyo en oración, com‐
prando suministros personales y médicos, empacando, consi‐
guiendo su visa, vacunándose y completando los demás pre‐
parativos para viajar y establecerse a miles de kilómetros de
su casa.
El sábado 14 de febrero de 1953 viajó en barco desde Lon‐
dres, atravesando el estrecho de Gibraltar, todo el Medite‐
rráneo y el canal de Suez hasta llegar a Mombasa, Kenia, en
la costa este de África. En el tren hacia Nairobi, esta mujer
de veintisiete años estaba tan impaciente como una niña:

Estaba tan emocionada que no podía comer ni hablar.


¡Apenas podía pensar en eso! Iba rápidamente de un
lado a otro del compartimiento para no perderme nada.
Durante el largo y lento ascenso desde el nivel del mar
hasta los 1.524 metros a donde llegué, salía en cada
estación para tocar el suelo africano, para leer el nom‐
bre de la estación y su altura, para sentir los olores, las
formas y las emociones de África. 23

Helen viajó en tren, en barcos de vapor y en camiones, que‐


dándose con misioneros donde tuviera que pasar la noche.
Llegó a su nuevo hogar la noche del martes 17 de marzo de
1953, seis semanas después de haber salido de Londres. Su
tarea era establecer servicios médicos y capacitaciones mé‐
dicas en el pueblo remoto de Ibambi, al nororiente del Congo
Belga. 24
Esta no era la forma en la que la mayoría de médicos
nuevos habrían decidido ganarse la vida luego de sus años de
estudio.

TODO LO CONSIDERO PÉRDIDA POR RAZÓN


DEL INCOMPARABLE VALOR DE CONOCER A
CRISTO JESÚS, MI SEÑOR
Ella y los demás viajeros —algunos misioneros que regresa‐
ban al lugar— entraron a Ibambi atravesando un arco floral,
rodeados de una multitud llena de entusiasmo.

El pastor Ndugu, el anciano principal de la iglesia afri‐


cana, dio un paso al frente para darnos la bienvenida en
nombre de la iglesia, y a mí en particular por ser la
misionera “nueva”. “Nosotros, la iglesia de Jesucristo en
el Congo, y nosotros, los ancianos, te damos la bienveni‐
da a nuestra comunidad, querida hija”. Nunca olvidé ese
momento ni esas palabras. Qué privilegio para una
misionera joven ser “su hija”, ser una de ellos, que me
cuidaran, me ayudaran a crecer, me amaran y me ense‐
ñaran. 25

Durante varios años y en varios libros, Helen contó muchas


historias sobre el impacto del pastor Ndugu en su vida. Y
también, desde este primer día en Ibambi, la esposa del pas‐
tor acogió a Helen con un amor que la sorprendió y derritió
su naturaleza reservada.
Mis lágrimas brotaban por la infinita alegría que llenaba
mi corazón. Nos rodearon, nos dieron la mano como cien
veces, hablando y riendo... y lentamente me fui a la parte
de atrás del porche, recostándome contra la pared, abru‐
mada emocionalmente...
De repente, en silencio, apareció mi querida Tamoma...
sus ojos dulces miraban profundamente los míos... “Ni‐
nakupenda”, dijo —“te amo”— ¡y me abrazó!... Nunca an‐
tes me había visto... ¡Pero me amaba!
Ella había orado durante años que Dios les enviara un
médico... Cuando escuchó que una estudiante de medici‐
na estaba interesada, comenzó a orar a Dios el doble...
[para] que le ayudara en sus exámenes... Cuando... ter‐
minó el tiempo de los exámenes y yo estaba preparándo‐
me en el centro misionero para mi futuro servicio, Tamo‐
ma siguió orando que no hubiera ningún obstáculo en el
proceso...
Y al final llegué. ¡Y ella me amaba!
Desde ese momento, Tamoma y [su esposo el pastor]
Ndugu me dejaron entrar en sus corazones... como su
propia hija... Esta fue la primera vez que conocí a una fa‐
milia cristiana que obedecía literalmente el mandato que
Cristo dio a Sus discípulos: “De este modo todos sabrán
que son Mis discípulos, si se aman los unos a los otros”
(Jn 13:35).
Que una mujer mayor de una cultura diferente y que
hablaba un idioma diferente... estuviera dispuesta a ofre‐
cerme el amor de Cristo sin primero conocerme o eva‐
luar si yo merecía o no ser amada, fue una experiencia
realmente extraordinaria. Honestamente, en mi primer
mes no tuve ningún otro choque cultural, excepto este
acto: un abrazo cálido de corazón... un comentario dulce:
“te amo” —esto me llevó a examinar mi propio corazón.
¿Hubiera yo amado a Tamoma con la misma calidez in‐
cuestionable si hubiera estado en su lugar? ¿Se debía
meramente a que era reservada por ser británica... o en
realidad era algo mucho más profundo en mí que no era
semejante a Cristo?
“Pero Dios demuestra Su amor por nosotros en esto: en
que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por
nosotros” (Ro 5:8).
Cristo me amó lo suficiente como para morir por mí
mientras yo seguía siendo Su enemiga. Si Dios hubiera
esperado a que yo aprendiera a amarlo antes de que mu‐
riera, nunca habría sido salva. Esto lo sabía en mi mente,
pero cuando conocí a alguien que se comportaba de una
forma tan semejante a Cristo, quedé maravillada. 26

Tiempo después, alguien le dijo a Helen que Dios la envió al


África porque había cosas que no podía aprender de Él en In‐
glaterra —como ser testigo de ese amor tan semejante al de
Cristo como el que le mostró Tamoma. Por otra parte, hubo
algunos ajustes que fueron más sencillos.

Sinceramente, adaptarme a la cultura y a la nueva dieta


no fue un problema para mí. Estaba tan emocionada de
estar allí y tenía tantas ganas de formar parte del pue‐
blo que no vi ninguna barrera ni ningún choque. Tal vez
algo que me ayudó a adaptarme a cualquier circunstan‐
cia fue nuestra crianza estricta durante la escasez de
recursos en la Segunda Guerra Mundial, y también el
haber pasado gran parte de las vacaciones acampando
o practicando montañismo durante mi niñez. Además,
estaba tan feliz de haber llegado al África que habría
disfrutado prácticamente cualquier cosa. 27

POR ÉL LO HE PERDIDO TODO


La adaptación profesional de Helen en esta región remota y
poco desarrollada fue mucho más difícil que su ajuste a la
dieta. De inmediato descubrió que debía dejar a un lado los
estándares médicos que le habían enseñado por años, parti‐
cularmente la importancia de llevar a cabo solo las mejores
prácticas médicas posibles. No quería hacer de sus pacien‐
tes conejillos de indias mientras aprendía cómo trabajar en
este nuevo lugar.
Comenzando solo con un baúl de té que estaba boca aba‐
jo, una mesa de acampar y un banquillo, un hornillo de
queroseno y una cacerola, descubrí lo que implicaba
estar limitada por las dificultades... Se debía hacer tanto
para mantener los estándares médicos que fue imposible.
Mis estudios me enseñaron que es probable que un pa‐
ciente que tiene fiebre alta, escalofríos, dolor de ojos y
sudoración intensa tenga malaria. El tratamiento... era
quinina en una dosis apropiada de acuerdo con el peso
del paciente, pero solo después de que se confirmara el
diagnóstico en el laboratorio... Este procedimiento mi‐
croscópico... le tomaría al menos cinco minutos a un téc‐
nico experto. Con cincuenta o más pacientes a diario con
síntomas de malaria, esto le habría agregado más de cua‐
tro horas al trabajo del día. Como no había electricidad,
estas cuatro horas tendrían que ser... durante el día.
Pero además de estos cincuenta pacientes con malaria,
habían probablemente [otros ciento cincuenta con otras
quejas]... El día simplemente no era suficiente. Así que
los síntomas de malaria requerían tratamiento con quini‐
na, con un estimado rápido de peso y sin la confirmación
de un laboratorio...
Cuando comencé a darme cuenta de que cada día se
estaban atendiendo a más de doscientos pacientes... y de
que el 75% o más estaban respondiendo al tratamiento
que se les dio inicialmente, comencé a ver que tratar los
síntomas de malaria sin la confirmación de un laboratorio
no era rebajar los estándares: más bien, era una adapta‐
ción necesaria ante las circunstancias... Estos mismos
doscientos pacientes diarios, luego de haber recibido
algo que ayudara a disminuir su dolor físico, estaban mu‐
cho más dispuestos a escuchar la predicación del evange‐
lio. 28

LO TENGO POR ESTIÉRCOL, A FIN DE GANAR


A CRISTO Y ENCONTRARME UNIDO A ÉL
A Helen también se le encargó iniciar un programa de capa‐
citación para trabajadores médicos. Los primeros estudian‐
tes empezaron a llegar para aprender enfermería. Sus eda‐
des iban desde los dieciocho hasta los veinticuatro, y su for‐
mación académica era la equivalente a la que se obtiene en‐
tre el quinto y el séptimo grado. 29 Entre el primer grupo de
estudiantes estaba John Mangadima, quien se convirtió en
amigo y colega de Helen a lo largo de los años en el Congo.
Helen no era maestra ni enfermera de profesión, y no ha‐
bía un currículo establecido. Además, debía enseñar todo en
francés y suajili, pero ninguno de estos idiomas era su lengua
nativa ni la de ninguno de los estudiantes.

Dios me mostraba cómo enseñar a medida que surgían


las necesidades… Una vez llegó un paciente con una fie‐
bre muy alta, y usamos su caso para la clase sobre cómo
usar, leer y entender un termómetro... Trajeron a un
bebé con bronconeumonía y les mostré cómo usar un
estetoscopio y hacer un diagnóstico. Una fila intermina‐
ble de pacientes con un sinfín de síntomas abdominales
nos sirvieron para aprender sobre el uso del microsco‐
pio y aprender a reconocer todas las especies posibles
de parásitos. 30

Servir como mentora de los estudiantes de enfermería signi‐


ficaba dedicarle un tiempo adicional a cada procedimiento
médico. Tenía que haber tiempo suficiente para esto en días
que ya eran demasiado cortos.

La carga laboral y la imposibilidad de tomar una noche li‐


bre o de salir durante un fin de semana hicieron que me
irritara y me enojara fácilmente, lo que con frecuencia
hacía que no pudiera dormir bien. Siempre había tenido
un temperamento fuerte, pero lo había mantenido bajo
control... desde que me convertí a Cristo. Ahora salían de
nuevo palabras fuertes y airadas antes de que pudiera
controlarlas, y eso me avergonzaba. A los pacientes que
venían a la ventana del comedor mientras estábamos al‐
morzando les decía de forma cortante: “Vayan a la enfer‐
mería y no traigan sus gérmenes a nuestra casa”. Esto
entristecía a los misioneros mayores, quienes trataban a
cada visitante con cordialidad y respeto.
El evangelista Danga... me reprendió por este compor‐
tamiento tan diferente al de Cristo. “No te excuses. Llá‐
male ‘pecado’ al pecado y ‘enojo’ al enojo. Y luego en‐
frenta el hecho de que tu piel blanca no te hace diferente
al resto de nosotros. Necesitas Su limpieza y perdón, que
te llene y habite en ti, igual que nosotros. Si solo puedes
mostrar a la Dra. Helen, puedes regresar a tu casa: la
gente necesita ver a Jesús”. 31

En 1955, luego de dieciocho meses en Ibambi, la organiza‐


ción misionera trasladó a Helen a Nebobongo, donde la ne‐
cesitaban para que se encargara del trabajo médico. Por
esto, los estudiantes de enfermería y del programa de capa‐
citación se fueron con ella a Nebobongo, a once kilómetros
de Ibambi.

NO QUIERO MI PROPIA JUSTICIA QUE


PROCEDE DE LA LEY, SINO LA QUE SE
OBTIENE MEDIANTE LA FE EN CRISTO, LA
JUSTICIA QUE PROCEDE DE DIOS, BASADA
EN LA FE
Helen se quedó en Nebobongo por diez años, supervisando
el centro existente de cuidado de leprosos y el hogar de ni‐
ños, y estableciendo cuarenta y ocho clínicas rurales en los
alrededores, un centro de capacitación para trabajadores
paramédicos y un hospital de cien camas y con servicio de
maternidad. El hospital y el instituto de capacitación se
tuvieron que construir literalmente desde cero, y las únicas
personas que lo podían hacer eran Helen, su colega europea
Florence Stebbing y los estudiantes.

Aprendimos a hacer ladrillos... Aprendimos sobre los


hornos de ladrillos... cómo funciona un nivel de burbuja
y la mezcla correcta de cemento y arena para el concre‐
to... cómo obtener tablones de árboles caídos... cómo
mezclar y levantar estas planchas como entramados
triangulares del techo para que soportaran las láminas
corrugadas de asbesto… 32

Cuando la tarea parecía demasiado grande para ellos, Dios


les proveía soluciones inesperadas. Por ejemplo, unas vigas
eran peligrosamente pesadas y difíciles de manipular para
Helen y sus estudiantes, pues todos eran novatos en la const‐
rucción de techos. Entonces oraron por un techador con ex‐
periencia. Poco después, llevaron a una misionera para que
estuviera en reposo por un embarazo de alto riesgo. De la
nada, Helen le preguntó al esposo: “¿Eres techador?”. Y él le
dijo que sí.
La construcción no era el único reto; todas las necesidades
básicas traían sus propias dificultades.
Aprendimos mecánica de autos... por pura necesidad...
Necesitábamos que un vehículo fuera ambulancia... el ca‐
mión de un constructor... y que transportara alimentos...
La única forma de hacer reparaciones era que yo me
pusiera debajo del auto o adentro con un colega africano,
y que experimentara hasta que lo hiciera funcionar.
Aprendimos suajili y francés, y un poco de lingala y ki‐
budu; y después nos enfrentamos a la tarea de expresar
las verdades médicas sin una jerga científica... Escribi‐
mos nuestro primer libro de texto en suajili... Se hicieron
plantillas y después se hicieron cien copias en una máqui‐
na antigua, en donde cada página se trabajaba meticulo‐
samente y se ponía a secar. ¡Se podrían contar un mon‐
tón de historias sobre los días en que el viento entraba
por las persianas y levantaba las páginas formando una
avalancha desastrosa! 33

Escribir libros de texto podía haber sido un trabajo de tiem‐


po completo, igual que la construcción de un hospital y la
escuela de formación médica. Y las demandas médicas en sí
mismas requerían mucho más tiempo del que disponía. Helen
recordaba que había sentido el llamado a las misiones médi‐
cas , pero los diversos roles seguían abriéndose paso a la
fuerza, compitiendo por la prioridad en las horas limitadas
del día.
Por ejemplo, una mañana estaba en el horno de ladrillos,
con las manos rasguñadas y ásperas por el trabajo, cuando la
llamaron al hospital a hacer una cirugía de emergencia.

Comencé a prepararme: me ardían las manos bajo las


cerdas del cepillo. Las levanté para que la enfermera me
pusiera alcohol antiséptico y detuve repentinamente mi
respiración por el dolor. Y en mi mente, comenzó a ha‐
blar una pequeña voz de queja.
¿Por qué Dios no ha traído a otro misionero... para que
haga el trabajo de los edificios... y así yo pueda estar li‐
bre para dar a las personas el mejor cuidado médico po‐
sible?
El siguiente miércoles en la noche, le hablé al consejo
de la iglesia sobre todo esto y les pedí que oraran para
que yo no guardara resentimiento. Un hombre piadoso,
después de liderar el grupo en oración, me sonrió y me
reprendió con amabilidad.
Me dijo: “Doctora, cuando está haciendo la labor médi‐
ca en su bata blanca y con el estetoscopio alrededor del
cuello, hablando francés, está a kilómetros de distancia
de nosotros. Le tememos y todos decimos: ‘Sí, sí’, incluso
sin haber escuchado bien lo que dijo. Pero cuando está en
el horno con nosotros, y sus manos están tan ásperas
como las nuestras; cuando está en el mercado, usando
nuestro idioma y haciendo tonterías mientras nosotros
nos reímos: ahí es cuando la amamos y llegamos a confiar
en usted, y podemos escuchar lo que nos dice de Dios y
Sus caminos”. 34

La construcción del hospital se terminó en un año. Ya no ha‐


bía más trabajo de construcción que demandara el tiempo y
la energía de Helen, y esto era lo que había estado esperan‐
do, pero a pesar de eso, seguía insatisfecha.

Mi queja cambió. Cuando se construyó el hospital y esta‐


ba funcionando, se supo en otros lugares... Y los pacien‐
tes comenzaron a llegar por montones... No tenía tiempo
para nada más que para la medicina, medicina, medici‐
na... No había descanso... No había tiempo libre. Espe‐
raba ser una buena misionera, poder... sentarme... y ha‐
blar de las buenas nuevas de salvación, pero no había
tiempo para nada más que la medicina...
De nuevo, afortunadamente, llevé mi problema a los an‐
cianos de la iglesia para que oraran. Y una vez más, no
solo oraron por mí y me consolaron, sino que también me
reprendieron con gracia. “Doctora, ¿cuántos pacientes
vienen a este hospital a diario?”...
“Entre doscientos y doscientos cincuenta”...
“¡Seguramente vienen porque usted está aquí! No ven‐
drían si no hubiera un médico. ¿Y nosotros qué hace‐
mos?... Todo el día, todos los días, a donde vaya usted,
vamos nosotros... Doctora, ¿se da cuenta de que tenemos
la alegría... de cada semana llevar a cinco, diez o a veces
hasta más personas al Señor? ¡Si usted no estuviera aquí,
no vendrían!”...
Dios tenía que enseñarme a estar dispuesta a ser un
miembro de un equipo. 35

También hubo lecciones sobre la oración. Algunas de ellas


eran sobre oraciones aparentemente imposibles que fueron
respondidas.
Una mujer murió dando a luz, dejando a un bebé prematu‐
ro y a una hija de dos años. No había incubadoras porque no
había electricidad, así que la forma de mantener caliente a
un bebé durante las noches frías y ventosas era usando una
bolsa de agua caliente. Sin embargo, la goma se deteriora
rápidamente en los trópicos húmedos. Cuando llenaron la úl‐
tima bolsa de agua que les quedaba para este bebé, estalló.
A una enfermera se le asignó la única tarea de cargar al
bebé para mantenerlo caliente con su propio calor corporal.
Al día siguiente, Helen se encontró con los niños del orfa‐
nato para su tiempo habitual de oración. Ella les contó del
bebé que necesitaba mantenerse caliente y de la hermanita
mayor que lloraba porque su mamá se había ido. Helen re‐
gistró la oración de una niña llamada Ruth, de diez años, y su
propia respuesta a esa oración “imposible”.
“Por favor, Dios... envíanos una bolsa de agua caliente.
Mañana no, Señor, porque el bebé ya estará muerto, así
que por favor envíala esta tarde... Y cuando lo hagas,
¿podrías por favor enviarle una muñequita a la niña, para
que sepa que realmente la amas?”...
¿Podía decir “amén” honestamente? En realidad, no
creía que Dios pudiera hacer eso... La única forma en la
que Dios podía responder a esta oración en particular
era enviándome un paquete desde mi país. Para ese mo‐
mento ya llevaba casi cuatro años en África y nunca, nun‐
ca había recibido un paquete que viniera del Reino Uni‐
do...
Cuando llegué a casa... allí, en el porche, había un pa‐
quete grande de veintidós libras... que llevaba estampi‐
llas del Reino Unido... Mandé a buscar a los niños del or‐
fanato... Había treinta o cuarenta pares de ojos mirando
fijamente la gran caja de cartón.
[Luego de sacar varias cosas], cuando volví a meter la
mano la sentí... ¿sería posible? La agarré y la saqué —sí,
¡era una bolsa de agua caliente de goma, totalmente
nueva! Y lloré...
Ruth... corrió hacia mí gritando: “Si Dios envió la bolsa,
¡seguro que también envió la muñequita!”. Rebuscando
en el fondo de la caja, sacó la muñequita pequeña y her‐
mosamente vestida. ¡Sus ojos brillaron! Jamás lo dudó...
Esa caja había estado de camino durante cinco meses...
en respuesta a una oración llena de fe de una niña de
diez años, para llegar precisamente esa tarde. 36

Hubo otras enseñanzas sobre la oración que tenían que ver


con oraciones que aparentemente no tenían respuesta. Al
menos, la respuesta no era la que quería Helen.
Ella había estudiado para ser médica, pero no cirujana. Le
daba miedo pensar que debía aprender a operar haciéndolo,
cuando la vida de alguien dependía de sus capacidades. Se
rehusó a operar hasta que tuvo que enfrentar la realidad. Al‐
gunas personas morirían si no se hacían una cirugía, y si ella
no la hacía, ¿entonces quién? Durante el resto de su tiempo
en el Congo, oró para que su temor se disipara, pero esa no
era la forma que Dios había escogido para mantener su men‐
te alerta y su mano firme.

A FIN DE CONOCER A CRISTO,


EXPERIMENTAR EL PODER QUE SE
MANIFESTÓ EN SU RESURRECCIÓN
Helen tuvo que lidiar continuamente con las consecuencias
espirituales del agotamiento y el exceso de trabajo. Aparen‐
temente, esta fue otra de las razones por las que Dios la ha‐
bía traído al África; para que pudiera aprender esta lección
entre los colegas africanos que Dios usó para enseñarle. En
al menos dos de sus libros, habla acerca de una temporada
en particular en la que toda su paciencia y energías se agota‐
ron, y John Mangadima y el pastor Ndugu hablaron con ella.
Eso sucedió cerca de cuatro años después de que comenzara
su servicio en el Congo.

Las cosas no iban bien en Nebobongo. Era muy conscien‐


te de que mi vida no era lo que debía ser. Me enojaba fá‐
cilmente con los enfermeros, era impaciente con los en‐
fermos, me irritaban los trabajadores... Tenía un cansan‐
cio abrumador, con una carga de trabajo imposible y res‐
ponsabilidades interminables.
Llegó el día en el que, en una ronda médica en el ho‐
spital, le grité a una paciente. Un incidente pequeño se
volvió desproporcionado... Todos... escuchaban asombra‐
dos y horrorizados a la doctora cristiana y misionera per‐
diendo los estribos en suajili.
Salimos de la sala... John Mangadima me habló con mu‐
cha gracia y humildad. Él había sido mi primer estudian‐
te... y [ahora era] mi primer asistente médico.
Me dijo: “Doctora, no creo que el Señor Jesús hubiera
hablado de esa forma”.
... Cuánta razón tenía... y, aun así, ¿a dónde fui
después? Quería derrumbarme y llorar, salir corriendo...
pero no podía hacerlo. Regresamos a la sala de mujeres y
allí me disculpé...
La lucha continuó por unas cuantas semanas más en las
que me seguía llenando de irritación y frustración. Sabía
que Dios me estaba hablando, pero no lo escuchaba...
Amontonaba las excusas —mi agotamiento, mis nervios,
la carga de toda esa responsabilidad...
Entonces, una mañana durante nuestra hora de estudio
bíblico, me derrumbé. El Espíritu Santo estaba obrando
en los corazones de los estudiantes africanos, los pupilos
y los trabajadores, pero no en mi corazón frío y duro, y
ya no podía soportarlo más.
De repente supe que tenía que salir y examinar mi co‐
razón, buscar el perdón y la restauración de Dios, si es
que quería continuar con mi trabajo.
[El pastor Ndugu] había visto mi necesidad espiritual e
hizo los arreglos para que yo fuera a quedarme en su
pueblo por un fin de semana largo... Allí me dio una ha‐
bitación y me dejó sola. Busqué el rostro de Dios durante
dos días infelices, pero no pude encontrar paz... Sabía
que no era nada merecedora del título de “misionera”.
En la noche del domingo, el pastor Ndugu me llamó al
área de la chimenea, donde estaba sentado con su esposa
Tamoma... Allí oramos. Un gran silencio tranquilo nos en‐
volvió...
Él se inclinó hacia mí dulcemente. “Helen... ¿por qué
no puedes olvidar por un momento que eres blanca? Has
ayudado a tantos africanos a encontrar purificación, lle‐
nura y gozo en el Espíritu Santo por medio de la sangre
de Jesucristo. ¿Por qué no dejas que Él haga por ti lo que
ha hecho por muchos otros?”.
Él... me ayudó a ver áreas escondidas de mi corazón
que nunca habría sospechado que existían, particular‐
mente esta del prejuicio racial. Quedé horrorizada...
Estaba allí para compartir... las buenas nuevas del evan‐
gelio. Amaba a mis hermanos africanos... Pero ¿realmen‐
te lo hacía? El Espíritu me obligó a reconocer que no
creía realmente que un africano pudiera ser tan buen
creyente como yo, o que pudiera conocer al Señor Jesús
o entender la Biblia como yo lo hacía. Mi empatía tenía
algo de condescendencia, de superioridad, de paterna‐
lismo...
Abriendo la Biblia en Gálatas 2:20, 37 dibujó la palabra
“Yo” con su talón en el piso de tierra, y me dijo: “Nuestro
yo es el gran enemigo de nuestras vidas... Helen... el
problema contigo es que vemos tanto de Helen que no
podemos ver a Jesús”.
... Mis ojos se llenaron de lágrimas.
“He notado que bebes mucho café”, continuó dicien‐
do... aparentemente cambiando de tema. “Cuando te
traen una taza... te quedas allí sosteniéndola, esperando
a que se enfríe lo suficiente para bebértela. Te sugiero
que cada vez que estés allí esperando, levantes tu cora‐
zón a Dios y ores...” y mientras hablaba, movía su talón
sobre la tierra… borrando el “yo” y dibujando una cruz…
“Por favor, Dios, borra mi yo”.
Allí en la tierra estaba su lección de teología simplifica‐
da —la cruz— la vida en la que el yo no existe... “He sido
crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo
vive en mí” (Gá 2:20).
Entonces regresé a Nebobongo... Antes de que pudiera
decir algo, John Mangadima dijo de repente:
“Oh, Doctora, ¡aleluya!... No tiene que decirlo, su rost‐
ro lo dice todo. ¡Hemos estado orando por usted durante
cuatro años!”.
¡Y yo había llegado allí para ser la maestra misionera!
38

Dios usó la enfermedad para enseñarle aún más profunda‐


mente a Helen sobre la humildad y la dependencia. La docto‐
ra no era un ser todopoderoso; ella también se enfermaba.

Durante mis años en África me enfermé con frecuencia, a


veces gravemente. Durante los primeros cinco años, ade‐
más de episodios recurrentes de... malaria, tuve una di‐
sentería amebiana bastante severa que se complicó con
una hepatitis... Luego, en 1957... estuve muy enferma
entre la meningitis y la malaria cerebral...
En mi segunda temporada, tuve otro episodio de mala‐
ria cerebral y estuve enferma por tres meses... En mi
tercera temporada, tuve fiebre tifoidea transmitida por
garrapatas y agotamiento nervioso...
Cada vez que me enfermaba, otra persona —un afri‐
cano o un misionero, que ya tenía una carga laboral com‐
pleta— tenía que sacar tiempo para cuidarme. Alguien
más tenía que hacer mi trabajo además de su propio tra‐
bajo. Después de cada enfermedad me deprimía y me
desanimaba mucho, sentía que me estaba convirtiendo en
una carga para el equipo y que debería irme a casa. ¿Qué
estaba Dios tratando de decirme?...
¿Por qué Dios no me mantenía saludable? Por supuesto
que podía, pero ¿por qué decidía no hacerlo?…
Yo fui la única médica misionera durante años en nuest‐
ra región, y por eso siempre me necesitaban. Por eso, yo
era la que siempre daba, y los africanos eran los que re‐
cibían, diciendo siempre: “Gracias”. Esto... pronto se po‐
día convertir en algo desmoralizante. No había visto que
los roles debían invertirse para que los africanos tuvie‐
ran la misma sensación de satisfacción y alegría que yo
experimentaba al ser necesitada.
Solo cuando estuve enferma los necesitaba de una for‐
ma evidente e indudable... Me cuidaban, me alimenta‐
ban, me bañaban. Y yo decía: “Gracias” —desde lo más
profundo de mi ser. 39
El hogar de Helen en el Congo era totalmente opuesto a los
lugares de servicio que escogieron sus antiguos compañeros
de la escuela de medicina. Y a pesar de eso, para ella era su
hogar, tal vez debido a la profundidad de la obra que Dios
hizo en ella allí. Ella describió cómo era Nebobongo en
1962.

La escena se da en un pequeño claro en el límite noro‐


riental del gran bosque tropical Ituri en África Central,
solo un par de grados al norte del ecuador... El clima está
marcado por la lluvia, el sol y la humedad vaporosa; la
dieta consta de tubérculos y hojas verdes empapadas de
aceite de palma. Ahora nos faltan las porciones normales
de arroz, maní y maíz debido a que las lluvias llegaron
demasiado tarde este año... La porción de todos aquí es
una pobreza desgarradora... El sufrimiento ha abundado
desde hace siglos. Las heridas con hachas se infectan; los
resfriados se convierten en neumonía; las mujeres mue‐
ren durante los partos; los niños mueren antes de apren‐
der a caminar. Aun así, es sorprendente que las personas
son felices y aceptan con resignación y paciencia el hecho
de que la vida necesariamente incluye dificultades dia‐
rias.
Aquí, en este pueblo pequeño y casi desconocido, se ha
establecido un hospital... No hay electricidad. El agua se
recoge cuando cae del techo durante los aguaceros dia‐
rios, en barriles de petróleo en desuso de doscientos lit‐
ros. El personal médico desea servir... a medio millón de
personas... en un radio de un poco más de ochocientos ki‐
lómetros... Hay muy poco que pueden hacer con sus re‐
cursos tan limitados... Pero sí ofrecen un servicio amoro‐
so y un buen cuidado.
Un pueblo de unos dos kilómetros bordea la carretera
de tierra... En el límite sur de este pueblo, se encuentran
dos filas de casas pequeñas, una frente a la otra, frente a
un patio caluroso donde se alojaban [los estudiantes] y
las familias de los quince trabajadores. Entre los cuarte‐
les de los trabajadores y el patio interior del hospital se
encuentran las “habitaciones” donde se pueden quedar
las familias y los amigos de los pacientes para cocinar ali‐
mentos y lavar la ropa y los vendajes de sus familiares
enfermos. El hospital mismo consta de una colección va‐
riada de ladrillos permanentes y salas hechas de barro
nada permanentes, una habitación para cirugías y un
área amplia, abierta y cubierta que funcionaba como cen‐
tro ambulatorio.
La casa del doctor, que se encuentra en la parte trase‐
ra del complejo del hospital, es el punto focal de todas las
actividades de la comunidad, frente a.… la plaza del pue‐
blo, con su iglesia pequeña a la derecha y los salones de
clase de la escuela primaria a la izquierda… Todo estaba
rodeado de... pastizales inclinados que brillaban con plu‐
marias y poinsettias [flores típicas del país], y alrededor
de todo esto estaba el eterno bosque.
... Aunque para un extranjero puede parecer un poco
precario y desordenado, para el equipo que invirtió su
propia vida en su creación, es una fuente continua de
asombro.
Y para mí, la doctora, Nebobongo es mi vida. 40

Excepto por la adición del hospital y de la escuela de capa‐


citación de paramédicos, el pueblo permanecía igual a como
había sido para las tatarabuelas de muchos allí. Tal vez era
fácil asumir que la vida continuaría como siempre lo había
hecho. 41

PARTICIPAR EN SUS SUFRIMIENTOS Y


LLEGAR A SER SEMEJANTE A ÉL EN SU
MUERTE
Sin embargo, pronto llegarían cambios políticos a Nebobon‐
go. El 30 de julio de 1960, Bélgica le concedió la indepen‐
dencia al Congo Belga. Al nombre se le quitó el “Belga” y la
nación se convirtió oficialmente en el Congo.
Justo antes de esto, reflejando el nuevo espíritu del nacio‐
nalismo, John Mangadima se convirtió en el primer africano
designado como director administrativo del centro médico.
Como ahora el Congo era verdaderamente un país africano,
se volvió aún más importante que la escuela de capacitación
obtuviera la acreditación del gobierno.
Los extranjeros que vivían en el Congo sentían inestabili‐
dad en esta época de cambio de la autoridad belga a la afri‐
cana. Los gobiernos europeos sacaron a su gente del país
para protegerlos de una posible reacción violenta. Pero no
todos los europeos se fueron; Helen se quedó.

En julio de 1960, tres semanas después de la declaración


de independencia y doce horas después de la gran eva‐
cuación de la provincia nororiental de “extranjeros blan‐
cos”, volví a recordar de una forma drástica la realidad
del amor de Dios en los cristianos a mi alrededor. Yo era
la única europea que quedaba en nuestro pueblo de Ne‐
bobongo y... Las tropas del ejército nacional pasaron por
allí al atardecer... riendo de forma grosera y amenazan‐
do con regresar durante la noche “para disfrutar la com‐
pañía de la mujer blanca”.
... El miedo había llegado a mi casa. Me lancé a la
cama, permitiendo que el temor... tomara posesión de
mis facultades de razonamiento. Cuando una rata pasó
corriendo por una viga, me levanté como un resorte, se‐
gura de que había alguien en la casa...
... En desesperación... me arrodillé y simplemente le
pedí a Dios que me sostuviera cerca de Él. Cuando... la
quietud volvió a apoderarse de mi gran imaginación,
pedí... si era posible, que Él enviara a alguien... que se
quedara conmigo en casa...
¡Bum! ¡Por poco muero!... “¡Aquí termina todo! ... ¡Ya
llegaron!”. De nuevo, un toque suave en la puerta... que
sonó como un disparo...
“¿Quién es?”, pregunté con dificultad.
“¡Solo somos nosotras!”, susurraron en respuesta dos
voces claramente femeninas... Abrí la puerta con gran
alivio y les di la bienvenida a Taadi, la esposa de nuestro
evangelista, y Damaris, la partera principal.
“Pasen”, les insistí cerrando la puerta rápidamente...
detrás de ellas. Me senté con las manos en la cabeza,
tratando de recuperarme... de la ola de conmoción... y
entonces, confundida, les pregunté por qué habían veni‐
do.
“Bueno”, dijo Taadi, “me desperté y el Señor me dijo
muy claramente, ‘Ve a la casa de la doctora, te necesita’,
así que me levanté y vine”.
Y Damaris exclamó, “¡Eso es exactamente lo que me
pasó a mí!”...
Las tres nos llenamos de humildad y asombro al ver que
éramos parte de la realización maravillosa de la voluntad
de Dios. 42
Cuatro años después de la independencia, hubo una rebelión
dentro del gobierno. Las fuerzas guerrilleras, que se llama‐
ban a sí mismas “Simbas” (leones), trataron de derrocar al
gobierno congolés.

El año era 1964. Los insurgentes rebeldes [los Simbas]


se habían apoderado de la provincia... sacando al ejército
nacional e imponiendo un régimen militar violento sobre
los habitantes aterrorizados. Las fuerzas invasoras most‐
raban una bravuconería que venía del uso de drogas, la
bebida y la brujería. Sentían que eran invencibles, y dest‐
rozaban cruelmente todo lo que les pareciera resisten‐
cia…
Un estudiante aterrorizado de nuestra escuela de en‐
fermeros en Nebobongo regresó de un fin de semana con
sus padres... angustiado... Luego nos contó que “las ca‐
lles estaban llenas de sangre” y de... fosas comunes enor‐
mes con más de quinientos cadáveres...
La repugnancia y el miedo luchaban con mi mente en el
día y en mis sueños por la noche.
A una mujer embarazada la sacaron de nuestra sala de
maternidad, la amarraron y la arrojaron a un camión.
Mientras se alejaban, fue inevitable escuchar sus gritos
de terror...
La vida se convirtió en una pesadilla, pero debíamos se‐
guir viviendo.
Cada vez que podíamos, nos reuníamos... a orar y leer
la Palabra de Dios y cantar alabanzas. De esa forma nos
mantuvimos cuerdos, y Dios en Su bondad reemplazó el
miedo con paz.
Después de diez semanas espantosas, hubo cambios en
la guerra. El presidente del país... convocó soldados mer‐
cenarios... El ejército comenzó a retomar el país, luchan‐
do contra los guerrilleros, muchos de los cuales murieron
en la nueva ofensiva.
“¿Cómo podemos morir?”, se preguntaban a sí mismos.
¿No se les había prometido que, por medio del poder de
sus ritos de iniciación, ninguna bala podía herirlos?...
La única forma en la que los brujos podían explicar su
pérdida de poder era suponiendo que el ejército nacional
había hecho una brujería más poderosa... Este revés ha‐
bía ocurrido durante la llegada de las tropas mercenarias
blancas. No era difícil llegar a la conclusión de que los
“doctores” blancos habían logrado la [magia] necesaria
para acabar con el poder de las fuerzas guerrilleras. Y
así, los rebeldes se pusieron en contra de todos los docto‐
res blancos en su territorio con una ferocidad aterrado‐
ra. 43

Una vez más, cuando fue el objeto de una atención peligrosa


y poco grata, Dios usó a Su cuerpo —el cuerpo de Cristo—
para mostrarle a Helen Su cuidado. Las guerrillas jóvenes
habían secuestrado el camión del centro médico y obligaron
a Helen a que lo condujera.
Entre diecisiete jóvenes salvajes y armados, John y Joel
entraron a la parte trasera del camión que estos rebel‐
des me estaban obligando a conducir hasta Wamba... El
vehículo no tenía luces, ni motor de arranque, ni parabri‐
sas. Jugueteando nerviosamente con el detonador de una
granada de mano... el adolescente “teniente” de la pandi‐
lla me había ordenado que condujera hasta el patio de
una... fábrica para buscar petróleo y aceite... Cuando me
ordenaron que saliera del camión, me quedé de pie a po‐
cos metros de distancia, sola en la oscuridad.
Allí fue cuando me di cuenta de que John y Joel estaban
conmigo. Los sentí... uno a cada lado. “Váyanse de aquí”,
les dije entre dientes. “Me van a matar. No se queden
conmigo”...
“Doctora... es por eso que estamos aquí. ¡No va a mo‐
rir sola!”.
Media hora después, cuando los rebeldes se fueron en
el camión... dejándonos solos en la lluvia... Joel... dijo:
“Me sentí como uno de los tres amigos de Daniel en el
horno de fuego. ¡Una cuarta Persona estuvo con nosot‐
ros, y Su apariencia era como la del Hijo de Dios!”. Ellos
vivieron esa experiencia conmigo solamente porque te‐
nían un amor semejante al de Cristo. ¡No estaban obliga‐
dos a estar allí! 44
Una noche de octubre de 1964, los Simbas atacaron su casa,
la destruyeron, la saquearon y la robaron. Cuando trató de
escapar, la maltrataron y la golpearon de tal modo que per‐
dió sus dientes posteriores. Con una pistola contra su cabeza
palpitante, oró que Dios simplemente la dejara morir. Cuan‐
do todos los hombres habían salido, uno se quedó, la atrapó,
la violó y la arrestó.
Ella escribió de forma emotiva sobre lo abandonada que se
sintió esa noche. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has aban‐
donado?”. La respuesta de Dios fue quitarle el miedo como si
se lo hubieran lavado —y le permitió sentir de una forma po‐
derosa Sus brazos alrededor de ella, sosteniéndola y conso‐
lándola. Sintió como si le estuviera diciendo: “Cuando te lla‐
mé a Mí, te llamé para que compartieras Mi sufrimiento
(Fil 3). No te están atacando a ti. Me están atacando a Mí.
Solo estoy usando tu cuerpo para mostrarme a Mí mismo a la
gente a tu alrededor”.
Durante las siguientes diez semanas, Helen estuvo ence‐
rrada con diferentes personas en diferentes lugares, in‐
cluyendo un convento. Una monja joven había sido violada y
sentía que había traicionado a Dios y sus promesas a Él. De‐
bido a que su experiencia era similar, Helen pudo romper la
barrera de desespero de la mujer, como nadie más hubiera
podido hacerlo.
Justo antes del rescate, los soldados rebeldes comenzaron
a llevarse a las mujeres una por una desde uno de los extre‐
mos de la gran habitación, y las traían de regreso luego de
que terminaban con ellas. El primer impulso de Helen fue
esconderse para no tener que volver a soportar esta humilla‐
ción. Luego pensó en Jesús. Él se entregó a Sí mismo como
nuestro sustituto —compartir Sus sufrimientos . Entonces
pasó al frente, para tratar de proteger a algunas de las otras
mujeres, evitando que pasaran por otro trauma del que posi‐
blemente habían escapado hasta ahora.
Tiempo después recordó esta época y escribió:

Aprendimos por qué Dios nos ha dicho que Su nombre


es YO SOY (Éx 3:14). Su gracia siempre probó ser sufi‐
ciente en el momento de necesidad, pero nunca antes
del tiempo necesario... Cuando preví el sufrimiento en
mi imaginación y pensé en lo que podrían hacer estos
crueles soldados, me estremecí de miedo... Pero cuando
llegó el momento de la acción... me llenaba de una paz y
una seguridad en cuanto a lo que debía decir y hacer
que me asombraban y con frecuencia derrotaban las
tácticas inmediatas del enemigo. 45

Más adelante, cuando regresó a Inglaterra, una mujer —des‐


conocida— le preguntó si, en medio de todos los problemas,
cierta noche de octubre tuvo algún significado especial. Fue
la noche misma que atacaron a Helen. La mujer se había
despertado con una fuerte sensación de que debía orar in‐
tensamente por Helen, de quien solo había escuchado. Ella
oró, pero no se sintió libre para detenerse hasta un momento
especial que le mencionó a Helen. Dada la diferencia entre
las zonas horarias, ese fue el mismo momento en el que He‐
len había sido inundada por la paz de Dios y se había dado
cuenta de que Él no la había abandonado.

ASÍ ESPERO ALCANZAR LA RESURRECCIÓN


DE ENTRE LOS MUERTOS
A principios de 1965, el ejército nacional rescató a Helen y a
las demás, y ella regresó a Inglaterra. Fue como si se hubie‐
ra levantado de entre los muertos. Pero recordaba a sus co‐
legas que no vivieron para regresar a sus países natales.
Pensó en Hebreos  11, y vio que estaba saliendo del Congo
“por la fe” para regresar a su familia; e igualmente muchos
amigos salieron del Congo “por la fe” para vivir inmediata‐
mente y por siempre con Cristo.
Después de estar un año en Inglaterra, no pudo quedarse
allí. En 1966 regresó al Congo (que ahora se llamaba Zaire),
donde luchaban por recuperarse de la devastación de los
Simbas. Cinco organizaciones misioneras estaban uniendo
fuerzas para crear el Centro Médico Evangélico de Niakun‐
de. Una vez más, Helen estaba en la región nororiental del
país. Su cargo era establecer el entrenamiento y la forma‐
ción médica del centro.
Después de siete años, regresó a Gran Bretaña para que‐
darse y escribió:

He vivido en el Reino Unido desde 1973 y he tratado de


presentar la necesidad urgente de los tres mil millones
de personas que están vivas hoy y que nunca han escu‐
chado de nuestro Señor Jesucristo y de la redención que
compró para ellos en el Calvario. Estas son las “poblacio‐
nes escondidas” en más de diez mil grupos étnicos alre‐
dedor del mundo. Cuando trato de presentar sus necesi‐
dades, oro fervientemente que el Espíritu Santo mueva
los corazones para que actúen. Me parece tan obvio que
los jóvenes cristianos... deben levantarse e ir ...”
¿Por qué la respuesta es tan mínima?...
¿Será que hoy en día los cristianos tenemos una com‐
prensión inadecuada de la santidad de Dios… de Su ira en
contra del pecado y de lo horroroso de una eternidad sin
Cristo? Si comprendiéramos los dos hechos —la necesi‐
dad de que se juzgue el pecado porque Dios es santo, y la
necesidad de que el cristiano sea santo para que pueda
representar a un Dios santo frente a otros— ¿no tendría‐
mos “hambre y sed de justicia” sin importar el costo, y no
verían otros a Cristo en nosotros, siendo así atraídos a
Él?
En otras palabras, si entendiéramos la enseñanza de la
Escritura sobre la necesidad de que todos los creyentes
sean santos, no tendríamos que suplicar para que surgie‐
ran más misioneros. 46

Helen Roseveare ha regresado más de una vez a sus anti‐


guos lugares favoritos en África. El video Mama Luka Comes
Home 47
[Mamá Luka regresa a casa ] registra su visita en
los años ochenta. Su antigua agencia misionera, WEC, dio un
reporte de su visita en el 2004:

La nueva sala de operaciones en Nebobongo se abrió a


mediados de noviembre con gran alegría y algarabía. Le
pusieron el nombre de Centro Quirúrgico Mamá Luka en
honor a la Dra. Helen Roseveare (del Reino Unido)
[quien realizó su primera cesárea aquí hace casi 50
años]...
El martes después de la apertura, Philip Wood y los mé‐
dicos jóvenes de Nebobongo inauguraron la nueva sala
de operaciones realizándole una cirugía a un bebé de
nueve meses que tenía labio leporino. El niño es el nieto
de Joshua, un hombre que ha trabajado por muchos años
en la imprenta de Ibambi. La operación se realizó sin in‐
convenientes y el reporte la mañana siguiente fue que el
bebé se estaba alimentando bien. 48

El trabajo continúa en Ibambi y Nebobongo. Hoy, Helen Ro‐


seveare vive en Gran Bretaña, y sigue escribiendo y dando
testimonio. 49
En 1987, recordó un encuentro con un pastor
africano que no sabía leer y otro con una mujer británica.

Una mañana en 1972, justo antes de que saliera al campo


misionero, tuve el privilegio de conocer a un africano al
lado de un camino en Uganda. Después de los saludos y
cortesías comunes, se puso de pie y me miró, y le pregun‐
té qué quería. Me respondió en suajili: “¿Eres una envia‐
da?”.
Sorprendida por su pregunta, pensé rápidamente que
esto es lo que significa la palabra misionero , y le dije:
“Sí, lo soy, pero depende, enviada por quién y para qué”.
Y me dijo: “¿Fuiste enviada por un gran Dios para contar‐
me sobre alguien llamado Jesús?”.
Confieso que me quedé sin aliento. “¿Sabes leer?”, le
pregunté.
“No”, me respondió...
Tomé... un libro sin palabras de cinco colores, que es lo
que usamos para explicar la salvación a los que no saben
leer. Y bajo el sol de la mañana, me senté junto a él y
tuve el gozo único de guiarlo al Señor Jesucristo...
Hace algunos años [en Gran Bretaña]... me encontraba
en la plataforma de la estación del tren con mi sombrilla
abierta. Una mujer... no tenía sombrilla, así que le ofrecí
compartir la mía... Pensé rápidamente: “¿Cómo puedo
comenzar una conversación con ella?”.
Al otro lado de la vía del tren había un gran póster pu‐
blicitario de cigarrillos. Le dije: “Eso me enoja... Ese pó‐
ster hace que los jóvenes quieran fumar. Fumar causa
cáncer de pulmón, y el cáncer de pulmón causa la muer‐
te”. Y justo allí en la plataforma del tren, rompió en llan‐
to.
El tren llegó... me senté junto a ella y le pregunté si po‐
día ayudar en algo. Me dijo: “Acabo de salir del hospital
de la ciudad... y me dijeron que estoy muriendo de cáncer
de pulmón porque he fumado toda la vida”. Me di cuenta
del control de Dios sobre nuestra conversación y la escu‐
ché agregar: “Y no sé a dónde iré…”.
Entonces saqué... una copia pequeña del mismo libro
sin palabras de cinco colores. Lo cierto es que sonreí de
oreja a oreja porque todo el vagón escuchó mientras le
compartía... sobre la salvación de la misma forma en que
le enseñé a un pastor analfabeta en un camino en África.
No había diferencia.
No importa si viajo 9.000 kilómetros o si solo estoy a
veinte minutos de casa... Lo que importa es si las perso‐
nas que conocemos son tan importantes para nosotros
como lo son para Dios. 50

Las circunstancias externas de la vida de Helen Roseveare


pueden ser diferentes a las de muchos de nosotros, pero sus
batallas internas eran iguales. Y, como todos sabemos, nuest‐
ras batallas internas no se quedan adentro, sino que salpican
y perjudican a la gente inocente que está cerca, usualmente
a las personas que más nos importan.
Ver las batallas de la vida de alguien más —en este caso las
de Helen Roseveare— nos puede dar cierta perspectiva para
entender más claramente nuestras propias luchas. Algo que
he visto aquí es que es poco común que nuestros valles ten‐
gan una sola causa. Podemos ver las diferentes causas de
una sequía espiritual, como se mencionó anteriormente, en
esta descripción que hace Helen de un período durante su
formación médica.

De repente, la alegría y el entusiasmo de los primeros


tres años parecían esfumarse... El trabajo comenzó a
pesarme; la infelicidad, la soledad, el miedo, la inferiori‐
dad, todo esto se intensificó. Al mismo tiempo, mi estu‐
dio de la Biblia y la oración se volvieron superficiales y
ya no me traían gozo... Seguía dando testimonio, pero
sin una fe real y sin una expectativa de ver resultados.
Mirando atrás, es fácil reconocer que era en parte por‐
que, al igual que muchos de mis compañeros estudian‐
tes de medicina, estaba sufriendo por el trabajo exce‐
sivo y el estrés causado por un programa muy intenso...
Pensaba que este agotamiento era un fracaso espiritual.
51
Sentía que había fracasado espiritualmente y, en un sentido,
era cierto. Se obligaba a sí misma a leer la Biblia y a orar, y
le parecía que no tenía sentido hablar de Cristo. Probable‐
mente se sentía como una hipócrita cuando lo hacía porque
¿quién querría el tipo de vida espiritual que ella tenía? Y,
además, esa falta de vida no venía de la nada. Estaba traba‐
jando y estudiando demasiadas horas al día, lo que significa‐
ba que no estaba durmiendo lo suficiente. Su vulnerabilidad
ante “la infelicidad, la soledad, el miedo, la inferioridad” ve‐
nía de dos partes: de su agotamiento y de su falta de energía
espiritual. Estaba mal espiritualmente porque estaba
exhausta, y estaba exhausta porque tenía una vida espiritual
pobre. En otras palabras, todo estaba conectado.
Esa es una buena enseñanza para nosotros. En cuanto po‐
damos elegir, necesitamos tomar buenas decisiones acerca
del sueño y la alimentación y otras cosas que afectan nuestra
salud, para que no estemos expuestos al pecado que perjudi‐
ca nuestro bienestar espiritual.
Y, por otra parte, tenemos que esforzarnos por mantener‐
nos bien conectados con Dios, por medio de Su Palabra y de
la oración, de modo que podamos ser capaces de ver cuando
estemos cayendo en malas actitudes y en la posibilidad de
tratar ligeramente el pecado en nuestra vida y justificarlo.
Con frecuencia, Dios usa a otras personas para traernos de
regreso cuando hemos caído en los pecados que se desarro‐
llan durante la sequía espiritual. Esto ocurrió en la vida de
Helen. Que otras personas señalen nuestras debilidades,
nuestros pecados , es algo que nos humilla. Mi inclinación es
a justificarme a mí misma, pensando que los demás simple‐
mente no conocen todos los factores que me llevan a actuar
o hablar de tal o cual manera.
En especial fue de gran ánimo para mí ver a Helen acu‐
diendo a su pastor y a sus compañeros de trabajo africanos,
y recibiendo su exhortación y corrección. Aun cuando no
queramos ser racistas ni prejuiciosos, nos cuesta creer que
alguien de otra cultura pueda entender o incluso tener el de‐
recho de amonestarnos —aunque no lo admitamos. Esto se
da especialmente cuando, como dijo Helen: “¡Yo había llega‐
do allí para ser la maestra misionera!”. 52
Es una gran bendición cuando Dios nos da corazones y
mentes que entienden que Dios tiene hijos de todos los colo‐
res, y que “todos [somos] hijos de Dios mediante la fe en
Cristo Jesús, porque todos los que han sido bautizados en
Cristo se han revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego,
esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son
uno solo en Cristo Jesús” (Gá 3:26-28).
También aprendí algo más de Helen Roseveare. Tal vez no
fue un aprendizaje , sino un recordatorio de algo que ya sa‐
bía. Cuando las cosas se estaban desmoronando en Nebo‐
bongo y Helen supo que necesitaba un cambio, ¿cómo lo ex‐
presó? Dijo: “De repente supe que tenía que salir y examinar
mi corazón, buscar el perdón y la restauración de Dios , si
es que quería continuar con mi trabajo”. 53 Cuando las cosas
están mal, tratamos de tomar un descanso y relajarnos. Pero
¿es eso lo único que hacemos? En realidad, tomar un descan‐
so será de muy poco beneficio a menos que no solo nos saque
del caos, sino que también nos lleve hacia Dios.
Tal vez el factor personal más profundo en la tensión de
Helen era la necesidad que sentía de dar lo mejor de sí y, si
era posible, de ser la mejor. Dios la llamó a África, a un lugar
donde eso no era posible. Allí le enseñó varias lecciones:
aprendió a tratar la malaria con los síntomas aún sin tener
todavía las pruebas de laboratorio prescritas, tuvo que ope‐
rar sin haberse formado como cirujana, tuvo que hacer ladri‐
llos en vez de pasar el día con pacientes.
Es probable que este sea un problema para algunos de no‐
sotros —luchar con la realidad de que Dios nos ha llamado a
hacer menos de lo que queremos hacer o menos de lo que
creemos que es lo mejor. Eso puede ocurrir en cualquier
contexto. Para mí, ha ocurrido en especial en mis años con
niños pequeños —“¿Me gradué de la universidad para estar
haciendo esto ?”. Tal vez nuestro problema es la forma en la
que nos vemos a nosotros mismos. Quizá tenemos un concep‐
to más alto de nosotros del que deberíamos tener.
Si había alguien demasiado bueno como para morir, era Je‐
sús. Si alguien debía haber hecho cosas más grandes que ca‐
minar por carreteras de tierra y hablar con personas que no
lo podían entender, era Jesús. En Filipenses  3, el pasaje que
encabeza la historia de Helen, está el siguiente versículo: “…
a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se mani‐
festó en Su resurrección, participar en Sus sufrimientos y lle‐
gar a ser semejante a Él en Su muerte” (v 10). Cuando Dios
llamó a Helen a algo inferior a lo que ella esperaba, la esta‐
ba ayudando a ser más como Cristo, en vez de ser la mejor
médica o misionera que ha existido. ¿A quién nos queremos
parecer?

En 1989, 120 jóvenes se sentaron en la sala y el comedor de


la casa de la familia Piper, ocupando casi todo el espacio dis‐
ponible. Habían aceptado nuestra invitación abierta para
todo el que pensara en la posibilidad de ir a las misiones en
un futuro.
Cuando Helen Roseveare se sentó junto a nuestra chime‐
nea y los miró, se inclinó hacia el marco de la chimenea y
tomó un capullo de rosa de tallo largo de un jarrón alto.
Mientras hablaba, rompió las espinas, las hojas, los pétalos,
la capa verde exterior del tallo —todo lo que hace que la
rosa sea una rosa. Lo único que quedó fue un tallo flexible y
recto. Las partes que quedaron en el piso no eran cosas ma‐
las. Pero, explicó, tenían que ser quitadas para uno hacer
una flecha. Dijo que eso es lo que Dios hace con nosotros.
Nos quita todo —incluso las cosas inocentes y buenas— lo
que nos impide ser las flechas que Él puede usar para Sus
propósitos en Su blanco previsto.
La vida de Helen Roseveare y la de una de mis herma‐
nas han tenido un gran impacto en mí. El llamado de Ju‐
lie a servir en África comenzó con un viaje misionero
universitario hace más de treinta años. Ha vivido en la
República Centroafricana, Kenia, Camerún, el Congo
Brazzaville y de nuevo en Camerún. Ha vivido cuatro
golpes de Estado e intentos de golpes de Estado, ha sido
evacuada dos veces con su familia y ha lidiado con el
estrés interno que queda después de estas situaciones.
A pesar de eso, siempre ha regresado, porque ya no
puede estar lejos de allí. Esta historia de Helen Rosevea‐
re en Kinshasa, la capital del Congo, está dedicada a Ju‐
lie Anderson, quien sigue en Camerún con Steve y su
hijo Luke.

Julie, escucho con gratitud cuando cantas 54


la letra de
“No yo, sino Él”, que creo que también serían las pala‐
bras de Helen Roseveare.

No yo, sino Él, reciba amor y honra;


no yo, sino Él, en mí ha de reinar;
no yo, sino Él, en todo cuanto haga;
no yo, sino Él, en todo mi pensar.

No yo, sino Él, a confortar mis penas,


no yo, sino Él, mis llantos a enjugar;
no yo, sino Él, a aligerar mis cargas,
no yo, sino Él, mi duda a disipar.

Jesús, no más diré palabra ociosa;


Jesús, no más quisiera yo pecar;
Jesús, no más me venza el orgullo;
Jesús, no más inspire el “yo” mi hablar.

No yo, sino Él, lo que me falta suple,


no yo, sino Él, da fuerza y sanidad;
Jesús a Ti, mi espíritu, alma y cuerpo,
lo rindo hoy por la eternidad.

Jesús, siempre será mi guía;


Su gloria excelsa yo veré,
Jesús, todos mis sueños cumple—
Jesús, mi todo siempre es. 55
GRACIAS...

Primero, a mi familia. A Johnny por ayudarme a mantener mi


enfoque en nuestro verdadero Centro; a Talitha por jugar y
estudiar por su cuenta mientras yo trabajaba; a Abraham y
Molly y a Benjamin y Melissa por recibir a Talitha en todas
sus visitas espontáneas.
A Heather y Elizabeth Haas y a todos los demás que fueron
hospitalarios con Talitha mientras yo escribía.
A Helen Roseveare, por permitirme contar tu historia y por
corregir mis errores con tanta gentileza.
A Alison Goldhor y George Ferris, por explicarme (y volver‐
me a explicar) el antiguo valor monetario británico. Todavía
no lo entiendo.
A Carol Steinbach, por leer y releer y por tus excelentes
sugerencias; acepté la mayoría de ellas, y las que no, tal vez
debí haberlas aceptado.
A mi grupo de escritura —especialmente a Lucille Travis y
Lois Swenson— por sus críticas realmente constructivas, ca‐
pítulo por capítulo.
A mis amigos de Crossway Books. A Lane y Ebeth Dennis,
Marvin Padgett y Geoff Dennis por animarme y ayudarme; y
a Lila Bishop y Annette LaPlaca por su atención a los deta‐
lles.
A nuestro equipo de apoyo en oración, por sus oraciones y
por las comidas, por su ayuda con las tareas de la casa y por
las demás muestras de amor.
A todos los que me animaron al preguntarme: “¿Cómo va el
libro?”.
Y, sobre todo, “dando siempre gracias a Dios el Padre por
todo, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5:20).
NOTAS DE TEXTO

Introducción: Confluencias
1. Elisabeth Elliot, Shadow of the Almighty [La sombra del Todopoderoso ] (San Fran‐
cisco: HarperSanFrancisco, 1989), 46.
2. Elizabeth Dodds, Marriage to a Difficult Man: The Uncommon Union of Jonathan
and Sarah Edwards [El matrimonio con un hombre difícil: La unión poco común de
Jonathan y Sarah Edwards ] (Laurel, Miss.: Audubon Press, 2003), 169.
3. Ver la nota al pie 279 que aparece allí.
4. Correo electrónico personal de Helen Roseveare, 25 de febrero de 2005.

1. Sarah Edwards:fiel en la rutina


1. Citado en Elizabeth Dodds, Marriage to a Difficult Man: The Uncommon Union of
Jonathan and Sarah Edwards (Laurel, Miss.: Audubon Press, 2003), 15. Al escribir
esta corta biografía de Sarah Edwards, estoy agradecida en especial por el libro de
Dodds. Conozco esta obra desde hace tanto tiempo que es posible que haya incorpo‐
rado su contenido sin hacer las referencias apropiadas. Reconozco que hay debilida‐
des en la presentación de Dodds (consulta el prólogo que escribí para la edición del
2003 de Marriage to a Difficult Man ), así que también les recomiendo a los lectores
interesados que consulten el libro de George Marsden, Jonathan Edwards: A Life
[La vida de Jonathan Edwards ] y el libro de Iain Murray, Jonathan Edwards: A New
Biography [Una nueva biografía de Jonathan Edwards ], para ver una cronología
más exacta, la interpretación teológica y para entender al hombre que influyó tanto
en la vida de Sarah y que se vio influenciado por ella.
2. Citado en Dodds, Marriage to a Difficult Man , 17.
3. Iain H. Murray, Jonathan Edwards: A New Biography (Edimburgo, Escocia: Banner
of Truth, 1987), 91.
4. Citado en ibíd., 92.
5. George M. Marsden, Jonathan Edwards: A Life (New Haven, Conn.: Yale University
Press, 2003), 110.
6. Citado en ibíd., 106.
7. Dodds, Marriage to a Difficult Man , 21. (Dodds escribía el nombre como Peter
Maastricht.)
8. Citado en ibíd., 19.
9. Citado en ibíd. (énfasis añadido).
10. Ibíd., 22.
11. Ibíd.
12. Ibíd., 25.
13. Marsden, Jonathan Edwards , 111.
14. Para más información sobre este tema, ver Mark Dever, “How Jonathan Edwards
Got Fired, and Why It’s Important for Us Today” [“Cómo despidieron a Jonathan
Edwards y por qué esto es importante para nosotros hoy”], en A God Entranced
Vision of All Things: The Legacy of Jonathan Edwards [Una visión de Dios en todas
las cosas: El legado de Jonathan Edwards ], ed. John Piper y Justin Taylor (Wheaton,
Ill.: Crossway Books, 2004), 129-144.
15. Dodds, Marriage to a Difficult Man , 57.
16. Citado en ibíd., 31.
17. Citado en ibíd., 29-30 (énfasis añadido).
18. Citado en ibíd., 28.
19. El nombre de Pierpont tenía una ortografía diferente a la del nombre de soltera de
Sarah, que era Pierrepont. La ortografía estandarizada todavía no era una práctica
común.
20. Dodds, Marriage to a Difficult Man , 31-32.
21. Ibíd., 32.
22. Citado en Marsden, Jonathan Edwards , 323.
23. Citado en Dodds, Marriage to a Difficult Man , 35-36.
24. Citado en ibíd., 37.
25. Ibíd., 44-45.
26. Citado en ibíd., 40.
27. Ibíd., 38.
28. Citado en ibíd., 50.
29. Dodds describe esta cadena de influencia en ibíd., 50-51.
30. Ibíd., 64.
31. Ola Winslow, Jonathan Edwards: 1703-1758: A Biography [Jonathan Edwards:
1703-1758: Una biografía ] (Nueva York: Macmillan, 1940), 188.
32. Dodds, Marriage to a Difficult Man , 74-75.
33. La sección que cuenta la historia de Sarah se encuentra en el Apéndice E en ibíd.
(edición del 2003), 209-216.
34. Jonathan Edwards, Some Thoughts Concerning the Present Revival in New En‐
gland [Reflexiones acerca del avivamiento actual en Nueva Inglaterra ], en The Wo‐
rks of Jonathan Edwards [Las obras de Jonathan Edwards ], ed. Edward Hickman, 2
volúmenes (1834, reimpresión, Edimburgo: Banner of Truth, 1974), 376.
35. Ibíd., 377.
36. Winslow, Jonathan Edwards , 205.
37. La actitud de Miller influencia su relato de este evento: Perry Miller, Jonathan
Edwards (Nueva York: W. Sloane Associates, 1949), 203-206.
38. Dodds, Marriage to a Difficult Man , 81. Dodds describe la experiencia de Sarah en
el capítulo 8.
39. Ibíd., 90.
40. Ibíd., 88.
41. Murray, Jonathan Edwards , 92.
42. Ibíd.
43. Edwards, Thoughts on the Revival [Reflexiones sobre el avivamiento ], 378.
44. Ibíd.
45. Ibíd.
46. “A New England Village” [“Un pueblo de Nueva Inglaterra”] Revista Harper’s New
Monthly , noviembre de 1871, http://www.rootsweb. com/~maberksh/harpers/ (con‐
sultado el 6/5/05).
47. Marsden, Jonathan Edwards , 412.
48. Ibíd., 491.
49. Ibíd.
50. Dodds, Marriage to a Difficult Man , 160.
51. Sereno E. Dwight, “Memoirs of Jonathan Edwards” [“Memorias de Jonathan Edwar‐
ds”] en Edwards, Works [Obras ], 1: clxxviii.
52. Ibíd., 1: clxxix.
53. Aaron Burr Jr. se convirtió en vicepresidente bajo la presidencia de Thomas Jeffer‐
son. Cayó en desaprobación política y personal cuando retó a Alexander Hamilton a
un duelo y lo asesinó.
54. Dodds, Marriage to a Difficult Man , 169.
55. Marsden, Jonathan Edwards , 412.

2. Lilias Trotter: fiel en la de bilidad


1. Las descripciones de Alexander e Isabella Trotter las tomé del libro de Miriam Hu‐
ffman Rockness, A Passion for the Impossible: The Life of Lilias Trotter [Pasión por
lo imposible: La vida de Lilias Trotter ] (Wheaton, Ill., Harold Shaw Publishers,
1999), capítulo 2. Al escribir este capítulo, usé esta excelente biografía como refe‐
rencia principal, la cual incluye una bibliografía útil de las obras escritas por y acer‐
ca de Lilias Trotter. Estoy extremadamente agradecida con Miriam Rockness por su
investigación, su destreza y su interés en Lilias Trotter. Ahora hay una nueva edición
disponible (Grand Rapids: Discovery House Publishers, 2003).
2. Blanche A. F. Pigott, I, Lilias Trotter [Yo, Lilias Trotter ] (Londres: Marshall, Mor‐
gan & Scott Ltd., nd), 211. (Aparentemente, este libro fue escrito en 1929; ver nota
al pie de la página 32 del libro de Pigott.) Blanche Pigott fue amiga de Lilias Trotter
por mucho tiempo. El libro consta principalmente de los escritos en los diarios y las
cartas de Trotter. Pigott describe su primera interacción, después de una de las con‐
ferencias Higher Life :
Caminamos atravesando el parque hasta el final del bosque... Había llegado a una
encrucijada en mi vida y estaba realmente confundida, ya que me había dado cuen‐
ta de que, para seguir lo que sentía era la voluntad de Dios para mí, tenía que rom‐
per lazos muy preciosos. Le conté lo que me preocupaba y le dije con gran aflic‐
ción: “¿Qué debo hacer?”. Sin dudarlo, me respondió: “Solo puedes obedecer a
Dios”.
3. Rockness, A Passion for the Impossible , 29.
4. Ibíd., 35.
5. Ibíd., 31.
6. Keswick sigue existiendo como un ministerio internacional polifacético, manteniendo
su meta original de hacer que las personas y las iglesias fortalezcan su vida espi‐
ritual. Su oficina central se encuentra en Inglaterra.
7. Pigott, I, Lilias Trotter , 5.
8. Charles Spurgeon introdujo el concepto en un sermón en 1866. Su libro solo tenía
los colores negro, rojo y blanco, que simbolizaban la necesidad de salvación que tie‐
ne el pecador, la provisión de la sangre de Cristo para la redención y la purificación
del redimido. Posteriormente, otras personas le agregaron más páginas. Nueve años
después del sermón de Spurgeon, Moody comenzó a usar el Libro sin palabras .
http://www.virtualservant.org/cef/wordlessbook/ (consultado el 13/02/05).
9. Rockness, A Passion for the Impossible , 104.
10. Pigott, 9.
11. Miriam Rockness, “Lilias Trotter: Almost Famous” [“Lilias Trotter: Casi famosa”],
Victoria , julio de 2001, 22.
12. Ibíd., 22.
13. Pigott, 4.
14. Rockness, “Almost Famous”, 22.
15. Rockness, A Passion for the Impossible , 68.
16. Pigott, 9-10.
17. Ibíd., 11.
18. Rockness, A Passion for the Impossible , 288-289.
19. Ibíd., 73.
20. Pigott, 15.
21. Rockness, A Passion for the Impossible , 75.
22. Pigott, 84.
23. Ibíd., 15.
24. Rockness, A Passion for the Impossible , 79.
25. Ibíd., 80.
26. Ibíd.
27. Ibíd., 87.
28. Pigott, 23.
29. Rockness, A Passion for the Impossible , 89.
30. Pigott, 32-33.
31. Ibíd., 21.
32. I. R. Govan Stewart, The Love That Was Stronger [El amor que fue más fuerte ]
(Londres: Lutterworth Press, 1958), 35.
33. Pigott, 136.
34. Ibíd., 153.
35. Ibíd., 43.
36. Ibíd., 65.
37. Rockness, A Passion for the Impossible , 110.
38. Ibíd., 110.
39. Pigott, 44-45.
40. Ibíd., 85.
41. Ibíd., 97.
42. Ibíd., 77-78.
43. Ibíd., 100.
44. Ibíd., 216.
45. Ibíd., 89.
46. Ibíd., 239.
47. “Lilias había preservado ‘treinta volúmenes pequeños de sus diarios’. ¿En dónde
estaban?... Mi búsqueda me llevó... a Loughborough, Inglaterra, y a la oficina de
Arab World Ministries [Ministerios para el Mundo Árabe]... Allí me asombró descu‐
brir sus archivos: un gran depósito de libros, folletos y, sobre todo, sus diarios y es‐
critos —museos en miniatura— iluminados con hermosas acuarelas y bocetos”. “Las
pinturas de Lilias, las que Ruskin apoyó con orgullo [las obras que hizo antes de lle‐
gar a Argelia], están enterradas en el salón de grabados del Ashmolean Museum en
Oxford”. Ambas son citas del libro de Miriam Rockness, “Almost Famous”, 23, 24.
48. Constance Padwick, citada en Pigott, 244.
49. Ibíd., 173 (énfasis añadido).
50. Ibíd., 226.
51. Ibíd., 13-14.
52. Lisa M. Sinclair, “The Legacy of Isabella Lilias Trotter” [“El legado de Isabella Lilias
Trotter”] International Bulletin of Missionary Research [Boletín Internacional de
Investigación Misionera ], enero de 2001, 33. Las citas son tomadas de una biogra‐
fía anterior, Constance E. Padwick, I. Lilias Trotter of Algiers [Yo, Lilias Trotter de
Argel ] (Croydon: Watson, n.d.).
53. Pigott, 103-104.
54. Relatado en Rockness, A Passion for the Impossible , 273.
55. Padwick, I, Lilias Trotter of Algiers [Yo, Lilias Trotter de Argel ], 18.
56. Pigott, 149.
57. Ibíd., 195.
58. Rockness, A Passion for the Impossible , 202.
59. Pigott, 84.

3. Gladys Aylward: fiel en la humildad


1. El relato de Fei Ch’i-hao, un cristiano en el pueblo de Fen Chou Fu, se encuentra en
http://www.fordham.edu/halsall/mod/1900Fei-boxers.html (consultado el 16/2/05).
El relato en línea lo escribió Luella Miner, Two Heroes of Cathay [Dos héroes de Ca‐
tay ] (N.Y.: Fleming H. Revell, 1907), 63-128, citado en Eva Jane Price, China Jour‐
nal [Un diario en China ], 1889-1900 (N.Y.: Charles Scribner’s Sons, 1989), 245-
247, 254-261, 268-274.
2. Gladys Aylward y Christine Hunter, The Little Woman [La pequeña mujer ] (Chica‐
go: Moody Press, 1999), 7-8.
3. Ibíd., 8.
4. La Misión al Interior de China (ahora llamada OMF International —Overseas
Missionary Fellowship [Comunidad Misionera en el Exterior]) la fundó Hudson Tay‐
lor en el 1865.
5. Phyllis Thompson, A Transparent Woman [Una mujer transparente ] (Grand Rapids,
Mich.: Zondervan Publishing House, 1971), 18.
6. Aylward y Hunter, 9.
7. Ibíd.
8. Thompson, 18.
9. Aylward y Hunter, 11.
10. Ibíd., 11-12.
11. Daily Light on the Daily Path: A Devotional Textbook for Every Day of the Year, in
the Very Words of Scripture [Luz diaria sobre el camino diario: Un texto devocional
para cada día del año, con las palabras de la Escritura ], Jonathan Bagster, ed., la
primera publicación se hizo en Nueva York, por American Tract Society, ca. 1875. El
texto original de este libro devocional clásico está disponible en línea, en
http://www.mun.ca/rels/restmov/texts/dasc/DLDP0000.HTM (consultado el
16/2/05). Cada devocional usa la Escritura para meditar en la Escritura. También
hay una versión más reciente en inglés que usa la English Standard Version (Whea‐
ton, Ill.: Crossway Books, 2002). El devocional Luz diaria se ha mencionado por más
de 100 años en las historias de muchos misioneros en todos los continentes habita‐
dos.
12. Aylward y Hunter, 12.
13. El Reino Unido adoptó su sistema monetario decimal en 1971. Las monedas de
Gladys eran del sistema antiguo. Un chelín equivalía a doce peniques antiguos.
14. Thompson, 117.
15. Ibíd.
16. Ibíd., 16.
17. Catherine Swift, Gladys Aylward (Minneapolis: Bethany House Publishers, 1989),
13-14.
18. Aylward y Hunter, 15.
19. Ibíd.
20. Relatado por Elisabeth Elliot en “Gateway to Joy” [“La puerta al gozo”], transmisión
del 22 de julio de 1999. Contó la historia de Gladys Aylward entre el 19 y el 30 de ju‐
lio de 1999, http://www.backtothebible.org/gateway/today/1697 (consultado el
23/3/05).
21. Thompson, 39.
22. Thompson, 42.
23. Aylward y Hunter, 8.
24. Ibíd., 42.
25. En 1999, una mujer que nació en 1920, ocho años después de que se prohibiera la
práctica de vendar los pies, describió el proceso.
Para seguir con la costumbre de las generaciones pasadas, me vendaron los pies
cuando tenía seis años. Tal vez los pies de una niña de seis años eran del tamaño per‐
fecto para vendarlos.
Mi abuela usó un metro de tela blanca que ella misma había tejido, la dividió en tres
tiras largas de un metro, y comenzó a vendar mis pies. Dejó por fuera el dedo gordo
y dobló el resto por debajo de la planta del pie, y luego usó las tiras para atarlo en
muchas capas... Piensa en lo delicados que eran los pies de una niña de seis años y lo
doloroso que era que los ataran tan apretados y cambiaran su forma natural... Con
el dolor en los pies, me obligaban a empujar una piedra grande que usaban para mo‐
ler. Yo caminaba y caminaba, paso a paso, muchas veces, para que se moldeara esa
forma de cono que daban las vendas y para hacer que el proceso fuera más eficaz. El
sufrimiento en realidad va más allá de lo que te puedes imaginar.
Mis hermanas y yo llorábamos cuando nos quitaban las vendas de los pies, ya que do‐
lía mucho cuando lo hacían. Pero cuando mi abuela nos los volvía a vendar, era aún
más doloroso y volvíamos a llorar.
Mis hermanas y yo soportamos el dolor y luego nos quitamos las vendas. Primero nos
quitamos las tiras largas y usamos un par de medias de tela muy apretadas. Poco a
poco, los pies comenzaron a crecer de nuevo. Cuando me casé en 1942, mis pies ya
eran jie fang jiao (pies liberados).
Yo solía observar mis pies con mucha atención. Son mucho más pequeños de lo nor‐
mal. Mido 1,7 metros, pero mis pies miden solo 22 centímetros. El dedo gordo se ve
normal, pero el resto de los dedos son muy planos y están doblados hacia la planta
del pie. Hay algunas cicatrices pequeñas entre el empeine y los dedos. Las cicatrices
quedaron de la primera vez que me vendaron los pies; los huesos de los dedos se
fracturaron y se inflamaron, y las cicatrices quedan hasta hoy. El dolor se fue hace
mucho tiempo.
(The Australian Museum, http://www.austmus.gov.au/bodyart/shaping/Footbin‐
ding.htm, consultado el 6/5/05).
26. Aylward y Hunter, 47.
27. Ibíd., 45.
28. Ibíd., 46-47.
29. Alan Burgess, The Small Woman [La mujer pequeña ] (Ann Arbor, Mich.: Servant
Books, 1985), 89. Esta es la edición que se usó como referencia en este capítulo.
Ahora hay una nueva edición disponible (Cutchogue, NY: Buccaneer Books, 1993).
30. Aylward y Hunter, 48.
31. Thompson, 49.
32. Ibíd., 109.
33. Ruth Tucker y Walter Liefeld, Daughters of the Church [Las hijas de la iglesia ]
(Grand Rapids, Mich.: Academic Books, Zondervan Publishing House, 1987), 340 —
también incluye una explicación más amplia sobre el rol y la importancia de las muje‐
res de la Biblia.
34. Aylward y Hunter, 49.
35. La historia de Ninepence, Less y Bao Bao se encuentra en Burgess, 97-105.
36. Aylward y Hunter, 1.
37. Elisabeth Elliot, “Foreword” [“Prólogo”], en Burgess, 6.
38. Burgess, 149.
39. Así recordó Jeremías 49:30 al mirar atrás a ese día. Otra razón por la que la cita es
diferente al versículo de nuestras Biblias es que estaba leyendo de una Biblia china,
algo que siguió haciendo aun después de haber regresado a Gran Bretaña. Cuando lo
leyó en público, hizo una traducción mental instantánea del chino al inglés.
40. Burgess, 224-225.
41. Ibíd., 251-252.
42. Thompson, 94.
43. Ibíd., 110.

4. Esther Ahn Kim: fiel en el sufrimiento


1. Esther Ahn Kim, If I Perish [Si perezco ] (Chicago: Moody Press, 1977), 228. Solo
presento una parte de la historia de Ahn Ei Sook, pero los animo a que lean este li‐
bro para conocer la historia completa.
2. Esther Ahn Kim fue su nombre de casada.
3. Kim, 95.
4. Ibíd., 96.
5. Ibíd., 144.
6. Ibíd., 146-147.
7. Ibíd., 14.
8. Ibíd., 15.
9. Dn 3.
10. Kim, 15-16.
11. Ibíd., 18.
12. Ibíd., 16-17.
13. Ibíd., 19.
14. Ibíd., 27-28.
15. Ibíd., 28.
16. Ibíd., 34.
17. Ibíd.
18. Ibíd., 35.
19. Ibíd., 38.
20. Ibíd., 47-48.
21. Ibíd., 50.
22. Ibíd., 53.
23. Ibíd., 54.
24. Ibíd., 57.
25. Ibíd., 58.
26. Ibíd.
27. Ibíd., 59.
28. Ibíd., 60-61.
29. Ibíd., 61.
30. Ibíd.
31. Ibíd., 60.
32. Ibíd., 167.
33. Ibíd., 65.
34. Ibíd.
35. Ibíd., 67.
36. Ibíd., 83-84.
37. Ibíd., 84.
38. Ibíd., 86.
39. Ibíd., 89.
40. Ibíd., 116-117.
41. Ibíd., 107-108.
42. Ibíd., 124-125.
43. Dn 6:22
44. Kim, 137-138.
45. Ibíd., 171-180.
46. Ibíd., 155.
47. Ibíd., 156.
48. Ibíd., 157.
49. Ibíd., 158.
50. Ibíd., 158-159.
51. Ibíd., 160.
52. Ibíd., 225.
53. Ibíd., 228-230.
54. Ibíd., 235.
55. Ibíd., 239.
56. Ibíd.
57. Ibíd., 240.
58. Ibíd.
59. Ibíd.
60. Ibíd., 257.
61. James Ellor, “Engrandecido sea Dios”.
62. Kim, 275.
63. Ibíd., 175.
64. Ibíd., 27-28.
65. Martín Lutero, “Castillo fuerte”.
66. Kim, 169.
67. Ibíd., 211-212.
68. Ibíd., 219.
69. Ibíd., 65.

5. He len Roseveare: fiel en la pérdida


1. http://www.pcusa.org/pcusa/wmd/ep/country/demreli.htm, consultado el 18/2/05.
2. http://www.timesonline.co.uk/article/0,,60-1428343_1,00.html. Obituario de Robert
Roseveare, publicado el 7/1/05. Consultado el 18/2/05.
3. Correspondencia personal de Helen Roseveare, 19 de febrero de 2005.
4. Helen Roseveare, Give Me This Mountain: An Autobiography [Dame esta montaña:
Una autobiografía ] (Londres: Inter-Varsity Fellowship, 1966), 15.
5. Una parroquia anglicana (de la Iglesia de Inglaterra) que se inclinaba fuertemente
hacia las creencias y la liturgia del catolicismo romano.
6. Roseveare, Give Me This Mountain , 14-15.
7. Ibíd., 15.
8. Ibíd., 18.
9. Ibíd., 18.
10. Ibíd., 22.
11. Ibíd., 22-23.
12. Ibíd., 29.
13. Ibíd., 30-31.
14. Ibíd., 31.
15. Ibíd., 35.
16. Ibíd., 35-36.
17. Ibíd., 36-37.
18. Ibíd., 56-57.
19. Ibíd., 60.
20. Ibíd., 10.
21. Ibíd., 64.
22. Ibíd., 65.
23. Ibíd., 76.
24. Aunque este país ha tenido diferentes nombres a lo largo de la historia, por lo gene‐
ral se le conoce simplemente como el Congo. En épocas pasadas, la región era parte
del Reino del Congo y luego pasó a llamarse el Congo. En 1895, adoptó el nombre de
Estado Libre del Congo, cuando el rey de Bélgica, actuando independientemente,
convenció a otros líderes europeos de que lo reconocieran como el rey del Congo.
Cuando el gobierno belga se tomó el poder en 1908, se convirtió en el Congo Belga.
Luego de obtener su independencia en 1960, el país adoptó el nombre del Congo. En
1971, el gobierno nacional le puso el nombre de Zaire. Luego de una rebelión inter‐
na, tomó el nombre actual en 1997: República Democrática del Congo. Una nación
vecina pero separada es la República del Congo, más conocida como Congo Bra‐
zzaville.
25. Roseveare, Give Me This Mountain , 78.
26. Helen Roseveare, Living Holiness [Santidad viva ] (Minneapolis: Bethany House Pu‐
blishers, 1986), 82-84.
27. Helen Roseveare, Living Sacrifice [Sacrificio vivo ] (Minneapolis: Bethany House
Publishers, 1979), 28.
28. Helen Roseveare, He Gave Us a Valley [Él nos dio un valle ] (Downers Grove, Ill.:
InterVarsity Press, 1976), 14-15.
29. Correspondencia personal de Helen Roseveare, 19 de febrero de 2005.
30. Roseveare, He Gave Us a Valley , 15-16.
31. Ibíd., 16-17.
32. Roseveare, Living Sacrifice , 40.
33. Ibíd., 40-41.
34. Ibíd., 71-72.
35. Ibíd., 72-74.
36. Helen Roseveare, Living Faith [Una fe viva ] (Minneapolis: Bethany House Pu‐
blishers, 1980), 44-45.
37. “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que
ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio Su
vida por mí”.
38. Estas citas son de relatos en Living Holiness , 67-68, y Living Sacrifice , 45-48.
39. Roseveare, Living Sacrifice , 98-101.
40. Roseveare, Living Holiness , 11-13.
41. Después del levantamiento a mediados de la década de 1960, todo volvió a ser como
antes. Un misionero que visitó Ibambi en el 2004 escribió sobre la vida diaria allí, en
el primer hogar de Helen. Esto era casi igual que en Nebobongo, solo a pocos kiló‐
metros de distancia. “Cada día los adolescentes tienen que sacar agua de las co‐
rrientes y reunir madera para el fuego, así como ayudar a sembrar alimentos en los
campos de sus familias. Cocinan en una estufa abierta hecha con tres piedras en el
suelo. La comida de la noche, con frecuencia la única del día, puede tardar al menos
cuatro horas para prepararse” (http://www.marpleparish.co.uk/Mission/sara‐
h0104.htm, consultado el 18/2/05).
42. Roseveare, Living Holiness , 84-86.
43. Ibíd., 71-72.
44. Ibíd., 86-87.
45. Roseveare, Living Sacrifice , 95.
46. Roseveare, Living Holiness , 32.
47. Vision Video, 1992.
48. WEC, enero de 2005, boletín informativo en línea, http://www.wec-usa.org/pra‐
yer/africa.html.
49. Otros libros de Helen Roseveare que no se mencionan en estas notas son: Living Fe‐
llowship [Comunión viva ] (Londres: Hodder and Stoughton, 1992); Doctor Among
Congo Rebels [La doctora en medio de los rebeldes del Congo ] (Londres: Lutte‐
rworth Press, 1965); Doctor Returns to Congo [La doctora regresa al Congo ] (Lon‐
dres: Lutterworth Press, 1967). Sus libros no son fáciles de encontrar. Algunos están
disponibles gracias a su antigua agencia misionera: WEC International, P.O. Box
1707, 709 Pennsylvania Ave., Ft. Washington, PA 19034-8707, 888-646-6202;
http://www.wec-int.org/.
50. http://www.urbana.org/_articles.cfm?RecordId=534 (consultado el 18/2/05).
51. Roseveare, Give Me This Mountain , 56-57.
52. Roseveare, Living Sacrifice , 48.
53. Roseveare, Living Holiness , 67 (énfasis añadido).
54. Julie Anderson, In His Grip [Bajo Su control ], CD producido privadamente (2002),
julie_anderson@sil.org. .
55. A. B. Simpson, “No yo, sino Él”.

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