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«Mi confianza en la Palabra de Dios es más grande, mi sumisión a la Palabra de Dios

es más profunda y mi amor por la Palabra de Dios es más dulce, como resultado de
haber leído este libro. Por esas razones, lo recomiendo con todas mis fuerzas».
David Platt, Pastor principal, The Church at Brook Hills, Birmingham, Alabama; autor
de Radical: Volvamos a las raíces de la fe

«Este pequeño libro es una introducción altamente recomendable a la enseñanza de


la Escritura sobre sí misma, que preserva los contornos de una doctrina responsable
e informada, sin empantanarse en detalles arcanos. Compre un buen número de
volúmenes y entregue copias a los ancianos, diáconos, maestros de escuela
dominical y a cualquier otro en la iglesia que quiera comprender un poco mejor qué
es la Biblia. La mala doctrina surge, en parte, de la ignorancia. Bienaventurados son
aquellos maestros y predicadores de la iglesia quienes, como el autor de este libro,
combaten la ignorancia difundiendo teología madura en un estilo lúcido, que evita
que se genere una indigestión teológica».
D. A. Carson, Profesor de Investigación del Nuevo Testamento, de la Trinity
Evangelical Divinity School

«Una de mis oraciones para mis próximos veinte años de ministerio, si el Señor me
concede eso, es que podamos ver crecer el nivel de alfabetización bíblica
exponencialmente. Para que suceda eso, debemos aprender qué son las Escrituras y
qué tan firmemente podemos descansar en ellas. Kevin DeYoung responde bien a
esta necesidad en Confía en su Palabra. Que el Dios de la Palabra sea conocido y
apreciado significativamente debido a este pequeño libro».
Matt Chandler, Pastor principal, The Village Church, Dallas, Texas; Presidente, Acts
29 Church Planting Network

«Este es un estudio brillante, sucinto, y a la vez profundo, de la autoridad y


suficiencia de la Escritura, basado en lo que la Escritura dice sobre sí misma. La
claridad y la pasión son las marcas distintivas del libro de Kevin DeYoung, y puede
ser su obra más importante y refinada hasta el momento».
John MacArthur, Pastor, Grace Community Church, Sun Valley, California

«Si está buscando una doctrina de la Escritura expresada de forma clara y simple,
aquí está. Kevin DeYoung ha logrado su meta de comunicar lo que la Biblia dice
sobre sí misma. Él lo ha hecho con las cualidades que hemos podido anticipar:
eficiencia, cuidado pastoral, agudeza y rigor. Sobre todo, ha permitido que la Palabra
hable por sí misma».
Kathleen B. Nielson, Directora de Women’s Initiatives, The Gospel Coalition
Libros de Kevin DeYoung publicados por Portavoz

Confía en su Palabra: Por qué la Biblia es necesaria y suficiente y lo


que eso significa para ti y para mí
Súper ocupados: Un libro (misericordiosamente) pequeño sobre un
problema (sumamente) grande
A los santos que están en East Lansing, por escuchar una
década de sermones y siempre confiar en la Palabra de Dios
Contenido

Cubierta
Portada
Elogios
Libros de Kevin DeYoung publicados por Portavoz
Dedicatoria
1. Creer, sentir, hacer
2. Algo más seguro
3. La Palabra de Dios es suficiente
4. La Palabra de Dios es clara
5. La Palabra de Dios es final
6. La Palabra de Dios es necesaria
7. La Biblia inquebrantable de Cristo
8. Persiste en las Escrituras
Recursos recomendados
Créditos
1

Creer, sentir, hacer


Mi alma ha guardado tus testimonios, y los he amado en gran manera.
Salmos 119:167

Este libro comienza de una forma sorprendente: un poema de amor.


No te preocupes, no es mío. Tampoco es de mi esposa. No
proviene de una tarjeta, una película o de la última balada de rock.
No es un poema nuevo o un poema breve. Pero, definitivamente, es
un poema de amor. Pudiste haberlo leído antes. Incluso pudiste
haberlo cantado. Es el capítulo más largo, en el libro más largo, en
la mitad más larga de una muy larga colección de libros. De 1.189
capítulos diseminados a lo largo de 66 libros, escritos en el curso de
dos milenios, el Salmo 119 es el más largo.[1]
Y por una buena razón.
Este salmo en particular es un acróstico. Hay 8 versículos por
cada estrofa y, dentro de cada estrofa, cada versículo comienza con
la misma letra del alfabeto hebreo. Por lo tanto, los versículos 1-8
comienzan con la letra alef, los versículos 9-16 con bet, los
versículos 17-24 con gimel, y así sigue durante 22 estrofas y 176
versículos, todos ellos exultantes en su amor por la Palabra de Dios.
En 169 de esos versículos, el salmista hace alguna referencia a la
Palabra de Dios: ley, testimonios, preceptos, estatutos,
mandamientos, reglas y promesas, y Palabra. Este lenguaje
aparece en casi cada versículo y, a menudo, más de una vez en el
mismo versículo. Los términos tienen diferentes matices de
significado (p. ej.: lo que Dios quiere, lo que Dios señala, lo que Dios
manda o lo que Dios ha dicho), pero todos se centran en la misma
idea principal: la revelación de Dios en palabras.
Seguramente es significativo que este intrincado, finamente
elaborado y resuelto poema de amor —el más largo de la Biblia—
no es acerca del matrimonio, de los hijos o de comida, bebida,
montañas, atardeceres, ríos u océanos, sino acerca de la Biblia
misma.
La pasión del poeta
Imagino que muchos de nosotros hemos intentado escribir poesía
en el pasado. Ya sabes, me refiero a antes de tener hijos, antes de
estar comprometidos o, si eres muy joven, antes del último
semestre. En mis tiempos, yo también escribí algunos poemas,
pero, aunque hubiéramos sido los mejores amigos en aquellos días,
no te los hubiera mostrado. No es que esté avergonzado por el tema
—escribir para y acerca de mi hermosa novia—, pero dudo que el
estilo sea algo de lo cual estar orgulloso. Para la mayoría de
nosotros escribir un poema de amor es como hacer galletas con-
germen de trigo: es lo más sano y natural, pero esas galletas no son
muy deliciosas.
Algunos poemas de amor son sorprendentes, como el soneto 116
de Shakespeare: «Deja que el enlace de dos almas fieles no admita
impedimentos. No es amor el amor que cambia cuando cambio
encuentra…». Hermoso. Brillante. Impresionante.
Otros poemas, no tanto. Como este poema que encontré en
Internet, hecho por un hombre que estaba reviviendo el genio
romántico de su adolescencia:
¡Mira! Hay una vaca solitaria
¡Heno! ¡Vaca!
Si yo fuera una vaca, sería como esta.
Si el amor es el océano, yo soy el Titanic.
Nena, quemé mi mano sobre
la sartén de nuestro amor,
pero aun así se siente mejor
que la goma de mascar que nos mantiene unidos
y sobre la cual me paré.
Las palabras fallan, ¿no es verdad? Tanto para comentar el
poema como en el poema mismo. Aun así, esta pieza de arte con
bovinos y goma de mascar es más sutil e imaginativa que esta otra
titulada «La cartera del amor»:
Muchacha, me haces
Cepillar mis dientes
Peinar mi cabello
Usar desodorante
Llamarte
Eres tan genial.
Supongo que este poema puede captar un momento de auténtico
sacrificio para nuestro héroe de la escuela secundaria. Pero, sea
cual fuera la sinceridad de su intención, es una poesía
sorprendentemente mala. La mayoría de los poemas escritos
cuando somos jóvenes y estamos enamorados, en retrospectiva,
nos hacen sentir… ¿cómo podríamos decirlo?... un poco incómodos.
Esto se debe, en parte, a que pocos adolescentes son
instintivamente buenos poetas. La buena poesía entre adolescentes
es más o menos tan habitual como gatos instintivamente amistosos.
Pero la otra razón por la que nuestros viejos poemas de amor
pueden ser tan penosos de leer es que nos sentimos incómodos con
su pasión exuberante y su alabanza extravagante. Pensamos: «¡Ay!
Suena como alguien de 19 años enamorado. No puedo creer que
haya sido tan exagerado. ¡Esto sí que es ser melodramático!».
Puede ser embarazoso reencontrarse con nuestro ilimitado
entusiasmo y desenfrenada ternura anterior, especialmente si la
relación a la que alabamos nunca funcionó o si el amor, desde
entonces, se ha enfriado.
Me pregunto si, cuando leemos un poema como el Salmo 119,
sentimos un poco de la misma turbación. Es decir, miremos los
versículos 129-136, por ejemplo:
Maravillosos son tus testimonios;
por tanto, los ha guardado mi alma.
La exposición de tus palabras alumbra;
hace entender a los simples.
Mi boca abrí y suspiré,
porque deseaba tus mandamientos.
Mírame, y ten misericordia de mí,
como acostumbras con los que aman tu nombre.
Ordena mis pasos con tu palabra,
y ninguna iniquidad se enseñoree de mí.
Líbrame de la violencia de los hombres,
y guardaré tus mandamientos.
Haz que tu rostro resplandezca sobre tu siervo,
y enséñame tus estatutos.
Ríos de agua descendieron de mis ojos,
porque no guardaban tu ley.
Este fragmento es bastante emocional: suspirar, desear, llorar ríos
de agua. Si somos honestos, esto suena como a poesía de amor de
escuela secundaria, y… ¡con esteroides! Es apasionada y sincera,
pero poco realista, un poco demasiado dramática para la vida real.
En realidad, ¿quién siente algo así sobre mandamientos y
estatutos?
Terminar en el punto de partida
Puedo pensar en tres diferentes reacciones a la larga y repetitiva
pasión por la Palabra de Dios en Salmos 119.
La primera reacción es: «Sí… claro». Esta es la actitud del
escéptico, del burlón y del cínico. Estos piensan: «Es lindo que la
gente de antaño tuviera tanto respeto por las leyes y las palabras de
Dios, pero no podemos tomar esas cosas demasiado en serio.
Sabemos que los seres humanos a menudo ponen palabras en la
boca de Dios para sus propios propósitos. Sabemos, también, que
toda palabra “divina” está mezclada con pensamiento, redacción e
interpretación humanos. La Biblia, tal como la tenemos, es
inspiradora en partes, pero también es anticuada, indescifrable a
veces y, francamente, incorrecta en muchos lugares».
La segunda reacción es: «Oh… hum…». Esta persona no tiene
ningún problema particular con honrar la Palabra de Dios o creer en
la Biblia. En teoría, tiene un alto concepto de las Escrituras. Pero, en
la práctica, la encuentra tediosa y usualmente irrelevante. Aunque lo
piensa, nunca lo diría en voz alta: «El Salmo 119 es demasiado
largo. Es aburrido. Es el peor día en mi plan de lectura de la Biblia.
La cosa no termina nunca y siempre dice lo mismo. Me gusta más el
Salmo 23».
Si la primera reacción es «Sí… claro» y la segunda reacción es
«Oh… hum…», la tercera reacción posible es: «¡Sí! ¡Así es!». Esto
es lo que proclama una persona cuando todo en el Salmo 119 suena
a verdad en su cabeza y resuena en su corazón, cuando el salmista
captura perfectamente las pasiones, los afectos y las acciones del
lector (o, al menos, lo que este desea que sean). Esto sucede
cuando la persona piensa: «Me encanta este salmo porque le da
voz a la canción en mi alma».
El propósito de este libro es que abracemos esta tercera
respuesta de manera total, sincera y consistente. Yo deseo que todo
lo que hay en el Salmo 119 sea una expresión de todo lo que hay en
nuestra cabeza y nuestro corazón. En efecto, comienzo este libro
con la conclusión. El Salmo 119 es la meta. Quiero convencerte (y
asegurarme de estar yo mismo también convencido) de que la Biblia
no se equivoca, no puede ser revocada, puede ser comprendida y
es la palabra más importante en tu vida, la cosa más relevante que
puedes leer cada día. Solo cuando estemos convencidos de todo
esto podremos dar un «¡Sí! ¡Así es!» con todas nuestras fuerzas,
cada vez que leamos el capítulo más largo de la Biblia.
Piensa en este primer capítulo como una aplicación y los restantes
siete capítulos de este libro como los componentes necesarios a fin
de que las conclusiones del Salmo 119 estén garantizadas. O, si
pudiera usar una metáfora inolvidable, piensa en los capítulos 2 al 8
como siete frascos vertidos en un caldero hirviente y este capítulo
como el resultado catalítico. El Salmo 119 nos muestra qué creer
sobre la Palabra de Dios, qué sentir de la Palabra de Dios, y qué
hacer con la Palabra de Dios. Esta es la aplicación. Esta es la
reacción química producida en el pueblo de Dios cuando vertemos
en nuestra mente y corazón la suficiencia, la autoridad y la claridad
de la Escritura, y todo lo demás que encontraremos en los restantes
siete capítulos. El Salmo 119 es la explosión de alabanza hecha
realidad por una doctrina ortodoxa y evangélica de la Escritura.
Cuando abrazamos todo lo que la Biblia dice sobre sí misma,
entonces, y solo entonces, creeremos lo que debemos creer sobre
la Palabra de Dios, sentiremos lo que debemos sentir y haremos lo
que debemos hacer con ella.
¿Qué debo creer sobre la Palabra de Dios?
En el Salmo 119 vemos, al menos, tres características esenciales e
irreductibles que debemos creer sobre la Palabra de Dios.
Primera, la Palabra de Dios dice lo que es verdadero. Como el
salmista, nosotros podemos confiar en la Palabra (v. 42), y conocer
lo que es totalmente verdadero (v. 142). No podemos confiar en todo
lo que leemos en Internet; ni confiar en todo lo que oímos de
nuestros profesores. Ciertamente, no podemos confiar en todos los
hechos presentados por los políticos. Incluso, ¡no podemos confiar
en los verificadores de hechos que verifican esos hechos! Las
estadísticas pueden ser manipuladas. Las fotografías pueden ser
falsificadas. Las portadas de las revistas pueden ser retocadas.
Nuestros maestros, nuestros amigos, nuestra ciencia, nuestros
estudios, incluso nuestros propios ojos pueden engañarnos. Pero la
Palabra de Dios es completamente verdadera y siempre verdadera:
• La Palabra de Dios permanece para siempre en los cielos (v.
89); no cambia.
• Su perfección no tiene límites (v. 96); no contiene nada
corrupto.
• Todo juicio de la justicia de Dios es eterno (v. 160); nunca
envejece ni se desgasta.
Si alguna vez piensas: «Necesito saber qué es cierto acerca de mí,
la gente, el mundo, el futuro, el pasado, la buena vida y sobre Dios»,
acude a la Palabra de Dios, que solo enseña lo verdadero:
«Santifícalos en tu verdad», dijo Jesús, «tu palabra es verdad» (Jn.
17:17).
Segunda, la Palabra de Dios demanda lo que es correcto. El
salmista reconoce de buena gana el derecho de Dios para decretar
mandamientos, y humildemente acepta que todos esos
mandamientos son justos. Dice: «Conozco, oh Jehová, que tus
juicios son justos» (Sal. 119:75). Todos los mandamientos de Dios
son verdad (v. 86). Todos sus mandamientos son rectos (v. 128). A
veces escucho a cristianos admitir que no les gusta lo que dice la
Biblia, pero dado que es la Biblia tienen que obedecerla. Por un
lado, esto es un ejemplo admirable de someterse a la Palabra de
Dios. Sin embargo, debemos dar un paso más y aprender a ver la
bondad y justicia en todo lo que Dios manda. Debemos amar lo que
Dios ama y deleitarnos en todo lo que Él dice. Dios no establece
reglas arbitrarias. Él no da órdenes para que nos sintamos limitados
y miserables. Él nunca requiere lo que es impuro, insensato o sin
amor. Sus demandas son siempre nobles, justas y correctas.
Tercera, la Palabra de Dios provee lo que es bueno. De acuerdo
con el Salmo 119, la Palabra de Dios es el camino a la felicidad (vv.
1-2), el camino para evitar la vergüenza (v. 6), el camino de la
seguridad (v. 9), y el camino al buen consejo (v. 24). La Palabra nos
da fortaleza (v. 28) y esperanza (v. 43). La Palabra provee sabiduría
(vv. 98-100, 130) y nos muestra el camino que debemos andar (v.
105). La revelación verbal de Dios, ya sea en forma oral de historia
redentora o en los documentos del pacto en la historia redentora
(esto es, la Biblia), es infaliblemente perfecta. Como pueblo de Dios,
creemos que podemos confiar que la Palabra de Dios habla la
verdad en cada aspecto, manda lo que es verdadero y nos provee
de lo que es bueno.
¿Qué debo sentir sobre la Palabra de Dios?
Con demasiada frecuencia, los cristianos reflexionamos solo en lo
que debemos creer sobre la Palabra de Dios. Pero el Salmo 119 no
nos permite detenernos ahí. Este poema de amor nos fuerza a
considerar qué es lo que sentimos sobre la Palabra de Dios. El
salmista tiene tres afectos fundamentales sobre la Palabra de Dios.
Primero, él se deleita en ella. Testimonios, mandamientos, ley…
se deleita en todos ellos (vv. 14, 24, 47, 70, 77, 143, 174). El
salmista no puede evitar hablar de la Palabra de Dios en un
lenguaje profundamente emotivo. Las palabras de la Escritura son
dulces como la miel (v. 103), son el gozo de su corazón (v. 111), y
son maravillosas (v. 129). «Mi alma ha guardado tus testimonios»,
escribe el salmista, «y los he amado en gran manera» (v. 167).
Sin embargo, algunos dicen: «Nunca amaré la Palabra de Dios de
esta manera. No soy un intelectual. No escucho predicaciones todo
el día. No leo todo el tiempo. No soy el tipo de persona que se
deleita en las palabras». Eso puede ser verdad como regla general,
pero apuesto a que a veces te apasionas con palabras escritas
sobre un papel. Todos prestamos atención cuando las palabras que
escuchamos o leemos representan un claro beneficio para nosotros,
como un testamento o una carta de aceptación. Podemos leer
cuidadosamente cuando el texto nos advierte sobre un gran peligro,
como las instrucciones sobre un panel eléctrico. Nos deleitamos
cuando leemos historias sobre nosotros y sobre aquellos a quienes
amamos. Nos encanta leer historias sobre la grandeza, la belleza y
el poder. ¿Pudiste notar que lo que acabo de hacer es describir la
Biblia? Es un libro con grandes beneficios para nosotros, así como
serias advertencias. La Biblia es un libro sobre nosotros y sobre
aquellos a quienes amamos. Y, sobre todo, es un libro que nos
coloca cara a cara frente a Uno que posee toda la grandeza, la
belleza y el poder. Sin lugar a dudas, la Biblia puede parecer
aburrida a veces pero, tomada como un todo, es la más grande
historia jamás contada, y los que mejor la conocen usualmente son
aquellos que más se deleitan en ella.
Vez tras vez, el salmista profesa su gran amor por los
mandamientos y testimonios de Dios (vv. 48, 97, 119, 127, 140). El
otro lado de este amor es la ira que experimenta cuando la Palabra
de Dios no es nuestro deleite. Una candente indignación se apodera
de él debido a los inicuos que dejan la ley de Dios (v. 53). El celo lo
consume cuando sus enemigos se olvidan de las palabras de Dios
(v. 139). El salmista contempla al incrédulo y al desobediente con
disgusto (v. 158). El lenguaje nos puede sonar áspero, pero es una
indicación de qué poco valoramos la Palabra de Dios. ¿Cómo te
sientes cuando alguien no puede ver la belleza que tú ves en tu
cónyuge o cuando la gente no ve lo que hace que tu hijo con
necesidades especiales sea tan especial? Todos nos indignamos
justamente cuando alguien tiene en baja estima lo que nosotros
sabemos que es precioso. El deleite extremo en alguien o algo
naturalmente lleva al disgusto extremo cuando otros consideran que
esa persona o cosa no es digna de su deleite. Nadie que realmente
se deleita en la Palabra de Dios permanecerá indiferente ante la
desconsideración de ella.
Segundo, él la desea. Cuento al menos seis veces donde el
salmista expresa su anhelo de guardar los mandamientos de Dios
(vv. 5, 10, 17, 20, 40, 131). Cuento al menos catorce veces donde
expresa un deseo de conocer y comprender la Palabra de Dios (vv.
18, 19, 27, 29, 33, 34, 35, 64, 66, 73, 124, 125, 135, 169). Algo
cierto en todos nosotros es que nuestras vidas son animadas por el
deseo. Es lo que literalmente nos levanta cada mañana. El deseo es
aquello con lo cual soñamos, por lo cual oramos y en lo que
pensamos cada vez que tenemos la libertad de pensar en lo que
queremos. La mayoría de nosotros tenemos fuertes deseos
relacionados con el matrimonio, los hijos, los nietos, el trabajo, las
promociones, las casas, las vacaciones, la venganza, el
reconocimiento, y así sucesivamente. Algunos deseos son buenos,
otros son malos. Pero en ese revoltijo de anhelos y pasiones,
considera: ¿cuán fuerte es tu deseo de conocer, comprender y
guardar la Palabra de Dios? El salmista desea tanto la Palabra de
Dios que considera al sufrimiento como una bendición en su vida si
lo ayuda a convertirse en más obediente a los mandamientos de
Dios (vv. 67-68, 71).
Tercero, él depende de ella. El salmista es constantemente
consciente de su necesidad de la Palabra de Dios. «Me he apegado
a tus testimonios; oh Jehová, no me avergüences» (v. 31). También
está desesperado por obtener el consuelo hallado en las promesas
y normas divinas (v. 50, 52). Hay muchas cosas que queremos en la
vida, pero solo unas pocas que necesitamos realmente. La Palabra
de Dios es una de ellas. En los tiempos de Amós, el castigo más
severo que cayó sobre el pueblo de Israel fue el «hambre… de oír la
palabra de Dios» (Am. 8:11). No hay mayor desgracia que el silencio
de Dios. No podemos conocer la verdad, conocernos a nosotros
mismos, conocer los caminos de Dios o conocer salvíficamente a
Dios mismo, a menos que Él nos hable. Todo cristiano verdadero
debe sentir en su interior una completa dependencia en la
autorrevelación de Dios en las Escrituras. No solo de pan vivirá el
hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová (Dt. 8:3; Mt.
4:4).
Lo que creemos y sentimos respecto a la Palabra de Dios es
absolutamente crucial, aunque no sea más que por el hecho de que
refleja lo que creemos y sentimos acerca de Jesús. Como veremos,
Jesús creyó inequívocamente en todo lo que estaba escrito en las
Escrituras. Si vamos a ser sus discípulos, debemos creer lo mismo
que Él. Igual de importante es que el Nuevo Testamento enseña que
Jesús es la Palabra hecha carne, que significa (entre otras cosas)
que todos los atributos de la revelación verbal de Dios (verdad,
justicia, poder, veracidad, sabiduría, omnisciencia) se encuentran en
la persona de Cristo. Todo lo que el salmista creía y sentía sobre las
palabras de Dios es todo lo que nosotros debemos sentir y creer
sobre la Palabra de Dios encarnada. Nuestro deseo, deleite y
dependencia en las palabras de la Escritura no crecen
independientes de nuestro deseo, deleite y dependencia en
Jesucristo. Los dos deben siempre crecer juntos. Los cristianos más
maduros se emocionan al oír cada poema de amor que hable de la
Palabra hecha carne y cada poema de amor que celebre las
palabras de Dios.
¿Qué debo hacer con la Palabra de Dios?
El objetivo de este libro es llevarnos a creer lo que debemos creer
acerca de la Biblia, sentir lo que debemos sentir acerca de la Biblia y
hacer lo que debemos hacer con la Biblia. Dado todo lo que hemos
visto sobre la fe del salmista en la Palabra y su pasión por ella, no
es sorprendente que el Salmo 119 esté colmado con verbos de
acción que ilustran los usos de la Palabra impulsados por el Espíritu:
• cantamos la Palabra (v. 172, nvi)
• hablamos la Palabra (vv. 13, 46, 79)
• estudiamos la Palabra (vv. 15, 48, 97, 148)
• guardamos la Palabra (vv. 11, 93, 141)
• obedecemos la Palabra (vv. 8, 44, 57, 129, 145, 146, 167,
168)
• alabamos a Dios por la Palabra (vv. 7, 62, 164, 171)
• oramos que Dios actúe de acuerdo a su Palabra (vv. 58, 121-
123, 147, 149-152, 153-160)
Estas acciones no son un sustituto para la fe y el afecto
apropiados, pero son los mejores indicadores de lo que realmente
creemos y sentimos sobre la Palabra. Cantar, hablar, estudiar,
guardar, obedecer, alabar y orar, así es como los hombres y las
mujeres de Dios manejan las Escrituras. Ahora, no entres en pánico
si parece que fracasas en creer, sentir y hacer. Recuerda, el Salmo
119 es un poema de amor, no una lista de verificación. La razón por
la cual empezamos con el Salmo 119 es que es ahí donde
queremos terminar. Esta es la respuesta espiritual que el Espíritu
debe producir en nosotros cuando nos aferramos completamente a
todo lo que la Biblia enseña sobre sí misma. Mi esperanza y oración
es que, en alguna pequeña medida, el resto de este libro te ayudará
a decir «sí» a lo que el salmista cree, «sí» a lo que él siente, y «sí»
a todo lo que él hace con la santa y preciosa Palabra de Dios.
Algunas aclaraciones finales
Antes de sumergirnos en el resto del libro, puede serte útil conocer
qué tipo de libro estás leyendo. Aunque espero que este libro te
motive a leer la Biblia, este no es un libro sobre el estudio bíblico
personal o los principios de interpretación. Ni estoy intentando una
defensa apologética de las Escrituras, aunque espero que confíes
más en la Biblia por haber leído estos ocho capítulos. Este no es un
libro exhaustivo que cubre todo el territorio filosófico, teológico y
metodológico que puedas encontrar en un enorme manual de varios
volúmenes. Este no es un libro académico con muchas notas al pie.
Tampoco es un libro para «tomar notas», donde menciono nombres
y cito «capítulos y versículos» para errores actuales. Ni es un
trabajo revolucionario en teología exegética, bíblica, histórica o
sistemática.
«Entonces, ¿este libro qué es?» dirás, preguntándote cómo hiciste
para elegir este volumen del que no sabes nada.
Este es un libro que desentraña lo que la Biblia dice sobre sí
misma. Mi meta es ser sencillo, ordenado, directo y manifiestamente
bíblico. No tengo otras pretensiones que ofrecer una doctrina de la
Escritura derivada de la misma Escritura. Yo sé que esto levanta
preguntas sobre el canon (en primer lugar, ¿cómo sabes que tienes
las Escrituras correctas?) y preguntas sobre el razonamiento circular
(¿Cómo puedes citar a la Biblia para determinar su autoridad?).
Estas son preguntas razonables, pero no tienen por qué detenernos.
Ambas preguntas tienen que ver con principios fundamentales, y
una cierta forma de circularidad es inevitable cada vez que tratamos
de defender nuestros principios fundamentales. No podemos
establecer la suprema autoridad de nuestra suprema autoridad
apelando a otra autoridad menor. Sí, la lógica es circular, pero no
más que cuando el secularista defiende la razón por la razón, o el
científico que pregona la autoridad de la ciencia basándose en la
ciencia. Esto no quiere decir que los cristianos pueden ser
irracionales e irrazonables en sus posiciones, pero sí significa que
nuestro principio fundamental no es ni la racionalidad ni la razón.
Nosotros acudimos a la Biblia para aprender sobre la Biblia, porque
para juzgarla por cualquier otro estándar sería considerar a la Biblia
menos de lo que ella misma declara ser. Como J. I. Packer escribió
hace más de cincuenta años, cuando enfrentaba retos similares:
«Solo la Escritura es competente para juzgar nuestra doctrina de la
Escritura».[2]
Hay muchos libros buenos, algunos accesibles y otros técnicos,
que explican y defienden cuidadosamente el canon y la fiabilidad de
las Escrituras. He incluido varios de ellos en el Apéndice. Si tienes
dudas sobre la manera en que los libros de la Biblia se autentican a
sí mismos o sobre la exactitud histórica de la Biblia, o sobre los
manuscritos bíblicos antiguos, desde luego te insto a que estudies
esos temas por ti mismo. Las afirmaciones del cristianismo ortodoxo
no tienen por qué evitar pruebas concretas y nada que temer de un
examen detallado de los hechos.
Pero mi convicción, corroborada por la experiencia y derivada de
la enseñanza de la misma Escritura, es que el medio más efectivo
para reforzar nuestra confianza en la Biblia es emplear tiempo en
ella. El Espíritu Santo se ha comprometido en trabajar a través de la
Palabra. Dios promete bendecir la lectura y enseñanza de su
Palabra. Las ovejas oirán la voz del Maestro hablándoles en la
Palabra (Jn. 10:27). Dicho de otro modo, la Palabra de Dios es más
que suficiente para llevar a cabo la obra de Dios en el pueblo de
Dios. No hay nada mejor para comprender y llegar a abrazar una
doctrina bíblica de la Escritura que abrir la jaula y dejar salir a la
Escritura.
Si has seguido leyendo hasta aquí, probablemente tienes algún
interés por conocer mejor la Biblia. Quizá tienes algo de trasfondo
en la Biblia o has sido guiado hasta aquí por alguien que sí lo tiene.
Tal vez llegas con escepticismo o lleno de fe, con ignorancia y con la
necesidad de ser corregido, o con conocimiento deseoso de ser
mejorado. Sea cual fuere el caso, confío en que ahora que ya sabes
qué tipo de libro es este, estarás mejor preparado para beneficiarte
de él. Y, si te beneficias con algo que lees en estas páginas, no será
porque yo he hecho alguna cosa maravillosa, sino porque estar cara
a cara con el Libro más maravilloso del mundo es una experiencia
que cambia la vida.
Que Dios nos dé oídos, porque todos necesitamos escuchar la
Palabra de Dios más de lo que Dios nos necesita para defenderla.

[1] El Salmo 119 es el capítulo más largo de la Biblia desde cualquier punto de vista (si bien debemos
recordar que la división en capítulos no es inspirada). Determinar el libro más largo de la Biblia es un poco
más complicado. Salmos es el libro más largo de la Biblia si contamos capítulos o versículos. Incluso ocupa
más páginas en nuestras Biblias en español. Pero dado que capítulos, versículos y números de páginas no
figuran en los manuscritos originales, los eruditos han propuesto otras maneras de determinar la extensión de
un libro en particular. Dependiendo del medio de cálculo, Jeremías, Génesis y Ezequiel pueden ser más
largos que Salmos.
[2] J. I. Packer, “Fundamentalism” and the Word of God (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1958), 76.
2

Algo más seguro


Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor
Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros
propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre gloria y honra, le fue
enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el
cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando
estábamos con él en el monte santo. Tenemos también la palabra profética más
segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en
lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros
corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de
interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino
que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.
2 PEDRO 1:16-21

Varios años atrás, Christianity Today publicó un artículo anónimo


titulado «My conversation with God» (Mi conversación con Dios).
Veamos cómo empezaba:
¿Todavía habla Dios? Crecí escuchando testimonios sobre esto pero, hasta octubre
de 2005, no podía decir que alguna vez me hubiera sucedido esto a mí. Soy un
profesor de Teología de mediana edad, en una universidad cristiana muy conocida.
He escrito libros que han sido premiados. Mi nombre está en la cabecera de
Christianity Today. Por años he enseñado que Dios habla, pero no podía testificarlo
personalmente. Ahora solo puedo hacerlo de forma anónima por razones que,
espero, serán claras. Un año después de escuchar la voz de Dios, todavía no puedo
hablar o pensar sobre mi conversación con Dios sin ser vencido por la emoción.[1]

El anónimo profesor siguió hablando sobre su experiencia donde


Dios sobrenaturalmente le dio el bosquejo y el título de un libro, y
luego lo guió a utilizar el dinero de la venta de este para ayudar a
que un joven fuera al seminario y se preparara para el ministerio.
Terminó el artículo diciendo cuán fortalecida había sido su fe cuando
finalmente Dios le habló personalmente.
Esta es una historia hermosa por varias razones, excepto en algo
crucial: da la impresión de que Dios no nos habla personalmente. El
artículo nos deja sintiendo que, aunque Dios nos habla a través de
las Escrituras, es un medio de comunicación inferior, menos
emocionante y menos edificante. No podemos evitar concluir
diciendo: «Sí, la Biblia es importante, pero ¡oh, qué tesoro sería si
pudiera tener la experiencia de que Dios me hablara realmente! Si
solo pudiera escuchar la segura e infalible voz de Dios».
Suena sorprendente, ¿verdad? ¿Puedes imaginarte a Dios
hablándote personalmente, y, por supuesto, con autoridad? Bien, las
buenas noticias (que el artículo parece haber omitido) son que cada
uno de nosotros podemos escuchar la voz de Dios hoy, ahora
mismo, en este mismo momento. Dios todavía habla. Y Él tiene una
Palabra para nosotros que es segura, constante e infalible.
Dos evidencias
Todo lo que dice la última oración puede ser probado por 2 Pedro
1:16-21, el pasaje que transcribimos al principio de este capítulo.
Pero, a fin de obtener esa conclusión, tenemos que comprender el
contexto de la epístola de Pedro.
La segunda carta de Pedro es una exhortación a la piedad. En los
versículos 3-11 del capítulo 1, vemos el poder de la piedad en las
grandes y preciosas promesas de Dios (vv. 3-4), el modelo para la
piedad en las virtudes que pueden ser añadidas a la fe (vv. 5-7), y la
premisa para la piedad, en nuestro llamado y elección (vv. 8-11).
Luego, en los versículos 12-15, Pedro reitera su intención de
recordar a sus lectores «esas cualidades» (esto es, las virtudes de
la piedad) antes de que él muera. La preocupación de Pedro es que
falsos maestros se deslicen dentro de la Iglesia, prometiendo
libertad y, en vez de eso, terminen llevando al pueblo a la
sensualidad y a la esclavitud espiritual (2:2, 10, 18-19). La
exhortación, por lo tanto, es a ignorar a los falsos profetas y buscar
la santidad.
Y una de las razones principales para hacer eso es la futura
venida de Cristo. Cuando llegue el día del Señor, el mundo será
destruido, nuestras obras serán expuestas y los impíos serán
juzgados (3:11-12, 14). En esta epístola, y a lo largo del Nuevo
Testamento, la segunda venida de Cristo sirve como una profunda
motivación para alejarse de la iniquidad y esforzarse por vivir una
vida recta y virtuosa. No quisiéramos ser encontrados practicando
obras impías cuando el Santo vuelva.
Ese es el argumento de Pedro. Pero los falsos maestros dudaban
que el Señor viniera otra vez en un día del Señor lleno de
cataclísmos (3:2-4); no creían en un día de juicio. En su epístola,
entonces, Pedro busca convencer a los fieles —en oposición a los
falsos maestros— que Cristo volverá otra vez a juzgar a los vivos y
a los muertos, y que esa vuelta será una visión digna de contemplar.
Para fundamentar su afirmación, Pedro ofrece dos evidencias: el
testimonio de testigos presenciales (1:16-18) y documentos
autoritativos (vv. 19-21). Esos eran los dos tipos básicos de
evidencia en el mundo antiguo y no ha cambiado mucho. Aun hoy,
uno encuentra que abogados habitualmente argumentan su caso
sometiendo documentos o llamando a testigos. Si uno quiere probar
su caso en un tribunal de justicia, necesitará el testimonio de
testigos o fuentes fidedignas. El apóstol Pedro tenía ambos
elementos.
Nosotros mismos estábamos con Él
Pedro está seguro del retorno glorioso de Cristo porque él vio a
Cristo transfigurado en gloria sobre el monte santo. Pedro, junto con
Juan y Jacobo, oyeron las palabras del Padre y fueron testigos de la
majestad del Hijo. Cualquier persona que hubiera visto lo que ellos
vieron podría haber pensado que se trataba de una alucinación o
una ilusión. Ellos estuvieron allí, en la transfiguración, y supieron,
más allá de toda duda, que a Cristo no se le puede tomar a la ligera.
El lenguaje de 2 Pedro 1:16 es importante para el argumento de
Pedro y para nuestra doctrina de la Escritura. Al narrar los eventos
de la transfiguración, Pedro deja en claro que él no sigue «fábulas
artificiosas». Algunos eruditos liberales han tratado de usar la
categoría de «fábula» para describir la Biblia, y son rápidos para
afirmar que «fábula» no es lo mismo que «falso», y entonces
argumentan que mientras que los hechos de la Escritura no siempre
son creíbles, la verdad más profunda y amplia sigue siendo creíble.-
Entonces, por ejemplo, ellos sugerirían que las plagas en el Éxodo y
el paso del Mar Rojo pueden no haber sido históricos, pero eso no
significa cuestionar el poder de Dios ni su capacidad para liberar a
los cautivos. Jesús pudo haber caminado sobre el agua, o quizá no,
pero no importa: el punto importante es que Jesucristo hará
cualquier cosa para ayudarnos, si confiamos en Él. La resurrección
de Cristo, dicen algunos liberales, no es para ser tomada
literalmente como una resurrección corporal, sino más bien como un
símbolo poderoso de que Dios puede darnos una nueva vida
espiritual y arrancar una victoria de las fauces de la derrota.
Este tipo de pensamiento aún se encuentra muy a menudo. Una
vez tuve un intercambio de blogs con un pastor liberal que
cuestionaba el nacimiento virginal. Después de varias idas y
venidas, nos dimos cuenta de que estábamos operando desde
mundos conceptualmente diferentes. «¿Me preguntas si creo yo que
el nacimiento virginal es esencial para nuestro credo como
cristianos?», escribió. «Realmente no me toca a mí decirlo, ¿no es
cierto? Como usted dice, eso ha sido confesado por siglos y, por lo
tanto, debo tomarlo seriamente y luchar de manera honesta sobre
cómo lo entiendo». El ambiguo (y funcionalmente inútil) lenguaje de
tomar el nacimiento virginal «seriamente» y «luchar» con su
comprensión, ya era frustrante. Entonces, me llegó su conclusión:
«Por mi parte, tomo la declaración “todas las cosas son posibles
para Dios” como más valiosa para mi fe que “¿Cómo será esto?
pues no conozco varón”. No digo que necesitas aceptar mi
comprensión, ni imagino que tú dirías que yo debo necesariamente
aceptar la tuya». Mi respuesta fue algo en el sentido de «sí,
sostengo que necesitas aceptar mi comprensión pues no es mi
comprensión, sino la enseñanza del Nuevo Testamento y la
afirmación de la Iglesia cristiana ortodoxa a través de los siglos».
Aparte de exhibir una lógica que se derrota a sí misma —si todas
las cosas son realmente posibles para Dios, ¿por qué ahogarse en
un nacimiento virginal milagroso?—, la comprensión liberal de la
historia es completamente contraria a la autocomprensión de la
Biblia. La palabra griega mythos siempre es usada negativamente
en el Nuevo Testamento (1 Ti. 1:4; 4:7; 2 Ti. 4:4; Tit. 1:14). El mito es
visto como algo opuesto a la verdad. «Porque llegará el tiempo»,
Pablo advierte, «en que no van a tolerar la sana doctrina, sino que,
llevados de sus propios deseos, se rodearán de maestros que les
digan las novelerías que quieren oír. Dejarán de escuchar la verdad
y se volverán a los mitos» (2 Ti. 4:3-4, nvi). Para los escritores
bíblicos, hay mito de un lado y verdad de otro, y la Biblia claramente
pertenece a este último.
Aun cuando se argumente que la definición liberal de mito no es
exactamente lo que el Nuevo Testamento está condenando cuando
critica a los «mitos», uno no puede escapar de la lógica de 2 Pedro
1:16. Al referirse a su rol como testigo, Pedro quiere que todos
conozcan que la historia de Jesús —primordialmente la
transfiguración, pero presumiblemente también el resto de la historia
del evangelio que él ha transmitido— está en la categoría de un
hecho histórico y verificable, no de impresiones o experiencias
internas o historias inventadas para fundamentar una idea. Los
griegos y los romanos tenían muchos mitos, y no se preocupaban
de que las historias fueran literalmente verdaderas. Nadie estaba
interesado en la evidencia histórica de la afirmación de que Hércules
era el hijo ilegítimo de Zeus; era un mito, una fábula, un cuento
fantástico, una historia para entretener y darle sentido al mundo. El
paganismo estaba construido sobre el poder de la mitología. Pero el
cristianismo, como la fe judía de donde este surgía, se consideraba
a sí mismo como un tipo de religión completamente diferente.
Esto no puede ser enfatizado con fuerza suficiente: desde el
principio, el cristianismo se adhirió a la historia. Las afirmaciones
más importantes del cristianismo son afirmaciones históricas y sobre
los hechos de la historia, la religión cristiana resiste o se desmorona.
Lucas siguió todas las cosas muy de cerca, las investigó
cuidadosamente y se basó en testigos directos, a fin de que Teófilo
pudiera tener «certeza» sobre la historia del Evangelio (Lc. 1:1-4).
Juan escribió sobre las maravillas que Jesús llevó a cabo, a fin de
que su audiencia aceptara los milagros, comprendiera las señales,
creyera que Jesús es el Cristo y tuviera vida en su nombre (Jn.
20:31). Los escritores de los cuatro Evangelios están ansiosos de
que sepamos que, a pesar de que algunos diseminaron rumores de
que el cuerpo de Cristo había sido robado después de la crucifixión,
la tumba estaba realmente vacía debido a que Jesús realmente
había resucitado. Si Cristo no hubiera resucitado, dice Pablo, toda la
religión cristiana sería una farsa y los que creen en ella, unos
lamentables tontos (1 Co. 15:14-19). Menospreciar la historia es vivir
en un mundo diferente al que habitaron los autores bíblicos.
Es como si Pedro dijera: «Mira, yo vi la transfiguración, y no
estaba solo. La oímos. Es decir, la vimos con nuestros propios ojos
y la escuchamos con nuestros propios oídos. No estamos
inventando esto para asustarte. No estamos transmitiendo historias
intrigantes o relatos ingeniosos. Te estamos diciendo lo que sucedió.
Vimos su gloria, y la vimos con nuestros propios ojos. Escuchamos
a Dios hablar audiblemente. Esta no fue una experiencia en
nuestros corazones o una visión en nuestras almas. Si tú hubieras
estado en el monte, habrías visto y oído las mismas cosas. Estamos
hablando de un hecho, no de una fábula».
Recuerda la idea que Pedro quiere resaltar. Este no es un libro de
texto apologético abstracto y árido. El apóstol quiere que los santos
sean santos; quiere que consideren sus vidas a la luz del regreso de
Cristo; y está tratando de convencerlos de la certeza de la Segunda
Venida. Y una manera de probar que una segunda venida de Cristo
gloriosa, terrible, sorprendente, maravillosa y temible sucederá en la
historia es que Pedro recuerde a los creyentes que él ya ha visto la
gloriosa, terrible, sorprendente, maravillosa y temible apariencia de
Cristo. Pedro vio la revelación. Él vio cómo lucía Jesús en su ropaje
divino. Pedro se dio cuenta de que Cristo era más que un carpintero,
más que un gurú tolerante, más que alguien que alienta a todos y a
todo sin ningún prejuicio. Cuando él vio a Jesús resplandecer y
deslumbrar en majestad con la nube de la gloria, él supo en ese
momento que Jesús no era alguien con quien jugar. Y, cuando Jesús
vuelva otra vez, todos nosotros nos daremos cuenta —aun cuando
fuera demasiado tarde para algunos— que el vivir impío no puede
coexistir con la gloria de Cristo. Ese es el argumento de Pedro, que
depende de la historia y de la evidencia del testimonio de un testigo
directo.
Está escrito
El argumento de Pedro sobre el regreso de Cristo también depende
de la fiabilidad de documentos autoritativos (2 P. 1:19-21). La
«palabra profética» es previa al propio relato de Pedro como testigo.
Y sea lo que fuere que Pedro, Jacobo y Juan hayan visto en el
monte, y sea lo que fuera que eso anuncie sobre la segunda venida
de Cristo y el juicio final, esas cosas solo confirmaron lo que la
palabra profética ya había dado por seguro (v. 19). No podemos
poner más confianza en nuestra Biblia de la que Pedro puso en la
suya.
Observa tres verdades que esos versículos nos enseñan sobre la
naturaleza de la Escritura.
Primera, la Escritura es la Palabra de Dios. Esta parece ser una
declaración redundante, pero la palabra «es» dice algo importante.
Algunos cristianos, influenciados por teólogos neoortodoxos como
Karl Barth, temen decir que la Biblia es la Palabra de Dios, y
prefieren decir que la Biblia contiene la Palabra de Dios o se
convierte en la Palabra de Dios, o que el evento en el que Dios nos
habla a través de la Biblia es la Palabra de Dios. El pensamiento
neoortodoxo intenta distanciar las afirmaciones de inspiración de las
palabras escritas sobre las páginas de la Escritura. Esta distinción,
sin embargo, hubiera sido extraña para el apóstol Pedro, pues todas
las nobles afirmaciones que él hace sobre la «profecía» o la
«palabra profética» son hechas con referencia a las palabras
escritas de la Escritura.
En estos versículos, Pedro usa tres términos para referirse a la
Palabra de Dios: «palabra profética» (v. 19), «profecía de la
Escritura» (v. 20) y «profecía» (v. 21). Todos estos mencionan a la
profecía de alguna manera y son usados más o menos
indistintamente. Para nuestras consideraciones es importante notar
que la palabra griega para Escritura en el versículo 20 es graphe,
que se refiere a algo que ha sido escrito. Para dicho versículo,
Pedro tiene en mente no solo las tradiciones orales o un discurso,
sino un texto escrito. La visión de Pedro de la inspiración no puede
ser limitada al discurso profético o a un evento de predicación, sino
que incluye las páginas de las Escrituras.
Y no solo están siendo consideradas las partes proféticas sobre la
Segunda Venida, sino todo el Antiguo Testamento. Así como «la ley
y los profetas» puede ser una denominación general para el Antiguo
Testamento (Mt. 7:12), la ley o los profetas pueden ser usados
separadamente. Ningún judío haría una distinción en cuanto a que
algunas partes de la Escritura eran más verdaderas que otras (2 Ti.
3:16). Todo lo que es verdad de la ley es verdad de los profetas, y
viceversa. La palabra profética es simplemente una manera para
referirse a la revelación escriturada. Como dice Calvino: «Yo
entiendo por profecía de la Escritura lo que está contenido en las
Sagradas Escrituras».[2]
Todo esto importa, porque significa que la autoridad de la Palabra
de Dios reside en el texto escrito (las palabras, las oraciones, los
párrafos) de la Escritura, no meramente en nuestra experiencia
existencial de la verdad en nuestro corazón. A algunas personas no
les gustan los textos escritos y las afirmaciones, porque implican un
significado estable e inalterable, y la gente no quiere que la verdad
sea inalterable. La gente prefiere que la inspiración sea más
subjetiva, interna y experiencial. Pero, de acuerdo con 2 Pedro 1:19-
21, la inspiración de las Sagradas Escrituras es una realidad
objetiva fuera de nosotros.
Nada de esto sugiere que una teoría evangélica de la inspiración
nos aleja de lo subjetivo, interno o experiencial. Todo lo contrario.
Debemos «estar atentos» a las Escrituras inspiradas como «a una
antorcha que alumbra en lugar oscuro» (v. 19). La Palabra de Dios
nos convence de pecado, nos muestra el camino y nos conduce de
la oscuridad a la luz. Sumerjámonos en la Escritura a fin de que el
lucero de la mañana, Cristo mismo (ver Nm. 24:17-19; Ap. 22:16),
se levante en nuestros corazones. El objetivo de la revelación no es
solo información, sino afecto, adoración y obediencia. Cristo en
nosotros será una realidad solo si bebemos profundamente de la
Biblia, que es la Palabra de Dios fuera de nosotros.
Segunda, la Palabra de Dios no es menos divina porque fuera
dada por medio de instrumentos humanos. Muchos han afirmado, y
continúan haciéndolo, que los cristianos conservadores mantienen
la teoría del dictado mecánico en cuanto a la inspiración. Los
evangélicos, se dice, creen que los escritores de la Biblia fueron
instrumentos pasivos que meramente registraron palabra por
palabra lo que les dieron desde el cielo. A pesar de la frecuencia de
esta afirmación, yo nunca he encontrado a ningún teólogo
evangélico que describa la inspiración de esta manera. Es cierto que
teólogos de hace muchos años a veces decían que las Escrituras
eran tan impecables que es como si hubieran sido dictadas. La
metáfora (que probablemente es más engañosa que útil) tenía como
objeto resaltar la perfección de la Biblia, pero no describir el proceso
real por el cual los autores de la Biblia escribieron sus textos
inspirados. Más bien, 2 Pedro 1:21 enseña, como han enfatizado los
teólogos evangélicos una y otra vez, que los hombres hablaron (y
escribieron), al tiempo que eran «llevados» por el Espíritu Santo.
La frase «operación concursiva» es usada con frecuencia para
describir el proceso de inspiración, y significa que Dios usó el
intelecto, las habilidades y la personalidad falible de hombres, para
escribir lo que era divino e infalible. En un sentido, la Biblia es un
libro tanto humano como divino, pero eso de ninguna manera
implica alguna falibilidad en las Escrituras. La autoría dual de la
Escritura no requiere imperfección así como tampoco las dos
naturalezas de Cristo requieren que nuestro Salvador haya pecado.
Como dice Calvino sobre los profetas: «[Ellos] no osaron anunciar
nada personal, y obedientemente siguieron al Espíritu como su guía,
quien gobernaba en la boca de ellos como en su propio santuario».
[3]
El verbo «siendo inspirados» en el versículo 21 es phero, que es
traducido como «traída» en el mismo versículo y como «enviada» en
los versículos 17 y 18. El término sugiere un resultado seguro, que
es enviado y asegurado por otro. Las palabras enviadas del cielo
(vv. 17-18) y las palabras de los profetas (v. 21) finalmente vinieron
desde el mismo lugar: Dios.
B. B. Warfield lo explica así:
El término usado aquí (traída/enviada) es muy específico. No debe ser confundido
con guiar, dirigir o controlar, ni siquiera con conducir en el sentido amplio de la
palabra. La palabra va más allá de esos términos al asignar el efecto producido
específicamente al agente activo. Lo que es «enviado» es aceptado por el «portador»
y transmitido por el poder del «portador» para obtener la meta del «portador», no su
propia meta. Aquí es declarado que los hombres que hablaron de parte de Dios
fueron tomados por el Espíritu Santo y guiados por su poder a la meta de su
elección. Las cosas que ellos hablaron bajo esta operación del Espíritu fueron, por lo
tanto, las cosas del Espíritu, no las de ellos. Y esa es la razón por la cual se consigna
por qué «la palabra profética» es tan segura. Aunque fue hablada mediante la
instrumentalidad de los hombres, esa palabra es, por virtud del hecho de que todos
esos hombres hablaron «inspirados por el Espíritu Santo», inmediatamente la divina
Palabra.[4]

La autoría divina de las Escrituras no descarta el uso de una


instrumentación humana activa, así como la participación humana
no significa que la Escritura es menos perfecta y divina.
Tercera, la Biblia no contiene errores. Las Escrituras no son de
interpretación privada (2 P. 1:20). Las ideas no surgieron de una
mente humana confusa. Más que eso, Pedro testifica que ninguna
profecía fue alguna vez producida por «voluntad humana» (v. 21).
Debemos acercarnos a la Biblia, enseña Calvino, con una
reverencia que solo existe «cuando estamos convencidos de que el
que nos habla es Dios y no hombres mortales».[5] Debemos creer
que las profecías son «los indubitables oráculos de Dios, porque no
son emanados de las propias sugerencias privadas de los
hombres».[6] El autor final de la Escritura, nos dice Pedro, es Dios
mismo.
Hay muchos textos que podríamos usar para mostrar que la Biblia
no tiene errores, pero veamos el argumento más simple: la Escritura
no vino de voluntad humana, sino que vino de Dios. Y, si es la
Palabra de Dios, debe ser toda verdad, pues en Él no puede haber
error o engaño.
Inerrancia significa que la Palabra de Dios siempre está por
encima de nosotros, y nosotros nunca estamos por encima de la
Palabra de Dios. Cuando rechazamos la inerrancia estamos
juzgando la Palabra de Dios. Es decir, estamos afirmando que
tenemos el derecho de determinar qué partes de la revelación de
Dios pueden ser confiables y qué partes no. Cuando negamos la
completa fiabilidad de las Escrituras —en sus afirmaciones con
respecto a la historia, sus enseñanzas sobre el mundo material, sus
milagros; en las «jotas y en las tildes» más pequeñas de todo lo que
ellas afirman—, estamos forzados a aceptar una de dos
conclusiones: las Escrituras no son todas de parte de Dios o Dios no
es siempre fiable. Hacer cualquiera de estas declaraciones es
afirmar un punto de vista subcristiano. Estas conclusiones no
expresan una sumisión apropiada al Padre, no obran para nuestro
gozo en Cristo y no brindan honor al Espíritu, que inspira a los
hombres para que hablen la palabra profética y escriban el santo
Libro de Dios.
Defender la doctrina de la inerrancia puede parecer una empresa
descabellada para algunos y una consigna divisiva para otros, pero,
en verdad, la doctrina está en el corazón de nuestra fe. Negar,
ignorar, editar, modificar, rechazar o descartar cualquier parte de la
Palabra de Dios es cometer el pecado de la incredulidad. «…sea
Dios veraz, y todo hombre mentiroso» debe ser nuestro grito de
guerra (Ro. 3:4). Hallar un lugar intermedio donde algunas cosas en
la Biblia son verdaderas y otras cosas (de acuerdo con nuestro
juicio) no lo son es una imposibilidad. Este tipo de cristianismo
transigente, aparte de hacer caso omiso a la autocomprensión de la
Biblia, no satisface el alma ni presenta a los perdidos el tipo de Dios
que necesitan conocer. ¿Cómo podemos creer en un Dios que
puede hacer lo inimaginable y perdonar nuestras ofensas,
conquistar nuestros pecados y darnos esperanza en un mundo de
oscuridad, si no podemos creer que este Dios creó el mundo de la
nada, dio a la virgen un niño y resucitó a su Hijo al tercer día? «Uno
no puede dudar de la Biblia», nos advierte J. I. Packer, «sin una
profunda pérdida, tanto de la plenitud de la verdad como de la
plenitud de la vida. Por lo tanto, si tenemos en nuestro corazón la
renovación espiritual para la sociedad, para las iglesias y para
nuestras propias vidas, ganaremos mucho de la completa fiabilidad
—esto es, inerrancia— de las Sagradas Escrituras como la inspirada
y liberadora Palabra de Dios».[7]
Nada es más seguro
La Palabra de Dios es verdadera. Las buenas nuevas de Jesucristo
han sido registradas en los hechos de la historia. Hubo un hombre
nacido de una mujer en Belén; miles de personas lo vieron y
conocieron; hizo milagros presenciados por multitudes; murió,
resucitó y se apareció ante más de quinientos testigos (1 Co. 15:6).
Todos conocían la ubicación de la tumba, estaba vacía y podía ser
examinada. Tres discípulos en particular fueron testigos
presenciales de su majestad en el monte de la transfiguración. Ellos
vieron el evento y simplemente transmitieron lo que ellos, o sus
compañeros más cercanos, habían visto.
Nosotros no seguimos mitos. No estamos interesados en historias
que presenten una linda moraleja. No nos beneficiamos
descansando en posibilidades espirituales que, sabemos, son
históricamente imposibles. Las cosas relatadas en la historia del
Evangelio sucedieron. Dios las predijo. Él las cumplió. Él inspiró el
registro escrito de todas ellas; por lo tanto, tenemos que creerlas.
Nada, en toda la Biblia, fue producido exclusivamente por voluntad
humana. Dios usó a hombres para escribir las palabras, pero esos
hombres hicieron su trabajo inspirados por el Espíritu Santo. La
Biblia es un libro completamente fiable, un libro sin errores, un libro
santo, un libro divino.
No nos perdamos la impactante afirmación de 2 Pedro 1:19.
Después de detallar minuciosamente los asombrosos eventos del
monte de la transfiguración, después de esforzarse mucho para
explicar que él fue un testigo presencial de esas cosas, después de
trabajar para mostrarnos que estaba hablando de una verdad sólida
e históricamente verificable, después de todo esto, Pedro dice que
ahora tenemos la «palabra profética más segura». La Palabra de
Dios escrita ya era verdadera, tan verdadera como puede ser; el
testimonio de Pedro solo confirmó lo que ya era seguro.
Algunos eruditos piensan que el versículo 19 debería ser traducido
«y nosotros tenemos algo más seguro». De hecho, así es como una
versión temprana de la ESV (English Standard Version) tradujo el
versículo. En ese caso, Pedro podría ser interpretado como que
estaba diciendo que la palabra profética de la Escritura era un
testimonio más seguro que su relato testimonial de la
transfiguración. Él estaría diciendo: «Si no confían en mis ojos,
confíen en la palabra profética. Las Escrituras son más fiables que
mis sentidos». Pero, aun si nos mantenemos con la traducción
actualizada para el versículo 19, el sentido de los versículos 19-21
no ha cambiado. Ya sea que la palabra profética es, para Pedro,
confirmada por lo que él vio o que es más segura de lo que él vio, su
visión de la Escritura es la misma. No hay una declaración más
autoritativa que la que hallamos en la Palabra de Dios, no hay un
suelo más firme para apoyarnos, ningún argumento «más
concluyente» que pueda ser dicho después de que la Escritura ha
hablado.
¿Hablas acerca de la Escritura de la manera en la que los
apóstoles hablaban sobre ella? Puedes tener en alta estima tus
interpretaciones de la Escritura, pero no puedes pensar
exageradamente demasiado de la interpretación que la Escritura
hace de sí misma. Puedes exagerar tu autoridad para manejar las
Escrituras, pero no puedes exagerar la autoridad de las Escrituras
para manejarte a ti. Puedes usar la Palabra de Dios para arribar a
conclusiones erróneas, pero no puedes hallar ninguna conclusión
errónea en la Palabra de Dios.
No necesitas otra revelación especial de Dios aparte de la Biblia.
Puedes oír la voz de Dios cada día. Cristo todavía habla porque el
Espíritu ya ha hablado. Si quieres oír la voz de Dios, ve al libro que
registra solo lo que Él ha dicho. Sumérgete en la Palabra de Dios, y
no podrás hallar nada más seguro.

[1] http://www.christianitytoday.com/ct/2007/march/2.44.html.
[2] Juan Calvino, Commentaries on the Catholic Epistles, trad. y ed. John Owen (Grand Rapids, MI: Baker,
1993 [1855]), 391.
[3] Ibíd.
[4] Benjamín B. Warfield, The Inspiration and Authority of the Bible (Phillipsburg, NJ: Presbyterian &
Reformed, 1948), 137. Para ser precisos, Warfield ve tres modos de revelación en la Escritura: la
manifestación externa, la sugerencia interna y la operación concursiva (83–96). Él ubica el ministerio profético
del Antiguo Testamento en la segunda categoría, considerando a los profetas como más pasivos que los
autores apostólicos del Nuevo Testamento. De todas maneras, él advierte en cuanto a presionar demasiado
las distinciones, notando que los profetas siguen usando su inteligencia al recibir la Palabra de Dios, y toda la
Escritura es descrita como «profecía» en 2 Pedro 1:19-21. Véase también la sección de «Bibliología» en la
obra de Fred G. Zaspel, Theology of B. B. Warfield: A Systematic Summary (Wheaton, IL: Crossway, 2010).
[5] Calvino, Commentaries on the Catholic Epistles, 390.
[6] Ibíd.
[7] J. I. Packer, Truth and Power: The Place of Scripture in the Christian Life (Wheaton, IL: Harold Shaw,
1996), 55.
3

La Palabra de Dios es suficiente


Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los
padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien
constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el
resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas
las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros
pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas,
hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos.
HEBREOS 1:1-4

¿Alguna vez te has preguntado si la Biblia puede realmente


ayudarte con tus problemas más profundos? ¿Has luchado para
saber qué hacer con tu vida, y deseado haber tenido alguna palabra
especial de parte del Señor? ¿Alguna vez pensaste que la
enseñanza bíblica sobre el sexo necesita ser actualizada? ¿Alguna
vez deseaste una revelación más directa y personal que la que
obtienes mediante una lectura minuciosa de toda la Biblia? ¿Alguna
vez has querido secretamente añadir algo a la Palabra de Dios, ya
sabes, para hacer las cosas más seguras? ¿Alguna vez quisiste
eliminar algo para hacer que la Biblia fuera más agradable? ¿Alguna
vez has dado por sentado que la Biblia no dice todo sobre cómo
adorar a Dios o cómo ordenar su Iglesia? ¿Alguna vez has sentido
que la Biblia no es suficiente para vivir una vida de fe en el mundo
moderno? Si puedes responder con un «sí» a cualquiera de estas
preguntas —y todos lo haremos a veces—, estás batallando con la
suficiencia de la Escritura.
La mayoría de los cristianos están familiarizados con los atributos
de Dios. En algún momento y en algún nivel hemos estudiado la
santidad de Dios, su justicia, omnisciencia, soberanía, bondad,
misericordia, amor, o cualquier otra característica que podamos
enumerar como los atributos divinos. Pero dudo que podamos
nombrar, mucho menos explicar, los atributos de la Escritura.
Tradicionalmente, los teólogos protestantes han resaltado cuatro
características esenciales de la Escritura: suficiencia, claridad,
autoridad y necesidad. Cada uno de estos atributos pretende
proteger una importante verdad sobre la Biblia:
Suficiencia: Las Escrituras contienen todo lo que necesitamos
para el conocimiento de la salvación y la vida piadosa. No
necesitamos ninguna nueva revelación desde los cielos.
Claridad: El mensaje salvífico de Jesucristo es enseñado
claramente en las Escrituras y puede ser comprendido por todo
el que tenga oídos para oírlo. No necesitamos un magisterio
oficial para decirnos qué significa la Biblia.
Autoridad: La última palabra siempre la tiene la Palabra de
Dios. Nunca debemos permitir que las enseñanzas sobre
ciencia, la experiencia humana o los concilios de iglesias
prevalezcan por sobre la Escritura.
Necesidad: La revelación general no es suficiente para
salvarnos. No podemos conocer a Dios salvíficamente mediante
la experiencia personal y la razón humana. Necesitamos que la
Palabra de Dios nos diga cómo vivir, quién es Cristo y cómo ser
salvos.
Para reacomodar el orden de los atributos, podríamos decir: la
Palabra de Dios tiene la última palabra; la Palabra de Dios es clara;
la Palabra de Dios es necesaria; la Palabra de Dios es suficiente.
Cada uno de estos atributos merece un capítulo aparte. En este
capítulo comenzaremos con la suficiencia de la Escritura.
Más que suficiente
La doctrina de la suficiencia de la Escritura —a veces llamada de la
perfección de la Escritura— significa que la «Escritura es
suficientemente clara para hacernos responsables para cumplir con
nuestras responsabilidades ante Dios».[1] Es una doctrina ética.
Elimina cualquier excusa para desobedecer. Nadie puede decir que
Dios no ha revelado lo suficiente para que seamos salvos o para
vivir una vida agradable a Dios. La Escritura nos hace competentes
y «enteramente preparado[s] para toda buena obra» (2 Ti. 3:16-17).
No necesitamos añadir nada a la Biblia para cumplir los retos
presentes, ni sacar nada de ella y así encajar en los ideales
modernos. La Palabra de Dios es perfecta y completa, y nos da todo
lo que necesitamos para conocer acerca de Cristo, la salvación y la
piedad. Como dijera Atanasio, el padre de la Iglesia: «Las sagradas
y divinamente inspiradas Escrituras son suficientes para la
exposición de la verdad».[2]
De los cuatro atributos de la Escritura, este podría ser el que los
evangélicos primero olvidan. Si la autoridad es el problema liberal, la
claridad es el problema de la posmodernidad, y la necesidad es el
problema de los ateos y agnósticos, entonces la suficiencia es el
atributo que muchos cristianos que asisten a la iglesia a menudo
dudan. Podemos decir todas las cosas correctas sobre la Biblia, y
aún leerla con frecuencia, pero si la vida se torna difícil o,
simplemente aburrida, buscamos nuevas palabras, nueva revelación
y nuevas experiencias que nos lleven más cerca de Dios. Nos
sentimos bastante aburridos sobre la descripción del Nuevo
Testamento sobre el cielo, pero fascinados por los relatos de niños
en edad escolar que afirman haberlo visitado. Desde artículos de
revistas sobre «Mi conversación con Dios» (véase el capítulo 2),
hasta los libros de más ventas donde Dios es descrito teniendo
comunicaciones especiales y privadas, podemos actuar como si la
Biblia no fuera suficiente. Pensamos que si pudiéramos tan solo
tener algo más que las Escrituras, estaríamos realmente cerca de
Jesús y podríamos conocer su amor por nosotros.
A menos que la finalidad de la redención de Cristo por nosotros
esté íntimamente ligada a la finalidad de su revelación para
nosotros.
El superior Hijo de Dios
La gran declaración de los primeros versículos de Hebreos es la
idea clave de todo el libro. Dios ha hablado por su Hijo, y su Hijo es
superior a todas las personas, seres celestiales, instituciones,
rituales y todos los previos medios de revelación y redención. Por
esa razón, los versículos 1 y 2 comienzan con una serie de
contrastes.
Eras. La edad pasada fue «en otro tiempo», pero ahora estamos
en los «postreros días». Esto no significa necesariamente que el fin
del mundo llegue pronto; significa que hemos entrado en una nueva
era, la era del Espíritu, la plenitud del tiempo en el que los grandes
actos de salvación han tenido lugar. La muerte y resurrección de
Jesús han llevado al mundo a una época diferente. No hay ningún
acto de redención que falte realizar antes que llegue el último día.
Eso nos sitúa en los últimos días.
Destinatarios. Antes, en otro tiempo, Dios habló «a los padres» —
los patriarcas, los antepasados judíos—. Pero en estos días Dios
«nos ha hablado» a nosotros. Esta es una era diferente, y Dios está
hablando a un grupo diferente de gente.
Agentes. Dios ha hablado por una «agencia» diferente. En otros
tiempos, Él habló por «los profetas», ya sea los mencionados como
profetas de antaño, que tenían una función profética como Moisés, o
los escritos proféticos (esto es, las Escrituras del Antiguo
Testamento). «Por los profetas» es como Dios ha hablado. Pero en
estos postreros días Dios ha hablado «por su Hijo». Jesucristo ha
revelado cómo es Dios, nos enseñó la voluntad de Dios y nos
mostró el camino de la salvación.
Maneras. Mucho tiempo atrás, Dios habló muchas veces
(polymeros) y de muchas maneras (polytropos). Dios habló por
visiones, sueños, voces, una zarza ardiente, una columna de fuego,
un burro y una escritura sobre una pared. Eso fue, entonces, en los
tiempos antiguos. Pero en estos postreros días Dios ha hablado de
una sola manera, por el Señor Jesucristo. El contraste implícito es
que, mientras que antes hubo muchas maneras en las que Dios
habló a su pueblo, ahora hay un solo medio de revelación: a través
de su Hijo.
Los cuatro contrastes buscan conducirnos a la misma conclusión
que está gloriosamente descrita en los versículos 2-4 de Hebreos 1,
a saber, que Cristo es el agente final y superior de la redención y la
revelación de Dios. El escritor de Hebreos, basándose en los
Salmos 2 y 110, hace siete afirmaciones con ese fin:
1. El Hijo es heredero de todo (He. 1:2b). Todo culmina en
Cristo. La obra misionera de esta era es llevar a Cristo lo
que legítimamente le corresponde a Él.
2. El Hijo es el creador de todas las cosas (v. 2c). Aunque la
segunda persona de la Trinidad no es mencionada por
nombre en el relato de la Creación, sí vemos en Génesis
que Dios creó por la acción de su divina palabra. Esta
palabra hablada puede identificarse con la Palabra que más
tarde se encarnaría.
3. El Hijo es el sustentador de todas las cosas (v. 3a). Cada
protón, cada electrón, cada componente, cada partícula y
planeta, cada estrella y galaxia es sostenido por su
poderosa palabra.
4. El Hijo es la revelación de Dios (v. 3a). Él es la manifestación
de la presencia de Dios, no meramente un reflejo de la gloria
divina sino su resplandor. Él es la imagen misma de Dios,
igual en esencia y naturaleza. Cristo nos muestra a Dios tal
como verdaderamente es.
5. El Hijo efectuó la purificación de nuestros pecados (v. 3b). Él
eliminó la mancha y la culpa del pecado, no solo como una
sombra de cosas mayores por venir (como los sacrificios
anteriores) sino como la sustancia de todo lo que había sido
prefigurado.
6. El Hijo se sentó (v. 3b). Tal como una madre se sienta al final
del día porque los niños están finalmente en la cama y la
cocina está limpia, así Cristo se sentó a la diestra de Dios
porque su obra había sido realizada. La entronización
estaba completa (Sal. 110:1) y la tarea sacerdotal fue
completada de una vez y para siempre (He. 9:25-26).
7. El Hijo, por lo tanto, fue hecho muy superior a los ángeles (v.
4). Él es superior a esos mensajeros celestiales porque la
palabra final de Dios ha sido hablada a través de Él. Nadie
vendrá después de Él. Nuestra gran salvación ha llegado —
confirmada por señales, maravillas, milagros y dones del
Espíritu— y nunca será superada (2:1-4).
Dios ha hablado por su Hijo, y este Hijo es superior a todas las
personas, seres celestiales, instituciones, rituales y anteriores
medios de revelación y redención. Esa es la idea principal de
Hebreos 1:1-4 y a lo largo del libro. Cristo es superior a los ángeles
(caps. 1—2), a Moisés (cap. 3), a Josué (cap. 4), a Aarón (cap. 5), a
Abraham (cap. 6), a Melquisedec (cap. 7), al antiguo pacto (cap. 8),
al tabernáculo (cap. 9), al sumo sacerdote (cap. 10), a los tesoros de
este mundo (cap. 11), al monte Sinaí (cap. 12), y a la ciudad que
tenemos sobre la Tierra (cap. 13). El Hijo es nuestro gran
superlativo, incomparable a todos los otros porque en Él tenemos la
plenitud y culminación de la redención, y la revelación de Dios.
La suficiencia en el Hijo y en las Escrituras
¿Qué tiene que ver todo esto con la suficiencia de la Escritura?
Miremos más detenidamente a la conclusión a la que llegamos
arriba: el Hijo es superior a todos los otros porque en Él tenemos la
plenitud y culminación de la redención y revelación de Dios.
Entendemos bastante bien el tema de la plenitud. Todo en «otro
tiempo» estaba señalando a Cristo, y todo fue completado en Cristo.
Él es el cumplimiento de siglos de predicaciones, profecías y tipos.
Esa es la parte de la plenitud en la ecuación.
También así de importante es la finalidad de la obra de Cristo.
Dios se ha hecho definitivamente conocido. Cristo de una vez y para
siempre ha pagado por nuestros pecados. Él vino a la Tierra, vivió
entre nosotros, murió en la cruz y clamó en el momento de su
muerte: «¡Consumado es!». No estamos esperando otro rey para
que gobierne sobre nosotros. No necesitamos otro profeta como
Mahoma. No puede haber otro sacerdote que expíe nuestros
pecados. La obra de la redención ha sido completada.
Y no debemos separar la redención de la revelación. Ambas están
terminadas y consumadas en el Hijo. ¿La Palabra de Dios versus la
«Palabra» de Dios? La Biblia versus Jesús. ¿Las Escrituras versus
el Hijo? Hebreos no da lugar a esas antítesis diabólicas. Es verdad
que la Biblia no es Jesús; las Escrituras no son el Hijo. Las palabras
de la Biblia y la Palabra hecha carne son distintas, pero también son
inseparables. Todo acto de redención —desde el éxodo, la vuelta
desde el exilio, la misma cruz— es también una revelación. Todos
ellos nos dicen algo sobre la naturaleza del pecado, el camino de la
salvación y el carácter de Dios. De la misma manera, el objetivo de
la revelación siempre es redimir. Las palabras de los profetas y los
apóstoles no buscan hacernos inteligentes, sino que seamos salvos.
La redención revela. La revelación redime.
Y Cristo es ambas cosas. Él es el acto definitivo y completo de
Dios de la revelación de sí mismo. Incluso las últimas enseñanzas
de los apóstoles fueron simplemente recuerdos de lo que Cristo dijo
(Jn. 14:26) y la siguiente explicación forjada por el Espíritu de todo
lo que Él era y todo lo que Él ha consumado (Jn. 16:13-15). «Nada
puede ser añadido a esta obra redentora», Frames argumenta, «y
nada puede ser añadido a la revelación de esa obra redentora».[3]
Si decimos que la revelación no está completa, debemos admitir que
algo de la obra de la redención también sigue sin terminar.
Entonces, ¿estamos diciendo que Dios ya no habla? De ninguna
manera. Pero debemos pensar cuidadosamente sobre cómo habla
en estos últimos días. Dios ahora habla por medio de su Hijo.
Considera los tres oficios de Cristo: profeta, sacerdote y rey. En un
sentido muy real, Cristo ha terminado su obra en cada uno de esos
tres oficios. Sin embargo, Él continúa trabajando mediante esa obra
consumada.
Como rey, Cristo ya está sentado sobre el trono y reina desde los
cielos, pero la inauguración de su reino no es lo mismo que su
consumación. Todavía hay enemigos que sujetar bajo sus pies (He.
2:8).
Como sacerdote, Cristo ha pagado completamente por todos
nuestros pecados con su preciosa sangre, de una vez y para
siempre, y nunca debe ser repetido nuevamente. Y, sin embargo,
esta gran salvación todavía debe ser ofrecida gratuitamente y Cristo
debe guardarnos en ella (He. 2:3).
Finalmente, como profeta, Dios decididamente ha hablado en su
Hijo. Él nos ha mostrado todo lo que necesitamos conocer, creer y
hacer. No hay nada más que decir. Sin embargo, Dios sigue
hablando mediante lo que Él ya ha dicho. «La Palabra de Dios es
viva y eficaz» (He. 4:12); y, cuando las Escrituras son leídas, el
Espíritu Santo todavía habla (3:7).
Por lo tanto, sí, Dios todavía habla. Él no está en silencio. Él se
comunica personal y directamente con nosotros, pero este discurso
continuo no es una revelación continua. «El Espíritu Santo ya no
revela nuevas doctrinas sino que toma todo de Cristo» (Jn. 16:14),
escribe Bavinck. «En Cristo, la revelación de Dios ya ha sido
completada».[4] En estos últimos tiempos, Dios nos habla no por
muchas y variadas maneras, sino de una manera, mediante su Hijo,
y lo hace por la revelación de la obra redentora del Hijo, que
hallamos predicha y prefigurada en el Antiguo Testamento, luego
registrada en los Evangelios y, finalmente, revelada por el Espíritu
mediante los apóstoles y el resto del Nuevo Testamento.
La Escritura es suficiente porque la obra de Cristo es suficiente.
Ambos permanecen o se derrumban juntos. La redención del Hijo y
la revelación del Hijo deben ser ambas suficientes. Y de tal manera
es así que no hay nada más para ser hecho y nada más para ser
conocido para nuestra salvación y para nuestro andar cristiano, que
ver y conocer sobre Cristo y mediante Cristo en el libro de su
Espíritu. Frame tiene razón: «La Escritura es el testimonio de Dios
para la redención que Él ha consumado para nosotros. Una vez que
la redención estuvo terminada y el testimonio apostólico también
estuvo terminado, las Escrituras estuvieron completas y no debemos
esperar ninguna otra añadidura».[5] O, como dijo Packer, de manera
más concisa pero no menos cierta: «No hay palabras de Dios
habladas a nosotros hoy, excepto las palabras de la Escritura».[6]
Suficiencia práctica
¿Y por qué importa todo esto? ¿Qué diferencia hace, en nuestra
vida cristiana, la suficiencia de las Escrituras? Permíteme terminar el
capítulo sugiriendo cuatro maneras en las que esto debería marcar
una enorme diferencia.
Primera, con la suficiencia de la Escritura mantenemos a la
tradición en su lugar. La tradición tiene ciertamente un lugar para
comprender la Palabra de Dios y formular las convicciones
doctrinales de la Iglesia. Debemos aprender de los maestros que
vinieron antes que nosotros. Debemos mantenernos firmes en los
credos ecuménicos de la Iglesia. Y para aquellos de nosotros en
tradiciones confesionales —como luteranos, anglicanos,
presbiterianos y reformados—, debemos tomar los votos para
sostener nuestras normas confesionales de manera seria y
cuidadosa, y con integridad. Pero aun esos grandes credos,
catecismos y confesiones son valiosos solo si resumen lo que es
enseñado en la Escritura. Ningún texto secundario, hecho por el
hombre, puede reemplazar, ni podemos permitir que subvierta,
nuestra lealtad a la Biblia ni nuestro conocimiento de la misma.
La suficiencia de la Escritura afianza el grito de la Reforma de sola
Scriptura, o «solo Escritura». Esto no significa que tratemos de
acercarnos a la Biblia sin la ayuda de buenos maestros, recursos
académicos y fórmulas doctrinales probadas. «Sola» no significa
«por sí misma» (sola Scriptura) aparte de toda consideración
comunitaria o confesional, sino que solo la Escritura es la autoridad
final. Todo debe ser evaluado por la Palabra de Dios. La tradición no
tiene un rol igual a la Biblia en nuestro conocimiento de la verdad.
Más bien, la tradición tiene un rol confirmatorio, de iluminación y
apoyo. No podemos aceptar innovaciones doctrinales como la
infalibilidad papal, el purgatorio, la inmaculada concepción o la
veneración a María, pues esas doctrinas no están en la Palabra de
Dios y contradicen lo que es revelado en la Escritura. Aunque
debemos respetar a nuestros amigos católicos y debemos estar
agradecidos por muchos aspectos de su fe y testimonio social, no
debemos flaquear en nuestra lealtad a la sola Scriptura. Está
implícito en la comprensión bíblica de su propia suficiencia.
Segunda, porque la Escritura es suficiente, no debemos añadir ni
quitar nada de la Palabra de Dios. Cuando nos acercamos a la
Biblia, siempre debemos recordar que estamos leyendo el libro de
un pacto; y los documentos de pactos normalmente concluyen con
una inscripción de maldición en el pacto. Encontramos tal maldición
en Deuteronomio 4:2 y 12:32, donde los israelitas son advertidos de
no añadir nada a la ley mosaica ni sacar nada de ella (Pr. 30:5-6).
Asimismo, encontramos el mismo tipo de maldición en la conclusión
del Nuevo Testamento en Apocalipsis 22:18-19 —«Yo testifico a
todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: Si
alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que
están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras del
libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de
la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro».
Esta fuerte advertencia, nada menos que al final de toda la Biblia, es
un fuerte recordatorio de que no debemos añadir nada a las
Escrituras —para hacerlas mejor, más seguras o más en línea con
nuestras suposiciones— y no debemos sacar nada de ellas, aun si
la experiencia, los tratados académicos o la disposición de ánimo de
nuestra cultura insisten en que debemos hacerlo.
Tercera, dado que la Biblia es suficiente, podemos esperar que la
Palabra de Dios sea relevante para todo en la vida. Dios nos ha
dado todas las cosas que necesitamos para la vida y la piedad (2 P.
1:3); la Escritura es suficiente para hacernos sabios para la
salvación y santos para el Señor (2 Ti. 3:14-17). Si aprendemos a
leer la Biblia detenidamente (en nuestro corazón), consistentemente
(la línea argumentativa de la Escritura), completamente (hasta el fin
de la historia) y mirando hacia arriba (a la gloria de Dios en el rostro
de Cristo), encontraremos que cada parte de la Biblia es provechosa
para nosotros. Afirmar la suficiencia de la Escritura no es sugerir
que la Biblia nos dice todo lo que queremos conocer sobre todo,
pero sí nos dice todo lo que necesitamos saber sobre lo que más
importa. La Escritura no nos da información exhaustiva sobre todos
los temas, pero, en todos los temas de los cuales habla, la Biblia
dice lo que es verdadero. Y, en su verdad, tenemos suficiente
conocimiento para alejarnos del pecado, encontrar al Salvador,
tomar buenas decisiones, agradar a Dios y conocer las raíces de
nuestros problemas más profundos.
Cuarta, la doctrina de la suficiencia de la Escritura nos invita a
abrir nuestras Biblias y escuchar la voz de Dios. No hace mucho
tiempo, yo estaba en un grupo de un consejo denominacional donde
se nos pidió que encontráramos nuestras «normas» como
comunidad. Cuando sugerí que nuestra primera norma debía ser
probar todo de acuerdo a la Palabra de Dios, me dijeron —y esta es
una cita textual— que «no estamos aquí para abrir nuestras
Biblias». El propósito del grupo, aparentemente, era que
escucháramos a nuestros corazones y unos a otros, pero no tanto
que escucháramos a Dios. Más tarde, en la misma reunión
denominacional, un pastor de Sudamérica se dirigió a todo el grupo.
Al ver una publicidad en la pared para otro evento en la que
«descubriríamos» la visión de Dios para nuestra denominación, el
hombre remarcó: «¿Descubrir? Espero que encuentren lo que están
buscando. Y traten de no esperar demasiado». Fue una bien
lanzada indirecta a la tendencia de la iglesia de Estados Unidos de
planear y soñar, forjar una visión y un esquema en discernimiento
mutuo, todo mientras la clara voz de Dios permanece descuidada
sobre nuestros regazos.
La Palabra de Dios es más que suficiente para que el pueblo de
Dios viva sus vidas para la gloria de Dios. El Padre hablará por
medio de todo lo que el Espíritu ha hablado a través del Hijo. La
pregunta es si abriremos nuestras Biblias y nos molestaremos en
escuchar.

[1] John M. Frame, The Doctrine of the Word of God (Philipsburg, NJ: Presbyterian & Reformed, 2010), 226.
[2] Citado en el libro de Timothy Ward, Words of Life: Scripture as the Living and Active Word of God
(Downers Grove, IL: IVP Academic, 2009), 107.
[3] Frame, Doctrine of the Word of God, 227.
[4] Herman Bavinck, Reformed Dogmatics, Volume 1: Prolegomena, ed. John Bolt, trad. John Vriend (Grand
Rapids, MI: Baker Academic, 2003), 491.
[5] Frame, Doctrine of the Word of God, 227.
[6] J. I. Packer, “Fundamentalism” and the Word of God (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1958), 119. Mientras
que este tipo de revelación «inmediata» ha cesado, debemos permitir la revelación «mediata» por la que Dios
nos da nuevos conocimientos y aplicaciones —a veces de manera sorprendentes— pero siempre a través de
la Escritura. Véase a Garnet Milne, The Westminster Confession of Faith and the Cessation of Special
Revelation: The Majority Puritan Viewpoint on Whether Extra-Biblical Prophecy Is Still Possible (Bletchley,
Milton Keynes, UK: Paternoster, 2007).
4

La Palabra de Dios es clara


Porque este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni
está lejos. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién subirá por nosotros al cielo, y
nos lo traerá y nos lo hará oír para que lo cumplamos? Ni está al otro lado del mar,
para que digas: ¿Quién pasará por nosotros el mar, para que nos lo traiga y nos lo
haga oír, a fin de que lo cumplamos? Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu
boca y en tu corazón, para que la cumplas.
DEUTERONOMIO 30:11-14

Varios años atrás, yo estaba hablando en un panel sobre la Iglesia


emergente. Me encontraba, junto con otros panelistas, en una sala
de conferencias enorme que podría albergar al menos a mil
personas sentadas. Se respiraba una atmósfera de debate con
intervenciones continuas, y un robusto grupo de setenta y cinco
personas que apenas prestaban atención, diseminadas en la
formidable sala. Aunque el evento fue poco memorable, recuerdo la
sesión por un hombre que se me acercó para charlar, después de la
presentación. En realidad, «charlar» sería un eufemismo, pues fue
más una arenga. Este hombre, cuya esposa nos observaba en la
distancia con una cara de «ya he visto esto antes», estaba furioso,
pues en un momento osé afirmar que conocía lo que la Escritura
enseñaba.
Rápidamente me di cuenta de que nuestra conversación no
estaba yendo a ninguna parte y que era frustrante para ambos.
Cada vez que yo recordaba un texto de la Escritura, él decía:
«Bueno, esa es su interpretación». Cuando mencioné otras
Escrituras para mostrar que Jesús y los apóstoles afirmaban
conocer qué significaba la Escritura, él respondió: «Bueno, esa es
solo su interpretación de esos pasajes sobre la interpretación de la
Escritura». Después mencioné a Pablo cuando razonaba en la
sinagoga, y él respondió: «Esa es su manera de comprender esa
historia». Ya puedes ver por qué la conversación no era muy
significativa. No podíamos hablar sobre ningún otro tema importante
porque no nos poníamos de acuerdo en cuanto a que sí podíamos
dar por cierto algo de la Biblia. En resumen, no compartíamos la
misma comprensión de la claridad de la Escritura.
Una cuidadosa definición
La claridad de la Escritura —a veces conocida por la antigua palabra
«perspicuidad» (que, para una palabra que significa claridad, no es
clara en absoluto)— es cuidadosamente definida en la Confesión de
fe de Westminster (CFW):
Las cosas contenidas en las Escrituras, no todas son igualmente claras ni se
entienden con la misma facilidad por todos; sin embargo, las cosas que
necesariamente deben saberse, creerse y guardarse para conseguir la salvación, se
proponen y declaran en uno u otro lugar de las Escrituras, de tal manera que no solo
los eruditos, sino aun los que no lo son, pueden adquirir un conocimiento suficiente
de tales cosas por el debido uso de los medios ordinarios. (CFW 1.7)[1]

Vale la pena notar varios matices importantes en esta definición:


• Algunas porciones de la Escritura son más claras que otras.
No todo pasaje tiene un significado sencillo u obvio.
• Las cosas principales que necesitamos conocer, creer y hacer
pueden verse claramente en la Biblia.
• Aunque las doctrinas más esenciales no son igualmente claras
en cada pasaje, todas son clarificadas en otras partes de la
Escritura.
• Todo lo que es necesario para nuestra salvación puede ser
entendido incluso por los que carecen de formación
académica, siempre y cuando estos usen los medios normales
de estudio y aprendizaje.
• Los puntos más importantes de las Escrituras pueden no ser
comprendidos perfectamente, pero sí pueden ser
comprendidos suficientemente.
La doctrina de la claridad de la Escritura no es una afirmación
aventurada de que el significado de todo versículo en la Biblia será
patentemente obvio para todos. Más bien, la perspicuidad de la
Escritura sostiene la noción de que la gente común, que usa medios
normales y corrientes, puede comprender con exactitud lo suficiente
que debe ser conocido, creído y observado por ellos, para ser
cristianos fieles.
Una doctrina discutida
Si bien la claridad de la Escritura puede parecer evidente para
ciertos cristianos, es puesta bajo sospecha por muchos otros. Las
objeciones típicas pueden ser agrupadas en tres categorías.
La objeción mística. De acuerdo con esta posición —a menudo un
estado de ánimo o una reacción exagerada, más que una escuela
de pensamiento formal—, Dios es tan trascendente que no se puede
hablar significativamente de Él con palabras. En un contexto
popular, se suele considerar como un intento humilde de rescatar a
Dios de toda nuestra humana manera de hacer teología. La fe
cristiana, se dice, es totalmente misteriosa y trata con cosas que no
se pueden plasmar en palabras. Al fin y al cabo, no podemos poner
a Dios en una caja. La verdad no puede ser capturada en palabras o
afirmaciones. Como mínimo, esto significa que deberíamos estar
radicalmente inciertos sobre nuestra interpretación de la Escritura.
Como máximo, esto sugiere que la Escritura misma es nada más
que un débil intento de describir los misterios de la fe usando las
imperfecciones del lenguaje humano.
La objeción católica. Protestantes y católicos históricamente han
sostenido la misma interpretación acerca de la inspiración y la
inerrancia, pero han diferido respecto a algunos de los atributos de
la Escritura. Los teólogos católicos argumentan que la Biblia como
un todo no es suficientemente clara en sí misma. La Escritura, en
algunas partes, es incompleta y necesita ser explicada y
argumentada por la tradición. Por nuestra cuenta, por lo tanto,
somos propensos a malinterpretar y aplicar equivocadamente las
Escrituras. Necesitamos de alguien o de algo que nos ofrezca una
interpretación autoritativa y vinculante. La tarea de dar una
«interpretación auténtica» de la Palabra de Dios ha sido dada al
magisterio, esto es, al Papa y a los obispos en comunión con él.[2]
La objeción del pluralismo. Esta objeción está basada en una
evaluación de nuestro actual dilema interpretativo. Si la Biblia es tan
clara, según dice el argumento, ¿por qué los cristianos no podemos
ponernos de acuerdo en lo que significa? ¿Por qué hay tantas
denominaciones? ¿Por qué hay tantos libros cristianos con cuatro
posiciones de esto y cinco posiciones de aquello? La gente afirma
conocer lo que significa la Biblia, pero ¿cómo puede ser tan clara si
la Iglesia usó la Biblia para justificar la esclavitud o las Cruzadas o la
Tierra plana o la comprensión geocéntrica del universo? Al final, el
argumento no es tanto sobre si una interpretación particular es
correcta o equivocada. La objeción del pluralismo cuestiona la idea
de que alguno de nosotros tenga bases suficientes para conocer si
una interpretación es correcta o incorrecta.
En vez de responder a cada objeción específica punto por punto,
me gustaría presentar un enfoque más amplio y ver lo que la Biblia
dice sobre su propia claridad. Al transitar a través de las Escrituras y
así sacar algunas implicaciones de lo que encontramos, pienso que
nuestra definición inicial puede ser sostenida y que las diferentes
objeciones pueden ser respondidas. Comenzaremos examinando el
pasaje que encabeza este capítulo.
Cerca, no lejos
El libro de Deuteronomio registra la segunda entrega de la ley, justo
cuando los israelitas se hallaban a punto de entrar en la tierra
prometida (Dt. 1:1-8). Empezando por el final, el capítulo 34 registra
la muerte de Moisés, el capítulo 33 la bendición final de Moisés, el
capítulo 32 el cántico de Moisés, el capítulo 31 la elección de Josué
para suceder a Moisés, y los capítulos 1—30 constituyen un largo
sermón y una ceremonia de renovación del pacto dada por el Señor
por boca de Moisés. Los capítulos 29 y 30, con bastante lógica,
sirven como la conclusión culminante del sermón de Moisés.
Acercándonos un poco más, encontramos que Deuteronomio 30:11-
20 es la exhortación final en esta extensa oración. Moisés implora a
la gente que elija la vida, en vez de la muerte, guardando los
mandamientos y estatutos del Señor (vv. 15-20). Esta es la clave de
todo lo que Moisés ha expuesto en los capítulos 1—30. Pero a fin de
hacer que esta carga sea efectiva, Moisés debe demostrar que él no
le está pidiendo al pueblo que haga algo que es imposible. Por lo
tanto, justo antes de la exhortación en los versículos 15-20, Moisés
asegura al pueblo, en los versículos 11-14, que la Palabra de Dios
no está fuera de sus posibilidades. Con bastante ironía, este pasaje
sobre la simplicidad de la Palabra de Dios no es el más fácil de
entender. A primera vista, parece ir en contra de las declaraciones
de Pablo sobre la ley y nuestra incapacidad de cumplirla. ¿Cómo
puede decir Moisés que el mandamiento «no es demasiado difícil
para ti» (v. 11) y «para que la cumplas» (v. 14) si «no hay justo, ni
aun uno» (Ro. 3:10)? Yo pensé que la ley fue dada precisamente
porque no podíamos guardarla (Gá. 3:19-22). Y, por supuesto, eso
es verdad sobre la ley como medio de nuestra propia liberación.
Pero Moisés no está hablando sobre guardar la ley para la
autojustificación, él está hablando a un pueblo ya salvado de Egipto,
ya liberado por gracia, ya liberado aparte de toda obediencia a la
ley. Moisés los exhorta a vivir como un pueblo elegido por Dios,
redimido y liberado. Entonces, Moisés les asegura que la Palabra de
Dios puede ser comprendida y obedecida, no perfectamente y no
meritoriamente, pero de una manera que agrade a Dios, quien ya
los ha salvado por su gracia. Cuando lo piensas, no es para nada
diferente a cuando Jesús les decía a sus discípulos que
obedecieran todo lo que Él les había mandado (Mt. 28:20) o cuando
Juan declaraba que «sus mandamientos no son gravosos» (1 Jn.
5:3).
La imagen de la Palabra de Dios en Deuteronomio 30:11-14 es de
algo que puede ser claramente comprendido. «Ellos nunca pudieron
alegar como una excusa por su desobediencia», explica Matthew
Henry, «que Dios les había ordenado algo que era ininteligible,
impracticable o imposible de conocer o hacer».[3] No tienes que ir al
cielo para obtener la Palabra de Dios (v. 12). No tienes que cruzar
un océano para hallarla (v. 13). La Palabra de Dios no es inaccesible
o esotérica. Como dijo Calvino: «Dios no nos propone enigmas
oscuros para mantener nuestras mentes en suspenso y
atormentarnos con dificultades, sino que nos enseña familiarmente
lo que es necesario, de acuerdo a la capacidad y consecuentemente
con la ignorancia del pueblo».[4]
Lo que Dios quería de su pueblo no estaba escondido lejos en el
cielo o guardado más allá del mar. La ley puede estar en nuestros
labios. Puede ser enseñada a nuestros hijos (Dt. 6:7). La voluntad
revelada de Dios no requiere de una investigación ni de resolver los
misterios del universo (29:29). La Palabra de Dios está cerca, no
lejos, justo en frente de ti, lista para ser comprendida y obedecida.
Base de la confirmación
Lo que Deuteronomio enseña sobre la claridad de la Palabra de
Dios es confirmado a lo largo del resto de la Biblia. En los Salmos,
por ejemplo, el salmista compara la Palabra de Dios con una
lámpara. La Palabra es una lámpara para nuestros pies y una luz
para nuestro camino (Sal. 119:105). La exposición de sus palabras
alumbra y hace entender a los simples (v. 130). El testimonio es fiel
y hace sabio al sencillo (19:7-8). Dado que Dios es luz (1 Jn. 1:5),
nosotros debemos esperar que su Palabra también sea clara y
brillante. Después de todo, Dios comunica para revelar, no para
oscurecer.
Cuando el libro de la ley fue redescubierto en los tiempos de
Josías, el pueblo lo leyó, lo entendió y supo qué debía hacer en
respuesta (2 R. 22—23). El significado del texto no pasó
desapercibido para ellos, incluso después del paso de muchos años.
¿Cuál sería el propósito de proferir amenazas y proclamar promesas
a un pueblo herido, asustado, sin ley y desesperado, a menos que
se dé por sentado que esas amenazas y promesas podían ser
entendidas, al menos lo suficiente como para que el pueblo
respondiera con fe y arrepentimiento? La presencia de los profetas,
los «abogados del pacto» de Dios, tiene sentido solo si se da por
sentado que tenían el derecho de transmitir los puntos de la ley que
el pueblo debería haber conocido y seguido, pero que habían
ignorado. En realidad, la estructura subyacente de todo el Antiguo
Testamento supone que los textos santos son vehículos adecuados
para la transmisión de las intenciones y deseos de Dios. Por esa
razón, Nehemías puede decirnos que Esdras y los sacerdotes
«leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido,
de modo que entendiesen la lectura» (Neh. 8:8): no solo su
interpretación, sino el significado de la Palabra de Dios.
Este mismo acercamiento a la Escritura fue compartido por Jesús
y los apóstoles. Docenas de veces Jesús apeló a un texto del
Antiguo Testamento, pensando que dicha apelación dejaría zanjado
el tema. Esto implica que Jesús creía no solo que el Antiguo
Testamento tenía autoridad, sino que tenía un significado inalterable
que la gente debería ser capaz de reconocer. Frecuentemente,
Jesús se refería a las Escrituras como evidencia de la veracidad de
su enseñanza (ver Mt. 21:42-44; Mr. 10:4-9; Jn. 10:34-35). Otras
veces, Él reprendió a la clase dirigente judía por no conformarse a la
Palabra de Dios (Mt. 21:13; Mr. 7:6-13). «Id, pues, y aprended lo que
significa: Misericordia quiero, y no sacrificio», dijo Jesús en una
ocasión (Mt. 9:13), sugiriendo que ellos debían haber entendido de
qué manera este versículo de Oseas se aplicaba al «escándalo» por
haber Él comido con publicanos y pecadores. Seis veces Jesús
pregunta: «¿No habéis leído…?», sugiriendo que si sus oponentes
hubieran conocido mejor las Escrituras, no habrían cometido el error
que estaban cometiendo. Jesús se acercaba a la revelación escrita
de Dios como si pudiera ser conocida y comprendida. Y los
apóstoles hicieron lo mismo, citando de las Escrituras, razonando a
partir de ellas, aludiendo a ellas y hallando en ellas satisfacción,
dando por sentado que esos textos tenían un significado correcto y
los apóstoles estaban en posesión de ese significado.
El imperativo de la claridad
La claridad de la Escritura es una de esas doctrinas que no
extrañamos hasta que ya no la tenemos. Constantemente está
siendo socavada por cristianos bien intencionados (y a veces no tan
bien intencionados) que piensan que la mejor parte de la piedad es
cuestionar la inteligibilidad de la revelación verbal. Los retos a la
claridad de la Escritura comienzan siendo pequeños y, al principio,
suenan humildes y prácticos. Pero, al final, si perdemos este atributo
de la Escritura —enseñado claramente o, simplemente supuesto, en
las páginas de la Biblia—, perdemos las verdades más preciosas
ganadas con mucho esfuerzo, que la Iglesia debe tener para crecer
y florecer. Hay mucho en juego con esta doctrina.
Primero, el don del lenguaje humano está en juego. Suena
humilde decir: «No podemos poner a Dios en una caja. No podemos
definirlo con el lenguaje humano. Si pudiéramos definirlo con
nuestras palabras, Él ya no sería Dios. La Escritura simplemente
nos da un registro inspirado de seres humanos tratando de describir
los misterios que están más allá de meras palabras y del lenguaje».
Eso suena bien, incluso noble. Pero hay varias suposiciones ocultas
en un soliloquio como ese:
• Si Dios no puede ser descrito con palabras exhaustivamente,
a decir verdad, Él no puede ser descrito de ninguna manera.
• La Escritura no es Dios revelándose a nosotros, sino el
registro de seres humanos tratando de comprender a Dios.
• El lenguaje humano es tan irremediablemente defectuoso,
inexacto e impotente como para volverlo un medio inservible
para la comunicación divina.
Cada una de estas suposiciones está errada. Solo porque Dios no
pueda ser conocido exhaustivamente, no significa que no podamos
conocerlo de ninguna manera. Los teólogos han distinguido siempre
entre el conocimiento arquetípico (el que Dios tiene de sí mismo) y
el conocimiento ectípico (el que nosotros tenemos en virtud de su
autorrevelación). Y en ninguna parte Jesús o los apóstoles tratan al
Antiguo Testamento como reflexiones humanas sobre lo divino, más
bien es la voz del Espíritu Santo (Hch. 4:25; He. 3:7) y la propia
inspiración de Dios (2 Ti. 3:16).
Más concretamente, al lenguaje humano, aunque a veces es
imperfecto e impreciso, se lo considera un don divino. Dios es el
primero en hablar en el universo. Para ser más precisos, su palabra
trae el universo a la existencia (He. 11:3). Entonces, Él se acerca a
Adán con palabras, esperando que el portador de la imagen
comprenda lo que él comunica y obedezca sus estatutos. ¿Y quién
es al principio quien desafía la claridad de la revelación verbal? Es
la serpiente, poniendo en duda si lo que Dios ha dicho realmente es
lo que Adán y Eva le han escuchado decir (Gn. 3:1).
Dios es el hablante divino, antecedente de toda habla humana. La
facilidad del lenguaje es parte del don que Dios nos da de sí mismo.
Una cosa es decir que Dios no puede ser conocido absolutamente o
contenido en algún sistema verbal; es apropiado admitir que el
lenguaje puede ser usado engañosamente y está sujeto a la
ambigüedad. Pero, si somos creados a imagen de Dios, no hay
duda de que encajamos como compañeros de conversación para el
Dios que empezó el universo por la palabra. El lenguaje humano es
un medio creado divinamente a través del cual, Dios, desde el
mismo principio, buscó hacer que Él y sus caminos fueran
conocidos.
Segundo, el don de la libertad humana está en juego. La doctrina
protestante de la perspicuidad es uno de los fundamentos para la
libertad religiosa en Occidente. Implícito en la afirmación de la
claridad de la Escritura está el reconocimiento de que los individuos
tienen la responsabilidad y la habilidad para interpretar la Escritura
por sí mismos: no aparte de la comunidad o sin poner atención a la
historia y la tradición, o la erudición. Pero, en última instancia, la
doctrina de la perspicuidad significa que yo estoy forzado a ir en
contra de mi misma conciencia. Solo Jesús, hablando mediante la
Palabra, es Señor de la conciencia.
Por supuesto, estas doctrinas protestantes han abierto una puerta
a toda clase de problemas, como divisiones, interpretaciones
excéntricas, individualismo desenfrenado y cosas similares. Pero, a
pesar de estos peligros, la libertad que protege la perspicuidad vale
la pena el costo. Herman Bavinck explica:
En conjunto, sin embargo, las desventajas no superan a las ventajas. Porque la
negación de la claridad de la Escritura lleva con ella la sujeción del laico al sacerdote,
o de la conciencia de una persona a la iglesia. La libertad de religión y la conciencia
humana, de la iglesia y la teología, permanece o se derrumba con la perspicuidad de
la Escritura. Solo esta puede mantener la libertad del cristiano; es el origen y la
garantía de la libertad de religión, así como de nuestras libertades políticas. Aun una
libertad que no puede ser obtenida y gozada aparte de los peligros del libertinaje y el
capricho, todavía es preferida a la tiranía que suprime la libertad.[5]

La doctrina bíblica de la perspicuidad puede ser causa de abuso.


Pero aun después de una serie de malas interpretaciones y los
ocasionales todos contra todos del protestantismo, vale la pena
pagar el precio para leer la Biblia por nosotros mismos de acuerdo a
nuestras conciencias dadas por Dios (e imperfectas). La libertad de
indagación y expresión religiosa no sería posible sin la confianza en
la claridad de la Escritura.
Tercero, está en juego cómo es Dios. La fantástica obra de D. A.
Carson, La mordaza de Dios,[6] está apropiadamente titulada. En el
corazón del escepticismo posmoderno sobre conocer a Dios hay
una concepción inferior sobre cómo es Dios. El tema no es si somos
suficientemente arrogantes como para pensar que nos hemos
asomado a los recovecos de la eternidad y comprendemos a Dios
omniscientemente. El tema es si Dios es la clase de Dios que está
deseoso de comunicarse con sus criaturas y puede hacerlo
efectivamente. ¿Puede Dios hablar o está amordazado?
Quizá escuchaste alguna vez la pequeña historia de los seis
ciegos y el elefante. Hay seis ciegos tocando un elefante, tratando
de determinar qué es lo que sienten. Un hombre toca el vientre del
animal y piensa que es una pared. Otro agarra la oreja y piensa que
es un abanico. Otro piensa que la cola es una soga. Todos avanzan
y cada uno agarra una parte del elefante sin que ninguno de ellos
sepa qué es lo que realmente está tocando. ¿Cuál es el objetivo de
la historia? Todos somos ciegos cuando se trata de Dios.
Conocemos una parte de Él, pero no sabemos realmente quién es
Él. Ninguno está más acertado que los demás. Simplemente
estamos tocando en la oscuridad, pensando que sabemos más de lo
que sabemos.
Sin embargo, hay dos problemas enormes con esta analogía.
Para empezar, toda la historia está explicada por alguien que tiene
la ventaja de que conoce claramente que el elefante es un elefante.
Para que la historia muestre su objetivo, el narrador tiene que tener
un claro y exacto conocimiento del elefante. La segunda falla es aún
más grave. La historia es una descripción perfectamente buena de
la incapacidad humana en cuestiones de lo divino. Somos ciegos e
incapaces de conocer a Dios por nuestros propios medios. Pero la
historia nunca considera la cuestión que rompe con los antiguos
moldes: ¿Y si el elefante hablara? ¿Y si les dijera a los ciegos: «La
estructura que parece una pared es mi costado. El abanico es en
realidad mi oreja. Y eso no es una soga, es una cola»? Si el elefante
dijera todo eso, ¿considerarían los seis ciegos ser más humildes por
ignorar su palabra?
No debemos separar la epistemología (esto es, nuestra teoría de
lo que conocemos y cómo lo conocemos) del resto de la teología.
Estos debates altisonantes sobre perspicuidad y hermenéutica
realmente tienen que ver con el carácter de Dios. ¿Es Dios
suficientemente sabio para darse a conocer? ¿Es suficientemente
bueno para hacerse accesible? ¿Es suficientemente lleno de gracia
como para comunicarse de maneras comprensibles con el manso y
el humilde? ¿O nos da Dios mandamientos que no podemos
comprender y una autorrevelación que propone más preguntas que
respuestas?
Finalmente, quién es Dios es lo que está en juego. La doctrina de
la claridad de la Escritura insiste que incluso el discípulo más simple
puede comprender la Palabra de Dios y puede ser salvo. Sin esta
doctrina, tienes que preguntarte: ¿Es la Biblia solo para pastores y
sacerdotes? ¿Se les pueden confiar a los laicos las Sagradas
Escrituras? ¿Se necesita ser un erudito para comprender realmente
la Palabra de Dios? ¿Se necesita un conocimiento práctico de
griego y hebreo, del judaísmo del segundo templo, de las
costumbres greco-romanas, de la religión del Oriente cercano, o la
crítica de la redacción, del análisis crítico de las fuentes, y del
análisis crítico de las formas? ¿Es Dios un Dios para el sabelotodo
solamente? Como pregunta R. C. Sproul: «¿Qué clase de Dios
revelaría su amor y redención en términos tan técnicos y conceptos
tan profundos que solo un cuerpo de élite de eruditos profesionales
podría comprenderlos?».[7]
William Tyndale (1494-1536) a menudo fue difamado y estuvo en
peligro por sus esfuerzos para traducir la Biblia en el idioma común
de la gente. En una ocasión, cuando discutía con un «erudito», él
respondió: «Si Dios preserva mi vida muchos años, voy a hacer que
un muchacho que impulsa un arado sepa más de la Escritura que
usted».[8] Eso es confianza en la doctrina de la claridad de la
Escritura; y eso le costó la vida a Tyndale. Murió por estrangulación
y su cadáver fue quemado en la plaza de la ciudad. Dignamente, en
la estaca clamó estas últimas palabras en voz alta: «Señor, abre los
ojos del rey de Inglaterra».[9] Sí, Señor, abre nuestros ojos para ver
el poder y privilegio que tenemos al leer las Escrituras en un
lenguaje que podemos comprender. Abre nuestros ojos para
contemplar cosas maravillosas en tu ley. Abre nuestros ojos para ver
la verdad que tú has puesto claramente ante nosotros.
Dios lo dejó en claro —para todos nosotros—; solo necesitamos
ojos para ver.
[1] Fuente: www.iglesiareformada.com/Confesion_Westminster.html.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 2a ed., 1997, parte 1, sección 1, capítulo 2, artículo 2, III [#85, 100].
[3] Matthew Henry, Commentary on the Whole Bible, ed. Leslie F. Church (Grand Rapids, MI: Zondervan,
1961), 200. Véase también «The Pleasure of God and the Possibility of Godliness», capítulo 5 de mi libro The
Hole in Our Holiness (Wheaton, IL: Crossway, 2012).
[4] Juan Calvino, Calvin’s Commentaries, Volume 2, trad. Charles William Bingham (Grand Rapids, MI: Baker,
1993), 412.
[5] Herman Bavinck, Reformed Dogmatics, Volume 1: Prolegomena, ed. John Bolt, trad. John Vriend (Grand
Rapids, MI: Baker Academic, 2003), 479.
[6] D. A. Carson, Amordazando a Dios: El cristianismo frente al pluralismo (Barcelona: Publicaciones
Andamio, 1999).
[7] Citado en Mark D. Thompson, A Clear and Present Word: The Clarity of Scripture (Downers Grove, IL:
InterVarsity Press, 2006), 79.
[8] David Daniell, William Tyndale: A Biography (New Haven, CT: Yale University Press, 1994), 79.
[9] Ibíd., 383.
5

La Palabra de Dios es final


Pasando por Anfípolis y Apolonia, llegaron a Tesalónica, donde había una sinagoga
de los judíos. Y Pablo, como acostumbraba, fue a ellos, y por tres días de reposo
discutió con ellos, declarando y exponiendo por medio de las Escrituras, que era
necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, a quien
yo os anuncio, decía él, es el Cristo. Y algunos de ellos creyeron, y se juntaron con
Pablo y con Silas; y de los griegos piadosos gran número, y mujeres nobles no
pocas. Entonces los judíos que no creían, teniendo celos, tomaron consigo a algunos
ociosos, hombres malos, y juntando una turba, alborotaron la ciudad; y asaltando la
casa de Jasón, procuraban sacarlos al pueblo. Pero no hallándolos, trajeron a Jasón
y a algunos hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: Estos que
trastornan el mundo entero también han venido acá; a los cuales Jasón ha recibido; y
todos éstos contravienen los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús. Y
alborotaron al pueblo y a las autoridades de la ciudad, oyendo estas cosas. Pero
obtenida fianza de Jasón y de los demás, los soltaron.
Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas hasta Berea. Y
ellos, habiendo llegado, entraron en la sinagoga de los judíos. Y éstos eran más
nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda
solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así. Así
que creyeron muchos de ellos, y mujeres griegas de distinción, y no pocos hombres.
Cuando los judíos de Tesalónica supieron que también en Berea era anunciada la
palabra de Dios por Pablo, fueron allá, y también alborotaron a las multitudes. Pero
inmediatamente los hermanos enviaron a Pablo que fuese hacia el mar; y Silas y
Timoteo se quedaron allí. Y los que se habían encargado de conducir a Pablo le
llevaron a Atenas; y habiendo recibido orden para Silas y Timoteo, de que viniesen a
él lo más pronto que pudiesen, salieron.
HECHOS 17:1-15

Estos dos episodios (uno en Tesalónica y otro en Berea) tienen


mucho en común. En ambas ciudades, Pablo comenzó su tarea
evangelística en la sinagoga (vv. 1, 10). En ambas ocasiones vemos
la Palabra proclamada y examinada, y el uso de la razón y la
persuasión (vv. 2, 3, 4, 11, 13). Y, en ambos casos, la respuesta
general fue similar: controversia resultante porque algunos
recibieron la Palabra (vv. 4, 12) mientras que otros respondieron con
odio (vv. 5, 13). Las empresas misioneras en Tesalónica y Berea
fueron similares en varios aspectos y muy parecidas a la experiencia
de Pablo al predicar el evangelio en otras ciudades grecorromanas.
Sin embargo, no fueron similares en todos los aspectos. Las
comparaciones mencionadas pueden ser engañosas en un aspecto.
Mientras que la predicación del evangelio fue controvertida en
ambas ciudades, las multitudes fueron alborotadas en Berea porque
los judíos de Tesalónica habían ido a agitarlas. Aun cuando el
bosquejo básico de eventos es el mismo, podemos ver un claro
contraste entre los acercamientos de los de Tesalónica y los de
Berea con respecto a la Palabra de Dios.
Los teatrales tesalónicenses
La actitud de los tesalonicenses hacia la verdad del evangelio es
destructiva, rayando en lo delirante. Para empezar, su juicio está
nublado por prejuicio personal. A los judíos no les gusta que Pablo
sea popular (Hch. 17:5). En realidad, es casi seguro que todos los
convertidos en Tesalónica salieron del paganismo, no del judaísmo
(1 Ts. 1:9). El propio pueblo de Pablo ignoró su mensaje, porque
pensaban que él era una persona demasiado influyente.
Desafortunadamente, esta clase de prejuicios sucede muy a
menudo. La gente desestima la Palabra de Dios porque la música
en la iglesia está demasiado alta, o es demasiado antigua, o la
iglesia es demasiado pequeña, o demasiado grande, o porque el
pastor se viste de forma extraña, o porque una vez conocieron a un
mal cristiano, o porque no quieren ser como sus padres.
Y a veces nosotros encontramos alguna razón para rechazar la
Palabra de Dios, porque no estamos interesados en hacer lo que
dice. Como remarcó una vez Aldous Huxley, el famoso autor de Un
mundo feliz, quien incursionó en el misticismo oriental y la LSD:
Para mí, como sin duda para la mayoría de mis contemporáneos, la filosofía del
sinsentido fue un instrumento esencial de liberación. La liberación que deseábamos
fue simultáneamente liberación de cierto sistema político y económico, y liberación de
cierto sistema de moralidad. Objetábamos la moralidad porque interfería con nuestra
libertad sexual; objetábamos el sistema político y económico porque era injusto.[1]

Sin duda, algunas personas rechazan el evangelio y la Biblia por


una genuina preocupación intelectual, pero estoy convencido que,
con igual frecuencia, deben culparse al orgullo y al prejuicio
personal. No nos gusta la gente que enseña la Biblia y no nos gusta
lo que la Biblia enseña. Entonces oponemos firmemente nuestros
corazones muertos a la Palabra de Dios, así como hicieron los
tesalonicenses.
Los tesalonicenses también estaban ciegos a sus propias
contradicciones. ¿Alguna vez has conocido a una persona que
hiciera esta declaración proposicional: «No puedo creer en una
religión construida sobre una verdad proposicional», o que
pronunciara el sentimiento intolerante: «No puedo soportar a esos
imbéciles intolerantes»? Una contradicción similar se exhibe en los
tesalonicenses. Ellos se quejaban de que los cristianos habían
causado problemas y trastornado «el mundo entero» (Hch. 17:6).
Entonces, ¿qué hicieron? Formaron una turba, alborotaron la ciudad
y sacaron de su casa a un hombre llamado Jasón (vv. 5-6). Ellos no
podían ver la contradicción de su embestida contra Pablo y Silas, y
estaban ciegos a sus propios pecados y su doble moral. Así como el
estudiante que se niega a «ir con la corriente» y en cambio se viste,
habla, compra, piensa y peina como otros miles de «rebeldes». O
como la persona crítica que arremete contra la crítica, o el líder que
dice «cuestionar la autoridad» basado en su propia autoridad, o la
persona que presiona su moralidad libertina sobre todo el mundo,
porque está cansada de que todos presionen sobre ella su propia
moralidad. Algunas personas rechazan la Palabra de Dios porque
siempre observan en otros lo que nunca ven en sí mismas.
Y cuando la gente está llena de prejuicios y ciega a sus propias
contradicciones, terminan atacando a los demás en vez de
presentar argumentos. Los tesalonicenses recurren al abuso verbal
(v. 6), distorsionando la verdad (v. 7), y al asalto físico (v. 5). Esta es
una turba muy diligente, caminaron más de 60 kilómetros hasta
Berea, en un esfuerzo por poner a la ciudad en contra de los
discípulos. No estaban interesados en una consideración razonable
de las afirmaciones cristianas. Estaban interesados en la
destrucción completa de una secta que ellos ya habían decidido que
era peligrosa y digna de ser despreciada. Algunos oponentes de la
Palabra de Dios trajeron honestamente sus objeciones, pero otros
nunca se detuvieron en investigar las Escrituras por sí mismos. Ya
habían decidido que la Biblia era anticiencia, antimujeres,
antihomosexualismo, sin siquiera preocuparse de definir esos
términos o investigar la Biblia razonando con calma y con una mente
abierta.
Mejor los de Berea
Los judíos de Berea, en cambio, fueron más nobles que sus
homólogos en Tesalónica, pues estaban hambrientos de oír la
Palabra y fueron persistentes en estudiar las Escrituras (v. 11). Las
examinaban diariamente para ver si la palabra de Pablo podía ser
apoyada por la Palabra de Dios. Examinaban las cosas probando lo
que oían, diligentes en discernir cuál era la verdad.
Cuando me presento en diferentes conferencias e iglesias, a
menudo me sorprendo de cuán poca gente se preocupa en mirar su
Biblia cuando estoy hablando. Será pereza, será descuido, o alguna
otra cosa, pero no es un buen hábito. Yo no tengo autoridad por mí
mismo. No quiero que la gente simplemente acepte lo que digo
porque yo lo digo. El pueblo de Dios debería probar todo con la
Palabra de Dios. Ya sea que enseñemos o escuchemos,
necesitamos tener nuestras Biblias abiertas como los de Berea.
Cada día, los de Berea escudriñaban las Escrituras para ver si el
evangelio de Pablo tenía autoridad divina; y ellos confirmaron que lo
que oían estaba de acuerdo con la Escritura, «así que creyeron» (v.
12). Los de Berea eran más nobles que los tesalonicenses porque
estaban completamente sumisos a las Escrituras. Ellos aceptarían
algo nuevo si pudiera ser apoyado por las Escrituras. Ellos creerían
algo controvertido, si estuviera basado en las Escrituras. Ellos
estaban dispuestos a seguir a Cristo por el resto de su vida, a
condición de que, en el proceso, siguieran a las Escrituras.
Este pasaje demuestra perfectamente qué significa afirmar la
autoridad de la Biblia. Cuando dice que los de Berea estaban
«escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran
así» (v. 11), implica que si la Escritura lo decía, ellos lo creerían. Si
ellos no podían hallar que la enseñanza de Pablo estaba confirmada
y era coherente con la Escritura, la rechazarían. La Palabra escrita
de Dios era su autoridad y esta tenía la última palabra. La Biblia era
la palabra final, después de la cual ninguna otra palabra sería
necesaria, y ninguna otra palabra sería creída.
Una cuestión de autoridad
Si alguna vez te has preguntado por qué los cristianos profesantes
llegan a conclusiones teológicas tan distintas, al menos una parte de
la respuesta —en realidad, la parte más importante— tiene que ver
con la cuestión de la autoridad. Las tres ramas principales del
cristianismo en Occidente (católica romana tradicional, protestante
liberal y evangélica) no están de acuerdo en cómo adjudicar las
pretensiones competitivas de la verdad. No respondemos de la
misma manera a la pregunta: «¿Cuál es nuestra autoridad final?».
Todo cristiano reconoce que, en algún sentido, nuestra teología y
nuestra ética deben estar «de acuerdo con la Escritura». Pero
cuando las cosas se complican en la discusión teológica, ¿a quién o
qué apelamos para hacer nuestros alegatos finales?
Fíjate si puedes encontrar las diferencias en estas tres
declaraciones sobre la Escritura y la autoridad, que representan
diferentes ramas del cristianismo occidental contemporáneo.
La primera viene de Peter Kreeft, un notable escritor y encantador
católico romano:
La Iglesia nos da su tradición como una madre le da a su hijo ropa usada que
previamente ya ha sido usada por muchos hermanos o hermanas mayores. Pero, a
diferencia de la ropa terrenal, esta ropa es indestructible porque no está hecha de
lana o algodón sino de la verdad; fue inventada por Dios, no por el hombre. La
Sagrada Tradición (con «T» mayúscula) debe ser distinguida de todas las tradiciones
(con «t» minúscula) humanas.
La Sagrada Tradición es parte del «depósito de la fe», que también incluye la
Sagrada Escritura. Está compuesta de la información de la Iglesia, dada a ella por su
Señor.[2]

La segunda declaración viene de Gary Dorrien, el principal experto


de los Estados Unidos sobre la teología protestante, quien es,
también, un protestante liberal:
La idea esencial de la teología liberal es que todas sus afirmaciones en cuanto a la
verdad, en teología así como en otras disciplinas, deben ser hechas sobre la base de
la razón y la experiencia, no apelando a una autoridad externa. La Escritura cristiana
puede ser reconocida como espiritualmente autoritativa dentro de la experiencia
cristiana, pero su palabra no resuelve o establece las pretensiones de la verdad
sobre cuestiones de hecho.[3]

Finalmente, aquí hay una tercera declaración que proviene de la


Confesión de fe de Westminster, que en este punto es
representativa del evangelicalismo más amplio:
El Juez Supremo por el cual deben decidirse todas las controversias religiosas, todos
los decretos de los concilios, las opiniones de los hombres antiguos, las doctrinas de
hombres y de espíritus privados, y en cuya sentencia debemos descansar, no es
ningún otro más que el Espíritu Santo que habla en las Escrituras. (WCF 1.10).[4]

Las diferencias en estas declaraciones son impactantes. Para


Kreeft, la tradición de la Iglesia es una autoridad final, a la par de las
Escrituras. Para Dorrien, la Escritura debe alinearse con la razón y
la experiencia. Pero, para Westminster, la Palabra de Dios está
fuera, sobre y por encima de la Iglesia y toda opinión humana. En
toda otra cosa en la que podamos estar en desacuerdo como
católicos, liberales o evangélicos, debemos al menos estar de
acuerdo en que es nuestra visión de la Escritura y su autoridad lo
que nos divide.
Toda religión descansa sobre la autoridad. En realidad, toda
disciplina académica y toda esfera de cuestionamiento humano
descansan sobre la autoridad. Ya sea que nos demos cuenta o no,
todos le damos a alguien o algo la última palabra: a nuestros
padres, nuestra cultura, nuestra comunidad, nuestros sentimientos,
al Gobierno, a revistas especializadas, a encuestas de opinión, a
impresiones o a un libro sagrado. Todos nosotros tenemos a alguien
o algo a lo que acudimos como árbitro final en cuanto a la verdad.
Para los cristianos, esta autoridad descansa en las Escrituras del
Antiguo y el Nuevo Testamento. Por supuesto, podemos
comprender y aplicar equivocadamente la Palabra de Dios, pero,
cuando es interpretada correctamente —prestando atención al
contexto original, considerando el género literario y analizando la
intención del autor—, la Biblia nunca está equivocada y nunca debe
ser marginada como si no fuera la última palabra de todo lo que
enseña.
Dos libros, una autoridad final
Dios se revela de dos maneras: a través del universo que podemos
ver y a través de la Escritura que podemos oír y leer. La revelación
general es la autorrevelación de Dios mediante el mundo creado. La
revelación especial es la autorrevelación de Dios mediante palabras
habladas y escritas de mensajeros divinamente inspirados. Ambos
medios de revelación son importantes y ambos son enseñados en la
Escritura.
A menudo se ha señalado que, como la revelación en esos «dos
libros» proviene de Dios, los dos enseñan la misma verdad. «Toda
verdad es la verdad de Dios», como expresa el dicho. Al final, no
puede haber conflicto entre lo que Dios revela en la Escritura y lo
que revela en la naturaleza. Si todos los hechos pueden ser
conocidos perfectamente, deberíamos comprobar que la Biblia y la
ciencia no se contradicen. Los cristianos no tienen de qué temer de
la investigación científica rigurosa.
Entonces, si la Biblia es nuestra autoridad final —como lo fue para
los de Berea—, debemos vacilar en abandonar la Biblia cuando
parece que contradice los «seguros resultados de la ciencia». Yo
simpatizo con cristianos que batallan por reconciliar lo que escuchan
de los científicos con lo que ven en la Biblia sobre algún tema
particular. No debemos descartar estas cuestiones rápidamente. Es
posible leer la Biblia de manera errónea. Es posible que una iglesia
se equivoque durante mucho tiempo. Pero todo cristiano debe estar
de acuerdo en que si la Biblia enseña una cosa y el consenso
científico enseña otra cosa, no debemos descartar la Biblia. Los dos
libros no están separados, pero no son iguales.
La Confesión Bélgica ofrece una definición estándar de la
revelación general y la especial:
A Él le conocemos a través de dos medios. En primer lugar, por la creación,
conservación y gobierno del universo: porque este es para nuestros ojos como un
hermoso libro en el que todas las criaturas, grandes y pequeñas, son cual caracteres
que nos dan a contemplar las cosas invisibles de Dios, a saber, su eterno poder y
deidad, como dice el apóstol Pablo; todas las cuales son suficientes para convencer
a los hombres, y privarles de toda excusa. En segundo lugar, Él se nos da a conocer
aún más clara y perfectamente por su santa y divina Palabra, esto es, tanto como
nos es necesario en esta vida, para Su honra y la salvación de los Suyos. (Artículo 2)
[5]

Nota la diferencia entre la revelación general y la especial. La


primera nos da un sentido del poder y la naturaleza divina de Dios,
de manera que nos deja sin excusas. La segunda revela a Dios
«más abiertamente» para que podamos ser salvos. La doctrina de la
revelación general y la especial nunca tuvo como objeto hacer que
la Biblia se conformara artificialmente con ninguna otra disciplina
académica. Los cielos cuentan la gloria de Dios, pero la ley de
Jehová es perfecta y el testimonio de Jehová es fiel (Sal. 19:1, 7).
Jesús puede ilustrar con los lirios del campo (Mt. 6:28), pero «está
escrito» puede vencer al diablo (4:1-11).
De ningún modo estoy defendiendo el oscurantismo cuando se
trata de preguntas difíciles concernientes a la fe y la ciencia. Los
pastores que no han tenido una clase de ciencia desde la escuela
secundaria, a menudo son demasiado displicentes con los temas
difíciles presentados por la geología, biología y la genética. Pero, sin
duda, la marca del cristiano es creer en todo lo que la Biblia enseña,
sin importar si alguien dice que no puede ser así. Las revistas
académicas no son infalibles, mucho menos los libros de texto
escolares o la palabrería de poca duración. Como cristianos,
siempre debemos estar dispuestos a cambiar de opinión cuando
vemos que hemos interpretado mal las Escrituras, pero eso para
nada significa que debemos dejar de lado las Escrituras porque
durante los últimos cinco años —o cincuenta o ciento cincuenta—
algunos científicos nos han informado de que no podemos creer en
la historicidad de Adán o que el universo fue creado a partir de la
nada por la Palabra de Dios. La revelación general puede
mostrarnos que hay un Dios y convencer a los que no lo adoran
adecuadamente. Pero la revelación especial habla más clara,
abierta y autoritativamente. Si las Escrituras tienen la última palabra,
nunca debemos cambiar ni una jota o una tilde del Santo Libro,
simplemente porque el libro de la naturaleza, por un tiempo y de
acuerdo con algunas voces, parece sugerir que deberíamos hacerlo.
Creer a fin de comprender
Muchos cristianos reflexivos, que afirman la inerrancia y autoridad
final de la Escritura, y que estudian mucho la Biblia y con
profundidad, eventualmente tropiezan con problemas en el texto
bíblico que no permiten soluciones simples. Hay fechas que son
difíciles de conciliar y números que parecen no encajar. Hay
aparentes discrepancias que no son fáciles de armonizar y
preguntas sin respuestas fáciles. Estas parecen ser admisiones
extrañas en un capítulo sobre la autoridad de la Escritura, pero los
cristianos no debemos tener miedo de admitir lo que vemos. Si
Pedro encontró algunas cosas «difíciles de entender» en las cartas
de Pablo (2 P. 3:16), nosotros también nos vemos obligados a estar
perplejos alguna que otra vez.
Pero dado todo lo que ya hemos visto sobre la doctrina bíblica de
la Escritura, no tenemos razón para ser intimidados por dificultades
y aparentes discrepancias en la Biblia. Muchas de estas son
fácilmente explicadas; y el resto, en su mayoría, tiene explicaciones
buenas y plausibles. Y para las pocas extraordinarias que quedan,
hay explicaciones posibles, aun cuando no estemos seguros de que
hemos hallado la respuesta correcta todavía. Nuestra confianza en
la Biblia no es una confianza irracional. Los hallazgos de la historia,
arqueología y la crítica textual nos dan muchas razones para confiar
en el Nuevo y el Antiguo Testamento. Pero más que toda la
evidencia apologética —que puede ser encontrada por todo aquel
que se preocupe por leer los mejores libros que existen al respecto
—, tenemos el testimonio de Dios mismo. La Biblia es el libro de
Dios, un hecho que se nos recuerda frecuentemente en ella.
Consecuentemente, confiar por completo en la Biblia es confiar en el
carácter y las garantías de Dios, más de lo que confiamos en
nuestra habilidad para razonar y explicar.
Otra vez, J. I. Packer lo dice perfectamente. Vale la pena leer
lentamente este largo párrafo:
Dios, entonces, no asevera responder en la Escritura todas las preguntas que
nosotros, en nuestra curiosidad sin límites, quisiéramos preguntar sobre ella. Él,
simplemente, nos dice tanto como ve que necesitamos conocer, como la base para
nuestra fe. Y Él deja sin resolver algunos de los problemas que surgen de lo que nos
dice, a fin de enseñarnos a confiar humildemente en su veracidad. La pregunta,
entonces, que debemos hacernos cuando enfrentamos esos desconciertos no es:
¿es razonable imaginar que esto es así?, sino ¿es razonable aceptar la garantía de
Dios de que esto es así? ¿Es razonable tomar la Palabra de Dios y creer que Él ha
hablado la verdad, aun cuando no podemos comprender completamente lo que Él ha
dicho? La pregunta lleva su propia respuesta. No debemos abandonar la fe en todo
lo que Dios nos ha enseñado meramente porque no podemos resolver todos los
problemas que eso presenta. Nuestra propia competencia intelectual no es la prueba
y medida de la verdad divina. No tenemos que dejar de creer porque nos falte
entendimiento, sino creer a fin de que podamos entender.[6]

¿Los de Berea alguna vez tuvieron dudas que no podían


responder sobre las Escrituras? Quizá. No hay manera de saberlo
con seguridad. Lo que sabemos es que ellos fueron elogiados por la
singular virtud de dar a la Escritura la última palabra. Ellos probaban
todo con la Escritura porque no querían aceptar lo que la Escritura
negaba o perderse lo que la Escritura afirmaba. Ellos se acercaban
a sus Biblias con la reverencia apropiada solo para Dios. Lo que
tiene sentido porque, en última instancia, nos comprometemos a la
autoridad de la Palabra de Dios porque el Dios de quien es la
Palabra nos informa que podemos y nos dice que debemos.

[1] Aldous Huxley, en Robert S. Baker y James Sexton, eds., Aldous Huxley: Complete Essays, Volume 4
(Lanham, MD: Ivan R. Dee, 2001), 369.
[2] Peter Kreeft, Catholic Christianity: A Complete Catechism of Catholic Church Beliefs Based on the
Catechism of the Catholic Church (San Francisco: Ignatius, 2001), 18.
[3] Gary Dorrien, The Making of American Liberal Theology: Idealism, Realism, and Modernity, 1900–1950
(Louisville: Westminster John Knox, 2003), 1.
[4] Fuente: www.iglesiareformada.com/Confesion_Westminster.html
[5] Fuente: www.iglesiareformada.com/Confesion_Westminster.html
[6] J. I. Packer, “Fundamentalism” and the Word of God (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1958), 109.
6

La Palabra de Dios es necesaria


Sin embargo, hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez; y sabiduría,
no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que perecen. Mas hablamos
sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los
siglos para nuestra gloria, la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció;
porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria. Antes
bien, como está escrito:
Cosas que ojo no vio, ni oído oyó,
Ni han subido en corazón de hombre,
Son las que Dios ha preparado para los que le aman.
Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo
escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas
del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció
las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu
del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos
ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría
humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.
1 CORINTIOS 2:6-13

La mayoría de nosotros, en lo más profundo, queremos las mismas


cosas de la vida. Por supuesto, estoy hablando de las cosas
importantes, no de las inmediatas. En el nivel de lo inmediato, la
gente tiene una amplia variedad de deseos. A algunas personas les
gusta viajar; a otras tener una buena cena. A ciertas personas les
gusta dormir en una cama confortable y a otras acampar. Hay
millones de gustos, intereses y pasatiempos. Pero si buscamos en
el corazón, yo creo que todos en el mundo queremos las mismas
cosas: queremos un propósito, ser felices, saber que estamos bien.
Queremos ser parte de algo más grande que nosotros mismos.
Queremos ser conocidos por alguien que es más importante que
nosotros mismos. Queremos vivir para siempre.
Y, si echas un vistazo a esos deseos, encontrarás que la mayoría
de las personas están esperando alguna palabra, que venga de
algún lado, para finalmente conocer esa buena vida; quieren una ley
o una lista que les dé los pasos que deben dar para llegar allí.
Quieren que su maestro les diga: «Has aprobado», o que sus
padres les digan: «Te amo»; quieren recibir una llamada de su
trabajo soñado o de su cita de ensueño; quieren oír buenas noticias
sobre su fondo de retiro, su salud o sus hijos. Muchos de ellos están
escuchando atentamente para oír la voz más sagrada que conocen:
la suya propia. Y algunos están desesperados por escuchar a Dios.
La doctrina de la necesidad de la Escritura nos recuerda nuestra
situación: Aquel que necesitamos conocer más que nada, no puede
ser descubierto por nuestra cuenta. Y eso nos garantiza una
solución: este mismo Inefable se ha hecho conocido a través de su
Palabra. Como lo explica la Confesión de Westminster: «Aunque la
luz de la naturaleza y las obras de la creación y de providencia
manifiestan la bondad, sabiduría y poder de Dios de tal manera que
los hombres quedan sin excusa, sin embargo, no son suficientes
para dar aquel conocimiento de Dios y de su voluntad que es
necesario para la salvación». Por todo lo cual, la Confesión
continúa, son «muy necesarias» (WCF 1.1).[1] Las Escrituras son
nuestras gafas (por usar la frase de Calvino), las lentes a través de
las cuales vemos adecuadamente a Dios, el mundo y a nosotros
mismos. No podemos conocer verdaderamente a Dios, su voluntad
o el camino de la salvación aparte de la Biblia.
Necesitamos las Escrituras para vivir la verdadera buena vida.
Necesitamos las Escrituras para vivir para siempre. «Señor, ¿a
quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6:68). No hay
otro libro como la Biblia. La Biblia revela una clase diferente de
sabiduría, proviene de una Fuente diferente y nos habla de un amor
diferente.
Una sabiduría diferente
La sabiduría es uno de los tres temas principales en los primeros
capítulos de 1 Corintios. Al escribir en medio de una cultura griega
que alababa a los filósofos de palabra agradable y a los oradores
elocuentes como las estrellas de rock de su tiempo, Pablo se
esmera en diferenciar el evangelio de todo otro tipo de sabiduría. Si
lo que están buscando es una sabiduría con un discurso sofisticado
y una poderosa retórica, dice Pablo, no la hallarán en la predicación
de la cruz (1 Co. 1:18-25). Tampoco la hallarán en mis sermones
(2:1-5). Y tampoco la hallarán en muchos de ustedes (1:26-31).
El evangelio es sabiduría para los maduros (2:6), pero no tiene
nada que ver con la «sabiduría» que este mundo anhela ver. La
sabiduría de Dios no es de este siglo (v. 6a). No pertenece a la
esfera terrenal o a este momento de «no todavía» en la historia
redentora. La sabiduría de Dios no es de los príncipes de este siglo
(v. 6b). No tiene nada en común con los maquinadores de poder o
las astutas estratagemas del Maligno (2 Co. 4:4; 10:4-6). La
sabiduría de Dios es única. Esto no es evidente para todos a
primera vista, ni universalmente apreciado (1 Co. 2:7).
Podemos frustrarnos demasiado cuando la gente no ve lo que
nosotros vemos, cuando los buenos argumentos de las Escrituras
no parecen prevalecer. Pero no debemos sorprendernos. La
sabiduría de Dios es una sabiduría secreta y escondida. Esto no
significa que debemos cruzar el mar o escalar hasta los cielos para
hallar la sabiduría de Dios, lo que significa es que Dios debe
hablarnos como si fuéramos verdaderamente sabios. Toda verdad
puede ser la verdad de Dios, pero toda la verdad que salva es la
verdad revelada.
La palabra del mundo no es como la Palabra de Dios. Una es
nueva y de ahora; la otra es antigua y eterna. Una es fugaz («que
perecen», 1 Co. 2:6), mientras que la otra es fija y eterna («la cual
Dios predestinó antes de los siglos», v. 7). Si queremos la
«sabiduría» de modas que pasan, cerebros impresionantes y gente
talentosa, podemos mirar al mundo. Pero si queremos —y si
necesitamos— una sabiduría que está más allá de nosotros, que
nunca nos fallará, debemos examinar las cosas que «Dios nos…
reveló a nosotros por el Espíritu» (v. 10).
Una fuente diferente
Entonces, ¿dónde vamos para aprender las cosas que Dios ha
revelado? ¿Miramos a los árboles? ¿A la luz interior? ¿A las normas
de la comunidad? ¿Quizá a la razón humana y la experiencia? El
claro testimonio de 1 Corintios es que solo Dios puede hablarnos
acerca de Dios. Así como el espíritu de una persona revela los
pensamientos, sentimientos e intenciones de esa persona, nadie
puede revelar los pensamientos de Dios excepto el Espíritu de Dios
(1 Co. 2:11). El único Ser suficientemente reconocible, sabio y capaz
de revelar a Dios es Dios mismo.
Todo esto plantea una pregunta interesante: ¿No está hablando
Pablo, realmente, de la obra interna del Espíritu, en vez de la
necesidad de las Escrituras? Puede que estés pensando: «Estoy
totalmente de acuerdo. Necesitamos que Dios nos hable acerca de
Dios. No puedo conocer la verdad a menos que Dios me la revele. Y
Dios me habla a través de la suave voz interior en mi corazón.
Cuando miro profundamente en mi interior, ahí es donde escucho de
Dios. Recibimos el Espíritu de Dios, que habla a nuestro espíritu, y
nos comparte las cosas que solo podemos aprender de parte de
Dios».
Suena plausible, pero ¿es esa la idea que quiere transmitir Pablo?
El «nosotros» de 1 Corintios 2:12 («nosotros… hemos recibido… el
Espíritu que proviene de Dios») no se refiere a todos los corintios o
a todos nosotros, sino a Pablo y sus compañeros. El contraste
comienza en los versículos 1-5, cuando Pablo habla en primera
persona del singular y más tarde hace la transición al decir
[nosotros] impartimos a los corintios «sabiduría de Dios en misterio»
(v. 7). Claramente, Pablo está pensando en «ustedes corintios» y
«nosotros que les hemos ministrado el evangelio» (véase 3:9).
Entonces, mientras que es cierto que todo creyente recibe el
Espíritu y todos nosotros necesitamos el Espíritu de Dios para
iluminar la Palabra de Dios, Pablo aquí está hablando del singular
depósito apostólico de la verdad, que él ha recibido y transmitido a
los corintios. Esto es, precisamente, lo que Jesús prometió que
sucedería (Jn. 16:12-15), y es como los apóstoles entendieron la
enseñanza que impartían: no como la palabra de un hombre, sino
como la Palabra de Dios (1 Ts. 2:13; Ap. 1:1-2). Nada en 1 Corintios
2 sugiere que la manera genuina de escuchar a Dios es buscar en
las desconcertantes reflexiones de uno mismo. Ya en Corinto —la
congregación más «carismática» de Pablo— vemos que hay normas
objetivas de la verdad que reemplazan a las impresiones o
experiencias privadas (1 Co. 14:37-38; 15:1-4).
Es cierto que por un tiempo la iglesia primitiva existió sin el Nuevo
Testamento completo; pero incluso, entonces, su vida y doctrina
estaban sujetas a las Escrituras que ya tenían. Y la nueva
revelación que se colocaba junto al Antiguo Testamento era
cuidadosamente escudriñada para confirmar que viniera del grupo
apostólico (Ef. 2:20) y siguiera el evangelio apostólico (Gá. 1:8).
«Naturalmente, en tanto que los apóstoles estuvieron vivos y
visitaban a las iglesias», escribe Bavinck, «no se hacía ninguna
distinción entre su palabra hablada y su palabra escrita. La tradición
y la Escritura todavía estaban unificadas. Pero cuando pasó el
primer período, y el tiempo y la distancia crecieron, los escritos de
los apóstoles se hicieron más importantes, y la necesidad de los
escritos se intensificó gradualmente. En realidad, la necesidad de la
Sagrada Escritura no es un atributo estable, sino uno siempre
creciente».[2] Pablo sabía que los corintios necesitaban la sabiduría
de Dios que solo podía provenir del Espíritu de Dios, y les escribió
esta palabra con el entendimiento que él había recibido del Espíritu
de manera singular, y conforme a lo cual él podía proclamarles la
verdad del evangelio.
La gente habla de «espiritualidad» como si fuera generada
mediante la atención concentrada en el funcionamiento interno del
alma humana. Pero la verdadera espiritualidad no es algo que se
encuentra dentro de nosotros; es algo fuera de nosotros, creada por
la acción del trascendente Espíritu Santo de Dios. Necesitamos el
Espíritu que proviene de Dios si vamos a comprender las cosas de
Dios (1 Co. 2:12). ¿Y a dónde acudimos para oír del Espíritu de
Dios? A aquellos que fueron encomendados para ser los voceros
del Espíritu (2:9-13), aquellos que escribieron los oráculos de Dios
(Ro. 3:2), aquellos que han escrito lo que Dios mismo ha inspirado
(2 Ti. 3:16). En resumidas cuentas, esta es la necesidad de la
Escritura: Necesitamos la revelación de Dios para conocer a Dios, y
la única revelación segura, salvífica, final y perfecta de Dios se halla
en la Escritura.
Un amor diferente
Puede parecer como que no hay nada más que decir sobre la
necesidad de la Escritura, pero eso nos haría perder el corazón del
argumento de Pablo. La razón para la revelación es que podamos
conocer la misericordia de Dios y ser salvos. La singularidad de la
Escritura no está solo en su sabiduría, ni siquiera en su origen
divino; lo que hace a la Biblia completamente diferente a todos los
otros libros, religiosos o generales, es la incomparable gracia que
encontramos en sus páginas. Necesitamos la Escritura porque sin
ella no podemos conocer el amor de Dios.
Nuestro Dios habla y lo hace no solo para ser oído, y no
meramente para transmitir información. Él habla a fin de que
podamos comenzar a conocer lo incognoscible y comprender lo
incomprensible (1 Co. 2:9; cp. Is. 48:8). Puedes pensar que lo has
visto todo, y que lo has oído todo, y que has experimentado todo lo
que hay para experimentar. Pero no has visto, oído o imaginado lo
que el Dios de amor ha preparado para aquellos que lo aman (1 Co.
2:9). Estas son las buenas nuevas de la cruz. Estas son las buenas
nuevas para el perdonado y redimido. Y estas son las buenas
nuevas que no hallarás en ningún otro lugar, sino en la Palabra de
Dios.
Solo por el Espíritu trabajando a través de la Palabra es que
podemos convertirnos verdaderamente en espirituales. Cuando
escuchamos la palabra «espiritual», podemos pensar en estar
quietos y contemplativos, o en ser demostrativos en la adoración, o
espontáneos, o llenos del lenguaje de Dios, o especialmente
aficionados a la música de alabanza. Esto es lo que Jonathan
Edwards llamaría las «no-señales».[3] No prueban nada, en ningún
sentido. Pueden ser buenas características, pero en sí mismas no te
hacen espiritual, no de acuerdo a la definición de la Biblia. La
persona espiritual comprende las verdades espirituales (1 Co. 2:13),
mientras que la persona natural (no espiritual) no percibe las cosas
del Espíritu, «porque para él son locura» (v. 14). ¿Y cuáles son las
cosas del Espíritu que la persona no espiritual no puede
comprender? Dado el contexto, Pablo claramente se refiere a la
crucifixión del Señor de la gloria (v. 8). La persona espiritual es la
que acepta el mensaje de la cruz (1:18-24). Sin importar cuánto te
gustan los ángeles, cuánto oras, cuán deseoso estás de meditar,
cuán involucrado estás con el yoga o cuánto crees en los milagros,
si no comprendes, amas y abrazas la cruz, no eres una persona
espiritual. La persona espiritual discierne las cosas espirituales,
comenzando con el sacrificio substitutivo de Cristo por los pecados
del mundo. Solo abrazando estas buenas nuevas podemos ser
sabios. Solo a través de las buenas nuevas podemos ser
perdonados. Solo escuchando la voz del Espíritu a través de las
Escrituras podemos conocer el amor de Dios y ser verdaderamente
espirituales.
Los cuatro fantásticos
Vale la pena tomar un momento al final de este capítulo para
considerar qué importantes son estos cuatro atributos de la Escritura
para la vida y la piedad diarias. Los consejeros pueden aconsejar
significativamente porque la Escritura es suficiente. Los líderes de
estudio bíblico pueden liderar confiadamente porque la Escritura es
clara. Los predicadores pueden predicar con audacia porque su
texto bíblico tiene autoridad. Y los evangelistas pueden evangelizar
con urgencia porque la Escritura es necesaria.
Estas doctrinas son eminentemente prácticas. Si la Biblia es todo
lo que hemos visto, ¿por qué no la leemos, estudiamos,
memorizamos y enseñamos a otros? ¿Por qué construimos
nuestras iglesias sobre el suelo superficial de la filosofía
pragmática? ¿Por qué aconsejamos con las sobras de una sabiduría
mundana? ¿Por qué miramos primero a la belleza de las montañas
o a la cámara de eco de nuestro interior en los momentos de dolor y
crisis más profundos? ¿Por qué es que infundimos nuestras
reuniones de adoración con tan poca Escritura? ¿Por qué cantamos
canciones desprovistas de sustancia bíblica? ¿Por qué postramos la
Palabra de Dios ante las palabras que suenan como las más
inteligentes de los hombres?
La Palabra de Dios es final. La Palabra de Dios es comprensible.
La Palabra de Dios es necesaria. La Palabra de Dios es suficiente.
En todo tiempo, los cristianos siempre presentarán batalla donde
sea que la Escritura sea amenazada y atacada. Pero, lo que es más
importante, cada día tendremos que luchar la batalla de la fe para
creer realmente todo lo que sabemos que la Biblia dice sobre sí
misma y, lo que es mucho más desafiante, vivir de acuerdo con ello.
[1] Fuente: www.iglesiareformada.com/Confesion_Westminster.html
[2] Herman Bavinck, Reformed Dogmatics, Volume 1: Prolegomena, ed. John Bolt, trad. John Vriend (Grand
Rapids, MI: Baker Academic, 2003), 470.
[3] Jonathan Edwards, The Works of Jonathan Edwards, Volume 2: Religious Affections, ed. John E. Smith
(New Haven, CT: Yale University Press, 1959), 127-190.
7

La Biblia inquebrantable de Cristo


Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede
ser quebrantada), ¿al que el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú
blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?
JUAN 10:35-36

En el corazón de este capítulo resalta una pregunta. Es una


pregunta simple y, al mismo tiempo, crucial; una pregunta que
innegablemente forma y establece la agenda para nuestra doctrina
de la Escritura. La pregunta es esta: ¿Qué creía Jesús acerca de la
Biblia?
Si eres cristiano, por definición debes creer lo que Jesús enseña.
Él es el Hijo de Dios. Él es nuestro Salvador y Señor. Nosotros
debemos seguir su ejemplo, obedecer sus mandamientos y aceptar
el entendimiento sobre la Escritura que Él enseñó y adoptó. Esto
significa, sin duda, que somos sabios si creemos sobre las
Escrituras lo mismo que Jesús creyó sobre ellas.
Y, si no eres cristiano, imagino que aun así valoras lo que Jesús
dijo. Casi todas las personas, incluso las de otras religiones,
consideran a Jesús un maestro importante. Como mínimo, las
personas creen que Jesús fue un hombre noble y un gran profeta.
Por lo tanto, si estás investigando al cristianismo o tratando de
averiguar no solo lo que creen los cristianos sino las bases de todo
lo que creen, este es uno de los mejores lugares para comenzar:
determinar qué creía Jesús sobre la Biblia.
Podemos pensar que Jesús no tenía una Biblia. Y es verdad, Él
no tenía una Reina Valera 1960 en su casa. Casiodoro de Reina y
Cipriano de Valera todavía no existían, y la gente no tenía libros.
Pero tenían rollos, no en sus hogares, por lo general, sino en las
sinagogas. Esos rollos sagrados eran considerados como una de las
posesiones más apreciadas en toda comunidad. La adoración judía
se enfocaba en la lectura y explicación de esos escritos. Jesús,
como todo judío del primer siglo, estaba muy familiarizado con las
Escrituras hebreas, las que nosotros llamaríamos más tarde el
Antiguo Testamento.
Entonces, la pregunta que quiero hacer otra vez es: ¿Cuál fue la
doctrina de Jesús respecto a las Escrituras? En este capítulo, no
estoy preguntando cómo interpretaba Jesús la Biblia, o cómo la
cumplía, o qué enseñaba sobre ella. Aquí estoy abordando una
pregunta simple pero absolutamente crucial: ¿Qué creía Jesús
sobre su Biblia? A menos que osemos decir que Jesús estaba
equivocado o que era demasiado cobarde para comunicar todo lo
que quería decir sobre las Escrituras, debemos concluir que sea lo
que fuera que el perfecto Hijo de Dios creyera sobre los escritos
sagrados, nosotros deberíamos creer lo mismo. No debería haber
nada controvertido en afirmar que la doctrina de Cristo sobre la
Escritura debería ser nuestra doctrina de la Escritura.
¿Y cuál era su doctrina de la Escritura? Para averiguarlo,
comencemos con el Evangelio de Juan y luego miremos varios
pasajes en Mateo.
Sin límites e inquebrantable
La respuesta de Jesús en Juan 10:35-36 es una de las cosas más
importantes que Él ha dicho; y también una de las más confusas.
Comprender el contexto ayudará.
Los judíos querían apedrear a Jesús (v. 31) porque Él, como
hombre, osó hacerse igual a Dios (v. 33). En respuesta a esta
acusación, Jesús cita el Salmo 82. Él apela a la Escritura («ley» [Jn.
10:34] en este caso es intercambiable con «Escritura» [35]). Los
judíos estaban molestos de que Él se refiriera a sí mismo como el
«Hijo de Dios», por lo cual Jesús les recuerda que en las Escrituras
de ellos la palabra «dioses» (elohim) era usada en referencia a
reyes malvados (o jueces, magistrados o alguna autoridad
gobernante). El uso de «dioses» en Salmos 82:6 parece
molestarnos, pero el salmista, que está hablando por Dios en ese
momento, probablemente esté usando un poco de sarcasmo:
«Miren, yo sé que ustedes son importantes y que son dioses entre
los hombres, pero morirán como todos los hombres». Jesús no
estaba tratando de probar su divinidad al citar esta curiosa
referencia del Salmo 82, Él estaba tratando de sacar a la luz las
pretensiones de sus adversarios: «Ustedes están muy obsesionados
con la palabra “Dios”, pero aquí mismo, en las Escrituras, estos
hombres son llamados “dioses”. Deberán esmerarse más para
perseguirme meramente a causa de un título».
La parte importante del argumento de Jesús (para nuestras
consideraciones) es su improvisado comentario de que la «Escritura
no puede ser quebrantada» (Jn. 10:35). Aquí Jesús se está
defendiendo a sí mismo y no está apoyando su argumento desde la
Torá o alguno de los pasajes más importantes de Isaías, sino que lo
hace utilizando una palabra de un oscuro salmo. Sin embargo, Él no
trata de probar ante nadie que el Salmo 82 tiene autoridad. Jesús no
trata de convencer a sus oponentes de que la «Escritura no puede
ser quebrantada», simplemente afirma la verdad como una base
común en la que ellos pueden estar de acuerdo. Para Jesús, todo
en la Escritura, incluso las palabras individuales y los pasajes
menos proclamados, poseen una autoridad incuestionable.
«Conforme a su juicio infalible», remarcó una vez Robert Watts
sobre Jesús, «fue suficiente prueba de la infalibilidad de cualquier
oración, o cláusula de una oración, o frase de una cláusula, para
mostrar que constituyen una porción de lo que los judíos llamaban…
“la Escritura”».[1] La palabra griega para «quebrantada» (luo)
significa desatar, poner en libertad, despedir o disolver. En Juan
10:35, luo tiene el sentido de quebrar, anular o invalidar. Es la
manera en que Jesús afirma que ninguna palabra de la Escritura
puede ser falsificada. Ninguna promesa o amenaza quedará sin
cumplirse. Ninguna declaración puede ser considerada errónea. Así
como su audiencia judía, Jesús creía que la Escritura era la Palabra
de Dios y, entonces, sería de una gran impiedad pensar que toda
palabra hablada por Dios, o puesta en palabras por Dios, puede ser
una palabra errónea, equivocada o invalidada.
Ni una jota, ni una tilde
El segundo pasaje que miraremos para obtener una imagen de la
doctrina de Jesús sobre las Escrituras está en Mateo 5:17-19:
No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para
abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la
tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. De
manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y
así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas
cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los
cielos.
La misma palabra usada en Juan 10:35 (luo; quebrar) es traducida
«quebrante», en Mateo 5:19, señalando lo mismo. Jesús regaña a
todo el que deje de lado o debilite, incluso los «pequeños»
mandamientos de Dios. Jesús usa varios términos de forma
intercambiable —«la ley o los profetas», «la ley», «estos
mandamientos»— sugiriendo que Él pensaba no solo en los
imperativos mosaicos sino en toda la Palabra de Dios. Y dada su
referencia a «una jota» (iota en griego, que es la letra más pequeña
del alfabeto griego) y a una tilde (pequeño gancho gráfico o virgulilla
que distingue a letras hebreas similares), podemos estar seguros de
que Jesús estaba pensando, en particular, en la Palabra escrita de
Dios. Ni siquiera la parte más pequeña de la Escritura ha sido
abolida por la venida de Cristo. Cumplida, sí, y comprendida más
completamente a la luz de esta venida, también, pero nunca será
inexacta, quebrantada, o informal. Aquel que trate a las Escrituras
de esa manera merece ser el último en el reino de los cielos. Nos
resultaría muy difícil hallar una confianza más comprehensiva en las
Escrituras que la que Jesús expresa en este pasaje.
Pero alguien puede preguntar: ¿No sostiene Jesús algunas veces
que el Antiguo Testamento está equivocado? En realidad, ¿no
corrige las Escrituras en algunas ocasiones? Puede parecer así,
pero después de una inspección más detenida, vemos que Cristo
nunca corrige un versículo de la Escritura cuando es interpretada y
aplicada correctamente. Por ejemplo, se afirma que Jesús suavizó
los requerimientos del sábado y, de esa manera, violó su propio
principio y modificó la Escritura para que fuera menos rígida. Pero,
en realidad, Jesús apeló a la Escritura —a la historia de David y sus
hombres que comieron los panes de la proposición— para mostrar
que los fariseos estaban imponiendo normas que violaban la
enseñanza de la Escritura (Mr. 2:23-28).
También se dice que Jesús abolió la ley al declarar limpios todos
los alimentos (Mr. 7:19). Pero este es un ejemplo perfecto de lo que
Jesús quería decir cuando afirmaba que Él había venido a cumplir la
ley. Jesús nunca cuestiona el origen divino de los rituales de
limpieza o la veracidad de lo que esas leyes ordenaban. Lo que sí
hace, sin embargo, es enseñar que, como una comprensión más
profunda de los mandamientos, ellos debían ir a Cristo en
obediencia para encontrar la limpieza y pureza que necesitaban (vv.
18-23).
De manera similar, algunos cristianos mantienen que Jesús
discrepaba con la concesión mosaica para el divorcio, y que
consideraba que las Escrituras estaban equivocadas en este punto
crucial. Pero, en realidad, Jesús no rechazó el mandamiento de
Moisés, sino que proveyó una mejor interpretación sobre el mismo.
Mientras que los judíos más liberales estaban tomando el permiso
mosaico como un cheque en blanco para el divorcio por casi
cualquier causa, Jesús les hizo ver el verdadero significado del
texto. El divorcio era aceptable como una concesión en aquellas
situaciones donde se había producido inmoralidad sexual (Mt. 19:3-
9).
El ejemplo más dificultoso son los comentarios de Jesús en Mateo
5:38 sobre la ley del «ojo por ojo» en el pacto mosaico. En el resto
de los pasajes de Mateo 5 que contienen la declaración de «oísteis
que fue dicho», Jesús se refiere a alguna parte de la tradición de los
fariseos o escribas, pero aquí cita al mismo Antiguo Testamento.
Nuevamente vemos que Jesús no está corrigiendo las Escrituras,
sino una aplicación equivocada de ellas. La llamada ley del talión
(ley de la represalia) es mencionada varias veces en la Torá (Éx.
21:24; Lv. 24:20; Dt. 19:21). La ley, como una administración de la
justicia pública, buscaba castigar a los infractores y proteger a la
comunidad. Tendemos a ver esta ley como una crueldad y revancha
institucionalizada, pero, en realidad, buscaba prohibir respuestas
despiadadas al comportamiento criminal. El principio del «ojo por
ojo» prohibía los castigos desproporcionados. Al tiempo que
prescribía un castigo justo, también proscribía todo lo que fuera más
allá que un ojo por un ojo. La ley no permitía el accionar de un
justiciero ni la revancha personal, aun cuando así era como muchos
entendían el mandamiento en el tiempo de Jesús. Los líderes judíos
estaban aplicando erróneamente el código de ley pública y
convirtiéndolo en su derecho personal para una represalia. Jesús
hacía lo correcto —y era fiel al pasaje bíblico— al corregir este mal
uso del texto.
En todo el sermón del Monte, y especialmente en Mateo 5, Jesús
trata de convencer a su audiencia del verdadero significado de la
Escritura. Él no quiere corregir la Escritura, sino que ella ejerza todo
su peso sobre el corazón humano. Jesús no quiere que la Palabra
de Dios sea eludida por la tradición humana o el razonamiento
engañoso, más bien, que cada elemento de la Escritura sea
aplicado a cada punto del discipulado cristiano. «Para Jesús»,
escribe Donald Macleod, «la lealtad a cada tilde y cada jota de la
Escritura no es ni legalista ni evasiva… el cumplimiento de cada
tilde y cada jota de la ley significa evitar la ira, así como el homicidio;
la lujuria, así como la fornicación; el juramento, así como el perjurio.
Significa volver la otra mejilla, andar la milla extra, y no hacer sonar
las trompetas cuando hacemos donaciones a la caridad».[2] Jesús
quiere más de la Escritura en nuestra vida, no menos.
Este es exactamente el concepto que Jesús reitera en Mateo
23:23, donde exhorta a la gente a guardar «lo más importante de la
ley: la justicia, la misericordia y la fe», sin descuidar la
responsabilidad que tienen de diezmar la menta, el eneldo y el
comino. Claramente, Jesús no quiere que guardemos los pequeños
mandamientos de la Escritura y que olvidemos las cosas grandes,
pero tampoco nos permite pasar por alto las partes más pequeñas
aunque captemos bien el cuadro completo. Él espera obediencia al
espíritu de la ley así como a la letra. Nuestro Mesías se ve a sí
mismo como un expositor de la Escritura, pero nunca como su
corrector. Él la cumple, pero nunca la falsea; aleja las falsas
interpretaciones de la Escritura, pero insiste en que nada está
equivocado en la Escritura, ni siquiera las tildes y las jotas.
Relato histórico
Nuestro tercer texto sobre la visión de Jesús acerca de la Biblia es
Mateo 12:38-42:
Entonces respondieron algunos de los escribas y de los fariseos, diciendo: Maestro,
deseamos ver de ti señal. Él respondió y les dijo: La generación mala y adúltera
demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás. Porque
como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el
Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches. Los hombres de
Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán; porque ellos
se arrepintieron a la predicación de Jonás, y he aquí más que Jonás en este lugar. La
reina del Sur se levantará en el juicio con esta generación, y la condenará; porque
ella vino de los fines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y he aquí más que
Salomón en este lugar.

Esta historia es solo un ejemplo de cómo Jesús trata la historia


bíblica como un sencillo registro de hechos. Si hay alguna referencia
del Antiguo Testamento que puede ser cuestionada, sin duda es la
historia de Jonás. Sin embargo, Jesús habla confiadamente sobre
Jonás en el vientre del gran pez, como si Él y todos sus oyentes no
tuvieran ningún reparo sobre la exactitud histórica del relato.
A decir verdad, algunos eruditos, incluso aquellos que tienen un
alto concepto de la Escritura, cuestionan si debemos tomar la
historia de Jonás literalmente. Después de todo, la narrativa no
proviene de un libro obviamente histórico como Reyes, Crónicas o
Éxodo. Jesús pudo haber hecho la referencia de Jonás de la misma
manera que nosotros podemos referirnos a una pieza de literatura
bien conocida. Quizá Jesús quiso decir «como Jonás», así como
nosotros podríamos decir «como los hombres de Gondor» o «como
Lucas y Ben Kenobi». Quizá Jonás es una fábula y nunca fue
concebida para ser leída como historia.
Esta explicación suena plausible, excepto que no funciona,
teniendo en cuenta el resto del discurso de Jesús. Si Jonás solo fue
una referencia literaria, es curioso que al mismo tiempo Jesús haya
mencionado a la reina del Sur, que claramente era una conocida
figura histórica. Más críticamente, es difícil justificar el lenguaje de
Jesús sobre los hombres de Nínive levantándose para juzgar a
Capernaum al final de los tiempos, si la mayoría o toda la historia de
Jonás no debiera ser tomada literalmente. Sería como hacer una
alusión literaria a los hombres de Gondor y luego emitir una muy
seria advertencia a tu audiencia de que los orcos de Mordor se
levantarán para juzgarlos y condenarlos. No tiene mucho sentido.
Como dice T. T. Perowne, comentando sobre el peligro tan real en el
que Jesús consideraba que estaban sus oyentes, «y aun así
supongamos que Él dice que personas imaginarias, que estaban en
una predicación imaginaria de un profeta imaginario se arrepintieran
imaginariamente, se levantarían aquel día y condenarían la real
impenitencia de los oyentes reales de Jesús».[3] Por el contrario, en
los Evangelios vemos a Jesús referirse a Abel, Noé, Sodoma y
Gomorra, Isaac y Jacob, el maná en el desierto, la serpiente en el
desierto, Moisés como el dador de la ley, David y Salomón, la reina
de Sabá, Elías y Eliseo, la viuda de Sarepta, Naamán, Zacarías,
incluso Jonás, y nunca cuestionar un solo evento, milagro o
afirmación histórica. Jesús claramente creía en la historicidad de la
historia bíblica.
En vez de buscar maneras de «rescatar» a Jesús de su confianza
en la historia como la presentan las Escrituras, debemos estar
preparados para aceptar que si Jesús está en lo cierto en cómo
maneja la Biblia, entonces la avalancha de la alta crítica bíblica debe
estar equivocada. En los últimos 150 años, aproximadamente,
muchos eruditos modernos han sostenido que el Antiguo
Testamento está lejos de ser lo que parece. Ellos dicen que los
primeros cinco libros de la Biblia no fueron escritos por Moisés (y
más tarde editados en algunos pocos lugares), sino que son el
producto de una elaborada combinación de diferentes fuentes,
algunas de las cuales tienen mil años más que Moisés. Isaías no fue
escrito por Isaías, sino por dos o tres diferentes «Isaías», cuyas-
predicciones proféticas en realidad tuvieron lugar antes de que ellos
las hubieran escrito. De forma dramática, si los eruditos liberales
tienen razón, la Iglesia ha leído la historia de Israel de una manera
equivocada durante casi dos milenios. La historia de Israel no se
trata de siglos de lucha por ser fieles al único y verdadero Dios y
obedecer su ley; lo que realmente sucedió fue un desarrollo
evolutivo a través del cual Israel fue del animismo al politeísmo,
luego al henoteísmo (adorar a un Dios en particular, pero reconocer
la existencia de muchos), al monoteísmo y, finalmente, al triunfo del
legalismo sacerdotal. Hay libros que hasta hoy afirman que el éxodo
es posterior a Ezequiel. El primer libro de Samuel, que se pensaba
que fue escrito después de dar la ley, en realidad describe la vida de
Israel antes de la ley. Y el Pentateuco, en vez de ser la base para la
vida y religión de Israel, vino solo después que los días de gloria de
Israel hubieran pasado.[4]
Esto es parte integral de lo que parece simple para gran parte de
la erudición moderna, pero no está ni remotamente conectado con lo
que vemos de cómo Jesús interactuaba con el Antiguo Testamento.
Jesús creía que Israel, durante su larga historia, estuvo bajo el
tutelaje de Jehová; que Moisés les dio un pacto nacional por el cual
vivir; que el Pentateuco vino al principio de la historia de Israel, no al
final; y que los profetas regañaban y refinaban a Israel por su
fracaso en seguir los mandamientos de Dios dados en el Sinaí. Y
aun así, si el revisionismo histórico de los críticos modernos está en
lo cierto, Jesús estaba enormemente equivocado al creer todo esto.
«Él no detectó las vertientes de animismo en la historia temprana de
Israel», escribe Macleod, «no se dio cuenta de que Levítico era una
traición al monoteísmo ético; estaba ciego a las dobles narrativas
que comprobaban una autoría compuesta. Él desconocía
completamente las contradicciones que demostraban que Moisés no
escribió Deuteronomio». Jesús, en otras palabras, «adoptó un mito
nacional no más verosímil que el de Rómulo y Remo».[5]
¿No es más verosímil que Jesús conociera la historia judía mejor
que los críticos alemanes que aparecieron dos mil años después?
¿No es más seguro ponernos al lado de Jesús y adoptar su
inmensamente alta visión de la inspiración y su comprensión
racional de la historia y la cronología bíblicas? A veces se nos dice
que, como cristianos, nuestra autoridad final debe ser Cristo, no las
Escrituras. Se sugiere que Cristo aceptaría que nosotros solo
aceptemos las porciones de la Escritura que concuerden con su vida
y enseñanza; que ciertos aspectos de la historia, la cronología y la
cosmología bíblicas no deberían preocuparnos porque Cristo no
querría que lo hiciéramos. La idea propuesta por muchos cristianos
liberales, y no pocos autoproclamados evangélicos, es que
debemos adorar a Cristo, no a las Escrituras; debemos permitir que
Cristo esté aparte y por encima de las Escrituras. «Pero ¿quién es
este Cristo, el juez de las Escrituras?», pregunta Packer. «No, el
Cristo del Nuevo Testamento y de la historia. Ese Cristo no juzga las
Escrituras; Él las obedece y las cumple. Por palabra y obra, Jesús
respalda la autoridad de toda la Escritura».[6]
Aquellos que tienen un alto concepto de la Escritura a menudo
son acusados de idolatría, por reverenciar tan profundamente la
Palabra de Dios. Pero la acusación es dejada ante los pies
equivocados. «Un Cristo que permite que sus seguidores lo
establezcan como el Juez de las Escrituras, Uno para quien su
autoridad debe ser confirmada antes de que la misma se convierta
en obligatoria, y por cuya sentencia adversa es, en ciertos lugares,
anulada, es un Cristo de la imaginación humana, hecho a la propia
imagen del teólogo. Uno cuya actitud hacia la Escritura es lo
opuesto al Cristo de la historia. Si la construcción de ese Cristo no
es una violación al segundo mandamiento, es difícil ver qué es».[7]
Jesús pudo haberse visto como el punto focal de la Escritura, pero
nunca como un juez de la misma. El único Jesús que está por
encima de la Escritura es el Jesús de nuestra propia invención.
El creador dijo
Nuestro pasaje final para comprender la doctrina de Jesús sobre
la Escritura se encuentra en Mateo 19. Al responder a la pregunta
de los fariseos sobre el divorcio, Jesús se remonta a Génesis:
¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por
esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola
carne? (Mt. 19:4-5)

Estos versículos nos resultan tan familiares que muchos de


nosotros hemos perdido la sorprendente declaración que Jesús
hace aquí sobre la autoridad de la Escritura. Si vamos a Génesis
2:24, hallaremos la frase que Jesús cita sobre un hombre que deja a
su padre y madre, se une a su mujer y son una sola carne. Pero
esas palabras no son atribuidas a ningún orador en particular, sino
que son una parte de la narración del texto. Ahora miremos lo que
Jesús dice. Génesis 2:24 no es solo una frase de la Escritura, es
una declaración dicha por Aquel que «los hizo al principio». La
implicación no puede ser más clara: para Jesús, lo que dice la
Escritura, lo dice Dios. Esta es la esencia de la doctrina de Jesús
sobre la Escritura y la base para toda correcta comprensión de la
Biblia.
Y no sirve de nada decir que Jesús simplemente estaba tomando
prestado las suposiciones de su audiencia para ganar oyentes. En
muchas otras áreas —en todo, desde las concepciones
nacionalistas que tenían del Mesías, a las tradiciones de los fariseos
y el trato a los gentiles, y las mujeres—, Jesús se mostró
completamente despreocupado en conformarse a la sensibilidad de
sus oyentes. Pero aunque Él no era tímido al corregir las
interpretaciones erróneas que ellos tenían de la Escritura, no hay
ninguna indicación de que Jesús pensara que sus compatriotas
judíos tuvieran un alto concepto de la Escritura. Y si ellos hubieran
estado equivocados en un asunto tan esencial, Él no habría seguido
la corriente, sino que habría corregido sus creencias sobre la Biblia,
así como los reprendía por otras «doctrinas de hombres».
Jesús no tenía ningún problema en referirse a autores humanos
de la Escritura, como Moisés, Isaías, David y Daniel, sino que ellos
están en el trasfondo. Ellos eran los subautores trabajando bajo el
autor principal de la Escritura, es decir, Dios mismo. Por lo tanto,
Jesús podía citar el Salmo 110 y decir: «el mismo David dijo por el
Espíritu» (Mr. 12:36), así como Pablo en Romanos 9:17 y Gálatas
3:8 puede usar la «Escritura» como el sujeto, donde Dios es el que
habla en el Antiguo Testamento. Espíritu Santo, Dios, Escritura, no
son tres hablantes distintos con tres rangos diferentes, sino que se
refieren al mismo autor divino con la misma autoridad divina. Por
esa razón, Jesús puede hacer callar al diablo diciendo: «escrito
está», y puede afirmar, sin ninguna indicación de controversia o
hipérbole, que el Creador del universo escribió Génesis. Para Jesús,
la Escritura es poderosa, decisiva y autoritativa porque no es nada
menos que la voz de Dios.
El camino del Maestro es el camino de la Palabra
Jesús tenía a la Escritura en la más alta estima posible. Él conocía
su Biblia íntimamente y la amaba profundamente. A menudo, Jesús
hablaba con el lenguaje de la Escritura, y fácilmente aludía a ella. Y
en los momentos de prueba y debilidad más grandes —como ser
tentado por el diablo o ser muerto en la cruz—, Jesús citaba las
Escrituras.
Su misión era cumplir la Escritura, y su enseñanza siempre
mantenía en alto la Escritura; nunca le faltaba al respeto, la ignoraba
o discrepaba con un solo texto de la Escritura. Jesús afirmó cada
ápice de la ley, la profecía, la narrativa y la poesía, y nunca, ni por
un momento, aceptó la legitimidad de alguien que violara, ignorara,
refinara o rechazara la Escritura.
Jesús creía en la inspiración de la Escritura, de toda ella; aceptó la
cronología, los milagros y las atribuciones del autor al dar los
simples hechos de la historia. Él creía en guardar el espíritu de la ley
sin minimizar la letra de la ley, afirmaba la autoría humana de las
Escrituras mientras que, al mismo tiempo, daba testimonio de la
autoría divina final. Él trataba a la Biblia como una Palabra
necesaria, suficiente, clara, y final. Nunca fue aceptable en su mente
contradecir las Escrituras o colocarse por encima de ellas.
Él creía que la Biblia era completamente verdad, edificante,
importante y toda acerca de Él. Jesús creía absolutamente que la
Biblia provenía de Dios y que no tenía ningún error. Lo que la
Escritura dice es Dios quien lo dice; y lo que Dios dijo fue registrado
infaliblemente en la Escritura.
Esta, entonces, puede ser la única respuesta aceptable a la
pregunta colocada al principio de este capítulo sobre la doctrina de
Jesús sobre la Escritura: es imposible venerar a las Escrituras más
profundamente o afirmarlas más completamente que como lo hizo
Jesús. Él sujetó su voluntad a las Escrituras, comprometió su
cerebro a estudiar las Escrituras, y humilló su corazón para
obedecer las Escrituras. El Señor Jesús, el Hijo de Dios y nuestro
Salvador, creía que su Biblia era la Palabra de Dios en sus
oraciones, frases, palabras, las letras más mínimas y los puntos
más ínfimos, y que nada, en todos esos puntos ínfimos y en todos
los libros de su santa Biblia, podía ser quebrantado.

[1] Robert Watts, The Rule of Faith and the Doctrine of Inspiration: The Carey Lectures for 1884 (Londres:
Hodder & Stoughton, 1885), 139.
[2] Donald Macleod, “Jesus and Scripture,” en The Trustworthiness of God: Perspectives on the Nature of
Scripture, ed. Paul Helm and Carl Trueman (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 2002), 73.
[3] Citado en John Wenham, Christ and the Bible, 3a ed. (Eugene, OR: Wipf & Stock, 2009), 20.
[4] Este párrafo resume muchos de los puntos hechos por Donald Macleod en “Jesus and Scripture,” 91.
[5] Ibíd., 92.
[6] J. I. Packer, “Fundamentalism” and the Word of God (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1958), 61.
[7] Ibíd., 61–62.
8

Persiste en las Escrituras


Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has
aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te
pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la
Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para
instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente
preparado para toda buena obra.
2 TIMOTEO 3:14-17

Al comenzar a leer un libro sobre la doctrina de la Escritura,


quizá pensaste que este sería el primer capítulo, no el último.
Después de todo, 2 Timoteo 3:16 es el versículo más famoso sobre
la Escritura en toda la Biblia. En un sentido, una vez que sabemos
que la Escritura ha sido inspirada por Dios, ya no se necesita decir
nada más. Esta es la definición manifiesta de la inspiración: todo en
la Biblia proviene de la boca de Dios. Suficiencia, claridad, autoridad
y necesidad, todas estas deben ser verdad si 2 Timoteo 3:16 es
verdad, y todas serían falsas si 2 Timoteo 3:16 fuera una mentira.
No hay ningún versículo más importante que este para desarrollar
una comprensión apropiada de la Escritura.
Sin embargo, yo termino aquí. Comencé con Salmos 119 y
termino con 2 Timoteo 3, justo lo opuesto a lo que quizá esperabas.
Hago esto por dos razones: primera, para que puedas ver que, aun
siendo tan significativo este pasaje como lo es para nuestra doctrina
de la Escritura, no dice nada diferente de lo que dicen docenas de
otros versículos. Con todo lo otro que ya hemos visto sobre la
Escritura en la Biblia, no debería sorprendernos ver (otra vez) esta
afirmación de que lo que dice la Escritura, Dios lo dice. Cada
expresión del deleite del salmista en la Palabra de Dios, del deseo
por la Palabra de Dios y de la dependencia de la Palabra de Dios
presupone que cada palabra de la Escritura, ya sea hablada o
escrita, es inspirada por Dios mismo. Si la visión de la inspiración
enseñada en 2 Timoteo 3:16 no estuviera ya asumida, el Salmo 119
sería equivalente a idolatría.
Segunda, terminamos con este pasaje por su énfasis en persistir
(2 Ti. 3:14). Mientras que me encantaría encontrar que muchos de
los que están en la búsqueda del camino estuvieron leyendo este
libro, creo que es más seguro asumir que, si has llegado tan lejos,
probablemente seas cristiano. La mayoría de ustedes ha leído la
Biblia anteriormente. Es por eso que estás interesado en conocer
qué creer sobre la Biblia. Seguramente se te ha enseñado la
Palabra de Dios, a menos en parte. Y el hecho de que estés leyendo
este libro sugiere que ya tienes devoción por la Biblia o estás abierto
a crecer en tu devoción por la ella. Por lo tanto, la exhortación más
apropiada para acabar este libro puede ser la que está en el
versículo 14: persistir. No te olvides de lo que sabes y que ya has
aprendido. No pierdas de vista quién eres. Mantén el rumbo. Sigue
avanzando.
Al principio del versículo 14, Pablo presenta un contraste. Por un
lado, él está pensando en quiénes lo persiguen (v. 11), está
pensando en la gente mala y los impostores que van de mal en peor
(v. 13). Probablemente, Pablo está pensando en hombres como
Demas, que lo abandonó (4:10), o como Alejandro, que le causó
muchos males (4:14); y entonces dice: «Pero… tú» (3:14). Ese es el
otro lado; ese es el contraste. Pablo advierte a Timoteo que no sea
como esos engañadores y desertores. Por lo tanto, le dice: «Mira, tú
has sido criado en el evangelio, arraigado, basado y establecido. El
reto para ti ahora es seguir creciendo; sigue moviéndote en la
misma dirección; mantente firme en la misma fe».
Y esto significa, más que ninguna otra cosa, que Timoteo debe
permanecer cerca de la Palabra de Dios. El mandamiento de
continuar en el evangelio es, para Timoteo como para todos
nosotros, una exhortación para persistir y crecer en los escritos
sagrados (v. 15). «Sigue en esa dirección» —ese fue el buen
consejo que recibió Luke Skywalker al aproximarse a Death Star—,
y es un buen consejo para todo cristiano. No vaciles. No te desvíes
del camino. Ese es el mensaje de 2 Timoteo 3:14-17. Seremos
tentados y probados. Nos cansaremos. Conoceremos muchas
presiones. Si deseamos vivir vidas piadosas en Cristo Jesús,
seremos perseguidos (v. 12). Pero esta es la inmutable instrucción
de Dios: permanece en las Escrituras y mantén el rumbo.
Considera tu historia
Felizmente, Pablo no se detiene con este simple mandamiento sino
que continúa; da sus razones. Vemos en 2 Timoteo 3:14-17 cuatro
razones por las que debemos permanecer en las Escrituras: nuestra
historia, la capacidad de las Escrituras, la originalidad de la
Escritura, y la funcionalidad de la Escritura. Comenzaremos con la
exhortación de Pablo de considerar nuestra propia historia.
Me doy cuenta de que este primer punto no se aplica igualmente a
todos los cristianos. Muchos creyentes han llegado a Cristo
recientemente. Millones ni siquiera tienen una historia cristiana por
considerar. Pero, aun así, es realidad —y yo diría que por diseño de
Dios siempre será así— que la manera más natural por la que el
compromiso cristiano se difunde es a través de la familia. Incluso
cuando nuestra familia natural no ha jugado un rol en nuestra
llegada a la fe, todos tenemos alguna persona en nuestra historia
que fue el medio de gracia salvífica elegido por Dios. Por lo tanto, de
una manera u otra, la exhortación de Pablo a Timoteo es la
exhortación de Dios a nosotros. Recuerda quién te guió a la fe.
Recuerda quién te habló del evangelio. Recuerda quién fue el
primero en enseñarte la Biblia.
Para Timoteo esto significaba Pablo, en cierto sentido (2:2) y, más
significativamente, su abuela Loida y su madre Eunice (1:5; 3:14-
15). Pablo exhorta a este joven pastor a persistir en la Biblia y en el
único evangelio verdadero, porque él los aprendió de su abuela y su
mamá. No siempre razonamos de esta manera, pero deberíamos
hacerlo. Antes de descartar la fe que has aprendido de pequeño,
piensa en aquellos de quienes la has aprendido. Yo fui a una
universidad cristiana normal y corriente donde los profesores de
religión a menudo eran liberales. Vi muchos compañeros de clase
cuya fe fue derruida y nunca fue levantada nuevamente de una
manera saludable. Cuando la gente me pregunta por qué yo no
seguí el mismo camino, la mejor respuesta que tengo —aparte de
mencionar la gracia de Dios— es que yo confié en mis padres y mi
crianza más que en mis profesores. Como estudiante universitario
tuve mis dudas. Hubo nuevas preguntas que no sabía responder.
Pero lo que me mantuvo anclado fue la confianza en lo que había
aprendido cuando era niño, y en aquellos de los que había
aprendido.
Obviamente, no todo el mundo ha sido bendecido en crecer con
buenos padres y en buenas iglesias. Pero eso no hace que el
mandamiento de Pablo a Timoteo sea menos apropiado para los
que sí hemos crecido así. Piensa en tus maestros de escuela
dominical. Piensa en los líderes de tu grupo de jóvenes. Piensa en
tus pastores. Piensa en tu papá, en tus abuelos, en tu mamá. ¿No
tenían en su corazón lo mejor para ti? ¿No te amaban? ¿Eran
impostores? ¿Estaban equivocados en lo que defendían? ¿Sería
razonable que pienses que todos los que vinieron antes de ti,
aquellos que te enseñaron a confiar en la Biblia, que tenían más
experiencia y probablemente más sabiduría que tú, repentinamente
son unos imbéciles ignorantes? ¿Merecen tu cinismo, rechazo o
burla?
Los padres y los pastores no son perfectos, ni siquiera los
realmente buenos. Pablo no está diciendo que debemos seguir a
nuestros mentores a toda costa. Pero ese es el meollo de la
cuestión, y es muy apropiado para adolescentes y veinteañeros que
les gusta cuestionar toda autoridad excepto la propia: antes de dejar
atrás lo que solías creer sobre la Biblia, considera quién te enseñó a
creer lo que solías creer sobre la Palabra.
Yo recuerdo que cuando estaba en un panel de una conferencia,
alguien le preguntó a John Piper: «¿Por qué concluye que la
inerrancia es verdad?». Lo primero que salió de su boca sorprendió
a todos: «Porque mi mamá me dijo que era verdad». Sin embargo,
su respuesta no fue una frase dicha de pasada o un comentario
simplista diseñado para causar un efecto. Piper había captado algo
profundamente verdadero en muchas de nuestras vidas y que era
profundamente bíblico. No es necesariamente un signo de
crecimiento dejar atrás la fe de tu niñez, y tampoco es
necesariamente una debilidad creer la misma cosa a lo largo de tu
vida. ¡Qué privilegio inestimable es familiarizarse desde la niñez con
los escritos sagrados! La razón principal por la que Timoteo debía
permanecer en las Escrituras se remonta hasta más allá de Loida y
Eunice. Pero, a los pies de ellas, Timoteo aprendió a confiar en la
Palabra de Dios. Lo que no es poca cosa y no debe ser dejado de
lado por nada del mundo.
Considera la capacidad de la Escritura
La Palabra de Dios puede hacer muchas cosas; todo, en realidad.
Dios creó por la Palabra. Abraham fue llamado por la Palabra. El
pueblo fue reunido como una nación en Sinaí por la Palabra. Su
liberación de Babilonia se hizo realidad por la Palabra. Lázaro fue
resucitado por la Palabra. La iglesia apostólica fue creada por la
Palabra. A lo largo de la historia redentora vemos a Dios creando,
maldiciendo, llamando, convirtiendo, reuniendo, bendiciendo,
equipando, amenazando y prometiendo por su Palabra. Y, en
nuestra historia personal, vemos más claramente el poder de la
Palabra de Dios en su capacidad para salvarnos (2 Ti. 3:15).
La Escritura no nos dice todo lo que querríamos saber de todo,
pero sí nos dice todo lo que necesitamos saber sobre las cosas más
importantes. La Biblia nos da algo que Internet, con todos sus
terabytes de información, no puede darnos: sabiduría. El propósito
de las Sagradas Escrituras no es, en última instancia, hacerte más
inteligente, o más relevante, o más rico, o conseguirte un trabajo o
un cónyuge, o alejarte de los problemas, ni decirte dónde vivir. El
objetivo de la Biblia es que puedas ser suficientemente sabio como
para poner tu fe en Cristo y ser salvo.
Nada más en el mundo tiene esta capacidad. La palabra del
Presidente es importante. La palabra de tus padres debe ser
honrada. La palabra de tu cónyuge debe ser atesorada. Pero solo la
Palabra de Dios puede salvar. Solo en la Escritura podemos
encontrar la plenitud de la autorrevelación de Dios. Solo en la
Escritura podemos encontrar las buenas nuevas del perdón de los
pecados. Solo en la Escritura podemos ser guiados a creer en
Jesucristo y, al creer, tener vida en su nombre. No creas que no
tienes nada importante que decirle al mundo. Que no te preocupe si
tienes o no algo útil para compartir con la gente herida y necesitada.
No desesperes porque no hay un poder transformador en tu vida.
Sigue acudiendo al evangelio y creciendo en las Escrituras, pues
ellas son más que calificadas para responder a todo eso.
Considera la originalidad de la Escritura
Por «originalidad», no me refiero a la creatividad o maestría de la
Escritura. Estoy usando la palabra más literalmente para referirme al
origen de la Escritura: de dónde vino y quién es responsable por
ella. En 2 Timoteo 3:16 se da la respuesta merecidamente famosa:
«Toda la Escritura es inspirada por Dios». En los dos últimos siglos
aproximadamente, algunos eruditos han tratado de argumentar que
la Escritura es «inspirada» en el sentido de que es un libro inspirado
y que puede inspirarnos. Pero B. B. Warfield comprehensivamente
demolió esa nueva interpretación, más de cien años atrás,
concluyendo después de una meticulosa erudición que
theopneustos (la palabra griega traducida como «inspirada por
Dios» en la RVR-60) «expresa primordialmente el origen de la
Escritura, no su naturaleza, ni mucho menos sus efectos».[1] Como
agrega Warfield: «Los escritores bíblicos no conciben a las
Escrituras como un producto humano inspirado por el Espíritu
divino, y consecuentemente aguzado por sus cualidades o dotado
de nuevas cualidades, sino como un producto divino producido a
través de la instrumentalidad de hombres».[2] La inspiración de la
Escritura es un hecho establecido en el pasado, no un suceso que
esperamos suceda en el futuro. La Escritura no solo inspira, sino
que es inspirada; no es solo exhalada es infundida. Como la
expresión verbal del señorío de Cristo, la Escritura lleva en sí todo el
peso de la autoridad divina, porque proviene completamente de un
origen divino.
Y esto es verdad para toda la Escritura. Cada libro, cada capítulo,
cada línea, cada palabra, todo en ella es inspirado por Dios. No solo
las partes obviamente teológicas, o las memorables; ni solo las
partes que nos conmueven. Todo en ella —historia, cronología,
filosofía—, cada verdad que la Biblia afirma, debe ser tomada como
la verdad de Dios. Cada palabra en la Biblia está ahí porque Dios la
quiso ahí. Por lo tanto, debemos escuchar a la Biblia y permanecer
en ella, y sujetarnos a su enseñanza de la Biblia, porque es la Biblia
de Dios. Es la Biblia de Dios tanto los escritos sagrados del Antiguo
Testamento, que Pablo antes que nada tenía en mente, como los
escritos inspirados para la Iglesia del nuevo pacto, como Pablo
entendió que él mismo estaba dando (1 Ts. 2:13) y como Pedro
entendió que estaba en el proceso de ser escrita (2 P. 3:16).
También es crucial comprender que si toda la Escritura es
inspirada por Dios, hay una unidad a lo largo de las páginas de la
Biblia. Sin minimizar las diferencias de géneros y autoría humana,
de todas maneras debemos acercarnos a la Biblia esperando
reconciliar completamente los distintivos teológicos y las aparentes
discrepancias.
La unidad de la Escritura también significa que debemos
deshacernos, de una vez y para siempre, del sinsentido de las
«letras rojas», como si las palabras de Jesús fueran realmente los
versículos más importantes en la Escritura, y tuvieran más autoridad
y fueran de alguna manera más directamente divinos que otros
versículos. Una comprensión evangélica de la inspiración no nos
permite apreciar más las instrucciones del Evangelio que las
instrucciones en otras partes de la Escritura. Si leemos sobre la
homosexualidad de la pluma de Pablo en Romanos, no tiene menos
peso o relevancia que las Palabras de Jesús que leemos en Mateo.
Toda la Escritura es inspirada por Dios, no solo las partes habladas
por Jesús.
La misericordiosa autorrevelación de Dios nos llega a través de la
Palabra hecha carne y por la Palabra de Dios escrita. Estos dos
modos de revelación nos revelan un Dios, una verdad, un camino, y
un conjunto coherente de promesas, advertencias y mandamientos
por los que vivir. No debemos tratar de conocer a la Palabra que es
divina, aparte de las divinas palabras de la Biblia, y no debemos leer
las palabras de la Biblia sin tener un ojo puesto en la Palabra
encarnada. Cuando se trata de ver a Dios y su verdad en Cristo y en
la santa Escritura, uno no es más fiable, ni más confiable ni más
relevante que otro. La Escritura, porque es inspirada por Dios,
posee la misma autoridad que el Dios-hombre Jesucristo. La
sumisión a las Escrituras es sumisión a Dios. La rebelión contra las
Escrituras es rebelión contra Dios. La Biblia no puede fallar, flaquear
o errar de la misma manera que Dios no puede fallar, flaquear o
errar.
Este alto concepto de la Escritura como la Palabra de Dios
inerrante e inspirada por Dios ha sido la posición de los cristianos
desde el principio. Clemente de Roma (30-100 d.C.) describió a las
«Sagradas Escrituras» como «la verdadera expresión del Espíritu
Santo» y añadió que «en ellas no ha sido escrito nada que sea malo
o falso». Ireneo (120-202 d.C.) afirmó que los escritores bíblicos
«fueron llenos de conocimiento perfecto sobre cada tema» y eran
«incapaces de una declaración falsa». De acuerdo a Orígenes (185-
254 d.C.), «los volúmenes sagrados fueron completamente
inspirados por el Espíritu Santo, y que no hay ningún pasaje, ya sea
en la Ley, en los Evangelios, o en los escritos de un apóstol, que no
proceda de la fuente inspirada de verdad divina». Agustín (354-430
d.C.) explicó en una carta a Jerónimo: «he aprendido a atribuir a
esos libros que son de un rango canónico, y solo a ellos, tal
reverencia y honor, que creo firmemente que ni un solo error debido
a algún autor puede ser hallado en ninguno de ellos». Jerónimo
(393-c. 457 d.C.) declaró que las Escrituras son «la fuente más
pura… escrita y editada por el Espíritu Santo».[3] Aquino (1225-
1274 d.C.) sostiene: «El Autor de la Sagrada Escritura es Dios».[4]
Calvino (1509-1564 d.C.) afirmó que si seguimos las Escrituras
seremos «salvos del peligro del error». Tenemos que abrazar «sin
hallar ninguna falla, todo lo que sea enseñado en la Sagrada
Escritura». Le «debemos a la Escritura la misma reverencia que le
debemos a Dios». En la Escritura, Dios «abre sus santísimos
labios», y los apóstoles eran «escribas seguros y genuinos del
Espíritu Santo».[5] No sería difícil continuar para multiplicar las citas
como esta de Calvino, y su concepto de la inspiración estaba lejos
de ser una novela.
Hasta hace bastante poco, los cristianos de todas las tradiciones
habían dado por sentado la completa confianza y comprehensiva
veracidad de la Escritura. Adoptar el más alto concepto de la
inspiración —como originada por Dios mismo— no fue el invento de
alguna tradición, teólogo o escuela. Simplemente fue parte de lo que
significa ser cristiano.
Considera la funcionalidad de la Escritura
La última razón que Pablo da para permanecer en las Escrituras es
su funcionalidad. Esta podría parecer una pobre razón para
permanecer con la Palabra de Dios, especialmente después de
mirar a todas las implicaciones del término theopneustos. Pero, para
Pablo, la funcionalidad de la Escritura es la conclusión de todo su
argumento. Es la recompensa y el propósito de toda su magnífica
teología.
La Escritura es útil para enseñar. Nos dice quién es Dios y lo que
Él demanda. Nos dice quiénes somos nosotros, por qué estamos
aquí, de dónde venimos y a dónde vamos. Nos habla de amor y
matrimonio. Nos habla de la vida antes de nuestra vida, y de la vida
después de la muerte. Principalmente, nos habla sobre el pecado y
el perdón, sobre Cristo y la cruz, sobre cómo es que estamos
perdidos y cómo ser hallados. Y porque la Escritura nos dice lo que
Dios dice, podemos confiar plenamente en todo lo que dice la
Escritura sobre todo esto.
La Escritura es útil para redargüir y corregir. La Palabra condena y
consuela, convence de pecado y reconforta. Nos detiene cuando
arruinamos las cosas y nos pone en el buen camino nuevamente.
Dios nos dio la Biblia porque nos ama lo suficiente como para
decirnos qué piensa y cómo debemos vivir.
La Escritura es útil para instruirnos en justicia. Nadie tiene éxito en
los niveles más altos de los deportes sin ejercitarse. Nadie llega
lejos en la música sin mucha práctica. Nadie sobresale en erudición
sin años de estudio. Y nadie llega lejos en la escuela de santidad sin
horas, días y años en la Palabra. Tú y yo no maduraremos tan
rápidamente, ni ministraremos tan efectivamente, o viviremos tan
gloriosamente sin sumergirnos en las Escrituras.
Si vamos a ser cristianos competentes, necesitamos la Biblia. La
Biblia nos edifica a fin de que podamos resistir durante el
sufrimiento. Nos da discernimiento para tomar las decisiones
difíciles. Nos dará suficiente fuerza para ser pacientes con otros y
nos hará suficientemente pacientes para responder con amabilidad
cuando otros nos lastiman. La Biblia nos impulsará a llevar comida a
una madre primeriza y a orar por la gente en sus camas de hospital.
La Biblia nos equipa para ser amantes de la verdad y sus
proclamadores. Nos enviará a cuidar a los pobres y dar la
bienvenida al extranjero. No hay límite para lo que la Biblia puede
hacer por nosotros, para nosotros, y a través de nosotros. Nunca
podremos dejar atrás a la Biblia, porque ella siempre busca
hacernos crecer. La Biblia solo no resulta práctica para el inmaduro,
y solo irrelevante para los tontos que creen que casi todo es nuevo
debajo del sol.
Es una cosa seria
Comencé este libro con un largo poema, con un poema de amor que
habla de cantar, hablar, estudiar, memorizar, obedecer y alabar la
Palabra de Dios. Comencé con la aplicación, con la esperanza de
que, para el final, el gozo y la confianza en el corazón del salmista
explotarían en los nuestros. Con todo lo que sabemos sobre la Biblia
y de la Biblia, debemos tener nuestros corazones sintonizados para
la alabanza y nuestras mentes preparadas para la acción.
Y debemos estar preparados para continuar. Continuar en la
verdad de la Palabra de Dios y en la lectura de la Palabra de Dios,
escuchándola con atención; y continuar creyendo todo lo que es
afirmado en la Palabra de Dios. En un mundo que premia lo nuevo,
lo progresivo y lo evolucionado, necesitamos recordar que
Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos (He. 13:8). Y
dado que Él sigue siendo el mismo, lo mismo sucede con su verdad.
Lo que significa que a veces la constancia es la mejor parte del
valor. Charles Hodge, el gran teólogo de Princeton del siglo xix, ha
sido ridiculizado por su alarde de que en el Seminario de Princeton
nunca se originó una nueva idea. Pero pintar esta declaración con la
tonalidad más oscura, como señaló uno de los biógrafos de Hodge,
es devaluar el más grande don de Hodge: su total constancia en la
convicción. «Tomado en su contexto original, el comentario de
Hodge capta la misma esencia del hombre. Él no estaba interesado
en la innovación teológica, porque creía que era imposible mejorar
la creencia ortodoxa».[6] Hodge no estaba buscando nuevas ideas
sobre Dios, porque él creía que la verdad ya había sido revelada, y
dedicó su vida a la explicación y defensa de las Escrituras porque
creía, como Jesús que, sobre todo lo demás, la cosa más
fundamental que podemos decir sobre la Palabra de Dios —entre
cientos de cosas que podemos y debemos decir— es que la Palabra
de Dios es verdad (Jn. 17:17).
John Newton, el comerciante de esclavos que se volvió pastor y
escritor de himnos, cuenta la historia de cuando visitó a una sencilla
mujer que murió muy joven de «una persistente tuberculosis». Ella
era una «persona sobria, prudente, con sentido común, que podía
leer su Biblia, pero había leído poco de otras cosas». Newton
suponía que ella nunca había viajado más de doce millas de su
casa. Unos pocos días antes de su muerte, Newton oró con ella y
«agradeció al Señor que ahora le había concedido a ella ver que no
había estado siguiendo fábulas artificiosas». Después de este
comentario final, la mujer repitió las palabras de Newton y dijo: «No,
no son fábulas artificiosas; estas son auténticas verdades».
Entonces, ella fijó sus ojos en Newton y le recordó el peso de su
vocación y la seriedad de la verdad:
Señor, usted ha sido altamente favorecido al ser llamado para predicar el evangelio.
Frecuentemente lo he escuchado con placer; pero permítame decirle que ahora veo
que todo lo que usted ha dicho, o pueda decir, es comparativamente poco. Y que
recién cuando usted mismo llegue a mi situación y tenga la muerte y la eternidad a la
vista podrá concebir el enorme peso e importancia de las verdades que usted
declara.

Al reflexionar en los últimos días de la mujer, Newton recordó que


«en todo lo que ella habló había dignidad, fundamento y evidencia,
lo cual, supongo, pocos profesores de divinidad, cuando enseñan en
su cátedras, tienen en igual medida». Newton encontró en el
testimonio de la mujer —como frecuentemente encontraba al visitar
a los enfermos y moribundos— «evidencia corroborativa» para las
grandes verdades del evangelio proclamado por Dios en su Palabra.
«Oh, señor», exclamó la joven mujer, «morir es algo serio, no hay
palabras que puedan expresar lo que se necesita para sostener el
alma en la solemnidad de la hora de la muerte».[7]
No hay palabras que puedan expresar lo que se necesita en la
hora de nuestra muerte. Pero sí hay palabras para sostenernos en
ese momento, y en cada momento desde esta hora hasta que aquel
momento llegue. Son las palabras de la verdad, las palabras de
vida, las palabras inspiradas por Dios de la Sagrada Escritura.
Palabras que nunca fallan ni fracasan, que exaltan a Cristo y que
nos fueron dadas por el Espíritu Santo. Permanecer en las
Escrituras puede parecer algo de poco peso ahora, pero sentiremos
su peso algún día. Llegará un tiempo cuando se mostrará si nuestra
vida fue fundamentada en trivialidades o realidades.
Por lo tanto, no debilitemos nuestro compromiso con nuestra
inquebrantable Biblia. No nos desviemos de su divinamente
exaltada verdad. No vacilemos en nuestro deleite y deseo. Dios ha
hablado y, a través de esa revelación, Él todavía habla. En última
instancia, podemos creer en la Biblia porque creemos en el poder, la
sabiduría, bondad y veracidad del Dios cuya autoridad y verdad no
puede ser separada de la Biblia. Confiamos en la Biblia porque es la
Biblia de Dios. Y, como estamos hablando de Dios, tenemos toda la
razón para confiar en su Palabra.

[1] Benjamin B. Warfield, The Inspiration and Authority of the Bible (Phillipsburg, NJ: Presbyterian &
Reformed, 1948), 296.
[2] Ibíd., 153.
[3] Estas citas pueden ser halladas en Carl F. H. Henry, God, Revelation, and Authority, 6 vols. (Wheaton, IL:
Crossway, 1999), 4:370–372.
[4] Summa Theologica I.i.10, en Introduction to St. Thomas Aquinas, ed. Anton C. Pegis (Nueva York: Modern
Library, 1965).
[5] Estas cinco citas provienen respectivamente de Commentary on Matthew 22:29; Institutes 1.18.4;
Institutes 1.6.1 (cf. 1.8.5); Institutes 2.12.1 (véase también 1.8.5; 3.22.8; 3.23.5; Commentary on 1 Peter
1:25); Institutes 4.8.9.
[6] Paul C. Gutjahr, Charles Hodge: The Guardian of American Orthodoxy (Oxford: Oxford University Press,
2011), 363.
[7] Esta historia, incluyendo esas citas, se encuentran en Letters of John Newton (Edinburgh: Banner of Truth,
2007 [1869]), 100–101.
Recursos recomendados
Bruce, F. F. ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo-
Testamento? San José, Costa Rica: Editorial Caribe, 1972.
Calvino, Juan. Institución de la religión cristiana. Grand Rapids:
Nueva Creación, 1988, libro 1, capítulos 1–10.
Campbell, Charlie. Respuestas a preguntas que hacen los
escépticos. Grand Rapids, Editorial Portavoz, 2009.
Grudem, Wayne A. “Primera Parte: La doctrina de la Palabra de
Dios”, Teología sistemática. Miami: Editorial Vida, 2007.
Plummer, Robert. Preguntas y respuestas sobre cómo
interpretar la Biblia. Grand Rapids: Editorial Portavoz, 2013.
Sproul, R. C. Cómo estudiar e interpretar la Biblia. Miami:
Editorial Unilit, 2004.
La misión de Editorial Portavoz consiste en proporcionar productos de calidad —con integridad y excelencia
—, desde una perspectiva bíblica y confiable, que animen a las personas a conocer y servir a Jesucristo.

Título del original: Taking God At His Word © 2014 por Kevin DeYoung y publicado por Crossway, 1300
Crescent Street, Wheaton, Illinois 60187.
Traducido con permiso.
Traducción: Juan Terranova
Edición en castellano: Confía en su Palabra © 2015 por Editorial Portavoz, filial de Kregel Publications, Grand
Rapids, Michigan 49505. Todos los derechos reservados.
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