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La leyenda del fuego

( chiriguana , Formosa)

Al principio fueron unas pequeñas gotas.


Podía pensarse que de una nube pasajera.
Después, fue una lluvia. Una lluvia po-
derosa, de esas que anuncian que no van a
terminar nunca.
El cielo se volvió acabadamente gris os-
curo. Cuando llegó la noche, nada cambió.
La misma oscuridad, la misma pelea en el
cielo retumbando en la tierra.
Siguió lloviendo al otro día y a la noche
y al día siguiente. Y así, por un tiempo in-
terminable donde amaneceres y ocasos se
esfumaron transformados en un crepúscu-
lo parejamente húmedo, caprichoso e im-
posible.
Los animales se habían escondido con garles con el pensamiento una vida que
la primera llovizna, pero los hombres más continuara allí, bajo el agua.
jóvenes intentaron llevar una vida normal. Parecían haber desaparecido como si no
Por lo menos los primeros días. hubieran existido nunca.
Y tuvieron que desistir. En realidad, parecían haberse diluido.
Seguía lloviendo y relampagueando y Tal vez porque la imaginación también se
tronando con la misma furia, sin amainar. desleía, aguada en lluvia.
Arroyos, lagos, ríos se abultaron y recar- Cualquier ser que sobreviviera bajo la
garon y explotaron, derramándose sobre tormenta debía sentirse como un charco sin
los terrenos, las viviendas, las personas,
los escondidos animales.
Los que pudieron treparon a las eleva-
ciones. Lo hicieron sintiendo cómo el ba-
rro cedía bajo sus pies.
Los que ascendieron a un árbol vieron,
en agonía, cómo el agua iba subiendo,
hasta taparlos.
Se hundieron, casi todo se hundió.
Y siguió lloviendo.
Al cabo de tanto tiempo ya no fue posi-
ble entibiarse ni con el recuerdo del sol.
Ni siquiera pensar en las cosas sumergi-
das podía rescatarlas del olvido en que se
habían hundido. No había forma de otor-

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forma, derramado en una tiniebla acuosa e Pero saber que años después ya ni re-
infinita. cordaban el diluvio más que con un estre-
Pero en tanta monotonía inerte alguien mecimiento leve provocado por la caída
quedaba vivo. del primer rayo o el ruido del primer true-
Dos indiecitos, uno varón, otra mujer, no que anunciaba la tormenta, hace pen-
resistían en un lugar extrañamente prote- sar que eran muy, muy pequeños.
gido de la lluvia. Aunque tal vez los indiecitos no recor-
Y quedaba vivo, cumpliendo una mi- daran porque esa lluvia desmedida cayó
sión, un sapo en un pozo, también como para llevarse muchas cosas malas, doloro-
los indiecitos, milagrosamente protegido sas o molestas. Para lavarlas.
de la lluvia. Y que el generoso sol que apareció des-
Y tal vez alguien o algo más. pués, se ocupó de evaporar efectivamente
No sé cuándo, pero un día, paró de llover los restos de las aguas sucias.
de golpe. El sol apareció tan normalmente Ahora volvamos al momento en que el
como si jamás se hubiera ido, revelando sol volvía a poner las cosas en su lugar.
crudamente la devastación que había Ahí, todavía, el sapo no había cumplido
provocado el diluvio. la última parte de su misión.
No se puede determinar qué edad te- Le había sido encomendada cuando se
nían los pequeños sobrevivientes en ese hicieron sentir las primeras gotas.
momento. Cuando entre truenos, se le apareció
Porque al verse solos, no lloraron ni se una india bajita, de cabeza y pies grandes,
desesperaron. Inmediatamente se pusie- la cara tapada por un sombrero de ala muy
ron a buscar juntos refugio y comida. ancha.
Esa acción hace pensar que eran madu- El sapo la reconoció nomás al verla. Era
ros. la Gran Madre, la Pachamama.

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Buscó con la vista al perro negro que -Protege el fuego de la inundación. No
siempre la acompañaba. Estaba ahí. dejes que se apague.
Todo lo que decían de ella estaba ahí. El sapo cerró la boca y la vio irse entre ra-
Los petacones de cuero que seguramente yos, aún emocionado.
en su interior tendrían oro y plata. El lazo Aguantó así, protegiendo entre las man-
de víbora. díbulas los carbones encendidos durante
El sapo abrió la boca para saludarla. Pe- cada segundo de la inundación. Los carbo-
ro la Pachamama no lo dejó. Le metió en- nes no se apagaban ni se consumían. Su
tre las quijadas unos carbones encendidos propia respiración los avivaba.
y le dijo: Y cuando el sol se dejó ver, por fin, el sa-
po nadó y saltó hasta dar con los indiecitos.
Estos estaban tiritando en un lugar seco.
El sapo dejó su carga sobre unas rami-
tas, cerca de ellos. El fuego se encendió
enseguida.
Los pequeños se acercaron a calentarse.
Con el tiempo, también aprendieron a asar
en el fuego sus alimentos.
Los días se sucedieron, cambiantes, y to-
do lo que nació después de las lluvias fue
creciendo.
Como el amor de los indiecitos que cre-
ció con ellos.
Con el tiempo se unieron en matrimo-
nio ante las leyes del cielo y formaron una

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enorme familia, fueron origen de la tribu
de los chiriguanos.
Una tribu que no recuerda lo que quie-
re olvidar.
Y no olvida lo que quiere guardar para
siempre en la memoria.
Como esta leyenda ...

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La piedra movediza de Tandil
(Buenos Aires)

Un puma desesperado puede perseguir su


presa por cualquier terreno. Y alcanzarla.

Un puma hambriento puede querer mor-


der el viento de rabia y desesperación y de
vacío.

Un puma feroz puede enfrentarse a las


fuerzas de la naturaleza y desafiar hasta al
mismo cielo que traza su destino.

Un puma helado por dentro puede que-


rer comerse el origen de todo calor.

Una vez hubo un puma así. Era en el


inicio del tiempo. Persiguió al Sol hasta el
cielo. Lo hostigó desde el amanecer bus- inmensidad, ahora se aproximaba como
cando su ocaso. una cerca, para encerrarlos.

Pero los indios habían nacido del Padre Como siempre que se sentían acorrala-
Sol y ese día, apenas despertaron de la no- dos, los indios elevaron su mirada al cielo.
che más oscura, notaron que el mundo ya Miraron hasta poder ver las heridas del Sol
no era resplandeciente. La luz que llegaba y al puma que las provocaba. El felino era
del cielo era enfermiza. No iluminaba, no feroz, pero los indios sintieron que ni su
aclaraba, no caldeaba, no nutría. bravura ni sus garras habían herido al Sol.
Lo que lo había lastimado era su helada de-
El tiempo no pasaba. Siempre era la sesperación.
misma hora, alargada en la agonía. El ai-
re no circulaba, oprimiendo. El horizon- Desde ese momento, el puma fue el ene-
te, que hasta ese día se alejaba de pura migo. Odio y armas lo señalaron. Miles de
flechas lo buscaron, miles lo encontraron, Una piedra quedó sobre una flecha, mo-
miles fueron las heridas del animal que viéndose, nerviosa. Quedó al borde de un
cayó rugiendo. precipicio y no dejó de moverse hasta el
día 29 de febrero del año 1912.
Cayó en la Pampa como una herida vi-
va. Ningún indio se le acercó, ni siquiera Ese día, la Piedra Movediza de Tandil
para rematarlo. El Sol, libre de su acosa- se deslizó y cayó, rompiéndose en frag-
dor, recuperó sus oros y bañó en luz al mentos dispersos.
pueblo de guerreros, a sus buenos hijos. La piedra fue real, estaba en la Provin-
Después, como todas las tardes, el Padre cia de Buenos Aires, en la Sierra de Tandil
se despidió en vivaces colorados. Esta
y se movía, vaya a saber por qué ...
vez, los rojos del atardecer no fueron me-
lancólicos. Al irse, el Sol empujó el hori- Para saberlo, habría que habérselo pre-
zonte hasta volverlo nuevamente distante guntado al puma.
y abierto a la imaginación.
Llegó su esposa, la Luna, la Gran Madre.
Y en la noche iluminada por su presencia
vio al puma desparramado de dolor en la
llanura. Enseguida supo todo, porque lo
había presentido. Quién sabe qué le pasó
por la cabeza a la Luna, pero comenzó a
arrojar piedras para tapar al felino. Arrojó
piedras enormes, piedras totales. Como era
una dama celeste, su acto impulsivo dio
origen a algo bello: las Sierras de Tandil.

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