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alton Trumbo, ese rojo pacifista que

escribió Espartaco
Publicado por Paula Corroto
Dalton Trumbo. Fotografía: Samuel Goldwyn Films / Cordon Press.
Hay un par de escenas de la película Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) que se han
repetido hasta la saciedad y sobre las cuales se han elucubrado todo tipo de teorías: la de las
«ostras y caracoles» y «yo soy Espartaco». La primera, prohibida durante el franquismo por
su alusión a la homosexualidad, y la segunda, por ser una metáfora de la solidaridad
revolucionaria en tiempos en los que en EE. UU. el comunismo estaba peor visto que en su
día lo fuera Sadam Hussein o ahora Bashar Al Assad.

Sin embargo, el rodaje de aquella película, de la que Stanley Kubrik nunca se sintió muy
satisfecho —lo cierto es que la cogió a mitad de metraje después de que Anthony
Mann fuera despedido—, supuso mucho más que aquellas dos escenas. Principalmente
porque su guion partía de Dalton Trumbo, que estaba en las listas negras del macartismo, y
porque solo el hecho de que figurara en los créditos significó un puñetazo en la mesa de
Hollywood frente a los temerosos de Marx. Eso sí, más de una década después de que el
universo cinematográfico hubiera sucumbido con todo tipo de delaciones. Como dijo  Orson
Welles: «Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas.
Somos pocos quienes no hemos traicionado nuestra postura, los que no hemos dado
nombres de otras personas».

Kirk Douglas, el actor del hoyuelo que a estas alturas ya nos parece eterno, ha decidido
contar ahora qué pasó exactamente en aquel rodaje en el libro Yo soy Espartaco (Capitán
Swing), que cuenta con un prólogo entusiasta de George Clooney —por eso de que el
clan Obama de Hollywood sabe apoyarse bien entre ellos—. Y lo hace porque, según él,
ahora EE. UU. está incluso más dividido que en los cincuenta y sesenta, con el estallido de
la caza de brujas. Douglas pretende contarnos un relato sobre la solidaridad y sobre el poder
del diálogo para cuadrar nuestras diferencias. Y, además, no se corta un pelo (a los noventa
y cinco años no hay ninguna necesidad de ello) en señalar el desastre que supuso el
macartismo: «Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta
catástrofe nacional», escribe. No obstante, algo se echa en falta: ¿por qué el señor Douglas
no nos ha contado algo más sobre Dalton Trumbo, el verdadero héroe de esta historia? ¿Por
qué al final parece más una historia sobre el carácter heroico de este actor y productor? ¿Por
qué queda la sensación de que fue Douglas, él solito, quien acabó con aquella censura? Al
fin y al cabo también lo ha escrito él y cada uno cuenta las cosas como le apetece, que para
algo es el autor.

Este péplum que tenemos en la cabeza comenzó su producción en 1957. Diez años antes, el
Comité de Actividades Antiestadounidenses había condenado a diez guionistas y directores
de cine a la cárcel y a no trabajar más en Hollywood por sus ideas comunistas. En aquel
tribunal se encontraba, por otra parte, un joven Richard Nixon. Y enfrente, entre los
acusados, Dalton Trumbo, conocido entonces por novelas como Johnny cogió su fusil.

Si se mira una foto de Trumbo en aquella época se ve a un hombre de rostro


delgado, fino, con gafas de pasta y ese bigote tan años cuarenta. No parece haber
demasiada peligrosidad, aunque sí determinación. De hecho, en aquel tribunal él
no delató a otros compañeros y, por supuesto, no se declaró culpable de sus
ideas. Poco nos cuenta Douglas, no obstante, de lo que sucedió después del
juicio. Trumbo fue a parar a prisión y ahí acaba la pista (no resurgirá hasta años
después con Espartaco).
El presidente del Comité de Actividades Antiestadounidenses, Martin Dies Jr.,
rodeado de periodistas en 1955. Fotografía: Harris & Ewing / Library of Congress
(DP).
Pero sí podemos ahondar en su vida a través de otros archivos como el
documental que se filmó en 2007, Trumbo y la lista negra, en el que aparecen todo
tipo de imágenes, cartas, obras escritas que reflejan quién fue este personaje que
ganó dos Óscar —por Vacaciones en Roma y El Bravo— aunque sin figurar en los
créditos, y que también firmó otro filme de denuncia de la violencia como
fue Papillon, en 1973.

Trumbo nació en Montrose, Colorado, en 1905, hijo de emigrantes francosuizos y en su


adolescencia se pasó noches trabajando en una panadería y viendo películas. Antes de
cumplir los treinta ya escribía reportajes y pequeñas historias para Vanity Fair y Hollywood
Spectator. De hecho, en 1934 se convirtió en editor de esta revista, que le llevó
directamente a los estudios Warner.

Fue en esa época cuando comenzaron sus simpatías hacia el Partido Comunista. Él se
definía como pacifista y por ello se mostraba contrario a que Estados Unidos participara en
la II Guerra Mundial de la mano del Reino Unido. En 1939 escribiría la novela Johnny
cogió su fusil, completamente antibelicista, aunque no pudo dirigir su adaptación al cine
hasta 1971. Del libro se pueden escoger algunas de las frases que destrozan cualquier lema
de la Legión Extranjera.
No existe nada noble al morir. Ni siquiera cuando mueres por honor. Ni siquiera cuando
mueres como el mayor héroe que el mundo haya visto. Ni siquiera cuando eres tan grande
que tu nombre nunca será olvidado y, ¿quién es así de grande? Lo más importante es su
vida muchachos. Ustedes no son nada muertos, excepto para los discursos. No los dejen
burlarse más. No pongan atención cuando les den palmadas en los hombros y les digan, ven
con nosotros tenemos que pelear por la libertad o cualquier palabra que usen, porque
siempre hay una palabra.

Ustedes no son nada muertos, excepto para los discursos. Algo así también se puede
encontrar en los libros de Arturo Barea, quien participó como soldado en la famosa guerra
del Rif y posterior desastre de Annual, y a quien aún se le deben bastantes homenajes en
España.

Pero volvamos a Trumbo. En 1943 se afilia al Partido Comunista donde permanece hasta
1948. Un año antes fue condenado a once meses de prisión y a no volver jamás a
Hollywood. De hecho, cuando sale de la cárcel se marcha con su familia a México, donde
seguirá escribiendo guiones. Y ahí es cuando, en 1953, surge esa maravillosa película
llamada Vacaciones en Roma, un cuento de hadas que aborda, no obstante, un tema que
ahora borbotea por todos los periódicos: el derecho a nuestra privacidad. Trumbo, que tuvo
que firmar como Ian McLellan Hunter, escribió una historia casi de espías y chantajistas
que se aprovechan de la información que saben del otro. Casi como lo que a él le ocurrió
cuando fueron investigadas sus propias actividades. La película se recuerda hoy por sus
imágenes de Roma, por la química entre Audrey Hepburn y Gregory Peck, pero sin ser
una obra maestra, también tiene un trasfondo político: hay información que no debe hacerse
pública porque permanece en el ámbito de la intimidad, aunque te puedan decir aquello de
«No está vedado cazar princesas». Trumbo obtuvo el Óscar por este guion, pero no pudo
subir al escenario para recibirlo.

A finales de los años cincuenta, la caza de brujas ya estaba renqueante. Es entonces cuando
entra en escena Kirk Douglas y todo lo que relata en el libro Yo soy Espartaco. En realidad,
la aparición de Trumbo en su vida fue casi por casualidad, ya que en un primer momento no
iba a ser el guionista, sino que este trabajo había recaído en el autor de la
novela Espartaco, Howard Fast. Pero todo salió mal. El guion no gustó a nadie, y mucho
menos a Universal, el estudio encargado de poner la mayor parte del dinero para la
producción. Fue a Eddie Lewis a quien se le ocurrió que podrían llamar a Sam Jackson,
otro nombre ficticio de Trumbo para trabajar. Y aceptó.

Caracoles, ostras, Yo soy Espartaco… Muchas frases han quedado para la historia de este
extraordinario guion que, de alguna manera, se venga de lo que Trumbo pasó en los años
cuarenta con el macartismo. ¿No quieres comunismo? Toma dos tazas: «Solo un hombre
que se sabe libre es capaz de liberarse de la esclavitud», «Volveremos y seremos millones».
¿No quieres conductas inmorales? Toma caracoles o esa otra sentencia que Douglas le
suelta a Jean Simmons, que interpreta a Lavinia: «Nunca he estado con ninguna mujer».
Una frase que, por otra parte, el actor temía que el público se tomara a risa dada su faceta de
gigoló durante años.

No es improbable pensar que Trumbo estuviera pensando en personas muy determinadas


cuando escribió este texto. Quizá en el propio Nixon, sin saber que una década después
sería el presidente de los EE. UU.: «Si castigáramos a todos los jefes de milicia que se han
puesto en ridículo, no quedaría nadie con grado superior al de centurión», suelta Graco,
interpretado por Charles Laughton. O lo que es lo mismo: bofetada a la mediocridad de los
líderes. El conocido «quien llega arriba es porque es un mediocre y fácil de manejar», que
hoy todavía resuena con fuerza, escrito con mucha más clase y elegancia.
Pero, ¿por qué logra Trumbo salir del abismo del exilio? ¿Por qué llega a figurar en los
créditos de Espartaco? No es, desde luego, solo la mano ejecutora de Douglas, aunque
también lo impulsara y estuviera de acuerdo. En 1960, con la película a punto de estrenarse,
ya había un nuevo presidente en la Casa Blanca: el carismático John Kennedy. Poco
quedaba de la época anterior y el Technicolor comenzaba a tomar fuerza desde los
televisores: «A new life has come». Un murmullo burbujeante se oía ya en las calles que
poco después estallaría en la forma de las manifestaciones por los derechos civiles, contra la
Guerra de Vietnam, etc. Colocar a Trumbo en los créditos era subirse a la nueva ola. Era
molar. Y, además, estaba muy bien.

Eso también lo pilló Otto Preminger, el director de Éxodo, que había contado en el guion
con Trumbo, y que decidió que este apareciera por primera vez con su nombre real en los
créditos. Así, entre uno y otro, hicieron que en 1960 todo cambiara porque, en realidad,
todo había cambiado ya. De repente, hasta había un presidente que iba al cine a
ver Espartaco.

Quien nunca se movió un ápice de su sitio fue el singular guionista. Al menos, así lo dicen
sus trabajos posteriores. Ya con la gloria sobre sus hombros, no permitió que su pluma
temblara y se plegara al poder (que ahora estaba de su parte), por lo que en 1973 escribió
uno de sus guiones más memorables y con el que volvió a ajustar cuentas con su
pasado: Papillon. La película, dirigida por Franklin J. Schaffner e interpretada por Steve
McQueen y Dustin Hoffmann es una denuncia brutal de las condiciones en las que pueden
llegar a estar los presos, siendo estos además inocentes. Posiblemente sea uno de los filmes
más duros sobre la temática, con escenas de tortura en las que arrancar uñas de cuajo quizá
sea de lo más flojo. La atrocidad hecha carne humana y un desbordado anhelo de libertad.

Fue por lo que Trumbo luchó toda su vida y lo hizo mediante las palabras, que eran el arma
que él tenía. Hay que aplaudir hoy a Kirk Douglas que nos recuerde, aunque sea desde su
atalaya, quién fue este hombrecito y qué supuso para la historia del cine y de los que fueron
a ver sus películas. Murió en 1976 de un ataque al corazón dejando incompleta su novela —
publicada de manera póstuma— La noche del uro, que ha sido reeditada recientemente por
Plataforma. A través del personaje de un oficial nazi, en ella el escritor sondeó los mismos
entresijos humanos que le habían obsesionado siempre: «Esa oscura ansia de poder que
acecha en todos nosotros, esa perversión del amor que es secuela inevitable del poder, el
perverso, exquisito placer del poder absoluto». Él sabía muy bien de lo que hablaba.
Woody Strode, Stanley Kubrick y Kirk Douglas durante el rodaje de Espartaco.
Imagen: Bryna Productions / Universal Pictures.

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