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Subjetividad

y emoción



La dramaturgia y la subjetividad
La actuación y la desorganización emocional


Javier Daulte


Introducción

Hace un tiempo que ante la pregunta que suelen hacerme
muchos periodistas acerca de si prefiero trabajar con obras propias o
con ajenas, que si me gusta escribir para la televisión más que para el
teatro, que si me gusta más escribir que dirigir, etc; empecé a ensayar
una respuesta de compromiso que más o menos dice así: “Lo que más
me gusta es contar historias y trabajar con actores”. Siempre supe que
era una respuesta de compromiso. No ahondaba en el asunto. Tampoco
me preocupaba demasiado. Sin embargo, el trabajo me fue llevando a
explorar cada vez más los dos aspectos que abarcan todo mi quehacer
como artista, que son escribir y dirigir actores. Ambas tareas tienden a
estar fusionadas en mi práctica. Cuando escribo tengo sumamente
presente el comportamiento de los personajes a partir de su
desorganización emocional. Cuando dirijo actores y actrices tengo
sumamente presente el rol dramatúrgico que les corresponde. Podría
pensarse que entremezclo las disciplinas. Y es así, y no porque sí.

Cuando dirijo me veo en la obligación de ponerme en la piel de
cada personaje y al hablar con un actor o una actriz acerca de tal o cual
momento de la pieza me inclino con todas mis fuerzas para sostener a
cualquier costo el punto de vista del personaje en cuestión. Al extremo
que al resto del elenco casi le prohíbo que escuche mis directivas a ese
actor o actriz en particular. Esto sucedió con especial contundencia
dirigiendo Después de casa de muñecas (Dolls House Part II), de Lucas
Hnath. Sin duda porque se trata de una pieza donde el punto de vista y
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sus giros con la aparición de los distintos personajes resulta su


principal atractivo.

Respecto del universo emocional de los actores / personajes, los
seminarios de entrenamiento actoral que suelo dictar resultan un
territorio de reflexión permanente acerca del asunto. Intentado llevar a
los participantes lejos de las convenciones psicologistas que parecen
ser el patrón de las elecciones emocionales de los actores y actrices, me
vi obligado a conceptualizar el tema de la emoción del actor a extremos
que antes no hubiera imaginado. En pocas palabras, insto a los actores
y actrices a buscar una desestabilización emocional (no psicológica; no
se juega con la historia de nadie) que les permita un abordaje
desprejuiciado y aventurero respecto del juego emocional, habilitando
lo que llamo desorganización emocional y que en definitiva no busca
otra cosa que la singularidad emocional del actor / actriz, que es a mi
entender la más noble herramienta con la que puede contar un
intérprete.

Catalogar las situaciones y las emociones de los personajes es un
afán promovido por nuestra imperiosa necesidad de control y
organización frente a la frágil, volátil y sobre todo inquietante materia
de que están hechos los personajes y las situaciones que actores y
actrices deben encarnar. Y buscamos en disciplinas aledañas pistas que
nos permitan hacer una catalogación más o menos seria, o lo menos
burda posible. Así es como chapuceamos en psicología y sociología
(cuando no en astrología) sin saber demasiado, olvidando que quizá el
arte del teatro tiene sus propias verdades para desplegar y que
deberíamos defender, sin necesidad de pedir prestados conceptos y
conocimientos a ningún otro saber o disciplina. Justamente, si algo
creo que logra el teatro como arte es descatalogar, discontinuar las
claves del comportamiento humano. No lo contrario. ¿Y por qué sería
valioso descatalogar? Entre otras cosas, porque es la única manera de
eludir el pragmatismo de la sociedad de consumo que pretende
identificar nuestros deseos y convertirlos en apetitos fáciles de
satisfacer. Siempre será la singularidad la que resistió y resistirá tal
encasillamiento de las conductas.

Es sobre estos asuntos que me gustaría desarrollar algunos
pensamientos que me vienen rondando desde hace rato.


La subjetividad
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En nuestra cultura hay un basurero disponible para meter allí
dos cosas que suelen hacer obstáculo al desarrollo y buen
funcionamiento de la vida en sociedad: la subjetividad y la emoción.

El psicoanálisis se ha ocupado especialmente de la primera,
descubriendo que en la subjetividad radican casi todas nuestras
dolencias neuróticas, y que un cambio de la posición subjetiva redunda
en beneficios para la cura a través de la palabra. El resto de las
disciplinas (exactas y no exactas) tienen serios problemas con la
subjetividad. La Justicia quizá la primera de todas. No puede haber
verdad ni nada bueno puede provenir del ejercicio de la subjetividad.
Una sentencia tiene que estar lo más objetivamente evaluada para
considerársela justa. De la misma manera un puente para no
derrumbarse requiere de estudios objetivos concienzudamente
desplegados y ejecutados, más allá de cualquier mirada subjetiva sobre
el asunto. Un diagnóstico médico tiene que atenerse a datos concretos
y objetivables para dar con una terapéutica adecuada. De la misma
manera, la educación, la seguridad, la política se manejan en territorios
donde los niveles de responsabilidad1 de sus actores es tal que es
loable reducir a su mínima expresión todo lo que tenga que ver con
miradas subjetivas.

La subjetividad es algo que molesta. Porque es contestable. La
objetividad no. Dos más dos es cuatro, no importa lo que a mí o a
cualquiera le parezca. La verdad de la matemática prescinde de
nuestra opinión, nuestro parecer, nuestra historia.

Nuestra percepción personal del mundo y de las situaciones que
se suscitan en él tiende más a enfermarnos y a hacernos sufrir que a
aportar nada edificante.

Y es sin embargo el teatro (no ocurre de la misma manera en
otras disciplinas artísticas) donde la subjetividad es estrella. Porque el
teatro es el espacio exclusivo para exponer el contraste de las
subjetividades. Es donde la contestable subjetividad se vuelve
incontestable (no puedo hacer nada con tu punto de vista, porque es el

1 Ya desarrollé el concepto de responsabilidad en el arte en la segunda parte de mi trabajo Juego y
compromiso. Declaraba allí la importancia de la irresponsabilidad en el arte, afirmando que la única
responsabilidad del artista es garantizar la irresponsabilidad del acto artístico. Esto se sustenta en la
idea de que el arte no es un servicio, no es de utilidad objetivable para una comunidad. Muy por el
contrario, es donación de algo completamente inútil e innecesario y que por esa misma razón es capaz
de modificar conductas y pensamientos en cualquiera.
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tuyo y el mío es el mío) y tiene en el teatro su legítimo territorio. Es


donde nos sentamos a escuchar, a enterarnos de eso precisamente: de
la interacción de las subjetividades. Quizá nunca en mayor medida que
en el teatro griego. De hecho, en aquel entonces la subjetividad no
tenía ningún lugar dentro de lo que podemos llamar conocimiento. Y
tal vez porque no tenía ningún lugar fue en el teatro donde prosperó
tanto.

Claro que cualquiera podría argumentar que se trata solo de una
subjetividad, la del autor, el artista; y siendo así lo mismo pasaría con
una novela, con una poesía, con un cuadro, una escultura o una pieza
musical. Es la subjetividad del artista la que me interpela. Su modo
subjetivo de ver / conocer la realidad. Sí y no. Porque en el teatro se da
una situación especial que no se produce en las otras artes. El texto es
encarnado por actores y actrices. Y eso hace que se genere la ilusión de
una multiplicidad de subjetividades que dialogan y contrastan entre sí.

Es el teatro el único lugar en el que esto ocurre. Porque no ocurre
en el cine o en la televisión. En el cine y la televisión hay punto de vista
aunque lo queramos eludir2. De la misma manera que en el teatro el
punto de vista no existe por más que lo queramos imponer.

Es este el momento de aclarar que estoy hablando de un teatro
de situaciones. El monólogo teatral quedaría en un territorio más
cercano al de la narrativa y sus leyes, por más que lo encarne un actor
o una actriz.

Cuando la dramaturgia da voz a diversos puntos de vista frente a
X situación, cuando se sumerge en lógicas repartidas y contrastantes,
ofrece un espectáculo único. Y nosotros, como espectadores, somos
testigos de ese lance de subjetividades. Y claro, esas subjetividades
finalmente también van a contrastar, a friccionar, con un nuevo punto
de vista, con una nueva subjetividad, la del espectador. Es claro que
esto último ocurre con toda experiencia estética. Nuestra subjetividad
está siempre contrastada con la del artista. ¿Por qué veía así los colores
Van Gogh si yo los veo de esta otra manera? ¿Por qué percibe el poeta
el verano de ese triste modo cuando a mi me alegra la llegada de
diciembre? Lo que ocurre en el teatro y no así en el resto de las artes es
que no estamos contrastando con el autor, sino con la multiplicidad de
subjetividades que el autor presenta a través de los personajes.


2 Ese punto de vista coincide con la subjetividad del autor / director.
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Entonces, digámoslo, es sólo en el teatro donde esa cosa llamada
subjetividad (que todos tenemos y que siempre nos trae problemas) se
revaloriza.

En rigor debiéramos decir que es el teatro el que inventa la
subjetividad, ya que fuera del teatro sólo es basura y la basura no tiene
nombre ni estatuto.

Y esto nos lleva al otro asunto que me interesa pensar. La
emoción. Y la actuación.


La emoción

Quizá una de las características de la vida adulta es la capacidad
de disimular y/o esconder las emociones. Hagamos el ejercicio de
recordar cuando la espontánea aparición de nuestras emociones nos
traicionaba en lugares públicos en nuestra siempre conflictiva
pubertad. Nada más lejos del agrado de cualquiera. Mostramos
nuestras emociones a unas pocas personas y dependiendo de la
ocasión. Para que la emoción se manifieste sin avergonzarnos
necesitamos un clima de fuerte intimidad. Cuando una película nos
emociona y nos hace llorar mientras estamos protegidos por la
oscuridad de la sala y luego se encienden las luces para que salgamos
del cine, tratamos rápidamente de enjugarnos las lágrimas y que sea lo
menos notoria la emoción que nos embargó.

Alguien podría decir que es bueno mostrar las emociones, que
esconderlas es represión o autocensura y que eso no es nada saludable.
Puedo estar de acuerdo en parte con ese parecer. Pero creo que es
bueno y altamente significativo que guardemos la emoción para la
intimidad. Eso hace más valioso lo que la emoción estaría atesorando.
Es en la intimidad del amor que podemos dar rienda suelta a nuestras
emociones respecto de nuestro objeto amoroso. Hacerlo frente a otros
resultaría casi un acto exhibicionista. Muchas veces sucede que cuando
somos abordados por una fuerte emoción esperamos a estar solos para
dejarla crecer y fluir. Recuerdo una película argentina, Miss Mary de
María Luisa Bemberg, en la que se hablaba del “cuartito para llorar”. Es
cierto que se trataba de la clase aristocrática argentina de mediados
del siglo XX donde sus códigos de conducta nos pueden resultar no
sólo extraños, sino que también algo forzados. Pero no dejó de
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llamarme la atención ese singular apunte, en el que se destina un lugar


pequeño y en penumbras para dar rienda suelta a la emoción que otros
se supone no deben ver.

En definitiva, más allá de nuestras opiniones particulares acerca
de si es saludable o no mostrar nuestras emociones, el hecho es que
podemos aseverar que en términos de nuestra cultura mostrar las
emociones no parecería ser de buena educación. Que el ejercicio de la
emoción es un acto privado. Y que mostrar emociones en público
resulta violento e inconveniente.

Pero en el teatro ocurre un curioso fenómeno. Porque se trata de
un acontecimiento público que se entromete en el ámbito de lo
privado. El teatro puede definirse como un acto de voyeurismo en el
que el espectador disfruta espiando la intimidad de los otros. ¿Y en qué
consiste esa intimidad? Justamente se trata de la intimidad del
universo emocional. Es en el teatro en el que veremos la exultante
emoción de Julieta al descubrir a Romeo que murió envenenado en la
soledad de la cripta. Allí es donde Sonia y su enamoradizo tío, con
infinita tristeza intentan continuar con sus vidas al final de Tío Vania.
Allí es donde Blanche deja aparecer frente a Kowalsky todo lo que
esconde ante otros. Allí, en el teatro, es donde la emoción se muestra
de manera desenfadada porque se supone que la escena es de carácter
privado.

Podríamos decir entonces que son los actores y las actrices los
únicos que tiene derecho a mostrar sus emociones en público. Es en el
escenario donde eso no es de mala educación y donde si hay violencia
al mostrarlas se trata de una violencia consentida y que invita a la
catarsis que todos han catalogado siempre como sanadora.

Eso que en nuestras vidas permanece dentro de las fronteras del
mundo privado es expuesto en el teatro a través del arte de la
actuación. Y es allí donde nuestras emociones privadas se ven
legitimadas. Por eso, afirmémoslo: la actuación legitima la emoción. Le
da entidad a esa basura de la cultura creando algo que se llama
identificación. Porque la identificación es antes emocional que
intelectual. Si como espectadores comprendemos el universo
emocional del personaje nos pondremos a favor de su punto de vista,
es decir que haremos nuestra su subjetividad, sea cual sea.

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Y aquí es donde las dos grandes basuras de la cultura coinciden y


se complementan. Subjetividad y emoción, dos conceptos imposibles
de generalizar / catalogar, se vuelven la estrategia para que el teatro
elabore y plasme sus verdades. ¿Porque sino cómo haríamos para
empatizar con Gloster (el luego temible Ricardo III) que desde una
perspectiva racional y objetiva es deleznable? Porque Shakespeare
tiene el genio de presentarnos al personaje en su monólogo inicial en el
que muestra su más profunda y secreta intimidad. Es eso que
llamamos conocer al personaje. En realidad no lo conocemos sino que
su verdad (por más deleznable que sea) al ser emocional no nos deja
escapatoria, y es así como empatizamos con uno de los mayores
villanos que haya salido de la pluma de un dramaturgo.


Creando subjetividad e inventando emociones

Ricardo Monti decía de manera insistente que un dramaturgo
debía ser fiel a la subjetividad de sus personajes hasta las últimas
consecuencias.

Esa subjetividad, la de los personajes, sumada a la subjetividad
narrativa del autor crea un procedimiento para la escritura. Esto
último no lo decía Monti, lo afirmo yo.

¿Qué sería la subjetividad narrativa? Tiene que ver con las
elecciones que hace un autor para desplegar un relato. Que Ricardo III
empiece con el monólogo de Gloster es toda una decisión. Muestra no
sólo la subjetividad del personaje sino que también la del autor que
decide que lo miremos a él, a Gloster, antes que a ninguna otra cosa. Y
eso ordena, subjetivamente, la narración. Recuerdo una secuencia de la
película Shakespeare enamorado (Shakespeare in love) que ocurría en
una taberna donde se reunía la gente de teatro de la época. El actor que
tenía el papel de la Nodriza de Julieta empieza a explicarle a un
parroquiano que le ha preguntado de qué va la obra: “Bueno”, le dice,
“se trata de esta nodriza que… bla bla bla…” y la escena no continúa,
pero no hace falta. Sabemos que contará Romeo y Julieta desde la
perspectiva de ese personaje. Ese es un lindo ejemplo de subjetividad
narrativa.3


3 Esto podría crear confusión con una afirmación hecha más arriba. Aquella acerca del punto de vista
y su ausencia en el teatro. Pero estoy hablando ahora de procedimientos de escritura y no del
fenómeno del contraste de las subjetividades. Quiero decir que la subjetividad narrativa es aquella que
hace que el autor subraye tal o cual subjetividad lo que nos permite comprender quien es el
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Atenerse como dramaturgo a la subjetividad de los personajes y
perseguir esta hasta sus últimas consecuencias nos lleva por
territorios que quizá no habíamos sospechado, y que muchas veces ni
siquiera sean de nuestro mayor agrado. Pero justamente esa es la
premisa del teatro en la medida en que su estrella es la subjetividad. Es
donde la puesta en práctica de este concepto es imperiosa.
Desestimarla o desactivarla (por error o a conciencia) equivaldría a
prescindir de una de las más importantes razones de ser del teatro.

La otra tiene que ver con la actuación y la emoción.

Y para eso quiero intentar explicar a qué llamo yo
desorganización emocional.

La desorganización emocional es, para actores y actrices, la base
ineludible para crear emociones inéditas y singulares. Porque las
emociones no tienen precedentes. Y si las tuvieran no le sirven de nada
al actor (mucho menos al escritor). ¿Qué quiere decir esto? El
personaje recibe la noticia de que su padre ha muerto4. ¿Qué emoción
corresponde a esa situación? Todos creemos, tras un primer
razonamiento casi automático, conocerla; al menos intuirla. Habría
consternación, tristeza, furia, impotencia. Tal vez. Pero me gusta
afirmar que esto no es así. En realidad lo que estamos haciendo es
bastante poco serio: apelamos a nuestra torpe imaginación y a vagos
conocimientos de psicología silvestre y así deducimos la emoción que
embargaría al personaje. Es más, cuando el actor que debe interpretar
esa situación ha perdido realmente a su padre, podría pensarse que
tiene con conocimiento de causa las claves para encarnar
emocionalmente ese momento. Pero cuando al actor le ocurrió eso en
su vida, él no sabía nada acerca de la muerte de un padre. Lo que le
ocurrió fue una desorganización emocional. Experimentó
emocionalmente algo que nunca había experimentado. Novedoso al
punto de no poder ponerle nombre alguno. Más tarde pudo acomodar
las piezas y razonar que “aquello” que le ocurrió en ese momento es la


protagonista y quién el antagonista, por ejemplo. Pero esto no invalida el contraste de la multiplicidad
de subjetividades. Ese efecto se da indefectiblemente en el espectador.

4 El ejemplo de la muerte del padre puede llevar a pensar que estamos asimilando de manera
exclusiva emocional con dramático. Esto no es así. Lo emocional (y su desorganización) está asociado
a lo vivo, más allá del carácter de la situación que se trate. Y de la misma manera es justo aclarar que
toda situación (en la medida en que está viva) es emocional. El ejemplo dramático (no excluyente)
expuesto aquí sirve, a mi entender, a los propósitos de este ensayo.
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emoción correspondiente a “mi padre ha muerto”. Pero en el momento


no hubo tal acomodamiento de piezas. Lo que sí ocurrió es que la
persona quedó subsumida durante un periodo de tiempo en lo que yo
llamo desorganización emocional. Que dicho en otras palabras es un no
sé qué me pasa. Es por eso que cuando un actor debe encarnar dicha
situación de nada le sirve apelar a esas conclusiones a las que llegó a
través de su experiencia personal, sino que el camino correcto es
procurar una desorganización emocional, un no saber qué me pasa. De
ese modo el actor estará creando (inventando) una emoción. La
potencia de la creación / invención emocional de un actor o de una
actriz es inmensa. Y cuanto más singular e inédita sea esa invención
más atractivo se volverá su trabajo. Y el público aceptará como cierta
esa emoción. La aceptará como universal, aún cuando es estrictamente
singular.

Si a esto sumamos lo que dijimos antes de que los actores y las
actrices legitiman lo emocional, podemos afirmar que es la actuación la
que le da entidad a lo emocional y que el mundo toma de allí, de la
creación emocional de actores y actrices, las pautas para comprender
el sentido de la emoción en la vida.


Brevísima conclusión

Tras lo desarrollado me atrevo a establecer dos afirmaciones:

• La actuación legitima las emociones para el mundo.

• La dramaturgia legitima las subjetividades para el mundo.

En conclusión, el teatro le ha brindado al mundo un lugar para
aquello que en toda otra disciplina5 se ve como basura.

Y por eso debemos estar profundamente agradecidos con el
teatro; porque no es sano que aquello que nos hace ser quienes somos
(nuestra subjetividad y nuestra singularidad emocional) sea
considerado inservible.


Barcelona, 17 de octubre de 2019

5 Excepto el psicoanálisis, como se aclaró al comienzo de este trabajo. Aunque también es cierto que el
psicoanálisis le debo mucho, muchísimo al teatro.
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