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Alberto Ez c urr a Medran o

La s Otra s Tabl a s de
Sangre

Segunda Edición, julio de 1952


Editorial Haz
ALGUNOS JUICIOS ACERCA DE LA PRIMERA EDICION DEL PRESENTE

LIBRO

“En pocas palabras dice Ud. mucho más que otros en sendos libros. Lo felicito.”

MANUEL BILBAO

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“Recomendamos al lector la lectura de Las otras Tablas de Sangre, del señor

Alberto Ezcurra Medrano, que le ayudará a comprender mejor la época y nuestra

historia.”

TTE.CNEL. CARLOS A. ALDAO

Rosas a la luz de los documentos históricos, pág. 163.

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“Aquí vemos averiguada, ordenada y definitivamente aclarada una de las

acusaciones más estridentes contra Rosas: la de crueldad, sus degüellos y sus matanzas.”

SIGFRIDO A. RADAELLI

Tiempos de Buenos Aires, pág. 89

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“Este precioso trabajo de investigación está precedido por un estudio

metodológico sobre Rosas y su responsabilidad en las ejecuciones por él ordenadas

estudio que, como el “Rosas en los altares”, publicado por Ezcurra Medrano en Crisol

del 1°de enero de 1935, revela en su autor singular aptitud para la crítica histórica.”

JULIO IRAZUSTA

Ensayo sobre Rosas, págs. 137-8

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“Lo he leído con fruición y con sumo interés histórico:”

CLEMENTINO S. PAREDES

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“El gran acopio de datos históricos ilevantables, la lógica irrebatible de su

exposición y el vacío que vino a llenar ese trabajo le dan un interés excepcional.”

JOSE MARIA FUNES

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“Se acusa a Rosas exclusivamente del uso del terror, y no fué él solo, ni, acaso, el

que más usara de esta suerte de apaciguamiento. Y aquí está la prueba, reunida en

apretadas demostraciones.”

Revista Bibliográfica, octubre-noviembre 1934.

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“Sin entrar a discutir la personalidad del hombre que abarca toda una época

agitada de la historia argentina ni emitir juicio alguno al respecto, debemos reconocer en

el folleto de referencia un alto valor documental y un estilo claro y preciso.”

Bandera Argentina, 13 de noviembre de 1934.

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PROLOGO

El revisionismo histórico argentino ha realizado una labor científica,

hondamente patriótica, en favor de la verdadera historia argentina. Todos los años se

publican libros y folletos que destruyen la leyenda negra difundida por los

historiadores liberales, heterodoxos todos ellos, y que por su misma heterodoxia

combatieron desde las logias y luego desde el gobierno lo más profundo del ser

tradicional argentino, para desarraigar nuestras antiguas y nobles costumbres,

nuestras ideas y sentimientos esenciales católicos.

Y esta labor revisionista, que se ha intensificado hace algo menos de treinta

años a esta parte, y que se desarrolla en la cátedra, en el libro, en periódicos y

conferencias por todo el país, continúa la obra que a fines del siglo pasado inició con

su Historia de la Confederación Argentina Adolfo Saldías, y luego, en su libro

intitulado La época de Rosas, Ernesto Quesada.

El período más intenso, de más grandeza y que da la verdadera razón de

nuestra nacionalidad fué y es negado hasta hoy por los historiadores liberales, que se

copian unos a otros en su deleznable tarea de difundir una historia falsificada. De esta

manera la investigación histórica se estanca y pierde total vitalidad. ¿Y qué podríamos

decir de los textos de historia argentina destinados a los establecimiento de segunda

enseñanza?. Hemos leídos los aprobados por el Ministerio de Educación en esta

asignatura, y en todos, salvo alguna rara excepción, no sólo encontramos los absurdos

más grotescos respecto a la época de Rosas, sino que surge enseguida, en volúmenes

destinados a los jóvenes, exacerbado, el antiguo odio de unitarios y liberales a la

política rosista. Habría que añadir, además, que la falsificación de la historia no se

reduce a estos textos escolares al período en que gobernó Juan Manuel de Rosas; los

siglos de la dominación española han sido también falseados, como asimismo todo

aquello que de algún modo nos define como nación esencialmente católica e hispánica.
Frente a una enseñanza oficial de la historia argentina que es perniciosa para

la formación de los jóvenes, a quienes se les debe explicar solamente la verdad,

justipreciamos la intensa obra de los historiadores revisionistas, que en la cátedra y el

libro están demostrando dónde están los verdaderos y los falsos próceres, riñendo una

batalla que ya ha sido ganada, porque el fraude histórico inventados por los

vencedores de Caseros y Pavón no resiste la fuerza incontrastable de la verdad

histórica.

Y es con ese espíritu de justicia que revelan los historiadores revisionistas que

Alberto Ezcurra Medrano publica la segunda edición de su libro Las otras Tablas de

Sangre, libro magnífico, claramente escrito, de alta polémica, totalmente

documentado, que tiene la ventaja sobre el de su antagonista, el del lamentable e

infelicísimo Rivera Indarte, de que no inventa ni fantasea ni agrega adjetivos

insultantes ni comentarios malévolos, sino que expone los hechos para que el lector

juzgue, valiéndose muchas veces de los mismos historiadores liberales para demostrar

cómo los unitarios, con sus olas de crímenes, de degollaciones, de fusilamientos a

granel, superaron las atrocidades y desafueros de los enemigos de la “civilización.”

El mérito de este volumen reside precisamente en su valor científico, que

destruye la leyenda unitaria, construída sobre la propaganda periodística, el libelo de

Rivera Indarte y ese otro, en forma de novela, de José Mármol.

Las otras Tablas de Sangre constituyen un documento incontrovertible y se

advierte en él la verdad objetividad histórica, que es la que tiene el sentido de justicia.

Esta obra ha sido completada durante largos años de paciente tarea investigadora,

formando así un volumen que supera extraordinariamente al que conocíamos por la

primera edición. Todo lo que la historia liberal ha callado, aquello que permanecía

oculto en documentos y libros, ha sido reunido por Ezcurra Medrano en su búsqueda

de la verdad, con afán de historiador, sobreponiéndose al espíritu de partido o de

bandería.

Es curioso observar cómo el sectarismo liberal, en su anhelo de trastocarlo

todo con fines de sectarismo político, no se le ocurrió advertir que la falsificación de la


historia en la forma grosera en que lo hicieron no podía persistir indefinidamente, ya

que, frente a los crímenes que se atribuyen a Rosas, las atrocidades del terror celeste

-a pesar de la destrucción de documentos que hicieron los unitarios- son tan evidentes,

que sólo el odio, la ceguera y la mala fe de varias generaciones de gobernantes

liberales han podido ocultarlas. Y con este sistema de criminal ocultación han

padecido también hechos gloriosos, acontecimientos de la época rosista, como la lucha

por la soberanía argentina contra Francia e Inglaterra, ocultación que revela el grave

delito de traición contra la patria y el espíritu de los argentinos.

El proceso del terror celeste, desde Rivadavia hasta Sarmiento, está relatado

por Ezcurra Medrano. Los fusilamientos en masa e individuales mandados a ejecutar

por órdenes de Lavalle, Lamadrid, Paz, Mitre, Sarmiento y los demás jefes unitarios,

son incontables. Pero la guerra civil, provocada por los unitarios en unión con los

extranjeros, suscitadora de los odios más enconados y la venganzas más cruentas,

continuó después de la caída de Rosas, y el terror liberal que reemplazó al unitario

pudo proseguir con sus asesinatos y degollaciones, hasta que el triunfo definitivo de la

heterodoxia, encarnada en figuras masónicas como Mitre y Sarmiento, inició la era de

un crudo y persistente materialismo.

El régimen de terror, anterior y posterior al gobierno de Rosas, ha sido

estudiado por Ezcurra Medrano, atestiguándolo con hechos concretos. En cuanto a los

procedimientos que utilizaban los unitarios para matar a sus enemigos, nadie ignora

que Lavalle y Lamadrid cumplían al pie de la letra lo que exaltaban en su furor de

degolladores; aconsejaban o daban órdenes de lancear o de degollar sin perdonar a

nadie. Lavalle, en 1839, consigna Ezcurra Medrano, en su proclama dirigida a los

correntinos decía refiriéndose a los federales: “es preciso degollarlos a todos.

Purguemos a la sociedad de estos monstruos. Muerte, muerte sin piedad.” No hay jefe

unitario que utilice otros procedimientos frente a los federales. Era una lucha sin

cuartel, y nadie lo daba. El culto y civilizado Paz no se quedaba corto en las matanzas

y ejecuciones de prisioneros. He aquí una descripción de lo que el general Paz llamaba

actos de severidad: “Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados


simultáneamente por el pecho y por la espalda...A algunos les arrancan los ojos o les

cortan las manos. En San Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un

vecino de Pocho, don Rufino Romero, le hacen cavar su propia fosa antes de ultimarlo,

hazaña que se repite con otros. Algunos departamentos de la Sierra son diezmados. Por

orden, si no del general, de algunos de sus lugartenientes, ciertos desalmados, como

Vázquez Nova, apodado Corta Orejas, el Zurdo y el Corta Cabezas Campos

Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblos, en grupos hasta de cincuenta

personas.” “Los coroneles Lira, Molina y Cáceres rindieron la vida entre suplicios

atroces. Sus cadáveres despedazados fueron exhibidos en los campos de Córdoba y

expuestos insepultos.”

Como dijimos, el jacobinismo liberal continuó después de la caída de Rosas y

durante todo el siglo XIX su política de crueldades inauditas, degollando prisioneros,

exterminando a los vencidos donde quiera que se encontrasen, mandando asesinar a

los gobernadores que no obedecían a la política central.

El libro que comentamos será sumamente útil a la juventud argentina. Todo él

da una idea clara de lo que fué el terror celeste a lo largo de la centuria

decimonovena. Necesitábamos esta segunda edición, completa con nuevos aportes

indubitables, y donde se prueba a una vez más el talento de investigador de Alberto

Ezcurra Medrano, que huye de lo farragoso para buscar la síntesis, y, sobre todo, su

honradez y el espíritu de justicia que definen su obra.

ALFREDO TARRUELLA
EL JUICIO HISTORICO SOBRE ROSAS

Lenta, pero firmemente, la verdad sobre Rosas se abre camino.

La causa de esa lentitud se explica. A Rosas le tocó actuar en pleno auge del

romanticismo y del liberalismo. Sus enemigos, libres de la pesada tarea de gobernar,

empuñaron la pluma e “inundaron el mundo -como dice Ernesto Quesada- con un

maëlstrom de libros, folletos, opúsculos, hojas sueltas, periódicos, diarios y cuantas

formas de publicidad existen.” Supieron explotar la sensiblería romántica dando a ciertas

ejecuciones y asesinatos una importancia que no les corresponde dentro del cuadro

histórico de la época. Los famosos degüellos de octubre del año 40 y abril del 42

pasaron a la historia hipertrofiados, como si los 20 años de gobierno de Rosas se

hubiesen reducido a esos dos meses y como si su acción gubernativa no hubiese sido

otra que ordenar o tolerar degüellos. Rosas, para ellos, fué un monstruo, y desde este

punto de vista, que no permiten discutir, juzgan su época, sus hechos y sus intenciones.

Si Rosas fusiló, no fue porque lo creyó necesario, sino para satisfacer su sed de sangre.

Si luchó -aunque sea con el extranjero-, no fue por patriotismo, sino por ambición

personal, o para distraer la atención del pueblo y mantenerse en el poder. Si expedicionó

al desierto, fue para formarse un ejército. Si efectuó un censo, fue para catalogar

unitarios y perseguirlos. Si ordenó una matanza de perros, que se habían multiplicado

terriblemente en la ciudad, lo hizo para instigar una matanza de unitarios. Y así, mil

cosas más. Naturalmente, de todo esto resultó un Rosas gigantesco por su maldad, “un

Calígula del siglo XIX”, es decir, el Rosas terrible que necesitaban los unitarios para

justificar sus derrotas y sus traiciones.

Como la historia la escribieron los emigrados que regresaron después de Caseros,

ese Rosas pasó a la posteridad, y desde entonces todas las generaciones han aprendido a

odiarlo desde la escuela. Sólo así se explica que aun perdure en el pueblo el prejuicio
fruto del manual de Grosso y de las horripilantes escenas de la Mazorca conocidas a

través de Amalia o de alguna recopilación de “diabluras del Tirano.”

Afortunadamente, en la pequeña minoría que estudia la historia se evidencia una

reacción. Los libros nuevos que tratan seriamente el debatido tema lo hacen con un

criterio cada vez más imparcial. Tal es el caso de las interesantes obras publicadas en

1930 por Carlos Ibarguren y Alfredo Fernández García.

“Donde hay un hombre, hay una luz y una sombra”, se ha dicho. Rosas, como

hombre que fue, cometió errores, pero no crímenes, porque “el delito -como él mismo

escribió en su juventud- lo constituye la voluntad de delinquir”, y es absolutamente

infundada la afirmación de que él la tuvo. Cuando se habla de su reivindicación, no se

trata de presentarlo sin mancha a los ojos de la posteridad, como han querido presentarse

sus enemigos, ni tampoco de “disculparlo”, como dicen algunos con cierto retintín cada

vez que oyen hablar de cualquiera de sus innegables aciertos. El perdón supone el

crimen, y la facultad de concederlo no pertenece a la historia, sino a Dios. De lo que se

trata es, simplemente, de presentarlo tal cual fué, con sus errores y con sus aciertos, ya

que los primeros no tienen la propiedad de borrar los segundos, tal como los numerosos

fusilamientos ordenados por Lavalle y Lamadrid en sus campañas no extinguen ni una

partícula de la gloria que les corresponde por el valor legendario de que dieron pruebas

en la guerra de la independencia. La vida pública de esos hombres no es un todo

indivisible que se pueda condenar o glorificar en globo. Por eso es absurda en nuestros

días esa fobia oficial antirrosista que, haciéndose cómplice de lo que podríamos llamar

conspiración del olvido, excluye sistemáticamente el nombre de Rosas de las calles y

paseos públicos mientras se le concede ese honor a una porción de personajes anodinos,

cuando no traidores o enemigos de la patria. (*)

La “tiranía” no fue un hombre sino una época en que todos emplearon cuando

pudieron los mismos métodos. Rosas no “abrió el torrente de la demagogia popular”,

como se ha dicho con más literatura que acierto. Lo tomó desbordado como estaba, tal

como no quisieron tomarlo ni San Martín ni otros hombres de valer; lo encauzó


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(*) No sólo se excluye el nombre de Rosas, sino que se procura excluir el de todo personaje rosista o
hecho de armas favorable a Rosas. Para citar un ejemplo, ninguna calle de Buenos Aires lleva el nombre
de Costa Brava, combate en que se cubrió de gloria la armada argentina derrotando a la oriental, que
mandaba José Garibaldi. Sin embargo, este aventurero, saqueador e incendiario tiene hoy varias calles y
monumentos, y -parece increíble- lleva su nombre un guardacostas de esa armada nacional contra la cual
luchó pérfida y deslealmente. A ese extremo ha llegado la pasión antirrosista.

dirigiéndolo hacia un buen fin, lo siguió una veces y otras lo contuvo con su

acostumbrada energía.

Es muy cómodo, pero muy injusto, cargar sobre Rosas toda la responsabilidad de

una época semejante.

Cuando se habla del terror, de los abusos, de los crímenes, es preciso averiguar,

no sólo lo que hizo Rosas, sino también lo que hicieron sus enemigos, algo de lo cual

hemos de bosquejar en el presente ensayo. Dentro de lo hecho en el campo federal, hay

que delimitar bien lo que ordenó Rosas, lo que se hizo con su tolerancia y lo que se hizo

contra su voluntad. Y finalmente, dentro de lo que ordenó Rosas,

es preciso establecer cuándo hubo abuso, cuándo obró justamente -porque al fin y al

cabo, era autoridad legal (*)- y cuándo obró de manera que sería condenable en

circunstancias normales, pero que en las suyas era una legítima defensa contra iguales

métodos de sus contrarios. Sólo así tendremos la base sobre la cual se ha de asentar el

juicio definitivo. Con repetir a priori que Rosas fué el “principal responsable”, nos

habremos ahorrado ese trabajo previo, pero no probaremos nada.

Además, por encima de esa investigación imparcial, es necesario que varíe el

criterio con que se juzga esa época. Antes se la juzgaba con criterio romántico y liberal.

Hoy, que el romanticismo está en decadencia, priva un criterio objetivo, pero aún no

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(*) Esta circunstancia parece haber sido olvidada por los severos juzgadores de la “tiranía” Una cosa es
el fusilamiento ordenado por quien ha sido investido por la ley con la suma del poder público y
desempeña el gobierno cumpliendo la misión que se le encomendó, y otra es el fusilamiento por orden
de un general levantado en armas contra la autoridad legítima.
Cuando Rosas, los gobernadores de provincias o los generales gubernistas en campaña daban muerte
a los unitarios sublevados, no hacían más que aplicar los artículos de las ordenanzas españolas, que
establecían lo siguiente:
“Art.26- Los que emprendieren cualquier sedición, conspiración o motín, o indujeron a cometer
estos delitos contra mi real servicio, seguridad de las plazas y países de mis dominios, contra la tropa,
su comandante u oficiales, serán ahorcados, en cualquier número que sean.” (Colón reformado, tomo
III, pág. 278)
“Art.168.- Los que induciendo y determinando a los rebeldes hubieren promovido o sostuvieren la
rebelión, y los caudillos principales de ésta, serán castigados con la pena de muerte.” (Colón reformado,
tomo III, pág. 43.)
Igual pena establecían las ordenanzas para los desertores.
Esas eran las leyes penales que regían entonces. Y Rosas -autoridad legal con la suma del poder
público- las aplicaba. Pero sus detractores parecen creer que en esos tiempos estaba en vigencia el
Código Penal de 1921.

despojado de la influencia liberal. Por eso, al juzgar a Rosas, muchos creen condenarlo, y

en realidad condenan, no al hombre, sino al sistema: la dictadura. No se contentan con

juzgar lo que hizo Rosas, sino que le señalan también lo que debió hacer, y como tienen

prejuicios liberales, concluyen: Rosas debió dar al país una constitución liberal y

democrática. Pudo hacerlo y no lo hizo. Luego: su gobierno fué estéril.

Tal razonamiento es muy discutible. Sería preciso averiguar si Rosas realmente

hubiera podido constituir al país. Y suponiendo que hubiera podido, aún quedaría por

averiguar si hubiese debido hacerlo. Para los liberales, eso no admite dudas. Para los que

creen que era preciso consumar previamente la unidad política y geográfica del país y

dejar luego que la tradición presidiese su constitución natural, la cuestión varía de

aspecto.

No condenemos, pues, a Rosas por haber omitido hacer lo que el liberalismo

juzga que debió haber hecho. Juzguémoslo a través de lo que hizo: consolidar la unión

nacional y mantener la integridad del territorio, preparándolo para la organización

definitiva. Ésa es su gloria. Cuando se lo juzgue con simple buen sentido y, por

consiguiente, sin prejuicios liberales, le será reconocida.


I
El régimen del terror tiene en nuestra historia antecedentes muy anteriores a la

época de Rosas.

Desde la independencia argentina, fué aplicado por casi todos los gobiernos. La

Junta de 1810 ya había formado su doctrina en el Plan de las operaciones que el

gobierno provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata debe poner en

práctica para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia, atribuido

a Mariano Moreno. En este célebre documento se sostiene que con los enemigos

declarados: .”..debe observar el gobierno una conducta, las más cruel y sanguinaria; la

menor especie debe ser castigada. La menor semiprueba de hechos, palabras, etc., contra

la causa, debe castigarse con pena capital, principalmente cuando concurran las

circunstancias de recaer en sujetos de talento, riqueza, carácter....” Y luego añadía: “No

debe escandalizar el sentido de mis voces; de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a

toda costa...Y si no, ¿porqué nos pintan a la libertad ciega y armada de un puñal?.

Porque ningún Estado envejecido o provincias pueden regenerarse ni cortar sus

corrompidos abusos sin verter arroyos de sangre.”(1)

El plan revolucionario no quedó en el papel. En su cumplimiento cayeron en

Córdoba, el 26 de agosto de 1810, Liniers, Gutiérrez de la Concha, Allende, Rodríguez y

Moreno, en virtud del siguiente decreto de la Junta, obra del mismo autor del Plan:

“Los sagrados derechos del Rey y de la Patria han armado el brazo de la justicia.

Y esta Junta ha fulminado sentencia contra los conquistadores de Córdoba, acusados por

la notoriedad de sus delitos y condenados por el voto general de todos los buenos. La
Junta manda que sean arcabuceados don Santiago de Liniers, don Juan Gutiérrez de la

Concha, el obispo de Córdoba, don Victoriano Rodríguez, el coronel Allende y el oficial

real Juan Moreno. En el momento en que todos o cada uno de ellos sea pillado, sean

cuales fueren las circunstancias, se efectuará esta resolución, sin dar lugar a minutos que

proporcionen ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta

orden y honor de V.S. Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo

sistema y una lección para los jefes del Perú, que se abandonan a mil excesos por la

esperanza de la impunidad, y es, al mismo tiempo, la prueba fundamental de la utilidad y

energía con que llena esa expedición los importantes objetos a que se destina.”(2)

Vencidos los realistas en Suipacha, la tragedia de Córdoba se repitió en el Alto

Perú. El 15 de diciembre del mismo año cayeron, en la Plaza Mayor de Potosí, el

mariscal Vicente Nieto, el capitán de navío y brigadier José de Córdoba y Rojas y el

gobernador intendente Francisco de Paula Sanz, fusilados por orden del representante de

la Junta, Juan José Castelli.(3) Mientras tanto, en Buenos Aires, era ejecutado don

Basilio Viola, sin formación de causa, por creérsele en correspondencia con los

españoles de Montevideo.(4)

Pero no es sólo en virtud del Plan de Moreno que se fusila, ni son sólo españoles

los que caen. En 1811 se produce una sublevación del regimiento criollo de Patricios. La

causa remota fué el descontento producido por el alejamiento de Saavedra; la próxima, la

orden de suprimir las trenzas. Como consecuencia del motín fueron condenados a muerte

cuatro sargentos, tres cabos y cuatro soldados, y sus cuerpos se exhibieron al vecindario

colgados en horcas en la Plaza de la Victoria. Esta represión fué obra de Bernardino

Rivadavia, alma del primer Triunvirato. (5)

Al año siguiente, 1812, se produce la conspiración de Alzaga, y también es

ahogada en sangre por Rivadavia. Después del fusilamiento del jefe y los principales

cabecillas, se realiza una matanza popular de españoles.

“Las partidas -dice Corbiere- buscaban a los españoles prestigiosos y

sospechados de monárquicos, en sus casas, para matarlos, sin que autoridad alguna les

detuviera la mano. Bastaba ser godo, apodo dado a los peninsulares, para que el
populacho, formado de gauchos, mulatos, negros, indios y mestizos, capitaneado por

caudillos del momento, se arrojase sobre la víctima y la ultimase a golpes, siendo

arrastrado el cadáver hasta la Plaza de la Victoria, donde quedaba colgado de la horca;

exactamente como habían procedido, en situación semejante, los populachos de Quito y

Bogotá, tres años antes. Durante varios días se practicó <la caza de españoles> y la fobia

de los cazadores siguió celebrándose con explosión patriótica justificada por el crimen

que significaba la fracasada conspiración...Un mes duró el terror. La Plaza de la Victoria

mostró más de cuarenta víctimas del fanatismo popular, que los victimarios miraron con

la satisfacción del deber cumplido.” (6)

Puso fin a este mes trágico un decreto-proclama del Triunvirato, cuyo texto

comenzaba así: “¡Ciudadanos, basta de sangre! perecieron ya los principales autores de la

conspiración y es necesario que la clemencia substituya a la justicia.” Y terminaba en la

siguiente forma: “El gobierno se halla altamente satisfecho de vuestra conducta y la

patria fija sus esperanzas sobre vuestras virtudes sin ejemplo. Buenos Aires, 24 de julio

de 1812.- Feliciano Antonio Chiclana, Juan Martín de Pueyrredón, Bernardino

Rivadavia. Nicolás de Herrera, secretario.” (7)

Cuando en octubre de 1840 se repitieron escenas semejantes, no constituyeron,

pues, una novedad para Buenos Aires. Ni siquiera el decreto del 31 de octubre, con que

Rosas puso fin a las mazorcadas, pudo sorprender a nadie. Rosas no innovaba. Seguía el

ejemplo de su antecesor Bernardino Rivadavia. (8)

No terminó con el primer Triunvirato el régimen del terror. Un decreto del 23 de

diciembre del mismo año ordena lo siguiente: “1° Ninguna reunión de españoles

europeos pasará de tres, y en caso de contravención serán sorteados y pasados por las

armas irremisiblemente, y si ésta fuese de muchas personas sospechosas a la causa de la

patria, nocturna, o en parajes excusados, los que la compongan serán castigados con

pena de muerte. 2° No podrá español alguno montar a caballo, ni en la Capital ni en su

recinto, si no tuviere expresa licencia del Intendente de Policía, bajo las penas pecuniarias

u otras que se consideren justas, según la calidad de las personas en caso de

contravención. 3° Será ejecutado incontinenti con pena capital el que se aprehenda en un


transfugato con dirección a Montevideo, ese otro punto de los enemigos del país, y el

que supiere que alguno lo intenta y no lo delatare, probado que sea será castigado con la

misma pena.” Este decreto lleva las firmas de Juan José Passo, Nicolás Rodríguez Peña,

Antonio Alvarez de Jonte y José Ramón de Basavilbaso.” (9)

Los gobiernos revolucionarios posteriores no se mostraron más suaves en la

represión de las actividades subversivas. Alvear, el 28 de marzo de 1815, dicta un

decreto terrorista en que se pena con la muerte a los españoles y americanos que de

palabra o por escrito ataquen el sistema de libertad e independencia; (10) a los que

divulguen especies alarmantes de las cuales acaezca alteración del orden público; a los

que intenten seducir soldados o promuevan su deserción, y reputa como cómplices a

quienes, teniendo conocimiento de una conspiración contra la autoridad no la denuncien.

Diez días después de este decreto, el 7 de abril, domingo de Pascuas, amanecía colgado

frente a la Catedral el cadáver del capitán Marcos Ubeda. Acusado de conspirar, había

sido juzgado en cinco horas y fusilado dos horas después. Las familias porteñas que

concurrían a misa pudieron presenciar el espectáculo, y ello influyó no poco en la

estrepitosa caída de Alvear, que se produjo a los ocho días de la terrorífica exhibición.

Pero el método ya había sido introducido en la vida política argentina y era imposible

detenerlo. Actos como éste traían otros, a título de represalia. Caído Alvear, le sucede

Alvarez Thomas, quien designa una comisión militar y otra civil para juzgar los delitos

cometidos bajo el breve período que en documentos públicos -15 años antes de Rosas-

se llamó la “tiranía” de Alvear. La comisión militar, presidida por el general Soler,

procesó al coronel Enrique Payllardel por haber presidido el consejo de guerra que

condenó a Ubeda. Payllardel fué también condenado a muerte, ejecutándose la sentencia.

(11)

Transcurren los primeros años de la independencia y se sigue derramando sangre.

En 1817 son fusilados Juan Francisco Borges y algunos compañeros, por orden de

Belgrano. (12) En 1819, a raíz de una sublevación de prisioneros españoles en San Luis,

son degollados el brigadier Ordóñez, los coroneles Primo de Rivera y Morgado y todos
los jefes y oficiales. (13) En 1820, Martín Rodríguez ordena el fusilamiento de dos

cabecillas del motín del 5 de octubre del mismo año. (14)

En 1823, Rivadavia, como ministro de Rodríguez, y a raíz de la intentona

revolucionaria del 19 de marzo, motivada por su reforma religiosa, ordena el

fusilamiento de Francisco García, Benito Peralta, José María Urien, doctor Gregorio

Tagle y comandante José Hilarión Castro. García fué ejecutado el día 24, al borde del

foso de la Fortaleza, Peralta y Urien lo fueron el 9 de abril. El comandante Castro logró

escapar, e igualmente el doctor Tagle, a quien facilitó la fuga, en nobilísimo gesto, el

coronel Dorrego. (15)

En este mismo año de 1823 gobernaba en Tucumán don Javier López, el general

unitario que en 1830 solicitaría al gobierno de Buenos Aires la entrega del “famoso

criminal” Juan Facundo Quiroga. El general López ejerció en Tucumán una dictadura

sangrienta, de la cual Zinny hace el siguiente comentario: “Raro fué el ciudadano de

Tucumán que no hubiera sido vejado y oprimido; todas las garantías públicas y privadas

fueron atacadas; más de cuarenta víctimas se inmolaron al deseo obstinado de sostenerse

en el mando contra la voluntad general; más de mil habitantes útiles al país

desaparecieron de su suelo desde que este jefe encabezara la guerra civil. He aquí -añade

Zinny- la lista de los fusilados sin formación de causa:

“Don Pedro Juan Aráoz, comandante Fernando Gordillo, general Martín Bustos,

capitán Mariano Villa, fusilados en un día, con dos horas de plazo.

“Don Agustín Suárez, don Manuel Videla, azotados y, a las dos horas, fusilados.

“Don Basilio Acosta.

“Don Baltazar Pérez

“General Bernabé Aráoz, fusilado clandestinamente en Las Trancas.

“Don Vicente Frías.

“Don Beledonio Méndez, descuartizado en la plaza.

“Don N. Piquito, descuartizado en Montero.

“Don Isidro Medrano.

“Don Eusebio Galván, degollado por el oficial S...


“Don Romualdo Acosta

“Don Félix Palavecino.

“Don Baltazar Núñez.

“Comandante Luis Carrasco, con sus dos asistentes, y muchos otros.” (16)

He aquí cómo, en aquel remoto año de 1823, cuando aún no se había iniciado

francamente la lucha entre federales y unitarios, ya sientan el precedente sangriento nada

menos que el padre del unitarismo, en Buenos Aires, y uno de sus principales generales,

en Tucumán.
II
En 1826 se designó presidente a Rivadavia, se decretó el cese de la provincia de

Buenos Aires y se sancionó la constitución unitaria. El triunfo rivadaviano fué amplio,

pero breve, y su juicio lo hace acertadamente González Calderón en los siguientes

términos:

“Hay que decir, respecto de la actuación del señor Rivadavia y del Congreso

Constituyente de 1826, que arrastraron a la nación a la más espantosa guerra civil, cuya

consecuencia fué la dictadura sangrienta. ¿Que se equivocaron de buena fe? ¿Que el país

no estaba preparado para practicar las instituciones teóricamente buenas que

pretendieron establecer? No se trata de eso cuando hay que discernir la responsabilidad

de nuestros antepasados por los acontecimientos o por los hechos que su conducta

ocasionó si se equivocaron; debe pensarse, lógicamente, que carecieron de la visión

genial del verdadero estadista; si concibieron instituciones inadaptables a la idiosincrasia

del país, debe creerse, con fundamente que no tuvieron conciencia de lo que sus deberes

les exigían. Faltáronles a Rivadavia y al lucido círculo que lo rodeaba esa visión nítida y

exacta que caracteriza a los grandes hombres de Estado y también el necesario dominio

de las condiciones en que debían legislar. Cuando desaparecieron de las elevadas esferas

oficiales, todo el edificio que se propusieron construir se deshizo estrepitosamente,

porque sus cimientos sólo se habían apoyado en el terreno peligroso de las utopías

políticas.” (17)

Antes de dictar la constitución de 1826, los unitarios trataron de preparar el

terreno para su aceptación unitarizando por la fuerza algunas provincias. Tal fué la

misión de Lamadrid, “gobernador intruso” de Tucumán, como lo reconoce Zinny, y


agente político de la mayoría del Congreso, como dice González Calderón. Para cumplir

el fin que se había propuesto, Lamadrid inició una sangrienta campaña, teniendo por

aliados a Arenales en Salta y a Gutiérrez en Catamarca. Utilizó en ella un grupo de

desertores del ejército de Sucre, conocidos entonces bajo el epíteto de “colombianos”,

que a las órdenes del coronel Domingo López Matute se habían puesto a su servicio. La

actuación de estos hombres en la batalla de Rincón fué cruel y sanguinaria, y después de

la derrota invadieron a Santiago del Estero cometiendo allí una larga serie de incendios,

degüellos y atrocidades de toda índole. (18) “La bandera -comenta Bernardo Frías-

cargó con el fruto de la máquina de que se servía, y, ya en aquel año tan atrasado a

Rosas, hemos leído en papeles de la fecha, salidos del rincón lejano de Catamarca,

aquello de salvajes unitarios.” (19)

Terminada la guerra con el Brasil, los unitarios, que no habían aprendido nada

con el fracaso de su tentativa de 1826, procuraron imponerse por la fuerza y volvieron a

encender la guerra civil. Lavalle asumió la dictadura y fusiló a Dorrego y a todos los

oficiales tomados prisioneros en Navarro y Las Palmitas. (20) Paul Groussac, historiador

netamente antirrosista, comenta así este gobierno: “A la víctima ilustre de Navarro

siguieron muchas otras, y la sentencia <legal> que precedió a las ejecuciones de Mesa,

Manrique, Cano y otros prisioneros de guerra no borra su iniquidad. Mientras los diarios

de Lavalle pisoteaban el cadáver de Dorrego y ultrajaban odiosamente a sus amigos, los

redactores de La Gaceta Mercantil eran llevados a un pontón, por un acróstico

<sedicioso>. Se deportaba a los generales Balcarce, Martínez, Iriarte; a los ciudadanos

Anchorena, Aguirre, García Zúñiga, Wright, etcétera, por delitos de opinión. El

Pampero denunciaba al gobierno y, en su defecto, a los furores de la plebe del arrabal,

las propiedades de Rosas y demás <ricachos del pueblo que lo auxilian>. Y luego añade

Groussac el siguiente resumen y comentario: “Delaciones, adulaciones, destierros,

fusilamientos de adversarios, conato de despojo, distribución de los dineros públicos

entre los amigos de la causa; se ve que Lavalle en materia de abusos -y aparte de su

número y tamaño-, poco dejaba que innovar al sucesor. Sin comparar, pues, la

inconsciencia del uno a la perversidad del otro, ni una dictadura de seis meses a una
tiranía de veinte años, queda explicado el doble fenómeno del despotismo creciente, por

desarrollo natural, al par que el de su impresión decreciente en las almas pasivas, de muy

antes desmoralizadas por la semejanza de los actos, fuera cual fuera la diferencia de las

personas.” (21)

Dejando a un lado las sutiles diferenciaciones entre inconsciencia y perversidad,

dictadura y tiranía, según se trate de Lavalle o de Rosas, nos parece ridículo pretender

que en veinte años se hubiesen cometido menos atrocidades que en seis meses. Sería

preciso ver lo que habría hechos Lavalle si hubiera tenido que gobernar veinte años en

las circunstancias en que gobernó Rosas. Y si nos atenemos estrictamente a comparar

los seis meses que gobernó Lavalle con seis meses tomados al azar en el gobierno de

Rosas, no creemos que el primero salga muy favorecido.

“El año de gobierno de los unitarios militares -dice Eliseo F. Lestrade- se

caracteriza, para la demografía, como el año aciago, pues no se vuelve a producir en lo

sucesivo el hecho de morir mayor número que el de nacidos.” En efecto, en 1829 mueren

en la ciudad de Buenos Aires 883 personas más de las que nacen; mientras que en 1840 y

1842, los años trágicos de la dictadura rosista, el aumento vegetativo de la población es

de 1.180 y 730 almas, respectivamente. (22)

Si esto ocurría en la ciudad, la campaña bonaerense no era más favorecida. El

coronel Estomba, hombre cuya exaltación concluyó en locura, y que había sido enviado

por Lavalle para unitarizar la provincia, la recorría fusilando federales. Acerca de sus

procedimientos nos ilustra Manuel Bilbao cuando dice que dicho coronel “recorría la

campaña dominado de un furor tal que las ejecuciones las ordenaba a cañón, poniendo a

las víctimas en la boca de las piezas y disparando con ellas.” (23) Así murió Segura,

mayordomo de la estancia “Las Víboras”, de los Anchorena, “por el delito de ignorar la

situación de cierta partida federal.” (24) A otros ciudadanos, por el mismo delito, los

mata a hachazos por sus propias manos. (25)

El fusilamiento a cañón, por otra parte, no era procedimiento exclusivo de

Estomba. He ahí el caso, referido por Arnold y otros, y citado por Gálvez, del coronel
Juan Apóstol Martínez, quien “hace atar a la boca de un cañón a un paisano, que muere

hecho pedazos, y cavar sus propias fosas a varios prisioneros.” (26)

“Las tropas mandadas por Rauch -dice más adelante Gálvez- matan a los

hombres que encuentran en las calles de los pueblitos. Calcúlese que más de mil hombres

aparecen asesinados. Sólo en el caserío llamado <Las Perdices> dejan siete fusilados. En

la ciudad, en una tienda de la Recova, un oficial unitario desenvuelve un papel y, sacando

una oreja humana, dice que es del manco Castro, y que tendrán igual suerte las de otros

federales. A una criatura de siete años la matan porque lleva una divisa” (27).

Y a todo esto, el “sanguinario” Rosas aun no gobernaba.


III
Cuando Rosas se hizo cargo del gobierno, los unitarios no variaron de sistema. El

general Paz, que actuaba independientemente de Lavalle, se había impuesto en Córdoba

por el terror. Después del combate de La Tablada, fueron fusilados por orden del coronel

Dehesa, jefe de estado mayor del general Paz, 23 oficiales y 120 soldados de Quiroga

que habían caído en poder de los vencedores. (28) Parece que Dehesa intentó sacrificar a

todos los prisioneros, pero luego, accediendo a un pedido de moderación, optó por

hacer ejecutar su sentencia tan sólo con los oficiales y con soldados quintados mediante

el siguiente procedimiento, que nos describe Calle: “Se hace formar a los prisioneros en

filas sucesivas, de a uno, y un sargento enumera de derecha a izquierda. Cuando llega a

cada quinto hombre, le ordena que dé un paso adelante. De ese modo se apartan ciento

veinte hombres, se les conduce hasta el borde de una zanja y se les fusila.”(29) El general

Paz, en sus Memorias (30), a pesar de su pretendida veracidad, hace extensiva la orden a

Dehesa a sólo dos oficiales; pero se contradice cuatro líneas después al hacer decir al

mismo Dehesa que “algunos de ellos eran de los sargentos que sublevaron el N° 1 de los

Andes”, frase inexplicable si los condenados hubieran sido sólo dos. El mismo día de esta

matanza fueron asesinados otros cuatro prisioneros federales. (31) Paz narra el hecho

con minuciosidad y lo reprueba, lo cual no deja de llamar la atención cuando se piensa

que acaba de falsear la verdad acerca del número de oficiales fusilados y de silenciar la

muerte de ciento veinte soldados. Decididamente, el hábil general no carecía de

estrategia literaria.

Tres meses después de la matanza de la Tablada, el 22 de septiembre de 1829,

ocurrió en Mendoza otro acontecimiento, que vino a aumentar la lista de víctimas


unitarias con el nombre de Francisco Aldao, hermano de don José Félix. Triunfante la

sublevación de Los Barriales, los unitarios se habían apoderado del poder, designando

gobernador al general Alvarado. Éste logra llegar a un entendimiento con los Aldao,

pero algunos batallones de los más comprometidos en la sublevación no aceptan el

arreglo y, al mando de Soloaga, se sitúan en el campo del Pilar y entablan la lucha. “Los

Aldao -dice Paz- se pusieron al frente de sus fuerzas, pero nuevas negociaciones vinieron

a suspender momentáneamente las hostilidades. Mientras la suspensión, don Francisco

Aldao pasa al campo de Soloaga, donde es amistosamente recibido; pero, en el momento

en que menos se esperaba, por disposición de don Félix, rómpese un vivo fuego de cañón

sobre el descuidado batallón, y en este momento de estupor y efervescencia fué fusilado

don Francisco y se trabó la lucha.”..(32) La explicación de Paz no resulta del todo

convincente. Acerca de ella, el teniente coronel Carlos A. Aldao hace las siguientes

atinadas reflexiones: “En un momento de estupor, ¿hay alguien que recurra al

fusilamiento para salir de él, o ¡ya se había ejecutado el hecho cuando se trabó la

refriega!? Si el ataque fué por sorpresa, ¿cómo dió tiempo al fusilamiento? Un hecho de

esta naturaleza requiere, en general, preparativos. No se fusila sin ninguno.” (33) Se

trata, en resumen, de un hecho poco claro; pero, sea cual sea la forma en que se

desarrolló la tragedia, es indudable que los unitarios no anduvieron con rodeos para

eliminar a un hombre que pudieron mantener prisionero.

Como Paz encontrase mucha resistencia en los departamentos de la Sierra, inició

una campaña en la cual, según sus propias palabras, alternó la dulzura “con algunos actos

de severidad.” (34) Veamos en qué consistió esa dulce severidad:

“Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados simultáneamente por el

pecho y por la espalda...A algunos les arrancan los ojos y les cortan las manos. En San

Roque, le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un vecino de Pocho, don Rufino

Romero, le hacen cavar su propia fosa antes de ultimarlo, hazaña que se repite con otros.

Algunos departamentos de la Sierra son diezmados. Por orden, sino del general, de

alguno de sus lugartenientes, ciertos desalmados, como Vázquez Novoa, apodado Corta
Orejas, el Zurdo y el Corta Cabezas Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los

pueblos, en grupos hasta de cincuenta personas.” (35)

“Los coroneles Lira, Molina y Cáceres rindieron la vida entre suplicios atroces.

sus cadáveres despedazados fueron exhibidos en los campos de Córdoba y expuestos

insepultos.” (36)

Así pudo decir un oficial de Paz, después de explicar cómo habían adoptado la

medida de “no dejar vivo a ninguno de los que pillásemos”, que:... “mata aquí, mata allá,

mata acullá y mata en todas partes, fueron tantos los que pillamos y matamos que, al

cabo de unos dos meses, quedó todo sosegado.” (37)

¿Cuántas víctimas costó a la patria el sosiego de la Sierra? Rivera Indarte, que

siempre se ocupa de consignar minuciosamente las bajas de ambos bandos en cada

combate -por supuesto que con la sana intención de cargarlas todas en la cuenta de

Rosas-, expresa lo siguientes acerca de la campaña de la Sierra:

“Montoneras (de Córdoba y San Luis, el año de 1830). Mueren 800 soldados de

Rosas.” (38)

Ochocientos soldados de Rosas, ¡y ningún soldado de Paz! ¿Qué clase de

campaña militar es ésta, donde un bando pierde 800 hombres y el otro ninguno? Parece

tener razón Mariño cuando dice:

“En esa persecución murieron sobre tres mil argentinos por la ferocidad de los

salvajes unitarios. El Nacional se complace en recordar ochocientos de esos asesinatos

brutales, no sobre soldados de Rosas, sino sobre argentinos de Córdoba, San Luis, de La

Rioja.” (39)

Las mismas Memorias dejan translucir algo -aunque muy poco- acerca de otros

“actos de severidad” del general Paz. En noviembre de 1830, a raíz de haberse sublevado

una división unitaria, y luego de sofocada la rebelión, fueron fusilados el mayor San

Martín, el teniente Hervas y otros dos hombres. (40) Por ese mismo tiempo envió Paz a

Lamadrid a sofocar una montonera en El Tío. En esa expedición Lamadrid hizo fusilar al

comandante Luque y al teniente Ramírez. (41)


Viene luego la batalla de Oncativo, entre Paz y Quiroga. Vencedor el primero,

“se reproducen los fusilamientos de prisioneros.” (42) En ella tomó parte Lamadrid,

quien se encarga, en sus Memorias, de relatarnos cómo hizo lancear soldados vencidos,

después de la batalla. “Pasaron a mi izquierda -dice- dos soldados de la escolta de

Quiroga y me señalaron, al este, una partida de 12 hombres que corrían a escape como a

cuatro cuadras de distancia. ¿En qué caballo va? -les pregunté, y, contestándome que en

un castaño overo-; lanceen a esos hombres- dije a mis sargentos... A seis u ocho cuadras

de persecución, párase un soldado de la partida enemiga, con el caballo cansado;

preguntéle cuál de ellos era Quiroga. “-No viene aquí- me contestó.” -Lancéenlo- dije a

los que venían atrás a escape. A poco instante paróse otro, igualmente con el caballo

cansado, y siendo igual su respuesta de no ir allí Quiroga, repetí la misma orden.” (43)

El terror se implanta hasta en la capital de Córdoba. “En la ciudad, las violencias

no son menores. En la cárcel, atestada de prisioneros, cada noche hay fusilamientos.

Cierto que el prisioneros es juzgado; pero el juicio, sumario y a medianoche, termina

fatalmente con la condena a muerte.” (44)

Asegurada por estos medios la situación en Córdoba, Paz resolvió enviar fuerzas

a las demás provincias, para imponer en ellas, con los mismos métodos, el régimen

unitario.

A La Rioja le tocó en suerte Lamadrid, quien, no obstante haber entrado en ella

sin resistencia, se dedicó a aplicar la ley del rigor sobre los partidarios de Quiroga. A don

Ignacio Videla le escribe:... “espero que dé Vd. orden a los oficiales que mandan sus

fuerzas en persecución de esa chusma que quemen en una hoguera, si es posible, a todo

montonero que agarren.”.. “El Pueblo está empeñado en que reclame la persona de

Echegaray, lo cual hago de oficio. A estas cabezas es preciso acabarlas, si queremos que

haya tranquilidad duradera. Espero, pues, que Vd. lo mandará bien asegurado al cargo

de un oficial y cuatro hombres de confianza, con orden de que, en cualquier caso de

peligro de fugarse, habrá llenado su deber dando cuenta de su muerte.” (45)

Poniendo en práctica las intenciones que lo animan, Lamadrid “acollara a

doscientos federales que ha capturado en Los Llanos y los hace lancear en su presencia;
y, para lograr éxito en una contribución que impone en la ciudad, fusila a cuatro personas

y deja el banquillo para los que no paguen.” (46)

Ni las mujeres y menores se ven libres de su saña. “Encarcela y pone una pesada

cadena en el cuello de la madre de Quiroga, anciana de más de setenta años” y “destierra

a ella y a la mujer y a los hijos del caudillo a Chile.” (47)

Pero la persecución de los federales no le impide ocuparse también de otros

asuntos. “Acabo de saber por uno de los prisioneros de Quiroga -escribe a Juan Pablo

Carballo, el 19 de septiembre de 1830- que en la casa de la suegra o en la de la madre de

aquél es efectivo el gran tapado de onzas que hay en los tirantes, mas no está como

dijeron al principio, sino metido en una caladura que tienen los tirantes en el centro, por

la parte de arriba, y después ensamblados de un modo que no se conoce. Es preciso que

en el momento haga Vd. en persona el reconocimiento, subiéndose Vd.. mismo, y con un

hacha los cale Vd. en toda su extensión de arriba, para ver si da con la huaca ésa, que es

considerable. Reservado: Si da Vd. con ella, es preciso que no diga el número de onzas

que son, y si lo dice al darme el parte, que sea después de haberme separado unas

trescientas o más onzas. Después de tanto fregarse por la patria, no es regular ser zonzo

cuando se encuentra ocasión de tocar una parte sin perjuicio de tercero, y cuando yo soy

descubridor y cuanto tengo es para servir a todo el mundo...” (48)

No sólo en La Rioja hizo sentir Lamadrid el peso de sus arbitrariedades. Llegado

a San Juan, al frente de una división de caballería, asumió el gobierno durante una

semana. Un día de ese breve gobierno “el coronel Quiroga del Carril es condenado a

muerte. Se lo fusila, una mañana, en la Plaza de San Juan, bajo los altos del Histórico

Cabildo.” (49) Ese mismo día por la noche fué asesinado en la cárcel el doctor Francisco

Ignacio Bustos, ex-gobernador delegado de la provincia y hombre sumamente apreciado

en ella. Lamadrid narra en sus Memorias, con un cinismo rayano en la inconsciencia, la

forma de que se valió para eliminarlo. “Le ordené al oficial Coria -dice- que previniera al

centinela que lo relevara al de la puerta del preso, que se prestara a la seducción que le

hiciera, aun se bajara con él, si le invitaba a fugarse; que si tal sucedía, estuviese muy

vigilado, para que al tiempo de ganar la calle le disparase cuatro tiros, gritando a la
guardia, pero que cuidara de que no se trasluciera semejante intriga, pues debería

indagarse al día siguiente por sumario.” (50) El plan falló, porque, según parece, Bustos

no pretendió fugarse; pero, asimismo, “estando en la cárcel, cargado de grillos, y sin el

menor indicio de que hubiese intentado evadirse, como se hizo creer, fué muerto a

balazos en la misma prisión.” (51) Detalle interesante: “El día anterior de la muerte del

doctor Bustos, el gobernador Lamadrid le exigió 6.000 pesos, que no tenía ni esperaba

recibir de su esposa, a quien, no obstante, los hizo pedir en Mendoza.” (52)

En Santiago del Estero, Paz no estuvo mejor representado. Dicha provincia fué

ocupada conjuntamente por Román Dehesa, autor de los fusilamientos de La Tablada, y

por Javier López, dictador sangriento de Tucumán en 1823. Tales jefes estuvieron en

Santiago a la altura de sus antecesores. Los cargos recaídos sobre Dehesa, que fué quien

asumió el gobierno, son análogos a los que se hicieron a Lamadrid. El mismo Dehesa,

por otra parte, se encarga de corroborarlos con cartas como la siguiente, dirigida al

comandante de fronteras don Juan Balmaceda:

“Lo primero que debe Vd. hacer es prender, sin ser sentido, a don Sebastián

Palacios; seguirle un sumario con prontitud, y hallándole descubierto, remítamelo con

seguridad. En seguida, hará Vd. que de las haciendas de este bribón y de las del traidor

Ibarra se provea a las necesidades de la tropa, permitiendo que los miserables tomen los

animales que puedan... Caiga Vd. sobre la Rosario Lemus, siempre que ésta tenga

injerencia en estos tumultos, y despáchemela con todos los conocimiento que puedan

tomarse sobre su criminalidad. Si llega a pillar algunos vándalos de los que capitanean,

fusílelos, y escarmiente con el saludable terror de estos delincuentes a los que éstos

seducen. Procure Vd. no dejar a estos ricos perversos los recursos de caballos, tómelos

Vd. todos; y de ellos sólo, si alcanza, llene Vd. el número de los 500 que en mi anterior

previne a Vd. sacase para inventarios.” (53)

Después de transcribir esta carta, añade Zinny:

“El doctor Eusebio Agüero, diputado del general Paz cerca de los gobierno de

Salta, Tucumán, Catamarca y Santiago, que, después de la completa derrota de su

escolta por una de las partidas de Ibarra, fué tomado prisionero, tratado con atención y
dejado ir en libertad, se lamentaba en oficio al general Paz de que la conducta opuesta

del coronel Dehesa y de sus adláteres les hubiese hecho perder la provincia de Santiago,

pues que -decía- <violaban, robaban o asesinaban a toda persona que encontrasen>.”

(54)

Es de hacer notar que ni el propio general Paz niega las arbitrariedades de

Lamadrid y Dehesa, contentándose con declinar la responsabilidad en los mismos,

“quienes -dice- debieron responder al cargo.” (55) Olvida, sin duda, que él también tenía

mucho de qué responder.

Otro delegado de Paz fué Videla Castillo, que gobernó en Mendoza. El

gobernador federal, Juan Corvalán, se refugió en el sur de la provincia, buscando la

protección y alianza del cacique Pincheyra; pero el 11 de junio de 1830, en el

campamento de Chacay, cayó en una emboscada y fué asesinado por los indios,

juntamente con don Gabino García, su ministro de gobierno; don José Aldao,

comandante general de armas; el doctor Juan Agustín Maza, ex-congresal de Tucumán y

signatario de acta de la Independencia; el doctor Juan Francisco Gutiérrez; el coronel

Gregorio Rosas; los tenientes coroneles José Gregorio Sotelo y Felipe Videla; don

Lázaro Aldao, ayudante mayor; don Juan Saavedra, don Domingo Durañona, don José

Hilarnes y 20 ó 30 hombres más.

El hecho causó consternación en Mendoza, dada la vinculación y el prestigio de

las víctimas. Se tuvo la vehemente sospecha de que la mano de Videla Castillo y de su

ministro Godoy Cruz no era ajena al terrible crimen, y cuando volvieron los federales al

gobierno, se inició un proceso.

De las constancia de este proceso parece indudable que el delegado de Videla

Castillo ante los caciques para inducirles a cometer el crimen fué don Jacinto Godoy; que

éste mantuvo correspondencia con los pincheyrinos; que Videla Castillo remitió

correspondencia para Pincheyra dentro del forro de un chaquetón destinado a Godoy;

que éste, después del crimen, fué agasajado por Videla Castillo, inclusive con un baile; y

que los caciques fueron generosamente recompensados con 500 yeguas, 200 vestuarios y

39 carga de víveres. Numerosas declaraciones de testigos corroboran estos hechos, y no


faltan otras aun más interesantes, como la del cacique Coleto, actor principal del drama,

quien declaró rotundamente al padre Gómez, capellán de los toldos de Pincheyra, que

don Jacinto Godoy “fué quien lo indujo a cometer el hecho.”

En vista de todo ello, la acusación fiscal llegó a la conclusión de que el asesinato

“fué cometido por los bárbaros a quienes encabeza el perverso y desnaturalizado caudillo

Julián Hermosilla, con previo acuerdo y recomendación de don José Videla Castillo y su

director, don Tomás Godoy Cruz, que por medio del intrigante, tirano, cruel y bajo don

Jacinto Godoy, pactaron y convinieron el hecho.” (56).

Hasta en el extranjero alcanzó el terror unitario a los federales fugitivos de las

provincias subyugadas por los delegados de Paz.

El general don José Benito Villafañe había sido gobernador de La Rioja. Cuando

ésta fué ocupada por Lamadrid, Villafañe emigró a Chile. Lamadrid se hizo elegir

gobernador e hizo dictar de inmediato una ley, de fecha 5 de junio de 1830, por la cual

“eran declarados proscriptos y fuera de la ley los individuos don Juan Facundo Quiroga y

don José Benito Villafañe, autorizando al P.E. para que reclame sus personas e intereses

de los gobiernos de los Estados de la República donde se hubiesen asilado, y a todo

individuo de la provincia de La Rioja a perseguirlos y ejecutarlos con la pena capital a

que se les condenaba, y sujeto a la misma pena a la persona que les prestase asilo.” (57)

Esta ley, que en sí era una enormidad, lo resultó más aún por su ejecución, que se

realizó extraterritorialmente. El mayor Bernardo Navarro, que se encontraba en Chile, se

dispuso a cumplirla matando a Villafañe. Éste fué informado de ello y pidió protección a

las autoridades chilenas, quienes le proporcionaron unos milicianos; pero éstos lo

abandonaron no bien supieron de qué se trataba.

Una noche de mayo de 1831, hallándose Villafañe en Tilo, se presentó Navarro

con una partida dispuesto a cumplir su propósito. Villafañe intentó defenderse; pero,

muertos o heridos varios de sus compañeros, se rindió, no obstante lo cual fué ultimado

junto con once acompañantes. (58)

Este asesinato provocó una dura represalia de Quiroga, que era intimo amigo de

la víctima; pero mientras esa represalia, consistente en los fusilamientos de La Cañada,


ha sido citada por los unitarios como ejemplo máximo de la barbarie de Quiroga, los

mismos se han cuidado de presentarnos la muerte de Villafañe como fruto de un

encuentro casual, “ordinarísimo en la guerras civiles.” (59)

IV

Con la boleadura del caballo de Paz en El Tío y la derrota de Lamadrid en la

Ciudadela, el 4 de noviembre de 1831, concluye el dominio unitario en el interior y se

abre un paréntesis en el terror celeste. Rosas sigue gobernando en Buenos Aires. ¿Cómo

ha reaccionado frente a la ola de sangre con que los unitarios acaban de barrer el

interior? Con los famosos 10 fusilamientos -y no 16, como dice Rivera Indarte-(60) en

San Nicolás de los Arroyos, de presos por delitos de Estado, seis de los cuales fueron

actores en la campaña de la Sierra. (61) Los demás fusilamientos ordenados por Rosas

en los tres años de su primer gobierno no alcanzan a los que ordenó Lamadrid en un solo

día en La Rioja. Mucha sangre argentina deberá aún ser derramada por los unitarios

antes de que Rosas pierda la paciencia.

No tarda en volver a derramarse. Los unitarios, desalojados del gobierno, traman

un maquiavélico plan, en el cual participan también riveristas y españoles. Descubierto en

parte por la diplomacia inglesa, es comunicado a don José de Ugarteche por Manuel

Moreno, ministro argentino en Londres, y la Legislatura de Buenos Aires lo estudia en

sesión secreta el 4 de enero de 1834.

El plan consiste:.. “en declarar la guerra con cualquier pretexto a Buenos Aires,

suscitando querella por Martín García, o por la conducta del general Lavalleja, etc., o

con cualquier motivo frívolo, lo que lleva la mira por parte del gobierno de Montevideo

de apoderarse del Entre Ríos y de la navegación del Uruguay; y por parte de los unitarios

el que, armándose un ejército por Buenos Aires para resistir esta hostilidad, se le dé el

mando de él a... don Estanislao López, quien se levantará con él y se declarará por la

revolución. Es parte principal y preparatoria de este plan que el señor López, de Santa
Fe, rompa con los señores Rosas y Quiroga, halagándolos con pérfidas sugestiones, pero

con la mira de sacrificarlos luego a su vez; y se jactan de que tienen ya mucho

adelantado. Este plan todo de sangre y escándalo lo ha ejecutado y convenido don Julián

Agüero en Montevideo, con Rivera, Obes y los españoles y unitarios de uno y otro

lado.” (62)

A este plan se refería Rosas durante la expedición al desierto, cuando daba como

santo y seña la frase siguiente: la red unitaria está tendida.

Lo estaba, en efecto, y más allá de lo que dejaba traslucir la carta de Moreno. La

red se extendía también a las provincias de Norte. Gobernaba Tucumán el general

Alejandro Heredia, federal, hombre generoso y benigno, ilusionado con la idea de la

fusión de partidos. Bastó esta modalidad suya para que los unitarios lo rodearan

“halagándolo”, según la táctica denunciada por Moreno. Ejemplo de ello es la Corona

Lírica, recopilación de composiciones poéticas que le fué dedicada, y que lleva, entre

otras firmas, la de Juan Bautista Alberdi. La acción de sus falsos amigos no tarda en

hacerse sentir. Heredia favorece un movimiento revolucionario contra el coronel Pablo

Latorre, gobernador federal de Salta, encabezado por Gorriti y Puch, ambos de

tendencia antirrosista. Favorece también la segregación de Jujuy, promovida por el

español Fascio y no reconocida por Rosas. A su vez, Latorre, también “halagado” por

unitarios, apoya las invasiones de los López a Tucumán, destinadas a llevar al gobierno

de esta provincia al general unitario Javier López. El 19 de noviembre de 1834, Heredia

declara la guerra a Latorre e invade su provincia. Lo mismo hace Fascio desde Jujuy.

Este último triunfa sobre los salteños el 13 de diciembre y toma prisionero a Latorre,

que es encerrado en la cárcel de Salta. El 29 se simula una revolución que intentaba

liberarle, y con ese pretexto es muerto a lanzazos en su propio lecho, junto con el

coronel Aguilar, por Mariano Santibáñez. No cabe duda de la inspiración unitaria de este

doble asesinato. (63) Rosas, a quien era difícil engañar, no reconoció el nuevo gobierno

de Salta, resultante del complot, y lo calificó de intruso. Poco tiempo después fué

derrocado por el mismo Heredia.


Con el asesinato de Latorre ha terminado el primer acto del drama. Va a

comenzar el segundo. Quiroga ha sido enviado por Rosas para lograr un entendimiento

entre los dos gobernadores del Norte. Al llegar a Pitambalá, se entera de la muerte de

Latorre. Sigue hasta Santiago del Estero, a donde llega el 3 de enero de 1835, y allí

celebra varias conferencias tendientes a apaciguar los ánimos después de los recientes

sucesos. El 6 de febrero emprende el regreso. Y el 16, el Barranca Yaco, es asesinado,

junto con el coronel Santos Ortiz y 16 hombres de su comitiva, incluso un niño de 12

años. El ejecutor material fué Santos Pérez al frente de una partida. Los inspiradores

fueron los hermanos Reinafé, Cullen y los unitarios de Montevideo. La carta citada de

Manuel Moreno y su confirmación por las revelaciones que hizo Ruiz Huidobro al

doctor Maza, arrojan mucha luz al respecto; y el proceso de los asesinos, así como las

conclusiones que de él deduce Saldías, no dejan lugar a dudas. Quedaría sólo por

averiguar si hubo o no complicidad de Estanislao López. Saldías cree que sí; Cárcano,

que no. En realidad, será difícil llegar alguna vez a una conclusión definitiva al respecto,

ya que López sufría a la vez la influencia de Rosas y de Cullen. Sin embargo, y dado que

Cullen actuaba muchas veces por su propia cuenta y a espaldas de López, no sería

imposible que el Patriarca de la Federación hubiese ignorado lo que se tramaba, a pesar

de la mención que de él se hace en la carta de Moreno. Lo cierto es que ya ese mismo

año Lavalle habla de “haberse frustrado las esperanzas que López había hecho concebir”

(64); y que Rosas, sea por convicción o por razones de conveniencia política, no pareció

creer en la participación de su viejo amigo. (65)

El asesinato de Quiroga comprobaba la veracidad de las revelaciones de Moreno.

Quiroga, “halagado” por los unitarios durante su permanencia en Buenos Aires, había

sido luego “sacrificado”, tal cual estaba previsto. Con él, y a partir de Dorrego, era ya

siete los gobernadores o ex-gobernadores federales asesinados o fusilados en los últimos

años. Es de imaginarse el estado de ánimo de Rosas, tanto más cuanto que no ignoraba

que su “sacrificio” también estaba incluido en el susodicho plan. En una carta a su

capataz Juan José Díaz, fechada en la estancia “San Martín” el 3 marzo de 1835, se

expresa así:
“Política. El señor Dorrego fué fusilado en Navarro por los unitarios. El general

Villafañe, compañero del general Quiroga, lo fué en su tránsito de Chile para Mendoza,

por los mismos. El general Latorre lo ha sido a lanza, después de rendido y preso en la

cárcel de Salta, sin darle un minuto de término para que se dispusiera. El general

Quiroga fué degollado en su tránsito de regreso para ésta, el 16 del pasado último

febrero, 18 leguas antes de llegar a Córdoba. Esta misma suerte corrió el coronel José

Santos Ortiz y toda la comitiva, en número de 16, escapando sólo el correo que venía y

un ordenanza, que fugaron entre la espesura del monte. ¡Que tal! ¿He conocido o no el

verdadero estado de la tierra? Pero ni esto ha de ser bastante para los hombres de las

luces y de los principios. ¡Miserables! Y yo, insensato, que me metí con semejantes

botarates. Ya lo verán ahora. El sacudimiento será espantoso, y la sangre argentina

correrá en porciones.” (66)

Rosas ha comenzado a perder la paciencia, y con él la empieza a perder también

el pueblo de Buenos Aires, que en esos días lo plebiscita para que gobierne con la suma

del poder público.

Pero la racha de crímenes unitarios no termina. En el drama en que perecieron

Latorre y Quiroga aun faltaba el tercer acto; la muerte del general Alejandro Heredia.

En 1838 Heredia continuaba gobernando Tucumán, siempre rodeado de una

camarilla de unitarios, Presidía la Cámara de Representantes Salustiano Zavalía y era su

secretario Marco Avellaneda. Dos años antes habían respondido a un mensaje suyo en

términos altamente laudatorios, calificándolo como “el intrépido guerrero y digno

magistrado que con una mano protegía las instituciones y con la otra, terrible como el

vencedor de Héctor, destruía a sus enemigos, paraba el torrente revolucionario,

aplastaba la hidra con sus cien cabezas y aumentaba las glorias de los tucumanos.” (67)

Pero recordemos la táctica denunciada por Moreno: “Halagándolos con pérfidas

sugestiones, pero con la mira de sacrificarlos luego a su vez...”

El 12 de noviembre de 1838, mientras Heredia se dirigía en coche a su casa de

campo, fué asaltado en Los Lules por una partida al mando de Gabino Robles compuesta

por Juan de Dios Paliza, Vicente Neyrot, Gregorio Uriarte y José Casas. Heredia, que en
cierta ocasión había abofeteado a Robles, comprendió sus intenciones, y se dice que le

ofreció cuanto pidiese, contestándole Robles que sólo quería su vida y descerrajándole

tres tiros.

La vox populi sindicó como instigador del hecho a Marco Avellaneda. Y aun hoy,

Juan Alfonso Carrizo ha podido recoger en su Cancionero de Tucumán algunos

romances populares en que se expresa tal creencia. (68)

Cuando Avellaneda cayó prisionero de Oribe en 1841, se le formó un consejo de

guerra. Los dos incisos del acta de ese consejo referentes al crimen de Los Lules dicen

así:

“Preguntado: Con qué objeto le prestó su caballo rosillo al teniente Casas,

asesino del finado general Heredia, el día que se perpetró el hecho, dijo: que el día antes

del asesinato le pidió al referido asesino Casas el mencionado caballo al que declara para

ir a dar un paseo al punto de Los Lules y que en éste cometió el hecho.

“Preguntado: con qué objeto salió el mismo día que se asesinó al general Heredia

y se vió con uno de los asesinos llamado Robles en circunstancia que éstos entraban al

pueblo, dijo: que su hermano político don Lucas Zabaleta lo había invitado para que lo

acompañase a pasar el día en su chacra del Manantial: que en su camino a esta chacra y a

muy poca distancia de la Capital se encontró con los asesinos, que traían una partida de

quince a veinte hombres: que al verlo desde alguna distancia le mandaron hacer alto: que

el declarante obedeció y que al instante se adelantaron tres o cuatro de los asesinos, entre

ellos el mencionado Robles: que este último completamente ebrio, le alargó la mano

gritando “ya sucumbió el tirano”, cuyo grito fué repedido por los otros dos o tres que

lo acompañaban: que el declarante, atemorizado por esta escena, no atinaba con lo que

significaba ella hasta que el mismo Robles le dijo que él con sus propias manos había

asesinado al gobernador Heredia: que el declarante, más atemorizado entonces, procuró

balbucir algunas palabras aplaudiendo su conducta y concluyó pidéndole permiso para

continuar su camino. Que Robles preguntó entonces al declarante si él no era Presidente

de la Honorable Sala de Representantes: que a la contestación afirmativa del

declarante replicó Robles: “hoy no es día de pasear, sino de trabajar por la patria: vuelva
usted a la ciudad y reúna la Sala de Representantes para hacer una nueva elección de

gobernante, que nosotros por nuestra parte no queremos nada”: que el declarante no

creyó prudente replicarle nada ni insistir en su anterior súplica, y se apresuró a despedirse

de ellos repitiéndoles la aprobación de su crimen y prometiéndoles reunir inmediatamente

la Sala: que el declarante se separó entonces a galope largo y que, sin embargo de haber

andado a éste a la ciudad, no consiguió llegar sino tres o cuatro minutos antes que ellos.”

(69)

De esta declaración se deducen varios hechos: que Avellaneda prestó su caballo a

uno de los asesinos, que se encontró con ellos después del crimen y que les aprobó su

conducta. Las coincidencias y el temor con que pretende explicar esos hechos, a nuestro

juicio, no resultan convincentes.

Pero hay más. El 5 de febrero de 1839, en una carta dirigida a Pío Tedín,

Avellaneda expresa lo siguiente:

“Si nos engañamos en la elección de los que han de suceder a los que hoy

mandan, volveremos a sufrir tiranos, y no se encuentran siempre hombres como robles.”

(70)

Aunque la palabra robles vaya escrita con minúscula, no es necesario ser muy

lince para adivinar el doble sentido de la frase y todo lo que ella deja traslucir.

Lo cierto es que después de encontrado Robles y eliminado Heredia, fué

nombrado gobernador Bernabé Piedrabuena, que luego se pronunció contra Rosas, y de

quien fué ministro general en 1840 el propio Avellaneda, para sucederle luego en 1841.

Y que el 3 de mayo de 1840, la Legislatura de Tucumán, presidida por Avellaneda, dictó

un decreto subreseyendo a los autores materiales “y cómplices” del asesinato del

gobernador Heredia.

Ante este conjunto de tradiciones, documentos y hechos, nos parece que el juicio

histórico tiene elementos de sobra para presumir fundadamente la culpabilidad de

Avellaneda.
V

En 1839 los unitarios volvieron a la carga. Ya se habían producido el

levantamiento de Berón de Astrada, la Revolución del Sur y la conspiración de Maza

cuando inició Lavalle su famosa “cruzada libertadora”, con la ayuda y bajo la protección

de los agentes y marinos de Francia, entonces en guerra con la Confederación Argentina.

Sus procedimientos arbitrarios no habían variado en los diez años transcurridos desde su

breve gobierno. Ya el 8 de diciembre de 1839 le escribía al gobernador Ferré que “el

general Paz se perdió por no haber querido abandonar las vías legales” y que “el pueblo

correntino quiere ser libre, y todos los medios que se adopten para conseguirlo los

considera sagrados.” Y al final añadía esta significativa postdata: “Espero que Ud. estará

tan bueno de salud como yo, para que me ayude a hacer degollar al ejército de Máscara

todo entero.” (71) Poco antes -el 2 de diciembre- le había escrito lo siguiente: “Si el

enemigo se acerca, es bueno que se introduzcan hasta Santa Lucía, porque allí los

degollaremos a todos sin escapar uno solo.” (72) Y en una proclama a los correntinos

repetía: “La hora de la venganza ha sonado; vamos a humillar el orgullo de esos cobardes

asesinos. Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia.

Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de estos monstruos. Muerte,

muerte sin piedad.”(73) Era evidente que el terrible “libertador” venía poseído de la

obsesión del degüello. Su aliado Ferré, por otra parte, no le iba en zaga. El 28 de

noviembre había lanzado una proclama con esta angelical incitación: “Derramad a

torrentes la inhumana sangre, para que esa raza maldita de Dios y de los hombres no

tenga sucesión.” (74) Que todo esto no quedaba en palabras, la prueba la siguiente carta

de Lavalle a Ferré: “Querido compatriota y amigo: el último párrafo de su carta me ha

hecho recorrer mi memoria para buscar un suceso que referirle, y no encuentro otro que
el de haber tomado Barboza, hace muchos días, en la inmediación del Sauce, un oficial y

cuatro soldados del enemigo, que cruzaban el campo. Mandó aquí uno o dos que eran

correntinos, y degolló al oficial con los otros dos o tres.” (75)

¿Qué programa traía Lavalle el año 39? ¿Qué motivo tan grave lo movía a invadir

su patria aliado al extranjero enemigo? ¿Venía a unificar el país? No. Por lo menos, así lo

da a entender su proclama a los habitantes de Entre Ríos, en que les decía: “Olvidados de

nuestras opiniones de otros tiempos; no queriendo más principios que los que profesa

toda la República; dóciles a las voluntades victoriosas de los pueblos, nosotros venimos a

someternos a ellas con honor, y gritar, si es necesario a la paz de la Nación: ¡Viva el

Gobierno Republicano Representativo Federal!” (76) ¿Qué pretendía, entonces, Lavalle?

Derrocar la tiranía, se dirá. Pero, entonces, ¿por qué empleó los mismos métodos de que

acusaba a Rosas y que él había iniciado cuando le tocó gobernar?

Y no se diga que no los empleó. Hace un siglo, en pleno romanticismo, Mármol

nos describía así los campamentos unitarios y federal:

“La noche descorrió su manto de estrellas sobre aquel romancesco campamento,

donde no palpitaba un corazón que no fuera puro y digno de la mirada protectora de la

Providencia. Y sólo esas estrellas podían revelarnos los suspiros de amor que se elevaban

hasta ellas, exhalados por el pecho tierno de aquellos soldados, arrancados por la libertad

a las caricias maternales y a la sonrisas de la mujer amada, en la edad en que la vida del

hombre abre el jardín de los afectos purísimos de su alma...¡Antítesis terrible! ¡A doce

leguas de ese lugar en que la libertad velaba con su manto de armiño el tranquilo sueño

de sus hijos, un ejercito de esclavos dormía soñando con el crimen, a la sombra de la

mano de fierro de un tirano!” (77)

Hoy, la historia nos dice otra cosa. Los ejércitos de Rosas no serían

“romancescos”, pero en ellos había orden y disciplina y estaban al mando de jefes

distinguidos, como Mansilla, Pacheco, Oribe, Rolón, Corvarán, Granada y tantos otros.

“El dictador Rosas -dice el acérrimo unitario Andrés Lamas- ha verificado un cambio

profundo en la guerra de estos países; él ha comprendido la superioridad incontestable de

las tropas regladas y de la guerra regular, y, aunque incapaz de hacerla por sí mismo, ha
tenido el buen sentido de intentarlo por todos los medios que han estado a su alcance.”

(78) En cambio, el “ejercito libertador” era una verdadera montonera. No habían entrado

aún en tierra enemiga cuando la soldadesca indisciplinada:... “empezó a pesar demasiado

en las poblaciones de Corrientes, y muy principalmente en Goya y La Esquina, cuyas

autoridades recurrieron de ello al gobernador Ferré, que era una sombra de poder. Las

tropas del Ejército Libertador, alentadas con la condescendencia de su general en jefe...

se entregaban a desórdenes que nadie sino el general Lavalle podía reprimir... y ejercía

sobre la propiedad privada graves abusos que desdecían completamente de los principios

de la cruzada de redención que proclamaba la revolución.” (79) Como prueba de esto

no mejoró durante la campaña de Entre Ríos, tenemos el testimonio del general Paz: “En

tiempo de la campaña de Entre Ríos -dice-, y juzgo que lo mismo fué después, no se

pasaba lista, no se hacía ejercicio periódicamente, no se daban revistas. Los soldados no

necesitaban licencia para ausentarse por ocho o por quince días, y lo peor es que estas

ausencias no eran inocentes, sino que las hacían para ir a merodear y a desvastar el país.”

(80)

Todo esto, naturalmente, a algunos oficiales de Lavalle no pareció tan

“romancesco” como a Mármol, que lo veía desde su escritorio de Montevideo; y así fué

que comenzaron a abandonar semejante ejército. Uno de ellos, el coronel Chilavert, le

escribe al Dr. Francisco Pico: ... “le agregaré que el ejército libertador va a asolar este

país. Rodeos enteros desaparecen por el desorden con que se carnea. ¡A los Molinas,

padre e hijo, les carnearon 2200 reses en seis días!! Nada se respeta: las manadas de

yeguas, las crías de mulas se destrozan para hacer botas.” (81) Harto al fin, se retira. “He

tenido que abandonar las filas del ejército libertador”, le vuelve a escribir al doctor Pico,

y añade: “El general Lavalle tiene un orgullo infernal y es más déspota que Rosas. Bien

convencido estoy que para Lavalle no hay patria: no habrá sino males, y más espantosos

que los causados por Rosas, porque sus propensiones son peores que las de aquél.” (82)

Y poco a poco se van retirando varios jefes descontentos: Montero, Paz, Elía, Vega,

Pueyrredón, Salvadores, Pieres, Méndez y muchos otros. (83)


Si los mismo unitarios abandonaban a Lavalle debido a sus excesos, era lógico

que el “ejército libertador” no consiguiera despertar en la campaña de Buenos Aires el

entusiasmo por esa “libertad” que se le ofrecía en la punta de una lanza teñida en sangre.

La confiesa uno de sus jefes, el coronel Elía, edecán de Lavalle: “En esta oportunidad

-escribe- conoció todo el ejército la obcecación de los hombres que servían al tirano,

pues a pesar de haber sido completamente destruidos los cuerpos que se habían atrevido

a presentársele, no hubo uno solo que buscase su reunión con los libres.” (84) Más aún:

lo confiesa el propio Lavalle, en carta a su esposa: “No he encontrado más allá que

hordas de esclavos, tan envilecidos como cobardes y muy contentos con sus cadenas...

No concibas muchas esperanzas, porque el hecho es que los triunfos de este ejército no

hacen conquistas sino entre la gente que habla; la que no habla y pelea nos es contraria

y nos hostiliza como puede. Este es el secreto origen de tantas y tan engañosas ilusiones

sobre el poder de Rosas, que nadie conoce hoy como yo.” Habla de abrazarla pronto.

“Ya no dudo de que así será, porque en esta tierra de m...no hay quien me mate, gracias

al terror que inspiramos.” (85)

Tal es el estado de ánimo de Lavalle cuando se retira de Merlo sin atreverse a

atacar a Buenos Aires. Un inmenso desengaño y una inmensa amargura, traducidos en

insaciable deseo de venganza contra el pueblo argentino, que había permanecido fiel a

Rosas. Refiere el unitario Villafañe que al pedirle a Lavalle un poco de disciplina en su

ejército, recibió la siguiente respuesta: “disciplina, dice Ud. ¡Orden y piedad para Rosas y

los suyos! ¿Y sabe cuáles son los suyos? No son solamente Oribe, Pacheco y Lagos; son

todos esos cobardes que se dicen sus enemigos y que, sin embargo, autorizan con su

inmovilidad y silencio las atrocidades del bárbaro que los azota y humilla. ¡Disciplina en

nuestros soldados! ¿quieren matar? ¡Déjelos que maten! ¿Quieren robar? ¡Déjelos que

roben!” (86)

Con semejantes principios -proclamados públicamente, como lo refiere Lamadrid-

(87) no es extraño que la ciudad de Santa Fe, después de caer en manos de Lavalle,

haya sido saqueada durante mes y medio por más de mil soldados “libertadores”, que “no

volvieron al ejército sino después de cincuenta días de desorden, borrachera y


escándalos.” (88). Nada tiene tampoco de extraño que esos hechos se hayan repetido en

cada pueblo que tuvo la desgracia de encontrarse en el camino de Lavalle durante su

trágica retirada. “De las fuerzas libertadoras del general Lavalle -dice Antonio Díaz-

penetró una columna en el pueblo de Loreto, provincia de Santiago, y, después de

entregarlo a saco, los asaltantes de aquella población indefensa cometieron las tropelías

más inauditas con las mujeres, persiguiendo y lanceando a los vecinos hasta en el interior

de sus casas. Aquella población quedó desierta por muchos días; sus habitantes habían

huido a las breñas y bosques de la comarca.” (89)

Así libertaba el “Ejército Libertador.”

Verdad es que los hombres degollados, las mujeres violadas, los campos talados,

todos los excesos cometidos por los unitarios entre los pobres paisanos de las provincias,

no han encontrado un Rivera Indarte que los recopilara pacientemente y los publicara

corregidos y aumentados con el propósito de horrorizar al mundo. Esas tablas de sangre

del terror celeste, tanto o más extensas que las del rojo, no se escribirán nunca. Si fué

fácil saber quiénes fueron los veinte o treinta ciudadanos “de copete” -como se decía

entonces- degollados en Buenos Aires en octubre del año 40, era imposible llevar la

cuenta de los centenares de criollos del interior asesinados a mansalva por los soldados

de un general que había transformado en odio la amargura de su fracaso. (90)

Hay que decir la verdad de una vez por todas. El angelical Lavalle que se nos ha

querido pintar llorando siempre la muerte de Dorrego es falso. Si no bastara para

demostrarlo el terror que sembró a su paso, lo demostrarían los fusilamientos que ordenó

durante su trágica retirada.

Primero fueron el general Garzón, el gobernador Méndez y los jefes y oficiales

prisioneros al capitular Santa Fe. Se habían rendido con garantía de la vida, lo que no

impidió que Lavalle, ante un pedido de sus oficiales, respondiese: Sí, señores; los

prisioneros serán fusilados, como narra su propio edecán, el coronel Elía. (91) La

sentencia no se cumplió, porqué alguien hizo notar que causaría mala impresión en la

Banda Oriental, dada la nacionalidad uruguaya del general Garzón. pero lo cierto es que

Lavalle dispuso el fusilamiento, y no que rechazó la idea con aquellas beatíficas palabras
que pone en su boca la leyenda unitaria: “¡Aun tengo sobre mi corazón la muerte de

Dorrego!”

En realidad, no demuestra arrepentimiento, sino jactancia y altanería, la frase con

que, a su paso por Catamarca, amenazó al gobernador José Luis Cano: “No será el

primer gobernador que yo fusile.” (92)

Y, efectivamente, Dorrego no fué el último gobernador fusilado por Lavalle.

Poco después había de hacer pasar por las armas al ex-gobernador Villafañe, de la Rioja.

(93)

El hecho ocurre en el pueblo de Anjullon. No es sólo Villafañe el sentenciado.

También lo son Franco, Guerrero y fray Nicolás Aldazor. Este último famoso orador

sagrado y maestro de teología, ha sido enviado por Rosas como emisario de paz; pero

Brizuela lo aprisiona y lo entrega a Lavalle, quien dispone su muerte “dentro de un

cuarto de hora.” La sentencia va a cumplirse, cuando, a instancias de un distinguido

vecino de Córdoba, don José Fermín Soaje -quien logra convencer a Lavalle de que con

la muerte del fraile sólo logrará horrorizar a los religiosos habitantes del interior-,

Aldazor es separado a último momento del grupo de sentenciados. Los otros dos son

fusilados en el acto, siendo Aldazor espectador inmediato de la escena. (94)

Continúa Lavalle su vengativa retirada y llega a Salta. ya desde Tucumán había

escrito a don Dionisio Puch la siguiente carta:

“Mi estimado compatriota: Con esta fecha escribo a Ud. oficialmente,

ordenándole haga pasar inmediatamente por las armas a los señores Boedo, Pereda y

Chaves, por conspiradores contra el gobierno de esa provincia. Esta carta tiene el objeto

de suplicar a Ud. se resuelva a dar ese golpe de energía. De lo contrario, no podremos

asegurar nuestra base y la dejaríamos expuesta a la contrarrevolución. De lo contrario,

no podremos concurrir con nuestros elementos en apoyo del Segundo Ejército

Libertador y del poder del Oriente, que lucha de cerca contra la tiranía, y las traiciones se

repetirían todos los días, alentados sus cómplices con la impunidad. El escarmiento

ejemplar de los malvados Boedo, Pereda y Chaves advertirá a los que quieran imitar su

conducta que sabemos castigar crímenes semejantes; y no dude Ud. que esa provincia
quedará perfectamente asegurada, desde que se castiguen con severidad los atentados

contra su libertad.” (95)

Dionisio Puch no cumple la orden. El crimen está muy lejos de haberse probado,

y, en lo que respecta a Chaves, sólo hay ligeras sospechas. Pero tampoco se anima a

oponerse al iracundo jefe, y opta por quedarse con Chaves y remitirle los otros dos

prisioneros, para que haga con ellos justicia, lavándose él las manos. Lavalle, no bien los

recibe, los hace fusilar por su orden, en Metán.

En lo que se refiere a la muerte de Pereda, debemos recordar aquí una

circunstancia que no favorece, por cierto, a quien lo mandó ejecutar. Afírmase que la

madre de dicho coronel, doña Nicolasa Boedo, ofreció un elevado rescate, que Lavalle

aceptó, y para pagarlo hubo de vender cuanto tenía. Cuando Lavalle recibió el dinero,

dió la contraorden, pero demasiado tarde, a pesar de lo cual se quedó con el precio. Así

lo afirma la tradición salteña, y como tradición lo damos. (96) Por otra parte, no nos

sorprendería mucho tal indelicadeza por parte de quien, antes de dejar el gobierno, el año

29, distribuyó entre sus oficiales 275.000 pesos del tesoro público “teniendo en vista la

necesidad de ponerlos a cubierto de los sucesos venideros”, según reza el decreto. (97)
VI

Dejemos a Lavalle y veamos lo que hacía el otro general “libertador”, Gregorio

Aráoz de Lamadrid. Había llegado a Tucumán al servicio de Rosas, componiendo por el

camino vidalitas federales:

Perros unitarios,

nada han respetado,

a inmundos franceses

ellos se han ligado.

Sabed, argentinos,

que están traicionando,

porque Luis Felipe

los está comprando.

Pero, una vez en Tucumán, se unió a los que poco antes consideraba “perros” y

“traidores” y se adueñó del gobierno con las consabidas “facultades extraordinarias”,

(98) que no eran privilegio exclusivo de Rosas.

Hubiera sido lógico esperar de su parte un poco de tolerancia para sus

correligionarios de un mes antes, para aquellos de quienes había cantado:

De Mayo los hijos

que son verdaderos

no se ligan nunca

con los extranjeros.

Y cuando su patria

ven amenazada,

olvidan agravios,

corren a salvarla.
Lejos de ello:... “uno de los primeros actos del Gobernador Lamadrid fué (el 4 de

julio) poner en prisión al general Ferreira, al coronel Anacleto Díaz y a su hermano el

cura de Graneros, a don José María Valladares, a los comandantes Calixto Pérez y

Acosta, a don Pedro Miguel Heredia y al coronel Lucero: el 14 del mismo mes,

Lamadrid expidió un decreto declarando a Gutiérrez traidor y confiscando todas sus

propiedades y las de sus compañeros de causa.” (99)

Luego partió a castigar el federalismo de los salteños. Llegado que hubo a Salta,

decretó varias penas de muerte. Uno de los sentenciados era el rengo Cabrera, coronel

de los ejércitos de la independencia, herido en una pierna durante la batalla de Salta.

Entre los otros se destacaban el mayor Mercado, Hidalgo, Conte, y concentrando en sí el

dolor público, un joven de 18 años. El único crimen de todos era su “rosismo.” De nada

valió el pedido de clemencia que le hiciera de rodillas un prestigioso sacerdote, el P.

Marcelino López. (100) La sentencia fué ejecutada en la plaza pública, mientras sólo a

media cuadra, el general Lamadrid presidía el gran banquete con que le obsequiaban los

ciudadanos que se habían pronunciado contra la “tiranía” de Rosas. (101) Las descargas

de los ejecutores habrán sin duda proporcionado un digno fondo musical a los brindis

por la “libertad.”

Muchos otros prisioneros federales corrieron la misma suerte, como el

comandante José María Rodríguez, portador de cartas de Oribe y Pacheco a Evaristo de

Uriburu; (102) el comerciante santiagueño Manuel Rodríguez, también portador de

cartas; (103) dos enfermos en Fraile Muerto y otros dos hombres que supuso eran

espías. (104)

De Tucumán, Lamadrid bajó a Córdoba. Desde allí promueve revoluciones en

Mendoza y en San Luis. La de Mendoza constituye un fracaso; pero la de San Luis, para

la cual había logrado el apoyo de la indiada de Baigorria, logra el poder por dos meses.

“La provincia de San Luis, en particular su pueblo -escribe Pablo Lucero a Bernardino

Vera-, ha sido saqueado por los indios, y asesinado el administrador de correos.” (105)
Ante el fracaso de sus planes, Lamadrid resuelve proceder por sí mismo. En

1841, después de haber tomado en San Juan a la señora e hijos de Benavidez como

prisioneros de guerra, (106) se apodera de Mendoza y asume el gobierno.

A juzgar por Zinny, ese gobierno fué un episodio idílico. Todo es júbilo y

entusiasmo. Señoritas que arrojan flores al grito de vivan los libertadores y mueran los

tiranos. Una de ellas preguntó a Lamadrid si es el Libertador. El responde que sí, y

entonces ella coloca en sus sienes una corona de laureles, a lo que el héroe llora

“copiosamente.” Luego de esta emotiva descripción añade Zinny que el gobierno del

general Lamadrid duró sólo 19 días, de lo que pareciera lamentarse, y nada más. (107)

Así escribieron la historia los hijos de unitarios.

Veamos ahora qué nos dice la verdadera historia, por boca de otro hijo de

unitario, sed amicus veritas:

“En el acto dió un bando ordenando la entrega de los bienes de todos los

enemigos políticos, debiendo las personas que tuviesen a su cargo dichos intereses

presentarlos dentro de las 24 horas, so pena de perder a su turno todos sus bienes y ser

castigadas <con una severidad inflexible>, incurriendo en igual pena el que no delatare a

los infractores...

“Ordena igualmente se levanten <listas de clasificación> anotando a los federales

o a los prófugos; establece minuciosamente registros en todas las casas y propiedades de

los clasificados, so color de recoger el armamento oculto. La pena a los infractores era la

de la época; confiscación de todos los bienes y servicio militar en los cuerpos de línea.

“En seguida ordena se incorporen al ejército todos los hombres de 15 años a 50,

y estableciendo que el que no concurra será reputado enemigo, y , por ende, se incluirá

en los <clasificados>, con la respectiva confiscación de bienes, etc....

“Creó una especie de <consejo de los diez>, bajo el nombre de tribunal militar.

Su jurisdicción fué sencilla: <para que entienda y decida definitivamente en todos los

negocios que por su naturaleza sean incompatibles con las inmensas atenciones que

rodean al ministerio en las presentes circunstancias...>


“Ese tribunal desplegó una actividad terrible; instalado en setiembre 6, el día 7

requiere copia de todo decreto o bando; se adjudica una guardia militar; organiza un

cuadro de ayudantes; y a las pocas horas choca con el E. M., quien se resiste a su

jurisdicción invasora. No había concluido el primer día de su instalación, y ya dictó dos

sentencias, condenando a muerte a dos ciudadanos. (108) Al día siguiente prosigue sus

trabajos haciendo ejecutar a 7 más... (109)

“Ese mismo día 8 se ocupó el tribunal de hacer efectiva la confiscación de los

bienes de los que no tuviesen patente limpia de unitarios, y asegura al ministro <que

pondrá todo su conato en hacer que las disposiciones superiores sobre confiscación de

bienes no sean ilusorias>, y ordena hacer efectivas listas de contribuciones forzosas y

recaer en todo federal. Añade que, <firme a esa resolución de hacer cumplir a todo

trance los decretos y disposiciones del gobierno, precisa ya en el momento poder contar

con 12 barras de grillos>.

“El ministro Villafañe señaló el día 12 de septiembre, a las 4, para que los

<clasificados> oblaran las <contribuciones>, permitiéndoles tan sólo entregar parte de su

valor en caballos o efectos.

“Las confiscaciones llovieron como diluvio sobre toda persona rica: ni los curas

escaparon. Así mismo Lamadrid no obtenía el dinero ni los artículos que necesitaba. El

14 de septiembre prorroga por otras 48 horas el término para pagar la primera

contribución de guerra, y llena una segunda lista de <clasificados>, admitiendo animales

en pago hasta la mitad de la cuota fijada. Como casi todos los vecinos pudientes

estuviesen prófugos, el tribunal militar se arrojó sobre sus señoras, y, sin respetar el sexo,

hizo poner grillos a las damas más respetables de Mendoza, como a la señorita hija de

don Agustín Videla. “¿A qué seguir? Aquel tribunal marcial oía y resolvía sobre el

tambor: a la menor denuncia, la sentencia era: <condena a la pena de 400 azotes,

estirados sobre un burro, debiendo recibir cien en cada uno de los

ángulos de la plaza pública el día de mañana, y destina a los cuerpos de infantería de

línea por el tiempo que dura la presente guerra>. Otras veces, cuando eran muchos los

acusados e influyentes los delatores, la sentencia era: <que se sorteen, y uno de ellos
sufra la pena de muerte y los restantes presencien la ejecución, que deberá ser en la plaza

pública el día de mañana, y en seguida sufran 200 azotes>. Las sentencias de palos y

azotes eran moneda corriente, y los sentenciados a muerte eran pasados por las armas en

la plaza pública. (110)

“No es de extrañar, pues, que con semejantes procedimientos, <Mendoza, como

San Juan, ofrecían el aspecto de un pueblo desolado>. Tal lo ha confesado medio siglo

después el entonces ministro de Lamadrid, Villafañe, agregando: <nadie se atrevía a

acercársenos>. (111)

Ernesto Quesada justifica cada una de estas afirmaciones con referencias al

archivo del general Pacheco, quien venció a Lamadrid y capturó toda la documentación

de su efímero gobierno. Ella nos permite revivir instantes trágicos. En ningún momento

de los veinte años de su gobierno Rosas pesó tanto sobre el pueblo de Buenos Aires

como esta dictadura de veinte días sobre el pueblo de Mendoza.


VII

No fueron más felices las provincias del Norte durante los gobiernos de la famosa

Coalición. Y aquí viene bien que nos enteremos, por boca de los propios coaligados,

cuáles eran sus fines, sus aliados y su popularidad.

“El fin común y único -escribe Alberdi- es la tiranía de Rosas. Los elementos, los

poderes reaccionarios que los hechos y la libertad han hecho aliados, son: el pueblo

francés, el pueblo boliviano, el pueblo oriental y el pueblo argentino también.” (112)

Por desgracia para los coaligados, Alberdi se equivocaba. El pueblo argentino era

el único que no estaba en el asunto: “El descontento y aun el odio contra Lamadrid se

pronunciaban en todas partes, con el mayor desembarazo” (113), escribía, desde

Tucumán, Moldes a Solá. Y éste, desde Salta, a Piedrabuena: “Amigo, conozco a mi

tierra y a estos nuestros pueblos; es preciso que no nos engañemos y partamos de ideas

falsas. Hombres del convencimiento que necesitamos, se encontrarán media docena en

cada pueblo; los demás, aunque griten y proclamen, piensan de distinto modo a este

respecto, y es tiempo perdido y cálculo errado contar con esfuerzos que el apuro ya

manifiesto puede arrancarles.” (114) Y a su vez, respondía Piedrabuena desde Tucumán:

“Desengáñese; para tener patria es menester no contemporizar mucho con los mezquinos

cálculos de nuestros paisanos, he tenido y tengo que arrugar la frente y tornarme un

Heredia a cada rato para tener soldados, y aun así apenas he podido reunir 300 hombres,

después de más de un mes que no me ocupo sino de hacer recluta.... Nuestros pueblos

son todavía muy poco ilustrados para hacer que anden el camino por sólo el

convencimiento.” (115)

Si éste era el ambiente popular en las provincias coaligadas, cabe imaginar

cuál sería en las provincias invadidas por los ejércitos de la Coalición. Cuando Solá

penetró en Santiago del Estero, escribió a Lamadrid: “Nunca se ha mostrado más

enemigo este país, de fuerzas que sólo venían a protegerlo; no pasan de 3 hombres los

que, en esta larga distancia a que hemos podido llegar con mil inconvenientes, se hayan

atrevido a vernos la cara, hablarnos y darnos algunas noticias. Todo lo hemos


encontrado exhausto y en retirada a los montes; las casas abandonadas, una que otra

mujer lográbamos ver de distancia en distancia, sin tener de qué valernos para un sólo

bombero, ni entre esas pocas mujeres, ofreciéndoles pagarlas bien, ni baqueanos, etc.,

cuando al revés cada algarrobo o juncal es un espía y bombero de Ibarra.” (116)

Ante tal evidente falta de popularidad, nada tiene de extraño que la

Coalición recurriera a todos los procedimientos de que acusaba al “tirano”, desde las

“facultades extraordinarias” (117) hasta los embargos. “Me dirijo en el acto de oficio

-escribe el gobernador de Tucumán al de Salta- reclamando el embargo de las mulas de

Carranza, socio de Ibarra. Le ruego como amigo, y como gobernador de Tucumán le

reclamo, que no deje transportar esas mulas. Los bienes de Ibarra deben servirnos para

reparar los daños que Ibarra les ocasione injustamente a nuestros paisanos.” (118). Esta

carta de Piedrabuena a Solá está fechada el 29 de julio de 1840 y fué confirmada más

tarde por otra en que afirma que “los bienes de Ibarra y de todos aquellos a quienes se

encuentre con las armas en la mano deben servir para indemnizar a esta provincia y a la

de Salta de los gastos hechos en una lucha que no hemos provocado.” (119) El decreto

de embargo de Rosas, fundado en idénticas razones, lleva fecha 16 de septiembre del

mismo año. Hubiera podido invocar como antecedente el ejemplo de sus enemigos. Pero

hoy sólo se recuerdan los embargos de Rosas y no los anteriores de aquéllos.

A los embargos se unieron las contribuciones forzosas. “Echa

contribuciones -escribe Avellaneda a Augier- , y, si no las pagan, haz rodar cabezas.”

(120)

En Salta, durante la expedición “libertadora” de Avellaneda, se saqueó y se

asesinó como no lo hizo la Mazorca porteña en sus mejores tiempos. Y lo curioso es que

al frente de esas partidas solía presentarse, no un Parra o Cuitiño cualquiera, sino el

propio jefe de la Coalición. Así ocurrió en Yatasto en casa del doctor José Tomás de

Toledo, donde Avellaneda ordenó el fusilamiento de un peón que se le presentó llevando

un barbiquejo de cinta colorada.(121)

En nota oficial del general Puch, gobernador de Salta, al doctor

Avellaneda, tenemos la constancia de estos hechos, por boca de uno de los jefes de la
Coalición. No era este jefe más blando de corazón que sus colegas, como lo probó en

julio de 1841 fusilando a un heroico sargento de 16 años y a seis compañeros, por una

tentativa de motín; (122) pero el vandalismo desencadenado por Avellaneda en su

provincia lo hizo salir de sus casillas. “Muchos son los conductos -le dice en la nota

citada- por donde el gobierno sabe los excesos de toda clase que cometen los soldados

de la división que V. E. ha traído de Tucumán a la Frontera... El país que han pisado ha

quedado arrasado, y no es posible ya al infrascrito ser indiferente a tanto desorden, a los

hechos cuyas consecuencias serán funestas a su país y, más que a éste, a la causa de la

libertad de la República... El robo a los amigos y enemigos; toda clase de excesos

prodigados indistintamente; la completa desolación del suelo que ocupa la división de

V. E., no son el riego benéfico que harán florecer el árbol de la libertad, tan marchito ya

en la República... ¿Prevalecerá contra el verdugo de Buenos Aires la coalición si se talan

sus campos, se diezman sus habitantes y se agotan las fuentes de su riqueza y porvenir?”

(123)

Y no se crea que éstos eran hechos aislados, fruto del calor de la lucha,

Esos hechos no hacían más que adaptarse al sistema de terror y de sangre que

preconizaban los documentos unitarios de la época. A Ibarra, por ejemplo, Avellaneda le

envió una nota concebida en tales términos que mereció el siguiente comentario por

parte de otro de los coaligados: “La nota de ese gobierno (Tucumán) dirigida a Ibarra es

degradante a nuestra causa, y sólo puede servir para exaltar los ánimos, y con justicia,

contra nosotros, en vez de darnos aliados o partidarios. La decencia y circunspección

deben presidir en todas las comunicaciones oficiales; ese lenguaje de sangre y exterminio

debe proscribirse; siendo el menos a propósito para conquistar voluntades, es también

contradictorio al objeto proclamado de la organización de la República: la sangre sólo da

sangre por fruto y promoviendo continuas reacciones se radica la anarquía de los

rencores personales, y se radica de un modo terrible y espantoso. Acusamos a Rosas por

haber empapado el suelo de la patria con sangre humana. ¿Y es posible proclamar que se

derramará aún más? ¿Y la sangre de los hijos y de los parientes, por delitos que nunca
pudieron cometer? ¿Qué podrán juzgar de nosotros si sentamos tales principios de pura

barbarie?” (124)

Pero llamados a la sensatez como éste eran escasos. Lavalle había entrado

a Corrientes proclamando el degüello. Ferré aconsejaba derramar “a torrentes la

inhumana sangre.” Y Rivera Indarte repetía desde Montevideo: “Será obra santa y

grandiosa matar a Rosas. Se matará sin conmiseración a los rosines. Pedimos una

expiación grande, tremenda, memorable.” (125) Las llamadas “máximas de guerra de la

Comisión unitaria en Chile”, aunque se haya negado su calidad de tales, pueden

documentarse en cada una de sus frases. (126) No nos extrañaremos, pues, de los

excesos del terror unitario. Era la realización práctica de un plan premeditado.

Ignoramos si esa realización logró superar en número de víctimas al terror federal; pero

podemos afirmar que, si no lo hizo, no fué por falta de intenciones.


VIII

Mientras los últimos restos de los ejércitos unitarios eran vencidos en San Juan,

San Calá, Rodeo del Medio y Famaillá, el general Paz, que había fugado de Buenos Aires

después de empeñar su palabra de honor de no hacerlo (127), iniciaba su campaña de

Corrientes.

El general Paz, “violento por constitución” (128), según palabras de su aliado

Ferré, corroboradas por su campaña de la Sierra de 1830, es ahora el que menos se vale

del terror. Parece haber en esto una táctica suya, cuyo objeto es -según él mismo-

contrariar los deseos de Rosas “dejando a sus adeptos siempre una puerta abierta a la

conciliación.” Refiriéndose al terror, manifiesta que “estando Rosas desde tan largo

tiempo en posesión exclusiva de esta arma era más difícil de lo que se piensa

arrancársela para servirnos de ella.” Y añade: “Forzoso era, pues, resignarnos a combatir

de otro modo, contentándonos con aquellos actos de severidad, si se quiere, pero que

son reclamados por la justicia y por la conveniencia, para que no se interpretase nuestra

moderación como una muestra de debilidad o de temor.” (129)

No se crea, sin embargo, que Paz logró independizarse en absoluto de los medios

de la época. Esa excepción de los “actos de severidad” que podían ser reclamados por el

criterio elástico de la “conveniencia” le permitió desahogar su “constitución violenta”

confiscando bienes, (130) azotando soldados (131) y fusilando al coronel José Antonio

Romero (132), al comandante Desiderio Benítez (133), al coronel Pantaleón Algañaraz,

prisionero en Caaguazú y acusado de conspirador, (134) al ex-capitán Corvera y algunos

otros. (135) Paz se precia, en todos estos casos, de seguir las vías legales; pero la

verdad es que a nadie engañan esos consejos de guerra y que a fin de cuentas y en su

resultado práctico, tanto vale un fusílesele de Rosas o un por mi orden de Lavalle como

un consejo de guerra del general Paz.

Además, es digno de notarse que en la campaña del litoral la civilización se valió

de los caudillos de la barbarie; y es de presumir que éstos no se civilizaron por el solo

hecho de luchar contra Rosas. Así, los aliados de Paz en 1842 eran Juan Pablo López y
los hermanos Madariaga, a quienes el mismo Paz llama “representantes del desorden, del

montonerismo y del vandalismo.” (136) El mismo jefe unitario narra en sus Memorias un

“arbitrio muy singular” de los Madariaga para contener la deserción. “Cuando la

expedición a Entre Ríos -dice- el comandante Nicanor Cáceres fué colocado a

retaguardia del ejército con su escuadrón, en un lugar aparente, para aprehender a los

desertores que regresaban a la Provincia, con la orden de lancearlos indistintamente; lo

hizo así con unos cuarenta, según unos, y con más del duplo, según otros, incluso un

oficial, cuyas gorras y prendas de vestuario eran conducidas al ejército, como prenda de

su trágico fin.” (137)

Si esto se hacía con los desertores, ¿qué no se haría con los enemigos? Algo deja

entrever un parte del general Garzón, de fecha 25 de enero de 1844, al anunciar que los

hombres de Madariaga “saquearon el pueblo (se refiere a Salto Grande) y cometieron

todo género de excesos en él” y que “dos oficiales que fueron tomados prisioneros, de la

división del teniente coronel D. Lucas Moreno, han sido degollados por orden del salvaje

Madariaga.” (138)
IX

Retirado el general Paz, quedó Rivera al frente de las fuerzas unitarias. Cuando,

después de Arroyo Grande, se vió obligado a refugiarse en Montevideo, nombró ministro

de guerra al general Melchor Pacheco y Obes, quien desempeñó su cargo con un rigor

más que excesivo. (139) He aquí algunos de sus decretos:

1) “Todo oriental o vecino de esta República que sea tomado con las armas en la

mano será fusilado en el acto y por la espalda.” (140)

2) “Serán irremisiblemente pasados por las armas todos los individuos del ejército

de Rosas que sean aprehendidos y pertenecieran a clase de jefe y oficial.” (141)

3) “Artículo 1°: todos los individuos que en los pueblos de campaña, que están

hoy o hayan estado en poder de los actuales invasores, pertenezcan o hayan pertenecido

a las tituladas Comisiones clasificadoras establecidas en ellos, además de traidores son

declarados salteadores armados e infames robadores públicos.

“Artículo 2°: En consecuencia, toda autoridad civil o militar departamental, luego

de capturados cualquiera de dichos individuos, y de acreditado en una información

sumaria el hecho de haber pertenecido éste a dichas comisiones, procederá a aplicarle la

pena ordinaria de muerte designada por las leyes a los delitos mencionados.” (142)

“Por una orden de Pacheco y Obes -dice Saldías- se manda perseguir ciudadanos

que no han querido tomar banderas con Rivera; y si no son aprehendidos en 48 horas,

retirar al pueblo sus familias y luego pegar fuego a sus casas, clavándose en ellas un palo

con un letrero que diga: <Era la casa de un cobarde y la justicia nacional la ha arrasado>.

<Igual conducta se observará -dice la orden- con cualquier otro que deserte en lo

sucesivo>. Otro decreto, de 6 de septiembre del mismo año (1843), manda aplicar

sumaria y verbalmente las penas que establece la ordenanza militar para la tropa que se

halla al frente del enemigo, a los crímenes de traición, infidencia, deserción, cobardía o

tibieza en defender a la patria.” (143)

Demás está decir que estos decretos se cumplían. “Por orden del Ministerio de la

Guerra de la Defensa de Montevideo, con fecha 21 de febrero de 1843, fué fusilado por
la espalda el prisionero sargento mayor de guardias nacionales Zacarías Díaz. Con la

misma orden se mandó fusilar al prisionero cadete Eulogio Martínez.” (144) El general

Pacheco y Obes, “en un parte de guerra en el que daba cuenta de un pequeño combate

registrado en las inmediaciones del Cerro, agregaba el siguiente párrafo: También cayó

un prisionero que, siendo oriental, será pasado por las armas en este momento.” (145)

El propio Rivera Indarte, si bien tergiversa los hechos y calla algunos decretos, admite

23 de esas ejecuciones. (146)

De tal modo se aterrorizó la población de Montevideo, que numerosos vasco-

franceses radicados allí se trasladaron a Buenos Aires, y el resto de la población huyó a

la campaña oriental, a protegerse bajo las banderas de Oribe. La afirmación es de fuente

tan insospechable como Martín de Moussy (147) y se halla corroborada por las extensas

listas de soldados y paisanos pasados que publicó El Defensor de la Independencia

Americana. (148) Por una de esas ironías con que la historia se permite a veces

desmentir falsas leyendas, los habitantes de Montevideo huían de la civilización

buscando el amparo de la barbarie.

¿Y qué decir de la campaña naval de Garibaldi en 1842? Él mismo, en sus

Memorias, ha descrito así sus huestes: “Los equipajes que yo mandaba estaban

compuestos por hombres de todas las naciones. Los extranjeros eran, en su mayor parte,

marinos, y casi todos desertores de barcos de guerra; debo confesar que éstos eran los

menos díscolos. Entre los americanos, la generalidad habían sido expulsados de los

ejércitos de tierra, por varios delitos, muchos por homicidios. De modo que eran

verdaderos canallas desenfrenados y se necesitaba todo el rigor posible en los barcos de

guerra para mantener el orden.” (149)

Éstas fueron las hordas que Brown derrotó en Costa Brava. El viejo almirante,

hombre cuya altura moral no permite poner en duda su veracidad, al comunicar a Rosas

la victoria le decía: “La conducta de estos hombres excelentísimo señor, ha sido más bien

de piratas, pues que han saqueado y destruido cuantas casa o criatura caía en su poder,

sin recordar que hay un Poder Supremo que todo lo ve y que tarde o temprano nos

premia o castiga según nuestras acciones.” (150)


Análogos procedimientos emplea Garibaldi en su campaña de 1845, aliado a la

escuadra anglo-francesa. La Colonia, Martín García, Gualeguaychú, el Salto, fueron

testigos de saqueos, violencias y perfidias de toda clase. En La Gaceta Mercantil del 23

de octubre de dicho año pueden leerse las declaraciones de los damnificados. A tal

extremo llegaron las cosas, que en el propio campo riverista surgieron voces de protesta.

Don José Luis Bustamante le escribía a Rivera: “Garibaldi saqueó La Colonia y

Gualeguaychú escandalosamente: no puede contener a la gente que lleva. Esta marcha

nos desacreditará mucho.” (151)

Pero no era sólo Garibaldi el que cometía excesos. En la Ensenada, los franceses

e ingleses saquearon e incendiaron buques neutrales e hicieron fuego sobre un bote

argentino después de haber levantado ellos bandera de parlamento. En presencia de tales

atrocidades, Rosas expidió un decreto por el que ordenaba que los comandantes,

oficiales y marineros tomados después de la comisión de hechos de esta especie fueran

juzgados como reos del orden común. ¡Otra ironía de la historia! ¡La barbarie negaba

beligerancia a la civilización!

X
El 3 de febrero de 1852 fué derrocada la “tiranía.” Si la barbarie hubiese sido

privilegio exclusivo de Rosas, hubiese terminado con su gobierno; pero no fué así.

Urquiza renovó en Caseros los degüellos que tan siniestra fama le habían dado en

Pago Largo, India Muerta y Vences. El doctor Claudio Mamerto Cuenca fué asesinado

mientras curaba enfermos en Santos Lugares, (152) El coronel Martiniano Chilavert fué

ejecutado en forma salvaje. (153) “Los allegados del general vencedor le pedían la vida

(154) de tal o cual jefe vencido y él se las concedía. Uno de ellos sacó al coronel Santa

Coloma de la capilla de Santos Lugares y lo hizo lancear teniéndolo por los cabellos.”

(155) Sarmiento, años más tarde, declarará haber sentido placer al contemplar este

espectáculo. (156)

Uno de los vencedores de Caseros, el general César Díaz, nos ha dejado el

siguiente cuadro de las escenas que siguieron a la victoria:

“Un bando del general en jefe había condenado a muerte al regimiento del

coronel Aquino, y todos los individuos de ese cuerpo que cayeron prisioneros fueron

pasado por las armas. Se ejecutaban todos los días de a diez, de a veinte y más hombres

juntos... Los cuerpos de las víctimas quedaban insepultos, cuando no eran colgados de

algunos de los árboles de la alameda que conducía a Palermo. Las gentes del pueblo que

venían al cuartel general se veían obligadas a cada paso a cerrar los ojos para evitar la

contemplación de los cadáveres desnudos y sangrientos que por todos lados se ofrecían a

sus miradas; y la impresión de horror que experimentaban a la vista de tan repugnante

espectáculo trocaba en tristes las halagüeñas esperanzas que el triunfo de las armas

aliadas hacía nacer. Se acercaban cautelosamente aun las personas que les inspiraban más

confianza, para indagar la causa de aquella carnicería humana, y sólo se tranquilizaban

cuando se les aseguraba que en ella no estaban comprendidos sino los autores y

cómplices del asesinato de Aquino. No era ésta, sin embargo, la verdad. Morían otros

que no habían pertenecido al regimiento rebelde, en la misma forma ejecutiva que

aquéllos. Me acuerdo, entro otros, de dos hermanos, oficiales de la división Galán, cuyos

cadáveres vi yo mismo... Hablaba una mañana con una persona que había venido de la

ciudad a visitarme, cuando empezaron a sentirse muchas descargas sucesivas. La persona


que me hablaba, sospechando la verdad del caso, me preguntó: -¿Qué fuego es ése?-

Debe ser ejercicio- respondí yo sencillamente, que tal me había parecido; pero otra

persona, que sobrevino en ese instante y que oyó mis últimas palabras: -¡Qué ejercicio ni

qué broma -dijo-; si es que están fusilando gente! (157)

Sarmiento, que también actuó en Caseros y presenció las escenas que siguieron a

la batalla, corrobora lo afirmado por César Díaz:

“Mientras tanto -dice-, el desconsuelo, la aflicción, ganaban todos los ánimos; los

unos se abatían, maldecían los otros, mil rumores circulaban, nadie justificaba al general,

y la duda se infiltraba en todos. La población obrera y pobre continuaba prisionera en

Palermo, como si se hubiese querido hacer de intento que las masas populares, por las

madres, por las esposas, por las hermanas, tomasen su parte de aversión, de desengaño,

de reminiscencia de lo pasado; para agravar más las semblanzas, las señoras que iban en

sus carruajes a Palermo tenían que cubrirse la vista al entrar en la calle de los sauces por

no ver los cadáveres colgados en ellos, en el paseo público, no para escarmiento de los

soldados, que no transitaban por allí, sino como un cartel puesto a los ciudadanos y a las

señoras. ¿Pero qué es esto?, volvían diciendo las madres, las niñas. ¡Qué indecencia!

¡Qué asquerosidad! En tiempo de Rosas no nos han colgado cadáveres en el Paseo

Público!” (158)

Es evidente que el vencedor de la “tiranía” no empleó, ni antes ni después de

Caseros, métodos distintos de los del vencido, como no fuese para empeorarlos. Ahí

están, para confirmarlo -entre otros-, los nombres de don Cornelio Bravo, fusilado en

1855; el mayor Saturnino Leyes, el capital Agustín Casco, el alférez Miño y el sargento

Arangue, fusilados en 1858; y los doce soldados fusilados el 18 de abril de 1857 por

sospechas de conato de motín. (159)

XI

Había caído Rosas, pero no la barbarie.


“Después de la caída de Rosas -dice Eliseo F. Lestrade- el país presenció el

asolamiento del interior y de la campaña de la provincia de Buenos Aires, realizado por

los gobiernos que le sucedieron en la provincia y que desde ésta pretendieron subordinar

todo el interior.

“La campaña de la provincia de Buenos Aires, que, numéricamente, después de

1852 tenía mayor influencia que en 1822 y 1830, fué la que más sufrió, no ya la coacción

del grupo de hombres que desempeñaban el gobierno, sino la destrucción, por la

persecución, por el despojo de las propiedades y por la falta de garantías y seguridad

para el trabajo.

“El poema Martín Fierro puede documentarse en cada uno de sus versos.

“En el interior, los hombres que, como consecuencia del hambre que sufrían y de

la falta de medidas del gobierno para paliar ese mal, buscaron de hecho sus alimentos, y

aquellos que huían de las levas militares, fueron considerados bandoleros y ejecutados.

“Los campos quedaron <cuajados de cráneos>, pero el apóstrofe poético no tuvo

exponente, porque se trataba del desheredado. (160)

“La documentación sobre estos hechos -concluye Lestrade- se encuentra en las

actas del Senado nacional, año 1875, y en el Archivo Mitre puede verse el desasosiego

que experimentaron las poblaciones del interior al paso de las expediciones militares que

desde 1852 hasta 1863 se mandaron de Buenos Aires para someter las provincias al

nuevo régimen político.” (161)

El 1852, apenas caído Rosas, era fusilado el gobernador de Jujuy, coronel José

Mariano Iturbe, (162) mientras en Entre Ríos el general Hornos, con sus degüellos,

(163) daba el primer indicio de lo que significarían para el interior las invasiones

civilizadoras de los vencedores de Caseros.

En 1854, como en la campaña de Buenos Aires algunos jefes federales

mantuviesen la resistencia al gobernador, éste, que lo era don Pastor Obligado, ordenó a

un jefe que hiciera marchar contra ellos una fuerza “ligero, ligero, a ver si los pescan, y,

¡bala sin misericordia!” (164)


En 1856, el general Jerónimo Costa, héroe de la defensa de Martín García, pero

entonces perseguido y emigrado en el Uruguay, desembarca en Zárate con 150 hombres.

Tal desembarco formaba parte del plan de una revolución fracasada. El gobernador de

Buenos Aires, Pastor Obligado, envió en su contra, al mando de Mitre, un ejercito muy

superior en número, que hubiese bastado para sofocar la intentona, aprisionar a sus

hombres y luego juzgarlos y aplicarles las correspondientes sanciones legales. Pero los

angelicales unitarios que gobernaban entonces Buenos Aires no daban cuartel. El mismo

día del desembarco de Costa habían celebrado el siguiente acuerdo:

“Habiendo desembarcado en el territorio del estado un grupo de anarquistas,

capitaneado por el cabecilla Jerónimo Costa, con el criminal objetivo de atentar contra la

autoridad constitucional del mismo, para suplantar a ésta la del terror y barbarie que

caducó con el triunfo de Caseros, y siendo necesario que el castigo de tan famosos

criminales siga inmediatamente a la aprehensión de los mismos, a fin de dejar sentado un

saludable ejemplo para lo sucesivo y satisfecha la vindicta pública que tan enérgicamente

se ha pronunciado contra los mismos:

“1° Todos los individuos titulados jefes que hagan parte de los grupos anarquistas

capitaneados por el cabecilla Costa y fuesen capturados en armas serán pasado por las

armas inmediatamente, al frente de la división o divisiones en campaña, previos los

auxilios espirituales.

“2° Los de capitán inclusive abajo, serán remitidos con la seguridad conveniente a

disposición del gobierno, para que tengan entrada en la cárcel pública, hasta nueva

disposición, salvo aquellos que por circunstancias agravantes deban ser comprendidos en

el artículo 1°, en cuyo caso se ordenará lo conveniente.

“3° El ministerio de guerra y marina queda encargado del cumplimiento de este

acuerdo, así como de hacerlo saber a los jefes en campaña.- Pastor Obligado, Valentín

Alsina, Bartolomé Mitre, Norberto de la Riestra.”

Debemos hacer notar que no existían entonces facultades extraordinarias ni nada

semejante. Por el contrario, el artículo 166 de la constitución provincial las prohibía

terminantemente. El artículo 145 decía que “nadie puede ser privado de la vida sino con
arreglo a las leyes”; y el 161, que “ningún habitante del estado puede ser penado por

delito sin que proceda juicio o sentencia legal.” Pero la civilización, con el pretexto de

combatir a la barbarie, no había barbaridad que no considerase legítima.

A dar cumplimiento al acuerdo salió a la campaña el ministro de guerra, que lo

era Bartolomé Mitre. Para exterminar a los llamados anarquistas destacó a Conesa, quien

le da cuenta de su actuación en el siguiente parte:

“Al excelentísimo ministro de guerra y marina, coronel Bartolomé Mitre:

“Alcanzados, y después de una ligera resistencia, murieron todos los traidores.

“Réstame sólo, felicitarlo una y mil veces porque esta soez canalla ha tenido el

trágico fin que desde mucho tiempo atrás debieron tener.

“Dios guarde a V. E. muchos años.- Emilio Conesa.”

Parece ser que de los 140 desembarcados sólo 15 quedaron con vida. “Resultó

-comenta Benjamín Victoria- que el decreto de muerte contra los jefes se hizo extensivo

a los oficiales y tropa. En todos, parece, se encontraron las circunstancias agravantes del

artículo 2° y se ordenó lo conveniente.” Y añade luego: “En cuanto a los auxilios

espirituales a que se refiere el acuerdo, no consta que hubiesen sido administrados. Eran

tantas las víctimas y se anduvo tan aprisa que, sin duda, se prescindió de ellos.”

Es un hecho muy significativo acerca del carácter de este supuesto combate el

que revela una carta de Esteban García al gobernador Obligado: “Por nuestra parte -le

dice- no creo tener desgracia ninguna.” Esto revela claramente que no hubo lucha. A

Costa, por ejemplo, se lo tomó en una casa donde estaba asilado. Fué una simple

matanza en masa. (165)

En 1858, en San Juan, y bajo un gobierno adicto a Buenos Aires, es asesinado el

anciano general Nazario Benavídez mientras se encontraba en la cárcel sujeto con una

barra de grillos de arroba y media.

“El general Benavídez, medio muerto -dice una crónica de entonces-, fué en

seguida arrastrado, con sus grillos, y, casi desnudo, precipitado de los altos del Cabildo a

la balaustrada de la plaza, donde algunos oficiales se complacieron en teñir sus espadas


con su sangre, atravesando repetidas veces el cadáver y profanándolo hasta escupirlo y

pisotearlo.

“Este espectáculo de inaudita barbarie duró largo tiempo, hasta que el cadáver

fué trasladado al cuartel de San Clemente, donde permaneció expuesto a la expectación

pública y pudieron más tarde rescatarlo los ruegos del provisor y demás miembros del

clero, para que recibiese las lágrimas de sus hijos, y darle sepultura.”

En Buenos Aires, los periódicos Tribuna y El Nacional, redactados

respectivamente por Juan Carlos Gómez y Sarmiento, sostuvieron con anticipación la

necesidad del crimen y lo aplaudieron después de cometido. “Un álbum fué ofrecido, por

el partido que dominaba en Buenos Aires, a los autores o solidarios del asesinato del

general Benavídez. Entre las firmas que contenía, figura la del general Mitre.” (166)

En 1860 es asesinado en San Juan el gobernador José Antonio Virasoro, su

hermano Pedro y los señores Hayes, Cano, Quirós, Acosta y Rolin.

“A las 8 de la mañana, se sintió el rumor de la pueblada que rodeaba la casa del

gobernador demandando a gritos su renuncia inmediata; algunos disparos sonaron, y

Virasoro comprendió la amenaza sangrienta dirigida contra su persona: él y los suyos

tomaron armas y rompen el fuego contra los asaltantes. Grupos armados, sin embargo,

asoman por los fondos, escalan murallas y, al pronto, el tiroteo principia en el interior de

la casa: se traba una lucha encarnizada y caen Pedro Virasoro, Tomás Hayes, N. Rolin y

algunos soldados; de repente se presentó en el patio José Virasoro con un hijo suyo,

Alejandro, en los brazos, como sagrado escudo, pidiendo se le perdonase la vida y

protestando que abandonaría el gobierno y la provincia. Dícese que, mientras se acercaba

uno de los cabecillas para sentar las bases del arreglo, uno de los parciales de Virasoro

descargó sus armas sobre los asaltantes que le rodeaban, dando así la señal de una nueva

lucha sin cuartel; ni uno solo pidió cuartel, sino que, hechos pedazos, mutilados sus

miembros, brotando su sangre por veinte y más heridas, lucharon como leones hasta caer

sin dar un solo gemido. El gobernador cayó también, acribillado a balazos, y el niño,

providencialmente preservado, fué sacado de debajo del cadáver de su padre con sólo

una ligera contusión, producida por la caída. La esposa del gobernador, que guardaba
cama, indispuesta, saltó, descalza, por en medio de los forajidos, escapando a las balas,

buscando a su marido y a sus hijos: uno de los asaltantes la arrastró al rincón donde se

hallaba el niño, a quien había sacado de debajo del cadáver de su padre: la desdichada

mujer corrió al sitio donde yacía el cadáver de su esposo, en un estado de desesperación

que aterró a los bárbaros asesinos: preguntados si no tenían más balas para ella, se

retiraron, dejándola arrastrar los despojos de su marido, que, hecho pedazos, se hallaba

en el segundo patio de la casa.” (167)

“Respecto del asesinato del gobernador Virasoro, dice Pelliza en uno de sus

trabajos históricos: <La prensa de oposición en Buenos Aires lanzó la voz de alarma

anunciando que el ministerio de hacienda (Elizalde) había facilitado al de gobierno

(Sarmiento) un millón y medio de pesos papel para derrocar las autoridades de la

provincia de San Juan. El ministro de hacienda, quiso defenderse del cargo, pero se

confundió, dejando subsistente la denuncia, que bien pronto quedó confirmada por una

circunstancia verdaderamente singular: el órgano oficial del ministro de gobierno anunció

con una anticipación de seis días la muerte del gobernador Virasoro. De este modo no

pudo eludir la responsabilidad en los hechos sangrientos que se consumaron el 16 de

noviembre.> El general Mitre era el gobernador de Buenos Aires.” (168)

XII
Todos estos hechos más o menos aislados hacían presagiar la ola de sangre que

invadió el interior cuando Mitre y sus secuaces lograron imponerse. Tal cosa ocurrió con

la victoria de Pavón, en 1861.

Las consecuencias de esa batalla se manifestaron inmediatamente. Los porteños,

que participaron en ella a las órdenes de Urquiza, se habían internado en Santa Fe al

mando del general Laprida. Una división de las fuerzas de Buenos Aires, comandada por

el general uruguayo Venancio Flores, los sorprende en la Cañada de Gómez, cerca de

Rosario, y los pasa a cuchillo. “El suceso de Cañada de Gómez -decía don Manuel

Ocampo- es uno de esos hechos de armas que, después de conocer sus resultados,

aterrorizan al vencedor. Hay más de 300 muertos y unos 150 prisioneros, mientras que

por nuestra parte sólo hemos tenido 2 muertos y 5 heridos. Entre los muertos se cuentan

muchos jefes y oficiales.” (169)

Si los vencedores de Pavón hubieran deseado realmente pacificar el país, lo que

correspondía en primer término era ofrecer la paz al interior, levantado en armas en

defensa del gobierno constitucional de Derqui. No sólo no se hizo, sino que ni siquiera se

le notificó el triunfo. “El general Mitre cometió el error inexplicable de no hacer conocer

a las provincias del Norte, que luchaban aún, la inexistencia del gobierno nacional.”

(170) No se procuró un entendimiento pacífico con el interior. La subsistencia del

espíritu tradicionalista molestaba al liberalismo. Se le presentó el hecho consumado de la

guerra. Se prefirió conquistarlo, dominarlo, aterrorizarlo. Había que derramar para ello

mucha sangre argentina, pero eso no importaba a los liberales que entonces detentaban el

poder. Sarmiento le escribía a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Éste

es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres

humanos.” (171)

Los encargados de derramar esa sangre no fueron, afortunadamente, argentinos.

Fueron todos uruguayos, pertenecientes al partido colorado. El ilustre jefe argentino que

organizó la resistencia en el interior fué el general Angel Vicente Pañaloza, el Chacho.

En su provincia, La Rioja, había penetrado el teniente coronel Sandes. El ejército de éste

“había llegado hasta su casa de Guaja y la había incendiado; había llegado hasta Arauco
con un comandante, Luis Quiroga, a la cabeza, puesto sitio a la casa de Chumbita,

detenido a todas las personas que encontró adentro, mandándolas fusilar sin forma de

juicio e incendiando después todo el lugar; había llegado hasta los llanos paseándose a

son de degüello por la Costa Alta, Baja y del Medio, saqueando, violando,

exterminando.” (172)

El Chacho presenta combate en la Aguadita de los Valdeses y es vencido. Sandes

comunica en su parte oficial:

“Entre los prisioneros se encuentran el sargento mayor don Cicerón Quiroga,

capitán don Policarpo Lucero, ayudante mayor don Carmelo Rojas, teniente don

Nemoroso Moliné, don Ignacio Bilbao y don Juan M. Vallejo, y alférez don Ramón

Gutiérrez y don Juan de Dios Videla. Todos ellos han sido pasados por las armas. “

(173)

Después de ocupar La Rioja, es sitiado en la ciudad por las montoneras de

Puebla. “La guardia de la plaza, durante los tres primeros días del sitio, hacía continuas

salidas hasta las afueras de la ciudad. En una de estas salidas fué capturado un paisano

que vivía en los suburbios de la capital, e inmediatamente fué fusilado por la espalda, y

su cadáver, colgado de un poste en la plaza principal.” (174)

Entretanto, a la voz de Peñaloza, las montoneras se levantan por todas partes. A

sofocarlas en San Luis va otro jefe uruguayo, Iseas. “Creía que ningún prisionero tenía

derecho a sobrevivir y se vanagloriaba en su suprema inconsciencia salvaje de no

conservar uno solo de los soldados de la montonera. Cuando su ferocidad impuso al

general Paunero la orden teminante en contrario, aquel libertador inconcebible hacía

arrancar a los prisioneros la piel de los pies, para que impedidos de moverse, murieran de

sed, de dolor y de hambre bajo la luz del sol. Y entonces decía: Yo cumplo la orden: no

los mato.” (175)

El tratado de Banderitas, firmado en 1862, significa una breve tregua en esta

campaña de terror. Paunero lo sugiere; “visto -dice- que el partido de los liberales no

alcanza a darnos cincuenta partidarios en La Rioja.”


“Pero este tratado -como escribe Castro- va a protocolizar un crimen sin

precedentes en la historia de los ejércitos argentinos: Llega el momento de canjear los

prisioneros. El Chacho presenta a los que ha tomado, y, dirigiéndose a los jefes

enemigos, les pregunta: <Y bien, ¿dónde están los míos?>

“Los jefes del ejército de Buenos Aires no tenían un solo prisionero para

devolver. Todos habían sido pasado por las armas; degollados, para economizar

balas.” (176)

Al año siguiente, la llamada “pacificación” se inicia en cinco provincias. Mitre

comisiona a Sarmiento para dirigirlas. Y éste le escribe: “Sandes ha marchado a San

Luis. Está saltando por llegar a La Rioja y darle una buena tunda al Chacho. ¿Qué regla

seguir en estas emergencias? Si va, déjenlo ir. Si mata gente, cállese la boca. Son

animales bípedos de tan perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos

mejor.” (177)

Sandes va a San Luis, en efecto. Derrota al caudillo Ontiveros en la Punta del

Agua, y “fusila, después de rendido” (178), al coronel Minuet, que mandaba la infantería.

Luego se dirige a La Rioja. El 20 de mayo se encuentra con el Chacho en Lomas

Blancas. El Chacho queda vencido. “No se dió cuartel a los que caían heridos o

prisioneros.” (179)

Pero el bravo caudillo riojano resurge cada vez más fuerte de sus derrotas.

Sandes desencadena su furia impotente por todos los lugares donde pasa en persecución

de la montonera. Cuando se le cansan los caballos, azota a los postillones. Hace “colgar

de los senos a las mujeres” (180). Todo el mundo huye a su paso; pero huir significa

también sentenciarse a muerte. En San Luis hace perseguir a dos muchachos: Nicolás

Videla, de 17 años, y Francisco Carranza, de 16, por el delito de haber huído. Videla se

defiende y es atravesado a lanzazos. Carranza es aprehendido y llevado a su presencia.

“Llegaron, y éste les dice:

“- ¿Tomaron a alguno?

“- Sí, señor; y al otro, lo mismo; pero se resistió y lo lanceamos .


“- Bueno; lanceen a éste también y alcáncenme. Y Ud., maestro de posta,

¡cuidado con que los caballos me vayan a aflojar!, porque los postillones la van a pagar...

“Allá en los caminos de Santa Rosa o Merlo hizo lancear a otro niño. El

muchacho andaba buscando unas cabras perdidas. Al ver las partidas de soldados, el niño

quiso huir. Se lo detuvo y lo llevaron a la retaguardia, en donde venía Sandes con sus

oficiales, con la novedad de que había querido huir.

“Lancéenlo- dijo Sandes-. Ha de ser hijo de algún sasista o chachino...

“En esa misma cruzada, don Agustín Lucero fué fusilado en Renca, porque se

le ocurrió gritar en un almacén: ¡Viva Urquiza!...

“A Natalio Tissera, que era un pobre muchacho que decían había acompañado

al General Juan Saá, lo hizo fusilar porque sí.” (181)

El combate final, donde la resistencia del Chacho quedó vencida, fué el de Las

Playas, el 28 de junio de 1863. “Minutos después de decidido el triunfo, cuando aún se

perseguía a los derrotados, un episodio dramatizó más el cuadro: se mandó salir ante un

pelotón de tiradores al coronel Avelino Burgoa, jefe de la infantería vencida, y a los jefes

de cuerpo José Asensio Palacios, sargento mayor Moral, Rafael Gigena y Eugenio

Cabrera, y por orden cuyo origen no se documentó, si bien se creyó de Sandes, fueron

allí mismo fusilados...

“Los muertos llegaron a 300 y los prisioneros a 700, siendo éstos conducidos

en forma despiadada al hoy pueblo General Paz, donde sufrieron el cuidado de Sandes en

forma que a este sitio se le llamó el campamento de la tortura.” (182)

“Cuando tuvo lugar el combate de Las Playas -dice Vicencio- nos

encontrábamos en Córdoba y tuvimos el disgusto de presenciar la horrible carnicería que

después del triunfo ejecutó Sandes con los vencidos.” (183)

La guerra estaba terminada. La resistencia nacional había sido ahogada por el

terror y la sangre. Pero el liberalismo no estaba satisfecho. Faltaba el Chacho. De nada le

valió su intención de someterse. Exigía garantías para su vida y para la de sus

compañeros de causa. Pero se quería su muerte.


Un día, mientras descansaba en Olta, va a buscarlo el sargento mayor Irrazábal.

“El Chacho, vencido, viejo, cansado, se entrega a su pariente, el coronel Ricardo Vera.

La única arma que tiene es un puñal que le regaló Urquiza y que lució siempre con

orgullo. Lo entregó también. Cuando llega Irrazábal lo encuentra con su mate en la

mano. <¿ Quién es el bandido del Chacho?>, grita desde el caballo. <Yo soy el Chacho,

pero no soy bandido> contesta el caudillo. Y no se oyeron más palabras ya. Un lanzazo

del bárbaro lo atraviesa de parte a parte, una vez, dos veces, diez veces. Y, caído,

muerto, sobre el cuerpo glorioso del último gran caudillo de la montonera los tiradores

descargan sus carabinas. Y como si no fuese bastante, Irrazábal, con el propio puñal del

Chacho, que nunca fué manchado con sangre, le separó una oreja y ordenó que se le

cortara la cabeza y fuera colocada en una pica.” (184) “Da vergüenza -dice Jofre- repetir

la tradición de que le cortaron ciertos miembros para llevárselos a Sarmiento de regalo.”

(185)

Irrazábal comunicó a éste la noticia en los siguientes términos:

“Pongo en conocimiento de V. E. que hoy en la madrugada sorprendí al

bandido Peñaloza, el cual fué inmediatamente pasado por las armas, haciéndole también

algunos muertos que despavoridos huían; también tengo prisionera a la mujer y un hijo

adoptivo, tomándome gran interés en salvarlo.” (186)

Y Sarmiento escribía a Mitre:

“Después de mi anterior llegó el parte de Irrazábal de haber dado alcance a

Peñaloza y cortándole la cabeza en Olta, extremo norte de los Llanos, donde parece que

descansaba tranquilo. No sé lo que pensarán de la ejecución del Chacho. Yo, inspirado

por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados, aquí he aplaudido la medida,

precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a ese inveterado pícaro y ponerla a la

expectación, las chusmas no se habrían convencido en meses de su muerte.” (187)

Así se impusieron al país Sarmiento y Mitre, y con ellos la Masonería, el

Liberalismo y el Capitalismo internacional.


EPILOGO

Cerremos aquí nuestra triste crónica y dejemos constancia de que para escribirla

nos hemos atenido a datos que ningún historiador serio desconoce, a hechos que en sus
inmensa mayoría constan en libros editados con posterioridad a Caseros o en obras de

los mismos jefes unitarios, como las memorias de Paz, Lamadrid o Ferré. Si hubiésemos

seguido la táctica de los escritores antirrosistas, que se esfuerzan en hacer pasar como

historia las falsificaciones comprobadas de un Rivera Indarte, podríamos a nuestra vez

horrorizar a los lectores con muchas acusaciones como las siguientes, que encontramos

en La Gaceta Mercantil del 7 de septiembre de 1843:

“Ni los niños han escapado al furor brutal del degollador Rivera. Ya hemos

demostrado el degüello de los niños Mendoza y otros, en el pueblo de Colla, que mandó

ejecutar; y el suplicio atroz que hizo sufrir al teniente Videla y otros desgraciados

orientales, sacándoles vivos las costillas y haciendo de su piel maneas. Acaba de hacer

degollar el bárbaro Rivera a los 3 hijos del capitán don Camilo Martínez, que sirve a las

órdenes del presidente Oribe. Estos tres niños infelices han sido degollados sin

misericordia. Babindo, de edad 11 años; Felipa, de 6 años y Ramón de 3 años.

Denunciamos al mundo civilizado esta inhumanidad sin ejemplo.”

Estos hechos difícilmente serán superados por los más horrendos de las Tablas

de Sangre; pero a éstos de La Gaceta Mercantil, ¿quién los conoce? Nosotros mismos

no hemos investigado su veracidad y por eso lo citamos como muestra y no como verdad

histórica; pero, ¿han procedido con la misma elemental honestidad los historiadores de

tendencia antirrosista? ¿Merece acaso más crédito Rivera Indarte que Mariño?

Y ahora, reflexionemos un poco. Un régimen de terror puede manchar

eternamente la memoria de un hombre cuando éste ha subido al gobierno de un pueblo

donde reinaba la paz y el orden y lo ha precipitado en un caos de odios y de violencias.

Ahora bien: la violencia y el odio existieron antes, durante y después de Rosas; y aun

durante su dictadura hemos visto que sus enemigos no se quedaron cortos en la teoría y

en la práctica del terror. Hemos visto que Rosas no inventó nada nuevo, ni las

clasificaciones ni las confiscaciones ni los degüellos, ni siquiera el mote de salvajes

unitarios. Naturalmente, no pretendemos que los abusos de los unitarios justifiquen los

abusos de Rosas; pero sí pretendemos que a todos se los juzgue con la misma medida;

que si el terror de que se usó y abusó en nuestras luchas civiles es un baldón, caiga ese
baldón sobre todos o no caiga sobre ninguno. Lo injustificable, lo absurdo, lo ridículo, es

pretender que caiga pura y exclusivamente sobre Rosas. Y si en la historia fabricada para

uso de nuestros colegios y universidades se cubre sistemáticamente con un piadoso velo

toda atrocidad unitaria y en cambio se sumerge a Rosas en el fango de la calumnia,

entonces todo paralelo es imposible, y Rosas resultará, naturalmente, un monstruo.

Pero es fábula y no historia. Y es fábula que ya está agonizando. La verdad sobre Rosas

se abre camino, y ya nada ni nadie la podrá contener.

NOTAS
1 ERNESTO QUESADA, La época de Rosas, págs. 145/7. Se ha discutido -a nuestro juicio, sin mayor
fundamento- la autenticidad de este plan. Puede leerse al respecto el capítulo XV de la nota citada y la
nota 48 de Lamadrid y la Coalición del Norte, del mismo autor. Por otra parte, la cuestión de la
autenticidad del documento pierde interés ante la realidad de los hechos.
2 EMILIO P. CORBIERE, El terrorismo en la Revolución de Mayo, págs. 42 y 43.
3 Ibídem, págs. 55 y sigs.
4 MANUEL BILBAO, Vindicación y memorias de don Antonio Reyes, pág. 33.
5 EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 73 y sigs.
6 Ibídem, pág. 107.
7 Ibídem, págs. 109 y 110.
8 Debemos hacer notar aquí una diferencia, las víctimas de este último no eran argentinos unidos
al enemigo extranjero; eran españoles, fieles a su patria y a su rey. Con todo, mientras a Rivadavia se le
alaba su energía, a Rosas se le reprocha su crueldad . Tal es la lógica sobre la cual se pretende
fundamentar el odio a Rosas, cuando ella misma está falseada por este odio.
9 EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 131/3.
10 Es interesante recordar que Alvear, incurriendo en el delito que castigaba, se dirigió en ese tiempo
al secretario de negocios extranjeros de S. M. británica expresando que “estas Provincias desean
pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo
poderoso.” (LEVENE, Lecciones de Historia Argentina. pág. 83).
11 EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 135/44.
12 JULIO B. LAFONT, Historia Argentina, pág. 279. Academia Nacional de la Historia, Historia
de la Nación, t. VI, pág. 635. DOMINGO MAIDANA, JUAN FRANCISCO BORGES, en Revista de la
Junta de Estudios Históricos de Santiago del Estero, Año III, N° 7-10.
Defendiendo a Monteagudo, de quien ha podido decirse, con justicia, que recorrió la historia
argentina “como un bólido la atmósfera, envuelto en rojo”, RICARDO ROJAS escribe lo siguiente:
“Los fusilamientos que se ejecutaron por orden de Belgrano en Santiago, Tucumán y Jujuy, sin
forma de proceso , y sus bandos terroristas, como el del 23 de agosto, cuando el éxodo jujeño de 1812,
exceden toda la leyenda del Monteagudo sanguinario. Pero la historia tiene sus predilectos, y en
ella
-como en la murmuración contemporánea- se da en la bondad o en el vituperio caprichosamente a
veces. Se habla de la bondad de Belgrano, y sin duda era bueno, a pesar de esas ejecuciones y bandos.
Monteagudo hizo menos, y para él ha sido la leyenda siniestra...”
El razonamiento es exacto. Pero entiéndase también a las luchas civiles posteriores, donde los
hombres han sido clasificados arbitrariamente en ángeles y demonios.
13 CARLOS IBARGUREN, Juan Manuel de Rosas, pág. 58.
14 ANTONIO ZINNY, Historia de los gobernadores, t. II, p. 42.
15 ADOLFO SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t. I, pág. 161, nota I.
16 ANTONIO ZINNY, ob. cit., t. III, págs. 265 y 266. JUANA MANUELA GORRITI en su Biografía
del General Dionisio de Puch, refiere así la participación de Arenales, gobernador unitario de Salta, en
el fusilamiento del General Bernabé Aráoz: “ El Gobernador de la Provincia de Tucumán, Don Bernabé
Aráoz había sido expulsado del gobierno y de su patria por una revolución triunfante.
En su desgracia, pide a Salta un asilo. El derecho de asilo ha sido respetado en los tiempos más
atrasados y entre las naciones más bárbaras. Arenales no lo reconoció. Entregó a su enemigo, el
huésped que se había refugiado en su hogar, y Don Bernabé Aráoz fué fusilado.” (Cit. por Mons.
JOSUE GORRITI, PACHI GORRITI, págs. 41-2.)
17 JUAN A. GONZALEZ CALDERON, Derecho Constitucional Argentino, t.I, pág. 129. A quien
quiera conocer otros aspectos menos “ideológicos” de la “aventura presidencial” rivadaviana
remitimos a la Defensa y pérdida de nuestra independencia económica, de JOSE MARIA ROSA.
18 CARLOS M.URIEN, Quiroga, págs. 62 y 65.
19 BERNARDO FRIAS, Tradiciones históricas, cuarta tradición, pág. 7.
20 RICARDO FONT EZCURRA, “En homenaje a la verdad histórica” en Revista del Instituto de
Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, N° 2/3, pág. 13.
21 PAUL GROUSSAC, Estudios de Historia Argentina, pág. 204.
22 ELISEO F. LESTRADE, “Rosas. Estudio sobre la demografía de su época”, La Prensa, , 15 de
noviembre de 1919. “No se conoce - añade Lestrade - el número de argentinos que emigraron a
Montevideo huyendo de las persecuciones, pero ese año de gobierno fué sangriento.
“En los hechos militares de las elecciones del 26 de julio de 1829 se produjeron 76 víctimas, entre
los muertos y heridos; las ejecuciones fueron numerosas, y, sobre todo ese cuadro de dolor, una epidemia
de viruela azotó a la población urbana”
23 MANUEL BILBAO, Vindicación y memorias de Antonino Reyes, pág. 65
24 MANUEL GALVEZ, Vida de don Juan Manuel de Rosas, pág. 94
25 Ibídem, pág. 94 y DERMIDIO T. GONZALEZ, El Hombre pág. 199
26 MANUEL GALVEZ, ob. cit. pág. 94
27 ibídem, pag. 95
28 ADOLFO SALDIAS, ob. cit. t.II, págs. 48 y 78 ZINNY, ob. cit. t. III pág. 70 ZINNY habla de
“unos 15 oficiales.” Damos la cifra de SALDIAS por su mayor precisión.
29 JORGE A. CALLE, José Félix Aldao, pág. 117
30 GENERAL PAZ, Memorias, t. II, pág. 91
31 Ibídem, pág. 98
32 Ibídem, pág. 126
33 TTE. CNEL. CARLOS A. ALDAO, El Br. Gral. José Félix Aldao, pág. 89
34 GENERAL PAZ, ob. cit. t. II, pág. 120
35 MANUEL GALVEZ, ob. cit. pág. 130
36 La Gaceta Mercantil, 31 de agosto de 1843
37 SARGENTO MAYOR DOMINGO ARRIETA, Memorias de un soldado, Cit. por GALVEZ, ob. cit.
pág. 130
38 RIVERA INDARTE, Tablas de Sangre, pág. 60
39 Citado por SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t. IV, pág. 65
40 GENERAL PAZ, Memorias, t.II, pág. 133
41 Ibídem, pág. 134
42 MANUEL GALVEZ. Vida de don Juan Manuel de Rosas, pág. 130
43 GENERAL LAMADRID, Memorias, t. I, pags.475 y sigs.
44 MANUEL GALVEZ, ob. cit. pág. 130
45 ADOLFO SALDIAS, ob. cit. t. II, pág. 80
46 MANUEL GALVEZ, ob. cit. pág. 131
47 MANUEL GALVEZ, ob. cit. Es notable el contraste de esta actitud de Lamadrid con la asumida
posteriormente por Quiroga. ZINNY cuya tendencia unitaria es notoria, lo hace resaltar. “En
contraposición de eso -dice-. a la esposa de aquél la auxilió Quiroga con todo lo necesario para que se
trasladase a Bolivia, al lado de su esposo, después de su derrota de la Ciudadela.” (Historia de los
gobernadores, t. VI, nota pág. 249). El feroz Quiroga supo dar una lección de humanidad y de
caballerosidad a su civilizado contrincante.
48 ADOLFO SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t.II, págs. 81/1
49 JORGE A. CALLE, José Félix Aldao, pág. 152
50 GENERAL LAMADRID, Memorias, t. I, pág. 492
51 ZINNY, Historia de los gobernadores, t.IV, pág. 147
52 Ibídem.
53 Citado por ZINNY, ob. cit. t. III, pág. 394.
54 Ibídem, pág. 395.
55 GENERAL PAZ, Memorias, t.II, pág. 186, nota I.
56 JORGE A. CALLE, ob. cit. págs. 251 y sigs.
57 ZINNY, ob. cit. t. IV, págs. 249/50
58 JORGE A. CALLE, ob. cit. pág. 237, y EDUARDO GAFFAROT, Comentarios a “Civilización y
Barbarie”, pág. 183/3.
59 RIVERA INDARTE, Rosas y sus opositores, t. I, pág. 129- es indudable que tanto Quiroga como
Rosas fueron llevados al terror poco a poco, como reacción contra un terrorismo anterior al suyo.
Refiere SARMIENTO en su Facundo que “en la primera campaña de Quiroga se nota todavía poca
efusión de sangre, pocas violaciones de la moral” (pág. 183). Y el propio Quiroga escribía en una
Exposición sumaria publicada en 1831: “En los lances más apurados, cuando la propia defensa llega a
ser un derecho que acalla cualquier otro sentimiento, he respetado las leyes de la humanidad y de la
guerra: no he fusilado a mis prisioneros; ni he exterminado a lanzazos a familias enteras, sin ahorrar las
mujeres y los niños; ni he mandado asesinar a los presos y hecho arrastrar sus cadáveres por las calles.
Nadie puede echarme en cara estos crímenes,y desearía, por el honor y el bien de mi país, que mis
antagonistas pudieran decir otro tanto.” Es después del terrorismo de Paz, Lamadrid y Dehesa,
culminado con el asesinato de su segundo, el general Villafañe, cuando Quiroga se convierte en el
“Tigre de los Llanos”; pero lo menos que puede pedirse a la historia es que no nos quiera hacer pasar
por mansos corderitos a quienes le enseñaron el camino.
60 SARMIENTO, en su Facundo, hace ascender los números a 28. Evidentemente se trata de una de
las “inexactitudes a designio” a que se refiere en su dedicatoria el general Paz.
61 Léase “El fusilamiento de los prisioneros en San Nicolás de los Arroyos”, por JUAN MIGUEL
HOGAN, en la Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas, N° I
62 ADOLFO SALDIAS, ob. cit. t. II, pág. 397. La participación de españoles en este plan no
sorprenderá a quien sepa que, apenas dos años antes, era pública y notoria la intención de España de
someter a los americanos, y que Rosas se preocupó de ello. Véase al respecto Inferencias sobre Juan
Manuel de Rosas, por EMILIO RAVIGNANI, págs. 91 a 142.
63 Cfr. JUAN J. BAJARLÍA, Rosas y los asesinatos de su época, cap. II, GALVEZ, Vida de don
Juan Manuel de Rosas, pág. 236. ATILIO CORNEGO, Apuntes históricos sobre Salta, pág. 219.
CARLOS G. ROMERO SOSA, Relaciones políticas entre Salta y Santa Fe durante la administración
del Brigadier General D. Estanislao López, t. II, págs. 563-7.
64 CARLOS IBARGUREN, Juan Manuel de Rosas, pág.121.
65 Véase carta de Rosas a Ibarra en ZINNY, ob. cit. t. II, pág. 298.
66 ADOLFO SALDIAS, Papeles de Rosas, t. I, págs. 134/35.
67 ZINNY, ob. cit. t. III, pág. 288
68 Dice así uno de ellos:
Avellaneda y Lavalle
Manchados de sangre están;
Estos defienden de Rosas
Las tierras de Tucumán

Del primero se murmura


Que con su verba sin par
Convenció a Gabino Robles
Que a Heredia debía matar.

Del segundo quién no sabe


La locura sin igual,
De hacer sin causa y proceso
A Dorrego fusilar.

Sombras de Heredia y Dorrego,


Si es que ya en el cielo estáis,
Os rogamos por la patria
Que estas tierras protejáis.

A esta tierra en que con gloria


La fama de Uds. vive
No dejéis que la profanen
Las tropas que trae Oribe

No dejéis que en mil hogares


Se sufran negros dolores;
No dejéis que aquí la paguen
Los justos por pecadores.

Y otro:

Una tarde de noviembre


Por una boscosa senda,
En su galera viajaba
El gobernador Heredia,
No lleva escolta a su lado;
Que, en su vanidad ingenua,
Cree que lo escolta su fama
De héroe de la independencia.
Doctorcitos unitarios
Lo mandaron a matar.
Mal hicieron los doctores
Y caro la pagarán.
No era malo el indio Heredia,
Que sabía perdonar.
Que lo diga, si no, Alberdi;
Que lo diga Marcos Paz.
Y hasta el propio Avellaneda
Lo podría atestiguar.

69 AQUILES B. ORIBE, ob. cit. t. I, pág. 72


70 La Coalición del Norte y Marco Avellaneda, por la C.D. del “Instituto de Investigaciones
Históricas Juan Manuel de Rosas”, pág. 18
71 FERRE, Memorias, págs. 518/9
72 AQUILES B. ORIBE, ob. cit. t. I, pág. 79
73 Ibídem.
74 Registro Oficial de la provincia de Corrientes, t. IV, pag. 223/5.
75 AQUILES B. ORIBE, ob. cit. t. IV, págs. 79/80.
76 MANUEL BILBAO, Vindicación y memorias de Antonino Reyes, pág. 312.
77 JOSE MARMOL, Amalia, t. II, pág. 215
78 cit. por ERNESTO QUESADA, Lamadrid y la Coalición del Norte, pág. 153
79 ADOLFO SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t. III, págs. 151/2
80 GENERAL PAZ, Memorias, t. II, pág. 469
81 ADOLFO SALDIAS, ob. cit. t. III, pág. 152
82 ERNESTO QUESADA, Lavalle y la batalla de Quebracho Herrado, pág. 67
83 Ibídem.
84 ELIA, Memoria histórica, t. VIII, pág. 366. Esto no era del todo exacto. El capitán Rodríguez, al
frente de un piquete, intentó pasarse, entrando en San Pedro con bandera de parlamento. Así y todo, fué
fusilado. (QUESADA, Lavalle y la batalla de Quebracho Herrado, pág. 88). Era tal la sed de sangre de
los “libertadores”, que prevalecía sobre la más elemental prudencia política. Y si ello ocurría con los
pasados, cabe imaginar que no se trataría mejor a los prisioneros. El fusilamiento del baqueano Viana
nos da la pauta de ello. (URBANO DE IRIONDO, “Apuntes para la Historia de la provincia de Santa
Fe”, en la Revista de la Junta de Estudios Históricos de Santa Fe, t. II, pág. 93).
85 MANUEL GALVEZ, Vida de don Juan Manuel de Rosas, pág. 382
86 VILLAFAÑE, Reminiscencias históricas de un patriota, página 164
87 LAMADRID, Memorias, t. II, pág. 188
88 CERVERA, Historia de Santa Fe, t. II, págs. 819/20
89 ANTONIO DIAZ, Historia política de los gobiernos del Plata. dice VILLAFAÑE en sus
Reminiscencias: “La licencia de sus tropas en este retroceso fué espantosa” (pág. 162). Y
NORBERTO DAVILA escribirá desde Tupiza: “A Lavalle lo han asesinado después que su ejército
ha asolado todas las provincias.” Es por boca de los mismos jefes unitarios que conocemos estos hechos.
90 La actitud de Lavalle es tanto más repudiable cuanto que, aun sabiéndose fracasado, no quiso
aceptar la paz honrosa que le brindaba la convención Arana-Mackau. “La guerra civil -dice
ERNESTO QUESADA- pudo y debió haber terminado ahí, pues que, como veremos, la comisión franco-
argentina, compuesta del marino Halley y del general Mansilla, desempeño su cometido. ¿En virtud de
qué razones resolvió el partido unitario continuar ensangrentando su patria? ¿Cuáles fueron las
consideraciones que impidieron acatar la amnistía ofrecida? ¿Sobre quién recae la tremenda
responsabilidad de la lucha estéril, desesperada e insensata que siguió desgarrando inútilmente el país y
sumiéndolo en una semibarbarie por las pasiones feroces que se desataron? La historia debe juzgar con
augusta calma tan grave incidente.” (Lamadrid y la Coalición del Norte, págs. 179/80).
91 ELIA, “Episodio de la guerra civil”, en Revista del Paraná, t. I, pág. 316.
92 ERNESTO QUESADA, Pacheco y la campaña de Cuyo, p. 47
93 Ibídem.
94 ZINNY, Historia de los gobernadores, t.IV, págs. 259/60.
CESAR CARRIZO, “Estampas de la guerra civil”, en La Nación, 8 de enero de 1939
95 BERNARDO FRIAS, Tradiciones históricas, págs. 255 y sigs.
96 Ibídem, págs. 262 y sigs.
97 PAUL GROUSSAC, Estudios de Historia Argentina, p.205
98 LAMADRID, Memorias, t. II, pág. 212
99 ZINNY, ob. cit. t. III, pág. 304
100 “El caricativo D. Marcelino López, no pudo soportar la honda impresión que aquella iniquidad
causara en su ánimo; enfermó en seguida y murió a los pocos días.” (BERNARDO FRIAS,
Tradiciones históricas, cuarta tradición, pág. 177).
101 BERNARDO FRIAS, ob. cit. págs. 169/77. LAMADRID, Memorias, t. II, pág. 227.
102 ERNESTO QUESADA, Pacheco y la campaña de Cuyo, página 101. BERNADO FRIAS, ob. cit.,
pág. 186. El coronel Evaristo de Uriburu, uno de los principales objetivos del viaje de Lamadrid a Salta,
salvó su vida refugiándose en Bolivia. Desde allí escribió a Rosas: “Han proscripto, encarcelado, robado
e insultado a mis hermanos, y al menor, de 15 años, lo han desterrado a esta República . Han talado y
robado mis estancias, y mi cabeza la han puesto a tasa; de manera que no me han dejado otro recurso
que morir o acabarlos.” (cit. por B. Frías, ob. cit. pág. 188)
103 LAMADRID, t. II, pág. 226. ERNESTO QUESADA, Pacheco y la campaña de Cuyo, pág.101/2
104 ERNESTO QUESADA, Lavalle y la batalla de Quebracho Herrado, pág. 189.
105 Ibídem, pág. 182
106 ERNESTO QUESADA, Acha y la batalla de Angaco, páginas 135/7. Lamadrid propuso a
Benavidez el canje de su familia por prisioneros de guerra; pero Benavídez respondió que “no canjeaba
prisioneros de guerra por mujeres y niños inocentes.” (LARRAIN, El país de Cuyo, pag. 211).
107 ZINNY, Historia de los gobernadores, t. IV, pág. 70.
108 Los condenados fueron Ciriaco Ortega y Juan Bautista Soria.
109 He aquí sus nombres: Francisco Quirós, José M. Garamullo, Francisco Urueña, José A. Arroyo,
Felipe Ahumada, Lino Agüero y José L. Funes.
110 Caso de J.N. Arellano y P. Flores, de Nicolás Quirós, etc.
111 ERNESTO QUESADA, Pacheco y la campaña de Cuyo, páginas 216 a 226.
112 ERNESTO QUESADA, Acha y la batalla de Angaco, pág. 23.
113 Ibídem, pág. 25.
114 Ibídem, pág. 27.
115 Ibídem, pág. 28.
116 Ibídem, pág. 37.
117 ERNESTO QUESADA, Pacheco y la campaña de Cuyo, página 77.
118 ERNESTO QUESADA, Acha y la batalla de Angaco, p. 35.
119 Ibídem.
120 MANUEL GALVEZ, Vida de don Juan Manuel de Rosas, pág. 403.
121 BERNARDO FRIAS, Tradiciones históricas, pág. 243.
122 M. ZORREGUIETA, Recuerdos de Salta, pág. 16.
123 J. M. GORRITI, Biografía del general don Dionisio de Puch, pág. 35.
124 ERNESTO QUESADA, Acha y la batalla de Angaco, pág. 34 (Carta de B. López a M. Solá).
Una idea de la perfidia y del desprecio por la vida ajena que caracterizó a la coalición hasta sus
postrimerías, la da el siguiente hechos: cuando Oribe entró en Salta se acusó a cierto comandante de sus
fuerzas de haber asesinado al ciudadano Quiróz. (ZINNY, Historia de los Gobernadores, t. V, pág.
107). Según datos recogido y referido verbalmente por el historiador Arturo S. Torino, descendiente de
Quiroz, el asesinado no fué éste, sino un pobre hombre, deficiente mental a quien los unitarios colgaron
de un árbol de la finca de Quiróz en La Lagunilla, para simular el asesinato del mencionado ciudadano y
culpar del mismo a las fuerzas de Oribe.
125 ERNESTO QUESADA, La época de Rosas, pág. 119.
126 “Es menester emplear el terror para triunfar en la guerra”
“Debe de darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos”
“Debe de manifestarse un brazo de fierro y no tenerse consideración con nadie”
“Debe tratarse de igual modo a los capitalistas que no presten socorro”
“Es preciso desplegar un rigor formidable”
“Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin vacilación”
“Deben de imitarse a los jacobinos de la época de Robespierre”
(COBOS DARACT, Historia Argentina, t. II, pág. 339).
127 ERNESTO QUESADA, Lamadrid y la Coalición del Norte, pág. 23.
128 FERRE, Memoria, pág. 134.
129 GENERAL PAZ, Memorias, t. III, pág. 187.
130 FERRE, Memoria, págs. 140 y 145.
131 Ibídem, pág. 143.
132 GENERAL PAZ, Memorias, t. III, pág. 48.
133 Ibídem, pág. 63.
134 Ibídem, pág. 109. Paz manifiesta aquí haber ignorado la muerte de Algañaráz. De ser así, la
responsabilidad recaería sobre Ferré, que para el caso da lo mismo, puesto que ambos estaban muy de
acuerdo en la necesidad de castigos ejemplares, como lo manifestaba Paz a Ferré con motivo del juicio a
Romero. (FERRE, Memoria, pág. 683)
135 GENERAL PAZ, Memorias, t. III, pág. 246.
136 Ibídem, pág. 116.
137 Ibídem, pág. 248.
138 La Gaceta Mercantil, 15 de junio de 1844. Documento N° 4.
139 “Mata a todos los blanquillos traidores que puedan”, le escribe a su amigo Bernardino Báez, el 30
de diciembre de 1843. (AQUILES B. ORIBE, ob. cit. t. I, pág. 81).
140 El Nacional, N° 1254.
141 El Nacional, N° 1446.
142 El Nacional N° 1309.
143 SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t. IV, pág. 83.
144 AQUILES B. ORIBE, ob. cit. t. I, pág. 83.
145 JULIO CESAR VIGNALE, Oribe, pág. 276.
146 RIVERA INDARTE, Rosas y sus opositores, t. I, pág. 194.
147 ELISEO F. LESTRADE, “Rosas, Estudio sobre la demografía de su época”, La Prensa, 15 de
nov. de 1919.
148 AQUILES B. ORIBE, ob. cit. t. I, cap. XVIII
149 GARIBALDI, Memorias, t. I, pág. 176.
150 La Gaceta Mercantil, 20 de septiembre de 1842.
151 SALDIAS, ob, cit. t. IV, pág. 216.
152 Ibídem, t. V, pág. 319
153 Ibídem, t. V, págs. 325/27.
154 O sea el derecho a quitarla.
155 SALDIAS, ob. cit. t. V, pág. 325
156 GALVEZ, Vida de don Juan Manuel de Rosas, pág. 290.
157 CESAR DIAZ, Memorias, pág. 307.
158 SARMIENTO, Campaña del Ejército Grande, pág. 119.
159 JUAN CORONADO, Misterios de San José, págs. 5, 40 y 115.
160 No es necesario por otra parte, recurrir al Martín Fierro. El paciente investigador de nuestro
cancionero popular, señor JUAN ALFONSO CARRIZO, ha encontrado hasta en lejanos pueblitos de
Salta canciones en que se añora la época de Rosas, manifestándose, en cambio, que “la constitución
famosa -hoy nos trata con rigor.” Y en la conferencia pronunciada el 23 de junio de 1934, pudo decir lo
siguiente: “A pesar de haber hallado muchísimos cantares de la época rosista, ninguno encuentro que
signifique una protesta contra Rosas. Los pocos que he oído son de origen culto, hechos por gente de las
ciudades y no del pueblo campesino.”
161 ELISEO F. LESTRADE, estudio citado
162 ZINNY, Historia de los gobernadores, t. V, pág. 186.
163 JULIO VICTORICA, Urquiza y Mitre, págs. 85 y 86.
164 SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t. V, pág. 335.
165 Cfr. JULIO VICTORICA, Urquiza y Mitre, págs.194/209.
166 JULIO VICTORICA, ob. cit. págs.230/38.
167 JULIO B. LAFONT, Historia Argentina, pág. 487.
168 JULIO VICTORICA, ob. cit. pág. 395.
169 CARLOS PEREYRA, Historia de América Española, t. IV, pág. 326, nota I. La Cañada de
Gómez, repetición, por otra parte, de Villamayor, hizo a su vez escuela. El 25 de mayo de 1862,
Paunero, le escribía a Mitre: “Sandes batió completamente al Chacho con sus generales Carlos Angel y
Lucas Llanos, el 11 del presente, con tal suerte y bizarría, que ha sido una
repetición de la Cañada de Gómez en su forma y resultado.” Hubo, por lo visto, un estilo mitrista de
hacer la guerra, sin dar cuartel al vencido.
170 Relación de JOSE MARIA TODD, Archivo del general Mitre, t. XII, págs. 210/30.
171 MARTIN V. LASCANO, Don Juan Manuel de Rosas, pág. 85.
172 ISAAC E. CASTRO, Sarmiento ante la montonera, pág. 25.
173 Registro Oficial de la provincia de La Rioja, t. III, páginas 125/6.
174 MARCELINO REYES, Bosquejo histórico de la provincia de La Rioja, pág. 187.
175 ISAAC E. CASTRO, ob. cit. pág. 34.
176 Ibídem, pág. 37.
177 SARMIENTO - MITRE, Correspondencia, pág. 179.
178 MARCELINO REYES, ob. cit., pág. 196.
179 Ibídem, pág. 198.
180 JUSTO DIAZ DE VIVAR, Las luchas por el federalismo, pág. 334.
181 NICOLAS JOFRE, “El pacificador A. Sandes”, Alborada, año I, N° 3.
182 NAZARIO F. SANCHEZ, Hombres y episodios de Córdoba, pág. 41.
183 J. V. VICENCIO, Una página de la historia del general Mitre.
184 ISAAC E. CASTRO, ob. cit., págs. 50/1.
185 NICOLAS JOFRE, art. cit.
186 JULIO VICTORICA, Urquiza y Mitre, pág. 448.

187 SARMIENTO - MITRE, Correspondencia, pág. 230.

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