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Cualquier hombre, sea cual sea su creencia, incluso un agnóstico o un ateo honestos, estará de
acuerdo en la naturaleza extraordinaria y fuera de lo común de Jesucristo. Él protagoniza la mayor de
las historias. Inconcebible, fuera del alcance de toda fantasía humana. Como diría Tolkien,
la eucatástrofe jamás contada. Una historia de un asombro inagotable; infinita cual infinito es su
protagonista. La humildad, el coraje y la compasión de Cristo son incomparables e inimitables, aun
cuando Él siga siendo, al tiempo que divino, completamente humano.
Y esta historia es más inconcebible y extraordinaria aún, si pensamos que Cristo, siendo como es
Dios (siempre lo ha sido), no necesitaba a Pilatos, ni a Judas, ni a Pedro, ni a Pablo, ni a ninguno de
los demás, así como tampoco a ninguno de nosotros. No necesitaba la caída, que la crucifixión y la
resurrección corrigen definitivamente. No necesitaba la muerte, salario del pecado causado por la
caída. Dios no estaba obligado a nada en la creación, ni siquiera a llevar a cabo una creación. Corrige
el pecado y la muerte humanos mediante una expiación que, como nos dice san Atanasio, revela algo
completamente nuevo: que Dios es Uno en una Trinidad de personas, deseoso de redimir una ofensa
frente a Él por un acto de si mismo a través de si mismo (Jesucristo), y todo ello por amor.
De esta forma, si incluimos un personaje que se asemeje a Jesucristo en cualquier relato, sin duda
dispararemos el interés y la expectación de forma inusitada, pero, al mismo tiempo, certificaremos su
fracaso, dinamitaremos la obra, porque lo que pretendemos introducir la excede de forma infinita. Es
el fracaso anudado a todo intento de realizar un imposible. Porque de eso se trata cuando se intenta
trasladar a un trozo de papel, finito y contingente, aquello que es infinito y eterno; cuando la criatura
intenta realizar la inimaginable acción de recoger entre sus manos a su Creador.
Tal extravagante experimento podría descansar en una sola pregunta: ¿qué imprevisible cadena de
acontecimientos se desencadenaría sí un hombre que representara la bondad encarnada entrara en el
escenario humano, apareciendo de la nada, perturbando así el flujo ordinario de la vida? Los
cristianos sabemos la respuesta: Cristo. Sin embargo, los cristianos hablamos de Dios hecho Hombre,
pero… ¿Qué ocurriría si se tratará de un mero hombre? ¿sería esto posible? ¿en qué grado? ¿a qué
precio y con qué consecuencias?
En las escuelas medievales el alumno aprendía, en su ascensión por la escala del conocimiento y
como instrumento mnemotécnico básico, el siguiente verso:
El asunto que hoy abordo (y que exigirá varias entradas más) tiene, en cierto modo, relación con este
importante tema de la interpretación, más específicamente, con la segunda y la cuarta de las formas
de entender un texto, la alegórica y la analógica, la que trata de representar algo real, pero intangible,
a través de algo real y tangible y la que apunta a la existencia de tipos y anti tipos. Porque lo cierto es
que a Quien voy a referirme en las próximas líneas ––Cristo–– es el único que responde a las
cuestiones de «qué es lo que debemos creer» y «hacia dónde debemos ir», y el tema de esta y de las
tres próximas entradas se referirá a la forma en que algunos hombres han tratado de plasmar en sus
obras, atributos, reflejos o figuras, parciales y/o totales, de Él.
Por si fuera poco, en esa hercúlea labor, el hipotético poeta se enfrenta con otro obstáculo. Un
manido cliché literario proclama que «con buenos sentimientos solo se hace mala literatura». La
frase, propiedad de André Gide, se ha convertido en un lugar común. Incluso alguien tan poco
sospechoso y tan distante de Gide como Dorothy L. Sayers, en un ensayo titulado La leyenda de
Fausto y la idea del Diablo (1945), abona esta idea diciendo:
«Es notorio que una de las grandes dificultades de escribir un libro o una obra de teatro sobre el
Diablo es evitar que ese personaje nos robe el protagonismo. Cualquier actor les dirá que el papel
del Diablo en cualquier pieza es éxito seguro. Y es probable que esto sea así, no solo en el sentido de
que el Diablo es una figura pintoresca llena de color y acción; eso es cierto de cualquier villano
potente. Si no también en el sentido de que el Diablo es muy apto para capturar la simpatía del
público».
En todo caso, la cuestión no es fútil o banal porque trata de responder a una compleja pregunta:
¿Cómo entra la teología en la literatura y qué pasa cuando llega allí?
Les propongo nueve casos, cuatro de alta literatura (clásicos) y cinco de buena literatura que, si bien
no responden a tal pregunta, son, al menos, ensayos brillantes que, no obstante su anunciado fracaso,
al tratar con el Creador encierran por esa razón retazos de verdad, belleza y bondad.
En una primera entrega examinaré, Beowulf (siglo VIII) y La Búsqueda del Santo Grial (1200/1220).
En la segunda, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605/15) de Miguel de Cervantes
y El idiota (1869) de Fiodor Dostoievski. En la tercera, Billy Bud, marinero (1891) de Herman
Melville, El hombre vivo (1918) de G. K. Chesterton y Mr. Blue (1928) de Myles Connolly. Y en la
cuarta y última, me ocuparé de El Señor de los Anillos (1954/55) de J. R. R. Tolkien y de Las
Crónicas de Narnia (1950/56) de C. S. Lewis.
BUSCANDO RASTROS DE CRISTO EN LA LITERATURA (II)
febrero 13, 2021
Beowulf
BEOWULF (siglo VIII)
Cuando se predicó por primera vez el cristianismo a las tribus germánicas y sajonas, se presentó a
Cristo como un héroe. Y esta forma de evangelizar vio su reflejo en la literatura. El poema
sajón Heliand (título que significa El Salvador), escrito en minúscula letra carolingia en la Abadía de
Corvey a mediados del siglo IX, y cuyo tema es la historia de la salvación, describe a Cristo como un
héroe y a sus discípulos como sus thanes. Pero las representaciones cristológicas no solo se limitaron
a tratar de Cristo mismo, sino que, mediante la alegoría y la analogía los poetas crearon personajes
inspirados en Nuestro Señor.
Una de estas obras es el Beowulf, el poema más largo y completo que se conserva del inglés antiguo,
escrito al parecer en el siglo VIII en un ambiente monástico, y en cuyo rey guerrero protagonista, ven
algunos un tipo de Cristo.
Esta figuración puede verse ejemplificada en muchos de los rasgos del héroe y en algunas de las
circunstancias en las que se desenvuelve la acción. Varios estudiosos se han pronunciado a este
respecto, reconociendo en Beowulf, el destructor de demonios infernales, el guerrero valiente y gentil
intachable en pensamiento y obra y el rey que muere por su pueblo, rasgos de Cristo. En palabras del
profesor Ángel Cañete Álvarez-Torrijos, en el poema, «superior y diferente a todos los demás se alza
Beowulf, al que se nos presenta como guerrero, vasallo, y finalmente como rey».
En primer lugar, al comienzo de la historia, Hrothgar, rey de los daneses, presenta a Beowulf de esta
manera: «Dios, en Su misericordia, lo ha enviado [Beowulf] para salvarnos de los ataques de
Grendel [el malvado ogro]», para más adelante alabar a su madre en estos términos: «digo yo que la
mujer que ha dado a luz a semejante hijo entre los hombres bien puede decir, si es que aún vive, que
el Señor la llenó de gracia en su alumbramiento», lo que supone un claro paralelismo con la figura
de Cristo, Dios hijo hecho hombre y enviado por Dios Padre como el Salvador, nacido en el seno de
la «llena de gracia», para redimir a la humanidad del pecado. Otra similitud la encontramos en la
descripción demoníaca del monstruoso ogro Grendel, hijo de Caín, como «el que durante tanto
tiempo había estado perpetrando impíos crímenes contra la raza de los hombres, el enemigo de
Dios», e igualmente cuando Beowulf «rasga el infierno» para enfrentarse a la gigantesca madre del
ogro, en una guarida que es descrita con un lenguaje que recuerda al infierno mentado en las viejas
homilías medievales. En la segunda parte del poema, el héroe guerrero emprende un azaroso e
incierto viaje para buscar al dragón, el adversario de la humanidad, quien vive bajo tierra, entre
azufre y fuego, y ejemplifica la codicia y el odio, en clara semejanza con el Maligno. El héroe lleva
consigo en ese viaje a 11 camaradas, además de a aquel «que había iniciado toda esta lucha» (un
ladrón que había despertado al dragón robando una copa de su tesoro, en clara alusión a Judas), lo
que hace pensar en los 12 apóstoles. Sufre como Cristo antes de ese combate, «sintiendo su muerte»;
sus hombres lo abandonan en su hora de necesidad; y finalmente muere en sacrificio por su pueblo.
Pero, obviamente, a pesar de todas estas semejanzas, Beowulf no es Cristo ni puede asemejarse a Él.
El propio bardo así lo recalca cuando escribe: «era consciente el héroe de la magnitud de su fuerza,
del poder que Dios le había concedido, y, por esto se encomendó a su gracia; así pudo vencer al
odioso, al diabólico espíritu». Y, sobre todo, porque, aunque derrota al dragón, él mismo es
derrotado por la muerte. Por ello, en todo caso, se trataría solo de una alegoría, como sugiere el padre
M. B. McNamee, una manifestación artística de la fe cristiana, del relato de la Salvación expresado
por medio de los viejos mitos nórdicos, purificados de su paganismo por medio del arte y del oficio
de su anónimo creador, a fin de hacerlos servir a los propósitos del cristianismo. Y es que, muy
probablemente, el propósito del poeta era establecer un modesto paralelismo sin ánimo de
representación alguna. Como nos dice Tolkien, poniendo voz a las secretas intenciones del anónimo
autor:
«Ésta, por lo tanto, es una historia sobre un gran guerrero del pasado, que usó los dones que Dios le
había dado, de coraje, fuerza y linaje, de manera justa y noble. Pudo haber sido feroz en la batalla,
pero al tratar con hombres no era injusto ni despótico, y fue recordado como un hombre milde y
monðwaer [en las últimas líneas del poema]. Vivió hace mucho tiempo, y en sus tiempos y su reino
no habían llegado las noticias de Cristo. Dios parecía lejano, y el diablo estaba cerca; los hombres
carecían de esperanza. Murió triste, temiendo la ira de Dios. Pero Dios es misericordioso. Y
también a vosotros, que ahora sois jóvenes e impacientes, os llegará la muerte algún día, pero
vosotros tenéis la esperanza del Cielo, si usáis los dones según la voluntad de Dios. Brúc ealles
wel!».
En español contamos con la magnífica versión del Beowulf realizada por Tolkien y editada por
Minotauro y, algunas otras ––destinadas a un público infantil–– más simples y menos afortunadas,
como el Beowulfo, de la Editorial Aguilar, en la Colección el Globo de Colores, y la versión de la
colección Araluce adaptada por Manuel Vallvé (aquí hablo más extensamente de ello).
Son varias la obras en las que se recoge la historia, las más relevantes, La Quête du Saint Grial y
la Histoire du Saint Grial, elaboradas ambas alrededor del año 1220, y que forman parte de la
denominada Vulgata, que contiene el resto del ciclo artúrico (de ello hablo más ampliamente aquí).
Se trata de textos de clara inspiración religiosa basados en las enseñanzas de san Bernardo. Según el
filósofo tomista francés Etiene Gilson, una teología de la gracia conforme a las enseñanzas del santo,
subyace como un andamio teológico a toda su estructura novelesca. De los tres héroes de La
Búsqueda solo Galahad, que vive desde un comienzo para lo espiritual, cumple los requisitos para ser
un pequeño redentor humano de un mundo encenagado por la vanidad y el pecado y es por tanto el
único digno de alcanzar a vislumbrar el verdadero significado del Grial. Como hace decir la Pardo
Bazán a un de sus personajes en uno de sus cuentos: «¡dime… dime qué se necesita para ver el Santo
Grial! (...) ¡Se necesita no ser pagano!...». Desde luego que sí, pero algo más, bastante más, también
es necesario, pues únicamente llegarán a la meta aquellos caballeros que han entrado en la aventura
debidamente confesados, y que a lo largo de toda ella mantienen el alma pura y limpia de todo
pecado. En consonancia con ello, la obra se mueve en un terreno espiritual y es un texto didáctico y
moralizador que va más allá de una mera ficción novelesca. Según Carlos Alvar, «lo más importante
es —sin duda— que nuestro texto rompe con la tradición anterior para convertirse en una novela de
simbología mística, pues no se trata de una búsqueda mundana, sino espiritual».
Sir Galahad es el caballero del Grial por excelencia, predestinado desde su nacimiento para un
grandioso futuro. Hijo de Lancelot y Elaine de Corbenic, la dama del Grial, Galahad es noveno en la
línea de Nascien, que fue bautizado por Josefo, hijo de José de Arimatea. Este linaje le conecta con
aquellos que se dice que trajeron el cristianismo (y el propio Grial) a Gran Bretaña. Será él quien
ocupe el «asiento peligroso» de la Tabla Redonda, que permanecía vacío, reservado por Merlín para
el caballero que alcanzaría el Grial; será él quien tomará la espada de Merlín clavada en la roca; será
él quien iniciará la búsqueda del Grial; y será él el único caballero que alcanzará a vislumbrar el
significado del santo cáliz.
Todos los miembros de la Tabla Redonda saldrán tras la aventura, pero uno a uno fracasan, aunque
por distintas razones: Gawain y Hector porque consideran la búsqueda como una mera aventura.
Lancelot debe renunciar por completo a Ginebra, y aun así solo alcanza a vislumbrar brevemente el
Grial, y Sir Owein y el Rey Bagdemagus son asesinados. Solo tres llegan a su destino: Galahad, Bors
y Perceval, y de ellos solo el primero (pues era el único que había mantenido su pureza y castidad)
alcanza a comprender totalmente el misterio del Grial, tras lo cual, en una escena de gran misticismo,
muere y «una multitud de ángeles lo elevan hacia el Cielo». Así canta el momento Ramón Cabanillas
en su poema, O cabaleiro do Sant Grial, aunque, lo haga un poco gallego, pues lleva a Galahad al
monte Cebreiro (Lugo), incorporando al tema artúrico una leyenda medieval gallega:
Galahad es, por tanto, el símbolo del caballero cristiano célibe, que elige el amor divino por encima
del amor mundano y que encarna todas las virtudes cristianas en imitación de Cristo, recogiéndose en
él algunos de sus atributos: pureza, castidad, humildad, bondad, facultades milagrosas... Es el
caballero del cielo. A su vez, en forma figurativa, al emprender la búsqueda del santo Grial, el
paladín arturiano dirige a los demás caballeros, a través de su ejemplo imitador de Cristo, en su
camino hacia el reino de los Cielos.
Pero Cristo, en razón de su naturaleza divina, redimió el pecado del mundo, algo que está fuera del
alcance de Galahad, un mero mortal que ha de limitar su acción redentora a esa clase caballeresca a la
que pertenece, por mucho que su pureza y santidad le diesen una condición excepcional («Mi fuerza
es como la fuerza de diez,/ Porque mi corazón es puro», le hace decir al paladín el poeta Tennyson).
Estas historias artúricas han tenido desde siempre una relación especial con mi tierra natal, Galicia.
Muchos de los literatos gallegos se han acercado a esta «materia de Bretaña», para recrearla y,
mágicamente, con ayuda de su imaginación, darle un aire galaico, que he de decir no le va mal del
todo (quizá porque es nunca dejó de ser una materia propia; véase los Lais de materia artúrica del
siglo XIII, el santo cáliz en el centro del escudo de Galicia y las semejanzas entre las tierras bretonas
y galaicas). Emilia Pardo Bazán (El Santo Grial y La última fada), Ramón Cabanillas (su poema, O
cabaleiro do Sant Grial, del libro de poemas Na noite estrellecida), José Luis Méndez Ferrín
(Percival y otras historias), Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J.B.) y mi debilidad, «el
más artúrico de todos los escritores gallegos», Álvaro Cunqueiro (Merlín y familia), han rozado
estos mitos caballerescos y los han hecho un pouquiño galegos.
No me resisto a reproducir un bello párrafo de Cunqueiro que suscribo, palabra por palabra:
«Pero yo vuelvo al viejo texto de la Demanda del Santo Graal, (...). Regreso, con el recuerdo de los
romances escuchados en la niñez, al país de Artur, a las selvas de Brocelandia (...). Imaginando a
don Galaz —a Sir Galahad— cabalgando hacia Cebreiro, donde el lobo y el águila se saludan,
rozando con las plumas de su yelmo las ramas verdes de los alcapudres, y escuchando la voz eterna
del viento en los hayedos, para arrodillarse ante el Cáliz en que conoció verdaderamente la sangre
de Cristo».
Pero en esa obra no encontramos tampoco a Cristo, al menos Su persona. No obstante, la obra nos
acerca a Él. Como dice el famoso medievalista francés Albert Pauphilet:
«El Grial es la manifestación novelesca de Dios. La búsqueda del Grial, por tanto, no es, bajo el
velo de la alegoría, más que la búsqueda de Dios, más que el esfuerzo de los hombres de buena
voluntad hacia el conocimiento de Dios».
«Es una ciencia [la caballería] que encierra en sí todas o las más ciencias del
mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito y saber las leyes de la justicia
distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser
teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente,
adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico, y principalmente herbolario, para
conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las
heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure;
ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche y
en qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada
paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y dejando aparte que ha de estar adornado de
todas las virtudes teologales y cardinales».
La pretensión de que nuestro mayor clásico ––quizá el mayor de los clásicos–– encierra una
personificación de Jesucristo en el personaje del protagonista Alonso Quijano, no es ninguna
novedad ni tampoco una afirmación temeraria, aunque pueda llegar a ser polémica. Desde la
publicación de la obra no ha dejado de escribirse sobre esta cuestión, y hasta hace bien poco gente de
la categoría de Miguel de Unamuno y Rubén Darío se han acercado al tema. A quien sepa leer bien
(que no todos podemos hacerlo con esta obra) y, además, tenga una mínima formación cristiana (que
tampoco está hoy muy extendida), no le resultará difícil encontrar apoyo a esta tesis. Pero les
confieso que a mi no me ha resultado fácil, pues para quien no está entrenado es necesaria una lectura
atenta y reflexiva. Por ello me he aproximado a los que más saben de esto, quienes coinciden en
destacar ciertos pasajes indicativos de este paralelismo entre Cristo y don Quijote, de alguno de los
cuales paso a hacer relación: por ejemplo, el de la primera salida, cuando un labrador vecino suyo,
Pedro Alonso, viéndolo tendido en el suelo, le limpia el rostro, cubierto de polvo, como la Verónica a
Jesús y luego procede a subirlo sobre un jumento, como el samaritano al herido de la parábola
evangélica. O cuando don Quijote se ve metido en la jaula que le han preparado sus amigos para
trasladarlo a la aldea, y contestando al barbero, da un gran suspiro, como Cristo en la cruz. O aquel
en el que Sancho Panza, arrodillado ante su amo, le besa la mano y la falda de la loriga. O la escena
de la incredulidad del carretero, en las aventuras de los leones, que hará exclamar al héroe, como
Jesús a Pedro: «¡Oh, hombre de poca fe!». Y bastantes más.
Todo ello sugeriría la intención de Cervantes de presentarnos a un héroe que recuerda muchas veces
a Cristo. El mismo Dostoievski, cuando se plantea algo similar (como veremos después), refiere
como máximo y más perfecto ejemplo de tal pretensión al Quijote, y el ya citado Unamuno lo
defendió siempre así.
Pero no se trata solo de la plasmación de signos, señales o evocaciones cristológicas más o menos
vagas como las referidas. Es la personalidad misma del caballero la que apunta a Cristo, y esto es
más fácil de percibir. Porque, sin duda alguna, el Quijote pretende ser un caballero cristiano y, como
sabemos, el modelo de tal figura es Cristo.
El hidalgo manchego Alonso Quijano, de renombre el «Bueno», es un hombre cuerdo que, según se
nos cuenta, un día pierde el juicio haciéndose caballero y tomado por nombre don Quijote. Pero
pronto el lector se apercibe de que esta locura es solo el contraste entre su ideal y el mundo que
enfrenta, un mundo extraviado por el pecado, las maldades y las injusticias, recordándonos la obra, a
cada paso, el scandalum crucis de san Pablo y aquello de que «si somos locos, es para con Dios». De
igual manera, a medida que leemos, percibimos que la Providencia va llevando sus iniciales cuitas
mundanas, nacidas en la lectura de «detestables libros» y «profanas historias», hacia una realidad
vital iluminada a luz de una fe que se manifiesta plenamente en su final. En este sentido, el teólogo
católico alemán Erich Przywara, comentando precisamente esta interpretación tan unamuniana del
personaje, dice: «tan enérgicamente contrapuestas son la concepción del mundo y de la vida que
sostiene la fe, y la concepción del 'sano entendimiento humano'. que su modelo más perfecto está en
el quijotismo, esto es. en hacerse ridículo hasta la demencia». En consonancia con lo peculiar de esta
locura, Cervantes hace que su don Quijote recupere al final de la historia la cordura, pareciendo tal
reconversión más bien resultado de la gracia divina que de otra cosa, tan milagrosa es la mudanza,
pues el juicio vuelve al héroe justo en sus últimos momentos y con clara presencia de Dios en la
escena, dejando esta vida el hidalgo con buen sentido y encomendándose al Cielo.
Quizá sea esto así, o quizá no; como sabemos, la obra es tan grande que encierra tesoros de diferente
valor según quién busque, en una ejemplificación muy gráfica de la «aplicabilidad» de Tolkien. En
todo caso, quiero pensar que Alonso Quijano alcanza, finalmente, al menos un logro, un logro que
quizá no se había propuesto ––lo mismo que Cervantes––, pero que superaría con creces su inicial
empeño: transformar su realidad y la realidad de los demás haciendo que para muchos, dentro y fuera
del libro, florezca un mundo que siempre ha estado ahí fuera, aunque no nos demos cuenta, y que
dará paso a uno mejor que está por llegar y aún no se ha visto. Por el camino nuestro hidalgo destruye
los romances de caballería profanos y restablece la institución a su verdadero sentido cristiano, en
una obra magistral que es un canto a la belleza de la vida.
De esta manera, aunque el Quijote pueda ser visto por muchos como una figura análoga a Cristo,
como no podía ser de otra manera, Cervantes habría fracasado en su propósito. ¿O quizá no? ¿Y si ––
como creo–– esa no hubiera sido nunca su intención? En todo caso, aún cuando se pudiese tomar tal
ensayo como un fracaso, de lo que no cabe duda alguna es de que se trataría de un fracaso
maravilloso que nos ha dado como fruto el legado de una obra inmortal.
EL IDIOTA (1869)
Se suele relacionar al gran Dostoievski con los abismos del alma humana. En la que se señala como
su obra cumbre, Los hermanos Karamazov (1880), Dostoievski narra, de forma incomparable, la
dicotomía entre el bien y el mal, pero, ya unos años antes, el autor ruso había centrado su interés
sobre el tema del bien en otra de sus novelas, El idiota (1869). Esta obra pone de manifiesto que, al
igual que era capaz de sumergirse en los infiernos, también lo era de elevarse a gran altura moral, y
su protagonista, el príncipe Myshkin, figura entre las más elevadas representaciones literarias de la
bondad jamás logradas, en lo que constituye quizá una de las apuestas más arriesgadas del literato
ruso. En una carta de 27 mayo 1869 el autor confiesa su propósito:
«La idea principal de la novela es retratar a una persona positivamente hermosa. No hay nada más
difícil que eso en todo el mundo, (…). Porque es una tarea sin medida. Lo bello es un ideal, y el ideal
––tanto el nuestro como el de la Europa civilizada–– ya ha sido logrado. Sólo hay una persona
positivamente hermosa en el mundo, Cristo, por lo que la aparición de esta persona infinitamente
hermosa es, de hecho, un milagro infinito (…). No tengo nada de eso, absolutamente nada, y por lo
tanto me temo que será un fracaso absoluto».
Cierto es que Dostoievski se impuso, como el mismo reconoce, una tarea quimérica, pero no creo que
hubiera fracasado. Hizo todo lo humanamente posible y puso al servicio de la empresa todo su talento
artístico, que era mucho; y esto para nosotros es un regalo.
El Príncipe Myshkin representa a un hombre luminoso que vive en un mundo poblado por otros
hombres que, en contraste, viven en la oscuridad. Se trata de una novela en la que el autor ruso
explora los peligros que enfrentan la inocencia y la bondad en un mundo corrupto como el nuestro. El
protagonista es un ser humano espiritualmente superior, con una generosidad de alma y una fe
sincera en los demás que acompaña de una total inexperiencia e ingenuidad, pero que trata de redimir
al mundo con su amor y compasión. Ocurre que el autor ruso nos lleva, aun de manera disímil a
Cristo, a un final similar en lo dramático: nuestro mundo, tal y como es ahora, no puede recibir a la
bondad, la belleza y la verdad; el fin de un hombre esplendente así es el desprecio, la locura y la
muerte. ¿Es ese el resultado de la confrontación de lo humano con lo santo? ¿es ––como dice el
teólogo ortodoxo Jaroslav Pelikan––, que «lo santo es demasiado grande y demasiado terrible
cuando uno se lo encuentra directamente, como para que los hombres de cordura normal puedan
contemplarlo cómodamente?».
Sea o no acertada su aproximación a la figura de Cristo, lo cierto es que Myshkin nos acerca también
a otra figura, propia del cristianismo ortodoxo oriental, la del santo loco, el yuródivyy (юродивый).
Esta figura, más que representar a la locura, representa a la cordura, porque el yuródivyy es capaz de
desvelar verdades, esforzándose a través de una demencia imaginaria por revelar la locura del
mundo. No solo lucha contra la insensatez de los pecados cotidianos, sino contra la insania de no
comprender y, por lo tanto, de no poder contemplar la verdad del mundo creado, que atenaza y ciega
a los hombres. Según Joseph Frank «aunque el príncipe caballeroso y bien educado no tiene ningún
parecido externo con estas figuras excéntricas, sí posee su tradicional don de percepción espiritual,
que opera instintivamente, por debajo de cualquier nivel de conciencia consciente o compromiso
doctrinal». Y es que una de las características singulares del príncipe es su ojo, su visión, una
capacidad visionaria similar a la que menciona el apóstol Pablo, que hace que los secretos del
corazón se hagan manifiestos. Esta capacidad sobrenatural para ver más allá de la superficie de cosas
y personas, y sondear la profundidad de los corazones y las almas (la llamada cardiognosis),
propiamente pertenece a Cristo, pero con ella han sido agraciados algunos santos, como el cura de
Ars, el padre Pío o Catalina de Siena. Myshkin también parece gozar de este carisma, como muestra
este fragmento de la novela:
«¡Pero, perdón, príncipe, por un lado muestra usted una simplicidad y una inocencia como no se
han visto ni en la edad de oro, y de repente, al mismo tiempo, atraviesa usted a un hombre de parte a
parte como una flecha, con una penetración psicológica increíblemente profunda!».
La obra presenta dos pasajes que destacan sobre los demás. El primero de ellos es la famosa frase que
se atribuye al príncipe: «la belleza salvará al mundo». Una frase sobre la que el autor no se explaya
en su obra. ¿Se refiere aquí Myshkin/Dostoievski a Cristo y a que la salvación solo está en Él? ¿Es
esta la via pulchritudinis que nos ha recordado recientemente el papa Benedicto XVI? ¿O hace
referencia a la visión preclara de la verdadera realidad, esa que nos ayudará ––de la mano
imprescindible de la gracia–– a acercarnos a Él, para que así nos salve, al modo de la visión de
maravilla y asombro de que nos habla Chesterton? En cierto modo, todo es lo mismo y apunta a lo
mismo, Cristo, pues como nos decía santo Tomás, «pulchritudo habet similitudinem cum propriis
Filii» (la belleza presenta cierta similitud con lo que es propio del Hijo). Quizá la respuesta sea que la
Belleza salvará al mundo, simplemente, porque Ella lo ha creado.
El segundo de los pasajes es la famosa pintura de Hans Holbein (1497-1543) que presenta a Cristo
muerto. Y ciertamente, Cristo murió («Fue arrancado de la tierra de los vivos» ––Isaías, 53, 8––
y «Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos» ––Hebreos, 2, 9––). Pero, esta no es la
cuestión aquí. Lo impactante de esa pintura es que pone de manifiesto, crudamente, algo que muchos
no logran imaginar, la materia inerte de un cuerpo privado de su alma a causa de la muerte, de un
cuerpo muerto. El artista alemán representa, de forma descarnada y con grotescos detalles (color
mortecino y cadavérico, rasgos de rigor mortis, carencia de cualquier signo de vida) lo que sería un
cuerpo sin alma, aun cuando, según el pintor, pretenda ser el de Cristo. Y eso causa una gran
impresión. En este cuadro el hombre aparece convertido en un objeto en lugar de un sujeto. Creo que
no cabe duda de lo perturbador y dañino que es contemplarse a uno mismo como objeto e intuyo que
esta es la razón de la escena. Quizá por ello el Príncipe Myshkin comenta que mirar tal pintura puede
hacer que uno pierda la fe (en lo que no es sino una traslación de la impresión que la contemplación
del cuadro causó en el autor). De hecho, el cuadro ilustra perfectamente una enfermedad que aqueja a
nuestra cultura moderna, la causada al borrar o degradar el rostro del hombre como reflejo del de
Dios, para comerciar con él convirtiéndolo en una mera mercancía. Sin embargo, al poco de
pronunciar esa frase, Myshkin se desdice, ¿quizá porque se da cuenta de que, como es posible que
Holbein tratara de demostrar en esa pintura, Cristo murió realmente, pero lo hizo para resucitar?,
¿quizá porque sabe que solo hay verdadera vida porque Él ciertamente murió de veras y muriendo
venció a la muerte? Por eso el cuadro, por mucho que impresione, ha de verse con esperanza, ya
que «no era posible que la muerte lo dominase» (Hechos, 2, 24) y por eso, como dijo santo
Tomás, «la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo».
«El amor debe comenzar en casa. Cierto. Pero es un pequeño amor y con poco valor el que termina
ahí. No es siempre el loco el que muestra sus emociones. También puede ser el santo».
Billy Budd marinero, la novela que Herman Melville dejó en manuscrito a su muerte en 1891
(publicada póstumamente en 1924), ha sido tradicionalmente relacionada con una significación
religiosa y objeto de múltiples discusiones al efecto, a pesar de que su autor mantuvo siempre una
distancia entre respetuosa y reservada hacia lo religioso.
El personaje que da título a la novela, Billy Budd, al igual que Cristo es bello y bueno. Como Cristo
trata a sus verdugos con una sensibilidad desgarradora. Y, como Cristo, es juzgado y ejecutado por
un crimen que no le es imputable, un crimen que, «según el código militar, merece la pena
capital», pero que visto desde la altura de la Verdad no es delito en absoluto:
«¿Cómo vamos a enviar a una muerte sumaria y vergonzosa a un semejante que nos consta que es
inocente a los ojos de Dios?» ... «a alguien que en el juicio final será absuelto».
Melville advierte a sus lectores que Billy Budd «no se presenta como un héroe convencional» y
ciertamente no lo es, como tampoco el dilema que encierra la novela.
Billy Budd marinero, cuenta la historia de tres hombres de mar que termina en tragedia: el joven e
ingenuo marinero Billy Budd, el envidioso maestro de armas John Claggart y el veterano capitán
Edward Fairfax Vere. La trama se inspira en un episodio casi anecdótico que tuvo lugar a finales del
siglo XVIII a bordo de un buque de guerra de la marina británica: la condena y ejecución de un joven
marinero, querido por todos por su atractivo, bondad e inocencia, en razón de la comisión del
homicidio involuntario de un oficial que le había acusado falsamente de sedición. Una historia con la
violenta simetría de un juego de espejos. La juventud, la belleza y la fuerza de Budd inspiran un odio
insidioso en Claggart, quien falsamente le acusa de motín. Cuando Vere pide a Budd que responda a
la acusación, la justa indignación de este empeora un tartamudeo congénito que le impide hablar.
Acuciado por su ira muda, Budd, impotente, golpea a Claggart, quien cae y, accidentalmente, se hiere
y muere. «La inocencia y la culpabilidad personificadas en Claggart y Budd cambiaron de lugar en
ese momento», nos dice Melville. Atrapado por las normas que buscan atajar la posible
insubordinación que la conducta de Budd podría inspirar en la tripulación, el capitán Vere improvisa
un juicio de segura condena para Budd, aplica una ley que considera injusta al caso y, finalmente, lo
hace colgar. Vere muere más tarde por una herida de guerra, repitiendo el nombre de Budd como sus
últimas palabras.
«Billy era en muchos aspectos poco más que una especie de bárbaro, más aún de lo que lo era Adán
antes de que la sinuosa serpiente buscara reptando su compañía».
De esta forma, el autor, familiarizado con una sociedad calvinista, presenta en la novela a tres tipos
de hombre: el hombre natural anterior a la caída, personificado en Billy Budd, y el hombre caído, que
muestra en dos tipologías: aquel abocado al mal, al cual abraza voluntariamente ––representado por
Claggart––, y el que trata de ser justo y que, por causa de su imperfección, no puede serlo, encarnado
en el capitán Vere.
«Teniente, me va a quitar lo mejor de mis hombres, la perla de mi tripulación. Porque este hombre,
a pesar de su juventud y falta de educación, ¿no es analfabeto? Alivia los conflictos entre los
marineros y hace reinar el buen humor a bordo, una especie de convivencia natural y espontánea,
sin hacer nada en particular, salvo ser lo que es: un "pacificador", un hacedor de paz, del que
emana una misteriosa "virtud secreta"». Así nos presenta Melville al bueno e inocente de Budd y al
efecto benéfico que causa su mera presencia.
Claggard, por su parte, odia Budd y este odio le lleva a confabular una mentira contra él, que no solo
desencadena la tragedia, sino que trae consigo su propia muerte.
Por último, el capitán Vere se nos presenta haciendo frente a un viejo y conocido dilema moral, el
mismo ante el que se encontró Pilatos en aquel día de hace más de 2.000 años. ¿Qué sucede cuando
la ley nos dice que hagamos algo que, claramente, nuestra conciencia nos dice que está mal? ¿Cómo
actuar cuando las acciones de aquel a quien hay que juzgar representan exactamente lo contrario de
su intención?
Al lado de estas cuestiones, la gran pregunta que Melville se hace en su última novela no es la que
presentamos al comienzo de esta serie de entradas, sino aquella otra en la que el centro de la cuestión
pasa a ser qué ocurriría si el hombre preternatural, anterior a la caída ––representado por el marinero
Budd––, apareciese en este mundo caído.
La respuesta a esa pregunta no puede ser otra que la muerte, una muerte inmerecida, sin culpa, una
muerte sacrificial, sí, pero sin la significación salvífica y redentora de la muerte de Cristo. Así, Billy
Budd está condenado morir a pesar de su bondad e inocencia, pero su muerte no cambia nada ni a
nadie.
El bello e inocente marinero no se parece a Cristo. Budd no actúa en interés de los demás, no se
sacrifica por ellos, no es más que un inocente que alberga en su corazón, inmerecidamente, una
gracia preternatural que irradia a su alrededor, pero sin mérito alguno, sin la voluntariedad propia del
verdadero amor. Debajo de la presentación angélica dada por el narrador, el joven protagonista hace
uso de la violencia, cierto que es en respuesta a un insulto, pero no ofrece el silencio ni la otra mejilla
como sabemos que haría Cristo. Definitivamente, no parece que Billy Budd sea una figura imitatio
Christi.
Un hombre vivo (1912)
Sin duda alguna Chesterton fue un hombre generoso, recto y sensible, lleno de bondad y buen
católico. Pero, ¿podemos encontrar en su obra algún ejemplo de este tipo de hombre? Por supuesto
que sí, y más de uno, aunque aquí me centraré en quizá el más llamativo de todos ellos, el
protagonista de Un hombre vivo (Manalive), obra escrita en 1912 y según Mircea
Eliade, «indudablemente, la mejor novela de Chesterton». El propio Chesterton, en
su Autobiografía (1937) nos dice: «Creo que fue por aquella época cuando tuve una idea que más
tarde utilicé en un cuento titulado «Manalive»; en él se habla de un ser bondadoso que iba por ahí
con una pistola con la que de repente apuntaba a un filósofo pesimista, cuando este decía que no
merece la pena vivir».
El protagonista de la historia tiene el mejor de los nombres posibles, un nombre que le designa
apropiadamente y que, en su caso, puede que se acerque al nombre que a cada uno nos espera escrito
en una piedra blanca al final de los tiempos: Inocencio Smith. «Smith» es el nombre por el que se
conoce en el mundo anglosajón al hombre común. E «Inocencio» hace referencia, obviamente, a la
pureza, la dulzura y al asombro del conocer verdadero. Pero no se trata aquí, como tampoco en el
caso del Iván de los cuentos rusos, de ignorancia o estulticia. Esa ingenuidad primera apunta a un
conocimiento indemne al cinismo y blindado a la corrupción. Inocencio Smith es un hombre que
guarda los mandamientos (como se comprueba en la segunda parte de la novela), pero que rompe las
convenciones (¡organiza una comida en el tejado!, «el sitio mandado hacer para un picnic», según
él). Y cuando quiebra estas convenciones, burguesas y acomodadas, esto es confundido por los
demás con el incumplimiento de los mandamientos. Por ejemplo, se compromete amorosamente a
pesar de estar ya casado, aunque después sabemos que lo hace con su propia esposa, o comete lo que
en apariencia es un robo, aunque lo que roba resulta ser finalmente suyo, o sale de su casa para poder
volver a ella. Y aquí, el hombre bueno hace aquello que el propio Chesterton había señalado unos
años antes en Ortodoxia (1908), cuando habla de una novela en proyecto sobre un hombre que parte
a descubrir una nueva tierra, pero que sin saberlo termina redescubriendo su propio hogar,
volviéndolo a ver como si fuera la primera vez. Porque el propósito final de cualquier viaje es volver
a casa. De ahí viene nuestra añoranza inextinguible, expresada en las frases «creen que añoran el
pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro» del santo cardenal Newman
y «nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti», de san
Agustín.
La novela tiene un nudo central constituido por un proceso judicial sui generis contra Smith. Esta
instigación y acoso judicial hace del personaje, en cierto modo, una figura de Cristo, porque como
Cristo, llega a la casa precisamente para ser llevado a juicio por aquellas personas a quienes va a
liberar. Y al igual que Cristo, Inocencio Smith calla ante aquello de lo que se le acusa:
«Se le proporcionó pluma y papel, con los que hizo barcos de papel, dardos de papel y muñecas de
papel de forma satisfactoria durante todo el proceso. Nunca levantó la vista, sino que parecía tan
inconsciente como un niño en el suelo de una guardería vacía».
Sin embargo, la diferencia entre las historias la encontramos en que el desenlace del proceso no es
trágico, aunque sí redentor. Porque el protagonista no es condenado y mucho menos muere, sino que
logra con su modus vivendi, con esa viveza a que hace referencia el título, liberar a los habitantes de
la casa de la esclavitud de los ídolos a la que están sujetos, de sus mezquindades, de sus miedos y de
las convenciones a las que están atados, para devolverles la gracia de sus identidades de hombres
vivos.
La llegada a la casa como un extraño de quien es su dueño (en también alegórica referencia a Cristo),
supone una conmoción. De entrada, todos los personajes quedan impactados. Unos creen que
Inocencio Smith debe ser detenido y juzgado, que es un delincuente. Otros piensan que está
ciertamente loco. Algunos consideran que es la primera persona cuerda que han conocido y que
conocerlo es como salir a la luz por primera vez. Pero solo hay una persona que no se escandaliza
con él: Mary Grey, su esposa, la mujer que lo ama. ¿Es el amor aquello que da la verdadera visión de
las cosas? Chesterton, como buen cristiano, nos diría que sí y este personaje femenino es la prueba.
En todo caso, la llegada y la presencia de Smith tiene un efecto revitalizador para todos los demás e
incluso para sí mismo; en palabras de Alison Milbank, Smith «recibe su propia vida de vuelta como
un regalo». Chesterton juega aquí con la dinámica del acontecimiento propia del cristianismo, con
una eucatástrofe que conmociona, con una sucesión de hechos que transforman y hacen que ya nada
vuelva a ser igual, tal y como acontece con la encarnación del Hijo de Dios, que lleva a plenitud toda
la revelación, representando el momento central de toda la historia humana (Gálatas, 4, 4).
Pero, quizá por todo ello, Smith no pretende ser un reflejo o una representación de Cristo, aunque sí
una muestra del efecto que Él causa en nosotros una vez nos hemos revestido «del hombre nuevo». Y
así, Chesterton nos dice que ser un hombre es una gracia, porque nacer significa poder ser salvado, y
ser consciente de esto hace al hombre vivir la vida con un asombro y una alegría nuevas. La
presencia de Cristo, la creencia en Cristo, es lo que hace sentir a un hombre que está realmente vivo.
Y esto es lo que Smith enseña a todos los demás, incluso a sí mismo.
¿Y si no es una figura de Cristo, quién es entonces Inocencio Smith? ¿Es quizá el propio Chesterton?
Dale Ahlquist, que conoce bien el mundo chestertoniano, dice que este es el libro en el que
Chesterton nos muestra sobre cómo vivir como Chesterton. ¿Qué creen ustedes?
Mr. Blue (1928)
La breve y estupenda novela titulada Mr. Blue (1928), es una pequeña y semi desconocida joya a
recuperar, que todavía espera su edición en castellano.
Su autor, Myles Connolly, desarrolló una carrera exitosa como guionista de cine en Hollywood, en
estrecha colaboración con famosos directores como Frank Capra y Leo McCarey, con los que le unía
una fuerte amistad. Suyo es el guion de El Estado de la Unión (Katharine Hepburn y Spencer Tracy,
1948), y suyas son intervenciones extraoficiales pero decisivas en los libretos de películas como, Que
bello es vivir (Donna Reed y James Stewart, 1946), Caballero sin espada (Jean Arthur y James
Stewart, 1939) y El secreto de vivir (Jane Arthur y Gary Cooper, 1936). Connolly era muy consciente
del poder de las películas para transformar la cultura y tenía depositadas muchas esperanzas en ese
nuevo arte. Así, hace decir a su protagonista, Blue, lo siguiente:
«Puedo crear un nuevo pueblo, amable y con gracia, sensible, bondadoso, religioso, un pueblo que
descubra en la belleza la revelación más alegre de Dios. Ningún arte ha tenido nunca el futuro que
tiene el cine. Si falla, ningún arte habrá tenido un fracaso tan grande y lamentable».
Desgraciadamente, no creo que Connelly, o su héroe Blue, pudieran seguir manteniendo ese
optimismo e ilusión hoy día. Pero este es otro asunto.
La novela de la que les hablo está protagonizada por un hombre peculiar, diferente, y por ello,
excepcional, llamado Blue, de clara y evidente inspiración cristiana.
Escrita en la década de 1920 y publicada tres años después que El gran Gastby (1925) de Scott
Fitzgerald, su protagonista, Blue, es la antítesis de Gatsby, el millonario hecho a sí mismo que acaba
destruyéndose a sí mismo. En el comienzo de la novela se nos dice que Blue es «el hombre en el que
Jay Gatsby podría haberse convertido si hubiera servido a una verdad más alta que el sonido del
dinero en la voz de Daisy Buchanan». Como señaló el padre jesuita John B. Breslin, «Gatsby
representa todo lo que Blue, tres años después, rechaza: la búsqueda de grandes riquezas, la
disposición para hacer lo que sea para ganar y el ansia de reconocimiento y aceptación».
El joven Blue es un cristiano de una radical alegría, rebelde e idealista, que ha decidido vivir el
mensaje del Evangelio plenamente. Una sola frase suya define este espíritu:
«¿Alguna vez has tratado de amar a alguien que fuera malo, mezquino, superficial, o egoísta?
Inténtalo».
El autor hace confluir en el personaje de Blue dos facetas que parecen dispares o incluso opuestas.
Por una parte, nos muestra a un joven generoso, solícito y feliz, que desdeña placeres y comodidades
como una bonita casa o una buena comida, y que se tambaleaba en el borde de la azotea de un
edificio de treinta pisos mientras vuela una cometa y canta alegremente, ajeno a cualquier peligro. Es
un joven que muestra una aparente entrega ciega a lo que pueda ofrecerle el destino, un místico que
aprecia las bondades y bellezas de aquello que le rodea, lo que podría hacernos pensar en un fideísta
o un panteísta. Pero, al mismo tiempo, el autor nos presenta a un joven ardiente y combativo, nada
conformista con el mundo que le ha tocado vivir y defensor acérrimo de sus convicciones, consciente
de los peligros, seducciones y engaños que encierra la modernidad.
Se reúnen así en Blue una dispar combinación del ingenio combativo y encantador de Chesterton y la
desconcertante alegría y asombro ante el mundo creado de san Francisco de Asís.
De otra, su inquieta rebeldía no es más que ardor combativo en defensa de esa fe, en feroz
lucha «contra el orgullo, la indiferencia y el conocimiento, contra el agnosticismo que, como un gas
venenoso, descompone la mente».
De esta manera, Connolly nos muestra a través de su personaje, que no hay verdadero enfrentamiento
entre el santo de Asís y el de Aquino, que no hay oposición entre la fe y la razón.
Por su parte, el narrador nos confiesa: «Cuanto más escuchaba a Blue, más me gustaba. Me gustaba
su aspecto, para empezar. A cualquiera le gustaría. Pero además de eso había una cierta cualidad
espectacular, se podría decir que una cierta y espectacular cordura, debajo de todas sus ideas, que
era novedosa y estimulante para mí».
Blue es, por lo tanto, más un imitador de Cristo que una representación de Él.
Y acabo con una reflexión que Connolly pone en boca de su joven protagonista, una que se ajusta,
como anillo al dedo, a la labor que se ha impuesto este blog y que, a su vez, coincide con otra
esbozada por Chesterton en su Autobiografía. Vayamos con Connolly:
«El agnosticismo científico ha llegado para quedarse ––sostuvo––, porque no es una filosofía, sino
un estado de ánimo pagado de sí mismo. Es difícil oponerse a él con razón y argumentos. Lo único
con lo que uno puede enfrentarlo, ––señaló––, es otro estado de ánimo. Y ahí, supongo, es donde
entran las grandes vidas y el buen arte».
«El objetivo de la vida artística y espiritual era excavar hasta encontrar aquel enterrado amanecer
de asombro; de esa forma, un hombre sentado en una silla podía de repente ser consciente de que
estaba vivo y ser feliz».
«Toda la gran literatura constituye un paso ascendente en una escalera de Jacob que sube desde la
tierra hasta las misteriosas altitudes del cielo».
Thomas de Quincey
En las tres últimas entradas comenté una serie de libros en los cuales cada uno de los autores trataba
de reunir en su protagonista un perfil cristiano, en el sentido de imitador de Cristo
(el christomimetes), buscando una suerte de semejanza o similitud con nuestro Señor. En esta entrada
pasaré a examinar otras dos formas utilizadas por los literatos para evocar Su presencia o personificar
––siquiera torpe y deficientemente–– Sus atributos. Me refiero, en primer lugar, al uso de una
panoplia de caracteres o personalidades (dramatis personae) entre quienes se reparte esa
representación figurada, a modo de una borrosa analogía, y, en segundo lugar, a su presentación, de
modo más directo y claro, mediante una suerte de alegoría.
Los ejemplos más representativos de estas dos maneras de proceder artístico son las obras de dos
amigos que, sin embargo, diferían en el enfoque de esta cuestión, lo que precisamente dio lugar a
esos dos caminos paralelos. Habrán adivinado que me estoy refiriendo, respectivamente, a El Señor
de los Anillos (1954/1955) de J. R. R. Tolkien (ESA) y a Las Crónicas de Narnia (1950/1956), de C.
S. Lewis.