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KMií^^uiaos

Ficciones

LA
CONSPIRACIÓN
CHINA

CARLOS
CHERNOV
JL

© 1997, Carlos C hernov


© D e esta edición:
1997, E D IT O R IA L PERFIL S.A.
Isabel la Católica 1644. (1269) Buenos Aires

Diseño: C laudia Vanni


ISBN: 950-639-075-4
H echo el depósito que indica la ley 11.723
Primera edición: Septiembre de 1997
Com posición: Taller del Sur
Paseo C olón 221, 8° 11. Buenos Aires
Impreso en el mes de agosto de 1997
Verlap S A Producciones Gráficas
C om andante Spurr 653. Avellaneda
Provincia de Buenos Aires
Impreso en la A rgentina. Printed in Argentina

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U NIVERSITY OF M ICHIGAN
Para Diana

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Esta es una novela y por lo tanto todas las situaciones
que en ella aparecen son imaginarias. Aun cuando al­
gunos de los personajes e instituciones mencionadas
sean reales, los acontecimientos de los que participan
son ficticios y no pretenden dañar los intereses de nin­
guna persona viva o muerta.

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“Le coit c’est la parodie du crime.”

L’antis solaire, Georges Bataille

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Primera parte

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- I -

El hijo de la suicida

La noche que pasé con Marilyn me marcó para el resto de


mi vida, nunca dejé de amarla y si años más tarde ingresé a la
CIA fue para investigar el enigma de su muerte. Los psiquia­
tras y biógrafos sabelotodo atribuyen el suicidio de Marilyn
Monroe a la orfandad, los traumas infantiles, las violaciones y
el canibalismo de los estudios de Hollywood. Todas idioteces.
La verdad es muy distinta: los culpables de que se matara fue­
ron los chinos.
Siempre me pregunté por qué Robert Kennedy no la sal­
vó de los chinos. Hace poco también lo asesinaron a él, un
jordano lo baleó en el Hotel Ambassador, a pocas calles de
aquí. Le disparó en la despensa del hotel, Bobby cayó hacia
atrás, tirado sobre el piso de linóleo, con la cabeza cerca de la
máquina de hielo dijo: “Oh, no. Cristo n o ...”. Esas fueron
sus últimas palabras. Ironías de la vida, Marilyn le decía:
“Querido Robert, eres muy guapo, deja la política y dedícate
al cine, es menos peligroso”.
Desde hacía algunas semanas Marilyn se quejaba de do­
lores extraños, decía que su piel se arrugaba a una velocidad
anormal, no podía comer ni dormir. Los médicos estaban se­
guros de que no sufría ninguna enfermedad física. El prontua­

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rio psiquiátrico de Marilyn era demasiado copioso como para


tomar sus quejas en serio; pensaron que se trataba de una nue­
va locura de la estrella y le recetaron más barbitúricos. Ella
atribuía sus malestares a un grupo de chinos que merodeaba
alrededor de su casa, decía que la lastimaban con la mirada.
Su relato sonaba delirante; sin embargo, según me contó Ma­
rilyn, Robert Kennedy le creía. En ese momento Kennedy era
ministro de Justicia de los Estados Unidos, por el cargo que
ocupaba había recibido informes de que un grupo de espías
chinos se habían infiltrado en territorio norteamericano. Ma­
rilyn le reprochaba que no la protegiera de los ataques de los
chinos. Él siempre le respondía que ya había dado órdenes al
FBI y que estaban a punto de atraparlos.

Tardé mucho tiempo en dar a conocer la verdad sobre la


muerte de Marilyn; confieso que guardé silencio por razones
egoístas: me avergonzaba -todavía me avergüenza- recordar
mi cobardía frente a los chinos. Además, la noche con Ma­
rilyn se entrelazó con mi vida de tal manera que no puedo
contar la historia sin revelar aspectos de mi intimidad.
Trataré de ser claro, tal vez deba comenzar por presentar­
me, mi nombre es James Olsen. ¿Quién era yo cuando cono­
cí a Marilyn? Tenía dieciséis años en el verano del ’62; en esos
días se suicidó mi mamá y al poco tiempo Marilyn. Medía un
metro noventa pero todavía no había acabado de desarrollar­
me, mi pene de niño colgaba flaco entre mis larguísimas pier­
nas. Tenía caderas equívocamente anchas y hombros de paja­
rito, era un sueco eunucoide y tardío. Para tranquilizarme por
mi falta de desarrollo sexual mi padre solía decirme: “Los O l­
sen crecemos despacio pero llegamos alto”. Él mismo medía
más de dos metros. Como una escasa compensación, resulté

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mentalmente muy maduro para mi edad, ya entendía ciertos


conflictos de los adultos. Sabía, por ejemplo, que mi papá no
había triunfado en la vida por amar demasiado a su madre.
Por eso yo rechazaba a la mía, la mantenía a distancia, me dis­
culpaba diciendo que actuaba en defensa propia. Mi madre
era turbadoramente cariñosa, gorda, rubia, alcohólica; envi­
diaba con amargura a una cuñada que había logrado cierto
éxito en Hollywood como comediante. Esta cuñada era her­
mana de papá y prima carnal de mamá. Sí, digámoslo de una
vez, mi familia era una vergüenza: mis padres eran primos
hermanos. Mamá se llamaba señora Olsen de Olsen. Cuando
se enteraban del parentesco entre mis padres los vecinos frun­
cían la nariz con desprecio.
Hasta los doce años mamá había vivido en Tennessee, en
una chacra de patatas; era una campesina, una redneck (cuan­
do su prima-cuñada estaba de malhumor se burlaba de ella
llamándola apeneckr). Mamá tocaba el piano y cantaba lieder
de Schubert, con zoquetes blancos de algodón con puntillas,
tan ajustados que le dejaban marcas rojizas en sus pesadas
pantorrillas campesinas. Imitaba pasablemente a Doris Day,
su heroína (algo caída en desgracia desde que se enteró, por
una depiladora en común, que Doris era espantosamente bi­
gotuda, tenía “piel de durazno”). Mamá cantaba “Qué será,
será, la vida te lo d irá ...”, en español, como Doris Day en la
película de Hitchcock The M an Who Knew Too Mtich. Siem­
pre estaba a la caza de un trabajo en la Industria, por eso vi­
víamos en Los Angeles. Las agencias de casting la proponían
como common face; les parecía ideal para papeles de ama de
casa frustrada, abuela prematura o maestra solterona. Mamá
quería ser una famosa cara vulgar.
Recuerdo que era fanática del café envasado al vacío. A mí
me intrigaban esos bloques pardos, duros y faltos de peso co­

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mo rocas de utilería que, al abrirlos, soltaban un suspiro como


si hubieran estado conteniendo la respiración. Lamentable­
mente tengo muy pocos recuerdos de mamá. Su carrera de ac­
triz de cine era un desastre, siempre estaba discutiendo con pa­
pá por dinero; yo era hijo único, mi indiferencia le rompía el
corazón. Cuando se mató me di cuenta de que apenas la había
conocido (aunque... ¿quién puede decir que realmente cono­
ce a su mamá?).
La noche del día en que la enterramos, papá vino a mi
cuarto a hablarme de ella. Mientras me hablaba, lloraba y se
rascaba la cabeza. (Papá siempre se rascaba la cabeza, tenía
piojos, como los niños; él se defendía diciendo que se los ha­
bía contagiado en Mesina, durante la invasión a Sicilia.) Se
pasaba la mano por el pelo cortado a cepillo. Cuando subía
hasta su cabeza la mano empalidecía, se rascaba, después, al
volver a apoyarla sobre la rodilla, la sangre bajaba y la mano
recuperaba su color encarnado, pero enseguida papá volvía a
subirla y sus venas se vaciaban de nuevo. Él me hablaba de la
muerte de mamá, de que casi no había sufrido, de cómo, a pe­
sar de que se había suicidado, había sido una mujer valiente y
de muchas otras cosas que yo apenas escuchaba; absorto, ob­
servando sus manos subir coloradas, bajar pálidas, recuperar el
tono, volver a perderlo... Recuerdo que esa noche hacía mu­
cho calor, un viento enervante con olor a nafta quemada en­
traba por las ventanas abiertas. Noté que la transpiración y las
lágrimas tienen idéntico gusto salado. Debo confesar que lue­
go del suicidio de mamá viví como entre sueños.
Comencé a ayudar en el restaurant mexicano de mi pa­
dre. Él me regaló un monociclo Triumph Júnior -quizá para
consolarme por la pérdida de m am á-. En el verano de 1962
repartí comida mexicana a domicilio, me turnaba con dos
muchachos chícanos. Lo único que me gustaba de mi trabajo

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era que me permitía entrar a la casa de las estrellas de Holly­
wood. Sentía mucha curiosidad por ver cómo vivían. El hecho
de que comieran comida mexicana me resultaba insólito -tal
vez el mero hecho de que las estrellas comieran-. La casa de
Marilyn en Fifth Helena estaba dentro del radio de nuestro re­
parto, yo esperaba con gran ansiedad el día en que Marilyn
nos hiciera un pedido.

Ahora que me he presentado debo advertirles que mi par­


te en esta historia es casi intrascendente: sólo fui el muchacho
con quien Marilyn Monroe pasó una de las últimas noches de
su vida.
Lo más curioso es que, en realidad, tampoco a Marilyn le
tocó un papel demasiado importante, fue la víctima de un
complicado embuste de los chinos contra la CIA: el Proyecto
Chimpansex. Un plan del Servicio de Inteligencia Chino pa­
ra destruir Hollywood: el aparato de propaganda ideológica
más poderoso del mundo. La conspiración de los chinos fue
una mancha más en el historial de la CIA, para evitar el escán­
dalo la agencia siempre trató de tapar el asunto y, por este mo­
tivo, la muerte de Marilyn Monroe quedó sin aclarar.

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-II-
Yo también tuve mi noche con Marilyn

La primera vez que vi a Marilyn en persona yo estaba en


la cocina de su casa de Fifth Helena, esperando que una vieji-
ta (tal vez no era tan vieja, pero a los dieciséis cualquiera de
más de cincuenta me parecía un anciano) me pagara una or­
den de enchiladas. La mujer era fibrosa, de gruesas cejas mas­
culinas y unos ojos celestes descoloridos que le daban el aspec­
to de una predicadora mormona enajenada. Apenas Marilyn
entró en la cocina, la vieja saltó para interponerse entre la es­
trella y las enchiladas.
-Vengo por agua, sólo quiero agua -gim oteó Marilyn-,
usted sabe que no voy a comer nada.
-L a dieta es la dieta -desaprobó la vieja y comenzó a em­
pujarla.
Después supe que era una mezcla de ama de llaves y en­
fermera. La manejaba con facilidad a pesar de ser mucho más
pequeña que Marilyn. De repente sonó el teléfono. La enfer­
mera miró la hora y musitó: “el doctor Engelbert”; se peinó en
forma refleja, como si el médico pudiera verla a través del te­
léfono, y corrió a atender. Marilyn me estudió con deteni­
miento, observó mi cuerpo a todo lo largo y me guiñó un ojo.
-¿Alguna vez te acostaste con una modelo de alma­

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naque? -m e preguntó con un m ohín travieso y enseguida


agregó-: Esta noche voy a dejar abierta la ventana de mi
cuarto.
Debo haberme quedado idiotizado, mirándola sin com­
prender, porque ella, para regresarme a este m undo, comenzó
a mover una mano frente a mis ojos ciegos y, recién cuando
vio que reaccionaba, continuó:
-N o te asustes -se rió-, no te voy a comer. Ya sé que es
raro, estás acostumbrado a verme únicamente en las películas.
Pero soy una mujer de verdad, existo.
Mientras Marilyn hablaba, me acordé de que durante
años acompañé a mamá a filmar; mis padres no tenían dinero
para contratar una baby sitter. Mamá vagaba por el estudio con
el libreto en la mano, repitiendo la letra y yo la seguía atrás.
Aunque por lo general le daban parlamentos muy cortos, ma­
má sentía pánico de olvidárselos en escena. Cuando nos veían
deambulando entre las cámaras y los micrófonos, los técnicos
se ponían muy nerviosos, sobre todo por mí, les preocupaba
que me enredara con los cables. Entonces mandaban a mamá
a repasar el libreto afuera. Algunos trataban de suavizar la si­
tuación con bromas; decían, refiriéndose a mis piernas largas y
flacas, que a mí no me había traído la cigüeña, que yo era hi­
jo de la cigüeña. Mamá sonreía y murmuraba por lo bajo que
no eran malos muchachos, pero de inmediato agregaba enoja­
da que si ella hubiera sido Marilyn Monroe no se habrían atre­
vido a echarla. Y ahora yo estaba con Marilyn Monroe en per­
sona, escuchando cómo me proponía que me acostara con ella.
Y no sólo no me había acostado nunca con una modelo de al­
manaque, peor aún: nunca me había acostado con ninguna
mujer.
Ajena a mis pensamientos Marilyn me tomó del brazo y
dijo:

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-T e veo muy triste, te veo tan triste que me dan ganas de


abrazarte. Estás triste, ¿no?
Yo asentí.
-¿Por qué?
-M am á se suicidó hace dos meses -le contesté y de inme­
diato me arrepentí al ver el dolor que le provocaba. Marilyn
se tambaleó como si la hubiera golpeado en el estómago y se
le llenaron los ojos de lágrimas.
-Ay, pobrecito, pobrecito -repetía mientras me abrazaba
acongojada-. Me imagino lo que habrá sufrido tu mamá; po-
brecita, pobrecita tu mamá.
A mí me da vergüenza llorar frente a cualquier persona,
pero esta vez me costó poco contenerme: el hecho de que
Marilyn Monroe me estuviera abrazando era tan raro, tan
irreal, que me hacía sentir como un actor de cine interpre­
tando un papel. Marilyn me soltó de golpe y me miró a los
ojos.
-L a querías mucho, ¿no?
-Sí.
-Y se lo decías seguido.
-S í -le m entí-, todo el tiempo.
-Igual se mató, pobre mujer, lo que debe haber sufrido.
Nos quedamos en silencio, desde alguna habitación cer­
cana se oía el murmullo de la conversación telefónica de la en­
fermera. Con un tono casi de súplica, Marilyn dijo:
-Yo sé que estás sufriendo mucho, pero para mí sería
muy importante que vinieras hoy a la noche. Por favor... te
necesito.
En lugar de responderle, señalando la puerta por donde
se había ido la enfermera, le pregunté:
-¿Y ella?
-A Eunice le voy a poner algo en el café. Ahora confía en

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mí, me estoy portando bien. -M arilyn puso un beso en su de­


do índice y lo sopló hacia m í.- Te espero a las diez.
Me sonrió y dio media vuelta, entonces pude apreciar su
culo. En las películas, con inocencia, yo me quedaba fascina­
do mirando su cara, no me había dado cuenta de que tenía un
culo tan pomposo. Años después hallé la explicación en una
revista médica -siempre fui aficionado a las revistas médicas-,
revelaba que la estrella había exagerado deliberadamente la
curvatura de su columna lumbar; dicho en palabras sencillas:
desde chica Marilyn se había acostumbrado a caminar con el
culo salido para afuera.

Esa noche a las diez arrojé un puñado de grava contra los


vidrios de la ventana de Marilyn. Trepé por el desagüe pluvial
hasta una terracita con barandas pintadas de blanco. Ella me
esperaba vestida con un camisón de gasa transparente, debajo
estaba desnuda, sus pezones rosados se distinguían perfecta­
mente a través de la gasa. Me tomó la mano y me guió al in­
terior del dormitorio. El frío secó mi frente sudorosa, un apa­
rato de aire acondicionado vibraba con regularidad. Me señaló
el borde de la cama y se sentó a mi lado; cruzó las piernas, to­
mó un espejo de mano y comenzó a depilarse las cejas con una
pinza. Balanceaba una chinela de raso en la punta del pie, pa­
recía indiferente; hablando como para sí dijo:
-H ace un par de meses vino a visitarme Slim, mi padre
de los once años, el esposo de mi penúltima madre adoptiva.
Me trajo unas fotos nuestras.
C on expresión impasible Marilyn me pasó dos fotos. En
una de ellas un adulto abrazaba y besaba a una nena en la bo­
ca, la cámara los había tomado de perfil. En la otra ambos
posaban desnudos, el hombre -flaco, narigón, cubierto sólo

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por una gorra de baseball roja- estrujaba las caderas regor-


detas de la nena, que se hallaba parada frente a él sobre una
cama.
-L a nena soy yo -m e aclaró Marilyn sin necesidad-, son
de su colección privada. Slim dice que me amó más que a nin­
guna, trató de reemplazarme por otras nenas de once pero no
pudo, yo fui la mejor. Las de once son las únicas que lo exci- \
tan, es un maldito perverso; ahora está viejo, pobre, se jubiló
como empleado del correo. Vino a pedirme dinero, le di dos­
cientos dólares. ¿Te sorprende que le diera dinero? Creo que le
tengo cariño, además le debo algo: Slim me enseñó más sobre
el arte de la actuación que todos mis años en el Actor s Studio.
Me violaba con libreto. Aparecía en mi cuarto a la mañana,
cuando mamá Bolander ya se había ido a trabajar y yo estaba
preparándome para la escuela, y me daba el diálogo por escri­
to. Lo redactaba en sus ratos libres en el correo, en unas tarje­
tas de cartulina gris con el membrete de la Western Union, las
recuerdo como si las estuviera viendo ahora mismo. Escribía
con una letra de imprenta muy prolija porque leer, mientras
hacíamos las cosas que marcaban sus libretos, no nos resultaba
nada fócil. Yo estudiaba la tarjeta antes de comenzar la escena,
así me enteraba, por ejemplo, que ese día debía llamar a su pe­
ne ‘El Gran Slim’.
”É1 decía: ‘¿Qué me querés pedir?’.
”Yo leía mi línea: ‘Quiero que me lo metas en la boca’.
”‘¿A quién? ¿A quién querés que te meta en la boca?’, me
gritaba Slim muy enojado porque yo no había completado mi
parlamento y tener que apuntármelo le arruinaba el clima.
”‘A1 Gran Slim. Quiero que me metas en la boca al Gran
Slim ... poí favor.’
”‘Ajá, muy bien, ¿y por qué?’
"‘Porque me gusta tu cosa grandota. Wow!... es tan gran-
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de, ¡cómo me gusta! ¡Toda entera en la boquita de la nena!


Wow!’
"Recién entonces él me lo metía en la boca y yo se lo chu­
paba; al menos con la boca llena no tenía que seguir recitan­
do sus asquerosos diálogos. Había que ser buena actriz con mi
padre de los once años, ni sobreactuar, ni ser fría. Si exagera­
ba para excitarlo y conseguir que acabara antes, porque estaba
harta o porque llegaba tarde a la escuela, o si improvisaba o
hacía cualquier cosa fuera de libreto, mi padre se enfurecía.
Cuando estaba borracho solía pegarme. ‘Te castigo para que
pongas atención’, me decía Slim mientras me pegaba, ‘lo ha­
go por tu bien’, y realmente conseguía que yo mejorara mi ac­
tuación, con él aprendí casi todo lo que sé. Le gustaba violar­
me por completo, en cuerpo y mente. Si te penetran y encima
te dictan lo que tenés que decir, te tienen entera. Algunos ase­
guran que mientras una actúa no está allí, que presta su cara,
su voz. En las películas me da risa cuando la doncella le grita
al cerdo que está a punto de violarla: ‘podrás poseer mi cuer­
po pero jamás tendrás mi alma’. Todas mentiras, cosas que se
dicen para consolarse. No obstante, aunque una fracase, de
todas maneras intenta huir; cuando a una la violan quiere de­
saparecer, quiere dejar de ser una misma, la violación es el me­
jor estímulo para ser actriz. Por eso las mujeres somos actrices
naturales. Él dice que lo hacía por mi bien, y quizá tenía ra­
zón, como actriz no me fue nada mal. Cuando me visita,
siempre me lo recuerda: ‘Norma Jeane, yo sabía que tenías
pasta de actriz’ y me hace una caricia en la cara. Es doloroso,
no sé si darle un beso o echarlo a patadas. Lo absurdo es que
Slim me amaba, nunca pude decirle que no a alguien que real­
mente me amara. Me daba un poco de asco, pero trataba de
acostumbrarme. Además con denunciarlo no conseguía nada,
mamá Bolander se llevaba bien con él y Slim aportaba dinero

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para la casa. Cuando me quejaba, mamá decía: ‘Tu padre está


bebiendo mucho, voy a tener que hablar con él’ o ‘Pobre
hombre, tiene tantos problem as...’. Yo soy una mujer muy
animosa, siempre trato de ver el lado bueno de las cosas; al fin
y al cabo los ejercicios de actuación de Slim eran menos abu­
rridos que las lecciones de ukelele.
Marilyn había hablado sin parar, con gesto ausente, co­
mo si no se diera por enterada de que yo la estaba escuchan­
do. Entonces me miró.
-N o esperabas que te contara estas intimidades, ¿no? En
realidad son episodios que conoce todo el mundo, los publi­
cistas de la Fox los explotaron muy bien. ¿Qué imagen vende
más que la de la pobre huerfanita rubia y violada?
Pensé que tenía que decirle algo, pero no se me ocurría
qué. De golpe Marilyn se acercó y me tomó de la mano.
-A hora te voy a contar algo que nadie sabe. No es lo de
mi infancia, lo de mi infancia ya no me importa. Quiero ha­
blarte de los chinos. No me queda mucho tiempo, no sé cuán­
to más voy a poder soportarlos. Tuve una vida dura, sufrí m u­
cho desde chica, pero esto es distinto; los chinos me están
matando.
-¿Los chinos?
—Sí, parece una locura, me persigue un grupo de chinos.
Ya sé que suena increíble, pero es así; me torturan, es horro­
roso. Excepto Bobby Kennedy nadie me cree y, en verdad, no
sé si Bobby me cree o lo dice para seguirme la corriente.
Tuve miedo, había leído que Marilyn estaba bajo trata­
miento psiquiátrico, que había pasado algún tiempo interna­
da. De inmediato me sentí avergonzado, yo le llevaba dos ca­
bezas de altura. Me asombró notar lo infantil que era Marilyn.
La actriz más famosa de Hollywood, la “Novia de América”,
la amiga de los Kennedy, casada tres veces, millonaria... era
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una nena que invitaba a un adolescente a su casa y le contaba


historias chifladas.
-Estás asustado -dijo, representando la pantomima de
tomarme el pulso-. Tu corazón late muy rápido. Te pregunta­
rás por qué te llamé -m e apretó con fuerza la mano y, mirán­
dome a los ojos, dijo-: no me animo a pasar otra noche sola.
Ayer estuve sola y aparecieron los chinos, ya no lo resisto. Es
tarde para llamar a Joe, además Joe es muy fastidioso, cada vez
que nos vemos quiere volver a casarse conmigo. ¡Te amo, Ma­
rilyn! ¡Te amo! Es un baboso. Por eso te pedí que vinieras,
quiero que me protejas de los chinos. Cuando vean tu tama­
ño no se van a atrever a entrar. No puedo mirarlos a los ojos,
me dominan, ¡les tengo tanto miedo!
En ese punto se largó a llorar. Se apretó contra mi pecho
y trató de meterse entre mis brazos; yo me quedé paralizado,
me sentía demasiado aturdido como para abrazarla. Era una
situación ridicula, yo era un niño, un niño gigantesco, pero
niño al fin. Ella me susurraba palabras deshilvanadas, a bor­
botones, con espanto, su saliva me mojaba las orejas.
-¿Pero cómo te torturan? ¿Cómo te dominan?
-¡Q ué puede hacer una mujer! ¡Qué puede hacer una mu­
jer! -repetía Marilyn, mientras, en un frenesí de desesperación,
me abrazaba por los hombros, sacaba pelusas imaginarias de mi
camisa, peinaba el pelo rebelde que caía sobre mi frente, retor­
cía mis manos entre las suyas, pero no contestaba mis pregun­
tas. En cambio dijo-: ¡Soy una mujer sola! ¡Ay, si supieras có­
mo sufro! Pero ahora estoy con un hombre, tenés que quedarte
despierto, así no me va a pasar nada. Siempre tuve miedos, el
doctor Greenson dice que son normales. No podía dormir con
la puerta del ropero abierta, miraba abajo de la cama antes de
acostarme. Joe usaba el taco de madera de una bola de baseball
para fortalecer sus manos; a mí me daba miedo que, sin que me

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diera cuenta, su bola de ejercicios se me metiera en la vagina.


¡Qué loca!, ¿no? Pero esto es distinto, esto es de verdad. Me
acuerdo de que cuando era chica una de mis madres quería ha­
cerme sangrías, decía que tenía la sangre podrida por culpa del
diablo; ahora sangro cada vez que me siento a orinar.
Lloró un largo rato estremecida, luego de a poco se fue
calmando, al fin suspiró con resignación.
-B ueno, vamos a darle un poco más de Nembutal a Eu-
nice -d ijo -, así nos aseguramos de que duerma toda la noche;
no queremos que nos moleste, ¿no?

Fuimos a la habitación de la enfermera. La mujer ronca­


ba boca arriba con M ovieland -u n a revista de chismes de
Hollywood- sobre el pecho. Una foto de Marilyn, con som­
brero de jardinero de rafia trenzada y vestido de color duraz­
no, ocupaba la tapa.
-Eunice -canturreó M arilyn-, hora de tu medicina -y
dirigiéndose a m í-, a la mañana nunca admite que durmió
como un lirón, se supone que está aquí para cuidarme.
Levantó la cabeza de la enfermera sujetándola por la nu­
ca, la sentó y le tapó la nariz con un ademán competente.
Cuando la mujer abrió la boca para respirar dijo:
-A ver nena... - y le echó un chorro del medicamento de
un frasco-gotero.
Eunice se atragantó, se puso colorada, tosió, sus ojos se
hincharon y, cuando parecía que iba a reventar, de golpe se de­
satoró, abrió los ojos y miró a Marilyn con una semisonrisa
boba; estaba muy narcotizada.
-Listo -dijo Marilyn con su risita infantil, excitada y can­
tarína, mientras se limpiaba la saliva de los dedos en el cami­
són de la enfermera—, esta noche no nos va a fastidiar.
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Cuando la vi reírse me tranquilicé, sentí que volvía a ser


la Marilyn de las películas. Me di cuenta de que Marilyn casi
no actuaba, en la vida real era igual que en el cine: sexy, des­
valida, candorosa; se reía a carcajadas y lloraba como loca.

Aún sonriente, dobló la M ovieland al medio y, como si


fuera una fusta, se la colocó bajo la axila con un gesto gallar­
do. Entrechocó los talones y con paso militar me precedió en
el camino de vuelta a su dormitorio. Ni bien entramos co­
menzó a acariciarme, de repente las caricias se transformaron
en cosquillas; me tenía totalmente dominado. Me quitó la ca­
misa y examinó atentamente mi torso largo y lampiño. Sin
ningún pudor me palpó el pene a través de los pantalones.
-Estaba casi segura de que a pesar de tu altura todavía
eras un chico. Mejor, estoy harta de los hombres, todos quie­
ren acostarse conmigo. Siempre me imaginan tirada en el pi­
so, con las piernas abiertas y la falda encima de la cabeza; así
es como les gusto. -D e golpe alzó la voz.- ¡Estoy harta! Los
hombres no entienden nada, todos me quieren meter sus
p enan’eggs. Una está haciendo cualquier cosa, les está hablan­
do o mirándolos, y se da cuenta de que todo el tiempo ellos
están pensando en eso. ¡No sabés lo feo que es! A ellos no les
im porta para nada lo que una siente, únicamente están pen­
sando en acostarse. Mejor que todavía seas un chico -sonrió
un poco más calmada.
(Respecto de los pen’a n’eggs, durante nuestro encuentro
Marilyn se refirió a los huevos varias veces. Por ejemplo re­
cuerdo que dijo: “Hoy tengo mal aliento, pasé la mitad del ci­
clo, otro huevo no fecundado que se pudre en mi vientre”.
“A rthur criaba peces, siempre me recordaba que los humanos
también nacemos de huevos.”)

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Tomó una tijera y nos sentamos en la cama con la revista.


-L a foto de la tapa es vieja, del ’58, me la sacó por sor­
presa Phil Stern durante la filmación de Some Like It Hot.
Cuando empecé esa película estaba embarazada de Arthur,
después lo perdí. Cada vez que hacen un test de embarazo tie­
nen que sacrificar a un sapo, yo me hice uno por mes duran­
te años. Me preguntaba dónde viven los sapos en los labora­
torios. Deben de estar todos apretados en jaulitas húmedas y
oscuras, pobres animalitos, ¿no? Me contaron que les inyectan
orina de mujer, ¡qué asco! -se rió.
Abrió la Movieland, en las páginas centrales había más fo­
tos suyas. En una se la veía en una pose típica, con los carno­
sos labios unidos en una mezcla de sonrisa y beso; la famosa
Kissmile, como la bautizó la chismógrafa Louella Parsons.
-M irá, mi ojo izquierdo está abierto y se ríe y el derecho
está triste, con el párpado caído -m e dijo tapando alternativa­
mente uno y otro ojo. Recortó ambos y los estudiamos por se­
parado-. En esa época yo me quejaba mucho, terminamos
con Arthur porque él no soportaba mis quejas. Decía que yo
era una chica daddy, que necesitaba un papito y que él estaba
cansado de trabajar de daddy sitter. Antes yo creía que era in­
feliz; la música de piano me ponía triste, ver un niño jugando
me enternecía hasta las lágrimas. Una sabe que el amor algún
día termina; eso es lo malo de lo bueno, que algún día se ter­
mina. Todo me afligía. Me miraba en el espejo y pensaba:
¿cuándo voy a ser feliz? Y ahora... ¡cómo extraño aquellos
tiempos! Vivo en un infierno. Tengo zonas de la piel blan­
queadas y ásperas, como quemadas con algo químico, me es­
toy llenando de arrugas prematuras; bueno, ya sé que para una
mujer las arrugas siempre son prematuras.
"Consulté de incógnito a un par de médicos. Me puse
una peluca pelirroja y ropas baratas; como te decía antes, en

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general no esperan encontrarme fuera de las películas. Uno de
los médicos opinó que parecían quemaduras de hielo seco,
¡qué horrible! No sabía que una se podía quemar con hielo.
Cuando nos despedíamos sospechó algo, me dijo: ¿usted no
será Marilyn Monroe, no? Le respondí que lamentablemente
no tenía tanta suerte. El otro médico me dijo que eran cica­
trices en sacabocado; me sermoneó, insinuó que tal vez yo era
una de esas muchachitas alocadas que permiten que los hom ­
bres las estropeen con alicates de dentista o aparatos para des-
carozar aceitunas. Los médicos no entienden nada. Yo te digo
esto: los chinos no precisan ningún aparato, les basta con mi­
rarme. Un experto de la CIA, que vivió muchos años en C hi­
na, le explicó a Bobby Kennedy que el cuerpo humano es un
conjunto de innumerables membranas plegadas y unidas en­
tre sí, una especie de hojaldre blando bañado en sangre. Dice
que existe una secta de chinos llamados Los silenciosos, que
saben separar los pliegues del cuerpo sin necesidad de cortar­
los, practican esta disección sobre la persona viva.
De repente Marilyn se levantó de la cama y corrió hacia
el espejo.
-¡Tengo que hacer algo con estas arrugas! Tengo que ha­
cer algo... -dijo con angustia-. Ya no me animo a posar para
los fotógrafos. Antes los hombres se daban vuelta para mirar­
me, pronto se van a dar vuelta para no verme.

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- III -
Marilyn & Los silenciosos

Cuando pudo tranquilizarse Marilyn dijo:


-L os chinos aparecieron hace más de un mes. Para variar
no podía dormir, paseábamos con Eunice a la madrugada por
el muelle de Santa Mónica cuando se nos acercaron. Me pre­
guntaron con mucha cortesía si yo era la señorita Monroe.
Eran seis, todos muy altos, dijeron que jugaban para el equi­
po de basketball de Osaka. Los saludé con un Sayonara que es
la única palabra que sé decir en japonés. Con cada frase los
chinos hacían una reverencia exagerada, se inclinaban con
tanta brusquedad que tuve miedo de que me dieran un cabe­
zazo; no me di cuenta de que se estaban burlando. Me pidie­
ron autógrafos, se los firmé y no lo hice por temor, siempre
acepto firmar autógrafos. Yo también solía coleccionarlos, el
último se lo pedí hace unos cinco años a Clark Gable, estaba
sentado cerca de mí en Chamen y le pedí que me firmara la
servilleta. ¡Pobre Clark, morir así! Nunca me niego a firmar
autógrafos. Detesto las muchedumbres, con esos idiotas que
te arrancan la ropa, te proponen casamiento o te jadean en los
oídos, y los peores son los periodistas, ¡cómo los detesto!
Cuando anuncié que me divorciaba de Arthur, me rodearon
al salir de mi departamento; en medio del tumulto, uno de

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ellos me metió el micrófono en la boca y me saltó un pedaci-


to de diente. De todas maneras nunca me niego a firmar un
autógrafo, lo considero parte de mi trabajo, soy una estrella.
¿Qué te estaba diciendo?
-M e contabas cómo conociste a los chinos.
-A h, sí. Los seis se reían todo el tiempo, con esa risa in­
fantil llena de ademanes típica de los orientales. Pensé que es­
taban felices de haberme encontrado y, por desgracia, tenía
razón. Dijeron que eran grandes admiradores míos, habían
visto todas mis películas. Les firmé seis autógrafos, en cada
uno puse: “Que Dios lo bendiga. Marilyn Monroe”. A la ma­
ñana siguiente me descompuse y vomité sangre. ¡Qué idiota
fui! Mientras escribía los autógrafos me empecé a marear, no
soportaba el olor. ¡No sabés qué mal huelen estos chinos! Es
un olor repugnante, como de pescado podrido. ¡Y si les vie­
ras los dientes! Son totalmente marrones, deben tener miles
de caries; tiempo después ellos mismos admitieron que nun­
ca se cepillan los dientes, apenas se hacen un buche con las
hojas de té del desayuno. Pensar que el remilgado de Lawren-
ce Olivier una vez me dijo que mis dientes salían algo amari­
llos en las tomas y me aconsejó que los blanqueara con bicar­
bonato y limón. En fin, tenía que haberme dado cuenta de
que los chinos eran malos solamente con olerlos. Es una ver­
dad muy sencilla: los malos huelen mal. Por ejemplo el dia­
blo, D rácula... ¡No te rías! ¿Me servirías un poco más de
champagne? Gracias.
Estábamos en la cama, descalzos, sentados sobre una col­
cha de satén, entre almohadones con puntillas y tigres de pe-
luche, hacía un calor sofocante. Yo estaba apoyado contra la
pared y la abrazaba, sentía la tibieza de la espalda de Marilyn
contra mi pecho; nuestras caras apuntaban al frente, hacia una
pared cubierta por máscaras de alfarería y un gran calendario

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azteca. Se había quitado el camisón y se había puesto una ca­


misa de hombre enorme, casi de mi talla. “En casa duermo
con camisas de Arthur, me parece más sexy, como en las pelí­
culas.” La cabellera rubia de Marilyn cubría mi brazo y su me­
jilla descansaba sobre mi hombro; mientras hablaba yo la es­
piaba de costado, parecía una nena con las pestañas postizas
de la mamá. Tomábamos champagne Cháteau Lafite en vasos
de papel encerado. Cada tanto Marilyn apuraba una píldora
somnífera con un sorbo de champagne, ya iba por la quinta o
la sexta. “No sabés cómo me trastorna no poder dormir, a ve­
ces pincho las cápsulas con un alfiler para que me hagan efec­
to más rápido.” Me encantaba tenerla abrazada, me sentía tan
emocionado; pero a la vez me mortificaba lo que me estaba
contando, comprendía que Marilyn sufría mucho. El mismo
momento era glorioso para mí y espantoso para ella; el m un­
do es muy extraño.
-E sa fue la primera vez que los vi. A la tarde fui a mi mé­
dico y, como siempre, dijo que me encontraba muy nerviosa.
Me parece que no me creyó que había vomitado sangre, su­
pongo que eso no encajaba con mi diagnóstico. Comentó
que se iba a comunicar con el doctor Hyman Engelbert, uno
de mis psiquiatras, para hablar de la medicación. Los chinos
volvieron esa misma noche, le dijeron a Eunice que querían
hacerme un regalo y ella los dejó pasar. ¡Eunice, que no deja
entrar ni a mis amigos! Para colmo anunció que se sentía in­
dispuesta, se fue a su habitación y me dejó a solas con ellos.
Insólito, abandonada por mi ama de llaves en compañía de
seis hombres desconocidos. Después comprendí que Eunice
había intuido algo y estaba asustada. Traían unas zapatillas
chinas. Unas zapatillas muy chiquitas, primorosas, de seda de
muchos colores, bordadas por todas partes, incluso las suelas
eran de seda y estaban bordadas. Me pidieron que me las p r

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siera. Con sólo verlas me di cuenta de que no me entrarían


de ningún modo, pero igual lo intenté. Pensé que las zapati-
ilicas eran un adorno para una repisa y que los chinos me es­
taban haciendo una broma. Eso me molestó, me puse seria y
les dije: “parece que no soy Cenicienta”. Entonces los chinos
empezaron a reírse, se reían a las carcajadas y me llamaban
“pies de pato”, “demonio de pies de hombre”; en inglés, bien
claro, para que entendiera sus insultos. Chinos imbéciles, los
malditos se burlaban de mis pies. Les tiré las zapatillas por la
cabeza y se rieron con más ganas. Estaba por llamar a la po­
licía cuando de repente uno de ellos se acercó, me sentó de
un empujón y se puso a manosearme los pies. Me miraba fi­
jo a los ojos mientras me acariciaba los pies desnudos, des­
pués se llevó mis deditos a los labios, el muy cochino, y em­
pezó a besarlos, y seguía mirándome a los ojos, los besaba
dedo por dedo y yo no podía reaccionar. No sé qué me pasa­
ba, no sé si estaba hipnotizada o paralizada por el miedo, no
podía gritar, ni llamar a Eunice, ni nada. Después vino otro
chino y empezó a acariciarme el pelo, con esas manos trans­
piradas, con olor a pescado. No me hacían daño físico, pero
estaba dura de miedo, me estaban matando. Cerré los ojos y
traté de imaginar que me acariciaba Arthur. Pero a los chinos
no les gustó que cerrara los ojos, me ordenaron que los abrie­
ra y, como tardaba en obedecerles, me dieron una cachetada;
los abrí. Habían apagado las luces, la sala estaba a oscuras
y los seis chinos estaban parados mirándome. Sus pupilas bri­
llaban en la oscuridad, con un brillo rojizo, como los ojos de
los gatos. Me desmayé del susto.
Marilyn suspiró, lloriqueó un momento y luego continuó:
-Amanecí en el mismo sillón, fui al baño y me estudié
en el espejo. Me dolían las articulaciones, como cuando ten­
go gripe, noté que las arrugas alrededor de mis ojos se habían

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profundizado, tenía toda la cara agrietada. También me des­


cubrí unas manchas blancas en el vientre, las sentí calientes y
blancas, como quemaduras de lavandina. No me hablan vio­
lado, examiné mis órganos con cuidado, tengo cierta expe­
riencia, me hicieron tantas porquerías en la vida... Salí a la
calle y allí había un chino apoyado contra un auto, fumando
un cigarrillo. Era uno de los calvos, tres de ellos son calvos,
usaba un sombrero Panamá, me saludó llevándose los dedos
al ala del sombrero. Pensé llamar a la policía, pero no se me
ocurrió qué decirles. Me preguntarían por qué los dejé entrar,
quiénes eran, cómo actuaban. Todo el asunto sonaba u n ra­
ro, supondrían que se trataba de una maniobra publicita­
ria. Volví a casa. Decidí pedirle ayuda directamente a Bobby
Kennedy. Le hablé por teléfono y arreglamos una entrevista
en el Departamento de Justicia, Bobby era realmente podero­
so. Volé a Washington esa misma tarde. Viajé de incógnito;
esta vez con una peluca entrecana, anteojos negros y un ves­
tido suelto que me hace parecer gorda.
"Para mí ir a Washington es muy conmovedor. Me trae
nostalgias de las buenas épocas, de cuando fue el problema de
A rthur con el Comité de Actividades Antinorteamericanas.
Claro, vos sos muy joven, quizá ni te enteraste de lo que pa­
só. El senador Francis Walter citó a A rthur para interrogarlo
acerca de sus conexiones con el Partido Comunista, y Arthur
le hizo una jugada maestra: a la salida del interrogatorio de­
claró en conferencia de prensa que se casaba conmigo. Hasta
ese momento no me lo había pedido a solas, me enteré cuan­
do los periodistas me llamaron para que confirmara la noticia.
Fue un golpe teatral: un hombre no puede ser tan malo si se
casa con la “Novia de América”. No se puede atacar el amor
en la prensa; hasta el estúpido senador Walter lo comprendió.
Para mf fue tan lindo que Arthur anunciara nuestro casamien­

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to, fue uno de los momentos más felices de mi vida, estaba tan
enamorada... y bueno, ese tiempo terminó. Pero ya no estoy
triste: ahora estoy enamorada del Presidente. No te esperabas
semejante noticia, ¿no? Nadie lo sabe. Te pido la máxima dis­
creción, por favor no se lo cuentes ni a tu mejor amigo; es co­
mo un secreto de Estado. Hay gente que nos podría hacer
muchísimo daño si se enterara, sobre todo a John. ¡Al fin te­
nemos un presidente joven y buen mozo! ¿No te parece que
John es terriblemente atractivo? Ah, ¡cómo amo a ese hombre!
”En el avión rumbo a Washington estaba preocupada;
tuve miedo de que Bobby me tomara por loca. Misteriosas le­
siones en la piel, arrugas repentinas, merodeadores chinos de
pupilas rojas y fosforescentes. Yo estoy en tratamiento psi­
quiátrico, ya una vez me internaron en una clínica. No que­
ría estropear mi relación con John; no quería que Bobby le
dijera: ‘John, anteayer vino a verme Marilyn. Me contó una
historia delirante. Dice que la persiguen unos chinos, que la
tienen dominada. Pobre chica, cada día está más loca’. Pensé
en volver en el primer avión sin visitarlo. Comencé a dudar.
¿Realmente había visto las pupilas brillar en la oscuridad?
¿No habría sido mi imaginación? ¿No habría sido todo un
mal sueño?
”Bobby me atendió de inmediato. Me recibió en mangas
de camisa, corbata roja y radiante sonrisa Kennedy. Él tam­
bién es muy buen mozo; somos amantes esporádicos. Trató de
besarme y lo rechacé. Bobby siempre está con ganas y yo to­
da la vida pensé que el sexo no trae cáncer; pero, si algunas ve­
ces me acosté con Bobby, fue para darle celos a John. Ahora
estoy arrepentida, me parece que fue contraproducente; desde
entonces John rara vez contesta mis llamadas telefónicas y
cuando hablamos me trata con una especie de cortesía distan­
te. De todas formas, no sé si se alejó porque me acosté con

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Bobby, o si John ya había perdido el interés en mí y me rega­


ló a su hermano menor. Estos Kennedy son increíbles, el pa­
dre es el peor de todos; les gustan demasiado las mujeres y se
las pasan de uno a otro: del viejo Joe a John, de John a Bobby,
de Bobby a Ted y así. Para ellos las mujeres debemos ser co­
mo ropa vieja: el hermano mayor le pasa al menor la ropa que
ya no le entra. Una noche John me dijo que estaba enamora­
do de mis piernas; elogió los músculos de mis pantorrillas. ¿Te
das cuenta? ¡Los músculos! Estaba enamorado de un pedazo
de mi carne. Con ellos es difícil ser alguien, a lo sumo una
consigue ser algo. Pero justamente esta es mi debilidad: soy
una de esas mujeres que piensan que algo es mejor que nada.
Por eso todas mis protestas son inútiles: igual lo amo. No sé
por qué lo amo tanto. ¡Qué idiota soy! ¡Y los hombres son tan
estúpidos! Una se pasa la vida enseñándoles...
En ese punto Marilyn exhaló violentamente y me miró
con una semisonrisa avergonzada.
-Perdonám e, estoy muy enojada con los Kennedy, y aún
más enojada conmigo misma. Esto me pasa por enamorarme
de una persona egoísta. Pero, ¡qué desgracia! No lo puedo evi­
tar. Me conozco: seguramente voy a seguir insistiendo. Aho­
ra con el problema de los chinos estoy un poco desanimada,
pero, apenas lo solucione, no voy a parar hasta casarme con
John. No entiendo cómo sigue con esa zorra presumida de
Jackie. Esa mujer es una muestrario de buenos modales, pero
no tiene alma. Bueno, basta, te voy a seguir contando mi vi­
sita a Washington.
”Bobby me dijo que no convenía que conversáramos en
su despacho; me explicó que, aunque lo inspeccionaban todos
los días, nunca estaba seguro de que no hubiera micrófonos.
Paseamos por el parque entre ardillas y guardaespaldas; char­
lamos mientras yo les echaba patatas fritas a las ardillas y be-

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sitos a los guardaespaldas. Cuando le conté lo que me estaba


sucediendo Bobby no se asombró en lo absoluto. Dijo que no
me podía dar demasiadas explicaciones porque se trataba de
un caso de espionaje y debía mantenerse en secreto. ‘Es un
enojoso incidente internacional’, resopló. Me quedé boquia­
bierta. ‘Pero, ¿cómo puede ser que seis espías japoneses se pa­
seen a sus anchas por nuestro territorio?’, protesté. ‘¿Tan mal
anda nuestro sistema de seguridad?’ Bobby insistió en que era
un asunto secreto, pero después se apiadó de mí y me contó
algunas cosas. Me aclaró que no eran japoneses sino agentes
de China Comunista, que se habían infiltrado por un error de
la CIA. ‘Los chinos engañaron a la CIA, les vendieron una ope­
ración que llamaron Proyecto Chimpansex; no entiendo có­
mo nuestros hombres pudieron tragarse semejante embuste.’
Por lo poco que me contó, la operación me pareció totalmen­
te chiflada, una idea descabellada. Yo le pregunté: ‘¿Todas las
operaciones de la CIA son tan extrañas?’ ‘No sé, supongo que
no. No es mi área’, me contestó Bobby con fastidio. Lo noté
preocupado. Terminó diciéndome que me quedara tranquila,
que ahora el caso estaba en manos de la International Security
División, el departamento de contraespionaje del FBI. Me re­
comendó que me mantuviera alejada de los chinos, eran muy
peligrosos. ¡Como si yo no lo supiera! Agregó que se iba a en­
cargar personalmente, de ordenar que reforzaran el cerco en la
zona de Los Angeles. Después hablamos un rato de banalida­
des, de nuestras mutuas carreras; prometió visitarme y todavía
lo espero. Aunque Bobby estuvo muy amable, todo el tiempo
tuve la sensación de que quería deshacerse de mí. Me pidió
que no me quitara la peluca y los anteojos. Como si descon­
fiara de sus guardaespaldas, tal vez temía que fueran infor­
mantes del FBI. Edgar J. Hoover odia a los Kennedy, se co­
menta que los espía con micrófonos, dicen que a mí también

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me espía. Quiere usar mi relación con ellos para envolverlos


en un escándalo. Justamente, después me llevaron al cuartel
del FBI para interrogarme acerca de los chinos y dibujar retra­
tos hablados. Puras formalidades. Para qué pueden servir esos
retratos sólo Dios lo sabe, para mí todos los chinos son igua­
les. Además, como te decía, creo que lamentablemente Bobby
no tiene ninguna influencia en el FBI. Los Kennedy no se sien­
ten lo bastante fuertes como para despedir a Hoover; hasta te
diría que le temen, Hoover tiene demasiada información. Por
supuesto, el director del FBI no puede desobedecer abierta­
mente al fiscal general, pero se va a demorar mucho en cum­
plir las órdenes de Bobby. Estoy desprotegida, ya perdí las es­
peranzas de recibir ayuda de ellos.
”A1 día siguiente volví a Los Angeles, a la tarde salí a re­
correr galerías de arte y, cuando entraba a mi casa, los vi en el
jardín. No sé cómo lo hacen, pero dominan mi voluntad por
completo, debe ser porque les tengo mucho miedo. Los dejé
pasar y fuimos a mi dormitorio. Noté que eran muy maledu­
cados, se comportaban como delincuentes juveniles; uno de
ellos escupía en el piso y parece que eso le resultaba muy gra­
cioso porque se desternillaba de risa. Esa noche me tiraron so­
bre la cama y me sujetaron las manos contra el colchón. Sen­
tí pánico, pensé que iba a ser víctima de una violación en
pandilla; pero no, lo único que les interesaba eran mis pies.
Me doblaron los dedos sobre la planta del pie, en forma de ga­
rra, me los vendaron y después me los envolvieron muy fuer­
te en una tira de cuero; al final, me obligaron a incorporarme.
Me dolió tanto pararme sobre los pies encorvados, que caí so­
bre la mesita de luz, por suerte ahí guardo mi revólver. De ro­
dillas, los amenacé con el revólver. Avancé hacia ellos gatean­
do sobre las rodillas y una mano, con el revólver en alto, y los
eché de la casa. Bueno, en realidad se fueron porque se les dio

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la gana. Verme gatear les daba risa, oí sus risotadas a todo lo


largo de las escaleras hasta que salieron por el frente. No les
disparé porque no soy una persona violenta, nunca le disparé
a nadie, no podría hacerlo. Si hay algo que detesto en el m un­
do es que se mate a alguien; pero ahora estoy arrepentida: ten­
dría que haberlos matado.
"Así fueron mis primeras noches con los chinos, después
sus caprichos cambiaron: ya no les interesan mis pies, ahora
únicamente les gusta mirarme. Al principio intenté seducir­
los, para controlar un poco la situación, pero el sexo normal
no les atrae, se burlaban de mis insinuaciones. Si me muevo
mucho me pegan una bofetada, les molesta que me mueva. Se
sientan y me miran, en completo silencio. Me defiendo con
los sedantes, ya no les importa que me duerma. Me despierto
y los descubro mirándome, quietos como lagartos de La Flo­
rida. Yo también me tengo que quedar quieta, es un estado de
tensión insoportable, cuando no aguanto más, me echo un
puñado de píldoras en la boca y trato de olvidarme de ellos.
Mi amiga Jeanne Carmen tiene una bolsita de cuero llena de
toda clase de tranquilizantes, con ella jugábamos a la ruleta
rusa: sacábamos pastillas de la bolsa y las tomábamos a ciegas.
La semana pasada Eunice no pudo despertarme; me dijo que
si volvía a encontrarme inconsciente llamaría al Equipo de
Prevención del Suicidio. Pegó el número de teléfono en la
puerta de la heladera y guarda un tubo de oxígeno en su cuar­
to. Una vez vi por la ventana el reflejo de las luces giratorias
de un auto patrulla, me deshice de los chinos y salí corriendo
y agitando los brazos. Cuando los policías entraron ya habían
desaparecido. En otra ocasión llamé a la policía apenas los di­
visé acercándose por la calle. Los oficiales acudieron de inme­
diato; les encanta verme en persona, estoy segura de que se pe­
lean por venir. Cuando les conté lo que sucedía, organizaron

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una batida por el barrio con más de cien agentes, perros y un


helicóptero. Perturbaron la tranquilidad, pisotearon los jardi­
nes, desde entonces mis vecinos me odian. Por supuesto no
hallaron ni la menor señal de los chinos. Ahora todos están se­
guros de que soy una loca perdida. A veces Bobby Kennedy
me llama para averiguar si me siguen molestando, dice que no
entiende por qué el FBI tarda tanto en capturarlos. Ya no pue­
do confiar en nadie. Sé que ningún hombre va a poder salvar­
me de los chinos. Lo peor son las arrugas y las quemaduras -se
quitó la camisa y quedó desnuda, no usaba ropa interior, me
mostró el vientre-. ¡Mirá lo que me hicieron! Estoy toda mar­
cada -sollozó-, y acá también -agregó, llevándose los dedos a
la comisura de los ojos-, mirá las patas de gallo. ¡Me arruina­
ron toda!
Su desnudez me dejó deslumbrado. No sólo estaba her­
mosísima, simplemente era Marilyn. Sin prestar atención a mi
aturdimiento, comenzó a estirarse la piel del vientre con los
dedos para mostrarme las lesiones. Por más que la examiné
detenidamente no descubrí nada. Lo único que noté es que
estaba un poco más gorda que en las películas. Marilyn siguió
llorando un largo rato. Al fin, con una sonrisa triste dijo:
-Lloro tanto que se me paspan las mejillas. Un amigo
muy querido se burlaba de mí, decía: “Las mujeres y los niños
lloran con facilidad porque sus cerebros no están del todo de­
sarrollados”. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si ese amigo
me quería tanto.
Me tomó la mano y apoyó su mejilla en ella.
-N o te molesta que me haya desnudado, ¿no? A mí me
resulta tan natural... lo hice toda la vida -d ijo con gesto mi­
m oso-. Nunca uso ropa interior, la piel tiene poros, necesita
respirar. Algunos se escandalizan, pero yo sé que esos son jus­
tamente los que más lo gozan.

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Luego, de golpe se dio vuelta en la cama y, como los ni­
ños cuando tienen sueño, se quedó con los ojos fijos en un
punto del espacio, lentamente fue cerrando los ojos y se dur­
mió. Yo estaba atontado. Ya me resultaba muy difícil aceptar
que Marilyn fuera una persona real y estuviera durmiendo
desnuda a mi lado, lo de los chinos superaba por completo mi
posibilidad de comprensión. En realidad ni me interesaba, sin
detenerme a pensarlo demasiado lo consideré un disparate. Lo
que sí me interesaba eran los pechos, las nalgas y las piernas
blancas de Marilyn. Aunque estaba muy excitado me propuse
no tocarla, me alejé de su cuerpo todo lo que pude. En ver­
dad, no me animaba a tocarla, todavía no había tenido mi pri­
mera eyaculación. La espié levantando la sábana, ella estornu­
dó y me apuré a cubrirla. Marilyn me tom ó por la muñeca y
se tapó con mi brazo. Comencé a acariciarle suavemente el
hombro con mi mano libre, entretanto pensaba: “No puede
ser, esta mujer es Marilyn Monroe”. Me quedé mirándola y
mirándola, mientras soportaba el suplicio de mi pene erecto
presionando contra la tela del pantalón. Al fin, absurdamen­
te, yo también me quedé dormido.

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-IV-
M i entra/la al mundo de la inteligencia

Así fue como Marilyn me contó las maldades de los chi­


nos, en aquella calurosa noche de agosto de 1962, cuando só­
lo le quedaban tres días de vida. Y, mientras la escuchaba su­
surrando aterrorizada, en la oscuridad, yo iba comprendiendo
cómo funcionaba verdaderamente el mundo. Más tarde Ma­
rilyn se suicidó. Su suicidio me golpeó de un modo diferente
que el de mi madre; pero la suma de las dos muertes me dejó
desquiciado. Todas las mujeres que quería se mataban. Enlo­
quecí en silencio -siempre fui bastante reservado-, sencilla­
mente dejó de interesarme la realidad. Pasé un par de años vi­
viendo como un autómata; de día asistía a clase y de noche
repartía comida mexicana. Solía pasar una y otra vez frente a
la casa de la calle Fifth Helena, poseído por la melancolía del
enamorado que vuelve al lugar en el que fue feliz. Además de
mi pena únicamente sentía una profunda apatía, sólo me im­
portaba lo que tenía que ver con Marilyn. Me obsesionaba la
¡dea de averiguar quiénes habían sido los chinos que la habían
atormentado y cómo habían llegado hasta ella. Marilyn me
había contado que la CIA había estado involucrada en una
operación con China Comunista que, según Robert Kennedy,
llamaban Proyecto Chimpansex. Cierto día decidí cortar con
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todo e ingresar a la CIA. Tenía dieciocho años y había termi­


nado la escuela, le pedí a mi padre que me costeara una carre­
ra universitaria. Él refunfuñó y protestó, pero al final estuvo
de acuerdo.
Me inscribí en la Universidad de San Diego, California.
Aunque me interesaba más estudiar medicina, me matriculé
en derecho, supuse que sería una forma más directa de acceso
a la CLA. Durante el primer año obtuve las mejores calificacio­
nes de mi promoción y me convertí en miembro activo de
The Brave Rangers, un grupo promilitarista. Mantenía con­
versaciones con uno de los ideólogos del grupo, un profesor
de Derecho Internacional que provenía de una antigua fami­
lia de la Costa Oeste con una larga tradición en la Marina.
Mucho antes de lo que imaginaba mi estrategia dio sus frutos:
un ejecutivo de la CIA vino a invitarme a participar de un pro­
grama de entrenamiento secreto para formar oficiales. Para di­
simular mi entusiasmo le respondí que prefería continuar con
mi carrera. El reclutador poseía cierta información sobre mí,
por ejemplo estaba al tanto del enorme esfuerzo que realizaba
mi padre para sostener mis estudios. También sabía algo que
yo ignoraba: que, a pesar de mis calificaciones, no me iban a
otorgar la beca que había solicitado para cursar el segundo
año. Al fin me convenció con la promesa de que si participa­
ba en el programa JO T (Entrenamiento de Oficiales Júnior)
podría reemplazar el servicio militar -q u e aún no había cum­
plido- por un curso en la Marina o en la Fuerza Aérea bajo el
control de la CIA.
Desde ese momento durante años no tuve residencia es­
table, me acostumbré a vivir en los cuarteles de la CIA y de la
Fuerza Aérea; solía volver a casa para estar con mi padre úni­
camente en Navidad. Al principio, como aspirante al progra­
ma JO T , me mudé a Washington, al cuartel Quarters Eye, cer­

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ca del río Potomac. Allí me entrevistaron médicos y psicólo­


gos; al parecer examinaban mi salud, pero más bien trataban
de dilucidar si yo reunía las cualidades de un oficial de inteli­
gencia. (Entre nosotros no nos llamábamos espías, sino oficia­
les de inteligencia; espías eran los otros, el enemigo, por eso se
decía contraespionaje.) Luego debí esperar seis meses hasta
que se completara mi certificación de seguridad de anteceden­
tes. Entretanto me interrogaron varias veces bajo detector de
mentiras. Conectado al detector por tubos y cables sujetos al
pecho,.a un brazo y a una mano, debía responder por sí o por
no a preguntas del estilo de: ¿Completó los datos de su solici­
tud de ingreso con honestidad? ¿Alguna vez fue comunista?
¿Alguna vez fue miembro de alguna de las organizaciones sub­
versivas que figuran en la lista de la Procuraduría General de
la Nación? ¿Trabajó para algún servicio de inteligencia de un
país comunista? ¿Ha tenido relaciones homosexuales? ¿Ha
probado drogas? Aunque el clima de los interrogatorios era
m uy solemne, en una ocasión no pude evitar hacer una bro­
ma: le dije a mi examinador que era demasiado joven para ha­
ber hecho tantas cosas. Como respuesta recibí un gruñido, no
pude ver su cara, el examinador estaba a mis espaldas. Por fin
llegó el resultado de la investigación de seguridad de antece­
dentes; estaba limpio, en condiciones de pertenecer a la CIA.
El paso siguiente fue cursar el programa militar. Me asig­
naron a la Escuela de Oficiales de la base de la Fuerza Aérea
de Lackland, en San Antonio, Texas; allí fui tratado como un
recluta común. Entre otras cosas en Lackland tenía que apren­
der a vivir encubierto, aunque en mi documento figuraba una
triple X entre paréntesis a continuación de mi nombre -era la
contraseña que la Fuerza Aérea usaba para identificar a los as­
pirantes de la C IA -, nadie debía conocer mi conexión con la
agencia. Si mis compañeros descubrían mi secreto, la CIA me

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habría expulsado del programa JO T . Cuando egresé del curso


de la Fuerza Aérea me trasladaron a Camp Peary, el cuartel ge­
neral de la CIA en Virginia, recién entonces comenzó mi ver­
dadero entrenamiento. Al fin, luego de tres largos años, termi­
né el programa JO T y me gradué como oficial júnior; estaba
terriblemente ansioso por ver qué había en los archivos acerca
del Proyecto Chimpansex.
Pedí ser destinado a la ISO (Oficina de Seguridad Inte­
rior), el mejor lugar dentro de la agencia para hacer preguntas
sin despertar suspicacias. La Oficina de Seguridad Interior se
ocupaba de tareas de contrainteligencia; básicamente de im­
pedir la penetración de agentes de servicios enemigos y de in­
vestigar descuidos en el manejo de la información clasificada.
Para ello podíamos interrogar a cualquier miembro de la CIA
empleando el detector de mentiras, teníamos acceso a casi to­
dos los archivos e incluso estábamos autorizados a salvar el es­
collo de la compartimentación que protege la información. Al
principio me asignaron al estudio de proyectos abandonados
y al análisis de las causas de su fracaso. Aunque el material lle­
vaba el rótulo de “archivo secreto”, la mayor parte ya había
perdido vigencia; se consideraba que esta tarea era una mera
continuación del adiestramiento. A pesar de ello, la encaré
con tanto empeño, que pronto descubrí el origen de la fuga
de información que había convertido el diseño secreto de un
submarino atómico en un juguete a batería de 19,70 dólares
-incluido impuesto-. Por mi aplicación al trabajo mis colegas
me tenían cierta desconfianza: dentro de la CIA una acusación
de alta traición, aunque no fuera debidamente probada, “con­
gelaba” al oficial sospechoso hasta que pudiera demostrar su
inocencia. De todas maneras, estaba muy limitado. Aunque,
en general, nadie se negaba a contestar a mis preguntas sobre
cualquier tema, cuando me refería al Proyecto Chimpansex

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me dedicaban una mueca irónica, sobre todo los oficiales bi-


soños; les sonaba demasiado increíble, algunos sospechaban
que nunca había existido, lo interpretaban como una burla de
los oficiales superiores (no deben olvidar que el temor más co­
m ún entre los que trabajamos en inteligencia es el de pasar
por idiotas). El Chimpansex se había transformado en un tí­
pico ejemplo de diamante callejero; en la jerga de la CIA, una
información valiosa que se echa a rodar sin cuidado porque la
protege su condición de inverosimilitud. (Nadie cree que se
pueda encontrar un diamante tirado en la calle.)
Pasé mucho tiempo sin hacer ningún avance. Me queda­
ba después de hora revisando los archivos a escondidas; no ha­
llé rastros del Chimpansex, ni de Marilyn y mucho menos de
la secta china Los silenciosos. Agoté todas las combinaciones
posibles -tam bién algunas de las imposibles-. Traté de inte­
rrogar a los analistas de información depurada expertos en
China, pero se negaban a responder y yo no gozaba de poder
suficiente para persuadirlos. Harto de mis búsquedas infruc­
tuosas, cometí la imprudencia de solicitar una entrevista con
Robert Kennedy. Aclaré que mi gestión era de carácter extra­
oficial, pero Kennedy no sólo no aceptó recibirme, sino que
además amenazó con presentar una queja formal contra la
agencia bajo el cargo de hostigamiento. Casi me cuesta la ca­
rrera. En los momentos de desaliento dudaba del relato de
Marilyn. Recordaba que en realidad ella estaba bastante per­
turbada: no había podido asistir al set a filmar su última pelí­
cula y la Fox le había rescindido el contrato, estaba sola, en­
vejecía. .. Q ue un grupo de seis chinos, admiradores fanáticos,
se apostaran cada noche frente a su casa podía atemorizarla,
pero eso no significaba que la lastimaran. Yo había visto a los
chinos con mis propios ojos, pero no los había visto en acción.
Estaba a punto de darme por vencido cuando cierto día,

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en el comedor, mientras esperaba en fila con una bandeja en


la mano a que me sirvieran el almuerzo, oí una conversación
entre dos oficiales del Departamento Legal; hablaban de un
sumario iniciado contra un tal Jerry Almada. El nombre me
sonaba familiar. Marilyn me había dicho que el Chimpansex
había sido planeado en Lima, Perú, en 1960, por eso uno de
mis primeros pasos fue consultar las listas de personal de la es­
tación de la CIA en Lima, ahí vi ese nombre. Por desgracia, to­
dos los efectivos de esa sucursal habían sido dados de baja en
la misma fecha, en julio del ’62, un mes antes de la muerte de
Marilyn. Habían sido reubicados en compañías aéreas subsi­
diarias de la CIA, sus destinos me resultaron imposibles de ras­
trear. Q ue los directores despidieran la dotación completa de
una sucursal era una medida inusitada, pero en ese momento
yo no contaba con información como para relacionar los des­
pidos con el fracaso del Chimpansex. Entre sonrisitas cómpli­
ces, los abogados del Departamento Legal me contaron que
Jerry Almada, el oficial técnico de la estación de Lima, tenía
pendiente un sumario por usar cámaras y rollos, propiedad de
la CIA, para filmar películas pornográficas. Con lo que obtenía
de la venta de las películas se compraba cocaína. Jerry Alma-
da estaba en Camp Peary esperando que lo juzgaran.
N o fue difícil dar con él; yo no estaba autorizado para
interrogarlo, pero Almada aceptó reunirse conmigo fuera del
cuartel. Su situación era m uy comprometida, parecía con­
tento de poder colaborar, sin duda estaba desesperado por
ganarse amigos que terciaran en su favor. Almada era un
puertorriqueño aindiado, de nariz rojiza y siempre húmeda.
A pesar de que, por sus años de cocainómano, temblaba co­
mo un chihuahua recién electrocutado, según su hoja de ser­
vicios era un verdadero experto de la División de Servicios
Técnicos: cerrajero, diestro en audio, en líneas telefónicas,

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en fotografía y apertura de cartas. Se había fracturado una
clavícula durante el entrenamiento y había aprovechado su
convalecencia para asistir a toda clase de cursos técnicos. H a­
bía viajado a Lima en el ’58 con una pesadísima carga de
equipo que incluía cien kilos de llaves de encendido de auto,
correspondientes a cada modelo de Ford, General Motors y
Chrysler fabricado desde 1930 hasta ese momento.
Él me transmitió valiosa información sobre las activida­
des de la CIA en Lima, entre el ’58 y el ’62; pero lo más im­
portante para mí fue que Almada me reveló la existencia de
Christopher Toy, el creador del Proyecto Chimpansex. Poco
tiempo más tarde, por una afortunada coincidencia pudo pre­
sentármelo. Christopher Toy era un joven poeta ciego y ho­
mosexual, desde hacía años vivía en Camp Peary. Jamás hu­
biera imaginado que el autor del Chimpansex estaba tan
cerca, más aún, me parecía increíble que ese hombre, que ni
siquiera era oficial de la CIA, lo hubiera planeado. Con el co­
rrer del tiempo nos hicimos amigos, después de innumerables
charlas pude reconstruir la historia. La recibí tal como la
cuento, me limité a ordenarla cronológicamente. Siempre
pensé que en su relato existían claves que escapaban a mi com­
prensión, por eso, para comunicar una figura lo más comple­
ta posible de la verdad, decidí seguir las ramificaciones del
material sin omitir ningún detalle.

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-V -
Encuentro en el Hybrid Monkey Cafe

La conspiración de los chinos que forzaron a Marilyn a


suicidarse comenzó con una historia de amor entre dos poe­
tas homosexuales. Puede sonar raro, pero los responsables de
que los chinos penetraran en los Estados Unidos fueron dos
poetas beat: Jay Lerer y Christopher Toy. Se conocieron en el
Hybrid Monkey Cafe, un bar gay de San Francisco, a fines
del ’56, seis años antes de la muerte de Marilyn.
Jay Lerer -d e cincuenta y tres años, un bebé momifica­
do con hinchada panza de alcohólico, mirada de lechuza y
nariz corva como un pico- paraba allí todas las noches. Cier­
ta vez disertaba para sus amigos acerca de la criptopoesía de
Hermán Melville, cuando Christopher Toy irrumpió en su
mesa. Sin aviso ni presentación le entregó -podríam os decir
le im puso- sus poemas. Christopher Toy tenía entonces die­
cisiete años. Después de hojearlos, Lerer opinó que se trataba
de “un chisporroteo pretencioso de palabras huecas”. El joven
Toy, seducido por la robusta personalidad de su crítico, le ala­
bó la dentadura. El experimentado Lerer replicó que eran to­
dos postizos: fundas de porcelana montadas sobre el m uñón
de los dientes originales. Se enamoraron.
Jay Lerer tenía un particular concepto del amor. Decía
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que el sexo en los varones es como orinar: primero viene la ten­


sión y después el alivio en la descarga a chorros. Por eso con­
venció a Christopher de que practicaran la homosexualidad
sublime, según Lerer, una amistad sólo posible entre poetas.
Interpretaba el amor como un intento de comprensión ilimi­
tada. “El amor más profundo es el de las palabras. La precisión
de las palabras es lo que nos permite expresar nuestra singula­
ridad, ser únicos para alguien”, predicaba Jay Lerer. Su tem­
planza era tal que de hecho no mantenían relaciones sexuales;
amigos castos, dormían desnudos pero retenían el semen. Per­
seguían un sexo liberado del lastre de los cuerpos. Dejaron de
comer, adelgazaron, se paseaban convertidos en altos esquele­
tos de pelo largo. “Estoy cansado de ser animal”, decía Jay Le­
rer. “Hace demasiado tiempo que no obtengo ninguna satis­
facción, por eso lucho contra mi cuerpo. El cuerpo es una cosa
gastada, exprimida. Estoy harto de tener que inventarme ape­
titos y caprichos nuevos. El cuerpo es un animal. Mejor negar­
nos a sus demandas, mejor dejar de jadear como perros calien­
tes con el miembro colorado y húmedo.”
Antes de conocer a Christopher Toy, Lerer vivía muy mal
(por lo menos eso me contó Christopher en alguna de nues­
tras charlas). Se pasaba el día entero alucinado y triste espe­
rando que algún amigo viniera a visitarlo. A veces usaba la co­
mida como una droga. Saciado hasta el punto de no poder
moverse, se acostaba a digerir con el cerebro embotado; como
un morfinómano le daba la espalda al mundo. Lerer se lamen­
taba: “Ya probé todo, y el problema no es haber probado to­
do, sino no haber encontrado nada que a uno le guste”. Tenía
en aquel período un enamorado, Mick, para quien no existía
otra cosa que el sexo; no valían la amistad, ni la charla, ni el
arte. A Lerer le impresionaban las cicatrices de la sífilis anal de
su joven amigo; aunque Mick tenía el alta médica Lerer des­

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confiaba, nunca terminó de aceptarlo. Mick argumentaba que


el matrimonio heterosexual impone demasiados deberes: hi­
jos, herencia, apellido, ley, dinero. “Es una organización con
mil ganchos de los cuales no puedes desprenderte nunca ja­
más, una cárcel”, decía Mick; “en cambio la homosexualidad
es libre, es sólo sexo, puro sexo.” Mick se consumía en la bús­
queda de nuevos compañeros eróticos, era partidario de la
promiscuidad a ciegas, militaba en la agrupación Trapos ca­
lientes.
Durante una temporada también Jay Lerer había tratado
de hallar la felicidad en los cuerpos. Era el único heredero de
una gran fortuna y no le molestaba pagar por sus placeres,
siempre estaba rodeado de fisicoculturistas. Había vivido con
Mister Magro 1952, el hombre con menor proporción de gra­
sa corporal —1,8% de coeficiente grasa/músculo, récord m un­
dial no batido hasta la fecha-. La extraordinaria delgadez de
su piel causaba la impresión de que lo habían desollado. Su
cuerpo parecía hecho de embutidos, como un maniquí arma­
do con grandes salchichas. Por aquellos tiempos Lerer solía
frecuentar los gimnasios, le encantaba burlarse de la vanidad
de los fisicoculturistas. Uno de ellos estaba orgulloso de que
sus pectorales fueran más grandes que su cabeza. A otro lo
atormentaba la piel, tenía un acné muy grave: en los certáme­
nes, en lugar de apreciar sus músculos, el jurado se distraía
con las pústulas. La piel se interponía en el camino de la mi­
rada. Lerer decía que los defectos atraen al ojo más que la be­
lleza.
Jay Lerer había mirado mucho. Sabía que las pupilas
grandes embellecen los ojos, por eso las damas venecianas se
ponían una gota de belladonna para dilatarse las pupilas. H a­
bía desarrollado una teoría sobre el motivo de esa ilusión de
belleza. “Los ojos funcionan como espejos”, le explicó cierta

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vez a Christopher, “las pupilas dilatadas son una señal de ex­


citación sexual: cuando vemos pupilas dilatadas creemos que
somos atractivos para esa persona, por eso mismo la persona
nos parece bella; nos excita, hace que se dilaten nuestras pro­
pias pupilas y que el otro a su vez crea que es atractivo para
uno. Este interminable espejismo es el principio fundamental
de la mecánica del amor. Y bueno... así nos va”, concluía con
una sonrisa.

La amistad con Christopher Toy alivió la infelicidad de


Lerer. Durante el otoño del ’57 vivieron en la monumental
mansión de Lerer en McCartney Boulevard. El edificio había
sido la casa matriz de un banco. Ofrecían fiestas en el salón de
atención al público; estaba revestido de mármol florentino,
con el techo a doce metros de altura, enormes ventanas góticas
y una chimenea Morgan de basalto blanco dpnde cabía cómo­
damente un hombre de pie. Utilizaban el largo mostrador con
ventanillas como barra para servir tragos. Instalaron el dormi­
torio en lo que había sido la oficina del presidente del banco.
El hombre, un aficionado a los deportes náuticos, había deco­
rado las paredes con panoplias de remos desplegados en abani­
co; lucían los colores de todos los clubes de la costa pintados
en sus palas. Jay Lerer guardaba su valiosa colección de cuadros
en la bóveda subterránea del banco. Poseía obras de Jackson
Pollock, de Andy Warhol y de Roy Lichtenstein, entre otros.
Además de su cautivante riqueza, en aquellos tiempos Jay
Lerer todavía estaba nimbado por la luz del Premio de Poesía
Bollingen de 1955. Pero Christopher me confesó que lo que
más lo deslumbraba era que su amigo había recibido la Tradi­
ción Susurrada, una transmisión amorosa semejante a la anti­
gua paideia griega. En su juventud Jay Lerer había sido aman-

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te de A rthur Williams, que había sido el niño maravilloso de


John Alian, quien, a su vez, había gozado de la adoración
de Walt W hitman. En suma, todos eran descendientes por vía
directa del dulce maestro, el viejo Walt W hitman.
Christopher Toy -tím ido, rubio y virginal, paria expulsa­
do de una familia wasp de Boston- sintió que al fin tenía un
verdadero padre. No un padre mamífero, sino un padre de la
Cultura. (“Padre biológico suena más educado”, aclaraba Le­
rer, “pero falsea los hechos, yo prefiero hablar de padre mamí­
fero. Aunque ‘mamífero’ debería aplicarse únicamente a las
madres, en rigor, no existe nada más feroz que una ‘mami’.”)
A ambos los desvelaba su genealogía masculina, desdeñaban el
origen materno, “ellas sólo conciben cuerpos”.
Según me contó Christopher Toy, también para él fue be­
néfica la relación con Lerer; mejoró su salud, pudo dejar las
anfetaminas. Había sido una ardilla chillona, con sus maneci-
tas yendo y viniendo a toda velocidad, rascándose el día ente­
ro, histérico, hablando sin parar, cuchicheando entre dientes,
tragando confites de Dexamil, Benzedrine y Purple hearts,
empujándolos hacia abajo con ouzo griego, pem od lechoso o
cualquier anís barato de California. Una ardilla acelerada, vo­
lada por el sp eed se meneaba y esponjaba la cola, “mi ardilli-
ta”, le decía Jay Lerer. Ya no necesitó prostituirse por droga.
Lerer amaba la lucidez, lo convenció de que dejara las anfeta­
minas, “por favor, antes de que te quemen la mente”.
Intercambiaban dones. Jay Lerer mamaba la fuerza mag­
nética de la sangre de Christopher. Christopher se impregnaba
de la memoria, del poder, del sabio consuelo de la madurez de
Lerer. Consuelo que siempre le hacía falta: saber que algún día
iba a morir, que su cuerpo se pudriría, que no quedaría nada
de él, lo sumía en una angustia tan dolorosa que no podía pa­
rar de llorar, a veces terminaba vomitando de miedo. Pensar en
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la muerte lo hacía sufrir de tal manera que, paradójicamente,
quería matarse para acabar con ese sufrimiento. Se conducía
como aquellas personas que, dando algo por perdido, prefieren
perderlo por propia mano. Christopher me contó que había
hecho su primer intento de suicidio a los trece años.

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-VI-
Alucinados en el Amazonas peruano

En el otoño del ’57, luego de que Jay Lerer compusiera el


extenso poema “Las sociedades satisfechas eructan”, decidie­
ron viajar a un país subdesarrollado. El comienzo del poema
decía:

Los norteamericanos consumimos el 60% de los


[recursos mundiales.
América es el parásito que devora la tierra;
América es la farmacia, el reino de la analgesia...

En verdad los tentaba repetir la historia de William Bu-


rroughs y Alien Ginsberg con el Yage. Deseaban expandir su
experiencia amorosa hasta el nivel cósmico. Esperaron unos
meses hasta que Christopher cumpliera los dieciocho años y
viajaron al Perú en busca de Ayahuasca, “la soga del ahorca­
do”, una liana alucinógena.
Volaron de Lima a Iquitos y se internaron en la región
amazónica. Después de tropezar con indios que sólo querían
sacarles dinero, de recibir una paliza a manos de unos trafican­
tes de cocaína y de contagiarse unos gusanos llamados oxiu-
rus, los poetas dieron con un pequeño poblado de indígenas

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ashaninkas en la vertiente oriental de la cordillera de los An­


des. Allí conocieron a un verdadero maestro: Voluntad de nie­
bla. Era un indio puro, hermético, curandero y vegetalista que,
además de librarlos de los gusanos que los enloquecían, los
inició en las iluminaciones y en el secreto de los árboles.
Tomaban la droga en una choza miserable, de adobe, pa­
ja y caña, blanqueada a la cal, donde apenas había lugar para
tender una lona, cerca del Ucayali, un río pedregoso y atrona­
dor. Voluntad de niebla y su compadre organizaban el ritual.
Preparaban la mezcla y le echaban unas gotas de acaroína pa­
ra desinfectarla. Silbaban durante horas sobre la superficie
mugrienta del líquido, le soplaban el humo de sus cigarros,
entonaban cánticos en lengua ashaninka y, al fin, administra­
ban la Ayahuasca a los poetas. Al principio se sentían eufóri­
cos, hablaban de la fuga a través de la luz, veían flechas de co­
lores y rayos en zigzag como en la pantalla de un televisor. Jay
Lerer alucinaba que lo atacaba una jauría de perros ciegos. Te­
nían náuseas y vomitaban bajo un árbol. Después de vomitar
descubrían más imágenes; “aparecen cuando se limpia el estó­
mago”, les explicaba Voluntad de niebla. A veces sufrían una
relajación muscular insoportable, la cabeza se les bamboleaba
fuera de control; la sentían tan pesada que para caminar de­
bían sujetársela con las manos como niños desnutridos. El
brebaje era inmundo, algunas visiones resultaban placenteras,
otras siniestras. El suelo les parecía blando, como hecho de
colchones. Desdoblado por completo, Christopher Toy se ob­
servaba a sí mismo y a Lerer, ambos temblando y sudando so­
bre el piso de tierra de la choza. Cuando se excedían en el
transporte, para contrarrestar los efectos alucinógenos de la
droga, el compadre les soplaba en las narices el humo de un
cigarro antídoto. Christopher me contó que de esa época da­
ta su poema “Carne y hueso”, que dice:
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Sueño de los huesos sin poros,


mármol rosado,
sangre de lavado de carne.
Secretas relaciones matemáticas
por detrás de lo real:
la existencia es sólo un estado de lo muerto.
Si me voy de mi cuerpo ya no podré volver.
La lluvia mezcla todo.
Si me voy de mi cuerpo ya
no podré volver.

El maestro y su ayudante también tomaban Ayahuasca.


Salivaban, eructaban, emitían vibrantes arcadas y vomitaban.
Entonaban en dialecto nativo una letanía ancestral, monóto­
na y dolorosa. A los poetas los asustaba la mirada del ojo ama­
rillo de Voluntad de niebla en estado de Ayahuasca. En cierta
ocasión, cuando todos estaban bajo los efectos de la droga,
Christopher y Lerer huyeron de la choza convencidos de que
el curandero y su ayudante querían asesinarlos. Al salir del
trance, el ayudante, animado, solía canturrear alegres valseci-
tos peruanos. Jay Lerer decía que el efecto de la droga equiva­
lía a un trip de setenta y cinco gammas de ácido lisérgico; lo
había experimentado en Harvard, cuando participó como vo­
luntario en los primeros ensayos de Timothy Leary.
En poco tiempo comenzaron a amar entrañablemente a
su maestro. Voluntad de niebla les confesó que le quedaba
un solo hijo con vida, otros tres habían muerto de desnutri­
ción y diarrea estival. N o había podido salvarlos, la pobreza
fue más poderosa que sus conocimientos de curandero. Los
poetas sospechaban que no tomaba Ayahuasca por motivos
religiosos ni para deshacer maleficios, sino por esta pena ina­
guantable. El maestro decía que el sufrimiento nos va m atan­

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do de a poco y que, aunque sigamos vivos, algunas partes de


nuestro ser ya murieron de dolor; un gusano dientudo va ro­
yendo los pedazos muertos de nuestro corazón. Christopher
pensaba que lo llamaban Voluntad de niebla porque algún
día, la tristeza lo llevaría a desaparecer confundido entre los
vapores de la selva.

La experiencia con la Ayahuasca no duró tanto como


ellos hubieran deseado. En la región existían focos de activi­
dad guerrillera de orientación maoísta. Un destacamento de la
División Selva del Ejército Peruano estableció su base de ope­
raciones cerca del poblado. Comenzaron a hostigar a los asha-
ninkas, los acusaban de colaborar con los guerrilleros. Esto era
cierto. Los indios compartían su miseria con un grupo de jó­
venes universitarios, que se habían internado en la selva y que
no hubieran podido sobrevivir sin ayuda. Entre los guerrille­
ros había un poeta de diecisiete años con quien Christopher
y Lerer mantenían largas charlas. Desde el principio, los ame­
ricanos habían vivido de acuerdo con las costumbres de los
ashaninkas. Comían monos y gallinas salvajes; papas, pláta­
nos, mandiocas y una especie de cebolla violácea y cascaruda.
Durante las celebraciones tomaban alcohol de yuca mastica­
da. Por ser ciudadanos americanos, el capitán a cargo del des­
tacamento no los molestaba, se contentaba con la versión de
que eran antropólogos; pero los soldados se burlaban de los
modos afeminados de Christopher, sobre todo cuando el poe­
ta se paseaba por la aldea con una orquídea sobre la oreja.
Cuando los soldados los interrogaban acerca de los guerrille­
ros, los indios se refugiaban en un terco mutismo. Encoleriza­
dos por el silencio de los ashaninkas, un sábado a la noche, los
soldados borrachos entraron al poblado y violaron a todas las

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mujeres y niñas que no alcanzaron a esconderse en la espesu­
ra. También hirieron y mataron a los indios que intentaron
defenderlas. Los gritos y las amenazas de Lerer y de Christop­
her, de denunciar la masacre en la prensa, cesaron cuando los
poetas recibieron varios culatazos en la cabeza. Los soldados
term inaron su obra prendiendo fuego a todas las chozas del
poblado. A la mañana siguiente, se podían ver los cadáveres de
los ashaninkas flotando en las aguas barrosas del Ucayali, va­
rios kilómetros río abajo.
El sufrimiento y la impotencia de los indios conmovieron
a los americanos. Su sistema de valores entró en crisis. Llega­
ron a la conclusión de que la verdad de la vida no pasaba por
el éxtasis místico y la comunión oceánica con el cosmos, sino
por remediar la injusticia y la miseria terrenas. Pensaron en
viajar a Lima para denunciar el genocidio, pero este acto les
pareció limitado. Decidieron emprender un camino de acción
más permanente: se convirtieron en comunistas. Christopher
decía que siempre estaría en deuda de gratitud con los asha­
ninkas, y que este sentimiento lo impulsaba a hacer algo con­
creto por los pobres.

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-VII-
Aljefe Jones le gustaba el *trabajo mojado”

Los reclutó el poeta maoísta de diecisiete años. El joven


aseguraba que moriría alguna tarde, con un arma en la mano,
entre pájaros y árboles. Lo decía con una certeza tal que a los
americanos les daba escalofríos. A pesar de admirar su nervio
poético, Jay Lerer no pudo dejar de observar con sorna: “O tro
comunista juvenil con pulóver cuello de tortuga, sacón azul
de marinero y caspa en los hombros”.
Se afiliaron al Movimiento Revolucionario Peruano (M R P),
una escisión reciente del Partido Comunista del Perú, y se ra­
dicaron en Lima. Luego de un período de adoctrinamiento
ideológico, por su dominio del español, los asignaron a tareas
de inteligencia. Comenzaron a espiar para la República Popu­
lar China. Ambos conocían varios idiomas, los consideraban
indispensables para su oficio de poetas, por su militancia se de­
dicaron a estudiar mandarín. Lerer viajaba con cierta frecuen­
cia a China, leían los libros de Mao. Su misión consistía en tra­
ducir variado tipo de documentos del español al inglés. (Los
agentes de ultramar del Servicio de Inteligencia Chino utiliza­
ban el inglés. Sus funcionarios, hijos y nietos de antiguos espías
de oficio formados durante la época colonial, habían heredado
la costumbre de comunicarse en esa lengua.) Jay Lerer y Chris-

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topher Toy recolectaban información política y militar en dia­


rios y revistas. A los chinos les interesaban los documentos pú­
blicos y económicos, pero en particular reclamaban las notas
que la CIA publicaba en la prensa negra, para atacar al bloque co­
munista. Los poetas remitían los reportes a su responsable de
equipo. El dinero para subvencionar las actividades de espiona­
je ingresaba a través de la cuenta de la agencia de noticias Nue­
va China.
En verdad la inteligencia china no contaba con redes de
agentes en los países occidentales, para la información secreta
habitual dependía de los soviéticos, el servicio fraterno más
importante. Por supuesto poseía amplias redes en el Sudeste
Asiático: Hong Kong, Tibet, Taiwán y otras naciones de la re­
gión. En países como Perú, se conformaba con que los mili­
tantes del incipiente partido maoísta prepararan relaciones de­
talladas de lo que podía interesar a China. Kiao Fang, jefe del
servicio secreto, decía: “No tiene sentido fatigarse con manio­
bras de espionaje si la información está en el periódico”.
Jay Lerer y Christopher Toy se establecieron cerca del cen­
tro de Lima, en el jirón Huancavélica, a metros de la Iglesia de
Las Nazarenas. Alquilaron una vieja casa de estilo colonial con
balcones de roble tallado. Por supuesto no pasaban desaperci­
bidos: dos gringos rubios y homosexuales en un barrio de cho­
los pobres. Les gustaba ejercer la caridad entre los niños men­
digos, sobre todo a Christopher, que repetía, en su blando
español sin erres, una frase escrita sobre la alcancía de limos­
nas de la iglesia: “Monedas para pobres y enfermos en grave
necesidad”. Solían pasear por la Plaza San Martín, donde ac­
tuaban conjuntos filodramáticos de teatro popular y los poetas
callejeros recitaban a los gritos. Su generosidad con los artistas
resultaba casi chocante -el exhibicionismo siempre fue una de
sus debilidades-. Bebían cerveza aguada en los minúsculos ba­

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res de las recovas; entre el olor a humedad, fritangas, café y es­


tiércol frío. Se sentían raros, con el espíritu encendido, pasean­
do entre la basura y los regueros de orina de la maloliente mi­
seria limeña; peleando por la buena causa en medio de la
violencia urbana y del dolor indígena; tan cerca de los pobres
y a la vez, tan ajenos...
Christopher me contó que le gustaba holgazanear en una
playa llamada El silencio. Leía y releía las cartas que Jay Lerer
le mandaba desde China; borroneadas, desechas en el sudor
de sus bolsillos. Vagaba por la costa del Pacífico frente a la is­
la cárcel y las guaneras en brumas, admirando la puesta de sol
bajo las nubes perpetuas de Lima, mientras los guijarros re­
vueltos por el mar le golpeaban los tobillos con cada ola.
Con el fin de hacer más verosímil su cobertura, subasta­
ron parte de la pinacoteca de Lerer y se convirtieron en colec­
cionistas de arqueología y arte precolombinos. Compraron
huacos de las culturas de Nazca y Mochica, donaron al Smith-
sonian Museum de Washington un valioso manto ceremonial
de la cultura Paracas (1000 a.C.) y un lanzón monolítico del
período Chavin.
Los poetas no corrieron verdadero peligro hasta que los
descubrió Jones, el jefe de la sucursal local de la CIA. Jerry Al­
mada, que había servido tres años bajo sus órdenes, me lo des­
cribió como un individuo cruel e inescrupuloso, un patriote­
ro culigordo sin una pizca de ingenio. La policía peruana no
los molestaba, nunca los pescaron pervirtiendo menores, in­
terpretaban su militancia comunista como un gesto estrafala­
rio. En cambio para Jones, Christopher y Lerer eran la suma
encarnada de lo que odiaba con más saña: traidores a la patria,
homosexuales, intelectuales y comunistas.
Jones era su criptónimo en el campo; por más que bus­
qué y busqué en los archivos nunca pude averiguar su verda-

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clero nombre. Cuando lo destinaron a la estación de Lima te­


nía alrededor de cincuenta y cinco años. Sus subordinados,
tanto los oficiales residentes como los agentes nativos, le te­
mían. Corrían rumores sobre su sadismo durante el período
en que sirvió en Alemania Occidental. Cargaba a la cintura un
ancho cuchillo Bowie y le encantaba el wet-job —el trabajo con
sangre-. También se comentaba que era partidario del adoc­
trinamiento de los oficiales mediante el castigo corporal y la
humillación: “Se debe sufrir para aprender a odiar y saber
odiar para hacer sufrir”, solía decir. Veterano de los grupos de
elite de la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos), ascendido a
GS-7 -lo que equivale a coronel en el escalafón del ejército-,
era experto en acciones encubiertas, operaciones de demoli­
ción y organización de redes de resistentes tras las líneas. “Un
hombre malvado”, recuerdo que me susurró Marilyn con su
vocecita infantil en la oscuridad de esa única noche. Roben
Kennedy le había contado de Jones, se había alegrado de que
lo destituyeran. “Deshonraba a los americanos, era un fascis­
ta”, decía Bobby. Marilyn suponía que Kennedy se refería a
que pertenecía al ala derechista del Partido Republicano o tal
vez a alguna secta reaccionaria. En resumen, se trataba de uno
de esos viejos carniceros criados durante la Segunda Guerra
Mundial. Había tenido su mom ento de gloria en el ’54 cuan­
do le otorgaron el Premio al Patriotismo. “Se necesitaba un
hombre de corazón fuerte y sólido para conducir en una tem­
pestad”, dijo de Jones el almirante Arleigh Rabbit, jefe de ope­
raciones navales. Pero en el ’57, a causa de su bochornosa ac­
tuación en Polonia, cayó en desgracia, comenzaron a apodarlo
“La burla polaca”.
Los países detrás de la C ortina de Hierro resultaban prác­
ticamente impenetrables para el espionaje del M undo libre.
Contaban con cuadros de policía política altamente eficaces,

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los funcionarios diplomáticos occidentales eran seguidos sin


tregua. La CIA apreciaba en particular a los desertores rusos
con tendencias suicidas, que aceptaban regresar a los territo­
rios soviéticos o a los países satélites, para programas de infil­
tración. A principios del ’56, Jones logró organizar una red de
espionaje formada por agentes polacos anticomunistas vueltos
del exilio. Se ufanaba de que ya no necesitarían pagar por in­
formación a los servicios fraternos -los ingleses estaban con­
solidados en Checoslovaquia y Rumania-. En el curso de las
operaciones, los agentes pedían miles de dólares en oro y ca­
da vez más agentes. Se contactaban con los oficiales de enlace
en Oberammergau, Alemania Occidental, por transmisiones
de radio clandestina. La CIA tardó casi dos años en darse cuen­
ta de que la contrainteligencia polaca había desarticulado la
red desde el principio. Los polacos seguían haciendo funcio­
nar el mecanismo para atrapar más desertores anticomunistas,
embolsar más oro y continuar intoxicando a los americanos
con información falsa.
Jerry Almada me contó que el jefe Jones estaba orgulloso
de su astucia burocrática. Lo salvó no haber firmado ningún
documento de su participación en lo de Polonia; salió oficial­
mente limpio aunque la gente del Consejo de Seguridad sabía
que encabezaba la red. El coronel de la Fuerza Aérea Edward
Lansdale -q u e inspiró el personaje de la novela E l americano
quieto, de Graham G reene- le había enseñado a no firmar na­
da; se amparaban en las excusas más increíbles. Jones había si­
do asistente de Lansdale desde el ’51 hasta el ’55. Relataba
con orgullo sus andanzas con el coronel por las Filipinas, don­
de desbarataron la guerrilla marxista. Su golpe más célebre fue
el de los Asuang. Se trataba, según una leyenda filipina, de
vampiros selváticos que atacaban a los humanos. Las bandas
del coronel Lansdale apresaban a los guerrilleros, les hacían

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dos agujeros en el cuello, imitando la mordedura de los col­
millos del vampiro Asuang, y los colgaban de los pies hasta
que se desangraban por completo. Los campesinos empezaron
a considerar a los guerrilleros de mal agüero y les retiraron su
apoyo. Luego de eliminar el peligro comunista de las Filipi­
nas, Lansdale y Jones fueron trasladados a Vietnam del Sur. El
coronel Lansdale debía asesorar a Ngo Dinh Diem. Organizó
guerrillas y actos de sabotaje contra Vietnam del Norte, pero
sin duda su especialidad eran las jugadas de guerra psicológi­
ca. En el ’55 Ngo Dinh Diem llamó a elecciones, deseaba ser
presidente constitucional. El coronel Lansdale recomendó
confeccionar las boletas de elección de Diem de color rojo -d e
buena suerte en A sia- y las de su adversario de color verde -el
color de los cornudos-. Ngo Dinh Diem venció con un 96%
de los votos.
Los ambiciosos jóvenes demócratas de la Comisión de
Presupuesto del Senado, no pudieron probar la participación
de Jones en lo de Polonia. Tuvieron que conformarse con un
castigo menor: lo asignaron a Perú, una estación de segundo
orden, en un país pobre y no beligerante, con un presupuesto
de apenas 1.250.000 dólares para el año fiscal de 1958. (De­
bo aclarar que en realidad ese m onto no era tan exiguo, actua­
ban en un país subdesarrollado: es mucho más caro sobornar
a un comunista londinense que a uno peruano.) Luego de su
brillante trayectoria en escenarios de conflicto calientes, Lima
era para Jones una clara afrenta. Pensó en renunciar, pero es­
ta era la única profesión que conocía. Decidió esperar un
triunfo que le permitiera recuperar la posición perdida y le ga­
rantizara un retiro decoroso.

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- V III -
Lima, “La horrible”

Jerry Almada me contó que, en Lima, Jones vivía en una


especie de búnker chato y ultramoderno, de hormigón a la
vista, en los límites del barrio de Miraflores. La casa se halla­
ba rodeada por un alto muro coronado con cascos de botellas
y tres líneas de alambre de púa. Para las conversaciones sobre
temas clasificados salían al jardín, era una verdadera selva.
Protegidos por los espesos árboles, paseaban acompañados
por una jauría de perros doberman. Se reunían allí porque Jo­
nes era muy sordo y tenían que hablarle a los gritos. (Además,
el coronel Lansdale recomendaba a sus oficiales vivir en casas
con jardín, para hablar a salvo de los micrófonos y tener un
lugar donde quemar papeles. El coronel detestaba las máqui­
nas trizadoras y “en los trópicos no es común conseguir casas
con chimenea”.) Según Jerry Almada, el jefe Jones padecía la
típica paranoia de los espías: desconfiaba de todas las paredes.
Una pared de la oficina de códigos de la estación lindaba con
un departamento de un edificio contiguo no controlado. Jo­
nes mandó a colocar un cartel enorme que decía: ¡CU IDA D O:
ESTA HABITACIÓN T IE N E M ICRÓ FO N O S!
La estación local de la CIA era propietaria de varios in­
muebles en los alrededores de las embajadas comunistas. Los
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utilizaban para tareas de vigilancia, escucha electrónica e in­


tercepción de teléfonos. Eran atendidos por matrimonios de
peruanos de edad madura reclutados por el doctor Hunter, el
principal enlace y proveedor de espías locales. El doctor H un­
ter se encargaba de los exámenes médicos para el otorgamien­
to de la visa para viajar a los Estados Unidos, a los agentes po­
tenciales los clasificaba como “buen amigo de los Estados
Unidos”. Su especialidad eran las familias venidas a menos,
que aspiraban a que sus hijos estudiaran en universidades
norteamericanas. El lema favorito del doctor H unter era:
“Una sucursal que no recluta es una sucursal que muere”. Los
oficiales americanos residentes desconfiaban de las simpatías
ideológicas de los agentes locales; estaban convencidos de que
la única lealtad segura se basaba en razones mercenarias. O pi­
naban que los agentes nativos comenzaban a amar a la CIA
cuando recibían sus beneficios: dinero, becas, departamentos
libres de renta. Una vez establecida la dependencia, les resul­
taba muy difícil volverse atrás.
En los departamentos vecinos a las embajadas comunistas,
las amas de casa limeñas alternaban las tareas del hogar con las
maniobras de espionaje. Fuera de ciertas incomodidades, co­
mo las de tener que planchar cerca de las ventanas, de correr a
cada rato hacia los largavistas y de mantener las cámaras a res­
guardo de la curiosidad de las vecinas, el trabajo era liviano.
Mientras atendían al bebé, fotografiaban con teleobjetivo a los
que entraban y salían de alguna embajada. Por ejemplo, en el
’58 tenían bajo control visual todas las puertas y los jardines
interiores de la Embajada de la República Popular China. Fil­
maban conversaciones que luego descifraban expertos en lec­
tura de labios, conocedores del idioma mandarín. Por lo gene­
ral sólo lograban captar discusiones domésticas. Según me
contó Jerry Almada, algunas películas, con su correspondiente

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minuta de traducción, fueron verdaderos éxitos de taquilla en­


tre los oficiales de la CIA. En una de ellas aparecían el segundo
secretario y el agregado comercial, hablando con expresión de
desasosiego acerca de cómo conseguir perros para comer. Al
parecer, el contacto con la perrera había sido descubierto y los
envíos suspendidos hasta que las autoridades del municipio se
calmaran. Los chaufas -restaurantes chinos locales, por lo ge­
neral anticomunistas- pretendían venderles el animal empana­
do a la moda de Cantón y a un precio ofensivo. Mucho más
importante fue comprender una discusión acalorada, acerca de
si era o no anturevolucionario emplear espías homosexuales. A
los oficiales de la CIA, al tanto del extremo puritanismo de los
chinos, les costaba creer que realmente se sirvieran de agentes
homosexuales. Pero la traducción del mandarín no dejaba lu­
gar a dudas, decía literalmente: “Hombres que le dan la espal­
da a los amigos”.

Los funcionarios de carrera de la CIA operaban bajo la co­


bertura de la sección política de la Embajada de los Estados
Unidos. Llevaban la vida típica de los residentes de cualquier
colonia angloparlante en un país exótico. Practicaban con los
peruanos un racismo apenas contenido, reforzado por la ad­
miración y complicidad de los propios nativos. Sin embargo,
como parte de su trabajo, los oficiales cultivaban estrechos
vínculos con los líderes locales, derrochaban sonrisas y ener­
gía. Ser un buen deportista y tener una esposa simpática eran,
como en cualquier rama de la política, condiciones muy pro­
vechosas. A fin de facilitar este acercamiento, la estación de la
CIA destinaba dinero para filantropía, organizaba fiestas de be-
neficiencia y enviaba regalos: botellas de whisky de centeno,
réplicas en miniatura del rifle Winchester Frontier, sombreros

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Pioneer de cola de coatí y pilas de números atrasados de la re­


vista Playboy.
Jerry Almada asegura que, a pesar de su carácter áspero y
de la sordera, el jefe Jones poseía un enorme encanto social.
Ponía en escena el ideal cinematográfico del cowboy rudo y
aventurero, de mandíbula de dinosaurio y mirada perdonavi­
das. “Hollywood ganó más guerras que los m arines’, me de­
cía Marilyn. Las anécdotas de las aventuras de Jones con el
coronel Landsdale excitaban la imaginación de los varones li­
meños. Pronto integró la comisión directiva del Lawn Tennis
Club y fue nombrado Rotariano del año.
Desde los primeros tiempos de su jefatura, Jones demos­
tró que le fastidiaban las tareas de rutina: el control de las lis­
tas de vuelo y de los registros de hotel, los seguimientos a di­
plomáticos, la infiltración de los partidos comunistas y de los
sindicatos. Tampoco era devoto de la doctrina del espionaje
clásico -recolectar información-, dejaba estas tareas a los ana­
listas de información depurada del cuartel central. “Así como
los militares piden guerras, nosotros, que somos expertos en
acciones encubiertas, queremos operaciones clandestinas”,
arengaba a sus hombres.
Según Jerry Almada, el ’58 fue un año tranquilo, en cam­
bio, el ’59 comenzó con una terrible conmoción. En enero la
revolución cubana galvanizó a la opinión pública internacio­
nal. La política exterior de los Estados Unidos se endureció,
agitaron la amenaza de que Cuba podía exportar la revolución
a otras naciones del continente y Latinoamérica fue declarada
zona en estado pre-beligerante. La CIA despachó la polémica
circular 59-91 que alentaba las iniciativas individuales de los
oficiales. Para facilitar la ejecución de las operaciones se elimi­
naron varios pasos burocráticos; los jefes de estación podían
cometer excesos sin casi rendir cuentas al cuartel central. De

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aquellos años en Perú —y de toda la Rama Tres de la división


Western Hemisphere, es decir los países bolivarianos- conta­
mos con muy pocos datos en los archivos. Durante un año
y medio el comité fiscalizador de la agencia, establecido por
Eisenhower a comienzos del ’56, no pudo inmiscuirse en los
asuntos de la CIA.
Era una oportunidad ideal para los hombres de acción,
lo que el jefe Jones esperaba para volver de Lima con una
gran victoria que permitiera olvidar su revés de Polonia. Pero
tuvo una mala suerte atroz. La intervención de los teléfonos
de la embajada cubana nunca funcionó. Los micrófonos, pro­
digiosamente sensibles, captaban todos los sonidos del edifi­
cio: las descargas del tanque de los inodoros, el arranque del
ascensor, las risitas de las secretarias sobre las rodillas de sus
jefes; de una emisora de radio cercana obtenían kilómetros y
kilómetros de monótonas cintas de folklore del Altiplano.
Además, los diplomáticos cubanos gozaban de un sexto sen­
tido para desenmascarar a los agentes. Hacían muecas defor­
mantes o se tapaban la cara frente a las cámaras fotográficas
robot, burlaban a los equipos de seguimiento y a la camione­
ta Volkswagen con periscopio. Para desesperación de Jones,
mientras él no obtenía el m enor éxito, sus colegas de la esta­
ción Q uito fueron felicitados por el mismísimo Alien Dulles
por desbaratar, in statu nascendi, el FIDEL (Frente Izquierdista
de Liberación) ecuatoriano.

Entretanto, los años ’59 y ’60 no fueron mejores para los


poetas americanos. Si bien Christopher Toy y Jay Lerer se­
guían convencidos de que la miseria era el mal verdadero, ha­
bían tomado distintos caminos. Christopher renunció en par­
te a su actividad política y se convirtió en un hombre piadoso,

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frecuentaba con creciente asiduidad a los pobres. Por su par­


te, Lerer continuó con su tarea de traducir y reseñar informa­
ción para el Servicio de Inteligencia Chino y con su militan-
cia de izquierda dentro de los cánones tradicionales.
Christopher Toy prácticamente vivía en los barrios bajos
de Lima. Había conocido a una manosanta descalza, una vie-
jita de más de ochenta años, profundamente católica, que lo
atrajo por la dulzura de sus actos y su sentido de la caridad.
“No tendré hijos de mi sangre pero tengo cientos de hijos es­
pirituales”, decía la mujer. Organizaban campañas de ayuda
solidaria: ofrecían consuelo, repartían ropa y alimentos de pri­
mera necesidad en las barriadas humildes. A Christopher, la
pena y la pobreza lo apremiaban a hacer algo inmediato por
los que sufrían, por eso se dio a la misión. Trataba de salvar la
contradicción entre su práctica y sus convicciones políticas di­
ciéndose que Jesús había sido el primer comunista.
Desde su juventud la manosanta había emprendido una
vigorosa cruzada contra el diablo y los poderes del Infierno; en
cambio, para Christopher el Infierno estaba aquí en la Tierra:
“La característica infernal de este m undo es la extrañeza e
irrealidad de la experiencia humana. Nada se puede afirmar
con certeza. Todo parece un sueño”. La viejita era famosa por
haber curado a cientos de desahuciados y haber hecho cami­
nar a algunos paralíticos. Ella decía: “Yo no curo”, se sentía
como un mero instrumento. Practicaba la imposición de ma­
nos, las curas por la palabra y por el acto de fe; era muy ecléc­
tica, también solía emplear curas musicales. La santita tocaba
el violín y Christopher la flauta; se trataba de instrumentos de
exorcismo construidos con partes del cuerpo humano. El vio­
lín tenía una sola cuerda fabricada con pelo de niña muerta,
se frotaba con un arco de piel de virgen; la flauta era de hue­
so de niño, de tibia ahuecada. El sonido de los cuerpos muer­

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tos era insoportablemente triste. Según la viejita, la violencia


de esta tristeza angustiaba al demonio que habitaba en el pa­
ciente. Cuando el demonio estaba desesperado por escapar, la
manosanta frotaba la zona enferma con una barrita de azufre.
El diablo olía el azufre y suponía que por ahí se encontraba el
camino de vuelta al Infierno, al salir quedaba encerrado den­
tro de la barrita de azufre, entonces la manosanta la quebraba
y, de esa manera, le partía el espinazo.

Ocurrió algo inesperado. Christopher socorría a los enfer­


mos con devoción mística, escuchaba sus desdichadas historias
y, por desgracia, el infeliz adquirió la imprudente costumbre
de enjugar las lágrimas de los menesterosos con su pañuelo.
Esto le valió que se contagiara una conjuntivitis tracomatosa
purulenta. Las cicatrices del tracoma le deformaron los párpa­
dos, que se curvaron hacia adentro y las pestañas comenzaron
a frotarle la córnea. La cicatrización cerró los conductos lacri­
males, la córnea se resecó y se puso opaca; un manchón grisa-
zulino cubrió sus ojos. Al cabo de un año Christopher Toy
quedó ciego. No permitió que la santa lo curara, estaba orgu­
lloso de su enfermedad: con su nube en los ojos se sentía
como un pobre más entre los pobres del Tercer Mundo. Jay Le­
rer tampoco pudo salvarlo; Christopher se negaba con vehe­
mencia a tomar los remedios, no dejaba que le hicieran lava­
jes, ni le aplicaran tópicos oftálmicos. Cuando se decidieron a
sanarlo por la fuerza el daño ya era irreparable. Lo internaron
en un cuarto de la casa, al cuidado de un equipo de enferme­
ras chinas provistas por la embajada. Los poetas pasaban las
largas horas de la noche tomados de la mano, en completa os­
curidad. Lerer no encendía las luces, quería sentir lo que sen­
tía su amigo ciego.
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Años ítís tarde, en nuestras diarias en Camp Pean-,
ChrLstoprxr se lamentaba desconsolado por su ceguera; no
comprendía cómo pudo impedir que lo curaran. ''Estaba lo­
co’ , me decía, ‘toda esa época fue una interminable tempora­
da de locura."

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-IX-
En las garras de la CIA

En abril del ’61 tuvo lugar la invasión de Bahía de los Co­


chinos. Con esto terminó la época de oro de la CIA. El gobier­
no estipuló que, por el momento, la agencia no debía embar­
carse en acciones clandestinas que requirieran armas más
importantes que las personales.
Paradójicamente, a raíz de la desafortunada incursión, la
sucursal de Lima logró su único lauro; el mérito fue de Eric
Tyrrell, un oficial burocrático. Tyrrell ganó el concurso litera­
rio “La excusa más plausible”, organizado de apuro por la Di­
visión de Prensa de la CIA. Nadie .sabía qué decir, los directo­
res estaban desesperados; la fábula de Eric Tyrrell se usó como
versión oficial de la invasión de Bahía de los Cochinos. Las te­
letipos quemaban, el jurado falló de urgencia dentro de las
treinta y seis horas de la convocatoria del premio. Luego en­
viaron a todas las estaciones un cable con la guía de propagan­
da que se debía seguir. Según las instrucciones, había que des­
cribir la invasión como una maniobra para reabastecer a los
insurgentes acantonados en las montañas Escambray, de nin­
gún modo como una campaña para capturar territorios. Des­
de este punto de vista la expedición había sido un éxito.
Jerry Almada decía que Eric Tyrrell era un oficial buró-

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critico muy concienzudo. En la época de la estación de Lima


sus informes habían sido impecables. Se desempeñaba como
una especie de editor: corregía errores gramaticales, de tipeo y
de sintaxis; incluía prolijas notas al pie en los casos en que el
oficial utilizaba criptónimos o expresiones del agente para
transmitir el color local. Algunos informes se publicaban y
distribuían por todas las oficinas de la agencia y los departa­
mentos del gobierno a los que pudieran interesar. En el ’61
prestaban servicio en la CIA dieciocho mil efectivos declara­
dos; algunos informes alcanzaron tiradas equivalentes a las de
un bestseller menor, por ejemplo: “Misiles en Cuba” o “Re­
presión sexual en la C hina roja, testimonio de una refugiada
del infierno de Mao”.
Por ganar el concurso, Eric Tyrrell fue ascendido a sénior
writer del Nonfiction Department. Esta sección, en sus inicios
un minúsculo apéndice de la División de Prensa, creció des­
mesuradamente a la par del bochorno nacional e internacional
por lo de Bahía de los Cochinos. Al Nonfiction lo patrocina­
ban los sectores “Paloma” del Senado. Estos senadores exhor­
taban a retornar a los valores americanos tradicionales, sobre
todo al respeto por la opinión pública. El dilema era cómo
operar exponiendo lo menos posible la imagen de los Estados
Unidos. En ese sentido, los técnicos del Nonfiction ofrecían
una alternativa basada en el principio de manipular la inter­
pretación de la realidad mundial mediante una compleja tra­
ma de relatos. Su método se resumía en dos máximas: “Inven­
tar información es más económico que buscarla” y “La ficción
es m is segura que la acción”.

La escalada de fracasos convirtió al jefe Jones en un suje­


to intratable, descargaba su ira contra cualquiera que se le

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acercara, los oficiales detestaban reunirse con él a solas. A su


revés con los cubanos se sumó el resentimiento que le causó
que, a su juicio, no hubieran rodado suficientes cabezas por lo
de Bahía de los Cochinos. También lo malhumoró que Eric
Tyrrell hubiera sido ascendido sólo por inventar una buena
mentira; deploraba que la CIA lo hubiera premiado por “una
treta propia de mentalidades afeminadas”. Cuando se enteró
de que Tyrrell alguna vez había hablado con Jay Lerer, lo citó
en su oficina y amenazó con instruirle un sumario por confra­
ternizar con el enemigo. De nada valió que Tyrrell le explica­
ra que había sido un encuentro casual en el Restaurant 91, un
lugar muy frecuentado por la comunidad americana residen­
te en Lima. Cierta vez Jerry Almada oyó que Jones hablaba so­
lo; murmuraba que estaba rodeado de idiotas y de traidores.
Almada cree que la desgracia que terminó de enfurecerlo y lo
lanzó a tom ar una feroz represalia contra los poetas america­
nos fue el caso FitzGerald.
Toby FitzGerald, subjefe de la estación, oficial de opera­
ciones, era un dolor en el culo para Jones. Se ocupaba de los
rusos, su objetivo principal era conseguir que algún ruso se pa­
sara a nuestro bando. Toby FitzGerald fue el oficial de opera­
ciones antisoviéticas más imbécil del cual he tenido noticia.
Por ejemplo, los directores de la división Western Hemisphere
visitaron Lima y le pidieron que los llevara en auto a la emba­
jada soviética para un examen visual: Toby no pudo encontrar­
la. Cierta vez, por accidente, FitzGerald logró interceptar una
valija diplomática rusa. Su hombre de gabinete negro, con plan­
chas calientes, vapor y marfil de teclas de piano, abrió las len­
güetas de los sobres sin rasgarlos; pero después de microfilmar-
las, sin darse cuenta, Toby cambió varias cartas de sobre: no
leía el alfabeto cirílico. Esto originó un grave escándalo diplo­
mático, los soviéticos elevaron una protesta formal. Pero, lo
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peor para el jefe Jones, fue que su estación quedó en ridiculo y


se convirtió en la comidilla de toda la comunidad de servicios
de información. Actuaban bajo las órdenes de Toby FitzGerald
alrededor de treinta agentes locales; investigaban los sindica­
tos, los partidos de izquierda y, en particular, al personal de las
embajadas comunistas: rutinas de trabajo, vicios, infidelida­
des, inclinaciones sexuales, salud; en síntesis, puntos débiles.
Vladimir Semenov, de la agencia de noticias TASS, era sin du­
da un oficial de inteligencia. Se daba por sentado que, cual­
quier diplomático soviético que se alojara fuera de los edificios
de la embajada, era de la KGB; el resto vivía casi preso. Toby se
hizo amigo de Semenov, en sus reportes se jactaba del avance
de esta amistad, no se daba cuenta de que también él era un
blanco para el ruso. Ambos deseaban convertir a su “amigo” en
doble agente. Toby FitzGerald, de una manera muy elemental,
confiaba en la fascinación del dinero: suponía que el ruso su­
cumbiría ante la promesa de una deserción lucrativa luego de
varias operaciones de intoxicación con información falsa. Vla­
dimir Semenov eligió un método de reclutamiento más orto­
doxo: someter a su rival a una presión intolerable. Planeaba se­
ducir a la esposa de Toby para luego chantajearlo. La señora
FitzGerald era una mujer insatisfecha que mataba sus horas ju­
gando al bridge con las esposas de otros diplomáticos, casi no
salía de su casa, no hablaba una palabra de castellano y odiaba
Lima.
Toby FitzGerald tenía el hobby de inventar armas quí­
micas. Jerry Almada me describía sus creaciones entre risota­
das, todas le parecían irremediablemente estúpidas: calienta-
sillas de napalm que se activaban con el calor del cuerpo;
caramelos con cantaridina, un afrodisíaco potente que causa
ataques de erección incoercible; supositorios de nitrito de
amilo, que provocaban una im portante dilatación de los va­

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sos hemorroidales, lo que inducía en el sujeto un intenso ca­


lor en la región anal y el deseo de ser poseído por el recto.
Sin embargo, a pesar de sus conocimientos de química, Toby
FitzGerald sufrió un calamitoso tropiezo en una misión sen­
cilla. D urante tres noches, uno de sus agentes les había da­
do hamburguesas con sedantes a los perros de la embajada
húngara sin lograr dormirlos; intrigado, Toby probó con
Annabelle, la wire terrier de su esposa. Le administró la do­
sis prescrita para su peso, la perra entró en coma y en cua­
renta y ocho horas m urió de parálisis del sistema nervioso es­
pinal. Su m ujer no volvió a dirigirle la palabra y poco tiempo
después se entregó al ruso.
Semenov intentó chantajear a Toby con fotos tomadas
con película infrarroja de los encuentros sexuales que tenía
con la señora FitzGerald. El americano no soportó la vergüen­
za, se suicidó después de una charla con Jones. Jerry Almada
oyó como Jones lo insultaba a los gritos -seguramente ese
cuarto estaba limpio de micrófonos-. En su última carta, di­
rigida a la mamá, Toby escribió: “La Navidad en Lima es co­
mo el 4 de julio, hace calor y la gente va a la playa”. La viuda
ordenó que cremaran el cuerpo, junto con las cenizas le entre­
garon un puente dental. Con el aval del informe de su odon­
tólogo norteamericano, la mujer hizo declaraciones a la pren­
sa: su marido nunca había usado una prótesis dental. El
forense se había equivocado de cadáver. Jerry Almada recuer­
da una reunión muy tensa. Era un día caluroso y húmedo, to­
do era confuso y Jones insultaba a Toby FitzGerald y a los pe­
ruanos por su inoperancia.
La estación quedó terriblemente afectada. Jones leyó los
últimos partes de FitzGerald antes de enviarlos al cuartel cen­
tral. En uno de ellos encontró una reseña de la celebración del
aniversario de la Revolución de Octubre, la fiesta había te'

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do lugar en la embajada soviética. Al parecer Toby Fitzgerald


se paseaba medio perdido entre los invitados; servían mucho
vodka, arenque, caviar Beluga y champagne. Toby charlaba
con Vladimir Semenov cuando éste descubrió a Jay Lerer y lo
llamó para que le tradujera al ruso una expresión americana
de Toby; después los tres se quedaron conversando. FitzGe-
rald apuntó en su informe que Semenov y Lerer se trataban
como “viejos compinches”. Jones interpretó que Jay Lerer era
el entregador -profesaba la teoría hollywoodense de que siem­
pre existe un traidor-. Jones consideraba a Lerer perverso por
múltiples motivos; pero lo que más lo indignaba era que, pa­
ra engañar a Toby, se hubiera aprovechado de su condición de
compatriota.
La oportunidad de escarmentarlo no se hizo esperar. Le­
rer viajó a China y, a su regreso, en la aduana del aeropuerto
de Lima le confiscaron cinco rollos de película. Contenían ins­
trucción en tácticas de guerrilla rural y urbana -e n particular
en el uso de armas caseras y de puño-, saludos filmados del ca­
marada Mao para los hermanos del Perú y canciones de pro­
paganda con música alegre y marcial. La cólera consumía a Jo­
nes. A pesar de que no tenía gran cosa entre manos, mandó a
una banda de matones derechistas a secuestrar al poeta. Jerry
Almada no me pudo decir qué esperaba lograr Jones interro­
gando a Jay Lerer; suponía que, después de la cadena de frus­
traciones de los últimos años, sólo quería descargar su furia.
Mientras me relataba estos pasajes Jerry Almada temblaba, me
di cuenta de que no era a causa de la cocaína, el recuerdo de
Jones todavía lo asustaba.
La facción derechista se autodenominaba “Patria Sobera­
na” aunque, paradójicamente, trabajaban exclusivamente para
la CIA. La agencia recomendaba que, en lo posible, las faenas
sangrientas fueran ejecutadas por mano de obra local bajo co­

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bertura ideológica; emplear delincuentes comunes era todavía


más arriesgado.
Los oficiales de la CIA recibieron el informe de boca del
jefe de la pandilla. C ontó que subieron a Lerer a una pick-up
y durante un rato lo golpearon con cachiporras de goma para
“ablandarlo”; luego, mientras andaban, le preguntaron sobre
sus actividades como izquierdista. Obtuvieron mucho menos
de lo previsto. A Lerer nunca antes lo habían torturado. Al pa­
recer, mareado y con la boca llena de sangre, espantado por el
dolor y por el gusto de su propia sangre, el poeta no conseguía
pensar. Aunque decía que había confesado todo lo que sabía,
ellos no se daban por satisfechos. Los matones se considera­
ban a sí mismos personas comprensivas, pero también a ellos
Jones los aterraba, temían que se enojara ante los escasos re­
sultados. Entendían que en estado de necesidad no vale la
amistad. Como dice el refrán: “Mis pelotas son amigas, pero
cuando corro se golpean una contra la otra”.
Lo llevaron a una casa segura y amenazaron con atormen­
tarlo con “perros bravos”. Tal vez Jay Lerer habrá supuesto que
se referían a perros rabiosos. Ni él mismo sabía que su cora­
zón necesitaba un marcapasos. El estado de pánico le provocó
una arritmia cardíaca, murió atado al elástico metálico de una
cama.
Hasta aquí se trataba de una muerte accidental, pero Jo­
nes se ensañó con el cadáver y lo convirtió en un asesinato
sangriento. Jay Lerer había pulido su castellano para poder
leer poesía española clásica. Llevaba un ejemplar del Cantar
del M ío C id en el bolsillo de la americana. Dos versos apare­
cían vigorosamente subrayados: “Lengua sin manos,/ ¿cómo
osas hablar?”. En uno de sus arrebatos de hum or sádico, el je­
fe Jones cortó la lengua y manos del poeta con una sierra de
carnicero y las envió a la casa de los poetas en una caja de za­

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patos. El cuerpo mutilado se encontró al día siguiente, atado
a uno de los pilares del puente Santa Rosa, sobre el río Rimac.
Para inculpar de la muerte de Lerer a los movimientos de iz­
quierda, en los paredones vecinos al puente, la propia CIA pin­
tó leyendas antinorteamericanas:

YANKIS GO HOME

y
P
LA ALIANZA A EL PROGRESO
R
A

Los periódicos-títere de la agencia alzaron sus voces. Acu­


saron de la muerte de Lerer - “el acaudalado coleccionista de
arte precolombino”- al brazo armado del M RP, una facción ra­
dicalizada, partidaria de la guerra de guerrillas. Un editorial se
exaltaba: “¡Alerta peruanos contra los agitadores comunistas!
El diario oficial soviético se llama Pravda, que quiere decir
Verdad’; esta es otra de las tremendas ironías de la historia con­
temporánea. ¡Alerta peruanos, hay una amistad que nos puede
deshonrar!”. Ilustraba la nota el vigoroso dibujo de un cóndor
destruyendo con sus garras el martillo y la hoz.
Marilyn no me contó nada acerca de la muerte de Lerer,
pero este vacío en su relato era comprensible: acaso Bobby
Kennedy no conocía los hechos o tal vez quiso ahorrarle de­
talles tan crueles. Al fin y al cabo Bobby era un caballero ca­
tólico del Este, que no decía malas palabras delante de las
mujeres.

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Segunda parte

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-X -
Scheherazada

Jerry Almada me presentó a Christopher Toy en circuns­


tancias curiosas. Nos reuníamos en mi oficina en el cuartel
Camp Peary, Almada dijo que me daría una sorpresa, me pre­
guntó cuál era mi sandwich favorito y mandó a mi secretaria
a encargarlo al puesto de bocadillos próximo al círculo de
banderas americanas. Los bares al paso en los predios de la CIA
siempre están atendidos por ciegos, es una norma de la agen­
cia; son los únicos civiles autorizados a entrar a los edificios
para repartir los pedidos, porque no pueden leer los docu­
mentos secretos.
-¿Para quién es el de pastrami y pepino, en pan negro, sin
manteca? -preguntó un ciego joven.
Entonces Almada, dirigiéndose a mí, respondió:
-O lsen, usted quiere saber sobre el Proyecto Chim pan­
sex... bueno, aquí tiene al hombre que lo inventó. ¿No es así
Christopher?
El ciego frunció la cara desconcertado; si hubiera podido
ver sus ojos, habría dicho que parpadeó como deslumbrado
por el sol, pero estaban completamente ocultos por lentes
ahumados metalizados y con protectores laterales. El dueño
del bar al paso le había recomendado que no mostrara sus ojo.«
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con nubes a las personas a quienes servía comida, podía dar­


les asco.
-Ayer fui a tomar una Coca -continuó Jerry A lmada-, al
principio no lo reconocí... y después me di cuenta. ¡Pero si es
el mismísimo Christopher Toy! ¡Aquí, en los jardines de la
agencia!

Al principio de nuestra relación Christopher no se ani­


maba a tutearme, aunque era siete años mayor que yo. Quizá
debido a su timidez o, si bien no podía verme, acaso lo inhi­
bía mi talla gigantesca; en el ’68 yo medía dos metros diez y
pesaba ciento treinta kilos. A pesar de ello, nunca se negó a
hablar del Chimpansex; al contrario, parecía ansioso por ha­
cerlo. Sin duda quería contarle a alguien su insólita historia y
no existía un interlocutor más adecuado que yo. Le advertí
que había amado a Marilyn, que todavía sufría por haberla
perdido y que ella había muerto a causa del complot que él
había puesto en marcha. Lo curioso fue que en mi voz no hu­
bo el menor tono de reproche o amenaza. Me di cuenta de
que no sentía odio hacia Christopher. Además, ¿quién era yo
para acusarlo cuando yo mismo no la había defendido? Tal vez
nos unía el hecho de que él también había perdido a su amor.
Christopher me dijo que ya hacía varios años que habían ma­
tado a Jay Lerer y, sin embargo, lo seguía extrañando como el
primer día. “Es cieno que, desde que estoy ciego, siento que
el tiempo no pasa. En la oscuridad los días se detienen; uno
no se ve envejecer en el espejo, en las fotos o en la cara de los
demás. Pero no es por la ceguera: me faltan las palabras de Jay.
¡Qué bien hablábamos! Lo peor es saber que nunca más voy a
poder hablar con él.” Me confesó que después de perder a Le­
rer nada le interesaba, excepto la poesía. Cuando se cansaba

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de contarme los pormenores del Chimpansex, hacía un alto y


me pedía que le leyera algún poema -e n braille casi no se pu­
blican los contemporáneos, sólo se consiguen los clásicos-.
Christopher suspiraba, si algo le gustaba lo escribía; picaba el
papel con un pequeño punzón y luego revisaba el texto con la
yema de los dedos. Eran sus pocos momentos felices.
En aquellos días Christopher Toy escribió su poema “Cue­
ro cabelludo”, dedicado a Jay, en el secreto de la gasolina:

Ya perdí todo, ¿qué más me puede pasar?


Coincidencias musicales,
los humanos sólo somos un mensaje.
Cuanto más sé, más ganas de matarme tengo.
¿Cómo hace un estómago para no digerirse a sí mismo?
Cuero cabelludo.
A falta de perro una pulga se conformaba con una
[alfombra de pelo largo.
Cicatrices en el globo del ojo,
ya vi demasiado.

Lo que sigue es la historia del Proyecto Chimpansex -la


mentira que Christopher Toy fraguó para salvar su vida y las
insospechadas derivaciones de su acto - relatada por el propio
Christopher.

En los primeros tiempos de su ceguera Christopher casi


no se valía por sí mismo; lo cuidaba un equipo de enferme­
ras enviado por la embajada china. A la mañana siguiente del
asesinato de Lerer, la enfermera de turno reportó a su respon­
sable de seguridad que el poeta no había vuelto a dorm ir esa
noche; cosa que nunca antes había ocurrido, ya que Lerer pa­

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saba todas las horas que podía al lado de su joven amigo.


Cuando la enfermera recibió las manos y la lengua de Lerer
en una caja de zapatos, llamó a la embajada para pedir ins­
trucciones. Le ordenaron que trajera a Christopher de inme­
diato. No se equivocaban, esa misma tarde la policía peruana
fue a buscarlo a la casa del jirón Huancavélica. Decían que
era para interrogarlo acerca de la muerte de su amigo, pero
los chinos estaban seguros de que luego lo entregarían a la
CIA. Suponían que después del asesinato de Lerer, la CIA no
dejaría a Christopher con vida, era un testigo muy incómo­
do. Hasta decidir su suerte, los chinos le dieron asilo político
en la embajada, querían tomarse un tiempo para pensar qué
harían con él. Evaluaban la conveniencia de trasladarlo a la
Embajada de México, para que los mexicanos actuaran como
intermediarios y se encargaran de repatriarlo. Ser repatriado
significaba para Christopher enfrentar un juicio por espiona­
je y alta traición. Sucede que para los chinos el poeta ya no
representaba ninguna utilidad; además criticaban su actitud
filantrópica, lo achacaban sentimientos de culpa burgueses.
Consciente del peligro que corría, Christopher superó su tris­
teza e ideó velozmente un plan para sobrevivir. Durante la
convalecencia del tracoma había oído dos relatos: el de Los si­
lenciosos y el del genetista ruso. C on la combinación de am­
bos creó el Proyecto Chimpansex.

La historia de Los silenciosos, primer relato que Chris­


topher empleó para componer el Proyecto Chimpansex, le fue
contada por una mujer del personal de limpieza de la emba­
jada china. Conmovida por la ceguera del poeta, la mujer qui­
so entretenerlo con la historia de “los demonios que despelle­
jan a la mujer con la mirada”. Christopher lo interpretó como

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algún tipo de leyenda del acervo cultural chino. La mujer,


ofendida, para probar la veracidad de sus palabras, le hizo pal­
par las cicatrices que los silenciosos le habían dejado en el cue­
llo, las piernas y la espalda. (Pero, ¿por qué suponer que esas
cicatrices las había causado una mirada?, se preguntaba Chris­
topher con escepticismo. ¿Ver para creer? o ¿Creer para ver?
Sólo “vemos” lo que coincide con nuestras creencias; sólo
aceptamos las razones que se ajustan a nuestro universo.) La
mujer insistía. Le explicó que buena parte de la dotación fe­
menina de las embajadas chinas -ella misma sin ir más lejos-
se componía de víctimas de los silenciosos. Cuando se ensaña­
ban con una mujer no renunciaban hasta matarla o forzarla al
suicidio. A las víctimas con lesiones confirmadas se les permi­
tía ingresar al Servicio Diplomático para ponerlas a salvo.
“Los diablos miran a través de los silenciosos, como si sus ojos
fueran ventanas”, decía ella. Para sorpresa de Christopher, el
médico que lo atendía por el tracoma corroboró el relato de la
mujer. Habló con una locuacidad inaudita para la reserva ha­
bitual de los chinos.
-Tam bién se los llama mirones -lo instruyó-. Son un fla­
gelo social, se dedican a martirizar a las mujeres bellas. Según
la versión del Partido se trata de hijos de prostitutas de la épo­
ca prerrevolucionaria, sangre burguesa. ¡Pero por supuesto
que no es así! -exclamó el médico enardecido como si discu­
tiera con alguien, aunque con cierto temblor en la voz-. La
causa de la patología de estos monstruos es la sobrecarga de
energía Yang: el orden masculino. Son expresión del principio
masculino libre del principio femenino. Por eso muchos son
calvos y tienen el sexo muy desarrollado, signos de virilidad
poco frecuentes entre los varones de nuestra raza. Son deseo
masculino puro, una codicia no atenuada por el amor o la ter­
nura. La cópula es terapéutica porque absorbemos fluidos va­

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ginales por la piel del pene, las secreciones femeninas nos im­
pregnan de elementos Ying. La salud se sustenta en el equili­
brio energético entre el Yang y el Ying. Para mantener su Yang
intacto los silenciosos jamás copulan.
Según el médico, los silenciosos existían desde hacía mi­
les de años. En la antigüedad los consideraban criminales co­
munes y los condenaban al Tormento del Ojo de Pez: la ce­
guera lenta por amputación de los párpados. (Extirpados los
párpados, el ojo se secaba y ulceraba, la ceguera sobrevenía en­
tre dolores tan atroces como los que ellos les provocaban a las
mujeres.) El verdugo gozaba del derecho de posesión sobre los
párpados. En infusión de té verde eran muy apreciados como
remedio contra el decaimiento de la virilidad; del mismo mo­
do que los testículos de tigre, la sangre de los criminales ajus­
ticiados o, en la Roma imperial, los riñones de los gladiadores
vencidos en el Circo. En la C hina actual se los sentenciaba a
prisión, allí les ocluían los ojos con parches herméticos, los
vendaban y encapuchaban. A largo plazo se conseguía el mis­
mo efecto: por falta de luz perdían la vista.
-E l método parece menos inhumano, tal vez lo sea, tal
vez no, pero sin duda no es tan espectacular como la venera­
ble crueldad china —comentó el médico.
Cuando Toy le preguntó con ironía por qué nunca había
oído hablar de un mal tan curioso, el médico le respondió sin
titubear que como enfermedad no era verosímil para los occi­
dentales, equivalía a creer en milagros; y con el mismo tono
irónico le retrucó: “aunque en Occidente creen en Dios”. En
1932, un dermatólogo inglés residente en Hong Kong había
publicado en el Eastem Medicine Journal, un artículo titulado
“The Eye-Needle Men”, una descripción bastante ajustada de
los silenciosos. Arriesgaba la hipótesis de que las arrugas pre­
coces, las estrías, la piel de naranja y otros males de la estética

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femenina de causa desconocida, se debían a la erosión provo­


cada por las miradas de deseo de los varones. Los círculos mé­
dicos recibieron ésta como una más entre tantas teorías dispa­
ratadas. Un chino alto, silencioso, con los genitales demasiado
voluminosos y la presencia de alteraciones en la piel de las
mujeres más hermosas del vecindario, no conformaban una
enfermedad según los criterios científicos de Occidente. En el
siglo pasado, los doctores de las misiones católicas de Shan-
tung, atribuían las llagas circulares a las mordeduras de las
sanguijuelas de los arrozales y los dolores crónicos, la debili­
dad y la fiebre de poblaciones enteras de mujeres, a la alimen­
tación deficiente y los reiterados embarazos.
-Además -concluyó el m édico-, en realidad no se trata
de una enfermedad sino de una secta.
Christopher dudaba, el detalle que finalmente lo con­
venció fue que, al día siguiente, el chino intentó rectificar to­
do lo que había dicho. Trató de disminuir su importancia; lla­
mó a su historia “fíbula campesina de provincias”, “cuento
útil para atemorizar a niñas desobedientes”. Sin duda el médi­
co había sido reprendido y, según las costumbres comunistas,
habría tenido que hacer su autocrítica.

El segundo relato que Christopher Toy usó para inventar


el Proyecto Chimpansex, provenía de uno de los últimos ma­
teriales que Lerer había traducido para el Servicio de Inteli­
gencia Chino. (Desde que Christopher estaba ciego Lerer tra­
ducía en voz alta.) El informe reseñaba cienos experimentos
en genética; pretendía que los soviéticos habían logrado cru­
zar con éxito hombres con chimpancés. En 1952, un biólogo
ruso evadido de los campos de concentración de Siberia, ha­
bía gestionado en Bélgica un pasaporte para los Estados Uni­

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dos. £1 ruso, especialista en genétic. humana, hizo declaracio­


nes a la prensa -su deserción debía ser pública-. C ontó que
en su laboratorio de Leningrado, durante un largo período
había inseminado hembras de chimpancé con esperma hum a­
no, específicamente de hombres kirghises. Según el artículo,
los soviéticos habían obtenido hombresmono de alrededor de
un metro ochenta de estatura y pelo en todo el cuerpo, dado
que eran completamente bípedos llevaban las manos libres;
los hacían trabajar en las minas de sal. Las ventajas de la cru­
za eran evidentes: el híbrido poseía gran fuerza muscular,
aceptable inteligencia instrumental y un crecimiento mucho
más rápido que el de un cachorro humano. La inversión ren­
día dividendos en poco tiempo con gastos mínimos de ali­
mentación y educación. Alcanzaban una sobrevida de veinte
años, se los domesticaba hasta la completa docilidad por con­
dicionamiento reflejo y -n ad a se pierde- los vendían a los ma­
taderos cuando cesaba su vida útil. En suma, un asunto muy
lucrativo. El biólogo ruso decía que lo habían confinado en
Siberia porque, al enterarse de que el destino reservado para
sus criaturas eran las espantosas minas de sal, se había negado
a proseguir con los experimentos. El periodista que firmaba la
nota opinaba con sorna que, en realidad, lo habían castigado
con el Gulag porque los especímenes usaban bigotes de mor­
sa idénticos a los del camarada Stalin.

C on estos informes Christopher Toy concibió el Proyec­


to Chimpansex: una treta para infiltrar a los mortíferos silen­
ciosos en los Estados Unidos. La propuesta de un intercambio
científico entre chinos y americanos, con el objeto de cruzar
hombres con monos, serviría de pretexto para ingresar a Los
silenciosos. La fabricación del hombremono sería el engaño; los

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silenciosos, el arma. El Chimpansex fue lo que Christopher
ofreció a los chinos a cambio de su vida. Lo asombró la rapi­
dez con que aceptaron el plan, como si lo hubieran estado es­
perando desde hacía tiempo. Sospechó que habían abusado de
él, que lo habían inducido con los relatos para aprovecharse
de su imaginación inflamada por el miedo; en fin, entendió
que era un engranaje más en una vasta y misteriosa conspira­
ción china.

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-XI -
Un baile llamado "retorcer ”

Christopher Toy le comunicó el plan al encargado de in­


teligencia de la embajada china en Lima, el hombre dijo que
lo transmitiría a sus superiores. Tres días más tarde lo invita­
ron a la Sala de Especulaciones: allí lo esperaba la señorita
Wu, que había volado especialmente desde Pekín.
La señorita Wu era una persona de modales neutros, que
hablaba el inglés atildado de los residentes del protectorado
británico de Hong Kong. Las ropas acolchadas y su ronca voz
de fumadora acentuaban hasta el equívoco los rasgos de inde­
terminación sexual propios de su raza. Era un oficial de alto
rango, segunda directora de Tareas del Servicio de Inteligen­
cia Chino. El plan de humillar a los norteamericanos envian­
do a los silenciosos a desollar a las estrellas de Hollywood, de­
leitaba a los oficiales. Christopher oía estruendosas carcajadas,
no sabía si se burlaban de él o si, sencillamente, no podían
contenerse de pura felicidad.
Sin duda los alegraba la oportunidad de recrear el tradi­
cional ejercicio chino de “Engañar al extranjero”. Como lo ve­
nían practicando desde hacía siglos los vendedores de falsos ja­
rrones de la dinastía Ming o, recientemente, los tres hombres
con escasa experiencia en alpinismo, que juraron que habían

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conquistado el Monte Everest, escalándolo por la infranquea­


ble ladera septentrional, sin máscaras de oxígeno ni grampones
para hielo; pero que, por supuesto, no habían olvidado colo­
car en la cima un busto de Mao y una bandera roja. Lo hacía
aún más divertido para ellos que, el ardid para infiltrar a Los
silenciosos, hubiera sido imaginado por un norteamericano.
La señorita Wu dijo que Hollywood era el aparato de pe­
netración ideológica más poderoso de la actualidad; con una
eficacia incluso superior a la demostrada, en su época, por la
propaganda nazi. “¡Malditos americanos! Hasta consiguen que
la gente pague para ser adoctrinada”, exclamó con rabia. Des­
truir Hollywood era uno de los principales objetivos del Servi­
cio de Inteligencia Chino. Reconoció que los toscos métodos
de la propaganda china eran incapaces de competir con el ci­
ne de los imperialistas. Christopher pensó que la señorita Wu
podía hacer esta peligrosa apreciación porque era el oficial de
más alto rango presente en la sala. Luego, con un tono que a
Christopher le pareció de franca tristeza, la señorita Wu agre­
gó: “Este es el siglo de las pantallas y los americanos nos han
hecho tanto daño desde sus pantallas...”.

Para disipar la desconfianza de los americanos recurrirían


a la proverbial costumbre de pedirles dólares; la mentira que
estarían más dispuestos a creer. Cierto grupo de científicos
chinos solicitaría a la CIA un crédito para continuar con sus
tentativas de cruzar humanos con simios. Se diría que los ge­
netistas chinos ambicionaban engendrar especímenes de gran
potencia laboral, pero que sobre todo intentaban detener la
explosión demográfica; ya que, como se trataría de una espe­
cie híbrida, sus miembros serían estériles. Estos científicos ha­
brían denominado al proyecto Gran Trabajador. (La señorita

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Wu pensaba que, tratándose de un proyecto del bloque comu­


nista, este nuevo nombre sonaría más convincente que Chim ­
pansex para los oídos de la CIA.) Los científicos chinos no se
limitarían a pedirles dinero, también propondrían a los ame­
ricanos un intercambio de delegaciones, a fin de investigar en
conjunto en sus respectivos países. Se diría que los silenciosos
eran portadores de un gen mutante, que les permitía cruzarse
con los monos; por ello serían la pieza clave del proyecto y de­
berían ser integrantes forzosos de la delegación. De este mo- «
do ingresarían en los Estados Unidos.
Los científicos asegurarían que si el Gran Trabajador te­
nía éxito, en el futuro se podría poblar parte de China con es- *
ta estirpe de hombresmono. El control de la natalidad figuraba ;
entre las prioridades de ambas naciones. Según las proyeccio­
nes, si para el año 2000 la China Continental superaba los mil
doscientos millones de habitantes, su estructura social entra­
ría en colapso. Asimismo, el Senado de los Estados Unidos,
alarmado por la tasa de crecimiento poblacional del planeta,
procuraba -sin demasiados resultados- ejercer el control de la
natalidad en lugares tan distantes como India o Bolivia. Las
técnicas de ligadura de las trompas de Falopio o de los con­
ductos espermáticos, se ensayaban en los países subdesarrolla-
dos con el repudio masivo de los ciudadanos.
Se comprendía que los chinos acudieran a la CIA, los cré­
ditos debían mantenerse en absoluto secreto. Si la prensa se
enteraba de los tratos con los comunistas y del motivo abe­
rrante que los reunía, se desataría un escándalo descomunal.
Por otra parte los chinos - y toda la comunidad de servicios de
información- sabían que la CIA tenía mucho dinero. (Sólo los
gastos de representación de los oficiales con cobertura diplo­
mática, los llamados “gastos para borracheras”, sumaban más
que el presupuesto total del MI-5 inglés.) La CIA jugaba en la

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Bolsa, su cartera de valores se costeaba con los dólares del fon­


do de jubilación de sus empleados. Su éxito financiero era
previsible, se basaba en la información más ventajosa: sabían
por anticipado cuándo escasearía en Chile el flete para trasla­
dar el cobre y cesaría el aprovisionamiento mundial o cuándo
aumentaría de precio el azúcar cubano, dañado por el sabota­
je de una acción encubierta de la propia agencia. Por añadidu­
ra, el proyecto Gran Trabajador prometía un beneficio econó­
mico muy interesante para los americanos: los créditos podían
ser la puerta de entrada a China, “El Gigante Dormido”, una
avanzada para futuros pactos comerciales con el mercado po­
tencial más grande del mundo. O portunidad reforzada por las
crecientes tensiones entre los chinos y los soviéticos.

La señorita Wu discutía con Christopher Toy los reparos


que opondría la CIA. El primero que preveían era: ¿Por qué no
financiaba el proyecto el propio gobierno chino? Después de
muchos años de atraso, China aspiraba a alcanzar el nivel
científico y tecnológico de los países avanzados. En la Confe­
rencia Nacional de Ciencias del año 1960 se había definido la
orientación del Segundo Plan Quinquenal. Se enfatizaron
metas acordes a los temas de investigación de la ciencia m un­
dial: energía atómica, resistencia de materiales, electrónica, re­
tropropulsión y cosmonáutica. Para la mayoría de los científi­
cos chinos, la ingeniería genética no servía a los fines de la
construcción del socialismo ni de la defensa contra el imperia­
lismo yanqui; apostaban a líneas más conservadoras, fabricar
murantes era cosa de ciencia-ficción. Ante la CIA, el enlace con
los miembros del proyecto Gran Trabajador se atribuiría a Jay
Lerer. Se diría que, en su última visita a China, a Lerer le ha­
brían presentado integrantes del grupo genetista, que escri­
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bían para la revista Los conocimientos hacen la fuerza. Los ge­


netistas le habrían explicado que contaban con poca influen­
cia en el Frente de Trabajadores Científicos de la Nueva C hi­
na; prácticamente no tenían esperanzas de poner en marcha el
Gran Trabajador. Lerer les habría sugerido que pensaran en la
CIA como apoyo financiero confidencial.
En esas conversaciones preparatorias, Christopher Toy y la
señorita Wu comprendieron que sonaría más plausible - y tran­
quilizador- para los oficiales de la CIA proponer que, en caso de
que el plan fuera descubierto, ambos gobiernos abonarían la
operación y negarían toda responsabilidad.
Entre los nombres de actrices que barajaban los oficiales
chinos como blanco de los silenciosos, el que más se repetía
era el de Marilyn. Christopher me comentó que había inten­
tado defenderla, diciendo que estaba casada con un escritor
que había tenido problemas con el macartismo y que ambos
simpatizaban con la causa socialista. Pero los oficiales chinos
apenas le prestaron atención; le respondieron que Marilyn
Monroe siempre había sido un elemento complaciente del star
system de Hollywood y que, si realmente hubiera simpatizado
con la causa del socialismo, no habría viajado a Corea para
alentar a las tropas americanas.

C uenta Christopher que cierto día la señorita Wu mira­


ba televisión en la Sala de Especulaciones, ambos esperaban
a que terminaran de descifrar un telegrama en código. El
twist era el baile de moda, la señorita W u le describía los gi­
ros de los bailarines en la pantalla del televisor, en un mo­
mento sonrió:
-U n baile llamado “retorcer” -d ijo encantada-. Las his­
torias se fabrican como el hilo, se retuercen varios hilos finos

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para obtener uno más grueso, las hebras de un hilo contactan
con las hebras del otro en cualquier punto. Un suceso se en­
reda con otro, de la combinación de ambos surge una histo­
ria. Y todo es al azar, como la rotación de las espirales del ADN
de los cromosomas. Las moléculas se acoplan entre sí de ma­
nera casual, los cuerpos que funcionan sobreviven. Somos
mutaciones, errores repetidos. Lo que nos separa de los orga­
nismos unicelulares son millones de errores en la copia del
material genético. Por los errores se llega a seres tan comple­
jos como nosotros.
Christopher le comentó que con el arte ocurría algo pa­
recido. Una obra de arte original también era el resultado de
un error, el artista tropezaba con ella.
-E l m undo es muy extraño, es un lugar retorcido -c o n ­
tinuó la señorita W u-, pero estamos tan acostumbrados a él
que apenas nos damos cuenta. Al retorcer los hechos se obtie­
nen historias inverosímiles, pero estas también son historias
verdaderas; la verdad se nos revela como un sentido nuevo,
nos asombra. El arte de la seda es tejer una trama extraña y
suntuosa, pero fuerte como un tendón. A mí me gusta su his­
toria, señor Toy. Con nuestra seda vamos a estrangular a los
americanos -concluyó entre risitas la señorita Wu.

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- X II -
En el reino de la China

Antes de presentarle el proyecto Gran Trabajador al jefe


Jones, Christopher Toy viajó a China con la misión de reco­
ger detalles que aumentaran la verosimilitud de su relato. H a­
bían elegido a Jones porque sabían que estaba desesperado por
obtener algún triunfo, calculaban que a la hora de desconfiar
del proyecto su ambición lo cegaría. Tal vez también porque,
de este modo, la señorita Wu le concedía a Christopher una
oportunidad para vengarse de él por el asesinato de Jay Lerer.
Christopher entró en el reino de la China acompañado
por la señorita W u en mayo de 1961, entre ambos había cre­
cido una bella amistad. Ella le contó que cuando era niña las
faltas amorosas se castigaban con crueldad inhumana. Los
matrimonios se arreglaban entre las familias antes de que los
futuros cónyuges nacieran y tenían prohibido verse hasta el
día de la boda. En su Shanghai natal, cuando la señorita Wu
tenía nueve años, se enteró de que por salir de paseo con su
novio, una muchacha fue sepultada viva por sus padres, a
quienes sólo se castigó por haber contravenido una ordenan­
za municipal que prohibía enterrar personas fuera del cemen­
terio. En China nacer niña siempre había sido peligroso; el in­
fanticidio femenino era tan común que, durante la década del

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treinta, la Municipalidad de Shanghai mantuvo un servicio


público para recolectar los cadáveres de las recién nacidas, la
inexistencia de registro civil facilitaba su eliminación. Cuan­
do la señorita Wu tenía trece años, un rico comerciante de
Hong Kong la compró para su uso personal; cuando creció, el
hombre se aburrió de ella y la vendió a una madama; recién a
los veintidós años pudo escapar del prostíbulo y unirse a La
larga marcha. “El sexo fue cosa de mi juventud, nunca volví a
practicarlo”, le confesó la señorita Wu.
Cruzaron la frontera en tren por el puente de hierro de la
estación de Shumchun. En un nudo ferroviario una multitud
de chinos arrastraban una pesada locomotora de vapor. Ha­
bían aceitado las vías y empujaban la máquina a mano; grita­
ban, transpiraban y lloraban. Christopher Toy me contó del
humo y del hollín, de chinos flacos vestidos con trajes negros
de algodón acolchado que hurgaban en montículos de polvo
buscando pedazos de carbón, de mujeres inclinadas sobre los
terraplenes de las vías cosechando verduras con las hojas man­
chadas por el óxido de los ferrocarriles. Me explicó que en el
campo las noches eran muy oscuras porque la industria tenía
prioridad para el uso de la energía eléctrica. Viajaban por lar­
gos horizontes negros, interrumpidos cada tanto por las silue­
tas más negras y macizas de los techos de puntas arqueadas de
las pagodas. Todo esto se lo describía la señorita Wu, Chris­
topher veía a través de los ojos de la mujer como si ella le es­
tuviera contando una película. Cinco horas antes de llegar a
Pekín abordaron el tren una mujer y dos hombres con los tí­
picos uniformes verdes abotonados hasta el cuello. La mujer
se presentó como la señora Kung Peng, funcionaría del Minis­
terio de Seguridad Pública, dijo que los hombres que la acom­
pañaban eran intérpretes adscritos al ministerio. Ella sería la
contrincante natural de la señorita Wu. La fase del proyecto

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que debía desarrollarse en territorio chino dependía de la


aprobación del Ministerio de Seguridad Pública. Apenas la se­
ñora Kung Peng se retiró a fumar un cigarrillo con su gente,
la señorita Wu, disgustada y nerviosa, le susurró a Toy: “La lla­
man ‘Salamandra’, dicen que es de sangre japonesa”. Se la des­
cribió como una mujer con los ojos demasiado separados, ca­
si laterales, en una cara triangular de iguana, y con los labios
blandos y rotos como los de un viejo trompetista de jazz. Des­
de el ingreso de los oficiales del ministerio al camarote, Chris­
topher había oído un latido regular, como de golpes dados
sobre metal. La señorita Wu le explicó que ambos guardaes­
paldas de la señora Kung Peng eran expertos en artes marcia­
les. A uno de ellos le decían “Mano dura”, era un famoso cam­
peón de Kung Fu. Constantemente golpeaba con los puños
contra una placa maciza de metal del tamaño de una cigarre­
ra, lo hacía para encallecer sus nudillos. El otro, apodado “Ga­
ta en celo”, era especialista en rasguñar. Había modelado sus
largas uñas en forma cónica; las fortalecía con esmaltes a base
de calcio y las afilaba con piedras de esmeril. Se decía que un
rasguño suyo dejaba la piel hecha tiras pero, lo realmente
mortífero, era la inevitable infección posterior, ya que “Gata
en celo” tenía siempre las uñas muy sucias. Christopher com­
prendió que la señora Kung Peng y sus guardias estaba allí pa­
ra vigilarlos, incluso a la señorita Wu que pertenecía al Servi­
cio de Inteligencia. Recordó que uno de los deberes de un
camarada era delatar cualquier falta o vacilación de otro cama-
rada, no denunciarlo suponía cierto grado de complicidad.
Con el tiempo Christopher se habituó a que siempre hubiera
gente dando vueltas alrededor: intérpretes, personal de segu­
ridad, taquígrafos... China era una casa de vidrio, las perso­
nas con peso político no charlaban a solas. Así como el silen­
cio y la falta de entusiasmo se consideraban gestos de no

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adhesión al Partido, defender la privacidad equivalía a ocultar


información al Estado.

Se hospedaron en el Hsin Chiao, el hotel de los corres­


ponsales extranjeros de Pekín. Las espaldas del Hsin Chiao
habían sido construidas sobre una sección de la Gran Muralla
que, en los tiempos antiguos, rodeaba Pekín por completo.
Era un hotel señorial, de habitaciones amplias y hermosas ba­
ñeras de porcelana. Los pensamientos del Libro Rojo de Mao,
escritos en filigrana o pintados, se podían leer en los cenice­
ros, escupideras, sábanas, platos, vasos y membretes del papel
de carta. En todas las comidas se percibía un dejo uniforme a
cebolla; ya se tratara de un schnitzelvitnés, cerdo en salsa agri­
dulce o manzanas en azúcar fundido; todo sabía a cebolla.
Pero para Christopher lo peor era que no hubiera cereales.
¡Cómo extrañaba las hojuelas doradas de los copos de maíz
Kellogg’s! Comía huevos fritos, huevos revueltos con jam ón...
e imploraba por un plato de cereal con leche tibia para el de­
sayuno. Al fin, una mañana logró que le sirvieran avena tosta­
da, lo más aproximado a sus cereales que encontraron. Por la
ceguera debían darle de comer en la boca, en general lo hacía
una asistente de la señorita Wu en presencia de ella pero, des­
de el segundo día en Pekín, la gente del Servicio de Inteligen­
cia estaba ocupada en constantes reuniones y lo dejaban solo.
En ausencia de la señorita Wu, algunos mozos del hotel come­
tían pequeñas maldades: no cernían la avena y en la leche apa­
recían flotando gorgojos, él no los podía ver pero notaba la
diferencia al masticarlos. Cierta vez le dieron de comer su pro­
pio chicle frito en aceite de colza; Christopher lo reconoció
porque, aun achicharrado y crocante, conservaba un lejano sa­
bor a esencia de cerezas.

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Christopher Toy me contó que se acostumbró a vagar a


ciegas por su habitación, a hablar solo y a escuchar retazos de
conversaciones en el lobby del hotel. También visitaba a los
periodistas occidentales: el señor Ullmann, corresponsal de la
agencia France-Presse y M onty Farquhar, de la agencia Reu-
ter. Se reunían en el cuarto de Farquhar. Mientras bebían cer­
veza cantonesa, oían el repiqueteo de la teleprinter. Los perio­
distas no le prestaban atención, la bañera estaba llena hasta el
borde de informes polvorientos de la agencia noticiosa local
Hsinhua. Esta amistad no duró mucho. Cierto día la señorita
Wu le ordenó a Christopher que suspendiera todo contacto
con los corresponsales imperialistas. Un cargo de contamina­
ción espiritual burguesa podía ser el pretexto justo que busca­
ban los del Ministerio de Seguridad Interior para negarse a
aprobar el proyecto.

Al volver de una de sus misteriosas reuniones, la señori­


ta Wu le presentó a Christopher Toy al profesor Li Li-Shuan.
Christopher percibió un fuerte olor a desinfectante, una voz
quebradiza lo saludó en inglés y la señorita W u condujo su
mano hasta una mano pequeña, que estrechó la suya con
energía y la soltó bruscamente. El profesor Li Li-Shuan, ge­
netista de la Universidad de N ankín, había aceptado dirigir la
investigación Gran Trabajador -au n q u e muy a su pesar por­
que la idea le parecía lunática-. En realidad había dado su
consentimiento por un exagerado sentido de la obediencia.
El profesor Li había sido un hijo devoto. De niño les regala­
ba a sus padres las golosinas que le obsequiaban sus abuelos
por su buena conducta; por las noches precedía a sus padres
en el dorm itorio para que los mosquitos saciaran su hambre
con él y no los picaran a ellos; ya más grande, con una anch?

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sonrisa de orgullo, les entregaba intacto su sueldo de docen­


te universitario. Seguía las enseñanzas de Confúcio: la fami­
lia es más im portante que los individuos que la componen.
Recitaba las tablillas familiares del altar de los antepasados,
sabía de memoria la genealogía de sus mayores desde la fun­
dación del linaje Li en el año 1250, en la víspera de la inva­
sión de los mongoles. En su juventud, su interés por la genea­
logía familiar sufrió un curioso giro científico y se transformó
en vocación por la genética y luego por la genética aplicada a
la zoología. Para el profesor Li este viraje era rigurosamente
legítimo: si veneraba a los antepasados y nuestros antepasados
eran los animales, debía dedicarse a los animales. Sus colegas
lo criticaban por este darwinismo extremo, decían que con­
fundía niveles lógicos. Afirmar de esta manera que los anima­
les eran nuestros antepasados, equivalía a comparar el exa­
men de células vaginales bajo el microscopio con alguna
forma de pornografía. En síntesis, el profesor Li Li-Shuan era
un hombre candoroso que lamentaba los ataques de Mao
contra la familia china y añoraba la época prerrevolucionaria.
Vacilaba, nunca estaba satisfecho consigo mismo y se esforza­
ba por mejorar. Com o científico acreditado a nivel interna­
cional era, sin duda, el sujeto ideal para emprender el proyec­
to ficticio que la señorita Wu llamaba Gran trabajador.
La señorita Wu les comunicó a C hristopher y al profe­
sor Li que hasta que m ontaran el laboratorio ambos estarían
desocupados y, dado que en C hina todos debían trabajar, ha­
bía decidido que se im partieran recíprocamente lecciones de
inglés y de mandarín. Además era im portante que el profe­
sor le transmitiera a C hristopher fragmentos precisos de su
experiencia científica, que permitieran al poeta aum entar la
verosimilitud de su historia. Según el plan, en algún m om en­
to el profesor Li viajaría a los Estados Unidos, en compañía

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de los silenciosos. Aunque Li tenía una idea vaga de quiénes


eran los silenciosos, esta parte de la operación lo acobardaba.
El inglés del profesor Li Li-Shuan era fluido, quizás un
poco técnico; oír hablar en su lengua materna tranquilizaba a
Christopher, también lo calmaba arroparse entre las viejas co­
bijas de pluma de ganso del hotel Hsin Chiao y escuchar mú­
sica clásica occidental. (Aunque en verdad la música lo llena­
ba de nostalgia. Se había conmovido hasta el llanto en la
Ópera de Pekín al volver a oír a Bach, Mendelsohn, Khacha-
turian... El profesor Li le preguntaba: “¿Cómo es posible que
la música, que es emoción pura, sea una serie de secuencias
matemáticas?”. Christopher opinaba que la música china era
una excepción, tal vez se basaba en una matemática aberran­
te; para sus quisquillosos oídos las armonías chinas sonaban
como el chillido de acoplamiento de dos micrófonos. En rea­
lidad Christopher suponía que la música era políticamente
neutra y que la podía criticar sin peligro.) Por su condición de
poeta, el americano le agradó al profesor Li desde el primer
momento. “Los chinos somos un pueblo de poetas, única­
mente en la dinastía T ’ang hubo más de dos mil muy valio­
sos.” El profesor Li se sentía poeta él mismo. Su tema preferi­
do era la naturaleza: los humildes pastizales polvorientos y
manchados de aceite en las plazoletas que dividían los boule-
vares pekineses, las yemas de los ciruelos amoratadas de frío
que florecían si se las dejaba cerca de la estufa, los barriles de
madera de morera que comunicaban al vino un débil sabor a
violetas.
Christopher Toy me contó que emprendían largas cami­
natas por Pekín. A pesar de que el profesor Li lo llevaba del
brazo, Christopher tenía miedo. Lo aterraba la colmena chi­
na; se sentía acosado por el zumbido metálico de las miles de
bicicletas, un sonido parecido al de afilar cuchillos unos con­

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tra otros. Paradójicamente, la ceguera lo salvaba de darse


cuenta de cómo lo miraban a él: un demonio extranjero, un
enemigo del pueblo chino. La ceguera también lo protegía del
efecto siniestro de la copia, de advertir que todos iban vesti­
dos con trajes idénticos. (“Usamos uniformes negros, verdes o
azules porque en esos colores se notan menos las manchas”,
bromeaba el profesor Li.) Mientras Christopher me contaba
lo de los uniformes, recordé el deseo de Marilyn de ser una de
las Rockettes del Radio City: “Cuando bailan todo el mundo
las mira, pero ven el conjunto, individualmente ellas no exis­
ten. Son todas iguales: de la misma talla, de piernas perfectas,
sincronizadas como relojes. Arthur me decía que un reloj an­
da bien si marca la misma hora que los demás relojes, la vir­
tud de los relojes es la uniformidad. En grupo, las Rockettes es­
tán protegidas de las miradas. Ah, cómo las envidio, debe ser
muchísimo más descansado”. Sin embargo estoy seguro de
que Marilyn mentía. Era adicta a las miradas. Estaba demasia­
do acostumbrada a pasarse el día en sesiones fotográficas o
frente al espejo probándose ropa. Le habían engrosado los la­
bios, alisado el pelo, aumentado el tamaño de los ojos y del
culo; usaba vestidos tan ajustados que parecían cosidos al
cuerpo, se notaba que no llevaba ropa interior. Probablemen­
te estaría cansada de tener que ocuparse tanto de su imagen,
pero, sin duda, no le habría gustado ni por un segundo desa­
parecer disimulada entre miles de chinos idénticos.

En la plaza Tien An Men se celebraban mitines por los


motivos más variados, ellos siempre asistían. El profesor Li lla­
maba a esta actividad hacer turismo político. (Cabe acotar que
el profesor no era anticomunista, pero detestaba el culto a la
personalidad. El ejemplo favorito que empleaba para ilustrar

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su disgusto era la definición de la palabra “amor”, en el dic­


cionario chino-inglés: “Sentimos un amor apasionado por
nuestro gran timonel, el presidente Mao”. “¿Por qué la políti­
ca tiene que ser tan pueril?”, se quejaba el profesor Li.) En los
mitines, el Partido exhibía su monstruoso poder de moviliza­
ción. Colocaban altoparlantes en los árboles y equipos de pri­
meros auxilios en las esquinas. Quitaban las tapas de las alcan­
tarillas para que las letrinas móviles -grandes ómnibus con los
vidrios pintados- desaguaran directamente en las cloacas. El
profesor Li le describía a Christopher un tum ulto de gente de
pelo negro, uniformes azules y bosques de banderas rojas. Los
Jóvenes Pioneros con sus blusas blancas y sus pañuelos rojos
parecían muy felices; llevaban naipes y revistas, saltaban a la
cuerda y jugaban a la rayuela, como en un picnic. Los Estados
Unidos eran el blanco principal del ataque de los manifestan­
tes. En los carteles, poderosos puños chinos aplastaban la ca­
beza del “Tío Sam”.
Si estaban cansados volvían al hotel en un rickshaw. Sen­
tir la agitación, los tirones irregulares del coolie, le recordaba a
Christopher uno de los últimos poemas de Jay Lerer, “Coolies”:

Mientras descansa, el coolie


mastica un cabito de pasto con la mente en blanco.
Muslos de caballo,
tracción a sangre.
El cuerpo es un animal.
Circuito de la materia pura:
una extracción de sangre
equivale a un desayuno.

El coolie,
sandalias y músculos de caucho,

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tracción a sangre,
el cuerpo es un animal.
¿Descubriré heces humanas sobre el asfalto?

Como piloto de la USAF, el padre de Christopher había si­


do parte del ejército americano de ocupación en Japón. Cier­
to día viajaban en jeep por el campo con algunos compañe­
ros, camino a la base, cuando comenzó a molestarlos un polvo
seco y picante con un penetrante olor a mierda. Interrogados,
los campesinos japoneses de la zona, admitieron cándidamen­
te - o con meditada malicia- que abonaban los campos con
materia fecal humana. “Al fin y al cabo”, decían, “¿no somos
los hombres seres más elevados que un caballo o una vaca?”
Los oficiales dejaron de comer verduras. “Todo lo que es dife­
rente de uno es mierda”, concluía Christopher Toy.

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- X III -
El gran salto

Viajaron a la región de las Colinas Perfumadas, treinta ki­


lómetros al oeste de Pekín. M ontaron el laboratorio en lo que
había sido el Astor Building; una ampulosa construcción in­
glesa rodeada por un extenso parque, originalmente asiento
de una firma importadora que se había enriquecido con la
Guerra del Opio. La decoración china característica -felpa de
color azafrán o rojo chillón, negras columnas de laca, lámpa­
ras de bronce repujado- se mezclaba con la suntuosidad bri­
tánica: sanitarios Twyfords de Henley, pisos de roble. El per­
sonal del proyecto se alojó en el hotel Ai-Chun, una caja gris
de hormigón a un kilómetro del laboratorio.
Al principio, los oficiales del Servicio de Inteligencia
Chino sólo planeaban levantar una fachada de laboratorio
biológico, para engañar a las cámaras de los satélites y de los
aviones espía de la Air Forcé Intelligence. Confiaban en que
el profesor Li convencería a los americanos con su prestigio,
con investigaciones fraguadas y sagaces argumentos científi­
cos. Pero recibieron una orden insólita de un alto ejecutivo
del Partido. Este jerarca, que se mantuvo de incógnito, les or­
denaba realizar verdaderas experiencias de cruza entre hom ­
bres y monos. La nueva orientación del proyecto alarmó a los

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genetistas. La señorita Wu intentó tranquilizarlos: segura­


mente el alto ejecutivo pensaba que, para que el simulacro
funcionara y la CIA autorizara el ingreso de la delegación en
los Estados Unidos, deberían exponer ante los científicos
americanos evidencias que probaran, sin lugar a dudas, que el
Gran Trabajador era una investigación auténtica. La señorita
Wu recordó un antiguo proverbio tibetano: “La mejor mane­
ra de mentir es decir la verdad”. Pero estas razones no calma­
ron los temores del profesor Li, sospechaba que la señorita
Wu le ocultaba algo. Cabía la posibilidad de que el jerarca no
hubiera aceptado que el Gran Trabajador sólo fuera una pan­
talla del Servicio de Inteligencia; si lo consideraba realizable,
los científicos estaban en un serio peligro: a corto plazo el eje­
cutivo exigiría resultados. Q ue la cruza entre hombres y m o­
nos fuera imposible no tenía la menor importancia, según el
dogma del Gran Salto Adelante, para C hina ninguna empre­
sa era imposible. De todas maneras, el profesor Li sabía que
ya era demasiado tarde para retirarse.
Publicaron los primeros avisos para pedir donantes de se­
men en el Diario del Pueblo, mucho antes de terminar de ins­
talar el laboratorio. La causa de tanta premura era comprensi­
ble, desde el Gran Salto Adelante, en China la gente trabajaba
a toda velocidad. En 1958 Mao le reveló a su pueblo que la
ciencia era una creación capitalista y que, por obra del fervor
de las masas, China arrasaría con todas las dificultades y, de
un salto, alcanzaría a los países desarrollados. Por eso se lo lla­
mó el Gran Salto Adelante. Dado que la población era el re­
curso más abundante, Mao empleó la táctica de la Marea Hu­
mana para compensar la falta de tecnología y de equipo. Pero
la consecuencia del apuro fue una serie de desdichados fraca­
sos. Las bruscas innovaciones agropecuarias arruinaron las co­
sechas; millones de altos hornos domésticos produjeron tone­

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ladas de lingotes de Hierro Nativo malogrado por el exceso de


azufre. (El hierro se quebraba en las laminadoras, los tubos
de acero sin costura contenían fisuras y soplos.) El arroz y la
soja escaseaban, las fibras textiles se cortaban en los husos, las
nuevas unidades de vivienda obrera se desmoronaban después
de un par de lluvias fuertes. Pronto el fervor de las masas se
convirtió en desesperación; luego vinieron las pavorosas ham­
brunas del ’60. Pero, a pesar de las secuelas de tanta precipi­
tación, en el ’6 l seguía vigente el lema: “Mayor cantidad, ma­
yor rapidez, mayor calidad, menor costo”. Los campesinos se
quejaban: “Los que están arriba apuran, exigen resultados a
los gritos; los que están abajo se rompen las piernas corrien­
do, terminan inventando mentiras”. Durante el Gran Salto
Adelante, la única manera de cumplir con las metas trazadas
por el Partido, fue adulterar la producción: los granos de ce­
real se mezclaban con grava y se rociaban con agua, el paño
era estirado y planchado para aumentar su metraje, las fábri­
cas de maquinaria no producían piezas de repuesto porque no
contaban para las estadísticas, en los vagones de carbón la mi­
tad del cargamento era de piedra caliza (“las minas no son
canteras”, protestaba el ministro de Industria Carbonífera).
Este era el motivo de la urgencia del profesor Li y de sus co­
laboradores: sabían que, a pesar de los reveses, los camaradas
del Partido seguían siendo muy impacientes. El profesor Li
mantenía a Christopher Toy informado de los avances de sus
ensayos; esperaba que, para cuando los dirigentes comenzaran
a apremiarlo, el americano lo ayudaría a inventar una buena
excusa.
-¿Por qué el Gran Salto Adelante parecía factible y des­
pués, en la práctica, surgieron tantos problemas? -le pregun­
tó un día Christopher al profesor Li.
-O curre que Mao es también un poeta, trabaja con pala­

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bras, y las palabras siempre concuerdan más con los deseos


que con los hechos. Dicen que Mao es un gran poeta, es una
pena que no haya dedicado más tiempo a escribir poesía
-concluyó el profesor con una sonrisa.

O tro problema era la imposibilidad de predecir las se­


cuelas políticas de un acto tan contrario al puritanismo ofi­
cial. Por eso, el texto del aviso que solicitaba dadores de se­
men, era deliberadamente confuso. Los redactores se valieron
de un eufemismo: solicitaron varones de veinte a treinta años
que dieran vida para la construcción del socialismo. No se
atrevieron a ser más explícitos acerca del carácter de la dona­
ción. Hasta la arrogante señora Kung Peng, del Ministerio de
Seguridad Pública, se mostraba cautelosa: “¿Cómo sé que es­
te aviso no se usará en mi contra en la próxima purga?”, pen­
saba con sensatez. Una larga fila de donantes comenzó a for­
marse desde la medianoche. Todos tenían miedo. Casi como
un amuleto, sin excepción, llevaban en la mano el Libro Rojo
de Mao; los más prudentes usaban relojes con dim inutos li­
bros rojos en la punta de las manecillas o proclamas revolu­
cionarias y máximas del Libro Rojo impresas en los calzonci­
llos y en las medias. La ambigüedad y extensión del “pedido
de vida para la construcción del socialismo” convocó a dado­
res de sangre y donantes de órganos, a padres que creyeron
que el Estado apetecía a sus hijas sobrantes, a ilusos que lo in­
terpretaron como un llamado para afiliarse al Partido; sólo
unos pocos entendieron a qué se refería el aviso.
La mayoría de los donantes eran jóvenes que no tenían
esperanzas de casarse hasta alcanzar la treintena. Para soportar
este celibato forzado trataban de entusiasmarse - y amenazar­
se- con las consignas partidarias: “El amor vuelve irregular al

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trabajador, socava su energía y le hace perder celo político”,


“Los sentimientos románticos delatan disposiciones burgue­
sas”. Entre los donantes había telefonistas que se comprome­
tieron a no casarse antes de haber conectado trescientas mil
comunicaciones, ingenieros que estarían eternamente de viaje
construyendo interminables diques y represas a lo largo del río
Yang-Tsé. Muchos adherían al Movimiento Moderno contra
el Amor Antiguo y al Movimiento Entrega tu Corazón al Par­
tido.

Si de algo servía la Marea H um ana era para descubrir


mutaciones genéticas. Se necesitaba un enorme número de
dadores, los biólogos calculaban un caso de mutación cada
diez mil tomas. La existencia de murantes era un viejo tema
chino; la descomunal cantidad de nacimientos multiplicaba
la probabilidad de hallar engendros. El amor de los chinos
por las rarezas naturales los impulsaba a criar a estos seres
que, de otra forma, hubieran muerto. No les interesaban de­
masiado los gigantes, los enanos, ni los siameses; acaso por la
falta de vello corporal de la raza, los chinos preferían los fe­
nómenos peludos. Los favoritos eran el Hombre Perro u
H ombre León, las Niñas M ono (con las piernas cubiertas de
cortas crines negras, que proyectaban los labios hacia adelan­
te como los chimpancés) y las Niñas Visón (envueltas en una
pilosidad apretada, fina y sedosa, con caderas y senos femeni­
nos y un dulce rostro hum ano que, en ese cuerpo, causaba
una peculiar repugnancia). Por precaución no permitían que
ninguna de ellas conservara sus uñas y dientes. También les
encantaban las conformaciones raras, ayudaban a la naturale­
za a fabricarlas. Szechwán era la cuna de las afamadas M uñe­
cas Saltarinas (les trababan las rodillas con vendas desde el na­

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cimiento de manera que sus muslos y piernas formaran una


sola línea, caminaban como en una perpetua carrera de em­
bolsados) y de las Muñecas Valija (con el talle reducido a
treinta centímetros por haber estado encerradas durante años
en un corsé de acero soldado sobre el cuerpo). Los chinos no
los atendían por altruismo, los monstruos eran un renglón
tradicional entre los productos que comerciaba la Compañía
Mercante de la China Profunda (más de trescientos pedidos
de la N iña Mono por año).
La historia de la Compañía Mercante de la China Pro­
funda arranca en 1949, cuando los comunistas erradicaron los
burdeles e intentaron reeducar a las prostitutas. Pretendieron
adoctrinar a las miserables putas de agua salada que deambu­
laban por los muelles entre los marineros; a las prostitutas de
ojos de perro, que tenían los ojos redondos como europeas,
porque se habían hecho operar los párpados para agradar a los
soldados norteamericanos de las fuerzas de ocupación en el
’45; a las rusas blancas de Shanghai, refugiadas desde los tiem­
pos de la Revolución Soviética. Los comunistas las exhortaban
a relatar su desgraciada historia en público: cómo sus padres
las habían vendido creyendo que las destinarían a un trabajo
honesto, cómo un rufián las había desflorado, las palizas y
quemaduras infligidas para amansarlas, la complicidad con la
policía que las devolvía al prostíbulo cada vez que escapaban.
La gente iba al teatro a escucharlas y lloraba. Para su readap­
tación social las proveyeron de máquinas de coser, transforma­
ron los burdeles en fábricas de repostería y nurseries. Algunas
de las que huyeron de la reeducación comunista emigraron a
H ong Kong, otras fundaron la Compañía Mercante de la
C hina Profunda. Con capitales de accionistas franceses, fleta­
ron tres viejos juncos artillados con calado suficiente para na­
vegar en altamar. Muchas de las exprostitutas -q u e actuaban

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como socios industriales- también eran francesas (desde el si­
glo XDC, las colonias francesas de Asia siempre contaban con el
cónsul y las prostitutas locales). La Compañía se dedicaba a la
trata de blancas y de fenómenos. Viajaban bordeando la cos­
ta, compraban niñas y niños a las familias pobres de las peque­
ñas aldeas de pescadores, y obtenían magníficas utilidades
vendiéndolas a las grandes Casas de Placer de Laos, Malasia,
Birmania y Macao.

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- XI V-
La vieja de los “Lirios de oro”

La extracción de esperma tropezó con varios inconve­


nientes. El profesor Li había previsto un ejército de biólogos
para que examinara el material bajo microscopio, no calculó
que permanecerían ociosos tanto tiempo. Convencer a los da­
dores era casi imposible. Cuando les decían lo que pretendían
de ellos, los jóvenes se indignaban; argüían que el semen es
una sustancia preciosa: “Cien granos de arroz forman una go­
ta de sangre, y cien gotas de sangre forman una de semen”. Pe­
ro la verdad es que estaban asustados; masturbarse -agravado
porque era de dominio público- violaba las normas políticas.
Algunos temían que fuera una trampa del Partido para poner­
los a prueba, para averiguar si eran auténticos comunistas o
individuos concupiscentes que desperdiciaban su energía en el
sexo, escamoteándosela a la causa del socialismo y la paz m un­
dial. Los varones se alojaban algunos días en el laboratorio;
mantener en secreto el tiempo que pasaban lejos de sus casas
era impensable en un país donde había un policía doméstico
cada ocho a diez familias. Al fin el profesor Li, desesperado,
accedió a firmar un formulario preimpreso, donde declaraba
que los hombres participaban de una investigación científica
confidencial, avalada por el Partido y asumía personalmente
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toda la responsabilidad. Se refería en particular al daño que


ocasionaría a las comunas la pérdida de días-hombre de traba­
jo. Fue el riesgo más grande que tomó en su vida. Se despidió
de su familia y de sus amigos; ya imaginaba su fin como pri­
sionero en un campo de trabajos forzados en la helada Mon-
golia Interior.
Incluso con el formulario firmado los dadores se mostra­
ban renuentes, decían que los técnicos los inhibían, la mayo­
ría no lo lograba y, cuando por fin se obtenía una muestra, la
sustancia era pobrísima, los espermatozoides desvitalizados
flotaban en la superficie panza arriba como peces muertos. Al­
guien insinuó que se debía a la mala alimentación. En este
punto el consenso fue absoluto; entre lágrimas de angustia, los
donantes detallaron lo que habían comido en el último año.
La cuota mensual para un trabajador adulto era un cuarto de
kilo de carne de cerdo, pequeñas raciones de arroz y harina
de calidad inferior y cien gramos de aceite comestible. C om ­
pletaban la dieta con nabos amargos, ojos de papa, retazos de
cuero de las curtiembres, flores de calabaza y cortezas de abe­
dul. En un rapto de sinceridad, alguien confesó que robaba
papas plantadas en los jardines de las casas y se las comía cru­
das allí mismo.
Cierta vez el profesor Li le contó a Christopher una char­
la entre algunos donantes.
-N osotros cultivamos bacterias, es lo mejor -se jactaba
un agricultor de edificio. Es justo reconocer que era el más
gordo de los presentes.
-D ebe ser fácil conseguirlas, las bacterias son el 30% del
peso seco de la materia fecal -acotó un bioquímico.
-E so es asqueroso -se ofendió el gordo-. Las cultivamos
en un medio especial, una fórmula en experimentación. Se
obtiene un alimento muy nutritivo. Las bacterias son como
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cualquier proteína animal; esterilizadas, desecadas y en polvo


tienen gusto a harina de pescado, se pueden usar como base
de diversas comidas.
Como los demás lo miraban con muecas de incredulidad,
el gordo supuso que debía defenderse:
-M ucho peor es el canibalismo -se justificó.
Nadie supo a qué se refería.
En alguna de las numerosas ocasiones en que Christo­
pher me habló del hambre en China, un pensamiento morbo­
so pasó por mi mente: traté de calcular cuántas docenas de fa­
milias chinas hubieran podido comer de la belleza de Marilyn.
Aunque reconocía que era una idea absurda, me causaba ex-
trañeza que, de esa lucrativa belleza la muerte no hubiese de­
jado nada. Un valioso capital desperdiciado, podría lamentar­
se un ejecutivo de la Fox.

El Gran Trabajador había recibido una partida presu­


puestaria insólita en relación a lo que se asignaba a la ciencia
en China. El profesor Li Li-Shuan entendía que esta prodiga­
lidad era proporcional al interés que el misterioso jerarca te­
nía en el proyecto. A pesar de que esto lo inquietaba, decidió
no acobardarse y aprovechar el dinero. Después de innumera­
bles tazas de té verde con los dirigentes del Partido y pacien­
cia con los oficios burocráticos, el profesor Li consiguió galli­
nas. Todos estaban de acuerdo con que en un sistema de vida
socialista no debían otorgarse premios, pero sin semen no ha­
bría Gran Trabajador. Sin embargo, aunque se prometió una
gallina ponedora para cada uno de los hombres que cumplie­
ran, el rendimiento apenas se elevó. Al poco tiempo, el profe­
sor gestionó una partida de preservativos; se le ocurrió que
servirían de estímulo erótico para las aletargadas mentes de

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sus compatriotas. Tampoco esta estratagema dio resultado.


(En verdad -reflexionó luego el profesor Li-, el preservativo
oficial chino, de color marfil, levemente narigón, colgando
flojo como una media vieja, no era capaz de excitar la fantasía
de nadie.) De repente, cuando el profesor ya desesperaba de
obtener sus ansiados espermatozoides, los recuentos en centí­
metros cúbicos comenzaron a aumentar, asimismo mejoró la
calidad y lozanía del semen. Como casi todos los descubri­
mientos científicos, también éste se debió al azar. Nadie com­
prendía el milagro, hasta que un rubicundo campesino de la
comuna de O nán, listo para volver a casa con su gallina bajo
el sobaco, admitió: “Fue gracias a la abuela”.

Una de las laboratoristas traía al trabajo a su abuela, una


china de pies deformes que, imposibilitada de caminar, viaja­
ba a horcajadas en la parte posterior de la bicicleta de su nie­
ta. La vieja se sentaba al sol en un banco del parque del Astor
Building, solía sacarse los zapatos y masajearse los pies venda­
dos y curvados como garras. En ocasiones, mientras se acari­
ciaba los pies-muñones, la mujer lloraba de dolor. Una vez por
semana se cambiaba las vendas para dejar caer la piel muerta.
La nieta explicó que su abuela le atribuía al sol virtudes cura­
tivas. La vieja se conducía como si nadie la estuviera observan­
do; funcionó como un señuelo sexual. Los donantes pedían
los boxes de ese ala de la mansión y se apostaban frente a las
ventanas para espiarla. Mientras se masturbaban, hablaban
entre ellos a través de los tenues tabiques divisorios de papel
de arroz aceitado. Comentaban sucesos de los tiempos anti­
guos que les habían narrado sus padres y abuelos: acerca del
culto de los pies llamados “Lirios de oro” y de los “Lirios fra­
gantes”, de los pies tiernos, los pies llenos al tacto, placenteros

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para la mano, la vista y la lengua. Nostálgicos de la sumisión


femenina, decían que en aquellas épocas las mujeres casi no
podían caminar: salían de los cuartos retrocediendo con las
manos juntas; durante el embarazo y la lactancia se encerra­
ban como abejas reina. La consecuencia de esta vida enclaus­
trada, era la blancura y delicadeza traslúcida de la piel nunca
expuesta al sol. Se desnudaban pero conservaban los pies cu­
biertos, calzaban chinelas con las punteras vueltas hacia arriba
como la proa de una galera romana. Los pies escondidos eran
más excitantes que los mismos genitales.
-¡Q ué gustos inmundos tienen los hombres! -exclamó
irritada la señorita W u-. Los pies retorcidos de esa mujer pa­
recen un bonsai orinado por las hormigas.
-Estoy de acuerdo, a mí tampoco me gustan los pies de
esta abuela, son como patas de gallina -convino el profesor Li.
Todavía recordaba las radiografías de los pies de su hermani-
ta, más parecidos a la pata prensil de un mono que a un
miembro humano.
El profesor Li solicitó la ayuda de jóvenes camaradas de
pies sanos, que comenzaron a visitar el laboratorio calzadas
con tacos altos. Los fetichistas de los pies saben que aunque
un pie mida cuatro o cinco pulgadas, en un zapato de taco al­
to parece más pequeño que uno de tres pulgadas calzado en
un zapato de taco bajo. En el zapato alto los dedos señalan ha­
cia el suelo, en perspectiva parecen más chicos. Cuando los
hombres veían a las mujeres calzadas de esta forma no podían
aguantarse: corrían a toda velocidad a los boxes a descargar su
muestra.

En el laboratorio se generó un clima erótico inusitado


para C hina - y riesgoso para el Gran Trabajador-. Si al prin­

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cipio las laboratoristas se aburrían y, a la misma hora, todas


apoyaban disciplinadamente la cabeza sobre las largas mesa­
das de trabajo para dorm ir la siesta, ahora corría demasiado
semen bajo los microscopios. Las mujeres del equipo estaban
asustadas, comenzaron a usar barbijos de gasa. Los barbijos
son comunes entre los budistas, a quienes repugna la idea de
tragarse por descuido a algún pariente encarnado en mosqui­
to; además los orientales consideran que la boca es algo muy
sucio (hasta tal punto que las estampillas chinas no tienen go­
ma en su reverso, para que no se vean tentados de hum ede­
cerlas con la lengua). Pero ahora las laboratoristas se ponían
barbijos de gasa por otro motivo: manipulaban tal cantidad
de esperma que tenían un terror supersticioso de quedar em ­
barazadas.
Los dirigentes del Partido estaban satisfechos con el éxi­
to logrado en la primera etapa del proyecto; acorde con el es­
píritu de la época, lo llamaron La Marea de Esperma. Sin em ­
bargo, a pesar del caudal de material disponible, el profesor
Li no encontró espermatozoides con más de veintitrés cro­
mosomas. Por desgracia ninguno de los voluntarios presenta­
ba mutaciones. Precisaba espermatozoides con veinticuatro
cromosomas, porque ese era el número de cromosomas del
óvulo de las chimpancés. De todas maneras sabía que aunque
coincidieran en el número de cromosomas, lo más probable
era que el apareamiento fracasara, porque los cromosomas de
una y otra especie serían portadores de genes diferentes e in­
compatibles entre sí. Acelerar la tasa regular de mutaciones
genéticas empleando rayos X, emanaciones de radio o sustan­
cias químicas era muy peligroso. Tendría que inseminar a las
monas con el esperma que poseía. Aunque esto sería suficien­
te para reunir datos para los protocolos de la investigación
falsa, el profesor Li le confesó a Christopher que se sentía de­

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silusionado. La alegría por la victoria de La Marea de Esper­
m a le duró m uy poco; se daba cuenta de que cada tanto olvi­
daba que el Gran Trabajador era sólo un simulacro, una pan­
talla para engañar a los americanos. Tal vez este “olvido” se
debía al tem or de no poder cumplir con el proyecto o acaso
porque se había entusiasmado realmente con la utopía de
cruzar hombres y monos.

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- XV-
Locos por Lis monas

Mientras el profesor Li aún sufría tribulaciones por la es­


casez de esperma, tres pisos más arriba comenzaron a cons­
truir el bioterio definitivo. La buhardilla del Astor era muy
amplia, coincidía prácticamente con la planta total del edifi­
cio. Un arquitecto sueco, especializado en alojamientos para
animales de experimentación, diseñó el bioterio y supervisó
personalmente la obra. Cumplía con las normas de asepsia
más estrictas. Tuvieron que colocar tuberías de agua adiciona­
les para alimentar los nuevos tanques y calderas, ya que los
técnicos y zoólogos estaban obligados a darse baños de vein­
te minutos y vestir ropa esterilizada. Habían im portado se­
senta chimpancés adultos, nacidos y criados en Suecia, cua­
renta y cinco hembras y quince machos; todos monos de tres
a cinco estrellas, calificados de acuerdo a su grado de conta­
minación microbiológica -lo s de cinco estrellas estaban libres
de gérmenes por com pleto-. Las jaulas, bebederos y la viru­
ta de los lechos eran esterilizados en gigantescos autoclaves.
Estos cuidados no eran exagerados, si se contaminaban con
algún microbio los animales deberían ser sacrificados e inci­
nerados. Por supuesto los monos no tenían pulgas, esto supri­
mía el aseo social, una de sus principales actividades. Espul­

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gar establecía las jerarquías y ordenaba la tribu -todos se pe­


leaban por espulgar al jefe-. El ocio los ponía ansiosos y agre­
sivos. Para mantenerlos ocupados los zoólogos les echaban
arena esterilizada en la pelambre.

Entretanto en el resto del país continuaban las hambru­


nas; helaba, las mujeres prendían fuegos de hojas barridas y
excrementos de gusanos de seda. Las industrias pedían los de­
sechos hogareños para utilizarlos como materia prima: restos
de papel y de trapo, vidrios rotos, escamas de pescado, cisca­
ras de huevo, zapatos viejos e incluso fósforos usados. En las
esquinas de Pekín habían colocado postes con cestos de bam­
bú, los llamaban “Cuencos del Tesoro”; en ellos la gente tenía
que depositar los desechos. Fabricaban muebles y herramien­
tas con juguetes rotos, zapatos con piel de pescado, llamaban
“Caucho Resucitado” a una sustancia negra, pegajosa y sucia
que elaboraban con sobras de goma. Los campesinos protes­
taban, citaban un viejo proverbio: “Sin arroz ni siquiera una
mujer ingeniosa puede hacer comida”. El Partido respondía
como siempre: “Se puede hacer comida sin arroz. Sabemos
que las fuerzas de la naturaleza se doblegan ante la justa cóle­
ra del pueblo”.
Al profesor Li lo seguía intrigando -m ás bien comenzaba
a obsesionarlo- lo exorbitante del presupuesto a su disposi­
ción. Si sólo se trataba de un fraude contra los americanos el
gasto no tenía sentido. Los científicos yanquis aceptarían con­
diciones de trabajo humildes, considerarían la emergencia so­
cial que atravesaban los chinos y creerían que la investigación
era verdadera. El profesor Li sabía que la señora Kung Peng
conocía la respuesta, pero frente a la funcionaría de Seguridad
Pública se sentía amedrentado.

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El profesor Li y Christopher hablaban muy seguido, cier­


ta vez el poeta le dijo con tono travieso:
-Parece que el que respalda al Chimpansex es uno de los
Cuatro Grandes. (Christopher insistía en llamar al Gran tra­
bajador, Chimpansex, se negaba a renunciar al nombre que él
le había puesto.)
El americano pasaba sus horas muertas sentado en el co­
medor del Astor Building, quieto y silencioso; solía prestar
atención a los rumores. Cerca de él los chinos hablaban con
un descuido infrecuente. Algunos pensarían que Christopher
Toy no dominaba la lengua mandarina; para los distraídos,
por su condición de ciego, resultaría invisible; por fin, otros
supondrían confusamente que por no ver Christopher tampo­
co oía.
Había escuchado que se trataba del presidente Liu Shao-
chi, uno de los Cuatro Grandes, el jefe del Estado chino, de­
signado por Mao como su sucesor natural. Un político de ros­
tro afilado, duro e implacable.
La noticia conmocionó al profesor Li. Se sabía que el pre­
sidente Liu Shao-chi había sido el impulsor secreto del Gran
Salto Adelante, con las calamitosas consecuencias ya relatadas.
El profesor comprendía que, cuando llegara la hora de admi­
tir su fracaso -con la correspondiente autocrítica-, le cobra­
rían con creces todo lo desembolsado. Para colmo, como pre­
mio por su triunfo con La Marea de Esperma, le habían
asignado un automóvil Bandera Roja. También pagaría por el
auto, que de todas formas andaba mal.

Existía consenso en que ninguna hembra hum ana sopor­


taría la repulsión de engendrar un mono en su vientre. Pare­
cía lógico que la cruza fuera entre monas y hombres. Uno d'’

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los zoólogos le explicó a Christopher que hacían convivir a las


hembras chimpancés con los machos, porque se precisaba ese
estímulo para ponerlas en condiciones de procrear. Cuando
se iniciaba el celo, la piel de la vulva se hinchaba y enrojecía,
la inflamación duraba alrededor de diez días, ese era el tiem­
po de receptividad sexual. Intentaban preñarlas mediante in­
seminación artificial. Una mensajera del laboratorio genético
subía hasta el bioterio y entregaba el semen humano. Lo
transportaban en botellas refrigeradas con ácido carbónico, el
material se enfriaba rápido y se conservaba dieciocho horas
en buen estado.
Se supone que los zoólogos inseminaban a las monas ba­
jo anestesia, les inducían un sueño superficial y rápido con
cloroformo. El profesor Li trataba de imaginarse a las chim­
pancés sobre la camilla, eterizadas, boca arriba, con los brazos
peludos colgando flojos casi hasta el suelo. Trataba de imagi­
narse la escena porque nunca la había visto. A pesar de ser el
encargado general del Gran Trabajador, el profesor Li no
estaba autorizado a entrar al bioterio; tampoco había visto a
los monos, se preguntaba si realmente existían. Según Chris­
topher esta prohibición exasperaba al profesor, pero estaba
demasiado acostumbrado a obedecer como para pensar en
quejarse.
La poderosa División Animales aprovechaba al máximo
su autonomía. Luego de tres meses, en agosto del ’6 l, las in­
seminaciones aún no habían dado ningún fruto. Cuando en­
viaba los frascos al bioterio, el profesor Li tenía la horrible
sensación de que la esterilidad de ese ambiente neutralizaba la
fertilidad del semen humano. Sospechaba que los zoólogos ni
siquiera fecundaban a las monas; suponía -co n razón- que es­
taban más interesados en cuidar a sus chimpancés que en el
éxito del proyecto. Era el clásico proceder de la burocracia: al

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principio se trabaja, luego sólo importa crearse trabajo para


conservar el trabajo. Los monos habían costado mucho dine­
ro, nadie iba a sacrificarlos, los zoólogos los acompañarían a
donde fuesen; si no servían para esta experiencia, servirían pa­
ra otra; mientras los animales vivieran, ellos tendrían el pues­
to asegurado. En cambio, si las inseminaban, podían desenca­
denarse una cantidad de sucesos desagradables: muertes por
anestesia, infecciones por ingreso de material contaminado y,
en caso de tener éxito, embarazos monstruosos, mortificación
y eventual muerte de las madres. Después el profesor Li se cal­
maba, volvía a recordar que el Gran Trabajador era un desva­
río, un embuste; aunque se ilusionaba, no esperaba realmente
que las monas se embarazaran.

Las primeras señales de descontento provinieron de los


colaboradores de su equipo, juzgaban que el profesor Li era
demasiado lerdo. El periódico China Reconstruye publicaba
biografías de trabajadores velozmente ascendidos. Un pastor
de cabras analfabeto se convirtió en dos años en investigador
del Instituto de Veterinaria de Pekín; operarías de una fábrica
de telares de Shanghai diseñaron los planos de siete máquinas
nuevas en una noche y las construyeron en tres días; después
de cinco meses de instrucción se autorizó a veintidós enferme­
ros del hospital de H unan a practicar cirugía torácica y gine­
cológica. Los técnicos pretendían enseñarle, no reconocían su
autoridad, muchos dejaron de saludarlo. Cierta mañana, la se­
ñora Kung Peng le comentó que había recibido un delicioso
té verde aromatizado con tamarindo. Era una invitación ine­
ludible. El profesor Li sabía que después de charlar con la se­
ñora Kung siempre le daba diarrea. Entre la tercera y cuarta
taza, la funcionaría del Ministerio de Seguridad Pública co­

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menzó a hablarle de la necesidad de abolir la diferencia entre


las ciencias empíricas y las ciencias formales.
-Todas las ciencias deberían ser empíricas. No podemos
heredar sin crítica el sistema inventado por la burguesía, el ór­
gano del Partido calificó de basura a la ciencia burguesa. De­
bemos establecer nuestro propio sistema científico, con el
pensamiento del camarada Mao Tse-Tung como guía, con
creaciones para las masas que puedan ser fácilmente domina­
das por ellas.
Un rato más tarde, la señora Kung apoyó la quinta taza
de té sobre el platillo y dio por terminada la entrevista. Cuan­
do escoltaba al profesor hasta la puerta, dijo tratando de qui­
tarle trascendencia a la noticia:
-P ronto vendrá alguien a ayudarlo, un hombre viejo. Es
médico y además jardinero, un jardinero muy sabio. El cama-
rada Mao dice que debemos caminar con las dos piernas: uti­
lizar nuestro saber nativo ancestral junto con los conocimien­
tos de la ciencia moderna.
Comenzó a propagarse la versión de que en el laborato­
rio se hacían experimentos sexuales con seres humanos e in­
vestigaciones contrarias a la moral. Habían recibido cientos de
dadores, cada uno suponía una amenaza latente, mantener el
secreto era imposible. La presión sobre los dirigentes de la ra­
ma científica del Partido aumentaba día a día. Alguien quería
que el profesor Li se apurara, alguien que precisaba triunfos
rápidos y a quien no le preocupaba que no se respetaran los
pasos del método científico. El profesor Li buscó a Christo­
pher y se lamentó amargamente. Era la única persona en la
que confiaba, por algún motivo desconocido no temía que el
americano lo denunciara. Christopher me contó que intentó
tranquilizarlo. Le dijo que le convenía que un hombre del pre­
sidente Liu Shao-chi se pusiera al frente del Gran Trabajador,

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de todas formas el médico-jardinero tampoco podría efectuar


la cruza y su fracaso demostraría que el proyecto era imprac­
ticable. Esto disminuiría la responsabilidad del profesor Li.
Pero el hombre estaba muy asustado.
—Usted no entiende, camarada Toy -le respondió-, usted
no es chino.
Christopher le propuso que interrogaran a la señorita
Wu. La notaron afligida, estaba tomando vino de arroz.
-H u b o un terrible malentendido -se disculpó la m ujer-,
estoy muy apenada. Ciertos dirigentes de Pekín interpretaron
que el Gran Trabajador era verdaderamente realizable. Reco­
nozco que no insistí lo suficiente en despejar la confusión,
pensé que de otra manera no lo aprobarían. Los dirigentes
más radicalizados quieren acabar con las madres. Dicen que el
vínculo madre-hijo es el núcleo del egoísmo burgués; que esa
morbosa relación “uno a uno” ha perjudicado al ser humano
desde el principio de los tiempos. Por eso les interesan tanto
este tipo de proyectos: hombres u hombresmono concebidos
por fecundación artificial, donantes anónimos de óvulos y es­
permatozoides, hijos criados por una comuna, el Estado como
padre y madre del niño. Acaso al presidente Liu Shao-chi lo
abandonó su madre, es soltero, el Partido es el único amor
que se le conoce. Supongo que usted ya estará enterado, el
presidente Liu Shao-chi es quien nos asignó este presupuesto
millonario, él es nuestro patrocinador.
Christopher sonrió: que la investigación emprendida pa­
ra dar verosimilitud a una pantalla del Servicio de Inteligen­
cia, fuera una tentativa verdadera de cruzar hombres con mo­
nos lo divertía. Su cuento se había convertido en hechos
tangibles. El Partido había llevado hasta el extremo el prover­
bio tibetano de la señorita Wu: “La mejor manera de mentir
es decir la verdad”. El profesor Li sabía que nunca podría fa­

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bricar el hombremono. A medida que pasara el tiempo su vida
tendría cada vez menos valor.
Pronto aparecería en escena el médico-jardinero, sería
bueno que para entonces tuvieran algo que mostrarle. Era im­
prescindible garantizar que, por lo menos, las inseminaciones
se llevaran a cabo. Decidieron que la señorita Wu apelaría a
sus influencias para amenazar a los zoólogos. Christopher in­
sistió en que no se desviaran del plan original, que continua­
ran acopiando material falso para presentar ante los america­
nos. Incluso, si hallaban algún director experto en trucos
cinematográficos, podrían fraguar filmaciones del hombremo­
no. El profesor Li y la señorita Wu se mostraron escépticos,
opinaron que eso no serviría para aplacar la ira del presidente
Liu Shao-chi.

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-X V I -
Por un pelo

Citaron a una reunión con los zoólogos en el despacho


del profesor Li, sólo tres aceptaron bajar de las alturas de la
bohardilla. También invitaron a Christopher. La señorita Wu
fue al grano, necesitaban algunos chimpancés para una opera­
ción de inteligencia contra los americanos, aseguró que los
animales no sufrirían ningún daño. Los zoólogos se miraron
entre sí y sonrieron con displicencia; por supuesto tendrían
que consultar con los directores de la División Animal en Pe­
kín, pero daban por descontado que no iban a acceder.
-Fuera de las jaulas los monos se contaminarían y, si los
admitimos de nuevo, contaminarían todo el bioterio -explicó
sonriente uno de ellos-. Prestárselos es lo mismo que sacrifi­
carlos.
-Tendrían que buscar animales de zoológico o de circo
-terció una zoóloga gorda-, los nuestros son muy caros. ¿Tie­
nen idea de lo que le costaron al pueblo?
-Ustedes quieren falsificar una cruza entre hombre y mo­
no, ya lo sabíamos -dijo un joven flaco y risueño-, existe una
alternativa interesante: hombres que parecen monos. En la
cordillera Altay, en Mongolia, viven los “peludos” de Altay,
son montañeses que tienen rasgos simiescos: arco zigomático

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pronunciado, muchísimo pelo y el pulgar no tan opuesto co­


mo los hombres normales.
-Los hombres de Altay tienen un ángulo facial de menos
de setenta grados, un ángulo muy cercano al del orangután
-los instruyó un zoólogo con marcas de acné-. Son de frente
muy estrecha.
-C om o la frente de los perros.
-E s un pueblo m uy antiguo -co n tin u ó el que tenía hue­
llas de acné-. Al parecer son extremadamente peludos, aun­
que algunos dicen que nos parecen muy peludos porque los
comparamos con otras razas orientales, pero que no lo son
mucho más que ciertos pueblos de Occidente. El doctor
Carleton en su obra The Origin o f Races afirma: “Los hom ­
bres de Altay no tienen más pelo que un escocés o un judío
peludo”.
-H ab ría que m andar una expedición y traer algunos; in­
cluso, si hace falta, ustedes les pueden pegar algunos pelos
extra.
-C o m o hizo mi cuñado -d ijo la zoóloga gorda entre car­
cajadas- se cortó un mechón de pelos de la cabeza y se lo pe­
gó en el pecho.
-T u cuñado nunca dejó la pubertad.
-C onozco un caso peor. Un hombre que se hizo injertar
en el pecho la piel velluda de las axilas, decía que con su nue­
va apariencia de virilidad seducía a las mujeres. Se fue a vivir
al sur, a una provincia calurosa, para poder andar todo el día
sin camisa. Disparates de la época prerrevolucionaria.
-Los chinos somos lampiños como los hombres del futu­
ro, somos los que estamos más alejados de nuestros parientes
simiescos.
-Son hombres poco viriles —desafió la gorda-, durante
trescientos años los manchúes los obligaron a usar trenzas co­

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mo mujeres. Recién ahora, con la revolución, aparecieron los


hombres.
-¿Saben adónde fueron a parar las trenzas? -p reguntó el
zoólogo risueño—. Las exportaron a Marsella, las compraban
las refinerías de aceite para usar el pelo como filtro en las
prensas.
-L o que ustedes necesitan es el mono Li -d ijo la zoóloga
gorda, mirando socarronamente al profesor Li-, Lo digo sin
intención de faltarle el respeto.
-C laro -contestó el profesor.
-A hora recuerdo, ¿no era usted el que rastreaba a sus an­
tepasados en los animales?
Los zoólogos comenzaron a reírse a carcajadas. El profe­
sor Li miró a la señorita Wu y ambos desaprobaron la actitud
descortés de sus invitados. Christopher, indiferente, se servía
té verde de un termo; estaba orgulloso de poder servirse solo
sin volcar casi nada. En alguna de nuestras charlas en Camp
Peary me contó que, una de las cosas que más le molestaban
de la ceguera, era que tuvieran que darle de comer en la boca
y que nunca supiera si se había manchado.
-D e todas maneras -continuó la zoóloga gorda-, su nom­
bre no es un dato preciso, creo que en nuestra lengua escrita
existen alrededor de ciento diez fonemas que se pronuncian
“li”. El mono Li es un cuadrúmano rabón, de un metro cin­
cuenta de estatura, revestido por un pelaje tupido pero muy fi­
no, como lanugo de bebé. La piel de la cara es muy pálida, con
un brillo graso como de porcelana manoseada. Lo descubrieron
cierta noche robando arroz del depósito comunitario de granos
en la región de Ai Ts’ing. Sube con facilidad a los árboles, ca­
mina sobre dos patas como un hombre, aunque tiene un pie
prensil con el cual recoge hábilmente monedas del suelo. Aquí
tengo una foto -dijo extendiéndole la foto al profesor Li.

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-C om o ve, tiene poco pelo en la cara, algunos brotan de
las fosas nasales, las mejillas son lampiñas y los bigotes, largos
y despoblados, como muchos chinos.
-U n mono con cara de chino, perfecto para el Gran Tra­
bajador -interrum pió el joven flaco y risueño.
-E l pecho es basto, abombado como el de los gorilas. Los
brazos son largos y las piernas cortas, del mismo grosor que
los brazos; es muy fuerte, los perros le temen. Pero lo más ex­
traño son las facciones humanas. Lástima que sólo emite unos
chillidos necios y melancólicos. ¿Qué le parece? ¿Les puede
servir?
-N o lo creo -contestó el profesor Li-. Pero veo que nos
ofrecen varias posibilidades y, en caso de que ninguna nos con­
venga, siempre podemos recurrir al cuñado peludo de la doc­
tora Cheng -dijo el profesor refiriéndose a la zoóloga gorda y,
sin otro comentario, levantó la reunión.

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-X V II-
Eljardinero que injertaba testículos

Tres días más tarde apareció el médico-jardinero anuncia­


do por la señora Kung Peng. Un viejo de miserables bigotes
de gato estaba en el despacho del profesor Li, sentado en su
escritorio, revolviendo sus papeles:
-U sted hizo todo mal, camarada Li -le gritó-. ¿Cómo su­
pone que seres humanos normales, con simples testículos hu­
manos, pueden embarazar monas? Y el plan del americano de
adulterar chimpancés. ¡Qué ridículo! ¿Usted cree que los yan­
quis son idiotas? ¿Cree que con sólo pegotearle unos cuantos
pelos a un mono los va a engañar y se lo van a comprar en­
cantados? Sabemos que los jóvenes son algo estúpidos, pero
usted ya no es joven, camarada Li, tiene un prestigio científi­
co que cuidar. Y lo más importante: no nos interesa falsificar
el hombremono, queremos crearlo, y yo sé cómo.
El jardinero Sin Yu se hizo cargo de la dirección del labo­
ratorio. Como hombre del círculo íntimo del presidente Liu
Shao-chi su poder no reconocía límites, de inmediato demos­
tró que lo ejercía como un verdadero mandarín. Dado que pa­
ra sus experimentos precisaba testículos de mono, mandó a
castrar a todos los chimpancés del bioterio. Los zoólogos se
opusieron, lo enfrentaron sin medir el riesgo. Tal vez el jardi-

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144

ñero esperaba esta reacción suicida. Mover las influencias de


la División Animal en Pekín resultó, más que inútil, contra­
producente. Un Tribunal del Pueblo consideró necesario ree­
ducarlos por medio de trabajos forzados. Luego de un juicio
sumarísimo, el zoólogo serio con marcas de acné y el zoólogo
flaco y risueño fueron enviados a un campamento en la leja­
na provincia de Sinkiang, a excavar nieve a mano desnuda; no
había palas, ni agua, ni tiempo para fundir la nieve. Mientras
trabajaban, se llenaban la boca con puñados de nieve para cal­
mar sus gargantas resecas, a la vez que sacudían los brazos y las
piernas para no congelarse. Como ocurre con algunos náufra­
gos, atravesaron la paradójica contingencia de morir de sed en
medio del agua. Cuatro jóvenes zoólogos se ahogaron con
otros cientos de hombres, cuando intentaban detener la co­
rriente de un afluente del río Amarillo con la masa de sus
cuerpos entrelazados, porque aguas abajo se construía un di­
que. A todos les tatuaron en el hombro izquierdo la estrella
negra de los presos políticos. En el campo de Sinkiang, las
condiciones eran tan espantosas, que los forzados suplicaban
a sus compañeros que los ahorcaran o se lanzaban ellos mis­
mos contra las alambradas de púa electrificadas.
En el laboratorio de las Colinas Perfumadas el terror du­
ró una semana. El jardinero Sin Yu no quería perder tiempo.
Los comisarios del pueblo interrogaron a todo el m undo sin
interrupción veinticuatro horas por día, se relevaban cada seis
horas. Los designios de la producción disponían que los inte­
rrogatorios sólo cesaran cuando se obtenía alguna confesión.
La señorita Wu batió el récord de resistencia, los comisarios se
rindieron luego de noventa y dos horas, sin lograr que delata­
ra a ninguno de sus hombres. Christopher Toy olvidó de re­
pente todo el mandarín que había aprendido. La mayoría in­
gresó en el circuito de las autocríticas, las delaciones entre

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camaradas y las reuniones de depuración. Varios biólogos via­


jaron a Cantón para asistir a una ejecución pública de dere­
chistas contrarrevolucionarios y , a la vuelta, tuvieron que es­
cribir sus impresiones. Los comisarios amenazaron con aplicar
el sistema chino de despachar a los intelectuales al campo a
palear abono humano, para que tuvieran tiempo de reflexio­
nar sobre sus debilidades ideológicas y sus flojeras burguesas.
“Es bueno que los intelectuales tengan tierra bajo las uñas”,
decía uno de los comisarios. Sin embargo, no fueron más allá
de las amenazas. El profesor Li Li-Shuan se quería suicidar a
la manera antigua; escribir sobre su piel el nombre de la per­
sona que lo había impulsado a quitarse la vida. Los preceptos
prohibían tocar el cadáver, el suicida sabía que no se podía ha­
cer desaparecer la acusación. Pero, ¿a quién acusar? Recorda­
ba con nostalgia a su bisabuelo, el glorioso Li Tai-Po, un arro­
gante Señor de la Guerra aficionado a ofender a los poderosos
(algunos dicen que era un vulgar bandido), que terminó con­
denado a muerte y que, aun bajo la espada del verdugo, man­
tuvo su conducta altanera; “Atención”, le advirtió al verdugo,
“mi cuello es cono, cuídate de errar el golpe, no deshonres a
los de tu oficio”.
Luego de la semana de depuración, en el laboratorio se
respiraba un clima de miedo y tristeza. El profesor Li deam­
bulaba melancólico, añoraba sus queridas tradiciones familia­
res. Sin embargo el viejo Sin Yu lo conservó, y también a
Christopher Toy y a la señorita Wu; curiosamente, la única
despedida fue la señora Kung Peng. Su lugar fue ocupado por
un subalterno suyo: el hombre que golpeaba la placa de hie­
rro. El jardinero Sin Yu y el hombre de la placa de hierro to­
das las mañanas practicaban juntos Tai Chi-Chuan. Quizá las
que m is padecieron fueron las monas, se enfermaron y murie­
ron de una epidemia misteriosa. Nunca se supo qué sufri­

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146

miento las mató: si el provocado por la castración de los m a­


chos o por la desaparición de los zoólogos que las cuidaban.
Pronto trajeron nuevos chimpancés. Unos ancianos, am i­
gos del jardinero Sin Yu, se ocuparon de ellos. Tanto los mo­
nos como los ancianos estaban contaminados, sucios y pul­
guientos pero, según Sin Yu, eso no importaba en lo más
mínimo. Después de los monos arribaron los presos, los sóta­
nos del Astor Building se convirtieron en una cárcel. Por aho­
ra sólo alojaban a unos veinte presidiarios de distintas prisio­
nes de China. El jardinero Sin Yu había solicitado que le
enviaran a los hombres de rasgos más simiescos. Por lo gene­
ral eran varones de rostros cerrados y prognatos, bajos, mem­
brudos y cubiertos de una pelambre gruesa como cerda. Las
laboratoristas iban los domingos por la tarde a los sótanos a
admirarlos y suspirar, seducidas por tanto despliegue de viri­
lidad. Junto con los reclusos llegaron los guardias, sumaban
alrededor de cincuenta, invadieron el parque con sus tiendas
de campaña. Aunque los ayudantes del jardinero Sin Yu ha­
bían examinado los prontuarios, para impedir que los alcaides
de las cárceles confundieran peligrosidad con bestialidad, la
mayoría de los presos pertenecían al segmento de alta peligro­
sidad; se requerían entre dos y tres guardias para cada uno.
Cuando el mes entrante se les agregaran los silenciosos, el per
ligro aumentaría aún más. Para su investigación el jardinero
Sin Yu sólo se servía de presos comunes. A pesar de lo cruen­
to de la cirugía, los presos políticos con gusto habrían acepta­
do ser voluntarios del experimento.

El asunto que más molestaba al profesor Li era que el vie­


jo médico-jardinero lo tratara como un discípulo. Se sentía
muy indignado. El profesor Li, además de considerarse por

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147

encima del nivel académico del médico-jardinero, despreciaba


profundamente sus teorías, las juzgaba a m itad de camino en­
tre la ciencia y la brujería.
-L os ensayos de hibridación deben comenzar en el lugar
correcto o sea en los genitales —le explicaba el jardinero Sin
Yu-, Los convictos no saben que sus testículos se unirán a los
de un mono. De todas maneras no pueden rehusarse. Vamos
a injertar los testículos de simio en paralelo con los testículos
humanos; por suerte el escroto es bastante elástico. ¿Sabía que
la técnica del injerto nació aquí, en China, hace más de tres
mil años? Por aquellos tiempos los ladrones no eran encerra­
dos en cárceles, sino que se les cortaba la nariz. Algunos ciru­
janos, con gran habilidad corregían la amputación, volvían a
colocar en su lugar la nariz cercenada, la suturaban y la suje­
taban con vendas. Si la operación se veía coronada por el éxi­
to, el ladrón recuperaba su aspecto de persona honrada. Si la
torpeza o la maldad del verdugo había estropeado la nariz, el
cirujano cortaba carne de las nalgas o muslos del paciente y le
modelaba una nariz nueva. Cierta vez mi tatarabuelo recibió
una nariz recién seccionada dentro de un pan caliente y logró
coserla de nuevo a la cara de su dueño. Mi especialidad son los
injertos de hueso, reemplacé huesos de oficiales heridos por
los japoneses en Manchuria, por huesos de monos dorados.
”Mi afición por los injertos deriva de la jardinería. Los ár­
boles de especies semejantes son compatibles: un peral puede
injertarse en un membrillo, un limón en un naranjo, pero un
peral en un naranjo no. De la misma forma, un chimpancé
puede injertarse en un hombre. Son especies semejantes, pero
con algunas diferencias: los espermatozoides humanos tienen
veintitrés cromosomas y los de los chimpancés veinticuatro.
Para que la cruza entre el espermatozoide humano y el óvulo
de la chimpancé sea factible, primero debemos aproximar am­

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bos extremos, es decir, el espermatozoide humano debe trans­


formarse, para quedar lo más parecido posible a un esperma­
tozoide de chimpancé. Por eso el paso previo es el injerto de
testículo. Funcionará como una cruza en el nivel genético: de
la fusión de ambos testículos surgirán genes en común. Des­
pués de la inseminación, algunos genes no serán reconocidos
y el óvulo de la mona los rechazará o la criatura engendrada
no será viable; pero otros serán aceptados y tendremos el Gran
Trabajador.
”Los presos fueron seleccionados de acuerdo a sus rasgos
simiescos, porque se supone que los cromosomas que dan ori­
gen a un cuerpo simiesco deben ser simiescos. Algunos me
maravillan, no sé dónde encontraron hombres tan bestiales,
parecen verdaderos monos. Para reforzar aún más su ser si­
miesco, les vamos a transfundir un cóctel de sangre y hormo­
nas de chimpancé y hormonas masculinas. Queremos liberar
lo simiesco prisionero de lo humano.
El jardinero continuó explayándose acerca de cuestiones
de técnica quirúrgica que al profesor Li no le interesaron o
que Christopher no pudo recordar. El profesor Li siempre ha­
bía considerado la cirugía como una mera habilidad manual.
Pero ambos retuvieron que, en cierto momento, el viejo se ex­
citó y le brillaron los ojos.
-¿Sabe cuál es mi secreto?: escarificación. Este es el pro­
cedimiento que inventé: coloco el testículo de mono entre los
testículos humanos, raspo las tres glándulas en sus caras de
contacto, las sangro y las vendo muy juntas. A las cuarenta y
ocho horas se habrán abierto nuevos vasos y se formará una
zona de transición a ambos lados del testículo de mono; un te­
jido híbrido, mezcla de células humanas y simiescas, ese será
el gérmen del hombremono. Algún espermatozoide provenien­
te de ese tejido será capaz de embarazar a una chimpancé.

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Aquí tomó aire y el profesor Li le juró a Christopher que
Sin Yu lagrimeaba.
-Y ocurre algo sobrenatural -continuó el médico-jardi­
nero-, se trata de una operación de microcirugía y trabajo sin
microscopio; casi le diría sin ojos, porque a mi edad mi vista
es muy débil. Jamás fui diestro con las manos, mis dedos se
han anquilosado con los años y sin embargo resulta. Lo llamo
cirugía Zen. Yo soy las manos, yo soy el bisturí y también soy
los testículos: yo soy allí.

El caso es que nunca funcionó. El viejo Sin Yu hablaba


del injerto como si lo hubiera practicado toda la vida y en
verdad solamente había injertado huesos. Gozar de tanto po­
der lo había convertido en un loco megalómano, creía que
podía ir contra las leyes de la naturaleza. Los monos por lo
general sobrevivían -sólo los castraba-, en cambio sus vícti­
mas humanas morían como moscas. El jardinero realmente
no veía nada; sus dedos rígidos raspaban y cortaban siempre
de más, apretaba en exceso las vendas y los testículos compri­
midos se gangrenaban por falta de irrigación. Los que se sal­
vaban de la infección, de todos modos, rechazaban esa glán­
dula ajena; la herida no se cerraba hasta que el testículo de
chimpancé era expulsado del escroto humano. De veinte in­
jertados, once fallecieron y seis debieron ser castrados para
salvarles la vida. Los restantes, hombres de notable fortaleza,
tardaron mucho en recuperarse pero, milagrosamente, dos de
ellos pudieron aportar material fecundante. El profesor Li
examinó uno por uno los frotis de esperma de los presos que,
transitoriamente, estuvieron dotados de tres testículos. Siem­
pre halló los habituales veintitrés cromosomas.

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-X V III-
Los silenciosos

Entretanto la señorita Wu ordenó que trajeran a los silen­


ciosos. Los trasladaron desde la cárcel cubiertos con capuchas
de fieltro negro, esposados y con los pies inmovilizados por pe­
sados cepos de madera de teca. Debajo de las capuchas sus ojos
estaban tabicados con parches de cartón engomado. Proceden­
tes de las regiones más frías de la China del Norte, calzaban
botas forradas en piel de chivo y puntiagudos sombreros de
cuero que se anudaban bajo el mentón. Los concentraban en
el penal subterráneo de Jarbín, en Manchuria, el Presidio Ne­
gro. Construido especialmente para los silenciosos en la pro­
fundidad de una antigua mina de carbón, hasta allí no bajaba
ni una partícula de luz natural. Desde esa oscuridad absoluta
los mudaron a los sótanos del Astor Building, un lugar algo
más iluminado, y les quitaron los parches de cartón y las capu­
chas. Para cumplir con su misión los reclusos tenían que recu­
perar el vigor de sus ojos. Compartimentaron las celdas para
angostarlas, de forma tal que sufrieran por la falta de espacio y
permanecieran en confinamiento solitario. (Los chinos, bajo
todas las dinastías y gobiernos, siempre han sido muy severos
con los silenciosos. Califican sus crímenes apenas un grado por
debajo del parricidio, el delito más grave de su código penal.

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Históricamente los condenaban a muerte basándose en prue­


bas circunstanciales -conseguir testigos resultaba poco menos
que imposible por la venganza segura de la secta contra el tes­
tigo y su familia-. Sin embargo, lo más frecuente era que la
sentencia no llegara a ser ejecutada: los silenciosos solían mo­
rir en el curso de los interrogatorios. La curiosidad acerca del
secreto de su poder sólo cesaba con la muerte del atormenta­
do. En la actualidad, los médicos son los encargados de desen­
trañar el misterio de sus miradas. Por eso el Presidio Negro
figura en los documentos del Municipio de Jarbín como Hos­
pital Oftalmológico y los presos como pacientes internados.)
Al aislarlos en solitario, también impedían que se comu­
nicaran entre sí. Una peculiaridad de los silenciosos, y de ahí
su nombre, es que casi no hablan y, si lo hacen, suelen dirigir­
se sólo a otros miembros de la secta. Según la tradición, el
mutismo repentino de un joven es síntoma del Mal del Silen­
cio, es decir, que ha sido reclutado por la secta. Un viejo re­
frán de la China Septentrional -versión siniestra del dicho oc­
cidental “Las apariencias engañan”- advierte: “Cuando un
joven deja de hablar, si la desgracia no se halla en sus oídos,
cuídate de sus ojos”.
La penosa situación de los prisioneros -altos pero encor­
vados bajo el peso de las cadenas, mudos, malolientes- entris­
teció a Christopher. El poeta le pidió permiso a la señorita Wu
para confortarlos acariciándoles la espalda; el deseo le fue con­
cedido de inmediato, la señorita Wu sabía que los silenciosos
detestaban el contacto físico. Los sujetos habían sido elegidos
entre los detenidos recientes, quienes, por haber sufrido me­
nor tiempo de tabicamiento, todavía estaban en condiciones
de recobrar la potencia de la mirada. Como los silenciosos po­
dían ver en la oscuridad, durante meses su m undo había sido
el rojo de la sangre de sus párpados a contraluz.

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Poder ver en la oscuridad era uno de los tantos rasgos in­


sólitos de los silenciosos.
—El interior del cuerpo es oscuro —les explicó a Chris­
topher y a la señorita Wu el doctor Lu Yio, el médico que los
atendía y vigilaba-. Las visceras, los músculos, las arterias dis­
curren en completa ausencia de luz. Por ese motivo los silen­
ciosos, como ciertas fieras, ven de noche. Esto mismo los
pierde, ven más de lo que deberían, así es como los atrapamos.
En las provincias norteñas, donde son plaga, en la revisación
médica para ingresar a las Milicias Populares, se emplea una
prueba lumínica. Parece un simple examen de agudeza visual,
excepto que se efectúa con luz decreciente. El examinador dis­
minuye la luz de manera imperceptible con un reóstato. Ellos,
sin advertirlo, siguen identificando letras cuando la pantalla
luminosa ya está prácticamente a oscuras. A veces, para disi­
mular, dicen que ya no distinguen las letras; pero suelen equi­
vocarse, se detienen antes de tiempo, no saben dónde está el
umbral de la capacidad visual normal. Cuando sospechamos
de alguno, para precipitar sus errores, repetimos el examen
hasta cansarlo.

A Christopher, las raras y atroces características de los si­


lenciosos, le provocaban mucha curiosidad. La señorita Wu
le contaba las historias de la secta como a un niño antes de
dormir.
-C h in a es la cultura viva más vieja de la tierra, una civi­
lización de cuatro mil años. Los antiguos llamaban al país
Chung Hua, El Esplendor Central, porque estábamos rodea­
dos de bárbaros. China tiene un corazón corrompido, lo co­
noce todo. Los atléticos y pelicortos jóvenes de la CIA me dan
risa, ¿cómo piensan que pueden enfrentar esta acumulación

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de sabiduría y malignidad que viene desde la profundidad de


los tiempos?
”En el año 221 antes de nuestra era, el Emperador Ying
Zhen de la dinastía Qin terminó con las guerras de anexión y
con el separatismo del período de los Reinos Combatientes
y fundó el Estado Qin, el primer poder centralizado de la his­
toria china. Repartió la tierra, unificó la escritura, la moneda y
el sistema de medidas. También fue el primer Estado policial de
China, con trabajos forzados, quema de libros y control de las
ideas. Se apoyaba en un cuerpo de verdugos muy eficiente. En
este período, hace casi dos mil doscientos años, actuó el funda­
dor mítico de la secta. No sabemos si existió o si sólo se trata
de una leyenda, tampoco se conoce su nombre, sólo el cargo
que desempeñaba: Maestro de los suplicios. Era un hombre te­
rrible. Solía despedazar un cuerpo humano y obsequiárselo al
emperador fraccionado por sistemas: la humeante masa de los
músculos; los tubos del aparato digestivo con los dientes aún
alineados en las encías; el quebradizo sistema nervioso: cerebro,
médula, ganglios, hasta los milimétricos filetes superficiales; el
corazón y la arboladura de las venas y de las arterias; arrojaba a
los pies del príncipe los diez u once kilos de piel; pelaba al reo
hasta lo blanco del esqueleto. Un hombre espantoso.
"Dicen que él inventó las técnicas de robo por la mirada
que, hasta el día de hoy, se transmiten en secreto entre los ini­
ciados. Al principio, la secta fue un órgano de terror al servicio
de los poderosos pero, en poco tiempo, comenzaron a trabajar
para sí mismos y aterrorizar a sus patrones. Para protegerse los
señores feudales contrataban asesinos, pero los desolladores, ese
era el nombre primitivo de la secta, resultaban muy difíciles de
identificar. Su supervivencia se basaba en el anonimato, el si­
lencio y la fidelidad absoluta de los miembros entre sí. Esa fue
la época heroica.

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"Desaparecieron durante largos períodos; resurgían sobre


todo en situaciones de caos, cuando el pueblo reclamaba una
mano dura en el gobierno. En el siglo pasado se alinearon jun­
to al falso nacionalismo chino, integrado por sectores de de­
recha, socios de los invasores imperialistas. En las Guerras del
O pio respaldaron a los británicos. En sus proclamas malde­
cían la pereza china. Afirmaban que China era un animal de
lujo, manso e impotente, que su símbolo eran sus manos y
pies inservibles. Se referían a las uñas larguísimas y retorcidas
de los mandarines y a los piecitos arruinados de nuestras mu­
jeres. Siempre fueron partidarios de la severidad y del orden
pero, con el tiempo, ellos también fueron infiltrados por la
blandura y la indolencia chinas; descuidaron sus hábitos gue­
rreros y se transformaron en delincuentes comunes. Su facul­
tad derivó en perversión sexual, se dedicaron a despellejar mu­
jeres. Se ganan la vida cobrándole protección a sus víctimas,
obviamente las protegen de ellos mismos. De manera empíri­
ca, se comprobó que las pacientes mejoraban de sus lesiones
si guardaban reposo; después notaron que se debía a que de
ese modo se quedaban en sus casas, a salvo de las miradas. En
la antigua China, algún filósofo idiota dictaminó que las mu­
jeres no tenían alma; que eran adorno, máscara, pliegues y
más pliegues de pura apariencia desarrollados alrededor de un
centro hueco. Se decía que por ese motivo a los silenciosos les
resultaba fácil desollarlas vivas.

Christopher Toy conoció de cerca a los silenciosos, les en­


señó inglés y the american way o f life. Se lo propusieron la se­
ñorita Wu y el doctor Lu Yio. En los Estados Unidos se dis­
persarían para actuar y sería ventajoso que conocieran la»
costumbres de los americanos. Cuando Christopher exp

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sus temores, el médico le aseguró que los ciegos no corrían pe­


ligro, los silenciosos no podían herir a quien no los veía. Le
explicó que penetraban en el cuerpo de la víctima a través de
las pupilas.
-L a pupila es un agujero, en realidad, el ojo es un agujero.
-Excepto los míos, cubiertos de nubes. Los secretos de mi
alma están protegidos -com entó Christopher.
-S e lo puede considerar así -sonrió el médico-. Ocurre
que los humanos somos animales predadores, tenemos los
ojos colocados en el frente de la cara, con visión binocular pa­
ra localizar la presa. La presa tiene los ojos a los costados de la
cabeza porque necesita visión periférica para descubrir si al­
guien se acerca a cazarla. Las cabras, las ovejas y otros anima­
les ungulados, tienen pupilas horizontales, especialmente ap­
tas para vigilar la superficie del territorio mientras pastorean.
He visto las pupilas rojizas de los silenciosos tomar la forma
vertical antes de atacar, como la pupila de los reptiles. A veces
los humanos somos nuestras propias presas. Si nos miramos
en el espejo durante un largo rato, nos acomete un sentimien­
to de extrañeza. La mirada es muy poderosa, si uno se obser­
va con detenimiento rompe la ilusión de identidad; uno se
pregunta: ‘¿este soy yo?’. Si cruzamos ese límite quedamos re­
ducidos a nuestro soporte material; aparecen los tejidos, los
poros, los pelos. Nos convertimos en lo que somos: carne, se­
res para la muerte. Nos hemos despellejado a nosotros mis­
mos.
”E1 enigma -continuó el doctor Lu Yio- es cómo logra­
ron transformar un órgano sensorial en un arma. Les decía
que los silenciosos entran a través de la pupila, lo llaman ‘be­
sar con los ojos’. Los ojos son espejos diminutos. Pupila viene
del latín, pupilla, ‘muñeca pequeña’. Los romanos se dieron
cuenta de que cuando miramos a alguien a los ojos, vemos en

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su pupila el reflejo en miniatura de nuestra figura. Pero para


los silenciosos el ojo no es un espejo, ellos lo atraviesan. Na­
die sabe cómo lo hacen.
-¿Pero entonces los silenciosos hablan? -preguntó la se­
ñorita Wu.
-Sí, si no les queda otra salida hablan. Por supuesto tra­
tan de hablar lo menos posible. Algunos estudiosos piensan
que no hablan porque no les interesan las palabras sino las
imágenes. Otros dicen que charlan únicamente entre ellos por­
que, ¿con quién más podrían compartir sus vivencias? Un si­
lencioso me dijo que no hablaban porque hablar desinfla, se
malgasta el aire necesario para la acción. La policía, que los ha
interrogado a lo largo de los siglos, los hizo violar muchísimas
veces sus votos de silencio. Leí las minutas de diversos tribuna­
les: con lo que declaran no se consigue entender cómo adqui­
rieron el poder de la mirada, es un saber que no pueden trans­
mitir. Describen sus entrenamientos: de cómo fortalecen los
músculos que mueven las lentes elásticas del ojo, del arte de
doblar la luz para que siga las curvas de la carne, del crecimien­
to del ‘espejo filoso’ -al parecer una capa de células reflectoras
bajo la retina-, de cómo evitan el engaño de los pigmentos pa­
ra llegar a la profundidad negra del cuerpo. Los silenciosos ha­
blan hasta que mueren bajo el tormento, muestran los ejerci­
cios, se desesperan, pero lo que dicen no sirve para nada. Creo
que ni ellos mismos entienden cómo funciona.
"Los ojos son el instrumento más codicioso -continuó el
médico-, como lo abarcan todo, lo quieren todo. La vastedad
del mar sólo se puede respirar con la mirada. La mirada no lle­
va a nada bueno, no se satisface jamás. Con los ojos se puede
poseer a todas las mujeres pero, si una de ellas responde a
nuestro requerimiento acaba por decepcionarnos, se trata de
otra cosa. A pesar de que están locos, en algo los silenciosos

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tienen razón: los deseos humanos no terminan nunca de cal­


marse con el cuerpo. Un cirujano urólogo, colega del hospi­
tal, me contó que pacientes con cáncer de pene, a quienes de­
bió amputarles el miembro, se quejaban de sentir la misma
urgencia sexual que cuando poseían el pene. El urólogo supo­
nía que al desaparecer el órgano desaparecería el deseo, y su­
cedía justamente lo contrario. ‘Usted no se imagina, doctor, la
tortura terrible que es ser devorado por esta pasión y no tener
con qué satisfacerla.’
”En uno de los informes que leí, un reo trataba de jus­
tificar sus crímenes: ‘Los silenciosos nos alegramos cuando la
mujer que pasa frente a nuestros ojos es fea, así nos libramos
del sufrimiento de desear su belleza. La rabia por no poder
poseer la belleza nos impulsa a destruirla; es un acto de de­
fensa propia. Arrugo y despellejo a las mujeres para proteger­
me del dolor que me causan. Poseerlas sexualmente, gozar de
las mujeres, no alivia mi dolor. En realidad, no existe órgano
con que poseer la belleza, no hay ninguna manera de poseer
la belleza’.

Cuando Christopher me contaba sobre el odio de los si­


lenciosos hacia la belleza, recordé que en nuestra única noche
Marilyn también se había quejado de su belleza. Ya era de ma­
drugada, ella se paseaba desnuda por el cuarto y yo estaba
acostado en la cama, tratando de que no se notara el relieve de
mi erección a través de las sábanas. Fascinado por su desnu­
dez, a duras penas podía escucharla. Marilyn hablaba para sí
misma, estaba indignada:
-T anto cuerpo, tanto cuerpo -protestaba—, me lo dije­
ron los fotógrafos desde el principio: “Nena, con ese cuerpo
no pierdas el tiempo; es lo único que te hace falta. En las fo­

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tos tu carne da como carne”. ¿Y todo esto para qué? Para ca­
lentarle la cabeza a los hombres. Los hombres me desean de­
masiado, eso no es bueno -con tin u ó M arilyn-. El deseo es
apetito, como si una fuera comida, ellos deben pensar:
“H m m m ... voy a clavarle el diente a esta cosita". Después di­
cen que soy una rubia tonta y además mala actriz, liso es lo
que más me duele: si una es linda no puede ser buena actriz,
el público es m uy esquemático. Contestáme con sinceridad:
¿Te parezco tonta?
Yo debo haber negado vigorosamente con la cabeza, esta­
ba tan pendiente de su cuerpo que no podía articular palabra.
En verdad no me parecía tonta, tal vez un poco atolondrada.
Se acercó a su escritorio, abrió un cajón y sacó unos pa­
peles, mientras los leía se mordisqueaba las uñas, levantó los
ojos, me miró y lanzó una risita picara que me hizo enrojecer;
pensé que se reía de mi mirada fija en sus tetas. Por suerte su
risa era tan contagiosa, que yo también comencé a reírme,
aunque no sabía de qué.
-¡M ira lo que encontré! -gritó con voz de nena. Se acer­
có a la cama bailando y agitando un papel en el aire-. Es una
carta que recibí el año pasado. Un hombre me escribió que mi
cuerpo es una obra de arte. “Q ue en nuestro m undo exista
una belleza como la suya hizo que volviera a creer en Dios.”
Quién hubiera dicho que justo yo iba a salvar a un pecador
-sonrió Marilyn.

Christopher no pudo negarse a darles clases. Cada maña­


na, cuando tenía que enfrentar a los silenciosos, buscaba fuer­
zas en un poema que le había dedicado Lerer. Fue el último
poema escrito por Jay Lerer en Perú, antes de su asesinato.

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Amo tus ojos celestes cubiertos de nubes,


son mis cielos en miniatura.
Adoro tus pobres ojos nublados,
perdido su brillo para siempre.
Para siempre amo tus ojos ciegos.

No los dejaban salir de las celdas sin capucha. De todas


maneras, para evitar ser penetrados por las miradas, los guar­
dias usaban cascos blancos de motociclista y anteojos negros
espejados. Como los pasillos estaban a oscuras, con los anteo­
jos negros andaban siempre a los tropezones. Los vigilaban
con la mirada baja, les temían como teme el personal de los
zoológicos a los grandes felinos. Como sabían que los silencio­
sos no soportaban que los tocaran, cuando los conducían en­
capuchados, aprovechaban para manosearlos y fastidiarlos con
sus bastones de bambú.
Dado que Christopher era ciego, en las clases de american
way oflife, a los silenciosos se les permitía quitarse la capucha.
De entrada lo apodaron “Huevo de conejo”, así se les dice a los
homosexuales en el argot de la lengua mandarina. Si bien casi
no hablaban en mandarín, resultaron ser inesperadamente lo­
cuaces en inglés, varios de ellos dominaban esa lengua. “Hay
más personas aprendiendo inglés en China que hablantes de
inglés en los Estados Unidos”, le comentaron. Los silenciosos
eran jóvenes y groseros, se escupían y empujaban entre ellos
como adolescentes pandilleros. A Christopher le costaba man­
tener el orden de la clase. Les pasaban películas americanas,
tanto para que aprendieran las costumbres, como para que
identificaran a las actrices que serían blanco de sus miradas.
Preferían las rubias, Elizabeth Taylor les parecía muy bella pe­
ro no los atraía tanto como Marilyn Monroe; la más popular
era Jayne Mansfield, la apodaban “Tetas rubias”. Christopher

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161

tenía que enseñarles a parecer americanos: les explicaba las re­


glas de tránsito, los rudimentos del baseball, la forma de vestir­
se y, sobre todo, las expresiones idiomáticas más comunes.
Cuando la clase estaba tranquila, mantenían largas conver­
saciones acerca de sus respectivos países. Los silenciosos extra­
ñaban el temprano crepúsculo de Manchuria, el suelo cubierto
de escarcha dura como piedra, el río Sungari completamente
congelado, colmado de niños en trineos tan pequeños que pa­
recía que se deslizaban sobre sus vientres. Le preguntaban a
Christopher por los lugares más fríos de los Estados Unidos; el
poeta les contaba cómo era la región de los Grandes Lagos. Al­
gunos habían trabajado en una represa con temperaturas de
treinta grados bajo cero, recordaban los bloques de hielo bri­
llando bajo la luz de los reflectores nocturnos, el estruendo
cuando los dejaban caer sobre la caja metálica de los camiones.
En el frío se sentían a gusto, lamentaban que su misión se fue­
ra a desarrollar en el clima cálido de California.
Según el plan de la señorita Wu, los silenciosos tenían que
fugarse del cuartel o laboratorio donde la CIA los alojara y di­
rigirse a cierto centro médico convenido de antemano; allí les
efectuarían operaciones de cirugía plástica idénticas a las em­
pleadas para corregir el mogolismo. Ese sería el único apoyo
local con el que contarían. Con sus nuevas caras caucásicas y
documentos falsos podrían circular seguros. Para escapar de la
reclusión de la CIA, los silenciosos recibieron instrucción en ar­
tes marciales y en manejo de armas automáticas. El objetivo
era asesinar a las estrellas más importantes. Con sólo matar a
tres o cuatro, esperaban crear un estado de confusión y terror
entre los miembros de la colonia artística. Las circunstancias
de las muertes serían muy extrañas, como si una especie de
maldición pesara sobre Hollywood. Por la naturaleza atípica
de los ataques sería difícil detectarlos, la señorita Wu confiaba

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U NIVERSITY OF M ICHIGAN
e n q u e lo s o r g a n i s m o s d e s e g u r i d a d q u e d a r í a n d e s c o n c e r t a d o s
d u r a n t e u n tie m p o ; d e to d a s m a n e ra s e n t e n d ía q u e se tr a ta b a
d e u n a m i s i ó n s u ic i d a , t a r d e o t e m p r a n o e l FBI lo s e l i m i n a r í a .
Cuando escuchaba los diálogos de las películas america­
nas, a Christopher lo invadía la nostalgia. En los sótanos del
Astor Building, luego de vivir varios meses en China, ciego,
rodeado de presidiarios depravados, todo le parecía irreal. Lo
atormentaba la culpa por los demonios que había desencade­
nado. A mí también me entristecía esta parte del relato de
Christopher. Pensaba en la pobre Marilyn, ignorante de la
conspiración que se urdía en su contra. A Marilyn, cuya ma­
yor felicidad era ser mirada, jamás se le habría ocurrido que
las miradas le causarían un dolor tan grande que la llevaría a
la muerte.

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-XIX-
Los licenciosos

En octubre del ’61, diez meses antes de la muerte de Ma­


rilyn, el viejo médico-jardinero Sin Yu decidió descansar unos
días. El fracaso con los injertos de mono había sido un golpe
demoledor. Se metió en la cama y dejó de comer. Incluso se
negó a recibir su dosis habitual de polvo de cuernos de ciervo
en celo, al cual le atribuía un gran poder rejuvenecedor. Aun­
que la desgracia del médico-jardinero Sin Yu le producía cier­
to secreto regocijo, el profesor Li no estaba de mejor ánimo.
Lo atormentaba la muerte inútil de los veinte presidiarios so­
metidos al atroz experimento y el estado de parálisis en el que
continuaba el plan de cruzar humanos con monos. Reanudó
las extracciones de esperma y las infructuosas inseminaciones
a las chimpancés, pero sin ninguna expectativa. Sólo lo hacía
para coleccionar el mayor número posible de casos, confeccio­
nar estadísticas - a las cuales eran tan afectos los americanos-,
y a la espera de que surgiera una mutación o alguna idea
salvadora. Como el único capaz de imaginar una salida era
Christopher, el profesor Li lo acosaba preguntándole qué ha­
cer, qué inventar. Pero el poeta estaba muy preocupado por
los silenciosos. Aunque sabía que era inmune a los ataques,
tardaba horas en recobrarse de la tensión de cada clase.

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164

Un par de semanas más tarde, el jardinero Sin Yu, algo re­


cuperado, decidió salir a trabajar en el parque inglés del Astor
Building. En lugar de jugar al golf se dedicaba a matar grillos-
topo. Son grillos que destruyen el césped desde abajo, excavan
galerías y se comen las raíces. Sin Yu vertía jabón en polvo en
las bocas de los túneles; a los grillos-topo, la nube de jabón en
polvo les hacía el efecto del gas lacrimógeno: tosiendo semias-
fixiados, con palpitaciones y con los ojos llorosos, asomaban la
cabeza por el borde del agujero, en ese momento el jardinero
los decapitaba con un alicate. A veces, el viejo Sin Yu apartaba
al profesor Li del microscopio para que lo ayudara con los gri­
llos. Al viejo jardinero parecía no preocuparle el desprecio que
el profesor Li sentía por él. Le gustaba invitarlo a dar largos pa­
seos, solían caminar hasta un bosque distante tres kilómetros.
Vagaban por el bosque en sombras, se sentaban a pensar en un
banco de piedra sobre el cual crecían almohadones de musgo
fresco y peludo. “Con la vejez uno se va secando, se pone blan­
co, frío y femenino”, filosofaba con tono melancólico el médi-
co-jardinero Sin Yu. “Cada día me siento más Ying.”
Sin embargo, al cabo de un mes, el jardinero se recobró
por completo de su revés con los injertados. Encomendó al
profesor Li que reuniese toda la bibliografía disponible sobre
enfermedades genéticas y sexuales chinas. “Tenemos un país
tan rico en población que entre nuestras perversiones debe es­
tar la respuesta.” Le recalcó al profesor Li que no le importa­
ba el origen del material, ya fuera autorizado o censurado. Es­
to significaba que Li podía invocar libremente el nombre del
jardinero Sin Yu para solicitar artículos prohibidos, incluso los
libelos anticomunistas de Taiwán. Y justamente de allí surgió
la solución.

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165

En la biblioteca de la Facultad de Medicina de Cantón,


una colaboradora del profesor Li encontró un artículo recien­
te. Lo habían descubierto en el cadáver de un joven médico
que había escapado desde la provincia china de Guangdong
hacia Macao. Luego de nadar nueve horas en las frías aguas de
la bahía -era el mes de octubre-, infestadas de tiburones y pa­
trulladas por cañoneras comunistas, arribó a Macao. Los ofi­
ciales de la guardia costera rechazaron su pedido de refugio y
lo devolvieron al mar, donde se ahogó. Antes de arrojarlo al
agua le quitaron el dinero y el pasaporte pero, al parecer, no
les interesó el contenido de una bolsa impermeable que lleva­
ba atada a la cintura; en ella se encontró un ejemplar de la Re­
vista de M edicina General publicada en Taipei, Taiwán. El ar­
tículo que leyó el profesor Li provenía de esa publicación. Se
titulaba: “Estudio sociopolítico de la epidemia de koro y pria-
pismo chino de 1961, en la provincia de Guangdong, China
Continental”. Orientándome por las indicaciones de Chris­
topher, hallé una copia del artículo en un archivo de material
no clasificado de la CIA; lo habían rotulado como propaganda
anticomunista y cualquiera podía leerlo. Christopher sabía
que la señorita Wu lo llevaba entre sus papeles cuando viaja­
ron a los Estados Unidos. Fue en 1962, volaron en compañía
del jefe Jones, para exponer el proyecto Gran Trabajador ante
la CIA. Lo reproduzco textualmente:

“Los lectores ya conocen algunos de los curiosos males


que afectan a nuestros hermanos del continente pero, en
1961, una nueva enfermedad ha aparecido para mortificar a
la sociedad de hormigas azules’ de Mao. Una vez más asisti­
mos a los estragos provocados en la salud por la crueldad de
un régimen que esclaviza a sus ciudadanos. /-
"Los chinos siempre fuimos aficionados a las epidemr
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166

regionales que se propagan por contagio psíquico, son enfer­


medades inseparables del folklore de cada zona. Existe la
creencia de que los vientos que barren el valle del río Amari­
llo atacan preferentemente la cabeza, producen desde cefaleas
y caspa hasta demencia precoz. El saoping, característico de
la provincia de Tsinghain, en el noroeste, consiste en un mal
olor del cuerpo que afecta del modo más penoso el olfato de
los campesinos. En Kansú es típica la frigofobia, la fobia al
frío, el miedo a la pérdida de vitalidad como antecedente de
la muerte, un desequilibrio por exceso de Ying. La región
de Guangdong ha sido el bastión de una enfermedad legen­
daria, el koro: el temor de que el pene se encoja y desaparez­
ca dentro del abdomen causando la muerte del paciente. En­
fermedad clásica, figura en el libro de medicina china más
antiguo, el H uangdi Neiching (El Libro de M edicina Interna
del Gran Emperador Am arillo) donde se afirma que: ‘Si los ge­
nitales masculinos (el Yang) se retraen dentro del abdomen,
la muerte será inevitable’.
”E1 tem or de que se marchiten los genitales comienza
por temblores de frío y, de inmediato, la sensación de que el
pene se encoge. Los hombres tiran de sus miembros para
afuera y gritan de miedo, los familiares los ayudan atando el
pene firmemente con una cuerda o fijándolo al muslo me­
diante una tela adhesiva. Las víctimas de koro andan por la
calle con una sola mano a la vista, con la otra se están aga­
rrando el pene a través de un agujero en el bolsillo del panta­
lón. Muchos comen pasta de abdomen de hormigas rojas,
toman bebidas alcohólicas, se calientan al fuego en pleno ve­
rano; todo para combatir el frío, o sea la deficiencia de ele­
mentos Yang.
”Koro significa ‘encogimiento’. Hay quienes afirman que
deriva del vocablo malayo ‘tortuga’; porque al encogerse, el
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16'

pene del enfermo de koro, se asemeja a la tortuga cuando es­


conde la cabeza dentro del caparazón.
"Los habitantes de Guangdong son campesinos y pesca­
dores que viven en áreas remotas. A pesar de la represión de
los guardias rojos, siguen manteniendo sus creencias ances­
trales, le atribuyen su mal a los fantasmas. Profesan la teoría
del Ying y el Yang que dice que la conservación de la vida de­
pende del equilibrio armonioso entre los opuestos. Los fan­
tasmas, por su condición de muertos, son enteramente Ying,
es decir femeninos. Para reencarnar, los fantasmas deben con­
seguir el Yang que les permita reestablecer el equilibrio de la
vida; es decir que, para volver a su forma humana, necesitan
penes. En ciertas épocas bajan a cosechar penes. Para ahuyen­
tar a estos espíritus femeninos, toda la comunidad toca gongs
y tambores y lanza tremendos alaridos. Si se presume que un
joven ha sido poseído por uno de estos fantasmas, para exor­
cizarlo, se le cubre la cabeza con una red de pescar, se lo gol­
pea con bastones, se lo pellizca en las nalgas y se le retuercen
los dedos con cascanueces. Por supuesto el exorcismo se prac­
tica sin dejar de sujetar, ni por un segundo, el resbaladizo
miembro viril.
”En la región de Guangdong ha habido epidemias de ko­
ro en 1936, 1939, 1947 y 1955, pero en esos años, apenas ce­
saba el mal, todo volvía a la normalidad. Ahora la enfermedad
presenta una espantosa segunda fase. Cuando se liberan del
tem or de perder sus genitales y morir, algunos pacientes con­
traen la locura contraria, lo que hemos denominado priapis-
mo chino’. Se trata de una actividad copulatoria incoercible y
frenética que, una vez desencadenada, en pocos días —a veces
en horas-, acaba con la vida del enfermo.
"Decíamos que en malayo koro significa ‘Enfermedad de
la tortuga’; los campesinos de Guangdong han bautizado a los

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portadores de este nuevo mal con el nombre de ‘colibríes’.


Porque, así como el colibrí debe libar zumo de flores todo el
tiempo que permanece despierto, los enfermos de priapismo
chino no pueden dejar de fornicar ni un instante.
”E1 mal se inicia de repente, en medio de la angustia del
koro -ta l vez con el pene apresado con una llave inglesa-, el
paciente nota con alivio que sobreviene una erección, supone
que es el fin de la enfermedad, se siente a salvo. El infeliz no
sabe que esa erección no lo abandonará nunca. No hay casi
transición entre las dos fases. Comienza a mirar con deseo a
los que lo rodean, habitualmente sus desvelados familiares. Si
se da cuenta a tiempo, con enorme esfuerzo huye de la tenta­
ción, corre a los campos para evitar el horror del incesto. En
los primeros momentos todavía suele tener energías para ha­
cerlo; pero no siempre es así, a veces los seres queridos asisten
estupefactos al furor amanáis de un padre o de un hermano.
”En pocas horas el cuadro evoluciona con la velocidad de
una fiebre maligna hacia un estado de completo desenfreno
sexual. El priápico trata de violar a cualquiera que se le cruce
por el camino. A veces por sus agujeros naturales y muchas
otras por agujeros artificiales (nos referimos a heridas de arma
blanca que los colibríes infligen en el cuerpo de sus víctimas,
no se sabe si por puro ensañamiento o para minar las resisten­
cias de la víctima antes de que decaigan sus propias fuerzas).
No parecen distinguir entre vivos y muertos; si no se los sepa­
ra del cadáver terminan por morir ellos mismos sobre el cuer­
po al que han sometido sin límite. Un dato curioso es que sus
objetos sexuales siempre son antropomorfos, sólo asaltan a
humanos y simios. No se consignan casos de ataques contra
animales cuadrúpedos, y sí el secuestro de dos orangutanes del
zoológico de Guangzhou, macho y hembra, que aparecieron
violados y muertos en un basural cercano. Es obvio que la ma­

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yor parte de las víctimas son humanas, de cualquier sexo y


edad. Al parecer, la sola presencia de una silueta antropomór-
fica desata en el priápico la conducta de apareamiento. (Has­
ta se ha llegado a observar a un colibrí intentando copular con
ropa tendida.)
”Si el priápico es separado de su víctima de inmediato
busca a la siguiente. Como esto sucede en descampado, la epi­
demia de colibríes de 1961 echó a perder totalmente la cose­
cha, el arroz se pudrió en las terrazas bajo el agua. Nadie se
animaba a salir a los campos a levantarla, ni en grupos arma­
dos, ni protegidos por las milicias populares de las comunas.
Los colibríes atacan solos, con las manos desnudas, se arrojan
sobre grupos numerosos de milicianos, con absoluto despre­
cio por el peligro, son rápidos y sorpresivos, siempre logran
herir a alguien. Hasta el Ejército Rojo detesta la tarea de eli­
minarlos. No se pueden emplear armas de fuego porque es di­
fícil distinguir a los violados de los violadores. Como los priá-
picos no sueltan a su presa ante ninguna amenaza, los guardias
rojos suelen golpearlos desde lejos con largas pértigas de bam­
bú; se supone que lo hacen con la intención de desmayarlos
pero, por lo general, se propasan y terminan matándolos.
”No es raro hallar a un colibrí poseído por otro colibrí. En
una lucha sin cuartel, ambos intentan copularse recíprocamen­
te; a veces el ruido de la pelea atrae a otros y arman raros ovi­
llos, amasijos de cuerpos estremecidos. Funcionan como los sa­
pos machos, capaces de permanecer abrazados a la hembra
hasta morir de hambre. La voluptuosidad demencial de los
priápicos los lleva a perecer por trastornos metabólicos y deshi-
dratación; otras veces mueren apaleados por una turba colérica
de parientes o de simples testigos de una violación pública^.
”Como es notorio, esta forma de enfermedad
muchísimo más grave que el koro, alcanza la jerarqi/

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verdadero problema militar. Excepto la oscuridad absoluta,


todavía no se conoce ningún paliativo contra el priapismo
chino y, es importante subrayar, que la oscuridad sólo los
aquieta. O sea que, por el momento, no existe ninguna forma
médica de tratarlos.
"Afortunadamente no todos los enfermos de koro evolu­
cionan hacia el priapismo chino. Al parecer, una de las condi­
ciones para contraer la enfermedad es ser portador de un tras­
torno genético. Esto se deduce del hecho de que al menos un
priápico ha preñado a una chimpancé. El engendro nacido de
esa unión se conserva en la Cátedra de Embriología de la Fa­
cultad de Medicina de Cantón. Los priápicos presentan mal­
formaciones congénitas, la más visible es que los dedos de sus
pies son desagradablemente largos, casi de la misma medida
que los de la mano.
”En el ancestral calendario chino existen más de cien días
de abstinencia sexual y más de mil razones para eludir el de­
ber conyugal; por ejemplo, los cumpleaños -según las ense­
ñanzas de Confúcio no se debe copular en el aniversario que
conmemora el parto, ‘El día en que mamá sufrió mucho’- .
Además, de acuerdo con la tradición, las relaciones sexuales
muy frecuentes son causa de nacimiento de niñas. Es cierto
que nuestras venerables costumbres favorecen la abstinencia,
pero el comunismo de Mao ha ido demasiado lejos, ha con­
vertido a China en un gran convento sin dios. La prohibición
fue fácil de garantizar mediante el formidable aparato de en-
cuadramiento colectivo montado por los comunistas. No
cuesta mucho vigilar a un pueblo en el cual se enseña a los ni­
ños a denunciar las vacilaciones políticas de sus padres. Sin
embargo no existen actos sin consecuencias. La falacia maoís-
ta ha desembocado en esta nueva forma de locura, que no es
otra cosa que un grito de rebelión contra el régimen. El pria-

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pismo chino es el síntoma de una sociedad que va en contra


de la naturaleza humana.
”Mao también dice: ‘El comunismo es irresistible, una
pequeña chispa puede encender una pradera’. Del mismo mo­
do, donde aparece un priápico, antes de que se extinga su rá­
pido fuego, suelen encenderse otros, se desata una epidemia.
Las revueltas campesinas por hambrunas han jalonado la his­
toria china, en este caso el hambre sexual llevará al alzamien­
to de la nación entera.”

Cuando el profesor Li terminó de leer el artículo estaba en


un estado de excitación insufrible. Insultó -mentalmente, se
entiende- al Partido por la censura y por la regionalización de
la información -los periódicos de una provincia no se distri­
buían en las provincias vecinas-, que habían impedido que su­
piera lo que estaba ocurriendo en la remota China Meridional.
Lamentó mucho no haberse enterado antes; se habrían evitado
meses de trabajo inútil en pos de La marea de esperma, el do­
lor por la muerte de los presidiarios y de los zoólogos -aunque
también pensó que esos jóvenes arrogantes, tarde o temprano,
se hubieran topado con algún comisario del pueblo-. Pero no
se detuvo en lamentaciones, mientras caminaba hacia su anti­
guo despacho, ocupado ahora por el jardinero Sin Yu, iba pen­
sando cuál sería la manera más rápida de viajar a Guangdong.
Los bimotores Ilyushin 14 eran muy veloces, pero nunca salían
a horario y cualquier inconveniente meteorológico retrasaba
indefinidamente el vuelo. El dicho de los viajeros veteranos era:
“Vaya en tren, es mucho más rápido que el avión”.
También el jardinero Sin Yu deploró el tiempo perdido,
estaba agitadísimo. Citó a una reunión de urgencia con el
hombre que golpeaba la placa de hierro y la señorita Wu. Le­

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vantó el teléfono y comenzó a dar rápidas órdenes. A través de
sus contactos en Pekín, organizó un convoy de camiones del
Ejército Rojo que los transportaría a Guangzhou, capital de
Guangdong, distante dos mil trescientos kilómetros. Después
se arrepintió y decidió que viajarían en avión. Mientras espe­
raba una comunicación, tapó la bocina del teléfono con la
mano y le dijo al profesor Li como al pasar: “Los imbéciles de
Taiwán nos acusan de producir enfermos sexuales”. Le orde­
nó por telégrafo al jefe de la guarnición de Guangzhou que
capturara con vida a todos los priápicos posibles y los m antu­
viera bajo estricto control médico. Con el propósito de restau­
rar sus fuerzas para una nueva batalla, el viejo Sin Yu se auto-
prescribió una poción doble de polvo de cuernos de ciervo en
celo; le dictó la receta al farmacéutico local.
El jardinero Sin Yu decidió que Christopher Toy partici­
paría de la expedición. “Vamos a necesitar ciegos para que
atiendan a los colibríes en la oscuridad”, le guiñó un ojo al
profesor Li. A Christopher Toy la noticia del viaje lo alivió mu­
chísimo, los silenciosos le destrozaban los nervios, estaba dis­
puesto a ir a cualquier lado con tal de alejarse de ellos. El pro­
fesor Li los presentó al día siguiente, poco antes de la partida.
El olor del viejo Sin Yu le recordó a Christopher la casa de sus
abuelos en Boston. Era un olor a polvo doméstico quemándo­
se sobre la estufa de resistencias eléctricas, mezclado con ema­
naciones de transpiración agria -q u e su abuela achacaba al su­
dor de los albañiles que habían construido el edificio-. Decía
que el sudor se había mezclado para siempre con la argamasa
de las paredes. Se percibía con más intensidad en la cocina. El
padre de Christopher, de manera prosaica, situaba el olor en
las cañerías de desagüe de la pileta de lavar, tapadas de grasa
fermentada. “Pero papá no las destapaba, no se animaba a de­
rramar soda caustica sobre los obreros de mi abuela.”

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173

-XX-
La enfermedad china

Christopher tuvo la impresión de que el viaje recién había


comenzado cuando aterrizaron en Guangzhou. Como llegaron
a medianoche, debieron pernoctar en una fábrica de seda natu­
ral cercana al aeropuerto. Era un inmenso galpón de techo de
cartón embreado, piso de tierra y abombadas paredes de ado­
be. Afuera, los vientos monzónicos chillaban arrojando moras
prematuras sobre la tierra amarillenta. El galpón estaba caldea­
do y repleto de durmientes, acostados de a tres o de a cuatro en
una veintena de enormes camas K’ang. A Christopher lo ubi­
caron en una cama junto al profesor Li. Las sábanas eran de se­
da y las almohadas de madera laqueada. Entre las camas había
inmensas ollas, se oía el ruido de un enérgico hervor.
-Ahogan a los gusanos y cuecen la seda en agua hirvien­
do para purgarla de su goma natural -le explicó el profesor
Li-. Escuche a los gusanos.
Proveniente de bandejas colocadas en innumerables es­
tanterías contra las paredes, se oía el murmullo nocturno de
los gusanos de la quinta edad masticando la velluda hoja de la
morera.
La señorita Wu les hablaba desde la cama contigua, pa­
recía disgustada:

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-D etesto estas malditas almohadas de madera. Mi padre


usaba una almohada laqueada de negro; la laca, desteñida por
la transpiración del cuero cabelludo, dejaba ver la veta de la
madera. No se deberían usar más, son muy incómodas.
-Son costumbres de siglos -d ijo el profesor Li con tono
conciliador.
Luego ambos comenzaron a charlar sobre los modos de
producción de cada localidad. A Christopher, el murmullo
de la masticación de los gusanos sumado al rum or de las con­
versaciones nocturnas, lo iba adormeciendo. El profesor Li le
decía a la señorita Wu:
-A mí me fascina el ciclo de la economía campesina. En
esta zona productora de seda, se dedican a los viveros de pe­
ces como actividad subsidiaria. Utilizan las deyecciones de los
gusanos de seda para alimentar a los peces y extraen el légamo
de los viveros, enriquecido por el excremento de los peces, pa­
ra usarlo como abono de las moreras, cuyas hojas sirven como
alimento a los gusanos de seda. Un circuito perfecto. ¿Qué le
parece?
-M e parece asqueroso -replicó la señorita W u-. Me re­
pugna que nuestra economía se base en los anticuados ciclos
de la mierda animal. -Y luego, como si tratara de suavizar la
aspereza de sus palabras, agregó-: Lo que sí me gusta es que
las sábanas sean de seda, me siento como una estrella de
cine.
Lo último que Christopher alcanzó a oír, fue un comen­
tario del profesor dicho como al pasar:
-E ntre las tejedoras de seda es muy común el lesbianis-
mo, antes de la revolución existían sociedades secretas de ho­
mosexuales llamadas “Mujeres que se peinan entre ellas”.
Christopher se quedó dormido sin poder adivinar si se
trataba de un sutil insulto dirigido contra la señorita Wu.

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Los despertaron al amanecer y un auto los trasladó a la


guarnición local del Ejército Rojo, los recibió un coronel.
Aparentemente vestía el mismo uniforme que sus subordina­
dos, su grado estaba indicado por la ligera diferencia de algu­
nos ojales y botones extra. Les relató sus pobres avances y las
muchas dificultades. El jardinero Sin Yu lo amedrentaba, por
supuesto sabía que el viejo era hombre del presidente Liu
Shao-chi. Todavía no habían logrado conservar con vida a
ningún “licencioso”. (En la provincia de Guangdong los lla­
maban por este nombre de resonancias moralistas; “colibrí”
era el apodo popular; y sin duda “priápico”, más propio de la
literatura médica, había sido una ocurrencia de los doctores
de Taiwán.)
El coronel les presentó a un médico militar que tom ó la
palabra. Explicó que muchos de los licenciosos nunca se re­
ponían de los golpes y culatazos que les propinaban durante
la captura, la mayoría fallecía por conmoción cerebral. Los
soldados les tenían miedo, los trataban como criminales, no
como enfermos. Tal vez sin saberlo obraban piadosamente: la
muerte de los que sobrevivían solía ser peor. Si se los ence­
rraba en una celda enloquecían hasta el paroxismo, desplega­
ban un insólito síndrome de abstinencia, comenzaban a em­
bestir las paredes como si quisieran salir atravesándolas. No
habían hallado ninguna droga que los calmara, los derivados
del opio y los anestésicos generales no les hacían ningún
efecto. Tampoco los aliviaba la castración terapéutica; al con­
trario, la virulencia del cuadro aumentaba, como si los estu­
viese quemando un fuego interno que ya no hallaba válvula
de descarga. Sólo uno de los licenciosos volvió a hablar lue­
go de que se consumó la castración. El infeliz estaba casi en

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estado de coma, atado a la cama, con el cuerpo arqueado por


la tensión sexual. Dijo que la profecía del koro había resulta­
do cierta: nosotros éramos los fantasmas Ying que habíamos
bajado a robarle su pene. Un tío abuelo suyo había sido eu­
nuco en el Palacio de la Ciudad Prohibida, en Pekín. C om o
lo habían castrado antes de los diez años era un “puro com ­
pleto”: nunca había tenido deseos sexuales. Pero para él ya
era tarde. Mientras hablaba, lloraba; realmente nos conm o­
vió. Nos pidió que le devolviéramos sus genitales amputados
para morir como un hombre entero y, así, poder presentarse
con honor frente a sus antepasados. Esto era imposible, des­
pués de las operaciones las piezas anatómicas extirpadas se ti­
ran al incinerador. No sabíamos con qué reemplazar su sexo.
Rebuscando en las mesas de quirófano entre los restos de la
jornada, encontramos algunos pedazos de órganos y dedos,
los suturamos de apuro, los envolvimos en unas gasas y le
entregamos el paquete. Estaba tan obnubilado que no se
dio cuenta. M urió a la media hora con sus “genitales” apre­
tados contra el pecho. Me atrevería a decir que expiró con
una sonrisa.
Para colmo, nosotros también hemos tenido bajas entre
los guardias rojos y el equipo médico. Pero bueno, no todas
son malas noticias. Aunque la enfermedad sigue siendo incu­
rable, por lo menos ahora conocemos una forma de conservar
a los licenciosos con vida. Al parecer también su piel es sensi­
ble a la luz, por eso no basta el encapuchamiento para sose­
garlos; en cambio, si la habitación está absolutamente a oscu­
ras, se duermen al instante como pajaritos. Lo descubrieron
por accidente los camaradas de una comuna. Habían metido
a un licencioso dentro de una heladera industrial a la espera
de que lo fuéramos a buscar y, mientras no lo expusieron a la
luz, el sujeto se mantuvo sereno.

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177

El coronel explicó que también habían progresado en el


procedimiento para atraparlos. Sus soldados se entrenaban en
el manejo de un lazo montado en el extremo de una vara de
bambú de cinco metros, con un artefacto así se capturaban ce­
bras y antílopes en África; la ventaja era que se podía actuar a
distancia. Como sus hombres todavía no eran hábiles con el
lazo, para que el paciente permaneciera quieto, emplearían
perros chancheros. Estos perros, adiestrados para la caza de
chanchos salvajes, sabían trabajar en equipo; entre dos inmo­
vilizaban al puerco tomándolo por las orejas y esperaban que
viniera el cazador a ultimarlo. En este caso apresarían al licen­
cioso por los antebrazos y los guardias aprovecharían esa cir­
cunstancia para enlazarlo. Con dos lazos al cuello, estirados en
direcciones opuestas, el licencioso no podría moverse.
Christopher me contó con una sonrisa que el procedi­
miento del coronel se malogró antes de ponerse en marcha:
no conseguían perros. Los chinos gozan de un despiadado
sentido práctico, al fin y al cabo son campesinos. Ya no exis­
tían ni perros ni gatos, se los habían comido a todos. Las nue­
vas mascotas eran los cerditos, resultaban más útiles: se ali­
mentaban de basura, engordaban con las sobras y, cuando
alcanzaban cierto peso, eran sacrificados en la carnicería y
reemplazados por otro cerdito. Los niños los paseaban con
una correa al cuello.
El profesor Li sugirió un cambio de estrategia, propuso
colocar señuelos en el campo. Por lo que había leído, se daba
cuenta de que los licenciosos no tenían la menor conciencia
de lo que hacían, entraban en una suerte de trance hipnótico.
Mandó a requisar todas las figuras humanas de Guangzhou.
No halló maniquíes en las vidrieras -e n China no existe la
moda-; pero pudo reunir una gran cantidad de esculturas
huecas, modelos de madera articulada para pintores y mani-

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quícs de mimbre forrado de los que utilizan las modistas para


probar los vestidos.
La epidemia de koro del ’6 l se había iniciado en Lin-gao,
una comuna al norte de la provincia, y se había extendido con
gran velocidad de villa en villa. En pocos meses se habían re­
gistrado más de cinco mil casos. La noticia de que la epidemia
asolaba una aldea, contagiaba a las aldeas vecinas. “Si mis se­
mejantes son asaltados por fantasmas roba-penes, pronto los
fantasmas vendrán también por mí”, razonaban los campesi­
nos y, como el koro es una enfermedad provocada por el mie­
do, cuanto más se asustaban, más rápido contraían el mal. De
los cinco mil casos, alrededor de doscientos habían evolucio­
nado hacia el cuadro licencioso. Casi todos ya habían muerto,
pero seguían surgiendo nuevos brotes. Sólo había que esperar
que reportaran que un enfermo de koro se había converddo
en licencioso y enviar un grupo a esa comuna.
Pronto recibieron un pedido de auxilio de una aldea ate­
rrorizada por un sanguinario colibrí y hacia allí viajaron con
los maniquíes. Organizaron una batida, pero no para espan­
tarlo sino para atraerlo con el alboroto. Colocaron las figuras
y se treparon a unos árboles a esperar. Era un hombre joven,
con anteojos de aro redondo, de su uniforme gris de oficial
administrativo sólo quedaban algunos jirones de la chaqueta,
no llevaba pantalones. Presentaba raspones y arañazos en ca­
da centímetro de piel descubierta. Se abalanzó sobre un ma­
niquí parado al sol en medio de un pastizal bajo, chillaba
como un animal enajenado. A Christopher, que se había que­
dado lejos, sentado en la camioneta, los aullidos le erizaron los
pelos de la nuca. El licencioso se abrazó al señuelo y comenzó
a violarlo. Movía la pelvis a una velocidad imposible, cercana
al temblor o el aleteo. Viéndolo, el profesor Li entendió por
qué los campesinos los llamaban colibríes. Como había pre­

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visto, el licencioso ya no se pudo apartar de la figura, no opu­


so resistencia cuando los embolsaron juntos. Algo de luz en­
traría en la bolsa porque, mientras lo cargaban hasta un ataúd,
seguía meneándose. De este modo capturaron a una docena
de licenciosos en menos de diez días. El jardinero Sin Yu esta­
ba exultante.

Cuando Christopher me relataba los arrebatos sexuales


de los licenciosos, recordé un comentario de Marilyn de nues­
tra noche. Esa única noche repasada una y mil veces en mi
mente, anotada y memorizada a lo largo de los años.
Marilyn había dicho:
-E n el fondo siento lástima por los hombres, las mujeres
tenemos la culpa por excitarlos y ellos, pobrecitos, no se pue­
den contener. Bueno, pero tampoco siento tanta lástima. Mi
amiga Shelley Winters tiene una teoría: dice que existen dos ti­
pos de hombres, los violadores y los salvadores. Ciertos hom­
bres, con un par de whiskys encima, se creen dueños de hacer
con una lo que se les da la gana. Le conté a Shelley que Pete
Martin, de la revista Life, me hizo un reportaje. Pete me pre­
guntó quién fue el primero que abusó de mí y yo le contesté sin
vacilar: “Fue mi padre, en el hospital, el día de mi nacimiento”.
Es mentira, nunca conocí a mi padre. Pete dijo que iba a respe­
tar mis declaraciones, pero Life no aceptó; son unos mojigatos,
y lo peor es que dicen que censuraron el reportaje para cuidar
mi imagen. Típicos violadores. Según Shelley los salvadores se
dedican a protegernos de los violadores. No estoy de acuerdo
con ella. Después de un tiempo, cuando una conoce bien a los
hombres, se da cuenta de que muchos salvadores en realidad
son violadores moralistas: igual que los otros quieren violarte,
pero además quieren tener razón y que se lo agradezcas.

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La primera intención fue trasladar a los licenciosos al As-


tor Building por aire. Estaban apurados, no sabían cuánto
tiempo vivirían, pero luego desistieron: no confiaban en po­
der lograr una completa aislación lumínica en el interior del
avión. La menor traza de luz, reflejada en superficies aparen­
temente opacas, los hubiera activado en un segundo. Al fin
decidieron establecer el laboratorio en Guangzhou y traer a las
monas. Para impedir que ingresara la luz, acondicionaron ha­
bitaciones con un sistema de puertas estanco, como las de los
estudios de televisión. Todavía tuvieron que soportar que el
jardinero Sin Yu decidiera que “un médico no puede trabajar
en la oscuridad”, e intentara utilizar luces infrarrojas para
atenderlos él mismo; lo cual desencadenó un infierno de cuer­
pos enloquecidos que, por suerte, duró pocos minutos.
Curiosamente, el único que propuso una hipótesis para
explicar por qué se calmaban con la oscuridad, fue el mismo
Sin Yu. Estaban cenando en el refectorio de la guarnición,
cuando el médico-jardinero gritó:
-¡Eureka! Ahora entiendo.
Todos se quedaron con los palillos en el aire y, con más
fastidio que interés, giraron las cabezas hacia él. El viejo Sin
Yu continuó:
-E l reino de la oscuridad es lo Ying máximo, lo femeni­
no puro. La mezcla con lo femenino es lo que neutraliza la lu­
juria animal de estos pobres hombres -d e inmediato miró
alrededor buscando caras de aprobación; todos asintieron y
sonrieron, estaban apurados por volver a sus tazones antes de
que la comida se enfriara.
Después de la cena, el profesor Li le dijo a Christopher,
que la idea del viejo jardinero simplemente reproducía las su­

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persticiones del folklore local; pero le confesó que a él no se le


ocurría ninguna explicación para reemplazarla. Pensaba que,
debido a las aberraciones genéticas, la piel de los licenciosos
era increíblemente sensible a las partículas atómicas de luz,
pero su conjetura no lo convencía. “El universo es un lugar
lleno de misterio”, le comentó a Christopher con cierto desa­
liento.

Un médico local se ofreció para ayudarlos, había queda­


d o ciego en un incendio y no conseguía trabajo. Podía manio­
brar en la oscuridad: sacar sangre, tomar el pulso, auscultar y
hacer electrocardiogramas. Pero sus tareas esenciales eran ali­
mentarlos por vena -palpaba la vena y rara vez insertaba la
aguja fuera del vaso-, y localizar y curar las heridas de la fase
salvaje del licencioso -para averiguar si las heridas estaban in­
fectadas las olfateaba con atención-, Christopher colaboraba
con él. Tomaban muestras de semen y de células de la piel; a
partir de ambos tipos de células, los genetistas analizaban la
fórmula cromosómica.
El profesor Li y los demás se referían a las habitaciones es­
tanco como “la leonera”, lo decían con cierta aprensión. Allí
dentro hacía tanto calor que las moscas se desmayaban y tapa­
ban las rejillas de ventilación. Sólo una vez tuvieron un per­
cance. Entró una luciérnaga y la luz verdosa de su abdomen
despertó al instante a los licenciosos que se abalanzaron unos
sobre otros. En esa oportunidad el médico estaba solo, por su
ceguera no detectó al insecto pero, apenas los oyó moverse,
entendió lo que ocurría y se tiró al suelo para evitar que lo vio­
laran. Tuvo que esperar bastante hasta que vinieron de afuera
a poner orden, es decir a deshacerse de la luciérnaga y a desa­
nudar a los licenciosos. Todos les tenían miedo. El profesor Li

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le recomendaba a Christopher que se cuidara de la acidez de


la piel; a pesar de su formación científica, el profesor se figu­
raba que los licenciosos exudaban una transpiración corrosiva
como ácido sulfúrico. El médico ciego le explicó a Chris­
topher, que la temperatura de las habitaciones estanco subía a
causa del metabolismo acelerado de los pacientes, no conse­
guían bajarles la fiebre con ninguna droga. Para higienizarlos,
alimentarlos y curar sus heridas se valían del tacto. Percibían
un oleaje de vibraciones rápidas bajo la piel, un temblor cons­
tante de nervios excitados. Christopher me confesó que no re­
sistía la tentación de acariciarlos.

Hallaron mutaciones cromosómicas en casi todos los su­


jetos. El profesor Li y sus colaboradores estaban encantados,
se pasaban el día hablando de los cromosomas anómalos de
los licenciosos. Era frecuente dar con fórmulas variables
de entre veintidós y veinticuatro pares, con toda clase de al­
teraciones del par sexual: XXX, XXY, XO, YO. Pero lo más
im portante fue que descubrieron un cromosoma regresivo,
con potencialidad para engendrar diversas líneas celulares.
Un cromosoma atávico, como los músculos para mover las
orejas, las muelas de juicio y ciertos pelos inservibles. Lo
bautizaron cromosoma A, por A nim al y por Ape, sabían que
este nombre sería del agrado de los americanos. Atribuían la
extraordinaria urgencia sexual de los licenciosos a la presen­
cia de este cromosoma. Se trataba de un cromosoma simies­
co, un eslabón perdido. Los licenciosos eran los últimos de
una especie o, quizá, los primeros.
Por el método de la inseminación artificial no lograban
que las chimpancés quedaran preñadas; debieron optar por la
cópula natural, a pesar de lo engorrosa y desagradable que re­

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sultaba. El médico ciego y Christopher sacaban al licencioso


de la cama, lo metían en ana gruesa bolsa de amianto -el
amianto repele la luz- y lo dejaban en el compartimiento es­
tanco. Allí lo recogían los laboratoristas, lo trasladaban a un
cuarto acolchado y lo encerraban con dos monas. El profesor
Li soportó ver el encuentro una sola vez y se lo resumió a
Christopher. Las monas estaban en celo, en el punto culmi­
nante de su ciclo sexual, exhibían los labios vaginales y las
posaderas turgentes y coloradas. En menos de ocho horas el
colibrí las asaltó alrededor de cincuenta veces. No mostraba
preferencia por ninguna, ecuánime o indiferente, las poseía a
las dos por igual. Las monas aguantaban los ataques, a veces
forcejeaban y lo rechazaban, él copulaba alternativamente con
una u otra partenaire. Cuando se dieron por satisfechos, los in­
vestigadores oscurecieron la habitación y retiraron a los aman­
tes. En sus combates los tres habían perdido una notable can­
tidad de pelo, una de las monas había quedado casi calva. El
licencioso tenía heridas de dientes en las manos y en la cara.
Prepararon cientos de frotis y muestras fotográficas del
material genético para exhibirlas ante los americanos, el cro­
mosoma A sería el argumento más convincente. Dirían que
los espermatozoides de los cuales provenía dicho cromosoma
pertenecían a los silenciosos. Canjearían identidades: los li­
cenciosos por los silenciosos. Los silenciosos viajarían a los Es­
tados Unidos, los licenciosos no saldrían de China.
La señorita Wu y Christopher Toy volarían a Pekín y des­
de allí a Lima, Perú, en posesión de un grueso dossier con los
estudios realizados. Por órdenes del Ministerio de Seguridad
Pública, que siempre optaba por la norma de la vigilancia mu­
tua, los escoltaría el hombre que golpeaba la placa de hierro.
(Nadie sabía que pensaba desertar. Soñaba con fundar un
gimnasio de Kung Fu en San Francisco y actuar en películas

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de artes marciales.) Considerando el peligro al que Christop­
her se exponía en los Estados Unidos, la señorita Wu le ofre­
ció la posibilidad de quedarse en China, pero el poeta no
aceptó. En los últimos meses algo había cambiado en él, ya no
le importaba gran cosa su vida, todo era demasiado horrible.
Si la CIA aceptaba la farsa, el profesor Li viajaría a los Estados
Unidos al frente de una delegación de científicos y silenciosos.
El profesor le dijo a Christopher que sabía que a ninguno de
los dos le interesaba realmente todo esto. Li sintió que no vol­
vería a ver a Christopher. Se abrazaron con tristeza. El profe­
sor Li escribió un poema de despedida titulado “Elogio del
que cae”:

En el comienzo de la primavera,
la hoja del ciruelo ornamental
que soportó el otoño y el invierno,
cuelga floja entre las jóvenes hojas.
Afea el árbol.
Cuelga como una membrana negra,
como el pedazo roto de un ala de murciélago.

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-XXI-
Chñstopher & Jones

Cuando se trata de viajes internacionales, para salir de


C hina el pasajero únicamente puede volar hacia el oeste. No
existen conexiones aéreas directas con Japón, H ong Kong o
la India. Antes de aterrizar en Lima hicieron escala en Mos­
cú, París y Dakar. Fue un viaje largo y pesado, y el hombre
que golpeaba la placa de hierro resultó ser un compañero de
vuelo increíblemente fastidioso. Apenas la señorita W u se le­
vantó para ir al baño, agarró una mano de Christopher por
la muñeca y la arrastró hasta una de las suyas; quería que el
poeta tocara sus nudillos hinchados, de piel callosa y áspera
al tacto. Christopher se resistió, forcejeó intentando recupe­
rar su mano, pero el hombre era más fuerte. Estaba muy or­
gulloso de sus nudillos deformados, se los alababa en chino
con voz camarina, mientras obligaba brutalm ente al ameri­
cano a acariciárselos. Sentados uno junto al otro en las buta­
cas del avión, remedaban la escena de un paidofílico hacién­
dose manosear por un niño en un cine. Cuando la señorita
W u volvió, el hombre soltó a Christopher y se fue al ba­
ño; desde allí comenzó a oírse la cadencia machacona de sus
golpes contra la placa de hierro, asordinados por la puerta
cerrada.

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-Descarga los nervios -sonrió la señorita Wu.


-E s un imbécil -le respondió Christopher enojado. Y
luego añadió una palabra en mandarín referida al pavo real
que se mancha las plumas de la cola con sus propias heces.

En Lima, el hombre que golpeaba la placa de hierro se


alojó en la embajada china, la señorita Wu y Christopher en
el Hotel Bolívar. En el lobby, turistas con sombreros indíge­
nas conversaban en inglés americano, sobre los sillones dor­
mían japonesas regordetas envueltas en impermeables de ny-
lon transparente. A Christopher constantemente lo asaltaba el
recuerdo punzante de Jay Lerer y del tiempo de su amor,
cuando todavía podía ver. Vagaban con la señorita Wu por las
calles de Lima; ella reflexionaba en voz alta, se preguntaba
cuál sería la mejor táctica para abordar al jefe Jones. Llovizna­
ba, bajo los portales un ciego tocaba la quena sin público, lle­
vaba el ritmo golpeando una lata de aceite vacía, los chicos
lloraban y vendían a los gritos. Los olores peruanos -frutas
tropicales semipodridas, pescado crudo en cebolla, emanacio­
nes de alcohol metílico- le evocaban a Christopher el lugar
donde amó y fue amado. Apenas podía prestar atención a lo
que la señorita Wu le decía. No lo consolaba en absoluto pen­
sar que se vengaría de Jones. Al fin, la señorita Wu decidió que
desde el principio jugarían la partida en el terreno del enemi­
go. Sería lo que provocaría menos desconfianza.
Simularon un walk-in, una deserción apacible. Ingresa­
ron a la Embajada de los Estados Unidos en Lima, ante la mi­
rada de extrañeza de los marines que custodiaban la puerta.
Conformaban un dúo poco común, una mujer china y un
americano ciego. Como actores profesionales, fingiendo la
previsible carga de miedo, pidieron hablar con el oficial de se­

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guridad. Tuvieron que pasar por la certificación de datos, era


lo acostumbrado. Les dieron un permiso de visitante, lo com­
pletaron con nombre, dirección y propósito de la visita; la re-
cepcionista agregó la hora y un sello en letras grandes que de­
cía; “Debe ir acompañado”. Los retuvieron todo el día. El jefe
Jones se presentó recién al anochecer.
Christopher dice que Jones no dio señales de reconocer­
lo. La señorita Wu le expuso el plan: los científicos chinos ha­
bían avanzado mucho en el campo de la genética, estaban en
condiciones de cruzar hombres con monos, llamaban al pro­
yecto Gran Trabajador. Jones sonrió como si le estuvieran
contando un chiste, pero como Christopher y la señorita Wu
permanecían serios, dejó de reírse. Los científicos chinos ne­
cesitaban dinero para continuar con las investigaciones; a
cambio estaban dispuestos a compartir su descubrimiento y
trabajar en colaboración con los científicos del país que les
otorgara el crédito. Lo ofrecían en primer término a los ame­
ricanos por obvias razones económicas, si los americanos no
aceptaban probarían con los franceses. La señorita Wu le mos­
tró el dossier del Gran Trabajador. Contenía los protocolos de
la experiencia, fotos de los frotis de los cromosomas A, fotos
de los silenciosos en su calidad de portadores del cromosoma
A, fotos de las monas, de la situación topográfica de los labo­
ratorios y le dio muchos otros detalles.
-E s una suerte que utilicen la nomenclatura inglesa para
las investigaciones -dijo Jones tratando de ganar tiempo. Era
evidente que estaba desconcertado y que hacía grandes esfuer­
zos para pensar con rapidez.
-Son experimentos con seres humanos, contrarios a las
reglas de Nuremberg -acotó la señorita Wu con cierto drama­
tismo.
-C o n la fórmula cromosómica de estos hombres ya se ha

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logrado embarazar a varias chimpancés -d ijo Christopher-,


Por desgracia, las personas que impulsaban el proyecto ahora
cuentan con menos apoyo. China es un país poderoso pero
con muchas bocas que alimentar.
La señorita Wu le entregó a Jones regalos de buena volun­
tad que le enviaba el gobierno chino:
-E ste es un juego de vajilla de porcelana de la calle Quian-
men. Para que se luzca su esposa -dijo con calidez, mientras
pensaba para sí que era porcelana venenosa, con más plomo
que el autorizado por las normas internacionales-. Y aquí tie­
ne un souvenir de nuestra justicia del pasado: cuchillos de des­
cuartizamiento del siglo XVIII.
-¿Cuchillos de descuartizamiento? -preguntó Jones súbi­
tamente interesado.
-S í -dijo la señorita W u-. En el mango de cada cuchillo
está escrito el nombre de un órgano del cuerpo. ¿Ve los ideo­
gramas?
-Sí.
—Los cuchillos se colocaban en una canasta, con la hoja
hacia afuera y el mango hacia adentro, tapado por una tela, de
forma tal que no se pudiera ver el ideograma. El verdugo iba
sacando los cuchillos de la canasta y cortaba el órgano que es­
taba indicado en el mango; ese era el orden en el que se eje­
cutaba la sentencia.
-Seguramente los reos rezaban para que el primer cuchi­
llo que sacara el verdugo fuera el de algún órgano vital -dijo
Jones.
-Exactamente, así el tormento no se prolongaba tanto. El
más ansiado era el cuchillo que decía “corazón”. Pero para eso
había que tener muy buena suerte. Ahora son suyos. Sabemos
que a usted le gustan mucho los cuchillos.
El jefe Jones esbozó una sonrisa de complicidad. Agrade­

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ció los regalos y se quedó con el dossier para que lo examina­


ran sus asesores científicos.
-Tengo que pensar -dijo.
Les informó que regían algunas normas de seguridad ine­
ludibles -su gesto de hastío delataba que las consideraba me­
ra burocracia-. Los dejó volver al hotel, les avisó que dentro
de tres días los pasaría a buscar un auto de la embajada para
trasladarlos a una “casa segura”, donde ambos serían someti­
dos al detector de mentiras.

Le conté a Christopher que yo mismo había viajado con


un detector de mentiras a Brasil en el ’67. Lo despachábamos
a las estaciones de campo en una valija diplomática del De­
partamento de Estado. Era una valija de doble fondo, espe­
cialmente diseñada por la empresa Samsonite. Los de la O fi­
cina de Seguridad éramos los únicos que empleábamos el
detector. El interrogado tenía que responder mirando hacia la
pared y interrogador se ubicaba detrás de él. Estoy convenci­
do de que mientras Christopher hablaba, Jones no le quitaría
los ojos de encima. Aun parado a sus espaldas, Jones sentiría
que Christopher lo observaba, como si pudiese verlo directa­
mente con el cerebro. En el cuartel central, en Virginia, para
evadirse de la prueba, el truco preferido de mis interrogados
era poner la mente en blanco contando los agujeritos de los
paneles acústicos de la pared. Mi treta consistía en aburrirlos
con un buen número de preguntas banales, formuladas de
manera lenta y pausada y, de repente, dispararles la pregunta
que los confundía: “¿Contestó usted con veracidad a todas
mis preguntas?”.
Christopher se rió cuando le revelé mi treta.
-P o r algo lo llaman detector de mentiras y no detector

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de verdades -co m entó-. Algunos inquisidores suponen que


el interrogado les confesó toda la verdad, cuando continúa
diciendo que no sabe nada más hasta el m om ento en que
muere bajo la tortura. Estoy seguro de que Jones no acepta­
ba la muerte como límite, era terriblemente desconfiado,
siempre pensaba que de todas maneras le habían ocultado
algo.
-E s muy probable -coincidí-. Un psiquiatra que dirigía
una de las clínicas de la agencia, me explicó que la paranoia
es el signo inequívoco del oficial en actividad. Y Jones lleva­
ba su recelo hasta tal extremo que sólo creía en los complots
en su contra. Como aquellas personas que suponen que el
optimismo es un signo de candidez y por eso se muestran in­
variablemente pesimistas. Por desconfiar de todo Jones perdía
de vista la realidad. En cierto sentido era crédulo.

La señorita Wu y Christopher pasaron la prueba del de­


tector sin dificultades. Yo conocía otra parte de la historia;
Jerry Almada me la había contado meses antes de mis charlas
con Christopher. Almada había estado presente cuando Eric
Tyrrell, el oficial burocrático, objetó el Gran Trabajador.
Cuando Tyrrell se enteró de la oferta de los chinos y de la par­
ticipación de Christopher Toy, de inmediato se malició algo
raro: le olía a cuento chino. Estudió el tema y dos días después
le plantó The Concise O xfordDictionary bajo la nariz al jefe Jo­
nes. Lo abrió en la página 207 y le leyó:
“ CH lM PA N ZEE, African ape resembling man.
"C H IN , Front o f lower jaw.
"C H IN A .”
-¿Se da cuenta? -d ijo Tyrrell-. Una palabra detrás de la
otra, es una broma; Christopher Toy combinó dos palabras
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heterogéneas e inventó una historia. ¿No lo entiende? Es una


trampa diabólica de ese poeta maldito.
Jones amenazó a Tyrrell con matarlo si se le ocurría decir
algo.
-N unca se sabe qué cosa puede abortar un proyecto -le
comentó luego Jones a Jerry Almada, casi como hablando pa­
ra sus adentros.

La señorita Wu le vendió el Gran Trabajador a Jones con


menos obstáculos de los previstos. Pero no sólo porque, para
la mentalidad de Jones, el mismo tufo a engaño del proyecto
lo transformaba en verosímil; Jones también lo aceptó porque
aspiraba a meter hombres tras la Cortina de Bambú a cual­
quier costo. Con ancestral sabiduría budista, los chinos espe­
raban -ya que el tiempo es circular-, que Jones repitiera el
error de Polonia: que empujado por su descomunal ambición,
enviara gente y dinero allí donde no pudiera controlarlos.
Según Marilyn, Arthur Miller decía que la ambición de
poder idiotiza a los hombres tanto como la fascinación sexual.
Es como quedarse encandilado mirando un culo. Arthur decía:
“Los hombres se encandilan hasta tal punto que sus cerebros
se transforman en culos. Al fin y al cabo son parecidos: con sus
dos hemisferios divididos al medio, el cerebro parece un culo;
un culo arrugado y viejo pero no necesariamente sabio”.

Jones era fanático de los micropuntos - y de todos los


adelantos de la ciencia aplicados al espionaje-, por el sólo he­
cho de que debían leerse con microscopio, los micropuntos le
parecían inviolables. Una página de tamaño oficio entraba en
uno de ellos, Jones solía ubicarlos como el punto de la quinta

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U NIVERSITY OF M ICHIGAN
“i” de cualquier carta. Así envió la primera comunicación del
Gran Trabajador. En el cuartel central se mostraron tibiamen­
te interesados. Entonces decidió contarlo todo. Mandó a Jerry
Almada a comprar un tubo de dentrífico. Jerry estuvo dos ho­
ras pisándolo dentro de una toalla para vaciarlo sin descasca­
rar la pintura. Jones redactó el cable más largo de la historia
de la CIA en el Western Hemisphere, unos mil setecientos gru­
pos en código. Dobló las diez páginas del documento en un
rollito y las aplastó con el pie. Con esfuerzo metió el rollito
por el agujero del tubo de dentrífico. Tardaron una semana en
contestarle, la ansiedad lo corroía. Sucede que el cable era
muy largo, la Oficina de Comunicaciones no lo decodificó de
inmediato, adujeron razones técnicas, pero seguramente los
demoró la pereza. Al fin le ordenaron que viajara a los Esta­
dos Unidos con la señorita Wu y con Christopher Toy.
Ahora que el proyecto era suyo, Jones lo rebautizó Hybrid
Monkey. Volaron a Washington en primera clase. Durante el
viaje Jones se convencía a sí mismo de que era posible; los ca­
ballos se cruzan con burros, desde hace siglos nos alimentamos
con cereales híbridos, por qué no habría de funcionar una cru­
za entre hombres y simios. “Al fin y al cabo son sólo chinos”, se
decía Jones con una sonrisa que lo explicaba todo. Justamente,
uno de los aspeaos más interesantes del Hybrid Monkey radi­
caba en explotar la propaganda psicológica: los chinos aparece­
rían como una raza inferior, al nivel de los monos; capaces, ade­
más, de los experimentos más aberrantes y antiéticos. Monos
chinos, monos amarillos: una tentación difícil de resistir. La se­
ñorita Wu ya lo había previsto, cifraba gran parte de la aproba­
ción del descabellado proyecto, en la oportunidad que propor­
cionaría a los norteamericanos de desplegar su racismo.

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-X X II-
Jones en Washington

Convocaron varias reuniones en el Pentágono durante el


invierno del ’62. Asistieron oficiales del Naval Intelligence,
del Air Forcé Intelligence y por supuesto directores de la CIA.
En algunas participaron físicos nucleares de la Atomic Energy
Commission, especialistas en genética del Massachusetts
Technological Institute y acaso otros expertos de los cuales
Christopher Toy no alcanzó a enterarse. Supo el temario de al­
gunas de estas reuniones por boca de Jones, también por los
relatos y las deducciones de la señorita Wu. No intervino per­
sonalmente en ninguna de ellas.
El argumento más sólido de Jones era que los chinos los
habían invitado. Es claro que no se trataba de una invitación
oficial, por el momento el vínculo debería mantenerse en se­
creto, pero la cooperación económica y científica podía ser la
primera de una serie de maniobras de acercamiento entre am­
bos países. Aunque la operación no aportara rédito electoral a
corto o mediano plazo, la disponibilidad de la CIA de recursos
financieros confidenciales les permitía actuar con libertad
frente a los políticos. El Hybrid Monkey podía funcionar co­
mo un proyecto piloto, un precedente para futuras tratativas
con los chinos, sobre todo en temas de energía nuclear. El Pen­

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tágono estaba muy interesado en comprometerlos en un pacto


del tipo “Átomos para la paz”, como el que los chinos habían
firmado con Rusia en el ’55. La crisis de las relaciones chino-
soviéticas alentaba las esperanzas de los norteamericanos.
Les urgía averiguar el estado de los conocimientos de los
chinos sobre energía nuclear. Desde que el viceprimer minis­
tro Chen Yi dijo en el ’58 que China tendría armas atómicas,
la gran preocupación de los americanos era saber cuándo se
produciría la primera explosión de prueba. Pekín contaba con
buenos físicos atómicos occidentales, renegados como Bruno
Pontecorvo y Joan H inton, que habían trabajado en el Proyec­
to Manhattan. Le faltaban materias primas y capacidad técni­
ca. No bastaba con construir la bomba, debía ser de un tama­
ño posible de transportar y tener en qué hacerlo. China no
poseía aviones bombarderos a reacción, ni un desarrollo en
cohetería de proyectiles guiados suficiente como para lanzar la
bomba fuera de su territorio. En verdad se conocían pocos de­
talles del programa atómico de Pekín. A pesar de que todo in­
dicaba que estaba lejos de ser una potencia nuclear, al Pentá­
gono lo atormentaba una sola pregunta: ¿Cuándo detonaría
C hina su primer artefacto atómico?
Jones consiguió la adhesión inmediata de los militares de
Washington con sólo mencionar esta incógnita. Desde hacía
tiempo querían entrar al país de Mao, era una de las deudas
pendientes de la CIA. Infiltrarse en China con los métodos de
espionaje habituales resultaba imposible. La eficacia de la se­
guridad interna china se basaba en cuestiones étnicas y de es­
tructura social: todos se conocían, controlaban y espiaban en­
tre sí. En las acciones de campo sólo eran útiles los dobles
agentes; por lo general ejecutivos de los altos niveles del Par­
tido, que actuaban por razones mercenarias y podían viajar al
extranjero para dejar caer su información. Porque otro de los

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inconvenientes eran las comunicaciones: los mensajeros de


enlace eran irregulares y ni hablar del correo -siempre censu­
rad a- o de transmitir desde estaciones de radio clandestinas.
El material que aportaban estos jerarcas del Partido se consi­
deraba sumamente valioso, pero eran agentes muy difíciles de
reclutar. Los directores del Eastem Hemispheresz desesperaban
por conseguir alguno, cosa que sucedía muy pocas veces.

Las objeciones apuntaron al espíritu mismo del proyec­


to. Los especialistas en ingeniería genética del Massachusetts
Technological Institute rebotaron la propuesta de plano; opi­
naban que no tenía la menor chance de éxito en las condicio­
nes actuales de los conocimientos científicos. “Es cierto que
los monos antropoides son nuestros primos”, dijeron, “el cru­
zamiento con ellos no es genéticamente imposible, en parti­
cular con los dos grandes monos africanos: el gorila y el
chimpancé. Los cromosomas de los padres potenciales son
homólogos. Un ser humano con cuarenta y seis cromosomas
puede unirse a un mono antropoide que cuenta con cuarenta
y ocho cromosomas y engendrar un híbrido de cuarenta y
siete cromosomas que, a causa de la cifra impar, será estéril.
El obstáculo estriba en que la red de genes de los cromoso­
mas de cada especie sobrepasa los cien mil elementos, las pro­
babilidades de coincidencia genética son ínfimas; por lo tan­
to, que la criatura sea viable es una utopía, en el mejor de los
casos el fruto de esas uniones será un m onstruo.”
Un biólogo, partidario de Jones, atacó a los expertos. H a­
bló con tono irritado de “los postulados seniles de la ciencia
oficial”. Remató su exposición diciendo: “Todavía quedan al­
gunos científicos con imaginación, por desgracia pertenecen al
bando enemigo”. Un técnico de la Dirección Científica de la

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196

CIA dijo, de manera desafiante, que quizá los chinos sabían al­
go que los soberbios genetistas americanos ignoraban. La mi­
lenaria reputación de los chinos por inventos como la pólvora,
la brújula, el papel, los fideos y tantos otros respaldaba vaga­
mente lo fantástico de su argumentación. Uno de los genetis­
tas aprovechó la mención a la sabiduría china, para contraata­
car con un comentario capcioso: “ya nadie puede sostener
seriamente la hipótesis de que el mogolismo es una regresión
genética hacia una raza inferior, es decir, la china”. La señorita
Wu, presente en la reunión, se sintió muy ofendida.

Mientras celebraban las negociaciones recibieron la noti­


cia de que se había descubierto un extraño muíante simiesco.
La aduana del puerto de San Francisco lo había hallado en la
bodega de un barco carguero de bandera nipona. Jones supu­
so que se trataba del Hybrid Monkey y libró órdenes para
confiscarlo y trasladarlo a los laboratorios de la CIA. Sin em­
bargo no pudo obtener el simio. También lo reclamaba su
dueño, un apoderado de uno de los cuatro grandes estudios
de Hollywood, que lo había importado y que finalmente lo
recuperó, -aunque debió esperar que pasaran los sesenta días
de la cuarentena-. La CIA interpretó la aparición del mutante
como una demostración del poder de los chinos: sabían m u­
cho más de lo que habían dicho, el Gran Trabajador ya exis­
tía. Interrogada por Jones acerca del hallazgo, la señorita Wu
se mostró reticente, negó conocer el origen del simio, pero no
puso demasiada convicción en sus palabras. Luego le confesó
a Christopher que en realidad no sabía nada, suponía que se
trataba de una simple coincidencia.
Los peritos de la CIA fueron a estudiar el espécimen al de­
pósito de la aduana. El comprador contó que lo habían halla­

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do dentro de un trozo de hielo flotante en la región de Kam­


chatka, en el mar de Okhotsk; lo había recogido un barco de
pesca soviético. Al principio el hielo era muy grueso, no se
distinguía bien lo que contenía, el capitán creyó que se trata­
ba de una foca congelada por accidente; cuando se derritió en
parte, pudieron observar la forma simiesca. La nave tuvo que
hacer escala en el puerto de Dairén, en China Comunista, allí
los guardias rojos les quitaron el bloque de hielo con su ocu­
pante incluido. Reapareció como un extraño artículo de con­
trabando en Hong Kong, donde lo compró su actual propie­
tario. Cuando lo subieron a bordo del barco de pesca soviético
el bloque pesaba aproximadamente cuatro mil kilos; en Hong
Kong alguien reemplazó la incómoda masa de hielo por un
ataúd de vidrio. Obviamente lo mantuvieron refrigerado, pe­
ro sin duda las soldaduras no eran herméticas, porque los pe­
ritos se quejaron de que se sentía la pestilencia del cadáver
descompuesto.
Lo describieron como un ser cubierto por completo de
largos pelos de color castaño oscuro, de colmillos salientes y
órganos sexuales modestos. Por supuesto no tenía cola. El
apoderado del estudio de Hollywood afirmaba que era un si­
mio descendiente del Gigantopitecus asiático que vivió hace
quinientos mil años en la China Central. Los páleontólogos
desecharon la idea por absurda. Se tomaron centenares de fo­
tos del espécimen -m uchas de ellas indescifrables a causa de
los reflejos del vidrio-, y todas las mediciones posibles sin sa­
carlo del ataúd. El propietario se oponía a ello y, en verdad, a
los peritos tampoco les entusiasmaba la idea.

La CIA convocó a John Mackenzie, un cazador de mons­


truos y fotógrafo al acecho en el lago Loch Ness. Escribía so­

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bre criptozoología, su primer libro se titulaba Los animales son


unos monstruos.
-Ya nada me asombra -com entó Mackenzie mientras
estudiaba las fotos-, no es la primera noticia de cruzas que
recibo este año, parece que están de moda. La última que vi
era una típica fabricación oriental, una de esas “sirenas” que
se venden en los puertos del Océano índico y que consisten
en un delicado ensamblaje de un cuerpo de m ono con la co­
la de un gran pez espada y garras de ave de rapiña. Algunos
coleccionistas pagan un buen precio por ellas, dicen que son
animales imposibles. Tonterías, animal imposible es la jirafa,
la jirafa parece una broma de la naturaleza; hasta que lleva­
ron los primeros ejemplares a Europa ningún zoólogo serio
admitía su existencia. El resto es simple taxidermia. H e ob­
servado que las sirenas son el monstruo más popular. En los
viajes de Colón, los marineros confundían a los manatíes
con sirenas, son muy feos pero tienen tetas de mujer. Sin du­
da la abstinencia sexual de los marineros embellecía a los ma­
natíes. Algo parecido ocurre en la costa africana de Momba-
sa, los pescadores tom an por sirenas a los dugongos, que son
una especie de manatí. Los pescadores africanos los capturan
y practican el coito con los cuerpos moribundos, sobre la cu­
bierta de sus botes de remo. Respecto al ejemplar por el que
me consultan, deberí? examinarlo personalmente pero, por
lo que veo en las fotos, les puedo adelantar que se trata de un
mono. La procedencia oriental del espécimen, su color oscu­
ro y la dimensión de la cresta sagital, me hacen pensar en un
Cinopiteco de Cebeles o en un babuino con cresta. No creo
que sea un mutante ni un producto taxidérmico, es sólo un
mono grandote.

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Jones sintió cierta frustración al enterarse de que el mo­


no del ataúd de vidrio no era el Hybrid Monkey. Pero pronto
recibió la feliz noticia de que los directores habían resuelto dar
el visto bueno al plan. Los directores se decían: “Hagámoslo,
¿qué podemos perder?”. Jones estaba dichoso: entraría en C hi­
na y nuevamente sería un héroe.
A todos los tranquilizaba que la operación quedara den­
tro de la órbita de la CIA, de esa manera el secreto estaría pro­
tegido. Lo que iban a hacer les producía cierto pudor, se tra­
taba de actos contranatura. Le recomendaron a Jones que en
China tratara de establecer contacto con dirigentes del Parti­
do Comunista, para organizar eventos más aptos para el con­
sumo de los votantes, en particular intercambios deportivos y
artísticos.
Los directores de la CIA decidieron que Christopher Toy
permaneciera retenido en Camp Peary. Se lo podía acusar de
complot con el enemigo y alta traición, pero a nadie le conve­
nía que se ventilara lo que sabía en un juicio oral. Se barajó la
idea de eliminarlo, pero su familia bostoniana contaba con in­
fluencias, evaluaron que era una acción cara y peligrosa. Co­
mo no sabían qué hacer con él se limitaron a retenerlo. Cal­
cularon que si llegaba a explicar en qué consistía el proyecto
Chimpansex -com o se obstinaba en llamarlo-, nadie le cree­
ría, pensarían que estaba loco. Christopher se lamentaba, si
hubiera sabido de antemano que la CIA no iba a matarlo, qui­
zá no habría inventado el Chimpansex y todo esto no habría
pasado.

Por una cuestión de rutina, los oficiales del Air Forcé In-
telligence enviaron aviones de reconocimiento; estaban habí
tuados a espiar China desde el aire. Ya habían rtvibklo radio-

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fotos del satélite de observación táctica, el Big Bird. Las cá­
maras ultrasensibles del satélite tenían gran poder de resolu­
ción, pero el diámetro mínimo de los objetos que podían fo­
tografiar era de medio metro. El Big Bird sólo proporcionó
buenas tomas de los edificios de Guangzhou y del Astor Buil-
ding. Fue entonces que decidieron mandar los aviones y casi
echan todo a perder.
Sucede que el Servicio de Inteligencia Chino le otorga la
máxima importancia al secreto táctico. La discreción llega
hasta tal extremo que, entre otras cosas, la mayoría de los ofi­
ciales no se conocen entre sí. En la Escuela de Inteligencia de
Kiao Fang, los estudiantes, para no ser identificados, asisten a
clase con antifaces, permanecen todo el día encerrados en sus
habitaciones y salen a la calle con un minuto exacto de inter­
valo entre uno y otro. Por este exceso de discreción, la defen­
sa antiaérea china no estaba enterada de que se había firmado
un acuerdo con la CIA. Cuando avistaron el avión de recono­
cimiento norteamericano invadiendo su espacio aéreo, dispa­
raron y lo derribaron. El piloto apareció ahogado en un arro­
zal con un sospechoso golpe en el cráneo.
El secretario de prensa de la USAF arrojó cortinas de hu­
mo, habló de sabotaje comunista en la base de las Filipinas,
exhibieron algunos guerrilleros capturados. Pero lo funda­
mental fue que los mismos chinos acallaron el asunto; no hu­
bo protestas diplomáticas, ni ruedas de prensa. Por eso el pro­
yecto Hybrid Monkey pudo seguir adelante.

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-X X III-
Los silenciosos en acción

Lo último que Christopher pudo relatarme fueron las es­


pecificaciones generales del proyecto. Se decidió que algunos
genetistas americanos y quince chimpancés -doce hembras y
tres m achos- viajaran a China para participar de la fase expe­
rimental. Un grupo compuesto por los silenciosos -supuestos
portadores del cromosoma A pero, en verdad, los perversos
despellejadores de mujeres- y algunos científicos chinos, vola­
rían a los Estados Unidos. La CIA les proporcionaría protec­
ción y aislamiento en un sitio conocido por el criptónimo de
Granja Isolation, situada en las inmediaciones de Williams-
burg, en los bosques de Ohio. Obviamente no se trataba en
absoluto de una granja.
La tripulación del avión detestaba volar con los silencio­
sos, tenían miedo de que atacaran a los pilotos o a sus guar­
dianes. A pesar de haberlos dormido con sedantes, recién les
quitaron las capuchas, las esposas y los grilletes de madera de
teca cuando el avión tocó tierra en el aeropuerto de Cleve­
land.
A Christopher lo habían encerrado en una oficina deso­
cupada en el cuartel de Camp Peary, Virginia. El cuartel ge­
neral es un colosal complejo en forma de H con capacidad pa­

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202

ra diez mil empleados. Los edificios -cubos grises, enormes e


impenetrables- se identifican por gigantescos números negros
pintados en las paredes. La decoración interior es uniforme,
todas las habitaciones están revestidas con paneles acústicos de
color té con leche. Allí vivió Christopher durante varios años
hasta que tramité su liberación en 1968. Sólo un ciego podía
soportar tanta monotonía. Se trataba de una reclusión muy
irregular: no estaba preso pero tampoco podía irse. En el ’68,
ninguno de los oficiales que habían dado la orden de deten­
ción trabajaba en esa división de la CIA. El personal de Camp
Peaiy se acostumbró a él, la mayoría ni siquiera sabía de su
condición de detenido. Al principio, Christopher, visitado a
desgano por un enfermero, vegetó tres meses. Dice que fue la
etapa más aburrida de su vida, su única distracción era la ra­
dio, el resto del tiempo dormitaba.
Lo salvó el encargado de la cafetería al paso. Cuando se en­
teró de que un hombre ciego y desocupado vivía en los edifi­
cios, solicitó que le permitieran emplearlo para el reparto de los
pedidos. La regla de que únicamente los ciegos podían circular
con libertad dentro del cuartel, convirtió a Christopher en ma­
no de obra calificada. Los oficiales de seguridad tardaron en
responder, estaban desorientados, no existían antecedentes de
detenciones de este tipo. El encargado de la cafetería insistió
tanto que al final accedieron, autorizaron a Christopher a salir
de la habitación pero no de los límites del cuartel.
Algo más animado, Christopher volvió a escribir, mejor
dicho a dictar. Aprendió a retener sus palabras en la memoria
durante horas hasta conseguir que alguien las anotara, tiempo
después aprendió braille. De esa época data “Dragones enfer­
mos”, un poema sobre los silenciosos, curiosamente es el úni­
co poema del cual Christopher sólo recuerda el título. Algo si­
milar ocurrió con el personal de la Granja Isoladon, nadie se

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acuerda ni pizca de lo que sucedió allí con los silenciosos.


Aunque todavía se observan las huellas del destrozo en los
bosques circundantes, las cicatrices en el tronco de los árboles
y largas chorreaduras negras y digitiformes de un material que
bajó como vidrio fundido desde la cima carbonizada de la co­
lina -¿químicos?, ¿gelatina incendiaria?, nunca lo supe con
precisión-, nadie se acuerda de nada; los médicos llaman a es­
te fenómeno amnesia postraumática.
Tampoco los registros son claros, en los archivos apenas
se consigna el episodio. Tal vez se deba a que al oficial que re­
dactó los informes, le dio vergüenza poner por escrito, para el
regodeo de otros oficiales, hechos tan disparatados e inverosí­
miles. El director de la granja apuntó de manera escueta que
el grupo de voluntarios chinos se apoderó de armas automáti­
cas, atacó a la guardia de la puerta de acceso este y escapó del
perímetro. El informe no explica cómo lo llevaron a cabo, ni
de quién fue el descuido. Se adjunta el parte de bajas en ac­
ción: catorce muertos y treinta y dos heridos americanos.
McNally, un viejo ex policía a cargo de la seguridad de la Iso-
lation, me contó que los chinos causaron malestar desde el
principio. Era algo vago, nadie quería atenderlos, las camare­
ras del refectorio faltaban, cierto día no vino ninguna, parecía
una huelga organizada. Con los hombres ocurría algo seme­
jante, pero en menor medida; se despoblaron los turnos de
guardia, citaron personal de reserva, interrumpieron vacacio­
nes, La enfermería estaba colmada de personal femenino,
tampoco recuerda de qué se quejaban las pacientes. “En ver­
dad los asiáticos apestaban, olían como una maldita pescade­
ría.” La debilidad defensiva favoreció a los chinos, McNally
dice que no les costó demasiado liquidar a la guardia.
Al igual que Camp Peary, la Isolation de Williamsburg,
Ohio, es un sitio desmesurado. En la valla de entrada, un le­

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trero puesto para engañar a gente no avisada, dice: “ D IREC­


C IÓ N D E VIALIDAD. N O p a s a r ” . La base limita por el norte

con el río Killbeau y por el oeste con la pista de aterrizaje de


un aeroclub. El predio contiene polígonos de tiro y cotos
de caza de ciervos. Los oficiales se alojan en cabañas de ma­
dera de pino Carolina sin desbastar, con dos cuartos y un ba­
ño. Todavía se conserva el estilo de los barracones de la Se­
gunda Guerra Mundial. Los oficiales reciben entrenamiento
en acciones encubiertas y maniobras paramilitares. Practican
tácticas para atravesar fronteras; en una extensión de un par
de millas hay torres con centinelas, alambradas electrificadas,
alarmas y patrullas. El día en que los silenciosos atacaron vi­
vían en la Isolation más de seiscientos hombres.
La CIA se hizo cargo del desastre sólo en los primeros
momentos, su jurisdicción terminaba en los límites de la
granja. Respiraron aliviados cuando tom ó el mando un gru­
po de la International Security División, la sección del FBI
que se ocupa del contraespionaje interior en los Estados Uni­
dos. Los hombres del FBI se burlan de los aterrorizados ofi­
ciales de la agencia; opinan que si hubieran controlado su
pánico en los mensajes radiados, se habría evitado que la
Fuerza Aérea bombardeara masivamente la colina y los alre­
dedores. Esto produjo muchas bajas propias. Algunos la lla­
man “La colina de la deshonra”. Se sabe que los cuadros del
FBI detestan a la CIA, es histórico, todavía les dura el rencor
por haber perdido América Latina en el ’47. Uno de los di­
rectores del FBI hizo quemar los archivos de América Latina
para no entregárselos a la agencia. Gran parte del plantel de
la CIA proviene de la Armada, pero también muchos oficia­
les fueron transferidos desde el FBI, tal vez sus antiguos com­
pañeros los consideran renegados, no lo sé, el caso es que nos
odian. Es difícil hablar con los miembros del FBI pero sólo

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ellos saben lo que pasó después de que los silenciosos se fu­


garan.
Tengo un amigo en el FBI que participó de la fase de per­
secución. Como frente a mí asume el papel de hombre supe­
rior, no se queja de que los chinos eran peligrosísimos y que es­
taban entrenados como comandos; nada de eso, él se queja de
que se llenó de garrapatas por haber tenido que arrastrarse en­
tre los pastos. Cuenta que catorce de los veintitrés chinos mu­
rieron cuando los derribó un caza a reacción. Habían robado
un avión del aeroclub vecino a la Isolation y los abatieron a po­
co de despegar. El piloto del caza les ordenó que aterrizaran y
no respondieron a sus advertencias. Fue un verdadero golpe de
suerte. Se hallaron cuerpos o pedazos de cuerpos correspon­
dientes a catorce individuos. A otros tres los encontraron muy
tranquilos desayunando jamón y huevos en un bar de Cleve­
land. El dueño del bar notó que, al rato de que entraran los
chinos, los parroquianos comenzaron a toser, a moverse con
inquietud en las sillas y finalmente a retirarse. A solas con ellos
se sintió atemorizado. Llamó a la policía. Con tono inseguro,
casi pidiendo disculpas por su cobardía, dijo que en el bar ha­
bía unos chinos extraños, que le parecían peligrosos. Para su
sorpresa, en pocos minutos un centenar de policías rodeó el lu­
gar. Los capturaron sin necesidad de usar la violencia. Dice mi
amigo que la CIA los reclamó para examinarlos, un destino su­
mamente desdichado. Estudiaron su sentido de la vista a todo
lo largo del recorrido neuronal, se los lobotomizó para investi­
gar los potenciales de agresividad pura que desplegaban. Fue
inútil, tampoco estos investigadores lograron desentrañar el se­
creto de su mirada. Dos de los silenciosos sobrevivieron a los
experimentos, en Manchuria habían sido maestros ceramistas.
Los rumores dicen que les instalaron un atelier en las casama­
tas de hormigón de la Línea de Defensa del Pacífico -u n a se­

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206

rie de fortificaciones construidas frente al océano durante la


Segunda Guerra Mundial contra la temida invasión japonesa-.
Se los puso a modelar explosivo plástico termolábil de grano
ultrafino. Decían que este material, mucho más maleable que
la arcilla, iba a revolucionar el campo de las trampas cazabobos
tipo Trompe l ’oeil. De sus manos salían perfectas imitaciones
de libros rojos y bustos de Mao, simpáticos dragones símil
jade verde, muñecas rusas, réplicas en miniatura del Kremlin y
de la Iglesia de San Basilio. Inventaron manzanas rojas de as­
pecto exquisito que estallaban cuando se las mordía y salchi­
chas de explosivo plástico que ellos mismos envasaban al vacío.
Entre los oficiales más jóvenes de la CIA circulaba un chiste
grosero; decían que los lobotomizados fabricaban consoladores
que explotaban apenas comenzaba la fricción, los llamaban
“otra rusa reventada”. Según mi amigo del FBI a los seis silen­
ciosos restantes tardaron casi un mes en localizarlos y tres me­
ses más en capturarlos. El rastrillaje de la región de Williams-
burg, Ohio, demoró una semana, el FBI dirigió el operativo.
Fue lento porque para mantenerlo en secreto colaboraron
pocos efectivos, sólo la policía del condado y un grupo de
suboficiales del Ejército de la guarnición de Sugarcreek y, so­
bre todo, porque no pudieron emplear perros. Los sabuesos se
negaron a rastrearlos. Cuando les daban a olfatear las ropas de
los silenciosos, los perros se apartaban asqueados, tironeaban
de las traillas con desesperación, algunos se ponían a llorar y
gemir con las orejas gachas, otros vomitaban. Al fin los hom­
bres del FBI se dieron por vencidos, nunca supieron por dónde
habían escapado los chinos. Alguien arriesgó la hipótesis de
que habían nadado por debajo de la capa de hielo del río Kill-
beau; como eran oriundos de una región tan fría tal vez esta­
ban habituados al agua helada. Los descubrieron en Califor­
nia, mi amigo del FBI no sabe cómo los capturaron.

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207

Se podría pensar que el plan para asesinar a las estrellas de


Hollywood se malogró por la muerte del grueso de los silen­
ciosos pero, a mi juicio, esa no fue la causa principal de su fra­
caso. Los silenciosos eran delincuentes, usaron el plan para sa­
lir de la cárcel. Además hacían lo que se les antojaba, por eso,
en lugar de matar a Marilyn de inmediato, se divirtieron ator­
mentándola.

Se realizó una investigación interna, pero no tuve acceso


a lo indagado ni a las conclusiones porque también fue con­
ducida por el FBI. Sin embargo fue fócil deducir una de las re­
comendaciones principales: todos los oficiales que participa­
ron del Hybrid Monkey fueron despedidos de la agencia,
incluso los que dirigían la Isolation. Algunos pasaron a retiro,
otros fueron reubicados como empleados de escritorio en em­
presas subsidiarias de la CIA como Air America. Esa es la ma­
nera usual de relevar a un oficial de sus tareas de campo. A Jo­
nes lo absorbieron los japoneses, literalmente, ya que nunca
volvimos a saber de él. Un rumor decía que los japoneses lo
atraparon para interrogarlo por el Chimpansex. Como tantas
otras cosas que fabricaban los chinos, los japoneses querían
copiarlo.
No hubo protestas internacionales; los chinos y la CIA de­
jaron salir a los científicos, hubo un intercambio de rehenes
en la estación de tren en la frontera entre China y Hong
Kong. Junto con los genetistas americanos los chinos despa­
charon a los monos. El hombre que golpeaba la placa de hie­
rro viajó custodiando el contingente y en Hong Kong deser­
tó. Consiguió ser admitido en los Estados Unidos a cambio de
valiosa información sobre el contraespionaje chino. Años más
tarde fundó un instituto de Kung Fu en San Francisco. Lo lo­

Original frorn
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calicé en el ’69. Tuve que vencer explicables resistencias de
Christopher para que me acompañara a visitarlo. Necesitaba
un intérprete fiable en caso de que, ante mis preguntas, el
hombre decidiera refugiarse detrás de la barrera idiomática.
Christopher estaba enojado, no saludó al chino y durante la
entrevista mantuvo un mutismo absoluto. Pero no precisé su
ayuda, el inglés del hombre era fluido y se desvivía por hablar.
Al fin y al cabo yo pertenecía a la CIA y su permiso de residen­
cia en los Estados Unidos siempre podía ser revocado. Saqué
en limpio que para los chinos el proyecto Gran Trabajador ha­
bía perdido razón de ser. La salud de los mutantes era muy dé­
bil, la mayoría no alcanzaba la adultez, pero lo que en reali­
dad acabó con el Gran Trabajador fue la Revolución Cultural.
En el ’66, entre tantos líderes del Partido Comunista víctimas
de las purgas, cayó el protector del proyecto, el presidente Liu
Shao-chi. Cuando nos despedíamos, sin dejar de golpear la
placa de hierro, el hombre me informó de un hecho curioso:
varias de las chimpancés americanas que había transportado a
los Estados Unidos vía Hong Kong estaban preñadas de los
“colibríes”.

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209

-XIV-
La violación de Sarah

Años más tarde observé en Occidente cierta manía por


los monos, la atribuí a la simple sincronicidad de los fenóme­
nos humanos. En 1963 el zoólogo Desmond Morris dio a co­
nocer sus ideas en E l mono desnudo, en el mismo año Pierre
Boulle publicó Le planite des singes. Hace poco se estrenó la
película basada en esa novela, protagonizada por Charlton
Heston. Fuimos a verla con Christopher; él escuchaba los
diálogos y yo le describía las escenas, entre los chistidos irri­
tados del resto de los espectadores de la sala. Estos simios sa­
bios o feroces, vestidos con ropas de cuero, le causaban gra­
cia; me dijo que nunca había imaginado a los hombresmono
de esa forma.
El ’67 ha sido el bigyear del Sasquatch. En Bluff Creek,
en las Montañas Costeras de California Septentrional, un ca­
zador de monstruos filmó a una criatura peluda que lo miraba
inmóvil desde treinta metros de distancia. Veinte segundos de
un simio gigantesco o de un hombre muy alto con un gran ta­
pado de piel. Se la publicita como la película más analizada de
la historia, aún nadie logró demostrar que fuera trucada. Real­
mente son tiempos de fiebre del Sasquatch, el mono se ha con­
vertido en una atracción turística para los monster-watchers. El

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Sasquatch está protegido como si fuera una especie rara; aun­


que todavía no consiguieron atrapar a ninguno, los zoólogos
no saben si clasificarlo como un primate o como una subespe-
cie de Homo Sapiens. Por las dudas, en el condado de Skama-
nia, Washington, existen multas muy severas para quien le dis­
pare a un Sasquatch, incluso la acusación de homicidio: lo
consideran más cercano al asesinato que a la caza. De todas
maneras siempre tomé estas coincidencias como meras curio­
sidades, en cambio, el caso de la mona Sarah me conmovió.

Los norteamericanos habían comprado los chimpancés a


su principal proveedor de simios de experimentación, la com­
pañía zoológica Ruhr, de Gelsen Kirchen, Alemania Occiden­
tal. Habían pagado cinco mil quinientos dólares por cada
hembra de cuatro años. Pero entre las chimpancés destinadas
a China también viajó Sarah, una mona nacida en los Estados
Unidos. Sarah vivía desde los cinco meses de edad en la casa
de los psicólogos Thomas y Virginia Masters. Le habían ense­
ñado a hablar utilizando los gestos instintivos de los chimpan­
cés, combinados con el American Sign Language (ASL) -u n
lenguaje gestual de sordomudos-. Por sus impresionantes
avances, los estudiosos de la conducta animal con frecuencia
la citaban en sus artículos. A los dieciséis meses, como una hi­
ja amorosa, Sarah ya hacía las tareas de la casa: barría, lavaba
los platos y la ropa. A los dos años se convirtió en una chim­
pancé muy sexy, se pintaba los labios frente al espejo como su
adiestradora: extendía el rouge, apretaba y restregaba sus labios
uno contra otro, del modo femenino característico. Sarah no
pronunciaba palabras -aunque no tienen dificultades para la
comprensión del lenguaje oral, la capacidad fonéuca de los
chimpancés es muy limitada- pero, mediante la combinación

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de los gestos simiescos naturales y del American Sign Language,


llegó a manejar un idioma básico de más de doscientos men­
sajes. Se trataba de comunicaciones cara a cara que sólo com­
prendían los esposos Masters.
¿Por qué habían despachado a una mona tan valiosa en
una misión de tanto riesgo? ¿Pretendían que la chimpancé se-
mihumanizada pariera un hijo semihumano? ¿La habían en­
viado a una loca operación de espionaje en la suposición de
que, por su capacidad para comunicarse, el animal volvería
con información secreta? Cierto día, mientras revisaba el ma­
terial de otro caso, encontré el relato de la chimpancé espía en
un archivo misceláneo salvado por casualidad de la máquina
trizadora. Se trataba de la transcripción de un diálogo entre
Sarah, los esposos Masters y el doctor Smiles, uno de los zoó­
logos que habían acompañado a los chimpancés a China.

“Sarah se encuentra en una habitación donde puede ser


filmada a través de un espejo unidireccional, el sonido es cap­
tado por micrófonos colocados dentro del cuarto. La observan
durante dos horas. Sarah, sentada en la cama, habla sola. Do­
mina el ASL hasta tal punto que disfruta hojeando un libro de
fotos y nombrando con gestos los objetos representados en él.
Cuando los Masters y el doctor Smiles entran en la habita­
ción, la chimpancé está sentada frente al espejo, estudiando su
rostro y peinándose las cejas con saliva.
"Virginia la saluda con un ademán y luego la levanta en
brazos, Sarah rodea la cintura de Virginia con sus patas y le
palmea cariñosamente la espalda. Thomas le pregunta si re­
cuerda al doctor Smiles, Sarah contesta que lo recuerda. Pare­
ce avergonzada ante el zoólogo, oculta su cara contra el hom­
bro de Virginia. Virginia comenta que a Sarah le da vergüenza

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estar frente al doctor Smiles porque él presenció las escenas se­


xuales en China. Agrega que la chimpancé no está nada bien,
la nota muy abatida. Virginia le pide a Sarah que les cuente su
experiencia en China -la psicóloga imita los rostros orienta­
les, hace el gesto de rasgarse los ojos con los dedos índice de
ambas manos-, y también que les hable de los animan. Una
nube de dolor ensombrece los ojos de Sarah, no quiere hablar
de ellos.
”-Así llama a los hombres que copulaban con las monas
-le aclara Virginia al doctor Smiles-. Cuando le falta alguna
palabra Sarah inventa un neologismo. Éste condensa las ideas
de anim al y man.
”E1 doctor Masters acota:
”-Sí, lo hace con frecuencia, también le gustan los juegos
de palabras; el que más me divierte es ¿cg permutado por God.
¿Sabía que Sarah capta conceptos del nivel de abstracción de
Dios? ¿No es asombroso?
”E1 doctor Smiles asiente diplomáticamente. Los Masters
no le caen simpáticos, en su opinión estos psicólogos no son
mejores que los amaestradores de fieras. Smiles considera que
enseñar a hablar a un animal es un acto atroz, como cualquier
número de circo. Entretanto Virginia intercambia caricias con
Sarah y trata de convencerla de que les cuente su historia; ar­
gumenta que ya no debe temer, se encuentra entre amigos.
”-L a experiencia de violación en lugar de inhibir su
aprendizaje lo ha estimulado -le comenta el doctor Masters al
doctor Smiles-. Ahora necesita más palabras para relatar lo
que le hicieron; el sexo siempre da que hablar. Sarah nota que
cuando lo cuenta se alivia pero, a la vez, la violación fue mu­
cho más traumática para ella que para las demás chimpancés,
precisamente porque habla. Su desgracia es que la hemos hu­
manizado.

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"Ahora vuelve al tema del hombre animal -les informa


Virginia-. Me dice que ella no esperaba que el hombre cono­
ciera el ASL, pero la alarmó que tampoco emitiera sonidos ar­
ticulados, sólo gruñidos y aullidos; ella sabía hablar y el hom ­
bre no. ¿Quién era humano y quién animal? Pobrecita, ¡otra
vez esa horrible confusión!
”Mi esposa se refiere a una anécdota. Sarah paseaba de la
mano de Virginia por una calle de Jacksonville, cuando la
chimpancé intentó hablarle a un perro. Sarah nunca había vis­
to a un perro ‘en persona’ -sonrió el doctor Masters-, se exci­
taba demasiado en presencia de los animales. Había aprendi­
do a reconocer a los perros y a los gatos mirando fotografías y
dibujos. ‘¿Cómo le explico que los animales no hablan?’, me
decía después Virginia muy preocupada. Ella es un animal,
tuvimos miedo de que sufriera una crisis de identidad. Al po­
der hablar, Sarah también puede enloquecer.
”La chimpancé dibuja algunos signos en el aire y se tapa
y destapa los ojos.
”-Sarah dice que el animan estaba en la habitación-cama,
al principio se hallaban a oscuras y luego se encendió la luz
-traduce Virginia.
”-S í -explica el doctor Smiles-, esos hombres, los licen­
ciosos, los priápicos, no sé cómo llamarlos, tienen que estar en
la oscuridad, apenas iluminan el ambiente se desata su activi­
dad copulatoria. Es rarísimo. Los chinos mismos no lo entien­
den. Son hombres con síndromes genéticos severos: malfor­
maciones de los órganos internos, uniones membranosas en
los dedos, estrabismo... Un catálogo de aberraciones.
”-Pero, ¿qué significa habitación-cama?
”-Son habitaciones de paredes acolchadas, como las de
los manicomios -aclara el doctor Smiles.
”—Se prende una luz y ella ve más de cinco hembras en

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celo. Sarah sólo sabe contar hasta los dedos de una mano —di­
ce Virginia-. El animan empieza a perseguirlas, las monas co­
rren y gritan aterradas. Me repite que las paredes del cuarto
son como camas paradas. Supongo que este detalle debe intri­
garla...
”- 0 preocuparla; tal vez duda, no sabe si el lugar es una
cama y ella está soñando -dice el doctor Masters reflexionan­
do para sí.
"Sarah tiembla y hace nuevos gestos: se abraza por los
hombros, gimotea con pena y señala su ano con el índice. Vir­
ginia comenta:
"-H abía olor a miedo en el aire. Un triste olor a miedo,
seguramente defecaciones diarreicas.
”-Sí, y mechones de pelo y manchas de sangre en las pa­
redes, un espectáculo pavoroso -agrega el doctor Smiles-. El
priápico las perseguía a una velocidad inconcebible, en segun­
dos estaba arriba de cualquiera de ellas y ya no la soltaba. Las
monas, en su desesperación, arrancaban los capitones del ta­
pizado de las paredes y se rompían las uñas tratando de rasgar
las lonas para salir. Nunca se aliaban para atacar al licencioso.
Él cubría durante un largo rato a cada una, mientras las otras
contemplaban la escena muy quietas, para no atraer la aten­
ción del hombre. En un momento me fui, estaba asqueado, al
volver después de una hora, el priápico seguía con la misma
mona. Cuando los chinos suponían que una hembra ya esta­
ba servida, apagaban la luz y la retiraban. Apenas volvían a en­
cenderla el licencioso se abalanzaba sobre la próxima.
”-¿Es cierto que todas estaban en celo? -pregunta el doc­
tor Masters con expresión de incredulidad.
”—Sí, es fantástico, nueve hembras en celo al mismo tiem­
po, y eso que el contingente americano sólo sumaba un total
de doce. Los chinos recurrieron a un ardid muy astuto: les

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mostraban a las monas películas pornográficas para chimpan­


cés, cópulas entre simios. Los japoneses ya lo aplican en el zoo­
lógico de Tokio. Los animales se identifican, se sienten prota­
gonistas de las imágenes sexuales. En realidad a nosotros nos
ocurre lo mismo. En los monos esto aumenta la frecuencia
anual de celos y acelera los apareamientos. Es muy útil con es­
pecies en cautiverio difíciles de reproducir.
"De repente Sarah emite un ladrido hiperagudo, se desha­
ce del abrazo de Virginia y comienza a correr por la habitación
francamente espantada.
Así corrían cuando las perseguía el priápico —dice el
doctor Smiles-, el coito era desenfrenado, dos de las chimpan­
cés murieron, tal vez por el stress. Recuerdo los ojos de las mo­
nas turbados por el orgasmo, es muy extraña la cara de éxta­
sis de los animales. El terror de las monas era comprensible; se
trataba de un ser de otra especie, con un cuerpo lampiño y un
pene enorme, mucho m is grande que el de los simios.
”-¿U n pene más grande? -pregunta Virginia, intentando
dar a su voz un tono neutro para disimular su interés.
”—Bueno, ustedes saben, el sexo de los humanos siempre
es de mayor tamaño que el de los monos. Como alguna vez
me señaló mi instructor d d parque zoológico de Londres, el
hombre se puede definir como un mono sin pelo y con un
gran pene. Piensen en el gorila, un macho adulto pesa cerca
de doscientos cincuenta kilos, o sea tanto como tres hombres,
sin embargo su pene erecto mide sólo unos cinco centímetros,
un tercio del pene humano. King Kong como maniático se­
xual es una farsa. Para no acabar con el mito, los cazadores eu­
ropeos del siglo XIX, que alababan la ferocidad y fortaleza de
los gorilas, antes de enviar los ejemplares muertos a Europa les
cortaban los genitales. No lo hacían por decoro sino para es­
conder una evidencia incómoda.

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”-Los chinos tampoco tienen gran cosa, ¿no? -sonríe el


doctor Masters buscando la complicidad del otro hombre.
”-Bueno, no les pedí que se bajaran los pantalones -b ro -
mea el doctor Smiles-. En el caso de los priápicos es cierto,
sus vergas son pequeñas, parecen púberes, con un pene corto
cuya punta apenas emerge de la mata de pelos del pubis. O í
que, por la brevedad de sus prepucios, los árabes llamaban a
los chinos ‘los nacidos circuncisos’. Pero en un punto los li­
cenciosos no parecen chinos para nada, entre sus piernas cuel­
ga un par de testículos dignos de un toro. Los testículos se van
consumiendo y arrugando como pasas de uva a medida que
transcurren los coitos, es impresionante observar como se va­
cían a simple vista. Me explicaba el profesor Li Li-Shuan, el
director del proyecto, que sus eyaculaciones son verdaderas
inundaciones de esperma; más que embarazar, los priápicos
infectan. Ese furor sexual es eficaz, muchas de las monas que­
daron preñadas. Los licenciosos copulan sin tregua, se deshi­
dratan, su corazón comienza a bombear en el vacío y mueren.
”La chimpancé vaga por el cuarto como perdida, revuel­
ve sus cosas con desasosiego. Virginia la alza en brazos, la m o­
na trata de desasirse, pero la adiestradora es más fuerte. Al fin
Sarah se abandona con expresión de impotencia. Virginia
gesticula a gran velocidad, parece intentar razonar con Sarah,
pero la mona no la mira, no quiere hablar. Virginia se da por
vencida.
”-E s una suerte que no sea del todo humana -dice Virgi­
nia—, de otra forma ya se habría suicidado.
"-¿Sarah está embarazada? -pregunta el doctor Smiles.
”-Sí, y le preocupa mucho este hijo no deseado.
”-E n cierto sentido fue una violación -com enta el doc­
tor Masters.
”-¿En cierto sentido? -interrum pe Virginia enojada-, fue

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un acto inmundo y ustedes siguen adelante como si no hubie­


ra pasado nada.
"—¿Ustedes?
"-Thom as hizo un arreglo con la CIA, les alquiló a Sarah
para que actuara como espía. Sarah viajó a China de incógni­
to, mezclada con las demás monas, con el propósito de reclu­
tar dobles agentes. Antes de partir, un desertor comunista le
enseñó el código de gestos cotidianos de los chinos. Sarah po­
día componer unos pocos mensajes con las expresiones gestua-
les de dinero, coito, secreto, huida, insulto, locura, los signos
de afirmación y de negación y algunas otras. Las suficientes pa­
ra comunicarse con algún científico chino y ofrecerle varios
miles de dólares en una cuenta cifrada en Suiza, en caso de que
aceptara colaborar con los americanos. No sabemos qué pasó,
al parecer alguien la denunció. Por su condición de espía po­
drían haberla fusilado, pero no -es increíble la maldad de es­
tos orientales-, hicieron algo más sádico: le dieron el mismo
tratamiento que al resto de las monas. La metieron en la jaula
con el violador, como si fuera una chimpancé común y silves­
tre. ¡Qué crueldad! ¡Los chinos sabían que mi Sarah era dife­
rente!
"Virginia abraza a Sarah y llora sobre el hombro peque­
ño, peludo y suave de la chimpancé.
"-¿Siempre les enseñan a las hembras? -le pregunta el
doctor Smiles al doctor Masters, tratando de desviar la con­
versación hacia otro tema, inquieto por el malestar que flota
en el aire.
—Sí, siempre, los machos no tienen paciencia —responde
Virginia con fastidio, emergiendo del hombro de la m ona-.
Como le decía, Thomas hizo un trato con la CIA, ahora finan­
cian nuestros ensayos. Nos montaron un laboratorio con do­
ce ayudantes, les estamos enseñando a hablar a d o

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pancés al mismo tiempo. Los de la CIA son peores que Mefis-
tófeles, nos ofrecen todo y Thomas es demasiado ambicioso
como para negarse. No le bastó con que violaran a Sarah, aho­
ra la CIA quiere al hijo de Sarah y Thomas se los va a vender.
Lo quieren estudiar. Quieren ver qué sale de ella. Va a ser un
monstruo, el Mono Sapiens.
”-N o lo sabemos -se defiende Thomas Masters.
"-Deberíamos permitirle abortar, eso sería lo justo, fue
una violación.
”De golpe Sarah comienza a arrojar sus libros con rabia
contra el espejo.”

Hasta aquí llega el registro del archivo. No me interesó


rastrear a los Masters, a Sarah y a su hijo. Eran apéndices, se­
cuelas fronterizas del Chimpansex.

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Tercera parte

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“...Únicamente Dios, querida mía,
podría amarte sólo por ti misma
y no por tu cabello rubio.”
W. B. Yeats

“Ámame sólo por mi cabello rubio.”


Marilyn Monroe

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-XXV-
Marilyn renacida

Puedo decir que aquí acaba la historia y continúa mi vi­


da. Durante siete años me había dedicado a reconstruir los
sucesos que provocaron la muerte de Marilyn. En 1969,
cuando entendí que había completado mi tarea, que no iba
a averiguar nada más, dejó de tener sentido seguir trabajan­
do para la CIA. Air Nepal, una compañía subsidiaria de la
agencia, se hallaba en proceso de disolución; solicité un
puesto de liquidador pero, para mi sorpresa, los jefes no
aceptaron mi renuncia. Eso me disgustó, aunque debo reco­
nocer que también me colmó de secreto orgullo. A pesar de
mi madre suicida, de ser Olsen de Olsen, de mi cara imber­
be y de mi cuerpo de gigante em butido en trajes de granjero
puritano -p o r mi estatura estaba forzado a comprarme la ro­
pa en las anticuadas tiendas Tall boy-; a pesar de todo no
querían que me fuera, incluso me aumentaron la paga. Uno
de mis superiores, “El comandante”, un espía sesentón, me
dijo: “Necesitamos hombres como usted, que luchen contra
el complot de las fuerzas oscuras. Los resultados de su labor
son muy instructivos. Sin abandonar esta línea ahora dedi­
qúese a los difuntos hermanos Kennedy”. Fue una revela­
ción, hasta entonces estaba convencido de que nadie leía mis

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informes, suponía que para mis jefes eran curiosidades inser­


vibles.
Cierto día le comenté a Christopher que cuando nos des­
pedíamos aquella noche, Marilyn me dijo: “Procura permane­
cer siempre niño”. Fue un ruego, una de esas órdenes de m u­
jer que los hombres solemos obedecer. Christopher se mostró
muy ansioso por escuchar la historia de mi noche con M a­
rilyn; yo quería contársela -quién mejor que él, que conocía a
los silenciosos, para comprender la vergüenza que me ator­
mentaba-, pero no pude hacerlo. A pesar de que, justamente,
uno de los motivos de mi investigación había sido averiguar
quiénes eran los chinos que me habían asustado y poder con­
társelo a alguien.
Aunque ya estaba libre de su reclusión, Christopher deci­
dió seguir atendiendo el bar al paso de Camp Peary. Se mudó
de su habitación del cuartel a una comunidad hippie estable­
cida en el viejo cine Trocadero, en Washington D .C . Le traía
nostalgias del banco de McCartney Boulevard, su primera ca­
sa con Jay Lerer. La sala del cine estaba tapizada con gobeli-
nos polvorientos y el techo exhibía frescos que imitaban a los
de Miguel Angel, el lugar estaba cubierto de graffitis. Habían
quitado las butacas, daban fiestas grandiosas y dormían todos
mezclados en el suelo en bolsas de dormir. La mayoría se acos­
taba con los zapatos puestos para poder escapar a tiempo de
las redadas de la policía.
Christopher y yo siempre andábamos juntos, una m adru­
gada tuvimos un accidente. Era invierno y la ruta estaba hela­
da, volvíamos desde Washington a Camp Peary. Los ciervos al
costado de la carretera estaban tan entorpecidos por el frío
que casi atropellamos a una mamá con su cría. Desde enton­
ces nos apodaron el ciervo y la jirafa. A Christopher le decían
el ciervo por una dudosa homofonía entre deer y dear, insi­

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nuaban que era mi querido; a mí me llamaban la jirafa -s u ­


puestam ente- por mi altura desmesurada. No eran sobrenom­
bres muy varoniles.
Como ya dije en otra parte de mi relato, nunca odié a
Christopher, a pesar de que le cabía parte de la responsabilidad
por la muerte de Marilyn. Él se disculpaba: “El poema parece
un acto débil, meras palabras, pero sus consecuencias son
imposibles de predecir. No hay manera de saberlo. Inventé el
Chimpansex para sobrevivir”. Yo lo comprendía demasiado
bien, siempre supe que los dos éramos sobrevivientes natos.
Constantemente Christopher me pedía descripciones, me
quería convertir en paisajista, en poeta chino. Extrañaba a la
señorita Wu y al profesor Li, de quienes nunca supimos nada
más. “Los chinos son poetas naturales, es por los ideogramas,
su lenguaje escrito conserva las imágenes, no está fosilizado
como el nuestro, que ha perdido su origen poético”, me expli­
caba.
Parecíamos dos solterones. A mí se me ocurrió comprar­
me un perro, para que me diera un poco de cariño. Chris­
topher me pidió por favor que no lo hiciera.
-H acía tiempo que no oía algo tan vulgar -m e reprendió.
Me recitó los primeros versos de un poema de Lerer:
“Grasa senil”.

Cuanta más gente solitaria hay,


más mierda de perro encuentro en la calle.

Le dije que no sabía qué tenían él y Lerer contra los pe­


rros, pero le aclaré que yo no estaba de acuerdo; además el
poema me parecía de mal gusto. Christopher me explicó que
era la veta social de Lerer. En resumen, seguimos solos el res­
to del invierno.

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Con deseos de moverme y cambiar nuestras vidas, en pri­


mavera invité a Christopher a Los Angeles. Quería volver a
ver la casa de Marilyn. Nos paramos una noche en Fifth He­
lena, en el sitio exacto donde se habían apostado los chinos
cuando me asustaron a muerte. Se trataba de una especie de
exorcismo, yo esperaba un milagro, pero por supuesto no pa­
só nada. De repente Christopher dijo: “Nosotros lastimamos
a los orientales y ahora los orientales nos lastiman a nosotros.
Hiroshima fue un 6 de agosto, Marilyn se suicidó un 5 de
agosto. Me parece que van a ganar ellos, son muchos más que
nosotros”.
Me fastidiaba tener que esperar la reposición de sus pelí­
culas para poder verla, en cambio pasaba sus discos hasta ra­
yarlos. Christopher los escuchaba conmigo, no sé si lo hacía
por complacerme, pero decía que la voz aniñada de Marilyn
le resultaba encantadora. En Los Angeles pudimos ver Niaga-
ra y, mejor aún, American Stress, el show de Renée, alias “La
hija de Coccinelle”; un travestí que imitaba a Marilyn. Baila­
ba, cantaba sus canciones en playback y recitaba fragmentos
de sus diálogos. A pocos años de su muerte, Marilyn era la es­
trella más imitada por los travestis, la consideraban la mujer
perfecta. Yo los conocía a todos y sin duda Renée era el me­
jor. Cantando “Diamonds Are a Girl’s Best Friend” lograba
un parecido sobrenatural, como si Marilyn hubiera resucitado
y viviera fuera de la pantalla. Con Christopher íbamos a todas
las funciones.

Yo cumplía veinticuatro años, decidimos festejarlo en la


playa. Fuimos a Santa Mónica, llevamos dos botellas de cham­
pagne y, de alguna manera que ignoro, Christopher convenció
a Renée para que viniera a cantarme el Happy Birthday, como

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Marilyn lo había hecho en el cumpleaños de John F. Kennedy


en el ’62. Renée bajó de un Ford Utopian Turtletop, vestido
con un albornoz abierto y una malla de dos piezas de color
manteca que lo hacía parecer desnudo. La tela apenas se dis­
tinguía de su piel pálida; igual que Marilyn tenía la piel anor­
malmente blanca. Paré a Christopher delante de Renée y se be­
saron con un alegre entrechocar de anteojos ahumados que
sonó como un brindis. Tomamos champagne, después de la
tercera copa yo ya estaba borracho. Renée se sentó en la arena
junto a mí; “a la sombra del hombre-montaña”, dijo con tono
burlón. Cantó buena parte del repertorio de Marilyn con voz
tierna y susurrante. Mientras cantaba me acariciaba el brazo y
la mano. A pesar de la placidez mental del alcohol, al princi­
pio me intimidó. Renée componía una Marilyn hermosísima,
pero yo no podía dejar de recordar que era un hombre. Chris­
topher sonreía como si pudiera vernos.
—Aunque no lo creas, en verdad soy mujer —dijo Renée,
consciente de mi turbación. Tomó mi mano y la paseó por su
vientre, una línea de vello fino y dorado lo dividía en dos mi­
tades; sus pechos abultados sobresalían por los bordes del cor-
piño-. Mi piel es demasiado tersa para ser de hombre.
-Sí, pero el vello en el om bligo...
-M arilyn se decoloraba el pelo del pubis con agua oxige­
nada, yo hago lo mismo. Sí, ya sé: ¿Por qué trabajo como tra­
vestí si soy mujer? ¿Por qué una mujer se disfraza de hombre
que se disfraza de mujer? Bueno, porque fue la única forma de
conseguir actuar de Marilyn; se supone que lo gracioso es que
sea un hombre que encarna a una mujer. Un empresario teatral
aceptó contratarme a cambio de ciertos favores. Los dos guar­
damos el secreto, ¿quién se va a dar cuenta de que soy mujer?
Mientras hablaba, Renée seguía acariciándose a sí mismo
con mi mano. En estado de manso abandono, yo imaginaba

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que acariciaba a Marilyn. Christopher, que se había obstina­


do en llenar las copas al tacto y volcaba buena parte del cham­
pagne en la arena, de golpe soltó una risotada que nos descon­
certó. Renée lo miró con un gesto de desaprobación, pero
después él también comenzó a reírse; se tapaba la boca con la
mano como un escolar que no puede contener las carcajadas.
Traté de sonreír, pero apenas conseguí esbozar una mueca, su­
puse que se burlaban de mí. Aunque me sentía molesto, in­
tenté continuar con mis objeciones como si no pasara nada.
-N o puedo creer que un empresario teatral se arriesgue
por tan poca cosa... quiero decir... -busqué con desespera­
ción alguna palabra que borrara lo que había dicho, pero ya
no tenía arreglo, Renée había captado el insulto. Bruscamen­
te pasó de la alegría a la furia.
-Bueno, está bien, no soy ni hombre ni mujer -gritó y
apartó mi mano de su vientre-. Mi madre hizo un tratamien­
to para quedar embarazada a base de hormonas sexuales de
chimpancé hembra. Nací malformada, mitad hombre y mitad
mujer. Me pueden llamar Renée o René, no es una gran dife­
rencia, apenas una letra. Mis padres habían pensado para mí
nombres comunes como Susan o John, pero apenas me vieron
lo cambiaron por Renée: querían que renaciera. Papá nunca
me aceptó, el dolor lo empujó al suicidio. Desde los catorce
años uso ropas de mujer. Mis genitales atrofiados me dan re­
pugnancia. ¿Estás contento ahora?
Yo no dije nada pero, insólitamente, Christopher recibió
estas confesiones con nuevas carcajadas.
-¡Es un chimpansex! -gritó desafinado. Su risa sonaba
aguda como un relincho, temí que se hubiera vuelto loco. Por
lo general Christopher era tímido y silencioso, nunca lo había
visto tan alterado; me di cuenta de que tampoco lo había vis­
to borracho. No me preocupé por desmentirlo; Renée no era

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el producto d e u n a . c r u z a e n e r e m o n a s y h u m a n o s s i n o d e u n a
inusual m e z c la e n t r e los sesos; a d e m á s n o p o d í a s e r u n c h i c n -
pansex porque e i proyecto t e n í a , a lo s u m o , o c h o a ñ o s . R e n é e
siguió h a b l a n d o c a d a v e z m á s e n o j a d o .
-Estoy repleto de hormonas femeninas -d ijo sujetándose
el busto con las manos ahuecadas como copas y exhibiéndolo
en un gesto obsceno-. ¿Te gustan? Pronto voy a viajar a Cosa-
blanca para operarme, me voy a convenir en una verdadera
mujer. La cirugía es cara, estoy ahorrando dinero desde hace
dos años. Voy a ser una mujer quirúrgica, mucho más mujer
que una genética. Las mujeres de nacimiento no tienen ni el
coraje ni la ternura de las que elegimos ser mujeres en contra
de nuestro destino.
Para cuando terminó de hablar, su voz infantil se hahu
transformado en un chillido, se incorporó y prendió un ciga­
rrillo, le temblaban las manos, nos echó una mirada de des­
precio y comenzó a caminar hacia el mar con paso enénjicxv
El viento hacía aletear el albornoz y descubría el provocativo
meneo de sus nalgas; era idéntico al contoneo de Marilvn, ni
enojado podía dejar de imitarla. Christopher y yo nos queda­
mos callados. Por suerte Christopher va no se reía, al contra­
rio ahora parecía triste, tal vez abrumado |x*r los recuerdos.
Orientó su cara hacia el océano como si estuviera contem­
plando el paisaje, una lágrima se deslizó por debajo de sus an­
teojos de ciego. Se acercó a mí y dijo: "Ks terrible, después de
tanto tiempo todavía lo extraño. ¡Cómo lo extraño!”. Una vc¿
más se refería a Lerer. Estaba borracho. Yo también estaba bo­
rracho y, después de tantos años, todavía la extrañaba. ¡Cómo
la amaba! Volvimos a quedarnos en silencio. Era un fresco
atardecer de primavera, la dulzura de la luz apastelaba los co­
lores. Las gaviotas marchaban atareadas por la playa, el albo­
roto de sus graznidos sonaba idéntico al chirrido de la tiza azul

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230

sobre el taco de billar. Observé que los gorriones y las gavio­


tas comían juntos las sobras que habían dejado los turistas.
Me sorprendió que las gaviotas no atacaran a los gorriones.
Todo estaba en paz.
Transcurrió un largo rato antes de que Renée regresara.
-Volví a buscar un cigarrillo -explicó sin que nadie se lo
hubiera preguntado. Agitó su cabellera rubia, ladeó la cara
con un gesto de picardía y dijo-: Lo de mi operación en Ca-
sablanca es mentira, tampoco les voy a decir si soy hombre o
mujer, nunca lo sabrán. Mi vida es liviana, no soy nadie. Co­
mo ese caballero francés de la corte de alguno de los Luises,
que se pasó la vida disfrazado de mujer y nunca nadie supo su
verdadero sexo hasta que murió y pudieron desvestirlo. Qué
raro, ¿no? Que ninguna persona conozca lo más elemental de
tu identidad. Me divierte mantener mi sexo en secreto, siem­
pre fui muy misteriosa.
De repente me dominó un incontrolable deseo de abra­
zarla. Mi corazón se disparó en palpitaciones frenéticas, el ru­
bor me quemaba las mejillas, estaba tan caliente que tuve mie­
do de reventar como una salchicha hervida. Estiré la mano, le
rodeé la cintura y la atraje hacia mí como a una muñeca; la
senté sobre mis muslos y comencé a susurrarle cosas al oído.
Renée no intentó resistirse, mientras se acurrucaba mimosa
entre mis brazos, comentó con sorna:
-Pensar que hay gente que usa el culo sólo para sentarse.
Al abrazarla sentí el calor de su piel quemada por el sol,
encendida contra el frío del crepúsculo.
-H ace demasiado que estoy solo, hace demasiado que te
espero -le dije.
-N o 'te convengo: tengo gustos caros y fumo mucho.
-Siempre te extraño... Hombre o mujer, qué me importa
ahora, yo quiero amor, para eso nací. ¡No sabés cómo te amo!

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Renée me dedicó una sonrisa torcida.


-N o me amás a mí sino a ella; eso me molestaría si yo
fuera alguien, pero ya te lo dije: no soy nadie, excepto cuan­
do soy Marilyn.
Habló irtirando el vacío, tal vez su actitud era desdeñosa,
pero Renée tenía razón: en verdad no me importaba que sólo
se pareciera a Marilyn, igual quería tenerla abrazada y apoyar
mi mejilla^contra la tibieza de su hombro. Era mi Marilyn re­
nacida. Christopher se arrastró hasta nosotros.
-C om puse un poema -dijo con tímida ironía-. “Felici­
dad perfecta en este crepúsculo: abrazarla y mirar el mar.”
Sentí pena por Christopher: abrazar a su amor y mirar el
mar eran dos cosas que él no podía hacer. Christopher conti­
nuó hablando.
-N o soy nadie... -repitió como para sí mismo-. No ser
nadie... Les pido disculpas por molestar, pero me gustaría
dictarle a James un poema que se me acaba de ocurrir. Es uno
de esos poemas que si no los escribo funcionan como una bo­
la de Pinball: rebotan, golpean y rompen todo dentro de mi
cabeza -se detuvo por un instante, tomó aire y agregó-: No
ser nadie, ¡qué interesante! Esta cuestión de no ser me recuer­
da algo que decía Jay Lerer sobre nuestra absoluta falta de cer­
tezas: “Siempre tenemos la sensación de que la vida es como
un sueño, y tal vez realmente sea un sueño, un sueño de lo
inorgánico, un sueño de las piedras. Y por eso, en tanto seres
soñados, somos inconsistentes. Unicamente sabemos reír y
llorar, todos nuestros grandes pensamientos no son más que
un chisporroteo pretencioso de palabras huecas”.
Y así fue como me dictó “Nacemos muertos”:

Túnel virtual de la vagina,


nacemos muertos.

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Solamente sabemos reír y llorar,


son nuestras únicas certezas.
Nos pasamos la vida entera metidos
entre las chupadas mejillas de la vagina.
Nacemos muertos porque no podemos
hacer ninguna afirmación.

Mientras yo tomaba nota del poema de Christopher, Re­


née nos observaba con curiosidad; cuando Christopher hubo
terminado de dictármelo, Renée dijo con voz aniñada:
-N o lo entiendo, pero me parece bonito.
La miré irritado, a veces su imitación de Marilyn iba de­
masiado lejos.
-¿Q ué es chimpansex? -m e preguntó.
-E s complicado de explicar... digamos que fue un plan
del Servicio de Inteligencia Chino para destruir Hollywood.
Terminó con que un grupo de chinos forzaron a Marilyn a
suicidarse.
Renée lanzó una risotada, pero noté que era una risa ner­
viosa, tenía miedo; sin duda pensaba que Christopher y yo es­
tábamos locos. Después se tranquilizó y dijo:
-¡Q ué idiotez! Nadie la forzó a nada, Marilyn se mató
porque se ponía vieja, se arrugaba; no pudo tener hijos, cada
vez estaba más sola. Yo entiendo a Marilyn. ¡No sabés cómo la
entiendo! A pesar de mis veinte años.
Renée se calló por un momento y después agregó con an­
gustia:
-¿M e vas a seguir queriendo cuando sea vieja?
-Sí, mi amor -le contesté como en un reflejo automáti­
co. Era lo que me preguntaba mi mamá cuando estaba borra­
cha: “¿me vas a querer siempre?”.
-¡Mentiroso! -sonrió-, si apenas nos conocemos.

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Estaba anocheciendo. Note ^ue a medida ^ue ox.mt.oa v
cuanto más champagne tomaba, menos me perturbaba ¡io es­
tar seguro de si Renee era hombre o mujer. Que importaba, .u
fin volvía a estar con Marilyn. Ahora podía hablar Je '.n> no­
che con ella, como cuando se reencuentran Jos viejos .un.ui-
tes v disfrutan evocando los detalles de la noche eo v¡ce < ..v-
nocieron.

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235

-X X V I -
Marilyn, los silenciosos &yo

Recuerdo que ames de que llegaran los chinos, Marilyn y


yo estábamos durmiendo. No sé cuánto tiempo dormimos.
Marilyn se despertó con un grito:
-¡Ya están acá!
Se levantó, corrió a la ventana y me hizo gestos de que me
apurara, agitando la mano y haciendo entrechocar los dedos a
toda velocidad.
-D el otro lado de la calle, contra el muro de ladrillos
blancos -m e dijo.
Allí estaban. Seis pares de ojos rojizos fulgurando en el ai­
re; parpadeaban, desaparecían de perfil, bajaban y subían con
las risas; se asemejaban a la punta encendida de un cigarrillo,
pero se los podía diferenciar fácilmente, uno de ellos fumaba,
la brasa se avivaba con cada pitada y le iluminaba parte del
rostro.
-Tienen las pupilas rojas como las fieras, supongo que
ven en la oscuridad -dijo ella.
Yo me asusté y me escondí detrás de la cortina.
-N o -d ijo M arilyn-, quiero que te vean, cuando estoy
acompañada no entran - y mientras decía esto, obligán­
dome a acercarme, me ubicó frente a la ventana, se paró de­

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trás de mí y me sujetó por los codos. Intentaba exhibirme o


utilizarme de escudo.
Cuando mi figura apareció en la ventana, los seis pares de
pupilas se orientaron hacia mí. Al verlos comencé a transpirar
y temblar, se me aflojaron las rodillas.
-U n hombre tan grandote -decía Marilyn tratando de
calmarme-, cuando te vi en la cocina pensé: este muchacho es
muy fuerte, él me va a proteger. No tengas miedo, me buscan
a mí, además no van a entrar. Una noche vino a visitarme Joe
DiMaggio. A él no le conté nada, no hubiera entendido. Nos
pusimos a charlar en un lugar bien visible y los chinos no nos
molestaron.
Sin embargo, como si quisieran desmentir sus palabras,
los chinos cruzaron la calle con los ojos fijos en la ventana y,
con paso lento, enfilaron directamente hacia nosotros. H ip­
notizado por el miedo, yo no podía dejar de mirarlos. Me ori­
né encima; sentí como la orina me mojaba los calzoncillos y
corría caliente por mis muslos. Me costó un esfuerzo enorme
contenerme para no salir corriendo. De repente, en el límite
del parque de la casa, los chinos se detuvieron y comenzaron
a enviarnos besos soplándolos desde la palma de la mano; des­
pués lanzaron una risotada burlona y voltearon hacia la dere­
cha. Se fueron caminando calle abajo, sin dejar de reírse en
ningún momento.
-Lástima que no levanté una pared que tapara la vista de
la calle -com entó Marilyn con tranquilidad-. En el rancho
que teníamos con Arthur en Connecticut, mandé a construir
un muro de piedra frente a la casa; enterraron las piedras a
tanta profundidad, que dañaron las raíces de unos olmos que
crecían en los límites de la finca. A la primavera siguiente no
salieron las hojas, comprendí que habíamos arruinado los ár­
boles. Estaban allí desde hacía doscientos años y nosotros los

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habíamos matado. Por eso en Fifth Helena decidí no levantar


paredes que me protegieran. De todas maneras no hubieran
servido de mucho, ¿no te parece?
No pude contestarle, estaba sin habla; nunca en mi vida
había tenido tanto miedo. Era un chico gigante, los demás
chicos me respetaban por mi tamaño, jamás había estado en
tal desventaja. Le pedí ir al baño. Ella prendió la luz y cuan­
do vio mi pantalón mojado exclamó:
-¿Q ué te pasó? Pobrecito -d ijo con una sonrisa-. No ten­
go pantalones para prestarte; me quedé con algunas camisas
de Arthur porque las uso para dormir, pero no tengo pantalo­
nes. Andá al baño y envolvéte con una toalla.
Retorcí mis pantalones y calzoncillos para escurrirles la
orina y los colgué del barral de la cortina de la ducha. Me até
un gran toallón blanco a la cintura.
Cuando volví a la habitación, Marilyn sonrió.
-Parecés un hawaiano -dijo. Se me acercó, me revolvió el
pelo con la mano y me hizo una caricia en la cara-. Pobrecito
-repitió con ternura-. Tener miedo no está mal, no tengas
vergüenza.
Yo quise decirle algo pero no pude.
-E stá bien; lo im portante es que los chinos no entraron.
No te moviste de tu lugar.
Se quedó mirándome; tal vez para ver si sus palabras me
tranquilizaban, pero nada me consolaba. Me derrumbé sobre
una silla.
De golpe, con un cierto tono triunfal Marilyn dijo:
-Antes, cuando te lo contaba no me creías, ¿no? Al final
era cierto, los chinos existen. Nadie me cree. Cuando le con­
té a mi amiga Kim Novak lo que me hacían los chinos en la
piel, Kim me preguntó si seguía yendo al psiquiatra. Me ful­
minó. “Marilyn”, me dijo, “la piel se estropea sencillamente

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porque te ponés vieja, eso es algo que ninguna mujer sopor­


ta. La piel es como un vestido; a medida que una envejece se
va ajando, se afloja y se desprende de la carne. Es como si la
vejez te demostrara que nunca fuiste dueña de tu belleza; que
la belleza es un vestido que luce mientras se mantiene en
buen estado pero que, a medida que la fiesta avanza, se pone
cada vez más arrugado y manchado, y después... Bueno,
cuando la piel ya es una ruina, una pierde la belleza y queda
como lo que realmente es: un pedazo de carne.” Kim está
muy deprimida. Antes siempre me hablaba de inyecciones
para aumentar el volumen del busto o cirugías para estrechar
la vagina, últimamente ni menciona estos temas. La triste­
za la pone filosófica, se pasa el día lamentándose: “Desde chi­
ca me enseñaron que el verdadero amor es espiritual, invisi­
ble... por desgracia es exactamente lo contrario: lo esencial
del amor ocurre entre los ojos de los hombres y la piel de las
mujeres. Pronto voy a dejar de gustarle a los hombres. Toda
la vida sentí que lo único que poseía era mi poder sobre los
hombres y ahora, de a poco, lo voy perdiendo”. Sin duda
Kim está pasando por una etapa pésima. Hace unos meses la
violó un director de cine, un gordo repulsivo. Vino a contár­
melo toda asqueada, pobrecita, todavía no se recuperó. Ya no
estamos para que nos hagan esas cosas. Yo también tuve que
aguantar a los hombres, algunos son de una maldad tan gran­
de que lo único que se merecen es que una se aproveche de
ellos. Pero no todos son malos. A los veintidós años, en los
inicios de mi carrera, fui la enfermera amorosa del viejo Joe
Schenck, el ejecutivo de la Fox. Así como otros hombres son
aficionados a los caballos de carrera, a Joe le gustaba coleccio­
nar estrellitas en ascenso. Yo vivía en su casa de huéspedes.
Me tenía que quedar de guardia toda la noche, jugaba al gin
rummy con mis amigas para mantenerme despierta. Cuando

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el viejo Joe se inspiraba, es decir cuando conseguía una erec­


ción -e n general con ayuda médica-, su criado venía corrien­
do a avisarme. Pobre Joe, su felicidad se mantenía en pie muy
poco tiempo, la mayoría de las veces cuando yo llegaba ya era
demasiado tarde. Con mis amigas nos moríamos de risa. Sin
embargo la muerte de Joe Schenck me apenó mucho; él sabía
todo sobre Hollywood y fue muy generoso conmigo, casi co­
mo un padre.
Marilyn se quedó abstraída, con una semisonrisa en los
labios, como repasando lo que había dicho. De repente volvió
en sí y me miró con preocupación:
-T e voy a llevar a la cama, estás pálido, el susto te dejó
agotado. Yo hablo, hablo y hablo y me olvido del mundo.
Me acostó y arropó, me acariciaba la frente mientras or­
denaba los almohadones bajo mi cabeza; le encantaba actuar
de madre. Luego comenzó a pasear por la habitación, yo la es­
piaba desde la cama tapado hasta la nariz. Algunos aseguran
que el andar sensual de Marilyn dependía de un truco consis­
tente en cortarle cinco milímetros al tacón de uno de sus za­
patos, de forma tal que al caminar sus caderas se menearan
fuera de equilibrio. Pero ahí estaba Marilyn desnuda, descal­
za, ajena a mi presencia, moviéndose con la misma gracia que
en las películas. Yo no podía despegar mis ojos de sus nalgas.
A pesar del terror que sentía de que volvieran los chinos, mi
pene entró en erección de nuevo. Ahora Marilyn buscaba al­
go, de pie, con un dedo en los labios, parecía perdida. Luego
vi que tomaba un puñado de pastillas con unos sorbos de
champagne. Al fin, fue hasta el escritorio y regresó con una pi­
la de papeles, se recostó al lado mío y los desparramó sobre la
colcha.
-A ver... esta es la postal de Ocracoke -m e mostró una
postal que decía: Ocracoke, N orth Carolina. Se veía el mar,

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una playa de pedregullo negro, gaviotas y una casa blanca en


el centro de la playa. Yo apenas podía prestarle atención por­
que su pezón rozaba la postal; ella se daba cuenta y me son­
reía con picardía, pero no dejaba de hablar-. Acá pasamos tres
días con Arthur en agosto del año pasado, en la casa blanca
de la postal -M arilyn había dibujado en el agua una pequeña
figura que agitaba los brazos, de su boca salía un globo de his­
torieta con la palabra “Socorro”. Dio vuelta la postal, en el re­
verso decía: “Arthur, ¿por qué todo tuvo que salir tan mal?”- .
Se la mandé a Arthur hace unos días pero no la aceptó, me la
envió de vuelta. Él me llamaba la chica “¡Socorro, ámame!”.
A veces lo decía en broma, pero cuando se enojaba lo decía en
serio. En nuestras peleas mi queja habitual era: “T ú no esta­
bas allí cuando te necesité”. Mis quejas lo irritaban. Arthur es
mi tercer fracaso matrimonial, pero, ¿es un fracaso que dos
personas dejen de amarse? ¿Es mejor mantener un matrimo­
nio quebrado? Pensar que llegó a amarme tan to ... En la de­
dicatoria de uno de sus libros me escribió: “En el siglo de la
mirada, para la mujer más mirada”. Y lo firmó, “Tu silencio­
so admirador”.
Marilyn sacudió la cabeza y resopló como intentando
apartar de su mente la nostalgia que la invadía.
Siguió revisando papeles, halló un poema escrito por ella
misma, se titulaba “Plegaria”, y comenzaba:

Noche de la noche,
por favor,
esconde mi cuerpo,
esconde mis pliegues entre tus pliegues.
Noche de la noche,
por favor,
ocúltame.

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De repente cambió de tono, de manera chabacana me


preguntó:
-¿Te parece que mi nariz está más grande que en mi últi­
ma película? -y, antes de que yo pudiera contestarle, conti­
nuó-, siempre comparo fotos de distintas épocas, me fijo si me
están creciendo la nariz y las orejas. ¿Sabías que los cartílagos
crecen toda la vida? Qué feo, ¿no? Eso me preocupa, en cam­
bio otras cosas me tienen sin cuidado, por ejemplo mi olor. Joe
DiMaggio protestaba. Tenía razón, a veces no me baño una se­
mana entera. Con mi dieta de champagne, caviar y huevos du­
ros, mi aliento huele como gas de pantano. No sé por qué mi
olor no me preocupa en lo más mínimo, tal vez porque no
aparece en la pantalla. ¡Pero mirá las cosas que te cuento! ¡Qué
chica tan desvergonzada!
Sonreímos. Marilyn se calló por un momento y me miró
con expresión de fatiga; estaba cansada de sostener sola todo
el esfuerzo de la charla.
-Todavía no me contaste casi nada de tu vida, no sé ni tu
nombre. Disculpáme, soy tan egoísta.
Sin embargo, de repente se debe haber acordado de que
le había dicho que mi mamá se había suicidado, porque me
volvió a abrazar muy conmovida y estuvimos así un largo ra­
to: yo acostado entre las sábanas y ella desnuda abrazándome.
Hubiera querido que ese momento durara para siempre, pero
Marilyn me pidió que le hablara de mi mamá. Entonces, no
sé por qué, me puse a imitarla.
-M am á siempre me recomendaba que no mirara a las
mujeres con deseo: “No les mires el cuerpo a las chicas, James,
míralas a los ojos, siempre a los ojos, no les mires el busto. A
las chicas les gusta una mirada franca, sé buen chico y te que­
rrán. De paso también sé buen chico conmigo, James, házme
un masaje en los pies que mamá llegó muy cansada del traba­

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jo”. Marilyn me sonreía con ternura, pero sentí que rápida­


mente perdía el interés. Me callé. En verdad yo no tenía nada
de ganas de hablar.
-Voy a hacer algunas llamadas -d ijo Marilyn, tironeando
de un teléfono rosa, cuyo larguísimo cable desaparecía por de­
bajo de la puerta del dormitorio.
Atormentado por la vergüenza, apoyé mi cabeza sobre la
almohada. Hasta esa noche no me había dado cuenta de que
era un cobarde, fue un penoso descubrimiento. Después me
dormí, no quería saber nada más con el mundo.

Al rato algo me despertó, me incorporé asustado, pensé


que eran los chinos que regresaban. Comencé a sacudir a Ma­
rilyn, pero ella no reaccionaba, parecía inconsciente, supuse
que se debía a la cantidad de pastillas que había tomado. Me
alivió ver que por lo menos respiraba. Me quedé quieto en la
cama, tratando de escuchar algún ruido o movimiento afue­
ra, pero no se oía nada. Me fui tranquilizando. Marilyn me
había sacado el toallón y estaba desnudo, ella también se ha­
bía acostado desnuda. De nuevo la zamarreé por el hombro
pero, en lugar de despertarse, Marilyn se acurrucó contra mi
cuerpo y posó sus nalgas sobre mi vientre. Mi pene, inflama­
do por las repetidas erecciones, se paró una vez más. Me vol­
ví loco. La di vuelta, le corrí el pelo para verle la cara y traté
de penetrarla. Pero no encontraba la vagina, mi pene se estre­
llaba contra el hueso del pubis; evidentemente sabía muy po­
co de anatomía femenina. Entonces la coloqué boca abajo y
monté sobre ella, así pude lograrlo. Sentí como mi pene abría
sus pliegues. En ese momento de máximo placer Marilyn
reaccionó, dijo “no”, “no” y, con un brusco movimiento de la
pelvis, me dejó afuera. Nunca sentí tanto odio contra al­

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guien. La tomé con ambas manos por las caderas y la aplasté


violentamente bajo mi peso, ahora no se podría escapar de
ningún modo. Marilyn gimió un par de veces, intentó levan­
tarse apoyando sus manos sobre la cama, pero era inútil. To­
do fue muy rápido, comencé a moverme y en pocos instantes
sentí un fogonazo de placer y eyaculé por primera vez en mi
vida. Dejé a Marilyn y corrí al baño para ver qué era eso. Es­
tudié mi semen con curiosidad, después me lavé y volví a la
habitación. De nuevo Marilyn dormía profundamente. Ya li­
bre del deseo, sentí remordimientos por lo que le había he­
cho: la había poseído dormida. Sin embargo enseguida me
calmé. Me dorm í abrazándola.
A la mañana me despertó el ruido de las patitas de los
gorriones saltando afuera, sobre la carcasa del aire acondicio­
nado. Fui al baño, me deslumbró el reflejo del sol mañanero
sobre el enlozado blanco de los sanitarios. Pensé que lo de
anoche había sido un sueño, pero en el lavabo hallé restos
de semen agrumado entre pelos rubios de Marilyn. Abrí las
canillas para borrar las pruebas de mi abuso. Me puse los cal­
zoncillos y el pantalón, que todavía estaban húmedos. C uan­
do volví al dorm itorio la encontré despierta, me pidió que
regresara a cuidarla esa misma noche. “Los ahuyentaste”, di­
jo para consolarme. Le prom etí que vendría pero, aunque es­
to me hacía sentir m uy despreciable, supe que no iba a reu­
nir el valor suficiente como para volver. Hasta el día de hoy
no me perdono mi cobardía de esa noche. Muchas veces
pienso que si hubiera vuelto a cuidarla, Marilyn no se habría
matado.
Me aproximé a la cama y le di un beso en la mejilla. “Gra­
cias”, me dijo, “dormí muy bien. Te quiero regalar algo”, agre­
gó muy seria y sacó la chequera de un cajón de la mesa de luz.
Rechacé el cheque sintiéndome avergonzado por mí y triste

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por ella. “No tengo familia, es mi manera de agradecer a la
gente que me ayuda.” Yo seguí haciendo gestos de negación.
“Gano el dinero con facilidad”, insistió.
Cuando estaba por salir, Marilyn se incorporó sobre los
codos y me dijo: “Procura permanecer siempre niño”. M e
quedé un largo rato parado en el umbral de la habitación m i­
rándola. Ese era su don: uno nunca se cansaba de mirarla.

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Primera parte
I. El hijo de la su icid a............................................ 15
II. Yo también tuve mi noche
con Marilyn M o n ro e.......................................... 21
III. Marilyn & Los silenciosos ................................ 33
IV. Mi entrada al mundo de la inteligencia 45
V. Encuentro en el Hybrid Monkey Cafe ............ 53
VI. Alucinados en el Amazonas peruano ............. 59
VIL Al jefe Jones le gustaba el “trabajo mojado” .... 65
VIII. Lima, “La horrible” ........................................... 71
IX. En las garras de la CIA ...................................... 79

Segunda parte
X. Scheherazada ...................................................... 89
XI. Un baile llamado “retorcer” ............................. 99
XII. En el reino de la China .................................... 105
XIII. El gran salto ....................................................... 115
XIV. La vieja de los “Lirios de oro” ......................... 123
XV. Locos por las monas .......................................... 131
XVI. Por un pelo ........................................................ 139
XVII. El jardinero que injertaba testículos ............... 143

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XVIII. Los silenciosos.................................................... 151
XIX. Los licenciosos ................................................... 163
XX. La enfermedad c h in a ......................................... 173
XXI. Christopher & Jones ......................................... 185
XXII. Jones en W ashington........................................ 193
XXIII. Los silenciosos en acción .................................. 201
XXIV. La violación de Sarah ........................................ 209

Tercera parte
XXV. Marilyn renacida ............................................... 223
XXVI. Marilyn, los silenciosos& yo ........................... 235

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