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Héctor Libertella

La Librería Argeni
Aira / Siluetas I
Bianco / Bioy / El corte
argentino / La revista
Martín Fierro / Borges /
Cambaceres / Infierno
Albino / Copi / Dabove /
El canon / Fogwill /
Guebel / El Salón de
1837 / Osvaldo Lamborghini /
Formas locales de leer /
Macedonio /
La generación del 80 / El
viaje de Cozarinsky / María
Moreno o la trans­
biografía / Piglia /
Pizarnik / £ /frasquito /
Quiroga / La revista /
£7 entenado / Néstor Sánchez /
Los “roaring sixties” /
Lunáticos / Wilcock / La
prosa que vendrá

Q q £, ^Alción Editora
A lción Editora
dirección
Juan C arlos M aldonado

© Alción Editora, 2003


Av. Colón 359 - Galería Cinerama - Local 15
5000 - Córdoba - República Argentina
TelVFax: (0351) 423-3991
E-mail: alcion@infovia.com.ar

Impreso en Argentina
Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723


I.S.B.N.: 950-9402-190-8

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
Héctor Libertella

L a L ib r e r ía Arg e n t in a

A l d ó n E d ito ra

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P a ra A d e la y A n íb a l D u a rte

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La Argentina no es ninguna
raza ni nacionalidad sino puro
estilo y lengua.
O s v a l d o L a m b o r g h in i

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I
L u n á t ic o s

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La l e c t u ra solar se practica en la cubierta de este barco,
del lado de arriba, Superficie Envejece al texto porque lo
sentina
deja prisionero de una sola mirada: lo interpreta. Allá arri­
ba, en efecto, los libros amarillean como el papel y la tinta.
De tanta luz que despide, el lector omnímodo hace todo pa­
radójicamente ilegible.
Acá abajo en cambio, en la sentina del barco, el agua
se ha filtrado y deshizo en parte los volúmenes. Para
recuperarlos serán necesarios distintos tratamientos de
la sustancia. La bodega está oscura y el ojo lee un po­
co a ciegas, un poco a tientas. (Tendrem os que adi­
vinar las letras bajo la capa de agua.)
Aquí es donde la literatura argentina se somete a la co­
rreosa materia líquida. Algo habrá de flotante en los li-

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bros, algo de blando y difícil de atrapar, como si fueran
peces, pequeños: pequeños seres lunáticos que se adueña­
ron de todos los rincones.

J o s é E d m u n d o C le m e n te , bibliotecario: “La humedad de


un texto, mal que mal, puede solucionarse. Pero si hay al­
go destructor es la luz del sol. Un texto quemado es un
texto perdido”.

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II
Somos l a r a b ia

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No v e o el mar por el ojo ciego de buey pero sí los diferen­
tes pisos de esta Librería. En la cubierta superior la teoría;
cerca del cabrestante, la crítica; en el primer subsuelo, jun­
to a las calderas, la ficción. Y así y así: las salas de lectura,
los dos anfiteatros para Congresos, la trastienda o desván
donde ningún libro está clasificado, los beques que alguna
vez fueron retretes pero ahora son cubículos de encuader­
nación. Y el scriptorium de los copistas.
Es un enorme galeón lleno de gente a la deriva, y en
algún lugar está la bodega propiamente dicha: la cueva
de resonancia, ahí donde se almacenan todas las voces y
se pierden todos los dominios y jerarquías de cada dis­
ciplina. Esas voces están, según veo, atrapadas en lo
más profundo de las escalas de madera que se bifurcan

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a babor, a estribor. Salvo que la escalera no es jerárquica:
se trata de un tirabuzón donde en cualquier momento to­
dos terminan cantando en la terraza que es esa arboladura
llena de velas del ensayo literario. Y porque ese canto con­
cilla el trabajo de ficción con la actividad crítica y la in­
vestigación, acá será posible ver a varios de muchos nave­
gantes abrazándose bajo el Palo Mayor. Es noche de fies­
ta y canje en altamar.

Y b ie n , desde que Osvaldo Lamborghini murió, y desde


ese entonces lejano, el juego de sus propias palabras dice
que cualquiera fuera su destino de botella perdido, como
este bar-que a pico o que sacudido por olas de aguardiente
va, así es posible imaginárselo todavía a él, en la sentina
del último barco.
Hace años vengo trabajando y conservando una
historia en las cubas de roble de mi m em oria. Tal
vez sea su libro, el relato de la vida de un hombre con­
tada en un solo instante al azar. Una vida que no es po­
sible pensarla sucesiva o cronológica. La de alguien
que fue padre, nieto, hijo y abuelo a la vez. Nos traspa­

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samos muchos papeles, sí, pero siempre los leimos en el
más natural “intercambio de roles”, sin tocar un punto ni
una coma al Enigma Familiar de la Literatura Argentina.
Ese libro podría llamarse París-Londres-New York-Berlín-
Roma, la leyenda internacional de una fantasía de lugares
importantes que siempre aparece al pie de una marca de
perfume argentino barato. Aunque también podría llamar­
se Quequén-Buenos Aires-Mar del Plata-Bareelona, esos
pocos puertos adonde él se detuvo para comprar Todo en
librerías (y leer todo como barato).

T al vez al decir que sigo escribiendo su libro sigo diciendo


que me hice, por fin, un Pierre Menard cualquiera. Mientras
trabajo, la caja negra de esa obra me devuelve la llegada de
un decadente marqués a Buenos Aires;1las peripecias de al­
gunos encuentros homosexuales; los hábitos violentos de
un escritor en una pensión de barrio alojados, todos, como
su sintaxis cortada, en el garfio o tajo, en el gancho.

' Osvaldo Lam borghini, Sebregondi retrocede, Buenos Aires, Noé, 1973.

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La exasperación no me abandonó nunca y
mi estilo lo confirma letra por letra.2

Y de ese borrador permanente soy yo el que se fuga de su


obsesividad oral, y de a ratos se hace un personaje tan
sencillo y comprensible como aquel burgués que estran­
gula y viola a un chico en “El niño proletario”. En efecto
(un puro efecto), cuando eso ocurra nos estaremos bur­
lando de cualquier vanguardia y nos aprovecharemos de
una anécdota, del recurso típico de toda narrativa, para
crear la ilusión de la literatura como ¡lo que trae las cosas
de verdad! Mientras me enseñaba paciente cómo hacer
eso, Lamborghini escribía su propia exasperación

Sentí la boca inundada por la tierra reseca.


Parecía arena. Arena, pero arena de ver­
dad, com o ésa que pisan los cam ellos.3

¿Quién podría compartir ese ejercicio que tanto se desvia­


ba del idiolecto como de la comunicación, allí donde sólo
quería ser el espejo de una compulsión personal, el objeto
de una transmisión? ¿Qué patología empezaba a mover,

! Op. cit., p. 68.


5 Osvaldo Lam borghini, N ovelas y cuentos, Barcelona, del Serbal, 1988, p.
140.

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ahora, mi libro suyo? O bien, ¿qué asombro tema yo en mi
cara parecido a su cara?

La lectura de estos textos llamados “ile­


gibles” se abre, pues, cuando se com­
prende que son mudos, que están hechos
de palabra escrita, que no proponen una
“comunicación” tal como la entendemos
en el lenguaje cotidiano, que “jue-
gan”(pero no en sentido lúdico, sino
como “juegan” los engranajes de una
máquina) con la lengua (...) Ese juego
con la lengua es, al mismo tiempo, un
juego con las formas de la lengua, con el
saber, el goce que produce el ejercicio de
la lengua, su historia, sus diferentes “zo­
nas” (subcódigos). Sebregondi propone
una lectura como la que quería Macedo-
nio Fernández: infinitesimal, homeopáti­
ca, microscópica; es un bordado con la
lengua hecho de “puntos” diferentes. Bo­
rra toda barrera de separación y exclu­
sión de los opuestos, suprime la división
clasista de los lenguajes: el lunfardo, el
gauchesco, el estilo “culto”, la retórica,
arcaísmos, neologismos, lo “obsceno”:
todo coexiste como en un tapiz.4

4 Josefina Ludm er, “L iteratura experim ental", C larín, Suplem ento Cultura
y Nación, Buenos Aires, 25 de octubre de 1973.

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M ie n tra s me paseo sin rumbo por su borrador, pienso que
aquí y allá hay escondida una clave. El personaje de mi
novela se va haciendo, en realidad, un personaje de
Paracelso, del “divino” Aureolus Theophrastus. Alguien
privilegiado que crece en el interior de un frasco herméti­
co y que se alimenta durante cuarenta y cinco años sólo de
sangre humana -otra vez, ¿cuántos centímetros cúbicos?-.
Nuestro autor era ese vampiro; leía cualquier tipo de co­
sas, las digería después y las expulsaba por su Órgano
Prestigioso.
Pues bien, ese bebé muy viejo, agachado en el fondo
de una botella y en posición fetal (como está el gusano en
la botella de mezcal) no es un escritor; obviamente. No
quiere comunicar. Tampoco es un literato. No quiere al­
canzar la Enciclopedia. Sólo quedó fijado eternamente en
la etapa del vagido. Si asume ese idiolecto hasta la decre­
pitud (los románticos morían a los 20 años; Lamborghini
murió anciano, a los 45), lo hace entonces con la vieja au­
toridad del noble sabio suicida.

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S ea como quiera ser yo, en fin, el residuo de un perro,
muerto el perro se fue para siempre la última garantía de
nuestra literatura: ese fondo de rabia de aquel intermi­
nable borrador suyo.

Ese perro bebiendo agua en mi vaso de


agua tiene en su cara un asombro parecido
a mi cara.
Acaso es un destello del perro de mi cara,
otro asombro de mi espejo donde aparece
el agua -bebida- y el perro borrado por mi­
lagro.

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ni
E l CORTE

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1

Antigua “Librería” de calle Reconquista n° 72, Buenos


Aires. Regreso de alguna planta de este edificio. Vengo,
tal vez sin haber salido del barco, para recordar que dos
horas atrás compré en el salón de venta al público el con­
junto de ficciones que dará origen a este volumen. De un
anaquel a otro se desplazaban viejos, queridos relatos
(ellos vuelven y vuelven en casi todas las páginas). Y así
exactamente como dispuse ese material en mi portafolios,
bajé entonces al azar de un Coloquio Internacional de Crí­
tica programado en el entrepiso.

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E n c o n tré en ese Coloquio, cómo llamarla, una especie de
unción hacia los antepasados, una suerte de siesta tendida
a la sombra de ellos, la rutina casi antropofágica de querer
“comerles” su estilo, su persona, su genio. De modo que,
leyendo los libros de mi maletín, yo pensaba: ¡pero si Ar­
gentina es exactamente al revés; no las lecturas comunes
de una tradición, sino una tradición de lectura\ ¿No será
ahí donde se genera lo distinto o diferencial de cada gru­
po? ¿Por qué no trabajar un poco esa loca noción de Na­
ción? ¿Cuáles serán las bisagras, los roces de goznes de
piezas de su maquinaria, cuál el anzuelo que cualquier lec­
tor ha lanzado al pique de la letra desde que empezó a leer,
desde chico? ¿Será aquí de una manera, y en otros lugares
de otra manera? Estar hurgando allá abajo, en el entrepi­
so, entre esos “efectos personales” de los libros de mi por­
tafolios o neceser, me permitía pensar en escala ciertos
problemas de distancia y diferencia aplicados a los hechos
enigmáticos de la lectura.1

1 En el barrio neoyorkino de Queens, com o en otras ciudades del ancho


m undo, ciertas carnicerías exhiben pizarrones con el dibujo de vacas cuida­
dosam ente seccionadas por líneas de puntos. Un título grande -¿marca de
fábrica?- debajo de la vaca dice: EL CORTE ARGENTINO.

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2

El n ec eser, dijimos. Aquí adentro llevo conmigo todo en


desorden. Está La sinagoga de los iconoclastas2 (Wil-
cock) junto a ¡Minga!, de di Paola Levín. El matadero de
Echeverría con The Buenos Aires affair de Puig. La Bolsa
de Martel y El uruguayo3 de Copi se aplastan en lo que pa­
rece, casi, un solo volumen. El túnel de Sábato convive
con Aquí vivieron de Mujica Lainez, y con Autobiografía

2 Barcelona, Anagram a, 1981. De esta nueva vuelta de tuerca a las “vidas


im aginarías”, es paradigm ática la de L loren; Riber. En ella casi no hay per­
sonaje, o lo poco que hay siem pre desaparece en manos de sus proyectos y
utopías.
’ Incluido en Las viejas travestís y otras infamias, Barcelona, Anagram a,
1978. Un caso límite de im aginatio que perm itiría dilucidar las sutiles pero
abism ales diferencias entre alucinación (C opi) y delirio.

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de Irene de S ilvina Ocam po. C erca del fondo busco, y
por fin encuentro, Ley de juego, de Briante, encima de
Grot de Antonio di Benedetto y Las armas secretas de
Cortázar. (Ya mismo releo “Las babas del diablo”.) Y sé
que en algún lugar está Eisejuaz, de Sara Gallardo, y has­
ta el Adán Buenosayres, que en versión abreviada no ocu­
pa mucho espacio.
(Este neceser es, en realidad, mi botiquín de primeros
auxilios. Y tanto se irá cargando de libros que tendré que
reemplazarlo por un baúl.)

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3

V u e lv o . Regreso de aquel Coloquio para decir algo más


privado o doméstico sobre cierto pathos de la ficción ar­
gentina que tanto anida en estos supuestos del narrar. Den­
tro de su hogar o espacio -digamos, ¿epistémico?-, lo que
ante todo impresiona en esos escritores es el compromiso
de sumarse al ciclo desde la posición callada de un esla­
bón.4 Algo que podría ser tan antiguo como el lento

4 Cfr. Ricardo Piglia, La ciudad ausente, B uenos Aires, Sudam ericana,


1992. A quí la ficción entra a saco y a borbotones de la m ano de nadie en
particular. Joyce, Kafka, Borges, G om brow icz, M acedonio, Piglia y tantos
otros activan incesantem ente una m áquina de contar historias. Son entida­
des que se internan en su propio pasado -en la B iblioteca Argentina- para
reaparecer, otra y otra vez, con una novela futura bajo el brazo.

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deslizarse de una generación en los clásicos. Pensado de
otro modo: sus libros que leí eran de mucha narrativa por­
que querían serlo -no habrá discusión posible sobre estas
determinaciones del deseo-. El relato continuo entraba a
saco por la lenta biografía de las pasiones de cada cual. Co­
mo si en conjunto ellos fueran aquel robot o golem, el Ar­
tefacto armado de las letras de otros, y por allí se filtrara el
espectro de una literatura que a todos los tomaba de cuer­
po entero. Ahí donde todos quedaban retratados en la luz
de un mismo flash, un estilo, su manera de leer las cosas;
esa patología. Y esa filología, que al fin y al cabo no es si­
no ver los modos como la lengua encama en cada región.

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IV
M o dernos

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M o d ern o , dice mi diccionario, viene de moda. Sería la
manera como la época y el lugar se apoderan de ciertos in­
dividuos.
Ellos “modifican”. Es decir, no cambian nada. Simple­
mente le dan modo a esa época y a ese lugar.

P a ra Damián Feria,1 en un país marginal y desviado o


descentrado (corrido del centro), moderno es aquello que
acompaña estructuralmente esa desviación.
Acaso Mansilla, Cañé, Lucio V. López, Wilde y toda la
llamada Generación del 80 fueron modernos, pero sólo
porque acompañaron la transgresión argentina de querer

1 E l sistema literario argentino. (M anuscrito.)

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constituirse como Sistema o Nación. Y fue moderna antes,
en 1837, la prosa celeste de los jóvenes del Salón Litera­
rio, “cuando la tarjeta postal que Inglaterra tema de Ar­
gentina era la del campo donde sólo brillaba en el cielo un
sol rojo punzó”.2
También fue moderna, después, la revista Martín Fie­
rro, cuando en 1925 las masas de inmigración europea lle­
garon a Argentina: el modelo de absorción que le conve­
nía al país. Esa vanguardia criolla acompañó la desviación
del modelo; se opuso a una literatura leída sólo desde Ma­
drid, “Meridiano de Cultura”.

Hoy moderno podría ser ese libro que en sus procedimien­


tos (mejor, en su procedencia) se dejó extraer la sangre por
una tradición y no por el sistema anual de una moda.
En los años ochenta aparecía un relato como El en­
tenado? de Saer. Una sabia, madura construcción que
en la primera mitad del libro cuenta civilizadamente
cosas de la América salvaje y en la segunda, de súbita
vuelta a Europa, se interpreta a sí misma salvajemente

2 Op. cit.
5 Juan José Saer, E l entenado, Buenos Aires, Folios, 1983.

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¿freudiana? Poco antes o después, moderna podría ser
cierta forma de asumir la tradición, ya muy delgada y de­
licada o aérea, en todo el ciclo sureño o el cielo rural de
las novelas de César Aira que lleva retroactivamente des­
de La liebre4 a aquel M oreira5 de 1975.

¿Qué será moderno, todavía, en los noventa? Tal vez esa


forma de barajar identidades de sujetos con personajes y
vidas imaginarias que llega a su límite en El affair Skef-
fington,6 de María Moreno.

En la vida de Skeffington el dos insiste: na­


ció en 1892, llegó a París en 1922, tiene dos
nombres, dos objetos de orientación sexual,
dos formas de expresión... (pág. 41.)

4 Buenos Aires, Em ecé, 1991.


5 Buenos Aires, Achával solo, 1975. Después m e llam ará la atención el he­
cho de que Aira, a los 52 años, haya escrito casi 52 libros, año por libro, des­
de el m ism ísim o nonato. Com o si escribir fuere la absorción natural en un
cuerpo biológico que nace, crece, alcanza la m adurez y se sum erge al fin en
la m orbidez o en lo que el propio A ira denom inaría, gozosam ente, "m ala li­
teratura". (Ver, a propósito, en otro libro m ío - E l lugar que no está ahí- las
bellas relaciones de parentesco entre decrepitud y esplendor aplicadas al ca­
so de Roberto G oyeneche y su falsa “m ala voz" de viejo.)
* M aría M oreno (C ristina Forero), E l affair Skeffington, Rosario, Bajo la lu­
na, 1992.

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La protagonista y su autora coinciden aquí en una feliz
extravagancia, en ese lugar fuera de sí que opera a veces
como el seudónimo que las encubre, a veces como un he-
terónimo que saca a ambas de quicio. Todo en este libro
concurre al desliz, al mutuo disfraz: el París lleno de esa
felicidad de la belle époque, con sus antifaces dorados, las
plumas, el champán que le da un suave tornasol a la per­
sonalidad, los turbantes árabes cargados de perlas. Turbar­
se con alguien, no m ás... Es decir, el pudoroso pasaje de
lo que es una mujer perdida de sí a la fantasía de otra que
la contenga mejor. Moderno se hizo, en fin, al terminar el
siglo XX, este tipo de relato transbiográfico: la inquieta,
desvariada versión de lo que solíamos llamar Autobiogra­
fía, tan omnímoda como género que no dejaba satisfecho
a nadie, y menos al autor cuando empezaba a darle a su
propia vida la explicación de un cuento (y no siempre se
lo creía).7

7 Qué curioso que el régimen del cuento o de la historia siem pre haya veni­
do am arrado al sentido, desde la fábula y la parábola en adelante. Incluso los
sueños se reconstruyen a veces, muchas y excesivas veces, com o un relato.
¿Será que desprenderse de la historia siempre da un poco de m iedo?

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
V
C u á nto cu esta la letra

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¿Cómo vender lo Intimo, infantil,
familiar y maternal? ¿Por qué
otro valor cambiarlo?
J o r g e P a n e s i,
F e lis b e r to H e r n á n d e z

Q u ié n sabe dónde están en Daniel Guebel la pertenencia


literaria y el destino, desde A m u lfo 1y La perla del empe­
rador2 a M atilde3 o Los elementales...* Vengo y no voy
hacia; voy y no vengo de. Algo hay allí que proviene de
los arcanos de qué letra; ese momento hecho de cruces en­
tre la fijeza compulsiva del estilo y la lectura perdida o
deshecha en capítulos y episodios de una fantasía desme­
dida de lector. Una guerra que podría haberlo enviado di­
rectamente al infierno del idiolecto, si no a la oscuridad o
a las últimas poblaciones de la vanguardia. Y no, sin em­

1 Buenos Aires, de la Flor, 1987.


1 Buenos Aires, Em ecé, 1990.
! Buenos Aires, Sudam ericana, 1994.
4 Rosario, Beatriz Viterbo, 1992.

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bargo. El molde hueco de esa literatura le da forma a una
narrativa que dice y está llena de fábula por todas partes.
La suya parece una actividad que se sostiene porque supo
cómo contener al fin cualquier apetito, cualquier instancia
de diálogo.

Escribir la entera historia eterna de la lite­


ratura. (...) Mi tema no es lo que escribo,
es querer escribirlo todo.5

¿La naturaleza, acaso, de una práctica que prefigura o an­


ticipa todo el recorrido profesional de la comunicación? O
la matriz de lo que después vendrá a agregarle algún dinero
útil al sentido: investigador, publicista, operador cultural,
guionista, periodista, dramaturgo, editor, gerente de letras.6

En la poética práctica de Guebel regresa una vieja pre­


gunta, de rigurosa moda en los años cincuenta: ¿para que
sirve la literatura? ¿Es servicio, es retribución o canje?

5 Narrativa argentina. Quinto Encuentro de Escritores "Dr. Roberto N o­


ble", B uenos Aires, Fundación Noble, Serie C om unicación y Sociedad,
Cuaderno n° 7, 1992, p. 23.
6 Es decir, el chorro polivalente de un discurso que se filtra y perm ca todos
los episodios de un Curriculum , esa vida etim ológica a la carrera de carros
en el Circo R om ano...

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O bien es plus. Como parece en él ese gasto que siempre
supone un más allá de ciertas maneras clásicas de relación
entre la letra y la moneda, porque el dinero no está allí,
nunca, en el lugar donde debería estar. No viene después
en efectivo o, en efecto, como retribución a un producto
vendible en público, sino que se aloja antes, en el momen­
to simbólico de lo que no es inmediatamente negociable.
Curiosa flexión de una obra que se gasta toda en su gesto,
que no parece que invierte. Por lo mismo, esa letra de
Guebel se puede sentir de a ratos infantil o niña, libre de
culpa e irresponsable, indiferente a una ley de compraven­
ta que inevitablemente genera mutuas deudas y chantajes
en el seno del mercado.

En c ie rto s ¿sus más ciertos? momentos, la literatura no


parece la comunicación generalizada entre yo y mi públi­
co, o entre yo y los hábitos de lectura de mi público, sino
apenas la práctica del cuchicheo de dos en un palacio; el
diálogo cortés entre un escritor y las expectativas sintácti­
cas y dispositivas de quien deseó amoldarse a él. Ese mol­
de deseante -llámese Mamá, Mecenas, Papa, Rey, Papá,

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Cacique, Editor, Emperador- viene a dar con otra forma de
escribir totalmente ignorante de las ansiedades que gene­
ra el mercado, ésas que obligan a muchos escritores a
comportarse como shvitzers. 7 O, para decir lo mismo de
una manera un poco más deliberadamente simple: en las
formas retóricas en las que se aloja Guebel se podrían des­
cubrir, por su disposición táctica, las fronteras de guerra
de la posición sintáctica entre una fantasía de sobreviven­
cia, una voluntad de poder, una necesidad de identifica­
ción personal en el mercado y un deseo de diferencia. En
el tumulto de voces, personajes, aventuras y cuerpos, esta
obra dirá todas esas cosas tan de cerca como lo permita el
molde cerrado de la frase perfecta en el caracol de una
oreja.

P a ra instalarse, ahora por fin, en El ser querido} Del pri­


mer cuento, “Flores para Felisberto”, llega el lejano refe­
rente de un autor lleno de objetos animados, cosas vivien­
tes que siempre se confundieron con los efectos personales

7 La palabra viene del idisch: transpiradores.


' Daniel Guebel, E l ser querido, Buenos Aires, Sudam ericana, 1992.

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que él depositó en sus relatos -¿como aquellos efectos
que sigo y sigo cargando yo en mi neceser íntimo?-. Fe-
lisberto Hernández los llevaría en sus giras de pianista
por los pueblos de Uruguay, así como del neceser de
Guebel emerge de cuerpo entero el propio Felisberto,
aunque ahora hecho un gignol o un muñeco desam able:
pierna al pedal, oreja donada a un hospital, ojo, mano al
teclado, muñón. Todo tan a un paso del objetalismo que
Guebel, empezando el viaje desde el lado de su prosa
llena de conversación, viene a caer en el centro opuesto
de la caja negra de la obra muda de su homenajeado (no
hay aquí pastiche; nada de esos tributos donde uno se
apodera de las palabras del otro para regalárselas en la
forma de su espejo personal y su propia cara boba de
perplejidad).

E n c u a n to a “Impresiones de un natural nacionalista”,


lo primero que asalta en ese relato es un tablado con ac­
tores que se retuercen en escena hasta los límites de su
más puro arcaísmo. ¿Una física oral, medieval?

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Si no me estuviera vedado revelarte los
secretos de mi profesión, un cuento te
contara cuya menor palabra redujera a
polvo tu alma.9

Tan diseminada en alma y cuerpo o como se haga pre­


sente esa poética, ¿acaso el personaje habla así arcaico, in­
verosímil, sólo porque se sabe un eco del eco de la voz del
actor brechtiano? Y al final de una batalla, si ese mismo
personaje queda manco, ¿no será porque adviene ya a no­
sotros Miguel de Cervantes Saavedra? El propio Guebel
lo sugerirá, siglos después del Quijote:

Para escribir literatura de vanguardia, hoy,


hay que volver (la fábula del eterno retor­
no) a las fuentes mismas: la narración.10

Tal vez esto que quería decir fuera: a las fuentes eternas de
la narración (la fábula cervantina misma).

MÁS adelante, “La investigación del reflejo abso­


luto” dará cuenta de ese momento preciso, revela­

9 Op. cit., p. 29.


10 Revista E l periodista, Buenos Aires, n° 110, 23 de octubre de 1986, p. 3.

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dor, cuando a un monje atormentado de malos pensamien­
tos le recomiendan hacer caminatas por la mañana. Una
suerte de aerobismo para liberar fantasías.

Desde el amanecer me paseaba por entre


un matorral espinoso que se alza en las
proximidades de la abadía. Naturalmente,
en el funesto círculo de pensamientos en
que giraba, el sencillo hecho de rondar co­
mo un lobo era, cuanto menos, inútil."

¿Para qué sirve, diremos, la literatura, si no es para confir­


mar en nosotros ese puñado de malos pensamientos pare­
cidos a los de un monje que da vueltas en redondo? Y pa­
ra qué, sino para que el más puro y ocioso lector pruebe
de a ratos -a escondidas- cómo puede perder su tiempo y
su dinero leyendo. Una actividad inútil.

“E l g e n io s e c r e to ” desarrolla como relato el drama de un


escritor que mientras habla por boca de otro propone uno de
los problemas más viejos y apasionados de la literatura (la
teoría del editing). ¿Quién se apropia de qué cuando llega

11 El ser querido, edición citada, p. 43.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
la obligación o el encargo de reescribir a alguien? ¿Un de­
monio por otro? “Apoderarse de un cuerpo duplicado”, di­
ce allí Guebel, como si postulara la raíz matemática de
una definición del editing. Tal vez sea esta manera de es­
cribir al cuadrado lo que Nicolás Rosa llamó Hiperlitera-
tura.12 O tal vez sea ésta la perversión de unos personajes
que, ya cansados de sí y de representar escenas, se dedi­
can todo el tiempo a leer y nos roban lo poco de singular,
de primera persona que nos quedaba como lectores. Por­
que ellos leen mucho y tanto, al final ¿otra vez, el Quijo­
te? se les seca el cerebro y terminan queriendo ser no los
personajes sino, más, los autores que leen.
Y esa perversión llega, ya por fin, a “El amor de Ingla­
terra”,13 que es la inocente historia de un hombre y una
mujer enamorados de la literatura, y que se resuelve en la
mutua apropiación de cuerpos y almas y avanza hacia el
delirio y, un poco después, hacia el delito.

H i p e r l i t e r a t u r a , s í. Frase perfecta y construcción com­

12 Cfr. “Una escritura troglodita”, Tiempo Argentino, Suplem ento C ultura,


Buenos Aires, 19 de enero de 1986, p. 6.
13 El ser querido, edición citada, pp. 107 a 144.

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pleja que generan un valor agregado. Hacerlas, a Guebel
no le cuesta nada. Esa espontaneidad gratuita, esa gratui-
dad de su estilo devuelve a la literatura a su instancia de
máxima verdad: leer y escribir no admiten costo alguno;
allí nadie paga un precio. (A Guebel, sencillamente, tóma­
lo o déjalo.)

En fin . Una cuestión como de economía social de la letra


evoca, vuelta y vuelta, esta obra. ¿Qué trabajo da el dine­
ro? Como perla en el collar del emperador Octavio Au­
gusto, Virgilio enhebró poemas nacionales por encargo,
encerrado en Palacio y con un protector tautológico: Cayo
Cilnio Mecenas. Todo sugiere la posibilidad de un Guebel
encerrado en su escritorio, con un sueldo excesivo -no una
inversión en mano de obra; sólo un gasto loco que avale
en su justa medida esa prosa- y escribiendo la ficción inú­
til de lo que todos nosotros somos en nuestro proyecto o
empresa (llamémosla, de algún modo, Literatura Argenti­
na y Compañía). En otro lugar, su poética anticipa la po­
sibilidad de ese encargo

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
Un libro que nunca se hará sirve para
definir el punto hacia el cual se di­
rigen, sin la esperanza de alcanzarlo nun­
ca, los libros que voy haciendo.14

Tal vez no vuelvan, como fueron, aquellos tiempos sar-


treanos del “¿para qué sirve la literatura?”. Diremos me­
jor, economizándola: ¿qué vale ella? Porque esa duda alo­
ja también la pregunta que propone su prosa, y así como
Germán Leopoldo García afirma de la obra de Macedonio
que es intratable,15 por lo mismo, en la misma rima, la
obra de Daniel Guebel sería acaso invalorable, allí donde
se siga escribiendo ajena a ciertas convenciones de lo que
significa “valor” en el mercado.

'* A A W ., Encuentro del Bosque. (Primera reunión de narradores argenti­


nos en el H otel del Bosque de Pinamar.), Buenos Aires, Sudam ericana,
1993, p. 20.
15 “Si se trata de literatura es necesario aclarar que la literatura no trata de
nada: y la escritura de M acedonio es particularm ente intratable. Para ella no
hay tratados ni buenos tratos: sus lectores siem pre prefieren llegar en el lu­
gar del punto y aparte.” Germ án Leopoldo García, M acedonio Fernández:
la escritura en objeto, Buenos Aires, Siglo XXI, 1975, p. 27.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
VI
L a L i b r e r ía A r g e n t in a

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
A Laura Estrin

Como un barco a pique o que sacudido por las olas va,


así es posible imaginarse a este paquebote desde hace
ciento sesentaicinco años.
Estamos en 1837. Yo saco mi cámara y fotografío a
un grupo de adolescentes que, en la única dársena de
este puerto de Buenos Aires, agitan pañuelos mientras
esperan que descarguemos su preciosa mercadería: pa­
quetes con ejemplares de Sainte-Beuve, Vico, Dumas,
Hugo, Montaigne, Herder, Byron, Adam Smith, Rous­
seau, L ocke... La inquietud de ellos hace eco eléctrico
en otro joven, Marcos Sastre, que aguarda solitario la
buena nueva o la novedad bibliográfica en la ciudad. Lo
veo enmarcado en sí mismo e impaciente a la puerta de

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Google U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
su pequeño establecimiento, donde una placa de bronce
dice: Librería (calle Reconquista n° 72) y, poco des­
pués, un poco más allá en esa misma calle: LIBRERÍA
ARGENTINA.
A continuación se me produce el desliz. Noventa
años adelante todos aparecen posando, otra vez, pero
para mi foto siguiente. Al pie, esta leyenda: R e v is ta

Martín Fierro, AÑO S v e in te . Muchas palabras han cam­


biado, de aquí y de ahora. En el aquí de Byron, Vico,
Rousseau, ahora están Apollinaire, Max Jacob, Reverdy,
Tristan Tzara, Picabia, Marinetti, Cansinos-Assens...
Libro por libro o cuadro por cuadro, los objetos se han
tomado su tiempo para transmigrar de las paredes a los
anaqueles de esa biblioteca. Luego, en los próximos
cuarenta años, esos jóvenes empezarán a nombrarse
R e v is ta Sur, o bien gabinetes privados y equipos de lec­
tura o grupos de estudio. (“Nuestro patrimonio es el uni­
verso” diría Borges, acodado a la barandilla de este bar­
co que viene de Occidente para acá).
¿Qué pasó en ese tornasol? ¿Es que los escrito­
res viejos se fueron haciendo nuevos lectores? Tal
vez no, quién sabe, porque en 1960 los jóvenes serán

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casi los mismos: Sartre, Freud, Barthes, Marx, Fou-
cault, Lacan, Bajtín, Benjamín, Derrida. Y otros más en
2002. De una a otra nomenclatura sólo ocurrió El Can­
je. Esa figura que por aquellos mismos años le permitía
decir a Lévi-Strauss que los mitos dialogan entre ellos,
como para sugerir que los hombres son apenas intrusos
o inquilinos de esa Conversación Ideal. (Así como se
pudo haber sentido, también, el lector argentino en es­
tos 165 años: si no el entrometido del prestigio euro­
peo, tal vez su más eficaz agente.)
Nombres después o años antes, ¿acaso el síntoma
de la absorción, interpretación y distribución de la
cultura sigue alojado intacto en ese viejo enigm a de
un país que se mira perplejo en el catálogo-espejo de
sus lecturas?

ES reveladora la nóm ina que cita Félix W einberg en


su clásico estudio sobre La L ib rería.1A pilados en la
trastienda del Salón había pinturas japonesas al
óleo, una m iniatura del rey D avid, flores pintadas

'C fr. El Salón L iterario de 1837, Buenos Aires, H achette, 1977.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
en papel de arroz, un busto de mármol de María Luisa
de Austria o una pesada espada que perteneció a un
mandarín de la China. Y todos los demás objetos que
también vinieron en la bodega de este barco, y que la
casa de Tomás Gowland puso en remate cuando el Sa­
lón cerró sus puertas. Cosas exóticas, en fin, práctica de
lo ajeno; extravagancia... ¿Quién podría adivinar, con
Echeverría, Gutiérrez, el mismo Sastre, Alberdi, cuán­
tos de esos elementos fueron o no echando, desde aquel
entonces, las Bases y Puntos de Partida Inconscientes
para la Constitución Nacional de una Literatura?

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
VII
A n t o l o g ía

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
D ic e la crítica que el lector sólo es un fragmento, una pe­
queña gota desprendida de su objeto. Algo que al caer des­
tila rayos de luz (de stilla: estrella, gota, destello). Yo co­
mo lector, por ejemplo, acaso sólo soy una pequeña anto­
logía. Ahora vienen a mi banda de lectura los cuatro hijos
idiotas de una pareja, sentados en un banco bajo el pláci­
do sol del atardecer y esperando su merienda de sangre en
La gallina degollada, 1 de Horacio Quiroga o, bien al filo
del celo y la traición sexual, esa gramática cortada de tres
cuerpos que navegan en un yate a la deriva de sus mu­
tuas heridas en El cuchillo sobre el agua, de (Reynaldo)
M ariani.2 Y las pocas, intensas emociones de Erzébet

1C uentos de amor, de locura y de muerte, B uenos Aires, Losada, edición


consultada: 1960, pp. 44-52.
! Cfr. (Reynaldo) M ariani, 7 historias bochornosas, Buenos Aires, Sudam e­
ricana, 1968, pp. 11-18.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
Báthory, una mujer que padece de Melancolía, y cuya al­
ma inerte apenas puede revivir en esos instantes supremos
de la tortura, el crimen, la violación y la droga -esto en La
condesa sangrienta, de Alejandra Pizam ik.3 O qué otra
escansión sino la lenta savia de la prosa de un hombre que
aceptó volverse todo tubérculo en Ser polvo,* de Santiago
Dabove, y el lento venir viniendo de un viejo poeta per­
verso -¿Juan L. Ortiz?- hacia su propia laguna mental he­
cha de agua tiza, sin botes ni juncos ni más pájaros que la
música de Telemann volando en su cabeza, en Adagio pa­
ra viola d'amore, de Néstor Sánchez.5 También acaso
cierta velocidad inmóvil, cierta indiferencia de sí que ha
tenido la historia argentina en el tornasol alucinante de
Memoria de paso6 (Rodolfo Fogwill). O la curiosa mane­
ra de confirmar que no es el tiempo sino el espacio lo que
le da arquitectura a la memoria (los lugares la puntúan en
“El viaje sentimental”, de Edgardo Cozarinsky, donde el
narrador diseña ese espacio entre París y Buenos Aires y

1A lejandra Pizam ik, La condesa sangrienta, Buenos Aires, Aquarius, 1971.


4 Cfr. Santiago Dabove, La m uerte y su traje, B uenos Aires, Troquel, 1961,
pp. 13-18.
5 Néstor Sánchez, La condición efímera, Buenos Aires, Sudam ericana,
1988, pp. 63-70.
‘ M is m uertos punk, Buenos Aires, Tierra Baldía, 1980, pp. 41 a 64.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
lo habita después como lo habitaría un fantasma).7 Y es­
tá también el otro fantasma de un padre fugado que sin
embargo regresa en taxi a su hogar con un presente con­
creto: un paquete de rotisería bajo el brazo -jamón cru­
do, vino de buena cosecha, dulce de batata- para que to­
dos coman en El frasquito de Luis Gusmán.8 O tal vez
por último la figura quieta del argentino, sólo un fotogra­
ma: ese portero nocturno que toda su vida ha ejercido
una “profesional inactividad”, como lo viene a sugerir
José Bianco al comienzo de Las ratas.9 Sin duda la bre­
ve, casi inactiva profesionalidad del escritor argentino,
por lo mismo que nadie aquí, en esta abigarrada sala de
lectura, eligió ocupar extensas obras sino nouvelles,
cuentos, fragmentos, maquetas. En lugar de restos o re­
tazos de la novela, apenas miniaturas, paradigmas; las
llaves más apretadas del Género (ya lo dijimos: ¿peque­
ños seres lunáticos?).

7 Cfr. Vudú urbano, Barcelona, Anagram a, 1985, pp. 25 a 45.


• B uenos Aires, Noé, 1973.
9 B uenos Aires, Sur, 1943.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
VIII
F o r m a c io n e s d is c u r s iv a s

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
A quí se lee de la siguiente manera: un libro al azar, encon­
trado en un estante cualquiera, supone toda la biblioteca,
de modo que en él yo podría leer dos, tres o más obras si­
multáneamente. De un anaquel a otro clasifico como un
polizón algunos volúmenes y leo de pronto el título de una
novela, Infierno y Albino,1 allí donde se localiza lo más
blanco del fuego, el punto incandescente del blanco de
nuestro propio ojo al rojo vivo. Y antes de pasar a la pri­
mera página de ese libro me inclino ciego sobre algunas
viejas lecturas en tomo al fuego del hogar.
Encuentro esto de Charles Nodier: ‘Toda descripción
de un descenso a los infiernos tiene la estructura de un
sueño”. 2 Pienso a continuación que, por más cotidianas

1 Sergio B izzio, Infierno Albino, Buenos Aires, Sudam ericana, 1992.


1 C harles Nodier, Segundo Prefacio de Smarra.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
0 explícitamente cotidianas que sean las cosas de esta
novela -o, a propósito, por eso mismo-, algo hay aquí
de la naturaleza del sueño o del mal sueño que Albino
vive a cada segundo, sobre todo cuando él está despier­
to y no toda será vigilia la de sus ojos abiertos.
Leo en otro lugar

Ante el fuego que muere, el que sopla se


desalienta; no siente el suficiente ardor pa­
ra comunicar su propia potencia. Si es rea­
lista, realiza su desaliento y su impotencia,
hace un fantasma de su propia fatiga.3

En el sentido de ese camino que le prepara el libro, Albi­


no terminará siendo una sombra de su propia fatiga. ¿Ha­
blamos del cansancio del personaje en la ficción?

EN 1885 el editor francés Félix Lajouane publicó en Bue­


nos Aires cuatro ediciones sucesivas del Sin rumbo de Cam-
baceres, una de esas obras que fundan la novela a secas en
Argentina. Ahora bien, sea como sea que un estanciero y un
oficinista se distribuyen el aburrimiento o la pasión, allí

1 Gastón Bachelard, Psicoanálisis del fu eg o , M adrid, Alianza, 1966, p. 78.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
el Andrés de Cambaceres tiene el coraje de arrancarse to­
dos sus intestinos para morir un poco más vacío (Rafael
Alberto Arrieta decía: “¡Qué lástima, un narrador tan fino
que haya elegido un final de tan mal gusto!”), y aquí Al­
bino no; él no pertenece al proyecto romántico sino al
ecléctico. Sólo asume hundirse en el sillón de su propia
neutralidad. De aquella vieja novela argentina a la de Ser­
gio Bizzio nada hay en común salvo el arco completo de
casi cien años de hastío y perdedera. Puestos a cambiar
tiempos y nombres, a este Infierno Albino algunos le hu­
bieran dado, mejor, el otro primer título -Sin rumbo.

Su CASA, su departamento siempre está en venta, y enton­


ces Albino aparece como un inquilino de todo. Tiene que
deambular con paso incierto por las calles de Buenos Ai­
res y separado de ese fuego del lar, en la fuga del hogar.
Una vez una marquesa (tal vez la marquesa de Chatelet)
sugirió algo así: “El fuego nos es familiar a pesar de ser
un misterio”. He ahí el drama privado de lejanía familiar
y cercanía con el misterio que nos propone Bizzio. Salvo,
claro, cuando la brasa toma de cuerpo vivo al personaje,

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
se hace fiebre y lo envía directamente a la cama.4
¿Y cuál será la experiencia sexual de Albino si no la de
la culpa y el miedo o el horror de la infidelidad? Inflamar
un palo destilándolo p or una ranura en la madera seca;
la ancestral técnica de producción del fuego ahora vuelta
en él la práctica del robot sexual de un muerto

¿Salvarse? No hay nada/ de qué salvarse.


Ni infierno, ni paraíso/ -sólo la imagina­
ción perversa que los hace/ para quemar
a unos y a otros: ¿salvarse/ del oprobio,
de la bajeza,/ del olvido que nada salva?/
¿Serías capaz de salvarte de gozar/ y su­
frir? ¡Hacerlo todo/ con la pasión de un
muerto!5

Albino habla por boca de esa persona dramática. Cuando


traiciona a su mujer con una tal Betty -frotamiento, roce- es­
tá encamando aquel otro verso de Bizzio: “¿Y si me toco y
no me toco, y si me toco y no estoy?”.6A este personaje mu­
chas veces le hubiera gustado no acometer tanta práctica del
sexo. Pero qué va a hacer él. Las cosas propias de la hybris
son como son, y en este relato de la culpa nadie las decide.
4 Qué curioso. En lugar de decir tener fiebre, en M éxico se dice “tener ca­
lentura” ...
5 Sergio Bizzio, Gran salón con piano, Junín, Ed. Salido, 1982, p. 20.
‘ M ínim o figurado, B uenos Aires, Último Reino, 1988, p. 39.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
D el Sin rumbo de 1885 pasamos a 1954. De pronto Infier­
no Albino parece el Volumen Uno de una obra en dos to­
mos. ¿Ese segundo tomo no debería llamarse, tal vez. El
sueño de los héroesT A propósito de Bioy Casares, Enri­
que Pezzoni reduce a un solo momento, a su enigma, las
aspiraciones de vida del protagonista Gauna

Un hombre parte en busca de un instante


de su pasado porque ese vacío lo atormen­
ta. Al fin del viaje descubre que no se ha
movido desde el punto de partida. El pasa­
do ha estado siempre junto a él, inmóvil y
fluyente, esperando el instante en que los
goznes del tiempo estallen para resolverse
en presente -el presente más pleno y real-
y desaparecer.8

Alguien espera encontrar su tiempo exacto para fallecer


plenamente. ¿Es en ese cierre de herida y porque no le
fluye ya la sangre como se realiza el personaje, se hace el
muerto?

7A dolfo Bioy C asares, E l sueño de los héroes, Buenos Aires, Losada, 1954.
*Enrique Pezzoni, E l texto y sus voces, Buenos A ires, Sudam ericana, 1986,
p. 243.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
Un volumen antes, Gauna, con el nombre escatológico
de Albino, blanco como su cuerpo rígido y ya sin pensa­
mientos (esto parece venir a decir la prosa blanca de Biz­
zio: LA LITERATURA NO ES UN PENSAM IENTO ), S e coloca en
el umbral del sinfín de ese deseo suyo. Es la misma idén­
tica ciudad, y las cosas alrededor transcurren lentas, tan
lentas y melancólicas para un porteño de 1927 como para
uno de 1992. Albino parte, libre, hacia un instante de su
futuro, simplemente porque el vacío que le produce no co­
nocer ese instante lo atormenta. Cuando termina su viaje
descubre que no se ha movido del punto de partida; el fu­
turo ha estado siempre junto a él, inmóvil, fluyente. Hecha
como estaba a la medida de Gauna, ahora Buenos Aires se
vuelve el escenario virtual para un héroe ya sin cálculo po­
sible ni utopía.

Q u ie n q u ie r a que haya transcurrido una juventud en la Fa­


cultad de Filosofía y Letras escuchará, todavía hoy, lo que
decía la profesora de lingüística y filología (en un tiempo
ambas cosas venían reunidas): “No olviden ustedes que
todo personaje de la narrativa es sólo una form ación

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discursiva; su alma se hizo de las estrategias y los trucos
de otro. Su corazón es la palabra corazón, y también sus
pulmones y premoniciones, su hígado y sus reminiscen­
cias de lo que vendrá. ¡Cuidado! Sólo me corre un río frío
de letras cuando digo un sudor me corría por la espalda”.
Todo invita a recuperar esa advertencia cuando nos en­
frentemos con Albino como eco de Andrés y Gauna, por­
que la verosimilitud de esos personajes roza no técnica­
mente el hiperrealismo pero, al menos, un naturalismo a
ultranza, tan ultraido que uno se disuelve en lo que sería
la imagen última de estas tres obras: la percepción expan­
dida hasta lo infinitesimal. (Y si los personajes son así,
¿qué cosa será entonces el lector sino otro acertijo sobre el
tapete de juego, en el azar de tantas y sucesivas teorías de
la recepción?)

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
IX
B orges po r M a c e d o n io

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
C omo en una sola, envolvente paradoja, de la literatura de
Borges se podría decir que, por haber nacido un poco mar­
ginal y descentrada, por eso mismo terminó haciéndose
centralmente argentina.
Sobre la mesa ciega del capitán, lecturas dispersas, res­
tos de cuaderno de bitácora tomados de una enorme tela
de cultura universal armaron esa obra que durante años
pareció el capricho de un hombre en un país exótico. Y en
el lento tornasol de las décadas, ese país caprichoso fue
convirtiendo al hombre en su máximo símbolo de identi­
ficación. ¿Así se constituye un canon?
Si el pathos de este escritor se hizo depositario de la re-
presentatividad argentina en el mundo, ¿qué decir de quie­
nes, en el más acá o el más allá de él, necesitarán algún

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
tiempo extra para caminar del arrabal al centro? Es el
“lento venir viniendo” de Macedonio Fernández. A la di­
ferencia que era Borges Macedonio suma otra diferencia,
¿un Borges al cuadrado?, y nos ofrece con toda naturali­
dad el espectáculo de una literatura cada vez más argenti­
na si cada vez más exótica.

“Ya no tematizar a Borges de acuerdo con sus objetos; ya


no reducirlo a una original combinatoria hecha de espejos,
laberintos, cuchilleros”, dice Thomas Sfez. Y, a continua­
ción, propone el siguiente programa de lectura: apoderar­
se de esos trebejos suyos como hipotéticas herramientas

Los espejos se colocarán frente a esa obra,


para que naturalmente su escritura se re­
fleje toda del revés. Los laberintos lo con­
fundirán y lo perderán, allí donde él quiso
hacerse transparente, internacional, por
todas partes identificable. El crítico cuchi­
llero penetrará después en la anatomía de
esa literatura para poner a la vista la arti­
culación industrial de sus órganos como
Empresa: la razón de su vida como Razón
Social en el mercado.1

'T h . Sfez, Walking on the edge, New York, Surplus, 1996, p. 112.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
Si se tratara de dislocar las relaciones entre un síntoma y
una enfermedad, habría que decir de Borges que parece la
marca registrada de una obra virtual (cómo llamarla, ¿ile­
gible?, ¿Macedonio Fernández?) que ha interrumpido su
proliferación sintáctica para coagularse o mostrarse como
Borges ®.
¿Será que, de tanto crear una nostalgia de la enferme­
dad, por su propia repetición el síntoma realiza al fin,
hace patente esa enfermedad? De tanto exhibir su pasión
universal, Borges fue prefigurando el deseo de una prác­
tica local, en circuito cerrado, pero siempre puesta en
otra parte. Del arrabal y las letras de tango a la gauches­
ca o la vieja sintaxis de rabioso bordado hispano (como
decir: un Gracián diseminado en Macedonio), junto a
tanta conversación doméstica el síntoma borges se lla­
mó, en cambio, Literatura; se apoderó del nombre.
El diálogo entre estos dos modos de escribir se resol­
verá en él con una fórmula táctica, que fue la de su
pervivencia y que sigue funcionando, con alternativa
eficacia, en el cuerpo social y político de la Argentina
toda: S alud=Represión -¿el canon reprime?

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
El joven Macedonio y el viejo Borges como cruzados, los
dos, en la conquista de un mismo desierto y una misma
lengua: últimas poblaciones, desprotección, toldería, in­
temperie, vientos.2
Esta constelación eléctrica, en la que es posible mirar­
se en el cielo-espejo de la escritura del Sur, vuelve formu­
lada de otro modo metafórico por Lezama Lima

En esas distancias de la tierra y la pala­


bra, de las pausas del ombú y el requie­
bro de la querencia, se constituye el se­
ñor estanciero que viene sucesivo al des­
terrado romántico, con signo muy opues­
to de vida, aunque en igualdad de perfec­
cionamiento en la instalación recuerde
aquel paisaje disfrutado por el señor ba­
rroco. Su disfrute no está en el goce de
las golosinas de la inteligencia o del
gusto, si no en la doma (...) La peligrosa
distancia con la que se enfrenta, amparado
por la casa copa del ombú, le prepara la

1 La necesidad de sobrevivir, que ellos exhiben y ocultan alternativamente, tie­


ne su interlocutor riguroso en el Estado — institución al descampado, lugar de
la desprotección. La literatura se hace una toldería armada a la intemperie, en
medio de los vientos de la pampa, y el ejercicio literario queda aislado, para re­
currir al Martín Fierro, en las “últimas poblaciones”.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
mano dura para la doma y la novedad de
su grupo de palabras.3

Otra manera de dejar leer en nosotros la pasión gramática


de Borges, no entendida esta vez como precisión de su
campo-léxico y/o pureza idiomática, sino como la simple
compulsión física de quien viene a domar, con mano dura
y cuidadosa, cierto conjunto de prácticas marginales para
darles el aval de una letra de carácter blanco, traducible.
(Los argentinismos parecen caer, allí, en el lugar de la re­
ceta médica. Las palabras locales, enfermas de incomuni­
cación, se curan.)

¿ S e r ía posible una teoría de la lectura que postule que


Uno es la necesidad de traducir a Otro? (los misterios del
“pase”). Una teoría del mercado que brote de la relación
entre la intimidad de una obra “siniestra”, extraña, sí, pero
muy identificable para la comunidad que la ha propiciado
-Macedonio-, y otra que traslada o convierte esa materia y
la hace circular por la ilusoria pista de patinaje de su más

5 José Lezam a Lima, La expresión americana, M adrid, Alianza, 1969, pp.


145 y 146.

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amplio deseo de difusión. (Un salto, y ya: de la vanguar­
dia al centro.)

Escribir es traducir. Doble y mutuo ejercicio que podría


explicar el campo de apetitos de cada uno en el otro.

Yo por aquellos años lo imité hasta la


transcripción, hasta el apasionado y devo­
to plagio

dice Borges y, en ese trueque de ironía por agradecimien­


to, dirá de él Macedonio:

Nací porteño y en un año de 1874, todavía


no pero un poco después comencé a ser ci­
tado por Jorge Luis Borges con tan poca
timidez de encomios que por el terrible
riesgo a que se expuso con esta demencia,
comencé a ser el autor yo de lo mejor que
él había producido.

¿Pero cómo yo lo mejor que él produjo? ¿Quién escri­


be o traduce ahora a figura retórica ese mutuo, recíproco
sentimiento que parece, aquí y allá, resentimiento?
Tal vez estas citas articulan el diálogo de dos m aneras
de producir pero, además, la guerra alternativa de trabajo,

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el apoderamiento de uno por otro que dos vampiros insti­
tuyen en el seno de la casta, como Programa: la eficacia
que tanto oscila de lo ciego a lo social -búsqueda privada
de afecto- como de lo infantil a lo público -búsqueda de
admiración en familia. ¿Quién es quién en el seno de la
tribu?

D e Borges todos saben: se trata de una obra limpia, trans­


parente. Y lo mismo de sus hábitos escritos, que revelan
un ejercicio traducible -en fuga. Si ayer buscaba huir del
color local, con ese espejo que da vuelta sus páginas hoy
podría ser leído del revés. Allí su obra se hace, justamen­
te, lo que tanto desdeñó: una colorida crónica de época
(idealista), la prueba de un realismo fotográfico crudo y
extremo. Tal vez la fotografía exacta y fiel de un pánico
frente a la contaminación hermética.
Muertos en Argentina el yrigoyenismo y la revista
Martín Fierro, sobreviene la historia universal de la infa­
mia; los ‘30: la Década Infame. Diez años después, él pa­
dece una septicemia. Como su personaje Dahlmann (“El
sur”), sale a la llanura de papel con una pluma ¿cuchillo?

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que tal vez no sabrá manejar. Y en ese reto a duelo lleno
de miedo cambia la dirección de su prosa para llegar al
destino personal de Ficciones y El aleph.

Canon. En ambos, paradigmáticos libros, aquel viejo pro­


grama de salud puede releerse todavía hoy en Borges. Pa­
ra formular esto de otra manera: ahí está una obra univer­
sal, ahí la cultura universal. Todo en ella pretende seducir­
nos. En su materia verbal está la mirada que espía nuestro
asombro. Ella nos discierne y nos dice: “Soy Toda, y Tu­
ya”. De modo que el lector no será más que la fascinación
y, al mismo tiempo, el terror de no poder rechazar ese con­
vite total.

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X
L O S RUIDOSOS SESENTA

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Habrá que decir que muchos y muy pequeños cortes
identifican a los escritores argentinos nacidos después de
1940, aunque disimulado entre ellos esté todo un país.
Los de esa edad se formaron en un clima violento, ca­
si de semiótica urbana. Ya de chicos se pasearon por ca­
lles, parques y avenidas que teman nombres de generales
y coroneles de la patria. Este ilustre cuerpo militar parece
haber armado el modelo de una generación definida por la
disciplina y en el objetivo de la muerte.
Si se asume, en fin, la hipótesis de que el militar cons­
tituyó esta nación violenta, entonces la militancia seria lo
que constituye esta literatura nacional. En esa hipótesis
coexiste de todo, gauchesca y gramática, tradición y len­
gua criollas. El paquete de intercambio que habló histó-

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
ricamente por boca de la Argentina: compra de modelos
importados, manufactura interna y posterior reventa (el
comercio de lecturas como un modo que le correspondió
naturalmente al puerto de Buenos Aires). Todos parecen
haber nacido en esa confusión entre militancia y comer­
cio, y eso definirá el Compromiso de la Forma Nacional.
Digámoslo así: de tanto buscar un lugar propio, siempre se
llega a la oscuridad local.
Podrá ser difícil explicar esa mezcla de rabia y sober­
bia que se produce en un individuo reprimido por su pro­
pio militar y que, para evadirse, tiene que aceptar como
natural la estrategia del miedo. La palabra miedosa de do­
ble filo que, al final, de tan excesivamente estratégica, se
hace aquí libertaria y aquí mismo opresora. Algunos en­
tonces, por táctica, prefirieron retirarse de la literatura pú­
blica. Viven como jubilados, paseando por los patíos de
ajedrez del soneto de Góngora, jugando al Séfer Yetsirá, al
Marcel Schwob, al Proust o al Raymond Roussel, tranqui­
lamente perdidos en esos descifraderos de la literatura. Ya
sin el aire de los años sesenta que reunía en su alma polé­
mica, pulmón y vida.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
¿Cómo hacer esta radiografía del alma, si no es por un sue­
ño que tuve ayer? En mi sueño, un joven escritor viene su­
biendo las angostas escaleras de madera. Hemos encallado
en la bahía de Samborombón, y en el segundo entrepiso hay
un congreso literario. El día de cierre, él va a cenar con un
grupo de amigos al restaurante que está en la bodega del
barco, regenteado por un antiguo profesor suyo. En algún
momento de la cena, en plena discusión, nuestro escritor se
disculpa, se levanta, solicita pizarrón y tiza y a continuación
escribe con grandes letras el acróstico

NATURALEZA

ES

como utopia A vanguardia

LA

LETRA

REAL

Ay D ios, la vieja c ru z ... A la noche ve hologra-


mas, los participantes de aquella polémica proyectados
hacia él, que esta misma mañana se creía joven. Aquel an­
tiguo profesor que regenteaba el lugar era, sin duda, el ti­
po de persona que no tiene dudas de sí; quién sabe qué o

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
cuánto más o menos sabio, como cada cual de los escrito­
res del Congreso. Ese hombre no hablaba, sólo mostraba
con una mueca el camino del pizarrón. Ese hombre era yo.
Terminado el sueño, todo se dará vuelta. El escritor
ahora adulto se revuelve en su camarote y emerge con los
ojos vaciados, tratando de decir que ya no hay Estética pa­
ra defenderla a los gritos (excepto la lírica de este sueño;
y ésa no se defiende). Y que aquellos colegas que se pe­
leaban hace veinte o treinta años en algún cafetín de Bue­
nos Aires son, hoy, un reflejo en los ojos de este viejo pro­
fesor callado que mira los aspavientos de tantos escritores
detrás del mostrador del mercado literario de su restauran­
te aquí, en la bodega más profunda del barco.
Sería válido preguntarse: ¿adónde está la polémica? O
bien, ¿qué discusión muerta estará contenida en este viejo
profesor, cuyos ojos no piensan nada ni dicen nada de
aquellos ruidosos congresales (qué curioso, los roaring
sixties),' que él recuperó ayer en el pizarrón del pasado de
las muchas clases de literatura argentina que dio aquí y
allá en los últimos veinte o treinta años.

1Porque es un hom enaje, vale cada vez más nom brar a los ‘60. Uno por uno
-y en el riguroso orden alfabético del Congreso- a todos esos narradores.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
En fin, yo, que soy uno de ellos, en el sueño me hago
profesor viejo para poder leerlos. Y en cuanto a ellos, ¿por
qué sus estéticas siguen discutiendo en mi aula después de
tanto tiempo? ¿Acaso los preservo en una imagen conge­
lada en esta bodega que es mi aula? (Ellos son cinco do­
cenas de tipógrafos encorvados todavía en las mesas, con
la cerviz inclinada para picotear mejor sus letras.)
¿Qué habrá cambiado desde entonces? Si no se lo su­
po hasta ahora, es posible que ya nadie sepa qué asocia­
ciones podrían establecerse entre comunidad, mercado, li-

¿C óm o leer acaso a algunos, o a cada uno de ellos, en una próxim a visita a


la Librería Argentina?: 1. Diego A n g e l in o , 2. Jorge As(s, 3. Gabriel BA ñ e z ,
4. M arcos Ricardo B arn a t An , 5. A na B a s u a l d o , 6. G . Vicente B a ttista , 7.
Eduardo B e l g r a n o R a w so n , 8. Enrique M . B u m , 9. N icolás C a s u l l o , 10.
M arcelo C o h é n , 11. Susana C o n st a n t e , 12. A lberto C o u s t é , 13. Alina Dia-
c o n ú , 14. José Pablo F ein m a n n , 15. Elvio E. G a n d o l f o , 16. Germ án Leo­
poldo G a r c ía , 17. C arlos G ardint , 18. M em po G ia r d in e l u , 19. Fem ando
d e G io v a n n i , 20. Gerardo M ario G o l o b o ff , 21. Liliana H e e r , 22. Liliana
H e k e r , 23. Leandro K a t z , 24. Vlady K o c ia n c ic h , 25. G regorio K o h o n , 26.
A lberto L a g u n a s , 27. A lberto L a is e c a , 28. H éctor L a s t r a , 29. M ay Loren­
zo A l c a l A, 30. Jorge M a n z u r , 31. Juan M a r t in i , 32. Juan C arlos M a rti ni
R e a l , 33. A ntonio d a l M a s e t t o , 34. Blas M a t a m o r o , 35. Enrique M e d in a ,
36. Tununa M er c a d o , 37. Eduardo M ig n o g n a , 38. Leonardo M o l e d o , 39.
M iguel Ángel M o l f in o , 40. Federico M o r e y r a , 41. Sergio M u le t, 42. M a­
rio “Pacho” O ’D o n n e l, 43. Antonio O v ied o , 44. B asilia P apa stam atiú , 45.
M arcelo P ic h ó n R jv ie r e , 46. Ram ón P la z a , 47. Rodolfo R a b a n a l , 48. Rei­
na R offé, 49. Horacio Romeu, 50. Edgardo R usso, 51. F em ando S á n c h e z
S o r o n d o , 52. C ésar G uillerm o S a r m ie n t o , 53. M ario S atz , 54. Ana M aría
S h ú a , 55. O svaldo S o r ia n o , 56. Fem ando S o r r e n t in o , 57. M ario S z ic h -
m a n , 58. Javier T o r r e , 59. Luis W a in e r m a n , 60. R icardo Z e l a r a y á n .

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teratura y vida para preservarlos para siempre en esta es­
pecie de sueño de un anónimo lector de todos ellos.

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XI
El fantasma de la obra

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Q ué representación haré acá arriba, cuando desde la sen­
tina o el sótano de este barco Luis Chitarroni mueva mis
hilos de lector...

A ver. Son las cuatro de la tarde de un día caluroso, y mi


camarote es un revoltijo de los sueños de recién. Salto del
catre y con los “pies de tinta china de la siesta” (Macedo­
nio) corro hacia el ojo de buey para despabilarme y saber
qué hay allá afuera. Un buque vecino ha estallado cerca de
la costa y dejó la arena tristemente llena de petróleo. Un
turista todo vestido de blanco camina feliz y distraído por
la playa negra. Le habré tomado alguna foto con mi cáma­
ra, no sé, porque ahora miro al trasluz el negativo. Y se me

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ponen casi los pelos de punta. Sólo aparece una playa
blanquísima y angelical y, caminando sobre ella, una figu­
ra de muerte toda vestida de negro. Del negativo al positi­
vo va y viene alguien igual pero diverso. ¿En cuál de los
dos está, si es que alguien está? ¿De qué lado leo yo esas
siluetas?
Otra vez Macedonio: “Aquel que por el camino que la
siesta hace blanco aléjase moviendo ante sí las manos co­
mo se camina en la noche, en las contraluces interiores a
la mucha luz es visto sin Figura, transparente”.

Los personajes de Chitarroni1 ya ni siquiera parecen


formaciones discursivas: ahora se deshicieron en el res­
plandor del estilo. Son (y, por tercera vez, Macedonio)
una especie de no-existentes caballeros, pero llenos de
presencia.
Du Bos, escritor siempre empeñado en el fracaso, flir­
tea con los límites de su evanescencia en el mercado li­
terario de su tiempo. Junichiro Tanizaki vierte al japonés

1 Luis Chitarroni, Siluetas, Buenos Aires, Juan Genovese Editor, 1992.

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moderno una vieja novela de la señora Murasaki y com­
pone en japonés moderno una novela equivalente a ésa.
¿Cuál se viste de negro y cuál de blanco en las fotos pa­
ralelas que tengo de Pierre Menard y Cervantes? La calí-
grafa japonesa Izumi escribe un Diario que tiende a cero,
con muy poco aporte de recuerdos y, además, extrañada
de sí en una 3* persona (del singular; para colmo, la tra­
dición atribuirá a otra persona ese Diario). La breve vida
de Büchner sólo es capturable en un relato que funciona
como sustituto de su inexistente autobiografía. Y Sousán-
drade está, casi, a punto de ser una invención de sus dis­
cípulos.

Lo “kafkiano” o lo “borgeano” son adjetivos o atributos


atribuibles a Kafka o Borges. Pero qué decir cuando es un
sustantivo el que emerge de un apellido. Desde la misma
tapa, el título de este libro remite a Etienne de Silhouette,
aquel severo Ministro de Finanzas que dibujaba a los con­
tribuyentes del Estado como contornos en un pizarrón. Su
nombre propio creó una Francia hecha de millones de “si­
luetas”. Y desde ese título sustantivo el libro crea aquí

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
“nombres propios”. El seudónimo y el heterónimo en tor­
no a Italo Svevo y hasta el apócrifo o el directamente in­
ventado ocupan distintas posiciones en la galería. Albert
Giraud no es Albert Giraud sino ¿Albert Giraud? (¿Aquí
no hay nadie?) “Elie Faure” será sólo una excusa para des­
cubrirlo como referente. Del fondo del retrato borroso de
Max Beerbohm llega, como pentimento, su inconfundible
y definido personaje Enoch Soames. En cuanto a Oliver
Gogarty, qué decir: “Nunca estaba tan presente como
cuando no estaba”. Charlotte Mew se adivina en una bio­
grafía donde su biógrafa, Celina Hedstrum, termina con­
vertida, al fin y al revés, en nuestro objeto de atención.
(Aquí viene el que se va.)

Oscar Wilde lo aprobaría: Chitarroni da una descripción


exacta de lo que nunca ocurrió. O así vendría a sostenerse
el comentario sobre Benjamín Constant: “Lo lejano e in­
cierto puede también no ocurrir”.
En el extremo de su propuesta, Chitarroni escribe so­
bre alguien (Delgamo) al que nunca leyó; ¿también lo vir­
tual? En el sótano de una casa que de tan bella es casi in­

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visible, Joseph Cornell fabrica bellos objetos sin nin­
gún uso ni valor. Hacer de la m entira una cosa creíble
es, en el caso de Ford Madox Ford, una verdad propia
de la literatura. Y de esa verdad se apropiará Ford pa­
ra disimular su vida de gran embustero. A William Ger-
hardie Chitarroni lo descubre gracias a las enseñanzas de
un buen amigo, Víctor Eiralis, quien le da pruebas feha­
cientes de la existencia de ese improbable escritor ruso.
Pero al final el único improbable será el propio Eiralis.
(Aquí el que estaba se fue.) Y otro ruso, Andrei Bieli,
practica a tal punto el arte de la fuga que se parece a un
arquitecto. Él, por ejemplo, respondiendo a la extraña
nomenclatura de Moscú, llama a una Avenida una Pers­
pectiva. Es decir, un trazado puro por el que no camina­
rán los rusos sino sus maquetas (siluetas).

Chitarroni mueve mis hilos. Logan Smith “se equivoca de


error”, y esa torpeza me alucina. Infinita, la narrativa de
Eadward Muybridge podría comprimirse a un instante o,
quizás, a una “instantánea” o foto. En medio de dos perso­
najes inventados aparece de pronto G.M. Hopkins como un

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jesuíta de carne y hueso, créase o no. (Aquí el que falta es­
tá.) Miguel Torga deshace a sus criaturas de un soplo, mien­
tras recita a Santa Teresa de Ávila: “El babeo de asco de mi
nada”. Y otra vez: “El babeo de asco de mi nada” -es su leit­
motiv-. Por último, vida y obra de Amo Schmidt se resuel­
ven ambas en ese objeto zen que es pasar desapercibidas,
inadvertidas para el mundo. (Aquí el que es nada está).

D isolución, equívoco, mentira, malentendido, fuga, fal­


ta... Contra el tenue resplandor que se filtra por el ojo
ciego de buey de mi camarote, sigo leyendo Siluetas al
trasluz. Leo este libro con una emoción de lector (e-mo-
tion: moverse hacia afuera, salirse de sí) que me hace
saltar del catre y correr atemorizado a ver qué veré aho­
ra en la costa. En la costa, ahora, veré que todo se llenó
de niebla: ya no existe playa, ni hombre de negro, ni pe­
tróleo en positivo o negativo; ni tampoco la muerte feliz
vestida de blanco. No sé. Lo único que ocurre ocurre
aquí, adentro de este libro lleno (por última vez, Mace­
donio) de gente sin figura. Y nuevamente confirmo que
la literatura es posible porque la realidad es imposible.

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
XII
¡Quién vive! ¿hay alguien
en la Biblioteca de Babel?

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Un a p o t e g m a de los años ‘20 afirma que Argentina le re­
galó a Inglaterra las inmensas pampas y que, a cambio,
Inglaterra la dotó de cierto carácter insular, aislado, en el
conjunto de la América hispana. Raúl Scalabrini Ortiz
formulaba por aquella época el mismo dilema: “Europa
absorbe el trigo de las pampas y nosotros algunas ideas
de Europa. No sé quién sale ganando”.1 Después, cinco
décadas después en esa isla lejana, Osvaldo Lamborghi­
ni proponía recuperar una Casta del Saber y de la Len­
gua,2 como moneda de identificación para un país iluso­
rio sin límites geográficos ni entidad jurídica alguna.
Literatura llegada entonces de cualquier parte, y

' R evista M artín Fierro, n° 42, B uenos Aires, 1926.


2 Se refiere a M acedonio, G irondo y Borges. Cfr. R evista Literal, n° 2/3,
Buenos Aires, 1975, pp. 60 y 61.

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orientada al vacío. En su voracidad de lectura mucho le
está permitido. Desde aquel discurrir de un imaginario si­
niestro en Gustavo Nielsen3 a esta forma de escribir la fie­
bre y el delirio en Wasabi* (Alan Pauls). De ese tipo de re­
lato emblemático, el antiquísimo ¿definitivo? dibujo que
una memoria de niña traza en los libros de Cristina Sisear,5
o bien de la ignota presencia de un cuerpo de lengua muer­
ta -el latín-, verdadero cuerpo del delito de una novela po­
licial quién sabe si en clave sajona o rioplatense y “blan­
da”, a la latina (C.E. Feiling)6 a la delicada operación que
en Esther Cross7saca al Naturalismo de su cárcel artificial
para hacerlo pura naturalidad del narrar. O bien puro si­
mulacro de naturalidad en ese fraseo un poco distante y
extrañado de sí de Matilde Sánchez8 que, vuelta y vuelta
de tuerca, al narrar hace de sus cosas un artificio creíble.

E stos escritores un poco están de regreso, como si en

JCfr. Playa quem ada, B uenos A ires, Alfaguara, 1994.


4 B uenos Aires, Alfaguara, 1994.
5Cfr. Los efectos personales, Buenos Aires, de la Flor, 1994; La som bra del
jardín, B uenos Aires, Sim urg, 1999.
6 Cfr. El agua electrizada, Buenos Aires, Sudam ericana, 1992.
7 Esther C ross, La divina proporción, B uenos Aires, Em ecé, 1994.
* Cfr. M atilde Sánchez, La ingratitud, Buenos Aires, A da Kom , 1990; El
dock, Bs. As., Planeta, 1993.

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ellos se tratara del impensado arte de inventar ruinas. Pa­
sa la vida reciente, sí (los años del horror privado y el
crimen de Estado, algún eco de la guerra de Malvinas),
pero siempre que choque contra el muro ancestral de la
fabricación literaria. Ese efecto de rebote que lo transfor­
ma todo y lo devuelve con una imperceptible cirugía
plástica, un lifting que mientras le da nuevo rostro al re­
lato parece, incluso, que va cambiándole su figura a la
propia realidad.
Y la tradición, ¿adónde quedó? Sólo en una operación
de amor que transmigra. Aunque ahora ese acto de amor
no es sangriento, porque nadie aplicará en los demás, pa­
ra perpetuarse, el colmillo doloroso de un Drácula o la
curiosidad de vampiro de un Cronista de Indias.
En el caso de ellos, sólo hablaremos del sistema del
indolente flujo de ciertos procedimientos comunes, fra­
seos, prosodia: maneras grupales de entonar. Apoyos
mutuos, en fin. Costumbres de un país donde el escritor
siempre se vio sometido a los vientos salvajes y a la in­
temperie de la pampa, a la desprotección feroz del Esta­
do (el lobo feroz). Alguien que, para sobrevivir, tuvo en­
tonces que hacerse solidario en su oficio; así como el ri­

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co y el pobre iban a intercambiarse papeles, enseres, ¿pa­
pas? en los ghettos de Lodz o de Varsovia.9

S a l v a je o como sea, también ese mercado podría explicar


ciertos ecos, ciertos residuos de morbidez encubiertos tras
el manto discreto de la prosa tersa y transparente de Amo­
res brutales (Carlos Chemov), y de allí a la delicada pues­
ta en obra de la masturbación y la escritura como una mis­
ma, desesperada canción de ausencia en Prólogo anotado,
de Federico Jeanmaire.10 O cierto imaginario que con iro­
nía, nervio y juego dibuja personajes tan veloces como el
tiempo mismo que habitan, primero en Laura Ramos" y,
después, con otra lírica, en Cecilia Szperling.12 Y que re­
viven en la obra todavía inédita de Juana Guaraglia.13 Y

9 Nos rem itim os a un escritor que, porque jam ás recibió dineros del Estado,
jam ás se pudo pensar concesivo y deferente sino diferente del Estado. ¿Un
escritor vs, un estad o ...? Para retom ar a Scalabrini O rtiz, “no sé cuál de los
dos sale ganando”.
10 C arlos C hem ov, A m ores brutales, Buenos A ires, Sudam ericana, 1993;
F ederico Jeanm aire, Prólogo anotado, Buenos A ires, Sudam ericana,
1993.
11 B uenos A ires m e m ata, Bs. A s., S udam ericana, 1993.
11E l fu tu ro de los artistas, B uenos Aires, de la Flor, 1997. (A propósito de
im aginario, nervio, m ontaje y ju eg o , ver el relato “M i vida en el teatro”).
15 O xi Bithue, m anuscrito. (A partir de iguales personajes, G uaraglia pre­
figura una B uenos A ires del año 2020 rescatada de los desechos del pre­
sente.)

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está también cierta aceptación como dudosa y paranoica
de la realidad, al punto de desconfiar de ella y romperle la
garganta para escuchar después sus vagidos y la extraña
música de sus cuerdas vocales rotas -cfr. Martín Kohan,
Muero contento.'* O la paradoja límite de esa narrativa
que desarrolla los hilos de una historia concreta y puntual
mientras sólo va practicando, línea a línea, el arte de la di­
gresión -esto en Damián Tabarovsky-.13 O la literatura co­
mo materialización del fantasma de la literatura en las in­
venciones de Pablo De Santis,16 en ese encuentro entre
Gombrowicz y José Bianco (o entre ficción y reflexión)
que Guillermo David encama indiscerniblemente de am­
bos lados a la vez,17 y en el más reciente autor de esta se­
rie: Marcelo Damiani, El sentido de la vida,'* donde un
poco habremos perdido identidad porque la arquitectura
del espacio es otra y nos corre siempre de lugar.

14 R osario, B eatriz V iterbo, 1994. (N uestro m etafórico com entario se fo­


caliza en el cuento “L engua y literatura.”)
15 Las hernias; en prensa.
“ Entre tantas, apenas citarem os Las plantas carnívoras (1995), Enciclope­
dia en la hoguera (1996), La traducción (1998), Filosofía y Letras (1999)
y El arte de la mem oria (2000).
17 Cfr. Witoldo o la m irada extranjera, Buenos Aires, C olihue, 1998.
'* B uenos Aires, A driana H idalgo editora, 2001.

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Epílogo

A lred ed o r d e la

M ESA PATERNA

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Vengo por última vez de aquel congreso de narradores,
¿en qué lugar era?, muy cerca de las playas de Mar del
Plata adonde el barco encalló esta vez. Y entresacando al­
go de todo lo mucho que escuché vuelvo a confirmar que
las cosas de la literatura no se pueden despegar del proble­
ma de la traducción, ni éste de aquéllas ni ésas de éste, en
una especie de simbiosis que es el más clásico escenario
para angustiarse tratando de recuperar el eterno asunto de
la identidad. ¿De qué padre y de qué madre viene la lite­
ratura rioplatense? El barroco cubano, es claro, podría
prescindir de este debate nuestro para asumirse indiferen­
te en una pregunta apenas metafórica: ¿qué origen? “Por­
que escribimos aquí, somos tan original y copia de Euro­
pa como ella es nuestra propia traducción.” Ese carácter
-lo llamaríamos: transexual- de cierta literatura del Caribe

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vuelve como eco, pero acá en su opuesto. Acá siempre ha­
brá alguien que persigue al padre único, el centro de me­
sa alrededor del cual se van distribuyendo roles y jerar­
quías: avales; herencias.
Semejante búsqueda de un principio la ha manifestado
el Congreso en una multitud de asuntos, desde el naci­
miento libresco de lo exótico en lo argentino hasta la dis­
tinción entre exótico, extraño y extranjero. La constitu­
ción familiar de nuestra literatura, que no es sino la cons­
titución de esa mesa redonda final en la que todos anda­
ban tras aquel padre perdido. El terror que produce no po­
der recordar muy bien cuáles eran los mandatos de ese pa­
dre, qué órdenes de sobrevivencia de la letra nos transmi­
tió. La indiferencia por aquello que tenga que ver con
nuestra madre -total, el alimento natural no se piensa, es
transparente; no se lo ve-. Así, durante varios días, se ha­
bló al pasar de España y Francia de una manera casi elu­
siva o superada. La indiferencia, en fin, por las muchas
que puede ser esa madre, llámese también Polonia (tantas
veces como se mencionó a Gombrowicz) o Irlanda (tantas
como a Joyce). Lo que confirma el rasgo patrilineal según
el cual hemos calculado el sistema de cortes y diferencias

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con la tradición que nos permitiera apoderamos de una in­
terpretación creíble hacia el futuro.
Esa angustia ha generado algunas discusiones sobre la
situación del mercado actual y sobre cierto repliegue de la
literatura, en algunos casos formulada como preocupación
y en otros como desesperación. Es decir, todo lo que ocu­
rre típicamente entre hermanos alrededor de la mesa pa­
terna. Por último, esta preocupación por el mercado ha ge­
nerado, a su vez, discursos en los que naturalmente nadie
tuvo tiempo de dar cuenta de sí como escritor.

En ese olvido de cada uno (una especie de laguna lírica) es


posible aceptar con ellos que el mercado sí sea Todo, tal vez,
sí pero sólo si no se confunde con ese discurrir hegemónico
que se sobreimprime a él en la forma del altoparlante o la di­
fusión masiva. En otras palabras, tal vez sólo Mecenas po­
dría ser todo el mercado, tan emblemático y eficaz como
para compactar él -en su única oferta personal- millones de
bolsillos de lectores, ventas, cifras, medios, transpiración
pública. Acaso esto lo sabía ya el Góngora palaciego cuan­
do le dedicaba las Soledades completas al solo duque de
Béjar: su solo mercado.

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No sobrevive nada de ese Congreso, salvo la imagen de
una perdida Librería contra cuyo fondo de polvo todos
quedamos retratados. Para teñir por última vez de rojo esa
imagen: todos los hijos o nietos de Drácula que están dur­
miendo de día en los nichos de aquellos anaqueles y se
despiertan y continúan, de noche, la historia de amor de la
literatura argentina. Una pesada biblioteca que se identi­
fica en lo infinito con su propio proyecto. Algo tan ances­
tral que sigue y sigue programando a los escritores en su
inacabable deseo. Dicho esto en la forma más simple de
una pregunta ritual, ¿cómo emergerá cada uno de entre los
restos o desechos del sistema narrativo para cumplir, si­
multáneamente, la triple utopía: 1) organizar ese sistema
de otra manera; 2) contarse mejor a sí mismo; 3) darle al
relato otro giro de loca verdad?

Buenos Aires, 2002

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Ín d ic e

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I
Lunáticos, 11

n
Somos la rabia, 15

m
El corte, 25

IV
Modernos, 33

V
Cuánto cuesta la letra, 39

VI
La Librería Argentina, 51

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U N IV E R S IT Y O F M IC H IG A N
vn
Antología, 57

vra
Formaciones discursivas, 63

IX
Borges por Macedonio, 73

X
Los ruidosos sesenta, 83

XI
El fantasma de la obra, 91

XE
¡Quién vive! ¿Hay alguien
en la Biblioteca de Babel?, 99

Epílogo
Alrededor de la
mesa paterna, 107

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La librería argentina
de
Héctor Libertella
se terminó de imprimir
en
marzo de 2003
Córdoba - Argentina

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