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Los dos libros de Dios

Carlos Mesters

En el aula, la profesora pregunta: “¿Cuál es el libro más importante que Dios escribió?”
Casi a coro los niños responden: “La Biblia!” . ¿Respuesta correcta?

I. Los Dos Libros de Dios


Decía San Agustín: Dios escribió dos libros. El primer libro no es la Biblia,
sino la creación, la naturaleza, la vida. Es por el Libro de la Vida como Dios
quiere hablar con nosotros. Dios creó las cosas hablando. Dijo: “¡Luz!”. Y la
luz comenzó a existir. Todo lo que existe es la expresión de una palabra divina.
Cada ser humano es una palabra ambulante de Dios. ¿Tenemos consciencia
de eso? Mucha gente mira la naturaleza y no piensa en Dios. Ya no nos damos
cuenta de que estamos viviendo en medio del libro de Dios y de que somos
una página viva de ese libro divino. Agustín dice que fue el pecado, o sea,
nuestra manía de querer dominar todo y de pensar que somos dueños de todo,
lo que nos hizo perder la mirada de la contemplación. Ya no conseguimos
descubrir cómo Dios está hablando en el Libro de la Vida.
Por eso -así lo decía Agustín-, Dios escribió un «segundo libro», la Biblia. No
fue escrita para sustituir al Libro de la Vida. Al contrario. Fue escrita para
ayudarnos a entender mejor el Libro de la Vida y a descubrir en ella las señales
de su presencia amorosa. La Biblia -decía también Agustín- nos devuelve la
mirada de la contemplación y nos ayuda a descifrar el mundo y a hacer que el
universo se torne nuevamente revelación de Dios, y vuelva a ser lo que es: “el
Primer Libro de Dios”.
¿Cómo fue escrita la Biblia? ¿Cómo lo hizo Dios? El texto de la Biblia no cayó
listo ya, del cielo. Nació poco a poco, a lo largo de los siglos, como fruto de
un demorado proceso de interpretación de la vida, de la historia, de la natura-
leza. Impulsado por el deseo de encontrar a Dios, el pueblo fue descubriendo
las señales de la presencia divina en la vida, y las trasmitía para las generacio-
nes siguientes. Al final, acabó escribiendo sus descubrimientos en un libro.
Ese libro es la Biblia. La Biblia trae el resultado de la lectura que el pueblo he-
breo hizo de su vida e historia. El Segundo Libro de Dios, como decía Agustín,
le ayudó a descubrir el hablar de Dios en el Primer Libro...
Todo esto ocurrió con el Pueblo de Dios del que nosotros los cristianos so-
mos herederos. Pero nosotros no somos los únicos que sienten en el corazón
la búsqueda de Dios. Lo mismo ocurría y continúa ocurriendo con los pueblos
de Asia y de África, con los indios aquí de América Latina, con los pueblos de
Europa. Todos los pueblos de todas las culturas y religiones, a lo largo de su
historia, fueron descubriendo los rasgos de Dios dentro del Libro de su Vida.
Como el pueblo hebreo, todos ellos buscaban formas de expresar sus creen-
cias y convicciones en ritos y doctrinas, en historias y normas, en libros y tem-
plos, en celebraciones y oraciones, en imágenes y símbolos de Dios, para que
no se perdiese la riqueza de esta sabiduría acumulada a lo largo de los siglos.
No se trata aquí de que un pueblo piense que su tradición religiosa sea mejor
que la de los otros, ni de que un pueblo quiera convertir a otro a su religión.
¡No! El año 2000, en Jerusalén, hubo un encuentro de oración por la paz en el
que participaron los tres representantes máximos de los judíos, de los cristia-
nos y de los musulmanes. Estaban allí el Gran Rabino de los judíos, el Papa y
el delegado del imán supremo de los musulmanes. Los tres representaban ¡más
de tres mil millones de seres humanos! Cada uno hizo una breve exposición
sobre el significado de aquel encuentro. Juan Pablo II dijo algo bien sencillo y
muy importante: Estamos aquí no para convertir al otro a nuestra religión,
sino para aprender unos de otros cómo alabar a Dios, cómo servir al prójimo
y cómo defender juntos la Paz, y para nunca utilizar la fe para legitimar guerras
ni masacres.
II. El gran desafío
En toda la historia de la humanidad, nunca hubo una época con tantos cam-
bios en tantos niveles diferentes y en tan poco tiempo como en estos últimos
cien años. La ciencia está revelando cosas nuevas del Universo, en el Primer
Libro de Dios, cosas que ni nuestros antepasados, ni San Agustín podría ima-
ginar o sospechar. Por eso, la concepción que tenemos hoy del Universo es
radicalmente diferente, por ejemplo, a la del tiempo en que se hizo la descrip-
ción de la Creación en el libro del Génesis.
Antiguamente, pensábamos que la Tierra era el centro del Universo. Hoy des-
cubrimos por la ciencia que la Tierra no pasa de ser un grano de arena en me-
dio de montañas inmensas, de una gota de agua en medio de un océano. El sol
no pasa de ser una pequeña estrella, perdida en la periferia de nuestra galaxia.
Hoy, así parece, quien está ayudándonos a descubrir mejor las cosas de Dios
en el Libro de la Naturaleza, ya no es la Biblia, como enseñaba Agustín, sino
las investigaciones científicas. Por eso, mucha gente pregunta: entonces, ¿qué
hacer con la Biblia y su cosmovisión obsoleta? ¿Cómo puede ayudarnos a in-
terpretar este Universo inmenso que la ciencia desvela ante nosotros? Muchos
ya no consiguen leer la Biblia y creer en lo que dice y enseña. Cada vez que
leen un trecho de la Biblia, les viene la pregunta incómoda: ¿sería así realmen-
te?
Aquí vale la pena retomar una palabra de Clemente de Alejandría (siglo IV)
que decía: “Dios salvó a los judíos judaicamente, a los griegos, griegamente, a
los bárbaros, bárbaramente”. Y podemos añadir: a los brasileños, brasileña-
mente, y a los latinos, latinamente, etc. Así como los judíos, los griegos y los
bárbaros, cada uno en su tiempo y en su cultura, a través de la constancia de
su fe y en medio de muchas crisis, fueron capaces de descubrir las señales de la
presencia amorosa de Dios en sus vidas, así nosotros somos desafiados hoy a
descubrir la misma presencia divina dentro de la nueva situación en que la his-
toria y la ciencia nos han puesto.
Así como la ciencia en estos últimos cien años nos ha ayudado a leer mejor el
Libro de la Naturaleza, así debemos usar la ciencia para leer e interpretar la
Biblia. No podemos tomar al pie de la letra las historias de la Biblia sobre el
origen del mundo, como si todo hubiese ocurrido exactamente así. El funda-
mentalismo es enemigo de la verdad. Debemos procurar descubrir la intención,
el hilo conductor, las convicciones de fe que en ellas se expresan. Decía Pablo:
“La letra mata, el Espíritu es lo que da vida a la letra”.
Y no es sólo eso, hay más -y aquí llegamos al gran desafío-. Más allá del texto
bíblico, más allá de las doctrinas, los dogmas, las imágenes tradicionales de
Dios, incluso de las conclusiones bonitas y revolucionarias de la ciencia de hoy,
hay en los pueblos una fe pertinaz que siempre renace, incluso cuando queda
sofocada por una ciencia que, a veces, pretende ser infalible, o por un dogma-
tismo que, muchas veces, se considera dueño de la verdad. Se trata de una in-
tuición mística, anterior a todo lo que hacemos en la ciencia o en la religión.
Es una voz silenciosa, frágil, sin palabras, que sube del fondo del inconsciente
colectivo de la humanidad y nos dice: Dios existe, está con nosotros, nos oye;
de él dependemos, “en él vivimos, nos movemos y existimos. Somos de la
misma raza de Dios” (Hch 17,28).Y Agustín respondía: “Nos hiciste para ti, y
nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti!”
Todas las religiones tratan de dar una respuesta a este anhelo profundo del co-
razón humano, que tiene razones que la misma razón desconoce. Hoy, más
que nunca, con cada nueva generación, vuelven esas mismas preguntas: ¿por
qué existimos? ¿Quién nos hizo? ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? Ciencia y
fe deben ayudar a buscar la respuesta. Este es hoy el gran desafío o misión de
los dos Libros de Dios.
III. La esperanza que nos anima
El pueblo de la Biblia consiguió descubrir la presencia de Dios en la vida y en
la naturaleza. Decían: “El cielo manifiesta la gloria de Dios” (Sl 19). Admira-
ban la grandeza del Creador y cantaron la belleza de la Creación en salmos
como el 8, 19, 46, 104, 136, 139 y 148.
Estos salmos nos dan una idea de lo que significaba para el pueblo oprimido
del destierro la fe en el poder creador de Dios. Pues en la lectura del Libro de
la Vida, no se trataba sólo de obtener informaciones sobre lo que ocurrió en el
pasado, en el origen del mundo. Se trataba, sobre todo, de saber quién era el
Dios que estaba con ellos allá en el exilio, en lo más hondo del pozo, en aque-
lla oscuridad sin luz, en aquel desánimo sin futuro... El redescubrimiento de la
presencia creadora de Dios en su vida fue como la resurrección del pueblo que
iluminó la vida y la misma naturaleza.
Esta fue y continúa siendo la ayuda que la Biblia, el Segundo Libro de Dios,
puede, quiere y debe dar para que podamos comprender mejor el Primer Li-
bro de Dios, el Libro de la Vida. Y esta ayuda depende no sólo de la investiga-
ción científica, sino también y sobre todo de la renovación interior de nuestra
fe y del testimonio comunitario de la Buena Noticia de Dios que Jesús nos tra-
jo.
Mucho más que los judíos, los griegos y los bárbaros del pasado, tenemos hoy
nosotros razones de sobra para decir: “Señor nuestro Dios, tu presencia
irrumpe por toda la Tierra. El Universo entero canta tu gloria!”. Más que nun-
ca somos invitados a retomar el Segundo Libro de Dios para, por su medio,
(1) redescubrir la presencia amorosa y creadora de Dios en todo lo que existe,
y (2) redescubrir en los descubrimientos increíbles de la ciencia la revelación
de Dios en el Libro de la Vida.
La ciencia y la fe, si son verdaderas, nos llevan a ser humildes, a no pretender
que nuestra religión sea mejor que las otras religiones. Ellas nos ayudan a pro-
fundizar nuestra manera cristiana de experimentar a Dios en la vida y en la na-
turaleza para que podamos expresarla y compartirla con los otros que piensan
diferente de nosotros y, así, enriquecernos mutuamente. En este compartir, tal
vez lleguemos a tener la misma experiencia que Jesús tuvo en contacto con al-
guien de otra raza y otra religión: “Les aseguro que en Israel no he encontrado
tanta fe” (Lc 7,9). Jesús aprendió de un pagano.
Volvamos a la pregunta de la profesora: ¿Cuál es el libro más importante que Dios escribió
para nosotros?
Carlos Mesters
São Paulo SP, Brasil  

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