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ESTUDIO DE CASO: NIÑA DE 9 AÑOS CON ACROMATOPSIA

Irene vive a todo color, aunque solo ve en blanco y negro

Tiene cinco años y padece desde que nació acromatopsia, una enfermedad rara, crónica y

no degenerativa que afecta al sentido de la vista

El movimiento incontrolado de los ojos, la fotofobia, la baja visión y la falta de capacidad

para diferenciar colores son los cuatro síntomas que permiten detectarla

Un test genético es esencial para poder diagnosticar este trastorno retiniano que afecta a

una de cada 30.000 personas en España

“Irene será lo que quiera ser”. Lo dice con orgullo Pedro, su padre. Y nadie lo duda.

Porque a sus cinco años, Irene consigue todo lo que se propone. Es una alumna aplicada. Monta

en bicicleta. Se calza con frecuencia los patines en línea. También le encanta correr y destaca por

su velocidad. Nada la frena. Ni siquiera la acromatopsia.

Pocos saben lo que hay detrás de esa palabra. Irene, sí. Desde que nació. Es una

enfermedad rara, congénita y no progresiva. Afecta a uno de los sentidos básicos y, quizá, al más

importante, al de la vista. Irene no puede ver los colores. Por eso su vida transcurre como en las

películas antiguas, en blanco y negro. Pero lo peor no es eso. Es extremadamente sensible a la

luz. Tiene fotofobia. De ahí, que vaya siempre con unas gafas tintadas que usa tanto dentro como

fuera de casa. Además, para distinguir todo lo que le rodea, tiene que, como ella dice, "estar muy

cerquita". Su visión es muy reducida.


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Un test genético, clave para el diagnóstico de la acromatopsia

El trajín de médicos empezó para Irene cuando solo tenía tres meses. En una visita

rutinaria a la pediatra ésta se dio cuenta de que movía mucho los ojos. “Nosotros detectamos que

cuando había luz, a la niña le molestaba”, nos explica su padre. Le detectaron lo que se conoce

como nistagmus o movimiento incontrolado de los ojos.

Eso provocó que la derivasen a oftalmología. También a neurología. Luego a

psicomotricidad. Después de muchas pruebas, nadie les daba respuestas. No sabían qué era lo

que le ocurría. “Nos decían que la niña no veía bien. Le levantábamos las persianas, le

encendíamos las luces pensando que así vería mejor. Pero ella se irritaba, siempre se daba la

vuelta para ponerse de espaldas a la luz”, asegura Pedro.

Con nueve meses acudieron a otra doctora. Ella fue quien dio con la clave. Descubrió que

Irene era fotosensible. Por eso, le proporcionó unas gafas con filtros que le quitaban hasta un

60% de las ondas de luz. “Ahí ya notamos una mejoría espectacular”, cuenta su padre. Las

respuestas llegaron después de un test genético, esencial para diagnosticar la enfermedad. Ahí,

por primera vez, escucharon la palabra acromatopsia. “Cuando nos dieron los resultados, hasta

nos alegramos. Supimos de qué manera podíamos ayudarla y nos enteramos, también, de que no

era algo degenerativo”.

“No distingue la luz de los semáforos. Sabe que cambia de color por el destello”

El sol se asocia al amarillo. El campo al verde. El mar al azul. Pero los que sufren

acromatopsia son ciegos a los colores. Ven en blanco y negro, en una escala de grises. Y

esto, en un mundo donde todo está codificado en color, les acarrea problemas. “En un

semáforo no distinguen la luz verde sobre el fondo negro. Saben que cambia de color
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únicamente por el destello. En el típico “su turno” de la pescadería no ven el número rojo

sobre el marcador. Tampoco las letras que hay en los luminosos de los autobuses. Para

ellos, un rojo, un negro o un azul van a ser iguales”, nos cuenta Pedro. Por eso, todas las

pinturas que Irene usa en la escuela llevan escrito el nombre del color.

Utiliza también gafas con diferentes filtros. Cuanta más claridad, más molestia siente y

más alta debe ser la protección. “Cuando está expuesta a la luz nota lo mismo que cuando

nosotros vamos conduciendo, nos da el sol en la cara y no sabemos distinguir si tenemos otro

coche delante”, explica. Además tiene baja agudeza visual. Para leer debe 'pegarse' a los libros.

“A un metro de distancia, no es capaz de ver una letra de 15 centímetros. Ella, por ejemplo,

asocia a sus amigos del cole por cómo caminan, por cómo tienen el pelo", cuenta. Por eso, en la

escuela hace sus fichas con un rotulador grueso.

Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, para Irene no existen barreras. Va a un colegio

ordinario. Corre y juega en el patio como los demás. Se tira del tobogán y se sube al columpio.

“Como son personas que han nacido con ello, se adaptan muy rápido. Con más esfuerzo y

concentración que los demás, buscan cómo sacarse las castañas del fuego”, dice su padre.

Se calcula que una de cada 30.000 personas tiene la enfermedad en nuestro país. Eso,

estadísticamente, supone unos 1.300 casos. Sin embargo, muchos están sin diagnosticar. “Somos

muy poquitos. Únicamente 37 afectados. Es un trastorno que, incluso, no saben determinar bien

los oftalmólogos. A veces la etiquetan como una simple distrofia de retina”, dice Marta

Gonzalvo, presidenta y madre de Sol, una niña también afectada.


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Desde la asociación luchan por naturalizar la enfermedad, que se conozcan los síntomas y

facilitar así una detección precoz que evite el sufrimiento que muchos padres han pasado al no

saber qué les sucedía a sus hijos.

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