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Propósitos:
Actividades:
-Preguntar para conocer las ideas previas de los niños … ¿qué es el fútbol?
(¿Ustedes juegan al fútbol, lo ven en la tele, de qué equipo son, ¿qué otros
equipos conocen? ¿Qué se necesita para que exista un partido de fútbol?
¿Cómo se puede improvisar?
¿Qué es el mundial? ¿Dónde se juega? (intentar tomar la idea de que muchos
países juegan en un país que los recibe y se eligió en el mundial anterior) ¿de
dónde son los países que juegan? Notar si los países le suenan por algo (la tele,
un viaje, de donde vinieron abuelos, un libro…)
-Para elegir que animal representaría el mundial, se llevo a cabo una votación
entre estos tres tipos de animales,
-La docente les pedirá a los alumnos, que clasifiquen estos tipos de animales,
según el grupo que correspondan en el reino animal.
- Coloreamos la mascota.
- Inventar una historia a partir de este personaje.
Aunque casi siempre había algún problema entre unas hormigas y otras, aquella
vez las cosas habían llegado demasiado lejos, así que se organizó una reunión
de hormigas sabias. Estas debatieron durante días cómo resolver el problema
de una vez para siempre, hasta que finalmente hicieron un comunicado oficial:
"Creemos que el que todas las hormigas de un equipo sean iguales, hace que las
demás actúen como si se estuvieran comparando los tipos de hormigas para ver
cuál es mejor. Y como sabemos que todas las hormigas son excelentes y no
deben compararse, a partir de ahora cada equipo de furmiga estará formado
por hormigas de distintos tipos"
COMO EN EL BARRIO
Con Agripino somos amigos hace muchos años, de pibes, de la época que
mamá nos hacía la pelota de trapo y salíamos a jugar al baldío. Después
de mucho pedir a los Reyes, a su Ángel de la Guarda y a cuanta persona
le preguntara ¿qué querés para tu cumpleaños?, finalmente le llegó a mi
amigo el esperado regalo de manos de su tío: una número 5 de cuero
impecable.
Los primeros días Agripino no la quería prestar, ni él la usaba, la limpiaba
con un trapito y la tenía guardada debajo de su cama. Para mí que dormía
con ella, pero nunca lo confesó porque lo íbamos a cargar toda la vida. Yo
estaba desesperado por jugar con una pelota de verdad, como la de los
jugadores profesionales, así que tenía que convencerlo de que la sacara
que no se iba a engripar.
– Dale che, traé la pelota, dale…Sabés la de amigos que vas a tener,
hasta el Roberto va a querer jugar con vos y vas a poder decidir todo,
pero todo eh, hasta cuánto dura el partido, porque si vas perdiendo te
llevás la pelota y se acabó.
Esas y otras cosas le decía todos los días mientras nos aburríamos
sentados en el cordón y la pelota seguía debajo de la cama. Él también
tenía muchas ganas de jugar con la de cuero, hacía más de siete años que
la pedía, mientras tanto los bollitos de papel, piedritas, cascotes, las
frutas caídas de los árboles…cualquier cosa que encontráramos en el suelo
era una bendición del cielo que nos permitía armar un partido.
Finalmente, después de una de las largas peroratas que le hacía sobre las
bondades de ser el dueño de la pelota, la sacó. Qué tesoro hasta
entonces inalcanzable, brillaba más que el sol del verano, ese que te
enceguece y tenés que cerrar los ojos. Pero nosotros, y no es por
agrandarme eh, podíamos jugar con los ojos cerrados, hasta sonámbulos.
A la pelota no la veíamos, la olfateábamos, la presentíamos. Eso que dicen
que tienen las mujeres, el sexto sentido, eso teníamos nosotros cuando
jugábamos. Del Agripino y de mí les hablo, el resto del grupo era bueno
pero necesitaba ver, nosotros de espaldas al arco sabíamos de qué lado
estaba el arquero, y preveíamos para dónde se iba a tirar. Agripino me
hacía un guiño como si estuviéramos jugando al truco y yo sin mirarlo
-para despistar a los del otro equipo- sabía con absoluta certeza que me
estaba por dar el pase y llegaba a mis pies mansita la pelota, como un
caballo que si lo sube otro corcovea, pero con Agripino y conmigo estaba a
gusto, y no era para menos, después de cada partido la limpiábamos y
quedaba como recién comprada.
Agripino la llevaba siempre debajo del brazo y la acariciaba, como hacen
algunas señoras con esos perritos chiquitos con olor a perfume, que los
llevan a la peluquería, igual, la escena era la misma, si hasta en invierno
mi abuela le tejió una bolsa de lana donde la metíamos. Nosotros
andábamos sin medias, nos tenían que obligar a bañarnos con el agua
helada de la bomba, pero a la Gordi -así la llamábamos- la cuidábamos
como si se fuera a enfermar.
Ni les cuento en un mes la cantidad de amigos que hizo Agripino, incluido
el nariz parada de Roberto y otros que vivían sobre la avenida, que ni
sabíamos sus nombres, pero también venían a jugar. Estaban de incógnito
porque si sus padres los veían jugando con nosotros se les armaba.
Agripino pasó de ser “el piojoso” a “el dueño de la Gordi”, porque todos le
llamaron así a la pelota de cuero.
Armábamos dos equipos bien definidos: los que vivían sobre la avenida y
los de la calle de tierra. Ahora pienso que ganar era más que ganar un
partido, era ganar el asfalto. Los botines y las alpargatas se unían en el
partido y acortaban las distancias.
Mamá estaba extrañada, cada vez que iba a jugar al fútbol me mojaba la
cabeza tratando de dominar mis pelos duros y preguntaba una y otra vez:
– ¿Y también juega con ustedes el hijo del dotor Mamfredi? ¿Y el nene de
la maestra, de la señorita Salvatierra?
– Sí, mamá. Sí mamá -contestaba a desgano sin tener idea de quiénes me
hablaba, mientras ella me peinaba como si fuera mi casamiento.
Lo peor era escuchar las recomendaciones:
– Por favor comportate, no vas a pegar patadas y dejar a alguno de esos
chicos rengo, y ojo con la boca que ya te conozco como sos cuando te
enojás, y si se arma lío te venís para las casas.
– Sí mamá. Sí mamá -repetía suavecito porque si la vieja se enojaba me
quedaba sin jugar.
Las madres de antes y las de ahora se parecen en eso, si se enojan lo
primero que te sacan es el fútbol.
Mamá decía "¿cómo esos chicos que tienen plata para tener muchas
pelotas como esa vienen a jugar con ustedes...?" Ella no entendía que en
un baldío donde le andábamos esquivando a los cardos, los charcos y los
perros era más emocionante el juego.
Fue por esas tardes de siesta y pelota que pasó un episodio por lo que
terminé tomando la Comunión.
El Patas Largas de la Avenida (así los identificábamos: el Rubio, el Pelo
Parado, el Sin Diente…y siempre el agregado “de la Avenida”), propuso que
fuéramos a jugar a la canchita de la escuela que él iba, quedaba como a
veinte cuadras, dijo que no había problema porque los curas a esa hora
dormían la siesta. Y fuimos. Lo que no sabíamos es que teníamos que
saltar un tapial altísimo y era imposible, eso que con Agripino estábamos
más acostumbrados a trepar árboles que a caminar por el piso. El Patas
Largas de la Avenida conocía a la perfección el colegio, nosotros éramos
visitantes.
– Vengan por acá que hay una puertita que a esta hora está abierta
porque traen la mercadería.
– ¿Y por qué entran por acá? –preguntó Agripino
– Porque está el comedor, así que hagan silencio porque nos pueden ver.
Entramos. Sudé más que en los partidos, teníamos que contener la
respiración y hasta era peligroso el ruido de las alpargatas cuando rozan
el suelo.
Valió la pena el terror. La canchita parecía un estadio monumental, de
esos en los que juegan los equipos profesionales, hasta gradas había
alrededor porque -según nos contó el Sin Diente de la Avenida- “acá se
juegan intercolegiales y viene gente de todo el país”. Nosotros se lo
creímos porque in-ter-co-le-gia-les sonó importante, pero no quise
preguntar qué quería decir para no pasar por burro. Con Agripino
estábamos tan asombrados con lo que veíamos que los otros cada vez se
agrandaban más con las explicaciones y ni unos ni otros vimos ni
escuchamos nada, porque la percepción que teníamos con mi amigo solo
funcionaba cuando jugábamos al fútbol. Cuando vi que el Patas Largas se
achicó varios centímetros como para desaparecer entendí que algo pasaba.
– El padre Carlos, estoy muerto –dijo el Patas Largas, que en ese momento
quedó petisito.
Un sacerdote se acercaba haciendo volar la sotana. Cruzó la cancha y se
detuvo en el centro. Nos hizo una seña con el dedo para que fuéramos
hacia donde él estaba. Obedecimos. Me temblaba la panza, sí, sola latía,
como si el corazón hubiera bajado a los intestinos. El cura tenía la espalda
ancha y ojos oscuros. Nos devoró con la mirada y caminó alrededor de
nosotros inspeccionándonos. Cuando pasó al lado del Patas, dijo:
– Mamfredi, Mamfredi.
Así me enteré el apellido y que era el hijo del doctor del que tanto
hablaba mamá.
Después con otro gesto le pidió la pelota a Agripino. Ese momento fue
tremendo, era la despedida de la Gordi, presentíamos que no la íbamos a
ver más. Yo tenía ganas de llorar y a Agripino se le cayeron las lágrimas
cuando la entregó. Él me jura que no, hasta hoy dice que no, pero lo vi,
hasta le temblaba el labio inferior por aguantarse de no llorar a los gritos
como hacen las mujeres, de no suplicar “déjeme a mi Gordi, por favor “.
El cura puso la pelota en el piso y nos miraba desafiante, “y ahora quién
me la saca, quién se atreve” –decía el pie firme sobre la de cuero.
¡Quién se la iba a sacar!, lo que queríamos era irnos por la puerta,
saltando el tapial o volando desde el campanario, pero irnos. Entonces el
Padre Carlos habló:
– Mamfredi, ¿usted fue el de la idea?
– Sí, Padre.
– ¿Y el resto estuvo de acuerdo?
– Sí…sí…-casi inaudible la confesión sin confesionario.
Pensé en todas las oraciones que me iba a tener que aprender, en las
horas que iba a tener que pasar arrodillado en el maíz y todo eso era
mejor a que mi madre se enterara, y el doctor que era el padre del Patas
y la señorita Salvatierra y…todos pasaron por mi cabeza, entonces sentí
un arrepentimiento feroz, una debilidad que me decía “echale las culpas a
los de la Avenida”. Pero la voz del Padre me salvó de ser un traidor.
– ¡Y si han venido a jugar juguemos entonces –gritó el cura- vos Mamfredi
al arco y el que pueda que me saque la pelota!
Un espectáculo celestial se desarrollaba ante mí. El Padre se arremangó la
sotana que volvió a flamear como las banderas en la cancha mientras
gambeteaba como solo en mi barrio sabíamos hacerlo
Este metegol es una excelente idea que encontré, está construido con una caja
de frutillas y envases de yogur bebible. Los niños podrán ayudar a su armado
pintando la cancha y los jugadores.
Estos trofeos están armados con material reciclable: botellas plásticas y potes
de mermelada, dulce de leche o similar. Podrán ver los detalles de su
confección en: http://latartuaraverde.blogspot.com.ar
primero tanteo un poco, visualizo como pueden quedar, y manos a la obra, corto
trozos de plástico duro para ponerle asas a algunas, una vez que me gusta lo
que veo, lo pego con silicona, y le fijo las asas con encuadernadores.
aquí están los futuros trofeos, así que están preparados para una mano de
empapelado, y listos para pintar!!!