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PINCELADAS SOBRE UN

CUADRO DE REMBRANDT

Muchos acontecimientos importantes vamos a celebrar en este año que se aproxima, empezando por
la Apertura del Jubileo Dominicano que ya habremos celebrado cuando salga este “Lazo de Unión”. Tenemos
también la Clausura del Año de la Vida Consagrada, En Valladolid se va a celebrar un Congreso
Eucarístico Diocesano, y además el día 8 de Diciembre, día de la Inmaculada, comenzará el Año Santo de
la Misericordia, con la apertura de la Puerta Santa. Muchos focos sobre los que poner nuestra mirada, y
muchos temas sobre los que poder escribir, sin saber muy bien sobre cuál de ellos hacerlo. Al final me he
decidido por la Misericordia, porque pienso que los resume a todos. La Eucaristía es el sacramento del
Amor, de la misericordia de Dios que ha querido quedarse con nosotros y acompañarnos, como un
peregrino más, en nuestro caminar. ¿Y que decir de Santo Domingo, el hombre que sólo se inmutaba ante el
sufrimiento de los hermanos, el hombre de la compasión, como lo definen los testigos de canonización y
todos los que le conocieron?

Con todo esto por delante quiero detenerme en un cuadro que expresa magistralmente este concepto
de la Misericordia de Dios: “El Regreso del hijo pródigo” de Rembrandt. Todas lo conocemos, porque si no
hemos leído el libro de Henri J.M. Nouwen, seguro que le hemos visto en las bibliotecas de nuestros
Monasterios. Así que vamos a dar unas pequeñas pinceladas a este magnífico cuadro. No para arreglar la
obra del artista, que es inmejorable, sino para entenderla mejor.
UN POCO DE HISTORIA

Rembrandt nace el 15 de Julio de 1606 en Leiden, Holanda. Y muere en Ámsterdam el 4 de Octubre


de 1669. Es uno de los mayores artistas del barroco y, sin lugar a dudas, el mejor pintor holandés. Y
aunque tiene obras famosísimas, como “Lección de anatomía”, “La Ronda de noche”, “La tormenta en el
Mar de Galilea” e infinidad de retratos, (fue un gran retratista) una de las más conocidas últimamente es
este “Regreso del hijo Pródigo”, gracias al libro antes citado.
Este cuadro, fue pintado ya al final de su vida. Tal vez sea, si no
su último trabajo, sí, uno de los últimos, después de una vida azarosa,
quizá como epílogo de su vida personal. 30 años antes en 1636,
Rembrandt había pintado otro cuadro con el mismo tema, pero muy
distinto a este: “El Hijo Pródigo vividor” No es el regreso del hijo, sino
su marcha, cuando tiene dinero de sobra y todo le sale bien; cuadro que
es también un reflejo de su vida. Incluso en este primer cuadro la figura
del hijo pródigo es un autorretrato, y la mujer con la que está, su esposa
Saskia. Posteriormente realiza un aguafuerte en el que representa el
regreso del hijo pródigo, en el que el padre y el hijo menor aparecen de
perfil en el umbral de la casa paterna, y en el que se da más énfasis a la
pobreza del hijo que a su retorno. En cambio en este cuadro el tema se concibe de forma distinta, ya que el
autor lo despoja de toda anécdota, y el padre se convierte en el protagonista, que con su abrazo absorbe la
pobreza del hijo. El estudio repetido de este tema nos permite trazar un recorrido artístico y humano de la
implicación de Rembrandt con el personaje del hijo pródigo. Comparando los cuadros podemos ver una
evolución en la vida del artista. Él fue famoso, ganaba mucho dinero, que a la vez gastaba sin medida,
pero su vida fue difícil y estuvo marcada por desgracias familiares. Se caso tres veces, dos esposas se le
murieron y otra le abandonó; se murieron sus hijos…De ahí la diferencia entre los dos cuadros, Si en el
primero se ve un joven vividor y alegre, en este último vemos una persona deshecha que vuelve al hogar
paterno, de donde nunca debió salir. Pero vamos a dejar la historia y vamos a
contemplar el cuadro. Y lo vamos a hacer al revés de cómo viene la escena relatada en
el Evangelio de San Lucas. Comencemos por:
EL HERMANO MAYOR
Aunque el hijo mayor tiene ciertas semejanzas con su padre: la misma barba,
el mismo color rojo de la túnica, su actitud ante el regreso del hermano menor es
muy distinta. Este hijo mayor es un hombre alto, de postura señorial y rígida, que
se acentúa con el fino bastón que sostiene entre sus manos. Su mirada aparece fría y
distante. Sus manos cerradas sobre el bastón indican un cierto rechazo y estar
centrado sobre sí mismo, lo mismo que la túnica, que mientras la del padre está
abierta en acogida, la de este hombre está cerrada como protegiéndolo. Los dos focos de
luz del cuadro se centran precisamente en estas dos personas, pero mientras que la
luz del hijo es fría y estrecha, la de ilumina al padre es cálida y ancha. Además se
mantiene apartado de la escena principal, lo que nos dice que su alejamiento no es
sólo físico. Su alejamiento lo va sumergiendo en la oscuridad y crea en el cuadro un espacio central vacío.
Lo que Rembrandt retrata es otro hijo perdido. A pesar de que permaneció en casa y cumplía sus
obligaciones, en su corazón era cada vez más desgraciado y menos libre, porque también se había alejado de
su padre. La dureza de su expresión muestra su queja, su imposibilidad para la alegría. Su postura revela
que había desaparecido la comunión con su padre y su hermano, que se había convertido en un extraño
para los suyos aunque no se hubiese marchado. Él está tan necesitado de volver a casa como el hermano
pequeño, y sin embargo, no es capaz de correr a abrazar a su padre y arrodillarse ante él, sino que
permanece impenetrable y enjuto, a pesar de la ternura de las palabras paternas: “Todo lo mío es tuyo”.
EL PADRE
Es el auténtico protagonista del cuadro, y su rostro es el único que se
muestra íntegro y de frente. El padre está inclinado levemente sobre su
hijo, a dónde dirige su mirada, resaltando así la emotividad de la escena,
y posa las manos sobre su espalda. Es muy significativo que Rembrandt
eligiera un anciano casi ciego para comunicar el amor de Dios a través de
unas manos abiertas, prestas a tocar al que se acerca (en oposición a las
manos cerradas del hijo mayor) y que se convierten en el núcleo de este
óleo. En la composición, juegan un especial paralelismo con los pies
desnudos de su hijo menor. En las manos del padre se concentra toda la
luz, a ellas se dirigen todas las miradas, en ellas la misericordia se hace
carne. Hay algo de maternal en esta figura que se inclina a estrechar sobre
su regazo a su hijo. Incluso su mano derecha, fina y elegante, parece la de una madre, mientras que la
rugosa y firme mano izquierda se asemeja más a la de un padre. Así, maternidad y paternidad se
conjugan en este de gesto de bendición y de sanación.
La forma de arco del gran manto rojo del padre nos recuerda unas alas protectoras, en alusión a
la palabra bíblica de la gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas, y contrasta con el manto del hijo
mayor cerrado sobre sí mismo, donde nada ni nadie puede entrar ni ser
acogido. La rica túnica del padre, con destellos dorados también contrasta con
los vestidos harapientos del hijo menor.
EL HERMANO MENOR
La forma en que Rembrandt lo retrata es muy reveladora: tiene la cabeza
afeitada de los esclavos, como signo de que lo han privado de su marca de
individualidad, nada queda ya del cabello rizado y la mirada desafiante de
aquel otro retrato de “El hijo pródigo vividor”. Su rostro algo deforme, pequeño
y rasurado, sin atreverse siquiera a mirar a su padre, sugiere el de un bebé
queriendo sumergirse en el seno materno. Los pies del joven reflejan la historia
de un viaje humillante, son signo de un itinerario de pobreza y esclavitud. El
pie izquierdo, fuera del calzado, muestra una cicatriz, al mismo tiempo que la
sandalia del pie derecho está rota. Viste ropa interior estropeada y de color
amarillento. Aparece desposeído de todo, excepto de su espada colgada a la cadera, que constituye un
símbolo de su origen noble. En medio de su degradación, se aferró a su filiación, se reconoció como hijo de
su padre, y descubrió que esa era su mayor dignidad. Su actitud encarna la frase de S. Agustín: “Nos
hiciste Señor, para ti, y nuestro corazón no descansa
hasta que regresa a ti”.
EL HIJO AMADO
Muchos autores piensan que esta parábola se
tendría que llamar la del “Padre Bondadoso”, pero en
realidad, viendo en este cuadro la actitud del hijo
pródigo, el título de la parábola está muy bien puesto. Al
mirar a este hijo, rapado, sin figura, sin vestido, con
los pies heridos… nuestro pensamiento se dirige
inmediatamente a otro “hijo”, en el HIJO por excelencia: Nuestro Señor Jesucristo, el verdadero hijo
pródigo, la Palabra salida de la boca del Padre que vuelve al que le envió: “Salí del Padre y he venido al
mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre”. Cristo es el verdadero pródigo, el que “siendo de
condición Divina, no reputó ávidamente ser igual a Dios, sino que se rebajó de su rango” y saliendo de la
casa paterna, del seno del Padre en que vivía, vino a este mundo encarnándose en el seno de la Virgen
María. Al igual que al hijo menor no se le ve el rostro, Cristo es aquel que “desfigurado no parecía hombre
ni tenía aspecto humano, ante quien se ocultan los rostros”; el pródigo aparece sin ropa, Cristo en la Cruz
fue despojado de sus vestiduras y su túnica echada a suertes. Herido en sus pies el hijo pródigo regresa al
Padre, Cristo vuelve al seno del Padre después de haber sido ultrajado y herido de los hombres, cansado del
camino, y “herido por nuestros pecados”, y así se presenta ante el Padre, con las llagas de su Pasión.
Contemplando a este hijo se piensa en el Himno del Viernes Santo: “Mirad de par en par el Paraíso abierto
por la sangre de un Cordero”. El hijo menor de la parábola, conserva todavía un símbolo de su dignidad
de hijo: la pequeña espada que cuelga de su cinto, Nuestro Hijo siempre ha conservado el ser Hijo de Dios,
nunca ha perdido su dignidad, “se hizo igual a todos menos en el pecado”, es el que aunque encarnado
siempre oye la voz del Padre que le dice: “Tú eres mi Hijo Amado, mi Predilecto, en quien me complazco”.
Y ese rostro oculto, hundido en el seno del Padre, nos hace pensar en la Ascensión, Cristo vuelve al que le
envió después de haber cumplido todo lo que el Padre le ha mandado. Al igual que este hijo parece querer
abrir el corazón de su padre, que es la puerta de su misericordia, el Hijo Amado, vuelve al seno del Padre
de donde salió abriendo para todos nosotros la puerta de la misericordia de Dios, su corazón de Padre. Y
allí gozará de su condición de Hijo por los siglos de siglos. Cristo, Nuestro Señor, el Hijo Pródigo vive y
reina por los siglos de los siglos, intercediendo siempre por nosotros, porque aunque goza glorioso del
Padre, llevará siempre, aún en su gloria, las marcas de la Pasión. El Hijo Pródigo ha vuelto al Padre, y
todos nosotros con Él. Amén, Aleluya.

Sor Mercedes de la Hera. Dominicas Corpus Christi de Valladolid

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