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Las y los maestros

Esta semana el país vivirá una nueva e inusitada convocatoria a paro nacional del
magisterio “en defensa de la vida, democracia, salud, paz y el Estado Social de
Derecho”, en un contexto en el que los edificios escolares están cerrados, la labor
docente se realiza bajo la mediación de plataformas informáticas y el ministerio de
Educación presiona para que se retorne bajo un etéreo plan de alternancia o
semipresencialidad, sin que se garanticen mejoramientos, condiciones y recursos
para asegurar la vida y la salud de niñas, niños, jóvenes y adultos.

Las prácticas de aprendizaje en casa implementadas a consecuencia de un virus


que desnudó la precariedad informática y de conectividad en el país e hizo mucho
más visibles los altos niveles de desigualdad económica que la escuela palía, han
venido a reiterar que los colegios presentan una alta dependencia de una fuerza
de trabajo humana imposible de ser reemplazada por máquinas, programas o
plataformas, por muy creciente y notoria que resulte su incorporación como
instrumentos técnicos al servicio de la docencia y del aprendizaje; como ha
quedado expuesto en este contexto de virtualización educativa.

Ante las advertencias de lo inconveniente que resulta aplicar alternancia educativa


sin garantías para la salud y la vida, la jauría especializada en fomentar el odio a
FECODE inmediatamente se ha lanzado contra las y los docentes, acusándoles
de no querer trabajar pero sí ‘cobrar por hacer nada’; olvidando que el magisterio
ha estado y seguirá estando mal pago, no sólo a consecuencia del carácter
residual con el que se asume su oficio en un sistema que social, política y
económicamente toma la escuela como un espacio de socialización semejante o
parecido a la casa en el que las maestras, especialmente, son relegadas a una
especie de sustitución maternal en los primeros años formativos y los maestros
suelen ser vistos, en el mejor de los casos, como informadores instruidos. Bajo
este pensamiento, desde Mileto hasta hoy, a los maestros se les paga poco,
porque sonreír, acariciar y cuidar no cuesta.

El maestro, en términos de la economía del capital, es un instrumento de trabajo


que no produce bienes materiales, sino simbólicos; es decir, aquellos que no
incrementan las cuentas ni sirven para rentabilizar. Por eso miden su trabajo en
términos de costos y no de beneficios, pues en principio no contribuyen a elevar la
tasa de ganancia de los capitalistas. De hecho, Adam Smith, orientando su teoría
del valor sobre la base del coste de producción, insiste en pagar poco a los
maestros; es más, pagar nada y hacerles dependientes de la renta causada por el
oficio mismo. 

Para la jauría antimagisterial en las redes sociales, opinadores desinformados


tanto como aviesos expertos, el enclaustramiento de los niños, niñas y jóvenes en
los hogares no sólo estaría generando graves problemas en el desarrollo de la
personalidad y la socialización sino que además tendrá futuras repercusiones en
las mediciones de la empleabilidad y productividad, afirman con aires de pitonisos;
incluso desde organismos multilaterales que presagian dramáticas involuciones en
la prosecución de objetivos del desarrollo en el ámbito educativo.

Aunque aún no es tiempo de balances, aunque se conceda validez a tal


argumento, lo que no resulta claro es cómo puede asegurarse la contención del
contagio bajo cualquier medida de retorno no convencional a las aulas. Cabe
recordar a esos mismos opinadores y expertos que las instalaciones de la escuela
pública son calamitosas, presentan notorios deterioros en su dotación y en buena
medida sus infraestructuras no sólo son obsoletas sino peligrosas, y han resultado
apenas útiles como cubículos de contención infantil y juvenil.

Tampoco resulta claro cuál sería el efecto productivo real del retorno a los edificios
escolares bajo alternancia, toda vez que, al consultar a las familias, en su gran
mayoría manifiestan que no enviarán a sus hijos e hijas a la escuela y que
prefieren que sigan bajo formas de acompañamiento en la virtualidad; la cual ha
dependido casi por entero de la solidaridad y generosidad de maestras, maestros
y directivos que han dispuesto sus recursos informáticos (y no pocas veces sus
ingresos y hasta sus casas) para facilitar apoyos a sus estudiantes más
necesitados y desconectados.

En este contexto de pandemia, trabajando desde sus casas, las y los maestros
han provocado un sismo en las rutinas educativas, innovando conscientemente en
sus metodologías, promoviendo procesos de integración curricular y planeación
articulada, reeditando experiencias exitosas compartidas entre contextos similares,
observando a sus pares y aprendiendo de quienes proveen a la escuela
experiencias seductoras emocional y académicamente, robusteciendo acciones de
profesionalización y mejoramiento institucional.

En la actual hora, vendría bien que nos concentráramos en articular un proyecto


público educativo, hoy inexistente, que debe partir por entender la labor del
magisterio como un asunto de seguridad nacional que requiere una política
educativa de alta inversión, la promoción de su cualificación, el fortalecimiento de
su solvencia intelectual y la generación de garantías para su desempeño
ocupacional con pertinencia en instalaciones adecuadas; para que el país cuente
con generaciones de nuevos ciudadanos cualificados en artes, saberes y prácticas
que abran sus expectativas y posibilidades para actuar y relacionarse
exitosamente en diferentes entornos sociales, no sólo en el de los mercados
productivos, con o sin pandemia.

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