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Las señoras de la muerte

En la regla de Ocha, correspondiente al pensamiento Yoruba, nos encontramos una triada


ceremonial de la muerte (Ikú) representada en Oyá, Yewá y Obba. La primera nos concede
el aire que respiramos y nos es retirado en el combate violento y en el acontecimiento de
morir en guerra. Yewá, por su parte, es la solitaria señora de las sepulturas y los sepulcros
que baila austera y virginal sobre las tumbas, propalando su esterilidad. Junto a ellas está
Obba, la temeraria guerrera adiestrada en las artes bélicas por el mismísimo Oggun al que,
en agradecimiento, le regaló el yunque en el que funde sus armas.
También en el pensamiento griego que alimenta las mitologías occidentales encontramos
a Ágonos, Pólemos y las Keres (mal confundidas con Tánatos), que reflejan los impulsos
mortales contra los que se levantan las batallas por la vida. Traducidas al castellano como
agonía, polémica y muerte, son tres hermanas que jamás dialogan, pero siempre van
juntas a todas partes.
A Pólemos le encanta la guerra. Su obsesión por batallar se convierte en un culto
arrogante y pendenciero que evidencia lo bien que le va en su matrimonio con Hibris,
transgresora desequilibrada, irracional y desmesurada acaparadora. Ágonos; estéril y
combativo, se entraba en luchas que expresan la amargura de la agonía y la tribulación. La
agonía, conduce a la muerte sin remedio. Aunque, a diferencia de sus medio hermanas las
Keres, Tánatos no vive de la sangre; le encanta ver morir y no se contiene en su misión de
llevar a la tumba a cualquiera o a todos inexorablemente. Las odiosas Keres, por su parte,
no son tan pacientes y por ello mantienen afiladas sus garras y colmillos para saciar su
violenta sed de sangre.
Así pues, en cualquiera de las tradiciones de pensamiento nos encontramos un conjunto
de pulsiones o fuerzas que ritualizan la violencia y representan la crispación humana con
la muerte, animando los cantos de batalla y el impulso gregario con el que nos
enfrentamos unos a otros, unas a otras; sean cuales sean los motivos, razones e intereses
tras las determinaciones de la experiencia humana.
En Colombia, los avatares de la guerra se tornan tan familiares que, sea cual sea el
nombre que les asignemos, unas y otras nos visitan con manifiesta frecuencia y de tal
modo que su presencia hace evidente el que la violencia y la muerte se ha ensañado en
nuestro suelo sin que alguna vez hallamos dejado de escuchar sus gritos y lamentos.
Menos aún hemos depuesto el interés de batallar, ese animus belli al que expresa la
intensidad de la opacidad con la que el enemigo puede ser cualquiera y en cualquier
momento, sin declararlo incluso.
La belicosidad incontenible que se campea a lo largo y ancho del territorio nacional
animada, en buena medida, por mujeres y hombres que han hecho de la guerra el
fundamento de su señorío, preeminencia y abolengo; dibuja un espectro demencial de las
violencias enquistadas por décadas y siglos en un país en el que las armas y la muerte
resultan cotidianas, reelaborando las tesis de combate, las prácticas de lucha y las
tecnologías para matar con las que se escenifica la disputa por las soberanías en caseríos,
pueblos y ciudades.
El Estado colombiano, tan precario como fracasado, ha respondido al amaño bélico
ordenando la formalidad institucional casi al margen de lo que acontece en sus propias
narices. Por eso y por mucho tiempo el país ha ido mal pese a que su economía siga dando
réditos a las elites plutocráticas y oligopólicas que acaparan a más no poder cada sector y
cada interregno de lo que puedan rentabilizar para las familias clientelares que se
reparten la tierra, las riquezas y la torta electorera, contractual y financiera celosamente
protegida por fuerzas militares y de policía cuyos mandos y comandancias aspirarían
jamás a producir los odiosos y terriblemente indeseables golpes de Estado padecidos por
las naciones vecinas, pues han sido diligentemente alimentados y reciben juiciosos su
parte del botín gubernamental.
En ese escenario, diseñar una alternativa política capaz de retar las maquinarias que
controlan, al precio que sea y con el bolsillo que se pueda, la dinámica electoral, los
procesos institucionales y la generalidad de los cuadros políticos, parece una tarea titánica
que bien vale la pena enfrentar, corriendo incluso el riesgo de sucumbir ante las afanosas
señoras de la muerte.

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