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Faltan cinco y suman doce

Cali, una de las ciudades más violentas del mundo, supera ya los 900 asesinatos
en el presente año; incluidos cinco niños del Barrio Llano Verde que fueron
masacrados hace ya cien días. Los conocieron como Álvaro José, Jair, Josmar,
Luis Fernando y Leider, y no pueden ser una simple cifra que se suma en los
indicadores de criminalidad que, pese a los programas gubernamentales que
tímidamente pretenden controlar el problema, no ceden.
Con la masacre de los cinco de Llano Verde queda expuesta la grave
problemática del infanticidio o asesinato de niñas y niños en Colombia, que
constituye “un genocidio generacional” tal como afirma el Arzobispo de Cali, Darío
Monsalve. En segundo lugar, la atrocidad con la que actuaron los perpetradores
evidencia las estrategias de muerte desplegadas sin miramiento alguno por
actores ilegales cuyas armas están al servicio del negocio de la caña de azúcar en
el Valle del Cauca y su capital. Más aún, esta masacre desnuda igualmente el
tratamiento vejaminoso en los procesos de ocupación habitacional de buena parte
del pueblo afrodescendiente en Cali, como quiera que el Oriente Sur expresa la
complejidad de asentamientos y reubicaciones que padecen el señalamiento
racista y discriminatorio de quienes han permitido que crezca el engañoso,
segregado y perverso imaginario de las dos ciudades: una integrada y próspera, la
otra cuna de criminales. De hecho, al conocerse la noticia de la masacre, se hizo
notorio el comentario inmisericorde de quienes en las redes sociales justificaron su
muerte por infundadas acusaciones de andar robando; nada más alejado de la
verdad.
Los cañales de azúcar se han convertido en un amargo escenario de muerte y
terror en la ciudad, especialmente para los moradores de barrios convecinos en la
Comuna 15, la cual supera ya la deshonrosa tasa nacional de homicidios, con más
de 78 muertes en los diez meses que van de este fatídico año. En plantones,
comunicados y varias notas de prensa se ha cuestionado el papel activo e inactivo
de los azucareros en las muertes sucedidas, toda vez que por lo menos doce
jóvenes han sido enterrados o descuartizados en la frontera de sembradíos de
caña que circunda El Valladito, Navarro y Llanoverde; territorio en el que están
documentadas las acciones homicidas de bandas como Los Rakas, Los Haitianos
y agrupaciones irregulares de vigilancia; es decir, paramilitares al servicio de los
dueños y arrendadores de cañaduzales.
En ese escenario, la masacre de cinco niños en un cañal en Llano Verde no
resulta para nada anecdótica ni constituye un hecho aislado, como suele reportar
la Policía Nacional, cuyo Director General aventuró la tesis calenturienta de que
los habrían matado porque los perpetradores tenían “animadversión con los
jóvenes e incluso, aparentemente, pensaban que los jóvenes estarían
relacionados con la muerte de un vigilante de la zona". Pese a que la Fiscalía ha
logrado determinar que a Leider, Álvaro, Luis Fernando, Jair y Josmar, “los
asesinaron sin mediar palabra, en un acto de total barbarie", tal como relatan los
detenidos Jefferson Marcial Ángulo Quiñonez y Juan Carlos Loaiza, las familias y
moradores de Llano Verde cuestionan la acusación al prófugo Gabriel Alejandro
Bejarano como único accionante del arma con la que ultimaron a los cinco
menores, pues tal versión no cuadra con evidencias de que varios de los niños
fueron torturados y uno de ellos acuchillado.
A cien días de la masacre de cinco niños afrodescendientes en un cañal de Cali, el
reclamo de justicia sigue firme en las voces de las madres y los familiares que
reclaman de las autoridades una investigación verás y pormenorizada que
conduzca no sólo a la captura y esclarecimiento de los motivos que animaron a los
causantes de este daño irreparable,, sino el desmonte de las estructuras
paramilitares con las que se ha tecnificado el aseguramiento y control territorial en
la periferia de la ciudad; mediante contratos con gatilleros y escuadrones de la
muerte.

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