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BARTH (II)
Leopoldo Cervantes-Ortiz
22 de abril, 2021
A la memoria del P. Gonzalo Balderas Vega, ejemplo de amor cristiano y pasión por la verdad
evangélica común
empiezo con los escritos menores especialmente sobre Iglesia y teología, leo, naturalmente, la célebre
Carta a los Romanos de Barth y empiezo con algunos capítulos escogidos (por ejemplo, sobre el
conocimiento natural de Dios) de su monumental Dogmática eclesial, que tiene ya diez volúmenes, en la
medida en que me es posible compatibilizarlo con la preparación de mi examen de licenciatura (y los
estudios de la teoría de la evolución biológica). A la vez estudio intensamente obras clave de la recepción
de Barth en el mundo católico: mientras me resulta magistral la interpretación de Hans Urs von Balthasar,
el trabajo del dominico Jéróme Hamer, que intenta clasificar a Barth en el “ocasionalismo”, me parece
deudor de prejuicios escolásticos (p. 160).
A continuación, relata su contacto personal con “El maestro de una orden laica: Hans
Urs von Balthasar”, teólogo cuya obra de análisis de Barth se había establecido ya como
obligada, un espíritu culto, pero con quien no sintió deseos de abrir su corazón. En “¿Por qué
precisamente Karl Barth?” explica los prolegómenos de su investigación y cómo de los
diálogos intensos con Henri Bouillard (1908-1981), otro teólogo francés muy conocedor de
Barth (su estudio en dos volúmenes sobre él es, también, de 1957) se derivó el tema central de
su tesis, la justificación, que afinará con Bouyer en reuniones posteriores, quien le recomendó
leer a Calvino, Lutero y Newman. La pregunta del apartado es particularmente sensible y
necesaria, y la responde Küng en tres párrafos fundamentales, en los que refulge su entrega a
una obra teológica que aún estaba en plena expansión:
Un primer argumento, puramente externo, me lo había dado ya el padre Klein: Karl Barth es paisano mío
[…] Sobre todo la lucha de la Iglesia contra los nazis con Barth a la cabeza, que desde que fue apartado de
su cátedra en Bonn en noviembre de 1934 era profesor en Basilea, lo había hecho muy popular también en
Suiza, sin que fuera del agrado de todo el mundo. […]
…un segundo argumento es para mí que este suizo escribe un alemán brillante. […] Leer no sólo
alemán teológico, como el de Karl Rahner, por ejemplo, sino teología en buen alemán es una auténtica
experiencia. […]
Pero lo más importante para mi elección de Karl Barth es su teología. Estoy convencido: ningún
teólogo protestante de este siglo cuenta, por razón de su lucha contra el nazismo, con una autoridad más
grande; ninguno, con una obra más amplia y más profunda por mor de su ingenio y su incansable trabajo
(énfasis agregado). Después de su Carta a los Romanos, que hace época (1919, totalmente reelaborada en
1922), y de otros muchos escritos, a partir de 1932, volumen tras volumen, publica su Dogmática eclesial
(KD). Después de la teología sobre la palabra de Dios (“Prolegomena”: KD I, 1-2), tres grandes temas: la
elección (KD II, 1-2), la creación (KD III, 1-4) y la reconciliación (KD IV). Cuando para mi tesis empiezo
a leer el volumen IV, 1 de la Dogmática eclesial (en realidad el tomo XI), escribo en mi diario:
“Sencillamente grandioso” (p. 164).
La admiración creciente por la obra de Barth, en pleno estudio de ella, encontró más
razones de peso para seguir acometiendo el análisis, pues la valoración que hizo de ella se
situó en puntos específicos de su desarrollo: le impresionaron su estructura, su apego a la
Biblia, su cristocentrismo y la reelaboración original de los grandes temas. Su arrobamiento es
detallado con un estilo que atrapa y convence al mostrar las características de esa teología:
¿Qué es lo que encuentro grandioso en la teología de Barth? No sólo su capacidad de formulación de ideas
y palabras; sobre todo, su lograda arquitectura, que a mí me recuerda a Tomás de Aquino, pero para la que
Barth se inspira sobre todo en la Institutio de Calvino y sobre todo en la Doctrina de la fe de
Schleiermacher. Y en todo ello un permanente cristocentrismo, que permite una nueva definición, ya hace
tiempo echada de menos por mí, de la relación entre fe y conocimiento, naturaleza y gracia, creación y
salvación. Y a partir de esta base radicalmente cristológica, una reelaboración original hasta en los detalles
de los grandes contextos (p. 164).
La forma en que expone su estructura interna es magistral al apuntar hacia los tres
oficios de Cristo, tema de la teología reformada más clásica:
En concreto siguiendo tres ideas paralelas (a cada una se dedica un volumen): Primero, el Señor como
siervo (el ministerio sacerdotal de Jesucristo): soberbia del hombre, su justificación por la fe a pesar de
todo y la convocación de la comunidad. Luego, el siervo como Señor (su ministerio real): inercia del
hombre, su salvación por el amor y construcción de la comunidad. Finalmente, Jesús como testigo
verdadero (su ministerio profético): la mentira del hombre, pero llamado a la esperanza, y la misión de la
comunidad (Ídem, énfasis agregado).
Todavía he estudiado poco su Dogmática eclesial. ¡Qué insolencia visitar a esta celebridad sin haber
trabajado su obra más importante!”. La cercanía incansable con la Dogmática, que ya alcanzaba las ¡9 mil
páginas! Le produjo todo lo contrario de cansancio: “¡Nada de fatiga; un placer intelectual y una
experiencia espiritual! Porque de ese modo puedo recorrer entero el amplio y bien estructurado
pensamiento teológico de Barth y al mismo tiempo las grandes tradiciones cristianas, especialmente la
luterana y reformada, y obtener información y orientaciones básicas sobre las controversias teológicas
importantes del siglo XX. A ello me ayudan la Historia de la teología protestante del siglo XIX de Barth y
sus antecedentes (p. 165).
Ya desde entonces se asoma la dualidad que tantos problemas le causaría años más
tarde: la percepción clara de que lo católico y lo evangélico podían fundirse en una obra
teológica honesta y sin dobleces, especialmente al leer a Von Balthasar:
Del libro de Balthasar sobre Barth, sin el que mi propio trabajo sobre éste hubiera sido apenas posible,
aprendo lo siguiente: que lo católico y lo evangélico pueden reconciliarse precisamente allí donde ambos,
de la manera más consecuente, son ellos mismos. Estoy de acuerdo con Balthasar en que Barth,
precisamente porque encarna la plasmación más consecuente de la teología evangélica, se acerca al
máximo a la teología católica: al centrarse por completo, como evangélico, en Cristo, su concepción es
precisamente por eso, como la católica, universal. ¡Es aquí donde reconozco la posibilidad de una nueva
teología ecuménica acorde con la Escritura y con los tiempos! (Ídem, énfasis agregado).
Confiesa, además, que leyó a los “antípodas” de Barth, como Bultmann y conversó con
Heinrich Schlier (1900-1978) un discípulo suyo, converso al catolicismo. Todo ese contexto le
sirvió para arribar a un “Resultado estimulante y alentador”, lo que le permitió desembocar
“en la doctrina de Barth sobre la justificación del pecador, después de haber ya trabajado
intensamente en el decreto sobre la justificación del concilio de Trento y también en otros
documentos eclesiásticos” (p. 166). Desde allí deslindará lo que está en juego: “se trata del
articulus stantis et cadentis ecclesiae, del artículo de fe, según Lutero, de una Iglesia que está
de pie y cae”. Estaría ahora, frente a frente, “con el impedimento fundamental para un
entendimiento entre católicos y protestantes. Que me sea posible llegar no ya a un
acercamiento (convergencia) sino a una coincidencia (consenso) entre Trento y Barth, no me
atrevo ni a esperarlo”. ¡Cuántos puntos intermedios no debían plantearse entre esas dos
palabras tan simples, pero tan exigentes: convergencia y consenso! ¡Cuántos debates y
controversias teológicas entre católicos y protestantes en la historia se escondían detrás de
ambas! Küng estaba consciente de ello al momento de trasponer ese umbral que lo llevaría
hacia espacios desconocidos.
Finalmente sale de sus manos el manuscrito de 220 páginas, en el semestre de verano de
1955, en Roma. Küng estaba en condiciones de formular un postulado crucial:
“En cuanto a la doctrina de la justificación, en conjunto, hay una coincidencia básica entre las tesis de
Barth y las de la Iglesia católica”. De ahí, por tanto, no deriva razón alguna para una división de la Iglesia.
Ésta carece de meollo, de un motivo básico, teológico. Tanto desde el lado católico como desde el
evangélico puede decirse que la justificación del hombre acaece sólo por la gracia de Dios en virtud de la
fe confiada, la cual, de todos modos, ¡tiene que actuar en obras de amor! Empiezo a darme cuenta del
resultado tan rico en consecuencias para la ecumene que tengo entre mis manos ahora, en 1955 (p. 167).
El 9 de junio de 1955 le escribió Küng a Barth para informarle que ha terminado el texto
y que deseaba hablar con él. Para Barth “será más fácil, aunque se trate de tesis opuestas,
hablar cara a cara” y estuvo dispuesto a leerlo. Por teléfono, le preguntó su edad, y al enterarse
(¡27 años! ¡La misma de Calvino al publicar la Institución…!) quedaron de acuerdo en
reunirse pronto. Ése sería el comienzo de una genuina amistad.