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SAL TERRAE

Colección «EL POZO DE SIQUÉN»


416
José María Rodríguez Olaizola, SJ

EN TIERRA DE TODOS
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Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
14-11-2019

Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas, Sinclair

ISBN: 978-84-293-2919-3
«Que baje el puente y que se quede bajo.

[…]

A esta altura
no ha de ser un secreto para nadie:
yo estoy contra los puentes levadizos».

(Mario Benedetti)

A los insensatos que eligen el riesgo.


A quienes no abandonan la barca zarandeada.
A tantos amigos que son hogar al que volver.

A los peregrinos
en esta tierra de nadie,
de muchos,
de todos.
Índice

Introducción

PRIMERA PARTE
Saber dónde estamos

1. Un Dios desdibujado
2. Un mapa: actitudes extremas
La fe líquida en un mundo sin Dios
La fe rígida en un mundo sin alternativas
Excursus: Los implacables
Rígidos de día, líquidos de noche
La fe cuestionada en un mundo sin Iglesia
3. Un mapa: tierra de nadie
4. Las mujeres
5. Las personas en situaciones irregulares
6. Las personas de orientación homosexual
Excursus: Iglesia y homofobia
7. Los jóvenes en tierra de nadie
8. Dos amores
9. La crisis de los abusos
Excursus: ¿Por qué seguir?
10. La mayoría silenciosa
11. ¿Estuvo Jesús en tierra de nadie?

SEGUNDA PARTE
Vivir en tierra de nadie

12. Tensiones en un camino


Ni rebeldía ni sumisión: resistencia
Excursus: No me resigno
La paciencia ¿todo lo alcanza?
Excursus: No olvides
El que calla ¿otorga?
¿Siempre ha sido así?
¡Qué suerte tú, que lo tienes todo claro!
13. La Iglesia de Jesús: ensanchando la mirada
Excursus: El peligro de un Dios evidente
14. Comunidad: la sensación de pertenencia
15. Celebración: la vida es nuestra liturgia
Excursus: En cualquier lugar del mundo
16. Servicio: acariciar un mundo herido
17. Testimonio: vidas que hablan de Dios
18. Buscadores de respuestas: la teología y la vanguardia
Excursus: contra la falta de pensamiento
19. Buscadores de respuestas: el camino de la belleza
20. La Iglesia en la sociedad: catacumbas, cristiandad, circos y levadura
Excursus: Una Iglesia de minorías
21. Mi lugar en el mundo

Conclusión: La tierra de todos


Introducción

¿Por qué seguir en la Iglesia? Quizás tú, como yo, sientes a veces confusión
por todo lo que te descoloca de una institución que, supuestamente, debería
ser portadora de una buena noticia, acogedora, espacio de amor y de justicia,
pero no siempre lo es. Por supuesto que hay espacios, momentos y personas
que con su testimonio y su entrega hacen muy real el Evangelio. Pero
también hemos de reconocer que hay muchos motivos para el desaliento y el
desafecto. Hay temas en los que no terminas de estar de acuerdo. Hay
personas que, cuando oyes cómo hablan, te parece imposible que creáis en el
mismo Dios, y, sin embargo, vais en esta misma barca. A veces te desesperan
los pastores, algunos porque callan cuando esperarías que se pronunciaran y
otros porque, cuando hablan de ciertos modos, desearías que estuvieran
callados. Hay aspectos de la doctrina que te chirrían tanto que tienes que
buscar bien cómo pueden encajar. Y a veces no lo consigues. No te seduce
tampoco la idea de mirar para otro lado en lo que no te convence, como si no
existiese. Crisis como la actual de los abusos a menores y su encubrimiento te
hacen estremecerte, pensando si esta institución no habrá perdido
definitivamente el rumbo. Ves gente maravillosa en la Iglesia y fuera de ella.
Pero también ves mucha racanería, en la Iglesia y fuera de ella. Así que no es
que estar en la Iglesia sea garantía de ninguna calidad. Entonces ¿por qué
seguir? ¿Por qué no abandonar este barco? Y ¿por qué no elegir un camino
menos convencional, donde no tengas que lidiar con una institución que es
tan enorme y tan lenta en sus tiempos que parece imposible que algo cambie?

Hace ya casi quince años estaba comenzando el pontificado de Benedicto


XVI. Y yo, con apenas unos años de sacerdocio a las espaldas, peleaba
interiormente con estas preguntas u otras parecidas, con las contradicciones
que percibía entre lo que intuía, la Iglesia que soñaba, la comprensión del
Evangelio y el mundo en el que me tocaba vivir. Me preguntaba entonces
cómo conciliar todas esas cuestiones siendo, al tiempo, fiel, coherente y libre.
Me preguntaba también cómo podía ser sacerdote, ser leal y al tiempo
mantener la rebeldía contra aquello que no compartía. Y me pregunté por qué
seguir. Para poder responder, comencé a elaborar un mapa de la realidad
eclesial que conocía. Esperaba que ello me sirviera para intentar ver, después,
dónde y cómo ubicarme en medio de esa realidad. Intentaba poner nombre a
tendencias, dinámicas, maneras de vivir, de creer, de celebrar, y también a las
dificultades que afrontaba ante todo eso.
El mapa se convirtió en la «tierra de nadie», en la que expresaba las
incertidumbres, las tensiones que muchos vivíamos, los conflictos –internos y
externos– que percibía en mí y en otros, y algunas contradicciones que
necesitaba aprender a afrontar.
Aquellas notas nacieron como algo personal, con la intención de
aclararme yo mismo. Pero poco a poco fueron tomando forma, hasta
convertirse en un libro breve[1]. En ese proceso descubrí dos cosas.
Por una parte, mientras la reflexión iba adelante, me daba cuenta de que
muchas de las dinámicas que yo describía en algunos ámbitos de la Iglesia –
poca formación, polarización, beligerancia, falta de empatía, intolerancia– no
eran patrimonio del mundo religioso, sino que se daban de igual manera en
otros espacios sociales, ya fuera en el mundo de la política, del deporte, de la
cultura, de la televisión… Muchas actitudes parecían repetirse en todas las
esferas de la vida.
El segundo descubrimiento llegó cuando aquella reflexión se publicó. En
tierra de nadie era mi primer libro. No tenía idea ni expectativas claras sobre
cómo podía ser acogido, o si alguien lo leería. Sin embargo, desde muy
pronto, empecé a recibir ecos de muchas personas que señalaban que se
reconocían en esa misma confusión que yo describía. Entonces comprendí
que la tierra de nadie es en realidad la tierra de muchos. Muchos hombres y
mujeres que tienen que pelear por encontrar su lugar en el mundo y en la
Iglesia. Muchos que se sienten inquietos, que buscan respuestas y no se
conforman con darlo todo por sabido, zanjado y resuelto en formulaciones
que quizás bastaron para otra época, pero ahora no sirven. Muchos que tienen
hambre y sed de encuentro, pero no de cualquier modo.
Hoy han pasado casi 15 años desde aquella primera zambullida en la tierra de
tantos. Benedicto XVI dio paso a Francisco. El papa teólogo fue sucedido por
un papa que insistía más en una dimensión pastoral. No pretendo, con esta
afirmación, separar ambos campos (la teología y la pastoral) como
compartimentos estancos, pues también Benedicto fue pastor, así como
Francisco es teólogo. Pero en cada pontificado hay distintos acentos. Y el
papa argentino desde el principio mostró una disposición enorme al diálogo
con las situaciones más conflictivas, insistiendo en que hay aproximaciones
para las que no basta la norma. Esto le granjeó, por igual, adhesiones y
reproches.
Con el paso de los años se ha ido produciendo una polarización en torno a
su figura. Pero lo cierto es que ha abierto diálogos –y debates– sobre algunas
de las cuestiones que estaban apuntadas en tierra de nadie: el papel de la
mujer en la Iglesia, las situaciones irregulares, la acogida –o falta de ella– de
las personas homosexuales, o la necesidad de escuchar la voz de los jóvenes.
Los sucesivos sínodos –sobre la familia y los jóvenes– han servido al
menos para poner el foco en algunas de estas cuestiones, y han permitido
escuchar a líderes eclesiales hablando sobre asuntos que necesitan nuevas
respuestas. Hoy en día es posible encontrarnos titulares en los que tal o cual
obispo o cardenal se pronuncia sobre cuestiones referidas a familias, jóvenes,
sexualidad, ministerio u otros asuntos, de maneras y con enfoques que antes
no se oían. Inmediatamente se genera ruido, y desgraciadamente también una
serie de apoyos y ataques que tienen más de hooliganismo que de búsqueda
conjunta de la verdad. Pero al menos algo se está removiendo.

Otro cambio significativo ha sido, en este caso, externo. Cuando surgió En


tierra de nadie todavía no había redes sociales. No habíamos oído hablar de
espacios como Facebook o Twitter, ni imaginábamos las dinámicas que
dichas redes sociales iban a generar. Si las tensiones que estaban descritas en
esa tierra compleja de la Iglesia nacían de la cantidad de personas que no se
sentían identificadas con los extremos, hoy en día el extremismo o la
polarización –en todos los ámbitos– parecen ganar adeptos. Los defensores
del pensamiento sin fisuras enarbolan certidumbres y las utilizan a menudo
para zarandear a quien piensa de manera diferente. Se suele atacar a quien se
queda en las tierras de nadie, acusándolo de relativismo, de tibieza, de
buenismo, de falta de convicciones, de poca contundencia… Sin embargo,
estas mismas redes permiten que se expresen personas que antes estaban en
silencio, también desde las tierras de nadie. Es una situación paradójica, en la
que tanto la moderación como el extremismo resultan más fáciles de percibir.
Por una parte, hay más visibilidad –y quizá más reflexión– para situaciones
que antes estaban silenciadas. Por otra, hay más dureza en muchos juicios. Y
para complicar las cosas, hay un punto de anonimato que a menudo enturbia
el panorama. Detrás de un perfil virtual puede estar alguien con una
formación vasta y sólida, un ignorante con buena pluma o un energúmeno
con más palabras que ideas. Y a veces no hay modo de distinguir, porque la
propia inmediatez y brevedad no permiten excesivos matices y favorecen las
afirmaciones tajantes.

Junto a todo esto, durante la última década la crisis de los abusos –que no es
de ahora, pero que ahora salta al primer plano en buena parte del mundo– ha
estallado con una virulencia quizás imprevista, pero, al fin y al cabo,
necesaria. Y está llevando a reflexionar no únicamente sobre los abusos sino
también sobre la estructura que permitió su extensión y su encubrimiento.
Temas como el clericalismo, la falta de transparencia, la formación
insuficiente de los candidatos al sacerdocio o la gestión del poder requieren
un examen serio y tomar medidas para cambiar algunas dinámicas
perniciosas que están en el trasfondo de los abusos.

Este no es un libro sobre eclesiología. No es teología de la Iglesia, aunque


detrás puedan estar enfoques donde se apunta a la horizontalidad o a la
verticalidad (y a las teologías que llevan detrás). Es una reflexión sobre
nosotros, creyentes que intentamos vivir nuestra pertenencia con honestidad,
fidelidad y realismo. Que no queremos ir por libre, pero necesitamos
respuestas a problemas que aún no están claros. Es un libro sobre nuestras
luchas y nuestros desvelos, sobre el deseo de acertar. Sobre algunas
preocupaciones compartidas –quizás– con muchos.

¿Por qué volver sobre esta cuestión ahora? Este regreso a la tierra de nadie no
es volver a los mismos terrenos con una mirada nostálgica, para ver si las
cosas siguen más o menos igual. Es tratar de hacer el mismo ejercicio que
hice entonces, pero de hacerlo ahora: una descripción con un punto
existencial. Un recorrido que quiere al mismo tiempo analizar e interpretar.
Una mirada subjetiva, pero que quizás puede ser compartida por otros. Ha
cambiado el mundo. Ha cambiado la Iglesia. Y también he cambiado yo.
Ahora no soy un joven sacerdote apenas ordenado, con una mezcla de
inquietud y deseo de poner palabras a cosas que entonces empezaba a
formular. Ahora, tras casi dos décadas como sacerdote, y habiendo
acompañado a infinidad de personas, procesos e historias, creo que puedo
hablar con un poco más de experiencia –y quizás por eso mismo arriesgarme
a ser en algunas cuestiones más claro–.
Tal vez este no sea el viaje definitivo. ¿Es posible que dentro de diez,
quince o veinte años, aún vuelva a iniciar el trayecto, para ver dónde estamos
entonces? No lo sé. Pero ahora toca intentar hacer una radiografía del
presente, compartiendo la búsqueda, los anhelos, las perplejidades, los
desasosiegos y las esperanzas que esta Iglesia suscita en quienes, dentro de
ella, seguimos queriendo amar, a la manera de Quien nos amó primero.

[1] J. M.ª RODRÍGUEZ OLAIZOLA, En tierra de nadie, Sal Terrae, Santander 2005.
PRIMERA PARTE
SABER DÓNDE ESTAMOS
Hay en nuestras vidas mucho de novedad, de apertura a la sorpresa, de
improvisación. Lo contrario sería una lástima. ¿Imaginas que el escenario en
el que se desenvuelve tu historia te fuera tan familiar que pudieras ubicar
siempre y exactamente cada objeto, cada color o cada persona? ¿Imaginas
poder anticipar cómo va a ser cada conversación, cada opinión, cada
problema? Al cabo de un tiempo ese escenario empezaría a convertirse en
algo opresivo, en una prisión de la que desearías salir, abriéndote a algún
cambio.
Ahora imagina justo lo contrario: que toda tu vida se desenvolviese en
medio de un caos en el que las cosas ocurren, pero tú no puedes ni anticipar,
ni prever, ni interpretar, ni siquiera poner nombre a todo eso que sucede.
Imagina que cada día fuera una radical novedad desde que te levantas hasta
que te acuestas. No puedes prever ninguna opinión, cada conversación es
nueva e imprevisible. Los otros pueden ser desconcertantes. Hasta los lugares
cambian de función y de forma. Sería otro tipo de pesadilla, quizás más
agobiante aún que la primera, y en este caso el anhelo sería de familiaridad.
Por fortuna, el mundo es diferente. No es inamovible, pero tampoco es
caótico. Hay un equilibrio entre orden y desorden, entre lo que permanece y
lo que cambia, entre lo que conocemos y lo que ignoramos. Para poder
desenvolvernos bien y no perder el equilibrio, necesitamos poner nombre a
las cosas, necesitamos aprender a reconocer lo familiar, al tiempo que saber
por dónde puede aparecer lo imprevisto, lo diferente y lo novedoso.
Ese es el objetivo de hacer mapas. No hablo de un mapa geográfico,
aunque, en realidad, también esto son los mapas geográficos: pequeñas guías
para ir sabiendo por dónde moverse, qué dirección tomar o qué hay más allá.
Con todo, sería imposible pretender hacer un mapa que lo contenga todo. El
mapa contiene pistas, indicaciones, referencias comunes, y trata de ser un
reflejo de la realidad. Un reflejo suficiente para poder moverse. No es posible
hacer un mapa perfecto, porque tendría que ser un duplicado exacto de la
realidad, como en el comienzo de aquella fábula de Borges: «En aquel
Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una
sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una
Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los
Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio que tenía el tamaño
del Imperio y coincidía puntualmente con él»[2].

Quiero intentar trazar un mapa de la Iglesia. Quiero intentar describir una


parte de la realidad. Pero si de verdad quisiera ser fiel a la realidad,
probablemente tendría que traer a la Iglesia misma. Pues un mapa no puede
contenerlo todo. Sé que el mío, como todo mapa, será incompleto, y que
tendrá sus sesgos y sus opciones. Que el trazo elige fijarse en unos aspectos y
no en otros. Y que, por mucho que intente describir la realidad, nunca será
suficiente, porque la realidad es siempre mayor. Pero al menos me gustaría
intentarlo.

[2] J. L. BORGES, «Del rigor en la ciencia», en El hacedor, DeBolsillo, Barcelona 2018.


1

Un Dios desdibujado

Cuando uno viaja por Europa, cada rincón habla de religión: templos,
museos, estatuas, conventos, nombres de calles, catedrales… Todo habla de
una época en la que Dios formaba parte del horizonte cotidiano. La vida
diaria transcurría al ritmo de las campanas. El calendario lo fijaban las fiestas
religiosas. El arte, la ciencia y el poder, todo estaba atravesado por una
mirada creyente a la realidad. Incluso después, cuando empezaron los
cuestionamientos, las críticas a la fe o las sospechas sobre el silencio de Dios
y lo que algunos llamaron el desencantamiento del mundo, todo esto se
producía en un escenario básicamente religioso.
La Ilustración en el XVIII y la aparición de los «maestros de la sospecha»
en el XIX (Feuerbach, Marx, Freud o Nietzsche), pero también los conflictos
entre el movimiento obrero y el mundo liberal, y entre un Antiguo Régimen
que se resistía a morir y un mundo moderno que pugnaba por desprenderse de
ataduras, fueron sacudiendo los cimientos de aquella fe monolítica.
Sin embargo, fue el siglo XX –sobre todo en su segunda mitad– el tiempo
de una transformación más radical, por muchos motivos. Entre ellos destacan
tres: el silencio de Dios ante la violencia, la dinámica de la sociedad de
consumo y la exaltación del individuo.
Por una parte, la humanidad se vio sacudida por el horror de las guerras
mundiales y de otros conflictos, que hicieron a muchos preguntarse: ¿dónde
está Dios? A la vista del Holocausto, el silencio clamoroso de Dios resulta
difícil de procesar. Pero no solo era su silencio ante lo ocurrido en los campos
de concentración. También el Gulag, la bomba atómica y diversos genocidios
que iban estremeciendo al mundo –más aún cuando podían ser retransmitidos
en tiempo real– sembraron sospecha, perplejidad y desaliento. La posibilidad
de ser espectadores de cada vez más tragedias –en una sociedad en la que la
televisión se iba convirtiendo en una ventana abierta al mundo– nos hizo aún
más asequibles al escepticismo. La ciencia se quedó, en la mente de muchos,
como la única fuente de confianza.
Por otra parte, la producción en masa abrió la puerta a la sociedad del
consumo masivo. El crecimiento como mantra del desarrollo convirtió la
sociedad de la abundancia en el horizonte deseado para la mayoría de la
humanidad. Esta dinámica, la de la multiplicación de las necesidades y la
búsqueda de novedad constante, nació para el consumo material, pero
paulatinamente se extendió a otras esferas de la vida: experiencias y
relaciones también podían ser objeto de elección y de consumo. ¿Sería Dios
también desechable? ¿Podrían las ideas religiosas ser sustituidas, en el
mercado de las experiencias, por otro tipo de propuestas de sentido?
En tercer lugar, el siglo XX asistió a una puesta en valor del individuo.
Ya no son las clases sociales las protagonistas de la historia, sino las personas
concretas. Personas que valoran su ser únicas, su individualidad y su
autorrealización. El individuo se convierte en el centro de su propia vida. El
mundo se vuelve un espejo. El yo es el nuevo soberano. Las búsquedas
contemporáneas tendrán a menudo una dimensión subjetiva que se vuelve
innegociable: ¿qué me aporta esto? ¿Para qué me sirve? ¿En qué me
enriquece?

En medio de ese contexto, las antiguas certidumbres perdieron solidez.


Muchas convenciones incuestionadas desde hacía siglos cayeron como un
castillo de naipes. El desajuste entre lo que siempre había sido así y ese
mundo diferente provocó la conciencia de que hacían falta cambios, también
en la Iglesia.
El Concilio Vaticano II supuso la plasmación institucional de esa
conciencia de un cambio necesario, que llevaba décadas reclamando su
espacio. El concilio buscó un diálogo diferente entre la Iglesia y la sociedad,
un nuevo acercamiento, una revisión de lenguajes, de formas de hacer
pastoral y de comprender la Iglesia. Y, tras finalizar, dio paso a un período de
grandes cambios, que buscaban llevar a la práctica las intuiciones del
concilio. Nuevas teologías, opción por los pobres, la conciencia de la misión
imprescindible de todos los bautizados, revisiones de una liturgia que había
permanecido invariable durante siglos y dudas sobre el alcance y los límites
de la moral propuesta por la Iglesia fueron marcando, durante años
turbulentos, el escenario eclesial.
Las últimas décadas del siglo XX, en el interior de la Iglesia, fueron el
ámbito de una batalla entre sensibilidades. El pontificado de Pablo VI, y
sobre todo el de Juan Pablo II, se convirtieron en escenario de enormes
tensiones. De una manera simple –y con todas las prevenciones, para no
etiquetar de una manera demasiado burda– podríamos decir que se
enfrentaron una mentalidad más conservadora, más resistente a los cambios y
que sospechaba del peligro de relativismo que podía llegar con una aplicación
apresurada del concilio, y otra más progresista, que buscaba que la apertura
permitiese afrontar temas hasta entonces inamovibles.
Y todo esto se ha ido produciendo en un mundo cada vez más ruidoso,
con menos espacio para el silencio y la reflexión. Un mundo donde la
velocidad de todo tipo de cambios crece sin parar con respecto a siglos
anteriores, donde la quietud parece una excepción, donde los medios de
comunicación han ido colonizando cada vez más espacios, hasta llegar a
colarse en nuestros bolsillos a través de los smartphones. Un mundo en el que
Dios se desdibuja, quizás porque la fe necesita desplegar algunas de sus
búsquedas más importantes en esos espacios –cada vez más escasos– del
silencio, la calma y la desconexión.
2

Un mapa: actitudes extremas

Cuando se me ocurrió pensar en cómo entender la Iglesia a comienzos del


siglo XXI, el escenario era el resultado de muchas de las tendencias descritas
en el capítulo anterior.
La primera vez que pensé en tierra de nadie propuse un triángulo con tres
vértices. Eran, y así lo señalaba entonces, simplificaciones, con algo de
etiqueta, para intentar apresar la complejidad de lo real en un esquema
suficientemente comprensible. En uno de los vértices estaban los militantes
de la fe (enarbolando la bandera de la tradición y la defensa a ultranza de una
identidad clara, muy insistentes en las cuestiones de moral personal,
especialmente los temas de moral sexual, con una actitud defensiva ante la
sociedad y cerrando filas en torno a la autoridad eclesial). En otro, los
activistas (herederos de los movimientos sociales y la teología de la
liberación, convencidos de que es la acción transformadora en la sociedad lo
que da verdadera prueba de transparencia evangélica, y bastante críticos con
la concepción vertical de la autoridad). En el último, los antieclesiales (que,
ya fuera desde un ateísmo convencido o desde una fe no institucional, podían
acoger algunos contenidos de la fe, pero lo que no estaban dispuestos a
aceptar en ningún caso era que la Iglesia fuera la mediadora de la práctica
religiosa). Y, en el medio de los tres vértices, esa enorme tierra de nadie
donde estaba quien no se identificaba con ninguno de los extremos, y donde
además había muchas situaciones problemáticas.

Sin embargo, seguir hablando hoy de progresistas y conservadores –o de


activistas y militantes– del mismo modo tiene el peligro de plantear e
interpretar la situación del presente como si estas últimas décadas no
hubieran sido radicalmente distintas. Y lo han sido. Actualmente el diálogo –
o la incomunicación– en temas eclesiales tiene coordenadas diferentes.
¿Quién es más conservador hoy: el que vive anclado en discursos y
polémicas más propios de mayo del 68 o el que insiste en la transmisión
explícita de la fe en un mundo que ha vuelto la espalda a Dios? ¿Es más
transgresora hoy la revolución sexual o una propuesta que defienda la
necesidad de límites?

El mapa ha cambiado algo. Muchas de las dinámicas siguen ahí. Después de


todo, quince años no son una eternidad. Pero han sido quince años intensos,
de enormes transformaciones tecnológicas, culturales y sociales que han
dejado huella también en la manera de vivir la religión y las pertenencias. Por
eso creo que conviene tratar de redibujar y describir un poco mejor el mapa
de actitudes contemporáneas con respecto a la Iglesia.

Antes de intentar trazar ese nuevo mapa, me gustaría señalar algunos de los
cambios que más están incidiendo en la transformación contemporánea. En
concreto, hablaré de tres: el final de la educación religiosa, el avance del
emotivismo contemporáneo y la rebeldía contra el autoritarismo.

Hoy el mundo es tan plural, tan fragmentado y tan diverso, que la propia
experiencia religiosa es muy difícil de clasificar. Ya no podemos asumir dos
o tres itinerarios comunes tales que todas las personas hayan participado en
alguno de ellos para llegar a la fe o a la increencia. De hecho, lo que ha
cambiado es que ya no hay una educación religiosa común.
En una época no muy lejana, todo el mundo había recibido una educación
religiosa. Con unas u otras espiritualidades y acentos. Dicha educación,
además, se recibía de una manera convergente tanto en la familia como en la
escuela y en la parroquia –a la que prácticamente todos pertenecían y
asistían–. Quien más quien menos, todo el mundo tenía en su equipaje algo
de catequesis, unas clases de religión y la guía de familiares que practicaban
con más o menos entusiasmo. Unos negaron lo recibido. Otros lo asimilaron,
con mayor o menor profundidad. Hubo adhesión o rechazo, aceptación o
rebote, fe o escepticismo.
¿Qué ha cambiado? Está lejos esa época en la que la educación religiosa
era una experiencia transversal que casi todas las personas compartían. Hoy
no podemos dar por sentado que todo el mundo ha recibido una educación
religiosa. Hay generaciones –muchos padres y madres de hoy en día– para
quienes lo religioso ya no ha sido nunca parte significativa de la vida. La
educación religiosa no es innegociable en las aulas. Y la práctica parroquial y
sacramental es minoritaria. Hoy hay gente que no ha oído hablar de Jesucristo
–o si lo ha oído ha sido vagamente, a menudo en un contexto de
descalificación–. Y la Iglesia es una institución que ha perdido credibilidad y
relevancia. Cuando los padres de ahora, indiferentes a lo religioso, sean los
abuelos de mañana, entonces, para muchos, el horizonte familiar se habrá
vaciado del todo de experiencia religiosa.

Hablar del emotivismo contemporáneo tiene que ver con este mundo nuestro,
visceral y apasionado, en el que el sentimiento se ha convertido en valor de
medida. Para muchas personas, las experiencias son buenas o malas en
función de los sentimientos que provoquen. Si disfruto, es bueno. Si sufro, es
malo. Si me emociona y me colma, es bueno. Si me deja frío, es malo. Si me
saca una sonrisa, vale. Si me hace llorar, también vale. Pero si «solo» me
hace pensar, no es suficiente.
El emotivismo implica inmediatez y está muy vinculado al presente. La
memoria se desdibuja pronto –porque lo pasado ya no está y, por tanto, si
deja algún sentimiento, es, como mucho, emoción y nostalgia–. El futuro,
cuanto más lejano, más irreal resulta. Es difícil sentir a largo plazo.
Esta dinámica también influye en la vivencia religiosa. Porque para
mucha gente, creer va a ser un sentimiento de simpatía. Y oponerse a la fe a
menudo pasa más por un rechazo visceral y un sentimiento de antipatía que
por la comprensión de lo que está en juego.

Otro rasgo muy contemporáneo es la rebeldía contra el autoritarismo. Habrá


quien objete que esto no es algo propio del siglo XXI. De hecho, ¿no estamos
asistiendo en muchos lugares a la emergencia de populismos con una
vertiente autoritaria? Parecería que mucha gente está dispuesta a dar
autoridad hoy a líderes fuertes. Y, por otra parte, ¿no ha habido movimientos
que reivindicaban el fin de la autoridad incuestionada durante siglos? ¿Hay
mayor icono de la rebeldía antiautoritaria que el ya «lejano» y superado mayo
del 68? ¿A qué me refiero, entonces, cuando hablo de esta rebeldía como
motivo de cambio para la Iglesia, y en qué sentido aludo a ella como algo
nuevo?
Es cierto que durante varios siglos se fueron produciendo procesos de
emancipación frente a figuras de autoridad incuestionada. El absolutismo
acabó guillotinado –literal y metafóricamente–. La democracia es un sistema
mejorable, pero hasta el momento, y mientras no se demuestre lo contrario,
parece preferible a otros sistemas. La reivindicación de derechos de minorías
y de individuos ha ido produciendo avances que en el siglo XX se dispararon.
Derechos sociales, reivindicación del papel de las mujeres en sociedades
donde había una desigualdad estructural incuestionada, cierta reclamación del
papel de los jóvenes para transformar la sociedad sin ceñirse a pautas
predefinidas por las generaciones anteriores… Todo esto fue provocando
cambios enormes en la sociedad.
Sin embargo, estos mismos cambios, en la Iglesia, fueron menores. Por
supuesto que los ha habido, pero muy atenuados. Especialmente por una
dinámica de la que últimamente se está hablando mucho: el clericalismo.
Aunque se insista mucho en el papel de los laicos, todavía está todo
demasiado condicionado por una estructura vertical en la toma de decisiones.
Cuestiones como el papel de la mujer han avanzado mucho más en la
sociedad que en la Iglesia. Sin embargo, una rebeldía diferente está llegando
a la Iglesia también, alentada por la emergencia de la sociedad de la
información. Hoy la comunicación ya no está en muy pocas manos –como ha
ocurrido durante la mayor parte de la historia–. Hasta la aparición de internet,
y sobre todo de las redes sociales, los propietarios de los medios de
comunicación (también en la Iglesia) eran quienes generaban discurso.
Lo que cambia hoy en día es que la rebeldía tiene muchos más
portavoces. Los discursos son mucho más plurales, fragmentados y diversos.
Y esto no se puede disipar tan solo en nombre de una autoridad
incuestionable. Todo esto permite una actitud crítica que puede traer algunas
consecuencias negativas, pero también abre la puerta a muchas posibilidades.

Quedémonos con estos tres elementos: el final de un sustrato religioso


común, la primacía del sentimiento en la visión del mundo actual, y la
creación de una nueva dimensión crítica en las reivindicaciones
contemporáneas. Los tres influyen de manera determinante en la nueva
percepción de lo eclesial.

Antes de dar un paso más, me gustaría introducir aquí una terminología que
nos va a ayudar al dibujar el mapa actual de la tierra de nadie. Para describir
las pertenencias eclesiales, la principal distinción no tendría que ver hoy en
día con los temas que nos preocupan, sino con algunas actitudes que definen
nuestra manera de estar, de relacionarnos y de vivir la fe. Voy a partir de una
categoría que se ha hecho muy popular en las últimas décadas. La tesis de
Zygmunt Bauman sobre el mundo líquido se ha aplicado a muchos ámbitos
de la vida, y también puede ayudarnos a entender algunas formas de ser
Iglesia. Dicha tesis viene a sostener –simplificando mucho– que frente a un
mundo sólido, en el que habría instituciones, valores o dinámicas
suficientemente estables y resistentes como para ser un ancla donde sostener
la vida en común, nos encontramos en un mundo líquido, en el que se van
difuminando todas esas dimensiones más firmes y compartidas por toda la
sociedad. En consecuencia, solo queda el individuo, un individuo igualmente
líquido, sujeto más bien a las coyunturas, a sus apetitos y a lo subjetivo para
bandearse en la vida. A partir de esa idea, Bauman habló del mundo líquido,
de miedos líquidos, amor líquido, arte líquido, comunidad líquida… De una
vida líquida, en definitiva.

Basándome en esa imagen del sociólogo polaco, me atrevo a proponer que


hoy en día los vértices del triángulo pueden entenderse en una clave que nace
de su terminología. Habría, entonces, tres vértices en este nuevo triángulo.

La fe líquida en un mundo sin Dios

Hoy la fe –cuando la hay– es una amalgama de contenidos, actitudes y


formulaciones diversas. Para bastantes personas la fe es una vivencia
subjetiva, que no tiene por qué conllevar la aceptación de una tradición, de
una serie de dogmas o de una autoridad institucional.
Los creyentes líquidos serían aquellos cuya fe, de alguna manera, se
reduce a un «depende». «Yo creo a mi manera» es una frase que al mismo
tiempo dice mucho y no dice nada. Porque esa manera pueden ser muchas
cosas al tiempo. Dios es, en esa concepción, lo que cada uno quiera que sea.
Es un sentimiento, una fuerza, una energía, un principio. En estos casos la
religión, al menos la religión institucionalizada, es sobre todo, o únicamente,
un fenómeno cultural, una forma histórica de ponerle nombre a las cosas. La
fe no es excesivamente problemática porque no implica exigencia. O, en todo
caso, implica la dosis de exigencia que tú quieras asumir. Pero no es solo que
haya gente que se defina como creyente al margen de la religión institucional.
Es que también entre los que se definen como personas religiosas –digamos,
en nuestro caso, como católicos– se pueden ir dando pasos hacia una fe
líquida.

Hay cuatro elementos que ayudan a entender lo que es esa fe líquida: la


subjetividad, la fragmentación, la libre elección y la relatividad de lo
religioso.
En primer lugar, hay en esta fe líquida un punto de subjetividad esencial.
La idea de un credo externo, propuesto en común, heredado y compartido,
resulta negociable, al menos en sus puntos más problemáticos. No es que uno
no crea. Yo creo en lo que creo. Y si no creo en algo, ¿quién me va a decir
que es necesario? Algo semejante ocurre con la parte ritual de la vida de fe.
¿Sacramentos? ¿Ritos? ¿Prácticas religiosas? Si me sirven, bien. Si no, los
puedo desechar tranquilamente como cumplimiento vacío. «Total, ¿para qué
voy a ir a misa si no me dice o no me aporta nada?» razona este creyente
líquido. La voluntad ha reemplazado a la obligación y la conveniencia a la
fidelidad a la hora de aproximarse a la práctica religiosa. Con la pega de que
a veces se puede confundir libertad con apetencia.
En segundo lugar, hablar de fragmentación significa que uno puede
compartimentar (fragmentar) la vida en distintas facetas, en las cuales está
permitido funcionar con lógicas diferentes, a veces hasta contradictorias. No
hay problema, porque son compartimentos estancos. Uno puede ser un
tiburón en el mundo laboral, ambicioso, implacable y competitivo. Puede ser
al tiempo un padre de familia cariñoso y generoso en su manera de vaciarse
con su pareja o sus hijos. Un creyente de fin de semana. Y además hacer una
escapada con los amigotes de toda la vida durante quince días al año en los
que parece que se hace una tregua en la sensatez y caben excesos que no se
viven como incompatibles con todo lo anterior.
El tercer elemento de la liquidez tiene que ver con la libertad de elección.
Puedo elegir aquello que necesito, me interesa o me llena, y prescindo de lo
que me resulta más inconveniente, difícil o incomprensible. Y no solo hay
libertad de elección dentro de la propia religión, sino también en la
posibilidad de cambiar de Iglesia. Hay que entender bien este punto. En un
contexto de pluralismo religioso, en el que hay cada vez más alternativas a
nuestro alcance, la posibilidad de escoger, cambiar, pasar de una Iglesia a
otra, puede irse dando con menos trauma. En un contexto como el español,
aún se podría decir que la gran alternativa, para una mayoría de la población,
es entre la Iglesia católica o nada. Pero en latitudes no muy lejanas la
aparición de diversas denominaciones, cultos e iglesias ha generado una
dinámica distinta para muchos creyentes, que contemplan la posibilidad del
cambio de congregación como una variable más dentro de su vida de fe.
Por último, hablamos también de relativismo. Tiene que ver con la
pérdida de suelo firme en que enraizar valores absolutos. Hay quien no cree
que existan principios o valores absolutos o innegociables en la vida, en la
sociedad o en la fe. Si todo depende de circunstancias, interpretaciones,
tiempos y lugares, a veces podemos caer en que todo sea negociable. En el
fondo, una fe sólida necesitará tener claro qué es lo innegociable. Y para
mucha gente, la respuesta a esta cuestión sería que nada. Porque todo
depende…

Lo que caracteriza al creyente líquido es que su fe no es problemática. Y su


vinculación con la Iglesia, tampoco. Precisamente porque todo aquello que
pudiera ser fuente de contradicción, tensión o rechazo, lo aparca.

La fe rígida en un mundo sin alternativas

Otra actitud extrema es la de los creyentes rígidos. No es lo mismo ser sólido


que ser rígido. La solidez –ya lo veremos más adelante– es algo bueno y es
una necesidad hoy en día. Pero es posible –y en temas de fe es incluso
necesario– que solidez y flexibilidad vayan de la mano. Porque la realidad es
muy compleja y la religión, cuando es incapaz de acoger la complejidad, se
convierte en fuente de intolerancia.
Creyentes rígidos son aquellos incapaces de aceptar la diferencia. Su
actitud básica es la sospecha. Su gesto, el ceño fruncido ante aquello que no
comparten. Su exigencia, la homogeneidad. Su tentación, el dogmatismo –
dogmatizar aquello que no es dogma–. Su fórmula infalible, la
descalificación.
La rigidez es una afección desgraciadamente contemporánea. Quizás se
entiende mejor cuando hablamos de polarización. Hay muchos ámbitos en los
que, hoy en día, la gente tiende a irse a los extremos. Y el problema no es irse
a un extremo sino convertir en enemigo a quien no comparte tu forma de
entender las cosas. Este tipo de extremismo es desgraciadamente frecuente en
la política, pero se da también en otros muchos ámbitos de la vida. Hoy la
diferencia se convierte en motivo de ataque. Incluso abriendo la puerta a la
violencia física, la burla, la exclusión del otro o el insulto y agresión personal
a quien pueda tener otra perspectiva. Es frecuente buscar el agravio y la
demonización del que opina distinto, que inmediatamente se convierte, para
el rígido, en adversario y, más aún, en enemigo.
La rigidez no es patrimonio de una manera de ver la realidad. Hay, por
entendernos y aun a riesgo de simplificar, gente que es conservadora y muy
rígida, y gente que es muy liberal o progresista e igualmente rígida. La clave
de la rigidez no son los acentos con los que uno cree sino la tentación de
convertir la propia forma de hacer las cosas en la única forma posible.
Hoy en día –al menos en España– la polarización ambiental también está
afectando a muchos ámbitos de Iglesia. El espacio donde esta rigidez se hace
más visible es el de las redes sociales. Se han convertido en el altavoz
perfecto para todo tipo de intransigentes. A menudo –aunque no siempre–
desde el anonimato. Casi siempre desde una distancia que favorece una
dureza y displicencia que, en la proximidad, serían mucho más matizadas.
Los creyentes rígidos dividen el mundo en buenos y malos. En puros e
impuros. Los buenos son los que sienten, rezan y actúan como uno mismo.
Malos son los otros. El rígido se siente en posesión de la verdad. Y si hay que
arremeter contra el otro, se hace. Incluso si ese otro es el mismo papa de
Roma, a quien muchos, en los últimos tiempos, han llegado a atacar como
falso, ilegítimo o anticristo. Esa es la trampa del rígido. No que vea
diferencias sino que es incapaz de tolerarlas y que convierte su perspectiva en
la única legítima. Veamos algunos ejemplos de rigidez.

Hay infinidad de cuestiones en las que hoy en día la Iglesia está buscando
nuevas aproximaciones pastorales. Dos sínodos recientes, sobre la familia y
sobre los jóvenes, despertaron expectativas para ver si se puede dar algún
paso adelante en cuestiones relativas al papel de las mujeres, a la situación de
las personas divorciadas que han rehecho su camino o a las propuestas de
vida para las personas homosexuales. Pero hubo quien antes, durante y
después estuvo con las armas cargadas apuntando hacia el papa, hacia los
mismos sínodos, hacia los documentos resultantes y hacia cualquier
posibilidad de cambio.
La referencia constante a números del catecismo –como si en él estuviera
ya toda la verdad, para todos los tiempos, contenida de una forma definitiva e
inamovible–, la manera despectiva de aludir a una aproximación pastoral y la
división de la jerarquía en buenos y malos en función de la distancia con las
propias ideas son dinámicas que contribuyen a preservar la rigidez. En
muchos de estos casos se minimiza el papel de la conciencia. Pero la
conciencia es necesaria, precisamente porque no todo se puede recoger en
definiciones, que no pueden abarcar la complejidad de la realidad y los
cambios de una sociedad a lo largo del tiempo.
Hay nostálgicos de otra época que han convertido la comparación con el
pasado en su manera de despreciar el presente. Las cosas ya no son como
eran antes y, en consecuencia, lo que hay que hacer es buscar culpables y
convertir la cantinela nostálgica en arma arrojadiza. «En mi época los
seminarios estaban llenos». «En mi época los colegios estaban llevados por
religiosos». «En mi época todo el mundo iba a misa». «En mi época la
manera de celebrar era más solemne, más universal (y en latín)». «En mi
época las familias resistían más». «En mi época los jóvenes obedecían a los
mayores»[3]. Tras la nostalgia vienen el reproche y la búsqueda de culpables.
Si las cosas no son como fueron antes, es porque alguien lo está haciendo –o
lo ha hecho– mal. Por supuesto, ese «alguien» son siempre los demás, que
han elegido caminos equivocados. Las nuevas cuestiones que hoy en día
plantean incertidumbre son fácilmente desechadas: ¿preocupación
medioambiental y ecológica? Son veleidades burguesas de este papa
peronista. ¿Reivindicación de una mayor responsabilidad de las mujeres en la
Iglesia? Son protestas absurdas de feministas infiltradas. ¿Malestar con la
respuesta insuficiente para las personas de orientación homosexual? ¡Es la
ideología de género, estúpidos! ¿Necesidad de nuevos lenguajes en la
liturgia? Menos guitarritas y más himnos.

Con todo, la rigidez asociada a la nostalgia de otra época no es patrimonio de


quienes añoran el mundo anterior al Concilio Vaticano II. También hay quien
está atascado en los años 70 u 80. Gente que cree que con ellos empezó todo
de nuevo. Ellos se abrieron al mundo. Ellos tendieron los puentes que estaban
caídos. Encontraron nuevos modelos pastorales. Abrieron puertas, tuvieron
iniciativas, crearon movimientos, comunidades de base, formas mucho más
cercanas de celebrar, procesos de pastoral que incluían no solo formación
religiosa sino psicología, humanismo y un acento claro en los valores
personales. Ahora, sin embargo, el mundo cambia y, como consecuencia de
la complejidad de una época en la que lo religioso se difumina, nuevas
generaciones piden, por ejemplo, más énfasis en la identidad. Y entonces, los
creyentes rígidos abanderados de aquella «primavera», convencidos de que
con ellos se acabó la historia, solo saben decir: «Uy, los jóvenes de ahora son
mucho más carcas que antes». Incapaces de pensar que tal vez el futuro pide
otro tipo de énfasis y acentos.

Excursus: Los implacables

Son pocos, pero hacen mucho ruido. Se llaman unos a otros para
amedrentar a quien no comulgue con sus ideas. Utilizan a conveniencia
conceptos llenos de piedad, sin importarles si lo que dicen se corresponde
con la realidad a la que aluden. Pasan de la diferencia de ideas al ataque
personal sin reparo. Manipulan conceptos. Provocan, deseando una
respuesta para volver a replicar y así enzarzarse hasta el infinito, pues en
realidad no esperan intercambiar ideas sino avasallar. En nombre de Dios
renuncian a la caridad. Creo que, de una manera consciente o
inconsciente, pretenden colonizar las redes, expulsando ideas y puntos de
vista diferentes. Su poder es el miedo. Y su actitud la de los matones, que
necesitan ser muchos para amedrentar.
Se aprovechan de que la mayoría es silenciosa. Y es que,
efectivamente, la mayoría es silenciosa, tranquila, paciente y reflexiva,
mucho más capaz del matiz e incluso de la duda. Por eso, un análisis
sencillo de los datos permite darse cuenta de que en realidad hay mucha
más gente tranquila que exaltada, pero hace menos ruido.
Lo triste es que –sospecho– no hay en su actitud maldad sino una
mezcla de convicción errónea e ignorancia, alentada a veces por líderes
igualmente furibundos. Buscan el bien, pero están atrapados en la ley de
piedra.
Frente a ello, la resistencia tiene que ser paciente, perseverante y tan
estratégica como sus ataques. No entrar en discursos absurdos. No
permitir los insultos, solo las ideas. No confundir libertad de expresión
con faltas de respeto. Y tratar de ver, entre los muchos reproches injustos,
si hay elementos de crítica que sí merecen que uno se cuestione –porque
también uno mismo tiene que reconocerse susceptible de error y
necesitado de profundizar en muchas cuestiones–.
Y, sobre todo, mantener la resistencia tranquila de los mansos, que
heredarán la tierra.

Rígidos de día, líquidos de noche

Antes de dar un paso más y pasar al tercer vértice, que es el de quienes


rechazan la fe –o al menos la religión–, me gustaría clarificar algo. La
primera vez que describí la tierra de nadie, los grupos que estaban en los
extremos representaban identidades de algún modo completas. Quien estaba
en un extremo no estaba en otro. El militante de la fe no podía ser más
distinto al activista. Sin embargo, en este momento no estoy describiendo
identidades, sino actitudes. Y eso hace que las cosas cambien un poco.
Al tratarse de actitudes hacia lo religioso, no estamos refiriéndonos a
identidades monolíticas. Acabo de hablar, en las páginas anteriores, de fe
líquida y fe rígida. Lo chocante es que no son categorías excluyentes. Algo
muy propio de nuestra época, tan compleja y difícil de definir, es que se
puede estar a la vez en distintos vértices. Uno puede tener una fe que incluye
elementos líquidos y a la vez es rígida en algunos puntos. De hecho, suele
ocurrir. Gente que es intransigente en algunas de sus convicciones, pero que
de otros aspectos puede prescindir absolutamente.
Pongamos algunos ejemplos. Hoy en día podemos tener alguien
tremendamente rígido en lo celebrativo y litúrgico. Gente que quiere que todo
sea solo de una manera (la suya). No soportan una vela fuera de sitio, una
casulla mal elegida, una palabra de más o de menos en la liturgia. Sin
embargo, esa misma gente considera que el discurso ecológico es un
entretenimiento buenista y, por lo tanto, ni se plantea que la fe pueda apuntar
en la dirección de la sensibilidad medioambiental. Ahí tenemos la doble
actitud: rigidez litúrgica, liquidez ecológica.
Otro ejemplo: tenemos un joven absolutamente rígido con lo que la
Iglesia dice sobre las personas homosexuales. Siempre pone por delante el
discurso sobre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados
y, por tanto, no hay discusión posible. Ese mismo joven considera que las
relaciones prematrimoniales –las suyas– hoy en día son no solo posibles sino
razonables, y lo justifica sin mayor problema. Rápidamente argumenta que es
que son dos cosas distintas. Rígido con los homosexuales, líquido con sus
propios límites.
Y uno más: tenemos una persona que cada vez que el papa dice algo que
le gusta, lo convierte en ley y arma arrojadiza. Y cada vez que dice algo que
no, lo tacha de bergogliada. Rigidez magisterial, liquidez magisterial. Hay
quien la rigidez la pone en el magisterio y, en cambio, lo pastoral lo
minusvalora. Y en el extremo opuesto, quien todo lo justifica en el nombre de
la pastoral pero considera que la teología o el magisterio no aportan nada.
Existen miles de casos y situaciones similares.

La fe cuestionada en un mundo sin Iglesia

El tercer vértice del triángulo eclesial no ha cambiado tanto. En todo caso, ha


aumentado el volumen de gente que opta por mantener esta actitud. Lo
forman quienes rechazan taxativamente lo eclesial. Este vértice está poblado
por una abigarrada mezcolanza de personas, diversas en casi todo, pero
coincidentes en que la Iglesia no es para ellos ni referencia, ni camino, ni
comunidad de pertenencia.
Por una parte, hay cada vez más gente para la que la fe es una experiencia
interior, subjetiva, personal e individual, sin concreción institucional. Si hay
algo comunitario, será algo más afectivo y selectivo, pero no una estructura
eclesial que implica toda una serie de vivencias, ritos, tradiciones y doctrinas,
que no me interesan porque siento que no me aportan nada –podría pensar
quien se sitúa en este vértice–. Puedo vivir perfectamente sin ellas. Dios sí,
pero Iglesia no.
Hay también quienes el problema lo tienen con esta Iglesia en particular.
Tal vez si hubiera otra diferente y mejor, uno estaría más dispuesto a sentirse
parte de ella. Pero ¿la Iglesia católica? Es verdad que muchos creyentes
afirmamos que la Iglesia no es perfecta, que es santa y pecadora, que en ella
conviven luz y sombra, pecado y liberación, trigo y cizaña. Y muchos
lidiamos con esa limitación. Pero hay bastantes personas para quienes resulta
imposible aceptar tanta ambigüedad. Gente que se siente rechazada y no está
dispuesta a ser paciente a la espera de cambios. Personas que no reconocen
autoridad a una institución a la que ven incoherente. Hombres y mujeres
estremecidos con los abusos a menores y a personas vulnerables, producidos
y encubiertos dentro de la estructura eclesial de una manera sistemática, que
no ven que haya posibilidad de sanación de dicha estructura.
Quizás hay contextos en los que esta resistencia no llevaría al rechazo de
lo eclesial, sino, en todo caso, a la búsqueda de otra Iglesia más afín.
Contextos donde el pluralismo religioso está más asentado y la diversidad de
denominaciones cristianas es más habitual. Pero, en lugares donde el
cristianismo es básicamente catolicismo, el rechazo suele ser rechazo no solo
de la Iglesia sino también de todo lo que suponga una vivencia compartida de
la fe.
En tercer lugar, están los que consideran que la fe es un cuento, una
respuesta errónea o una búsqueda desesperada de sentido. Entre estos, los hay
más militantes del ateísmo (o, en su defecto, del agnosticismo). Si a esto le
añadimos la percepción que muchos tienen de que la religión es mala, que ha
sido causa de conflictos, de catástrofes y de problemas, y que el mundo
estaría mucho mejor sin ella, entonces ya tenemos las militancias más
agresivas. Quizás hayas oído alguna vez esa expresión tan provocadora de
que «la única iglesia que ilumina es la que arde». Bueno, no es que todos los
ateos sean beligerantes anticlericales, pero hay bastantes. Personas que,
enarbolando alguna causa concreta en la que se sitúan en las antípodas de los
planteamientos eclesiales, lanzan ataques furibundos a todo lo católico.
Pintadas, escraches, burlas, descalificaciones… Quizás en España no se sufre
una persecución como la que, en algunas latitudes, está llevando hoy a la
muerte a muchos cristianos –en estos casos, además, a menudo por conflictos
de raíz religiosa–. Pero sí se da un amplio abanico de descalificaciones y
ataques a lo religioso.

Hay, en este amplio grupo de gente que se opone a la religión, un elemento


desgraciadamente frecuente, y es la ignorancia. Entiéndaseme bien: no estoy
diciendo que todos los que rechazan la fe –o la Iglesia– sean ignorantes, ni
pretendo hacer una descalificación fácil e injusta de quien se opone a la
Iglesia. Hay, sin duda, muchas personas que, tras búsquedas razonables,
legítimas y profundas, han decidido que no creen que exista Dios, o que no
les convence lo que la Iglesia propone y, por distintos motivos, han elegido
pasar de ella.
¿A qué me refiero entonces? A que desgraciadamente hoy abunda la falta
de información a la hora de tomar postura. No ocurre solo con los temas
religiosos. Pero también ocurre con ellos. Hoy se habla mucho de la
necesidad de profundidad. O, a la inversa, se critica la enorme superficialidad
de nuestra época. En infinidad de ámbitos se viene denunciando la fugacidad
de los intereses, la poca disposición a razonar, la falta de lectura, de
formación y de información a la hora de opinar. Es tristemente frecuente que,
en casi todos los temas, nuestra cultura sea mediática. Es decir, sabemos lo
que aprendemos por los medios de comunicación, por las redes sociales y al
hilo de las polémicas de turno. Entonces, sobre la Iglesia, mucha gente tiene
una imagen bastante plana. Según el tipo de medios que siga –según que sean
más favorables y respetuosos o más distantes y agresivos–, pensará en la
Iglesia con unas u otras categorías, muchas veces más propias de forofos y
hooligans que de una reflexión matizada.
Si a esto se le añade la facilidad con que en nuestra época se juzga el
pasado con categorías del presente –de una manera selectiva, todo hay que
decirlo–, el resultado es explosivo. Las cruzadas fueron horribles. Por
supuesto. Vistas desde hoy, resulta estremecedora la idea de matar al otro al
grito de «¡Muerte al infiel!». Pero la cultura en que aquello se produjo era
una cultura en que la muerte del enemigo estaba presente en toda la sociedad.
¿Te imaginas que juzgásemos a los políticos de hoy acusándolos de que la
política medieval se resolvía a base de ballestas y catapultas? ¿O te imaginas
que culpásemos a los médicos actuales por algunos tratamientos antiguos que
hoy se ven como verdaderas barbaridades? No lo hacemos. Pero a la Iglesia
sí.
Probablemente, y para no ponernos demasiado victimistas, parte de esta
beligerancia nace de la percepción de que la Iglesia quiso presentarse como
portadora de la verdad absoluta e infalible en muchos casos que hoy se han
demostrado erróneos, y hay cierto resquemor con esa superioridad moral
ahora convertida en pies de barro.

Hoy es más fácil demonizar «lo otro» y convertirlo en blanco de ataques o de


desprecio. Esto, en el caso de la Iglesia, se produce especialmente porque los
discursos públicos sobre lo eclesial suelen ser monolíticos y bastante gruesos.
No es únicamente problema de una opinión pública o una prensa poco amiga
del matiz. Es también un problema interno, pues las generalizaciones del tipo
«es que los obispos…», «es que el catecismo…», «es que la moral…», «es
que la teología…», «es que las misas…», «es que los religiosos…», «es que
los laicos…», suelen ser bastante poco matizadas para la variedad de asuntos,
situaciones y personas de las que se está hablando.
Se suele generalizar, además, con lo más estridente. Basta con que haya
un titular negativo sobre unas declaraciones hechas por un representante de la
Iglesia para que esto refuerce el prejuicio sobre todos los demás, como si
todas las opiniones convergieran en una sola. También se suelen mezclar
afirmaciones propias de nuestra época con otras que parecen ancladas en
algún momento entre Trento y el Concilio Vaticano II, como si no hubiera
habido después matices y transformaciones de la sociedad y, con ella, de la
Iglesia. No es infrecuente encontrarse a personas que se sorprenden cuando
oyen a un sacerdote hablar con discreción, prudencia y sin maximalismos
sobre cuestiones de la vida cotidiana. Invariablemente alguien termina
afirmando: «Ojalá hubiera más curas como tú». Y el tú en cuestión se las ve y
se las desea para intentar convencer al otro de que, en realidad, hay muchos
más. De que la imagen que muchas personas tienen de lo que somos,
decimos, pensamos y hacemos en la Iglesia es una imagen sesgada, basada en
cosas que quizás pasan, pero que no son la tónica general.
El problema mayor viene cuando la ignorancia se convierte, por una
parte, en insignificancia (en el sentido estricto de la palabra: una pérdida
radical de significados) y, por otra, en animadversión, porque lo que se
percibe es una triste parodia, estridente y gris, de lo que es una realidad
mucho más compleja y colorida.

[3] Esto de los jóvenes, por otra parte, ya lo decía Sócrates. Lo que demuestra quizás que esta
tendencia a idealizar la propia juventud es un rasgo bastante universal, que atraviesa el tiempo y las
generaciones.
3

Un mapa: tierra de nadie

Pues bien, en medio de esas tres actitudes (la rigidez intransigente, la liquidez
sin raíz y el rechazo, por los motivos que sean), se extiende un mundo mucho
más amplio y difícil de definir. Una tierra de nadie que es, en realidad, la
tierra de tantos. Me gustaría intentar definir algunas situaciones que nos
vamos a ir encontrando en esta tierra. Me gustaría también que esta
descripción no sea tan solo una enumeración de casos. Es, más bien, la
manera en que muchos vivimos la pertenencia. La forma en que toman
cuerpo situaciones de dificultad, de poca claridad o de búsqueda razonable y
legítima de respuestas.
Quizás en algunas cuestiones el habitante de esta tierra de nadie tienda
hacia la rigidez, pero sin ser tan intransigente que convierta la rigidez en
muro y sus convicciones en barrera. O tal vez pueda ser más flojo, volátil y
tender a la liquidez en alguna de sus percepciones, pero es consciente de que
no todo vale, de la necesidad de límites y de que su opinión no es la medida
de todas las cosas. Puede ser también alguien enfadado con la Iglesia, que
cuestiona algunos aspectos concretos de la realidad eclesial, pero no lo hace
desde fuera, como quien se ha bajado del tren y ya opina sobre algo ajeno,
sino desde dentro, como alguien que desea que cambie lo que ama, porque
intuye que tiene que ser mejor.
Si he dicho hasta ahora que los vértices del triángulo eclesial tienen más
que ver con actitudes que con identidades, algo parecido diré de la tierra de
nadie. La tierra de nadie es el lugar donde la actitud más determinante es la
búsqueda.
El poblador de la tierra de nadie es alguien consciente de que le faltan
respuestas. Pero no le convencen ni la rigidez de quien parece tenerlo todo
claro ni la tranquilidad de quien no se hace preguntas porque no las necesita.
Tampoco le parece que los motivos para la crítica a la Iglesia –que los hay–
sean suficientes para darle la espalda. El habitante de tierra de nadie pelea por
encontrar respuestas. Pero a veces las que encuentra no lo convencen del
todo, porque no puede creer que sean suficientes. Ya sea por su propia
situación, o por el mundo en el que vive, le toca hacer algunas preguntas
clave.
La búsqueda tiene que ver con la conciencia de que la Verdad es algo de
lo que hay que hablar con respeto y humildad. La Verdad, para el creyente, es
Jesucristo, sí. Pero no podemos pretender que cada afirmación, cada forma de
entender las cosas en una época determinada, cada concreción de la fe en
formulaciones, ritos o normas haya nacido con vocación de eternidad y haya
sido instituida tal cual por el mismo Jesús. Y, por eso mismo, nuestra
concepción de la verdad necesita concreciones que van abarcando una
realidad cada vez mayor, a medida que el ser humano despliega su ingenio,
que el mundo cambia y que el tiempo va abriendo la puerta a nuevas
situaciones.
Y, por eso, el mundo despierta preguntas. Y dudas. La duda no es
enemiga de la fe sino aliciente para avanzar hacia una fe más profunda. El
habitante de la tierra de nadie es alguien que busca solidez, pero una solidez
que no es rígida. Es alguien que busca libertad, pero una libertad con raíz. Y
es alguien que busca cambios, pero desde la actitud profética de quien se
siente parte de la Iglesia y no ajeno a ella.
La tierra de nadie es tierra en la que a uno, en ocasiones, le duele lo que
encuentra. Pero también vive con pasión, esperanza y posibilidades mucho de
lo que ve. Porque sí, a todos nos puede doler a veces la Iglesia. Pero porque
nos duele lo que amamos.
En los próximos capítulos voy a intentar presentar algunas vivencias propias
de esta tierra de tantos.
4

Las mujeres

Creo que es de justicia empezar este recorrido por la tierra de nadie aludiendo
a las mujeres, que son la mayoría en nuestra Iglesia. La cuestión de la mujer
en la Iglesia es una de las asignaturas pendientes del cristianismo, pues ellas
tienen una presencia que no se corresponde con su peso en la institución. El
mundo –al menos en Occidente– está asistiendo a una revolución, ya no
silenciosa. Las mujeres, con toda la razón, no se resignan a ocupar un papel
secundario. Reclaman verdadera igualdad. Consideran que se está avanzando,
pero que hay que avanzar más.
Como ocurre con casi todas las polémicas, es fácil irse a los extremos. En
un extremo estarían quienes describen el presente como si fuera una sociedad
patriarcal, machista, primitiva, en la que las mujeres están poco menos que
esclavizadas y sujetas a los caprichos de los varones. Como eso no se
corresponde con la realidad que muchos vemos a diario, hay quien utiliza el
desmentido para irse al otro extremo y decir que esta es una sociedad
igualitaria, donde, existiendo iguales derechos sancionados por la ley, no hay
nada que objetar y todo está en orden.
La realidad, una vez más, es compleja y sutil. ¿Hay desigualdad por causa
del género en nuestro mundo? La hay. ¿Puede que sea mayor en otras
latitudes y culturas? Sin duda. Pero eso no significa que aquí haya plena
igualdad. Hace años se empezó a hablar de micromachismos para mostrar la
cantidad de pequeños detalles en los que se dejaba ver una mentalidad que
funciona asumiendo, en muchos ámbitos de la vida, la pretendida
superioridad del hombre sobre la mujer.
El feminismo contemporáneo reclama igualdad. Y afirma que no la hay.
Sin embargo, en demasiados casos, en lugar de profundizar en esta
afirmación para tratar de ver si es verdad o no –y, en caso de que sea verdad,
hasta qué punto lo es–, lo que termina produciéndose es lo de siempre: debate
sin cuartel entre quienes están de acuerdo y quienes no lo están.
La polarización pasa por exacerbar las diferencias. Por un lado, tenemos
que en el mismo saco de la reivindicación de la igualdad se van metiendo un
montón de campañas de diverso sesgo, desde la violencia de género hasta el
derecho al aborto, desde las cuotas en determinados puestos sociales hasta la
obligatoriedad o no de un lenguaje inclusivo. Desde el #metoo que planta
cara a toda forma de acoso a la sororidad, que, según a quién escuches,
significa cosas diferentes. En los casos más extremos parece que o aceptas
todo lo que va en el pack o te falta pureza en la reivindicación.
En el otro extremo, están quienes son incapaces de ver la necesidad de
justicia que subyace a muchas de las reivindicaciones del movimiento
feminista. O bien se pone el acento en los temas más polémicos y discutidos
(como el aborto), para mostrar que no se puede estar de acuerdo con «ellas»,
o bien se buscan explicaciones cómodas para los datos incómodos: si cobran
menos, es porque rinden menos; si no están en los consejos de administración
en el mismo porcentaje que los hombres, es porque ellas tienen más instinto
familiar, y otra serie de argumentos similares. O, en el caso extremo, se busca
un ejemplo de feministas intolerantes (que también las hay), se las etiqueta
como «feminazis» y, a partir de ese momento, en cuanto una mujer sea tenaz
discutiendo, se la descalifica como «feminazi», se le dice que se tranquilice y
santas pascuas.

¿Y en la Iglesia? En la Iglesia la cosa se vuelve más compleja. Porque se


mezcla todo esto con la diversidad de funciones, de roles y las discusiones
sobre el papel de la mujer. Es sorprendente pensar que durante siglos la
Iglesia católica en Europa fue la institución donde las mujeres podían tener
más libertad en la sociedad. Frente a un sistema absolutamente patriarcal, las
mujeres en los conventos vivían sin estar (tan) sometidas al yugo masculino
como lo estaban en los restantes ámbitos de la vida. Algunas abadesas tenían
poder –es famoso el caso de la abadesa de Las Huelgas, más poderosa que el
obispo según cuentan las crónicas–. Sin irnos tan atrás, algo semejante
supuso la vida religiosa apostólica femenina, con mujeres audaces dispuestas
a tomar las riendas de instituciones y moverse por el mundo en contextos
donde, de nuevo, el lugar destinado a la mujer era exclusivamente el hogar.
Sin embargo, esa sociedad patriarcal que relegaba a las mujeres al ámbito
doméstico fue cambiando. El siglo XIX y, sobre todo, el XX vieron una
revolución en lo relativo al papel de las mujeres. Pero, mientras el mundo se
transformaba, la Iglesia seguía igual. De modo que pasó de ser la institución
donde las mujeres tenían un rol más abierto a ser una de las instituciones
donde más quedaban en segundo plano.
En la Iglesia católica, hoy en día, el acceso al sacerdocio es
exclusivamente masculino. Así ha sido a lo largo de los siglos y, salvo
algunas alusiones al diaconado femenino en los primeros siglos, la
masculinidad del ministerio ha permanecido incuestionada durante buena
parte de la historia. El papa Juan Pablo II declaró cerrada la puerta a la
discusión sobre una posible ordenación de la mujer al escribir su carta
apostólica Ordinatio sacerdotalis, promulgada el 22 de mayo de 1994. Es
verdad que la tradición en la que este sacerdocio masculino echa raíz es la de
una cultura masculina, como fue la de Occidente.
El papa Francisco, ya muy pronto, también en los comienzos de su
pontificado, reconoció que la Iglesia tiene una asignatura pendiente con las
mujeres. En su exhortación apostólica Evangelii gaudium, señalaba que «las
reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme
convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la
Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir
superficialmente»[4]. El 12 de mayo de 2016, durante una audiencia con 900
religiosas reunidas para la asamblea trienal de la Unión Internacional de
Superioras Generales, una de ellas planteó al papa esta cuestión: «¿Qué
impide que la Iglesia incluya mujeres entre los diáconos permanentes, como
sucedía en la Iglesia antigua? ¿Por qué no se crea una comisión oficial que
estudie esta cuestión?». Y el papa respondió creando dicha comisión. ¿Se está
hablando de una ordenación diaconal? ¿Era algo diferente el diaconado de la
Antigüedad? Todos esos son los temas que se trata de clarificar en un foro
así. Tres años después, en el mismo foro, el papa enfrió de nuevo las
expectativas despertadas, señalando que la comisión no había llegado a una
idea clara, que en todo caso hablar de diaco-nado femenino era hablar de algo
diferente al diaconado masculino y que había que seguir estudiando el tema.
Tras el sínodo de la Amazonía Francisco confirmó su decisión de retomar el
trabajo de la comisión nombrando en ella nuevos integrantes para estudiar el
posible rol de las diaconisas en la Iglesia primitiva.
Pero no es esta la cuestión –o no es la única cuestión, en todo caso– y
precisamente ahí está la trampa. Reducir los diálogos sobre el papel de la
mujer en la Iglesia a una reflexión teológica –sin duda necesaria– sobre el
acceso o no al sacerdocio y a las consecuencias que puedan derivarse de los
resultados de dicha reflexión es insuficiente. No habría que tener ningún
temor a esas reflexiones siempre que los teólogos y las teólogas sean capaces
de hacer bien su trabajo de exégesis, interpretación y búsqueda de la verdad.

La trampa, como digo, es reducir la discusión sobre el papel de la mujer en la


Iglesia a la pregunta de si deben o no ordenarse. Porque hay otros muchos
ámbitos donde la mujer está excluida. Todos aquellos en los que la
responsabilidad la ocupan clérigos. Y ahí aparece el problema –también
ampliamente señalado en nuestros tiempos– del clericalismo. A lo largo de
los siglos la estructura de la Iglesia fue viendo cómo la responsabilidad, la
toma de decisiones y muchos de los roles más activos quedaban reservados
para el clero. Influían en ello una mezcla de inercia, ambición, la formación
recibida y una espiritualidad que consideraba que el estado más excelso era el
clerical y el consagrado, mientras que la vida del laico era una vida menos
perfecta, reservada para aquellos que no fueran capaces de vivir los rigores de
una santidad más completa. Evidentemente, cuando todas esas estructuras
fueron consolidándose, no se hacía este tipo de discursos (ni siquiera los
conceptos se utilizaban entonces como ahora). Por ejemplo, el laicado, su
dignidad y su función fueron especialmente reivindicados por el Concilio
Vaticano II, hace apenas cincuenta años.
El caso es que, aún hoy, y aunque algunas cosas van cambiando, las
mayores responsabilidades en la Iglesia están reservadas a los clérigos. La
verticalidad en la autoridad está muy asociada, además, al ministerio. Desde
el papa hasta el párroco, el ministerio conlleva no solo servicio sino poder, a
veces ejercido con plena autonomía en la parcela que a uno le toque (ya sea
dicasterio, diócesis o parroquia). Además, funciones como la de enseñar (el
magisterio, la predicación) quedan casi siempre reservadas a los clérigos
(salvo donde no los hay). Los procesos de toma de decisiones (siendo los más
visibles los sínodos y el cónclave) también los ejercen los clérigos. Y, por
una mezcla de conveniencia primero y después de inercia y tradición, hay
muchos puestos reservados hasta hace muy poco solo a los obispos (los
prefectos de los dicasterios, los máximos responsables de la diplomacia o los
cardenales, que son quienes eligen al papa). En todos estos ámbitos llama
poderosamente la atención la ausencia de mujeres. Como digo, no solo faltan
mujeres; también faltan laicos. Sin embargo, es más evidente que lo
masculino sí está presente, pero lo femenino no. ¿Hay mujeres en puestos de
responsabilidad en la Iglesia? Hay algunas. Pero ¿es suficiente?
En mayo de 2019, en una larga entrevista para la cadena de televisión
mexicana Televisa con la periodista Valentina Alazraki, el papa Francisco
habló sobre la mujer en la sociedad. Señalaba entonces, con tono crítico, que
hoy en muchos lugares de nuestro mundo, desgraciadamente, las mujeres
están en un segundo lugar. Y que esto se ve con claridad, por ejemplo, ante la
expresión de sorpresa que se produce cuando una mujer es exitosa[5].
Semejante sorpresa sería la expresión evidente de una desproporción y de
cuánto falta aún para la igualdad real.
Lo llamativo de esta afirmación en labios del papa es que, si somos
sinceros, estamos en un momento en el que cualquier nombramiento de una
mujer para puestos de responsabilidad en la Iglesia es recibido con sorpresa
(por inusual). Ello quizás demuestre que también aquí hay bastantes pasos
pendientes. Así ocurrió, por ejemplo, cuando en julio de 2019 el papa
Francisco nombró a siete mujeres para formar parte del dicasterio de la Vida
Religiosa. Dicho nombramiento se convirtió en noticia precisamente por lo
excepcional. Es un paso necesario, sin duda, pero también un indicador de la
necesidad de cambios.
Hay muchas mujeres creyentes que por educación, por sensibilidad o por
historia, no viven de manera problemática la situación actual. O bien nacieron
en una época en la que no se percibía con tanta agudeza la situación, o, aun
percibiéndola, supieron encontrar un lugar donde sentían suficiente margen
para vivir el Evangelio y su pertenencia eclesial.
Hay otras que, en el extremo opuesto, conscientes de esta situación e
incapaces de aceptarla, eligen abandonar una Iglesia con la que no pueden
estar de acuerdo.
Hay también algunas que, desde la rigidez, perciben cualquier discurso
que hable de la necesidad de un cambio o de pasos adelante como un ataque.
Y, por supuesto, no solo hablamos de mujeres. También los hombres se
sitúan de distintos modos ante este tema. Lo que pasa es que, al no ser algo
vivido en primera persona, con todas las contradicciones y tensiones que
puede plantear, para muchos hombres resulta más difícil comprender la
urgencia de algunos cambios.
Hay, por último, muchas mujeres (y hombres) en tierra de nadie, que
sienten que la actual situación de la mujer en la Iglesia es insuficiente. No les
basta con que se diga que la Virgen María es la primera y es mujer. O con
que se proclame apóstol a Magdalena. Sin negar la fuerza simbólica y el
sentido de esas afirmaciones, sienten que hace falta algo más.
Muchas religiosas están hartas –y así lo expresan cada vez más, por
ejemplo en las redes sociales– de estructuras en las que se les pide a menudo
la autorización del superior de la rama masculina para algunas actuaciones.
Están cansadas de ver limitadas sus posibilidades pastorales por la
dependencia de la disponibilidad (y disposición a la colaboración) de
sacerdotes. Están cansadas de aguantar el tipo cuando ven situaciones como
la del último sínodo, el de la juventud, donde se las invitó como oyentes,
pero, tras asistir y participar en todas las deliberaciones, discusiones y
búsqueda de claridad, luego no se contó con su voto –por la propia estructura
del sínodo–.
Uno podría alegar que quienes tienen voto en el sínodo, por su propia
definición, son ministros ordenados. Pero ni siquiera esto es exacto. En el
sínodo sobre la juventud se dio a la Unión de Superiores Generales
(masculinos) la posibilidad de nombrar a diez de sus miembros con derecho a
voto –incluyendo entre ellos algunos no sacerdotes–. Sin embargo, a las
representantes de la Unión de Superioras Generales no se les dio esta
posibilidad, y las que participaron en las deliberaciones de la asamblea no
tuvieron oportunidad de pronunciarse, con su voto, sobre el resultado final.
Son discriminaciones que a estas alturas no pueden generar más que
desconcierto e indignación. ¿No es el momento de cambiar tales estructuras?
El cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, en una entrevista
para Il Corriere della Sera, señalaba, a propósito del papel de las mujeres en
la toma de decisiones: «En este sínodo muchos han hablado de ello: se debe
hacer todo lo posible hoy para que las mujeres puedan participar en el
proceso de toma de decisiones. Es una urgencia».
Durante el posterior sínodo sobre la Amazonía, en un encuentro con la
prensa, monseñor Centellas Guzmán, presidente de la Conferencia Episcopal
Boliviana, señalaba que «la participación de la mujer en la vida de la Iglesia
es una cuestión de una mentalidad que debemos cambiar, porque todos la
necesitamos, y no solo para que aumente sino para que sea equitativa e
igualitaria». En el mismo encuentro, el obispo de Potosí insistió en señalar
que «la presencia de la mujer en la Iglesia, en la participación y decisión, es
muy poca, casi nada. Si no cambiamos estructuras, nuestra manera de
organizarnos, esto no va a cambiar».
Declaraciones en este sentido son aún pocas y puntuales, pero quizás sean
el indicio de que algo empieza a cambiar. Sin embargo, el cambio es lento y
en el mismo sínodo sobre la Amazonía no hubo respuesta positiva a la
petición de que las mujeres participantes pudieran votar el documento final.

En marzo de 2019 el equipo de Donne Chiesa Mondo, el suplemento


femenino de L’Osservatore Romano, con su directora Lucetta Scaraffia al
frente, presentó la dimisión en bloque. Por una parte, se trata de una
publicación cuya mera existencia denota que algo se mueve en la Iglesia, que
hay mujeres que quieren hacer oír una voz femenina y temáticas propias. En
las declaraciones de los días siguientes hubo todo tipo de acusaciones
cruzadas. La directora saliente declaraba: «Volvemos a la elección de
colaboradores que aseguran la obediencia y renunciamos a la posibilidad de
abrir un verdadero diálogo, libre y valiente, entre las mujeres que aman a la
Iglesia en libertad». Unos meses después un nuevo equipo femenino reabría
el suplemento, pero en el aire quedaba la duda sobre la acusación planteada
por Scaraffia.

En tierra de nadie se encuentran muchas personas, hombres y mujeres, que


piensan que la Iglesia necesita dar más pasos adelante hacia una mayor
igualdad. Una igualdad que no es solo declarar la igual dignidad de todos los
hijos e hijas de Dios sino ir haciendo efectiva y real una responsabilidad
compartida por muchos (por muy distintos que sean los carismas) y una
actitud que haga posible escuchar y asumir lo femenino en la búsqueda de
respuestas de la Iglesia para el mundo de hoy.

[4] Papa FRANCISCO, Evangelii gaudium 104.


[5] La transcripción de la entrevista se puede encontrar en Vatican News
(https://bit.ly/2I6ZJHP).
5

Las personas en situaciones irregulares

Entre el 5 y el 19 de octubre de 2014 tuvo lugar en Roma, en la Ciudad del


Vaticano, el sínodo extraordinario sobre «Los desafíos pastorales de la
familia en el contexto de la evangelización». Hay muchas cuestiones
candentes en este mundo contemporáneo, en el que la familia está lejos de ser
la institución monolítica de otras épocas. Hoy conviven en nuestra sociedad
matrimonios que podríamos llamar tradicionales –aunque este adjetivo es
demasiado restrictivo para una realidad bastante plural– con nuevas formas
de familia. Familias monoparentales; familias homosexuales; familias
recompuestas tras divorcios y nuevas uniones; uniones de hecho –por no
hablar de otro tipo de vinculaciones que a veces incluyen a más de dos
personas (el llamado «poliamor»)–. El mundo, ciertamente, ha cambiado
mucho. Y a veces no sabemos muy bien cómo valorar todo lo que está
ocurriendo.
La estabilidad y la duración no son necesariamente elementos definitivos
de muchas de estas uniones. Junto a matrimonios nacidos con la clara
vocación de durar para siempre, existen hoy muchas relaciones que desde el
principio tienen claro que se mantendrán mientras dure el amor (o el interés,
la complicidad o lo que sea que empaste esa alianza).
El problema eclesial es que parecería –y a los ojos de muchos, así es– que
la única forma de familia contemplada desde la institución es el matrimonio
heterosexual, sacramental y de por vida. Las relaciones familiares son de
consanguinidad o de pareja –salvo los vínculos con los que llamamos
parientes políticos–. Fuera del matrimonio, solo cabe la abstinencia. Y el
único matrimonio válido es el sacramental y «hasta que la muerte nos
separe».
Hoy, sin embargo, hay muchas personas creyentes que viven en
situaciones familiares que no se acomodan a ese modelo. La sociedad ha
cambiado mucho y muy rápido. También entre los católicos las biografías
son menos uniformes y más complejas.
Las circunstancias que no se acomodan al modelo de familia tradicional
se van englobando bajo esa categoría, un poco imprecisa, de «situaciones
irregulares». También entre los creyentes hay parejas de orientación
homosexual (algo de lo que hablaremos más adelante), hay hogares
monoparentales, hay uniones de hecho y hay fracasos y rupturas… pero
quizás la situación más frecuente, y que se planteó con mucha insistencia en
la preparación del sínodo sobre la familia, es la situación de las personas
divorciadas que han vuelto a contraer matrimonio.
El número de divorcios en nuestras sociedades aumenta. En el año 2017
hubo en España 173 000 matrimonios, y 102 000 rupturas (ya fuera con
nulidad o con divorcio: 97 960 procesos de divorcio ese mismo año). La
duración media de los matrimonios está en 16 años[6].
Estos datos nos están hablando de un cambio radical en la percepción del
matrimonio. Sin duda, entre quienes hoy en día se casan por la Iglesia, aún
habrá gente que lo haga por inercia, por tradición, por estética o por
conveniencia. Pero vamos a pensar que muchos lo hacen convencidos del
paso que están dando y queriendo que su matrimonio dure. Que sea para
siempre. Que sea reflejo del amor de Dios. Que la pareja siga adelante más
allá de las tormentas. Que encuentren caminos para educar juntos en un hogar
estable a los hijos que tengan. Aun así, desgraciadamente, muchos de esos
matrimonios terminan rompiéndose.
¿Es que la gente es más débil hoy? ¿Es que las personas no aguantan
nada? ¿Es que nadie mantiene su palabra? ¿Es que, cuando se cruzan terceras
personas, hoy no hay fuerza de voluntad para resistir a la tentación? ¿Es una
forma de libertad en la que no se ve el sentido a continuar juntos cuando
parece que el amor ya no es lo que era? ¿Es que en otros tiempos la viudedad
llegaba antes de que seguir juntos fuera inviable, y con la extensión de la
esperanza de vida viene también la imposibilidad de un «para siempre» más
largo? En realidad, esas preguntas no se contestan con un sí o con un no. Las
generalizaciones ya no sirven. ¿Hay gente más débil? Pues habrá. Y otra no.
¿La vida es más larga y en consecuencia el «para siempre» resulta más
costoso? Bueno, antes se celebraban muchas más bodas de oro –y 50 años de
existencia en común no se puede definir como una vida corta–. Sin embargo,
muchos divorcios llegan en la primera década de vida en común.
Seguramente, al analizar la inestabilidad conyugal contemporánea, se
pueden identificar muchos de estos motivos –y otros parecidos–. Y, por
supuesto, también hay gente que no quiere divorciarse; solo que seguir juntos
es cosa de dos, y es la otra parte de la pareja la que decide irse.
Todas estas –y otras– situaciones se dan. Entonces, una vez que se ha
producido la ruptura (y a veces en edades bastante jóvenes), las personas
quedan en una situación compleja. La Iglesia solo reconoce como válido el
primer matrimonio (pues no considera que el divorcio rompa el vínculo del
sacramento). Y, por lo tanto, a los ojos de la Iglesia tu marido o tu mujer es la
persona con quien intercambiaste tus votos en ese ritual. Así que la única
alternativa que te queda (según la doctrina) es mantener la fidelidad a esa
relación rota. Unirte a otra persona mientras tu cónyuge primero vive es
considerado adulterio.
El mismo lenguaje muestra la dureza de esta apreciación. Hay quien dirá
que es que a las cosas hay que llamarlas por su nombre, pero seamos
razonables: aunque se llamen de la misma manera, ¿estamos hablando de lo
mismo cuando se trata, por ejemplo, de un marido que engaña a su mujer con
otra mientras siguen casados, llevando una doble vida, que cuando nos
referimos a una persona que, tras haber certificado una ruptura y pasados
unos años, establece una nueva relación pública, aspirando además a que sea
estable y permanente? Tal vez haya quien lo llame del mismo modo, pero no
es lo mismo.
Sin embargo, volvamos a la situación descrita. Esa persona creyente que
rehace su vida con una nueva pareja está envuelta, a los ojos de la Iglesia, en
una relación ilegítima, pecaminosa y culpable. Y, mientras no manifieste la
intención de romper con esa situación, debe estar apartada de la comunión.
Es justo ahí, en el tema del excluir de la comunión a los divorciados
vueltos a casar, donde se produjo una de las grandes fuentes de conflicto,
tensión e incertidumbre durante el sínodo. Porque es una norma tan
contundente, tan tajante y con tan pocas aristas que iguala todo tipo de
situaciones. Pone en el mismo plano a quien rompe un matrimonio que a
quien se encontró con el suyo roto; a quien va saltando de relación en
relación que a quien puede haber tenido un fracaso en su vida pero, al
rehacerla, va construyendo lentamente una familia en la que la fidelidad, la
estabilidad y el «para siempre» parecen cuajar; a quien abandona el hogar
para huir de los malos tratos que a quien lo abandona por un flechazo
amoroso extemporáneo. Pone en el mismo plano todo tipo de caminos.
Por eso, en el documento posterior al sínodo, se esperaba con mucho
interés ver qué se diría acerca de la realidad de las personas divorciadas.
Cuando el documento Amoris laetitia vio la luz, muchos focos vinieron a
ponerse sobre el capítulo octavo, que con el título «Acompañar, discernir e
integrar la fragilidad» estaba dedicado a las situaciones irregulares. En
concreto, una nota a pie de página, la 351, hizo correr ríos de tinta al señalar
la posible ayuda de los sacramentos para la vida de personas en situaciones
irregulares. La clave era la insistencia en que la praxis pastoral no puede ser
la aplicación ciega de rígidas leyes morales impuestas a priori. ¿Es posible
vivir en gracia de Dios también en situaciones irregulares? ¿Hay un camino
de discernimiento, de educación de la conciencia, de aprendizaje, en el que
uno pueda seguir adelante y participar de la reconciliación y de la comunión
pese a estar en una segunda unión? ¿Puede haber circunstancias que lo hagan
posible?
La exhortación apostólica habla siempre en clave de una tensión entre el
ideal evangélico y la humana fragilidad. El documento fue recibido con
enorme polémica y está en el origen de muchos de los ataques y dudas
expresados por teólogos y algunos obispos sobre la ortodoxia de Francisco.
Pero también hubo muchos apoyos –más numerosos que los ataques– por
parte de quienes comprendían la necesidad de esta aproximación pastoral. En
una carta, interpretando la exhortación, los obispos argentinos hablaban de la
necesidad de un discernimiento y acompañamiento de procesos particulares.
Señalan incluso que puede haber situaciones en las que «… si se llega a
reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la
responsabilidad y la culpabilidad, particularmente cuando una persona
considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva
unión, Amoris laetitia abre la posibilidad del acceso a los sacramentos».
Cuando estos obispos argentinos presentaron al papa la carta, la respuesta del
pontífice fue positiva sobre esta interpretación.
La polémica sigue abierta. La inseguridad sobre qué hacer, también. La
praxis pastoral, en muchos sitios, avanza en la acogida de personas en
situaciones irregulares. Es frecuente la existencia de grupos de
acompañamiento para personas separadas y divorciadas en muchas
parroquias. Pero la sensación de seguir en una tierra donde hay confusión
deja a mucha gente perdida.
No solo son los que viven en primera persona estas situaciones sino todos
sus parientes, familiares y amigos. ¿Quién no tiene, a estas alturas, en su
familia o en su entorno personas pasando por circunstancias de ese tipo?
Cuando esas personas –y esas familias amplias– quieren vivir su fe con
honestidad, con hondura y con compromiso, la inseguridad, la necesidad de
encontrar respuestas y la existencia de discursos tan contrapuestos hacen que
muchos se sientan engrosando esa tierra de nadie, donde las cosas no están
tan claras.

[6] Son datos del Instituto Nacional de Estadística.


6

Las personas de orientación homosexual

La primera vez que escribí sobre tierra de nadie hacía algunas alusiones
tímidas a la realidad de los hombres y mujeres que aman a otros hombres y
mujeres, respectivamente, y que también aman a Dios, pero sienten que
alguien les dice que uno de los dos amores no cabe en su vida o en su Iglesia.
Para las personas LGTBI, es duro lidiar con la sensación de que, a los
ojos de tu Iglesia, hay algo malo en una manera de amar que no has elegido;
percibir que la Iglesia es una de las pocas instituciones donde, aún hoy en día,
hay quien habla de la homosexualidad como de una enfermedad y se ofrecen
terapias para curarla (es verdad que cada vez menos, pero todavía hay mucha
gente que defiende esto); enfrentarse con un celibato impuesto como única
opción en nombre de una ley que ni entiendes ni puedes aceptar; sentir que,
en el mejor de los casos, se te acoge con cierto paternalismo, como
perdonándote la vida, «… porque hay que acoger a los extraviados, a los
enfermos, a los pecadores y a los gais» (¿no se percibe el evidente tono de
rechazo que implican enumeraciones semejantes?).
Todo eso resulta muy doloroso para personas de orientación LGTBI
educadas en el catolicismo y que, en algún momento de su vida, necesitan
reconciliarse con lo que han tenido que vivir con rechazo, miedo, vergüenza
u ocultamiento.
Muchas de esas personas optan por abandonar la Iglesia. ¿Para qué seguir
donde no te quieren? ¿Por qué aguantar silencios incómodos? ¿Qué motivo
hay para sentirte como un ciudadano de segunda, tolerado siempre y cuando
no seas como eres?
Sin embargo, hay otras muchas que no quieren irse. ¿Por qué dejar una
casa que sientes tan tuya como de otros? ¿Por qué aceptar que se diga que
Dios te ha creado como eres, pero que ese día debía de estar despistado
porque te hizo raro? ¿Por qué dejar que la Iglesia, comunidad de amor
universal, comunidad de Jesús donde todos tenían cabida, sea hoy un selecto
espacio para los que encajan en enumeraciones paulinas tomadas
literalmente, en lugar de hacer, como ocurre con tantas otras afirmaciones
bíblicas, una lectura contextual buscando la verdadera buena noticia que
subyace a las afirmaciones concretas?
La tierra de nadie es, para las personas homosexuales, el espacio de una
lucha enorme. Porque toca luchar contra muchos de dentro y muchos de
fuera. Muchos de dentro que aceptan que estés mientras no incordies. Y
muchos de fuera que, en el mejor de los casos, te recomiendan que te trates el
síndrome de Estocolmo y, en el peor, te acusan de traidor por seguirle el
juego a una institución que perciben como homófoba.
La verdad es que hace quince años alzar la voz para reivindicar cambios,
pedir acogida para las personas de orientación homosexual o utilizar el
concepto «LGTBI», parecía absolutamente fuera de lugar en la Iglesia. Las
cosas han cambiado algo. No es que la situación sea para tirar cohetes. No es
que hayan dado un giro de ciento ochenta grados y ahora la Iglesia sea un
espacio de integración e igualdad. Pero algo ha empezado a moverse. El papa
Francisco manifestó, en una de sus primeras declaraciones a los medios a la
vuelta de una Jornada Mundial de la Juventud, que, respecto a la realidad de
las personas homosexuales, «¿quién soy yo para juzgar?». Aquello, por
inesperado, se convirtió en titular de todos los medios que se hacen eco de los
temas de la Iglesia católica. ¿Qué quería decir con ello el papa argentino?
¿Estaba abriendo la puerta a las parejas homosexuales? ¿Había en su
propuesta un paso adelante? ¿Acaso su declaración anticipaba un cambio en
la formulación del catecismo, donde se afirma, con severas palabras, que los
actos homosexuales son intrínsecamente desordenados? ¿O era tan solo una
expresión del respeto, compasión y sensibilidad que también pide el mismo
catecismo, pero sin que nada más pudiera cambiar?
El tiempo vino a enfriar las expectativas, y probablemente a defraudar a
bastantes de quienes vivieron con ilusión esas declaraciones. La Iglesia
avanza despacio, y para cambios mayores los tiempos de una institución
como esta son lentos. Hay que ir generando un caldo de cultivo, o remover el
terreno y empezar a sembrar antes de que brote un fruto distinto.
El papa empezó a sembrar, con palabras y también con gestos. Más
declaraciones, algunos encuentros con personas homosexuales, insistencia en
una aproximación pastoral, alusiones en algunos documentos relevantes…
Todo esto es un paso adelante. Vino a poner a la Iglesia ante una
constatación: la de que, como institución, se ha tratado muy mal a las
personas LGTBI, por más que haya quien ante estas afirmaciones pone el
grito en el cielo y dice que no, que la Iglesia siempre ha sido acogedora
(¿siempre? ¿De verdad? Me temo que no hay peor ciego que el que no quiere
ver).
Sin embargo, ese paso, para muchos, aún es insuficiente. Decepcionó el
documento sobre la familia posterior al sínodo, por pasar bastante de
puntillas por esta realidad. Tampoco el sínodo sobre la juventud recogió, en
sus expresiones finales, con claridad, la demanda de tantos jóvenes en favor
de una voz diferente.
Muchas personas resistentes a cualquier tipo de cambio han encontrado
en la expresión «ideología de género» una muralla tras la que encastillarse. El
problema es lo que se entienda por dicha ideología. Ciertamente, toda
concepción del mundo que busque indoctrinar, silenciar a quien piensa lo
contrario o imponer una mirada al mundo sin contemplar otras miradas es
totalitaria. También la de género. Por otra parte, es legítimo y necesario, y así
lo busca la Iglesia, tener una antropología que permita comprender bien lo
que es el género, la afectividad, la sexualidad y la raíz biológica de esta. Pero
lo que no es de recibo es identificar cualquier reivindicación relacionada con
las personas LGTBI con dicha ideología, mezclar género y orientación o
simplificar la cuestión de la orientación sexual como una libre elección
basada en la voluntad, más allá de la biología[7]. Tampoco lo es el trivializar
algunas de las demandas de las personas de orientación homosexual, como si
la orientación fuera una cuestión de decisión personal basada en el capricho y
no una condición fruto de una conjunción de elementos en el desarrollo de la
persona.
Al meter en el mismo cajón y etiquetar como «ideología de género»
cualquier demanda, desde las más razonables a las más extremas, que tenga
que ver con género, identidad, orientación y sexo, se produce una enorme
confusión. Toda reivindicación termina etiquetándose, por parte de quienes
las rechazan, como consecuencia de dicha ideología. Se meten en el mismo
saco aspiraciones muy aceptadas con otras que resultan excesivas para
muchos, y así se termina desechando todo como el fruto de una supuesta
conjura homosexual para colonizar la cultura y acabar con la familia. En
cuanto alguien alza la voz para reivindicar cambios, se le acusa de estar
abducido por el lobby gay. Así de burdo.
Pero, pese a todo este tira y afloja, hay indicios de cambios reales. El
primero es que empieza a haber un diálogo más claro. El caso del jesuita
estadounidense James Martin es un ejemplo de los cambios –aunque también
de la polémica que acompaña a dichos cambios–. Tras la masacre de Orlando
(Florida), en la que 50 personas murieron y 53 resultaron heridas en el ataque
de un terrorista contra un club de ambiente gay, este jesuita escribió el libro
«Tender un puente»[8]. Reflexionaba sobre el silencio de la Iglesia oficial a
la hora de condenar los ataques al colectivo LGTBI, y a partir de su reflexión
proponía establecer un diálogo entre la Iglesia oficial y las personas de
orientación homosexual, para tratar de encontrarse o salvar algunas de las
distancias que las separan. Un diálogo basado precisamente en la acogida, la
sensibilidad y la compasión propugnadas por el catecismo.
El libro en sí no pretende ser revolucionario. No cuestiona la doctrina
católica, pues no es un libro sobre teología o moral. Es, sobre todo, un libro
de intención pastoral. Sin embargo, la polémica convirtió a Martin en blanco
de las iras de católicos y de grupos radicales que no dudaron en atacarlo en
redes sociales, trataron de vetarlo –y en ocasiones lo consiguieron– en actos
públicos, lo difamaron y ridiculizaron mientras exigían que se le hiciera
callar. Sin embargo, al mismo tiempo, otras voces eclesiales se alinearon con
el jesuita. Varios cardenales y obispos, habitualmente distantes de estas
polémicas, recomendaron la lectura de la obra de Martin. Y el papa Francisco
lo invitó a ser uno de los oradores en el encuentro de las familias de Dublín
en el verano de 2018.

En los últimos años, algunas voces eclesiales relevantes han señalado la


necesidad de dar pasos y cambiar la manera de aproximarse a la cuestión de
la homosexualidad. En 2016 el cardenal alemán Reinhard Marx, arzobispo de
Múnich y Frisinga, afirmó: «No se puede decir que una relación entre dos
hombres, si son fieles, no tiene ningún valor». En mayo de 2018 el cardenal
De Kesel, arzobispo de Malinas-Bruselas y primado de Bélgica, señalaba el
reto que tiene la Iglesia de encontrar un camino para bendecir o agradecer la
unión de parejas de orientación homosexual, que, si bien sería algo distinto al
matrimonio, también sería algo muy distinto a la actual falta de espacio para
dichas uniones.
Tales declaraciones suelen suscitar reacciones airadas, polémicas y la
objeción de quien considera que se está contradiciendo el magisterio. Pero el
mero hecho de que se susciten estos debates, que se mantengan en público,
que en voz alta se hable de cuestiones que durante mucho tiempo han sido
intocables, es señal de que hay una inquietud real por hallar caminos para un
encuentro diferente.
Tal vez no sea suficiente, pero al menos es necesario. Y ahí estamos
ahora, en un momento en el que la tierra está removida, y quizás alguna
semilla plantada, pero sin saber si puede dar fruto. Por una parte, hay grupos
y espacios de acogida. Por otra, hay personas que se niegan a pensar en
cualquier paso más hacia la integración. Voces relevantes ponen sobre el
tapete cuestiones como la posibilidad de bendecir uniones entre personas del
mismo sexo. Otros ponen el grito en el cielo. La afirmación del catecismo
sobre el carácter intrínsecamente desordenado de los actos homosexuales es
un muro contra el que se estrellan muchas sensibilidades. Hay también quien
vincula homosexualidad y abusos, y hay quien los separa. El momento actual
es complicado. Y la tierra de nadie, tierra de muchos.

Excursus: Iglesia y homofobia

Hace tiempo publiqué un tuit. Una sola frase: «Basta de homofobia en la


Iglesia». Inmediatamente me encontré con una avalancha de respuestas.
Algunas, positivas. Otras, bastantes, negativas.
Entre las negativas, las había respetuosas con la persona, pero que
discutían mi afirmación. «En la Iglesia no hay homofobia», decían unos.
Otros cuestionaban cómo un sacerdote podía afirmar algo así de la Santa
Madre Iglesia. ¿Acaso soy un hereje, un tirabombas, un apóstata
encubierto? (sí, de todo esto pude leer). Alguno preguntaba: ¿es que acaso
hablo por mí mismo? (como si las afirmaciones tuvieran distinto valor en
función de quién las profiere). Había insultos también.
Algunos me urgían a releer el catecismo. Otros decían que la Iglesia
es la que atiende a los enfermos de sida. Gracias por la aclaración. Yo
mismo estuve varios años en un piso de Cáritas, haciendo varias noches a
la semana y acompañando a personas con VIH en los años 90, cuando la
Iglesia era la única institución que se volcaba con quienes sufrían esa
enfermedad (por cierto, el sida no es patrimonio de las personas
homosexuales).
Todo eso lo sé. Y amo a la Iglesia, de la que me siento parte. Y me
alegran pasos que se van dando, una mayor sensibilidad, y afirmaciones
como la del reciente sínodo sobre los jóvenes, que en el documento final
insiste en que «Dios ama a cada persona, y así lo hace la Iglesia,
renovando su compromiso contra toda discriminación y violencia por
motivos sexuales».
Pero en la Iglesia hay homofobia. Esto no es lo mismo que decir que
en la Iglesia solo hay homofobia. Tampoco es decir que la Iglesia es
homófoba. Porque, efectivamente, en la Iglesia también hay acogida, y
respeto. Hay personas, instituciones y grupos que acogen. Pero,
desgraciadamente, hay personas que rechazan y discriminan. En una
institución plural como esta, hay quienes manifiestan hacia las personas
homosexuales actitudes hostiles e insultantes, a veces sin ni siquiera darse
cuenta.
Alguien me preguntaba: «¿Podrías definir “homofobia”?». Para
definirla no hacía falta más que leer algunas de las respuestas que recibí
en aquel tuit. Había quien establecía paralelismos, comparando la
homosexualidad con el asesinato o con el robo. También quien volvía al
atrasado argumento de que homosexualidad es igual a enfermedad. Y, por
supuesto, estaban todos los que inmediatamente vinculan homosexual con
pedófilo.
¿Y todavía me discuten que hay homofobia dentro de la Iglesia? Sí,
desgraciadamente, hay muchos cristianos que no respetan a las personas
LGTBI. Los mismos que exigen celibato de por vida para las personas de
orientación homosexual afirman sin ningún rubor que los homosexuales
no pueden ser considerados para el sacerdocio porque no son capaces de
una vida célibe. ¿En serio? ¿No ven cierta contradicción entre ambas
exigencias?
Honestamente, sé que las polémicas pueden ser ocasión para los
insultos. Pero también pueden serla para la reflexión sosegada desde el
respeto. Las polémicas son tiempo de oportunidad, si en lugar de
convertirlas en motivo para el insulto se convierten en ocasión para
profundizar en aquello a propósito de lo que disentimos. Para seguir
buscando, en Jesús y su palabra, lo que más nos pueda ayudar a
comprender el mundo en el que vivimos y a tratarnos desde el amor
radical e incondicional que está en el corazón del Evangelio.
En ello estamos. Y aunque a veces uno tendría la tentación de callar y
no meterse en líos, seguimos a un Maestro que no tuvo miedo a alzar la
voz.

[7] Esta fue la gran crítica por parte de muchísimos cristianos LGTBI ante la aparición, en junio
de 2019, del documento Varón y mujer los creó, de la Congregación para la Educación Católica: que, al
contraponer como en una encrucijada heterosexualidad por una parte y libre elección de otras
orientaciones por otra, parece ignorar la situación de tantas personas para quienes su orientación no es
algo elegido de forma arbitraria. Especialmente polémico resultó, en dicho documento, el ejemplificar
la libre elección en las personas transexuales, de nuevo sin el matiz necesario de asumir que hay tantas
situaciones y procesos diferentes.
[8] J. MARTIN, Tender un puente, Mensajero, Bilbao 2018.
7

Los jóvenes en tierra de nadie

Hoy en día, el mundo de los jóvenes en su relación con la Iglesia es muy


complicado. Los extremos descritos con anterioridad (la rigidez que puede
ser intransigente, la liquidez de una fe a la carta y la animadversión de quien
se enroca en el «no soporto a la Iglesia») se dan también entre los jóvenes.
Quizás más, porque la juventud, por su propia intensidad, pasión y falta de
recorrido, tiende a ser un poco más tajante, un poco más radical y de
extremos. Por eso, hoy tenemos jóvenes rígidos, que, en cuestión de fe,
parecen más cómodos en el terreno de las consignas y la militancia sin fisuras
que en el de la incertidumbre. También tenemos jóvenes líquidos, que toman
de la fe aquello que les sirve, sin que les preocupe en absoluto prescindir de
otras dimensiones. Asimismo, como decíamos en la descripción anterior,
tenemos la situación paradójica de jóvenes que desechan de un manotazo lo
que no les interesa –líquidos– al tiempo que enarbolan como innegociables
otros acentos. Y, por supuesto, tenemos jóvenes que arrugan la nariz ante
cualquier mención a la Iglesia. Esto, una vez más, no se da únicamente entre
los jóvenes, pero entre ellos se da quizás con algunos acentos propios.
Y de nuevo aquí nos encontramos con la situación de muchas personas
que están buscando respuestas, que quieren ser coherentes y que no se
conforman con credos a conveniencia, pero que también viven con verdadera
dificultad la conciliación de todo eso que perciben como propuesta eclesial
con el mundo que ven a su alrededor. En concreto, algunos puntos donde la
sensibilidad juvenil puede encontrar más dificultad serían la moral sexual, la
liturgia, la falta de formación y la falta de un papel propio.

En cuanto a la moral sexual, el problema de la Iglesia es que muchos la


perciben como atascada en un mundo que ya no existe. Intentaré explicar qué
significa esto. La revolución sexual que se fue produciendo durante la
segunda mitad del siglo XX ha llevado a un mundo donde el sexo y el
ejercicio activo de la sexualidad se han liberado de los corsés de una sociedad
en la que el único ámbito legítimo para dicho ejercicio era el matrimonio, en
la búsqueda de la procreación. Evidentemente, la hipersexualización en torno
ha llevado a excesos de todo tipo: proliferación de la pornografía, accesible a
veces desde edades tempranas; cosificación de las personas en las prácticas
sexuales; un hedonismo no siempre acorde con lo que puede ser la búsqueda
de una felicidad integral; promiscuidad; trivialización de las relaciones…
Todo eso puede ocurrir. Y, de hecho, hay muchas personas que se sienten un
poco desbordadas ante este mundo donde el desarrollo de la sexualidad se
adelanta, llega pronto, parece casi un imperativo y está desvinculado de otras
vivencias.
¿Hace falta alguna institución que pueda ofrecer alternativas? ¿Hace falta
que se dé información, formación, motivos para una vivencia diferente de la
sexualidad? Sin duda. ¿Hay gente que buscaría guía en este campo? La hay.
Y la Iglesia es de las pocas instituciones que puede y quiere ofrecer una
mirada más amplia y comprensiva, en la que el ejercicio activo de la
sexualidad esté vinculado a dimensiones más amplias de la vida relacional.
Sin embargo, el problema de la Iglesia es que, mientras el mundo se
movía dando un giro de ciento ochenta grados, la Iglesia apenas se ha
movido. Hay quien dirá que esta resistencia es muy saludable, muy
conveniente y un síntoma de coherencia y libertad. ¿O es que vamos a tener
que estar moviéndonos al son de cada novedad, dejándonos llevar por el
mundo? De nuevo estamos en el terreno de los maximalismos. Tal vez esto
no sea una cuestión de «todo» o «nada». Cuando eres un interlocutor cuyo
discurso es percibido por muchos como imposible, entonces dejas de tener
interés para ayudar a encontrar respuestas.
¿Es lo mismo hablar de relaciones prematrimoniales para una pareja de
adolescentes de catorce o quince años que se acaban de conocer en una
discoteca, que para una pareja de novios que, teniendo en el horizonte el
matrimonio y tras años de relación, han ido alcanzando niveles de intimidad
mayor, pero que, a veces por la misma precariedad laboral y económica, aún
no se ven con la capacidad de afrontar un proyecto conjunto? ¿Es lo mismo el
uso de anticonceptivos en relaciones sin compromiso que en relaciones
estables donde se quiere evitar la transmisión de enfermedades, o su uso
vinculado a la búsqueda del control de la natalidad y el ejercicio de una
paternidad responsable dentro de la misma relación matrimonial? ¿Es lo
mismo el sexo sin amor que el sexo sin matrimonio? ¿Es lo mismo una cita
para tener sexo a través de una aplicación sin volver a verse que el sexo como
parte del conocimiento progresivo de dos personas que van dando nuevos
pasos en su comunicación?
Cuando la gente percibe que la respuesta a estas preguntas es que sí, que
todo es lo mismo, sin más matiz, algo chirría. Porque es evidente que no es lo
mismo. Entiéndaseme bien. Cuando hablo de «lo mismo» no me refiero al
contexto de los casos planteados –que ahí cualquiera diría que son cuestiones
diferentes–, sino a la implicación moral de todo eso. Si todo es pecado, si
todo es malo, si todo está igualmente prohibido, en un mundo donde todo
parece estar permitido, el contraste es imposible y la Iglesia deja de ser
considerada como un interlocutor que tenga una palabra que decir en estas
cuestiones.
El camino de la Iglesia debería ser el de la propuesta, más que el de la
prohibición. Necesitamos aprender a proponer un horizonte en el que la
sexualidad se pueda vivir asociada a un camino, a una relación que va
progresando, al amor que es mucho más que un sentimiento momentáneo, al
compromiso… Esto mucha gente lo agradecería, en nuestra sociedad en la
que tantos andan como náufragos a la deriva. Una propuesta de un horizonte
de sentido, con límites morales y un significado profundo de la sexualidad.
Sin embargo, no se nos percibe como una institución que propone, sino como
una institución que impone y que prohíbe. Una y otra vez, cuando se hacen
estudios sobre la realidad eclesial en nuestro contexto, aparece que, en temas
de sexo, una mayoría inmensa de la población –de la población católica,
quiero decir– sencillamente ignora lo que dice la Iglesia. Podríamos caer en
decir que el problema es la sociedad, pero tal vez debemos preguntarnos si el
problema no estará también en que no estamos siendo capaces de entrar en el
terreno del matiz.

Si la moral sexual aleja a muchos jóvenes, otro ámbito donde resulta


complicado acertar es el de la liturgia. En nuestros contextos es frecuente que
la asistencia a las celebraciones tenga un cierto componente geriátrico.
Todavía en ciudades grandes, donde las personas pueden buscar y tal vez
elegir lo que mejor se adapta a su búsqueda y sensibilidad, hay más variedad
de comunidades. Pero en lugares pequeños, para un joven normalmente
entrar en una iglesia es verse rodeado de gente que tiene la edad de sus
abuelos. Y aunque, por supuesto, no hay nada que objetar a la gratitud hacia
tantas personas mayores que siguen dando testimonio de práctica religiosa,
puede ocurrir –y, de hecho, suele ocurrir– que el joven se siente un poco
extraño en ese mundo.
Es frecuente oír eso de que «la misa es aburrida». Muchos padres ven con
impotencia cómo, al atravesar la adolescencia –si es que no antes–, empieza a
darse una resistencia más o menos consistente en sus hijos, que a menudo
termina siendo un abandono de la práctica religiosa. «¿Para qué voy a ir si no
me aporta nada?». «Si siempre es lo mismo…». «Si no hay gente de mi
edad…». Se mezcla un poco todo: la sensación de soledad y la falta de
contenido, las pocas ganas y la resistencia a aceptar obligaciones. Aquí, de
nuevo, podríamos echar balones fuera: «La culpa es de los jóvenes, que solo
buscan entretenimiento y diversión». «Es que no hay profundidad ya en estas
generaciones…». Tales afirmaciones u otras similares se oyen bastante.
Quizás deberíamos preguntarnos si el problema no es que, por las razones
que sean, las celebraciones resultan distantes: el lenguaje, para muchos, es
totalmente ajeno –y la última traducción de los textos litúrgicos no ha
contribuido a mejorarlo– y el ritmo, los símbolos o los significados no se
conocen.
Estamos un poco perdidos. A veces se buscan soluciones que, poniendo el
acento en que los jóvenes estén a gusto, lo pasen bien o participen más,
terminan convirtiendo la liturgia en algo a medio camino entre una dinámica
de grupos y un baile de zumba con motivos religiosos, que provoca más
sonrojo que simpatía. Pero eso, al final, tampoco ayuda –demasiadas veces– a
que el joven pueda vivir lo que significa la celebración, la apertura a la
trascendencia, el sentido que tiene lo que se celebra o la posibilidad de un
encuentro.
Nos hace falta una pedagogía nueva, que pueda ayudar a vincular las
celebraciones a la vida de las personas. Arriesgar con lenguajes, con formas,
con músicas o con gestos, pero pensando bien a dónde han de apuntar dichos
gestos para no convertirlos en una pura fachada olvidable.
Este punto de la pedagogía nos sirve para entrar en el tercer gran problema de
los jóvenes en tierra de nadie: la falta de formación religiosa. Hoy en día, el
tema de la formación religiosa no es la clase de religión (o no solo, ni
principalmente). El problema es que ya no hay socialización religiosa. Ya
muchos padres ni creen ni practican. Cuando pase esta generación de abuelos,
se completará el proceso e iremos teniendo –ya los tenemos– muchos jóvenes
que nunca han oído hablar de Jesucristo. Pero, además, muchos padres que sí
creen y practican también encuentran dificultades para explicar las cosas.
Hay numerosas cuestiones que antes no hacía falta explicar, porque en una
sociedad básicamente cristiana y católica, y en una educación donde lo
religioso estaba muy presente, todo iba sumando para que las personas
adquirieran una cierta cosmovisión compatible con la fe. Sin embargo, hoy la
mirada a lo religioso es más bien desde la sospecha, el desconocimiento o el
prejuicio.
Y ahí vamos afrontando algunos dilemas. ¿Dónde se da formación? ¿En
las parroquias? ¿Qué procesos catequéticos hay? ¿Quién está preparado para
guiarlos? ¿Hay que adelantar la formación –por ejemplo, el caso de las
confirmaciones a edades cada vez más tempranas–? Pero ¿no supone esto
limitarse a dar un barniz de conceptos que ahí quedarán, en la memoria de la
gente, pero que llegan mucho antes de que las personas tengan capacidad
para vincular la fe con los grandes temas a los que hay que buscar respuestas?
Dios, la comunidad, el conocimiento, la vida, la muerte, el sufrimiento, la
felicidad, el perdón, la ciencia, los límites del ser humano, las grandes
decisiones…
Lentamente se va instalando en generaciones enteras un fantasma: el de la
insignificancia (en su sentido literal, la pérdida de significados) y el de la
ignorancia (en su sentido más amplio: desconocimiento y carencia de
formación).

Por último, el cuarto problema al que me gustaría apuntar es el de la falta de


un papel propio de los jóvenes. Venimos de una Iglesia que está cambiando a
marchas forzadas. En España, durante mucho tiempo, el liderazgo lo
ejercieron los sacerdotes y las personas consagradas. En diócesis,
movimientos, parroquias, colegios, congregaciones, eran los curas, los frailes
y las monjas quienes dinamizaban, alentaban y promovían procesos. Eran
figuras de referencia, cercanos a los jóvenes. Modelos en los que mirarse.
Muchas de nuestras estructuras y formas de trabajar vienen de ahí. Había
muchas propuestas y muchos jóvenes para implicarse y participar. Era una
Iglesia efervescente, dinámica, plural…
Hoy estamos en un proceso de transición, en dos líneas. Por una parte, ya
hoy en día no se puede entender la Iglesia sin un rol mucho más activo de los
laicos. Por otra, en la transición, el peso de la responsabilidad aún está, en
muchas cuestiones, en manos de los que siempre mandaron, solo que ahora
ya están, en su mayoría, rondando la jubilación (o la han dejado muy atrás).
En la película «La llamada» hay una escena muy gráfica de este cambio de
mentalidad, cuando una religiosa veterana, recién llegada al campamento,
quiere hacer que las chicas bailen con una canción y una coreografía «muy
moderna», de cuando ella estuvo con el papa en Santiago de Compostela –es
decir, en 1989–. La hilaridad despertada por la escena entre gente
familiarizada con la vida parroquial o de colegios religiosos es muy
significativa.
Maticemos la caricatura. Es evidente que hoy hay esfuerzos –quizás como
nunca los ha habido– por innovar, repensar y cambiar lenguajes y formas.
Pero un paso que aún no terminamos de dar, en muchos contextos de Iglesia,
es el de dejar que los jóvenes tomen el liderazgo en algunas cosas. Que nos
digan qué es lo que quieren, que nos pidan lo que necesitan de nosotros. El
reciente sínodo sobre los jóvenes partía del deseo, noble y necesario, de
escuchar a estos. Pero a veces uno piensa que no basta con escucharlos. Hay
que poner en sus manos responsabilidad, conciencia de una misión,
tratándolos no como a sujetos pasivos de evangelización sino como a
compañeros de viaje.
Hoy la juventud pide sitio. En la sociedad y en la Iglesia. Y la sociedad (y
la Iglesia) tiende a tratar a los jóvenes como niños, aún atados al doble rol de
aprender y ser entretenido. Sin embargo, de vez en cuando un aldabonazo nos
recuerda que ser joven no es sinónimo de no tener criterio, ni voluntad, ni
capacidad. Recientemente el mundo de la lucha contra el cambio climático ha
visto cómo algunos jóvenes, casi adolescentes, saltaban al primer plano por
iniciativas que se volvían virales. Quizás nadie representa esto como la
adolescente sueca Greta Thunberg. Alguien de 16 años que se convierte en
portavoz y adalid de una batalla global. Evidentemente, los medios ayudan –
no hay que ser ingenuos– y el que una figura así se convierta en referencia
pasa por una combinación de oportunidad, momento y probablemente
también algún interés mediático. En todo caso, no todos los jóvenes pueden –
ni es lo que se pretende– ser Greta Thunberg. O Malala Yousafzai, la persona
más joven galardonada con el Premio Nobel de la Paz, o Mark Zuckerberg,
que con 20 años lanzó una red que está cambiando el mundo (no sabemos si
para bien o para mal). Es verdad que estos casos tienen algo de
extraordinario.
Pero hace falta que tomemos conciencia de que muchos jóvenes pueden –
y quieren– tener algo más que decir, que pelear y que plantear. Sí, también en
la Iglesia hay jóvenes buscando su sitio. Y ese sitio no puede ser tan solo el
de quien está sentado en un aula, o en los bancos de un templo, escuchando
con infinita paciencia.
Y así, vamos teniendo muchos jóvenes –y adultos– en tierra de nadie, que
tienen preguntas pero no saben dónde buscar las respuestas, porque, cuando
miran hacia la Iglesia, no la ven creíble.
8

Dos amores

Hasta aquí todo lo que he descrito se puede aplicar a grupos numerosos, a


colectivos de los que se habla bastante. Mujeres, jóvenes, personas de
orientación homosexual, divorciados… Todos esos grupos son grandes (las
mujeres, más de media Iglesia). Esto no quiere decir que todas las personas
que pertenecen a dichos grupos se sientan así, en esta tierra compleja y
difícil. Pero bastante gente sí. Ni siquiera hay que estar en algún grupo
concreto para sentirse en tierra de nadie. Ya imagino a alguien objetando –y
con razón–: entonces, si eres varón, heterosexual, mayor y felizmente casado,
¿es que no puedes estar en búsqueda? ¿No puedes tener dudas? ¿No tienes
derecho a compartir algunas de las reivindicaciones aquí apuntadas?
¿Acaso hay que estar en situaciones «conflictivas» para que no te acusen
de rigidez o de liquidez? No. Ni mucho menos. Creo que uno de los
problemas de nuestro mundo es que demasiada gente solo se preocupa de sus
propios problemas y solo ve las cosas desde su perspectiva. Todas las
cuestiones que voy planteando –y algunas más– es posible que afecten
directamente a algunos grupos de personas, sí, pero en realidad preocupan a
muchas más, que buscan respuestas y que tratan de acertar.
Es más, hasta ahora, como digo, he hablado de algunos colectivos más o
menos numerosos. Ahora bien, no son los únicos. Seguramente hay también
situaciones de grupos más pequeños, e incluso vivencias personales, que
llevan a la gente a afrontar igualmente la confusión de estar en algún punto de
esa tierra intermedia. Hace años, alguien que había leído En tierra de nadie
me agradeció el libro. Me dijo que le había ayudado a poner nombre a
algunas cosas que vivía y sentía. Sin embargo, también me dijo: «Pero te has
olvidado de nosotros. Al poner ejemplos, al enumerar, al describir
situaciones, nunca has mencionado a los sacerdotes que tuvimos que
abandonar para casarnos».
Me dejó pensando. Tenía razón. Esa era su situación. Yo nunca la había
percibido como tierra de nadie. Quizás, de una manera simple, imaginaba que
era otra realidad. Que los sacerdotes que, en un cierto momento, pedían la
secularización para implicarse en una relación, pues era porque habían
cambiado su camino, o bien desencantados con su vocación, o bien más
atraídos por una vida de pareja. No pensaba yo en el vacío que podía quedar
en esas historias, desprovistas en un momento de lo que había sido una seña
tan fuerte de su identidad. Nunca había pensado demasiado en quien, aun
sintiendo su vocación con la misma pasión del primer día, ve en la necesidad
de compartir su vida con otra persona un impedimento tan fuerte que lo lleva
a abandonar, pero con una enorme sensación de desgarro y pérdida. Y ese
«tuvimos que abandonar» reflejaba una nostalgia, una rendición no deseada,
una encrucijada impuesta, pero ni querida ni comprendida.
A diferencia del voto de castidad en la vida religiosa –que es un voto
elegido libremente como parte de una vocación y siempre ha estado asociado
a la vida consagrada y la vida religiosa apostólica–, el celibato no ha estado
siempre unido al sacerdocio. Durante bastantes siglos hubo sacerdotes
casados. Fueron el primer y segundo Concilio de Letrán (1123 y 1139) los
que promovieron la obligatoriedad del celibato en el caso de los sacerdotes.
Por motivos pastorales, por una concepción concreta que se fue imponiendo
de una manera de servir o de una exclusividad en la dedicación.
Pero ¿puede haber hoy quien sienta la vocación al sacerdocio y al tiempo
la llamada a una vida de pareja, a formar una familia?
Es posible que haya muchos que, en su decisión de pedir el abandono del
ministerio, lo vivan como una opción no tan traumática. Eligen otro camino,
porque el del sacerdocio, tal vez, no los colma como esperaron; porque se han
desencantado, o se han cansado, o sienten que no están a la altura de lo que se
espera de ellos, o ante la perspectiva del amor y de una vida de pareja ellos
mismos lo ven incompatible con el ministerio tal y como lo conciben. Pero lo
que me quería hacer ver aquel amigo con el que hablaba es el drama de
aquellos que se seguían sintiendo sacerdotes toda la vida (y es que nunca se
deja de serlo), solo que añorando que alguna vez la Iglesia pueda repensar el
celibato como algo opcional.
Si uno busca opiniones, rápidamente se cruzan argumentos distintos.
Están quienes dicen que solo el desprendimiento radical del celibato permite
vivir abierto a todos, de una manera plena, entregada, sin ataduras. Está
quien, en el extremo opuesto, no comprende que, para quien se siente
llamado a ello, es un don, un camino diferente para amar. Porque sí, el
celibato no es un camino hacia la frustración o la soledad deshabitada sino
para aprender a amar a todos. Está quien trivializa y etiqueta, quien asocia
celibato a represión y hasta busca en él la explicación de los abusos. Pero
también está quien, entendiendo y respetando el don que supone, sin
embargo, no se siente llamado a ello y sí se siente llamado al sacerdocio. Y se
pregunta por qué no ha de ser posible.
Sí, también hay historias mínimas, menos conocidas, y quizás menos
comprendidas, en esta tierra de nadie.

Durante meses, antes del sínodo sobre la Amazonía, se discutió sobre la


posibilidad de abrir la puerta a la ordenación excepcional de algunos hombres
casados, tal y como planteaba en junio de 2019 el documento preparatorio de
dicho sínodo[9]. Finalmente, tras las deliberaciones en el aula sinodal, el
documento final entreabrió esa puerta, atendiendo a las circunstancias
particulares de aquella región[10]. La propia declaración del sínodo recoge
dos aspectos muy interesantes. Por una parte, se reconoce y valora la legítima
diversidad que depende de diferentes situaciones. Por otra, se recoge la
demanda, por parte de algunos de los que opinaron, de que la cuestión se
aborde de manera más universal, y no únicamente para el escenario
amazónico.
¿Es posible que los dos amores quepan en la vida de un sacerdote? He
aquí, en definitiva, la tensión de algunos de estos sacerdotes secularizados.

[9] Amazonía, nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral. «Afirmando que el
celibato es un don para la Iglesia, se pide que, para las zonas más remotas de la región, se estudie la
posibilidad de la ordenación sacerdotal para personas ancianas, preferentemente indígenas, respetadas y
aceptadas por su comunidad, aunque tengan ya una familia constituida y estable».
[10] El punto 111 del documento final, tal y como fue aprobado en su primera versión, lo
plantea con la siguiente formulación: «Muchas de las comunidades eclesiales del territorio amazónico
tienen enormes dificultades para acceder a la Eucaristía. En ocasiones pasan no solo meses sino,
incluso, varios años antes de que un sacerdote pueda regresar a una comunidad para celebrar la
Eucaristía, ofrecer el sacramento de la reconciliación o ungir a los enfermos de la comunidad.
Apreciamos el celibato como un don de Dios (Sacerdotalis caelibatus, 1) en la medida que este don
permite al discípulo misionero, ordenado al presbiterado, dedicarse plenamente al servicio del Pueblo
Santo de Dios. Estimula la caridad pastoral y rezamos para que haya muchas vocaciones que vivan el
sacerdocio célibe. Sabemos que esta disciplina “no es exigida por la naturaleza misma del sacerdocio…
aunque tiene muchas razones de conveniencia con el mismo” (PO 16). En su encíclica sobre el celibato
sacerdotal san Pablo VI mantuvo esta ley y expuso motivaciones teológicas, espirituales y pastorales
que la sustentan. En 1992, la exhortación postsinodal de san Juan Pablo II sobre la formación sacerdotal
confirmó esta tradición en la Iglesia latina (PDV 29). Considerando que la legítima diversidad no daña
la comunión y la unidad de la Iglesia, sino que la manifiesta y sirve (LG 13; OE 6), lo que da
testimonio de la pluralidad de ritos y disciplinas existentes, proponemos establecer criterios y
disposiciones de parte de la autoridad competente, en el marco de la Lumen gentium 26, de ordenar
sacerdotes a hombres idóneos y reconocidos de la comunidad, que tengan un diaconado permanente
fecundo y reciban una formación adecuada para el presbiterado, pudiendo tener familia legítimamente
constituida y estable, para sostener la vida de la comunidad cristiana mediante la predicación de la
Palabra y la celebración de los Sacramentos en las zonas más remotas de la región amazónica. A este
respecto, algunos se pronunciaron por un abordaje universal del tema».
9

La crisis de los abusos

No se puede decir que la crisis de los abusos sea un episodio coyuntural. En


varias ocasiones el jesuita Hans Zollner, uno de los máximos responsables en
el Vaticano de la lucha contra los abusos a menores, ha repetido que 2018 fue
un año especial en esta lucha. Y lo fue porque, por fin, la Iglesia –o buena
parte de ella– pareció darse cuenta de que la cuestión de los abusos no era
una suma de episodios aislados que pudieran afrontarse caso por caso sino un
problema estructural, extendido por demasiados estamentos. Los resultados
de la investigación en Pensilvania, concluida en agosto de 2018, revelaban
abusos a más de 1 000 menores por más de 300 religiosos durante décadas.
Los obispos chilenos tuvieron que presentar su dimisión en bloque ante la
evidencia de una nefasta gestión en cuestión de salvaguarda. El
descubrimiento de una vida de abusos llevó a la expulsión del cardenal
Theodore McCarrick, una de las figuras más prominentes de la Iglesia
estadounidense. Y el australiano George Pell, uno de los integrantes del
consejo de nueve cardenales creado por Francisco para ayudarlo en la
reforma de la curia, era encarcelado en su país, acusado de haber abusado de
dos menores en los años 90. En países como España, la presión mediática
hizo que empezasen a emerger más casos de los que se pensaba que existían.
La crisis de los abusos a menores y personas vulnerables viene
sacudiendo la conciencia de la Iglesia todo lo que llevamos de siglo (al
menos) tras décadas –o siglos– de silencio y ocultamiento de todo lo que
pudiera tener que ver con ello. Quizás 2001 supuso un punto de partida, con
las revelaciones de los periodistas de The Boston Globe sobre la cultura del
encubrimiento en la sociedad bostoniana. Lejos de limitarse a un problema
local de una diócesis o de un país, lentamente fueron emergiendo más
ejemplos, en los que se iba viendo que los abusos eran algo demasiado
extendido: el caso de Marcial Maciel, puesto como modelo de la juventud y
del que se descubría una vida de depravación y abusos que hasta entonces
había sido ignorada pese a acusaciones y pruebas, así como episodios
sistemáticos en Alemania, Irlanda, Australia, Chile… Uno tras otro, países
que se suponían libres de esa lacra y donde era fácil oír lo de «Eso aquí no ha
ocurrido» han ido teniendo que afrontar una verdad dolorosa: eso aquí
también ha ocurrido. Hasta que, finalmente, el papa Francisco se vio en la
tesitura de certificar la globalidad del problema al convocar a todos los
presidentes de las conferencias episcopales del mundo para la que se llamó
«cumbre antiabusos», que se celebró en Roma a comienzos de 2019.
De nada sirven las justificaciones. De nada sirve decir que ocurre en otros
estamentos –por más que ocurra–. No sirve de nada, porque hay un escándalo
innegable en el hecho de que sacerdotes, religiosos, personas consagradas,
que supuestamente representan una opción por el Evangelio, cometan actos
que hieren de una manera obscena la dignidad de los más vulnerables. Y
resulta igualmente cuestionador el ser conscientes de que en demasiadas
ocasiones hubo verdadero encubrimiento, basado, en el peor de los casos, en
la complicidad, y en el menos malo, en una comprensión errónea de las
consecuencias de estos actos y de los derechos de las víctimas a la justicia.
En la estela de estas condenas, aparecieron reflexiones sobre temas como
el poder, la causa de los abusos, la necesidad de una mejor formación y
selección psicológica de los candidatos al sacerdocio… Preguntas sobre los
motivos. Exigencia de medidas. ¿Tiene esto que ver con el celibato? –dicen
unos–. ¿Con la orientación sexual? –sugieren otros–. ¿Es consecuencia del
clericalismo que lleva a abusos de poder? –braman algunos–.
La Iglesia se va haciendo dolorosamente consciente de que no bastan las
palabras de petición de perdón. Hacen falta medidas para prevenir. Hacen
falta respuestas sobre el pasado. Y hace falta una lectura integral de lo
ocurrido. Por ejemplo, no es aceptable reducirlo solo al ámbito espiritual y
decir que es pecado, abierto al arrepentimiento y la conversión. Porque,
aunque eso sea verdad, no es toda la verdad. También es delito. Y como
delito debió tratarse. Porque las víctimas tienen derecho a ser escuchadas, ser
acogidas y reclamar justicia. Y porque es necesario proteger a otras personas
vulnerables del riesgo de los abusos.
De nuevo, esta herida deja a muchas, muchísimas personas, en tierra de
nadie. Heridos al darnos cuenta de que bastantes de nuestras instituciones
tienen también su historia, su pasado y su necesidad de hacer luz –por las
víctimas, por el Evangelio y por la justicia–.
Pero en tierra de nadie, como ocurre con tantas otras cuestiones, hay más
espacio para los matices y, por lo mismo, para percibir los excesos.
Necesitamos ser conscientes de que, cuando la gente generaliza y dice cosas
como «Todos los curas son pederastas» o «Esta es una institución podrida», o
«Todos encubren», es injusta. Pero cuando, en el extremo opuesto, hay quien
dice que todo esto no es más que un ataque contra la Iglesia, que los trapos
sucios se lavan en casa o que son solo casos sueltos, la gente de tierra de
nadie tampoco puede estar conforme. Porque esto no se puede admitir.
La crisis de los abusos nos rompe. Porque socava la confianza. Porque
genera incertidumbre. Porque irrita percibir la doble cara de una institución
que ha impuesto tremendas cargas moralizantes en la vida de las personas,
mientras toleraba en su seno a depredadores. Y te lleva a preguntarte, con
honestidad y con anhelo: ¿por qué seguir?

Excursus: ¿Por qué seguir?

Estos días he escuchado a distintas personas, en diversos contextos, decir


que ellos con esta Iglesia no quieren saber nada; que se dan de baja
(existencialmente); que si creen, será a su modo y por su cuenta, pero
que, defraudados con la institución, ya no quieren seguir. Y la verdad,
cuando vas sumando zarandeos, comprendes esos abandonos. La tragedia
y el crimen de los abusos y su ocultamiento en nombre de no se sabe qué
demencial prudencia. La presencia, en las redes, de verdaderos portadores
de odio cuyas palabras y actitudes destilan algo que, ciertamente, no es
Evangelio. La incapacidad de muchos para el diálogo, demonizando a
quien intenta dar pasos distintos. La dificultad para pasar de las buenas
intenciones y palabras a transformaciones en estructuras y formas de
hacer las cosas. Y las intrigas y golpes de mano mediáticos en las más
altas instancias, que, bajo capa de bien, muestran guerras por el poder y
conflictos de egos que uno –ingenuamente– imaginaba más propios del
Renacimiento que de esta época.
Y sí, uno se pregunta: ¿por qué seguir? ¿Y por qué animar a otros a
seguir? Y aquí van algunas respuestas, sin duda incompletas y subjetivas,
pero que ayudan.

Uno, porque la Iglesia es mayor que todo esto. Y aunque haya que hacer
un enorme esfuerzo en el momento actual, es importante no renunciar a
una visión mayor, en la que se incluyen tantos hombres y mujeres que
viven e intentan vivir el Evangelio con pasión, coherencia y justicia.
Muchos de ellos jamás llenarán cabeceras ni darán titulares. Pero son
millones, siguen a Jesucristo y trabajan por su Reino, y en muchos
lugares del mundo, en muchos márgenes, en muchas vidas, son buena
noticia. Y son Iglesia.

Dos, porque se puede elegir intentar cambiar las cosas desde dentro.
Empujando, con otros muchos. Es verdad que, en esta era de la
inmediatez, aceptar el ritmo –mucho más lento– de la Iglesia requiere
buenas dosis de paciencia y esperanza. Sin embargo, si no se oyen, desde
dentro, voces proféticas (pero no airadas y despectivas), entonces
dejaremos que la Iglesia se convierta tan solo en un reducto de
intransigentes de todo cuño.

Tres, porque la Iglesia es plural. Siempre lo ha sido. Y hay en su seno


tensiones entre distintos acentos, distintas sensibilidades y miradas. El
problema de nuestra época es que no se sabe vivir con las tensiones. Se
recalca el desprecio, el odio, y el que piensa distinto se convierte en
enemigo. Pero no debería ser así.

Cuatro, porque la virtud y el pecado están desde el origen enraizados en


la realidad humana, de la que forma parte la Iglesia. La comunidad que
Jesús reunió a su alrededor ya era un grupo tan lleno de fragilidades como
de valores. Eso no es una justificación para aceptar cualquier cosa que
ocurra sino una constatación para comprender que por el bien hay que
pelear, sin ingenuidad.
Y dicho todo esto, sin duda, duele esta Iglesia. Abochorna mucho de
lo ocurrido. No bastan lamentos ni caras de circunstancias. Hace falta
más: luz, verdad y justicia.
10

La mayoría silenciosa

La primera vez que escribí sobre la tierra de nadie, como ya he señalado en


otro momento, me sorprendió el eco de muchas personas que me decían que
se habían reconocido en la descripción. Y me sorprendió especialmente que
muchas de ellas pensaban que estaban solas o casi solas en esas situaciones.
Se sentían bichos raros, fuera de lugar, incomprendidos en una Iglesia donde
parecía que para todos los demás era más fácil estar.
Y es que en tierra de nadie, al final, estamos muchos. Está cualquiera que
intente no ser dogmático –convirtiendo en dogma absoluto lo que no lo es–
pero tampoco relativista –dejando que el único criterio de verdad sea la
voluntad o el interés subjetivo de cada uno–. Están todos los que buscan en la
religión una expresión de fe compartida, pero, al tiempo, sienten que una
religión no puede ser un museo. Están quienes piensan que no todo se puede
sacralizar en una religión; que hay muchas prácticas, muchas normas, muchas
maneras de ver la realidad que tienen que ver con una historia, una cultura y
una época; y que no solo la religión modela una sociedad, sino que también la
sociedad modela una religión, porque a Dios no se le puede apresar de una
vez por todas. En tierra de nadie, que es tierra de tantos, estamos todos los
que sentimos que la verdad es Jesucristo, y que muchas otras cosas a las que
llamamos verdad lo son solo en la medida en que remiten a él. Y, por eso
mismo, cuando conocemos más a Jesús, podemos llegar a entender mejor su
Evangelio y lo que es una vida conforme a su voluntad. Hay muchas
cuestiones que no son intocables, aunque ahora lo parezcan.
¿Por qué no se oye tanto esto? ¿Por qué las voces que más se escuchan
suelen ser las que eligen algún extremo? ¿Por qué tanta certidumbre
inamovible de unos, rechazo incontestable de otros o alegre despreocupación
de otros más y, sin embargo, tan pocas voces inquietas desde la tierra de
nadie? ¿Es acaso que existe una mayoría silenciosa, esperando profetas que
hablen en su nombre?
La expresión «mayoría silenciosa» tiene cierto peligro. Se puede usar
para justificar la falta de apoyo a las propias posiciones aludiendo a que,
aunque habla una minoría ruidosa, hay una cantidad mayor de gente que,
desde el silencio, respalda las ideas de uno. De hecho, ha servido a muchos
tiranos para justificarse ante las protestas, dando por hecho que todo el que
no se rebela es porque está de acuerdo. Y así, con un juego de palabras, se
convierte la contestación en apoyo y la distancia en cercanía. Si ahora
decimos que en la Iglesia hay una mayoría silenciosa en tierra de nadie, una
mayoría que calla pero no otorga, ¿no será esto más un deseo que una
realidad? ¿Podría ser que uno esté negándose a ver que, en realidad, somos ya
solo cuatro gatos los que peleamos con lo incierto?
A veces me asusta pensar que, efectivamente, seamos ya pocos los que
peleamos con la esperanza de superar estas contradicciones, mientras que el
resto de la gente ha optado por ignorarlas. Otras veces, sin embargo, me digo
que no, que en realidad somos muchos quienes buscamos, de distintas
formas, un poco más de claridad. Y en esos momentos de esperanza es
cuando quiero creer en la mayoría silenciosa que ocupa la tierra de nadie.

Si de veras existe esa mayoría silenciosa, tendremos que preguntarnos el


porqué de ese seguir callados. En el silencio con el que tantas personas lidian
con toda esta contradicción confluyen muchos motivos diferentes.
Entre ellos, se puede señalar que estamos en una sociedad de discursos
tajantes. Hoy hay que hablar rápido, con contundencia, decir las cosas de
manera abrupta, entresacar titulares inmediatamente y convertirlos en motivo
de contestación. Eso lleva a que, en cuanto alguien habla –incluso cuando
habla con matices, generando discursos que quizá podrían abrir la puerta al
diálogo–, inmediatamente dichos discursos saltan a las redes y a los medios
simplificados. Los polemistas habituales se ponen unos a favor y otros en
contra, y todos utilizan la cuestión para enfrentarse a cara de perro. De modo
que mucha gente, que busca un discurso diferente, no lo encuentra. Y
tampoco trata de crearlo, porque ¿para qué meterse en líos?
Otro de los motivos es la falta de formación religiosa. Hay cuestiones
para las que no tenemos respuestas, y en este punto no debemos echar todos
los balones fuera. A veces no somos capaces de justificar las intuiciones, las
incertidumbres, las objeciones o los puntos que tenemos poco claros, porque
no sabemos cómo argumentar. No conocemos bien la Biblia, y a veces
alguien nos puede cerrar la boca con un versículo citado fuera de contexto.
No sabemos mucho de la historia de la Iglesia y confundimos «estos últimos
siglos» con «desde siempre». ¿Cuánto hace que no leemos algún documento
oficial de la Iglesia, un ensayo sobre Dios, un libro de ética, una reflexión
creyente sobre el amor, el sufrimiento, la fe o el silencio de Dios? Algunas
personas nunca lo han hecho. Y a veces necesitaremos palabras prestadas
para poner voz a las intuiciones que se nos mueven por dentro.
También resulta muy complicado estar en una tierra en la que te vas a
llevar palos desde todos los frentes. De unos que te ven demasiado indulgente
con el mundo y de otros que te juzgan demasiado acomodado a los ritmos y
tiempos de una institución lenta. De los que te llaman tibio y de los que te
llaman fanático. De quienes te tachan de incoherente por expresar dudas y de
quienes hacen lo mismo por no expresarlas lo suficiente. Por eso mucha gente
no es que renuncie a sus creencias, sino que opta por convertirlas en algo
personal, privado y sobre lo que no discute, como no se discute de otros
temas para evitar acabar a gritos.
11

¿Estuvo Jesús en tierra de nadie?

Uno tiene la tentación de preguntarse: «¿Dónde colocarías a Jesús en este


mapa?». Es una cuestión real, y tiene mucho sentido preguntárselo. Después
de todo, definimos nuestra fe como seguimiento de Jesús y, por ello mismo,
buscamos que nuestros pasos sigan sus huellas. Así que la pregunta es
legítima. Y por eso voy a intentar responderla.
En tierra de nadie no estás únicamente porque no te queda otro sitio
donde estar. También es una opción y, como tal, una respuesta. Dios nos
puede pedir hoy estar en esta tierra de tantos, confusa y desprotegida. Quizás
esta sea una nueva intemperie a la que tenemos que lanzarnos.
¿Es que es ahí donde estuvo Jesús? La pregunta está mal formulada. El
triángulo eclesial, delimitado por creyentes inflexibles, otros que eligen un
poco a la carta y otros más directamente enfrentados a la Iglesia, es en
realidad una figura que nos sirve para explicar una situación contemporánea.
La sociedad de Jesús tenía sus propias dinámicas, que no son, sin más,
equiparables a las nuestras: los zelotes y su opción violenta, el sanedrín y su
control del culto y la ley, los ocupantes romanos, el colaboracionismo de
Herodes, el aislamiento buscado por los esenios, el mesianismo como
esperanza de Israel… Todo ello configuraba un marco muy diferente.
Más que hablar de «dónde estuvo Jesús», habrá que preguntar: «Si Jesús
viniese hoy, ¿dónde estaría?». Y, aun así, la pregunta sigue siendo imprecisa.
Nosotros afirmamos que el Dios de Jesús, a través del Espíritu, está presente
en la Iglesia. En toda ella. Quizás la rigidez de unos, la ligereza de otros, la
beligerancia de los de más allá y las búsquedas de no pocos sean todas ellas
reflejo de un Espíritu que, en la diversidad, nos invita a no acomodarnos.
A Jesús, el Cristo, lo encontramos hoy en nuestra Iglesia y nuestro
mundo, en las gentes, sus vidas y sus historias, en lo celebrado y lo
construido, en un Evangelio que se sigue proclamando hoy.

Con esa puntualización, lo que sí puede ser sugerente es preguntarnos


también por lo que podemos aprender del Jesús hombre y su relación con las
instituciones y dinámicas de su tiempo. ¿Qué decir en ese caso? ¿Nos permite
lo que descubrimos de Jesús deducir que hoy estaría en esta tierra de nadie?
En realidad, Jesús desborda cualquier frontera, y de ahí la enorme riqueza
y pluralidad de la Iglesia que surge tras sus huellas. Como hombre, tuvo
rasgos de militante convencido de una nueva causa, el Reino de Dios; tuvo
una veta de oposición a un sistema que, en nombre de la ley controlada por
profesionales del culto, generaba una vivencia angustiada de la fe; y al mismo
tiempo dio a sus discípulos una forma concreta de vida, les ofreció un sentido
(un tesoro y una perla preciosa por los que merecía la pena venderlo todo),
una identidad, desde la propuesta de una forma diferente de vivir y de creer,
con una lógica nueva… Nadie de su época habría podido apropiárselo, ni los
que odiaban al invasor romano, ni los que dirigían la vida del pueblo, ni los
que lo seguían. En todo caso, solo los que estaban cansados y afligidos, los
que se sentían como ovejas sin pastor, podrían haber pensado: «Este es de los
nuestros».
Jesús vivió en medio de las tensiones sociales e institucionales de su
época, y en ellas se mantuvo sin atarse a nadie, pero abierto a todos. Habló
con los que quisieron acercársele, en caminos polvorientos y en el templo,
institución central de la vida judía. Lo mismo le seguía el publicano Mateo
que el fariseo Nicodemo, el recaudador Zaqueo o Bartimeo el ciego, la
tranquila María o la inquieta Marta. Tuvo palabras para el sabio y para el
niño. Dudó sobre cómo hacer las cosas, sobre cómo anunciar el Reino, sobre
cuál sería la voluntad del Dios al que se sentía tan íntimamente unido. Fue
tentado al atravesar su desierto. Buscó tiempo para dar pan al hambriento,
tiempo para curar al enfermo, y tiempo para orar en la noche silenciosa. Tuvo
seguidores y tuvo amigos. Prescindió de las categorías de su sociedad y de las
etiquetas que decían que los samaritanos eran impuros y los pastores,
marginados. Levantó a la adúltera del suelo, mientras confrontaba a los
acusadores con sus propias flaquezas. Inquietó al tibio, que no se atrevía a
vivir en plenitud. Supo ver el dolor de una mujer que lloraba a sus pies, y a la
vez comprendió la cerrazón de quien no la aceptaba. Transformó las vidas de
aquellos que lo siguieron. Calmó la tempestad que amenazaba a sus
discípulos, pero una tormenta interior le hizo llorar angustiado en Getsemaní.
Fue signo de contradicción. Participó en banquetes, y lo acusaron de
comilón y bebedor. El cumplidor lo increpó porque sus discípulos no
ayunaban. El radical lo acusó de dejar que se malgastase dinero en él. El
sacerdote lo condenó por transgredir la ley (el sábado) y por atacar las
instituciones más sagradas (el templo). El romano lo crucificó por querer ser
rey, mientras el pueblo se veía defraudado porque no quería serlo, o lo era de
un modo distinto, no con la majestad y el poder como armas. Su gran delito
fue hablar de un Dios misericordioso que amaba a todos, especialmente a los
«menos amados» de Israel. Y por la libertad valiente y comprometida con
que sostuvo esa verdad murió. Murió en algún sitio entre la duda y la certeza,
entre el sentimiento de abandono y la entrega confiada a las manos del Padre,
entre la derrota y la resurrección.

Honestamente, a Jesús es difícil categorizarlo. Se escapa. No lo podemos


restringir a «mi» tierra, «mi» mundo, «mis» gentes, porque, si algo sentimos,
es que, ahora como entonces, los caminos son muchos y las gentes diversas.
En nuestra época, en nuestras situaciones particulares y sociales, el mismo
Jesús sigue iluminando, enriqueciendo y transformando las tierras en que nos
movemos.
No creo que sea acertado sin más encerrarlo en una tierra y decir: «Es de
los nuestros». Más bien la clave está en poder afirmar desde esta tierra en la
que estamos: «Somos de los suyos». Con esas precisiones, la respuesta es que
Jesús no es patrimonio de unos pocos, pero, eso sí, a Jesús de Nazaret hoy
también se le habría podido encontrar en esta tierra de nadie de
incertidumbres lúcidas y certezas valientes, de anuncio para todos y denuncia
que no niega el abrazo, en esta tierra en que el amor es fecundo y la
búsqueda, infatigable.
SEGUNDA PARTE
VIVIR EN TIERRA DE NADIE
¿Por qué seguir en una Iglesia en la que a veces uno se siente incómodo?
¿Por qué hay personas que, pese a estar en situaciones complicadas, eligen
mantenerse en una institución que parece no comprenderlas? ¿Por qué no
ahorrarse los problemas o los malos tragos y elegir el camino de un
individualismo que quizás sea más fácil?
Lo primero, porque la Iglesia no es, para el creyente, un club del que te
haces socio, ni una asociación a la que te apuntas o de la que te borras según
te sientas tratado. Aunque incluya ese aspecto relacional, creemos que la
Iglesia es algo más. Es una comunidad de gente unida por el vínculo de la fe,
nacida por la acción del Espíritu, llamada a ser casa de todos, portadora de
una buena noticia, y donde podemos celebrar la vida y la fe para encontrarnos
con Dios. Y por eso tantas personas no se resignan a dejar que la Iglesia sea
la triste caricatura que algunos quieren hacer de ella. Ni tampoco están
dispuestos a alejarse de ella, por más que haya quien quisiera convertirla en
un coto cerrado para unos pocos supuestamente puros. Porque muchas
personas no pueden aceptar –con razón– sentirse ciudadanos de segunda en
esta ciudad de Dios.
Lo segundo, porque, aunque hasta este momento he estado hablando de
situaciones problemáticas, tensiones y algunos conflictos, sin embargo, la
Iglesia es mucho más que eso. Y hay en ella mucho bueno. Es un lugar donde
construir y desde donde enriquecer el mundo. Es el espacio donde confluyen
muchas búsquedas, muchas historias, muchas preguntas. Es comunidad que
puede celebrar unida: la vida, el amor, el dolor, la muerte, el ingenio humano,
la compasión, la búsqueda de la justicia… Más adelante hablaré de ello.
En tercer lugar, seguimos porque, si algo debe cambiar, ¿por qué no
intentar hacerlo desde dentro? A veces tienes que intentar transformar lo que
amas o ayudarlo a crecer, pero no a base de ponerte enfrente y lanzarte al
acoso y derribo, sino arrimando el hombro y siendo consciente de que el
deseo de cambiar es convicción, es compromiso y es búsqueda compartida de
la verdad. Una búsqueda en la que, además, uno reconoce que tampoco tiene
todas las certidumbres, y tendrá que escuchar las razones de quien ve las
cosas desde otra perspectiva.
12

Tensiones en un camino

A menudo hablo de tensiones. Creo que la tensión es parte de la vida, una


parte necesaria. Es verdad que hay que evitar los excesos. Demasiada tensión
puede acabar con uno. Y a veces también con quienes lo rodean. ¿Nunca has
oído decir de alguien, quizás con exasperación, que es demasiado intenso? ¿O
nunca te han alertado, tal vez también a ti, de que se te veía un poco tenso?
Normalmente, cuando alguien dice eso, lo que quiere expresar es que te estás
pasando, y te está pidiendo que te relajes un poco. Porque el exceso de
tensión provoca, al final, que las personas exploten y las situaciones se
descontrolen. Como la cuerda de una guitarra, que, si sigues apretando la
clavija, llegará un momento en que se rompa por algún sitio.
Pero, en el extremo opuesto, tampoco es el ideal tal liberación de
tensiones que te instales en una placidez que raya en la blandura. ¿Nunca has
oído decir de alguien que parece que no tiene sangre en las venas? ¿O que se
le pasea el alma por el cuerpo? A veces lo que querríamos de ciertas personas
es un poquito más de intensidad, de energía, de interés o intención. Porque si
nada te preocupa, si nada te motiva, te mueve o te tensa, terminas convertido
en un sujeto inerte.
Una buena dosis de tensión es saludable y necesaria en la vida.
En la Iglesia nos va a tocar aceptar unas cuantas.

Ni rebeldía ni sumisión: resistencia

Permítaseme aludir al teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer cuando, ante


las atrocidades del nazismo, defendía la necesidad de resistencia[11]. Una
resistencia que lo llevó a terminar ahorcado por el régimen nazi al que
plantaba cara.
No pretendo yo establecer aquí una comparación de la Iglesia con el
nazismo, ni mucho menos. Mi intención es poner el acento en la actitud
interior de quien siente que no debe aceptar acríticamente algo con lo que no
está de acuerdo. Salvando entonces las distancias, cuando uno habla de
obediencia en la Iglesia, de aceptar las disposiciones, las normas, el
magisterio, ¿cómo hemos de entender esto?
La sumisión –en cualquier orden de la vida– viene a ser el aceptar, sin
cuestionarla, la autoridad o voluntad de una persona o grupo de personas, una
institución o un Estado. Ese sometimiento puede nacer del miedo, de la
violencia, o, por el contrario, de una convicción y confianza tan absolutas que
uno antepone lo que digan otros a cualquier otra consideración –incluyendo
el propio juicio–. Hay en la tradición religiosa una conciencia de la
obediencia en y a la Iglesia que tiene algo de sumisión. Ignacio de Loyola, en
sus reglas para sentir con la Iglesia, habla de que si esta dice negro, tú digas
negro aunque veas blanco[12]. Ahora bien, el propio Ignacio a menudo peleó
para que la Iglesia dijera blanco cuando él veía que algo debía ser diferente –
por ejemplo, su concepto de la vida religiosa, que tenía ciertas novedades
respecto a lo que entonces parecía conveniente–. Tampoco se trata de estar
siempre cuestionando, instalados en la rebeldía, o convirtiendo la propia
perspectiva en la única referencia válida, pero sí parece necesario responder
ante lo que uno considera equivocado. ¿En qué consiste, entonces, la
resistencia?
La resistencia es la capacidad de echar raíz. Para apoyarse, pero también
para permanecer firmes cuando no debemos movernos. En la Iglesia nosotros
necesitamos echar raíz. Y la echamos en una mezcla de Evangelio, tradición
y conciencia de que el Espíritu de Dios sigue soplando. Por eso, absolutizar
cualquiera de esos tres elementos por separado sería un error. Resistencia es
una actitud de búsqueda, en la que se quiere ser fiel –que no es estar
inmóvil–. Y esa fidelidad en algunas ocasiones será el apoyo de lo que ya
está consolidado, pero en otras tendrá que ser plantear objeciones, hacer
preguntas o pedir cambios, si esto nace de un deseo de ser coherente con el
Evangelio y obediente a la voluntad de Dios.

Hace unos años, decir que uno podía estar en desacuerdo con el papa
inmediatamente suscitaba las iras de los guardianes de la ortodoxia, que
alegaban que era absolutamente intolerable cuestionar a quien ostenta la
máxima autoridad en la Iglesia. Supongo que hoy, cuando algunos de esos
mismos guardianes no se privan de cuestionar, en privado y en público,
afirmaciones del papa Francisco que no comparten, se habrán vuelto un poco
más favorables a la resistencia. De nuevo, la perspectiva ayuda bastante.

Excursus: No me resigno

Se cita a menudo una frase de Arrupe, entonces superior general de los


jesuitas, en la que afirmaba: «No me resigno a que, cuando yo muera,
siga el mundo como si no hubiera vivido».

«No me resigno». Una frase de un hombre grande, que hoy se me vuelve


pregunta. ¿Y yo? ¿Vivo resignado o combativo? ¿Acostumbrado o
inquieto? ¿Domesticado o rebelde? Y la pregunta sigue tomando cuerpo.
¿A qué no me resigno yo?
No me resigno a que mi fe sea solo rutina. Tiene que ser batalla, duda,
fuego, aliciente, refugio e intemperie al mismo tiempo. No me resigno a
que tantos estén de vuelta de Dios sin conocerlo, sin darle ni siquiera una
oportunidad a su posibilidad. ¡No! No me resigno a la noche que acaba
con el horizonte sin esperanza de otro amanecer. No me resigno a que los
deseos sean mayores en mi memoria que en mi ahora. Ni a que la
injusticia me deje indiferente. No me resigno a sucedáneos del amor. A
vivir más entretenido que entregado. A la ironía cómoda y distante. A la
crítica sin profecía. A dar vueltas moviendo molinos en lugar de luchar
contra ellos. A la ceguera. No me resigno. Tampoco a creer que ya está
todo dicho, en el mundo, en la Iglesia, en la fe, como si los tiempos no
trajeran nuevos signos, nuevos retos, nuevas situaciones para las que no
hay aún respuestas. No me resigno a dejar que los dispensadores de
veredictos se empeñen en tener la única palabra sobre todo. Ni a las
etiquetas que vuelven invisibles a las personas, cuyas historias son únicas
y preciosas. No me resigno a disfrazar el miedo de prudencia, la cobardía
de silencio o la comodidad de estrategia.
La paciencia ¿todo lo alcanza?

La segunda tensión tiene que ver con los tiempos de la Iglesia. Esta es una
institución enorme. Y milenaria. Quizás la más antigua gran institución que
perdura en el mundo. Ha atravesado distintas edades: ha sido antigua,
medieval, moderna y contemporánea. Muchos han querido firmar su acta de
defunción, pero ahí sigue, atravesando el tiempo, con sus luces y sus
sombras. Es una institución de la que forman parte más de mil trescientos
millones de fieles. Es cierto que muchos tendrán una pertenencia débil, pero
estamos hablando de casi la quinta parte de la población mundial. Por eso,
cuando uno percibe que hay algunas cosas que tienen que cambiar, aunque lo
crea necesario, y justo, ha de mirar con perspectiva. Esta institución necesita
tiempo para moverse.
Pero se mueve. Si miramos al pasado, cuestiones que en su momento
parecían inamovibles ya no están ahí. La violencia que rigió las relaciones de
los pueblos en otras épocas hoy resultaría inconcebible. La pena de muerte ya
no cabe en nuestro modo de entender la justicia. La esclavitud resulta
intolerable para cualquier persona con valores. La intolerancia religiosa y la
imposición de un credo a cualquier precio chocan frontalmente con las
declaraciones actuales sobre la libertad religiosa. Sin embargo, hubo épocas
en que la violencia se veía como la forma adecuada de afrontar los conflictos.
Hubo tiempos en que la Iglesia condenaba a muerte –o entregaba a la justicia
civil para que fueran condenados a muerte– a quienes consideraba sus
enemigos (aunque, todo sea dicho, no de una manera tan extrema y salvaje
como alguna leyenda negra se ha empeñado en propagar, y es posible que
con más humanidad que otras instituciones y tribunales de las mismas
épocas). Los obispos o las órdenes religiosas tenían esclavos, porque se
asumía que algunas razas carecían de alma –si bien dentro de la misma
Iglesia voces discordantes clamaban por un cambio, que propugnaron y
lograron–.
Siempre ha habido protagonistas de los cambios, personas que empujan,
por su intuición, su conciencia, su manera de ver la realidad, en otra
dirección. Pero no son transformaciones que se puedan dar de la noche a la
mañana. A veces ni siquiera en una generación. Mucho de lo que hacemos es
ir preparando el terreno, desbrozando, sembrando y regando, hasta que las
cosas den fruto y hasta ver si tras esas intuiciones hay de verdad una semilla
que prende en la vida de las personas.
Y sí, sin duda, mucha gente no tiene paciencia para esto. Hay bastantes
personas que, sintiendo que algunos cambios no terminan de producirse y
quizás tardarán décadas, se plantean que «para mí llegará tarde». Pero, en
realidad, ¿no hay algo demasiado reducido en esta manera de mirar? No
peleamos solo por nosotros. Peleamos para que la historia sea, cada vez más,
una historia de salvación. Para que el mundo avance al ritmo de la esperanza,
hacia una sociedad donde el Evangelio sea más germen, más fundamento,
más ocasión de sanar las heridas. Peleamos para buscar la verdad, una verdad
que necesita tomar cuerpo en distintos tiempos y culturas.
La paciencia es aceptar que uno es parte de una historia mayor. Sentirse
heredero de una tradición viva, forjada en la fidelidad al Evangelio, las
aportaciones de buscadores de distintas épocas y los signos de los tiempos
presentes, que nos plantean nuevas preguntas y urgencias.

Excursus: No olvides

Puede que en un día de tormenta, con el cielo furioso, un manto gris de


nubes y el frío atenazándote, tú, por dentro, exultes. Pero hay otros días
en los que la zozobra, el frío o la grisura van por dentro. Aunque fuera el
sol brille con despreocupada libertad, recordándote que la vida es mucho
más.
En esos días grises te pesan los silencios, te muerden viejos fantasmas
que, de vez en cuando, te recuerdan que siguen ahí. Esos días Dios parece
callar y el corazón está como encogido. Te parece que las piedras en que
siempre tropiezas se quieren convertir en muro que te encierre. Volviste a
dejar que te hirieran. Esos días, cada una de tus miradas esconde un ruego
silencioso.

No olvides. No olvides la música que ha sonado tantas veces. No olvides


la Presencia que alivia tus miedos. No olvides la Palabra que es respuesta,
aunque no la notes. No olvides las batallas de otros, que te siguen
necesitando. No olvides el mundo, escenario de tragedias, comedias y
dramas en los que hace falta quien siga eligiendo amar. No olvides creer.
Y no olvides que, al final, el tiempo es aliado. Confía en un futuro que
está poblado de nombres, sueños que se convierten en logros, miradas que
al fin darán con la luz. Confía en esta larga marcha en la que nos vamos
dando el relevo unos a otros, alumbrando certidumbres, conquistando la
alegría, descubriendo una verdad que baila con cada historia.
Así que no olvides, confía, y no te rindas si algunos días te abruma la
lentitud, te cuesta ver resquicios para la esperanza o te parece que la
historia no hace progresos. Las semillas ya están sembradas desde que el
Amor se hizo uno de los nuestros.

El que calla ¿otorga?

Dice un texto muy conocido del libro del Eclesiastés que hay un tiempo para
cada cosa. En la enumeración que va haciendo, introduce que hay un tiempo
para callar y un tiempo para hablar. Tal vez, pues, la encrucijada no sea solo
de hoy.
Entre el silencio y la palabra, entre la paciencia y la acción, entre el algún
día y el ahora, entre la contemplación callada y la profecía a voz en grito,
¿cómo elegir? ¿Cuándo hablar y cuándo callar? «Si se calla el cantor, calla la
vida», escribió Horacio Guarany en una canción que inmortalizó la voz de
Mercedes Sosa. Pero no siempre es fácil cantar. Cantar la justicia, cantar la
diferencia, cantar el encuentro… Hoy vivimos en una sociedad donde todo el
mundo habla. Las redes han dado altavoz a casi cualquiera. En ocasiones, tras
la fachada de falsos avatares, se oyen verdaderas barbaridades. Y, en según
qué ámbitos, hay lapidaciones virtuales de personas por afirmar algo
diferente a lo que defiende una mayoría (sea lo que sea). A veces, piensa uno,
sería mejor callar. Pero, si callamos siempre, ¿no dejaremos el terreno
expedito para que solo se escuche la voz de los estridentes?
No se trata de callar, ni tampoco de gritar, porque sí. Se trata de intentar
discernir cuándo es el momento de hablar, desde la libertad y la fidelidad a
Dios. Y se trata, también, de aprender cómo y en qué términos hablar. Se
trata de negarse a entrar en el juego de los linchamientos, las
descalificaciones o los veredictos implacables. Pero sin sucumbir al miedo.
Se trata de hacer justo lo contrario de lo que se estila. Porque se estila, en
público, vociferar sin escuchar jamás las opiniones de los otros. El reto es
aprender a acoger otros puntos de vista, y después tratar de dialogar. Sin
pretender, a priori, que el que piensa distinto es perverso.
Lo que pasa es que no basta escuchar. En ocasiones es necesario
pronunciarse. Es verdad que, cuando lo haces, te pueden llover los palos.
Pero el miedo es mal consejero. Demasiadas veces, ante algunas polémicas,
la mayor crítica que reciben algunos de nuestros obispos es que, si sabemos
que hay voces diferentes y discordantes sobre algunas cuestiones, ¿por qué
eligen el silencio? ¿Es por un corporativismo mal entendido? ¿Es que piensan
que sería un mal testimonio el mostrar una Iglesia donde hay diferencias –y a
veces posturas contrapuestas– respecto a algunos temas?

¿Siempre ha sido así?

¡Cuántas veces, y en cuántos contextos, nos vemos cuestionados por alguien


que convierte la tradición en una jaula! El «Siempre ha sido así» es una de
esas afirmaciones que a menudo arranca de una falsedad, porque el
«siempre» tiene fecha límite. ¿Siempre es desde que está una persona en un
sitio? ¿Desde que tal o cual concilio definió algo? ¿Desde santo Tomás? ¿San
Agustín? ¿Constantino? Lo que parece claro es que un «siempre» de más de
dos milenios es bastante infrecuente. Querer convertir en eterno o
imperecedero lo que nació para servir en una época, y con los datos y la
comprensión de la realidad propios de esa época, tiene el riesgo de sacarlo de
contexto y hacernos ciegos al mundo al que estamos enviados.
Pero, al mismo tiempo, usar esa caducidad como argumento para no
apreciar el pasado o no valorar la tradición es también un error. He ahí una de
las tensiones más necesarias en la fe. Saber buscar en el pasado. Aprender a
confiar en una sabiduría compartida por muchos hombres y mujeres que ya
han recorrido este camino. Tratar de formarse para entender cuándo, por qué
y con qué finalidad surgieron muchas de las doctrinas, formulaciones y ritos
que hoy tenemos. Porque a veces no hay que cambiar sino comprender mejor.
En ocasiones la comprensión nos ayudará a entender la continuidad. Otras
veces, esa misma comprensión es la que nos invitará a cambiar la letra para
que permanezca la música.
Que conste que el olvido del pasado no es patrimonio de los creyentes.
Hoy en muchos ámbitos de la vida se corre el peligro de ignorar el pasado. O,
peor aún, de querer manipularlo para ponerlo al servicio de los propios
intereses. Revisionismos, memorias incompletas, lecturas ideológicas de la
historia, todo eso ocurre a menudo. Frente a ello, a nosotros se nos invita a
buscar ese sano equilibrio entre la mirada al ayer del que bebemos y la
apertura a un mañana que no puede estar ya escrito.

¡Qué suerte tú, que lo tienes todo claro!

Hace años, siendo más joven, creía que la prueba de una fe sólida era tener
respuesta para todo. En aquellos momentos vivía con la errónea percepción
de que, cuanto más seguro me mostrase, más convincente sería. Y por eso
intentaba tener en todo momento argumentos con los que rebatir cada
objeción. Recuerdo una conversación con una buena amiga que un día, tras
hablar largo rato de temas de fe, me dijo: «¡Qué suerte tú, que lo tienes todo
claro!». Al escucharla, hubo una mezcla de sentimientos. Mi primera
sensación fue de triunfo, como si efectivamente estuviera consiguiendo
mostrar esa convicción a prueba de vendavales. Sin embargo, noté otro
sentimiento no tan positivo. Por una parte, la exclamación de mi amiga no era
la de quien se convence gracias a lo que ve. Expresaba, más bien, una
distancia triste: la de quien divisa, desde lejos, algo inalcanzable y, por ello
mismo, se ve más abocado a la rendición que a la perseverancia.
Pero, además, siendo honesto, a poco que me mirase por dentro tenía que
reconocer que ese «lo tienes todo claro» no era cierto. ¿Era eso lo que estaba
transmitiendo? ¿De verdad, con mi manera de hablar de Dios, estaba
mostrando una seguridad, una certidumbre y una claridad incuestionables? Si
sucedía así, de algún modo estaba dejando ver solo una parte muy pobre de la
realidad. Porque, siendo sincero, tenía que reconocer que, aunque hay veces
que tengo algunas cosas claras, otras muchas todo queda envuelto en brumas.
Hay momentos en que me parece evidente la verdad de Dios y su Evangelio,
y otros en que me atormentan la duda y la inseguridad.
La duda no es enemiga de la fe. Es parte de la fe. Demasiadas veces me
ha tocado acompañar procesos de personas que se sienten abrumadas por
preguntas que perciben como incompatibles con la fe. Gente que se pregunta
por Dios y por su Evangelio. Que reconoce que, en algunos momentos, tiene
la sensación de estarle rezando al vacío. Y entonces, en esos instantes, se
cuestionan: ¿de verdad existe Dios? Y si existe, ¿será tal y como lo
pensamos? ¿En serio que nos habla? ¿No será todo esto un invento, una
quimera, el deseo de que haya algo más? Mira tú que si el último día
descubriéramos que con la muerte se acaba todo. ¿Es verdadero el Tú que a
veces siento, y llamo Espíritu, o será una mezcla de sugestión y abstracción
compartida? ¿Dónde está el límite, la frontera, entre la voluntad de Dios y
disposiciones que son mucho más humanas?
Hace años se publicó la correspondencia de la madre Teresa de Calcuta
con sus directores espirituales. El libro (Ven, sé mi luz) resultó sorprendente
al revelar la enorme oscuridad por la que tuvo que atravesar esta santa, una
mujer que, en medio de una consagración radical, sin embargo, ahora
aparecía bajo un prisma nuevo, como alguien atormentado por una oscuridad
que a veces pasa por la sensación de que Dios no está.
«Llamo, me aferro, yo quiero –y no hay Nadie que conteste–. No hay
Nadie a Quien yo me pueda aferrar –no, Nadie–. Sola. La oscuridad
es tan oscura, y yo estoy sola. Despreciada, abandonada. La soledad
del corazón que requiere el amor es insoportable. ¿Dónde está mi fe?
Incluso en lo más profundo, todo dentro, no hay nada sino vacío y
oscuridad. ¡Dios mío, qué doloroso es este dolor desconocido! Duele
sin cesar. No tengo fe. No me atrevo a pronunciar las palabras y
pensamientos que se agolpan en mi corazón y me hacen sufrir una
agonía indecible. Tantas preguntas sin respuesta viven dentro de mí –
me da miedo descubrirlas a causa de la blasfemia–. Si Dios existe, por
favor, perdóname»[13].
«Ahora, padre, desde 1949 o 1950 este terrible sentido de pérdida,
esta indecible oscuridad, esta soledad, este continuo deseo de Dios que
me produce ese dolor tan profundo en mi corazón. Las tinieblas son tan
profundas que realmente no veo, ni con mi mente ni con mi razón. El
lugar de Dios en mi alma está vacío. No hay Dios en mí. Cuando el dolor
de esta ansia es tan grande, yo simplemente deseo y deseo a Dios, y
entonces es cuando siento: “Él no me quiere, no está allí”. El cielo, las
almas, son solo palabras que no significan nada para mí. Mi vida parece
tan contradictoria. Ayudo a las almas –¿para ir adónde?–. ¿Por qué todo
esto? ¿Dónde está mi alma en mi ser? Dios no me quiere. A veces solo
escucho a mi corazón gritar: “Dios mío”, y no viene nada más. No puedo
explicar la tortura y el dolor. Desde mi infancia he tenido el amor más
tierno a Jesús en el Santísimo Sacramento, pero eso también se ha ido. No
siento nada ante Jesús y, sin embargo, por nada perdería una santa
comunión»[14].

La duda no es enemiga de la fe. Es parte de ella. Quizás la fe sea un pulso


constante, en la vida, entre algunas incertidumbres y algunas certezas. Es
más, a menudo las pocas seguridades que tenemos no son nuestras, sino que
son de otros, sostenidas en la fe de una comunidad.
Podemos dudar a todos los niveles.
Dudamos sobre el Misterio: si existes, ¿por qué no nos lo has puesto más
claro, Señor? ¿Por qué no eres un Dios evidente? ¿Cómo entender que haya
creencias tan distintas? ¿Hablas? ¿Callas?
Dudamos también al mirar al mundo. Quizás la gran pregunta, la fuente
de las mayores dudas, es la cuestión del sufrimiento. ¿Por qué lo permites?
¿Es que no puedes evitarlo y eres débil? ¿Es que puedes y no quieres y eres
malo? ¿Es que no existes? ¿Es que el sufrimiento tiene un sentido
inaprensible para nosotros?
Dudamos también sobre la Iglesia –este libro arranca de muchas de esas
dudas–. ¿Hasta dónde aceptar, cuestionar, luchar, criticar, abrazar todo esto
que llamamos Iglesia? ¿Qué margen de autonomía tenemos? ¿Dónde termina
la crítica y empieza el abandono? ¿Dónde termina la fidelidad y empieza la
sumisión?
Y dudamos, al mirar al espejo, sobre nosotros mismos. ¿De veras yo soy
capaz de vivir todo esto que Tú pareces soñar sobre mí? ¿De veras soy
alguien llamado a vivir de una manera determinada? ¿De veras cuentas
conmigo? ¿Mi vida marca una diferencia a tus ojos?

Sin embargo, la duda es muy necesaria. Y muy útil. Casi habría que darle la
vuelta a aquella frase de mi amiga para decir: «¡Qué suerte tú, que dudas!».
La duda nos aleja de dogmatismos que apisonan. Si uno se cree portador
y garante de una verdad apresada, puede terminar incapaz de dialogar,
convencido de no tener nada que escuchar y sí mucho que decir.
Nos hace humildes, con la humildad de quien es consciente de ser
vulnerable. Y con la lucidez de quien sabe que no posee el monopolio de la
razón. Esto es hoy en día más que necesario en tantas cuestiones eclesiales y
sociales. Y es también necesario a la hora de no dar recetas de papel o
consejos imposibles a la gente que, desde su angustia y sus tinieblas, pide
orientación y ayuda.
Nos recuerda la importancia de seguir haciendo preguntas, y no solo
vendiendo respuestas. Para profundizar en la comprensión de un Evangelio
que aún ha de encontrar cauces para transformar el mundo. Para encontrar
nuevas formas de hacer presente a un Dios que, demasiadas veces, parece
ausente.
Nos hace buscadores. Y tal vez esa es una buena imagen del creyente
hoy. No es únicamente quien ha encontrado un tesoro y lo comparte. Es
también el que continúa persiguiéndolo. En un mundo en el que demasiada
gente ha dejado de preguntarse, de soñar y de explorar, creemos que es tan
importante seguir buscando a Dios que consagramos buena parte de nuestra
vida a dicha búsqueda.

[11] D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 2008.


[12] IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales [365]: «Debemos siempre tener, para en todo
acertar, que lo blanco que yo veo creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina».
[13] MADRE TERESA, Ven, sé mi luz. Las cartas privadas de «la santa de Calcuta», Planeta,
Barcelona 2007, 232.
[14] Ibidem, 259.
13

La Iglesia de Jesús:
ensanchando la mirada

Hasta ahora, el recorrido que llevamos hecho podría invitar a un cierto


escepticismo. Se han abordado cuestiones problemáticas, situaciones
inciertas, preguntas que no sabemos bien cómo responder. Reconocemos que
muchas personas se sienten, en esta tierra de nadie, un poco inseguras,
perdidas, peleando por hallar respuestas que no terminan de encontrar. Pero
la historia de la Iglesia no se puede leer solo desde sus fracasos. Hay también
en esa historia –y en el momento presente– mucha luz, mucho bien y muchos
motivos para la esperanza. Un poco más arriba preguntaba: ¿por qué seguir?
Una de las respuestas que daba allí es que seguimos porque la Iglesia es
mucho más. Es cierto. Y es hora de hablar de eso más, porque si solo nos
quedamos con las situaciones problemáticas, con las asignaturas pendientes o
con los motivos de conflicto, estaremos perdiendo de vista la perspectiva
global. A veces hay que alejarse un poco para tomar distancia y ver el cuadro
completo. Entonces uno gana perspectiva, hondura y comprensión. Es hora
de intentar ensanchar la mirada.
El cuadro completo de la Iglesia es mucho mayor que las tierras de nadie.
Parto de una constatación: la Iglesia es mucho más que una agrupación de
gente unida por afinidades, normas o una manera de ver el mundo. La Iglesia
es la enorme comunidad de personas que creen en Cristo y que se sienten
(nos sentimos) unidos a él, en una relación profunda, única, diferente. La
Iglesia anuncia a Jesús. Y eso es una buena noticia. Anuncia que hay un Dios.
Que ese Dios, el creador discreto, ha puesto en marcha una creación que no
deja de avanzar. Que Dios, en Jesús, se ha hecho historia con nosotros. Que
en esa creación y en esa historia cada ser humano está llamado a reflejar al
Espíritu que nos habita si lo dejamos. Que eso no es una obligación, sino una
elección libre –porque así, libres, nos creó Dios, y también sabios, lúcidos,
ingeniosos, capaces de amar, de sanar, de construir–. Dios no es un Dios
evidente (pues un Dios evidente nos haría esclavos). Es un Dios que, en todo
caso, se deja encontrar. Y para ayudarnos a encontrarlo nos tenemos unos a
otros.

Excursus: El peligro de un Dios evidente

A menudo pienso en por qué, si Dios existe, no es un poco más visible.


Por qué no nos lo ha puesto más claro. Por qué, si de verdad resucitó, no
se pasea por nuestras calles con despreocupada naturalidad. O por qué no
viene a nuestra oración de una forma tan clara, tan perceptible, tan
innegable que no tengamos que andar preguntándonos si de verdad está
ahí o si eso que sentimos es tan solo fruto de la autosugestión. ¿Por qué
no nos indica más claramente su voluntad, para que podamos elegirla
siempre? ¿Por qué no se hace notar, para que no haya quien lo niegue, ni
quien niegue al prójimo?
Creo que un Dios evidente nos haría esclavos. Inmediatamente
seríamos criaturas obligadas a rendir culto a esa deidad superior. Toda
nuestra vida sería un acto de obediencia impuesta, mucho más que de
fidelidad elegida. El Dios evidente anularía el regalo más precioso de su
creación, que es el hacernos humanos y libres, a su imagen y semejanza.
Capaces de amar, pero no obligados a hacerlo. Libres para crear, pero no
encadenados a su proyecto. Sensibles para acoger su Espíritu, pero no
invadidos por él. No. Dios no ha querido ser el Dios-sobre-nosotros, sino
un Dios-con-nosotros, discreto en su presencia, que se propone pero no se
impone.

Jesús es, para nosotros, el rostro más humano de Dios. La manera más
explícita en que este Dios sale a nuestro encuentro. En Jesús encontramos no
solo la intuición de quién y cómo es Dios; también encontramos una
provocación sobre qué y cómo podemos ser los seres humanos. Jesús es una
ventana abierta hacia el Creador y un espejo que nos devuelve la mejor
imagen que podemos alcanzar.
En ese hacerse el encontradizo, el Dios de Jesús nos mostró que la fe se
vive con otros. Reunió a una comunidad de amigos, que después, por la
acción del Espíritu, se sintió iglesia, con una misión: llevar la buena noticia
hasta el fin del mundo.
Seguimos porque, en lo más hondo, tenemos una buena noticia que
anunciar. Aunque a veces nos extraviemos y nos convirtamos más en profetas
de calamidades o nos distraigamos en lo menos importante. Tenemos una
buena noticia para este mundo, que hemos aprendido y seguimos aprendiendo
en Jesús. Y creemos que la Iglesia, con todas sus grietas, es portadora de esa
Buena Noticia. No propietaria sino portadora, llamada a compartirla hasta
que llegue a los confines del mundo.
El amor es posible. La justicia es inmortal. Hay espacio para la
misericordia y la compasión en este mundo. Existe la felicidad, pero no hay
que confundirla con tristes sucedáneos. A la felicidad la llamamos
bienaventuranza. La amistad es mucho más que las afinidades; es la
capacidad de encontrarnos compartiendo el pan, la paz y la palabra con otros
hombres y mujeres igualmente seducidos por el mismo Dios. Somos iguales,
porque todos los seres humanos tenemos la misma dignidad, aunque seamos
distintos, porque cada uno es único. Somos parte de una creación que aún
está desplegando sus posibilidades. Porque Dios ha puesto en nosotros la
misma capacidad de crear. Nos ha hecho capaces de imaginar, de anhelar, de
ir descifrando los misterios del universo. Y así, poco a poco, podemos ir
empujando el mundo, haciendo que la vida sea más plena.
Es verdad que esto no es automático, que no tenemos garantizado acertar.
Tal vez el precio de la libertad sea la posibilidad de equivocarnos, o de elegir
mal. Y, al hacerlo, podemos dejar víctimas. Pero el horizonte merece mucho
la pena. Somos capaces de amar. El amor verdadero, el amor a imagen de
Dios, el amor que todo lo da, todo lo cree, todo lo espera –como diría san
Pablo– es una aspiración universal. Y cuando, por un instante, lo tenemos,
nos damos cuenta de lo plena que puede ser la vida. Hemos nacido para el
amor. Esa es una buena noticia. Y creemos, además, que la vida tiene sentido.
Que forma parte de una corriente mayor, de una historia que definimos como
«historia de salvación». Salimos de Dios, que es nuestro principio y
fundamento, y a él regresaremos un día, pues creemos que la muerte es la
puerta a un abrazo que aún no entendemos, pero intuimos.

¿Se puede creer todo esto en solitario, o es «necesaria» una Iglesia para
abrazar una fe así? La realidad es que todo esto lo llegamos a creer porque
hay una Iglesia que lo transmite. Una Iglesia en la que se ha ido poniendo
nombre a las intuiciones de muchos hombres y mujeres que plasmaron sus
búsquedas. Si conocemos el Evangelio, si vibramos con las bienaventuranzas,
si nos emociona la compasión del buen samaritano, si nos vemos reflejados
en la esperanza del hijo pródigo, tenemos que reconocer que todo este
conocimiento ha llegado a nosotros gracias a una Iglesia, a una comunidad de
testigos que se han ido transmitiendo la fe. Y gracias a una historia en la que,
aunque a veces nos chirría lo malo, también es justo afirmar que hay mucho
bien, muchos testigos santos del Evangelio, muchos buscadores sinceros de
Dios, muchos constructores de su Reino y una enorme creatividad para
continuar su obra hoy.

Demasiadas veces, los «problemas» que nos genera la pertenencia a la Iglesia


tienen que ver con una mirada estrecha, que lo reduce todo a jerarquía y
magisterio. Y por supuesto que jerarquía y magisterio son importantes. La
jerarquía, como en cualquier organización, es el ejercicio de la autoridad
formal –ojalá en la Iglesia sea más gestión del servicio que del poder–. Es
una parte fundamental de la toma de decisiones. Y el servicio de la autoridad
es un carisma necesario, pero uno entre otros, y que además se ejerce con
muchos talantes distintos. Porque la jerarquía tampoco es un bloque
monolítico. Es una realidad diversa, plural, con múltiples voces. Y por eso no
vale caer en la caricatura o simplificar. Decir «Los obispos hacen, dicen,
piensan…» como si todos –los más de 5 000 que hay– hiciesen, dijesen o
pensasen lo mismo, es un error. Lo mismo ocurre con los sacerdotes (más de
400 000 en el mundo). Hay tanta variedad que es una riqueza. Pero, además,
es que la Iglesia es mucho más que uno de los carismas que puede haber en
ella. La Iglesia es jerarquía, laicado, vida consagrada, jóvenes, ancianos,
hombres, mujeres, todo tipo de gente. Justo eso es la Iglesia.
También el magisterio es una piedra de tropiezo para mucha gente. Lo he
descrito en páginas anteriores. Mucha gente se siente maltratada por algunas
afirmaciones. Se siente excluida o se siente incomprendida. Y tal vez, en no
pocos casos, dicho sentimiento es muy legítimo porque, efectivamente, hay
incomprensión. Pero la Iglesia es mucho más que algunas afirmaciones
magisteriales hechas en un momento determinado. Incluso la reflexión en la
Iglesia es mucho más que el magisterio. También es teología. Y la teología
tiene muchos matices, muchos acentos, muchas búsquedas. La teología
quiere abrir caminos, hacerse preguntas, buscar respuestas.
Más aún: la Iglesia es pastoral, que es algo mucho más amplio. El papa
Francisco ha hecho de la aproximación y el talante pastoral el santo y seña de
su pontificado. Hay quien lo ataca por ello, quien lo considera un catequista
ilustrado, quien no consigue entender esta manera de actuar, en la que se
pone a las personas por delante de la ley. Sin embargo, existe una intuición –
creo– muy profunda en ese giro que supone la atención pastoral. Es la
conciencia de que la vida tiene derecho a urgirnos, a cuestionarnos, a hacer
que nos replanteemos, una y mil veces, certezas que creíamos inamovibles. O
a enfrentarnos con nuevas situaciones y posibilidades que antes ni siquiera
imaginábamos.
¿Puede haber reformas en la Iglesia que arranquen por la vía de los
hechos? ¿Es posible que, cuando se formulan ya como parte del magisterio
algunos cambios, sea tras un largo proceso de vida eclesial, discusiones
teológicas y diálogo con una cultura que se va transformando? Por supuesto.
Sin ir más lejos, ahí está el último cambio en el catecismo sobre la pena de
muerte. Hoy no consideramos que la pena de muerte pueda ser legítima en
ninguna circunstancia, cuando en otras épocas la propia Iglesia tenía
tribunales que entregaban a la justicia a quien atentase contra determinadas
leyes, para ser condenados a muerte. Pero, por la vía de los hechos, gente de
Iglesia lleva siglos oponiéndose a la pena de muerte. La intuición de algunos
pastores, hombres y mujeres capaces de percibir otras urgencias, es la que
hace que se siembre la duda sobre convicciones hasta entonces inamovibles.

Por lo tanto, la Iglesia es mucho más que jerarquía y magisterio. Me gustaría


proponer otra clasificación, que ni es original ni es nueva. Es, más bien,
clásica y ha atravesado los siglos. Es la que insiste en describir la Iglesia
desde cuatro dimensiones de su actividad. La Iglesia es comunidad
(koinōnía), es servicio (diakonía), es celebración (leitourgía) y es testimonio
(martyría). En los próximos capítulos intentaré vincular esto con nuestra vida
cotidiana.
14

Comunidad:
la sensación de pertenencia

Uno de los grandes problemas de nuestra época es la soledad. No únicamente


en el caso de personas mayores, ancianos que, llegando a la etapa final de sus
vidas y habiendo perdido ya muchos de los vínculos de su etapa adulta, pasan
solos sus últimos días (aunque también). La experiencia de la soledad tiene
más rostros, más formas, y se vive de distinto modo en muchas historias.
Cuando, hace un tiempo, publiqué Bailar con la soledad, sugería que esta era
una vivencia universal[15]. La acogida del libro y los diversos ecos que he
recibido de gente tan distinta me han confirmado en esta intuición.
Mucha gente se siente sola. Quizás no absolutamente sola. No todo el
tiempo. Pero sí más de lo que quisiera. En realidad, tendemos puentes con
otros de distintas formas: la relación de pareja u otros vínculos familiares, la
amistad, el compartir algunas aficiones…
Si hablo de un sentido de pertenencia, se entenderá bien. Mucha gente
valora y comprende lo que significa ser miembro de algo. Sentirse parte de
un proyecto común, de un grupo humano, verse integrado en una comunidad.
De hecho, quizás una de las sensaciones más terribles que puede tener una
persona sea la de sentirse excluido queriendo ser parte de algo. ¡Cuántas
historias hemos oído de gente que, de algún modo, intenta encajar a cualquier
precio! Necesita ser incluida y el miedo al rechazo, a no tener sitio, se vuelve
pesadilla. A algunas edades, esto es especialmente difícil.
Para contrarrestar la tendencia contemporánea a la fragmentación y al
aislamiento, aparecen mil formas de asociación que intentan paliar esa
sensación de no tener a nadie. Las redes sociales quizá sean un buen
exponente de ello. Gente buscando a gente. Afinidades que se convierten en
gancho para el encuentro. Es curioso ver cómo, en distintas páginas web, los
que opinan tienden a ir buscando alianzas y haciendo bloques. Tenemos una
necesidad grande de ser parte de algo. Las afinidades se van convirtiendo en
una forma de establecer vínculos: los seguidores de un equipo de fútbol, los
fans de una cantante, los defensores de un tipo de alimentación, los que
eligen la misma estética, quienes comentan una serie de televisión, los
preocupados por una causa concreta, los que comparten intereses o
aficiones… Todo eso se puede convertir en puerta abierta para formalizar
algún tipo de pertenencia. Es verdad que con distintos grados de implicación.
A veces basta un clic para conectarse o desconectarse. Otras veces la
formalidad pasa por una cuota, una inscripción, determinadas conductas. En
ocasiones es formal y en otras, informal. Pero muchos podríamos
preguntarnos, en algún momento de la vida: «Y yo ¿de qué formo parte?».
Esto es lo que está detrás de la búsqueda de pertenencia.
Pertenecer a un grupo, a un colectivo, hasta a una nación, da identidad.
Bien lo sabemos con la cantidad de suspicacias y sensibilidades asociadas a
la cuestión de los nacionalismos contemporáneos. Y, en ocasiones, dicha
identidad se construye por oposición, trazando fronteras y levantando muros
que nos aíslen a los de dentro de los de fuera (siendo ese dentro y ese fuera
conceptos que lo mismo valen para lo geográfico, lo ideológico o lo cultural).

En medio de ese mundo de pertenencias insuficientes o identidades


excluyentes, ¿cómo entender el tipo de comunidad que ofrece la Iglesia?
Koinōnía significa «comunidad». El Concilio Vaticano II la convirtió en una
idea eclesiológica básica. Se trataba de definir una Iglesia de comunión, es
decir, de comunidad y encuentro. Una asamblea de muchos. Un pueblo
universal[16].

La comunidad eclesial tiene algunos rasgos en los que merece la pena


detenerse. Si alguien nos mira a los católicos desde fuera, tal vez piense que
somos un bloque más o menos monolítico, todos cortados por el mismo
patrón, todos defendiendo las mismas ideas, todos creyentes al mismo modo.
Esa percepción desaparece en el momento en que de verdad entras en
contacto con la Iglesia. Porque si algo tiene esta comunidad, es la diversidad
que hay en su seno. ¿Católicos que sean idénticos unos a otros? Creo que ya
en la primera parte de este libro he dejado bastantes indicios de esa
diversidad. Pero es que es mucho más cotidiana.
Intentaré partir de un ejemplo. En 1997 estaba participando en la Jornada
Mundial de la Juventud, que aquel año se celebraba en París. La vigilia en el
hipódromo de Longchamp había terminado y el millón de jóvenes que
habíamos asistido intentábamos dormir antes de la celebración de la
eucaristía con la que, la mañana siguiente, concluiría el encuentro. Pero yo
estaba desvelado. Así que me levanté y empecé a caminar. La explanada era
un inmenso tapiz formado por jóvenes de todo origen y condición. De todos
los continentes. De todas las razas. De parroquias, movimientos eclesiales,
vinculados a congregaciones religiosas, familias enteras… La mayoría
dormía. Había quien leía, quien conversaba en voz baja, quien rezaba el
rosario. Así, caminando, me iba distanciando del enorme escenario preparado
para la celebración. El campo hacía honor a su nombre. Cuanto más me
alejaba, encontraba más bullicio, pues los trasnochadores se iban agrupando y
procuraban llevarse el ruido lejos de la zona de sueño. Ya hacia el extremo
del recinto, el ambiente era totalmente festivo. Y lo que me sorprendió fue
encontrarme en medio de una batucada. Un grupo bastante numeroso de
chavales disfrutaba a golpe de percusión y yembé. Como suele suceder en
estos saraos, más percusionistas se habían ido sumando. La noche era
calurosa. También había quien estaba fumando, y creo que no era tabaco.
Algún rastafari se movía al ritmo de la música. Podría haber sido un grupo de
jóvenes en una playa una noche de verano. Seguramente, viéndolo desde
fuera, nadie habría dicho que eran un conjunto de jóvenes católicos después
de una vigilia y esperando a la misa del amanecer. Nunca me he olvidado de
aquella imagen de contrastes, aquella enorme explanada donde personas tan
diferentes en estilo, sensibilidad y formas, cada una a su manera, estaban
unidas por una llamada que aquel año tenía el lema: «Maestro, ¿dónde vives?
Venid y veréis».
Ya imagino el comentario sarcástico de alguno, preguntando, con
escepticismo, si lo que estoy diciendo es que la Iglesia es diversa porque
algún católico quizás fuma un porro de vez en cuando. Sería fácil simplificar
y ridiculizar lo que he dicho hasta ahora. Aunque esa es la triste dinámica de
nuestro mundo: reducir todo al absurdo. Lo que estoy intentando señalar es
que, si algo tiene la Iglesia, es la capacidad de integrar lo diferente. Y dentro
de ella caben casi todo tipo de sensibilidades y estilos, muchas
espiritualidades y acentos distintos y diversas maneras de creer.

Cuando alguien piensa que somos un grupo monolítico, se equivoca. Y


cuando alguien piensa que deberíamos serlo, se equivoca también. Hace años,
poco después de publicar En tierra de nadie, me invitaron a un encuentro con
un grupo de políticos de un gobierno autonómico. Tenían la costumbre de
organizar una tertulia trimestral sobre algún libro, y en aquella ocasión uno
de los miembros habituales de esos encuentros había propuesto que la
conversación versara sobre la tierra de nadie. Quizás por los paralelismos que
encontraba entre el mapa descrito y la situación política. En su doble
vivencia, como político y como católico, le parecía interesante. El encuentro
resultó sorprendente. Fue un diálogo cordial. Eran ocho o diez interlocutores,
todos ellos habían leído el libro y todos tenían mucho que comentar sobre la
Iglesia. El tono, como digo, se mantuvo cordial. El fondo, por otra parte, era
muy crítico. Constantemente mencionaban cuestiones que les parecían mal en
la Iglesia y yo me veía defendiendo a capa y espada la institución (porque
basta que la ataquen sin matiz para que uno se empeñe en defenderla
apasionadamente).
En un momento de ese diálogo intenso, uno de los que hablaban empezó
a criticar que en la Iglesia se reprime a quien piensa distinto, que no se
toleran las diferencias, que hay muchas censuras y condenas. Pero, antes de
que yo pudiera replicar, intervino una de las mujeres presentes. Dijo que ella
llevaba toda la vida siendo una católica crítica con la Iglesia, pero también
una política en su partido. Y afirmó: «A mí nadie desde la Iglesia me ha
pedido callar o rebajar el tono de las críticas. Sin embargo, sé que si soy igual
de dura con lo que veo que no funciona en el partido, en la próxima
convocatoria no iría en las listas». En el fondo, se trataba de aquello que un
todopoderoso vicepresidente del gobierno definió con una certera frase:
«Aquí el que se mueva no sale en la foto». En ese momento se hizo un
silencio, que a mí me daban ganas de romper con una ovación. Porque ahí
hay, sin duda, mucha verdad. ¿De veras que es la Iglesia menos plural que
otras instancias? Yo más bien diría que hay bastante más diversidad, y
bastante más capacidad de contestación interna, pluralidad y riqueza dentro
de la Iglesia que en muchos otros ámbitos de la vida.
Lo valioso de esta diversidad eclesial es que, bien entendida y bien
asumida, no es obstáculo sino estímulo para la sensación de comunidad. Hoy
muchas pertenencias se basan en la afinidad. «Me gusta estar con los que son
como yo, los que piensan como yo, los que sienten como yo». Esa parece ser
la tentación contemporánea. Exacerbada por la beligerancia contra quien es,
siente o piensa distinto. También algo así se nos puede colar en la Iglesia. Si
convertimos la diferencia en motivo para el odio, para el rechazo y para la
exclusión, triste comunidad será esa, y pobre eco de aquel Pentecostés en el
que se encontraron quienes hablaban en lenguas extrañas.
Si, en cambio, se percibe la diferencia como riqueza, eso es una
oportunidad. Porque crecemos más gracias a los contrastes. Crecemos porque
la diferencia nos hace pensar, buscar, replantear las cosas. Crecemos al
comprender que quien ve las cosas de distinto modo puede tener sus
intuiciones y sus motivos. Y tratar de comprender dichas intuiciones y
motivos nos ayuda probablemente en nuestra búsqueda, cada vez mayor, de
la verdad. Pero si convertimos la diferencia en motivo de rechazo personal, o
si solo nos relacionamos con nuestros iguales, terminaremos encerrados en
una jaula de espejos, donde todos seremos tristes fotocopias unos de otros.

En la comunidad que es la Iglesia, convivimos muchas personas diferentes.


Hay algo admirable en poder compartir la eucaristía en una asamblea
sabiendo que alrededor tuyo están muchos desconocidos, probablemente muy
distintos, que, sin embargo, comparten lo esencial de la fe en Jesucristo.
Sobre todo en las ciudades grandes, y en celebraciones a las que asiste
bastante gente –todavía quedan de estas–, es sorprendente cuando te vas
haciendo consciente de la enorme diversidad de vidas, miradas a la realidad y
situaciones.
Durante muchos años pude compartir la celebración dominical en una
comunidad en la que muchos cientos de personas se juntaban las noches del
domingo. A medida que pasaban los años e iba conociendo personalmente a
más participantes, me impresionaba cada vez más ese equilibrio entre
diversidad y comunión. Había allí hombres y mujeres de todas las edades, del
amplio abanico ideológico con el que a veces nos definimos (de derechas, de
izquierdas, más inquietos socialmente, más conservadores…). Había familias
que asistían juntas. Matrimonios de muchos años que allá seguían,
compartiendo la fe y la rutina. Pero también hombres o mujeres divorciados,
en situaciones más complejas, que buscaban en Dios alivio, paz y acogida.
Había personas de orientación heterosexual y personas de orientación
homosexual. Gente convencida y otros con muchas dudas. Católicos de toda
la vida y jóvenes que se estaban planteando la fe por primera vez. Políticos,
médicos, periodistas, limpiadores, ingenieros, artistas, escritores, profesores,
estudiantes, deportistas, obreros… y, hasta donde sé, votantes de partidos que
estarían en todo el abanico del espectro político.
No sigo viviendo en Valladolid, donde tuve aquella experiencia, pero en
mi actual destino en Madrid vuelvo a sentir la misma convicción de que, al
compartir la fe con una comunidad amplia y plural, lo que une es mucho más
importante que lo que distancia –por más que las diferencias también sean
grandes–.

Porque, al final, lo que nos une es que hemos elegido el mismo camino para
buscar el amor. Un camino que pasa por Dios, por los otros y por uno mismo.
Un camino que comprende el amor de una forma diferente a la que ofrecen
otros discursos, otras lógicas u otras pertenencias. Lo que nos une en esta
comunidad es la conciencia de que Dios es amor. Y la voluntad de aprender a
amar y ser amados. Tan sencillo, tan complejo y tan revelador. En el corazón
del universo, en su entraña última, en su principio y en su final, hay una
fuerza creadora que es Amor. Que es búsqueda de unión, desbordarse y
entregarse. Ese amor es el manantial del que surgen la fe, la justicia, el
encuentro y la vida compartida.
¿Qué anhelamos nosotros en la vida? Amor, en realidad. Todo lo demás
es una búsqueda –a veces desesperada y a veces desenfocada– de apoyos para
ello. La gente se apoya en la riqueza, en el poder, en la ocupación, en el
saber, en el trabajo, en la imagen, en el prestigio… pero, de fondo, lo que
sigue alentando es la búsqueda profunda de comunión. La búsqueda de una
mirada que te devuelva esperanza. La búsqueda de sentir que alguien te dice:
«No temas, yo te he elegido, te he llamado por tu nombre, eres mío. Yo te
amo». Y la fe nos propone un camino compartido con otros. Ese amor va
tomando muchos rostros. Es amor de Dios y a Dios. Es también amor en una
comunidad. Es amistad, con todos sus aprendizajes. Y compasión, que hace
que miremos al mundo no con hostilidad sino poniendo el corazón a tiro. Es
el amor que vemos y aprendemos en un Dios que se hizo uno de los nuestros
y pasó por este mundo amando hasta el extremo. Es amor que intenta
aprender a alcanzar incluso a los enemigos, dándole la vuelta a la lógica de la
revancha y el desprecio.
Dice el título de esta sección que la koinōnía –la comunidad– tiene que ver
con la sensación de pertenencia. Antes hablaba de la pertenencia en nuestras
sociedades y de la búsqueda de vínculos. Quizá sea este el momento de
especificar cómo y de qué maneras la Iglesia nos ayuda a pertenecer.
Pertenecer es formar parte de algo. No tiene, aquí, un sentido posesivo (como
ocurre cuando digo que algo me pertenece o cuando hablo de «mis
pertenencias»). No es que yo sea propiedad de la Iglesia, ni tampoco a la
inversa. Aquí la palabra tiene un sentido más participativo. Pertenecer es
formar parte de algo. Es estar incluido. La pertenencia eclesial es afectiva –
tiene que ver con esa comunidad unida por una fe y una forma de amar– y es
efectiva (por el bautismo nos incorporamos a una comunidad). Pasa por
sentirse implicado, con otros, en un empeño común. Y por sentirse unido en
una comunidad que comparte mucho más que ese objetivo común. Esa
sensación es necesaria en la vida. Da seguridad. Da sensación de acogida.
Disipa la posible carga de aislamiento que en ocasiones podemos sentir.
Todos necesitamos algunos espacios así en nuestra existencia.

Pues bien, la Iglesia, gran comunidad, es una red enorme formada por
muchas comunidades domésticas y locales. Con distintas configuraciones y
concreciones. La primera, quizás la más inmediata, es la familia (que
tradicionalmente llamamos «Iglesia doméstica»). Desde la fe, la familia es un
espacio llamado a ser reflejo del amor de Dios de una manera radical,
primera, inmediata. Quizás es en las relaciones familiares –la pareja, la
paternidad y maternidad, la fraternidad, la filiación– donde el amor puede ser
más inmediatamente radical, incondicional, generoso, duradero y fecundo. Y
digo «puede», porque no siempre es así. ¿Podría construirse una familia sobre
el egoísmo, sobre la búsqueda exclusiva de realización personal, sobre la
concepción de los hijos como una posesión o sobre la inmediatez de los
sentimientos de un solo instante? Podría, y de hecho así ocurre en ocasiones.
A veces pienso si no se nos irá demasiado tiempo discutiendo acerca de la
forma de la familia y demasiado poco reflexionando sobre el fondo, que es si
está construida o no sobre el amor.
Hay otras pertenencias en la Iglesia: la comunidad –en el caso de las
personas consagradas que viven juntas–, la congregación religiosa
(comunidad en un sentido más amplio), la parroquia a la que se pertenece, el
grupo (juvenil o de adultos) o el movimiento desde el que uno puede estar
implicado en la Iglesia, la diócesis de la que formamos parte… Hay
pertenencias coyunturales y duraderas, pero todas tienen esa capacidad de
vincularnos. De abrirnos al otro.
Lo especial quizás es que la pertenencia, en la Iglesia, tiene que ser
abierta (o algo falla). Y cuando digo «abierta», me refiero a que ningún grupo
cerrado sobre sí mismo refleja una de las dimensiones básicas de la
comunidad cristiana, que es la capacidad de acogida y de encuentro. Si solo
me siento vinculado a unas personas concretas, a una espiritualidad
particular, a mi grupo, mi movimiento o mi parroquia, eso es, de algún modo,
más sectario que eclesial, y contradictorio con la propia dinámica de un amor
que no es excluyente.
De hecho, la eclesial –en sus concreciones señaladas anteriormente– no es
la única pertenencia en la vida de los cristianos. También hay otras, de mayor
o menor importancia. Uno puede pertenecer también a un movimiento social,
a un partido político, a un club, a una orquesta, a una de las múltiples
comunidades de intereses de nuestro mundo… Lo bonito es cómo lo eclesial
puede ser –y ojalá sea– vínculo de gentes muy diversas, con preocupaciones
y vidas muy diferentes.

[15] J. M.ª RODRÍGUEZ OLAIZOLA, Bailar con la soledad, Sal Terrae, Santander 2018.
[16] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia.
15

Celebración: la vida es nuestra liturgia

Decía, al comenzar la primera parte del libro, que si tuviéramos una vida en
la que todo fuera exactamente igual, nuestra existencia sería una prisión
agobiante. Retomo ahora esa imagen. Figúrate que llevases una vida
rutinaria, en la que todos los días fueran idénticos. Te levantas, te aseas, te
alimentas, trabajas, descansas; mantienes conversaciones que siempre versan
sobre los mismos temas; las relaciones que tienes, ya sean familiares,
laborales, amistosas o sexuales, hace tiempo que no tienen ningún elemento
de novedad. Podrías vivir con los ojos cerrados sin salirte del mapa trazado
cada día. Jornada tras jornada.
En la vida necesitamos algo más. Necesitamos, por una parte, novedad.
En algunos momentos y ámbitos de la vida, ha de haber espacio para la
sorpresa, lo imprevisto, la improvisación. No se puede estar todo el día
esperando la novedad, pero es necesaria algunas veces. También necesitamos
que algunas de nuestras rutinas se distingan de otras, por su significado, por
su trascendencia, por la importancia que les damos. Es decir, necesitamos que
algunas de las dinámicas que son habituales en nuestra vida no dejen de ser
especiales.
Ambos espacios, el de lo excepcional y el de las rutinas a las que damos
un sentido especial, son los ámbitos de la liturgia. La liturgia es una forma de
hacer las cosas que se llena de significado, de sentido. Hay pequeñas liturgias
privadas, casi íntimas, cuyo significado solo conoce uno. Y hay otras
compartidas con otros, comunes, que se convierten en lugar de encuentro.
Busquemos algunos ejemplos.
Imagina una persona para quien cocinar es una experiencia en la que pone
los cinco sentidos y de la que disfruta cada pequeño detalle. Le gusta poner
música, servirse un vaso de vino, preparar todos los ingredientes antes de
empezar; no quiere interrupciones y disfruta cada instante del proceso. Ahí
tendríamos una pequeña liturgia privada.
En la película Up in the Air había una escena describiendo la «liturgia» de
un viaje en la vida de un alto ejecutivo, que era muy ilustrativa de cómo, para
alguna gente, ciertas rutinas se convierten en algo con un sentido único.
Desde la preparación del equipaje hasta todas las pequeñas rutinas de un
aeropuerto aparecen en esa escena casi como una coreografía perfectamente
milimetrada. «Todas las cosas que tú odias acerca de viajar: el aire reciclado,
la luz artificial, las máquinas de zumos, el sushi barato en los aeropuertos,
son para mí un cálido recordatorio de que estoy en casa», dice la voz en off de
George Clooney[17].
Si yo, en la soledad de mi habitación, tengo la costumbre de encender una
vela ante una imagen cuando voy a rezar, ese gesto tan sencillo se puede
convertir para mí en un signo de una presencia distinta.

Lo mismo ocurre con lo especial. Hay eventos que son singulares, que no son
para nosotros el pan nuestro de cada día. Que, cuando ocurren, alteran nuestra
rutina. No quiere decir que sean acontecimientos que suceden solo una vez.
Pero sí que son menos frecuentes y tienen sus propios rituales. Por ejemplo,
los cánticos de los forofos de un equipo de fútbol (en el fútbol inglés esto es
algo muy llamativo). La elección de plaza de los residentes tras aprobar el
MIR. El tercer tiempo de los jugadores de rugby. Una boda civil. La cantidad
de pequeños y grandes detalles que hay que tener en cuenta en una procesión
de Semana Santa. Incluso grandes eventos. La parafernalia de una Super
Bowl, con su concierto en mitad del show. Un desfile de Victoria’s Secret –
parece que ya desaparecidos– con sus modelos y la marca distintiva de las
alas en la espalda. Un desfile militar. La jura de sus cargos de los
representantes políticos. La firma de un tratado. La entrega de un premio.
Una vigilia de los opositores a la pena de muerte ante una cárcel donde se va
a producir una ejecución. Todos estos ejemplos, y muchísimos más, tienen
algo de liturgias –cotidianas o excepcionales–, es decir, formas rituales de
hacer las cosas que quieren tener significado y sentido.

En cuanto se oye hablar de liturgia religiosa, hay distintas reacciones. Hay


quien inmediatamente piensa en el rito, en su belleza, en sus ritmos, en su
orden, en su significado y en la necesidad de que se celebre bien. Hay quien,
en cambio, frunce el ceño y empieza a sacar objeciones: es que la liturgia es
aburrida, es antigua, no dice nada, es siempre lo mismo… Si entramos en
temas concretos, algunos interlocutores se enzarzarán en sempiternas
discusiones, que tienen su interés. ¿Cómo celebrar con los más pequeños?
¿Qué grado de flexibilidad es el conveniente en lo que se refiere al ritual?
(porque también es verdad que aquí tenemos desde la rigidez absoluta de
quien considera que no hay que tocar una coma de lo que viene en el libro
hasta la anarquía de quien no deja una palabra en su sitio y cada día inventa
un circo). Pero, claro, ¿dónde ponemos la línea? ¿Qué es adecuado en algo
que se puede vivir de un modo tan subjetivo?
La diversidad de pareceres resulta aún más evidente si hablamos de la
música en las iglesias. No es raro encontrar a los puristas que consideran que
hay instrumentos más válidos y otros menos. El órgano, el piano, el violín o
la flauta travesera serían tolerables. La guitarra («guitarrita», suelen decir
algunos, en tono de perdonar la vida al personal) y el cajón flamenco, no.
Este es un ejemplo evidente de lo absurdo de pretender convertir el propio
gusto en norma. Porque lo importante no es la forma sino el fondo. ¿Ayuda la
música a rezar, a celebrar, a abrirte a la experiencia religiosa? ¿Invitan las
letras a la oración? ¿Encajan y acompañan el momento de la celebración en el
que se cantan? Esa es la cuestión. Lo demás es subjetivo y cuestión de gusto.
Lo que a uno le gusta otro lo puede detestar. Y viceversa. Por eso, querer
convertir los gustos en norma es un ejemplo claro de rigidez. Evidentemente,
cada uno tiene todo el derecho del mundo a decir: «A mí este tipo de música
no me gusta», o «No me ayuda». Pero de ahí a decir: «No vale», y más aún,
«No vale para nadie», hay un abismo ilegítimo.
En los últimos años vengo siendo parte del equipo de Rezandovoy, una
aplicación para rezar a través del ordenador. Una de las tareas que he
acometido durante años es la de buscar canciones que pudieran acompañar la
oración de cada día e ir participando en la selección de los temas. Tengo que
reconocer que encuentro artistas y canciones que me gustan, incluso puedo
decir que me fascinan. Los elegiría como ayuda a la oración. Y que hay otros
que me rechinan, no me gustan tanto, las letras no me transmiten nada o las
encuentro muy ajenas a cómo querría yo expresar el Evangelio. Pero la
trampa sería, ante estos últimos, caer en la descalificación absoluta: «Es que
no son música religiosa». Por supuesto que lo son. Lo son porque nacen del
deseo de algunas personas de orar y compartir su oración, o del deseo de
cantar el Evangelio. Y cuando lo hacen, para ellos puede ser una experiencia
profundamente religiosa. Así que, al final, subjetivamente, tendremos que
escoger lo que pensamos que va a ayudar a la mayoría. Pero eso no implica
cuestionar la validez del resto. Eso es justo lo que quiero decir sobre las
celebraciones y la liturgia.

Si el verbo «pertenecer» era el que mejor se ajustaba a la experiencia de


comunidad, en el caso de la liturgia hay también un verbo clave, que sería
«celebrar». Celebrar significa darle relevancia a algo, querer resaltarlo.
Celebramos los momentos importantes de nuestra vida, o los episodios que
nos parecen más abiertos a la alegría. Hay celebraciones minúsculas, pero
que pueden ser muy importantes para uno. Un aprobado, un momento de
superación personal, hasta un gol (hay quien esto último lo celebra mucho).
Y hay otras que van ganando en importancia: superar una oposición,
encontrar un trabajo, una declaración de amor correspondida. Algunas
celebraciones son tan importantes que uno las recordará siempre: unir tu vida
a otra persona para caminar juntos desde el compromiso de quereros, tener un
hijo, superar una enfermedad grave. No todas las celebraciones tienen que ver
con momentos alegres. También hay otras que se vinculan a los momentos
más difíciles. Por ejemplo, la experiencia de la muerte ha estado asociada a
ritos funerarios desde tiempos bien antiguos, en culturas muy diferentes.

La Iglesia es espacio de celebración. O debería serlo. De hecho, quizás en


Europa necesitamos recuperar la capacidad de vibrar con lo que celebramos.
Cuando uno tiene la ocasión de ver cómo se celebra en otros continentes, te
preguntas si es solo una cuestión cultural. La alegría en los ojos, en las voces,
en los pasos, en las manos de los que cantan y bailan en una misa en África,
su actitud de alabanza, de estar verdaderamente implicados, ¿no despiertan la
añoranza de algo diferente? No podemos achacarlo solo a que aquí seamos
más sobrios y reducirlo todo a un asunto de latitudes. Porque hay muchos
ámbitos de la vida (y muchas liturgias civiles) donde no somos tan sobrios.
Pensemos en un concierto, por ejemplo. Es verdad que puede haber
conciertos mortecinos, pero imagínate que viene el cantante favorito de una
generación de jóvenes. Muchos de ellos estarán esperando desde la
madrugada anterior. Contentos, emocionados, deseando que comience,
anticipando mil veces lo que va a suceder en el escenario. Pero los mejores
conciertos, los que mueven masas, los que enganchan, los de los artistas más
carismáticos, son aquellos que consiguen que el público se vuelva parte del
espectáculo. Que cante, que responda, que haga ecos, que encienda luces, que
abrace a su pareja al ritmo del momento más romántico de la noche o salte
con entusiasmo a los acordes de una canción más cañera. Y si, en lugar de ser
el cantante favorito de los jóvenes, viene el grupo que hizo vibrar a una
generación en los 80, muchos nostálgicos de esa generación sacarán un hueco
y se pondrán sus camisetas de época (si aún les caben) para zambullirse
también en una experiencia emocional, vital, verdadera. Y hay para todos los
gustos –y generaciones–.
A finales de 2018 se estrenó la película Bohemian Rhapsody, basada en la
vida de Freddie Mercury y su trayectoria con el grupo Queen. Uno de los
mayores logros de esa película es haber conseguido reproducir, detalle por
detalle, la mítica participación de la banda inglesa en el concierto de
Wembley para recaudar fondos en beneficio de Etiopía y Somalia. Era una
encrucijada para el equipo creativo. Podían incluir la grabación del verdadero
concierto, pero quizás eso haría que se resintiera la película. O podían
contarlo de otra manera, pero esa intervención del grupo británico es
reconocida como una de las mejores actuaciones en vivo de todos los
tiempos. Entonces optaron por intentar contarlo tal y como había sido[18].
Fue un acierto, que hizo que el editor de la película fuera galardonado con el
Óscar al mejor montaje. Un premio merecido. Esa opción por ser fiel al
original es lo que permite que hayamos podido percibir el verdadero carisma
del grupo y en especial de su solista: su capacidad de conectar con el público.
Su facilidad para interactuar con ellos. Hacerles llorar, reír, vibrar. Canta y
les pide ecos, charla con ellos, los halaga, los provoca y, cuando canta, está
cantando sobre sus vidas. Las cámaras van mostrando los rostros de esos
espectadores, entusiasmados, emocionados, que por un instante se han
convertido en parte de algo mayor. Eso, de algún modo, es lo que debería
conseguir la liturgia. Y algo más también.

Ahí tenemos la paradoja de una sociedad de la que Dios ha desaparecido, y


en la que tantos buscan hoy en día liturgias civiles, porque necesitan seguir
celebrando la vida con todos sus ritos. Y que conste que comprendo que, si
no hay fe, se busquen formas no religiosas de celebrar. Porque nada hay más
absurdo que una liturgia que es tan solo una fachada sin nada detrás. La
liturgia religiosa sin fe es un puro ejercicio de vacuidad. Es una experiencia
estética a veces, social en todo caso, pero que pierde lo que es más esencial:
el ser un lugar de encuentro entre Dios, uno mismo y una comunidad para
celebrar la vida.

¿Qué nos puede aportar, en la Iglesia, esta capacidad de celebrar juntos?

Una liturgia es una serie de ritos que significan algo para quien participa en
ellos. Son ritos que comprendemos, que nos vinculan y nos permiten leer la
vida. Porque de esto se trata. La liturgia es sobre la vida. Eso sí, sobre una
vida en la que Dios también tiene un lugar. Esa debería ser la grandeza de
nuestra forma de celebrar. Una y otra vez pone en contacto a tres
interlocutores: uno mismo –cada uno de nosotros– con todas sus
circunstancias, heridas, momento vital, batallas, anhelos…; Dios, del que
sentimos y creemos que no es un Dios distante o un principio rector que
permanece lejos y ajeno, sino que afirmamos que, en su Espíritu, sigue cerca
y se relaciona con cada uno de manera personal; y los otros (los otros
cercanos y los otros lejanos –todos ellos prójimos–), una gran comunidad de
la que formamos parte. Y todo eso, en el momento que nos toque vivir. Con
unas historias cuando somos niños, otras de adolescentes y otras de adultos.
La liturgia es una manera de ir presentando a Dios la vida, y también de ir
buscando su presencia en los distintos momentos que nos toca afrontar. Y
ello a través de tres dimensiones: lo personal, lo trascendente y lo
comunitario. Porque la liturgia es una historia de la que somos protagonistas,
y no espectadores. Porque en sus gestos se visibiliza una relación con Dios. Y
porque es una experiencia que nos abre a los otros. Intentaré desarrollar estos
tres puntos.

Lo primero, la liturgia nos ayuda a entroncar con una historia de la que somos
parte. Porque de la liturgia religiosa no somos espectadores –aunque,
desgraciadamente, mucha gente lo viva así–. La liturgia no es una
performance, una actuación bien ejecutada por artistas primorosos que
manejan los ritmos, el canto, la palabra, el silencio y los gestos. A veces te da
la sensación de que algunos de los que se obsesionan con la perfección
litúrgica se parecen a esos jueces de gimnasia rítmica que miran desde fuera y
están esperando a que termine el ejercicio para dar sus puntuaciones, en
función del número de fallos que hayan detectado. Pero, quitando ese gremio,
la liturgia es el recuerdo y la actualización de una historia de la que somos
parte. En singular en algún caso, y en plural en otros. Las palabras cuentan la
historia de Dios-con-nosotros.

En segundo lugar, los símbolos y los gestos que forman parte de nuestros
ritos muchas veces apuntan a una relación con Dios. Velas encendidas que
nos recuerdan una luz y una presencia; gestos que –dependiendo de
circunstancias y celebraciones– hablan de bendición, de envío, de sanación,
de memoria viva, de presencia de Dios en su Espíritu, en el pan, en la
palabra; otros gestos que hablan de escucha, de acogida. Posturas con las que
nuestro cuerpo también habla, al ponernos en pie, al arrodillarnos, al inclinar
la cabeza, al abrir las manos cuando rezamos. Palabras que a veces son
oración elevada al cielo y a veces eco de una revelación que sigue siendo
crucial en nuestra fe…
En tercer lugar, la liturgia es una experiencia de comunidad. Una comunidad
que debería ser siempre inclusiva. Jesús, en sus encuentros con la gente –
primera referencia de nuestras liturgias–, no hacía demasiadas distinciones.
Convocaba a puros e impuros. Comía con fariseos y pecadores. Fue
mostrando la universalidad de su llamada a la salvación. Momentos de gran
evocación litúrgica, como pueden ser la multiplicación de los panes y los
peces o el sermón de la montaña, son momentos en los que todos tienen
cabida. Una mujer le arrancó a Jesús un reconocimiento: la mesa es para
todos, no solo para unos pocos elegidos. Piensa por un momento. A Judas no
se le expulsó de la última cena. Participó en ella, y después se fue. Jesús no
exigía una adhesión incondicional o una cantidad de requisitos excluyentes
para participar en la experiencia del encuentro.
Toda práctica litúrgica tiene un punto de comunidad. Incluso la oración
más personal o alguna celebración más individual, como puede ser el
sacramento de la reconciliación, tiene ese carácter de apertura a los otros.
Hay algo comunitario en esa petición de perdón, en ese reconocimiento de la
fragilidad, en esa exigencia de que sea en comunidad –en este caso a través
de un ministro– como se explicite la misericordia.
Los sacramentos se convierten –o deberían convertirse– en momentos de
celebrar la existencia en toda su complejidad. Porque nos hablan de
comunión y encuentro, de estar convocados a una mesa sin excluidos, de ser
llamados a hacer de nuestras vidas un reflejo de esa misma entrega de Jesús
en la última cena. O nos hablan de la experiencia de pasar a formar parte de
una comunidad (el bautismo). Y de la madurez para tomar esa decisión por
nosotros mismos, llamados a continuar haciendo visible en este mundo la
lógica de Pentecostés (la confirmación). Nos hablan de nuestra limitación, tan
real, y tan hiriente a veces; de nuestra capacidad para fallar a quienes más
amamos; del dolor de vernos frágiles, pero al tiempo de la posibilidad de
seguir caminando, sin que el mal tenga la última palabra, porque Dios es un
Dios que perdona y nos enseña a perdonar (la reconciliación). Nos hablan del
amor que se convierte en alianza de dos, para forjar un hogar y una familia, y
para ser reflejo de la manera comprometida, fiel y eterna de amar de Dios (el
matrimonio). Nos hablan de la continuidad en la misión de aquellos enviados
a seguir haciendo memoria viva de la última cena en la eucaristía (el orden).
Nos hablan de la enfermedad y la muerte, tan importante en la vida, con lo
necesario que es recordarla y lo valioso que es saber que está ahí (la unción).
Y ya no solo los sacramentos, sino que hay muchos rituales particulares
que van complementando o especificando todos esos momentos: una misa de
profesión religiosa; la celebración de una quinceañera –tan importante en
algunos países de América–; unas bodas de plata o de oro, con su evocación
especial del paso del tiempo en el amor; un rato de oración ante el Santísimo;
tantos momentos en que el lavatorio de entonces se vuelve sacramento del
pobre hoy; un viacrucis…
Pensemos, por ejemplo, en una primera comunión. El sacramento no es la
primera comunión por ser primera, sino por ser comunión, y en ese sentido lo
importante para nosotros será cómo vivamos la eucaristía siempre: la
primera, la segunda, y todas las que vengan –aunque no me resisto a decir
aquí que para bastantes personas la primera es la última, y eso es una pena y
algo que tendríamos que intentar arreglar–.
¿Qué deberían tener todos esos elementos en común? La oportunidad de
celebrar la vida desde una mirada creyente. Si comprendiésemos todo lo que
se pone en juego en la liturgia, todos los significados, los pasos que vamos
dando, el precioso juego de promesas, anhelos y regalos que vamos
intercambiando, probablemente disfrutaríamos mucho más. Sin embargo, a
menudo nos quedamos un poco fuera, un poco alejados, viéndonos más
espectadores que protagonistas, más distantes que implicados, sintiendo que
esto nos habla de otras vidas, otras historias y otras memorias, en lugar de la
propia vida y la propia historia.

Excursus: En cualquier lugar del mundo

En esta vida un poco nómada que me toca ahora, me gusta la sensación


familiar de los domingos, cuando participo en la eucaristía en cualquier
lugar del mundo. Es la sensación de estar unido a una inmensidad de
gente que comparte el pan, la paz y la palabra.
Es oír las mismas lecturas e imaginar una muchedumbre plural,
distinta, llena de sensibilidades y matices, escuchando de igual modo,
deseando convertir la llamada en vida: «Renovaos…».
Me acuerdo también de muchos amigos, familia, gente muy querida a
la que a veces no puedo ver con la frecuencia que quisiera, a los que
añoro de veras. Y, sin embargo, en ese momento sé que también hoy
comparten la misma mesa.
Evoco entonces las situaciones tan diferentes en que he podido
compartir la misa con gente muy distinta, desde la catedral al puente,
desde la ciudad a las aldeas más recónditas, desde lugares acomodados a
contextos de verdadera fragilidad y pobreza. Y comprendo la llamada a la
fraternidad.
Me siento también integrado en una historia en la que tantos otros,
antes que yo, han participado de la misma forma, en tiempos diferentes, a
lo largo de los siglos… Y me veo parte de un hilo, de un camino que se
despliega desde aquella última cena, primera de tantas…
Y la celebración es fiesta, no necesariamente porque sea muy ruidosa
o lúdica, sino porque es Encuentro verdadero.

[17] D. DUBIECKI - J. CLIFFORD - I. RIETMAN - J. RIETMAN (productores), J. RIETMAN


(director), Up in the Air, DreamWorks, Estados Unidos 2009 (https://bit.ly/2iA39bt).
[18] G. KING - J. BEACH (productores), B. SINGER (director), Bohemian Rhapsody, GK Films -
TriBeCa Productions, Estados Unidos 2018 (https://bit.ly/2J5QWJQ).
16

Servicio: acariciar un mundo herido

El servicio es –y debería ser siempre– una de las notas distintivas de la


Iglesia. A veces es verdad que saltan a primer plano dimensiones más
polémicas, más conflictivas y peor valoradas. Sin embargo, si hay algo
innegable, es que en el corazón de la Iglesia está una actitud de servicio, que,
además, aunque se entienda de maneras diferentes, es universal.
Existen innumerables realidades en las que la Iglesia, a través de sus
testigos, instituciones y dinámicas, está acariciando heridas, construyendo
espacios de acogida, tocando a los intocables y haciéndose presente en
contextos y lugares donde nadie más lo hace, donde están los olvidados, los
alejados, los más heridos. Por cada testimonio vergonzoso de malos pastores,
mal ejercicio del poder o conductas indecorosas, podríamos encontrar
muchísimos más ejemplos de buenos pastores, de gente que pone sus
recursos, capacidades y esfuerzo al servicio de los más frágiles, y de vidas
muy dignas. Sin embargo, para mucha gente la imagen de la Iglesia es la de
una institución ávida de poder, elitista y selectiva. ¿Cómo es posible? Quizás
influye la dinámica de los medios, que suelen poner el foco en nuestras
miserias –que las hay– pero no tanto en nuestras luces –que también las hay–.
Por poner solo un ejemplo, en España es triste –pero real– que en temas
de inmigración, a la hora de hacerse fotos, poner carteles, llenar las redes de
mensajes y convertir a los inmigrantes en arma arrojadiza, hay muchos
primeras espadas dispuestos a figurar. Pero al final, cuando se han ido las
cámaras, cuando la prensa y la opinión pública están a otras cosas, a menudo
las autoridades a quienes recurren es a instituciones de la Iglesia católica para
ver cómo y dónde acoger. Habrá quien inmediatamente diga que el Estado
subvenciona a la Iglesia precisamente para eso, pero la realidad es que si el
Estado quisiera pagar dichas prestaciones por otros cauces, tendría que
multiplicar sus gastos, porque mucho de lo que se hace desde las instituciones
eclesiales ni se paga ni tiene precio.
Hace años tuve una experiencia que me hizo pensar mucho. Trabajaba
entonces con un grupo de jóvenes adultos. Estaba dirigiendo un retiro de
monitores, en el que estábamos tratando de profundizar sobre la realidad de la
Iglesia. Tras un rato de oración, tuvimos un momento de puesta en común.
Había dos preguntas muy sencillas y directas para orientar la conversación:
«¿Qué es lo que más te ayuda de la Iglesia? ¿Qué es lo que vives con más
resistencia?». En la puesta en común, me llamó la atención la intervención de
un joven que, al señalar aquello que más le costaba, dijo que le dolía mucho
que la Iglesia estuviera lejos de los pobres. El motivo de mi sorpresa fue que
precisamente este joven estaba trabajando en una ONG eclesial al servicio de
la población inmigrante. Cuando le hice caer en la cuenta de esa
contradicción, su respuesta fue: «No, claro, eso sí, pero yo me refería a la otra
Iglesia». ¿Qué quería decir con eso de «otra Iglesia»?
Probablemente, si hubiera indagado más, me habría dicho que estaba
hablando de la jerarquía, o de determinadas instituciones que tenía en
mente… Y aun eso hubiera sido injusto. Porque, en realidad, si su ONG se
sostiene es gracias al apoyo de mucha gente, también de esas otras
instituciones y personas que tal vez, en apariencia, están más alejadas de los
pobres.
¿Cuál es la cuestión, entonces? Que Iglesia es todo. No únicamente unos
carismas, unos puestos o una parte más confesional de la actividad. Iglesia es
el obispo, por supuesto, y es Cáritas diocesana, y el profesor en un centro
educativo que se esfuerza por transmitir algo que es mucho más que una
asignatura. Iglesia es el voluntario en una prisión. Es la religiosa que está en
la aldea más ignota de un país de África a cargo de un centro de salud. El
periodista religioso que busca hacer visible la situación de los invisibles de
nuestro mundo. Los catequistas que luchan por transmitir una fe que hoy en
día tiene mucho de vivir a contracorriente. El político que, movido por sus
creencias, intenta incidir para que se generen leyes que protejan a los más
vulnerables. La enumeración podría ser exhaustiva y llenar páginas con
tantísimos ejemplos y situaciones en que distintas personas, inspiradas por su
fe, se esfuerzan por servir.
A veces, cuando se ponen en primer plano muchos de los aspectos difíciles
de la pertenencia a la Iglesia, es necesario tomar distancia y tratar de ver el
cuadro más amplio. Porque sí, puede haber muchas dinámicas insuficientes,
muchas cuestiones que necesitan ser reformuladas, y tal vez la lentitud de los
cambios y la pluralidad de los discursos podría llevar a que, si solo hubiera
eso, uno pensase que no merece la pena. Pero esa misma Iglesia que quizás a
veces me enerva, me inquieta o me disgusta porque no termino de encajar
algunas cosas, es la que lleva siglos mostrando rostros diversos de un amor
que se pone manos a la obra.
Es la Iglesia que ha mantenido escuelas y hospitales, la que ha atendido a
los hambrientos, la que ha luchado contra la esclavitud cuando nadie más lo
hacía –cuando, incluso dentro de la misma Iglesia, no todo el mundo veía las
cosas igual–. Es la Iglesia que formuló el derecho de gentes. Es aquella en la
que verdaderos gigantes intelectuales consagraron sus vidas al desarrollo de
la razón y la ciencia (a menudo, cuando escuchamos el discurso que quiere
contraponer fe y ciencia, se olvida que tantos grandes científicos han sido
eclesiásticos empeñados en la búsqueda de la verdad). Es la que va desde los
mercedarios medievales, rescatando cautivos, a las Misioneras de la Caridad
aliviando los últimos momentos de los moribundos en la Calcuta del siglo
XX, o a los equipos liderados por Kike Figaredo diseñando y repartiendo a
los más pobres sillas de ruedas en una Camboya devastada por las minas
antipersona. Es la que, a través de la doctrina social, fue alzando la voz para
alinearse, de distintas maneras, con los más golpeados de la historia, desde su
defensa del asociacionismo en las postrimerías del siglo XIX hasta el clamor
por un compromiso que pone de la mano la ecología y la justicia en este siglo
XXI. Es la que busca defender la vida siempre y en todos sus estadios. Es la
que en tantos lugares del mundo pelea contra la trata de mujeres o la
prostitución infantil. Todo ello también es la Iglesia.

A veces hay que ver los datos para tomar conciencia de la dimensión de la
labor social de la Iglesia. Tomemos cifras del último Anuario estadístico de
la Iglesia publicado, actualizado a finales de 2017[19]. En ese momento, la
Iglesia católica en el mundo estaba gestionando 105 439 institutos de
beneficencia y asistencia. Es verdad que a muchas personas estas palabras les
hacen sospechar de una caridad paternalista, pero la realidad es mucho más
amplia. No es puro asistencialismo. A menudo son precisamente las
instituciones eclesiales las que facilitan a las personas la salida de situaciones
de dependencia y falta de desarrollo. Entre las obras señaladas habría más de
5 000 hospitales y más de 16 000 dispensarios repartidos entre los cinco
continentes. 15 700 casas para ancianos, enfermos crónicos y discapacitados.
Casi 10 000 orfanatos… La enumeración podría ser eterna.
Si entramos en la labor educativa de la Iglesia –que no está incluida en la
enumeración anterior– en el mundo, tenemos miles de iniciativas. Hay
escuelas parroquiales, colegios religiosos, universidades y redes educativas
enormes, como puede ser, por ejemplo, la red de colegios de Fe y Alegría
que, desde América Latina, se va extendiendo ahora por África y pronto por
Asia, educando a más de un millón de alumnos en más de mil colegios,
siempre llegando a donde no llegan otras formas de educación. Su fundador,
el padre José María Vélaz, lo formulaba así: «Fe y Alegría empieza donde
termina el asfalto, donde se acaba el cemento, donde no llega el agua potable.
Es decir, donde están los auténticos olvidados de su propia sociedad». Incluso
en los campos de refugiados es ingente la labor educativa de la Iglesia.

Las cifras podrían ser infinitas. Hagamos dos puntualizaciones, para evitar el
triunfalismo. En primer lugar, ¿es el servicio patrimonio de la Iglesia
católica? Por supuesto que no. ¿Hay más gente que, con otras motivaciones,
religiosas o humanitarias, también sirve? Sin duda. Y muchos de ellos de
manera ejemplar, admirable, heroica y hasta dar la vida. Pero lo cierto es que
hay mucha gente que lo hace como consecuencia de su fe y su compromiso
con el Evangelio. Y eso es innegable. En segundo lugar, si las sombras no
nos deben impedir ver las luces, que tampoco nos pase lo contrario. Que las
luces no nos conviertan en una institución vanidosa, convencida de la
santidad y grandeza de su misión e incapaz de detectar su pecado. Es
necesario que, al ir pasando por las enumeraciones anteriores, que implican
tantas vidas entregadas y tanto servicio real, no olvidemos el mal, el pecado,
el abuso de poder, la suficiencia y la mala utilización de los recursos que a
veces se ha hecho. Cuando aquel muchacho decía que la Iglesia no está cerca
de los pobres, era injusto, sí. Pero es verdad que a veces, en la Iglesia,
muchos no estamos suficientemente cerca de los pobres, o no servimos lo
suficiente –aunque, gracias a Dios, otros muchos sí lo hagan–. Es verdad que
a veces, en lugar de servir, herimos. Y en lugar de acoger, marcamos
distancias. Así que ni héroes ni villanos. Una Iglesia santa y pecadora al
tiempo.

El servicio evangélico asume muchos rostros, muchas dinámicas, y se vive de


formas muy diferentes. Pero tiene siempre algo en común. Busca el bien del
otro. Entendiendo que ese bien es ayudarlo a alcanzar una vida más digna,
más plena, más auténtica, más acorde con el Evangelio. Y esto lo busca no
por obligación o como contrapartida de algo sino por la conciencia de que la
vida –al menos la vida del cristiano– se construye desde el amor. Amor y
servicio son dos caras de la misma moneda.
Decir que la Iglesia sirve es decir que ama. Y es entender el amor de una
manera muy concreta. Como una disposición a vivir desde la gratuidad,
tratando de hacer feliz, verdaderamente feliz, al otro.
Amor y servicio son un binomio inseparable en el corazón de la Iglesia.
Estamos invitados a amar como Dios nos amó. Y Dios nos amó haciéndose
pequeño. Descentrándose. Poniendo en el centro al otro. Cuando el Evangelio
de Juan quiere presentar la última cena, en lugar de narrar la institución de la
eucaristía cuenta el gesto del lavatorio de los pies. E introduce ese gesto con
una expresión poderosa: «Los amó hasta el extremo».
Se puede amar a medias, con condiciones y con reservas. Se puede poner
límites al amor. Marcar unas reglas convenientes. Exigir simetría. Llevar las
cuentas para ver quién pone más, quién da más, quién se esfuerza más, y
tener que estar equilibrando la balanza todo el tiempo.
Amar hasta el extremo es diferente. Incorpora un valor que hoy en día es
transgresor y hasta contracultural. Ese valor es la gratuidad. Es buscar el bien
del otro porque crees que ese es el camino. Es, de algún modo, vaciarse y
salir de uno mismo para ir al encuentro del otro. Es pasar, en algún momento,
de «Te quiero porque me haces feliz» a «Quiero que seas feliz».
El amor en el Evangelio siempre es salir en dirección al prójimo. Sale el
buen samaritano, que abandona su quehacer, sus urgencias y su comodidad
para volcarse en atender a un hombre que está herido en el margen. Sale el
padre del hijo pródigo, lanzándose al camino para echarse en brazos de su
muchacho, que en ese momento necesita una palabra de perdón. Sale la mujer
que llora su historia a los pies de Jesús, porque a veces salir es confiar en
alguien que pueda acoger tu dolor. Sale, en fin, el mismo Jesús, que, en el
momento de máxima tensión, en lugar de exigir reconocimiento, alivio o
poder, se agacha, se ciñe la toalla y acaricia con ternura los pies cansados de
sus amigos.

[19] Un dosier con abundantes datos, recogido por la Agenzia Fides, Órgano de información de
las Obras Misionales Pontificias, puede consultarse en https://bit.ly/2NfxgSp.
17

Testimonio: vidas que hablan de Dios

La cuarta categoría, en este recorrido clásico por las dimensiones de la


Iglesia, es la martyría, es decir, la capacidad de ser testigos, de dar testimonio
de Cristo con la propia vida. Que nuestra vida hable de Dios. Que nuestra
manera de actuar, de vivir, de amar y de creer ayude a transparentar a Aquel
en quien creemos. De esto se trata. Y aquí entra en juego otra dimensión bien
importante de lo eclesial, como es la transmisión de la fe.

Cuando hablamos de «martirio» o de «mártires», inmediatamente puede


asaltarnos la idea de que un mártir es aquel al que matan por permanecer fiel
a su fe. Entonces nos vienen a la mente las víctimas de las primeras
persecuciones religiosas, allá en una Roma que conocemos por películas y
relatos históricos. Podemos así rastrear la senda de una historia marcada por
muchas vidas heroicas, entregadas en todo el mundo y en todos los tiempos
por mantener su fe en contextos hostiles. A veces el martirio habrá sido
consecuencia de luchas religiosas. Otras veces es fruto de plantar cara a la
injusticia. Hasta hoy. La persecución no es cuestión de otros tiempos. Hay
muchos países donde los cristianos son perseguidos actualmente por
permanecer fieles al Evangelio. Quizás la cobertura mediática no sea siempre
la deseable. Pero, al margen de lo público que pueda ser el hecho, hay
personas que hoy siguen dando la vida con su sangre derramada. Y se
convierten en reflejo de quien se entregó en una cruz.
Uno a veces se admira porque, la verdad, en muchos de nuestros
contextos, cualquier incomodidad invita a la deserción. Muchas personas son
cristianas mientras la militancia no sea demasiado exigente, demasiado
peligrosa o demasiado problemática. Y, sin embargo, hay lugares donde la
gente se señala y se arriesga con tan solo ir a misa. Pero lo hace, aun
sabiendo que la hostilidad es real, que hay atentados y que la presión para ir
eliminando a los cristianos no es solo de palabra. En el mismo momento de
escribir estas páginas está en la prensa la noticia del asesinato de una
misionera española de setenta y siete años en República Centroafricana, el de
un sacerdote en Mozambique o la muerte de otro sacerdote en El Salvador a
manos de las maras. Y eso porque solo oímos –en el mejor de los casos– los
nombres de nuestros compatriotas o bien los de figuras destacadas, pero hay
tantos hombres y mujeres en la misma situación que terminan siendo para
nosotros números en una estadística que no deja de crecer. Los motivos
suelen ser la intolerancia religiosa por parte de fundamentalistas o la acción
violenta de grupos delictivos a los que los religiosos plantan cara. La lista de
nombres en las últimas décadas sería muy larga. Gente que, por defender lo
que cree o su derecho a creer, arriesga la vida. Y en ocasiones la pierde.

Tal vez puedas pensar que, entonces, esto del martirio sirve solo para otras
latitudes. Que en contextos como el de España, desde el que yo escribo, no te
matan por ser católico. Como mucho, hay gente que te mira con actitudes de
rechazo, que van desde la indiferencia hasta la hostilidad manifiesta. Pero
normalmente no se pasa de palabras duras y solo a veces se llega a decisiones
políticas cuestionables, interrupciones en el culto, descalificaciones en las
redes, puertas pintadas, algaradas en un templo o gritos fuera de lugar. No
piensa uno que le vayan a quitar la vida por sus creencias en este contexto.
Entonces, ¿es que no cabe esta dimensión de lo martirial en nuestras
latitudes? Si decimos que «martirio» tiene que ver con dar testimonio, resulta
que la dimensión es mucho más amplia. Dar testimonio de la fe es ser signo
de aquello en lo que crees. Transparentarlo con tu vida. No somos testigos
solo con la muerte sino con todo lo que vivimos. Sin duda, impresiona la
firmeza, la valentía y la tenacidad de quien hoy sigue plantando cara al mal,
en tantos lugares de nuestro mundo, en nombre de Dios, y hasta dar la vida.
Pero dar testimonio es ser un testigo creíble del Evangelio cada día, y eso es
algo que se hace de manera diferente en todo tiempo y en todo lugar.
¿Dónde radica la credibilidad? En la capacidad de transmitir algo y
hacerlo de tal manera que quien te ve, a través de ti, pueda intuir algo más:
aquello que te mueve, que te sostiene y donde tu vida echa raíz. Testigo,
entonces, es quien vive algo y es capaz de transmitirlo, contarlo, hacerlo ver.
Es el que apunta en una dirección y ayuda a que quien sigue ese rastro
descubra a dónde conduce.

La Iglesia es la historia de una fe compartida. Como una gran carrera de


relevos que lleva más de dos milenios en marcha, generación tras generación.
En esa carrera, muchas personas han ido transparentando una fe profunda,
viva, posible. Impresiona pensar en la herencia que cada uno hemos recibido.
En la cantidad de personas que están en ese árbol genealógico de la fe de
cada uno. ¿Quién me transmitió a mí la fe? Y a esa persona, ¿quién lo hizo?
¿Y a aquella? Si nos remontásemos al pasado, iríamos retrocediendo siglos.
Recorriendo sociedades y épocas de las que solo hemos oído hablar en los
libros de historia. Conociendo a testigos que dejaron su legado en obras de
arte que fueron catequesis para aquellos antepasados nuestros que no sabían
leer. Iríamos cada vez más hacia atrás: el Renacimiento, la Edad Media,
llegando a un mundo antiguo en el que muchos contenidos de la fe aún no
estaban formulados tal y como los expresamos hoy. Y tal vez allá, muy en el
origen de esa historia, nos encontrásemos a un Pedro, un Pablo, un Santiago,
un Juan o una Magdalena. Aquellos testigos primeros, que conocieron a
Jesús, vivieron su resurrección, experimentaron con una fuerza única la
presencia del Espíritu y se lanzaron al mundo a predicar el Evangelio.
Testigos. Una enorme cadena de testigos que llega hasta hoy, hasta mí.
El testigo lo es por dos caminos. Por una parte, lo es con sus palabras, con
lo que cuenta de su fe. La palabra es muy importante en la fe. No en vano
decimos que Jesús fue la Palabra con la que Dios habló a este mundo. Con la
palabra tratamos de describir experiencias, definir a Dios, hablar del amor, de
la justicia, del perdón… La palabra sirve para contar historias, parábolas,
hacer memoria. Podemos hablar de Dios. No es tontería. Porque hoy muchas
personas guardan silencio. Por temor, por pudor, por vergüenza o porque no
encuentran el lenguaje adecuado para el mundo de hoy.
Pero hay otro camino aún más importante que el de la palabra para ser
testigos de la fe. Es el de la vida. Hay gente que, por lo que hace, por cómo
ama, por su forma de acoger, de esperar, de plantar cara a la dificultad, de
afrontar el sufrimiento, de transmitir certidumbres, de vibrar con el prójimo,
transmite a Dios. Transmite aquello en lo que cree. Hay personas que, cuando
aprendes a conocerlas, descubres que la fe se ha convertido para ellas en
fuente de una vida profunda, sólida, honesta. Y a veces son las que pasan más
desapercibidas en este mundo de estridencias y griteríos varios. Quizás las
personas más conocidas en nuestra Iglesia no sean los testigos más
transparentes del Evangelio. Toca aprender a mirar.

El caso es que hoy en día otra dimensión importante de la vida de la Iglesia


es la transmisión de la fe. Y es algo que hemos de tener en cuenta.
¿Por qué seguir? Porque gracias a esta enorme comunidad, que ha ido
compartiendo un legado, enriqueciendo conjuntamente la búsqueda de la
verdad y haciéndose preguntas necesarias, estamos nosotros aquí.
Es cierto que Dios podría revelarse siempre cuando y como quisiera. Pero
también lo es que ha elegido revelarse en la historia, en un momento
determinado, y ha entregado a su comunidad una misión: «Id a todo el mundo
y anunciad la buena noticia». Si esta comunidad no lo hubiera creído de
verdad, si no lo siguiera creyendo hoy, si eligiera el silencio o esconder la luz
que se nos ha dado, ninguno conoceríamos esta buena noticia. Porque sí, el
Evangelio es una buena noticia para todas las vidas. Y es una lástima que
tantas personas lo perciban solo como una ley, una norma, una tradición
muerta o una cadena.
Desarrollemos por un momento la idea de la buena noticia. ¿Qué significa
hablar de «buenas noticias»? Hablar de acontecimientos que son buenos para
la vida de las personas.
Supongamos que anuncian que se ha encontrado la cura para un cáncer.
¿Te imaginas que tú estuvieras enfermo de ese preciso cáncer? ¡Qué
emoción, qué nueva esperanza, qué cambio de horizonte para la vida! Más
aún, imagina que el enfermo fuera alguien a quien amas con locura, por quien
darías la vida. Figúrate que fuese un hijo tuyo –si tienes hijos–. ¿Puedes
concebir cómo sería ese momento en el que alguien te dice que ya no hay
peligro, que todo va a estar bien?
O supón que estás sufriendo los efectos de una guerra. Solo quien pasa
por algo así puede intuir los desvelos, la inseguridad, la precariedad, la
congoja de los días grises que solo son antesala de nuevos días grises.
Entonces se firma la paz. Tal vez cuesta creerlo al principio. Pero al fin
descubres que es real. Y la gente sale a la calle. Y con esa invencible fuerza
del espíritu humano, a pesar de todas las heridas que se llevan encima, a
pesar de todo lo perdido, a pesar de tantas noches oscuras, una plaza se llena
de ruido, de música y de abrazos. Porque la paz es una buena noticia.
Imagina que no tienes trabajo y llevas tiempo buscándolo. Tal vez de ti
depende una familia, y la precariedad va siendo una losa muy dura para
todos. Y de golpe, una llamada es portadora de un anuncio. Te ofrecen, por
fin, un trabajo estable, seguro y bien remunerado. ¿Cómo será ese momento
de compartir la alegría con los tuyos? ¿Intuyes el alivio, la tranquilidad, el
júbilo que dicho anuncio puede despertar?
El Evangelio es una buena noticia para las vidas. Y si seguimos en la Iglesia
es porque creemos que esta buena noticia tiene que ser contada. De hecho, y
aquí va una confesión, a veces la tentación de abandonar es real. Cuando los
puntos conflictivos se vuelven demasiado contradictorios, cuando parece que
no se avanza o cuando hay silencios oficiales clamorosos. Sin embargo, ¿de
verdad dejaríamos este tesoro que es el Evangelio, con todas sus
posibilidades, como patrimonio de quienes únicamente ven una parte de la
buena noticia? ¿No sería, de algún modo, una rendición de la esperanza? Y
que conste que no quiero decir con ello que yo tenga toda la claridad y
certidumbres sobre la buena noticia. Lo interesante es ver la Iglesia como el
crisol en el que se mezclan distintos acentos, percepciones y formas de
comprender la fe.

Hoy hace falta gente capaz de decir «Creo». Precisamente porque hay otra
mucha gente que ante la fe ajena se muestra intransigente, descalificadora o
incapaz de comprender. Transmitir la fe hoy es algo mucho más difícil que en
otras épocas. En una Europa diferente, hace siglos, el mundo era creyente, la
sociedad respiraba a Dios por los cuatro costados: el calendario, las
celebraciones, el ritmo de los días, la cosmovisión compartida por todo el
mundo, todo invitaba a creer. No digo que entonces no hubiera ateos o
agnósticos, pero en cualquier caso serían una minoría muy especial. El hereje
era perseguido, marcado, señalado como un indeseable. Porque la fe
permeaba todo.
Hoy las cosas han cambiado mucho. No es que haya desaparecido la fe
totalmente, pero sí ha salido del primer plano en muchos ámbitos de la vida.
Hoy los niños ya no tienen por qué conocer los nombres bíblicos. Lo que
quizás en otra época fueron para la cultura Adán, Eva, Caín, Abel, Moisés,
David, Judit y tantos otros personajes bíblicos que todos conocían lo son hoy
Harry, Draco, Hermione o Ron –para una generación– o Cersei, Daenerys,
Tyrion, Bran, Ned y Jaime –para otra–. Ahora los relatos que nos ayudan a
entendernos son más mediáticos y menos duraderos. No estoy diciendo con
esto que la Biblia sea una ficción literaria como lo son las sagas
contemporáneas. Pero sí estoy diciendo que para muchas personas la fe se ha
vuelto innecesaria. Porque quizás, eligiendo surfear por aspectos entretenidos
de la cultura contemporánea, nunca escogen zambullirse en las
profundidades, donde las preguntas por el sentido necesitan más verdad y
menos personajes.
Hoy se confunde «privacidad» con «ocultación». Lo vemos con bastante
claridad cuando, por ejemplo, se empieza a discutir sobre la presencia de
símbolos religiosos en espacios comunes. Lo que durante bastante tiempo fue
una convivencia pacífica –se podían poner belenes o adornos con motivos
religiosos en Navidad, o podía haber espacios religiosos en las universidades,
por ejemplo– ahora, sin embargo, parece proscribirse, en nombre de una
laicidad que se muestra incapaz de tolerar que en su seno haya personas
creyentes. Sin embargo, dicho ocultamiento se lleva por delante no solo lo
religioso sino también la tradición y la cultura. Muchas de las raíces
cristianas de Europa lo seguirán siendo, para creyentes y para no creyentes. Y
forman parte de nuestro acervo cultural.
¿No tendría mucho más sentido una presencia que pudiera explicarse
desde diferentes aproximaciones, más creyente en unos casos y más
humanista en otros? El argumento de que hay quien se puede sentir molesto
es peligroso. Porque si reducimos la tolerancia a aquello en lo que todos
estamos de acuerdo, o a lo que no molesta a nadie, terminaremos
empobreciendo enormemente la vida común. Lo que no debería valer es que
se pueda ser tolerante con todo menos con lo religioso. ¿No ocurre, por
ejemplo, cuando hay tolerancia pública hacia muchas expresiones artísticas –
a veces pagadas con dinero público– que atentan directamente contra el
sentimiento religioso?
Habría mucho que discutir sobre hasta dónde esto es una legítima
separación de Iglesia y estado y hasta dónde es una laicidad extrema, que
entra en conflicto con la libertad religiosa. Pero volvamos al testimonio.

Frente al ocultamiento, hacen falta personas capaces de hacer visible su fe.


Gente que cuente, con su vida, por qué entiende el Amor (así, con
mayúsculas) de una manera diferente a otras formas de amor con las que
muchos se conforman. Hace falta gente que explique la lógica de una
misericordia capaz de devolver bien por mal y perdonar hasta setenta veces
siete. Hace falta quien entienda el sentido del sufrimiento, en una cultura que
equipara sufrimiento con derrota. Hacen falta personas que, frente a otros
discursos, sigan proponiendo las bienaventuranzas como horizonte de
dignidad humana. Hace falta quien mantenga la esperanza en que hay Dios, y
no es un Dios lejano, un principio distante y ajeno, sino un Dios próximo,
personal y comprometido con el ser humano. Y hace falta gente que cuente
por qué todo esto lo intenta vivir con otros en una comunidad como es la
Iglesia.

¿En qué consiste el testimonio cristiano? Ahí probablemente habrá muchas


aproximaciones distintas. Hay quien piensa que lo necesario hoy es un
testimonio explícito, visible, militante. Y quien piensa que es una presencia
fecunda, más reconocible en las obras que en las palabras. Hay quien cree
que debemos hablar más de Cristo que de valores, en una cultura donde la
explicitación religiosa es más necesaria que antes. Y quien, en cambio, opta
por dialogar desde los puntos comunes con otras sensibilidades, pero sin
ocultar que sus valores echan raíz en su fe. Probablemente haya razones
valiosas en todos los planteamientos, y tal vez no sean excluyentes. Lo que
resulta incuestionable es que hoy en día hacen falta testigos cuyas vidas
apunten a Dios. Y la Iglesia está llena de esos testigos, solo que a veces no
son los que más focos reciben, los que más titulares acaparan ni los que más
ecos suscitan.
18

Buscadores de respuestas:
la teología y la vanguardia

Los cuatro capítulos anteriores hablan de dinámicas de la vida eclesial: lo


comunitario, lo celebrativo, el servicio y el testimonio. Me gustaría añadir a
esto algo que atraviesa todo lo anterior –de diferentes maneras– como es la
búsqueda de respuestas.
Me temo que la teología ha ido perdiendo peso a lo largo de los siglos.
Algunos de los grandes pensadores de la historia son, sin duda, teólogos, que
fueron las mentes más brillantes en su momento. Un san Agustín de Hipona o
un santo Tomás de Aquino eran genios de una erudición y un saber
sobresalientes. Pero lo suyo, de hecho, era mucho más que teología. Eran
conocedores comprensivos de la realidad. Eran también filósofos, y hablaban
de la sociedad en la que vivían, de la política, del ser humano…
Solo mucho después de ellos las ciencias se irían desgajando de ese gran
cuerpo del saber y especializándose. Hoy podemos distinguir ciencias de la
naturaleza, ciencias sociales, ciencias humanas; tenemos especialidades,
titulaciones, un saber mucho más fragmentado. Podría parecer que la teología
se ha quedado «reducida» a la reflexión sobre Dios. Pero eso es erróneo. La
teología sigue necesitando mirar al mundo –en todas sus dimensiones– y
sigue teniendo que ofrecer una lectura creyente de lo que ocurre. Y dicha
lectura aún es muy necesaria. Quizás más que nunca. Porque las preguntas
nunca han sido tan acuciantes.

La gente que, en lo doctrinal, todo lo fía al magisterio tiene un problema.


Parecería, si uno ve las cosas así, que el magisterio es el responsable de
ofrecer respuestas. Y que los pensadores no deben salirse de los límites de lo
que ya está contemplado, formulado y debidamente contenido en cánones y
dogmas aprobados por la autoridad correspondiente. Pero la realidad es que
el pensamiento es previo al magisterio y necesita romper fronteras, ir más
allá. Hace falta pensar o repensar las cosas a la luz de descubrimientos, de
nuevas intuiciones o formas de ver el mundo. «Es hora de humanizar el
magisterio, de descubrir su rostro amable y sus denuncias proféticas. Quizá,
si lo descubrimos humano, lo escucharemos más profundamente y nos
acercaremos más cordialmente a él»[20].
En la vida y en la historia se plantean situaciones, dudas y cuestiones que
no existían antes. Porque una comprensión diferente de la vida y de las
personas ilumina nuestra forma de comprender la revelación. Hacen falta
teólogos que se arriesguen, incluso a ser descalificados. Es interesante pensar
que algunos de los grandes teólogos del Concilio Vaticano II habían estado
con anterioridad apartados de la enseñanza. Le ocurrió al dominico Yves
Congar, pionero del ecumenismo. O al jesuita Henri de Lubac, suspendido de
la enseñanza en 1950, y que, sin embargo, sería otra de las voces más lúcidas
del concilio. Sin llegar a ser suspendido, el también jesuita Karl Rahner fue
capaz de colaborar con la renovación conciliar y al tiempo oponerse
claramente a los síntomas de involución que percibía, aguantando por ello
grandes críticas.
¿Es necesario un magisterio que apruebe, sancione, confirme? Sí. En una
institución enorme, como es la Iglesia, tener una coherencia de doctrina y de
visión, ser fieles a lo que creemos que es la buena noticia, claro que es
necesario. Solo que no está cerrado de una vez para siempre. De ahí la
necesaria labor de los teólogos (entre otros) para proponer alternativas.

Hagamos un pequeño ejercicio de teología-ficción. Imaginemos que un día


aparece vida extraterrestre inteligente. Lo hemos visto en ficciones varias, o
en películas de invasiones. Pero no es solo el argumento de una buena
historia. También la ciencia especula con esa posibilidad (la paradoja de
Fermi señala la alta probabilidad de que exista vida inteligente exterior y se
pregunta por qué, si es así, no hemos visto rastros de ella). Imaginemos que
un día se comprobara que sí hay otras formas de vida inteligente en el
universo. ¿Qué significaría esto para la fe? ¿Sería la prueba definitiva de que
nada de lo que creemos es cierto? ¿Es compatible la vida extraterrestre con la
revelación? ¿Sería Dios también el creador de esas otras formas de vida? ¿Y
Jesucristo su salvador? Ahí los teólogos tendrían que afrontar algo totalmente
novedoso. Buceando, sí, en la tradición y en la Escritura, pero sin pretender
que todo encaja perfectamente en lo que ya tenemos formulado, o que ya en
el Evangelio se habla de esas realidades explícitamente. Su labor sería
compleja, abstracta, de mucho tanteo, muy especulativa. Solo tras numerosas
búsquedas –y prolongada interacción con la realidad– sería posible que
hubiera algún tipo de postura oficial, pero eso solo sucedería al final y,
evidentemente, quedaría abierta a nuevos descubrimientos.
Se puede objetar que el ejemplo anterior es un caso extremo. Pero ¿no
podemos imaginar escenarios más plausibles donde siguen siendo necesarias
búsquedas que aún no se han afrontado? La teología no puede ser solo
arqueología de lo ya dicho, por más que sea necesario profundizar en la
historia del pensamiento. Ha de ser también reflexión sobre lo desconocido.
Vivimos en un mundo que afronta situaciones nuevas. Por ejemplo, la ciencia
está abriendo la puerta a posibilidades hasta ahora desconocidas respecto a la
salud, la duración de la existencia, la capacidad de poner la tecnología al
servicio de la vida de maneras hasta hace poco inconcebibles. Hoy se habla
mucho del «trans-humanismo» para referirse a un ser humano que podría
superar algunas de sus limitaciones biológicas gracias a la tecnología ¿Qué
nos dice esto del hombre? ¿Qué respuestas éticas tenemos? ¿Hasta dónde
llega el poder creador que nos ha dado Dios? ¿Qué antropología puede
responder a un ser humano transformado por la tecnología?

Pues bien, incluso muchos de los temas más habituales y contemporáneos, no


necesariamente tan novedosos, requerirían esa misma mirada que busca
respuestas. En la primera parte del libro he hablado sobre situaciones propias
de la tierra de nadie. ¿Por qué ahora son más complejas que en el pasado?
Porque hoy comprendemos la realidad de un modo muy diferente. Porque
categorías que antes se tenían por razonables hoy se ven como trasnochadas.
Por ejemplo, hace falta una más completa teología de la mujer. No está todo
dicho en ese ámbito, ni mucho menos. Una teología hecha por hombres y
mujeres. Una exégesis diferente de muchos textos, sin asumir como
innegociables aspectos contextuales que eran más propios de la sociedad en
la que surgieron esos escritos. Hace falta una teología del amor que piense de
nuevo en la sexualidad, en una sociedad que la comprende de un modo
diferente. Hace falta una teología del sacerdocio para el siglo XXI. Hace falta
una teología que tenga una palabra sobre la diversidad. Hace falta una
teología para encajar el pecado terrible de los abusos en la entraña de la
Iglesia.
La teología –junto con algunas formas de pastoral– tiene una labor de
vanguardia. La vanguardia es como una avanzadilla de un ejército. En
muchas descripciones –históricas o literarias– de la marcha de los ejércitos en
la antigüedad, se habla una y otra vez de grupos que son enviados por
delante. Su misión es imprescindible. Tienen que reconocer el terreno, abrir
caminos, buscar pasos, detectar peligros. Es posible que algunos de esos
grupos se equivoquen, se metan en caminos sin salida y lleguen a lugares
donde es peligroso estar o resulta imposible seguir avanzando. Pero también
es posible que alguno de ellos descubra por dónde se puede seguir adelante.
Y cuando esa avanzadilla vuelva al encuentro del ejército, entonces este
podrá moverse, quizás más despacio, pero también con más seguridad, en la
dirección señalada.
Esta es la labor del pensamiento en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia.
Hacen falta intelectuales que sean capaces de salir de las espirales de la
inmediatez, de los titulares sin fondo y de las ruedas de molino que no hacen
más que girar sobre sí mismas.

Alguien podría objetar –con razón– al planteamiento anterior: «¿Estás


diciendo que hoy no se hace teología?». Si mi respuesta fuera afirmativa –que
no lo es–, lo que estaría demostrando es ignorancia. Por supuesto que hay
muchas personas consagradas a la reflexión teológica. Y probablemente van
afrontando muchas cuestiones necesarias hoy: teologías políticas, dogmática,
cuestiones de teología moral, visiones sobre la Iglesia, interpretaciones de la
Sagrada Escritura… Sin embargo, hoy en día su labor se desarrolla en
círculos tan cerrados, tan especializados y tan poco divulgativos que esa
invisibilidad se convierte en un problema. La dinámica de las universidades
ha entrado en el imperativo de las publicaciones para revistas indexadas.
Muchas personas que podrían contribuir a generar discurso y pensamiento se
ven condicionadas por tener que publicar lo que escriben en revistas que solo
leen unos pocos especialistas y que, sin embargo, cuentan para todos los
rankings y puntuaciones necesarios en el mundo académico contemporáneo.
Faltan divulgadores y traductores, personas que sean capaces de ayudar a
aterrizar todas esas cuestiones en el mundo de la vida cotidiana.
Excursus: contra la falta de pensamiento

Un mundo plano. Afirmaciones sin reflexión detrás. Manifiestos


destinados a generar adhesiones a favor. Manifiestos destinados a generar
adhesiones en contra. Todo el mundo describiendo lo mal que lo hacen
otros gremios, otros sectores, otros ámbitos de la sociedad, pero sin
cuestionar lo propio. Ruido. Emoticones. Forofismos. Insultos. Titulares
pensados para ser titulares, sin desarrollo ni profundidad. También entre
nosotros, gentes de Iglesia. ¿De verdad era necesario estudiar teología
para acabar «dando doctrina» de una manera que tiene más de opinión
que de fundamento? ¿De verdad se nos ha olvidado leer? ¿Se nos ha
olvidado el valor de la ignorancia que busca respuestas a situaciones
nuevas? ¿Dónde están hoy los teólogos que piensan en profundidad sobre
las cuestiones de sentido? Y si están –que algunos hay-, ¿quién dedica
tiempo a conocer su pensamiento, a tratar de comprender lo que dicen?
Ruido, ruido incesante. Inmediatez. Reacciones instantáneas. Hay que
hablar de todos los temas porque toca. Con fecha de inicio y fecha de
caducidad. Encadenados a un carpe diem vital e insaciable. Estamos
atrapados en esta espiral. Sé que generalizar es injusto. Y hay gente –
probablemente más silenciosa y profunda– que no lo hace así. Habrá que
buscarlos, para que se conviertan en voces con sentido en medio de este
caos. Porque, si no, terminaremos conformándonos con profetas de saldo.
Pero hoy necesitamos sabios, y también auténticos profetas, más
preocupados del ser humano que de las ideologías y más abiertos al
misterio que a sus obsesiones. Para no acabar sucumbiendo a la banalidad
y ahogados en un mar de espejismos.

[20] Así lo expresaba F. J. DE LA TORRE, «Para una lectura amable del magisterio»: Sal Terrae
1139 (2009), 797-810. Se trata de un artículo interesante y pedagógico, donde se desarrollan y matizan
muchos puntos que normalmente generan confusión, como la posibilidad de que el magisterio cambie,
el peligro de confundir infalibilidad con infalibilismo, la necesidad de no aumentar los límites de su
responsabilidad, así como algunos ejemplos en los que se ve la evolución de doctrinas y formulaciones.
19

Buscadores de respuestas:
el camino de la belleza

Aún me gustaría tratar de decir una palabra más sobre nuestras búsquedas.
Mucho de lo señalado hasta este momento sobre la fe y sobre la vivencia de
lo eclesial tiene que ver con la razón, con el análisis de vivencias, doctrinas,
normas, creencias, rasgos sociológicos…
No quisiera dar la sensación de que todo en nuestra experiencia de la
Iglesia tiene que ver con lo que pensamos, aunque a menudo es así. Sin
embargo, la fe y la pertenencia son mucho más que un análisis de argumentos
y motivos.
La fe, como ya indiqué en un capítulo anterior, es la adhesión personal a
una verdad –Jesucristo– que evoca presencia, cercanía, implicación, amor,
pasión de Dios por la humanidad…
Además del camino más racional –necesario y útil– para encontrar
respuestas, hay otros caminos que también se nos ofrecen como parte de
nuestra vivencia eclesial.
En concreto, me gustaría hablar del camino de la belleza. Sé que este es
un concepto necesariamente vago y subjetivo. ¿Qué es bello? Podríamos
pasar horas discutiendo sin ponernos de acuerdo. O podríamos perdernos en
abstracciones filosóficas sobre lo estético.
Creo que no es aventurado decir que la belleza habla de Dios. El salmista
lo plasma en su verso: «Una cosa pido al Señor, es lo que busco: habitar en la
casa del Señor todos los días de mi vida, contemplando la belleza del Señor,
observando su templo».
Pero no solo es que Dios sea hermoso, sino que es el autor de toda
belleza. Hay una intuición tras el concepto de Dios creador. Del mismo modo
que el narrador del primer capítulo del Génesis dice que Dios todo lo hizo
bueno, ¿podría decirse que todo lo hizo bello? Hay lenguas, como el guaraní,
en las que se emplea la misma palabra para definir belleza y bondad.
También el castellano tiene expresiones donde ambos conceptos se
intercambian. ¿No estamos hablando de bondad cuando exclamamos, ante
alguien especialmente noble, bueno o admirable: «¡Qué bella persona es!»?
No es que intuyamos la creación surgida de las manos de Dios de acuerdo
con un canon concreto de belleza, sino que entendemos que hay una
capacidad de percibir armonía, trascendencia y perfección en lo que vemos, y
esa belleza nos hace intuir una intención detrás.
En ese sentido, si afirmamos que Dios todo lo hizo bello, quizás lo que
habría que señalar también es que a nosotros nos toca aprender a descubrir la
belleza de cada cosa como reflejo de la belleza de Dios: de cada lugar, de
cada ser, de cada vida. ¿Dónde descubrimos belleza? En la naturaleza, con su
exuberancia y diversidad. En la inmensidad silenciosa de un universo cuya
dimensión solo intuimos. En el contraste entre la luz y las sombras. En el
reino animal, tan sorprendente, tan desconocido y tan cautivador cuando
logramos asomarnos a él. En el cuerpo humano –pero no confundamos esta
afirmación con ver como bello solo un determinado canon propio de una
época–. En la singularidad de cada rostro. En los colores. En el arte, que tiene
tantas manifestaciones y donde el artista quizá se convierte en un heredero
privilegiado de la labor creadora del Artista primero. En la música, en el
baile, en la pintura, en la literatura y el poder de las palabras para construir
mundos…
Antes de entrar a hablar de la belleza vinculada al arte y, más aún, a los
espacios explícitamente religiosos, creo que habría que señalar algo mucho
más amplio. Hay una experiencia de la belleza cotidiana, personal, que nada
tiene que ver con el arte. Momentos en que belleza y felicidad se funden en la
propia historia. Instantes de armonía, que quizás no puede quedar congelada
en el tiempo y se ha de disipar, como las olas que se retiran para volver más
adelante. Contemplar el sueño de un hijo, ver la concentración de un ser
querido mientras lee, disfrutar con la ejecución de una actividad rutinaria,
escuchar los ruidos de la calle imaginando las vidas detrás… Es lo que tan
bien conseguía plasmar la película American Beauty al reflexionar sobre la
belleza de una bolsa de plástico que baila en el viento[21]. Seguramente cada
persona tiene una capacidad diferente para descubrir lo bello entrelazado con
lo cotidiano.
Yo a menudo no entiendo el llamado arte contemporáneo. Y para mí es
una tentación inmediata descalificarlo. Decir que es una tomadura de pelo,
quedarme en descripciones externas de lo que veo y no aceptar que quizás
haya en él algo que no termino de percibir. Cuando alguien se detiene ante
una obra cuyo sentido yo no entiendo y parece disfrutar de ella, puedo hacer
dos cosas: puedo pensar que es un pretencioso con ínfulas –¡anda que no
hemos visto chistes y parodias cinematográficas sobre intelectuales
modernillos y el arte incomprensible!–, pero también puedo preguntarme si
acaso es que algo de la belleza que ese otro percibe a mí se me está
escapando. Esa percepción se puede describir de muchas maneras. Lo bello
impacta, conmueve, envuelve. Va más allá de lo racional, y hasta de lo
simbólico. Quizás te puede hacer sentir parte de algo mayor. ¿No será la
contemplación de la belleza uno de los caminos para la mística, es decir, para
el encuentro?
El 21 de noviembre de 2009 el papa Benedicto XVI recibió en la Capilla
Sixtina a 250 artistas de renombre internacional. En sus palabras hizo un
verdadero canto de amor a la belleza:
«El momento actual está lamentablemente marcado, además de por
los fenómenos negativos a nivel social y económico, también por un
debilitamiento de la esperanza, por una cierta desconfianza en las
relaciones humanas, de modo que crecen los signos de resignación, de
agresividad, de desesperación. El mundo en el que vivimos corre el
riesgo de cambiar su rostro a causa de la acción no siempre sabia del
hombre, quien, en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia
los recursos del planeta a favor de unos pocos y con frecuencia
desfigura las maravillas naturales. ¿Qué es lo que puede volver a dar
entusiasmo y confianza, qué puede animar al alma humana a
encontrar el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar
una vida digna de su vocación? ¿No es acaso la belleza? Sabéis bien,
queridos artistas, que la experiencia de lo bello, de lo auténticamente
bello, de lo que no es efímero ni superficial, no es accesorio o algo
secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque esa
experiencia no aleja de la realidad, más bien lleva a afrontar de lleno
la vida cotidiana para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para
hacerla luminosa, bella. […] La auténtica belleza abre el corazón
humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de salir
hacia el otro, hacia más allá de sí mismo. Si aceptamos que la belleza
nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, entonces
redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de comprender
el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte
y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del
compromiso cotidiano. […] En todo aquello que suscita en nosotros el
sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia
de Dios»[22].

¿Por qué hablo de esto? Porque creo que hay muchas formas de mirar a la
realidad. También a la realidad eclesial. A veces, más allá de lo doctrinal, de
los conceptos, de definiciones y normas, hay todo un mundo experiencial, de
cuyo alcance no siempre somos conscientes.
Hay todo un mundo de vivencias, celebración, sentidos y sentimientos,
que tiene más que ver con la experiencia de la belleza –en un sentido amplio–
que con las ideas. Y en ocasiones se convierte en un camino alternativo para
no quedarnos solo en los aspectos problemáticos.
Pongamos dos ejemplos. Imagina una catedral gótica; la luz entra por las
vidrieras, que convierten el sol esplendoroso de fuera en miles de rayos de
colores que se reflejan en las piedras. Las columnas suben verticalmente
hasta un techo en el que los arcos se van trenzando, formando dibujos que
hacen única la cubierta. Suena música –ya sería mucho imaginar que fueran
cantos desde el coro, pues desgraciadamente hoy en día eso no es tan
frecuente–. Quizás haya, entre las imágenes que adornan el templo, alguna
figura que captura tu atención. El rostro de algún personaje representado en el
retablo del altar mayor, o un gesto de uno de los santos tallados en algún altar
lateral. Y, en medio del silencio, sientes ganas de rezar. La belleza se
convierte en llamada. Quien hace esta descripción podría evocar otras
muchas iglesias en muchos lugares. Y podría describir escenarios mucho más
sencillos: una vela en un espacio de penumbra, un banco junto a un arroyo o
una fuente que deja que el agua cante, un paisaje ante el que se intuye la
trascendencia.
Imagina una procesión de las que, en Semana Santa, se multiplican por la
geografía española. Además de toda la parafernalia y cierta mezcla de
cultura, tradición y a veces hasta frivolidad, hay también mucha vivencia
profunda. Una imagen representa a la Virgen, y es su rostro bello, quizás
bañado en lágrimas, lo que capta la atención de alguien que, inmediatamente,
siente la belleza del abrazo de la Madre.

Cabrían muchos ejemplos diferentes. En algunos casos, todo el contexto es


religioso –liturgias, lugares asociados a lo sagrado, himnos…–. En otros
casos, puede ser la propia naturaleza, en alguna de sus múltiples
manifestaciones, la que nos abra a la pregunta por el Creador. Y habrá
ocasiones en que es lo artificial, creado por nosotros como extensión de la
obra creadora de Dios, lo que suscita esa admiración, ese reconocimiento, ese
sentido de trascendencia.
La fe no es tan solo, ni primeramente, una experiencia racional. Es
asimismo emoción, misterio, belleza o fascinación. La Iglesia también nos
ofrece ese camino. Lo hace de múltiples formas, y con ello nos abre otras
maneras de abrazar su complejidad, comprender su misión y acoger su
testimonio.

[21] B. COHEN - D. JINKS (productores) y S. MENDES (director), American Beauty,


DreamWorks, Estados Unidos 1999 (https://bit.ly/1EzCYWy).
[22] BENEDICTO XVI, La belleza, camino hacia Dios. Discurso en el encuentro con los artistas,
Roma 2009.
20

La Iglesia en la sociedad: catacumbas,


cristiandad, circos y levadura

A veces es difícil encontrar el equilibrio entre diversas facetas de la vida.


¿Debe la Iglesia meterse en política? ¿Tiene que opinar sobre las polémicas
sociales? Más aún, ¿tiene derecho a hacerlo? ¿Ha de tener su agenda pública?
¿Pueden los obispos apoyar a un partido concreto en unas elecciones?
La historia ha visto escenarios bien distintos. Desde el paso del
cristianismo a la oficialidad con Constantino en la antigua Roma, el papel de
la Iglesia y sus relaciones con la sociedad siempre han sido complejos. La
relación de la Iglesia con el poder es tormentosa, y no siempre clara.
Cualquier estudio, por ejemplo, sobre la evolución del papado muestra una
historia turbulenta, intrincada, marcada por grandes personalidades, en la que
hay desde monjes ascetas hasta príncipes hedonistas, desde papas sabios
hasta pontífices guerreros, desde personalidades pusilánimes que pasaron
como de puntillas por el gobierno de la Iglesia hasta figuras ambiciosas que
estuvieron en la cúspide del poder europeo, peleando de tú a tú con
emperadores y reyes en pulsos para ver quién tenía la última palabra.
Hoy estamos lejos de aquellos tiempos. Sin embargo, no hay que
minusvalorar la autoridad moral de la Iglesia –que en estos tiempos
mediáticos se vuelve también una herramienta que hay que usar con enorme
responsabilidad–.
Cuando, hace años, escribía por primera vez sobre esta tierra de nadie,
definía dos extremos que hay que evitar: la cristiandad y las catacumbas.
Creo que dicha distinción sigue vigente, por lo que me gustaría volver sobre
ella.
Todos asociamos las catacumbas a Roma, a una época de clandestinidad,
a un mundo en el que el cristianismo era una semilla compartida por un grupo
de personas no muy numeroso, pero muy convencido. En aquel contexto
tocaba afrontar la persecución en algunas etapas. Dada la negativa de los
cristianos a apoyar la fe en otros dioses (en aquella Roma politeísta), se temía
su influencia perniciosa, por lo que en ocasiones se intentaba acabar con ella.
No es que la persecución fuese una constante. Hubo largas épocas de
convivencia tranquila y discreta con los cristianos, pero no sería hasta la
promulgación del Edicto de Milán en el año 313 cuando se acabaría
oficialmente con la clandestinidad y la persecución. Las catacumbas eran
lugares discretos, normalmente galerías subterráneas, donde los cristianos
enterraban a sus muertos y, en ocasiones, celebraban la eucaristía,
especialmente junto a las tumbas de los mártires. La imaginación y cierto
espíritu romántico las han teñido de secretismo, pero en realidad no eran tan
secretas –ni tan peligroso estar en ellas–. Lo que asociamos con las
catacumbas era la exigencia hacia los cristianos de que fueran discretos, que
no hicieran ruido en la sociedad, que mantuviesen para su mundo privado esa
fe tan selectiva y que no incordiaran.
¡Qué contraste con la mentalidad de cristiandad, que se iría gestando en los
siguientes siglos! La conversión del cristianismo en religión oficial del
imperio romano en el 380 fue el primer paso. Dado que ya entonces la capital
del imperio estaba en Constantinopla, Roma quedó mucho más desprovista
de poder civil, y ese vacío lo fue llenando el papado en los siglos posteriores.
La Edad Media vio cómo se concentraba el poder, a lo largo del tiempo, en
figuras de la sociedad que ocupaban puestos cada vez más altos en la
jerarquía. Y la Iglesia no era ajena a esta búsqueda de influencia y autoridad.
En aquel mundo sin fisuras, ¿por qué no habría de tener el papa la máxima
autoridad posible? Fue una larga época en que poder y fe se entremezclaban,
y en que no se distinguía autoridad moral de autoridad civil o militar. Una
época en la que quien no creía del mismo modo que uno era considerado
hereje, y además enemigo. Era un mundo que no veía alternativas, donde el
pluralismo religioso habría sido considerado blasfemia y la libertad religiosa,
traición. En esa cosmovisión se esperaba que el manto de la misma fe
cubriese a toda la sociedad, desde el príncipe hasta el último de los vasallos.
Y, por encima de todos ellos, la Iglesia, definiendo, atando y desatando,
tratando de ir haciendo real ya en la tierra la ciudad celeste.
Los enfrentamientos entre papado e imperio para ver quién ostentaba la
máxima representación religiosa atravesaron Europa, con episodios casi
míticos, como aquella humillación de Canossa, en la que unos dirían que el
papa Gregorio VII doblegó al emperador Enrique IV, obligado a postrarse
como penitente solicitando el perdón, y otros pensarían que fue Enrique IV el
que se salió con la suya, al conseguir que el papa le levantase la excomunión
que tanto estaba dificultando su liderazgo. Al margen de historias concretas,
la Edad Media vio en Inocencio III la cúspide del poder papal, y el modelo
quizás más «perfecto» de cristiandad. Un papa soberano, una sociedad
teocrática y un monarca sobre los monarcas.

Volvamos al presente, porque de otro modo nos podríamos perder en la larga


historia de la relación entre Iglesia y poder. Las catacumbas representan la
Iglesia discreta y oculta. La cristiandad representa la Iglesia todopoderosa,
que todo lo define y todo lo autoriza –o lo prohíbe–. Evidentemente, hoy no
estamos en tiempos de persecución que hagan necesarias las catacumbas (al
menos en estas latitudes, como ya hemos comentado en un capítulo anterior).
Pero tampoco estamos –a Dios gracias– en una época de cristiandad, en que
fe y política se funden y una actitud teocrática quiere imponer una única
cosmovisión en nombre de una verdad sin fisuras. Sin embargo, aún cabe una
tercera imagen –por aquello de seguir con la historia– que nos ayuda también
a percibir la relación entre Iglesia y sociedad, y es la del circo. En este caso,
se trata de algo que la Iglesia no provoca, sino que padece. Es muy goloso
convertir algún asunto religioso en tema de agenda pública cuando se quiere
hacer ruido, distraer la atención o polarizar la opinión pública. Y ahí sacar lo
eclesial a relucir da mucho juego. Una y otra vez, la clase de religión, unas
palabras sobre los acuerdos con la Santa Sede, el IBI, la opinión de la Iglesia
sobre algún tema moral… Todo eso se lanza a la palestra pública y ya
tenemos titulares, forofismos, y a echar a rodar la bola de nieve del español
que va detrás de los curas, o con un palo o con una vela. Utilizar lo religioso
como cebo para exaltar pasiones también ocurre. Así que, junto a la
cristiandad y las catacumbas, añadimos una tercera modalidad indeseable,
que es el circo.

Al margen de figuras gastadas o incorrectas, ¿debe la Iglesia aspirar a tener


una palabra pública? ¿Debe buscar influencia? ¿Tiene el derecho –o hasta el
deber– de opinar sobre temas de la agenda común que quizás no parecen de
su incumbencia? La respuesta primera, que ahora matizaremos, es que sí.
¿Por qué no habría de tener una palabra? No deja de ser una institución bajo
cuyo paraguas se acoge una quinta parte de la población mundial. Lo que
ocurre es que hay dos niveles para esa palabra.
Hay principios y formas de entender las cosas que tienen que ver con la
disciplina interna de la Iglesia, con su propia visión del mundo, su
antropología o su moral, que no se pueden pretender universales. Porque en
el mundo convivimos muchas personas con muchas maneras de comprender
la realidad. Por eso la Iglesia no debería pretender imponer algunas políticas
que no se sostienen nada más que en su disciplina interna –o en su fe–. Por
poner un ejemplo evidente, la concepción del matrimonio en la Iglesia
católica pone uno de sus acentos en la indisolubilidad. La Iglesia, fiel a esa
concepción, no contempla el divorcio. Pero sería erróneo pretender imponer
la indisolubilidad como una obligación para toda la sociedad en su conjunto,
cuando hay mucha gente no creyente que no considera que el «para siempre»
sea un requisito para una alianza. Desgraciadamente, muchas veces la Iglesia
ha sido percibida como alguien que quiere imponer a toda una sociedad su
punto de vista.
Ahora bien, ¿significa esto que la Iglesia no puede dar ninguna batalla
pública? Eso sería igualmente absurdo. Como parte de una sociedad, la
Iglesia puede defender, por un lado, sus propios intereses, al igual que lo
hacen otras muchas instituciones –si bien es verdad que lo que se espera de la
Iglesia no es que defienda sus propios intereses sino los de los más frágiles y
vulnerables, pues esa es su razón de ser–, y, por otro lado, aquello que
considere que es innegociable porque es un valor universal.
Por ejemplo, la oposición a la pena de muerte y el intento de cambiar
cualquier legislación que la permita no se deben a que la defensa de la vida
sea un valor para los católicos, sino a que se considera que hay que defender
siempre cualquier vida.
Otro ejemplo. El papa Francisco fue durísimamente criticado por algunos
sectores de la población tras publicarse su primera encíclica, Laudato si’. Jeb
Bush, católico, hijo y hermano de expresidentes norteamericanos, afirmó
entonces: «Espero que el cura de mi parroquia no me castigue por decir esto,
pero no tomo mis políticas económicas de mis obispos, cardenales o de mi
papa». Un alegato contundente exigiendo a la Iglesia no meterse en ámbitos
que para Bush, como para muchos otros, le serían ajenos. Sin embargo, ¿no
tiene derecho la Iglesia a unir su voz a tantas como claman por una gestión
más responsable y justa de nuestro modo de relacionarnos con la creación?
Un ejemplo más. La Iglesia es una institución que alza la voz, una y otra
vez, para pedir que se humanicen las políticas migratorias. ¿Tiene derecho a
hacerlo? Sin duda. Porque la dignidad de los seres humanos más vulnerables
no está circunscrita a un credo o a un grupo de elegidos que merezcan más
que otros una vida digna.
Llegados a este punto, me gustaría proponer una última imagen, que no es la
de las catacumbas ni la de esa cristiandad esplendorosa, ni tampoco la del
circo mediático que convierte la polémica en estrategia para hacer ruido. Es
la imagen de la levadura que fermenta la masa. Una imagen evangélica que,
sin embargo, es bien actual. La levadura es una parte menor del conjunto,
pero se vuelve necesaria para dar consistencia, para que la masa crezca, para
hacer pan. La idea de ser como levadura en una sociedad es la de tratar de ir
sembrando en ella semillas que permitan que el Evangelio dé frutos.
Aunque todavía estamos en una sociedad de raíz cristiana, cada vez lo es
menos. Las estadísticas hablan aún de una mayoría de católicos en España.
Pero cuando vemos los porcentajes de católicos practicantes, los datos se
desploman. Y cuando los analizamos por grupos de edad, el horizonte invita
a pensar que no está muy lejos el momento en que los católicos seremos muy
minoritarios en la sociedad. En esa situación de minoría, cabría una mirada
solo preocupada por los números, y en consecuencia oscilante entre la
nostalgia y el afán de reconquista. Pero también cabe una mirada más
humilde, más serena. Que comprenda el poder de lo pequeño para ser
fermento de la masa. Después de todo, la Iglesia empezó con un grupo de
desharrapados en un país menor del extremo de un imperio. Tal vez en la
forma de estar en minoría pueda haber otra manera de comprender cómo
estar.

Y aquí, de nuevo, es hora de ensanchar la mirada. Porque puede dar la


impresión de que, al hablar de Iglesia y sociedad en las páginas anteriores,
me he centrado en la intervención «oficial» para tratar de influir en la
legislación. Pero, en realidad, creo que el papel de la Iglesia en la sociedad es
bastante más amplio. La influencia no es solo por vía normativa. Hay muchas
cosas que, más allá de la ley, afectarán a decisiones libres de las personas. De
hecho, buena parte de las aportaciones de la Iglesia a la sociedad no han
tenido que ver con la legislación sino con su despliegue en ámbitos de la vida
civil, como puede ser la educación, la sanidad, el cuidado de las personas más
vulnerables… Y, sin embargo, la Iglesia, también una Iglesia más pequeña,
más frágil, menos poderosa, puede intentar concienciar, influir, compartir una
determinada visión de la realidad que ayude a las personas a tomar decisiones
que contribuyan al bien común.
Imaginemos una sociedad cuya legislación permite y facilita el aborto. La
única opción de la Iglesia no es la oposición a esas leyes –aunque pueda
legítimamente oponerse–. Como institución preocupada por esta tragedia, por
las vidas que siega, por sus consecuencias no solo en la vida arrebatada sino
en las madres que se ven a veces en la tesitura de abortar por distintas
circunstancias, la Iglesia puede tratar de elaborar programas de acogida, crear
ayudas económicas y buscar modos de acompañamiento de las mujeres en
situaciones de dificultad, convirtiendo así su defensa de la vida no nacida y
de las madres en situaciones de vulnerabilidad en una alternativa, en forma de
resistencia y de propuesta.
Poniendo otro ejemplo, hoy en día en España parece inminente el cambio
en la legislación sobre el final de la vida, y en muchos ámbitos se habla de la
eutanasia de una forma acrítica, como un derecho incuestionable. La Iglesia
es de las pocas instituciones que en este momento está planteando la
necesidad de distinguir, de clarificar términos, de no identificar sin más
«eutanasia» con «muerte digna», y pidiendo un diálogo social más profundo
y más amplio para evitar la desprotección de quien puede quedar más
indefenso ante la normalización del suicidio asistido.
La intervención social no consiste solo en legislar sino en transformar
contextos, afrontar problemas, crear espacios donde la lógica evangélica
pueda expandirse. Y la intervención no ha de medirse únicamente por
declaraciones públicas de los obispos sino también por la actuación de
quienes, con la fe por delante, van mostrando formas de pensar y de actuar en
lugares públicos, en escuelas, hospitales…
Excursus: Una Iglesia de minorías

Hace tiempo, conversando con un grupo de amigos, me preguntaban:


«¿No te preocupa que la Iglesia pierda poder, influencia, que vayáis
siendo mucha menos gente?». Debo confesar que, con bastante
honestidad, sentía que no, no me preocupaba.
No me preocupan demasiado ni la influencia, ni el poder, ni los
números. Me preocupa, eso sí, que encontremos un camino para que el
Evangelio ayude a configurar una sociedad lo más humana y digna
posible. Me preocupan la cantidad de tópicos, prejuicios y
desconocimiento que hay –pero a veces pienso que eso solo se puede ir
desvaneciendo con una Iglesia que vuelva a ser minoritaria, y desprendida
de muchas adherencias e inercias–. Me preocupa que demasiada gente no
se haga en serio la pregunta por Dios y se conforme con un ateísmo
infantil (o con una fe infantil). Me preocupa una sociedad que se mueve
por modas y no reflexiona. Y me preocupa que las verdaderas víctimas de
nuestro mundo, en muchos lugares, queden más huérfanas si faltan las
gentes de Iglesia, que en algunos contextos son los únicos que están.
Pero ¿preocuparme por el final de un ciclo –como creo que es este–?
No. Eso no me inquieta. Porque, junto a los problemas, veo
oportunidades. La oportunidad de que hoy quien practique una religión lo
haga por opción y ya no por inercia. La oportunidad de que quien quiera
seguir a Jesús lo haga con pasión y compromiso, y no porque «es lo que
hay». La oportunidad de vivir a contracorriente. La oportunidad de
repensar qué es lo que contamos y cómo hacerlo para ser creíbles, en
lugar de adormecernos en formas y lenguajes que a muchos dejan
indiferentes. Y la oportunidad de que, en una situación de mucha más
pequeñez –y hacia ello vamos–, como Iglesia podamos bajarnos de
algunos pedestales, escuchar más y reconocer equivocaciones que han
hecho que a menudo seamos percibidos como guardianes de la letra
muerta y no como portadores de una buena noticia.
Tenemos la oportunidad de volvernos pequeños. Y la cosa comenzó
en Galilea con un predicador desconocido rodeado por un grupo de
personas bastante frágiles: el pescador, la prostituta, el recaudador, la
adúltera… No, no me preocupa.
21

Mi lugar en el mundo

¿Quién no busca su lugar? Un lugar en el que sentirse en casa. Un lugar al


que poder llamar «mío». Un lugar al que notas que perteneces. Al final,
mucho del recorrido que hemos ido haciendo hasta ahora tiene que ver con
esa búsqueda. Porque cada uno de nosotros somos únicos, diferentes,
excepcionales. Y no hay dos personas que encajen de la misma forma en el
mundo. Quizás tampoco en la Iglesia.
Uno de los textos más reconocibles del Nuevo Testamento es aquel en el
que Pablo habla de la existencia de diferentes carismas. Es una idea que, bien
entendida, tiene muchísima fuerza. Hay un mismo Evangelio, pero cada
persona tenemos que encontrar nuestra forma de hacerlo vida y convertirlo en
buena noticia.
Si nos preguntamos por carismas, probablemente lo más inmediato sea
acudir a algunos conceptos clásicos: sacerdocio, vida religiosa, vida laical y,
dentro de esta, matrimonio, soltería… pero, en realidad, hay muchas maneras
de mirar los carismas. Pensemos, por ejemplo, en funciones de servicio en la
comunidad. Está quien lidera, quien escucha, quien atiende. Está quien educa,
quien sana, quien acompaña. Hay cantores que comparten su música (por
fuera o por dentro). Existe gente servicial, constantemente atenta a lo que
pueda hacer falta y dispuesta a echar una mano. Hay quien siempre tiene
palabras de aliento, algo muy necesario. Hay otros con una veta profética,
más inconformistas, más críticos, más capaces de descubrir posibilidades aún
por desarrollar. Está el místico, que de la oración hace su aula, y el apóstol,
siempre en camino –y sí, también se puede ser místico y apóstol al tiempo–.
Hay gente que sabe acompañar a otra gente. Está quien descubre que su
carisma es cuidar (a unos hijos, a una pareja, a unos padres, a los más
débiles) y quien de sus dudas hace un motor para plantearse preguntas y
buscar respuestas. Está también quien, desde una sensibilidad diferente,
puede percibir las contradicciones y hacerlas ver, quizás porque vive en
primera persona algunas de ellas, o porque las reconoce en aquellos a quienes
ama. Hay gente que es casa, que hace que los otros siempre se sientan
bienvenidos.
Hay tal diversidad de maneras de estar que probablemente, si a cada uno
de nosotros nos preguntasen, nuestras definiciones, aunque tuvieran
elementos comunes, también terminarían siendo únicas. Los fanáticos del
pensamiento único, que exigen homogeneidad y desprecian a quien ve las
cosas de otro modo, tienen una concepción muy simple de la Iglesia.
Preferirían, tal vez, ser un grupito de afines en lugar de una comunidad viva,
plural y diversa. Honestamente, creo que se equivocan.

¿Cómo encajar en la Iglesia? No tiene uno que conformarse a un modelo


único. Sería demasiado pobre. No estamos todos cortados por el mismo
patrón. La Iglesia no es una organización estática, fría y definida en los
papeles, a la que uno se suma de tal modo que tiene que amoldarse
perfectamente. Ni es una asociación que quepa en una descripción
sociológica. No es solo, ni principalmente, una institución susceptible de ser
analizada con criterios sacados de las ciencias humanas.
Cuando decimos que la Iglesia somos todos, es verdad. Y a veces no
terminamos de comprenderlo o de creérnoslo. La Iglesia, en realidad, es un
cuerpo vivo, formado por personas. Personas diferentes. Un cuerpo vivo
nacido en Pentecostés. Una comunidad plural, cambiante, que se mueve con
la guía del Espíritu. Un cuerpo extendido por todo el mundo y que va
teniendo una historia. Y, como todo cuerpo, tiene sus heridas, sus cicatrices,
su crecimiento, sus edades, sus órganos con diferentes funciones, su
interacción con el mundo del que forma parte.
Desde este punto de vista, cuando uno vive resistencias ante la Iglesia,
cuando descubre desajustes o siente una distancia insalvable que lo lleva a
verla como algo ajeno, tal vez sea por estar mirando solo una parte. De
hecho, no hay distancia porque, donde estás tú, ahí está la Iglesia. Y tu
sensibilidad también es parte de la Iglesia. Y tu situación –sea la que sea– es
una situación que se da dentro de la Iglesia.
Esto, bien entendido, se convierte en motivo de libertad y de alegría.
Porque demasiadas veces la irritación, la impresión de rechazo o los
reproches tienen que ver con la sensación de que para pertenecer no puedes
ser tú. Y, sin embargo, al darle la vuelta a esta mirada, se puede entender que,
gracias a que tú estás en ella, la Iglesia es más rica, más plural, más compleja.

Hay quien podría objetar que este discurso, tal y como lo estoy formulando,
es un camino seguro hacia el relativismo o la «fe a la carta». Porque con estos
argumentos, cualquiera podría decir: «Ah, yo escojo lo que me gusta, lo que
quiero, lo que me conviene, y rechazo lo que me disgusta, lo que no quiero,
lo que me perjudica. Y como Iglesia soy yo también, pues tan contento».
Necesitamos ser honestos. La conciencia –bien formada– es la que nos ha
de ayudar a comprender qué debe ser innegociable. No es lo mismo una
norma que un dogma. No son lo mismo las grandes verdades de la fe o los
contenidos del credo que muchas consecuencias doctrinales formuladas en
una época concreta y conforme a una determinada cultura. Por poner algún
ejemplo, no es lo mismo negar la divinidad de Jesucristo –si no crees en eso,
entonces, ¿qué sentido tiene decir que eres miembro de una comunidad en la
que él vive?– que disentir de regulaciones concretas sobre el uso de los
medios anticonceptivos. O no es lo mismo rechazar el sermón de la montaña
que disentir de una afirmación de un papa en una encíclica. Aunque ambos
sean importantes. El primero no cambiará nunca –o la Iglesia dejará de
serlo–. La segunda puede reinterpretarse y encontrar una nueva formulación
en un momento determinado en función del magisterio[23]. Nos hacen falta
criterios, formación, pensar en conciencia lo que son las cosas.
Mi lugar en la Iglesia no tiene que ser necesariamente un lugar cómodo o
fácil, y mucho menos un lugar hecho a mi medida. Pero es el lugar donde
puedo abrazar el Evangelio, sentir el amor de un Dios que me acoge,
encontrar mi misión para este mundo y compartir ese camino con otros,
distintos pero igualmente llamados a vivir desde la fe.

[23] Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio
eclesiástico, Sal Terrae, Santander 2006. En este interesante estudio sobre el magisterio, el conocido
teólogo dedica toda la primera parte (páginas 29 a 218) a hacer un apasionante recorrido por
afirmaciones de los papas, como parte del magisterio en distintos momentos de la historia, que con el
tiempo han quedado superadas.
Conclusión
La tierra de todos

Como decía al comenzar este libro, la primera vez que hablé de tierra de
nadie, uno de los ecos más frecuentes era el de aquellos que me comentaban
que les había alegrado descubrir que no estaban solos. Que la tierra de nadie
era tierra de varios, de muchos. ¿De todos?

Al final hay que darle la vuelta a la definición. Me atrevo a decir que esta
tierra de nadie es en realidad, y de algún modo, tierra de todos. Porque todos
vivimos en gran medida la contradicción, la limitación, la ambigüedad y la
imperfección, tan humanas. Todos buscamos a Dios, pero no lo poseemos.
Aspiramos a la verdad, pero no estamos libres de incertidumbres. Tratamos
de encajar, pero somos únicos, por lo que no hay lugares hechos a nuestra
medida. Tal vez en nuestro propio horizonte asome alguna rigidez y alguna
inconsistencia, pero lo más probable es que intentemos vivir una fe sólida, lo
que no quiere decir que no tengamos dudas.
Una de las experiencias más enriquecedoras para alguien como yo es la
de poder acompañar a muchas personas en situaciones muy diferentes. A lo
largo de los años he podido conversar sobre cuestiones de fe con jóvenes,
mayores, hombres, mujeres, personas de diferentes orígenes, formaciones y
espiritualidades. También he podido hablar en foros muy distintos, sabiendo
que en el auditorio había un abanico enorme de sensibilidades y maneras de
entender la fe. He celebrado la eucaristía en comunidades donde, por muchas
diferencias que pudiera haber entre las personas, también había una misma fe
y un mismo deseo de compartir el pan, la paz y la palabra; y eso es lo que
permite que haya experiencia de encuentro. Una y otra vez me fascina
descubrir cómo hay tantísimas vivencias, formulaciones o miradas al mundo
que nos unen a todos.
A menudo las diferencias se construyen más desde la teoría que en la vida
real. Muchas distancias, rechazos, descalificaciones o afirmaciones tajantes
tienen más que ver con las etiquetas generales que con la escucha de cada
historia particular. ¡Cuántas personas se han encontrado perplejas al descubrir
que el juicio que ante determinadas situaciones le parecía evidente pierde
contundencia cuando quien las vive y te las cuenta es tu hermana, tu hijo o un
amigo de toda la vida! Cuando salvamos las distancias y comprendemos cada
historia personal, solemos ser mucho más humanos.
El problema es creer que las diferencias son muros insalvables. La tierra
de todos es una tierra compleja, plural y llena de recovecos, donde conviven
distintas sensibilidades pero un mismo deseo de acertar, de amar y ser
amados, de buscar una vida digna para nosotros y para los otros. Una
aspiración a la felicidad que no se construya a base de golpes al prójimo. Un
deseo de sentir que no estamos definitivamente solos, porque hay Alguien
que nos acoge a cada uno con su ternura infinita. Una disposición infatigable
para aprender a amar. A su manera.
Varias veces, a lo largo de este libro, he preguntado: ¿por qué seguir? Y me
gustaría compartir una respuesta más personal al final. ¿Por qué sigo yo?
Yo me hice jesuita con 18 años. Había en mi decisión una mezcla de
confianza, pasión, atrevimiento y cierta temeridad. Supongo que no entendía
del todo dónde entraba. Veía el vaso medio lleno, o quizás es que no
necesitaba más. Luego, con el paso de los años, me fueron pesando
contradicciones, declaraciones que no compartía y la situación herida de
muchas personas provocada por afirmaciones que me parecían insuficientes.
Hubo momentos en que esos contrastes cobraron mucho peso. En que
empecé a ver el vaso medio vacío. Entonces me enfadaba más. Aún no tenía
ni una imagen mental de la tierra de nadie. Discutía con Dios, con el silencio,
con la Iglesia. Y sí, a veces me llegué a preguntar: «¿Por qué seguir?». En
parte las respuestas que fui encontrando están plasmadas en estas páginas. Sé
que probablemente son insuficientes. Y es posible que con el tiempo alcance
más perspectiva, más profundidad, y algo de todo esto lo entienda de otra
manera. Pero en un momento estas intuiciones me han ayudado mucho a
echar raíz, y confío en que a otros os puedan ayudar también.
Sin embargo, aún no he contestado. O no del todo. ¿Por qué sigo? ¿Por
qué sigo ahora? ¿Por qué en este tiempo, con la que está cayendo, no me
planteo que sea otro mi sitio?
Sigo porque amo a esta comunidad compleja y hermosa. Porque no
entiendo la fe si no es compartida. Porque esta Iglesia, aunque a ratos me
duele, también a ratos me entusiasma –quizás es que nos duele lo que
amamos–. Porque prefiero la duda de una mirada a lo alto, y a lo hondo, que
la certeza de un triste espejo. Porque es mucho más el tesoro que contiene
que la limitación en que lo envolvemos. Sigo porque sé a quién sigo. Y lo
encuentro aquí. En la mesa compartida. En la palabra que continúa
atravesando el tiempo. En tanto amor de quien se sigue ciñendo la toalla a la
cintura. En el silencio acompañado. En las preguntas que comparto con otros
muchos. En la compasión con la que tantos vibran, haciéndome sentir que la
humanidad es también familia. En mis compañeros de comunidad, con
quienes me he embarcado en una misión fascinante, para toda la vida. Sigo
porque ya no me imagino viviendo en otro lugar que no sea esta tierra de
nadie, de tantos, de todos.

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