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En Tierra de Todos
En Tierra de Todos
EN TIERRA DE TODOS
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Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
14-11-2019
Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas, Sinclair
ISBN: 978-84-293-2919-3
«Que baje el puente y que se quede bajo.
[…]
A esta altura
no ha de ser un secreto para nadie:
yo estoy contra los puentes levadizos».
(Mario Benedetti)
A los peregrinos
en esta tierra de nadie,
de muchos,
de todos.
Índice
Introducción
PRIMERA PARTE
Saber dónde estamos
1. Un Dios desdibujado
2. Un mapa: actitudes extremas
La fe líquida en un mundo sin Dios
La fe rígida en un mundo sin alternativas
Excursus: Los implacables
Rígidos de día, líquidos de noche
La fe cuestionada en un mundo sin Iglesia
3. Un mapa: tierra de nadie
4. Las mujeres
5. Las personas en situaciones irregulares
6. Las personas de orientación homosexual
Excursus: Iglesia y homofobia
7. Los jóvenes en tierra de nadie
8. Dos amores
9. La crisis de los abusos
Excursus: ¿Por qué seguir?
10. La mayoría silenciosa
11. ¿Estuvo Jesús en tierra de nadie?
SEGUNDA PARTE
Vivir en tierra de nadie
¿Por qué seguir en la Iglesia? Quizás tú, como yo, sientes a veces confusión
por todo lo que te descoloca de una institución que, supuestamente, debería
ser portadora de una buena noticia, acogedora, espacio de amor y de justicia,
pero no siempre lo es. Por supuesto que hay espacios, momentos y personas
que con su testimonio y su entrega hacen muy real el Evangelio. Pero
también hemos de reconocer que hay muchos motivos para el desaliento y el
desafecto. Hay temas en los que no terminas de estar de acuerdo. Hay
personas que, cuando oyes cómo hablan, te parece imposible que creáis en el
mismo Dios, y, sin embargo, vais en esta misma barca. A veces te desesperan
los pastores, algunos porque callan cuando esperarías que se pronunciaran y
otros porque, cuando hablan de ciertos modos, desearías que estuvieran
callados. Hay aspectos de la doctrina que te chirrían tanto que tienes que
buscar bien cómo pueden encajar. Y a veces no lo consigues. No te seduce
tampoco la idea de mirar para otro lado en lo que no te convence, como si no
existiese. Crisis como la actual de los abusos a menores y su encubrimiento te
hacen estremecerte, pensando si esta institución no habrá perdido
definitivamente el rumbo. Ves gente maravillosa en la Iglesia y fuera de ella.
Pero también ves mucha racanería, en la Iglesia y fuera de ella. Así que no es
que estar en la Iglesia sea garantía de ninguna calidad. Entonces ¿por qué
seguir? ¿Por qué no abandonar este barco? Y ¿por qué no elegir un camino
menos convencional, donde no tengas que lidiar con una institución que es
tan enorme y tan lenta en sus tiempos que parece imposible que algo cambie?
Junto a todo esto, durante la última década la crisis de los abusos –que no es
de ahora, pero que ahora salta al primer plano en buena parte del mundo– ha
estallado con una virulencia quizás imprevista, pero, al fin y al cabo,
necesaria. Y está llevando a reflexionar no únicamente sobre los abusos sino
también sobre la estructura que permitió su extensión y su encubrimiento.
Temas como el clericalismo, la falta de transparencia, la formación
insuficiente de los candidatos al sacerdocio o la gestión del poder requieren
un examen serio y tomar medidas para cambiar algunas dinámicas
perniciosas que están en el trasfondo de los abusos.
¿Por qué volver sobre esta cuestión ahora? Este regreso a la tierra de nadie no
es volver a los mismos terrenos con una mirada nostálgica, para ver si las
cosas siguen más o menos igual. Es tratar de hacer el mismo ejercicio que
hice entonces, pero de hacerlo ahora: una descripción con un punto
existencial. Un recorrido que quiere al mismo tiempo analizar e interpretar.
Una mirada subjetiva, pero que quizás puede ser compartida por otros. Ha
cambiado el mundo. Ha cambiado la Iglesia. Y también he cambiado yo.
Ahora no soy un joven sacerdote apenas ordenado, con una mezcla de
inquietud y deseo de poner palabras a cosas que entonces empezaba a
formular. Ahora, tras casi dos décadas como sacerdote, y habiendo
acompañado a infinidad de personas, procesos e historias, creo que puedo
hablar con un poco más de experiencia –y quizás por eso mismo arriesgarme
a ser en algunas cuestiones más claro–.
Tal vez este no sea el viaje definitivo. ¿Es posible que dentro de diez,
quince o veinte años, aún vuelva a iniciar el trayecto, para ver dónde estamos
entonces? No lo sé. Pero ahora toca intentar hacer una radiografía del
presente, compartiendo la búsqueda, los anhelos, las perplejidades, los
desasosiegos y las esperanzas que esta Iglesia suscita en quienes, dentro de
ella, seguimos queriendo amar, a la manera de Quien nos amó primero.
[1] J. M.ª RODRÍGUEZ OLAIZOLA, En tierra de nadie, Sal Terrae, Santander 2005.
PRIMERA PARTE
SABER DÓNDE ESTAMOS
Hay en nuestras vidas mucho de novedad, de apertura a la sorpresa, de
improvisación. Lo contrario sería una lástima. ¿Imaginas que el escenario en
el que se desenvuelve tu historia te fuera tan familiar que pudieras ubicar
siempre y exactamente cada objeto, cada color o cada persona? ¿Imaginas
poder anticipar cómo va a ser cada conversación, cada opinión, cada
problema? Al cabo de un tiempo ese escenario empezaría a convertirse en
algo opresivo, en una prisión de la que desearías salir, abriéndote a algún
cambio.
Ahora imagina justo lo contrario: que toda tu vida se desenvolviese en
medio de un caos en el que las cosas ocurren, pero tú no puedes ni anticipar,
ni prever, ni interpretar, ni siquiera poner nombre a todo eso que sucede.
Imagina que cada día fuera una radical novedad desde que te levantas hasta
que te acuestas. No puedes prever ninguna opinión, cada conversación es
nueva e imprevisible. Los otros pueden ser desconcertantes. Hasta los lugares
cambian de función y de forma. Sería otro tipo de pesadilla, quizás más
agobiante aún que la primera, y en este caso el anhelo sería de familiaridad.
Por fortuna, el mundo es diferente. No es inamovible, pero tampoco es
caótico. Hay un equilibrio entre orden y desorden, entre lo que permanece y
lo que cambia, entre lo que conocemos y lo que ignoramos. Para poder
desenvolvernos bien y no perder el equilibrio, necesitamos poner nombre a
las cosas, necesitamos aprender a reconocer lo familiar, al tiempo que saber
por dónde puede aparecer lo imprevisto, lo diferente y lo novedoso.
Ese es el objetivo de hacer mapas. No hablo de un mapa geográfico,
aunque, en realidad, también esto son los mapas geográficos: pequeñas guías
para ir sabiendo por dónde moverse, qué dirección tomar o qué hay más allá.
Con todo, sería imposible pretender hacer un mapa que lo contenga todo. El
mapa contiene pistas, indicaciones, referencias comunes, y trata de ser un
reflejo de la realidad. Un reflejo suficiente para poder moverse. No es posible
hacer un mapa perfecto, porque tendría que ser un duplicado exacto de la
realidad, como en el comienzo de aquella fábula de Borges: «En aquel
Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una
sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una
Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los
Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio que tenía el tamaño
del Imperio y coincidía puntualmente con él»[2].
Un Dios desdibujado
Cuando uno viaja por Europa, cada rincón habla de religión: templos,
museos, estatuas, conventos, nombres de calles, catedrales… Todo habla de
una época en la que Dios formaba parte del horizonte cotidiano. La vida
diaria transcurría al ritmo de las campanas. El calendario lo fijaban las fiestas
religiosas. El arte, la ciencia y el poder, todo estaba atravesado por una
mirada creyente a la realidad. Incluso después, cuando empezaron los
cuestionamientos, las críticas a la fe o las sospechas sobre el silencio de Dios
y lo que algunos llamaron el desencantamiento del mundo, todo esto se
producía en un escenario básicamente religioso.
La Ilustración en el XVIII y la aparición de los «maestros de la sospecha»
en el XIX (Feuerbach, Marx, Freud o Nietzsche), pero también los conflictos
entre el movimiento obrero y el mundo liberal, y entre un Antiguo Régimen
que se resistía a morir y un mundo moderno que pugnaba por desprenderse de
ataduras, fueron sacudiendo los cimientos de aquella fe monolítica.
Sin embargo, fue el siglo XX –sobre todo en su segunda mitad– el tiempo
de una transformación más radical, por muchos motivos. Entre ellos destacan
tres: el silencio de Dios ante la violencia, la dinámica de la sociedad de
consumo y la exaltación del individuo.
Por una parte, la humanidad se vio sacudida por el horror de las guerras
mundiales y de otros conflictos, que hicieron a muchos preguntarse: ¿dónde
está Dios? A la vista del Holocausto, el silencio clamoroso de Dios resulta
difícil de procesar. Pero no solo era su silencio ante lo ocurrido en los campos
de concentración. También el Gulag, la bomba atómica y diversos genocidios
que iban estremeciendo al mundo –más aún cuando podían ser retransmitidos
en tiempo real– sembraron sospecha, perplejidad y desaliento. La posibilidad
de ser espectadores de cada vez más tragedias –en una sociedad en la que la
televisión se iba convirtiendo en una ventana abierta al mundo– nos hizo aún
más asequibles al escepticismo. La ciencia se quedó, en la mente de muchos,
como la única fuente de confianza.
Por otra parte, la producción en masa abrió la puerta a la sociedad del
consumo masivo. El crecimiento como mantra del desarrollo convirtió la
sociedad de la abundancia en el horizonte deseado para la mayoría de la
humanidad. Esta dinámica, la de la multiplicación de las necesidades y la
búsqueda de novedad constante, nació para el consumo material, pero
paulatinamente se extendió a otras esferas de la vida: experiencias y
relaciones también podían ser objeto de elección y de consumo. ¿Sería Dios
también desechable? ¿Podrían las ideas religiosas ser sustituidas, en el
mercado de las experiencias, por otro tipo de propuestas de sentido?
En tercer lugar, el siglo XX asistió a una puesta en valor del individuo.
Ya no son las clases sociales las protagonistas de la historia, sino las personas
concretas. Personas que valoran su ser únicas, su individualidad y su
autorrealización. El individuo se convierte en el centro de su propia vida. El
mundo se vuelve un espejo. El yo es el nuevo soberano. Las búsquedas
contemporáneas tendrán a menudo una dimensión subjetiva que se vuelve
innegociable: ¿qué me aporta esto? ¿Para qué me sirve? ¿En qué me
enriquece?
Antes de intentar trazar ese nuevo mapa, me gustaría señalar algunos de los
cambios que más están incidiendo en la transformación contemporánea. En
concreto, hablaré de tres: el final de la educación religiosa, el avance del
emotivismo contemporáneo y la rebeldía contra el autoritarismo.
Hoy el mundo es tan plural, tan fragmentado y tan diverso, que la propia
experiencia religiosa es muy difícil de clasificar. Ya no podemos asumir dos
o tres itinerarios comunes tales que todas las personas hayan participado en
alguno de ellos para llegar a la fe o a la increencia. De hecho, lo que ha
cambiado es que ya no hay una educación religiosa común.
En una época no muy lejana, todo el mundo había recibido una educación
religiosa. Con unas u otras espiritualidades y acentos. Dicha educación,
además, se recibía de una manera convergente tanto en la familia como en la
escuela y en la parroquia –a la que prácticamente todos pertenecían y
asistían–. Quien más quien menos, todo el mundo tenía en su equipaje algo
de catequesis, unas clases de religión y la guía de familiares que practicaban
con más o menos entusiasmo. Unos negaron lo recibido. Otros lo asimilaron,
con mayor o menor profundidad. Hubo adhesión o rechazo, aceptación o
rebote, fe o escepticismo.
¿Qué ha cambiado? Está lejos esa época en la que la educación religiosa
era una experiencia transversal que casi todas las personas compartían. Hoy
no podemos dar por sentado que todo el mundo ha recibido una educación
religiosa. Hay generaciones –muchos padres y madres de hoy en día– para
quienes lo religioso ya no ha sido nunca parte significativa de la vida. La
educación religiosa no es innegociable en las aulas. Y la práctica parroquial y
sacramental es minoritaria. Hoy hay gente que no ha oído hablar de Jesucristo
–o si lo ha oído ha sido vagamente, a menudo en un contexto de
descalificación–. Y la Iglesia es una institución que ha perdido credibilidad y
relevancia. Cuando los padres de ahora, indiferentes a lo religioso, sean los
abuelos de mañana, entonces, para muchos, el horizonte familiar se habrá
vaciado del todo de experiencia religiosa.
Hablar del emotivismo contemporáneo tiene que ver con este mundo nuestro,
visceral y apasionado, en el que el sentimiento se ha convertido en valor de
medida. Para muchas personas, las experiencias son buenas o malas en
función de los sentimientos que provoquen. Si disfruto, es bueno. Si sufro, es
malo. Si me emociona y me colma, es bueno. Si me deja frío, es malo. Si me
saca una sonrisa, vale. Si me hace llorar, también vale. Pero si «solo» me
hace pensar, no es suficiente.
El emotivismo implica inmediatez y está muy vinculado al presente. La
memoria se desdibuja pronto –porque lo pasado ya no está y, por tanto, si
deja algún sentimiento, es, como mucho, emoción y nostalgia–. El futuro,
cuanto más lejano, más irreal resulta. Es difícil sentir a largo plazo.
Esta dinámica también influye en la vivencia religiosa. Porque para
mucha gente, creer va a ser un sentimiento de simpatía. Y oponerse a la fe a
menudo pasa más por un rechazo visceral y un sentimiento de antipatía que
por la comprensión de lo que está en juego.
Antes de dar un paso más, me gustaría introducir aquí una terminología que
nos va a ayudar al dibujar el mapa actual de la tierra de nadie. Para describir
las pertenencias eclesiales, la principal distinción no tendría que ver hoy en
día con los temas que nos preocupan, sino con algunas actitudes que definen
nuestra manera de estar, de relacionarnos y de vivir la fe. Voy a partir de una
categoría que se ha hecho muy popular en las últimas décadas. La tesis de
Zygmunt Bauman sobre el mundo líquido se ha aplicado a muchos ámbitos
de la vida, y también puede ayudarnos a entender algunas formas de ser
Iglesia. Dicha tesis viene a sostener –simplificando mucho– que frente a un
mundo sólido, en el que habría instituciones, valores o dinámicas
suficientemente estables y resistentes como para ser un ancla donde sostener
la vida en común, nos encontramos en un mundo líquido, en el que se van
difuminando todas esas dimensiones más firmes y compartidas por toda la
sociedad. En consecuencia, solo queda el individuo, un individuo igualmente
líquido, sujeto más bien a las coyunturas, a sus apetitos y a lo subjetivo para
bandearse en la vida. A partir de esa idea, Bauman habló del mundo líquido,
de miedos líquidos, amor líquido, arte líquido, comunidad líquida… De una
vida líquida, en definitiva.
Hay infinidad de cuestiones en las que hoy en día la Iglesia está buscando
nuevas aproximaciones pastorales. Dos sínodos recientes, sobre la familia y
sobre los jóvenes, despertaron expectativas para ver si se puede dar algún
paso adelante en cuestiones relativas al papel de las mujeres, a la situación de
las personas divorciadas que han rehecho su camino o a las propuestas de
vida para las personas homosexuales. Pero hubo quien antes, durante y
después estuvo con las armas cargadas apuntando hacia el papa, hacia los
mismos sínodos, hacia los documentos resultantes y hacia cualquier
posibilidad de cambio.
La referencia constante a números del catecismo –como si en él estuviera
ya toda la verdad, para todos los tiempos, contenida de una forma definitiva e
inamovible–, la manera despectiva de aludir a una aproximación pastoral y la
división de la jerarquía en buenos y malos en función de la distancia con las
propias ideas son dinámicas que contribuyen a preservar la rigidez. En
muchos de estos casos se minimiza el papel de la conciencia. Pero la
conciencia es necesaria, precisamente porque no todo se puede recoger en
definiciones, que no pueden abarcar la complejidad de la realidad y los
cambios de una sociedad a lo largo del tiempo.
Hay nostálgicos de otra época que han convertido la comparación con el
pasado en su manera de despreciar el presente. Las cosas ya no son como
eran antes y, en consecuencia, lo que hay que hacer es buscar culpables y
convertir la cantinela nostálgica en arma arrojadiza. «En mi época los
seminarios estaban llenos». «En mi época los colegios estaban llevados por
religiosos». «En mi época todo el mundo iba a misa». «En mi época la
manera de celebrar era más solemne, más universal (y en latín)». «En mi
época las familias resistían más». «En mi época los jóvenes obedecían a los
mayores»[3]. Tras la nostalgia vienen el reproche y la búsqueda de culpables.
Si las cosas no son como fueron antes, es porque alguien lo está haciendo –o
lo ha hecho– mal. Por supuesto, ese «alguien» son siempre los demás, que
han elegido caminos equivocados. Las nuevas cuestiones que hoy en día
plantean incertidumbre son fácilmente desechadas: ¿preocupación
medioambiental y ecológica? Son veleidades burguesas de este papa
peronista. ¿Reivindicación de una mayor responsabilidad de las mujeres en la
Iglesia? Son protestas absurdas de feministas infiltradas. ¿Malestar con la
respuesta insuficiente para las personas de orientación homosexual? ¡Es la
ideología de género, estúpidos! ¿Necesidad de nuevos lenguajes en la
liturgia? Menos guitarritas y más himnos.
Son pocos, pero hacen mucho ruido. Se llaman unos a otros para
amedrentar a quien no comulgue con sus ideas. Utilizan a conveniencia
conceptos llenos de piedad, sin importarles si lo que dicen se corresponde
con la realidad a la que aluden. Pasan de la diferencia de ideas al ataque
personal sin reparo. Manipulan conceptos. Provocan, deseando una
respuesta para volver a replicar y así enzarzarse hasta el infinito, pues en
realidad no esperan intercambiar ideas sino avasallar. En nombre de Dios
renuncian a la caridad. Creo que, de una manera consciente o
inconsciente, pretenden colonizar las redes, expulsando ideas y puntos de
vista diferentes. Su poder es el miedo. Y su actitud la de los matones, que
necesitan ser muchos para amedrentar.
Se aprovechan de que la mayoría es silenciosa. Y es que,
efectivamente, la mayoría es silenciosa, tranquila, paciente y reflexiva,
mucho más capaz del matiz e incluso de la duda. Por eso, un análisis
sencillo de los datos permite darse cuenta de que en realidad hay mucha
más gente tranquila que exaltada, pero hace menos ruido.
Lo triste es que –sospecho– no hay en su actitud maldad sino una
mezcla de convicción errónea e ignorancia, alentada a veces por líderes
igualmente furibundos. Buscan el bien, pero están atrapados en la ley de
piedra.
Frente a ello, la resistencia tiene que ser paciente, perseverante y tan
estratégica como sus ataques. No entrar en discursos absurdos. No
permitir los insultos, solo las ideas. No confundir libertad de expresión
con faltas de respeto. Y tratar de ver, entre los muchos reproches injustos,
si hay elementos de crítica que sí merecen que uno se cuestione –porque
también uno mismo tiene que reconocerse susceptible de error y
necesitado de profundizar en muchas cuestiones–.
Y, sobre todo, mantener la resistencia tranquila de los mansos, que
heredarán la tierra.
[3] Esto de los jóvenes, por otra parte, ya lo decía Sócrates. Lo que demuestra quizás que esta
tendencia a idealizar la propia juventud es un rasgo bastante universal, que atraviesa el tiempo y las
generaciones.
3
Pues bien, en medio de esas tres actitudes (la rigidez intransigente, la liquidez
sin raíz y el rechazo, por los motivos que sean), se extiende un mundo mucho
más amplio y difícil de definir. Una tierra de nadie que es, en realidad, la
tierra de tantos. Me gustaría intentar definir algunas situaciones que nos
vamos a ir encontrando en esta tierra. Me gustaría también que esta
descripción no sea tan solo una enumeración de casos. Es, más bien, la
manera en que muchos vivimos la pertenencia. La forma en que toman
cuerpo situaciones de dificultad, de poca claridad o de búsqueda razonable y
legítima de respuestas.
Quizás en algunas cuestiones el habitante de esta tierra de nadie tienda
hacia la rigidez, pero sin ser tan intransigente que convierta la rigidez en
muro y sus convicciones en barrera. O tal vez pueda ser más flojo, volátil y
tender a la liquidez en alguna de sus percepciones, pero es consciente de que
no todo vale, de la necesidad de límites y de que su opinión no es la medida
de todas las cosas. Puede ser también alguien enfadado con la Iglesia, que
cuestiona algunos aspectos concretos de la realidad eclesial, pero no lo hace
desde fuera, como quien se ha bajado del tren y ya opina sobre algo ajeno,
sino desde dentro, como alguien que desea que cambie lo que ama, porque
intuye que tiene que ser mejor.
Si he dicho hasta ahora que los vértices del triángulo eclesial tienen más
que ver con actitudes que con identidades, algo parecido diré de la tierra de
nadie. La tierra de nadie es el lugar donde la actitud más determinante es la
búsqueda.
El poblador de la tierra de nadie es alguien consciente de que le faltan
respuestas. Pero no le convencen ni la rigidez de quien parece tenerlo todo
claro ni la tranquilidad de quien no se hace preguntas porque no las necesita.
Tampoco le parece que los motivos para la crítica a la Iglesia –que los hay–
sean suficientes para darle la espalda. El habitante de tierra de nadie pelea por
encontrar respuestas. Pero a veces las que encuentra no lo convencen del
todo, porque no puede creer que sean suficientes. Ya sea por su propia
situación, o por el mundo en el que vive, le toca hacer algunas preguntas
clave.
La búsqueda tiene que ver con la conciencia de que la Verdad es algo de
lo que hay que hablar con respeto y humildad. La Verdad, para el creyente, es
Jesucristo, sí. Pero no podemos pretender que cada afirmación, cada forma de
entender las cosas en una época determinada, cada concreción de la fe en
formulaciones, ritos o normas haya nacido con vocación de eternidad y haya
sido instituida tal cual por el mismo Jesús. Y, por eso mismo, nuestra
concepción de la verdad necesita concreciones que van abarcando una
realidad cada vez mayor, a medida que el ser humano despliega su ingenio,
que el mundo cambia y que el tiempo va abriendo la puerta a nuevas
situaciones.
Y, por eso, el mundo despierta preguntas. Y dudas. La duda no es
enemiga de la fe sino aliciente para avanzar hacia una fe más profunda. El
habitante de la tierra de nadie es alguien que busca solidez, pero una solidez
que no es rígida. Es alguien que busca libertad, pero una libertad con raíz. Y
es alguien que busca cambios, pero desde la actitud profética de quien se
siente parte de la Iglesia y no ajeno a ella.
La tierra de nadie es tierra en la que a uno, en ocasiones, le duele lo que
encuentra. Pero también vive con pasión, esperanza y posibilidades mucho de
lo que ve. Porque sí, a todos nos puede doler a veces la Iglesia. Pero porque
nos duele lo que amamos.
En los próximos capítulos voy a intentar presentar algunas vivencias propias
de esta tierra de tantos.
4
Las mujeres
Creo que es de justicia empezar este recorrido por la tierra de nadie aludiendo
a las mujeres, que son la mayoría en nuestra Iglesia. La cuestión de la mujer
en la Iglesia es una de las asignaturas pendientes del cristianismo, pues ellas
tienen una presencia que no se corresponde con su peso en la institución. El
mundo –al menos en Occidente– está asistiendo a una revolución, ya no
silenciosa. Las mujeres, con toda la razón, no se resignan a ocupar un papel
secundario. Reclaman verdadera igualdad. Consideran que se está avanzando,
pero que hay que avanzar más.
Como ocurre con casi todas las polémicas, es fácil irse a los extremos. En
un extremo estarían quienes describen el presente como si fuera una sociedad
patriarcal, machista, primitiva, en la que las mujeres están poco menos que
esclavizadas y sujetas a los caprichos de los varones. Como eso no se
corresponde con la realidad que muchos vemos a diario, hay quien utiliza el
desmentido para irse al otro extremo y decir que esta es una sociedad
igualitaria, donde, existiendo iguales derechos sancionados por la ley, no hay
nada que objetar y todo está en orden.
La realidad, una vez más, es compleja y sutil. ¿Hay desigualdad por causa
del género en nuestro mundo? La hay. ¿Puede que sea mayor en otras
latitudes y culturas? Sin duda. Pero eso no significa que aquí haya plena
igualdad. Hace años se empezó a hablar de micromachismos para mostrar la
cantidad de pequeños detalles en los que se dejaba ver una mentalidad que
funciona asumiendo, en muchos ámbitos de la vida, la pretendida
superioridad del hombre sobre la mujer.
El feminismo contemporáneo reclama igualdad. Y afirma que no la hay.
Sin embargo, en demasiados casos, en lugar de profundizar en esta
afirmación para tratar de ver si es verdad o no –y, en caso de que sea verdad,
hasta qué punto lo es–, lo que termina produciéndose es lo de siempre: debate
sin cuartel entre quienes están de acuerdo y quienes no lo están.
La polarización pasa por exacerbar las diferencias. Por un lado, tenemos
que en el mismo saco de la reivindicación de la igualdad se van metiendo un
montón de campañas de diverso sesgo, desde la violencia de género hasta el
derecho al aborto, desde las cuotas en determinados puestos sociales hasta la
obligatoriedad o no de un lenguaje inclusivo. Desde el #metoo que planta
cara a toda forma de acoso a la sororidad, que, según a quién escuches,
significa cosas diferentes. En los casos más extremos parece que o aceptas
todo lo que va en el pack o te falta pureza en la reivindicación.
En el otro extremo, están quienes son incapaces de ver la necesidad de
justicia que subyace a muchas de las reivindicaciones del movimiento
feminista. O bien se pone el acento en los temas más polémicos y discutidos
(como el aborto), para mostrar que no se puede estar de acuerdo con «ellas»,
o bien se buscan explicaciones cómodas para los datos incómodos: si cobran
menos, es porque rinden menos; si no están en los consejos de administración
en el mismo porcentaje que los hombres, es porque ellas tienen más instinto
familiar, y otra serie de argumentos similares. O, en el caso extremo, se busca
un ejemplo de feministas intolerantes (que también las hay), se las etiqueta
como «feminazis» y, a partir de ese momento, en cuanto una mujer sea tenaz
discutiendo, se la descalifica como «feminazi», se le dice que se tranquilice y
santas pascuas.
La primera vez que escribí sobre tierra de nadie hacía algunas alusiones
tímidas a la realidad de los hombres y mujeres que aman a otros hombres y
mujeres, respectivamente, y que también aman a Dios, pero sienten que
alguien les dice que uno de los dos amores no cabe en su vida o en su Iglesia.
Para las personas LGTBI, es duro lidiar con la sensación de que, a los
ojos de tu Iglesia, hay algo malo en una manera de amar que no has elegido;
percibir que la Iglesia es una de las pocas instituciones donde, aún hoy en día,
hay quien habla de la homosexualidad como de una enfermedad y se ofrecen
terapias para curarla (es verdad que cada vez menos, pero todavía hay mucha
gente que defiende esto); enfrentarse con un celibato impuesto como única
opción en nombre de una ley que ni entiendes ni puedes aceptar; sentir que,
en el mejor de los casos, se te acoge con cierto paternalismo, como
perdonándote la vida, «… porque hay que acoger a los extraviados, a los
enfermos, a los pecadores y a los gais» (¿no se percibe el evidente tono de
rechazo que implican enumeraciones semejantes?).
Todo eso resulta muy doloroso para personas de orientación LGTBI
educadas en el catolicismo y que, en algún momento de su vida, necesitan
reconciliarse con lo que han tenido que vivir con rechazo, miedo, vergüenza
u ocultamiento.
Muchas de esas personas optan por abandonar la Iglesia. ¿Para qué seguir
donde no te quieren? ¿Por qué aguantar silencios incómodos? ¿Qué motivo
hay para sentirte como un ciudadano de segunda, tolerado siempre y cuando
no seas como eres?
Sin embargo, hay otras muchas que no quieren irse. ¿Por qué dejar una
casa que sientes tan tuya como de otros? ¿Por qué aceptar que se diga que
Dios te ha creado como eres, pero que ese día debía de estar despistado
porque te hizo raro? ¿Por qué dejar que la Iglesia, comunidad de amor
universal, comunidad de Jesús donde todos tenían cabida, sea hoy un selecto
espacio para los que encajan en enumeraciones paulinas tomadas
literalmente, en lugar de hacer, como ocurre con tantas otras afirmaciones
bíblicas, una lectura contextual buscando la verdadera buena noticia que
subyace a las afirmaciones concretas?
La tierra de nadie es, para las personas homosexuales, el espacio de una
lucha enorme. Porque toca luchar contra muchos de dentro y muchos de
fuera. Muchos de dentro que aceptan que estés mientras no incordies. Y
muchos de fuera que, en el mejor de los casos, te recomiendan que te trates el
síndrome de Estocolmo y, en el peor, te acusan de traidor por seguirle el
juego a una institución que perciben como homófoba.
La verdad es que hace quince años alzar la voz para reivindicar cambios,
pedir acogida para las personas de orientación homosexual o utilizar el
concepto «LGTBI», parecía absolutamente fuera de lugar en la Iglesia. Las
cosas han cambiado algo. No es que la situación sea para tirar cohetes. No es
que hayan dado un giro de ciento ochenta grados y ahora la Iglesia sea un
espacio de integración e igualdad. Pero algo ha empezado a moverse. El papa
Francisco manifestó, en una de sus primeras declaraciones a los medios a la
vuelta de una Jornada Mundial de la Juventud, que, respecto a la realidad de
las personas homosexuales, «¿quién soy yo para juzgar?». Aquello, por
inesperado, se convirtió en titular de todos los medios que se hacen eco de los
temas de la Iglesia católica. ¿Qué quería decir con ello el papa argentino?
¿Estaba abriendo la puerta a las parejas homosexuales? ¿Había en su
propuesta un paso adelante? ¿Acaso su declaración anticipaba un cambio en
la formulación del catecismo, donde se afirma, con severas palabras, que los
actos homosexuales son intrínsecamente desordenados? ¿O era tan solo una
expresión del respeto, compasión y sensibilidad que también pide el mismo
catecismo, pero sin que nada más pudiera cambiar?
El tiempo vino a enfriar las expectativas, y probablemente a defraudar a
bastantes de quienes vivieron con ilusión esas declaraciones. La Iglesia
avanza despacio, y para cambios mayores los tiempos de una institución
como esta son lentos. Hay que ir generando un caldo de cultivo, o remover el
terreno y empezar a sembrar antes de que brote un fruto distinto.
El papa empezó a sembrar, con palabras y también con gestos. Más
declaraciones, algunos encuentros con personas homosexuales, insistencia en
una aproximación pastoral, alusiones en algunos documentos relevantes…
Todo esto es un paso adelante. Vino a poner a la Iglesia ante una
constatación: la de que, como institución, se ha tratado muy mal a las
personas LGTBI, por más que haya quien ante estas afirmaciones pone el
grito en el cielo y dice que no, que la Iglesia siempre ha sido acogedora
(¿siempre? ¿De verdad? Me temo que no hay peor ciego que el que no quiere
ver).
Sin embargo, ese paso, para muchos, aún es insuficiente. Decepcionó el
documento sobre la familia posterior al sínodo, por pasar bastante de
puntillas por esta realidad. Tampoco el sínodo sobre la juventud recogió, en
sus expresiones finales, con claridad, la demanda de tantos jóvenes en favor
de una voz diferente.
Muchas personas resistentes a cualquier tipo de cambio han encontrado
en la expresión «ideología de género» una muralla tras la que encastillarse. El
problema es lo que se entienda por dicha ideología. Ciertamente, toda
concepción del mundo que busque indoctrinar, silenciar a quien piensa lo
contrario o imponer una mirada al mundo sin contemplar otras miradas es
totalitaria. También la de género. Por otra parte, es legítimo y necesario, y así
lo busca la Iglesia, tener una antropología que permita comprender bien lo
que es el género, la afectividad, la sexualidad y la raíz biológica de esta. Pero
lo que no es de recibo es identificar cualquier reivindicación relacionada con
las personas LGTBI con dicha ideología, mezclar género y orientación o
simplificar la cuestión de la orientación sexual como una libre elección
basada en la voluntad, más allá de la biología[7]. Tampoco lo es el trivializar
algunas de las demandas de las personas de orientación homosexual, como si
la orientación fuera una cuestión de decisión personal basada en el capricho y
no una condición fruto de una conjunción de elementos en el desarrollo de la
persona.
Al meter en el mismo cajón y etiquetar como «ideología de género»
cualquier demanda, desde las más razonables a las más extremas, que tenga
que ver con género, identidad, orientación y sexo, se produce una enorme
confusión. Toda reivindicación termina etiquetándose, por parte de quienes
las rechazan, como consecuencia de dicha ideología. Se meten en el mismo
saco aspiraciones muy aceptadas con otras que resultan excesivas para
muchos, y así se termina desechando todo como el fruto de una supuesta
conjura homosexual para colonizar la cultura y acabar con la familia. En
cuanto alguien alza la voz para reivindicar cambios, se le acusa de estar
abducido por el lobby gay. Así de burdo.
Pero, pese a todo este tira y afloja, hay indicios de cambios reales. El
primero es que empieza a haber un diálogo más claro. El caso del jesuita
estadounidense James Martin es un ejemplo de los cambios –aunque también
de la polémica que acompaña a dichos cambios–. Tras la masacre de Orlando
(Florida), en la que 50 personas murieron y 53 resultaron heridas en el ataque
de un terrorista contra un club de ambiente gay, este jesuita escribió el libro
«Tender un puente»[8]. Reflexionaba sobre el silencio de la Iglesia oficial a
la hora de condenar los ataques al colectivo LGTBI, y a partir de su reflexión
proponía establecer un diálogo entre la Iglesia oficial y las personas de
orientación homosexual, para tratar de encontrarse o salvar algunas de las
distancias que las separan. Un diálogo basado precisamente en la acogida, la
sensibilidad y la compasión propugnadas por el catecismo.
El libro en sí no pretende ser revolucionario. No cuestiona la doctrina
católica, pues no es un libro sobre teología o moral. Es, sobre todo, un libro
de intención pastoral. Sin embargo, la polémica convirtió a Martin en blanco
de las iras de católicos y de grupos radicales que no dudaron en atacarlo en
redes sociales, trataron de vetarlo –y en ocasiones lo consiguieron– en actos
públicos, lo difamaron y ridiculizaron mientras exigían que se le hiciera
callar. Sin embargo, al mismo tiempo, otras voces eclesiales se alinearon con
el jesuita. Varios cardenales y obispos, habitualmente distantes de estas
polémicas, recomendaron la lectura de la obra de Martin. Y el papa Francisco
lo invitó a ser uno de los oradores en el encuentro de las familias de Dublín
en el verano de 2018.
[7] Esta fue la gran crítica por parte de muchísimos cristianos LGTBI ante la aparición, en junio
de 2019, del documento Varón y mujer los creó, de la Congregación para la Educación Católica: que, al
contraponer como en una encrucijada heterosexualidad por una parte y libre elección de otras
orientaciones por otra, parece ignorar la situación de tantas personas para quienes su orientación no es
algo elegido de forma arbitraria. Especialmente polémico resultó, en dicho documento, el ejemplificar
la libre elección en las personas transexuales, de nuevo sin el matiz necesario de asumir que hay tantas
situaciones y procesos diferentes.
[8] J. MARTIN, Tender un puente, Mensajero, Bilbao 2018.
7
Dos amores
[9] Amazonía, nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral. «Afirmando que el
celibato es un don para la Iglesia, se pide que, para las zonas más remotas de la región, se estudie la
posibilidad de la ordenación sacerdotal para personas ancianas, preferentemente indígenas, respetadas y
aceptadas por su comunidad, aunque tengan ya una familia constituida y estable».
[10] El punto 111 del documento final, tal y como fue aprobado en su primera versión, lo
plantea con la siguiente formulación: «Muchas de las comunidades eclesiales del territorio amazónico
tienen enormes dificultades para acceder a la Eucaristía. En ocasiones pasan no solo meses sino,
incluso, varios años antes de que un sacerdote pueda regresar a una comunidad para celebrar la
Eucaristía, ofrecer el sacramento de la reconciliación o ungir a los enfermos de la comunidad.
Apreciamos el celibato como un don de Dios (Sacerdotalis caelibatus, 1) en la medida que este don
permite al discípulo misionero, ordenado al presbiterado, dedicarse plenamente al servicio del Pueblo
Santo de Dios. Estimula la caridad pastoral y rezamos para que haya muchas vocaciones que vivan el
sacerdocio célibe. Sabemos que esta disciplina “no es exigida por la naturaleza misma del sacerdocio…
aunque tiene muchas razones de conveniencia con el mismo” (PO 16). En su encíclica sobre el celibato
sacerdotal san Pablo VI mantuvo esta ley y expuso motivaciones teológicas, espirituales y pastorales
que la sustentan. En 1992, la exhortación postsinodal de san Juan Pablo II sobre la formación sacerdotal
confirmó esta tradición en la Iglesia latina (PDV 29). Considerando que la legítima diversidad no daña
la comunión y la unidad de la Iglesia, sino que la manifiesta y sirve (LG 13; OE 6), lo que da
testimonio de la pluralidad de ritos y disciplinas existentes, proponemos establecer criterios y
disposiciones de parte de la autoridad competente, en el marco de la Lumen gentium 26, de ordenar
sacerdotes a hombres idóneos y reconocidos de la comunidad, que tengan un diaconado permanente
fecundo y reciban una formación adecuada para el presbiterado, pudiendo tener familia legítimamente
constituida y estable, para sostener la vida de la comunidad cristiana mediante la predicación de la
Palabra y la celebración de los Sacramentos en las zonas más remotas de la región amazónica. A este
respecto, algunos se pronunciaron por un abordaje universal del tema».
9
Uno, porque la Iglesia es mayor que todo esto. Y aunque haya que hacer
un enorme esfuerzo en el momento actual, es importante no renunciar a
una visión mayor, en la que se incluyen tantos hombres y mujeres que
viven e intentan vivir el Evangelio con pasión, coherencia y justicia.
Muchos de ellos jamás llenarán cabeceras ni darán titulares. Pero son
millones, siguen a Jesucristo y trabajan por su Reino, y en muchos
lugares del mundo, en muchos márgenes, en muchas vidas, son buena
noticia. Y son Iglesia.
Dos, porque se puede elegir intentar cambiar las cosas desde dentro.
Empujando, con otros muchos. Es verdad que, en esta era de la
inmediatez, aceptar el ritmo –mucho más lento– de la Iglesia requiere
buenas dosis de paciencia y esperanza. Sin embargo, si no se oyen, desde
dentro, voces proféticas (pero no airadas y despectivas), entonces
dejaremos que la Iglesia se convierta tan solo en un reducto de
intransigentes de todo cuño.
La mayoría silenciosa
Tensiones en un camino
Hace unos años, decir que uno podía estar en desacuerdo con el papa
inmediatamente suscitaba las iras de los guardianes de la ortodoxia, que
alegaban que era absolutamente intolerable cuestionar a quien ostenta la
máxima autoridad en la Iglesia. Supongo que hoy, cuando algunos de esos
mismos guardianes no se privan de cuestionar, en privado y en público,
afirmaciones del papa Francisco que no comparten, se habrán vuelto un poco
más favorables a la resistencia. De nuevo, la perspectiva ayuda bastante.
Excursus: No me resigno
La segunda tensión tiene que ver con los tiempos de la Iglesia. Esta es una
institución enorme. Y milenaria. Quizás la más antigua gran institución que
perdura en el mundo. Ha atravesado distintas edades: ha sido antigua,
medieval, moderna y contemporánea. Muchos han querido firmar su acta de
defunción, pero ahí sigue, atravesando el tiempo, con sus luces y sus
sombras. Es una institución de la que forman parte más de mil trescientos
millones de fieles. Es cierto que muchos tendrán una pertenencia débil, pero
estamos hablando de casi la quinta parte de la población mundial. Por eso,
cuando uno percibe que hay algunas cosas que tienen que cambiar, aunque lo
crea necesario, y justo, ha de mirar con perspectiva. Esta institución necesita
tiempo para moverse.
Pero se mueve. Si miramos al pasado, cuestiones que en su momento
parecían inamovibles ya no están ahí. La violencia que rigió las relaciones de
los pueblos en otras épocas hoy resultaría inconcebible. La pena de muerte ya
no cabe en nuestro modo de entender la justicia. La esclavitud resulta
intolerable para cualquier persona con valores. La intolerancia religiosa y la
imposición de un credo a cualquier precio chocan frontalmente con las
declaraciones actuales sobre la libertad religiosa. Sin embargo, hubo épocas
en que la violencia se veía como la forma adecuada de afrontar los conflictos.
Hubo tiempos en que la Iglesia condenaba a muerte –o entregaba a la justicia
civil para que fueran condenados a muerte– a quienes consideraba sus
enemigos (aunque, todo sea dicho, no de una manera tan extrema y salvaje
como alguna leyenda negra se ha empeñado en propagar, y es posible que
con más humanidad que otras instituciones y tribunales de las mismas
épocas). Los obispos o las órdenes religiosas tenían esclavos, porque se
asumía que algunas razas carecían de alma –si bien dentro de la misma
Iglesia voces discordantes clamaban por un cambio, que propugnaron y
lograron–.
Siempre ha habido protagonistas de los cambios, personas que empujan,
por su intuición, su conciencia, su manera de ver la realidad, en otra
dirección. Pero no son transformaciones que se puedan dar de la noche a la
mañana. A veces ni siquiera en una generación. Mucho de lo que hacemos es
ir preparando el terreno, desbrozando, sembrando y regando, hasta que las
cosas den fruto y hasta ver si tras esas intuiciones hay de verdad una semilla
que prende en la vida de las personas.
Y sí, sin duda, mucha gente no tiene paciencia para esto. Hay bastantes
personas que, sintiendo que algunos cambios no terminan de producirse y
quizás tardarán décadas, se plantean que «para mí llegará tarde». Pero, en
realidad, ¿no hay algo demasiado reducido en esta manera de mirar? No
peleamos solo por nosotros. Peleamos para que la historia sea, cada vez más,
una historia de salvación. Para que el mundo avance al ritmo de la esperanza,
hacia una sociedad donde el Evangelio sea más germen, más fundamento,
más ocasión de sanar las heridas. Peleamos para buscar la verdad, una verdad
que necesita tomar cuerpo en distintos tiempos y culturas.
La paciencia es aceptar que uno es parte de una historia mayor. Sentirse
heredero de una tradición viva, forjada en la fidelidad al Evangelio, las
aportaciones de buscadores de distintas épocas y los signos de los tiempos
presentes, que nos plantean nuevas preguntas y urgencias.
Excursus: No olvides
Dice un texto muy conocido del libro del Eclesiastés que hay un tiempo para
cada cosa. En la enumeración que va haciendo, introduce que hay un tiempo
para callar y un tiempo para hablar. Tal vez, pues, la encrucijada no sea solo
de hoy.
Entre el silencio y la palabra, entre la paciencia y la acción, entre el algún
día y el ahora, entre la contemplación callada y la profecía a voz en grito,
¿cómo elegir? ¿Cuándo hablar y cuándo callar? «Si se calla el cantor, calla la
vida», escribió Horacio Guarany en una canción que inmortalizó la voz de
Mercedes Sosa. Pero no siempre es fácil cantar. Cantar la justicia, cantar la
diferencia, cantar el encuentro… Hoy vivimos en una sociedad donde todo el
mundo habla. Las redes han dado altavoz a casi cualquiera. En ocasiones, tras
la fachada de falsos avatares, se oyen verdaderas barbaridades. Y, en según
qué ámbitos, hay lapidaciones virtuales de personas por afirmar algo
diferente a lo que defiende una mayoría (sea lo que sea). A veces, piensa uno,
sería mejor callar. Pero, si callamos siempre, ¿no dejaremos el terreno
expedito para que solo se escuche la voz de los estridentes?
No se trata de callar, ni tampoco de gritar, porque sí. Se trata de intentar
discernir cuándo es el momento de hablar, desde la libertad y la fidelidad a
Dios. Y se trata, también, de aprender cómo y en qué términos hablar. Se
trata de negarse a entrar en el juego de los linchamientos, las
descalificaciones o los veredictos implacables. Pero sin sucumbir al miedo.
Se trata de hacer justo lo contrario de lo que se estila. Porque se estila, en
público, vociferar sin escuchar jamás las opiniones de los otros. El reto es
aprender a acoger otros puntos de vista, y después tratar de dialogar. Sin
pretender, a priori, que el que piensa distinto es perverso.
Lo que pasa es que no basta escuchar. En ocasiones es necesario
pronunciarse. Es verdad que, cuando lo haces, te pueden llover los palos.
Pero el miedo es mal consejero. Demasiadas veces, ante algunas polémicas,
la mayor crítica que reciben algunos de nuestros obispos es que, si sabemos
que hay voces diferentes y discordantes sobre algunas cuestiones, ¿por qué
eligen el silencio? ¿Es por un corporativismo mal entendido? ¿Es que piensan
que sería un mal testimonio el mostrar una Iglesia donde hay diferencias –y a
veces posturas contrapuestas– respecto a algunos temas?
Hace años, siendo más joven, creía que la prueba de una fe sólida era tener
respuesta para todo. En aquellos momentos vivía con la errónea percepción
de que, cuanto más seguro me mostrase, más convincente sería. Y por eso
intentaba tener en todo momento argumentos con los que rebatir cada
objeción. Recuerdo una conversación con una buena amiga que un día, tras
hablar largo rato de temas de fe, me dijo: «¡Qué suerte tú, que lo tienes todo
claro!». Al escucharla, hubo una mezcla de sentimientos. Mi primera
sensación fue de triunfo, como si efectivamente estuviera consiguiendo
mostrar esa convicción a prueba de vendavales. Sin embargo, noté otro
sentimiento no tan positivo. Por una parte, la exclamación de mi amiga no era
la de quien se convence gracias a lo que ve. Expresaba, más bien, una
distancia triste: la de quien divisa, desde lejos, algo inalcanzable y, por ello
mismo, se ve más abocado a la rendición que a la perseverancia.
Pero, además, siendo honesto, a poco que me mirase por dentro tenía que
reconocer que ese «lo tienes todo claro» no era cierto. ¿Era eso lo que estaba
transmitiendo? ¿De verdad, con mi manera de hablar de Dios, estaba
mostrando una seguridad, una certidumbre y una claridad incuestionables? Si
sucedía así, de algún modo estaba dejando ver solo una parte muy pobre de la
realidad. Porque, siendo sincero, tenía que reconocer que, aunque hay veces
que tengo algunas cosas claras, otras muchas todo queda envuelto en brumas.
Hay momentos en que me parece evidente la verdad de Dios y su Evangelio,
y otros en que me atormentan la duda y la inseguridad.
La duda no es enemiga de la fe. Es parte de la fe. Demasiadas veces me
ha tocado acompañar procesos de personas que se sienten abrumadas por
preguntas que perciben como incompatibles con la fe. Gente que se pregunta
por Dios y por su Evangelio. Que reconoce que, en algunos momentos, tiene
la sensación de estarle rezando al vacío. Y entonces, en esos instantes, se
cuestionan: ¿de verdad existe Dios? Y si existe, ¿será tal y como lo
pensamos? ¿En serio que nos habla? ¿No será todo esto un invento, una
quimera, el deseo de que haya algo más? Mira tú que si el último día
descubriéramos que con la muerte se acaba todo. ¿Es verdadero el Tú que a
veces siento, y llamo Espíritu, o será una mezcla de sugestión y abstracción
compartida? ¿Dónde está el límite, la frontera, entre la voluntad de Dios y
disposiciones que son mucho más humanas?
Hace años se publicó la correspondencia de la madre Teresa de Calcuta
con sus directores espirituales. El libro (Ven, sé mi luz) resultó sorprendente
al revelar la enorme oscuridad por la que tuvo que atravesar esta santa, una
mujer que, en medio de una consagración radical, sin embargo, ahora
aparecía bajo un prisma nuevo, como alguien atormentado por una oscuridad
que a veces pasa por la sensación de que Dios no está.
«Llamo, me aferro, yo quiero –y no hay Nadie que conteste–. No hay
Nadie a Quien yo me pueda aferrar –no, Nadie–. Sola. La oscuridad
es tan oscura, y yo estoy sola. Despreciada, abandonada. La soledad
del corazón que requiere el amor es insoportable. ¿Dónde está mi fe?
Incluso en lo más profundo, todo dentro, no hay nada sino vacío y
oscuridad. ¡Dios mío, qué doloroso es este dolor desconocido! Duele
sin cesar. No tengo fe. No me atrevo a pronunciar las palabras y
pensamientos que se agolpan en mi corazón y me hacen sufrir una
agonía indecible. Tantas preguntas sin respuesta viven dentro de mí –
me da miedo descubrirlas a causa de la blasfemia–. Si Dios existe, por
favor, perdóname»[13].
«Ahora, padre, desde 1949 o 1950 este terrible sentido de pérdida,
esta indecible oscuridad, esta soledad, este continuo deseo de Dios que
me produce ese dolor tan profundo en mi corazón. Las tinieblas son tan
profundas que realmente no veo, ni con mi mente ni con mi razón. El
lugar de Dios en mi alma está vacío. No hay Dios en mí. Cuando el dolor
de esta ansia es tan grande, yo simplemente deseo y deseo a Dios, y
entonces es cuando siento: “Él no me quiere, no está allí”. El cielo, las
almas, son solo palabras que no significan nada para mí. Mi vida parece
tan contradictoria. Ayudo a las almas –¿para ir adónde?–. ¿Por qué todo
esto? ¿Dónde está mi alma en mi ser? Dios no me quiere. A veces solo
escucho a mi corazón gritar: “Dios mío”, y no viene nada más. No puedo
explicar la tortura y el dolor. Desde mi infancia he tenido el amor más
tierno a Jesús en el Santísimo Sacramento, pero eso también se ha ido. No
siento nada ante Jesús y, sin embargo, por nada perdería una santa
comunión»[14].
Sin embargo, la duda es muy necesaria. Y muy útil. Casi habría que darle la
vuelta a aquella frase de mi amiga para decir: «¡Qué suerte tú, que dudas!».
La duda nos aleja de dogmatismos que apisonan. Si uno se cree portador
y garante de una verdad apresada, puede terminar incapaz de dialogar,
convencido de no tener nada que escuchar y sí mucho que decir.
Nos hace humildes, con la humildad de quien es consciente de ser
vulnerable. Y con la lucidez de quien sabe que no posee el monopolio de la
razón. Esto es hoy en día más que necesario en tantas cuestiones eclesiales y
sociales. Y es también necesario a la hora de no dar recetas de papel o
consejos imposibles a la gente que, desde su angustia y sus tinieblas, pide
orientación y ayuda.
Nos recuerda la importancia de seguir haciendo preguntas, y no solo
vendiendo respuestas. Para profundizar en la comprensión de un Evangelio
que aún ha de encontrar cauces para transformar el mundo. Para encontrar
nuevas formas de hacer presente a un Dios que, demasiadas veces, parece
ausente.
Nos hace buscadores. Y tal vez esa es una buena imagen del creyente
hoy. No es únicamente quien ha encontrado un tesoro y lo comparte. Es
también el que continúa persiguiéndolo. En un mundo en el que demasiada
gente ha dejado de preguntarse, de soñar y de explorar, creemos que es tan
importante seguir buscando a Dios que consagramos buena parte de nuestra
vida a dicha búsqueda.
La Iglesia de Jesús:
ensanchando la mirada
Jesús es, para nosotros, el rostro más humano de Dios. La manera más
explícita en que este Dios sale a nuestro encuentro. En Jesús encontramos no
solo la intuición de quién y cómo es Dios; también encontramos una
provocación sobre qué y cómo podemos ser los seres humanos. Jesús es una
ventana abierta hacia el Creador y un espejo que nos devuelve la mejor
imagen que podemos alcanzar.
En ese hacerse el encontradizo, el Dios de Jesús nos mostró que la fe se
vive con otros. Reunió a una comunidad de amigos, que después, por la
acción del Espíritu, se sintió iglesia, con una misión: llevar la buena noticia
hasta el fin del mundo.
Seguimos porque, en lo más hondo, tenemos una buena noticia que
anunciar. Aunque a veces nos extraviemos y nos convirtamos más en profetas
de calamidades o nos distraigamos en lo menos importante. Tenemos una
buena noticia para este mundo, que hemos aprendido y seguimos aprendiendo
en Jesús. Y creemos que la Iglesia, con todas sus grietas, es portadora de esa
Buena Noticia. No propietaria sino portadora, llamada a compartirla hasta
que llegue a los confines del mundo.
El amor es posible. La justicia es inmortal. Hay espacio para la
misericordia y la compasión en este mundo. Existe la felicidad, pero no hay
que confundirla con tristes sucedáneos. A la felicidad la llamamos
bienaventuranza. La amistad es mucho más que las afinidades; es la
capacidad de encontrarnos compartiendo el pan, la paz y la palabra con otros
hombres y mujeres igualmente seducidos por el mismo Dios. Somos iguales,
porque todos los seres humanos tenemos la misma dignidad, aunque seamos
distintos, porque cada uno es único. Somos parte de una creación que aún
está desplegando sus posibilidades. Porque Dios ha puesto en nosotros la
misma capacidad de crear. Nos ha hecho capaces de imaginar, de anhelar, de
ir descifrando los misterios del universo. Y así, poco a poco, podemos ir
empujando el mundo, haciendo que la vida sea más plena.
Es verdad que esto no es automático, que no tenemos garantizado acertar.
Tal vez el precio de la libertad sea la posibilidad de equivocarnos, o de elegir
mal. Y, al hacerlo, podemos dejar víctimas. Pero el horizonte merece mucho
la pena. Somos capaces de amar. El amor verdadero, el amor a imagen de
Dios, el amor que todo lo da, todo lo cree, todo lo espera –como diría san
Pablo– es una aspiración universal. Y cuando, por un instante, lo tenemos,
nos damos cuenta de lo plena que puede ser la vida. Hemos nacido para el
amor. Esa es una buena noticia. Y creemos, además, que la vida tiene sentido.
Que forma parte de una corriente mayor, de una historia que definimos como
«historia de salvación». Salimos de Dios, que es nuestro principio y
fundamento, y a él regresaremos un día, pues creemos que la muerte es la
puerta a un abrazo que aún no entendemos, pero intuimos.
¿Se puede creer todo esto en solitario, o es «necesaria» una Iglesia para
abrazar una fe así? La realidad es que todo esto lo llegamos a creer porque
hay una Iglesia que lo transmite. Una Iglesia en la que se ha ido poniendo
nombre a las intuiciones de muchos hombres y mujeres que plasmaron sus
búsquedas. Si conocemos el Evangelio, si vibramos con las bienaventuranzas,
si nos emociona la compasión del buen samaritano, si nos vemos reflejados
en la esperanza del hijo pródigo, tenemos que reconocer que todo este
conocimiento ha llegado a nosotros gracias a una Iglesia, a una comunidad de
testigos que se han ido transmitiendo la fe. Y gracias a una historia en la que,
aunque a veces nos chirría lo malo, también es justo afirmar que hay mucho
bien, muchos testigos santos del Evangelio, muchos buscadores sinceros de
Dios, muchos constructores de su Reino y una enorme creatividad para
continuar su obra hoy.
Comunidad:
la sensación de pertenencia
Porque, al final, lo que nos une es que hemos elegido el mismo camino para
buscar el amor. Un camino que pasa por Dios, por los otros y por uno mismo.
Un camino que comprende el amor de una forma diferente a la que ofrecen
otros discursos, otras lógicas u otras pertenencias. Lo que nos une en esta
comunidad es la conciencia de que Dios es amor. Y la voluntad de aprender a
amar y ser amados. Tan sencillo, tan complejo y tan revelador. En el corazón
del universo, en su entraña última, en su principio y en su final, hay una
fuerza creadora que es Amor. Que es búsqueda de unión, desbordarse y
entregarse. Ese amor es el manantial del que surgen la fe, la justicia, el
encuentro y la vida compartida.
¿Qué anhelamos nosotros en la vida? Amor, en realidad. Todo lo demás
es una búsqueda –a veces desesperada y a veces desenfocada– de apoyos para
ello. La gente se apoya en la riqueza, en el poder, en la ocupación, en el
saber, en el trabajo, en la imagen, en el prestigio… pero, de fondo, lo que
sigue alentando es la búsqueda profunda de comunión. La búsqueda de una
mirada que te devuelva esperanza. La búsqueda de sentir que alguien te dice:
«No temas, yo te he elegido, te he llamado por tu nombre, eres mío. Yo te
amo». Y la fe nos propone un camino compartido con otros. Ese amor va
tomando muchos rostros. Es amor de Dios y a Dios. Es también amor en una
comunidad. Es amistad, con todos sus aprendizajes. Y compasión, que hace
que miremos al mundo no con hostilidad sino poniendo el corazón a tiro. Es
el amor que vemos y aprendemos en un Dios que se hizo uno de los nuestros
y pasó por este mundo amando hasta el extremo. Es amor que intenta
aprender a alcanzar incluso a los enemigos, dándole la vuelta a la lógica de la
revancha y el desprecio.
Dice el título de esta sección que la koinōnía –la comunidad– tiene que ver
con la sensación de pertenencia. Antes hablaba de la pertenencia en nuestras
sociedades y de la búsqueda de vínculos. Quizá sea este el momento de
especificar cómo y de qué maneras la Iglesia nos ayuda a pertenecer.
Pertenecer es formar parte de algo. No tiene, aquí, un sentido posesivo (como
ocurre cuando digo que algo me pertenece o cuando hablo de «mis
pertenencias»). No es que yo sea propiedad de la Iglesia, ni tampoco a la
inversa. Aquí la palabra tiene un sentido más participativo. Pertenecer es
formar parte de algo. Es estar incluido. La pertenencia eclesial es afectiva –
tiene que ver con esa comunidad unida por una fe y una forma de amar– y es
efectiva (por el bautismo nos incorporamos a una comunidad). Pasa por
sentirse implicado, con otros, en un empeño común. Y por sentirse unido en
una comunidad que comparte mucho más que ese objetivo común. Esa
sensación es necesaria en la vida. Da seguridad. Da sensación de acogida.
Disipa la posible carga de aislamiento que en ocasiones podemos sentir.
Todos necesitamos algunos espacios así en nuestra existencia.
Pues bien, la Iglesia, gran comunidad, es una red enorme formada por
muchas comunidades domésticas y locales. Con distintas configuraciones y
concreciones. La primera, quizás la más inmediata, es la familia (que
tradicionalmente llamamos «Iglesia doméstica»). Desde la fe, la familia es un
espacio llamado a ser reflejo del amor de Dios de una manera radical,
primera, inmediata. Quizás es en las relaciones familiares –la pareja, la
paternidad y maternidad, la fraternidad, la filiación– donde el amor puede ser
más inmediatamente radical, incondicional, generoso, duradero y fecundo. Y
digo «puede», porque no siempre es así. ¿Podría construirse una familia sobre
el egoísmo, sobre la búsqueda exclusiva de realización personal, sobre la
concepción de los hijos como una posesión o sobre la inmediatez de los
sentimientos de un solo instante? Podría, y de hecho así ocurre en ocasiones.
A veces pienso si no se nos irá demasiado tiempo discutiendo acerca de la
forma de la familia y demasiado poco reflexionando sobre el fondo, que es si
está construida o no sobre el amor.
Hay otras pertenencias en la Iglesia: la comunidad –en el caso de las
personas consagradas que viven juntas–, la congregación religiosa
(comunidad en un sentido más amplio), la parroquia a la que se pertenece, el
grupo (juvenil o de adultos) o el movimiento desde el que uno puede estar
implicado en la Iglesia, la diócesis de la que formamos parte… Hay
pertenencias coyunturales y duraderas, pero todas tienen esa capacidad de
vincularnos. De abrirnos al otro.
Lo especial quizás es que la pertenencia, en la Iglesia, tiene que ser
abierta (o algo falla). Y cuando digo «abierta», me refiero a que ningún grupo
cerrado sobre sí mismo refleja una de las dimensiones básicas de la
comunidad cristiana, que es la capacidad de acogida y de encuentro. Si solo
me siento vinculado a unas personas concretas, a una espiritualidad
particular, a mi grupo, mi movimiento o mi parroquia, eso es, de algún modo,
más sectario que eclesial, y contradictorio con la propia dinámica de un amor
que no es excluyente.
De hecho, la eclesial –en sus concreciones señaladas anteriormente– no es
la única pertenencia en la vida de los cristianos. También hay otras, de mayor
o menor importancia. Uno puede pertenecer también a un movimiento social,
a un partido político, a un club, a una orquesta, a una de las múltiples
comunidades de intereses de nuestro mundo… Lo bonito es cómo lo eclesial
puede ser –y ojalá sea– vínculo de gentes muy diversas, con preocupaciones
y vidas muy diferentes.
[15] J. M.ª RODRÍGUEZ OLAIZOLA, Bailar con la soledad, Sal Terrae, Santander 2018.
[16] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia.
15
Decía, al comenzar la primera parte del libro, que si tuviéramos una vida en
la que todo fuera exactamente igual, nuestra existencia sería una prisión
agobiante. Retomo ahora esa imagen. Figúrate que llevases una vida
rutinaria, en la que todos los días fueran idénticos. Te levantas, te aseas, te
alimentas, trabajas, descansas; mantienes conversaciones que siempre versan
sobre los mismos temas; las relaciones que tienes, ya sean familiares,
laborales, amistosas o sexuales, hace tiempo que no tienen ningún elemento
de novedad. Podrías vivir con los ojos cerrados sin salirte del mapa trazado
cada día. Jornada tras jornada.
En la vida necesitamos algo más. Necesitamos, por una parte, novedad.
En algunos momentos y ámbitos de la vida, ha de haber espacio para la
sorpresa, lo imprevisto, la improvisación. No se puede estar todo el día
esperando la novedad, pero es necesaria algunas veces. También necesitamos
que algunas de nuestras rutinas se distingan de otras, por su significado, por
su trascendencia, por la importancia que les damos. Es decir, necesitamos que
algunas de las dinámicas que son habituales en nuestra vida no dejen de ser
especiales.
Ambos espacios, el de lo excepcional y el de las rutinas a las que damos
un sentido especial, son los ámbitos de la liturgia. La liturgia es una forma de
hacer las cosas que se llena de significado, de sentido. Hay pequeñas liturgias
privadas, casi íntimas, cuyo significado solo conoce uno. Y hay otras
compartidas con otros, comunes, que se convierten en lugar de encuentro.
Busquemos algunos ejemplos.
Imagina una persona para quien cocinar es una experiencia en la que pone
los cinco sentidos y de la que disfruta cada pequeño detalle. Le gusta poner
música, servirse un vaso de vino, preparar todos los ingredientes antes de
empezar; no quiere interrupciones y disfruta cada instante del proceso. Ahí
tendríamos una pequeña liturgia privada.
En la película Up in the Air había una escena describiendo la «liturgia» de
un viaje en la vida de un alto ejecutivo, que era muy ilustrativa de cómo, para
alguna gente, ciertas rutinas se convierten en algo con un sentido único.
Desde la preparación del equipaje hasta todas las pequeñas rutinas de un
aeropuerto aparecen en esa escena casi como una coreografía perfectamente
milimetrada. «Todas las cosas que tú odias acerca de viajar: el aire reciclado,
la luz artificial, las máquinas de zumos, el sushi barato en los aeropuertos,
son para mí un cálido recordatorio de que estoy en casa», dice la voz en off de
George Clooney[17].
Si yo, en la soledad de mi habitación, tengo la costumbre de encender una
vela ante una imagen cuando voy a rezar, ese gesto tan sencillo se puede
convertir para mí en un signo de una presencia distinta.
Lo mismo ocurre con lo especial. Hay eventos que son singulares, que no son
para nosotros el pan nuestro de cada día. Que, cuando ocurren, alteran nuestra
rutina. No quiere decir que sean acontecimientos que suceden solo una vez.
Pero sí que son menos frecuentes y tienen sus propios rituales. Por ejemplo,
los cánticos de los forofos de un equipo de fútbol (en el fútbol inglés esto es
algo muy llamativo). La elección de plaza de los residentes tras aprobar el
MIR. El tercer tiempo de los jugadores de rugby. Una boda civil. La cantidad
de pequeños y grandes detalles que hay que tener en cuenta en una procesión
de Semana Santa. Incluso grandes eventos. La parafernalia de una Super
Bowl, con su concierto en mitad del show. Un desfile de Victoria’s Secret –
parece que ya desaparecidos– con sus modelos y la marca distintiva de las
alas en la espalda. Un desfile militar. La jura de sus cargos de los
representantes políticos. La firma de un tratado. La entrega de un premio.
Una vigilia de los opositores a la pena de muerte ante una cárcel donde se va
a producir una ejecución. Todos estos ejemplos, y muchísimos más, tienen
algo de liturgias –cotidianas o excepcionales–, es decir, formas rituales de
hacer las cosas que quieren tener significado y sentido.
Una liturgia es una serie de ritos que significan algo para quien participa en
ellos. Son ritos que comprendemos, que nos vinculan y nos permiten leer la
vida. Porque de esto se trata. La liturgia es sobre la vida. Eso sí, sobre una
vida en la que Dios también tiene un lugar. Esa debería ser la grandeza de
nuestra forma de celebrar. Una y otra vez pone en contacto a tres
interlocutores: uno mismo –cada uno de nosotros– con todas sus
circunstancias, heridas, momento vital, batallas, anhelos…; Dios, del que
sentimos y creemos que no es un Dios distante o un principio rector que
permanece lejos y ajeno, sino que afirmamos que, en su Espíritu, sigue cerca
y se relaciona con cada uno de manera personal; y los otros (los otros
cercanos y los otros lejanos –todos ellos prójimos–), una gran comunidad de
la que formamos parte. Y todo eso, en el momento que nos toque vivir. Con
unas historias cuando somos niños, otras de adolescentes y otras de adultos.
La liturgia es una manera de ir presentando a Dios la vida, y también de ir
buscando su presencia en los distintos momentos que nos toca afrontar. Y
ello a través de tres dimensiones: lo personal, lo trascendente y lo
comunitario. Porque la liturgia es una historia de la que somos protagonistas,
y no espectadores. Porque en sus gestos se visibiliza una relación con Dios. Y
porque es una experiencia que nos abre a los otros. Intentaré desarrollar estos
tres puntos.
Lo primero, la liturgia nos ayuda a entroncar con una historia de la que somos
parte. Porque de la liturgia religiosa no somos espectadores –aunque,
desgraciadamente, mucha gente lo viva así–. La liturgia no es una
performance, una actuación bien ejecutada por artistas primorosos que
manejan los ritmos, el canto, la palabra, el silencio y los gestos. A veces te da
la sensación de que algunos de los que se obsesionan con la perfección
litúrgica se parecen a esos jueces de gimnasia rítmica que miran desde fuera y
están esperando a que termine el ejercicio para dar sus puntuaciones, en
función del número de fallos que hayan detectado. Pero, quitando ese gremio,
la liturgia es el recuerdo y la actualización de una historia de la que somos
parte. En singular en algún caso, y en plural en otros. Las palabras cuentan la
historia de Dios-con-nosotros.
En segundo lugar, los símbolos y los gestos que forman parte de nuestros
ritos muchas veces apuntan a una relación con Dios. Velas encendidas que
nos recuerdan una luz y una presencia; gestos que –dependiendo de
circunstancias y celebraciones– hablan de bendición, de envío, de sanación,
de memoria viva, de presencia de Dios en su Espíritu, en el pan, en la
palabra; otros gestos que hablan de escucha, de acogida. Posturas con las que
nuestro cuerpo también habla, al ponernos en pie, al arrodillarnos, al inclinar
la cabeza, al abrir las manos cuando rezamos. Palabras que a veces son
oración elevada al cielo y a veces eco de una revelación que sigue siendo
crucial en nuestra fe…
En tercer lugar, la liturgia es una experiencia de comunidad. Una comunidad
que debería ser siempre inclusiva. Jesús, en sus encuentros con la gente –
primera referencia de nuestras liturgias–, no hacía demasiadas distinciones.
Convocaba a puros e impuros. Comía con fariseos y pecadores. Fue
mostrando la universalidad de su llamada a la salvación. Momentos de gran
evocación litúrgica, como pueden ser la multiplicación de los panes y los
peces o el sermón de la montaña, son momentos en los que todos tienen
cabida. Una mujer le arrancó a Jesús un reconocimiento: la mesa es para
todos, no solo para unos pocos elegidos. Piensa por un momento. A Judas no
se le expulsó de la última cena. Participó en ella, y después se fue. Jesús no
exigía una adhesión incondicional o una cantidad de requisitos excluyentes
para participar en la experiencia del encuentro.
Toda práctica litúrgica tiene un punto de comunidad. Incluso la oración
más personal o alguna celebración más individual, como puede ser el
sacramento de la reconciliación, tiene ese carácter de apertura a los otros.
Hay algo comunitario en esa petición de perdón, en ese reconocimiento de la
fragilidad, en esa exigencia de que sea en comunidad –en este caso a través
de un ministro– como se explicite la misericordia.
Los sacramentos se convierten –o deberían convertirse– en momentos de
celebrar la existencia en toda su complejidad. Porque nos hablan de
comunión y encuentro, de estar convocados a una mesa sin excluidos, de ser
llamados a hacer de nuestras vidas un reflejo de esa misma entrega de Jesús
en la última cena. O nos hablan de la experiencia de pasar a formar parte de
una comunidad (el bautismo). Y de la madurez para tomar esa decisión por
nosotros mismos, llamados a continuar haciendo visible en este mundo la
lógica de Pentecostés (la confirmación). Nos hablan de nuestra limitación, tan
real, y tan hiriente a veces; de nuestra capacidad para fallar a quienes más
amamos; del dolor de vernos frágiles, pero al tiempo de la posibilidad de
seguir caminando, sin que el mal tenga la última palabra, porque Dios es un
Dios que perdona y nos enseña a perdonar (la reconciliación). Nos hablan del
amor que se convierte en alianza de dos, para forjar un hogar y una familia, y
para ser reflejo de la manera comprometida, fiel y eterna de amar de Dios (el
matrimonio). Nos hablan de la continuidad en la misión de aquellos enviados
a seguir haciendo memoria viva de la última cena en la eucaristía (el orden).
Nos hablan de la enfermedad y la muerte, tan importante en la vida, con lo
necesario que es recordarla y lo valioso que es saber que está ahí (la unción).
Y ya no solo los sacramentos, sino que hay muchos rituales particulares
que van complementando o especificando todos esos momentos: una misa de
profesión religiosa; la celebración de una quinceañera –tan importante en
algunos países de América–; unas bodas de plata o de oro, con su evocación
especial del paso del tiempo en el amor; un rato de oración ante el Santísimo;
tantos momentos en que el lavatorio de entonces se vuelve sacramento del
pobre hoy; un viacrucis…
Pensemos, por ejemplo, en una primera comunión. El sacramento no es la
primera comunión por ser primera, sino por ser comunión, y en ese sentido lo
importante para nosotros será cómo vivamos la eucaristía siempre: la
primera, la segunda, y todas las que vengan –aunque no me resisto a decir
aquí que para bastantes personas la primera es la última, y eso es una pena y
algo que tendríamos que intentar arreglar–.
¿Qué deberían tener todos esos elementos en común? La oportunidad de
celebrar la vida desde una mirada creyente. Si comprendiésemos todo lo que
se pone en juego en la liturgia, todos los significados, los pasos que vamos
dando, el precioso juego de promesas, anhelos y regalos que vamos
intercambiando, probablemente disfrutaríamos mucho más. Sin embargo, a
menudo nos quedamos un poco fuera, un poco alejados, viéndonos más
espectadores que protagonistas, más distantes que implicados, sintiendo que
esto nos habla de otras vidas, otras historias y otras memorias, en lugar de la
propia vida y la propia historia.
A veces hay que ver los datos para tomar conciencia de la dimensión de la
labor social de la Iglesia. Tomemos cifras del último Anuario estadístico de
la Iglesia publicado, actualizado a finales de 2017[19]. En ese momento, la
Iglesia católica en el mundo estaba gestionando 105 439 institutos de
beneficencia y asistencia. Es verdad que a muchas personas estas palabras les
hacen sospechar de una caridad paternalista, pero la realidad es mucho más
amplia. No es puro asistencialismo. A menudo son precisamente las
instituciones eclesiales las que facilitan a las personas la salida de situaciones
de dependencia y falta de desarrollo. Entre las obras señaladas habría más de
5 000 hospitales y más de 16 000 dispensarios repartidos entre los cinco
continentes. 15 700 casas para ancianos, enfermos crónicos y discapacitados.
Casi 10 000 orfanatos… La enumeración podría ser eterna.
Si entramos en la labor educativa de la Iglesia –que no está incluida en la
enumeración anterior– en el mundo, tenemos miles de iniciativas. Hay
escuelas parroquiales, colegios religiosos, universidades y redes educativas
enormes, como puede ser, por ejemplo, la red de colegios de Fe y Alegría
que, desde América Latina, se va extendiendo ahora por África y pronto por
Asia, educando a más de un millón de alumnos en más de mil colegios,
siempre llegando a donde no llegan otras formas de educación. Su fundador,
el padre José María Vélaz, lo formulaba así: «Fe y Alegría empieza donde
termina el asfalto, donde se acaba el cemento, donde no llega el agua potable.
Es decir, donde están los auténticos olvidados de su propia sociedad». Incluso
en los campos de refugiados es ingente la labor educativa de la Iglesia.
Las cifras podrían ser infinitas. Hagamos dos puntualizaciones, para evitar el
triunfalismo. En primer lugar, ¿es el servicio patrimonio de la Iglesia
católica? Por supuesto que no. ¿Hay más gente que, con otras motivaciones,
religiosas o humanitarias, también sirve? Sin duda. Y muchos de ellos de
manera ejemplar, admirable, heroica y hasta dar la vida. Pero lo cierto es que
hay mucha gente que lo hace como consecuencia de su fe y su compromiso
con el Evangelio. Y eso es innegable. En segundo lugar, si las sombras no
nos deben impedir ver las luces, que tampoco nos pase lo contrario. Que las
luces no nos conviertan en una institución vanidosa, convencida de la
santidad y grandeza de su misión e incapaz de detectar su pecado. Es
necesario que, al ir pasando por las enumeraciones anteriores, que implican
tantas vidas entregadas y tanto servicio real, no olvidemos el mal, el pecado,
el abuso de poder, la suficiencia y la mala utilización de los recursos que a
veces se ha hecho. Cuando aquel muchacho decía que la Iglesia no está cerca
de los pobres, era injusto, sí. Pero es verdad que a veces, en la Iglesia,
muchos no estamos suficientemente cerca de los pobres, o no servimos lo
suficiente –aunque, gracias a Dios, otros muchos sí lo hagan–. Es verdad que
a veces, en lugar de servir, herimos. Y en lugar de acoger, marcamos
distancias. Así que ni héroes ni villanos. Una Iglesia santa y pecadora al
tiempo.
[19] Un dosier con abundantes datos, recogido por la Agenzia Fides, Órgano de información de
las Obras Misionales Pontificias, puede consultarse en https://bit.ly/2NfxgSp.
17
Tal vez puedas pensar que, entonces, esto del martirio sirve solo para otras
latitudes. Que en contextos como el de España, desde el que yo escribo, no te
matan por ser católico. Como mucho, hay gente que te mira con actitudes de
rechazo, que van desde la indiferencia hasta la hostilidad manifiesta. Pero
normalmente no se pasa de palabras duras y solo a veces se llega a decisiones
políticas cuestionables, interrupciones en el culto, descalificaciones en las
redes, puertas pintadas, algaradas en un templo o gritos fuera de lugar. No
piensa uno que le vayan a quitar la vida por sus creencias en este contexto.
Entonces, ¿es que no cabe esta dimensión de lo martirial en nuestras
latitudes? Si decimos que «martirio» tiene que ver con dar testimonio, resulta
que la dimensión es mucho más amplia. Dar testimonio de la fe es ser signo
de aquello en lo que crees. Transparentarlo con tu vida. No somos testigos
solo con la muerte sino con todo lo que vivimos. Sin duda, impresiona la
firmeza, la valentía y la tenacidad de quien hoy sigue plantando cara al mal,
en tantos lugares de nuestro mundo, en nombre de Dios, y hasta dar la vida.
Pero dar testimonio es ser un testigo creíble del Evangelio cada día, y eso es
algo que se hace de manera diferente en todo tiempo y en todo lugar.
¿Dónde radica la credibilidad? En la capacidad de transmitir algo y
hacerlo de tal manera que quien te ve, a través de ti, pueda intuir algo más:
aquello que te mueve, que te sostiene y donde tu vida echa raíz. Testigo,
entonces, es quien vive algo y es capaz de transmitirlo, contarlo, hacerlo ver.
Es el que apunta en una dirección y ayuda a que quien sigue ese rastro
descubra a dónde conduce.
Hoy hace falta gente capaz de decir «Creo». Precisamente porque hay otra
mucha gente que ante la fe ajena se muestra intransigente, descalificadora o
incapaz de comprender. Transmitir la fe hoy es algo mucho más difícil que en
otras épocas. En una Europa diferente, hace siglos, el mundo era creyente, la
sociedad respiraba a Dios por los cuatro costados: el calendario, las
celebraciones, el ritmo de los días, la cosmovisión compartida por todo el
mundo, todo invitaba a creer. No digo que entonces no hubiera ateos o
agnósticos, pero en cualquier caso serían una minoría muy especial. El hereje
era perseguido, marcado, señalado como un indeseable. Porque la fe
permeaba todo.
Hoy las cosas han cambiado mucho. No es que haya desaparecido la fe
totalmente, pero sí ha salido del primer plano en muchos ámbitos de la vida.
Hoy los niños ya no tienen por qué conocer los nombres bíblicos. Lo que
quizás en otra época fueron para la cultura Adán, Eva, Caín, Abel, Moisés,
David, Judit y tantos otros personajes bíblicos que todos conocían lo son hoy
Harry, Draco, Hermione o Ron –para una generación– o Cersei, Daenerys,
Tyrion, Bran, Ned y Jaime –para otra–. Ahora los relatos que nos ayudan a
entendernos son más mediáticos y menos duraderos. No estoy diciendo con
esto que la Biblia sea una ficción literaria como lo son las sagas
contemporáneas. Pero sí estoy diciendo que para muchas personas la fe se ha
vuelto innecesaria. Porque quizás, eligiendo surfear por aspectos entretenidos
de la cultura contemporánea, nunca escogen zambullirse en las
profundidades, donde las preguntas por el sentido necesitan más verdad y
menos personajes.
Hoy se confunde «privacidad» con «ocultación». Lo vemos con bastante
claridad cuando, por ejemplo, se empieza a discutir sobre la presencia de
símbolos religiosos en espacios comunes. Lo que durante bastante tiempo fue
una convivencia pacífica –se podían poner belenes o adornos con motivos
religiosos en Navidad, o podía haber espacios religiosos en las universidades,
por ejemplo– ahora, sin embargo, parece proscribirse, en nombre de una
laicidad que se muestra incapaz de tolerar que en su seno haya personas
creyentes. Sin embargo, dicho ocultamiento se lleva por delante no solo lo
religioso sino también la tradición y la cultura. Muchas de las raíces
cristianas de Europa lo seguirán siendo, para creyentes y para no creyentes. Y
forman parte de nuestro acervo cultural.
¿No tendría mucho más sentido una presencia que pudiera explicarse
desde diferentes aproximaciones, más creyente en unos casos y más
humanista en otros? El argumento de que hay quien se puede sentir molesto
es peligroso. Porque si reducimos la tolerancia a aquello en lo que todos
estamos de acuerdo, o a lo que no molesta a nadie, terminaremos
empobreciendo enormemente la vida común. Lo que no debería valer es que
se pueda ser tolerante con todo menos con lo religioso. ¿No ocurre, por
ejemplo, cuando hay tolerancia pública hacia muchas expresiones artísticas –
a veces pagadas con dinero público– que atentan directamente contra el
sentimiento religioso?
Habría mucho que discutir sobre hasta dónde esto es una legítima
separación de Iglesia y estado y hasta dónde es una laicidad extrema, que
entra en conflicto con la libertad religiosa. Pero volvamos al testimonio.
Buscadores de respuestas:
la teología y la vanguardia
[20] Así lo expresaba F. J. DE LA TORRE, «Para una lectura amable del magisterio»: Sal Terrae
1139 (2009), 797-810. Se trata de un artículo interesante y pedagógico, donde se desarrollan y matizan
muchos puntos que normalmente generan confusión, como la posibilidad de que el magisterio cambie,
el peligro de confundir infalibilidad con infalibilismo, la necesidad de no aumentar los límites de su
responsabilidad, así como algunos ejemplos en los que se ve la evolución de doctrinas y formulaciones.
19
Buscadores de respuestas:
el camino de la belleza
Aún me gustaría tratar de decir una palabra más sobre nuestras búsquedas.
Mucho de lo señalado hasta este momento sobre la fe y sobre la vivencia de
lo eclesial tiene que ver con la razón, con el análisis de vivencias, doctrinas,
normas, creencias, rasgos sociológicos…
No quisiera dar la sensación de que todo en nuestra experiencia de la
Iglesia tiene que ver con lo que pensamos, aunque a menudo es así. Sin
embargo, la fe y la pertenencia son mucho más que un análisis de argumentos
y motivos.
La fe, como ya indiqué en un capítulo anterior, es la adhesión personal a
una verdad –Jesucristo– que evoca presencia, cercanía, implicación, amor,
pasión de Dios por la humanidad…
Además del camino más racional –necesario y útil– para encontrar
respuestas, hay otros caminos que también se nos ofrecen como parte de
nuestra vivencia eclesial.
En concreto, me gustaría hablar del camino de la belleza. Sé que este es
un concepto necesariamente vago y subjetivo. ¿Qué es bello? Podríamos
pasar horas discutiendo sin ponernos de acuerdo. O podríamos perdernos en
abstracciones filosóficas sobre lo estético.
Creo que no es aventurado decir que la belleza habla de Dios. El salmista
lo plasma en su verso: «Una cosa pido al Señor, es lo que busco: habitar en la
casa del Señor todos los días de mi vida, contemplando la belleza del Señor,
observando su templo».
Pero no solo es que Dios sea hermoso, sino que es el autor de toda
belleza. Hay una intuición tras el concepto de Dios creador. Del mismo modo
que el narrador del primer capítulo del Génesis dice que Dios todo lo hizo
bueno, ¿podría decirse que todo lo hizo bello? Hay lenguas, como el guaraní,
en las que se emplea la misma palabra para definir belleza y bondad.
También el castellano tiene expresiones donde ambos conceptos se
intercambian. ¿No estamos hablando de bondad cuando exclamamos, ante
alguien especialmente noble, bueno o admirable: «¡Qué bella persona es!»?
No es que intuyamos la creación surgida de las manos de Dios de acuerdo
con un canon concreto de belleza, sino que entendemos que hay una
capacidad de percibir armonía, trascendencia y perfección en lo que vemos, y
esa belleza nos hace intuir una intención detrás.
En ese sentido, si afirmamos que Dios todo lo hizo bello, quizás lo que
habría que señalar también es que a nosotros nos toca aprender a descubrir la
belleza de cada cosa como reflejo de la belleza de Dios: de cada lugar, de
cada ser, de cada vida. ¿Dónde descubrimos belleza? En la naturaleza, con su
exuberancia y diversidad. En la inmensidad silenciosa de un universo cuya
dimensión solo intuimos. En el contraste entre la luz y las sombras. En el
reino animal, tan sorprendente, tan desconocido y tan cautivador cuando
logramos asomarnos a él. En el cuerpo humano –pero no confundamos esta
afirmación con ver como bello solo un determinado canon propio de una
época–. En la singularidad de cada rostro. En los colores. En el arte, que tiene
tantas manifestaciones y donde el artista quizá se convierte en un heredero
privilegiado de la labor creadora del Artista primero. En la música, en el
baile, en la pintura, en la literatura y el poder de las palabras para construir
mundos…
Antes de entrar a hablar de la belleza vinculada al arte y, más aún, a los
espacios explícitamente religiosos, creo que habría que señalar algo mucho
más amplio. Hay una experiencia de la belleza cotidiana, personal, que nada
tiene que ver con el arte. Momentos en que belleza y felicidad se funden en la
propia historia. Instantes de armonía, que quizás no puede quedar congelada
en el tiempo y se ha de disipar, como las olas que se retiran para volver más
adelante. Contemplar el sueño de un hijo, ver la concentración de un ser
querido mientras lee, disfrutar con la ejecución de una actividad rutinaria,
escuchar los ruidos de la calle imaginando las vidas detrás… Es lo que tan
bien conseguía plasmar la película American Beauty al reflexionar sobre la
belleza de una bolsa de plástico que baila en el viento[21]. Seguramente cada
persona tiene una capacidad diferente para descubrir lo bello entrelazado con
lo cotidiano.
Yo a menudo no entiendo el llamado arte contemporáneo. Y para mí es
una tentación inmediata descalificarlo. Decir que es una tomadura de pelo,
quedarme en descripciones externas de lo que veo y no aceptar que quizás
haya en él algo que no termino de percibir. Cuando alguien se detiene ante
una obra cuyo sentido yo no entiendo y parece disfrutar de ella, puedo hacer
dos cosas: puedo pensar que es un pretencioso con ínfulas –¡anda que no
hemos visto chistes y parodias cinematográficas sobre intelectuales
modernillos y el arte incomprensible!–, pero también puedo preguntarme si
acaso es que algo de la belleza que ese otro percibe a mí se me está
escapando. Esa percepción se puede describir de muchas maneras. Lo bello
impacta, conmueve, envuelve. Va más allá de lo racional, y hasta de lo
simbólico. Quizás te puede hacer sentir parte de algo mayor. ¿No será la
contemplación de la belleza uno de los caminos para la mística, es decir, para
el encuentro?
El 21 de noviembre de 2009 el papa Benedicto XVI recibió en la Capilla
Sixtina a 250 artistas de renombre internacional. En sus palabras hizo un
verdadero canto de amor a la belleza:
«El momento actual está lamentablemente marcado, además de por
los fenómenos negativos a nivel social y económico, también por un
debilitamiento de la esperanza, por una cierta desconfianza en las
relaciones humanas, de modo que crecen los signos de resignación, de
agresividad, de desesperación. El mundo en el que vivimos corre el
riesgo de cambiar su rostro a causa de la acción no siempre sabia del
hombre, quien, en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia
los recursos del planeta a favor de unos pocos y con frecuencia
desfigura las maravillas naturales. ¿Qué es lo que puede volver a dar
entusiasmo y confianza, qué puede animar al alma humana a
encontrar el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar
una vida digna de su vocación? ¿No es acaso la belleza? Sabéis bien,
queridos artistas, que la experiencia de lo bello, de lo auténticamente
bello, de lo que no es efímero ni superficial, no es accesorio o algo
secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque esa
experiencia no aleja de la realidad, más bien lleva a afrontar de lleno
la vida cotidiana para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para
hacerla luminosa, bella. […] La auténtica belleza abre el corazón
humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de salir
hacia el otro, hacia más allá de sí mismo. Si aceptamos que la belleza
nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, entonces
redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de comprender
el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte
y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del
compromiso cotidiano. […] En todo aquello que suscita en nosotros el
sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia
de Dios»[22].
¿Por qué hablo de esto? Porque creo que hay muchas formas de mirar a la
realidad. También a la realidad eclesial. A veces, más allá de lo doctrinal, de
los conceptos, de definiciones y normas, hay todo un mundo experiencial, de
cuyo alcance no siempre somos conscientes.
Hay todo un mundo de vivencias, celebración, sentidos y sentimientos,
que tiene más que ver con la experiencia de la belleza –en un sentido amplio–
que con las ideas. Y en ocasiones se convierte en un camino alternativo para
no quedarnos solo en los aspectos problemáticos.
Pongamos dos ejemplos. Imagina una catedral gótica; la luz entra por las
vidrieras, que convierten el sol esplendoroso de fuera en miles de rayos de
colores que se reflejan en las piedras. Las columnas suben verticalmente
hasta un techo en el que los arcos se van trenzando, formando dibujos que
hacen única la cubierta. Suena música –ya sería mucho imaginar que fueran
cantos desde el coro, pues desgraciadamente hoy en día eso no es tan
frecuente–. Quizás haya, entre las imágenes que adornan el templo, alguna
figura que captura tu atención. El rostro de algún personaje representado en el
retablo del altar mayor, o un gesto de uno de los santos tallados en algún altar
lateral. Y, en medio del silencio, sientes ganas de rezar. La belleza se
convierte en llamada. Quien hace esta descripción podría evocar otras
muchas iglesias en muchos lugares. Y podría describir escenarios mucho más
sencillos: una vela en un espacio de penumbra, un banco junto a un arroyo o
una fuente que deja que el agua cante, un paisaje ante el que se intuye la
trascendencia.
Imagina una procesión de las que, en Semana Santa, se multiplican por la
geografía española. Además de toda la parafernalia y cierta mezcla de
cultura, tradición y a veces hasta frivolidad, hay también mucha vivencia
profunda. Una imagen representa a la Virgen, y es su rostro bello, quizás
bañado en lágrimas, lo que capta la atención de alguien que, inmediatamente,
siente la belleza del abrazo de la Madre.
Mi lugar en el mundo
Hay quien podría objetar que este discurso, tal y como lo estoy formulando,
es un camino seguro hacia el relativismo o la «fe a la carta». Porque con estos
argumentos, cualquiera podría decir: «Ah, yo escojo lo que me gusta, lo que
quiero, lo que me conviene, y rechazo lo que me disgusta, lo que no quiero,
lo que me perjudica. Y como Iglesia soy yo también, pues tan contento».
Necesitamos ser honestos. La conciencia –bien formada– es la que nos ha
de ayudar a comprender qué debe ser innegociable. No es lo mismo una
norma que un dogma. No son lo mismo las grandes verdades de la fe o los
contenidos del credo que muchas consecuencias doctrinales formuladas en
una época concreta y conforme a una determinada cultura. Por poner algún
ejemplo, no es lo mismo negar la divinidad de Jesucristo –si no crees en eso,
entonces, ¿qué sentido tiene decir que eres miembro de una comunidad en la
que él vive?– que disentir de regulaciones concretas sobre el uso de los
medios anticonceptivos. O no es lo mismo rechazar el sermón de la montaña
que disentir de una afirmación de un papa en una encíclica. Aunque ambos
sean importantes. El primero no cambiará nunca –o la Iglesia dejará de
serlo–. La segunda puede reinterpretarse y encontrar una nueva formulación
en un momento determinado en función del magisterio[23]. Nos hacen falta
criterios, formación, pensar en conciencia lo que son las cosas.
Mi lugar en la Iglesia no tiene que ser necesariamente un lugar cómodo o
fácil, y mucho menos un lugar hecho a mi medida. Pero es el lugar donde
puedo abrazar el Evangelio, sentir el amor de un Dios que me acoge,
encontrar mi misión para este mundo y compartir ese camino con otros,
distintos pero igualmente llamados a vivir desde la fe.
[23] Cf. J. I. GONZÁLEZ FAUS, La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio
eclesiástico, Sal Terrae, Santander 2006. En este interesante estudio sobre el magisterio, el conocido
teólogo dedica toda la primera parte (páginas 29 a 218) a hacer un apasionante recorrido por
afirmaciones de los papas, como parte del magisterio en distintos momentos de la historia, que con el
tiempo han quedado superadas.
Conclusión
La tierra de todos
Como decía al comenzar este libro, la primera vez que hablé de tierra de
nadie, uno de los ecos más frecuentes era el de aquellos que me comentaban
que les había alegrado descubrir que no estaban solos. Que la tierra de nadie
era tierra de varios, de muchos. ¿De todos?
Al final hay que darle la vuelta a la definición. Me atrevo a decir que esta
tierra de nadie es en realidad, y de algún modo, tierra de todos. Porque todos
vivimos en gran medida la contradicción, la limitación, la ambigüedad y la
imperfección, tan humanas. Todos buscamos a Dios, pero no lo poseemos.
Aspiramos a la verdad, pero no estamos libres de incertidumbres. Tratamos
de encajar, pero somos únicos, por lo que no hay lugares hechos a nuestra
medida. Tal vez en nuestro propio horizonte asome alguna rigidez y alguna
inconsistencia, pero lo más probable es que intentemos vivir una fe sólida, lo
que no quiere decir que no tengamos dudas.
Una de las experiencias más enriquecedoras para alguien como yo es la
de poder acompañar a muchas personas en situaciones muy diferentes. A lo
largo de los años he podido conversar sobre cuestiones de fe con jóvenes,
mayores, hombres, mujeres, personas de diferentes orígenes, formaciones y
espiritualidades. También he podido hablar en foros muy distintos, sabiendo
que en el auditorio había un abanico enorme de sensibilidades y maneras de
entender la fe. He celebrado la eucaristía en comunidades donde, por muchas
diferencias que pudiera haber entre las personas, también había una misma fe
y un mismo deseo de compartir el pan, la paz y la palabra; y eso es lo que
permite que haya experiencia de encuentro. Una y otra vez me fascina
descubrir cómo hay tantísimas vivencias, formulaciones o miradas al mundo
que nos unen a todos.
A menudo las diferencias se construyen más desde la teoría que en la vida
real. Muchas distancias, rechazos, descalificaciones o afirmaciones tajantes
tienen más que ver con las etiquetas generales que con la escucha de cada
historia particular. ¡Cuántas personas se han encontrado perplejas al descubrir
que el juicio que ante determinadas situaciones le parecía evidente pierde
contundencia cuando quien las vive y te las cuenta es tu hermana, tu hijo o un
amigo de toda la vida! Cuando salvamos las distancias y comprendemos cada
historia personal, solemos ser mucho más humanos.
El problema es creer que las diferencias son muros insalvables. La tierra
de todos es una tierra compleja, plural y llena de recovecos, donde conviven
distintas sensibilidades pero un mismo deseo de acertar, de amar y ser
amados, de buscar una vida digna para nosotros y para los otros. Una
aspiración a la felicidad que no se construya a base de golpes al prójimo. Un
deseo de sentir que no estamos definitivamente solos, porque hay Alguien
que nos acoge a cada uno con su ternura infinita. Una disposición infatigable
para aprender a amar. A su manera.
Varias veces, a lo largo de este libro, he preguntado: ¿por qué seguir? Y me
gustaría compartir una respuesta más personal al final. ¿Por qué sigo yo?
Yo me hice jesuita con 18 años. Había en mi decisión una mezcla de
confianza, pasión, atrevimiento y cierta temeridad. Supongo que no entendía
del todo dónde entraba. Veía el vaso medio lleno, o quizás es que no
necesitaba más. Luego, con el paso de los años, me fueron pesando
contradicciones, declaraciones que no compartía y la situación herida de
muchas personas provocada por afirmaciones que me parecían insuficientes.
Hubo momentos en que esos contrastes cobraron mucho peso. En que
empecé a ver el vaso medio vacío. Entonces me enfadaba más. Aún no tenía
ni una imagen mental de la tierra de nadie. Discutía con Dios, con el silencio,
con la Iglesia. Y sí, a veces me llegué a preguntar: «¿Por qué seguir?». En
parte las respuestas que fui encontrando están plasmadas en estas páginas. Sé
que probablemente son insuficientes. Y es posible que con el tiempo alcance
más perspectiva, más profundidad, y algo de todo esto lo entienda de otra
manera. Pero en un momento estas intuiciones me han ayudado mucho a
echar raíz, y confío en que a otros os puedan ayudar también.
Sin embargo, aún no he contestado. O no del todo. ¿Por qué sigo? ¿Por
qué sigo ahora? ¿Por qué en este tiempo, con la que está cayendo, no me
planteo que sea otro mi sitio?
Sigo porque amo a esta comunidad compleja y hermosa. Porque no
entiendo la fe si no es compartida. Porque esta Iglesia, aunque a ratos me
duele, también a ratos me entusiasma –quizás es que nos duele lo que
amamos–. Porque prefiero la duda de una mirada a lo alto, y a lo hondo, que
la certeza de un triste espejo. Porque es mucho más el tesoro que contiene
que la limitación en que lo envolvemos. Sigo porque sé a quién sigo. Y lo
encuentro aquí. En la mesa compartida. En la palabra que continúa
atravesando el tiempo. En tanto amor de quien se sigue ciñendo la toalla a la
cintura. En el silencio acompañado. En las preguntas que comparto con otros
muchos. En la compasión con la que tantos vibran, haciéndome sentir que la
humanidad es también familia. En mis compañeros de comunidad, con
quienes me he embarcado en una misión fascinante, para toda la vida. Sigo
porque ya no me imagino viviendo en otro lugar que no sea esta tierra de
nadie, de tantos, de todos.