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AMEDEO CENCINI
CAPÍTULO 1
Sentido de una elección
«Se acercó uno de los escribas que les había oído y, viendo que les había respondido
muy bien, le preguntó: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?". Jesús le
contestó: "El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y
amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe
otro mandamiento mayor que éstos”. Le dijo el escriba: "Muy bien, Maestro; tienes
razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el
corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí
mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios". Y Jesús, viendo que le había
contestado con sensatez, le dijo: "No estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie más se
atrevía ya a hacerle preguntas» (Mc 12,28-34).
Tal vez convenga repetir lo que significa ser «virgen por el Reino», y serlo,
concretamente, a la luz del don que hemos recibido del Espíritu.
Si queremos comprender el «cómo» (cómo vivir maduros y libres en el corazón),
tenemos que aclarar el «qué» (qué significa «madurez y libertad afectiva»).
A quien elige la castidad perfecta se le exige una madurez afectiva típica de quien ha
recibido como don el carisma de la virginidad por el Reino y es llamado a vivirlo según
la vocación particular del instituto al que pertenece o como presbítero de una Iglesia
local.
Una madurez afectiva básica es condición fundamental para acoger tal carisma; y
consecuencia de ella.
1. Significado fundamental
Definición de la virginidad por el Reino, sin pretensión de llegar a decir todos los
elementos que entran en juego en una opción que sigue envuelta en el misterio.
Ser vírgenes por el Reino como consagrados/as significa:
amar a Dios por encima de todas las criaturas
(= con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas),
para amar con el corazón y la libertad de Dios a todas las criaturas, sin ligarse ni
excluir a ninguna
(= sin proceder con criterios electivo-selectivos del amor humano),
sino, por el contrario, amando en particular a quien siente más la tentación de no
sentirse amable o, de hecho, no es amado.
Intentemos descomponer los elementos más significativos de la propuesta.
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1.2. Objeto: Dios y el pobre de amor
El objeto del amor virginal es Dios y las criaturas, en particular los destinatarios del
apostolado específico del instituto, y en general quien es más pobre particularmente en
el amor, o no es amable porque no es amado.
No hay rivalidad entre amor divino y humano; si acaso, hay progresión a partir del amor
de Dios, como un movimiento concéntrico que se extiende y alcanza a todos los seres.
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- no ser tan superficiales como para pensar que es virgen sólo quien no hace
nada contra la castidad, aunque no haya un gran amor que brote de dentro, ni tan
legalistas que se readuzca el voto a una serie de obligaciones que respetar y
transgresiones que evitar.
La virginidad no es algo sectorial, relativo a un aspecto delimitado de la persona, es
expresión de toda un preciso estilo de vida: es un modo de pensar y desear, de dar
sentido a la vida y a la muerte, de vivir la relación y la soledad, de estar con Dios y con
el prójimo, de creer y esperar, de sufrir y tener compasión, de hacer fiesta y trabajar...
A) PERCEPCIÓN POSITIVA
La virginidad es la elección del creyente que se siente envuelto por un amor increíble.
La respuesta a este amor es el don total de sí a él, repleto de gratitud (al Dios fuente del
amor) y de gratuidad (hacia las personas que somos llamados a amar).
Es una perspectiva positiva la que está en el origen de esta opción de vida.
-Opción libre porque nace de la contemplación del amor.
-Opción necesaria porque al descubrir el amor suscita la exigencia de vivir totalmente
consagrados a él.
Por eso el virgen vive su elección con la conciencia de no poder actuar de otra manera.
No se siente héroe ni superior a quien hace otras elecciones.
La elección virginal, es cuestión de amor. «No estoy casada, porque así lo elegí con
alegría cuando era joven. Quería ser toda para Dios».
B) PERCEPCIÓN REALISTA
Esta elección incide en un instinto profundamente arraigado en la naturaleza humana, o
pide la renuncia al ejercicio de este instinto, y es una renuncia exigente, porque se trata
de un instinto atractivo y forma parte de un designio de origen divino.
Ninguna persona inteligente piensa que será capaz de hacer esa renuncia sin meditarlo
suficientemente. Ni subestimar la sensación de pobreza objetiva, de algo hermoso que
falta, de una parte de la propia humanidad que no se realiza a nivel de relación humana.
Nadie puede engañarse pensando que con el paso del tiempo la renuncia se hará cada
vez más fácil, ni pensar que no necesitará ascesis, permitiéndose ciertas libertades.
«Quien cree que puede leer todo, sentir todo, ver todo; quien se niega a dominar la
propia imaginación y sus necesidades afectivas, no tiene que empeñarse en seguir el
camino de la consagración... Dios no podría mantenerlo en fidelidad, ni se puede exigir
que Dios establezca para él una salvaguarda milagrosa.
La libertad auténticamente humana implica la renuncia a otras posibilidades en favor de
lo que se ha elegido.
La renuncia no es exclusiva del consagrado, sino que es parte integrante de la
experiencia existencial universal. Nadie puede probarlo todo por sí mismo.
Esta es la vertiente positiva de la renuncia celibataria, que no impide al virgen captar
sentido y belleza y el alma secreta de la vocación conyugal.
2.3. Calidad de vida y de testimonio
Sólo un cierto estilo de vida permite comprender y vivir la virginidad; por otro lado, la
virginidad aumenta la calidad de vida.
-La virginidad requiere un cierto nivel de compromiso en el nivel espiritual: experiencia
del amor divino, de adhesión creyente, de fidelidad orante, de adiestramiento en la
contemplación....
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-La virginidad requiere un cierto nivel de la madurez humana y de apertura al otro y a la
relación, de autonomía afectiva y de capacidad de soledad, de calor humano y afecto
desinteresado. La virginidad no soporta la mediocridad.
Vivida en fidelidad, favorece la calidad de vida: el gusto por la belleza, el espíritu de
sobriedad, la elegancia del trato, el culto a la verdad, la eficacia testimonio, la
transparencia contagiosa...
Por el contrario: una virginidad de escasa Calidad (pobre de amor y de vida espiritual,
hecha sólo de renuncias y miedos) empobrece la vida y las relaciones, y está en el
origen de aquellos procesos de compensación (abuso de la comida, del alcohol, del
dinero, del poder, tendencia a acumular, uso incorrecto de los medios de comunicación,
necesidad excesiva de contactos y relaciones...) o -en el nivel comunitario- hace
monótona la vida, difícil la relación, desagradables los ambientes, incoherente el
testimonio, tediosa la oración...
Todo lo dicho tiene una significativa importancia hoy, ya que hay una crisis de
frustración del sentido del amor. En la actual babel no se sabe ya qué quiere decir amar,
dejarse querer, acoger al otro.
En este clima, quien ha recibido como don el ser célibe por amor está llamado a
redescubrir su vocación al ministerio de la educación, como maestro, y como testigo de
una virginidad vivida como don que colma la vida, que lleva a plena maduración la
vocación al amor y que hace al virgen semejante al Hijo crucificado.
Enamorado como él de Dios y apasionado por el hombre, hasta el don de sí mismo.
Don compartido para que Dios esté en el centro de todo amor.
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CAPÍTULO 2
El don de la virginidad
Se podría decir que toda persona es virgen y está llamada a hacerse virgen o a vivir una
cierta virginidad, aunque sea según el carácter específico de su vocación.
No en el sentido de que deba abstenerse de una cierta relación, sino porque en su
corazón, en el del otro y en el de todo ser humano, hay un espacio que sólo el amor de
Dios puede llenar. Hay una soledad que ninguna criatura pondrá llenar.
Su corazón está hecho «por Dios» y «para Dios. Nos movemos dentro de la lógica
agustiniana: «nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
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1.3. Aquel espacio del corazón que debemos respetar
Todo afecto terreno que quiera permanecer para siempre y ser intenso tiene que dar
cabida de algún modo a Dios y al amor divino.
Amor divino y humano no están en conflicto: no hay entre ellos envidia. Al contrario,
Dios salva el amor del hombre.
Si el hombre quiere amar mucho a sus semejantes, tiene que acoger el amor de Dios en
sí, para dejarse amar por él y amarlo, y no tener necesidad de cargar la relación humana
de responsabilidades excesivas de celos, dependencias, infantilismos, pertenencias…, y
todo lo que estropea la relación humana que carece de referencia trascendente.
2. La responsabilidad del virgen
Todo lo que hemos dicho hasta aquí es cierto, pero parece demasiado ideal y distante de
la realidad que estamos viviendo, y de la propuesta que hacen los medios de
comunicación en lo relativo al sexo y sus aledaños.
La virginidad, y esta interpretación de la virginidad, es una verdad débil en la cultura
de hoy, sin voz y carente de «poder».
Las verdades débiles no se pueden transmitir sólo con las palabras y razonamientos,
sino viviéndolas.Haciéndolas fuertes con el testimonio y convincentes con la coherencia
2.1 Verdad débil, opción fuerte
Una verdad débil para ser creída, necesita ser proclamada de modo «fuerte», con un
testimonio que «diga» la primacía de Dios en el amor humano con una elección radical,
con la renuncia al amor de una criatura que sea tuya para siempre.
Es importante, en la Iglesia la elección virginal, para «recordar» a todos la vocación de
todos. «El celibato es una función de amor vivida en nombre del mundo entero». “no
tenemos que aspirar sólo a nuestra salvación personal, sino a la transfiguración del
universo», y el deseo de la salvación universal «es una manifestación de amor».
Esto resulta posible sólo si se cumple una función importante.
2.2. Testimonio límpido e inequívoco
La virginidad es verdad débil que no posee más fuerza que la del testimonio de quien la
ha elegido. Entonces es indispensable que el mensaje sea nítido y claro, comprensible y
perceptible como algo hermoso y satisfactorio, plenamente humano y en función de la
realización humana, elegido y abrazado por toda la vida y de todo corazón.
Si es poco claro y poco limpio, no puede llegar a su destinatario ni transmitir una verdad
ya débil en la cultura actual.
La debilidad cultural de la virginidad pide la nitidez de la elección y la coherencia de la
renuncia por parte de quien la ha abrazado.
Se trata de sentirse responsables de un mensaje que sólo puede ser transmitido a través
del propio testimonio, pero que tiene que ser comunicado porque afecta al bien y a la
verdad de los otros.
Esta preocupación por asumir la responsabilidad por el bien del otro es, más exigente
que cualquier moralismo o perfeccionismo..
3. Alternativa decisiva
La calidad de la virginidad y su fuerza profética, dependen de una elección de
significado que afecta a la actividad de cada uno.
3.1. Don que compartir o propiedad privada
Se trata de preguntarnos si tenemos la idea de virginidad, como don que compartir o
como algo que nos pertenece exclusivamente. Más en concreto verificamos si:
- tal vez hemos secuestrado la idea de virginidad, haciéndola extraña e improbable;
- nos hemos apropiado de ella, haciéndola indescifrable;
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- tal vez nos hemos jactado de ella sutilmente, haciéndola antipática y arrogante;
- la hemos soportado a menudo con poca alegría y escaso amor, haciéndola poco
humana y aún menos apetecible;
- nos hemos avergonzado de ella, cuando no hemos sabido dar «razones de nuestra
esperanza», o hemos estado demasiado preocupados por aparecer como los otros;
- nos hemos contentado con defenderla del mundo tentador, escondiéndola bajo
tierra (Mt 25,25) en lugar de compartirla.
Tal vez al término de la vida el Señor nos preguntará no sólo si hemos «observado» la
virginidad, sino si la hemos hecho contagiosa, fuente de verdad para los otros...
3.2. Educadores para la virginidad o vírgenes falsos
Si la virginidad es entendida como don que compartir, el virgen se convierte en
educador para la virginidad, porque no puede pensar sólo en la suya, sino que tiene que
asumir que su virginidad afecta a todos.
Tenemos que preguntarnos si:
- tenemos miedo de proponerla a nuestros jóvenes,
- no sabemos encontrar las palabras adecuadas y nos sentimos incómodos hablando de
la virginidad,
- la consideramos una batalla perdida
- tememos ser considerados no modernos ni comprendidos, o que nos dejen plantados.
¡No hay nada más impuro que el silencio del virgen sobre la virginidad!
Una espiritualidad que no se convierta en pedagogía, o que no pueda ser comunicada a
otros y compartida por ellos, es una falsa espiritualidad.
El virgen es naturalmente educador para la virginidad.
Ser educadores es un gran desafío y oportunidad, pero también el «test» que nos hace
comprender el nivel y la calidad de nuestra virginidad:
-si estamos enamorados de ella y, la hacemos amable y convincente,
-si estamos preocupados por su observancia y somos vírgenes falsos, incapaces de hacer
que sea amada.
3.3. Celibato vivible o invisible
Testimoniar la virginidad, ayuda a vivir mejor la castidad con las renuncias que exige.
Lo que se hace sólo se convierte en algo más difícil, pesado y complicado.
Pero, cuando el compromiso personal tiene como objetivo el bien de otro se hace más
posible y vivible, y soportable.
El testimonio es la confirmación de la virginidad como carisma: quien la respeta como
don recibido por el bien y la felicidad de los otros, puede vivirla serenamente y gozarla
como una bienaventuranza. En caso contrario es una penitencia, difícil de observar.
3.4. Sensibles o despreocupados
Otra diferencia entre estos dos modos de entender la virginidad: dirigido al otro o
replegado sobre sí mismo.
- El primero está atento a los/as otros/as y a su sensibilidad, tiene en cuenta el ambiente
y la mentalidad en que se encuentra, se pregunta por las reacciones que su
comportamiento suscita, se siente responsable y está dispuesto a reconocer
imprudencias cometidas por él y conductas equívocas, sufre si ha creado malestar.
- El segundo. Para este es menos importante la vertiente del otro; lo que le preocupa es
estar bien él y justificarse: «No he hecho nada malo, el problema es suyo, yo no siento
nada, todo son malas interpretaciones de las malas lenguas, no soy un trozo de hielo,
también yo tengo mi humanidad».
La virginidad está perdiendo la frescura y entusiasmo y no tiene nada que decir o dar.
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CAPÍTULO 3
Sexualidad: misterio y vocación
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« ¿Acaso hay una parte de nuestro cuerpo que no sea santa??». «Hasta en la
sexualidad, incluida la función genital, el hombre es concebido a imagen y
semejanza divina»;
La sexualidad es hermosa, buena y bendita (Gn 1,27)
«Todo pensamiento relativo al sexo suscitaba en el semita el pensamiento de Dios,
perdiendo aquella tosca sensualidad que conocemos bien y, sin negarse, se fundaba sobre
la percepción de lo divino».
La circuncisión era signo de pertenencia a Dios que «marca» el cuerpo en la sexualidad,
su parte más vital.
Hay que intervenir en la raíz del problema, no sólo en sus consecuencias. Sería in-
genuo en tales casos, señalar el celibato como la causa de todos los problemas de los
sacerdotes y religiosos. Acabaríamos por indicar terapias y remedios erróneos.
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-genitalidad: órganos predispuestos a la relación y a la relación fecunda, que
expresan la capacidad receptiva y oblativa del ser humano, además de la capacidad
unitivorelacional;
- corporeidad: el cuerpo es sexuado en todos sus componentes y dotado de una
identidad de género (masculino o femenino); tal pertenencia está en la base de la
atracción de un sexo hacia otro, pero también en la base de la capacidad de relación
con el-otro-de-sí-mismo;
-afectividad: la sexualidad adquiere verdadera cualidad humana sólo si está
orientada, elevada e integrada por el amor; crece y se realiza sólo en la libertad
para acoger el amor y autoentregarse";
-espiritualidad: la sexualidad es también espíritu. El cuerpo sexuado, como
«testigo del amor como de un don fundamental»,
-revela al hombre que viene de otro y va hacia el otro, su núcleo radicalmente
dialógico;
-ayuda a comprender el sentido de la vida, a convertirse en bien dado";
-«contribuye a revelar a Dios y su amor creador», que ha amado al hombre hasta
hacerlo capaz de un amor dador de vida, que lo hace semejante a sí.
«Carnal y espiritual, lejos de oponerse, se informan recíprocamente»"; «el cuerpo es
iluminado por el espíritu y viceversa.
Pero todo en función del amor.
«El sexo procede del alma que lo expresa”, y recibe sentido del corazón que piensa,
pero según un ordo sexualitatis preexistente.
El célibe es necesario que aprenda a descubrir en todo impulso de su sexualidad un
orden interno, para realizarlo después en la vocación dándose en su proyecto virginal.
Tentación no será sólo la atracción por el otro sexo (natural en sí), sino toda visión
negativa, superficial, pobre y temerosa de la sexualidad que, debido a la preocupación
por la propia perfección (mal entendida), no aprovecha la energía contenida en ella, ha-
ciendo estéril, su virginidad.
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ambivalencia, y su identidad, extendida entre la necesidad del otro y la capacidad de
responsabilizarse de él.
La sexualidad educa, en la libertad para recibir el don del otro, pero también en el
sentido de responsabilidad para con el otro; forma en la gratitud y en la gratuidad, que
lleva a la aceptación incondicionada del tú y al gusto del amor desinteresado por él.
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CAPÍTULO 4
Sexualidad inmadura
«... proceded según el Espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues
la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como
que son entre sí tan opuestos, que no hacéis lo que queréis. Pero, si sois guiados por
el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son conocidas:
fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras,
ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejan-
tes» (Ga 5,16-21).
«Por tanto, os digo y os aseguro esto en el Señor, que no viváis .va como viven los
paganos, según la vaciedad de su pensamiento, obcecada su mente en las tinieblas y
excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos y por la dureza de su
corazón; ellos, habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta
practicar con desenfreno toda suerte de impurezas» (Ef 4,17-19).
La sexualidad es una realidad compleja y enigmática; que no crece ni madura de forma
espontánea; es más un quehacer que un dato de hecho.
No siempre la formación ha dedicado una atención precisa a la sexualidad. ¿Y qué decir
de la formación permanente de esta área? ¿Acaso hay algún proyecto teórico-
práctico en este sentido? Y ¿hay en los individuos una disponibilidad? ¡Lo cierto es
que la sexualidad no se aletarga con el paso de los años!
No es extraño, que haya formas de inmadurez afectivo-sexual en el virgen, que hacen
más difícil la vivencia del celibato y menos eficaz su testimonio.
En cada uno de nosotros pueden estar presentes estas formas: dependencia afectiva,
masturbación, miedo a dejarse amar, necesidad excesiva de afecto...
Estar convencidos de ello y tratar de precisar dónde la propia sexualidad no es todavía
adulta es ya una buena señal; negarlo y no hacer nada para identificar dónde y por qué la
propia sexualidad es más vulnerable es síntoma de inmadurez.
Tratemos de especificar algunas formas de inmadurez sexual más frecuentes en la vida
de un virgen. Las dividiremos en dos grupos:
-las ligadas al desarrollo afectivo-sexual de la persona
-las relacionadas con los contenidos de la madurez afectivo-sexual.
1. En el nivel evolutivo
En el nivel evolutivo, la inmadurez se puede deber a:
- a una no correcta superación de ciertas etapas evolutivas en la primera educación,
con consiguientes dificultades de identidad sexual;
- a un no crecimiento de la sexualidad misma, con la consiguiente fijación en una
cierta fase evolutiva;
- a un desarrollo de la sexualidad no adecuado a edades y etapas existenciales, a
exigencias pastorales o a nuevas situaciones ambientales, con una relativa regresión a
una etapa anterior del desarrollo.
Veamos estas posibilidades una a una.
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experiencias, en el periodo anterior a la adolescencia, que impidieron el paso de la fase
homoerótica a la heteroerótica (homosexualidad no estructural).
Por lo general, la verdadera homosexualidad no significa sólo atracción por las per-
sonas del mismo sexo, sino más bien dificultad para interactuar con el que es
diferente, para acoger incondicionalmente al otro, para dejarse formar por la
alteridad.
Desde este punto de vista, conlleva una carencia objetiva de la relación interpersonal.
Si la alteridad es parámetro evolutivo, a lo largo del cual tiene lugar el desarrollo
psicológico, afectivo, relacional y sexual del ser humano, la misma alteridad
encuentra en la sexualidad y en la diversidad de los sexos su clave más expresiva, el
signo más evidente, pero también una indicación precisa que seguir o un objetivo que
perseguir en la vida. En este sentido, la atracción hacia el mismo sexo comporta una
especie de negación de la alteridad y también la negación de una ley o de una
posibilidad de desarrollo.
1.2. Fijación
La fijación es un mecanismo defensivo a través del cual la persona se niega a crecer
bloqueándose en una cierta fase evolutiva. Son señal de .fijación algunas reacciones
afectivas infantiles de consagrados adultos:
- actitudes de celos infantiles en la vivencia de una amistad o en la pastoral («mi
amigo, mi grupo..., mi ministerio..., mis colaboradores»);
- una curiosidad sexual de cuño preadolescente en el consagrado, con una mirada que
nunca se sacia y sin respeto al otro/a;
- una fijación de la sexualidad, comprensible en adolescentes, pero no en religiosos
adultos que sueñan como muchachos el fruto prohibido.
En estos casos la sexualidad sigue siendo infantil o adolescente y el individuo nunca
crece, con notables consecuencias en el plano de las relaciones y del ministerio,
aunque esto es captado pocas veces por la persona en cuestión.
Cada uno de los episodios termina influyendo en el nivel de madurez y nunca es
inocuo.
1.3. Regresión
La regresión, es una reacción frente al presente con estilos del pasado, una especie
de reedición de modos de hacer y relacionarse o no, típicos del pasado; por ejemplo:
- la búsqueda ansiosa de afecto tranquilizador por parte del consagrado, que se
encuentra viviendo una situación de soledad y se arrima a una mujer o se cierra en la
masturbación;
- el enamoramiento del religioso de cierta edad, con la sensación de que la vida se le
escapa o un fracaso, y necesita llenar un vacío o sentirse aprobado.
En ambos casos hay una especie de retorno al seno materno a un calor ya gozado, con
la ilusión de evitar la dureza de la situación. Todo esto crea una descompensación en la
persona, que reacciona ante las circunstancias de la vida con actitudes impropias.
Aquí la inmadurez consiste en no haber aprendido a crecer con la vida.
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Profundicemos en ello
A) PRESUNCIÓN
El virgen presuntuoso da por supuesto que se conoce, que sabe sobre Dios, que puede
enseñar a los demás lo necesario para ser perfectos y santos.
Presume que lo sabe todo sobre la vida afectiva y que ha resuelto todos los problemas
al respecto.
B) IGNORANCIA
De la presunción a la ignorancia la distancia es corta y el daño es grave.
Un célibe por el Reino que no conoce la sexualidad no sabe tampoco qué es la
virginidad y por qué la ha elegido. Por ejemplo:
- el virgen ignorante no sospecha que en la sexualidad humana está inscrito el sentido de
la vida, don recibido que tiende a convertirse en bien ofrecido;
- tiene una idea tan mezquina del sexo; no puede creer que la sexualidad, que viene de
Dios, pueda proporcionar energías importantes para la vida espiritual y que en ella viva
el Espíritu de Dios;
- no sabe que sexualidad madura quiere decir capacidad de relación con la persona
diferente, con quien no es amable, para que se sienta amado; de lo contrario, la
virginidad es falsa y su ascesis es inútil;
- no ha aprendido nunca a bendecir la sexualidad y cuando habla de ella se ruboriza o se
pone demasiado serio, o es vulgar, o termina siempre hablando de lo mismo...
El virgen ignorante elimina la parte que le plantea problemas porque se hace la ilusión
de que así se simplifica la vida. Pero se equivoca. ¡Es la ignorancia del misterio!
C) ANALFABETISMO E INEMOTIVIDAD
No hay peor ignorancia que la de quien no quiere ver o sentir, como el consagrado que
teme o desprecia la sexualidad, la considera negativa, inmunda, y decide negarla. Se
obstina en no admitir los propios sentimientos y espiritualiza todo.
Quien ignora sus sentimientos se hace mucho daño, porque pierde el contacto consigo
mismo y se hace analfabeto sentimental, no sabe entenderse ni comprender al otro. El
riesgo que corre inemotivo, no experimentar ningún sentimiento.
La sexualidad, en estos casos, se convierte en un gigante dormido que, si se
despierta sobresaltada, provoque desastres...
Pero hay también otros riesgos. Es verdad que uno puede tener la sensación de que vive
mejor la propia castidad, o de que la protege con más seguridad si permanece frío,
invulnerable, intocable, con un corazón... indiviso. «El corazón indiviso es algo bueno,
con la condición de que ame a alguien. Es mejor un corazón dividido que ama que un
corazón indiviso que no ama a nadie. Esto sería egoísmo indiviso, tener el corazón
lleno, pero del objeto más contaminante que existe: nosotros mismos. De esta
especie de vírgenes, no infrecuente, se ha dicho: "Como no son del hombre, creen que
son de Dios. Como no aman a nadie, creen que aman a Dios".
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El célibe de corazón vacío corre otro riesgo: el de reducir la consagración virginal a
una observancia que lo aplana todo, también la vitalidad, haciéndolo como un hombre
muerto.
Algunos darían cualquier cosa para sentirse seguros, pero nosotros no podemos
tenerla: seguridad o vida, tenemos que elegir».
D) IDOLATRÍA Y PRIMITIVISMO
Sexualidad es relación, apertura, acogida del que es diferente de uno mismo. Es im-
posible elegir la virginidad si la sexualidad no es madurada. Pero es posible, hacer
de la virginidad una excusa para cerrarse en sí mismo. Esto sería como forzar la propia
sexualidad, obligándola a replegarse sobre sí, a ir contra la naturaleza y transformarse en
su contrario, cerrando al sujeto en sí mismo y lo haciéndolo incapaz de relacionarse.
Quien vive de este modo su virginidad será un célibe que observa su celibato, pero
no lo ama. En estos casos es la corrección exterior del comportamiento tranquiliza y
no hace sospechar nada. Pero en realidad hay diferentes señales de inautenticidad.
A) NEGACIÓN DEL TÚ
El síntoma más evidente es el egocentrismo que hace a la persona insensible al otro,
atenta sólo a sí e incapaz de empatía. Señal de pobreza relacional es la incapacidad de
gozar de la alegría de otro. Alguien ha escrito: «Los sacerdotes y religiosos saben
amar, pero casi nunca amarse entre sí».
Una sexualidad centrada en el yo crea, la tendencia a la selección en las relaciones y
al «uso» del otro para las propias necesidades, y la tendencia al dominio y la posesión
del otro.
Un aspecto de tal síndrome es el encerramiento en los propios límites que lleva al
descuido en el uso de las cosas de todos, a la falta de disposición a compartir y a la ten-
dencia a la avaricia, a la envidia y a la competitividad relacional.
Expresa en el fondo una profunda tristeza del yo: quien está sereno y contento tiende a
compartir lo que tiene y es, y no le falta nunca nada; quien guarda para sí vive
aterrorizado pensando que puede faltarle algo, y vive mal, deprimido y nervioso.
El egocentrismo puede trastornar también la vida espiritual y hacer la relación con
Dios fría y vacía.
B) ALTERACIÓN DEL YO
Cuando el yo se cierra en sí mismo, hace artificial y mentiroso el modo de vivir y
de ser consagrados. De aquí nacen peligrosos procesos de compensación:
- abuso de la comida y del alcohol,
- acumulación de dinero y objetos,
- ostentación de superioridad y autosuficiencia,
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- protagonismo y búsqueda narcisista del propio éxito,
- autocomplacencia por sentirse «interesante» y estar en el centro de la polémica,
- brusquedad en el trato,
- racionalismo exasperado y exasperante,
- descuido general o, por el contrario, afectación excesiva en el vestir,
- poco cuidado en la decoración de los ambientes,
- falta de creatividad apostólica,
- ausencia de gusto estético,
- mediocridad como norma de vida,
- malhumor y nerviosismo constantes,
Sexualidad significa vida recibida y dada. El virgen tiene que saber engendrar; de lo
contrario, la virginidad es maldición. Pero no puede hacerlo si no ha aprendido a vivir
la propia sexualidad como fuerza creativa, como búsqueda del bien del otro.
Señales específicas negativas:
A) ESTERILIDAD Y SOLEDAD
Es la historia de muchos célibes, «hombres incompletos», porque en lugar de
engendrar y hacer crecer al otro, hacerlo autónomo y libre, lo vinculan a sí, (que se
sepa que eso lo he hecho yo) o hacen consistir la propia identidad en lo que producen,
en los resultados de sus prestaciones.
No crean libertad a su alrededor, porque no son libres para entregarse al otro, a la
vida, a la muerte, ni para entregar el propio «hijo» a los otros sin ningún derecho de
propiedad ni pretensión de ser insustituibles.
Se encuentran solos, como el grano de trigo que no se entrega a la muerte y se
queda «solo», no engendra ni da fruto (Jn 12,24).
B) FECUNDIDAD DESVIADA
Otra señal de sexualidad estéril es la del que desvía su capacidad generativa de las
personas a las cosas, a los animales, a la actividad profesional. Colecciones (sellos,
mariposas), aficiones extrañas, manías incansables, que trabaja como ganadero,
mecánico, ratón de biblioteca... tan cerrado en su mundo que no sabe gozar de la
relación con el otro.
No hay nada malo en trabajar como agricultor o electricista…, el problema nace
cuando esto se convierte en huida de la relación con los otros.
C) DIVERSIDAD TEMIDA
Lo que hace fecunda la sexualidad es el encuentro de las diferencias, complementarias
entre sí. El temor a lo diferente hace que la relación sea estéril. Rechazar al otro y
sentir como una amenaza su diferencia hasta pretender que se vuelva semejante a sí,
haciendo infecunda la relación.
La sexualidad indica diversidad y es escuela para aprender a vivir en la diferencia.
Inhibida y castrada en su vitalidad perderá la fecundidad. De ella no podrá nacer una
virginidad fecunda aunque sea virginidad observada.
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CAPÍTULO 5
«Dichosos los puros de corazón»
«Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de
los Cielos... » (Mt 5,1-10).
Puro de corazón es quien está poseído por un único y gran amor, en el que reconoce
la propia verdad. No es quien no comete gestos impuros o no conoce mujer, sino quien
conoce un solo amor, aquel que es llamado a amar y por el cual se siente
conquistado totalmente.
La pureza no es abstinencia y observancia, sino plenitud y unicidad de amor.
El puro responde de lleno a la naturaleza del impulso afectivo-sexual, el cual puede
expresarse al máximo sólo cuando se concentra en un único afecto, hacia una única
persona, para difundirse después en otras. el enamoramiento tiene que ser único.
El virgen por el Reino, recuerda a todos la centralidad de Dios como perspectiva
originaria y final del amor y lo hace eligiendo por vocación y por gracia a Dios como
término y objeto de su amor; tratando de que en su vida no haya otros afectos que
atraigan al corazón y lo distraigan.
Tal elección, desarrolla en el individuo algunas características.
A) VERAZ Y LIBRE
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Veraz consigo mismo y con lo que es llamado a ser y amar. El puro ama lo que es
digno de ser amado, o a quien «debe» amar. En él encuentra su identidad y
vocación, la fuente y el destino, una llamada y una fascinación.
Pureza y verdad, que atrae y hace libres, porque revela lo que es esencial para cada
persona. El puro-de-corazón tiene la sensación de ser él mismo, feliz en lo que es, y
creíble en lo que hace.
B) UNO Y UNIFICADO
El virgen es puro-de-corazón es hecho uno por el Uno, unificado por aquel que es
absolutamente puro en sí mismo. Único en su vida de virgen, porque todo en ella parte
de él y reconduce a él. Es consistente, sólido y estable, quiere una sola cosa, conoce
una sola pasión.
C) TRANSPARENTE Y RELACIONAL
Es puro el corazón de quien no oculta nada a Dios. Le permite entrar en todos los
rincones de su persona: son puras sus manos, labios, ojos, rostro, también sus
pensamientos, deseos, relaciones, amistades, gestos...
El puro-de-corazón es puro para expresar el amor. Es transparencia del amor de Dios,
no centra la atención en sí mismo, sino que remite a Dios.
Es inocente, con una inocencia que remite al amor de los orígenes: a la benevolencia
que está en el origen de su aventura existencial. Por esto Dios puede ser Dios en él,
mientras que todo para él es puro.
D) COHERENTE Y RADICAL
Corazón puro significa: deseo, búsqueda, nostalgia, autoentrega, tensión hacia él, lucha
para crecer en el deseo, con la certeza de que sólo el Eterno puede llenar el corazón, y
con la renuncia a cuanto podría frenar el camino o desviarlo.
El puro-de-corazón sabe que hay que llegar incluso a las lágrimas en la experiencia de
que Dios es nuestro único amor.
A) AMOR POBRE
Es el amor del «pobre de espíritu», del que se siente amado en su pobreza y no
amabilidad de forma gratuita y sin mérito suyo; que se siente querido por un amor
grande y para siempre.
Este amor lo satisface y hace agradecido, lo libera de la ansiedad de la acumulación,
y hace que sea sobrio en las relaciones, en la expresión de sí, para que brote el amor
eterno, primero, último y único, siempre en el centro de su vida y de sus afectos. Hasta
el punto de renunciar, en la pobreza más profunda a una de las experiencias más
enriquecedoras, bellas y placenteras como es la sexual.
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B) AMOR MISERICORDIOSO
La misericordia es el amor excesivo, la medida «buena, apretada, rellena, rebosante»
(Lc 6,38) no mide por el mérito del otro ni por los propios intereses. Sólo puede
perdonar quien ha conservado y capitalizado en un corazón puro, el amor. Se convierte
en él en exceso de amor, y permite querer también a quien es menos amable y no se lo
merece o nos ha hecho daño; hasta sentir la misma misericordia del Eterno.
Quien no perdona tiene una medida mezquina de amor (= piensa que le deben, que no le
han dado el amor que se merece. Es un impuro.
C) AMOR PACIFICADOR
Quien ama y es fiel al Amado vive en armonía y en paz, y no puede dejar de sembrar
a su alrededor serenidad y concordia. Y esto se debe a que es una persona modelada
por aquel amor, y por la coherencia que nace del amor.
La guerra, pequeña o grande entre nosotros, nace en corazones impuros.
2. «Dichosos»
Tal vez lo más singular del texto bíblico sea la invitación a la bienaventuranza del
corazón puro, y también la menos comprendida. Si la hubiéramos comprendido no nos
sentiríamos tan incómodos e inseguros para proponérsela a los jóvenes, y no habría
esta especie de conjura del silencio sobre la pureza del corazón.
2.1. Ni dichosos...
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Esta bienaventuranza, no excluye el sacrificio, sino que convive con él y lo hace
auténtico. El virgen no es un ignorante (que no sabe lo que se ha perdido...), sino un
discípulo que está descubriendo en la renuncia una impensada y rica fecundidad. Y
esto le hace feliz. Con una dicha contagiosa.
Pureza de corazón es cultivar el único verdadero deseo humano: ver el rostro del
Padre. Anuncia que no hay otros deseos, y que, si ahora no es posible la visión
plena, si es realizable alguna intuición que alcanza fragmentos de verdad.
Sobre todo es pura la mirada del «Padre que sonríe al Hijo y del Hijo que sonríe al
Padre ».
El puro-de-corazón está destinado a encontrar su morada en esta mutua sonrisa-placer-
gozo-amor, dejando que aquella mirada traspase e ilumine su rostro y de él salte a
otros muchos.
El puro-de-corazón es un predilecto: amado para siempre y por un amor grande. Es
puro-de-corazón porque está libre de toda pretensión.
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CAPÍTULO 6
La alegre noticia de la castidad evangélica
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que os ofrezcáis a vosotros
mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto
espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la
renovación de vuestra mente, de, forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de
Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,1-2).
«Por eso, al entrar en este mundo, Cristo dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero
me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a
hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10,5-7).
1. El «evangelio» de la castidad
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La castidad del consagrado es Francisco que besa tiernamente al leproso, no el célibe
observante, rígido y frío y asocial.
La castidad del virgen es síntesis de dos atenciones y pasiones: por la propia opción
celibataria, y por los valores de la sexualidad y antes aún por su corporeidad. ¿Acaso
el cuerpo no es desde siempre «el sujeto mismo de una fe que se atreve a afirmar con
su tejido sutil y entusiasmante la indisoluble comunión de la carne con Dios»?
Castidad significa renunciar por el Reino al ejercicio genital sin renunciar al fin natural
de la sexualidad con su triple tendencia fundamental: hacia la relación, la alteridad, la
fecundidad, o contra el encerramiento narcisista, contra la homologación del otro,
contra la esterilidad.
Castidad (virginal) significa, realizar el objetivo específico de la sexualidad a través
de la opción virginal.
No basta, para ser castos, con abstenerse de los «placeres de la carne». Es preciso
captar en la carne la presencia del Espíritu, y favorecer el poderoso impulso que la
sexualidad imprime a la relación con el otro, para que sea fecunda.
Así la continencia casta permite estar «separado de todos y unido a todos».
No es casta, la vida de quien, para mantener la fidelidad a una de las dos «obediencias”
renuncia a la otra o la menosprecia.
Si, la renuncia a mi genitalidad me cierra a la relación con el otro esa renuncia no es
sana ni casta, aunque esté hecha en nombre de mi virginidad. Y si la pretensión de
satisfacer ciertas exigencias afectivas me impide dar testimonio de Dios como del
único y gran amor, mi renuncia sería ficticia y falsa.
Es sana la renuncia que «obedece» ambos valores, me hace ser hombre espiritual y
carnal, y permite que se transparente el sentido del cuerpo sexuado hecho fecundo
precisamente por la renuncia.
Tal renuncia no entristece más bien se convierte en hermoso testimonio de cómo Dios
llena el corazón del virgen.
El pecado contra la castidad es, por tanto:
- la sexualidad incontrolada, o por exceso,
- la sexualidad reprimida, o por defecto,
- la sexualidad desintegrada, no debidamente equilibrada ni integrada con el amor.
22
La castidad, es virtud que regula; es norma, con sus obligaciones y prohibiciones.
Por esto no está entre las virtudes más admiradas. Esto sucede por una serie de
equívocos.
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CAPÍTULO 7
Virginidad como sexualidad pascual
«En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, por la cual el mundo es para mi un crucificado y yo un crucificado
para el mundo. Porque lo que cuenta no es la circuncisión, ni la incircuncisión,
sino la creación nueva. Y para todos los que se sometan a esta regla, paz y
misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios. En adelante nadie me moleste,
pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Ga 6,14-17).
«Eliminad la levadura vieja, para ser masa nueva, pues sois ázi mos. Porque
nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta,
no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con
ázimos de sinceridad y verdad» (1 Co 5,7-8).
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- Quien ama sabe que tiene que morir; el morir es signo de que ha amado de verdad,
no de modo superficial o interesado, y expresa que otro ha entrado en su vida y se ha
beneficiado totalmente de ella.
Dejarse juzgar por la cruz quiere decir, la libertad y voluntad de someter todo
afecto, pensamiento, instinto, pasión y deseo al juicio de la cruz. Porque sólo la cruz
puede juzgar el corazón y permite descifrar lo que le sucede; sólo el verdadero amor
puede descubrir el falso amor en sus fingimientos.
Hay un método al alcance de todos para hacer efectivo este juicio de la cruz: es el
examen de conciencia ante la cruz.
Su objetivo no es negativo (el descubrimiento de las transgresiones), sino positivo: la
formación de la conciencia. El examen de conciencia forma la conciencia del virgen:
es un radar muy sensible y un pedagogo que la ilumina; permite prevenir o vivir bien las
crisis y hace atento e inteligente al virgen, sabio y celoso su corazón.
La persona «humilde e inteligente» es aquella que gracias a este ejercicio, ha
aprendido en tiempo real a percibir lo que sucede en su corazón, confrontándolo con
el mensaje de la cruz, o con el corazón del Crucificado.
25
La cruz libera el corazón, porque da dos certezas sobre las que se construye la libertad
afectiva:
-la certeza de ser amado desde siempre y por siempre,
-la de poder y deber amar por siempre.
Dos certezas que sacian el corazón y permiten al virgen vivir libre para dar, poner al
otro en el centro de atención, y compartir el amor recibido.
La cruz salva no sólo en sentido general, sino que redime ahora nuestra afectividad y
sexualidad de los narcisismos que apagan en ella el amor; y así la protege y custodia la
impronta divina inscrita en ella.
La cruz ofrece y pide al hombre el máximo, porque lo salva del [amor a sí mismo]
que es «la causa primera» de todos los pecados y le pide que ame con el mismo
corazón del Crucificado.
No existe exigencia mayor que ésta para una criatura humana. No comete el mal y, sin
embargo, acepta cargar con las consecuencias de él. Éste es el tipo de sufrimiento que
acerca a Dios.
La decisión de ser virgen es un modo de vivir la responsabilidad personal ante el
amor. En este sentido la virginidad promueve y exalta aquella energía de amor que se
encierra en la sexualidad humana.
Los estigmas no son simples cicatrices. Son heridas frescas, amor real impreso en el
cuerpo. Así sucede en Jesús, en cuyos miembros el amor ha escrito su relato con el
alfabeto de las heridas. Así sucede en todo amante verdadero.
El virgen tiene los estigmas. La virginidad misma es herida impresa en el cuerpo y en el
alma; los estigmas le recuerdan el amor único y más grande, pero también aquellos
días en los que aparecieron otros afectos que engañaban y sembraban desconfianza
en el amor humano. Herida fresca cada vez más motivada por una pasión nueva por
Dios. Tal virginidad es sexualidad pascual.
Por el contrario, no hay nada más miserable que un celibato reducido a cicatriz, un
virgen que no ha sido capaz de motivar de nuevo la ofrenda; su corazón, no siente
ninguna pasión. No ha dejado que su sexualidad pasara por el via crucis y fuese sanada
y hecha fresca, bella, fecunda.
Esta persona no es virgen, aunque sea célibe, porque su sexualidad no es pascual.
Los estigmas son el signo de la vida nueva que puede ser transmitida a los otros, más
fuertes que toda muerte. Éste es el sentido de las apariciones del Crucificado-
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Resucitado, que invita a Tomás a meter las manos, el corazón, las dudas y la vida en
sus heridas para ser salvado.
Este es el sentido de nuestra virginidad. Quien lleva los estigmas, y no los esconde, se
ha convertido en fuente de vida, como el tau sobre las frentes de los elegidos o la
sangre sobre las puertas de los hebreos.
Este virgen, con sus estigmas, «no sólo sabe que muere, sino que sabe que puede
morir amando»".
Es la plena sexualidad pascual: si el amor es más fuerte que la muerte, quien muere
amando no puede morir.
CAPÍTULO 8
Enamorado de Dios
«Y nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es
Amor: y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. En esto ha
alcanzado el amor la plenitud en nosotros: en que tengamos confianza en el día del
Juicio, pues según es él, así seremos nosotros en este mundo. No cabe temor en el
amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor, porque el temor entraña castigo;
quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor» (1 Jn 4,16-18).
1. Extraña seducción
En el origen del enamoramiento está el tú; quien se enamora sufre la acción del
otro, es pasivo con respecto a él. Esto es evidente en el caso del virgen, porque es
Dios quien toma la iniciativa; es él quien está enamorado y seduce.
La seducción humana que y engaña, hace verlo todo de color de rosa, ocultando el
lado más áspero de la realidad.
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Dios seduce con la prueba, que implica renuncia, sacrificio, soledad, e incluso
amenaza con desaparecer... Seducción sufrida por Abrahán, gustada por Oseas,
padecida por Jeremías, experimentada por Pedro...
Esta seducción es evitada por quien no acepta la prueba por el virgen que teme la
soledad y huye de ella. Éste no estará nunca enamorado de Dios, porque no podrá
percibir que Dios está enamorado de él.
2. Autoconciencia
3. Nacimiento de la libertad
Se dice del enamorado como que hubiera perdido la autonomía y la lucidez. Sucede
todo lo contrario. Porque el enamoramiento provoca un aumento de la
autoconciencia y el nacimiento de la libertad. Goza de la certeza de ser amado y de
amar, de las que brota la libertad afectiva.
El enamorado no siente necesidad de otros afectos, y no cambiaría a la persona amada
por nadie en el mundo; el enamoramiento es exclusivo y el amor eterno, porque amar
significa decir a otro (o escuchar): «Tú no morirás, tú vivirás para siempre...».
Esto es más cierto cuando se ama a Dios porque nada como su amor puede dar al
hombre estas dos certezas: -la de ser amado desde siempre y para siempre; - la de
poder amar para siempre.
El «para siempre» es garantía de libertad afectiva: elimina el miedo de no ser
amable; quita la pretensión de tener que merecer el amor. La cruz, es la prueba de
que el amor es don que puede ser gustado sólo por quien es libre para dejarse amar.
El enamorado de Dios se siente amable y amado. Esta satisfacción educa su
sensibilidad, haciéndola más atenta y fina, y le permite seguir dejándose amar y ser
libre para apreciar con los gestos de afecto.
Por el contrario, quien no vive un enamoramiento de Dios, no será libre para
dejarse querer, porque necesitará buscar signos de afecto a su alrededor. Tendrá
necesidad de prestaciones cada vez mayores, será celoso y nunca saciado, ávido y
avaro, posesivo y avasallador.
Quien no está enamorado del Creador no es libre para dejarse amar por las criaturas.
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Si el objeto del amor es Dios, quien se enamora de él llevado a extender los propios
límites humanos a los divinos.
Quien ama al Padre será llevado a amar como él; si no ama como él, quiere decir que
no lo ama, o lo ama poco y el celibato se convertirá cada vez más en ley, y no tendrá
la fecundidad del amor del Padre.
Quien está enamorado de Jesús lo pone en el centro de la vida.
El enamoramiento de Dios, no es exclusivo, sino inclusivo, incluye a los otros, como
parte integrante de este amor. Como el Padre nos ama a todos en el Hijo y el Hijo
en el Padre.
El yo del virgen enamorado se extiende a la medida del corazón de Cristo, entrando en
la lógica de entrega de sí al Padre y a los hermanos, a la vida y a la muerte.
La cruz, se convierte en el límite del yo, su forma y raíz escondida.
5. Maduración de la identidad
Enamorarse sea fácil, lo difícil es permanecer en el amor, «en las alegrías y en las
penas»: el enamoramiento es la formación permanente del amor. Esto no quiere
decir, por un lado, que la pasión de los inicios tenga que permanecer idéntica en el
tiempo, pero tampoco que el amor esté obligado a disminuir.
Permanecer en el amor quiere decir que el amor tiene sus estaciones, y todas son
importantes. No siempre el consagrado puede tener el fuego encendido de la pasión
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por Cristo; a veces podrá parecer apagado, y cubierto de cenizas. A condición de que
debajo haya brasas y dentro del corazón el deseo de soplar sobre ellas...
Lo que cualifica el amor del virgen no es la posesión tranquila de un amor fácil, sino
a veces la nostalgia de una pasión, o la tristeza por haber renegado de ella, y en todo
caso el esfuerzo de orientar y reorientar el propio amor hacia aquella relación total y
exclusiva con Cristo.
8. Presencia-ausencia
El enamoramiento del célibe es leído correctamente cuando consigue mantener juntas las
dos polaridades típicas del camino oblativo: la presencia y la ausencia. Todo ser crece
en la madurez relacional en la medida en que aprende a vivir la presencia y la ausencia
del otro, hasta el punto de vivir la presencia en la ausencia y la ausencia en la presencia.
Así sucede en el célibe: «Mi deseo afectivo, mi amor no está todavía satisfecho, el
Esposo tiene que venir todavía...». lo atestigua con la pasión de un deseo que
permanece insatisfecho, el deseo de ver el rostro de Dios, deseo que crece.
La ausencia tiene que ser vivida y testimoniada con coraje, con la sensación de la
soledad que implica, pero también con la transparencia fiel de una vida que remite
siempre a Otro que no se ve pero que permanece en el fondo de toda relación.
El virgen anuncia también que el Esposo ha venido, se ha hecho presente en su vida, y
lo ha «visto» porque ha sido llamado y atraído por él. El Esposo le ha hecho una
propuesta que ahora da sentido a su vida y le ha hecho intuir algún rasgo de su amor...
en suma, el deseo del virgen está también saciado; hay una presencia en su historia,
Alguien que camina delante de él y con él aquel que «sacia el deseo de los que lo
temen» (Sal 145,19).
El enamoramiento se encuentra en el punto de confluencia de estas dos experiencias, es
la chispa que salta por el contacto entre ausencia y presencia, entre deseo
insatisfecho y deseo satisfecho. Se da y se retira, se manifiesta y se oculta, se revela
y no se deja tocar, está cerca y se aleja.
Por el contrario, no puede haber enamoramiento alguno cuando la vida del célibe
pretende recorrer uno solo de los dos itinerarios.
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CAPITULO 9
Crisis afectiva: ¿gracia o debilidad?
«Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en su fuerza poderosa. Revestíos de las
armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-11).
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1. Tipología de las crisis (o de las personas en crisis)
He aquí algunos modos de vivir -o de no vivir- las crisis.
Los hay poco atentos, que perciben y admiten que están en crisis cuando ésta estalla
con violencia y no tienen fuerza para gestionarla.
A éstos habría que enseñarles a prevenir las crisis o a reconocerlas cuando están en el
estadio inicial.
Proponerles toda una educación para el autoconocimiento para ayudarles a tener en
cuenta los propios límites.
La persona inteligente, que se conoce no se permite todas las libertades del mundo, sino
que renuncia a aquello que la aleja de la verdad de sí misma.
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El grupo de los «analfabetos», que no saben interpretar la crisis o la interpretan en un
sentido único -como el consagrado que se enamora de una mujer y piensa por ello que
se ha equivocado y tiene que cambiarlo todo-. O están viviendo una experiencia tan
agradable que no quieren saber nada de votos, ni hay modo de hacer que razonen.
Es probable que en estos casos haya faltado una educación sexual.
Se hace indispensable acompañar a estas personas en el itinerario que lleva a
conocer la propia sexualidad, y hacer comprender que el hecho de enamorarse no
significa necesariamente que el propio camino sea el matrimonio. La persona que
quiere realizarse y vivir en plenitud, también tiene que mortificarse.
Es el grupo de quienes no aprenden nunca de las crisis que viven, porque parecen
arraigar cada vez más en la persona.
Es el caso, de quien pasa de una dependencia afectiva a otra, y allí donde va deja la
señal, o se enamora perdidamente de alguna mujer, con toda la secuela de ansiedad,
miedo a perder el objeto amado, celos, necesidad creciente de intimidad, verdadero
sufrimiento. A veces, para cortar por lo sano, se destina a estos a otros lugares. Pero
¿qué sucede? Cesa una cierta relación pero nace otra. O bien se trata de personas que
repiten siempre el mismo esquema: cae siempre en la misma trampa.
La solución puede estar, tal vez poniéndole un hermano mayor para ayudarle a
comprender, a reconocer la equivocación de fondo y decidir que uno ya no quiere ser
esclavo.
Para que la vida no se convierta en una sucesión de crisis inútiles.
2. Vivir la crisis
B) SENSIBILIDAD MORAL
Hay un sentido de culpabilidad que es absolutamente sano y constructivo, sabio y
realista; como hay una sensibilidad moral que puede ser inhibida o desviada de hábitos
no coherentes con los propios valores y fuera de la realidad y verdad del propio yo.
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Nadie puede justificarse diciendo que para él «está bien así» o que su conciencia le
«dice que no hay nada malo» en lo que hace; porque cada uno tiene la sensibilidad
moral que se merece y que él mismo se ha formado (o deformado) lentamente.
C) ACTITUD CONSTRUCTIVA
Persona madura no es la que no tiene crisis, sino la que al atravesarlas, las aprovecha
para crecer; para construir; para avanzar; para descubrirse y definirse cada vez mejor,
no para seguir el instinto del momento.
Se sirve de la crisis para conocerse de modo más objetivo en su realidad, en los
ángulos más recónditos de su interior y en los aspectos menos positivos de su per-
sonalidad.
El enamoramiento es como terremoto que cambia la geografía interna del enamorado;
para muchos es la experiencia más reveladora del yo.
D) DE LA SINCERIDAD A LA VERDAD
La sinceridad no basta.
En las crisis hay que reconocer el motivo profundo, el porqué de aquellos sentimientos:
hay que pasar de la sinceridad a la verdad. Este itinerario puede ser estimulado a través
de un examen de conciencia inteligente y preguntas puntuales:
- ¿De dónde vienen esta tensión y atracción?
- ¿Qué dice este enamoramiento de mi camino de maduración?
- El sufrimiento que experimento por esta ausencia, ¿es proporcionado?
- ¿Qué busco en aquella persona y qué me da?
- ¿De qué me defiende o qué me hace evitar? ¿De qué me libera y de qué podría
alejarme?
- ¿Cómo se explica que mi conciencia me haga sentir aquella actitud como lícita y
pacífica?
- ¿Cómo he podido llegar hasta aquella implicación?
- ¿Qué estoy deseando en realidad?
Éste es el camino hacia la verdad. se llega a descubrir la verdad personal a través del
esfuerzo humilde, constante del examen personal. Se hace no sólo examen de
conciencia, sino también examen de la conciencia.
El máximo realismo de la vida es pasar de la sinceridad a la V er da d , como una
peregrinación a las fuentes del yo.
A menudo sucede, que se busca a través de una mujer no estar a solas consigo
mismo, o no encontrarse a solas con Dios.
Si tuviera el valor de admitirlo, comprendería que no tiene derecho a «usar» a nadie
para resolver sus problemas. Y tal vez se dispusiera a vivir la soledad de modo
diferente, convencido de que nunca estamos solos.
Quien acepta vivir la soledad y no busca los medios para llenarla, descubre que no
existe la soledad, porque en lo más profundo de nuestro ser está Dios, el enamorado
del hombre.
E) DE LO PSÍQUICO A LO ESPIRITUAL
La crisis es vivida bien cuando es escrutada-interpretada ante Dios, a la luz de
estas preguntas:
- ¿Qué me está diciendo Dios, de mí y de Dios mismo, a través de esta prueba?
- ¿Qué me está dando y pidiendo?
- ¿Dónde está el Señor en todo esto, y adónde quiere conducirme?
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El protagonista sigue siendo el Eterno, que puede servirse de la debilidad para
revelarse o para atraer nuevamente a sí. O puede hacer comprender a través de un
enamoramiento de lo que es capaz el corazón humano.
El Creador ha buscado siempre a la criatura a través de la prueba,
En este punto la crisis no es ya un hecho sólo psicológico, sino que pasa a ser
religioso; uno no lucha ya con tentaciones y atracciones, sino con Dios y su amor, has-
ta rendirse a ellos.
Es el momento de la decisión. También el de un gran crecimiento en el conocimiento
de sí, de la propia debilidad, del hambre de afecto y del sentido de la propia llamada
virginal. Es el momento de redefinir la propia identidad.
B) VULNERABILIDAD Y AMBIGÜEDAD
En la vertiente psicológica la consistencia del individuo empezará a
sufrir las consecuencias: la psicología puede ser a veces más severa y
estricta que la teología moral.
El resultado es una ambigüedad de la conducta y del juicio moral. Aun
cuando todavía no sea grave.
C) HÁBITO Y ATRACCIÓN DESVIADA
En la medida en que estas gratificaciones se repiten, se convierten en estilo que se le
impone.
Lo cual significa: menor libertad para prescindir de ello, escasa conciencia de lo que
está sucediendo en el corazón y una familiaridad cada vez mayor con la
gratificación, cada vez más justificada por el sujeto.
Disminuye la familiaridad con los valores del espíritu, y crece la frialdad con Dios.
Se sentirá cada vez más atraído por la persona que parece asegurarle una cierta
gratificación. En este punto es muy vulnerable y no resulta difícil que se enamore.
D) AUTOMATISMO
Poco a poco, las gratificaciones se vuelven automáticas.
Automatismo significa atracción que se impone y arrastra.
La persona, no sólo no será más libre, sino que perderá la capacidad de gozar de la
misma gratificación a la que se ha habituado (cuanto más hace uno lo que le gusta,
menos le gusta lo que hace).
En este momento hay que aumentar la dosis de gratificación, hasta búscar
gratificaciones que pueden ser moralmente relevantes.
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El individuo no percibe el salto cualitativo, o su conciencia lo justifica.
La conciencia se «obscurece» y el sujeto cada vez es menos capaz de mantener libre
el juicio de la conciencia. Usa el mecanismo de autojustificación.
E) MOTIVACIÓN INCONSCIENTE
El individuo, siente una necesidad cada vez más incontrolable y apremiante. En todo
lo que hace, de la oración al apostolado, de los ritos que celebra a las relaciones,
estará movido por una necesidad implícita de obtener atención y afecto, aunque nada
exteriormente o en su conducta permita suponerlo.
En este punto la persona está dividida entre tensión hacia sus valores oficiales y
atracción más hacia otros objetivos. Esta tensión debilitará al sujeto, y lo hará muy
vulnerable en el momento de la tentación o de la prueba. La crisis puede tener aquí
efectos graves y destructivos.
3. Un hermano al lado
Tal vez el individuo no sea en ese momento totalmente responsable de lo que hace o
siente, pero es responsable del proceso que ha tenido lugar en él. Y, podrá hacer algo
para detener el proceso y tratar de recuperar, la propia libertad y las energías que lo
alejan de sí mismo.
Es un momento doloroso y que puede llevar a salidas también dolorosas (abandono,
caídas, autoaislamiento, doble vida...).
Pero si en aquel momento hay un hermano que sabe estar al lado, alguien que ha
experimentado esos momentos, puede encender una luz importante en la vida del cé-
libe.
Vita consecrata, traza muy bien la figura de este hermano: « Cuando la fidelidad
resulta más difícil, es preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor
confianza y un amor más grande, tanto a nivel personal como comunitario. Se hace
necesaria, la cercanía afectuosa del Superior; mucho consuelo y aliento viene también
de la ayuda cualificada de un hermano o hermana, cuya disponibilidad y premura
facilitarán un redescubrimiento del sentido de la alianza que Dios ha sido el primero
en establecer y que no dejará de cumplir. La persona que se encuentra en un
momento de prueba logrará de este modo acoger la purificación y el anonadamiento
como aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado. La prueba misma
se revelará como un instrumento providencial de formación en las manos del Padre,
como lucha no sólo psicológica, entablada por el yo en relación consigo mismo y
sus debilidades, sino también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y
por la fuerza poderosa de la Cruz». ¡Feliz quien encuentra este hermano a su lado!
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CAPÍTULO 10
Libertad afectiva
«Para ser libres nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir
nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a
la libertad; pero no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario,
servíos unos a otros por amor» (Ga 5,1.13).
«Porque si nos hemos injertado en él por una muerte semejante a la suya, también lo
estaremos por una resurrección semejante» (Rm 6,5).
Es uno de los conceptos más universales y conocidos: todos hablan de la libertad
afectiva y la reivindican. Muchos la entienden como quieren y piensan que la poseen,
pero pocos se preguntan por ella y la consideran el punto de llegada de un camino de
crecimiento. Sucede también entre los vírgenes, porque raramente se traza el
itinerario formativo, que conduce a la libertad afectiva.
En las Reglas de vida o en las Ratio formationis de los seminarios, por lo general no
hay lugar para esta expresión.
Razones múltiples: tal vez porque tal libertad se da por supuesta en los jóvenes en
formación, o porque tiene un sabor ambiguo y es mirada con sospecha y desconfianza, o
porque nadie sabe bien en qué consiste en el plano teórico y práctico, o porque no es
considerada una virtud o porque hay todavía personas que piensan que es más un
derecho que reivindicar que una ascesis, y una mística, que vivir.
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mujeres, aventuras, autonomía... Envidia a su hermano, y por esto «no puede»
perdonarlo. Sin embargo, no es nada buena la vida que le «toca» vivir a él.
En su lógica, el mal es mejor que el bien; no ha aprendido a amar lo que hace y ha
perdido la libertad y capacidad de gozar, de tomar parte en la fiesta de la vida.
Dostoievski: «El secreto de una vida con éxito es esforzarse en actuar por lo que
uno ama y amar aquello por lo que uno se esfuerza».
La libertad afectiva no se identifica con la gratificación espontánea de los impulsos
afectivos ni se refiere exclusivamente al área afectivo-sexual, sino que es componente
esencial del concepto de libertad.
Hay dos aspectos sustanciales en la idea de libertad, que es importante tener siempre
unidos: el cómo ser libres y el qué es posible hacer como seres libres para vivir la
propia libertad.
Nadie es libre si no es libre en el corazón para amar la verdad.
Hay libertad afectiva allí donde el corazón ama y pone por obra la verdad, donde la
atracción por la verdad es tan fuerte que el sujeto no puede dejar de poner en
práctica aquella misma verdad, realizándola.
2. El dinamismo: la integración afectiva
A) «AMA... »
Al comienzo de una opción virginal está el descubrimiento del amor divino
recibido en abundancia, como fuente de la propia identidad y vocación, que pone
orden la propia vida afectivosexual.
38
«Ama» significa, la invitación a experimentar la atracción de este amor, la
fascinación del estilo amante de Dios, que ama primero, que ama a buenos y malos y
nos pide que amemos a los enemigos y a quien no puede correspondernos.
Esta atracción debe llevar a que cuanto agrada y complace a Dios lentamente agrade
también al hombre amante, y lo lleve a realizar su libertad afectiva: un corazón humano
capaz de vibrar con latidos eternos, al unísono con Dios, libre para desear sus mismos
deseos, abierto al infinito, en contacto con el «corazón del mundo».
3. El estilo
El estilo es lo que uno es en lo que hace o la impronta de lo que uno ama en su modo
de querer bien, la huella dejada por una forma traducida en norma de vida.
Todo ser humano es llamado a amar, pero cada uno en el estilo propio de su vocación, y
no copiando modos y gestos que pertenecen a otros. El cónyuge, está llamado a amar
como cónyuge, el novio como novio, el padre como padre, el adolescente como
adolescente, el virgen como virgen.
El virgen si ama el proyecto de vida virgen y reconoce en él la propia identidad, tendrá que
amar según el estilo de ser virgen. Entonces será veraz y libre, claro y creíble.
Si adopta un estilo que no expresa la centralidad y la primacía de Dios no sólo no es
virgen, sino que tampoco es libre, porque se contradice a sí mismo y su verdad. Es posible
que no cometa verdaderas transgresiones, pero su corazón no es puro.
4. Paradoja y misterio
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El virgen no puede ser «solitario» carente de familia como un hecho liberador,
porque es exactamente lo contrario: vive otra misteriosa capacidad generadora:
padre/madre de quien es pobre de amor.
El célibe que no es libre para hacerse cargo del peso de los otros, es un ser
miserable; no es virgen, es estéril. Se ha liberado de los otros para hacerse esclavo de
sí mismo. La maldición que la Escritura dirige al vientre que no ha parido (Nm 5,21).
5. Las raíces
Curar la propia libertad afectiva significa, para un virgen, curar las propias raíces. Que
son dos.
Desde el punto de vista psicológico dos certezas: la de haber sido ya amado, desde
siempre y para siempre, y la de saber amar, para siempre.
Toda la vida del hombre es como un proceso de formación permanente o de
adquisición progresiva de estas dos seguridades que sólo el creyente en el
eternamente Amante puede poseer de modo pleno y definitivo.
Si hemos sido amados por el Eterno, hemos sido amados desde siempre, y llamados
a amar para siempre.
¡La virginidad tiene sabor de eternidad!
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CAPÍTULO 11
La relación del virgen
«Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén
sacerdotes y levitas a preguntarle: "¿Quién eres tú? ". Él confesó, y no negó; confesó:
"Yo no soy el Cristo”. Y le preguntaron: "¿Qué pues?; ¿eres tú Elías?”. Él dijo: "No lo
soy ". "¿Eres tú el profeta?". Respondió: "No". Entonces le dijeron: "¿Quién eres,
pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti
mismo?". Dijo él: "Yo soy la voz del que clama en el desierto: Preparad el camino
del Señor"...
Nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo. Vosotros mismos me sois
testigos de que dije: "Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él". El
que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se
alegra mucho con la voz del novio. Ésa es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su
plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 1,19-23; 3,27-30).
1. Peregrino de la relación
Si existe una modalidad precisa y concreta, típica del virgen, de vivir la relación, ha
de ser delineada. Sería una grave omisión no precisarla ni proponerla en la formación.
Hacemos esto por cuestión de coherencia interna del célibe, gracias a la cual la
virginidad recupera su valor de signo universal, comprensible, significativo y
elocuente para todos.
Porque hoy la verdad proclamada por la virginidad es culturalmente débil, hace falta
un testimonio fuerte, nítido, inequívoco, sin componendas y dobles sentidos, legible
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como algo hermoso y satisfactorio, para el virgen y para todos, por parte de un virgen
no sólo convencido, sino también contento.
Por esto vale la pena tratar de identificar algunos principios de comportamiento, que
podríamos definirlos como el estilo relacional del virgen.
Es el «estilo de quien en todas las relaciones desea ser signo límpido del amor de
Dios, no invade ni posee, sino que ama y quiere el bien del otro con la misma
benevolencia de Dios». Para especificar y explicar aún más este principio, podemos
dar estas indicaciones.
2.1. «Retirarse»
Aprendiendo el arte de pasar al lado rozando. Un arte finísimo, que se aprende sólo
con un largo afinamiento del espíritu, de los sentidos respetando el espacio del otro,
porque no es el cuerpo el motivo del encuentro en la relación virginal, sino Dios.
Por eso el virgen aprende el «lenguaje de la delicadeza», capaz de transmitir la
certeza de que Dios es el verdadero y único punto de encuentro de dos seres.
Vive muchas relaciones con intensidad, pero siempre rozando al otro, evitando toda
actitud que vaya en el sentido de invasión de la vida del otro
Se ha dicho que castidad, quiere decir «relacionarse siempre con los otros como si se
entrara en una tienda de cristales».
En el fondo, esta delicadeza está en la misma naturaleza del amor, que es de por sí
tranquilo y afable.
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al hermano leproso. O como Teresa de Calcuta, que socorre al moribundo
abandonado en la calle.
Francisco y Teresa no trabajan de voluntarios de la Cruz Roja. Aman con todo el
corazón, porque su corazón ha sido transformado, la virginidad lo ha cambiado y lo ha
hecho más que humano.
El objetivo de la renuncia del virgen es conseguir la capacidad de amar de un modo
totalmente inédito, no según la lógica ni el lenguaje de la atracción instintiva y egoísta
sino según un criterio que deriva del valor de haber dicho no al rostro más hermoso a
fin de ser libres para amar al más desagradable: amar a la manera de Dios, rico en
misericordia para quien está solo y abandonado, y para quien no es amable.
Esta virginidad es signo de la caritas del Eterno y la prueba de que un corazón de
carne puede vibrar con la pasión de Dios por el hombre.
El virgen por el Reino puede manifestar una increíble riqueza de calor humano, incluso
absteniéndose de cualquier gesto o intimidad.
Esto implica un camino ascético: hace falta adiestrarse en la renuncia para decir no a
un instinto arraigado, y para no tener miedo a los propios sentimientos, para dejarse
querer y para reconocer con gratitud los signos de afecto...
La ascesis de la virginidad no es sólo la de la abstención, sino sobre todo la de la
«ascensión», hacia la belleza.
El virgen renuncia a algo bello por algo más bello; su testimonio tendrá que ser bello,
porque nace de la experiencia de que Dios es hermoso y es dulce amarlo; hermoso es
el templo, la liturgia, cantar las alabanzas del Altísimo, estar juntos en su nombre, la
amistad.
El virgen, sensibilizado por la belleza, se convierte en artífice de ella en la sencillez y
sobriedad creativa: que sea hermosa la casa, la mesa preparada, la habitación
ordenada, que haya gusto en los ambientes, elegancia y sencillez en la decoración,
olor a limpio y buen gusto por todas partes, elegancia y finura en el trato, para que
todo transparente la presencia y centralidad de Dios, Belleza suma.
En este contexto de belleza aumenta la calidad de la vida. Entonces se aprenden los
mil caminos y matices del lenguaje del amor; y cada cosa, mirada, palabra y gesto,
puede expresar atención y cuidado hacia el otro, estima y respeto, servicio y don de
sí mismo, afecto y solidaridad...
Si la belleza es «un mundo penetrado por el amor», el virgen es un habitante de este
mundo, del que es custodio y artista.
CAPÍTULO 12
La virginidad en la vida (y en la muerte)
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«Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del
Señor, de cómo agradar al Señor El casado se preocupa de las cosas del
mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo
mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el
cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de
cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro bien, no para tenderos un
lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin
distracciones» (1 Co 7,32).
La virginidad no se reduce al voto de castidad. Es un modo de ser y de vivir, que
está relacionada con el amor, con el modo de amar y con toda la persona.
La vida virginal se difunde y extiende por todas partes en la persona; es un modo de
ser, y de vivir la relación con Dios, con los demás, con las cosas, con la creación;
un modo de ser amigos, de pensar, de decidir, de orar, de trabajar, de hacer fiesta, de
ser pobres y obedientes...
Es importante especificar este modo de vivir para ser coherentes.
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conserva como un tesoro. Como María. oración de espera, paciencia, confianza,
intimidad, abandono y esperanza.
Conoce también la oración dolorosa, sabe que en ciertos momentos la fidelidad a su ce-
libato ha estado sostenida por la oración. Está convencido, de que la cuestión del
celibato se adquiere de rodillas en la oración.
«Virginidad» significa tiempo dedicado al Señor, en cantidad y en calidad; celebra la
centralidad de Dios en la vida humana y se extiende a toda la vida. Es el gusto de estar
con el amado del propio corazón.
Virginidad es descubrir la dignidad del hombre, y poner tal dignidad dentro del hombre,
no en las cosas que se poseen o en los éxitos, sino en la capacidad de relacionarse con
los otros (con el Otro), en el amor que se recibe y se da.
La virginidad es decir no a la acumulación; es decir no al yo Narcista que se adora a sí
mismo y no es libre para vivir y convivir, para olvidarse y darse, para experimentar
empatía y gozar del bien del otro...
La relación con Dios llena y satisface, hace libres y ligeros, hace gustar la sobriedad y la
belleza, aplaca la inquietud ligada al qué comeré, con qué me vestiré, dónde me
mandarán, qué posibilidades de realizarme tendré y permite relacionarse con las
cosas y los bienes de este mundo con respeto y libertad.
El virgen tiene la experiencia del amor pleno, ha descubierto que no existe la soledad
porque en el fondo de ella ha encontrado al Emmanuel, aquel que está siempre con
nosotros.
El virgen ofrece con discreción esta experiencia y la felicidad que brota de ella: está ahí
para esto, para hacer felices a los demás, vertiendo el vino de la alegría. Y el celibato es
este vino nuevo, que da la certeza de un amor-para-siempre a los inciertos afectos terrenos.
Conviene guardarse de la alegría artificial y forzada, más exhibida que vivida, que al final
no convence a nadie; y de aquella alegría, ruidosa pero en el fondo amarga, del célibe
que necesita recurrir a trivialidades para parecer desinhibido de la sexualidad y
termina por suscitar más compasión que hilaridad.
La alegría del virgen es alegría virgen, no contaminada, pero contagiosa, capaz de
gozar de la alegría del otro, sin envidia ni celos. Rahner: «Únicamente el célibe
capaz de sentir alegría ante una joven pareja que ha encontrado su camino, ha
comprendido su propia vocación».
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El virgen es el verdadero «colaborador de la alegría» (1 Co 1,24).
El virgen sabe cuán duro es buscar a Dios a lo largo de los senderos del mundo
interior, sabe que es fácil equivocarse cuando está de por medio el corazón, y entonces
se pone a la escucha de la vida y de los otros; buscador auténtico de todo rastro del
Eterno en toda persona y acontecimiento.
El virgen aprende a acoger al otro, como el camino a lo largo del cual Dios llega a
él y él llega a Dios; por eso se dispone también a obedecer a su hermano". Si una
amistad no es vivida con esta disponibilidad obediencial, no es verdadera amistad. Si la
obediencia no lleva a caminar juntos, como hermanos y amigos, hacia el mismo
objetivo, es sólo búsqueda infantil de dependencia, algo impuro (e inmaduro).
La obediencia fraterna es signo adulto de la obediencia evangélica, y fruto maduro
de la búsqueda virginal de Dios.
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Virginidad y celibato hoy
AMEDEO CENCINI
CAPÍTULO 1
Sentido de una elección
«Se acercó uno de los escribas que les había oído y, viendo que les había respondido
muy bien, le preguntó: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?". Jesús le
contestó: "El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y
amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe
otro mandamiento mayor que éstos”. Le dijo el escriba: "Muy bien, Maestro; tienes
razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el
corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí
mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios". Y Jesús, viendo que le había
contestado con sensatez, le dijo: "No estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie más se
atrevía ya a hacerle preguntas» (Me 12,28-34).
Tal vez convenga repetir lo que significa ser «virgen por el Reino», y serlo,
concretamente, a la luz del don que hemos recibido del Espíritu.
Si queremos comprender el «cómo» (cómo vivir maduras y libres en el corazón),
tenemos que aclarar el «qué» (qué significa «madurez y libertad afectiva»).
A quien elige la castidad perfecta se le exige una madurez afectiva típica de quien ha
recibido como don el carisma de la virginidad por el Reino y es llamado a vivirlo según
la vocación particular del instituto al que pertenece o como presbítero de una Iglesia
local.
Una madurez afectiva básica es condición fundamental para acoger tal carisma; y
consecuencia de ella.
1. Significado fundamental
Definición de la virginidad por el Reino, sin pretensión de llegar a decir todos los
elementos que entran en juego en una opción que sigue envuelta en el misterio.
Ser vírgenes por el Reino como consagrados/as significa:
amar a Dios por encima de todas las criaturas
(= con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas),
para amar con el corazón y la libertad de Dios a todas las criaturas, sin ligarse ni
excluir a ninguna
(= sin proceder con criterios electivo-selectivos del amor humano),
sino, por el contrario, amando en particular a quien siente más la tentación de no
sentirse amable o, de hecho, no es amado.
Intentemos descomponer los elementos más significativos de la propuesta.
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1.2. Objeto: Dios y el pobre de amor
El objeto del amor virginal es Dios y las criaturas, en particular los destinatarios del
apostolado específico del instituto, y en general quien es más pobre particularmente en
el amor, o no es amable porque no es amado.
No hay rivalidad entre amor divino y humano; si acaso, hay progresión a partir del amor
de Dios, como un movimiento concéntrico que se extiende y alcanza a todos los seres.
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-no separar nunca el enamoramiento de Dios de la pasión por el hombre: el uno
confirma al otro y lo sostiene; de lo contrario, ninguno de los dos es creíble;
- no ser tan superficiales como para pensar que es virgen sólo quien no hace
nada contra la castidad, aunque no haya un gran amor que brote de dentro, ni tan
legalistas que se readuzca el voto a una serie de obligaciones que respetar y
transgresiones que evitar.
La virginidad no es algo sectorial, relativo a un aspecto delimitado de la persona, es
expresión de toda un preciso estilo de vida: es un modo de pensar y desear, de dar
sentido a la vida y a la muerte, de vivir la relación y la soledad, de estar con Dios y con
el prójimo, de creer y esperar, de sufrir y tener compasión, de hacer fiesta y trabajar...
A) PERCEPCIÓN POSITIVA
La virginidad es la elección del creyente que se siente envuelto por un amor increíble.
La respuesta a este amor es el don total de sí a él, repleto de gratitud (al Dios fuente del
amor) y de gratuidad (hacia las personas que somos llamados a amar).
Es una perspectiva positiva la que está en el origen de esta opción de vida.
-Opción libre porque nace de la contemplación del amor.
-Opción necesaria porque al descubrir el amor suscita la exigencia de vivir totalmente
consagrados a él.
Por eso el virgen vive su elección con la conciencia de no poder actuar de otra manera.
No se siente héroe ni superior a quien hace otras elecciones.
La elección virginal, es cuestión de amor. «No estoy casada, porque así lo elegí con
alegría cuando era joven. Quería ser toda para Dios».
B) PERCEPCIÓN REALISTA
Esta elección incide en un instinto profundamente arraigado en la naturaleza humana, o
pide la renuncia al ejercicio de este instinto, y es una renuncia exigente, porque se trata
de un instinto atractivo y forma parte de un designio de origen divino.
Ninguna persona inteligente piensa que será capaz de hacer esa renuncia sin meditarlo
suficientemente. Ni subestimar la sensación de pobreza objetiva, de algo hermoso que
falta, de una parte de la propia humanidad que no se realiza a nivel de relación humana.
Nadie puede engañarse pensando que con el paso del tiempo la renuncia se hará cada
vez más fácil, ni pensar que no necesitará ascesis, permitiéndose ciertas libertades.
«Quien cree que puede leer todo, sentir todo, ver todo; quien se niega a dominar la
propia imaginación y sus necesidades afectivas, no tiene que empeñarse en seguir el
camino de la consagración... Dios no podría mantenerlo en fidelidad, ni se puede exigir
que Dios establezca para él una salvaguarda milagrosa.
La libertad auténticamente humana implica la renuncia a otras posibilidades en favor de
lo que se ha elegido.
La renuncia no es exclusiva del consagrado, sino que es parte integrante de la
experiencia existencial universal. Nadie puede probarlo todo por sí mismo.
Esta es la vertiente positiva de la renuncia celibataria, que no impide al virgen captar
sentido y belleza y el alma secreta de la vocación conyugal.
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Sólo un cierto estilo de vida permite comprender y vivir la virginidad; por otro lado, la
virginidad aumenta la calidad de vida.
-La virginidad requiere un cierto nivel de compromiso en el nivel espiritual: experiencia
del amor divino, de adhesión creyente, de fidelidad orante, de adiestramiento en la
contemplación....
-La virginidad requiere un cierto nivel de la madurez humana y de apertura al otro y a la
relación, de autonomía afectiva y de capacidad de soledad, de calor humano y afecto
desinteresado. La virginidad no soporta la mediocridad.
Vivida en fidelidad, favorece la calidad de vida: el gusto por la belleza, el espíritu de
sobriedad, la elegancia del trato, el culto a la verdad, la eficacia testimonio, la
transparencia contagiosa...
Por el contrario: una virginidad de escasa Calidad (pobre de amor y de vida espiritual,
hecha sólo de renuncias y miedos) empobrece la vida y las relaciones, y está en el
origen de aquellos procesos de compensación (abuso de la comida, del alcohol, del
dinero, del poder, tendencia a acumular, uso incorrecto de los medios de comunicación,
necesidad excesiva de contactos y relaciones...) o -en el nivel comunitario- hace
monótona la vida, difícil la relación, desagradables los ambientes, incoherente el
testimonio, tediosa la oración...
Todo lo dicho tiene una significativa importancia hoy, ya que hay una crisis de
frustración del sentido del amor. En la actual babel no se sabe ya qué quiere decir amar,
dejarse querer, acoger al otro.
En este clima, quien ha recibido como don el ser célibe por amor está llamado a
redescubrir su vocación al ministerio de la educación, como maestro, y como testigo de
una virginidad vivida como don que colma la vida, que lleva a plena maduración la
vocación al amor y que hace al virgen semejante al Hijo crucificado.
Enamorado como él de Dios y apasionado por el hombre, hasta el don de sí mismo.
Don compartido para que Dios esté en el centro de todo amor.
Espiritualidad patrística
Yo amo al Creador
«Yo amo al Creador. [...] Callen, pues, los halagos de las cosas muertas, calle la voz
del oro y de la plata, el brillo de las joyas y, en fin, el atractivo de esta luz; calle todo.
Tengo una voz más clara a la que he de seguir, que me mueve más, que me excita más,
que me quema más estrechamente. No escucho el estrépito de las cosas terrenas. ¿Qué
diré? Calle el oro, calle la plata, calle todo lo demás de este mundo».
(AGUSTÍN, Sermón 65,4).
Sin medida
«Por muy grande que sea tu amor a Dios, nunca lo amarás demasiado. La medida del
amor a Dios es el amor sin medida. Ámalo con todo el corazón, con toda el alma, con
toda la mente, porque no puedes más que esto. En efecto, ¿qué tienes, para amar a tu
Dios, más que tu ser entero? No temas que, al no dejar para ti mismo nada con que
amarte, pierdas por ello. No pierdes porque, amando a Dios con todo tu ser, te
encuentras donde nada se pierde. Al contrario, si diriges tu amor de él hacia ti, ya no
estarás en él sino en ti; y así perecerás, y te encontrarás en quien está destinado a
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perecer. Si no quieres perecer, permanece en aquel que no puede perecer. Esto alcanza
la fuerza de la caridad, esto obtiene el fuego del amor».
(AGUSTIN Discorsi Nuovi 1,9).
Unido sólo a él
«El matrimonio es sello de un afecto inquebrantable, (...) quienes se unen en la carne,
forman un alma sola y, con su amor mutuo, juntos afilan la punta de la fe, porque el
matrimonio no aleja de Dios, sino que nos acerca aún más porque es Él mismo quien
nos empuja.
A esto responde el virgen: "El valor de esta vida se lo dejo a los otros. Pero para mí
sólo hay una ley, un pensamiento: que lleno de amor divino parta yo de aquí hacia el
Dios que reina en el cielo, el Creador de la luz. (...) Sólo a él me he unido por amor"».
(GREGORIO NACIANCENO, Sobre la virginidad).
CAPÍTULO 2
El don de la virginidad
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Virginidad, no significa ausencia-abstinencia de relaciones, sino capacidad-calidad de
relaciones, a partir de aquella que está en el origen de la vida humana: la relación con
Dios. Posibilidad de una relación sin mediaciones de la criatura con el Creador.
Expresémoslo de un modo más preciso:
la virginidad es expresión del origen del hombre, creado por Dios y, por tanto,
también de su destino final, que es Dios mismo.
Ella revela aquel vínculo profundo y misterioso que une directamente a todo ser
humano con aquel que lo ha creado, haciéndole buscar y encontrar sólo en él la
plena satisfacción de su necesidad de amor.
La primera y última esponsalidad del hombre es con Dios, y ésta es virginidad,
virginidad esponsal como vocación universal.
Tratemos de comprenderlo mejor.
Se podría decir que toda persona es virgen y está llamada a hacerse virgen o a vivir una
cierta virginidad, aunque sea según el carácter específico de su vocación.
No en el sentido de que deba abstenerse de una cierta relación, sino porque en su
corazón, en el del otro y en el de todo ser humano, hay un espacio que sólo el amor de
Dios puede llenar. Hay una soledad que ninguna criatura pondrá llenar.
Su corazón está hecho «por Dios» y «para Dios. Nos movemos dentro de la lógica
agustiniana: «nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
Todo lo que hemos dicho hasta aquí es cierto, pero parece demasiado ideal y distante de
la realidad que estamos viviendo, y de la propuesta que hacen los medios de
comunicación en lo relativo al sexo y sus aledaños.
La virginidad, y esta interpretación de la virginidad, es una verdad débil en la cultura
de hoy, sin voz y carente de «poder».
Las verdades débiles no se pueden transmitir sólo con las palabras y razonamientos,
sino viviéndolas.Haciéndolas fuertes con el testimonio y convincentes con la coherencia
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2.1 Verdad débil, opción fuerte
Una verdad débil para ser creída, necesita ser proclamada de modo «fuerte», con un
testimonio que «diga» la primacía de Dios en el amor humano con una elección radical,
con la renuncia al amor de una criatura que sea tuya para siempre.
Es importante, en la Iglesia la elección virginal, para «recordar» a todos la vocación de
todos. «El celibato es una función de amor vivida en nombre del mundo entero». “no
tenemos que aspirar sólo a nuestra salvación personal, sino a la transfiguración del
universo», y el deseo de la salvación universal «es una manifestación de amor».
Esto resulta posible sólo si se cumple una función importante.
La virginidad es verdad débil que no posee más fuerza que la del testimonio de quien la
ha elegido. Entonces es indispensable que el mensaje sea nítido y claro, comprensible y
perceptible como algo hermoso y satisfactorio, plenamente humano y en función de la
realización humana, elegido y abrazado por toda la vida y de todo corazón.
Si es poco claro y poco limpio, no puede llegar a su destinatario ni transmitir una verdad
ya débil en la cultura actual.
La debilidad cultural de la virginidad pide la nitidez de la elección y la coherencia de la
renuncia por parte de quien la ha abrazado.
Se trata de sentirse responsables de un mensaje que sólo puede ser transmitido a través
del propio testimonio, pero que tiene que ser comunicado porque afecta al bien y a la
verdad de los otros.
Esta preocupación por asumir la responsabilidad por el bien del otro es, más exigente
que cualquier moralismo o perfeccionismo..
3. Alternativa decisiva
Tal vez al término de la vida el Señor nos preguntará no sólo si hemos «observado» la
virginidad, sino si la hemos hecho contagiosa, fuente de verdad para los otros...
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Si la virginidad es entendida como don que compartir, el virgen se convierte en
educador para la virginidad, porque no puede pensar sólo en la suya, sino que tiene que
asumir que su virginidad afecta a todos.
Tenemos que preguntarnos si:
- tenemos miedo de proponerla a nuestros jóvenes,
- no sabemos encontrar las palabras adecuadas y nos sentimos incómodos hablando de
la virginidad,
- la consideramos una batalla perdida
- tememos ser considerados no modernos ni comprendidos, o que nos dejen plantados.
¡No hay nada más impuro que el silencio del virgen sobre la virginidad!
Una espiritualidad que no se convierta en pedagogía, o que no pueda ser comunicada a
otros y compartida por ellos, es una falsa espiritualidad.
El virgen es naturalmente educador para la virginidad.
Ser educadores es un gran desafío y oportunidad, pero también el «test» que nos hace
comprender el nivel y la calidad de nuestra virginidad:
-si estamos enamorados de ella y, la hacemos amable y convincente,
-si estamos preocupados por su observancia y somos vírgenes falsos, incapaces de hacer
que sea amada.
Testimoniar la virginidad, ayuda a vivir mejor la castidad con las renuncias que exige.
Lo que se hace sólo se convierte en algo más difícil, pesado y complicado.
Pero, cuando el compromiso personal tiene como objetivo el bien de otro se hace más
posible y vivible, y soportable.
El testimonio es la confirmación de la virginidad como carisma: quien la respeta como
don recibido por el bien y la felicidad de los otros, puede vivirla serenamente y gozarla
como una bienaventuranza. En caso contrario es una penitencia, difícil de observar.
Otra diferencia entre estos dos modos de entender la virginidad: dirigido al otro o
replegado sobre sí mismo.
- El primero está atento a los/as otros/as y a su sensibilidad, tiene en cuenta el ambiente
y la mentalidad en que se encuentra, se pregunta por las reacciones que su
comportamiento suscita, se siente responsable y está dispuesto a reconocer
imprudencias cometidas por él y conductas equívocas, sufre si ha creado malestar.
- El segundo. Para este es menos importante la vertiente del otro; lo que le preocupa es
estar bien él y justificarse: «No he hecho nada malo, el problema es suyo, yo no siento
nada, todo son malas interpretaciones de las malas lenguas, no soy un trozo de hielo,
también yo tengo mi humanidad».
La virginidad está perdiendo la frescura y entusiasmo y no tiene nada que decir o dar.
54
CAPÍTULO 3
Sexualidad: misterio y vocación
Ahora tratemos de separar los diferentes elementos que entran en juego en esta
elección. Lo hacemos a partir del dato humano, la sexualidad, que es como la
materia prima de tal elección. La virginidad es un modo preciso de vivir la propia
realidad sexual, no una excusa para negarla o esquivarla; más aún: ni siquiera sería
posible una virginidad asexuada. Pero ¿de qué sexualidad hablamos? Tratemos de
dar una descripción.
Por un lado, la sexualidad «es una de las más fuertes y mara villosas energías de
la persona humana»'; por otro, es clave del misterio humano, lugar de contraposición
y recomposición de los extremos'. He aquí algunos de estos puntos extremos.
La sexualidad es, ante todo, parte de la creación y, si viene de Dios, no puede ser
leída de forma banal y menos aún negativa. Al mismo tiempo, es algo profundamente
arraigado en la humanidad de la persona, como un modo propio de ser y sentir, de
manifestarse y comunicarse con los otros, de expresar y vivir el amor. Es hermoso que
sea ambas cosas.
- La idea de sexualidad remite, en el imaginario colectivo, a la idea de una fuerza no
programada y no programable, libre e independiente de toda norma y vínculo,
creativa y totalmente subjetiva. En realidad, la sexualidad tiene una fisonomía precisa
y, por tanto, también sus leyes, así como una especie de código interno (un ordo) que
le permite tender hacia un fin preciso, pero a lo largo de un itinerario de formación del
que cada uno es responsable y al que cada uno es libre de adherirse. Una auténtica
sexualidad es al mismo tiempo energía espontánea y ordenada.
Otra ambivalencia que hay que reconducir a la unidad: la sexualidad suscita la
conciencia del límite y de la radical pobreza humana, es lo que hace sentir la necesidad
del otro y hace reconocer el don ya recibido; pero al mismo tiempo es riqueza de
energía, que capacita a la persona para encontrar al otro, en el respeto pleno a su
diversidad, y entregarle el propio yo. Pobreza y riqueza recíprocas de los dos
partners hacen fecunda la relación, o encuentran su síntesis en la fertilidad de la
relación.
- La fecundidad de la relación se realiza siempre dentro de una cierta tensión
dialéctica, particularmente viva en la sexualidad, entre egoísmo y oblación, entre
búsqueda de la propia complacencia y tensión de trascendencia. Muchas veces la
sexualidad es el lugar donde la más seductora de las tentaciones se encuentra c on
la más alta de las aspiraciones. Tal tensión no se puede eliminar, es parte de un ca-
mino de santidad. Todos los santos han conocido muy bien los abismos de la
tentación'.
Todas estas ambivalencias se recomponen en torno a la si guiente síntesis:
55
«la sexualidad es una invención divina para encarnar el amor, para
suscitar en lo más profundo de la criatura las condiciones para el don creador».
56
Por un lado, pues, la sexualidad actúa como caja de resonancia de problemas
personales nacidos en otro lugar; por otro, se oculta, casi camuflándose bajo falsas
apariencias: oculta y se oculta, es dominada y domina. Precisamente por esto la
sexualidad es como un termómetro que mide la madurez general personal; indica
eventualmente la fiebre, aunque no siempre precisa su origen.
Hay que intervenir en la raíz del problema, y no sólo (y, por lo general, inútilmente) en
sus consecuencias. Sería igualmente ingenuo y desorientador, anacrónico y
anticientífico, en tales casos, señalar el celibato eclesiástico como la causa de todos
los problemas de los sacerdotes y religiosos. Sería como ignorar las características de
la sexualidad que acabamos de recordar, para indicar después terapias y remedios
erróneos e improductivos.
Son sobre todo los sexólogos los que recomiendan tener una percepción global de la
sexualidad, evitando reducciones tanto por abajo (sexo como instinto y basta) como
por arriba (la pretensión de espiritualizarlo todo).
57
-«contribuye a revelar a Dios y su amor creador»`, que ha amado al hombre
hasta hacerlo capaz de un amor dador de vida, que lo hace semejante a sí. El
cuerpo es «el primer mensaje de Dios al hombre mismo»j5 , como una especie de
«sacramento primordial, entendido como signo que trans mite eficazmente en el
mundo visible el misterio invisible, escondido en Dios desde la eternidad»' 6 .
Parece sintetizar admirablemente al menos algunos de estos elementos la
expresión poética de John Donne, que ve en el cuerpo «el libro del amor»:
«A los cuerpos, pues, nos dirigimos; que los débiles puedan contemplar revelado el
amor: los misterios de amor crecen en las almas pero nuestro cuerpo es el libro del
amor».
En definitiva, también el análisis de la sexualidad nos recuerda que el hombre es
creado por Dios como un cornpact, cuyos diversos elementos contribuyen a hacerlo
un ser absolutamente original (ni ángel ni bestia); y, si toca al espíritu leer y dar un
sentido al elemento genital, tal sentido está ya «escrito» en la genitalidad y, por
consiguiente, en la sexualidad misma. «Carnal y espiritual, lejos de oponerse, se
informan recíprocamente»"; «el cuerpo es iluminado por el espíritu y viceversa»`.
Pero todo en función del amor.
«El sexo procede del alma que lo expresa” , y recibe, por tanto, sentido del corazón
que piensa, pero según un ordo sexualitatis preexistente. Y si, por un lado, «la carne
es ornamento del espíritu», lo carnal, a su vez, puede y tiene que encontrar la propia fun-
ción de sacramento de lo espiritual, de lugar donde aquel orden es reconocible, tal vez
su primera señal, que tiene que aprender a captar más allá de prejuicios un poco
maniqueos y miopías o estrabismos varios, pero también más allá de aquel egoísmo
«desordenado» y ciego que trastorna cualquier ordo y, de hecho, no lo ve.
Por ello el célibe no puede sacar la conclusión (de modo sutilmente desvalorizador y
tal vez para... consolarse) de que el ejercicio de la genitalidad no es esencial para la
integridad humana. También es necesario que aprenda a descubrir en su carne y en to-
do impulso de su sexualidad tal orden interno radical, más allá de la apariencia
contraria, para realizarlo después en la vocación al don fecundo de sí en su proyecto
virginal.
Tentación no será sólo la atracción por el otro sexo (natural en sí), sino toda visión
reductiva o negativa, banal y superficial, pobre y temerosa de la sexualidad que, debido
a la preocupación por la propia perfección (mal entendida), corre el riesgo de no captar
y aprovechar todo el patrimonio de energía contenida en ella, haciendo estéril, es decir,
falsa, la propia virginidad.
Tentación, por tanto, no será sólo ceder a las «adulaciones de la carne», sino también
aquel espiritualismo que no ha aprendido a reconocer en el realismo de la carne, en la
raíz de la dimensión pasional, la «chispa pascual», o la posibilidad de acoger en la
sexualidad la acción misteriosa del Espíritu. Esta tentación se remonta a la gran herejía
gnóstica, que hoy está muy presente y«según la cual lo '`espiritual" no puede tener
carne». Después de todo, no hay mucha diferencia entre este espiritualismo
verdaderamente desencarnado y un cierto materialismo de carácter instintivo.
Símbolo de la superación de la tentación es, por tanto, el hombre que se ha hecho
«carnal hasta en su espíritu, y espiritual hasta en su carne» (Agustín), recordando lo
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que dice, con tono ciertamente paradójico, Péguy: «También el carnal es
espiritual»`, Whitman: «Si hay algo sagrado, el cuerpo humano es sagrado»; o lo que
anota, tal vez más correctamente, Lacroix: «La carne no es espiritual de por sí, pero
puede llegar a serlo».
En esta misma línea, don Tonino Bello, en un escrito donde en salza y da las gracias al
padre Turoldo por su obra poética, reconoce que esta integración entre carne y espíritu
es típica del modo de amar del creyente, y es fruto de un camino de maduración:
«Gracias, porque desde la hora vertiginosa de mi juventud, tu poesía me ha hecho
comprender que se puede amar a Dios con corazón de carne. Pero gracias, sobre
todo, porque ahora que se desencadena en mi vida la agitación de la madurez, tu
poesía me hace comprender que se puede amar la carne con corazón de Dios».
La sexualidad es mística y ascética, don de gracia que pide la renuncia de los sentidos
para llegar a la libertad gozosa del amor fecundo. Como ha sido históricamente, por
otra parte: «En la historia de la mística la sexualidad es la verdadera fuerza de la espi-
ritualidad. La energía sexual constituía para los místicos un estímulo para
trascenderse a sí mismos y hacerse una sola cosa con Dios en el éxtasis del amor».
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- del nosotros: de este encuentro nace también la relación como entidad
absolutamente nueva y no como simple suma o acercamiento de partners-amigos,
sino como fruto de la complementariedad entre dos seres que han aprendido a
acogerse incondicionalmente en la respectiva alteridad y en el equilibrio entre necesidad
y responsabilidad, entre amor dado y recibido; de este modo la relación se configura
también como superación de la lógica que funciona en un sistema cerrado: yo y tú, y
nadie más. En realidad, «es el nosotros lo que constituye al hombre»'";
- del otro: la relación así vivida hace nacer una nueva realidad más allá de los límites de
la misma relación, como son los hijos en el matrimonio, o se desborda en beneficio de
otros, de muchos, de todos, de los pobres, de quien más siente la tentación de no
sentirse amable...
CAPÍTULO 4
Sexualidad inmadura
«... proceded según el Espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues
la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como
que son entre sí tan opuestos, que no hacéis lo que queréis. Pero, si sois guiados por
el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son conocidas:
fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras,
ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejan-
tes» (Ga 5,16-21).
«Por tanto, os digo y os aseguro esto en el Señor, que no viváis .va como viven los
paganos, según la vaciedad de su pensamiento, obcecada su mente en las tinieblas y
excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos y por la dureza de su
corazón; ellos, habiendo perdido el sentido moral, se entregaron al libertinaje, hasta
practicar con desenfreno toda suerte de impurezas» (Ef 4,17-19).
Como hemos visto en la reflexión anterior, la sexualidad es una realidad compleja y
también un poco enigmática; ciertamente es algo que no crece ni madura de forma
espontánea según aquel ordo sexualitatis que lleva inscrito en ella misma; es más un queha-
cer que un dato de hecho. Además, hay que decir, con realismo. que no siempre
la formación ha dedicado una atención precisa al área de la sexualidad, ni en el pasado ni
en el presente, por varios motivos, tal vez suponiendo que puede educar para la elección
virginal sin considerar el «lugar», el objeto y la materia prima de esta elección, o
confiando en algún automatismo, tal vez ligado a la Gracia. ¿Y qué podemos decir de
la formación permanente de esta área? ¿Acaso hay en alguna realidad institucional
(diócesis o congregación religiosa) algún proyecto teórico-práctico en este sentido?
Y, como pregunta previa, ¿hay en los individuos una disponibilidad correspondiente y
constante? ¡Lo cierto es que la sexualidad no se aletarga con el paso de los años!
No tiene nada de extraño, pues, que pueda haber formas de inmadurez afectivo-sexual
en el virgen por el Reino de los cielos, más o menos graves, pero que inevitablemente
hacen más difícil la vivencia del celibato y menos eficaz su testimonio. Digamos tam-
bién que en cada uno de nosotros pueden estar presentes estas formas (que van de la
dependencia afectiva a la masturbación, del miedo a dejarse amar a la necesidad
excesiva de afecto...).
Estar convencidos de ello y tratar de precisar dónde la propia sexualidad no es todavía
adulta es ya una buena señal (expresaría una forma de inmadurez integrada o en vías de
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integración); negarlo y no hacer nada para identificar dónde y por qué la propia se-
xualidad es más vulnerable es, por el contrario, síntoma de inmadurez (desintegradora
en este caso). Obviamente, esta no integración trastornará la relación educativa,
especialmente de quien esté en contacto con muchachos y jóvenes: un educador no
consciente de las propias formas de inmadurez corre el riesgo de descargarlas, sin darse
cuenta, sobre el «educado». ¡Sería grave de verdad!
Con espíritu constructivo y con el consiguiente deseo de claridad, tratemos ahora de
especificar al menos algunas formas de inmadurez sexual más frecuentes en la vida de
un virgen. Las dividiremos en dos grupos: las ligadas al desarrollo afectivo-sexual de la
persona y, por otro lado, las relacionadas con los contenidos de la madurez afectivo-
sexual.
1. En el nivel evolutivo
En el nivel evolutivo, la inmadurez se puede deber a:
- a una no correcta superación de ciertas etapas evolutivas en la primera educación,
con consiguientes dificultades de identidad sexual;
- a un fenómeno de no crecimiento de la sexualidad misma, con la consiguiente
fijación en una cierta fase evolutiva;
- a un desarrollo de la sexualidad no adecuado a edades y etapas existenciales, a
exigencias pastorales o a nuevas situaciones ambientales, con una relativa regresión a
una etapa anterior del desarrollo.
1.2. Fijación
La fijación es un mecanismo defensivo a través del cual la persona se niega de algún
modo a crecer, en nuestro caso, en el área afectivo-sexual, bloqueándose en una
61
cierta fase evolutiva. Son señal de .fijación algunas reacciones afectivas infantiles de
consagrados adultos, como, por ejemplo:
- actitudes de celos infantiles en la vivencia de una amistad o en el modo de ejercer la
pastoral («mi amigo, mi grupo..., mi ministerio..., mis colaboradores»);
- una curiosidad sexual de cuño preadolescente en el consagrado, que roba con una
mirada que nunca se sacia y furtiva, y sin respeto al otro/a, imágenes y sensaciones
ilusorias de gratificación;
- una enfatización de la sexualidad, comprensible en el adolescente, pero un poco menos
en religiosos adultos que todavía sueñan e idealizan como muchachos el fruto
prohibido.
En estos casos la sexualidad sigue siendo infantil o adolescente y el individuo nunca
crece, al menos en algunos aspectos, con notables consecuencias en el plano de las
relaciones y de la misma actividad ministerial, aunque esta correlación es captada
pocas veces por la persona en cuestión.
De todos modos, inmadurez no es sólo el episodio aislado, sino más bien la actitud
habitual y carente de conciencia crítica (y de remordimiento); con todo, hay que
añadir que, especialmente en referencia a la sexualidad, cada uno de los episodios
termina influyendo en el nivel de madurez general, y nunca es inocuo.
1.3. Regresión
La regresión, en cambio, es una reacción frente al presente con estilos del pasado, o
bien, sin llegar a ser un verdadero bloqueo, constituye una especie de reasunción o
reedición de modos de hacer y relacionarse (o no relacionarse) típicos del propio
pasado; por ejemplo:
- la búsqueda ansiosa de afecto tranquilizador por parte del joven consagrado, en otro
tiempo buen novicio y clérigo, que se encuentra viviendo una inédita situación de
soledad sin la protección de ciertas estructuras y se arrima a una mujer o se cierra
en la masturbación;
- el enamoramiento del religioso de cuarenta o más años de edad, que afronta quizá
por primera vez la sensación de que la vida se le escapa o un cierto fracaso, y necesita
llenar un vacío o busca sentirse aprobado.
En ambos casos hay una especie de retorno al seno materno o a un cierto calor ya
gozado, con la ilusión de evitar la dureza de la situación. Pero en realidad todo esto crea
sólo una descompensación en la existencia individual y social de la persona, que
reacciona frente a las circunstancias (críticas) de la vida con actitudes impropias y
componendas dañinas. Aquí la inmadurez consiste en no haber aprendido a crecer con
la vida y gracias a sus provocaciones.
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de su capacidad de reunificar los contrarios (carnal y espiritual, masculino y
femenino, yo y tú...). Un proyecto de virginidad está totalmente construido sobre esta
dimensión misteriosa, que permite saborear su belleza, sin la cual ser vírgenes no
tendría ningún sentido o sería sólo continencia costosa o cómoda ausencia de
obstáculos.
Pero no es raro el caso del virgen que ha perdido el misterio de .u sexualidad o aquel
sabor de impenetrabilidad que introduce después en la contemplación mística, y se
condena a vivir una virginidad sin profundidad ni espesor, sin referencia a Otro y al
sentido del amor; un virgen con electrocardiograma plano.
Con estos signos o consecuencias.
A) PRESUNCIÓN
El virgen presuntuoso da por supuesto que se conoce, que sabe sobre Dios, que puede
enseñar a los demás (especialmente a las religiosas, quién sabe por qué) lo que es
necesario para ser perfectos y santos.
Así, presume también que lo sabe todo sobre la vida afectiva y que ha resuelto todos
los problemas al respecto, o tal vez «descubre» que la afectividad es molesta y para
personas débiles, hace perder tiempo y crea inseguridades, distrae y frena la
actividad, a veces induce crisis de ansiedad, y decide que es mejor reducirla al
mínimo; o bien considera que el sexo y sus aledaños no son tan importantes para
consagrarse a Dios y, más aún, él puede prescindir de eso.
B) IGNORANCIA
De la presunción a la ignorancia la distancia es corta y el daño es grave, porque un
célibe por el Reino que no conoce la sexualidad no sabe tampoco qué es la virginidad y
por qué la ha elegido. Por ejemplo:
- el virgen ignorante no sospecha que en la sexualidad humana está inscrito de algún
modo el sentido de la vida, don recibido que tiende a convertirse en bien ofrecido;
- tiene una idea tan mezquina (y vulgar) del sexo que no puede creer que la sexualidad,
que viene de Dios, pueda proporcionar energías importantes para la vida espiritual y que
en ella viva el Espíritu de Dios;
- no sabe que sexualidad madura quiere decir capacidad de relación con la persona
diferente, con quien no es amable, para que se sienta amado; de lo contrario, la
virginidad es falsa y su ascesis es inútil;
- no ha aprendido nunca a bendecir la sexualidad y tal vez cuando habla de ella se
ruboriza o se pone demasiado serio, o es banal y vulgar, o termina siempre hablando de
lo mismo...
Si misterio significa, como hemos dicho antes, aquel punto central que mantiene unidas
polaridades aparentemente contrapuestas, el virgen ignorante elimina la polaridad que le
plantea problemas porque se hace la ilusión de que así se simplifica la vida. Pero se
equivoca.
¡Es la ignorancia del misterio!
C) ANALFABETISMO E INEMOTIVIDAD
No hay peor ignorancia que la de quien no quiere ver o sentir, como la persona
consagrada que teme o desprecia la sexualidad, y no capta su misterio, porque la
considera negativa o inmunda, y decide no verla y negarla dentro de sí. Se obstina en no
admitir los propios sentimientos y espiritualiza todo, también una posible pasión
amorosa. Quien ignora sus sentimientos se hace mucho daño, porque pierde el contacto
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consigo mismo y se hace analfabeto sentimental, es decir, una persona que no sabe
entenderse ni comprender al otro. El riesgo que corre quien se reprime continuamente es
volverse inemotivo, no experimentar ningún sentimiento, como «el hombre de las
nieves»: «El sentimiento es como un músculo: si se deja inactivo durante mucho
tiempo, se atrofia y ponerlo de nuevo en funcionamiento resulta penoso o peligroso. De
hecho, la sexualidad, en estos casos, se convierte en una especie de gigante
dormido y no hay que excluir que, si se despierta sobresaltada, provoque desastres...
Pero hay también otros riesgos. Es verdad que uno puede tener la sensación de que vive
mejor la propia castidad, o de que la protege con más seguridad si permanece frío,
invulnerable, intocable, con un corazón... indiviso. Pero el padre Cantalamessa, con su
habitual inteligencia espiritual, observa a este respecto: «El corazón indiviso es algo
bueno, con la condición de que ame a alguien. En efecto, es mejor un corazón dividido
que ama que un corazón indiviso que no ama a nadie. En realidad, esto sería egoísmo
indiviso, tener el corazón lleno, pero del objeto más contaminante que existe:
nosotros mismos. De esta especie de vírgenes y de célibes, por desgracia no
infrecuente, se ha dicho con razón: "Como no son del hombre, creen que son de Dios.
Como no aman a nadie, creen que aman a Dios" (C. Péguy)».
Con frecuencia son exactamente estas personas las que, para ocultar su incapacidad
de vivir en plenitud una relación, justifican la elección celibataria con una lógica tan
presuntuosa como cerrada al misterio: «No me he casado, porque me he dado
cuenta de que no tendría suficiente con una sola mujer». ¿Qué extraordinaria capacidad
de amar se atribuyen estas personas, desprovistas de toda experiencia, siquiera
modesta, en este ámbito?'
El célibe inemotivo y de corazón vacío corre otro riesgo, a saber: el de confundir la
ofrenda de sí mismo a Dios con un estado de paz y de tranquilidad interior que es lo
contrario del dinamismo de la ofrenda, o el de reducir la consagración virginal a una
observancia que lo aplana todo, también la vitalidad del consagrado, haciéndolo como
un hombre muerto. «La naturaleza aborrece el vacío. A un hombre de corazón vacío le
pueden suceder cosas terribles. En definitiva, es mejor correr el riesgo de un
escándalo ocasional que tener un monasterio (un coro, un refectorio, una sala de
recreación) lleno de hombres muertos. Nuestro Señor no dijo: "He venido para que
tengan seguridad y la tengan en abundancia". Algunos de nosotros darían de verdad
cualquier cosa para sentirse seguros, en esta vida y en la otra, pero nosotros no
podemos tenerla en ambos casos: seguridad o vida, tenemos que elegir».
D) IDOLATRÍA Y PRIMITIVISMO
Por último, otra categoría de inmadurez afectiva está representada por quien
desarrolla la tendencia contraria a la que acabamos de ver, la tendencia a hacerse
cada vez más dependientes y, por tanto, también más débiles con respecto a diferentes
impulsos y presiones instintivas. En la base de esta tendencia hay un principio que dice
más o menos esto: «Lo que "siento" tengo que hacerlo: de lo contrario, soy menos
auténtico y verdadero».
En realidad, quien (des)razona así es sólo un primitivo adorador de sentimientos e
instintos, casi idólatra, tan primitivo que no ha aprendido todavía a distinguir la
sinceridad de la verdad a este respecto, o que confunde la libertad del corazón con la
dependencia afectiva de quien está siempre buscando apoyos, también cuando dice que
quiere sostener a los/as otros/as.
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Sexualidad es relación, apertura, acogida del que es diferente de uno mismo, negativa a
ponerse en el centro de la relación. Es imposible elegir la virginidad si la
sexualidad no es madurada en esta dirección. Pero es posible, lamentablemente,
hacer de la virginidad una excusa para cerrarse en sí mismo. Esta actitud sería como
forzar la propia sexualidad, obligándola a replegarse sobre sí, a ir contra la naturaleza y
transformarse en su contrario, en energía que cierra al sujeto en sí mismo y lo hace
incapaz de relacionarse.
Quien vive de este modo su virginidad será un célibe que, en el mejor de los casos,
observa su celibato, pero no lo ama. Como si su virginidad fuera técnica o sólo
virtual, funcional por la libertad que garantiza al apóstol «supercomprometido», pero
que tiene el corazón en otra parte. En estos casos es la corrección exterior del
comportamiento lo que tranquiliza y no hace sospechar nada. Pero en realidad hay
diferentes señales de inautenticidad. En vanas direcciones.
A) NEGACIÓN DEL TÚ
B) ALTERACIÓN DEL YO
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-brusquedad en el trato,
-racionalismo exasperado y exasperante,
-descuido general o, por el contrario, afectación excesiva en el vestir,
-poco cuidado en la decoración de los ambientes,
-falta de creatividad apostólica,
-ausencia de gusto estético,
-mediocridad como norma de vida,
-malhumor y nerviosismo constantes,
-sutil falsedad existencial...
Sexualidad significa, como hemos visto, generatividad, vida recibida y dada, don
creador. También el virgen tiene que saber engendrar, como todo ser vivo; de lo
contrario, la virginidad es maldición. Pero no puede hacerlo si no ha aprendido a vivir
la propia sexualidad como fuerza creativa, como energía vital, como búsqueda del
bien del otro -como hemos dicho-. He aquí las señales específicas negativas.
A) ESTERILIDAD Y SOLEDAD
Es la historia de muchos célibes, «hombres incompletos» aunque estén atareados,
porque en lugar de engendrar y hacer crecer al otro, de hacerlo autónomo y libre, lo
vinculan a sí, le imponen por fuerza el propio «nombre» como una marca de fábrica (=
«que se sepa que eso lo he hecho yo») o se convierten en «hijos de sus hijos», es decir,
hacen consistir la propia identidad en lo que producen, en los resultados de sus
prestaciones. Célibes que no crean libertad a su alrededor, porque no son libres para
entregarse al otro, a la vida, a la enfermedad, a la muerte, ni para entregar el propio
«hijo» a los otros sin ningún derecho de propiedad ni ninguna pretensión de ser
insustituibles o eternos.
De este modo se encuentran solos, lo mismo que el grano de trigo que no se
entrega a la muerte y se queda «solo», no engendra ni da ningún fruto (Jn 12,24).
B) FECUNDIDAD DESVIADA
Otra señal de sexualidad estéril es el caso del célibe que desvía su capacidad
generativa de las personas a las cosas, a los objetos inanimados, a los animales, a la
actividad profesional. Existe a este respecto una cierta galería de personajes
interesantes, como el consagrado que se dedica a varias colecciones (de los sellos a las
mariposas), que cultiva aficiones extrañas (¡la primacía corresponde a un religioso, tal
vez nada pacifista, que dedica su tiempo libre a la construcción de pistolas!), que está
dominado por manías incansables (los famosos «cálculos en la vesícula») o que trabaja
como ganadero, mecánico, ratón de biblioteca o hace de todo y está tan cerrado en
su mundo que ya no sabe gozar de la relación con el otro y la reduce a fríos
monosílabos.
Evidentemente no hay nada malo, en teoría, en trabajar como agricultor o electricista,
cuando es un servicio para la comunidad y se respetan ciertos equilibrios; el problema
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nace cuando todo esto se convierte en una huida de la relación con los otros para ce-
rrarse en uno mismo.
No es raro que sea precisamente el fenómeno de la fecundidad desviada el que cree, a
largo plazo, una cierta tendencia autoerótica.
C) DIVERSIDAD TEMIDA
Lo que hace fecunda la sexualidad es el encuentro de las diferencias, complementarias
entre sí. El temor a lo diferente, por el contrario, hace que la relación sea
inevitablemente estéril. Hoy existe una homosexualidad latente como problema
esencialmente relacional antes que explícitamente sexual, que empobrece la relación y
convierte al instante la diversidad en un conflicto, en lugar de aprovecharla como un
recurso; lleva a rechazar al otro y a sentir como una amenaza su diferencia de ideas, de
sensibilidad, de experiencia, hasta pretender que se vuelva semejante a sí, haciendo
infecunda la relación.
Si la sexualidad indica la diversidad radical y es escuela para aprender a vivir en la
diferencia, este temor señala una relación negativa con la propia sexualidad, una vez
más inhibida y castrada en su vitalidad y fecundidad. Ciertamente de esta sexualidad no
podrá nacer una virginidad fecunda -aunque sea una virginidad observada.
CAPÍTULO 5
«Dichosos los puros de corazón»
«Dichosos los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los mansos,
porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos serán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los puros de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los Cielos... » (Mt 5,1-10).
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Pureza parece un término de otros tiempos; tal vez traiga a la mente recuerdos remotos
no siempre gratificantes, cuando implicaba sólo o sobre todo continencia y
represión, lucha y a veces también angustia con tentaciones opresoras como
obsesiones; un ideal demasiado severo con las consiguientes confesiones dominadas por
la vergüenza y por devastadores sentimientos de culpabilidad, a veces frente a
confesores mucho más parecidos a jueces indagadores y severos que a instrumentos
de la misericordia del Eterno, que juzga basándose en el amor.
Hoy se habla poco (alguien lo llama «silencio impuro») de ella, entre otras razones
porque el término ha quedado absorbido en el más amplio de «castidad», pero sería una
lástima que perdiera su sentido específico, todavía reconocible, al menos en parte, en
el uso que se hace de él en la lengua corriente. «El mundo mismo, en realidad, sin darse
cuenta de ello, paga su tributo de honor a este valor, cuando hace de la palabra
"virgen" uno de los símbolos de mayor reclamo de su lenguaje publicitario. La lana
mejor es la "virgen", el aceite más puro es el "virgen extra"; virgen indica todavía lo
más bello y no contaminado entre los productos del hombre y de la tierra»', lo que es
genuino y auténtico, puro y compacto, fresco y veraz, íntegro y simple (=
compuesto por un solo elemento), no adulterado y creíble.
De algún modo tenemos que reapropiarnos de las palabras y de los símbolos que la
cultura secularizada ha tomado prestados de la Biblia y de la tradición cristiana,
vaciándolos completamente de su significado religioso.
De hecho, el término evangélico es mucho más rico y amplio, especialmente si es
comprendido en el contexto de las bienaventuranzas (donde la idea de pureza, como
es sabido, va mucho más allá del concepto de castidad). Tratemos, pues, de restituir
verdad y luminosidad a una palabra asociada ahora con un espiritualismo impropio («la
virtud de los ángeles») o -por reacción- con una concepción negativa del mundo
interior, con las frustraciones y opresiones que conocemos.
Puro de corazón es quien está poseído por un único y gran amor, en el que reconoce
la propia verdad. De por sí, no es quien no comete gestos impuros o no conoce mujer, ni
una persona simplemente amante, sino quien conoce un solo amor, exactamente aquel
que es llamado a amar y por el cual se siente conquistado totalmente. La pureza no
es abstinencia y observancia, sino plenitud y unicidad de amor, sin dispersiones ni
bajadas de tensión.
Por esto el puro responde de lleno a la naturaleza del impulso afectivo-sexual, el cual
puede expresarse al máximo (de la fuerza del amor) sólo cuando su energía se
concentra en un único afecto, hacia una única persona, para difundirse después en otras,
en otras muchas. En suma, el enamoramiento es y tiene que ser único. Es el famoso
«principio de la concentración», válido para todos, casados y célibes.
El virgen por el Reino, como hemos especificado en el segundo capítulo, es aquel
creyente que recuerda a todos la centralidad de Dios y del amor divino como
perspectiva originaria y final del amor y de los amores humanos, y lo hace eligiendo
ya desde ahora por vocación y, por tanto, por gracia y siempre en la debilidad de su
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carne, a Dios como término y objeto inmediato de su amor; y poniendo toda la
atención para que en su vida no haya otros afectos invasores que atraigan al corazón
y lo distraigan de él.
Tal elección, vivida con corazón puro, recoge y concentra todas sus energías en este
amor, y desarrolla en el individuo algunas características.
A) VERAZ Y LIBRE
Veraz consigo mismo y con lo que es llamado a ser y amar, el puro-de-corazón no va
donde el corazón lo lleva, sino que ama lo que es digno de ser amado, o a quien
«debe» amar. En él, en efecto, encuentra su propia identidad y vocación, la fuente y
el destino, la objetividad de una llamada y la subjetividad de la fascinación.
Pureza y verdad, verdad que atrae y hace libres, porque revela lo que es esencial y central
para cada persona. Por esto el puro-de-corazón tiene la sensación de ser él mismo, es
percibido por los demás feliz en lo que es, y se hace cada vez más creíble en lo que hace.
B) UNO Y UNIFICADO
El virgen es puro-de-corazón no sólo si es fiel a este amor, sino en cuanto es hecho uno
por el Uno, unificado por aquel que es absolutamente puro en sí mismo, y que es
cada vez más único, el único amor, en su vida de virgen, porque todo en ella parte de él
y reconduce a él, todo deseo y proyecto, pensamiento y elección; porque tiene la
precedencia sobre todos los demás afectos y, sin embargo, se hace encontrar en cada
uno de ellos.
En este sentido el puro-de-corazón es también compacto y consistente, bien
anclado en su centro, sólido y «estable como el monte Sión», no dispersivo y caótico,
ni ligero e insignificante. El puro-de-corazón quiere una sola cosa, conoce una sola
pasión.
C) TRANSPARENTE Y RELACIONAL
Es puro el corazón de quien no oculta ni sustrae nada a Dios, sino que le permite entrar
en todos los rincones de su persona, incluso en los subterráneos de su corazón: son
puras sus manos, labios, ojos, rostros, pero también sus pensamientos, deseos,
intenciones, sueños, lo mismo que son puras sus relaciones y amistades, gestos y
palabras...
El puro-de-corazón no es puro por sí mismo y en función de su propia perfección, sino
para expresar el amor. En efecto, es transparencia del amor de Dios, porque no centra
la atención en sí mismo, sino que remite a Dios, «como el agua de un arroyo tan lim-
pia que se ve el fondo. Y esto es así porque el amor que manifiesta no es suyo, sino de
Dios»'.
En este sentido el puro-de-corazón es inocente, con una inocencia no infantil, sino
que remite al amor de otro tiempo, el de los orígenes: a aquella benevolencia que está
en el comienzo de todo y que hizo todas las cosas hermosas y buenas, a aquella
benevolencia que está en el origen de su aventura existencial y de todo don en ella.
Por esto Dios puede ser Dios en él, mientras que todo para él es puro.
D) COHERENTE Y RADICAL
Corazón puro no significa posesión tranquila y segura de un amor para. siempre, sino
acaso deseo, búsqueda, nostalgia, autoentrega, tensión hacia él, lucha no para alcanzar
una improbable inmunidad y una inexistente paz de los sentidos, sino para crecer
hasta el fin en el deseo, con la certeza de que sólo el Eterno puede llenar el corazón
69
humano, y con la renuncia, no exenta de sacrificio, a cuanto podría frenar el camino o
desviar la espera.
El puro-de-corazón sabe que «hay que llegar incluso a las lágrimas en la experiencia de
que Dios es nuestro único amor»;. Por lo demás, no hay nada más intacto que un
corazón lacerado.
A) AMOR POBRE
Es el amor del «pobre de espíritu», es decir, de aquel que se siente amado en su
pobreza y no amabilidad y, por tanto, de forma absolutamente gratuita y por encima de
todo mérito suyo; pero también de quien se siente querido por un amor grande y
para siempre. Por un lado, este amor lo satisface y hace agradecido y, por otro, lo
libera de la ansiedad de la acumulación, en particular de la afectiva, y hace que guste y
elija la sobriedad en las relaciones, en los gestos, en la expresión de sí, para que brote
lo esencial, que es el amor eterno, el primero y el último, y para que éste sea también
el amor único, siempre en el centro de su vida y de todos sus afectos. Hasta el punto de
renunciar, en un nivel de pobreza más profundo, también a una de las experiencias
más enriquecedoras, bellas y placenteras para el ser humano, como la sexual.
¡Dios sólo conoce el perfume de este sacrificio!
B) AMOR MISERICORDIOSO
La misericordia es el amor excesivo, la medida «buena, apretada, rellena, rebosante»
(Lc 6,38) que va más allá de ]ajusticia, que no se mide por el mérito del otro ni por los
propios intereses. Por esto sólo puede perdonar quien no ha derrochado, sino que ha
conservado, capitalizado y concentrado, en un corazón puro, el amor. Que por esto se
convierte en él en exceso de amor, y permite después querer también a quien es menos
amable y no se lo merece o nos ha hecho daño; hasta sentir la misma misericordia del
Eterno.
70
Como desea en su oración Isaac el Sirio: «Que la misericordia prevalezca siempre en tu
balanza, hasta el momento en que sientas dentro de ti la misericordia que Dios siente
hacia el mundo».
Quien no perdona no dispone de aquel exceso; tiene una medida pequeña y mezquina
de amor, fruto de cálculos y cuentas que nunca salen (= piensa que le deben, como si
siempre tuviera que reprochar a la vida y a los otros que no le han dado el amor que se
merece), y esta medida la tiene bien guardada para sí hasta llegar a sofocarla. Es un
impuro.
C) AMOR PACIFICADOR
Quien ama con todo su ser y es fiel al Amado vive en la armonía y en la paz, y no
puede dejar de sembrar a su alrededor serenidad y concordia. Y esto no se debe al
hecho de que sea una persona tranquila y pacifista, o por naturaleza inclinada a
mediar y evitar conflictos, tal vez para no complicarse la vida y las relaciones, sino
porque está profundamente modelada por aquel amor que es la verdad de su vida, y
por aquella coherencia que nace del amor. Ahora bien, es sabido que no hay nada
como la coherencia que, distienda, satisfaga, dé fuerza, nos haga estar en paz con
nosotros mismos, y nos lleve a tomar la iniciativa de «construir paz» en ti da relación.
La guerra, pequeña o grande, también entre nosotros, nace siempre en corazones
impuros.
2. «Dichosos»
Tal vez lo más singular y original del texto bíblico sea justamente la invitación a la
bienaventuranza del corazón puro, y probablemente también la menos comprendida.
En efecto, si la hubiéramos comprendido no nos sentiríamos tan incómodos e inseguros
para proponérsela a los jóvenes, y no habría en la Iglesia esta especie de conjura del
silencio, del «silencio impuro» y ensordecedor sobre la pureza del corazón.
2.1. Ni dichosos...
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(probablemente benemérito) de la observancia virtuosa como la libertad para buscar y
encontrar en ella la felicidad.
En efecto, hay célibes cuya virtud y rigor de comportamiento nadie podría poner en
duda, pero que de un modo igualmente puntilloso difunden a su alrededor tristeza e
insatisfacción; o tan austeros y serios, «cansados y oprimidos» que resultan los
peores agentes publicitarios de sí mismos, o los testimonios más contradictorios de
lo que han elegido (¡pobre animación vocacional!). Célibes tan emotivos y
susceptibles, necesitados de apoyos y compensaciones, que dejan entrever el vacío de
su corazón; célibes que son castos y puros, pero se aíslan como seres asociales, viven
un poco amargados y temen o desprecian al mundo.
Todos estos personajes, y otros, no son «dichosos»...
Pureza de corazón es, como hemos dicho, cultivar un solo deseo, una única aspiración
que, después de todo, es realmente el único verdadero deseo humano: ver el rostro del
Padre. El puro-de-corazón anuncia que no hay otros deseos, y que, si ahora no es ya
posible la visión plena y solar, sin duda ya ahora es realizable alguna intuición o
mirada fugaz -pero que, con todo, alcanza fragmentos de verdad-, semejante a una
cognitio vespertina.
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«¿Y cuando sabe el hombre que ha llegado a la pureza?», se pregunta Isaac de
Nínive. «Cuando considera que todos los hombres son buenos, y ningún ser humano le
parece impuro y manchado, entonces es verdaderamente puro en su corazón»'.
Pura es la mirada «curiosa» del padre Christian, el trapense asesinado por el
terrorismo islámico, que en su testamento -dirigiéndose a quien va a quitarle la vida
(«amigo del último instante»)- sueña, en la visión «beatífica», que puede finalmente
«zambullir mi mirada en la del Padre para contemplar con él a sus hijos del islam tal
como él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su pasión,
investidos del don del Espíritu...».
Sobre todo es pura, al comienzo de la misión de Jesús, la mirada del «Padre que
sonríe al Hijo y del Hijo que sonríe al Padre, mientras su sonrisa produce placer y el
placer produce alegría y la alegría produce el amor»"'.
Si en el corazón de la vida de Dios está esta sonrisa incontenible, el puro-de-corazón
está destinado a encontrar su morada en esta mutua sonrisa-placer-gozo-amor, dejando
que aquella mirada traspase e ilumine también su rostro y de él salte a otros muchos,
mientras en su corazón cantan las palabras del amor eterno: «Tú eres mi predilecto».
En efecto, el puro-de-corazón es un predilecto: es amado antes, por encima de
méritos y observancias, incluso por encima y antes de su observancia celibataria y, por
lo tanto, para siempre y por un amor grande.
Es puro-de-corazón porque está libre de toda pretensión y con la mirada llena de
sorpresa.
CAPÍTULO 6
La alegre noticia de la castidad evangélica
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que os ofrezcáis a vosotros
mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto
espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la
renovación de vuestra mente, de, forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de
Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,1-2).
«Por eso, al entrar en este mundo, Cristo dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero
me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a
hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10,5-7).
La elección de vivir vírgenes supone una relación correcta con la sexualidad y el
propio cuerpo, junto con la capacidad de concentrar la propia energía afectiva en un
único amor (= pureza). ¿Pero como llegar a una y a otra?
Es la castidad lo que permite hacer este importante itinerario de vida, castidad como
virtud moral que regula el ejercicio de la sexualidad según el estado de vida de la
persona, en función de sus valores y en el respeto a la naturaleza de la misma
sexualidad.
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corazón casto quien ha aprendido y está aprendiendo a orientar el eros (= la energía
afectivo-sexual) y las pulsiones sexuales hacia su fin específico y según sus
personales elecciones de vida.
De aquí brotan algunas consecuencias o clarificaciones relevantes.
1. El «evangelio» de la castidad
En primer lugar, la castidad es una hermosa noticia. Hay que rechazar completamente la
idea negativa y reductiva de esta virtud, como si derivara sólo de un costoso proyecto
de observancia o se identificara con una continencia que viene sólo del deber o de una
cierta idea de perfección que entristece a quien tiende a ella, o como si correspondiese
a una renuncia que nace de la desvalorización del cuerpo o del miedo al sexo y termina
por empobrecer al falso asceta. La castidad es una actitud de fondo, como un modo
de ser, de entender la vida y de relacionarse consigo mismo y con los demás, que va
más allá del hecho puramente genital-sexual, pero que permite captar la verdad y
realizar los objetivos de éste. Es un hecho místico, no sólo ascético. Hasta tal punto que,
según Clément, «para comprender todos los aspectos de la castidad hay que releer el
Cantar de los Cantares»'.
Y es una virtud propia de todos, tanto de quienes ejercitan la sexualidad en el
matrimonio como de quienes han decidido no ejercitarla. Ciertamente comporta una
renuncia, pero antes y sobre todo «significa energía espiritual que sabe defender el
amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad y sabe promoverlo hacia su
plena realización..., virtud que promueve en plenitud la sexualidad de la persona y la
defiende de todo empobrecimiento y falsificación», o de todo lo que la hace menos
humana.
La castidad es «la sexualidad puesta al servicio del amor» ( L. Rossi).
Por esto es «buena noticia», ya que indica la maduración de todo el ser del hombre
que llega a vivir el amor y a expresarlo con el cuerpo en la sinceridad y verda d.
Sería demasiado poco decir que la castidad es un modo de regular la vida sexual,
puesto que, por el contrario, educa el cuerpo para que exprese realmente el amor, y
educa los sentimientos en la ternura y en la sensibilidad, en el gusto por la belleza y la
fascinación de la verdad, hasta la libertad de la autoentrega.
En definitiva, y para expresarlo con una imagen, signo ideal y elocuente de la castidad
del consagrado es Francisco que besa tiernamente al leproso, como diremos mejor
más adelante, no el célibe rigurosamente observante, rígido y frío como un
témpano, y también un poco asocial.
74
2.1. Doble «obediencia»
La castidad del virgen tiene como una doble obediencia o es síntesis de dos
atenciones y pasiones: por la propia opción celibataria subjetiva, y por los valores
objetivos de la sexualidad y antes aún por su corporeidad. ¿Acaso el cuerpo no es
desde siempre «el sujeto mismo de una fe que se atreve a afirmar con su tejido sutil y
entusiasmante la indisoluble comunión de la carne con Dios»?
Castidad, pues, significa renunciar por el Reino al ejercicio genital sin renunciar al fin
natural de la sexualidad, como hemos mostrado en el capítulo 3, con aquella triple
tendencia fundamental que constituye su DNA: hacia la relación, hacia la alteridad,
hacia la fecundidad, o contra el encerramiento narcisista, contra la homologación del
otro, contra la esterilidad. Castidad (virginal) significa, de un modo más positivo,
realizar el objetivo específico de la sexualidad a través de la opción virginal: como
si de una apuesta se tratara, demostrar que es posible vivir la propia sexualidad
también en la elección celibataria por el Reino de los cielos.
Por eso no basta, para ser castos, con abstenerse de los llamados «placeres de la
carne», sino que es preciso captar en la luminosidad y ambigüedad de la carne la
imborrable presencia del Espíritu, la «chispa pascual»', y favorecer el poderoso
impulso que la sexualidad imprime a la relación con el otro, diferente de mí, para que
sea fecunda.
Precisamente gracias a esta doble obediencia la continencia casta permite al célibe
por el Reino llegar a estar, como dijo Evagrio Póntico en Egipto en el siglo VI,
«separado de todos y unido a todos».
2.2. Renuncia sana
No es casta, por tanto, la vida de quien, para mantener la fidelidad a uno de los polos
de valores (o a una de las dos «obediencias”), renuncia a la otra o la menosprecia, casi
dispensándose de ella, de modo más o menos inconsciente.
Si, por ejemplo, la renuncia al ejercicio de mi genitalidad me cierra a la relación con
el otro o me hace estéril o improductivo, triste e insignificante, esa renuncia no es sana
ni casta y, por lo general. tiene poca capacidad, aunque esté hecha en nombre de mi
virginidad (para protegerla, como se pensaba en otro tiempo). Así como por el
contrario, si la pretensión de ser como los otros y de satisfacer ciertas exigencias
afectivas me impide, de hecho, dar testimonio de Dios como del único y gran amor,
el primero y el último, que me abre hacia todos, mi renuncia sería sólo ficticia, y
hasta falsa.
Es sana la renuncia que respeta y «obedece» ambos planos y valores, la que me hace
ser hombre espiritual y carnal, y permite que se transparente el sentido del cuerpo
sexuado hecho misteriosamente fecundo precisamente por la renuncia.
Tal renuncia orientada y motivada no entristece el ánimo de quien la practica y se
convierte en un hermoso testimonio de cómo Dios llena el corazón del virgen. De
hecho, favorece la concentración del amor y es más posible y menos costosa que una
renuncia que no nace de esta síntesis o está menos atenta a la gramática del cuerpo.
El pecado contra la castidad es, por tanto:
- la sexualidad incontrolada, o por exceso,
- la sexualidad reprimida, o por defecto,
- la sexualidad desintegrada, no debidamente equilibrada ni integrada con el amor.
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La castidad, como hemos afirmado al principio, es virtud que regula; es, por tanto,
norma, ley complementaria, con sus obligaciones y prohibiciones. Quizá también por
esto no está entre las virtudes más admiradas, tampoco en nuestros ambientes, ni es un
estilo de vida propuesto en la cultura actual. Esto sucede por una serie de equívocos que
tal vez también nosotros hemos contribuido a crear.
Pero esto muestra que hay otros pasos importantes en la dirección de la verdad del
cuerpo casto.
3.2. Espiritual y carnal
«Espiritual» no significa, de por sí, inmaterial, ni designa una sustancia superior o un
ente misterioso, sino un dinamismo, un modo de ser que se puede también adquirir,
más aún, que todo hombre debe conquistar lentamente. ¿Cómo o cuál es este
dinamismo?
Es «el dinamismo de apertura a la alteridad»R en un gesto de acogida del tú y de
autodonación, porque, según Lévinas, «el dar es el movimiento originario de la vida
espiritual»`. No obstante, el dar, a su vez, si no quiere ser ilusorio y genérico, es
posible sólo mediante el cuerpo; sólo entonces es un concreto y efectivo, y sobre todo
es don de sí, de la propia vida, no de cosas u objetos externos al yo («no la sangre de
76
carneros y machos cabríos»), ni de simples aspiraciones y fantasías veleidosas.
Como hizo el Hijo que, «al entrar en el mundo, dice: "Sacrificio y oblación no qui -
siste, pero me has formado un cuerpo. [...] Entonces dije: He aquí que vengo [...] para
hacer tu voluntad"» (Hb 10,5-7).
Es decir, lo espiritual (= la voluntad del Padre) se manifiesta en lo carnal (= la
acogida de esta voluntad en el cuerpo del Hijo); con esta condición lo espiritual no
sólo se hace visible, sino que se realiza. Dicho de otro modo, lo espiritual necesita lo
carnal, mientras que el cuerpo es llamado a hacerse espiritual, y llega a serlo
entrando en el dinamismo del don. Tenemos que hacemos seres espirituales y
carnales al mismo tiempo.
Hacerse espiritual es vivir el propio cuerpo como dado y hecho para el don y la
relación. Hacerse carnal es escuchar al propio cuerpo, descifrar su lenguaje e intuir su
dignidad en aquella búsqueda de amor y verdad que se oculta a menudo, como
necesidad profunda, detrás de sus peticiones; pero quiere decir aceptar también ser
sensibles, vulnerables, débiles, capaces de comprender la debilidad de los otros.
Cuando el corazón de piedra se hace corazón de carne, el sujeto, que era duro, se
vuelve tierno. Y, al descubrir la propia debilidad, no rechaza la del otro... «Lejos de
ser desencarnación, la espiritualización es encarnación».
La castidad es la expresión de este proceso de doble sentido, y al mismo tiempo es lo
que permite el paso del corazón de piedra al corazón de carne, del ser espiritual al
ser encarnado (y viceversa)"; no es casto el corazón presuntuoso y duro, que no
perdona ni se abre a las necesidades del otro, o que vive el propio don como cosa
excepcional y heroica y no comprende que «las necesidades materiales de mi prójimo
son necesidades espirituales para mí»`. La castidad permite realizar aquella clase de
hombre que se ha hecho «carnal hasta en su espíritu, y espiritual hasta en su carne»
(Agustín). O, como dice el Catecismo de la Iglesia católica, «la castidad significa
la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello la unidad interior del
hombre en su ser corporal y espiritual»".
La tarea de esta virtud podría parecer fácil, pero no lo es porque el cuerpo está repleto
de violencias y ambigüedades, de resentimientos y repliegues sobre sí mismo, que a
menudo falsean la relación con el otro, instrumentalizando el tú y trivializando aquella
tendencia heterocéntrica que la sexualidad activa en todo ser humano.
Es muy sutil el mecanismo que pone el yo del virgen en el centro de la relación, tan
sutil y refinado que a menudo se le escapa incluso al sujeto (entre otras razones,
porque en el centro se está bien...) y a sus instrumentos de percepción
(especialmente si no los usa); tiene toda la apariencia del amor, pero en realidad es
engaño que erosiona los afectos más intensos y deforma el rostro de los amantes
porque, detrás de las palabras de un repetitivo vocabulario que parecen expresar con
originalidad el don y el ofrecimiento de afecto («eres importante para mí», «te
necesito absolutamente», «tú eres mío y yo te pertenezco», «sin ti mi vida no tiene
sentido», «sólo tú haces que me sienta realizado», « nadie me ha dado jamás lo que tú
me das»), oculta diferentes estrategias de sumisión del tú y de invasión del yo.
Entonces el propio cuerpo no está ya en la forma de la ofrenda, se vuelve instrumento
falso y deforme (ha perdido la propia forma) y, después, tierra de conquista.
Es dolum y no donum, pero es difícil caer en la cuenta del «engaño». Castidad es haber
aprendido pacientemente este arte, es la premura vigilante de un corazón atento a lo
que sucede en sus profundidades recónditas, vigilante porque es celoso del amor que
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habita en él, atento porque está atraído, casi subyugado por el misterio del cuerpo
humano, «templo» de Dios (cf. 1 Co 6,19).
La castidad del virgen es renuncia, es decir no a una de las realidades más atractivas y
ricas de misterio de la existencia humana como la comunión plena de los cuerpos y de
la vida; es muerte.
Es importante reconocerlo sin recrearse en patéticas restricciones mentales para
justificar componendas miserables («hasta aquí se puede llegar», «pero ¿qué hay de
malo en quererse?», «¡no puedo negarme todo!», «¡basta de tabús!, hay que satisfacer
ciertas exigencias»). También aquí bastaría con saber leer el propio cuerpo, el cual,
cuando es estimulado, es capaz de una miríada de emociones, que ayudan a discernir
la naturaleza de la relación. ¿Estamos seguros de que sabemos leer nuestro cuerpo
con sus emociones y reacciones?
En virtud de esta lectura podremos restituir al cuerpo la dignidad de ser «nuestra
buena conciencia»; pero sobre todo, gracias precisamente a la lucidez y coherencia con
la que, como vírgenes, vivimos nuestra muerte, llegaremos a ser capaces de reencontrar
las palabras de la vida, para decir al hombre y a la mujer de hoy el inaudito mensaje
cristiano del destino último del cuerpo: «Resucitará todo cuerpo que en su estar en el
mundo haya representado de algún modo los movimientos del cuerpo de Jesús.
Vivirá para siempre en la gloria de Dios todo cuerpo que haya asimilado, como
sustancioso alimento, la forma del cuerpo de Jesús: el don, la comunión».
Nuestra castidad es profecía de aquel día hermoso y radiante.
CAPÍTULO 7
Virginidad como sexualidad pascual
«En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, por la cual el mundo es para ml un crucificado y yo un crucificado
para el mundo. Porque lo que cuenta no es la circuncisión, ni la incircuncisión,
sino la creación nueva. Y para todos los que se sometan a esta regla, paz y
misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios. En adelante nadie me moleste,
pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Ga 6,14-17).
«Eliminad la levadura vieja, para ser masa nueva, pues sois ázi mos. Porque
nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta,
no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con
ázimos de sinceridad y verdad» (1 Co 5,7-8).
Es posible que la expresión que constituye el título de este capítulo sea la síntesis
más sencilla y lograda, o la imagen más sugerente y evocadora, del tema que
estamos tratando; precisamente por ello la hemos elegido como subtítulo de
todo el volumen. A primera vista, puede parecer inadecuada, como si pretendiera
unir aspectos excesivamente distantes entre sí, o como si quisiera adaptar por la
fuerza un concepto divino-teológico demasiado alto a cosas demasiado terrenas-
antropológicas.
Pero es precisamente esto lo que nos permite encontrar la ca tegoría
interpretativa del misterio, en el sentido que le hemos dado anteriormente: unir
entre sí polaridades aparentemente contrapuestas para que no se anulen
mutuamente, encontrar un punto central que permita mantener unidos los extremos
a fin de que la antítesis pase a ser síntesis. Y aquí los puntos son realmente extremos,
al menos en la perspectiva habitual para nosotros: el sexo humano y la pascua divina.
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Hay otro motivo para adoptar esta clave de lectura. Para captar este «misterioso»
punto común entre el aspecto humano, tal vez el más humano que se pueda pensar
(la sexualidad), y el más trascendente (el misterio pascual, misterio en el sentido
clásico), entre lo carnal y lo espiritual; para recordarnos que virginidad es todo esto,
misterio de muerte y vida que se realiza en la debilidad de la carne gracias a un
doble paso: el de la ofrenda de sí mismo que pasa a través del cuerpo, el propio
cuerpo sexuado, y el de la sexualidad misma que pasa a través de la pascua del Señor, su
cruz y resurrección. Si pascua significa «paso», tal vez la pascua de la muerte y
resurrección del Señor sea precisamente aquel misterioso punto central que estamos
buscando.
Del primer paso hemos hablado ya, especialmente en el capítulo anterior; nos queda
ver el segundo. Ambos procesos son expresión de la única pedagogía del amor y de la
ofrenda del cuerpo como de un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1),
que hace al cuerpo mismo luminoso en el esfuerzo de la renuncia, en el decir no a
algo muy hermoso por algo aún más hermoso.
Primero hay que aclarar un punto muy importante y que en modo alguno se da por
supuesto: el vínculo entre sexualidad y acontecimiento pascual. Es una relación
singular, ciertamente, y aparentemente extraña y forzada; pero es fundamental
comprenderla, o al menos tratar de acercarse a ella, al umbral del misterio, en defini-
tiva, para vivir bien la propia virginidad.
Digamos desde el principio, no obstante, que el vínculo no es de tipo «negativo», no
hay que buscarlo en la renuncia «dolorosa» que la sexualidad implica por naturaleza, y
que después se convierte o se convertiría en máxima en la opción virginal, sino en una
cierta correspondencia de significados, que ahora tratamos de poner de manifiesto.
Sexualidad, en efecto, significa en su raíz relación, como hemos repetido varias veces,
capacidad de acoger incondicionalmente al otro, diferente de sí, respetando, acogiendo y
valorando su diversidad sin imponerle las propias condiciones. Es más, la sexualidad es
diversidad que se convierte en complementariedad recíproca, no sólo entre varón y
mujer, sino antes aún y todavía más radicalmente entre tú y yo. Es, por tanto, energía
creativa, capacidad de entregarse a otro, es fecundidad de relación, es dar la vida y
dar vida..., pero todo esto a condición de que exista este encuentro entre alteridades.
Pues bien, ¿acaso la cruz de Jesús no expresa todo esto en el máximo grado y de la
manera más intensa posible? Jesús con su cruz entra en relación con todos, sin dejar
fuera a nadie: la cruz es relación, con el cielo, la tierra y los infiernos, con los justos y
los pecadores, con el ladrón agraciado y con el obstinado, con María y Juan, con los
crucificados de la historia y con los crucificadores de todos los tiempos... El Cordero
manso e inmolado mantiene abierta la relación también con quien desearía romperla;
quien no reacciona y se deja golpear ¿no es tal vez signo, paradójicamente, de una
voluntad de comunión que al final resulta más fuerte que toda violencia? Y la petición
de perdón al Padre por parte de Jesús, que busca incluso atenuantes para quien lo ha
clavado en la cruz, ¿no es tal vez el máximo de la acogida de quien es diferente y se
opone a él hasta querer eliminarlo?
Precisamente por esto la cruz es árbol fecundo, por este «misterioso» encuentro con la
alteridad y su señal extrema, el pecado. Tal fecundidad es «el verdadero poder... del
79
Dios crucificado: un poder que quiere la alteridad del otro hasta dejarse matar para
ofrecerle la resurrección. Por ello el poder absoluto se identifica con el sacrificio
que comunica la vida a los hombres y fundamenta su libertad. El Dios encarnado es "el
que da la vida por sus amigos" y ora por sus verdugos»'.
Ésta es la razón por la que «para san Máximo el Confesor, Cristo es el eros
crucificado».
Ciertamente los relatos de la pasión no nos ofrecen la imagen de un Dios altísimo y tres
veces santo hasta tal punto que no se puede contaminar con la humanidad pecadora, él
que es tan inaccesible y trascendente. Por el contrario, trazan la imagen de un Dios que
se entrega de verdad en manos del hombre, de Judas a Caifás, un Dios que entra en
contacto con el pecado y deja que éste le inflija la muerte, como dos extremos que se
tocan, una vez más, hasta hacer incluso que nazca la vida. El cuerpo de Jesús es el lugar
de este dramático choque de polaridades opuestas, el «misterioso» punto central donde
los lejanos se hacen cercanos (cf. Ef 2,17). Por eso es el corazón de la historia y del
mundo (en ello «se ha complacido el Padre...» ); mientras la redención es exactamente
el fruto de esta síntesis de los contrarios (o coincidentia oppositorum).
Pues bien, nuestra virginidad es memoria y de algún modo hace memoria de todo esto.
En efecto, en la sexualidad humana hay una huella misteriosa de esta energía relacional
y fecunda.
80
Es el punto central de toda nuestra reflexión: si el amor tiene una estructura pascual,
entonces la virginidad es sexualidad pascual, sexualidad que ha pasado y tiene que pasar
por la criba de la cruz y la resurrección, la pascua-paso del Señor, el misterio por
excelencia.
¿Qué quiere decir en concreto?
Quiere decir, ante todo, dejarse juzgar por la cruz, es decir, la li bertad y voluntad de
someter constantemente todo afecto, pensamiento, instinto, pasión y deseo al juicio de
la cruz. Porque sólo la cruz puede juzgar el corazón y permite descifrar lo que le
sucede; sólo el verdadero amor puede descubrir el falso amor en sus numerosos
fingimientos (por ejemplo, la cruel hipocresía del célibe que no sabe experimentar
empatía, o la falsedad de quien da para recibir, o la sutil violencia de quien usa al
otro para sus necesidades...), o reconocer a tiempo aquella atracción o simpatía que
después podría terminar imponiéndose.
Y si queremos ser todavía más concretos, digamos que hay un método al alcance de
todos o por lo menos de quien es bastante humilde e inteligente, por medio del cual
se puede hacer efectivo y siempre nuevo este juicio de la cruz: es el examen de
conciencia (el psicoanálisis del pobre), examen hecho todos los días ante la cruz (y
la Palabra de cada día). Su objetivo no es sólo ni en primer lugar negativo (el
descubrimiento de las transgresiones), sino positivo y propositivo, a saber: la
ft)rmación de la conciencia. El examen de conciencia forma la conciencia cristiana y
más aún la conciencia del virgen, es como el instrumento de su formación permanente;
la mantiene despierta y le da una orientación precisa: por un lado, es un monitor con un
radar muy sensible y, por otro, es un pedagogo que la ilumina; por un lado, tal vez
permite prevenir o vivir bien ciertas crisis' y, por otro, hace atento e inteligente al vir-
gen, sabio y hasta celoso su corazón.
Son el necio o el presuntuoso quienes no hacen el examen de conciencia o, como
mucho, hacen un examen de... inconsciencia, banal y superficial, parcial y trivial, que
se fija sólo en el lado exterior del comportamiento y no sabe indagar hasta la raíz de las
motivaciones profundas6, con el riesgo de vivir con la misma autosuficiencia e
indiferencia también la vertiente sacramental-penitencial.
Por el contrario, la persona que hemos calificado como «humilde e inteligente» no
es tanto aquella que es tan escrupulosamente fiel a sus prácticas de piedad que no
falta nunca al examen de la noche, aunque sea entre bostezos, sino aquella que,
también gracias a este ejercicio, ha aprendido en tiempo real a percibir lo que sucede
en su corazón, confrontándolo con el mensaje de la cruz, o con el corazón del
Crucificado. Con la verdad y libertad que se derivan de ello y una inmensa
necesidad de misericordia que celebrar primero, y compartir después.
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Cuando el corazón humano acepta la purificación de la cruz, con todo el esfuerzo que
esto implica, se vuelve puro, y no sólo porque no comete pecados, sino porque está
ocupado y poseído enteramente por el amor divino que transforma el corazón huma-
no. Entonces, aquella única gran corriente de amor se transforma en cascada, capaz de
alimentar el corazón, porque ama mucho y a muchos, a la manera divina.
La purificación, en otras palabras, está en función de la intensidad del amor.
Nada como la cruz libera el corazón, porque nada como la cruz da al mismo tiempo
aquellas dos certezas sobre las que se construye la libertad afectiva: la certeza de ser
amado desde siempre y por siempre, y la certeza de poder y deber amar por siempre.
Dos certezas que despejan definitivamente toda duda y todo miedo -en particular el
miedo a no haber sido amado bastante- sacian el corazón y permiten al virgen no vivir
por más tiempo replegado sobre sí, preocupado de lo que recibe, mendigando lo que en
realidad posee, hambriento de lo que tiene en sobreabundancia, sino libre para dar, para
poner al otro en el centro de atención, para compartir el don del amor recibido.
La cruz serena y provoca, hace agradecidos y gratuitos, cura y «hiere», da verdad y
libertad, una verdad luminosa, una libertad responsable. Y estamos todavía en la
perspectiva del misterio.
La cruz salva no sólo en sentido general, en virtud del gesto sacrificial realizado por
Cristo sacerdote de una vez para siempre, sino que redime ahora en tiempo real
también nuestra afectividad y sexualidad de las involuciones narcisistas e infantiles
que la mortifican apagando en ella toda chispa de amor; y así la protege y custodia,
discerniendo y salvando la parte buena, la energía preciosa. la impronta divina inscrita
en ella.
Para que el Espíritu habite en todos los rincones e instintos de la sexualidad humana,
y la haga fecunda, y la chispa se convierta en fuego.
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Por último, nada como la cruz ofrece y pide al hombre y a su corazón el máximo.
Porque lo salva de aquel egoísmo que hace mezquina la vida, de aquella philautia
[amor a sí mismo] que es «la causa primera, casi madre funesta»" de todos los
pecados (como decían los Padres), y al mismo tiempo le da y le pide que ame con el
mismo corazón del Crucificado. Lo salva, en otras palabras, mientras le pide que se
haga cargo de la salvación del otro, uniendo y llevando en sí, como el Cordero
inocente e inmolado, el máximo de la pena con el mínimo de la culpa.
No existe exigencia mayor que ésta para una criatura humana. «Después del pecado (de
nuestros progenitores) la verdadera grandeza de una criatura humana se mide por el
hecho de que lleva sobre sí el mínimo posible de culpa y el máximo posible de pena del
pecado mismo. Es decir, no comete el mal y, sin embargo, acepta cargar con las
consecuencias de él. Éste es el tipo de sufrimiento que acerca a Dios. Sólo Dios, en
efecto, si sufre, sufre siendo inocente».
Ante el misterio de la cruz nadie puede decir que no es llamado tan alto, porque nada
hace sentir el drama y la responsabilidad de la elección como el amor recibido.
La decisión de ser virgen es un modo de vivir la responsabilidad personal ante el
amor. En este sentido la virginidad promueve y exalta aquella energía de amor que se
encierra en la sexualidad humana.
Los estigmas no son simples cicatrices, heridas que uno ha sufrido en la vida y que
se espera que el tiempo cierre. Las cicatrice son heridas que han hecho callo, que no
sangran ni hacen daño. E lo sumo, recuerdan un acontecimiento del pasado, algo que
mostrar (como puede ser el caso de un ex combatiente) o que oculta (si la persona se
avergüenza de ellas).
Los estigmas, en cambio, son heridas frescas, sangre viva, amor real, impreso
además en el cuerpo. Así sucede en Jesús, e cuyos miembros el amor ha escrito su
relato con el alfabeto de la heridas, indelebles como el amor mismo. Así sucede en
todo amante verdadero.
Así pues, el virgen tiene los estigmas o la virginidad misma e esta herida impresa en el
cuerpo y en el alma"; los estigmas le recuerdan aquel día bendito que el Señor apareció en
su vida par proponerse como el amor único y más grande, pero también aquellos días
en los que aparecieron otros afectos que pretendiendo ofrecer lo mismo poniendo
en duda la promesa divina, engañando y sembrando la desconfianza en el amor
humano. Herida, pues, todavía fresca y hasta sangrante, pero precisamente por esto
cada vez más motivada e iluminada por una pasión nueva por Dios por el hombre
que continúa en el tiempo. Tal virginidad es sexualidad pascual.
Por el contrario, no hay nada más miserable que un celibato reducido a cicatriz, un
virgen que ha conseguido cerrar su herida no ha sido capaz -tal vez ni siquiera lo ha
intentado- de motivar de nuevo la ofrenda; este virgen «se ha encallecido» y se
arrastra cansinamente detrás de un celibato virtual o metálico que ha hecho
progresivamente árido y ácido su corazón, no sufre y no siente ninguna pasión, o
padece únicamente por sí mismo y su hambre frustrada de afecto, porque no ha dejado
83
que su sexualidad pasara por el via crucis y fuese sanada y hecha fresca y bella,
fecunda y contagiosa. Esta persona no es virgen, aunque sea célibe, porque su
sexualidad no es pascual.
Los estigmas son el signo de la vida nueva que puede ser transmitida a los otros, más
fuertes que toda muerte. Éste es el sentido de las apariciones del Crucificado-
Resucitado, que invita, en efecto, a Tomás a meter las manos, el corazón, las dudas y
la vida en sus heridas para ser salvado.
Y éste es el sentido de nuestra virginidad. Quien lleva los estigmas, y no los esconde
ni se avergüenza de ellos, testimonia exactamente que la herida impresa por la
«muerte» (la muerte de la renuncia a la ternura de un afecto humano que puede ser muy
deseado, de la soledad áspera del corazón, de la esterilidad del propio cuerpo...) no
tiene poder mortal, no es ya muerte, se ha convertido en fuente de vida, paso del ángel
del Señor, como el tau sobre las frentes de los elegidos o la sangre sobre las puertas
de los hebreos.
Quien lleva los estigmas no es una persona deprimida sino que afirma, por el contrario,
que el amor de Dios en nosotros «siempre reverdece y florece en toda la alegría y
gloria que él es en sí mismo», porque «la principal pasión de Dios es dar vida».
Sobre todo allí donde al hombre le parece imposible, donde la carne es débil y estéril.
Virgen con los estigmas todavía «vivos» de su virginidad es una persona como el
Abbé Pierre que, al término de su existencia, tan extraordinariamente luminosa, puede
confesar con verdad los dos aspectos, los estigmas como renuncia costosa y como
anuncio de vida nueva: «Si volviese a tener 18 años, consciente de lo que cuesta la
privación de la ternura y no sabiendo más que eso, seguramente no tendría la fuerza
de pronunciar con alegría el voto de castidad. Pero, sabiendo que a lo largo de este
camino tan difícil, uno se encuentra con la ternura de Dios, entonces sí, seguramente
diría sí, con todo mi ser».
Este virgen, con sus estigmas, «no sólo sabe que muere, sino que sabe que puede
morir amando»".
Es la plena sexualidad pascual: si el amor es más fuerte que la muerte, quien muere
amando no puede morir.
CAPÍTULO 8
Enamorado de Dios
« Y nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es
Amor: y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. En esto ha
alcanzado el amor la plenitud en nosotros: en que tengamos confianza en el día del
Juicio, pues según es él, así seremos nosotros en este mundo. No cabe temor en el
amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor, porque el temor entraña castigo;
quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor» (1 Jn 4,16-18).
Hablar de enamoramiento de Dios es, sin duda, sugerente, aun cuando no sea original,
pero es una expresión que no gusta a todos; parece excesiva, como un término piadoso
forzado y poco creíble (y poco creído). Lo que suscita sospechas en esta expresión es
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precisamente la terminología, que parece robada a otros lenguajes y contextos:
«enamorado» está bien para decir que «él está colado por ella», pero parece impropio
hablar en estos términos de la relación con Dios por parte del virgen. Al menos en los
casos ordinarios.
Vale la pena, entonces, aclarar las cosas, empezando por el término. Enamoramiento
significa, según Lonergan, amor intenso y creativo, total y totalizador, sin límites ni
restricciones, condiciones o reservas. Y es natural que la criatura «se enamore» del
Creador; es más, en rigor, sólo quien es amor sin límites puede ser amado sin límites;
sólo la bondad y la ternura infinita puede ser amada totalmente'. Es impropio, según el
conocido teólogo, usar el término para hablar de relaciones amorosas humanas.
Esta misma idea la expresa Etty Hillesum, judía holandesa asesinada por el
nazismo en Auschwitz en 1943, cuando contaba sólo 29 años de edad, y que nos ha
dejado un diario con páginas palpitantes de humanidad y mística: «Las cartas a Dios -
confesaba- son las únicas cartas de amor que se deben escribir». Y también: «Y ésa es
la sensación que yo tengo de manera perpetua y constante: la de estar en tus brazos,
Dios mío, protegida, abrigada, impregnada de una sensación de eternidad»'.
También es interesante, porque se dice desde la otra orilla, lo que afirma S. Natoli,
filósofo no creyente, pero de una gran finura e intuición espiritual, cuando observa que
hay «hombres de Iglesia que proponen una visión ético-moralista de la castidad,
empobreciendo su valor simbólico. De este modo impiden que surja aquella
perplejidad que invita incluso a los extraños a preguntarse: "¿...Y si hubiera algo
más?". Pero también hay hombres de Iglesia que testimonian en su carne el contenido
de las antiguas palabras: "Tú has tomado ya posesión de mis entrañas". Y no son
locos, son amantes. Amantes de Dios»'.
Segunda clarificación. El enamoramiento no es algo coyuntural o ligado al carácter
de alguna persona, sino que representa la conclusión normal del crecimiento
afectivo; el ser humano está hecho para esto, no puede dejar de entregarse y
abandonarse totalmente a otra persona o a una gran pasión: a quién o a qué, lo elegirá
él, pero sea célibe o casado, tendrá que enamorarse. Sin enamoramiento al hombre le
falta algo esencial. Y esto es más cierto aún -especificamos nosotros- si se trata de
quien ha elegido la virginidad por el Reino.
Tratemos ahora de indicar los elementos o los pasos progresivos del enamoramiento
del virgen.
1. Extraña seducción
En el origen del enamoramiento no está el yo, sino el tú; quien se enamora sufre, de
algún modo, la acción del otro, es pasivo con respecto a él. Esto es particularmente
evidente en el caso del virgen, porque es Dios quien toma la iniciativa; más aún, es él
quien está enamorado y seduce más que cualquier enamorado. Pero de modo
singular, y no como suele suceder en la seducción humana que fascina y de alguna
manera engaña, cuando hace verlo todo de color de rosa, terminando así por ocultar el
lado más áspero e impenetrable de la realidad.
Por el contrario, Dios seduce con la prueba, con la perspectiva de una elección que
implica mucha renuncia, pide el sacrificio del hijo, atrae a la soledad del desierto, e
incluso amenaza con desaparecer con palabras misteriosas y provocadoras... Es la
seducción sufrida por Abrahán, gustada por Oseas, padecida por Jeremías,
experimentada por Pedro...
Pero es también la seducción cuidadosamente evitada por quien no acepta la prueba y
no reconoce su función providencial, como, por ejemplo, el virgen que teme la
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soledad y huye de ella. Éste no estará nunca enamorado de Dios, porque no podrá
percibir, si evita estar a solas con Dios, que Dios está enamorado de él.
2. Autoconciencia
Enamorarse significa amar con todo el corazón, la mente, las fuerzas, tanto más
totalmente atraídos e implicados en la operación cuanto más amable es el ser amado en sí
mismo. Para enamorarse de Dios, pues, son necesarias también las manos y los pies, la
decisión y la acción, la razón y la sensibilidad... Hace falta toda la vida y to do
latido del corazón, porque Dios es el más amable de los seres.
De ello se deduce, como consecuencia, que si nadie es tan consciente como el
enamorado de las posibilidades de su corazón (porque nadie como él está dispuesto a lo
imposible con tal de expresar y realizar su amor), esto es aún más verdadero para el
hombre enamorado de Dios. El amor intenso al Eterno desvela al ser humano quién
es él mismo, le hace tomar conciencia de su belleza, de las posibilidades escondidas
e inéditas de su corazón, casi reprimiéndolas hasta la máxima realización, pero
naturalmente también le hace tomar conciencia de los miedos y de las resistencias,
del sentido de vértigo que asalta a la criatura ante el horizonte infinito del amor sin
límites. Nadie como el enamorado de Dios conoce los muros y los subterráneos del
propio corazón.
Por esta razón es también imagen del hombre nuevo y profecía de los tiempos nuevos,
de aquello que todos somos y seremos, de aquella virginidad que es vocación universal.
3. Nacimiento de la libertad
Se dice generalmente que el enamorado está «colado», casi como si hubiera perdido
la autonomía y la lucidez. Sucede, en cambio, exactamente todo lo contrario. Porque
el enamoramiento provoca no sólo un aumento de la autoconciencia, como acabamos
de decir, sino también el nacimiento de la libertad. El enamorado, en efecto, goza de
la certeza de ser amado y de amar, o de aquellas dos certezas de las que brota la
libertad afectiva.
Todo amor da a su modo esta doble seguridad, hasta tal punto que el enamorado no
siente necesidad de otros afectos, y no cambiaría a la persona amada por nadie en el
mundo; por eso el enamoramiento es exclusivo y el amor es eterno, porque amar
significa decir a otro (o escuchar que otro nos dice): «Tú no morirás, tú vivirás para
siempre...».
Esto es tanto más cierto cuando se ama a Dios y cuando es Dios quien susurra al
corazón aquellas palabras de vida. Porque nada como su amor puede dar al hombre
estas dos certezas: la de ser amado desde siempre y para siempre, y la de poder y tener
que amar para siempre. Aquel «para siempre» es posible y experimentable sólo con el
Eterno; se hace verdadero y abraza en plenitud todo el tiempo sólo con aquel que está
fuera del tiempo.
El «para siempre» es, además, inicio y garantía de libertad afectiva: por un lado,
elimina el miedo que todo hombre lleva dentro, la duda de no ser amable (y de no
haber sido suficientemente amado); por otro, quita también la pretensión (o la
condena) especular, la de (tener que) merecer el amor. La cruz, máxima expresión del
amor divino, libera radicalmente del miedo y de la presunción; es la prueba
suprema de que el amor no puede ser conquistado, es don, pero -he aquí la sorpresa-
puede ser gustado sólo por quien no lo busca ávidamente, sólo por quien es libre para
dejarse amar.
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De aquí se deriva una consecuencia que es también un signo positivo irrefutable: quien
está enamorado de Dios se siente amable y amado, satisfecho ya en esta exigencia
natural, pero no por ello queda insensibilizado al amor, como si ya no tuviera necesi-
dad de él. Por el contrario, es precisamente esta satisfacción la que educa y hace crecer
su sensibilidad a este respecto, haciéndola más atenta y fina, y le permite en
concreto seguir dejándose amar y no sólo por Dios, o ser libre para apreciar con
agradecimiento también los pequeños gestos de afecto de los que normalmente está
llena la vida y que vienen de muchas personas, sin pretender quién sabe qué. Encontrará
y gustará todos los días el céntuplo prometido por Jesús, y estará agradecido a la vida
y a los otros. Por otro lado, es gratuito, a su vez, con la certeza de que por mucho que
se dé a la vida y a los otros, no llegará nunca al nivel de lo que ha recibido de la
vida y de los otros.
Por el contrario, quien no vive un enamoramiento real de Dios, no posee la misma
certeza (de la propia amabilidad) y, por tanto, no será libre para dejarse querer,
porque necesitará buscar obsesivamente signos de afecto a su alrededor. Pero
precisamente porque los busca mal, es decir, con aprensión y afán de preadolescente o
como conquista meritoria, no los encontrará nunca, o no sabrá apreciar los pequeños
gestos, si es que los percibe, y no alcanzará nunca la sensación definitiva de la
satisfacción. Como consecuencia, tendrá necesidad de prestaciones cada vez mayores,
será celoso y nunca estará saciado, será ávido y avaro, posesivo y avasallador, como
en un tormento infinito, para sí y para los otros.
Quien no está enamorado del Creador no es libre para dejo Tse amar por las criaturas.
El enamoramiento no comporta la fagocitosis del otro («tú eres mío»), sino todo lo
contrario: es el yo que extiende los propios límites a los del amado, desplegándose
hacia él, hacia sus valores e intereses, para ser como él e identificarse con su destino.
El amor, en efecto, une a los semejantes o los hace semejantes, en una irrefrenable
acción transformadora.
Y si el objeto del amor es Dios, quien se enamora de él es ine~-itablemente llevado a
extender los propios límites humanos a los divinos, o bien a identificarse cada vez más
con Dios. En otras palabras, el objeto del amor se hace cada vez más el modo de amar,
dicta el estilo del amor y favorece la unidad de la persona amante. Es otra ley
psicopedagógica, y otra señal de auténtico enamoramiento. Quien ama intensamente al
Padre será llevado progresivamente a amar como él; si no ama como él, quiere decir
que no lo ama, o lo ama poco, sin estar enamorado de él; será más ganapán que
enamorado, la vida le pesará cada vez más y el celibato se convertirá cada vez más
en ley, tal vez hasta injusta, y no tendrá, en particular, aquella fecundidad generadora
que es típica del amor del Padre-Dios.
Tal vez precisamente éste sea el elemento que permite distinguir el simple amor del
enamoramiento. Quien está enamorado del Señor Jesús lo pone en el centro de la vida,
como aquel que unifica su persona concentrándola alrededor de una sola gran pasión,
lo asume como criterio de sus elecciones, como aquel que le hace experimentar el
gusto exquisito y liberador de «hacer las cosas por amor», aquel que llena
increíblemente su soledad y le da valor para morir a fin de que otros vivan, para que
todos vivan. El enamoramiento de Dios, en efecto, no es como el enamoramiento
humano -que es por naturaleza exclusivo-, sino inclusivo, es decir, incluye de
inmediato a los otros, no como simple consecuencia del amor de Dios, como algo (o
alguien) que viene después (amado justo «por amor de Dios»), sino como parte
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integrante de este amor, como alguien, más aún, todos, amados en Dios. Como el
Padre nos ama a todos en el Hijo y el Hijo ama a todos los hombres, sus hermanos,
en el Padre.
5. Maduración de la identidad
88
modo de vivir e ir al encuentro de la muerte. Enamorarse quiere decir precisamente
esto, y es la plena libertad".
Más aún, es la verdadera libertad: aquella que, por definición, nace del amor recibido,
que permite descubrir en el amado la propia identidad, ser atraídos por ella y
realizarla en plenitud. No es verdadera, en cambio, la libertad que lleva a depender
(= a enamorarse) de lo que no somos llamados a amar (porque no expresa la propia
verdad): serían una libertad y un enamoramiento contradictorios, porque llevarían al
virgen fuera de la propia identidad y verdad, lejos de su centro, aunque no lo perciba.
Así pues, es la intensidad del amor la que determina la libertad para depender. Nadie
puede considerarse libre si no tiene el coraje de entregarse totalmente a aquel a quien
es llamado a amar confiándole su misma libertad. Este es el verdadero sentido del
«ama y haz lo que quieras», como veremos mejor más adelante.
Quizá enamorarse sea fácil, lo difícil es permanecer en el amor, «en las alegrías y en
las penas», o sea, siempre: el enamoramiento es la formación permanente del amor.
Esto no quiere decir, por un lado, que la pasión de los inicios tenga que permanecer
por fuerza idéntica en el tiempo, pero tampoco que el amor esté obligado a disminuir o
reducirse, y que lo máximo a lo que se pueda tender es no traicionarlo. Permanecer en
el amor quiere decir simplemente que el amor tiene sus estaciones, y todas son
importantes para el ciclo completo de la vida en Cristo del virgen, y para el
florecimiento de su amor por él y, a través de él, por otras mucha ,, personas. «Hay
una juventud de espíritu que permanece en el tiempo y que tiene que ver con el
hecho de que el individuo busca y encuentra en cada ciclo vital un cometido diferente
que realizar. un modo específico de ser, de servir y de amar»'.
No siempre quien se consagra a Dios puede tener en el corazón el fuego encendido
de la pasión de amor por Cristo; a veces este fuego podrá parecer apagado, y en el
lugar de la llama habrá cenizas. A condición de que debajo haya brasas encendidas, y
dentro del corazón el deseo de soplar sobre ellas...
Dicho de otro modo: lo que cualifica la existencia y el amor del virgen no es la
posesión tranquila de un amor fácil, sino a veces sólo la nostalgia de una pasión, o la
tristeza por haber renegado quizá de ella, y en todo caso el esfuerzo de orientar y
reorientar continuamente el propio amor hacia aquella relación total y exclusiva, que
unifica y concentra, libre y liberadora, santificadora y esponsal con Cristo.
El enamoramiento es este doble esfuerzo; como el nardo puro y perfumado
conservado en el vaso de arcilla de nuestro corazón, o como las lágrimas de
Magdalena.
8. Presencia-ausencia
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Así sucede también en la vida del célibe. Por un lado, en efecto. está la experiencia de
la ausencia en el virgen que «dice»: «Mi deseo afectivo, mi amor no está todavía
satisfecho, el Esposo tiene que venir todavía...». De este modo recuerda a todo amante
que ningún amor humano puede pretender ser definitivo y totalmente satisfactorio, y
que también para cualquier criatura aquí en la tierra «el Esposo tiene que venir
todavía»; lo subraya con su elección, pero sobre todo con la renuncia a llenar de algún
modo la ausencia y el vacío con varios sucedáneos; lo atestigua con la pasión de un
deseo que permanece insatisfecho, el deseo de ver el rostro de Dios, un deseo que
crece. Precisamente por esto, la ausencia, también de una relación humana, es
fundamental y tiene que ser experimentada y dicha abiertamente, porque es signo de la
otra ausencia, y de aquella insatisfacción que el célibe quiere transmitir a su
alrededor, para que todo amor humano permanezca abierto a una realización
ulterior y a un deseo más grande. Por eso la ausencia tiene que ser vivida y
testimoniada con coraje, con la sensación del vacío y de la soledad que implica, pero
también y sobre todo con la transparencia fiel de una vida que en todas sus expre-
siones remite siempre a Otro que aquel vacío «podría no aborrecer» y llenar, a Otro
que no se ve pero que permanece en el fondo de toda relación, a otro amor del que
vienen y al que tienden todos los amores humanos, que «invade íntimamente todos los
demás amores del corazón humano».
Pero, por otro lado, el virgen anuncia también a todos los peregrinos sobre la tierra
que el Esposo ha venido, se ha hecho presente en su vida, y que lo ha «visto» porque
ha sido llamado y atraído por él. El Esposo se ha dejado al menos rozar ligeramente y
le ha hecho una propuesta que ahora da sentido a su vida y la enriquece, le ha hecho
intuir sólo algún rasgo de su amor, pero es todo lo que ahora le hace falta para
llenarle el corazón... en suma, el deseo del virgen está también saciado; hay una
presencia en su historia, Alguien que camina delante de él y con él, es el más hermoso
de los hijos de los hombres, es aquel que «sacia el deseo de los que lo temen» (Sal
145,19), por una alegría serena pero profundamente arraigada en el corazón virgen".
Pues bien, el enamoramiento se encuentra en el punto de confluencia de estas dos
experiencias, es la chispa que salta por el contacto entre ausencia y presencia, entre
deseo insatisfecho y deseo satisfecho. Dicho de otro modo: el amor se hace intenso y
ocupa todo el corazón cuando es fruto de ambos caminos, de la presencia en la
ausencia y de la ausencia en la presencia; cuanto más conviven juntas y son reales y
radicales, en la renuncia y en la alegría, más experimenta y testimonia el virgen que ama
sin límites a quien es sin límites. Y que ahora se manifiesta cada vez más como el
Ausente y el Presente, aquel que muere y resucita", se da y se retira, se manifiesta
y se oculta, se revela y no se deja tocar, está cerca del corazón amante y se aleja de
él hasta ser perdido de vista, aquel cuyas «huidas son seducciones; sus retrasos,
inquietudes; sus negativas, dones; el desprecio, caricias...»`.
Por el contrario, no puede haber enamoramiento alguno cuando la vida del célibe
pretende recorrer uno solo de los dos itinerarios, o cuando la experiencia (de la
satisfacción y de la insatisfacción) no es suficientemente radical, y está contaminada
y reducida por diferentes claudicaciones. Precisamente por esto hemos dicho que el
enamoramiento es la formación permanente del amor, porque es como una historia
que abarca toda la vida. Y prepara para el abrazo eterno.
CAPITULO 9
Crisis afectiva: ¿gracia o debilidad?
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«Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en su fuerza poderosa. Revestíos de las
armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-11).
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situaciones personales-relacionales escabrosas, que no experimentan nunca ningún
sentido de culpabilidad, ni se sienten provocados a cambiar nada en su vivencia,
porque para ellos todo está siempre bien, son los otros quienes piensan mal.
Estas personas harían bien en dar cabida a algún sentimiento de culpa y en entrar
un poco en crisis de vez en cuando. Ciertamente no basta una mejor información
sobre temáticas ético-morales; el problema de estas personas es cómo despertar una
sensibílidad que se está atrofiando, volviéndose fría y apática. Tal vez podría ser útil,
para ellas, aprender a hacer el examen de conciencia y de la conciencia.
Pero hay también consagrados poco atentos, como las vírgenes necias, que perciben y
admiten que están en crisis sólo al final, cuando ésta estalla con violencia y no tienen
fuerza para gestionarla.
A éstos habría que enseñarles a prevenir las crisis o a reconocerlas cuando están en el
estadio inicial, con mayor sinceridad y responsabilidad.
92
Habría que proponer, por tanto, toda una educación para el autoconocimiento y el
principio de la realidad, en estos casos, para ayudar progresivamente a tales personas
a tener en cuenta los propios límites y los límites implícitos en toda elección, no sólo
de las propias necesidades o del «derecho» a satisfacerlas, y también a comprender
que la persona inteligente, y que se conoce bien, no se permite todas las libertades de este
mundo, sino que elige responsablemente renunciar a aquello que la aleja de la verdad de
sí misma.
Al grupo de los «analfabetos» pertenece también quien no aprende nunca de las crisis
que vive, de modo que las hace inútiles, más aún, decididamente dañinas, porque
parecen arraigar cada vez más en la persona un cierto conflicto no resuelto y a menudo
ni siquiera conocido en su raíz de fondo.
Es el caso, por ejemplo, de quien pasa de una dependencia afectiva a otra, y allí
donde va deja la señal (o la víctima), o se enamora perdidamente de alguna mujer, o
vive relaciones ambiguas. o parece que está siempre buscando una relación
privilegiada, que haga que se sienta menos solo, y de la que termina por depender.
con toda la secuela de ansiedad, miedo a perder el objeto amado, celos, necesidad
creciente de intimidad, verdadero sufrimiento (por ambas partes), además del ritual
séquito de murmuraciones a la sombra del campanario, en estos casos discretamente
repleto gracias a la contribución de comadres especializadas en contar (cargando
las tintas, por lo general) la última noticia sobre el «sacerdote enamorado»... A
veces, precisamente para poner fin a todo esto y cortar por lo sano, se destina a
estos sujetos a otros lugares, con la esperanza de que valga aquello de «ojos que no
ven, corazón que no siente». Pero ¿qué sucede entonces, más de una vez? Cesa una
cierta relación -a veces porque de hecho es imposible-, pero nace otra. O bien se trata
de personas que repiten siempre el mismo esquema: las mismas expectativas, la misma
necesidad, las mismas peticiones, el mismo enfoque, los mismos discursos espirituales
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(al principio), las mismas autojustificaciones, el mismo sujeto inconsistente que cae
como un autómata en la trampa de sus necesidades infantiles, con heroica constancia
y feliz inconsciencia.
Pues bien, todavía hay algún ingenuo que piensa: «La experiencia enseña». ¡En modo
alguno! La experiencia enseña si la persona se deja enseñar, del mismo modo que la
vida habla si hay un corazón que escucha, y tal vez un hermano mayor que se pone al
lado para ayudar a comprender, a reconocer la equivocación de fondo y decidir que
uno ya no quiere ser esclavo.
Éste es el sentido en el que habría que ayudar a estas personas. Para que la vida no se
convierta en una sucesión de crisis inútiles o de sufrimiento sin sentido.
Como se ve, el panorama es variado.
2. Vivir la crisis
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B) SENSIBILIDAD MORAL
Es realista no sólo quien tiene bien orientados sus radares, sino también quien ha
conservado una sensibilidad atenta a los valores que ha elegido, hasta el punto de
experimentar el dolor de haberlos descuidado, porque en ellos está escondida la
realidad de su yo.
Hay un sentido de culpabilidad que es absolutamente sano y constructivo, sabio y
realista; así como también hay una sensibilidad moral que puede ser inhibida o
desviada de hábitos lentamente asumidos no coherentes con los propios valores (con
la propia opción fundamental) y, por tanto, fuera de la realidad y verdad del propio
yo. Nadie puede justificarse a este respecto diciendo que para él «está bien así» o que
su conciencia le «dice que no hay nada malo» en lo que está haciendo; porque cada
uno tiene la sensibilidad moral que se merece y que él mismo se ha formado (o de-
formado) lentamente.
C) ACTITUD CONSTRUCTIVA
Persona madura no es la que no tiene crisis, sino la que tiene el valor de atravesarlas, y
las aprovecha para crecer y no para deprimirse; para construir y no para destruir lo
que ha realizado hasta ese momento; para avanzar con mayor convicción, tal vez
motivando de nuevo mejor determinadas elecciones, no para reinterpretarlo todo en
función de supuestas motivaciones ocultas del pasado, lo cual no tiene sentido (como la
persona que abandona porque ha descubierto que en el origen de su vocación hubo
una influencia materna); para descubrirse y definirse cada vez mejor, no para seguir el
instinto del momento dando vuelcos.
Tiene el aceite de la sabiduría en la lámpara el virgen que se sirve de la crisis para
conocerse de un modo cada vez más objetivo en su realidad, en los ángulos más
recónditos de su mundo interior y en los aspectos menos positivos, tal vez inéditos, de
su personalidad. Cuando el corazón sufre, sale fuera lo que normalmente permanece
escondido; si se tiene valor para enfrentarse al dolor o a la inquietud que se
experimenta, y se reconoce cuánto está incidiendo en el propio equilibrio y en la
propia serenidad, se descubre también quién o qué está en realidad en el centro de la
vida, y se abandonan sueños e ilusiones.
Se suele decir que el enamoramiento (que desencadena la crisis afectiva) es como un
terremoto que cambia la geografía intrapsíquica del enamorado; de hecho, para
muchas personas (también consagradas) es la experiencia más reveladora y
desarmante del propio yo.
D) DE LA SINCERIDAD A LA VERDAD
Pero la sinceridad no basta. Ser sinceros significa sencillamente reconocer lo que se
experimenta, dar un nombre al sentimiento, tal vez pesarlo y sopesarlo; es ya algo,
pero no es todo, ni es un gran heroísmo y menos aún el punto final del camino, o una
excusa para justificar la propia actitud (o rendición) y continuar como si no pasara
nada.
En las crisis hay que ir más allá de la sensación subjetiva, hay que reconocer sobre
todo el motivo profundo, el porqué de aquellos sentimientos, escrutando más allá de lo
que se prueba: hay que pasar de la sinceridad a la verdad. Este itinerario puede ser esti-
mulado a través de un examen de conciencia inteligente y preguntas puntuales, por
ejemplo:
95
¿De dónde vienen esta tensión y atracción? - ¿Qué dice este enamoramiento de mi
camino de maduración?
- El sufrimiento que estoy experimentando por esta ausencia, ¿es proporcionado?
- ¿Qué busco en aquella persona y qué me da?
- ¿De qué me defiende o qué me hace evitar? ¿De qué me libera y de qué podría
alejarme?
- ¿Cómo se explica que mi conciencia me haga sentir aquella actitud como lícita y
pacífica? Tal vez hace algún tiempo no la habría sentido y valorado de la misma
manera...
- ¿Cómo he podido llegar a aquel punto, hasta aquella implicación?
- ¿Qué estoy deseando en realidad, más allá del objeto inmediato (tal vez el amor
soñado y a menudo idealizado, más allá del prurito adolescente de la gratificación de
los sentidos)?
Éste es el camino hacia la verdad, pues se llega a descubrir la propia verdad personal
sólo a través del esfuerzo humilde y valeroso, constante y cotidiano del examen
personal, ante la cruz, como ya hemos subrayado'. Éste es el verdadero examen de
conciencia, en el que la conciencia desempeña no sólo el papel de sujeto que indaga,
sino también de objeto indagado (o, dicho de otro modo, se hace no sólo examen de
conciencia, sino también examen de la conciencia, o de cómo está funcionando),
El máximo realismo de la vida es pasar de la sinceridad a la V er da d , como una
peregrinación a las fuentes del yo que en modo alguno hay que dar por supuesta, pero
que podría revelar aspectos sorprendentes y dar un giro a la crisis. Merton, por
ejemplo, mostró este valor de la verdad cuando, con gran transparencia introspectiva,
llegó a descubrir que lo que buscaba tal vez no era la mujer a la que trataba de amar, y
probablemente ni siquiera una cierta gratificación impulsiva, sino una solución al vacío
existente en el centro de su corazón. Ella era «la persona cuyo nombre trataba yo de
usar como algo mágico para liberarme de la tremenda soledad de mi corazón».
A menudo sucede así en el enamoramiento del virgen, que busca a través de una
mujer sobre todo no estar a solas consigo mismo, o teme y hace de todo para no
encontrarse a solas con Dios. Si tuviera la lucidez y el valor de admitirlo, entonces
comprendería, ante todo, que no tiene derecho a «usar» a nadie para resolver sus
problemas. Y tal vez empezaría a preguntarse acerca del sentido profundo tanto de su
miedo como de la soledad misma, tal vez para disponerse poco a poco a vivirla de
modo diferente, no como un espantapájaros que mantener lo más alejado posible, si-
no -por el contrario- como lugar vital, aquel donde se hunden las propias raíces y del
que surge la más profunda verdad sobre nosotros mismos: nunca estamos solos.
Paradójicamente, quien acepta vivir la soledad (o la ausencia) y no busca los medios
para llenarla, descubre que no existe la soledad, porque en el punto más profundo de
nuestro ser está Dios, el enamorado del hombre, el Dios-Trinidad que nos da la
abundancia de la vida en la certeza de una compañía fiel, aquel en el que toda
soledad se llena de presencias, de rostros, de relación y comunión.
E) DE LO PSÍQUICO A LO ESPIRITUAL
Por último, la crisis es vivida bien cuando no es sólo un episodio psicológico -
aunque tenga consecuencias en la vida espiritual-, sino que es escrutada-
interpretada ante Dios, a la luz de estas preguntas:
- ¿Qué me está diciendo Dios, de mí y de Dios mismo, a través de esta prueba?
- ¿Qué me está dando y pidiendo?
- ¿Dónde está el Señor en todo esto, y adónde quiere conducirme?
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En la respuesta a estas preguntas está la realidad y el verdadero sentido de la crisis.
Porque el protagonista sigue siendo él, el Eterno. que puede servirse también de un
momento de debilidad y desorientación para revelarse de modo inédito o para sacudir y
atraer nuevamente a sí. O que puede hacer comprender también a través de un
enamoramiento aquello de lo que es capaz el corazón humano.
En el fondo, el Creador ha buscado siempre a la criatura a través de la prueba, y así
seguirá haciéndolo con quien se deja someter a juicio y llega, aunque sea lenta y
trabajosamente, a captar en la prueba del corazón una de las mediaciones más
eficaces de lo divino. En este punto, ciertamente, la crisis no es ya un hecho sólo
psicológico, sino que pasa a ser religioso; uno no lucha ya con tentaciones y
atracciones, o contra una parte de sí mismo, sino con Dios y su amor, con sus
pretensiones y sus excesos (de amor), hasta rendirse a ellos.
Es el momento de la decisión que, cuando está de por medio el corazón, es siempre
dolorosa y lacerante'. Pero es también el momento de un gran crecimiento en el
conocimiento de sí y del propio corazón, de la propia debilidad e impotencia, de la
propia hambre de afecto y del sentido de la propia llamada virginal. Y, por tanto, es
también el momento de redefinir de algún modo la propia identidad, o de acceder a
una nueva percepción del yo, en la que interviene también la experiencia anterior,
junto con la certeza de que sólo en Dios se podrá saciar aquella hambre de afecto, y
junto con la decisión consiguiente de elegirlo de nuevo a él como único y gran amor
de la vida.
Como le sucedió también a Merton, que tal vez precisamente por esto no borró de sus
Diarios esta experiencia ni pidió que fuera eliminada: «Es necesario que sea
conocida, porque es parte de mí. Mi necesidad de amor, mi soledad, mi conflicto
interior, la lucha en la que la soledad es al mismo tiempo un problema y una
"solución". Y tal vez ni siquiera una solución perfecta»'. Más tarde explicará que para
él la experiencia de enamoramiento significó al final «una liberación interior que le dio
un nuevo sentimiento de certeza, confianza, seguridad en su vocación y en lo profun-
do de sí»'.
B) VULNERABILIDAD Y AMBIGÜEDAD
El aspecto moral seguirá a salvo, pero en la vertiente psicológica la consistencia del
individuo empezará a sufrir las consecuencias: en efecto, la psicología puede ser a
veces más severa y estricta que la teología moral, cuando, por ejemplo, advierte y
recuerda que la concesión afectiva, aun cuando sea leve y «venial», si se re
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pite y no es expresión transparente de las elecciones fundamentales o de la identidad del
sujeto, compromete la estabilidad de este último, debilita lentamente sus convicciones,
lo aleja de su verdad, empieza a desviar su sensibilidad e incluso a deformar su
juicio moral, cada vez más benévolo hacia aquellas concesiones.
Lo que resulta de ello es una mezcla de vulnerabilidad de la persona y de su elección y,
progresivamente, de ambigüedad de la conducta y del juicio moral. Aun cuando todavía
no sea de modo grave.
D) AUTOMATISMO
Poco a poco, y si no hay intervenciones pertinentes y provocaciones para cambiar, las
gratificaciones y concesiones afectivas se vuelven automáticas, se desencadenan
solas, anticipándose o adelantándose a la conciencia y las decisiones del sujeto.
Automatismo significa atracción que se impone y arrastra («es más fuerte que yo»);
la persona, en consecuencia, no sólo no será más libre, sino que perderá cada vez
más la capacidad (o libertad) de gozar de la misma gratificación a la que se ha
habituado (en efecto, cuanto más hace uno lo que le gusta, menos le gusta lo que
hace).
E) MOTIVACIÓN INCONSCIENTE
El individuo, al cual se le escapa el proceso que lleva del hábito al automatismo, siente
una necesidad cada vez más incontrolable y apremiante. El mecanismo se refuerza
hasta tal punto que se convierte cada vez más en motivación para actuar, en
estímulo de toda acción, es decir, se sitúa en el centro de la vida y desde allí ordena las
operaciones; no es sólo raíz de algunos comportamientos que buscan afecto, sino que
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se convierte en una especie de sustrato general de lo que se vive, en la motivación
oculta, si bien no necesariamente única y central, de toda acción y relación, como si
estuviera constantemente presente en todos los instantes de la vida.
En concreto, tendremos el célibe que en todo lo que hace, de la oración al
apostolado, de los ritos que celebra a las relaciones (cada vez más numerosas), estará
sutilmente movido por una necesidad implícita de obtener atención y afecto, aunque
nada exteriormente o en su conducta permita suponerlo.
En este punto la persona está como dividida entre tensión consciente hacia sus
valores oficiales y atracción más o menos oculta, pero fuerte, hacia otros objetivos.
Esta tensión debilitará al sujeto, claro está, y lo hará muy vulnerable en el momento
de la tentación o de la prueba. La crisis puede tener aquí efectos graves y destructivos.
3. Un hermano al lado
Tal vez el individuo no sea en ese momento totalmente responsable de lo que hace o
siente, pero ciertamente es responsable del proceso que ha tenido lugar en él. Y, por
consiguiente, podrá hacer algo para detener el proceso, para desandar el camino y
tratar de recuperar, al menos hasta cierto punto, la propia libertad y todas aquellas
energías que lo alejan de sí mismo, dividiéndolo interiormente. En suma, la crisis
saca a la luz lo que muchas veces permanece oculto, o lo que ha permanecido
como tal hasta ese momento, en el corazón del virgen. Es un momento doloroso y
que puede llevar a salidas también dolorosas (abandono, caídas, autoaislamiento,
doble vida...).
Pero si en aquel momento hay un hermano o hermana mayor que sabe estar al
lado, alguien que ha experimentado esos momentos, que conoce la crisis, también la
afectiva, que sabe que la esperanza nace en el mismo punto donde podría estallar la
desesperación, entonces la crisis no saca a la luz sólo la debilidad, sino que puede
encender también una luz importante en la vida del célibe por el Reino, también de
quien ha constatado y sufrido la propia fragilidad.
A este respecto hay un hermoso pasaje, en el documento Vita consecrata, en la parte
sobre la formación permanente, que reconduce la crisis a momento normal de la vida
humana y de posible crecimiento tanto del consagrado como del sacerdote, y traza
muy bien la figura de este hermano o hermana que se pone al lado, signo de la
atención paterno-materna de la Iglesia hacia aquellos de los que tal vez está más
cerca: «Independientemente de las varias etapas de la vida, cada edad puede pasar
por situaciones críticas bien a causa de diversos factores externos -cambio de lugar
o de oficio, dificultad en el trabajo o fracaso apostólico, incomprensión,
marginación, etcétera-, bien por motivos más estrictamente personales, como la
enfermedad física o psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de relaciones
interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de fe o de identidad, sensación de
insignificancia, u otros semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil, es preciso
ofrecer a la persona el auxilio de una mayor confianza y un amor más grande, tanto
a nivel personal como comunitario. Se hace necesaria, sobre todo en estos momentos,
la cercanía afectuosa del Superior; mucho consuelo y aliento viene también de la ayuda
cualificada de un hermano o hermana, cuya disponibilidad y premura facilitarán un
redescubrimiento del sentido de la alianza que Dios ha sido el primero en establecer y
que no dejará de cumplir. La persona que se encuentra en un momento de prueba
logrará de este modo acoger la purificación y el anonadamiento como aspectos
esenciales del seguimiento de Cristo crucificado. La prueba misma se revelará como
un instrumento providencial de formación en las manos del Padre, como lucha no sólo
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psicológica, entablada por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades, sino
también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa
de la Cruz»'. ¡Feliz quien encuentra este hermano a su lado!
CAPÍTULO 10
Libertad afectiva
«Para ser libres nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir
nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a
la libertad; pero no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario,
servíos unos a otros por amor» (Ga 5,1.13).
«Porque si nos hemos injertado en él por una muerte semejante a la suya, también lo
estaremos por una resurrección semejante» (Rm 6,5).
Es indudablemente uno de los conceptos más universales y conocidos, sin fronteras ni
distinciones de ninguna clase: todos hablan de la libertad afectiva y la reivindican,
muchos la entienden como quieren y piensan que la poseen, pero pocos se preguntan
por ella y la consideran el punto de llegada de un camino de crecimiento. Tal vez
suceda también lo mismo entre los vírgenes por el Reino, porque raramente se traza
el itinerario formativo, inicial o permanente, que conduce a la libertad afectiva.
En los índices de las Reglas de vida o de los distintos tipos de Ratio formationis de los
seminarios, tan ricos en sugerencias y propuestas para la formación, por lo general
no hay lugar para esta expresión. Las razones pueden ser múltiples: tal vez porque tal
libertad, o la libertad en general, se da por supuesta en los jóvenes en formación, o
porque parece una idea psicológica, tiene un sabor ambiguo y es mirada con sospecha y
desconfianza, o porque en concreto nadie sabe bien en qué consiste esta libertad del
corazón en el plano teórico y práctico, o porque la libertad no es considerada una
virtud o, por último, porque hay todavía personas que piensan ingenuamente que es
más un derecho que reivindicar que una ascesis, y una mística, que vivir.
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En suma, en su lógica, el mal es mejor que el bien; en efecto. sus palabras son las de
un fracasado y decepcionado, como puede serlo quien no ama lo que hace y, por lo
tanto, también está rabioso, ante todo consigo mismo, exactamente porque no ha
aprendido a amar lo que hace y, por tanto, ha perdido la libertad y capacidad de gozar,
de tomar parte en la fiesta de la vida.
Es muy cierto lo que dice Dostoievski: «El secreto de una vida con éxito es
esforzarse en actuar por lo que uno ama y amar aquello por lo que uno se esfuerza».
Así pues, lo mismo que libertad no quiere decir hacer lo que me parece y me gusta,
tampoco la libertad afectiva se identifica banalmente con la gratificación espontánea de
los impulsos afectivos ni se refiere exclusivamente al área afectivo-sexual, sino que es
componente esencial del concepto de libertad.
Hay, en efecto, dos aspectos sustanciales en la idea de libertad, que es muy importante
tener siempre unidos entre sí y que dan razón de la relación entre libertad y libertad
afectiva: uno se refiere a la modalidad (= la atracción en vez de la limitación), y el
otro a los contenidos (= la atracción-realización de la verdad) o, dicho de otro modo,
el cómo ser libres y el qué es posible e importante hacer como seres libres y para
vivir de hecho la propia libertad. Podríamos decir que si el concepto de libertad,
como tal, se refiere a los contenidos (= la verdad), la libertad afectiva se refiere a la
modalidad (= la atracción); en todo caso, un aspecto es inseparable del otro. Nadie
es libre si no es libre en el corazón (= libre «de») para amar la verdad (= libre
«para»).
En síntesis, pues, hay libertad afectiva allí donde el corazón ama y pone por obra la
verdad, donde la atracción por la verdad es tan fuerte que el sujeto no puede dejar de
poner en práctica aquella misma verdad, realizándola en la propia existencia.
101
valora, pues, las energías afectivo-sexuales en sí mismas y como modo de testimoniar
aquello en lo que cree, aquel amor de Dios que está en el centro de su vida.
Así pues, rigurosamente hablando, «lo que debemos buscar no es nuestra integración
afectiva, sino más bien nuestra integración religiosa, es decir, la integración de todo lo
que somos y sentimos, de lo que hace nuestra vida feliz y también de lo que la hace tris-
te, de lo que nos "realiza" y también de lo que, en cambio, nos "mortifica", en la
perspectiva de lo que creemos. En efecto, nuestra vida no se celebra a sí misma, sino
a Aquel que vale más que la vida (cf. Sal 63,4)».
Tal vez así se explique el motivo de la ambigüedad y confusión de otro tiempo: el
objeto de la integración (en nuestro caso la sexualidad) no puede ser también el sujeto
o el criterio (= el centro) de la integración misma. Es una ley psicológica
fundamental, según la cual es indispensable, para crecer en la libertad y madurez, un
punto de referencia «distinto» del propio yo y, por tanto, autotrascendente, aunque
después la persona se lo apropie; el yo no puede estar en el centro de sí mismo, o de la
vida. Se pondría contra sí mismo, en un proceso de frustración permanente.
Cuando se ha descuidado este principio en el área de la afectividad-sexualidad, el
desplazamiento narcisista que se ha producido ciertamente no ha creado libertad, sino a
lo sumo una cierta esclavitud, tan pesada como dolorosa, una especie de suicidio
psicológico.
Y si nuestra vida en general no se celebra a sí misma, como Narciso ante el
espejo, tampoco nuestra virginidad se celebra a sí misma ni está en función de
nuestra gratificación afectiva; sería una abierta y vulgar contradicción, con una
ruidosa frustración final. La virginidad es señal de la centralidad de Dios en el corazón
humano, como hemos subrayado vigorosamente', y se hace hermosa y buena, atractiva y
vivible, cuando consigue expresar tal centralidad, o cuando toda energía afectivo-
sexual, gesto o pensamiento, del virgen se inspira en aquel centro y en aquel amor, se
deja iluminar y encender por él: es teocéntrica, en definitiva, y por eso celebra, a su
manera, el misterio de la recapitulación del cosmos en el Hijo, según la complacencia
del Padre: «Hacer de Cristo el corazón del mundo».
Entonces hay libertad afectiva. Porque hay coherencia entre verdad y libertad, entre
atracción y realización.
A) «AMA... »
Al comienzo de una opción virginal está el descubrimiento del amor, del amor
divino recibido en abundancia, es decir, descubierto como fuente de la propia
identidad y vocación, como lo que da verdad y pone orden (ordo) también en la propia
vida afectivosexual. «Ama» significa, en este caso, sobre todo la invitación a
experimentar la atracción de este amor, a percibir la fascinación del estilo amante de
Dios, que hace brillar su sol sobre buenos y malos y ama primero, que quiere
también a quien no parece amable y nos pide que amemos a los enemigos y a quien
no puede correspondernos.
Esta atracción no es algo sin importancia, porque en realidad implica una conversión
de los gustos y una evangelización de la sensibilidad. Su vértice es la progresiva sintonía
entre sentir divino y humano, para que cuanto agrada y complace a Dios lentamente
agrade también al hombre amante, y lo lleve a realizar al máximo su libertad afectiva:
102
un corazón humano capaz de vibrar con latidos eternos, al unísono con Dios, libre para
desear sus mismos deseos, un corazón de carne abierto al infinito, en contacto
misterioso pero real con el «corazón del mundo».
¡Qué diferencia entre la libertad (pagana) de quien -pobre infeliz- hace sólo lo que
le parece y le gusta, y la libertad (creyente) de quien está aprendiendo los gustos de
Dios! Esto vale en el plano de la calidad y también en el de la cantidad y la
intensidad de los deseos.
3. El estilo
103
hermoso-, o si emplea en sus relaciones de modo confuso y embrollado palabras, gestos
o actitudes que son típicos de otro estado de vida, no sólo no es virgen, sino que tampoco
es libre, porque se contradice a sí mismo y su verdad, para testimoniar sólo el caos y la
esquizofrenia que tiene dentro de sí. Es posible que no cometa verdaderas
transgresiones, pero su corazón no es puro.
4. Paradoja y misterio
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identidad y verdad, es el plano del Creador sobre la criatura, su voluntad de que la
criatura «viva», su llamada para que viva en plenitud.
Llegamos así a la definición completa de la idea de libertad: es libre quien está
enamorado de la verdad (o de la propia vocación), no sólo quien la conoce y aprecia, y
ni siquiera quien simplemente la pone en práctica, sino quien está fascinado por ella y
la realiza, o quien la ama perdidamente, porque sólo el enamorado conoce cuánta
libertad hay en el hecho de abandonarse incondicionalmente en los brazos del
amado, entregarse totalmente al otro, y pertenecer a un tú en lo concreto de la vida.
Ésta es la libertad afectiva del virgen: la libertad de quien entrega por amor la propia
libertad al Eterno, a aquel Dios sumamente libre que por amor se ha puesto en
nuestras manos, o que, como enamorado, se ha entregado antes a nosotros.
Aquí no hay sólo un principio psicológico, sino un misterio de amor que se realiza, y
que determina muy concretamente una vida virginal atenta, muy atenta, a depender en
todo, no sólo en los gestos, sino también en los pensamientos, deseos, sueños,
proyectos, palabras... de aquel amor, que es una persona, que está en el cen tro de la
vida. Como haría un enamorado...
5. Las raíces
Curar la propia libertad afectiva significa, para un virgen, curar las propias raíces. Que
son esencialmente dos.
Desde el punto de vista psicológico, en la raíz de la libertad afectiva están las dos
certezas de las que hemos hablado ya en los capítulos anteriores: la certeza de haber
sido ya amado, desde siempre y para siempre, y la certeza correspondiente de saber
amar, para siempre.
Añadimos ahora que toda la vida del hombre es como un proceso de formación
permanente o de adquisición progresiva de estas dos seguridades (a propósito de las
cuales se podría decir que «cuanto más, mejor»), que son ciertamente de naturaleza
psicológica, pero que sólo el creyente en el eternamente Amante puede poseer de
modo pleno y definitivo. Si hemos sido amados por el Eterno, entonces hemos sido
amados desde siempre, y llamados a amar para siempre.
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¡La virginidad tiene sabor de eternidad!
CAPÍTULO 11
La relación del virgen
«Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén
sacerdotes y levitas a preguntarle: "¿Quién eres tú? ". Él confesó, y no negó; confesó:
"Yo no soy el Cristo”. Y le preguntaron: "¿Qué pues?; ¿eres tú Elías?”. Él dijo: "No lo
soy ". "¿Eres tú el profeta?". Respondió: "No". Entonces le dijeron: "¿Quién eres,
pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti
mismo?". Dijo él: "Yo soy la voz del que clama en el desierto: Preparad el camino
del Señor"...
Nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo. Vosotros mismos me sois
testigos de que dije: "Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él". El
que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se
alegra mucho con la voz del novio. Ésa es, pues, mi alegría, que ha al canzado su
plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 1,19-23; 3,27-30).
El virgen, como hemos dicho, tiene que adoptar un estilo propio en su relación con el
otro. Merece la pena abordar de nuevo este tema, para tratar de precisar y buscar
nuevas motivaciones.
2. Peregrino de la relación
En primer lugar, hay que decir con toda claridad que la relación es parte esencial en
un proyecto de vida célibe por el Reino. La virginidad es relacional por naturaleza,
porque
- nace dentro de un intercambio de amor (con el Dios de los cristianos, Trinidad de
amor, Dios-relación),
- provoca la elección de poner al Otro, y después a otras muchas personas, en el centro
de la vida, renunciando a una relación privilegiada y exclusiva con un solo tú',
- madura en la fidelidad a esta elección de descentramiento de sí mismo, en una vida
cada vez menos poseída por el yo y cada vez más habitada por un Amor que
incluye a los otros, a todos los otros,
- vuelve a Dios enriquecida por toda relación humana.
El virgen es este peregrino de la relación: «animal social» como ningún otro (= y
abierto a todos), pero también “místicode la relación» (=1a vive con un estilo
particular, como hombre espiritual), y es peregrino precisamente porque no «habita»
una relación única y estable sobre esta tierra, sino que se ofrece a todos... «en oferta
especial», es decir, gratis. No tiene nada que ver con el célibe tan preocupado de su
observancia privada que se defiende de la relación interpersonal, del mundo tentador,
casi construyéndose a su alrededor una cortina protectora antirrelacional, que traiciona
de hecho su virginidad y la hace doblemente trabajosa. Tal vez este tipo de célibe-oso
esté hoy pasado de moda (o quizá se hayan sofisticado las medidas de autodefensa),
y haya sido sustituido por un más moderno y desenvuelto amiguete-de-todos/as, un
poco simplista en la relación (en la que no se manifiesta ningún rasgo típicamente
virginal), selectivo en las relaciones e incluso superficial en su fidelidad célibe.
Si la relación es esencial y ningún virgen puede huir de ella. hay que decir también que
pide ser vivida según un estilo peculiar virginal, es decir, un estilo correspondiente a la
106
elección y del que el mismo virgen tiene que estar casi celoso. Al menos por dos mo-
tivos: primero, porque aquel estilo es su persona2, está ligado a su vocación, como su
verdad y libertad. En segundo lugar, porque sólo a través de un estilo preciso y bien
visible da testimonio de un modo tangible y convincente de cómo Dios puede llenar
el corazón humano y hacerlo amante, más aún, sacramento de la misma
benevolencia divina.
De lo contrario, la virginidad no dice nada, es insignificante y desoladora, incluso
desagradable -como todas las cosas que no son vividas con coherencia- o es sólo
ley, imposición desde fuera y, al final, frustración y maldición.
Pero entonces, si existe una modalidad precisa y concreta, típica del virgen, de vivir
la relación, de querer y dejarse querer, con cordialidad y calor humano, tal modalidad
no puede quedar sobreentendida e indefinida, ni puede quedar confiada al sujeto y al
instinto del momento, sino que ha de ser delineada. Sería una grave omisión no
precisarla ni proponerla en la formación. Ciertamente, sin ninguna pretensión de
describir en detalle las implicaciones comportamentales (nada más necio y anticuado;
no se trata de preparar un «manual del virgen perfecto»), sino con la intención de hacer
evidente el vínculo entre los valores inspiradores de la opción celibataria y la conducta
del célibe, o -como hemos especificado anteriormente'-, entre forma y norma. Si
«forma» de la vida virgen es una realidad bien precisa y dramática como el cuerpo in-
molado del Cordero, la norma (que sirve para realizar aquella forma) no puede ser sutil
y superficial, totalmente subjetiva e irresponsable, o carente de drama y misterio.
Tampoco hacemos esto con una finalidad moralista-perfeccionista, sino por una
cuestión de coherencia interna del célibe, gracias a la cual la virginidad recupera su
valor de signo universal, no sólo comprensible sino también significativo y elocuente
para todos. Lo hemos dicho en el capítulo 2: precisamente porque hoy la verdad
proclamada por la virginidad es culturalmente débil, hace falta un testimonio fuerte, o
nítido e inequívoco, visible y luminoso, sin componendas y dobles sentidos, legible de
inmediato como algo hermoso y satisfactorio, para el virgen y para todos, por parte de
un virgen no sólo convencido, sino también contento.
Por esto vale la pena tratar de identificar al menos algunos principios comportamentales,
que naturalmente se inspirarán en los correspondientes principios ideales, junto a los
cuales compondrán lo que podríamos definir como el estilo relacional del virgen.
En general, se podría decir que es el «estilo de quien en todas las relaciones desea ser
signo límpido del amor de Dios, no invade ni posee, sino que ama y quiere el bien
del otro con la misma benevolencia de Dios»'. Para especificar y explicar aún más
este principio, podemos dar estas indicaciones.
2.1. «Retirarse»
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Dios', y si se quiere que el amor entre dos personas sea fiel y cada vez más intenso,
es necesario que cada uno respete aquel espacio en el corazón del otro que puede ser
ocupado sólo por Dios, porque el corazón humano ha sido creado por Dios y sólo el
Eterno puede saciarlo plenamente. Por eso el centro le corresponde a Él. Ésta es la
razón teológica, o la forma que está detrás de la norma.
El virgen dice todo esto con un modo particular de vivir la relación: con el estilo del
«retirarse». Que quiere decir, ante todo, que el virgen es una persona inteligente
(casi por definición) y, por tanto, sabe o debería saber hasta dónde tienen que llegar
sus compromisos y se da cuenta cuando alguien lo pone en el centro de la relación (cosa
que no siempre se percibe, porque en el centro... se está muy bien)'. Segundo, es
también una persona coherente, y por ello, a quien lo ama hasta el punto de ponerlo
en el corazón de la propia vida, el virgen le recuerda: «Tu centro no soy yo, sino
Dios». Y se hace a un lado, pero no primariamente para no cometer pecados, sino para
que quien lo ama se dirija hacia Dios.
Y si una persona quiere ponerse en el centro de su vida de virgen y de sus afectos, casi
gloriándose de una prioridad en su amor y prometiéndole una plena satisfacción,
también a ella el virgen le recuerda, con firmeza, pero sobre todo con tacto: «Mi
centro no eres tú, sino Dios». Y, como acabamos de decir, no primariamente para no
cometer transgresiones, sino para expresar el amor del Eterno como único y gran
amor que sacia el corazón humano`. Y todo con fina elegancia, sin ver al diablo por
todas partes ni tratar a nadie como tentador o seductor.
Tal vez Juan Bautista, con su clara negativa a ser considerado el mesías (cf. Jn 1,19-
20) y con su libertad, no sólo para reconocer al Cordero de Dios (1,29), sino para
dejar que sus discípulos fueran con él, sea la imagen ejemplar de quien no usurpa una
identidad (y una centralidad) que no le pertenece, sino que goza porque él, el
Mesías, «tiene que crecer, y yo, en cambio, disminuir» (3,30).
Pero también la actitud de Jesús es elocuente en este sentido, cuando -buscado por la
muchedumbre («todos te buscan»)- no deja que lo encuentren («Vayamos a otra
parte»: Mc 1,37-38). Mientras un virgen pueda reaccionar así frente a ciertas
invitaciones, su celibato funcionará, porque será signo de aquella «otra parte»
donde todo amor humano encuentra raíz y cumplimiento.
El virgen tiene que saber vivir con libertad interior relaciones exigentes, en las que se
le da y se le pide acoger plenamente la vida del otro y llegar incluso al umbral del
misterio del tú. Con todo, tendrá que aprender a hacer todo esto con extrema
delicadeza y gran tacto, con sobriedad y respeto a los sentimientos del otro.
Aprendiendo el arte de pasar al lado rozando, con su correspondiente lenguaje. Un
arte finísimo, que se aprende sólo con un largo y trabajoso control y afinamiento del
espíritu y de la psique, de los sentidos y de las actitudes, respetando el espacio del otro,
también el físico, porque -he aquí el principio formal- no es el cuerpo el lugar ni
el motivo del encuentro en la relación virginal, sino Dios, la búsqueda de su
rostro y de su amor
Por eso el virgen aprende el «lenguaje de la delicadeza», que no tiene nada que ver
con la rigidez escrupulosa ni nace del miedo a contaminarse, y tampoco se expresa
con torpeza y perplejidad ni es traicionado por rubores incómodos, sino que dice y
revela la coherencia de una vida fiel a la elección y a la búsqueda de Dios, y capaz de
transmitir la certeza de que Dios es el verdadero y único punto de encuentro de dos
seres, siempre.
108
Y por eso vive muchas relaciones también con intensidad, pero siempre rozando al
otro, o bien evitando toda actitud o gesto que vaya en el sentido de la invasión de la
vida del otro, de la penetración de sus espacios, de la manipulación posesiva de sus
miembros..."
Si «no es casto quien alarga la mano para declarar propio el objeto del amor»`, no
es virgen el que usa al otro como objeto y termina por hacer del cuerpo el lugar y el
motivo del encuentro (como es típico de otros estados vocacionales). Se ha dicho
que castidad, y más aún virginidad, quiere decir «relacionarse siempre con los otros
como si se entrara en una tienda de cristales»".
En el fondo, sin embargo, esta sobriedad y delicadeza está en la misma naturaleza del
amor, que es de por sí tranquilo y afable, como explica la poetisa E. Jennings a aquel a
quien ama:
«No tienes necesidad de tocar, de sentir, tal vez ni siquiera haya necesidad de
sentidos, porque este amor... está siempre lleno de admiración compartida».
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Esta virginidad es signo extraordinariamente luminoso de la caritas del Eterno y la
prueba más evidente de que un corazón de carne puede vibrar con la pasión de Dios
por el hombre.
Hay una especie de apuesta en la vida del virgen por el Reino de los cielos: la apuesta
en el sentido de que se puede manifestar una increíble riqueza de calor humano, y no
sólo humano, incluso absteniéndose de cualquier gesto o intimidad.
Ciertamente esto implica un preciso camino ascético: hace falta adiestrarse en la
renuncia para decir no a un instinto profundamente arraigado, y también para aprender
a expresar benevolencia, para no defenderse de la implicación con el tú, para no tener
miedo a los propios sentimientos, para dejarse querer y para reconocer con gratitud los
signos de afecto que hay alrededor sin pretender -con hambre insaciable- amar por
encima de los vínculos naturales y de amistad...
La ascesis de la virginidad no es sólo la de la abstención, sino también y sobre todo
la de la «ascensión», la ascensión hacia la belleza. El virgen renuncia a algo bello (=
el amor conyugal) por algo aún más bello; por consiguiente, su testimonio tendrá que
ser necesariamente bello. Bello porque nace de la certeza experiencial de que Dios es
hermoso y es dulce amarlo`, hermoso es el templo, hermosa es la liturgia, hermoso es
cantar las alabanzas del Altísimo, hermoso es estar juntos en su nombre, hermosa es
la amistad, hermoso es trabajar juntos, con todas las complicaciones, lentitudes y
esfuerzos que comporta.
Pero la belleza se convierte también en tarea y urgencia en tiempos de decadencia
del gusto estético y de marginación de lo bello. El virgen, sensibilizado a (y por) la
belleza, se convierte en artífice de ella y hace todo lo posible para que todo sea
hermoso en él y a su alrededor, con aquella misma belleza contemplada en Dios,
humana y divina, en la sencillez y sobriedad creativa: que sea hermosa la casa, la
mesa preparada, la habitación ordenada (que no parezca una leonera, una trastienda,
un trastero o algo no fácilmente identificable y prácticamente invivible 1e), que haya
gusto y decoro en los ambientes, elegancia y sencillez en la decoración, olor a limpio
y buen gusto por todas partes, elegancia y finura en el trato, para que todo en la
estancia transparente la presencia y centralidad de Dios, Belleza suma, y todos se
sientan acogidos como en su casa, en una casa amiga. ¿Acaso la belleza no es el punto
más alto de la ascensión, donde se encuentran lo bueno y lo verdadero?
En este contexto de belleza aumenta la calidad de la vida, y también los gestos
asumen un valor añadido, el de la dimensión estética. Entonces se aprenden los mil
caminos y matices del riquísimo lenguaje simbólico del amor, más allá de los vocablos
del lenguaje genital o físico-gestual; y cada cosa, mirada, palabra y gesto, incluso el
más pequeño, puede expresar, como por encanto, atención y cuidado hacia el otro,
estima y respeto, servicio y don de sí mismo, afecto y solidaridad...
Si la belleza es «un mundo penetrado por el amor», el virgen es un habitante de este
mundo, del que es custodio y artista.
CAPÍTULO 12
La virginidad en la vida (y en la muerte)
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mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo
mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el
cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de
cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro bien, no para tenderos un
lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin
distracciones» (1 Co 7,32).
La virginidad no se reduce al voto de castidad, especialmente si es entendido como
algo rígidamente delimitado en un área precisa de la vida relacional, acompasado por
una serie de reglas, de límites que no se pueden traspasar y renuncias que
adoptar, de operaciones muy específicas y referidas a un ámbito igualmente
delimitado del propio mundo interior.
La virginidad es un modo de ser y de vivir. Lo es porque está relacionada con el
amor, con el modo de amar y, por lo tanto, con toda la persona. La teoría
psicológica de la centralidad de la energía sexual encuentra evidentes
correspondencias en la antropología bíblica y cristiana, que pone en el centro de la
existencia el amor.
Así pues, si la sexualidad está en relación con todas las áreas de la personalidad
(y antes aún, en el nivel biológico, toda célula contiene la propia caracterización
sexual), una opción de vida virginal, por el hecho de que tiene que ver con la
sexualidad (hemos dicho que es sexualidad pascual), se refleja en todos los ángulos y
detalles de la experiencia; se difunde y extiende por todas partes en la persona; es un
modo general de ser, y sobre todo de vivir la relación con Dios, con los demás, con
las cosas, con la creación; un modo de ser amigos, de pensar la vida, de decidir lo que
cuenta, de orar, de trabajar, de hacer fiesta, de ser pobres y obedientes...
Es importante, entonces, especificar este modo de vivir en la virginidad, para ser
coherentes y evitar el riesgo contrario, que no es en modo alguno infrecuente y puede
resultar bastante desastroso desde el punto de vista del testimonio.
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(que van de la masturbación al cuidado excesivo del propio cuerpo) una atención
totalmente centrada en sí mismo (el típico narcisismo del reverendo). Hemos hablado ya
de ello', pero ahora abordamos algún aspecto nuevo.
En estos casos no sólo se contradice el testimonio, sino que se da el mensaje, muy
negativo, de que la virginidad no es satisfactoria ni sana, y crea una
descompensación en quien la elige, que tiene que recurrir, como un pobre
desdichado, a compensaciones para sobrevivir y... conservar, si es posible, la castidad
sin perder un cierto gusto por la vida. No olvidemos, además, que la misma
compensación, como todo mecanismo de defensa, es de por sí una realidad ilusoria y
contradictoria, «es un plato de fruta artificial» que crea una «saciedad falsa»' o, peor
aún, una droga que hincha y nada más, porque sólo permite una gratificación vicaria o
sucedánea, de escasa calidad y no plena. Toda forma de compensación deja un sabor
amargo en la boca o un regusto doloroso, porque es como un desahogo desesperado,
de una persona que se ve obligada a contentarse con muy poco, y por eso muchas
veces, como reacción, exagera y se engaña pensando que el aumento de la dosis la
dejará satisfecha.
Por lo demás, la contradicción consiste en que la estrategia de la compensación termina
por hacer aún más insegura la observancia de la misma virginidad, porque la liga y
condiciona a la gratificación en otro sector de la personalidad; por lo cual, si cesa
la gratificación (por ejemplo, por un fracaso en el trabajo), o aquella actitud deja de ser
satisfactoria (como cuando no basta con complacer los ojos), también el voto está en
peligro. Por lo general, esto es lo que sucede y entonces, o aumenta la dosis de
gratificación o se desencadena una verdadera crisis. Ésta es la razón por la que
normalmente el virgen compensado es un virgen triste y falso.
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Pero el virgen por el Reino conoce también la oración dolorosa, sabe que en ciertos
momentos la fidelidad a su promesa de celibato ha estado sostenida sólo por la
oración', y ésta ha sido como una lucha orante. Está convencido, en particular el
sacerdote célibe, de que la cuestión del celibato no es una opción teórica discutible hasta
el infinito, sino que se refiere a «una parte de la teología que se adquiere de rodillas en
la oración»'.
«Virginidad» significa tiempo dedicado al Señor, en cantidad y, sobre todo, en calidad;
es tiempo que celebra la centralidad de Dios en la vida humana y que lentamente se
extiende a toda la vida. Es el gusto de estar con el amado del propio corazón.
Virginidad es descubrir la dignidad del hombre, y poner tal dignidad no fuera, sino
dentro del hombre, no en las cosas que se poseen o en los éxitos que se obtienen, sino
en la capacidad de relacionarse con los otros (especialmente con el Otro), en el amor
que se recibe y se da. La virginidad es decir no a aquellas formas de posesión que son
modalidades sutiles de impureza y violencia a sí mismo, a las cosas y a quien está
privado de ellas; es decir no a la acumulación, porque ésta indicaría el vacío del corazón
que se ha vuelto insoportable y la pretensión de negarlo llenándolo con muchos objetos,
que después nunca resultan suficientes, con la ansiedad, la frustración y la maldición
consiguientes; es decir no a aquel sentido del yo construido sobre las propias riquezas y
los propios títulos, sobre la carrera y el éxito, y que depende de ellos, porque seguiría
siendo todavía impureza, la impureza de Narciso que se adora a sí mismo y no es libre
para vivir y convivir, para olvidarse y darse, para experimentar empatía y gozar del bien
del otro...
La relación con Dios llena y satisface, hace libres y ligeros, hace gustar la sobriedad y la
belleza, aplaca la inquietud ligada al qué comeré, con qué me vestiré, dónde me
mandarán, qué posibilidades de realizarme tendré, qué promociones obtendré, y
permite relacionarse con las cosas y los bienes de este mundo con respeto y libertad.
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2.4. Alegría virgen
El virgen sabe cuán duro es buscar a Dios a lo largo de los senderos tortuosos del
propio mundo interior, laberintos en los que se corre continuamente el riesgo de
perderse y volver al punto de partida (= al propio yo), sabe que es fácil equivocarse
cuando está de por medio el corazón, y entonces no presume de sí mismo, no actúa
por su cuenta, sino que se pone a la escucha de la vida y de los otros, aquella escucha
ob-audiens a todos (no sólo a los superiores), que lo transforma en buscador
auténtico de todo rastro del Eterno en toda persona y acontecimiento.
Si la virginidad lleva por su propia naturaleza a amar a todos intensamente en Dios,
a ser amigo de todos, el virgen aprende a acoger al otro, a cualquier otra persona,
como el camino a lo largo del cual Dios llega a él y él llega a Dios; por eso se
dispone también a obedecer a su hermano". Si una amistad no es vivida con esta
disponibilidad obediencial, no es verdadera amistad, sino algo impuro. Si la obediencia
no lleva a caminar juntos, como hermanos y amigos, hacia el mismo objetivo, es sólo
búsqueda infantil de dependencia o manía adolescente de poder, y al final involución
narcisista sobre sí mismo y, una vez más y en definitiva, algo impuro (e inmaduro).
La obediencia fraterna es signo adulto de la obediencia evangélica, y fruto maduro
de la búsqueda virginal de Dios.
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2.6. El virgen es un peregrino
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El virgen «muere» cuando ya no vive él, sino que Cristo vive en él (cf. Ga 2,20) o
cuando toda su vida y su persona, su carne y sus instintos, su sexualidad y afectividad...
todo en él no expresa más que una sola oración o un grito dolorido:
«Marana tha! ¡Ven, Señor Jesús!».
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1.4. Condición: la renuncia. Cualquier elección implica una renuncia. La
renuncia del virgen consiste en renunciar a vínculos definitivos y
exclusivos: como el matrimonio o una relación exclusiva y excluyente.
Con un estilo que refleje de forma clara su virginidad, y exprese la
centralidad de su relación con Dios y la pasión por todo hermano
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