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Masculino/femenino; maternidad/paternidad

Por Silvia Tubert

Masculino / femenino
Observamos en las ciencias sociales diversos movimientos convergentes: si el feminismo se
centró en el reconocimiento de que lo femenino forma parte de lo humano en la misma medida
que lo masculino, la antropología nos permitió reconocer que los pueblos no occidentales for-
man parte de la humanidad tanto como los occidentales y el psicoanálisis demostró que mu-
chos deseos y sentimientos que parecían ajenos al sujeto por no ser accesibles a la conscien-
cia constituyen el núcleo de nuestra subjetividad. Estos movimientos han sentado las bases
para una verdadera crítica de la cultura en tanto han cuestionado ciertas verdades "universa-
les" tradicionales acerca del ser humano. Si la definición occidental del ser humano y sus mo-
dos de representación, lejos de ser universales, deben ser ampliados para incorporar la expe-
riencia y los modos de representación propios de otras culturas diferentes así como lo que es
ajeno en nosotros (inconsciente), lo mismo sucede con la relación entre los principios mascu-
lino y femenino.
En efecto, durante siglos se ha considerado a lo masculino como sinónimo de la humanidad
en general, negando o reprimiendo el elemento femenino de aquella. Es decir, al erigir lo mas-
culino en modelo universalmente válido (lo que define esencialmente al androcentrismo) se bo-
rran las huellas de lo femenino que queda, de este modo, excluido del mundo de la representa-
ción y de la cultura, excepto bajo una forma puramente negativa. Luego, el reconocimiento y la
búsqueda de las huellas ocultas del principio femenino, nos lleva, necesariamente, a redefinir lo
humano y a cuestionar los modos de representación tradicionales de cada uno de los sexos y
de la relación entre ambos. Debemos recordar, una vez más, que masculino y femenino no son
sinónimos de hombre y mujer.
Una cosa son los hombres y mujeres como entidades empíricas, en un doble sentido: como
seres diferenciados naturalmente por sus caracteres sexuales anatómicos y como grupos so-
cialmente diferenciados a los que se asigna y de los que se espera el desempeño de determi-
nados roles (género). Y otra cosa muy distinta son los principios masculino y femenino, que no
tienen una existencia empírica natural sino que, como ya he mencionado citando a Freud, son
construcciones teóricas de contenido incierto. Es decir, se trata de creaciones culturales que se
ofrecen (o se imponen) a los sujetos como modelos ideales que, a su vez, se incorporan a los
individuos particulares bajo la forma de un ideal del yo.
Pero el hecho de que cada uno de nosotros, sea hombre o mujer, se identifique en su infan-
cia con los progenitores de ambos sexos, así como con otras figuras significativas de su am-
biente portadoras de los ideales culturales referentes a los sexos, determina que no alcance-
mos nunca una identidad total y absolutamente masculina o femenina. De hecho, cada ser hu-
mano integra rasgos y características mezclados en diversas proporciones, viéndose obligado
a reprimir o anular todo aquello que no corresponde a lo que su cultura define como propio de
su sexo.
En efecto, no existe ninguna cultura en la que no podamos observar un reconocimiento de la
diferencia entre los sexos, que se refleja en las diversas formas de concebir y definir la masculi-
nidad y la feminidad. Se trata de una cuestión fundamental tanto para la sociedad como para
cada persona en particular, puesto que lo que está en juego es un problema esencial: la nece-
sidad de articular el reconocimiento de la diferencia de los sexos con el de la igualdad de hom-
bres y mujeres en tanto miembros del género humano. Es tan angustiante para el sujeto la se-
paración absoluta de los sexos, como si se tratara casi de dos especies diferentes, como la
identificación de ambos en una supuesta categoría universal que desconoce las diferencias
existentes entre ellos. Tal categoría única no puede recoger e integrar las diferencias constru-
yendo un modelo andrógino en el que cada cual podría reconocerse sino que de hecho se fun-
da históricamente, como ya he dicho, en la universalización de uno de los dos principios en de-

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trimento del otro; los trabajos de los etnógrafos demuestran que en todas las sociedades cono-
cidas es el principio masculino el que se generaliza, valora e identifica con lo humano, quedan-
do el femenino en un lugar subordinado. Evidentemente este hecho no es azaroso sino que
responde a las relaciones de poder entre los sexos: la exclusión o subordinación de lo femen-
ino en la cultura es el correlato simbólico de la sumisión de las mujeres como grupo social.
Si en el orden simbólico es el hombre quien aparece como sujeto, la mujer queda relegada al
papel de objeto, de lo otro de la masculinidad, lo que equivale a decir lo otro de la humanidad.
El sujeto-hombre, desde su posición de masculinidad-humanidad, construye a ese otro en fun-
ción de las relaciones de dominación existentes en toda sociedad patriarcal. Así, en el lugar de
la mujer, lo femenino excluido deja un lugar vacío en el que lo otro se habrá de definir como
maternidad. Esto explica que la mujer entre en lo simbólico fundamentalmente en tanto madre,
que la maternidad se construya a través de las prácticas discursivas como un hecho natural y,
finalmente, que se identifique a la mujer-madre con la materia, la biología, la emoción, lo irra-
cional, al tiempo que el hombre se identifica con la forma, la cultura, el pensamiento, la raciona-
lidad. De este modo se desconoce que, en el sentido pleno y humano de la palabra, la materni-
dad no corresponde a la reproducción animal sino que, como la paternidad, tiene un valor pri-
mordialmente simbólico y social.
Los efectos negativos de este proceso no se refieren sólo a los perjuicios que pueda ocasio-
nar a una mitad de los seres humanos sino que afectan a la humanidad en su conjunto en tanto
empobrecen nuestro acervo cultural y personal. La ontologización de la diferencia sexual, que
escinde las categorías de masculino y femenino y las entiende como esenciales, inmutables y
ahistóricas, ejerce la misma violencia sobre todos los individuos, sean hombres o mujeres (aun-
que en el caso de las mujeres, se suma a la violencia material y simbólica de la subordinación),
puesto que los congela en unas identidades establecidas a priori. La diferencia de los sexos
concebida en términos binarios e irreductibles liquida imaginariamente la ambigüedad de la pul-
sión sexual y del deseo y alivia la angustia que surge ante la multiplicidad de posibilidades que
remite a cada uno a las incertidumbres de su propio deseo y al carácter igualmente incierto de
su propia identidad sexual.
Si aceptamos que en toda sociedad patriarcal, basada en la subordinación de las mujeres y
en la explotación y apropiación de su capacidad generadora, las teorías que dan cuenta de la
diferencia de los sexos están indefectiblemente sesgadas de manera tal que, al mismo tiempo
que son un efecto de la organización patriarcal, contribuyen a su perpetuación mediante la
transmisión de su ideología y sus valores, debemos avanzar aún un paso más y preguntarnos
hasta qué punto las mismas teorías feministas podrían transmitir involuntariamente valores y
modelos sexistas que se abren paso a través de nuestra voluntad crítica. La clínica psicoanalíti-
ca, en efecto, nos muestra que la asunción consciente de una ideología feminista no basta para
impedir que una mujer transmita valores y modelos opuestos a ella, que han llegado a formar
parte de su estructura subjetiva a través de sus identificaciones inconscientes. No debemos ol-
vidar que sólo llegamos a ser sujetos de nuestros propios deseos a través de una larga historia
de diferenciación y separación de la posición inicial de objeto de los deseos del Otro del que al-
guna vez formamos parte.
Es por eso que la representación de la mujer como víctima de una violencia ejercida sobre
ella por un poder externo (o bien, al contrario, como única responsable de su sometimiento, de
modo que bastaría un acto de en que toda ontologización de la diferencia sexual hace posible
la transmisión de la ideología sexista. Encontramos esta ontologización, como ya hemos visto,
en las diversas concepciones que se basan en una escisión rígida de las categorías de hombre
y mujer, entendidas como esenciales, inmutables y ahistóricas.
El problema de la violencia no se resuelve recurriendo a un determinismo absoluto, ya sea
de carácter biológico o cultural, referido a lo interno o a lo externo, lo subjetivo o lo objetivo, lo
psíquico o lo social, ni a una explicación de la subordinación de las mujeres exclusivamente en
términos de opresión social. La mujer no es ni una mera víctima ni el único agente del malestar
que experimenta en nuestra cultura, ni bruja ni ángel del hogar, ni Eva ni María. Por eso decía
que la violencia, más allá del contenido o significado que se asigne a lo femenino, es un efecto
de la imagen dicotómica de las diferencias sexuales.

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En este sentido, puede ser tan alienante el repertorio de modelos que el patriarcado propone
a las mujeres, como una nueva definición de una supuesta identidad femenina más auténtica o
más acorde con una esencia que las categorías de género vendrían a ocultar o enmascarar. Si
bien desde la perspectiva de liberar a las mujeres de su subordinación es necesario reconocer
el lugar social que ellas ocupan como colectivo, esta exigencia debe articularse con el respeto
a la diversidad y a la singularidad de la posición de cada mujer como sujeto deseante. La de-
fensa de los derechos de las mujeres (las consignas de la Revolución Francesa aún no se han
realizado para ellas) no requiere de ningún modo recurrir a definiciones universales, abstractas
y normativas de la mujer, la sexualidad femenina o la feminidad. Si las representaciones de la
mujer y del hombre basadas en una oposición binaria constituyen un recurso discursivo para
aliviar la angustia ante las incertidumbres de la sexualidad y ante su heterogeneidad con res-
pecto a la diferencia anatómica de los sexos, el precio que se paga por ese alivio es una limita-
ción y un empobrecimiento, tanto de la experiencia como del saber.
No es suficiente entonces realizar un análisis de las diversas representaciones de la mujer y
del proceso por el que aquellas se construyen; es preciso tener presente que ninguna puede
corresponder a un objeto realmente existente en el campo natural o social, es decir, es neces-
ario analizar la construcción de la mujer misma como representación y sus efectos alienantes.
Estos no derivan sólo del hecho de que las representaciones patriarcales de la mujer, por ejem-
plo, sean falsas (en el sentido de que no corresponden a la realidad de su objeto) o peyorativas
sino, además, de la violencia que supone cualquier representación que pretenda reflejar una fe-
minidad real o esencial, de la violencia que implica identificar lo femenino con una imagen de-
terminada. Es por ello que las ciencias sociales, aunque se elaboren desde una perspectiva fe-
minista, pueden transmitir valores y modelos sexistas en la medida en que confundan la repre-
sentación con una entidad dada y postulen la unidad de la categoría "mujeres", la uniformidad
de las causas, estructuras o efectos de la organización social de las diferencias sexuales, y/o
los intereses comunes de la totalidad de las mujeres.
Si sostenemos que el signo "mujer" no remite al objeto mujer sino a la diferencia de los sexos
que lo funda como representación, nos resultará imposible hablar de sexualidad femenina o de
feminidad sin partir de esa diferencia y de la operación por la que se establece; la feminidad no
podría ser nunca definida por sí misma sin caer en alguna forma de esencialismo. El sujeto, en
general, no puede resumirse como una entidad coherente y definitiva; consecuentemente, la fe-
minidad no consiste en un contenido fijado de una vez para siempre sino en una multiplicidad y
diversidad de formas en que la mujer es construida. Es necesario, entonces, reformular el pro-
blema: no se trata de saber qué es la mujer, cómo funciona el cuerpo femenino, en qué consis-
te la sexualidad femenina, cuáles son los valores propios de una cultura femenina que habría
que perpetuar, desarrollar o crear, sino cómo se organiza la diferencia sexual en la cultura, las
formas complejas y contradictorias a veces en que se produce la diferencia sexual a través de
prácticas discursivas, puesto que la palabra, como todo símbolo, produce efectos en lo real y
crea objetos históricamente existentes.
La fijación del significado que se produce cuando se establecen definiciones cristalizadas y
universales conduce a posiciones esencialistas que tratan la categoría "mujeres" como un dato
no problemático, que son una variante de la tradición que considera que la humanidad se com-
pone de individuos dados sobre los que actúa la sociedad modificándolos. Esto supone conce-
bir una esencia humana que existiría independientemente y a priori de la cultura. "Mujeres"
marca en este contexto el género dado a la categoría de humanidad, género al que se adscri-
ben ciertos atributos esenciales, como la ternura, cuidado y responsabilidad por el prójimo, etc.,
opuestos a los atributos masculinos de violencia, competitividad, intereses sociales, etc.
La feminidad, por el contrario, podría asumir una variedad de símbolos y modelos, lo que da-
ría lugar a un enriquecimiento, abriendo también una vía para salir de las falsas dicotomías
que, como un lecho de Procusto, fuerzan a mujeres y hombres a mutilarse psíquica y social-
mente para identificarse en exclusiva con el modelo que se les asigna según su sexo anatómi-
co. En tanto esto supone reprimir ciertos deseos y limitar aspiraciones y posibilidades, se paga
habitualmente con distintas formas de neurosis. De este modo, el cuestionamiento de los signi-
ficados que se asignan a la feminidad y a la masculinidad implica inaugurar una amplia gama

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de posibles articulaciones de los mismos, reconocer que los deseos singulares se organizan en
un juego de diferencias: no sólo entre hombres y mujeres, sino también entre las mujeres, entre
los hombres, e incluso en el seno de cada sujeto.

Maternidad/paternidad
La mayor parte de las culturas, en la medida en que se trata de organizaciones patriarcales,
identifican a la feminidad con la maternidad. A partir de una posibilidad biológica, la capacidad
reproductora de las mujeres, se instaura un deber ser, una norma, cuya finalidad es el control
tanto de la sexualidad como de la fecundidad de aquellas. No se trata de una legalidad explícita
sino de un conjunto de estrategias y prácticas discursivas que, al definir la feminidad, la cons-
truyen y la limitan, de manera tal que la mujer desaparece tras su función materna, que queda
configurada como su ideal -1-.
El desarrollo de las llamadas ciencias sociales o humanas, desde una perspectiva feminista,
ha puesto de manifiesto que la ecuación mujer=madre no responde a ninguna esencia sino
que, lejos de ello, es una representación -o conjunto de representaciones- producida por la cul-
tura.
El feminismo ha generado, históricamente, tres tipos de propuestas para abordar la cuestión
de la maternidad:
1. El rechazo de la identificación de lo femenino con lo materno condujo a la afirmación de
una existencia de mujer con exclusión del papel de madre, como en el caso de Simone de
Beauvoir.
2. La voluntad de asumir la capacidad generadora del cuerpo femenino llevó a proponer
una "transvaloración" de la maternidad -exaltada en lo imaginario pero desvalorizada en la
práctica social, excluida del espacio público y desalojada de lo simbólico- a la que se pasó a
considerar como fuente de un placer, conocimiento y poder específicamente femeninos. Adrien-
ne Rich y Julia Kristeva ejemplifican este punto de vista.
3. Desde una perspectiva constructivista no interesa tanto el cuestionamiento de unas re-
presentaciones que distorsionarían lo que la mujer es o no le harían justicia, puesto que es im-
posible acceder a lo que es más allá de la representación que pretende dar cuenta de ello. Lo
que se propone es el análisis de la construcción de las representaciones mismas y el proceso
por el que ellas crean o configuran la realidad.
La maternidad es un conjunto de fenómenos de una gran complejidad, que no podría ser
abarcado por una única disciplina: la reproducción de los cuerpos es un hecho biológico que se
localiza, efectivamente, en el cuerpo de la mujer pero, en tanto se trata de la generación de un
nuevo ser humano, no es puramente biológico sino que integra otras dimensiones. De todos
modos, aún cuando nos limitáramos al terreno de la fisiología, podríamos apreciar que la cons-
trucción histórica de la maternidad como equivalente a la reproducción de la especie y como
único sentido de la existencia femenina entraña una doble falacia, puesto que la categoría de
madre no agota totalmente a la de mujer y, por otra parte, la maternidad no incluye la totalidad
de la reproducción, en tanto la fecundidad de la mujer sólo se actualiza por la intervención del
principio biológico masculino. Pero, además de las condiciones biológicas de la reproducción
sexuada, las condiciones sociales, económicas y políticas de la reproducción de la vida social
configuran también la función materna: la división sexual del trabajo propia de toda estructura
patriarcal -o al menos de la mayoría establece que las mujeres, además de la concepción, ges-
tación, parto y lactancia se ocupen casi en exclusiva de la crianza de los niños que, por otra
parte, no es reconocida como trabajo social.
Finalmente, el orden simbólico de la cultura crea determinadas representaciones, imágenes
o figuras atravesadas por relaciones de poder, de modo que el orden dominante es el resultado
de la imposición de unos discursos y prácticas sobre los otros, articulada con el ejercicio del po-
der por parte de los hombres-padres como grupo o colectivo sobre las mujeres como grupo so-
cial. Así, en la medida en que se impone una voz -definición, representación, ideal- que anula la

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expresión de otras voces que quedan subordinadas, tal como lo están las prácticas sociales de
las mujeres, se establece el monopolio de la producción de sentido, se codifica el significado de
características anatómicas y funciones biológicas que, en sí mismas, no significan nada. Por
consiguiente, las representaciones o figuras de la maternidad, lejos de ser un reflejo o un efec-
to directo de la maternidad biológica, son producto de una operación simbólica que asigna una
significación a la dimensión materna de la feminidad y, por ello, son al mismo tiempo portadoras
y productoras de sentido. Pero éste también está determinado por la lucha de fuerzas en juego
tanto en la sociedad como en la cultura.
Además, la mujer es un sujeto y no un mero sustrato corporal de la reproducción o una eje-
cutora de un mandato social o la encarnación de un ideal cultural, por lo que debemos tener en
cuenta que las representaciones que configuran el imaginario social de la maternidad tienen un
enorme poder reductor, en la medida en que todos los posibles deseos de las mujeres son sus-
tituidos por uno: el de tener un hijo; y uniformador, en tanto la maternidad crearía una identidad
homogénea de todas las mujeres. El psicoanálisis ha mostrado que el deseo de hijo no corres-
ponde a la realización de una supuesta esencia femenina sino que es propio de una posición a
la que se llega después de una larga y compleja historia, en la que el papel fundamental co-
rresponde a las relaciones que la mujer ha establecido en su infancia con sus padres, tanto en
el plano de la triangulación edípica como en el de la identificación especular con la madre. Es
decir, el deseo de hijo no es natural sino histórico, se ha generado en el marco de unas relacio-
nes intersubjetivas, resulta de una operación de simbolización por la cual el futuro niño repre-
senta aquello que podría hacernos felices o completas.
La aspiración a la plenitud resulta de la constatación de que no somos una unidad, puesto
que el sujeto humano es múltiple y complejo, adolece de incoherencias y contradicciones que
lo escinden, ni tampoco una totalidad, puesto que es imposible no carecer de algo. Frente al
ideal de plenitud y perfección originado en el narcisismo infantil, para el que el propio yo es un
yo ideal, el reconocimiento de la falta impuesto por el yo real conduce al sujeto a anhelar aque-
llo de lo que carece, es decir, a configurarse como un sujeto deseante. Al mismo tiempo, lo lle-
va a asumir como propios los ideales que la cultura propone como respuesta a los interrogan-
tes que lo acucian: ¿quién soy? ¿Qué significa ser una mujer? ¿Qué quiere una mujer (o un
hombre)? -2-
El ideal de la maternidad proporciona una medida común para todas las mujeres que no da
lugar a las posibles diferencias individuales con respecto a lo que se puede ser y desear. La
identificación con ese ideal permite acceder a una identidad ilusoria, que nos proporciona una
imagen falsamente unitaria y totalizadora que nos confiere seguridad ante nuestras incertidum-
bres y angustias en tanto parece ser la respuesta definitiva a todas nuestras preguntas.
De ahí la necesidad de deconstruir los ideales, las identidades, que obturan ilusoriamente la
singularidad del sujeto, para abrir un espacio donde se pueda situar la maternidad en relación a
la dimensión del deseo -de la multiplicidad de deseos- opuesta a una identidad que no puede
sino ser mítica.
La identificación de la maternidad con la generación biológica niega que lo más importante
en la reproducción humana no es el proceso de concepción y gestación sino la tarea social,
cultural, simbólica y ética de hacer posible la creación de un nuevo sujeto humano.
La definición de la identidad femenina en función del ideal maternal es mistificadora por
cuanto adelanta una respuesta que impide la formulación de la pregunta y ofrece la ilusión de
ser que aliena al sujeto encubriendo las carencias que harían posible el deseo.
Pero, si bien es reduccionista subsumir la feminidad en la categoría de maternidad, también
existe la posibilidad de la reducción opuesta, que supone la separación simple e irreductible de
ambas categorías. Lo femenino y lo maternal mantienen relaciones lógicas complejas: ni coinci-
den totalmente ni son completamente disociables.
Es cierto que la maternidad no se reduce a la transmisión de un patrimonio genético sino que
se sitúa en el plano de la transmisión simbólica de la cultura, pero no se puede negar que el

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proceso biológico de la gestación se realiza según una legalidad que escapa a la voluntad de la
mujer en cuyo cuerpo tiene lugar.
Si bien hablamos de una maternidad asumida por la mujer como sujeto deseante, no pode-
mos ignorar que la gestación requiere la aceptación de una posición de pasividad frente al de-
sarrollo embrionario y fetal. El ejercicio de la maternidad supone la articulación del cuerpo en la
cultura: la autonomía del sujeto femenino se encuentra limitada en su singularidad cuando su
cuerpo pasa a ser el lugar del origen de otro ser humano; el dominio sobre el propio cuerpo -la
maternidad voluntariamente elegida-, a su vez, se halla limitado en tanto aquel ha sido construi-
do como cuerpo significante por las prácticas y discursos dominantes en la sociedad, a través
del lenguaje y de los vínculos sociales.
La autonomía del sujeto, entonces, sólo puede ser relativa a los límites que le impone la ne-
cesidad, tanto por el hecho de hallarse encarnado en un cuerpo orgánico como por haberse es-
tructurado como tal en el contexto histórico de unas relaciones sociales, económicas y políticas
que han construido su valor simbólico. Por otra parte, aunque el deseo de hijo se presente con
frecuencia como una elección consciente, relativa a los ideales sociales y familiares de cada
sujeto, este proyecto es siempre portador de significaciones inconscientes que habrán de tomar
cuerpo en el niño por nacer: el hijo llega a la existencia en el seno de una red de representacio-
nes preexistentes, reguladas por la tendencia repetitiva del inconsciente, que lo inviste de las
vicisitudes libidinales de la historia de sus padres (que siguen siendo, desde este punto de vis-
ta, hijos) y de su forma de asumir la diferencia entre los sexos. Sin embargo, el nacimiento del
niño da lugar, en el mejor de los casos, a una nueva organización que produce una ruptura en
la repetición al articular de una manera única las determinaciones de su origen: el niño real
nunca coincide con el niño imaginario del deseo absoluto de la madre, destinado a colmarla
completamente. El proyecto consciente de la maternidad se apoya en la doble vertiente incons-
ciente del deseo edípico y de la relación de identificación narcisista con la madre que, según
haya sido la historia infantil de la mujer en cuestión, configuran, enriquecen o perturban la rela-
ción con el hijo. El deseo inconsciente, en otros casos, es el responsable tanto de una concep-
ción imprevista, no buscada, como de la imposibilidad de concebir un hijo.
En suma, la representación de la maternidad, en sus múltiples variantes, se sitúa en el punto
de articulación entre el deseo inconsciente -en cuyo origen se encuentra, precisamente, la ma-
dre-, las relaciones de parentesco en unas condiciones histórico-sociales determinadas y la or-
ganización de la cultura patriarcal. Esto exige la superación de las oposiciones binarias que,
como ya he intentado mostrar, son ellas mismas producto de esa cultura y proporcionan un
acervo de representaciones que coadyuvan a su perpetuación. Toda nuestra tradición cultural y
filosófica ha colocado a la mujer del lado de la naturaleza y al hombre del lado de la cultura, ba-
sándose sobre todo en el hecho de que la maternidad se localiza en el cuerpo de la mujer y,
por lo tanto, parece coincidir con lo real de la procreación, en tanto que la función paterna ha
de ser construida simbólicamente (Pater Semper incertus ...). Sin embargo, como hemos visto,
ya no es posible sostener la existencia de una función natural que se ejerce como tal de mane-
ra universal y ahistórica, de acuerdo con un instinto o esencia de la mujer. La maternidad no es
puramente natural ni exclusivamente cultural; compromete tanto lo corporal como lo psíquico,
ya sea consciente o inconsciente; participa de los registros real, imaginario y simbólico. Tampo-
co se deja aprehender en términos de la dicotomía público-privado: el hijo nace en una relación
intersubjetiva originada en la intimidad corporal pero es, o ha de ser, un miembro de la comuni-
dad y, por ello, el vínculo con él está regido también por relaciones contractuales y códigos sim-
bólicos.
La maternidad, entonces, es una función construida como natural y necesaria por un orden
cultural y contingente: si bien el cuerpo materno tiene una realidad biológica, no tiene significa-
ción fuera de los discursos sobre la maternidad. La madre, más allá de las diferencias entre sus
innumerables representaciones, suele encarnar el misterio de los orígenes, de lo impensable,
de lo que excede a la racionalidad. Esto explica el carácter contradictorio y ambivalente que re-
visten sus figuras -polarizadas en el hada buena y la bruja malvada- y también su función de-
fensiva por cuanto protegen de temores o realizan los deseos de quienes las elaboran y trans-
miten. Esta construcción cultural de la maternidad como símbolo puede encubrir la sujeción del

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cuerpo femenino, tanto a su propia materialidad y finitud como a las relaciones de poder que
establecen las condiciones de su existencia. En las representaciones de la maternidad se arti-
culan, entonces, tres registros:
1. Un universo simbólico de categorías y representaciones, que forma parte de un sistema
social, político e ideológico históricamente dado y que constituye el contexto en el que se orga-
niza la subjetividad humana.
2. La construcción de la subjetividad maternal, a su vez, integra dos dimensiones: por un
lado, si nos situamos en el terreno histórico-social, podemos apreciar la configuración de lo
imaginario colectivo -con sus distintos ámbitos: grupal, de clase, étnico, religioso, etario, etc.-;
por otro, la literatura y el psicoanálisis son discursos que dan cuenta de la singularidad de cada
sujeto al ofrecer un marco adecuado para el despliegue del imaginario personal. Todo esto ge-
nera el sentido que tendrá, para las comunidades y los individuos, el cuerpo materno.
3. Las posibilidades y limitaciones del cuerpo real, no como mero organismo sino en fun-
ción de la potencialidad erógena que subtiende su funcionamiento reproductor y constituye la
fuerza energética que lo anima.
Tal como ocurre con la maternidad, la función paterna se funda en la articulación de diferen-
tes registros: por un lado, el orden socio-cultural, es decir, el universo simbólico con sus catego-
rías, representaciones, modelos e imágenes del padre, que forma parte de un sistema social,
político e ideológico históricamente dado. Por otro, la construcción de la subjetividad con su
despliegue imaginario, tanto colectivo como singular.
El psicoanálisis ha puesto de manifiesto que la estructura edípica constituye el punto de in-
tersección de ambos órdenes -socio-cultural y subjetivo- y que, en el marco de esa estructura,
el padre opera como articulador del deseo y la ley. En este registro, la eficacia de la función pa-
terna no se refiere a la presencia real o a la ausencia del padre en la familia, ni a sus conductas
o particularidades personales evaluadas en relación a las normas que definen lo que es un pa-
dre, sino al orden del sentido y de la significación: "Es en el sentido que adquiere para un hom-
bre el hecho de ser reconocido como padre de un niño, en el sentido que tiene su paternidad",
sugiere Françoise Hurstel, y "en el sentido que tuvo ese hombre para un niño", donde se sitúa
la función paterna -3-.
Es posible concebir esta función como una invariante aunque, como tal, se nos presente sólo
como una función vacía; los sentidos particulares que asuma esa función en las diversas situa-
ciones que pueden configurarse tendrán un carácter histórico, en el doble aspecto de la refe-
rencia a la historia singular de los sujetos comprometidos por esa función y de la historicidad de
las figuras socio-culturales que incidirán en la articulación de su sentido.
Está claro, entonces, que se trata de una construcción cultural, por lo que tiene un carácter
histórico. Asimismo, la paternidad no se puede comprender si no es en su articulación con la
maternidad, como término de un sistema de parentesco, lo que muchas veces se olvida al en-
tender la función paterna como el operador que nos introduce en el orden simbólico. En conse-
cuencia, las representaciones de la paternidad -y del parentesco- a su vez, no se pueden com-
prender si no se las sitúa en el universo simbólico de la cultura de la que forman parte.
Ya me he referido a la asimetría radical que el pensamiento occidental establece entre los
principios materno y paterno: el primero se naturaliza en tanto que el segundo se eleva a la ca-
tegoría de principio espiritual, tal como se puede apreciar en diversos dominios, como la filoso-
fía, la teología, la lingüística e incluso el psicoanálisis. En el fundamento de nuestra cultura, en
efecto, encontramos una representación mítica del padre que configura un verdadero "culto pa-
terno".
Si nos remontamos a los orígenes observamos que en la antigua Grecia se teoriza explícita-
mente a la paternidad como un principio, como el principio de la generación; en términos esco-
lásticos, como su causa eficiente -4-. Esta teorización se encuentra desarrollada en Aristóteles,
que impregnó el discurso sobre la vida por lo menos hasta el siglo XVII.

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En Aristóteles encontramos la representación más radical de la asimetría sexual: la metafísi-
ca y la embriología se asocian para afirmar el papel esencial-es decir formal- del macho en la
procreación.
Esta se funda en una asimetría básica puesto que supone dos principios: el macho, principio
de la generación y del movimiento, y la hembra, principio material. El masculino es, en realidad,
el principio. Pero éste ha de pagar un precio por este privilegio, como señala Giulia Sissa, ya
que, para que la teoría resulte verdadera, no basta con afirmar que la sangre femenina es una
masa de líquido crudo, impuro, no elaborado, inerte y amorfo; es necesario también decir que
no hay ninguna aportación de materia por parte del macho sino sólo la réplica de una identidad
(eidos) que se produce a partir de un movimiento; en otros términos, el desencadenamiento de
un proceso de formación merced al calor que cuece. Para que la argumentación se sostenga,
Aristóteles se ve obligado a negar que el esperma es necesario y, además, a sutilizar su soma.
El esperma no pasa a formar parte del feto en formación sino que es un órgano que pone movi-
miento en acto. Es como el instrumento de un artesano: del cuerpo del artesano y de la materia
de sus instrumentos no se incorpora nada al producto de su trabajo; lo que procede del obrero
por medio del movimiento que actúa sobre la materia es la figura de la forma.
El resultado paradójico de esta argumentación es que lo necesario para la procreación no es
la sustancia espermática sino el alma, el movimiento y la forma, que corresponden al principio
masculino. No se podría sostener la preeminencia del principio paterno si se pensara que el es-
perma se mezcla con la sangre y que es la unión de ambos fluidos lo que forma el embrión, tal
como postulaba Hipócrates. En consecuencia, Aristóteles afirmará que el cuerpo del esperma,
que sirve de vehículo al principio psíquico, se disuelve y se evapora porque su naturaleza es
húmeda y acuosa.
De este modo logra sustraer el estatuto paterno a las exigencias de la materialidad: como
afirma G.Sissa, si no hay materia paterna el reino del padre no es de este mundo. Esta concep-
ción encuentra una ejemplificación excelente en el mito del parto virginal: aunque en este caso
el padre es de naturaleza divina, el significado de la paternidad es el mismo que en el caso del
padre humano. Carol Delaney -5- sostiene que la teoría de la procreación ejemplificada por
este paradigma es una versión espiritualizada o desnaturalizada de la teoría popular que domi-
nó en Occidente durante milenios: se trata de la concepción monogenética que implica que el
hijo se origina esencialmente en una única fuente. Si bien esta teoría no es universal, tampoco
se limita a la cristiandad. En el plano simbólico, es coherente con la doctrina teológica del mo-
noteísmo. En el caso del parto virginal, es Dios quien crea al Hijo, en tanto María es sólo un
medio para la manifestación de su creación; a través de ella la palabra se hace carne. Es su
contribución lo que hace de Jesús una persona de carne y sangre pero el origen, la esencia y
la identidad de Jesús proceden exclusivamente del Padre. De este modo, en nuestra cultura la
paternidad no significa meramente la consciencia de que el hombre tiene un papel en la gene-
ración de un niño sino que supone que el papel masculino se interpreta como la función gene-
rativa y creadora.
Tanto el Génesis como el Corán revelan que existe solamente un principio de creación que
se manifiesta en los niveles divino y humano y sólo un Dios que creó al mundo por sí mismo; la
divinidad es creatividad y potencia, es lo que anima al universo y es implícita o explícitamente
masculina. Cuando Dios crea al primer hombre, Adán, le otorga el poder de continuar la crea-
ción por medio de su simiente sin referencia al principio femenino. Asimismo, el Génesis es el
registro de una sucesión genealógica exclusivamente masculina que establece minuciosamen-
te quién engendró a quién.
De este modo, el papel masculino en la procreación refleja en el plano finito el poder de Dios
al crear al mundo, por lo que se puede afirmar que las doctrinas monoteístas constituyen la ex-
presión más plena de la teoría popular monogenética de la procreación. En razón de la alianza
estructural y simbólica entre Dios y los hombres éstos comparten su poder, de modo que su
preeminencia parece ser algo natural. Al mismo tiempo, se establece una asociación entre las
mujeres y la tierra, como materia utilizable para las creaciones de los hombres. En el orden pa-
triarcal, en conclusión, la articulación simbólica y sistemática entre las ideas acerca de la con-
cepción y la concepción de la divinidad conduce inexorablemente a la glorificación del padre.

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Desde esta perspectiva, es importante recordar que el descubrimiento trascendente en nues-
tra cultura no ha sido la confirmación de la relación fisiológica existente entre un hombre y su
hijo sino el reconocimiento de la aportación de la mujer a la generación. Aunque von Baer des-
cubrió el óvulo en 1826, la naturaleza de su estructura y su función se debatió en los círculos
médicos y científicos a lo largo de todo el siglo XIX. En general, se sostenía que el óvulo conte-
nía esencialmente material nutricio. Con el redescubrimiento de la genética de Mendel en el si-
glo XX se pudo conocer que incluye la mitad de la dotación genética del futuro hijo y, por lo tan-
to, establecer que tanto el hombre como la mujer participan esencial y creativamente en la re-
producción desde el punto de vista genético, a lo que se añade, de manera asimétrica, el he-
cho de que la gestación y el parto tienen lugar en el cuerpo femenino.
Sin embargo, esta teoría no fue asimilada en el mundo occidental hasta la mitad del siglo XX,
lo que da cuenta de la discrepancia que existe entre el conocimiento científico y las teorías po-
pulares.
En la actualidad éstas se manifiestan aún en las explicaciones que se dan a los niños acerca
de la procreación (la célebre historia de la "semillita"), en el lenguaje teológico e incluso en el
de la academia y de la vida cotidiana. El conocimiento científico, que demuestra el carácter bi-
genético de la procreación, aún no ha sido asumido simbólicamente: los símbolos cambian muy
lentamente y, en tanto están marcados por las relaciones de poder y arrastran connotaciones
imaginarias, la resistencia se explica porque un cambio en los significados de la paternidad y
de la maternidad representaría un cuestionamiento de la definición de la diferencia entre los
sexos que ocasionaría, a su vez, modificaciones en el sistema socio-cultural que los había sos-
tenido y legitimado.

Notas
-1- Esta sección retoma mis textos “Introducción” a Figuras de la madre , Madrid, Cátedra,
1996; “Introducción” a Figuras del padre , Madrid, Cátedra, 1997 y “El nombre del padre”, ibid
-2- Freud, S. op.cit.; Tubert, S. Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología. Madrid, Siglo XXI,
1991
-3- Hurstel, Françcoise, “La fonction paternelle, questions de théorie ou: des lois à la Loi” en
Augé, Marc (Editor) Le père ,Paris, Denoël, 1989.
-4- Sissa, Giulia, ”Arche Kinousa ou le paternel comme principe”,en Augé, M. op.cit.
-5- Delaney, Carol, “The Meaning of Paternity and the Virgin Birth Debate” en Man (N.S.) N.º 21.

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