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muchas incertidumbres con respecto a la adopción de uno de los frenos

verdaderamente eficaces. Cierto que las velocidades obtenidas en


aquellos tiempos (dejando aparte los vehículos preparados para la
competición, los cuales requieren la colaboración de dos personas para
conducirlos) no eran muy elevadas, ni las transmisiones permitían que
se pudiera alcanzar velocidades importantes si tenían que ser aptas,
además, para ascender las súbitas empinadas rampas que los caminos
de la época ofrecían.
El freno aplicado se había heredado directamente de los coches de
caballos. Estos frenos consistían en una zapata que se aplicaba
directamente sobre la banda de rodadura de las ruedas traseras y que
se presionaba por medio de una simple palanca.
La aplicación de los frenos de zapata a los automóviles comportaba
muchos problemas que no eran propios de los carruajes. Por ejemplo,
las ruedas de los coches debían ser más pequeñas que las de los
carros, de modo que el esfuerzo de presión sobre la rueda era mucho
menor, al tener muy reducido el brazo de palanca de aplicación con
respecto al centro de la rueda. Por si ello fuera poco, los automóviles
solían correr algo más que los carruajes y no disponían de dóciles
caballos a los que sus mayorales pudieran indicarles, con la voz y con
las riendas y sus bridas, que dejaron de galopar o que, incluso, llegaran
a detenerse del todo.
Cuando aparecieron los primeros neumáticos creados por los hermanos
Michelin y el Británico Dunlop, la ubicación de la zapata fue mucho más
comprometida y hubo de instalarse por los laterales de la goma. Todo
ello hacía que los frenos fueran de muy dudosa utilidad.
De hecho, fue el gran Louis Renault quien decidió equipar los automóviles de
su fabricación con frenos de tambor de expansión. Pero

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