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Elsa Coriat
(*) [ Presentado en las V Jornadas Interdisciplinarias de la Fundación del Centro del Desarrollo Infantil:
Diagnóstico: ¿Condena o alternativa terapéutica? Mesa redonda: Efectos del diagnóstico en el niño, en
los padres, en los educadores y en el terapeuta. Rosario, 2 de agosto de 1996 ]
En el hall del Hospital, el padre, junto a la única hija de la pareja -una niña de 12 años-
y junto a algunos otros familiares, espera el anuncio del nacimiento del nuevo bebé.
¡Bueno! ¡Finalmente el varón! Con toda alegría, se descorchan las botellas traídas para
el acontecimiento, se sirven los vasos y se comienza a brindar.
En eso estaban cuando se acerca un médico que, desde lejos, les dice: "¡No festejen
tanto que es mongólico!".
¿Traigo estos esbozos de recortes para apuntar o sugerir que la situación actual se
debe al efecto de cómo fue formulado el diagnóstico inicial?
Si a estos mismos padres el diagnóstico les hubiera sido informado de la mejor de las
maneras, no hubiera habido cambios significativos en el lugar que a este hijo le
ofrecieron. Lo que el médico les dijo brutalmente, se correspondía, punto por punto,
con lo que ellos pensaban acerca del Síndrome de Down; la ausencia de festejos, en
esta familia, venía desde demasiado tiempo atrás. Tal vez la llegada de un hijo, varón y
sano, hubiera podido traer otro tipo de alegría, pero el diagnóstico de Síndrome de
Down hubiera provocado lo mismo, se dijera como se dijera.
Hago notar que para mantener nuestro prestigio clínico y salvar nuestra tranquilidad
profesional, centrar la causa de la responsabilidad -en relación a las dificultades
actuales- en la manera de presentarse el diagnóstico, nos hubiera venido como anillo
al dedo, tanto a nosotros como a los padres. Hay muchos motivos que propician que el
médico que pronuncia las palabras temidas quede ubicado, con cualquier pretexto,
como el malo de la película. Y también es cierto que hay unos cuantos que, como el del
ejemplo anterior, sólo saben desempeñar ese papel; pero hay una gran diferencia
entre ubicar a una mala intervención como la determinante de ciertos males, a
ubicarla simplemente como... una mala intervención.
La conclusión que de todo eso he sacado, es que palabras y condiciones más o menos
equivalentes en el momento del diagnóstico, provocan, en distintos casos, los
resultados más diversos. Padres que se quejan porque les fueron pronunciadas
determinadas palabras, palabras que son prácticamente las mismas que otros padres
agradecen. Padres que hacen un mundo de maltrato por pequeños deslices del lado
del profesional, mientras que, por parte de otros que pasaron por circunstancias más
graves, sólo nos enteramos de lo que allí ocurrió cuando preguntamos al respecto: si
fuera por ellos ni lo hubieran mencionado, porque no le asignan importancia al
hecho... Es imposible prever de antemano el efecto que la formulación de
determinado diagnóstico provocará en los padres. El efecto sólo se conocerá aprés-
coup y la única regla previsible al respecto es que, para cada uno, el efecto de lo
mismo será diverso.
¿Cómo ordenar, entonces, estas diversidades, de forma tal de sacar conclusiones que
nos sirvan para operar en la clínica?
Pero, por otro lado, el problema es que ningún significante quiere decir nada por sí
mismo: el valor de cada uno está en intrínseca relación con los demás significantes que
lo rodean. El significante emitido por el profesional es recibido desde la red significante
del que escucha, y, a su vez, del lado del que emite, el significante del diagnóstico
viene, inevitable-mente, acompañado por otros, que contribuyen a su significación.
Los libros, de esta manera, no hacen más que reflejar una realidad clínica evidente: si
el padre de un chiquito con problemas anda de profesional en profesional reclamando
que le digan un diagnóstico, no es para enterarse del título de lo que aqueja a su hijo;
lo que en realidad le interesa escuchar es, por lo menos, que le digan un pronóstico, y,
apenas éste ha sido dicho, que le digan qué corresponde hacer con eso.
Con todo esto, en la clínica, resulta imposible el ejercicio de un acto de diagnóstico
puro. Incluso si un médico -y lo tomo como ejemplo porque la medicina tiene más
sistematizados los diagnósticos- se limitara a decir Síndrome de Machu Pichu, y se
negara a pronunciar una sola palabra más, el que lo consulta transformaría en
significantes el tono de voz con que el profesional lo pronuncia y cada uno de los
gestos con que lo acompaña; incluso la negativa a decir nada más, sería un significante
que se adosaría a la significación que el paciente atribuye al diagnóstico. En esta serie
de elementos no dichos -pero que operan como significantes- incluyo el "cómo" y el
"cuando", incluidos en las palabras del párrafo con que se invitó a estas Jornadas.
Tanto pensar en efectos y en redes, no pude menos que asociar con escenas
deportivas. Permítanme traer desde allí algunas imágenes para representar la escena
del diagnóstico y la estructura de lo que está en juego, ...con el más amplio espíritu
deportivo.
Parados sobre el césped, algunos metros delante nuestro tenemos extendida una red -
un delicado tramado de hilo. En nuestras manos, tenemos una pelotita tipo tenis, y un
bate o una raqueta. Debemos arrojar la pelotita contra la red. Cada vez que la una
llega a la otra, la red, inevitablemente, se rompe; pero la manera de romperse
dependerá de cómo llegue el impacto, así que podremos encontrarnos tanto con un
desgarro calamitoso, con la caída de toda la red o con un único boquete puntual. En
este último caso, al producirse el agujero, los hilos de la red se reordenan formando
distintas figuras.
El objetivo es, en primer lugar, hacer el impacto de forma tal que la red quede
agujereada pero no destruida. En segundo lugar, tanto más éxito tendremos cuanto
más armoniosas resulten las figuras de la concatenación resultante, a partir del
reordenamien-to de la red.
Para que este ejemplo sirva para nuestros fines, debemos agregar también que la red
con que se encontrará el jugador antes de efectuar su tiro, estará tejida cada vez con
una configuración distinta.
La red es la red significante, inscripta del lado de quien nos consulta. La pelotita es lo
real, lo real de los signos en juego, aquello que pretendemos designar con las palabras
del diagnóstico. Un real que va a estar presente tanto si lo nombramos como si no lo
nombramos, si es que efectivamente hay allí un problema. Un real con el que los
padres se van a encontrar, de una u otra manera, independientemente de que lo
diagnostique-mos, ya sea nosotros, ya sea cualquier otro profesional.
Allí, parados en el campo de juego, desde los significantes de nuestro saber y nuestra
ética, estamos en mejores condiciones para hacer llegar la pelotita al punto que
corresponde, produciendo un efecto mejor elaborado. No solamente podemos
intentar calcular la dirección y la fuerza del tiro según lo que alcancemos a percibir-
escuchar de la red que tenemos delante, también podemos envolver la pelotita con los
significantes que enunciemos.
La mayoría de las veces, incluso en las admisiones que llevamos a cabo en el Centro
"Dra. Lydia Coriat", los pacientes ya vienen con el diagnóstico a cuestas, y con su
fractura o su boquete instalado en la red. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo: batear la
pelotita, con nuestras palabras adheridas, hacia el punto que nos parezca oportuno -de
preferencia alrededor de los bordes del agujero existente. Si la dirección es adecuada,
las palabras comenzarán su trabajo de zurcido, posibilitando una reconstrucción de la
red.
Casos como el que cité más arriba no son de lo más frecuentes. Allí la fractura
ocasionada por el diagnóstico se ubicó sobre una fractura melancólica previa y que
tragaba en su abismo casi todo lugar posible para un hijo, incluso para un hijo normal.
Desde que pasamos por el Edipo, todos traemos nuestra falla a cuestas, y todo nuevo
dolor se ubica en esa grieta; pero ante quien no se las arregló con ella para valorar el
deseo que de allí surge y que nos mueve en la vida cotidiana, no supongamos que ha
sido un recién nacido imperfecto o un diagnóstico mal formulado el que provocó las
dificultades.
Y a veces también llegan padres con su red fracturada pero sin diagnóstico; es decir,
observan que su hijo presenta alteraciones evidentes pero nadie ha podido (o querido)
decirles de qué se trata. En esas ocasiones podemos darnos cuenta de que la ausencia
de diagnóstico puede tener efectos más devastadores incluso que los de un
diagnóstico mal dado. Allí se vuelve imperioso, de parte nuestra, encontrar las
palabras que consigan ubicarse en un lugar equivalente al del acotamiento preciso que
proporciona un diagnóstico conocido (si es que la ciencia no tiene todavía los medios
para ubicarlo).
He hablado principalmente de los efectos del diagnóstico en los padres porque según
cómo quede armada la red serán los efectos en el hijo. Sobre los efectos en nosotros
mismos, educadores y/o terapeutas, espero haber incidido lateralmente,
contribuyendo mínimamente a desmistificar alguna literatura que insiste demasiado
en atribuirle al diagnóstico un carácter de sello cerrado y condenatorio.
Cuando en el acto del diagnóstico las palabras de nuestro tiro apuntan a la posibilidad
de que ellos, en tanto padres, podrán producir un hijo, en tanto sujeto humano, a
pesar de las complicaciones, algo de la repetición se corre de lo repetitivo para
ponerse a producir al servicio de lo nuevo, de lo por venir. Para que un diagnóstico
pueda cumplir eficazmente con su sentido clínico, el que lo formula debe tener en el
bolsillo el próximo paso a dar para seguir adelante. ¿Para qué tantas campañas de
detección precoz si a posteriori de la información no viene la posibilidad de nada?
BIBLIOGRAFIA
1) Jacques Lacan: Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,
clase del 5 de febrero de 1964, Ed. Paidós, Argentina, 1973, pág. 60.
2) Ibid.