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Este trabajo de Marcela Ternavasio presenta una serie de aportes de importante riqueza sobre

un proceso- los actos eleccionarios del período 1810-1852- sobre los cuales la investigación y la
reflexión histórica han estado prácticamente ausente.

Lejos de ser una práctica mecánica y meramente formal, la autora demuestra, a partir de un
minucioso análisis documental en el que se destacan los aportes de la prensa de la época y la
correspondencia entre diferentes representantes de la elite, la centralidad que le otorgaba
buena parte de ella al acto eleccionario. 

 El análisis del proceso se inicia con las prácticas electorales desarrolladas en la primera década
revolucionaria partiendo del pre-supuesto ya mencionado acerca de la existencia de un pueblo
que pujaba por elegir a sus representantes y una elite que imaginaba distintas formulas para
restringir la base electoral. Rápidamente queda demostrado lo erróneo de esta concepción: en
realidad la percepción popular daba poca importancia, era prácticamente indiferente a esta
forma de participación formal, circunstancia fácilmente entendible si se considera la casi
absoluta ausencia de antecedentes de elección de autoridades para prácticamente toda la
sociedad, prefiriendo, en cambio las practicas menos formales, pero en muchos casos más
efectivas, de participación en asambleas y cabildos abiertos que tenían un carácter  cercano al
tumulto y a la acción espontánea.

Frente a esta situación, la elite, temerosa de los desbordes sociales que la revolución ya había
provocado en otras latitudes, desconfía justamente de este tipo de manifestación y apuesta a
una participación ordenada, vía electoral, en la que delegará su soberanía en  sus
representantes.   

La ley electoral sancionada en 1821, en tiempos de la “feliz experiencia” en la que el estado


bonaerense se separo del resto del país, intentó resolver estas cuestiones.

Si bien el nuevo espacio político no se organizó en base a  un texto constitucional, el proyecto
de la elite ambicionaba a consolidar una república legítima y estable que se convirtiera en una
suerte de “modelo a imitar”, y para ello fueron sancionadas una serie de leyes fundamentales
entre las que se destaca la ley electoral, la que creaba los ministerios y regulaba sus funciones
y la que normatizaba la forma de elección del gobernador.

Acompañando estas regulaciones formales aparecen otras prácticas que completan el modelo
a pesar de no tener sanción legal, como la división de poderes operada en la realidad de la
acción gubernamental.

Sin embargo, en la propuesta del texto queda demostrado que la principal preocupación de
sus redactores no estuvo guiada por el seguimiento de alguna concepción teórica previa, sino
especialmente por lograr una mayor participación en los actos electorales con el objeto de
remediar los dos principales problemas políticos que se avizoraban en ese momento: la
participación de la plebe en formas no estructuradas, como la asambleas y los cabildos
abiertos y la creciente disputa de facciones, que solo una concurrencia masiva en el sufragio
podría neutralizar.

Por otra parte el sistema garantizaba su propia reproducción al reservar para los propietarios
el voto pasivo, es decir la capacidad de ser elegido. Tal vez el elemento más innovador no
residía en la ampliación de la base electoral sino de la elección directa de los representantes,
que contaba con pocos antecedentes e iba acompañada, a diferencia de lo que acontecía en
nuestro país, por requisitos de exclusión censatarios.

La supresión de los dos cabildos existentes en el ámbito bonaerense obedeció a la adopción de


criterios modernos de representación, en los cuales las consideraciones de cuerpos o
estamentos dejaban lugar a la emergencia del individuo.

Finalmente se efectúa un interesante estudio acerca de los mecanismos electorales en los que
se destaca la importancia decisiva de diferentes protagonistas: los jueces de paz, los
escrutadores, los cuerpos militares, las comisarías, los presidentes de mesa, etc, en la que la
designación de las autoridades comiciales toma una importancia decisiva.

La implementación de la ley electoral tuvo éxito en multiplicar el número de sufragantes pero


también generó nuevas prácticas no deseadas.

En primer lugar, la deliberación en torno a las candidaturas demostró la escasa disciplina de la


elite para establecer acuerdos, provocando un ampliado debate en la sociedad por medio de
los numerosos periódicos circulantes en la época, que alcanzó a los grupos de intermediación
entre la elite y la base y, en algunos casos, a la misma movilización de los sectores populares,
activados deliberadamente por quienes disputaban candidaturas dentro de la elite.

De esta forma el carácter de tumulto que se quería superar con la ampliación de la


participación era reinstalado por los mismos sectores que se preocupaban por su erradicación.
En segundo lugar, el espíritu de facción, más que disminuir no hacia más que ampliarse en un
debate que pronto paso a teñirse de las diferentes visiones que circulaban dentro de la clase
dominante acerca de las formas que debía adquirir la organización nacional.

La ruptura entre unitarios y federales llevo a reinstalar la violencia, particularmente a partir del
fusilamiento de Dorrego, lo que significó la violación de las reglas de juego definidas por la
misma elite y dio pie al nacimiento de un discurso hegemónico, que solo contemplaba la
unanimidad de opinión, corporizado en la figura de Juan Manuel de Rozas.

El largo gobierno de Rozas clausuro la etapa deliberativa a través de implementar listas únicas
decididas por el mismo gobernador, poniendo especial énfasis en los otros dos momentos del
acto eleccionario: la movilización y el control de los comicios.

El discurso de la unanimidad de opinión descalificaba lógicamente toda alternativa de


disidencia remitiendo a un orden político que debía reflejar un orden “natural”, concepto
indudablemente inspirado en el pensamiento tradicional pero que, al mismo tiempo estaba
reapareciendo en las propuestas de algunos pensadores europeos entre los que se destacaría
Augusto Comte. El trabajo termina sugiriendo, no explícitamente, un hilo conductor entre
estas tendencias hegemónicas, con pretensión de contener la misma esencia nacional, con
otras expresiones políticas nacidas en el siguiente siglo. Las referencias son claramente a la
auto percepción que tienen de si mismos, tanto la Unión Cívica Radical como el Movimiento
Peronista, dejando abierta una línea de reflexión que no parece ocioso seguir explorando

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