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Aprender para comprender

Andy Hargreaves

La especie humana es la única que puede reflexionar sobre su propia


existencia. El misterio de la mente humana y su funcionamiento nos ha fascinado
desde siempre. A pesar de que ese interés se ha mantenido durante siglos, resultan
paradójicas nuestra ignorancia sobre el aprendizaje humano y la dificultad que
implica traducir el nuevo conocimiento a la práctica.

A lo largo de todo el siglo xx, las concepciones dominantes sobre el


mecanismo de aprendizaje han sido de carácter incremental y conductista. Las
escuelas han funcionado como si el aprendizaje pudiera dividirse en habilidades y
hechos específicos y discretos, que pueden adquirirse de forma fragmentada y
ordenada (Colé, 1990). La práctica escolar tradicional se ha basado en la
asimilación, habitualmente de modo mecánico, la repetición y la corrección de
procedimientos y datos, y también se ha apoyado en las reglas y en los contenidos
de las disciplinas, con objeto de fortalecer las conexiones y hábitos mentales
correctos (Peterson y Knapp, 1993).

Durante los últimos treinta años, sin embargo, una sutil revolución que ha
tenido lugar en las ciencias sociales ha desafiado el modelo de aprendizaje
mantenido por nuestras escuelas. Los psicólogos cognitivos han propuesto una
visión constructivista del aprendizaje, al que ya no se concibe lineal, sino interactivo.
Afirman que existe un mundo real que experimentamos pero que el significado que le
damos viene impuesto por nosotros, en lugar de ser algo que existe en el mundo,
independiente de nosotros. Existen muchas formas de estructurar el mundo, y para
cualquier acontecimiento o concepto hay muchos significados o perspectivas (Duffy y
Jonassen, 1992). Ateniéndose al principio de que las cosas deberían tener sentido,
los constructivistas han sugerido que el aprendizaje es un proceso en el que los
estudiantes absorben información, la interpretan, la conectan con lo que ya saben y,
si es necesario, reorganizan su comprensión para acomodarla (Shepard, 1991). Esto
significa que los estudiantes elaboran su propia comprensión basándose en nuevas
experiencias que aumentan sus conocimientos. Gardner (1985) lo describe del
siguiente modo:

... los sujetos humanos no realizan tareas como quien llena pizarras vacías: tienen
expectativas y esquemas bien estructurados, dentro de los cuales abordan diversos
materiales..., el organismo, con sus estructuras ya predispuestas al estímulo,
manipula y reordena la información nueva que encuentra (pág. 126).
Uno de los descubrimientos más significativos en esta exploración del
aprendizaje como un proceso de elaboración es la increíble ignorancia y la
comprensión superficial que sobre las ideas, el conocimiento y los conceptos
demuestran los estudiantes, y no sólo en una disciplina, país o nivel de enseñanza,
sino en todas partes donde se han llevado a cabo estos estudios (White, 1992). Los
estudiantes son capaces de reproducir información que han memorizado, pero son
ya menos competentes cuando se trata de actuar bajo condiciones nuevas que
exijan su aplicación. En La mente no escolarizada, Gardner (1991) argumenta que
aprender para comprender supone mucho más que producir una respuesta
«correcta». Cuando un individuo aprende algo de un modo que haya supuesto una
comprensión profunda, esa persona puede asimilar el conocimiento, los conceptos,
las estrategias y los datos, y aplicarlos a situaciones nuevas y apropiadas (Gardner,
1994). Las escuelas están llenas de estudiantes capaces de combinar números en
una fórmula, pero incapaces de utilizar esa misma fórmula para solucionar un
problema que no se les haya presentado antes, y en las universidades abundan los
jóvenes que estudian física, pero que están convencidos de que allí donde no hay
aire, no existe la gravedad; todos estos estudiantes son capaces de expresar un
fenómeno complejo que han estudiado en la escuela, sin embargo sólo ofrecen
respuestas simplistas cuando sucede algo complejo en el mundo real. Gardner
(1991) describe lo que él llama la mente «no escolarizada» o del «niño de cinco
años», que se ha desarrollado sin ninguna educación formal. Es una mente
maravillosa que elabora teorías acerca de todo aquello con lo que se encuentra,
teorías sobre la materia, la vida, su propio ser, los demás, etcétera. Por desgracia,
muchas de las ideas grabadas en nuestra mente a partir de esas primeras
experiencias son erróneas. Tal y como Gardner (1994) expresa de manera
evocadora:

...en la escuela, esos grabados están recubiertos con un polvo muy fino, la
materia que la escuela trata de enseñar. Si en la escuela se observa la mente,
parece, a primera vista, bastante adecuado, porque sólo se ve el polvo. Pero, por
debajo del polvo, el grabado no se ha visto afectado en lo más mínimo. Y cuando
se deja la escuela y se cierra la puerta de golpe por última vez, el polvo se disipa y
el grabado inicial sigue allí (pág. 27).

Si no se hace un esfuerzo por alcanzar una comprensión genuina, el


aprendizaje superficial sigue imperando hasta que desaparece la necesidad del
mismo (como, por ejemplo, una vez terminado el examen) y se puede descartar. El
«conocimiento escolar» ayuda a progresar en la escuela, pero su relación con la vida
real, más allá de la escuela, no es bien comprendida por el estudiante, y quizá ni
siquiera por el profesor. La gente extrae sus puntos de vista cotidianos de la expe-
riencia, y aunque esos puntos de vista no sean exactos con relación al conocimiento
escolar, a menudo hacen un gran servicio a quienes los poseen (White, 1992). No
resulta extraño, pues, que buena parte de lo que se enseña en las escuelas no sea
retenido por los estudiantes.

Pero aspirar a aprender para comprender evoca una imagen completamente


nueva de las piezas que forman el rompecabezas de la enseñanza y el aprendizaje.
Para que los adultos de mañana puedan adquirir una comprensión auténtica, la
enseñanza de hoy debe contener muchas más piezas, conectadas entre sí de un
modo enrevesado. Este tipo de enseñanza en particular reconoce una amplia gama
de conocimientos, inteligencias y estilos de aprendizaje; ve en el conocimiento previo
un punto de partida crítico para adquirir nuevos conocimientos, se centra en el
aprendizaje y el pensamiento de alto nivel, presta atención a la naturaleza social y
emocional del aprendizaje, vincula éste con la vida real y proporciona a los
estudiantes un papel efectivo dentro de su propio aprendizaje. Los investigadores de
todo el mundo analizan cada una de estas piezas para tratar de comprender las
múltiples y diferentes facetas de esta concepción mucho más compleja, diferenciada
y globalizadora de la enseñanza y el aprendizaje.

 Diferentes formas de conocimiento, inteligencia y modos de aprendizaje

Leinhardt (1992) llama la atención sobre diferentes tipos de conocimientos y


estrategias que esperamos sean desarrollados por los estudiantes. Dentro de cada
disciplina hay una disposición única de datos, conceptos, citas y pautas de
razonamiento.

Aprender para comprender supone conectar la información y transmitir, de


muy diversos modos, los principios generales a través de las disciplinas. Algunos de
esos modos han sido muy utilizados y nos resultan ya familiares, pero otros son más
novedosos e imaginativos. Los estudiantes necesitan poseer ambas clases de
conocimientos: acciones y habilidades, así como conceptos y principios, de modo
que puedan conectar la acción estratégica con el conocimiento de contenido
específico, en situaciones nuevas y que impliquen para ellos un desafío. Necesitan
una base de conocimientos que establezca interconexiones en su cabeza, con
estrategias o rutinas de acceso al conocimiento durante la resolución de problemas,
y disposiciones o hábitos mentales que les permitan echar mano de sus diversos
recursos intelectuales a medida que surjan las situaciones (Prawat, 1989).

El hecho de valorar muchas formas de conocimiento cuestiona nuestras


creencias más básicas sobre la naturaleza de la inteligencia. Gardner (1993) ha
cuestionado el punto de vista según el cual la inteligencia es unidimensional e
inmutable. No llegamos a este mundo con una cantidad fija de inteligencia y ninguna
escala puede captar las diversas formas que ésta puede presentar. Gardner define la
inteligencia como la habilidad para solucionar problemas o extraer resultados en
situaciones dadas. Ha identificado (hasta el momento) siete inteligencias: musical,
cinestésico-corporal, lógica-matemática, lingüística, espacial, interpersonal e
intrapersonal. Desde su punto de vista, todos nacemos con potencial para desarrollar
una multiplicidad de inteligencias que pueden ser enseñadas y aprendidas. Aunque
estas inteligencias se inician con una habilidad en bruto, se pueden desarrollar y esti-
mular mediante la enseñanza y la práctica. Cada uno de nosotros tiene su propio y
singular modelo de inteligencia, que desarrollamos de forma constante y rutinaria,
utilizando innumerables combinaciones. Las escuelas, sin embargo, se han centrado
principalmente en dos (la lógica-matemática y la lingüística) y han infravalorado el
resto. En general, las escuelas han aceptado un único concepto de inteligencia que
resalta la clasificación por encima del logro, aquello que puede valorarse con
facilidad por encima de la confusa complejidad, el aprendizaje individual por encima
del aprendizaje en grupo, y la selección por encima del reconocimiento de la
heterogeneidad de los estudiantes. La importancia que se le otorga a la posición
relativa de los individuos en una escala fija nos ha impedido darnos cuenta de que
todos los estudiantes aprenden, e identificar el nivel singular de comprensión de cada
estudiante, en lugar de fijarnos sólo en su posición relativa. La capacidad de reflexión
se halla ampliamente difundida, y no es una capacidad exclusiva de quienes
alcanzan una elevada calificación. Movilizar las múltiples formas de inteligencia es un
modo mediante el cual la sociedad puede dar cabida a nuestra diversidad humana
para alcanzar una gama más amplia de objetivos (Wolf et al., 1991).

El término «estilos de aprendizaje» comprende muchas teorías sobre las


diferentes formas en que los estudiantes enfocan e interactúan con el material, con
objeto de comprenderlo. Hay referencias a estilos cognitivos (Messick, 1969),
habilidades de mediación (Gregorc, 1979), estilos conceptuales, tipos de aprendizaje
(McCarthy, 1980) y elementos del estilo de aprendizaje (Dunn y Dunn, 1982). Bá-
sicamente, todas estas teorías afirman que la gente crea su propia concepción del
mundo de muy diversas maneras: considerando diferentes aspectos del entorno,
enfocando los problemas desde múltiples perspectivas, utilizando claves distintas y
procesando la información de modos diferentes pero coherentes con ellos mismos.
Es esta combinación de cómo percibe la gente y cómo procesa lo que percibe lo que
constituye la singularidad del estilo de aprendizaje, y también la forma de aprendizaje
individual más cómodo. En cualquier grupo de preadolescentes encontraremos un
amplio espectro de estilos de aprendizaje: algunos que necesitan tocar, saborear y
oler las cosas, otros que hablan y sólo parecen capaces de pensar en voz alta, el
típico niño callado que se lleva el libro y reflexiona sobre las ideas antes de hablar.
Cada uno de ellos explora el mundo siguiendo sus propios criterios. En su mayor
parte, las escuelas han soslayado la existencia de diferentes estilos de aprendizaje y
no han hecho ningún esfuerzo por ajustar las actividades de la enseñanza a éstos.
Aunque los que defienden los estilos de aprendizaje consideran importante que los
profesores presten atención a los estilos singulares de sus estudiantes, siempre
advierten contra los peligros que podría acarrear una mala utilización de los
conceptos del estilo de aprendizaje, lo cual convertiría estas ideas en estereotipos
para encasillar-a los jóvenes, o incluso conducirlos directamente hacia ambientes
educativos que reflejen sus habilidades más desarrolladas. Los profesores deberían
comprender que el objetivo de utilizar una gama de enfoques de enseñanza es
brindar a todos los estudiantes la oportunidad de aprender mediante nuevas fórmulas
que pongan de relieve sus logros y traten de mitigar sus carencias.

 El conocimiento previo

En el caso de que los estudiantes puedan elaborar su propia comprensión del


material y de las ideas nuevas, su conocimiento previo será esencial para determinar
cómo lo hacen y las estrategias que utilizan. El impacto del conocimiento previo no
es una cuestión de preparación o de fases de desarrollo de la comprensión. Es más
un tema que tiene que ver con la interconexión, el acceso y la profundización
(Leinhardt, 1992). El conocimiento y las creencias sostenidas por un estudiante
configuran una compleja red de ideas, datos, principios y acciones que constituyen
algo más que simples bloques de información. Pueden facilitar, inhibir o transformar
el aprendizaje en formas productivas o disfuncionales. Cuando son precisas, las
convicciones preexistentes de los estudiantes sobre un tema facilitan el aprendizaje y
proporcionan un punto de partida natural para la enseñanza. Las concepciones
falsas de los estudiantes, sin embargo, pueden distorsionar el nuevo aprendizaje de
forma espectacular (Brophy, 1992).

Si el modelo constructivista es una representación fidedigna del proceso de


aprendizaje en los chicos, no resulta sorprendente que tengan a menudo dificultades
en la escuela. De hecho, la falta de conexión entre los conocimientos adquiridos por
los adolescentes a partir de su experiencia, y aquello que los curricula suponen que
saben se encuentra en la raíz misma de gran parte de los logros deficientes de
nuestros estudiantes. Ésta es una de las vertientes del problema que plantea el
sentido de pertinencia. Los estudiantes no sólo creen que su escolarización es
irrelevante para sus vidas, sino que también desarrollan conceptos distorsionados y
confusos sobre el material del curriculum, debido, precisamente, a que éste no
presenta coherencia alguna o no establece ningún vínculo con lo aprendido
previamente. Este fenómeno se da con excesiva frecuencia ya que muchas aulas
acogen a estudiantes procedentes de una gama de ambientes muy diversos.
 El pensamiento de orden superior

El pensamiento de orden superior, en otro tiempo privilegio exclusivo de los


estudiantes más capacitados o superdotados, empieza a ser recomendado para
todos los estudiantes, puesto que todo aprendizaje requiere extraer un sentido a
aquello que tratamos de aprender (Costa, 1991). Resnick y Resnick (1992) lo
describen como:

...los tipos de procesos mentales asociados con el pensamiento no están


restringidos a la fase avanzada o de «orden superior» del desarrollo mental. Al
contrario, el pensamiento y el razonamiento se hallan íntimamente implicados en el
proceso de aprendizaje productivo, incluso en los niveles elementales de lectura,
matemáticas y otras asignaturas escolares... Aprender las tres disciplinas básicas
supone importantes componentes de inferencia, juicio y construcción mental activa.
Nuestra educación ya no puede seguir dejándose guiar por un punto de vista
tradicional, según el cual la base debe ser tratada y enseñada como una habilidad
básica rutinaria, mientras que el pensamiento es un proceso que aparece más
tarde.

Esta noción de que el pensamiento no es un producto, sino un prerrequisito


para adquirir habilidades básicas ha dado lugar a múltiples teorías y observaciones
sobre la naturaleza del pensamiento. Marzano (1992) afirma que el aprendizaje es
producto de cinco dimensiones o tipos de pensamiento: actitudes y percepciones
positivas sobre el aprendizaje; pensamiento implicado en la adquisición e integración
del conocimiento; pensamiento implicado en la ampliación y depuración del
conocimiento; pensamiento implicado en la utilización del conocimiento de modo
significativo, y los hábitos productivos de la mente. Estos tipos de pensamiento no
funcionan por separado o siguiendo un orden lineal. Interactúan, rebotan los unos
contra los otros y giran los unos en torno a los otros. A veces actúan
coordinadamente, pero en otras ocasiones crean disonancias. Todo esto sucede a la
velocidad de la luz, mientras, el pensador tiene que ocuparse de los problemas y
decisiones, siempre complicados y confusos, propios de la vida real, en un mundo
incierto donde el empleo de una sola fórmula no es suficiente.

En la misma línea, Barell (1991) argumenta que uno de los resultados clave de
la escolarización debería ser la capacidad de reflexión. Según explica, la reflexión
combina dos aspectos de nuestras vidas: las operaciones intelectuales o cognitivas,
y los sentimientos, actitudes y disposiciones. Ser reflexivo significa poseer un
pensamiento esencialmente cognitivo. También significa ser considerado y prudente
en términos de disposición (Clark, 1996). Las operaciones cognitivas son intentos de
buscar significado a situaciones complejas y no rutinarias, aventurar soluciones e
interpretaciones y, durante todo el proceso, intentar tomar decisiones y hacer juicios
razonables, que resulten útiles. La reflexión integra el pensamiento con el sentimien-
to. Es una unión del corazón y de la mente; un componente importante del
aprendizaje y del desarrollo de los preadolescentes, que se esfuerzan por encontrar
su identidad y un lugar al que pertenecer.

Perkins (1995) aporta una serie de ejemplos de lo que él denomina


pensamiento o razonamiento «débil». Su investigación demuestra que cuando nos
enfrentamos á' cuestiones cotidianas, la gente no suele razonar bien, comete una
amplia gama de errores lógicos, y muestran tendencia a ponerse «de mi parte». Esta
propensión es común a todo el mundo, al margen del coeficiente de inteligencia que
tengan. Aunque muchos de estos sujetos fuesen, más tarde, cognitiva-mente
capaces de generar ideas más equilibradas y amplias al ser interrogados, hasta ese
momento se habían contentado con pensar lo justo sobre el tema y se habían
mostrado satisfechos con sus respuestas. La calidad del pensamiento no es una
consecuencia natural de la habilidad. Como resultado de ello, las grandes
deficiencias de pensamiento en la escuela y en la vida se dan en estudiantes de todo
tipo. Con demasiada frecuencia asumimos que la habilidad de alto nivel es sinónimo
de sabiduría y buen juicio. Nos equivocamos, todos los estudiantes necesitan
aprender a utilizar bien sus mentes: a investigar, inventar, desafiar, reconsiderar y
mantener su atención en la tarea que realizan, al tiempo que interpretan la
información que les rodea e intentan darle un sentido.

 La enseñanza y el aprendizaje como fenómenos sociales

Una de las teorías más radicales surgidas del enfoque constructivista en la


enseñanza y el aprendizaje es la naturaleza social de estos ámbitos. La psicología,
tal y como se ha desarrollado en las culturas occidentales, funciona bajo la
suposición de que su objeto de estudio es el individuo, que opera en un vacío
sociocultural. Como quiera que en psicología estos enfoques, fundamentados en el
individualismo, han terminado por imponerse, pocas son las teorías que han expli-
cado de qué manera se encuentran los procesos mentales inherentemente
vinculados al entorno cultural, histórico e institucional (Wertsch, 1991). La
investigación más reciente en este ámbito se ha inspirado en los hallazgos del
notable científico social ruso Vygotsky, quien defendió la teoría de que el aprendizaje
humano se produce en las distintas situaciones sociales que jalonan la vida de la
gente. Desde su punto de vista, el aprendizaje no es un proceso solitario, ni viene
prescrito por condiciones genéticas o de desarrollo. Es el resultado de la actividad
que se genera en las condiciones externas de la vida. Los jóvenes aprenden porque
constituyen y conforman la cultura colectiva que les rodea y funden su comprensión
personal en esta visión cultural más amplia (Davydov, 1995). Cuando las personas
interactúan entre sí, aprenden del grupo y también influyen sobre él. Su comprensión
se encuentra en constante proceso de creación y transformación, al compartir ideas
con los miembros del grupo (Leinhardt, 1992). El conocimiento colectivo del grupo es
mayor que el conocimiento individual de cualquiera de sus miembros, y juega un
importante papel en la configuración del pensamiento, las actividades y habilidades
de sus miembros. Como quiera que el aprendizaje en los individuos es producto del
contexto social en el que viven, mediatizado por los signos y símbolos de la cultura
que los rodea, los estudiantes son potencialmente más inteligentes en grupo de lo
que puedan serlo individualmente. Aprenden mejor cuando se acostumbran a pensar
juntos, a cuestionar las suposiciones del otro y a elaborar nuevas comprensiones.
Esto plantea a los profesores muchos tipos de desafíos. En su función de directores
y orientadores del aprendizaje, los profesores necesitarán utilizar el ambiente social
en el que vive la gente joven para propiciar una mejor comprensión (Davydov, 1995).
Pero los grupos de adolescentes, con toda su energía, sexualidad y prepotencia,
asustan con frecuencia a los profesores, que quizá tengan que esforzarse por
superar sus propios temores y que, en ocasiones, detestan tener que desprenderse
del poder que ejercen sobre el grupo para ganarse su confianza. Al mismo tiempo,
las escuelas acogen a estudiantes que reflejan muchos ámbitos sociales y culturales
diversos, cada uno de ellos con su propio historial, valores e idioma. Los profesores
necesitan encontrar fórmulas que les permitan tender puentes entre las diferencias y
ayudar a los estudiantes a establecer conexiones.

 Hacer que la enseñanza y el aprendizaje sean como la vida real

A estas alturas ya debería haber quedado claro que los estudiantes son los
arquitectos, ingenieros y constructores de su propia construcción. Pero la enseñanza
y la escolarización no han sido organizadas fundamentalmente para reconocer y
destacar la forma que la gente joven tiene de aprender. La construcción de su propia
comprensión por parte de los chicos y las chicas ha sido erigida sobre unos
cimientos débiles, asentados sobre la roca inapelable de nuestro sistema escolar
actual. Los jóvenes, y de hecho, toda la gente, aprende de forma adecuada cuando
presta atención a su aprendizaje, controla su propia comprensión, pone de manifiesto
sus cualidades y trata de solventar sus carencias (White, 1992; Perkins y Blythe,
1994). Las escuelas tienen que buscar métodos adecuados que les permitan tener
un papel activo en este tipo de aprendizaje.

El aprendizaje puede resultar particularmente efectivo, no sólo cuando se


relaciona con la vida real que se extiende más allá de la escuela, sino también
cuando se asemeja a la propia «vida real» o forma parte integral de ésta. En el
capítulo 6 nos referimos al concepto de verosimilitud de Woods (1993). Lo que este
autor llama «acontecimientos críticos» en la enseñanza y el aprendizaje se hallan
próximos y a menudo se asimilan a otros tipos de aprendizaje y logro fuera de la
escuela, y que obtienen reconocimiento dentro de ese mundo real más amplio.
Woods narra de manera clara un proyecto escolar de arqueología dirigido
conjuntamente con una arqueóloga; la confección, por parte de niños y niñas de
primaria, de un libro que ellos mismos escribieron, ilustraron y luego comercializaron
para que fuera leído por otros niños; la producción de un vídeo elaborado con y para
una amplia comunidad, y otros muchos proyectos. En todos los acontecimientos
críticos descritos por Woods:

Podemos considerar al aprendizaje que tiene lugar como auténtico aprendizaje.


Se construye conforme a las propias necesidades y pertinencias (de los
estudiantes), y sobre sus estructuras cognitivas y afectivas ya existentes. Se pone
especial énfasis en la realidad, en problemas reales, en temas importantes y de
interés, en la reconstrucción de situaciones que son las mismas que se proponen
representar; busca la colaboración de verdaderos profesionales, prefiere la
utilización de pruebas y materiales de primera mano, y procura que los
estudiantes hagan las cosas por sí mismos y tengan un objetivo realista.

Los acontecimientos críticos en la enseñanza y el aprendizaje pueden


convertirse en magníficas «experiencias sobresalientes», y ser percibidos por los
estudiantes como verdaderos progresos y logros (Woods, 1994), pues de hecho,
constituyen auténticos logros para ellos. Crearlos exige liberarse de las exigencias de
cubrir el contenido y poseer la flexibilidad suficiente para programar y estructurar la
escuela de modo más amplio. Pero, por encima de todo, estos apoyos estructurales
esenciales, estos «acontecimientos críticos» positivos también exigen un «agente
crítico», «un profesor, o profesores, con los conocimientos, vocación, fe, habilidades
y relaciones necesarios para conceptualizar y planificar el proyecto, orquestarlo,
promoverlo y llevarlo a la práctica, a menudo superando considerables dificultades».
Según Woods, tales profesores mantienen un fuerte compromiso con su labor.
Sienten que «la enseñanza es el centro de sus vidas, que sus identidades se ven
intensificadas con su trabajo, que les hace sentirse «realizados» y les permite ser
«ellos mismos»».

La verosimilitud, o conseguir que la enseñanza y el aprendizaje se asemejen


más a la vida real, no tiene por qué ser siempre tan intensa y espectacular. Muchos
profesores de escritura han reconocido desde hace tiempo que la escritura debería
tener un propósito y unos destinatarios que le otorgaran más significado y valor que
el de una simple tarea escolar «incorpórea» (Barnes, 1976). Escribir cartas a los
periódicos, comunicarse con personajes famosos, inventar historias que luego sean
leídas a los niños y niñas más pequeñas y mantener correspondencia por correo
electrónico con jóvenes de otras ciudades y países no hacen sino añadir finalidades
y «realidad» a la tarea de escribir. Otros ejemplos de verosimilitud como principio de
aprendizaje incluye la educación cooperativa del trabajo escolar (confinada con
excesiva frecuencia a los estudiantes de enseñanzas profesionales de «baja
capacidad», en lugar de ponerla a disposición de todos), la educación al aire libre, los
estudios medioambientales, la posibilidad de compartir con otras escuelas la
recopilación y el análisis de datos por ordenador, la adquisición de conocimientos
sobre política a través de tribunales de estudiantes. Hay muchas formas de introducir
el «principio de realidad» en la enseñanza y el aprendizaje, algunas muy ambiciosas,
y otras bastante más modestas. Los profesores no tienen por qué sentirse
intimidados ante la perspectiva de invalidar todo un curriculum o cambiar toda su
enseñanza con objeto de experimentar estas fórmulas.

 La evaluación como aprendizaje

El autocontrol del propio conocimiento y pensamiento, y la autovaloración se


encuentran en el núcleo mismo de un aprendizaje efectivo. Por ejemplo, para leer,
los estudiantes utilizan su conocimiento personal para crear un significado a partir de
los textos con los que se enfrentan. También utilizan estrategias de autocontrol y
autocorrección para guiar este proceso (Colé, 1990). Sólo cuando se dan cuenta de
que no comprenden algo y cuentan con recursos para identificarlo, pueden pasar de
la "palabra leída a la comprensión de las ideas que transmite el texto. Esto también
es cierto por lo que se refiere a los adultos. ¿Con qué frecuencia ha leído un párrafo,
ha comprendido individualmente cada palabra, para darse cuenta al final de que no
ha sido capaz de .captar la idea general que transmitía? Esto es autocontrol.
Presumiblemente, se vuelve a leer el texto, se busca más información, se pregunta a
alguien, se trata de vincular el pasaje con el texto más amplio o se utiliza cualquier
otro enfoque que pueda ayudar a mejorar la comprensión (Earl y Cousins, 1995).
Aprender es una búsqueda de significado. Es imposible aprender sin reconocer e
investigar aquello que se hace y aquello que no se comprende, qué tiene y qué no
tiene sentido. Ésta es la razón de que hayamos destacado la evaluación como parte
esencial del aprendizaje. La evaluación efectiva proporciona a los estudiantes las
estrategias precisas para plantear preguntas reflexivas e ir en busca de aquello que
necesitan para ampliar su aprendizaje.

Implicar activamente a los estudiantes en el aprendizaje también trae a


colación cuestiones relativas a la motivación y la atribución. ¿Cuáles son las
condiciones que ayudan a los estudiantes a convertirse en sus mejores monitores y a
asumir un papel responsable y activo en lo que aprenden y en cómo lo aprenden?
¿Qué hace que algunos estudiantes asuman retos, mientras otros los evitan? ¿Qué
motiva a algunos a volcarse en el aprendizaje, mientras otros sólo hipotecan una
mínima parte de sí mismos? Desarrollar la motivación del estudiante es un proceso
complejo y dinámico que depende de muchas condiciones.
Los estudiantes tienen opiniones distintas cuando se trata de explicar el
motivo que les hace fracasar o tener éxito en el cumplimiento de sus objetivos (por
ejemplo, habilidad, suerte, esfuerzo, dificultad de la tarea). Estas opiniones influyen
sobre su motivación. En ocasiones, las creencias de los estudiantes están
profundamente arraigadas en valores culturales. En la sociedad estadounidense, por
ejemplo, a los estudiantes «brillantes» se les supone la capacidad mínima para
comprender cierto material, cosa que no sucede con los estudiantes «mediocres».
Las sociedades asiáticas, por su parte, plantean el aprendizaje como algo gradual,
que se incrementa y se adquiere a lo largo de un prolongado periodo de tiempo,
mediante un esfuerzo considerable y gracias a la constancia (Stevenson y Stigler,
1991).

Pero la motivación no reside únicamente en el estudiante y en la cultura. Los


profesores pueden ser catalizadores clave en la motivación del estudiante (Brophy,
1987). Tal y como hemos mencionado antes, la motivación es una forma de logro en
sí misma, y no sólo algo que los estudiantes aportan. El desarrollo de este logro
debería ser una responsabilidad capital para las escuelas. Si, tal y como propone
Prawat (1989), el aprendizaje puede presentarse como un medio para conseguir un
fin que permita hacer el trabajo con la mayor rapidez posible, o como una forma de
aumentar la competencia, siendo el aprendizaje un fin en sí mismo, resultaría que la
forma en que los profesores definen el aprendizaje puede ejercer una fuerte in-
fluencia sobre la motivación de los estudiantes. Las personas comprometidas con su
trabajo se ven impulsadas por cuatro necesidades esenciales: éxito, comprensión,
expresarse a sí mismos, y por último, implicarse con otros o prestarles la debida
atención (Strong, Silver y Robinson, 1995). Estas cuatro necesidades proporcionan
una base excelente para que los profesores puedan estructurar su trabajo con pre-
adolescentes curiosos, imaginativos, que anhelan el éxito y que disfrutan
relacionándose con los demás.

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