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025 Tillard
025 Tillard
Ya que afirmamos con toda justicia que sin la Jerarquía la Iglesia de Dios se hace
inhábil para conseguir la perfección de su ser, es necesario añadir que, si prescindimos
de la afirmación vigorosa de la función apostólica de los laicos, la Iglesia no puede
realizar su vocación de levadura de la humanidad.
Para comprender este planteamiento, intentamos describir aquí el ser-cristiano del laico.
Bautismo, Eucaristía y Confirmación introducen al hombre en un dinamismo salvífico,
que le compromete personalmente ante Dios y ante los demás hombres. Es una
verdadera comunión con la totalidad del misterio de Cristo. Una nueva vida que
encierra energía, poder de invención, intuición creadora, multiplicación de recursos. El
Padre no se limita a prestar al cristiano la vida de Cristo por un tiempo o para recoger
los frutos que produzca. Es una total donación, absolutamente gratuita, de la que, sin
embargo, el hombre no puede prescindir. Es al mismo tiempo poseedor y poseído por
Dios.
Precisamente porque el Padre le ha dado la vida del Señor resucitado, y porque el don
de la gracia lejos de destruir la naturaleza la penetra en toda su hondura y extensión; el
cristiano queda comprometido de manera activa en el misterio de Cristo. ¿Qué otra cosa
puede significar para un hombre el hecho de poseer, como bien propio personal, la vida
de Cristo, sino que su libertad, su iniciativa de ser inteligente, su responsabilidad
personal, son asumidas por esta nueva vida, y que él mismo se halla sumergido en la
corriente dinámica de la gracia? Y si eso es así, el destino del Evangelio en el aquí y
ahora de la historió se convierte, en cierta manera, en su propio destino: De lo
contrario, la gracia no sería nunca su vida. La vida cristiana brota en el interior de
naturalezas libres y responsables. Y el hecho mismo de asumir el hombre su libertad y
su responsabilidad es ya parte integrante del don del Padre.
El papel de la Jerarquía
He aquí la razón por la que la Jerarquía no ejerce, en este momento, ninguna autoridad
inmediata de control o de limitación. Al contrario, la función esencial de la Jerarquía
consiste en ponerse al servicio de esta actividad espontánea de los laicos. A través del
ministerio de la Palabra y de los sacramentos, la Jerarquía debe simplemente procurar
que la vida divina que el creyente posee encuentre un camino de mayor expansión, un
estilo de vida más consciente, más libre y, como consecuencia, una capacidad de acción
más radiante, más espontánea.
La primera función del laicado tiene como objetivo la realización progresiva del
misterio de la creación, al ritmo de un compromiso sincero en las estructuras del mundo
en que vive y en el proceso del desarrollo humano. Al laico se le encarga la tarea de
salvar --en el sentido positivo y bíblico del término- el irreversible movimiento de
progreso de la humanidad, purificándolo de toda la escoria (¡pecado!) de egoísmo y
explotación de los demás a fin de conducirlo a la continua superación que brota del
amor y de la donación. El señorío adquirido por Cristo en su resurrección se actualiza,
día a día, en el mundo por esta doble acción de los laicos, temporal y escatológica,
dinamismo inseparable hacia el advenimiento del reino de un Dios que lo es "todo en
todas las cosas" (1 Cor 15,28).
No puede ser la Iglesia una institución sometida y limitada a los esquemas propios de
una sociedad cualquiera. Su aspecto exterior y visible -Jerarquía, estructuras...- traduce
meramente esta misteriosa cohesión interior que tiene sus raíces en la única Persona que
tiene la Vida. La Iglesia es comunión antes que sociedad. Por ello los hombres pueden
pertenecer a esta comunión, sin formar parte de la sociedad visible.
Ese vidente que, por ser la Iglesia comunión de vida entre el Padre y los hombres en
Cristo Jesús, el laicado ocupa en ella un lugar central. La Jerarquía está para servir, para
ordenar la eclosión de la vida divina en todos los bautizados.Por ello, nada tiene de
extraño que los laicos reivindiquen un reconocimiento de su total y perfecta iniciativa
J.M.R. TILLARD, O.P.
PARTICIPAR EN LA IGLESIA
Sin embargo, la Iglesia de Dios es también una sociedad. Junto a esta dimensión
mistérica que hemos examinado, nos encontramos con el aspecto de sociedad visible y
orgánica, que juega un papel de sacramento en el sentido más jugoso que la Tradición
atribuye a esta palabra. Sacramento que significa, expresa, un misterio de comunión
interior, al mismo tiempo que opera con eficacia.
En este nivel institucional es donde hay que colocar la misión específica de la Jerarquía,
que realiza, en nombre de Cristo, aquellas operaciones que verifican la unión entre la
Cabeza y los miembros, el Señor Jesús y los bautizados. La función esencial de los
pastores está en la conservación y afianzamiento de la comunión eclesial. Una
comunión que procede del Padre, pero que recaba la colaboración de su humilde
fidelidad.
La Jerarquía, por voluntad del mismo Cristo, tiene el encargo de guiar, de orientar al
pueblo cristiano en su peregrinación por el mundo. Ha recibido el mandato de autoridad
en todo aquello que se refiere al destino de la Iglesia como tal. Su tarea específica, por
tanto, consiste en orientar el compromiso apostólico de los miembros del Cuerpo de
Cristo de tal manera que responda al auténtico destino del Evangelio ante las exigencias
de cada momento histórico.
En primer lugar, la Jerarquía no actúa sola. No puede actuar sola, como sin o existieran
los laicos. Si no queremos cerrar los ojos a la realidad, hemos de admitir que, salvo
excepciones -que nos parecen necesarias-, sus funciones imponen de ordinario a la
Jerarquía un modo de vida, una mentalidad que no se adecua al medio ambiente de la
humanidad ordinaria en el que entra en juego precisamente el misterio de la Iglesia. Son
los laicos los que están de continuo enclavados en el punto de convergencia de las
apelaciones de la vida temporal y de los imperativos de la gracia.
Con todo, el problema persiste. Aun admitiendo la influencia de los laicos en las
decisiones de la Jerarquía, ésta propone frecuentemente planes de acción concertada e
invita a los laicos a enrolarse en ellos. ¿En qué queda entonces la espontaneidad,
inventiva y originalidad de cada bautizado?
La inevitable labor de canalización de todas las fuerzas vivas hacia objetivos precisos y
prefijados no atenta contra la espontaneidad de la acción de los laicos. El obispo, al
unificar energías, no pretende seleccionar tal o cual línea de acción cristiana en perjuicio
de las demás. Pretende simplemente, por una parte, evitar una dispersión estéril de
fuerzas para concentrarlas en la tarea más urgente, y, por otro lado, despertar en el
creyente el sentido de responsabilidad colectiva de la Iglesia en aquello que toca a la
salvación del mundo. Porque la comunión, además de su dimensión vertical -que religa
a cada laico con su obispo-, tiene una dimensión horizontal, que induce a cada bautizado
a llevar la misma vida y cumplir la misma misión que sus hermanos. Ahora bien, la
Jerarquía, si se propone ser signo y fermento de la unidad eclesial, debe estar siempre
alerta al aquí y ahora históricos, consciente de que ha recibido el mandato y la gracia
para acertar la diana precisa en donde deben converger todos los esfuerzos que dan
unidad y eficacia a la acción apostólica.
El sacerdote como miembro del presbiterio, es el cooperador del obispo, ligado a él por
una promesa estricta de obediencia desde el día que recibió el subdiaconado.
En cambio, el sacerdocio real del laico se sitúa en otro plano. Si, por el bautismo, ha
recibido la misión de un apostolado espontáneo, el cristiano no está obligado de manera
constrictiva a entrar en una determinada línea de acción colectiva decidida por sus
pastores. Puede ser deseable que en una situación misionera urgente se enrole en una
empresa común, pero no se le puede forzar.
Todo esto explica, en parte, el origen de la famosa teología del mandato de la Acción
Católica. Con la intención de crear en el seno de su Iglesia una "élite" apostólica
íntegramente dedicada a la realización de grandes objetivos pastorales, el obispo
establece un lazo especial con algunos fieles, un lazo distinto al que le une normalmente
a los demás bautizados. Y como consecuencia, se habla de un mandato en el que alguien
J.M.R. TILLARD, O.P.
Hoy estamos ante una extraña situación intermedia de la Acción Católica, sin sólido
estatuto teológico. Los laicos que militan en la Acción Católica reclaman vía libre a la
iniciativa que se deriva de su sacerdocio real, mientras que la Jerarquía continúa
esperando de ellos una total sumisión en los objetivos de la acción apostólica. Este es un
problema cuya solución se ha convertido en una de las tareas más urgentes de la
eclesiología contemporánea.
En cualquier caso, hemos llegado hoy a una conclusión indiscutible, de valor esencial:
que en la formación apostólica de todos los cristianos, especialmente en lo que se refiere
a su labor cotidiana y espontánea en la construcción del reino de Dios, los pastores no
podrán en adelante prescindir de la colaboración de los laicos. La teología, cada vez
más, deberá contar con la reflexión de laicos competentes. Para poner un ejemplo, en
teología moral, ha faltado la aportación de un pensamiento teológico laico a partir de la
complejidad real de los problemas. ¿En virtud de qué principios -nos preguntamos- la
teología ha de elaborarse en los seminarios o en los monasterios? En cuanto a la acción
¿no son los laicos el mejor fermento de una Iglesia local, los más capaces formadores de
sus hermanos cristianos en las crudas exigencias del Evangelio? Cierto que hay aquí un
riesgo, el riesgo propio de la vida... Pero la promesa del Señor de velar por la integridad
de su Cuerpo Místico es tan válida para los clérigos como para los laicos.