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JEAN CORBON

LITURGIA
FONTAL
Misterio-Celebración-Vida

Presentación: Card. Roger Etchegaray


La primera edición de este libro
apareció en esta misma colección con el título:
Liturgia fundamental, en 2001

2a edición actualizada, 2009


LITURGIA FONTAL

EDICIONES PALABRA
Madrid
Título original: Uturgie di Source
Colección: Libros Palabra
Director de la colección: Juan José Espinosa

© Editions du Cerf. París 1980


© Ediciones Palabra, S.A., 2009
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.edicionespalabra.es
epalsa@edicionespalabra.es
©Traducción: Javier Peromata Bello
Revisión: Miguel Ángel Pardo Álvarez

Diseño de la cubierta: Carlos Bravo


ISBN: 978-84-9840-241-4
Depósito Legal: M. 1.445-2009
Impresión: Closas-Orcoyen, S.L.
Printed in Spain - Impreso en España.

Todos Los derechos reservados.


No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático,
ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia
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JEAN CORBON

LITURGIA
FONTAL
MISTERIO - CELEBRACIÓN - VIDA

Presentación del C ard . R oger E tchegaray

PRÓLOGO:
F élix M aría A rocena S olano

SEGUNDA EDICIÓN ACTUALIZADA

L I B R O S

Palabra
PRÓLOGO

Estos párrafos desean facilitar al lector el acceso a la


que podríamos considerar la obra de madurez del teólogo
del ecum enism o Jean Corbon (t 2001). Las páginas de
este libro no son de comprensión inm ediata debido a la
pleamar intelectual del autor, quien, por su misma trayec­
toria, incorporó en su persona y en su formación las fuen­
tes litúrgicas y patrísticas provenientes del Oriente y del
Occidente cristianos.
Como introductores en España de su pensamiento teo­
lógico, nos felicitamos por la segunda edición castellana de
su libro Liturgia de Source (1980). Este hecho pone de re­
lieve, de una parte, cómo las páginas de este libro no han
perdido un ápice de actualidad y, de otra, el interés susci­
tado por su lectura en el ámbito teológico de habla his­
pana. Interés que hemos podido constatar personalmente
en diversos encuentros con personas de índole variada.
Después de ponderarlo y consultar con algunos colegas,
hemos resuelto modificar el título castellano que traduce el
original Liturgie de Source en un empeño por reflejar con fi­
delidad la mente del P. Corbon. Esta segunda edición lleva
por título «Liturgia fontal». Nos pareció advertir un consenso
en que el adjetivo «fontal» refleja con mayor exactitud la
concepción del autor sobre el M anantial del que brota la
santa Liturgia.
La línea conductora de este prólogo discurrirá sumaria­
mente a través de los tres jalones desde los que el autor ha
7
FÉLIX MARÍA AROCENA
vertebrado su libro: el Misterio, la celebración y la vida. Se
trata de una trilogía que refleja, aun antes de haber sido
constatada por el Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. CCE
1066 y 1068), la profunda unidad de la experiencia cristiana.
1. En prim er lugar, como fuente de todo, el Misterio.
La creación es la primera kénosis del amor de la Trinidad.
El misterio envuelto en el silencio durante siglos hace su
propia andadura durante el tiempo de las promesas. Su
venida en la plenitud de los tiempos se manifiesta en la
kénosis del Verbo encarnado hasta que su evento estalla
en la «Hora de Jesús»: la Cruz y la Resurrección. En ese
momento brota la Liturgia.
La Ascensión es la celebración de esa liturgia eterna. Im­
porta captar desde el comienzo que el evento de la Ascensión
es el punto nuclear de la teología de Jean Corbon, hasta el
punto de afirmar que «el misterio de la Ascensión es el im­
pulso divino que sostiene nuestro mundo». En su Ascensión,
Cristo celebra esa liturgia ante el Padre y la difunde en el
mundo con la efusión del Espíritu. La Ascensión omni­
potente no deja de arrancar a los hombres del reino de las ti­
nieblas para llevarlos a la luz del Padre. Así, la Liturgia es el
misterio del Río de la Vida que brota del Padre y del Cordero.
La Liturgia es este gran Río en el que confluyen todas
las energías y manifestaciones del Misterio, desde que el
mismo Cuerpo del Señor, vivo junto al Padre, no cesa de
ser donado a los hombres en la Iglesia para darles la Vida.
En la Iglesia, la Liturgia concibe y da a luz al cuerpo del
Cristo total. La Liturgia nutre a todos los hijos de Dios y
no cesa de crecer en ellos.
El teólogo de Beirut transmite una idea sintética fun­
damental: desde que el Río de la Vida manó de la tumba,
la Economía se ha convertido en Liturgia. Sí, la oikono-
mía es hoy leiturgia. Esta Liturgia inaugura los últimos
tiempos. Es el Río de la vida que mana del trono de Dios y
del Cordero, synergia del Espíritu y de la Esposa.
PRÓLOGO
2 . En segundo lugar, la celebración del Misterio. Si,
como acabamos de ver, la liturgia eterna es el lugar donde
se consuma la Economía de nuestra salvación, esa misma
Economía se realiza con modos determinados en las cele­
braciones sacramentales de la Iglesia. Esas celebraciones
son los momentos en que la divina Economía se hace Li­
turgia en el tiempo de la Iglesia. Estos momentos son po­
sibles en cuanto irrupciones de un tiempo vivo, liberado
de la muerte, en nuestro tiempo mortal. La celebración de
la Liturgia es el lugar y el momento en que el Río de la
Vida, escondido en la Economía, invade la vida del bauti­
zado para deificarlo. Ahí, todo lo que el Verbo vive para el
hombre se convierte en Espíritu y Vida.
Para el P. Corbon, los elementos que conform an una
celebración litúrgica son ocho: asamblea, ministros, espa­
cio, tiempo, canto, acciones simbólicas, palabra de Dios
leída en la Biblia, palabra de la Iglesia pronunciada por
nosotros. No obstante, la Liturgia supera los signos en
que se expresa. No es reducible a sus celebraciones, aun­
que esté toda entera en cada una de ellas. Pasa a través de
la palabra hum ana de Dios, escrita en la Biblia y cantada
en la Iglesia, sin jam ás agotarse. La Liturgia está en su
casa en medio de todas las culturas sin reducirse a nin­
guna de ellas. Incesantemente celebrada, nunca se repite:
es siempre nueva.
Los sacram entos son synergias en el interior del
Cuerpo de Cristo. La Liturgia los transfigura como signos
y los hace vivir como synergias en el Cuerpo de Cristo,
único Sacramento. Los sacramentos son momento y lu­
gar de la kénosis del Verbo y la Iglesia.
En las celebraciones sacramentales, esta synergia del
Espíritu y de la Iglesia se vive en el momento de la epí-
clesis. La epíclesis es momento de máxima densidad del
silencio de la Iglesia y de la fuerza del Espíritu. Es ora­
ción pura y poder soberano. En cada sacramento se en­
cuentra la triple energía del Espíritu: m anifestar con la
9
FÉLIX MARÍA AROCENA
palabra, realizar con la acción, com unicar con el canto.
Es una lógica que no puede deducirse, pero sí verificarse
pastoralmente.
3. Y, por último, el tercer jalón: la vida; es decir, el acon­
tecer existencial de los cristianos que han celebrado el Mis­
terio en la santa Liturgia. Es cierto que la liturgia contri­
buye a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los
demás el misterio de Cristo; pero con esto no queda dicho
todo. Como ya señala el autor en el primer párrafo de la In­
troducción, la relación «liturgia-vida» es una de las cuestio­
nes más serias que puede plantearse un cristiano maduro.
Jean Corbon abre su mente sobre este punto, especial­
mente, en el apartado «el misterio pascual de la misión»: la
Iglesia no es distinta cuando celebra la Liturgia y cuando
sus miembros la viven; es de otra manera.
Así pues, tras la celebración, la Misión. La Misión es,
ante todo, epifanía de Cristo a través de su Iglesia como
nueva comunidad de Caridad. La última modificación del
Ordo Missae (2008) se hace eco de esta realidad con unas
expresiones para despedir a la asamblea que son sensibles
a esta teología: «Glorificad al Señor con vuestra vida; po­
déis ir en paz». Para poner de manifiesto la proyección
existencial inherente a las celebraciones, el autor apunta
a una mistagogía que busca el significado de una celebra­
ción partiendo del significado original de su epíclesis.
Puesto que un sacramento se distingue de otro por su epí­
clesis, ella m ism a será la que anim e a continuación la
vida de los que han celebrado.
En Liturgie de Source, la oración es el lugar donde el
misterio de la Liturgia comienza a difundirse en la vida
de los bautizados. Por eso, el autor dirá: «el movimiento
de la oración es el movimiento mismo de la Liturgia»; y,
años más tarde, el Catecismo dirá: «se entra en oración
como se entra en la liturgia» (CCE 2656). A partir de la
oración del corazón, la Liturgia se convierte en vida.
10
PRÓLOGO
Al adentrarnos en este punto, resulta difícil sustraerse
a la cuestión de delim itar una realidad litúrgica de otra
que no lo es. Aquí, la percepción del P. Jean es un punto
de referencia: ciertamente, el Espíritu Santo y el discípulo
de Jesús están en sinergia aun en el más leve movimiento
del corazón creyente que responde tenuem ente al am or
de su Señor; pero ahí no se cumple toda la Economía de
la salvación; esta se vive en los sacramentos. De ahí que el
realismo místico de la divinización sea fruto del realismo
sacramental de la Liturgia.
La continuidad liturgia-vida se sublima en el éschaton.
Tras la Parusía, la celebración del Misterio y su vida coin­
cidirán para siempre. Vivir el Misterio equivaldrá a cele­
brarlo, del mismo modo que ahora celebrarlo significa
penetrar en la eternidad. En la plenitud de los tiempos,
nosotros estamos todos en Cristo; en la consumación de
los tiempos, Él será todo en nosotros. La Liturgia no es
sino esta gestación del todo en todos.
Al llegar al término de este recorrido a través de algu­
nas de las claves de Liturgie de Source, confiamos en que
el tenor de estas notas, tan concentradas, no mengüe toda
la luz que desprende la obra que prologamos. Considera­
mos de justicia agradecer las sabias sugerencias del litur-
gista Juan Miguel Ferrer para la reedición de esta obra de
Jean Corbon, así como la minuciosa tarea de revisión rea­
lizada por el presbítero Miguel Angel Pardo: su estudio y
meditación de Liturgie de Source le llevó a ofrecernos gen­
tilmente una versión castellana adherida al texto original
francés hasta en sus pormenores más sutiles. Finalmente,
nuestro reconocimiento a la Editorial Palabra por haber
em prendido la iniciativa de reeditar con toda solicitud
este volumen.
Félix María Arocena
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
11
NOTA SOBRE EL AUTOR

DATOS BIOGRÁFICOS
Jean Corbon es una de las figuras eclesiásticas más rele­
vantes del área libanesa en la segunda mitad del siglo xx1.
Nació en París el 29 de diciembre de 1924 y falleció en Bei­
rut a consecuencia de un accidente de circulación en el atar­
decer del día 25 de febrero del 2001, víspera del inicio de la
Cuaresma, cuando faltaba exactamente un mes para que ce­
lebrase sus bodas de oro sacerdotales. Con una confianza de
niño en su Padre Dios, devoto de Santa María, J. Corbon se
confesaba, desde su juventud, discípulo de Teresa de Li-
sieux. Cursó los estudios institucionales en el seminario de
Conflans y, tras ser movilizado por la guerra, tomó parte en
la campaña de Italia.
Licenciado en S. Teología, estudió en el Instituto Bí­
blico de Roma y en el Instituto de Estudios Árabes de Ma-
nouba (Túnez). Llegó al Líbano en 1956 -país que ya
nunca abandonaría-, movido por el interés, sentido ya
desde sus años de estudiante, por entender m ejor la ri­
queza espiritual y litúrgica de los cristianos árabes. Reci­
bió la ordenación presbiteral en el rito bizantino, que­
dando adscrito a la eparquía greco-melquita católica de
Beirut. Su ministerio, como sacerdote y teólogo, se centró

1 La revista Proche-Orient Chrétien ha dedicado un fascículo espe­


cial a la figura del P. Jean Corbon, cfr. Proche-Orient Chrétien 52 (2002).
13
FÉLIX MARÍA AROCENA
prevalentemente en el campo ecuménico al servicio de la
com unión en el punto de confluencia de las Iglesias de
Oriente y Occidente. J. Corbon fue asiduo al «Círculo de
San Ireneo» en Beirut, reuniones periódicas de oración
que servían también para el m utuo conocimiento y en las
que participaban varios archim andritas y catholikós ar­
menios que, con anterioridad a la primavera ecuménica
de 1961-1974, representaban la vanguardia del movi­
miento ecuménico en El Líbano.
Durante el Concilio Vaticano II trabajó como traductor
de los observadores teólogos del Concilio. Por aquellos años
fue nombrado consultor del Secretariado para la Unión de
los Cristianos. Durante un lustro fue miembro de la Comi­
sión de la Fe en el Consejo Ecuménico de las Iglesias. En
1980 fue nombrado miembro de la Comisión Internacional
para el diálogo ecuménico entre católicos y ortodoxos,
cargo que mantuvo hasta su muerte. Fue miembro de la Co­
misión Teológica Internacional (1986-1996).
En 1993, el entonces cardenal J. Ratzinger refirió la
historia de cómo J. Corbon vino a ser asociado al equipo
de redactores del Catecismo2. De ahí que, aunque sea to­
davía demasiado pronto para escribir una historia del Ca­
tecismo de la Iglesia Católica, al modo como lo ha hecho
con el Catecismo Romano su más reciente investigador
-el profesor P. Rodríguez3-, sin embargo, cuando llegue
2 Cfr. J. R a tzin g er - C. S c h ó n b o r n , Introduction to the Catechism o f
the Catholic Church, San Francisco 1994, p. 23: «Después que resolvi­
mos agregar una cuarta parte dedicada a la oración, buscamos un re­
presentante de la teología del Este. Puesto que no era posible asegurar
como autor a un obispo, pensamos en Jean Corbon, que escribió su
hermoso texto mientras Beirut permanecía cercada, en medio de una
situación dramática, al abrigo de un sótano durante los bombardeos de
la aviación». Sobre el pensamiento de J. Corbon en tomo a la oración
cristiana: J. C o r b o n , Liturgia y oración, Ed. Cristiandad, Madrid 2004,
119-179.
3 Cfr. Catechismus Romanas seu Catechismus ex Decreto Concilii
Tridentini ad Parochos Pii Quinti Pont. Max. Iussu Editus, ed. crítica
preparada por P. Rodríguez, Editrice Vaticana-Ediciones Universidad de
Navarra 1989.
14
LITURGIA FONTAL
aquel momento, habrá que tratar de J. Corbon, como se
trató del cardenal Guglielmo Sirleto y otros corredactores
del Catecismo tridentino.
Desde 1991 hasta 1998, formó parte del grupo de tra­
bajo mixto entre la Santa Sede y el Consejo Mundial de
las Iglesias. Profesor emérito de Liturgia y Ecumenismo
en la Universidad del Espíritu Santo de Kaslik (Líbano) y
del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Univer­
sidad de S. José en Beirut. En el momento de su falleci­
miento, era Secretario de la Asociación de Seminarios e
Institutos teológicos de Oriente Medio, fundador de la re­
vista «Correo ecuménico de Oriente Medio».

PUBLICACIONES

Liturgie de Source, su obra de madurez, vio la luz en


París el año 19804. Antes, en 1977, había publicado L’E-
glise des arabes (1977)5. Ambos libros han sido reeditados
por Ed. Du Cerf en el año 2007. En 1963 escribió L’espé-
rience chrétienne dans la Bible6, y Priére orientale des Egli-
ses (1974-1975)7. Más recientemente, había redactado el
capítulo 24 del libro «El Cristianismo hacia su historia en
el Oriente Medio», libro muy querido para él y que desea­
ba ver publicado el día 25 de marzo, coincidiendo con el
50 aniversario de su ordenación presbiteral.

4 Hasta el presente, que sepamos, este libro ha sido traducido a


siete idiomas (alemán, italiano, español, catalán, inglés, portugués y
árabe). Resulta significativo que este libro aparezca citado, 21 años des­
pués, en la bibliografía general que incluye el reciente ensayo litúrgico
del entonces cardenal J. Ratzinger, Einführung in den Geist der Liturgie
(cfr. trad. española J. R a t zin g er , El espíritu de la liturgia. Una introduc­
ción, Madrid 2001, 251).
5 Éd. du Cerf, Paris 1977. Existe una traducción al árabe que data
de 1980, realizada por el patriarca Ignacio IV Hazim.
6 Éd. Desclée de Brouwer, Paris 1963. Traducido hasta hoy al ita­
liano, español, portugués e inglés.
7 Éd. Parole de Vie, Beyrouth (1974-1975); obra en 4 volúmenes.
15
FÉLIX MARÍA AROCENA
Al lector de Liturgie de Source, que sea buen conoce­
dor del Catecismo de la Iglesia Católica, le llamará la aten­
ción ver entre ambos volúmenes una sistemática y unas
expresiones en cierto modo paralelas, especialm ente
cuando se trata de «la oración cristiana»8. Una lectura
atenta revelará cómo algunos argum entos del libro, es­
crito doce años antes de la aparición del Catecismo, tie­
nen en él su manifiesto correlato9.
Tres años después de su fallecimiento, Ed. Beatitudes
publicó Cela s ’appelle l'aurore - Homelies liturgiques, con un
prólogo de Olivier Clément10. Se trata de un conjunto de ho­
milías que pronunció a lo largo de varios años, siguiendo el
curso celebrativo del Año litúrgico bizantino. A petición de
muchas personas, estas homilías fueron recopiladas y ano­
tadas según su deseo, asumiendo él mismo su posterior re­
visión y corrección. Un extracto de este libro fue publicado
en Italia por la Ed. Qiqajon en el año 199711.
8 Decimos «sobre todo» porque la colaboración de Jean Corbon en
el Catecismo ha sido muy amplia, como ha explicado el cardenal
Schónborn, que fue secretario de la Comisión de redacción del Cate­
cismo de la Iglesia Católica (cfr. Ch. S c h ó n b o r n , Aportación de una
sensibilidad oriental a los documentos de la Iglesia católica, en J. C o r ­
b o n , Liturgia y oración, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 227-242).
9 Nos referimos a una serie larga de temas puntuales, como son el
combate de la oración (cap. 15: «La epíclesis del corazón» - CCE 2725),
el corazón en tanto en cuanto altar de la oración (cap. 15: «El altar del
corazón» - CCE 2655), la descripción misma del corazón como el lugar
del encuentro auténtico consigo mismo, con los demás, pero sobre todo
con Dios vivo (cap. 15: «El lugar del corazón» - CCE 2563)... Pero, más
que esto, el capítulo 8 de este libro (El Espíritu Santo y la Iglesia en la
Liturgia) y la sección Spiritus Sanctus et Ecclesia in liturgia (CCE 1091-
1109). Aquí se arroja una luz nueva sobre un aspecto de la tradición
pneumatológica de la Iglesia que ha permanecido en la penumbra para
muchos. Observemos que, incluso desde el punto de vista de la longi­
tud, esta sección se desarrolla más extensa y prolijamente que las sec­
ciones relativas al Padre y al Hijo. El lector comprobará cómo aquí la
pluma de Corbon se halla notoriamente en evidencia. Si se objeta por
qué el Catecismo omite el término synergia, tan frecuente en Corbon, di­
ríamos que se trata de un término demasiado técnico y de historia con­
trovertida (cfr. Diccionario de Espiritualidad (1990) 1412-1422).
10 J. C o r b o n , Cela s ’appelle l’a urore - Homelies liturgiques, Paris
2004, 498 pp.
11 J. C o r b o n , La gioia del Padre, Monastero di Bose 1997, 144 pp.
16
LITURGIA FONTAL
Jean Corbon era, además, colaborador en revistas de
teología oriental (Proche-Orient Chrétien, Irenikon, Istina...).
Por lo que respecta a la edición de la obra de Jean Cor-
bon en lengua castellana, existen hasta ahora dos publica­
ciones.
La primera, «Liturgia fundamental», que ahora se ree­
dita en Ed. Palabra con el título «Liturgia fontal». Su pri­
mera versión castellana data del año 2001 y se tituló Li­
turgia fundamental - Misterio, Celebración, Vida12. En las
páginas precedentes hemos presentado un prólogo a esta
reedición.
La segunda es «Liturgia y oración»13. Este último libro
consta de dos partes: la primera recoge tres conferencias
que tienen como común denominador el haber sido dicta­
das por J. Corbon en el Instituto de Liturgia de la Facultad
de Teología de la Universidad del Espíritu Santo en Kaslik
(Líbano) y publicadas las tres en Proch-Orient Chrétien. A
esta primera parte siguen tres artículos: dos de ellos fueron
publicados en las revistas Communio y Nouvelle Revue
Théologique, respectivamente, y el tercero corresponde a
una ponencia en el Simposio sobre «El Dios Padre de nues­
tro Señor Jesucristo» organizado por la Facultad de Teolo­
gía de la Universidad de Navarra en el año 1998 al que el
autor estaba invitado y, sin embargo, no pudo asistir, limi­
tándose a enviar por correo su texto escrito, que fue publi­
cado al año siguiente en las Actas de aquel Simposio14. Li­
12 J. C o r b o n , Liturgia fundamental - Misterio, Celebración, Vida,
Madrid 2001, 267 pp.
13 Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 246 pp.
14 Las fuentes de los seis capítulos de este libro son las siguientes: J.
C o r b o n , L’Office divin dans la Liturgie byzantine: dimensions spirituelles,
théologiques et ecclesiales, Proch-Orient Chrétien 35 (1987) 235-250; Í d .,
Sainte Marie Mere de Dieu dans leconomie sacramentelle et dans la vie
chrétienne, Proch-Orient Chrétien 45 (1995) 10-25; Í d ., L’a nnée liturgi-
que byzantine. Structure et mystagogie, Proch-Orient Chrétien 38 (1988)
18-30; I d ., Le priére chrétienne dans le Catechisme de l’Eglise Catholique,
Nouvelle Revue Théologique 116 (1994) 3-26; Í d ., Orar en la Trinidad
santa, Revista Internacional Communio 22 (2000) 190-207; Í d ., La ora­
ción cristiana, Scripta Theologica 31 (1999/3) 733-747.
17
FÉLIX MARÍA AROCENA
turgia y oración incluye, como apéndice, la conferencia del
cardenal C. Schónborn, pronunciada en marzo del 2002
con ocasión del Coloquio internacional en memoria del P.
Jean Corbon, celebrado en Beirut. La relación del arzo­
bispo de Viena, a la vez que constituye un testimonio de
primera mano sobre los trabajos del Catecismo, contiene
un rendido homenaje al ecumenista libanés.
•k * *

No estam os, pues, ante un liturgista en sentido es­


tricto, sino ante un teólogo del ecumenismo con vastos
conocimientos de teología litúrgica y eclesiología, que se
ven favorecidos por la coyuntura de vivir allí donde con­
vergen las dos grandes tradiciones de la Iglesia. En la vida
de J. Corbon vemos reflejado, como en un espejo, el pro­
greso del movimiento ecuménico en Oriente Medio, desde
su implantación germinal, a finales de los años cincuenta,
hasta los hitos más recientes protagonizados por Juan Pa­
blo II y Benedicto XVI en sus viajes apostólicos, de in­
tenso acento ecuménico.
Félix María Arocena

18
PRESENTACIÓN

Esta obra comienza con un vocabulario. El padre Cor­


bon ha tenido razón al preverlo; pero es necesario recono­
cer que la necesidad de este vocabulario no es honroso
para nosotros, cristianos occidentales.
En el fondo, prueba que ya no somos capaces de en­
tender el lenguaje que era común a los cristianos durante
los primeros siglos; que por muchos siglos nos hemos ais­
lado en un cristianismo latino muy racional y jurídico.
Nuestros herm anos orientales dan más im portancia
que nosotros a la Liturgia. Se alegraron mucho al ver que
el Concilio Vaticano II comenzó sus trabajos con una re­
flexión sobre la Liturgia.
Una gran reforma litúrgica se ha llevado a cabo en la
Iglesia latina después del Concilio. Pero, como advierte el
padre Corbon, los animadores de la renovación litúrgica a
veces se limitan a dirigir sus esfuerzos hacia la parte exte­
rior de la celebración y no nos ayudan a penetrar verdade­
ramente en el Misterio litúrgico.
Este ensayo sobre el Misterio de la Liturgia puede per­
m itir a los fieles de nuestras diferentes Iglesias encon­
trarse en la «fuente». El Misterio es el acercamiento origi­
nal del Nuevo Testamento, de la Iglesia primitiva, de la
Iglesia de los Padres. Debe darse de nuevo según el soplo
del Vaticano II, donde todo se renovó partiendo de allí.
Siendo «fuente», la Liturgia se extiende a todas las di­
mensiones del Misterio y asume, salva y deifica todo lo
19
ROGER CARD. ETCHEGARAY
humano, desde lo más profundamente personal hasta lo
más manifiestamente comunitario. Y esta «Energía» del
Río de Vida, que en la Liturgia se convierte en «sinergia»
del Espíritu y de la Iglesia, pasa precisamente a través del
«lugar» y del «momento» de nuestras celebraciones.
La insistencia sobre la unidad de la Liturgia y la vida
caracterizará el diálogo teológico sobre este tem a en la
«Comisión mixta católico-ortodoxa para el diálogo teoló­
gico», que Juan Pablo II y el Patriarca ecuménico Dimi-
trios acordaron con ocasión de su encuentro el 30 de no­
viembre de 1979.
Este libro podrá asombrar a algunos. Cuando los dos
polos del alma de la Iglesia indivisa se redescubren, uno
no puede dejar de sorprenderse ante el otro. Liturgia fon­
tal, que se sitúa en el origen siempre actual de la Tradi­
ción indivisa, no puede eximirse de este asombro. El acer­
camiento a la Liturgia parte del Misterio, no descuida las
condiciones de la encarnación, pero las ilumina desde su
interior para transfigurarlas. Desde el primero de los en­
cuentros de la Comisión que llevaron al levantamiento de
las excomuniones (7 de diciembre de 1965), es este acer­
camiento a partir del Misterio lo que impresionó a los in­
terlocutores católicos de sus hermanos ortodoxos.
Este libro desearía ayudar a tales redescubrimientos
profundos, a través de la experiencia eclesial de la Litur­
gia. Agradecemos al padre Corbon ser nuestro guía para
remontarnos hasta la Fuente.
Cardenal Roger Etchegaray

20
INTRODUCCIÓN

En la primavera litúrgica que hoy experimentan la ma­


yor parte de las Iglesias, hay una cuestión a la que no pue­
den sustraerse los jóvenes, los adultos, los educadores y los
mismos pastores: ¿las celebraciones, por vivas que sean,
transforman la vida de los cristianos?; ¿dónde se encuentra
la unión vital -y, a la inversa, el divorcio- entre Liturgia y
vida? Esta pregunta es una de las más serias que puede ha­
cerse un cristianismo maduro. No lo es menos para la Co­
munión de las Iglesias, porque, en esta primavera, la unidad
parece delinearse a partir del misterio de la Liturgia.
Este libro desearía ayudar a encontrar la unidad entre la
Liturgia y la vida en Cristo, más allá de los paralelismos o de
las divergencias que se imaginan indebidamente. Se tratará
de un descubrimiento orante de la Liturgia fontal, más que
de una investigación erudita. Nos guiará la experiencia de la
Iglesia, inseparablemente litúrgica y espiritual, personal y
comunitaria, a la luz de la Biblia y de los Padres.
Esto quiere decir que la inspiración de estas páginas es
también ecuménica. Toda tradición eclesial podrá recono­
cerse en la Tradición común e indivisa. Aunque las alusio­
nes a la tradición bizantina son más frecuentes, hemos pro­
curado mantenemos al nivel original en que las liturgias de
Oriente y de Occidente viven la Liturgia cristiana1.
1 En una obra anterior, L'Église des Arabes (collection «Rencontres»,
Éditions du Cerf, 1977), prometimos desarrollar algún aspecto de la teo­
logía vivida por las Iglesias de Antioquía. Este es un primer ensayo.
21
JEAN CORBON
Un símbolo iluminará nuestro descubrimiento progre­
sivo: el del Río de Vida (Ap 22, 1 ss). ¡Que el lector pueda
dejarse transportar por su corriente lenta y profunda!
Aquí más contemplativo, allá más didáctico, cada capí­
tulo podrá revelarle el misterio de la Fuente: esta no deja
de ser la misma, pero el Agua viva que m ana de ella es
siempre nueva.

22
VOCABULARIO LITÚRGICO

En este libro, donde el misterio de la Liturgia se con­


templa desde su interior, no se encontrarán términos eru­
ditos propios de la Teología especulativa o de las ciencias
humanas. No obstante, la revelación bíblica, actualizada
por la experiencia espiritual de la Iglesia primitiva, no
puede dejar de expresar la novedad de la Liturgia con un
vocabulario nuevo. Estos términos no pueden ser traduci­
dos, sin ser traicionados, a nuestras lenguas modernas, ba­
sadas más en el objeto que en el Misterio, más descriptivas
que simbólicas. Los viejos odres del vocabulario racional
no pueden contener y comprender las Realidades nuevas
sugeridas por palabras como Cristo, Espíritu Santo, Evan­
gelio, Pentecostés, Iglesia, Bautismo, Eucaristía...
Debemos, pues, superar el umbral de ciertos términos,
bíblicos y patrísticos, para participar en el Misterio que
revelan. La renovación litúrgica nos ha familiarizado ya
con la mayoría de ellos. Aquí mencionamos los más fre­
cuentes e im portantes, aunque vienen explicados en el
texto cuando aparecen por primera vez. El lector no ten­
drá ninguna dificultad para dejarse impregnar por ellos:
si el Evangelio nos revela el Reino mediante parábolas, la
Liturgia nos lo hace vivir a través de símbolos.
A g a p e : El últim o y más bello Nombre divino del
Nuevo Testamento: «Dios es Ágape» (1 Jn 4, 8). Amor de
dilección, de pura gracia, sin determinismo, vivificante,
23
JEAN CORBON
que hace amable y lleva a participar en la Comunión de la
Trinidad Santa. Por esto, el m isterio de la Iglesia es
Ágape, y su realidad litúrgica, la Eucaristía, se llama tam ­
bién Agape.
A n á m n e sis : «Hacer sugir el recuerdo, hacer memoria».
En la celebración litúrgica, la Iglesia hace memoria de to­
dos los acontecimientos salvíficos realizados por Dios en
la historia, cumplidos plenam ente en la Cruz y la Resu­
rrección de Cristo. Pero este Acontecimiento pascual, su­
cedido una vez en la historia, es ahora contemporáneo de
cada instante de nuestra vida: Cristo, porque está resuci­
tado, ha traspasado el muro del tiempo mortal. Se trata,
pues, de un «memorial» absolutamente nuevo. Somos no­
sotros quienes recordamos, pero la Realidad no está en el
pasado, está aquí: la memoria de la Iglesia se hace presen­
cia. Es todo el realismo del Acontecimiento de la Liturgia.
A náfo ra : «Llevar hacia lo alto». Toda celebración li­
túrgica es anáfora porque participa del movimiento ac­
tual de la Ascensión del Señor (cfr. capítulo IV). De
modo más preciso, es el movimiento central de la Euca­
ristía (la «Plegaria eucarística» de la liturgia latina), que
une la acción de gracias, la anámnesis, la epíclesis y la
intercesión.
D o x o lo g ía : Al mismo tiempo, «cantar la Gloria» de
Dios y «profesar la fe» de la Iglesia. «La Gloria de Dios es
el hombre viviente», pero «la Gloria del hombre es Dios»
(San Ireneo de Lyon). La Econom ía de la salvación del
hombre llega a ser doxología en la Liturgia.
E conomía (cfr. E f 3, 9): Más que la «historia de la sal­
vación», es la dispensación, la sabia ordenación por eta­
pas, de la realización del M isterio que es Cristo. Desde
Pentecostés, la Econom ía se ha convertido en Liturgia,
porque ha aparecido la respuesta, la Sinergia (ver más
abajo) del Espíritu y de la Iglesia.
24
LITURGIA FONTAL
E nerg ía : Término más fuerte que acción u operación,
expresa el poder de la vida, aquí, la del Dios Vivo, especial­
mente, la del Espíritu Santo. Cuando la energía del hombre,
suscitada por el Espíritu, está unida a la de Dios, tenemos la
Sinergia (ver más adelante). La Liturgia es esencialmente
Sinergia del Espíritu y de la Iglesia (cfr. capítulo VIII).
E píclesis : «Llamada sobre». Es la «invocación» al Pa­
dre para que envíe su Espíritu sobre lo que le ofrece su
Iglesia, para que la ofrenda sea transformada en Cuerpo
de Cristo. Es el momento central de toda anáfora sacra­
mental, la eficacia nueva de la Liturgia. Los ministros or­
denados están, sobre todo, al servicio de la Epíclesis,
como siervos del Espíritu que actúa poderosamente. Tér­
mino muy importante en todo este libro. En la Epíclesis
se realiza la más poderosa sinergia de Dios y del hombre,
tanto en la celebración como en la liturgia vivida.
K é n o s is : cfr. Flp 2, 7. El verbo «se vació de sí mismo»
o «se anonadó a sí mismo» ha pasado a ser un sustantivo
en español. El Hijo permanece Dios al encamarse, pero se
despoja de su Gloria hasta el punto de ser «irreconocible»
(cfr. Is 53, 2-3). La kénosis es el modo propiamente divino
de amar: hacerse hombre hasta el final sin imponerse ni
obligar. Se trata, ante todo, de la kénosis del Verbo en la
Encamación, pero llega a su culmen en la kénosis del Es­
píritu Santo en la Iglesia, y esta revela la del Dios vivo en
la creación. El misterio de la Alianza está bajo el signo de
la kénosis: cuanto más profunda es, más total es la unión.
Nuestra deificación es el encuentro de la kénosis de Dios
y la del hom bre; de aquí la exigencia fundam ental del
Evangelio: seremos uno con Cristo en la medida en que
nos «perdamos» a nosotros mismos por Él. Ver tam bién
capítulo I, nota 5, y capítulo VI, nota 6.
K oinonía : Término frecuente en los escritos de san Pa­
blo y de san Juan: la «comunión» del Espíritu Santo que
25
JEAN CORBON
nos une al Padre por Jesucristo. Es participación en la
vida divina. La Iglesia es esencialm ente Koinonía. Cfr.
Agape.
M istagogía : «Acción de conducir hacia el Misterio» o
también «acción por la que el Misterio nos conduce» (cfr.
capítulo X, nota 11). Em plearem os raram ente este tér­
mino. Los capítulos XI y XII son mistagogías, iniciacio­
nes al misterio celebrado, a partir de la Epíclesis propia
de cada sacramento.
S in er g ia : Con Epíclesis, es uno de los términos clave
de este libro (cfr. capítulo II, nota 5, y capítulo VIII, nota
1). Literalmente significa «co-acción», energías conjun­
tas. Este término, clásico en los Padres, intenta expresar
la novedad de la unión de Dios con el hom bre en Jesu­
cristo, más precisamente de la Energía del Espíritu Santo
que im pregna desde dentro la Energía del hom bre y le
conforma con Cristo. Todo el realismo de la Liturgia y de
la deificación radica en esta Sinergia. Ver también Ener­
gía, Economía, Epíclesis y Kénosis.
T iem po : Término corriente, pero que la revelación bí­
blica y la experiencia litúrgica transfiguran. La Economía
de la salvación comprende varios «tiempos»: el principio
de los tiempos; el desarrollo de los tiempos (partiendo de la
Promesa); la Plenitud de los tiempos (cfr. Ga 4, 4); los últi­
mos tiempos (o tiempos «escatológicos»), que son los tiem­
pos de la Iglesia y de la Liturgia sacramental; finalmente, la
consumación de los tiempos (la segunda Venida del Señor).
Ver también capítulo VI, nota 6. El vocabulario bíblico dis­
tingue también «momentos» dentro de los tiempos de la
Economía (cfr. capítulo IV, notas 2 y 3). Sobre los tiempos
nuevos inaugurados con la Resurrección de Cristo y su ce­
lebración sacramental, ver el capítulo XIII.

26
EN EL BROCAL DEL POZO

El hombre tiene sed y busca su agua donde piensa que


puede encontrarla. En su caminar errante, sin horizonte
ni escapatoria, excava un pozo cada vez que planta su
tienda. La maravilla es que la historia de su salvación co­
mienza siempre ahí. «Encontramos continuamente a los
Patriarcas tratando de excavar pozos»1. Nosotros somos
estos patriarcas que recorremos una tierra prometida, ex­
tranjeros en nuestra propia heredad. Junto a su pozo,
cada uno construye un altar a su dios: su religión, su ideo­
logía, su dinero, su poder. El hombre tiene sed, ¿cómo no
excavar allí donde piensa que encontrará agua?
También las negaciones de nuestro inconsciente ateo
descubren nuestra nostalgia. «Dicen que no tienen sed.
Dicen que no es una fuente; dicen que no es agua; dicen
que no es la idea que ellos mismos se forjan de una fuente
y del agua. Dicen que el agua no existe...»2. Pero este hom ­
bre, tan seguro de sí mismo, no puede dejar de esperar:
dejar de tener sed sería ya el letargo de la muerte.
Pues bien, no duerme Aquel que excava, que ahonda
en el hom bre la sed y la espera. Es Él antes que nadie
quien tiene sed y quien se pone en camino para buscar­
nos, hasta alcanzamos en el brocal de nuestros pozos irri­
sorios. «Sal de estos pozos y recorre toda la Escritura bus­
cando pozos y llega a los Evangelios. Encontrarás aquel
1 O r íg e n e s , Homilía XIII sobre el Génesis.
2 P. C la u d el , Le Pére humilié, a c to II, e sc e n a 2.
27
JEAN CORBON
pozo en cuyo brocal nuestro Salvador descansaba, des­
pués de la fatiga del viaje, cuando llegó una sam aritana
que quería sacar agua de él...»3.
Es en el brocal del pozo donde Él nos espera y el diá­
logo term ina siempre, a través de nuestros subterfugios y
de nuestras agresividades, en la cuestión ineludible del
templo, del lugar de encuentro entre Dios y el hombre, del
agua y de la sed. «Ni sobre esta m ontaña ni en Jerusalén»;
¿dónde está, pues, el lugar de la Liturgia nueva, ese lugar
inagotable donde la vida encontraría de nuevo su
Fuente?4.
Para algunos, se trata solo de pozos, sus pozos. ¿La
fuente de agua viva? «La han olvidado, para excavarse cis­
ternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2, 13). Así,
para los activistas de la caridad, el Evangelio es acción y
debe ser tomado en serio: el Lázaro de la parábola está a
nuestra puerta, ¿cómo podrían perder el tiem po en el
banquete simbólico de los malvados ricos? Existen tam ­
bién los puros de la lucha de clases: rechazan entrar por­
que sería un engaño com partir el Agape con los pecadores
que oprim en al pobre fuera del templo. Existen, final­
mente, los místicos solitarios, con alergia a cualquier ce­
lebración: Cristo habría superado la cuestión propo­
niendo el culto «en espíritu y en verdad»; a los ángeles no
se les plantean problemas de fuente.
En el brocal del pozo, el Señor espera tam bién a las
sam aritanas de la Nueva Alianza. Ellas han oído que la
fuente existe y la buscan, pero han olvidado que mana de
Aquel que, a su vez, les pide de beber. La fuente ha llegado
a ser un espejismo. Aquí están los fabricantes de liturgia y
compositores incansables: fascinados por la vida y deseo­
sos de autenticidad, inventan cada vez la celebración de
su propia vida. Allí están los enamorados de lo arcaico y
3 O r íg e n e s , Homilía XII sobre Números.
4 Aquí y a lo largo de toda la obra, en vez de «fuente» podría usarse
«manantial» [N.d.T.].
28
LITURGIA FONTAL
los puristas de la forma: el camino hacia la fuente les
basta, ya que, durante siglos, guió a los creyentes. En este
mismo camino seguro encontramos a los que se evaden
del valle de lágrimas: olvidando por un instante la vida, se
sumergen en la liturgia celestial... pero ¿cuál?
Quedan, y son, sin duda, la mayoría de los fieles, los
que no se hacen tantas preguntas y pasan sencillamente
del sábado a la Resurrección. Su adhesión al domingo y a
su Eucaristía pascual es asombrosa, cuando se advierte
que no saben decir ni siquiera el porqué. Es el «porqué»,
mordaz e insidioso, que plantean tantos jóvenes a sus pa­
dres practicantes: ante las respuestas insatisfactorias, por
legalistas o moralizantes, viene la desafección, lógica para
los jóvenes, dolorosa para los adultos. Pero ni unos ni
otros pueden expresar lo que la Liturgia significa en su
vida.
Hay, finalmente, otro asombro, el de estos mismos jó­
venes cuando, por la casualidad de un encuentro, partici­
pan en una celebración viva, abierta al misterio. «Si fuese
siempre así, confiesan, estaríamos dispuestos a retom ar
el camino de la Iglesia». Pero, para eso, se intuye, sería
necesario que la fe fuese profundizada de otra m anera y
redescubriera con evidencia y convicción lo que es la vida
y lo que es la Liturgia... evidencia que quizá no es lo bas­
tante resplandeciente en sus mayores.
• k ic k

Separada así de la fuente, la celebración litúrgica se


alza como un todo en sí misma, sin unión vital con el an­
tes y el después. Ante su extrañeza, unos vuelven la es­
palda para volver a la vida, a su vida. Otros se obstinan en
cruzar el umbral de lo extraño para que su vida se desva­
nezca en ella un momento o para dramatizar su experien­
cia. Para los primeros, la liturgia es insignificante porque
quieren perm anecer en la realidad de la vida; pero ¿qué
29
JEAN CORBON
vida? Para los segundos, la vida debería encontrar su sen­
tido en la Liturgia; pero ¿qué liturgia? El hiato perm a­
nece, la distancia no es superada.
Sin embargo, la unidad entre Liturgia y vida nos ha
sido ofrecida -«¡si conociéramos el don de Dios!»-, pero
debe ser descubierta y vivida. Si es ignorada o rechazada,
es porque no ha sido alcanzada en su fuente; y esto, por
múltiples causas que no dependen por entero de la cali­
dad de la celebración.
Justamente una de estas causas podría muy bien ser la
confusión, poco discernida, entre Liturgia y celebración
litúrgica. Esta confusión es común a los que practican su
fe y a aquellos que han dejado de hacerlo. Alcanza tam ­
bién a fervientes anim adores de la renovación litúrgica:
dirigen todos sus esfuerzos hacia la celebración, sus for­
mas, sus expresiones, la vida de la asamblea, los textos y
los gestos, el canto y la participación viva de todos; y esto
es necesario. Pero olvidan a veces lo que se celebra, como
si se diera por supuesto. ¿Cómo extrañarse, pues, de que,
tras tantos esfuerzos, la Liturgia no incida en la vida? Se
han renovado los canales, sí, pero ¿y la Fuente?
Da la impresión de que el punto de partida, en unos y
otros, se lim ita al fenómeno litúrgico. Pero ¿por qué no
partir, desde el principio, de la realidad escondida: el Mis­
terio litúrgico? Es posible que cierta teología sacram en­
tal, herencia legítima de largos siglos de reflexión, pese
sobre esta cuestión. En Occidente, sobre todo desde el si­
glo XVI, se ha privilegiado la noción de eficacia en los sa­
cramentos. Es una adquisición, y no se trata de renunciar
a ella. En nuestros días se es más sensible a la noción de
signo; el movimiento litúrgico moderno le debe lo mejor
de sus adquisiciones pastorales y espirituales. Pero limi­
tarse a esta categoría encierra irrem ediablem ente en el
ámbito de la celebración.
•k ic k

30
LITURGIA FONTAL
Volvamos a Orígenes. Antes de hablar de nosotros y de
nuestra celebración, comencemos por escuchar a Aquel
que celebra y que es celebrado. Para evitar ponernos de
nuevo a excavar nuestros pozos, acojamos a Aquel que
nos ofrece la Fuente. «Porque el Verbo de Dios está aquí y
su obra actual es la de remover la tierra del alma de cada
uno de vosotros, para hacer m anar vuestra fuente. Esta
fuente está en vosotros y no viene de fuera, como el Reino
de Dios que está dentro de vosotros»5. Antes que ser una
celebración, la Liturgia es un acontecimiento. La cuestión
no es tanto celebración y vida como Liturgia y Vida. El
acontecimiento total de Cristo es de otra amplitud y pro­
fundidad: es el Misterio.

5 O r í g e n e s , H om ilía X III sobre el Génesis.

31
I

EL MISTERIO DE LA LITURGIA

33
Capítulo I
«EL MISTERIO ESCONDIDO DURANTE SIGLOS»
(Ef 3, 9)

«El ángel me m ostró el Río de Vida, lím pido como


cristal, que m anaba del trono de Dios y del Cordero. En
medio de la plaza, a un lado y al otro del río, hay Árboles
de Vida que fructifican doce veces, una vez cada mes. Y
sus hojas pueden curar a las gentes» (Ap 22, 1-2).
En esta última visión, el vidente de Patmos vislumbra
la indescriptible Energía de la Trinidad Santa en el cora­
zón de la Jerusalén mesiánica, esta Iglesia de los últimos
tiempos donde nos encontram os. Si nos dejamos em ­
papar por el Río de Vida, nosotros nos convertimos en ár­
boles de Vida: nos arrebata el Misterio que ese Río simbo­
liza. Sí, es el Misterio por excelencia, aquel en el cual san
Pablo contempla todo el designio de salvación realizado
por el Dios Vivo en la historia. También a nosotros, en el
umbral de su consumación, se nos concede comprender,
mediante la fe, su principio y su desarrollo. Porque se m a­
nifiesta, se realiza y se comunica según una Economía sa­
biam ente ordenada, en los tiempos y momentos fijados
por el Padre1.
Del seno del Padre, de las profundidades escondidas
de las que m anará el Río de Vida en el principio de los
tiempos, nada podríamos decir, si el Hijo único no nos lo
1 E f 3, 9. La Economía, es decir, la distribución, el ordenamiento
por etapas de la realización del Misterio de Cristo.
35
JEAN CORBON
hubiese revelado (Jn 1, 18). Pues es el Misterio «envuelto
en silencio durante siglos eternos» (Rm 16, 25), y «nadie
conoce quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar» (Le 10, 22). Según la feliz fór­
mula de los Padres y de los Concilios de los primeros si­
glos, solo mediante la Economía se entra en la Teología:
la Trinidad Santa no se nos revela, sino a través de su De­
signio de am or realizado en favor de los hom bres y con
ellos. Al final de este libro y según otra expresión patrís­
tica2, resultará también evidente que solo en la Liturgia se
vive la Teología: «Conocerte a Ti, el único Dios verdadero,
y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
Aquel que es engendrado antes de todos los siglos nos
introduce en el Misterio: el Dios vivo y verdadero es Pa­
dre. Porque Aquel que es la fuente creadora de todo lo
que existe es eternamente fuente en el corazón de la Trini­
dad. El Padre es Fuente del Verbo que expresa y del
Aliento que espira. Pero es Fuente de Comunión: su Hijo
es todo hacia él, ofreciéndole en su resplandor todo lo que
él es y que es engendrado por el Padre; su Espíritu es todo
de él, devolviéndole en su Acogida el Don que él es y que
procede del Padre. En la Comunión de la Trinidad Santa,
ninguna persona es nombrada para sí misma. Ni en sí ni
para sí, términos que entre nosotros son signos de seque­
dad y de muerte. En la Comunión del Dios vivo, el miste­
rio de cada persona es ser para el Otro: «Oh, Tú».
El Padre es omnipotente antes de todos los siglos, por­
que es Fuente de Don y de Acogida. Así, la Trinidad una y
adorable es Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu.
Aquí está la Vida en su m anar eterno: el Río de Vida, con­
templado por Juan en el corazón de la historia, es Energía
de Amor antes de que el mundo fuese.
Sí, el Río misterioso que es la Comunión divina es una
efusión de Amor entre los Tres. Esta es la Vida eterna.
2 Especialmente, en san Máximo el Confesor.
36
LITURGIA FONTAL
Cada Persona es Don y Acogida, sin variación, pero tam ­
poco inmóvil. Im pulso enam orado del Otro pero en la
transparencia pura, Alegría donada gratuitamente y aco­
gida librem ente... Flujo y reflujo de la Comunión, este
ritmo del Amor del que desborda el Amor, ningún ser vivo
puede acercarse a él, si no es rasgando el velo de lo que es
m ortal. El corazón del hom bre no puede contener esta
Alegría inefable hasta que haya roto el último apego a sí
mismo.
Este Río es Amor, pero de un Amor que no ha llegado
al corazón del hombre. Este Río es Vida, pero de una Vida
que no m ana del corazón del hombre. Porque este Río,
esta Energía es Totalmente-Otro: es la efusión de nuestro
Dios tres veces Santo. Por ser Totalmente-Otro, nuestro
Dios es Santo: «Santo, Santo, eres todo Santo, Tú, tu Hijo
único y tu Espíritu Santo»3. La Comunión trinitaria es
Río de Vida, o, lo que es lo mismo, Amor, porque es Santa.
Cuando Jesús nos revela que «quien quiera salvar su vida,
la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la sal­
vará» (Le 9, 24), esta palabra del Verbo es infinitamente
más que una máxima de sabiduría, ella nos sumerge en la
fuente del Río de Vida, de Amor y de Santidad. Y, cuando
esta corriente de Amor llegue a desbordarse, esta m ani­
festación de la Santidad escondida se llamará su Gloria:
la Economía de la Salvación y nuestras anáforas eucarís-
ticas comienzan por aquí4.
En el principio
No podemos entrar en la luz de la visión de Juan más
que superando el reparo de las especulaciones teístas y ra­
cionales sobre la creación. En la corriente del Río de
3 Anáfora de San Juan Crisóstomo, inmediatamente después del
canto del Sanctus.
4 Cfr. el sentido del triple «Sanctus» (Is 6) como preludio de la gran
anámnesis de la plegaria eucarística.
37
JEAN CORBON
Vida, la explosión de lo creado en la luz es el primer mo­
m ento de lo que nuestra fe llam a Tradición, mejor, la
santa y viva tradición. En el principio, la Comunión de
Amor de la Trinidad Santa se entrega. Es este don el que
es Principio. El Padre entrega su Verbo y su Aliento, y
todo es llamado a la existencia. Todo es don Suyo, mani­
festación de su Gloria: nada es sacro o profano, todo es
pura efusión de su Santidad. Nuestro Dios no hace esto o
aquello como la Causa primera del dios de los filósofos: se
da en todo lo que es, y eso es porque Él mismo se da. Dice
y eso es, ama y eso es bueno, se da y eso es bello.
Pero, en esta primera creación, la Trinidad Santa está
oculta. La Tradición es, desde su origen, el misterio de un
Amor desgarrado. El Padre se entrega, pero ¿quién le
acoge? Su Palabra es dada, pero ¿quién responde? Su Es­
píritu es derram ado, pero todavía no es com partido. La
creación es puro Don, pero aún en espera de Acogida. En
este principio, lo ignoramos tan a menudo, el Dios vivo
vive su prim era kénosis5: su Amor se revela en ella, pero
en la penumbra de una promesa ignorada.
Entonces aparece el hom bre6. Porque Dios es Santo,
llama al hombre a ser «a su imagen»7. Hombre y mujer: esta
criatura única es esencialmente propuesta, no impuesta, la
única que no está hecha, sino siempre por nacer, el lugar de
la más profunda kénosis del Dios vivo porque es el tesoro de
su más grande amor. Según el poema litúrgico de la crea­
ción del hombre, Dios no dice: «¡Que el hombre sea!»,
como lo hace con todas las demás criaturas, sino: «Haga­

5 Cfr. Flp 2, 7. «El verbo griego kenóo significa literalmente vaciarse


de sí mismo. De lo que Cristo se ha despojado libremente no es de la na­
turaleza divina, sino de la gloria que le corresponde por derecho, que
poseía en su preexistencia, y que debería reflejarse en su humanidad. Él
ha preferido privarse de ella, para recibirla solo del Padre como recom­
pensa por su sacrificio» (Biblia de Jerusalén).
6 Anunciador del «Entonces aparece Jesús» en Mt 3, 13.
7 Cfr. la relación entre la santidad divina y la creación del hombre
en las anáforas orientales.
38
LITURGIA FONTAL
mos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26).
En esta decisión se encuentra todo el riesgo y la espera del
Amor que se entrega: el hombre es llamado, pero ¿será él la
acogida, la respuesta, el cara a cara del Rostro adorable?
El Río de Vida está recorrido, en efecto, por un im ­
pulso de ternura, por una atracción inaudita. La Energía
del Dios Santo, su Comunión de Amor está habitada por
un deseo, una impaciencia, una pasión: «Morar entre los
hombres» (Pr 8, 31). En el principio del hombre -de cada
hom bre- se encuentra esta efusión de amor en el seno de
la Trinidad que nos llama a la vida en medio de un desga­
rram iento; de la m irada del Padre en su Hijo querido
mana la Sed de Dios, su sed del hombre. De esta forma,
en el principio, nace la nostalgia de Dios: el hom bre...
Pero será necesario recorrer muchas etapas para llegar al
brocal del pozo donde el Verbo nos espera: «Dame de
beber... Si conocieras el Don de Dios» (Jn 4, 7-10).
El tiempo de las promesas
Todo el dram a de la historia está entre este Don y esta
Acogida: la pasión de Dios por el hombre, y el hombre,
nostalgia de Dios. ¿Aceptará el hombre llegar a ser Arbol
de Vida o, al contrario, pretenderá coger su fruto para sí?
De hecho, la historia va a hundirse cada vez más en el
tiempo del rechazo, de la esterilidad y de la muerte, mien­
tras, caminando en su kénosis, el Río de Vida va a hacer
eclosionar en el silencio el tiempo de las promesas.
«Impulsado por el gran amor con que nos ama» (E f 2,
4), el Padre no puede dejar de dar su Palabra: la promesa
es confiada a un hombre y, a través de él, a una multitud.
Es el segundo tiempo del misterio de nuestro Dios que se
entrega, de su Tradición: la Economía de la salvación está
en su aurora. Por la fe, el hom bre va a com enzar a ha­
cerse respuesta, acogida, alianza. La semilla de la Resu­
rrección es sembrada en el tiempo de la muerte.
39
JEAN CORBON
De Abrahán a M aría, el Espíritu Santo prepara pa­
cientemente la preliturgia del Verbo, su prótesis8 escon­
dida. En efecto, los acontecimientos salvífícos atraviesan
esta noche de muerte, el Espíritu reúne una comunidad
que los vive y suscita profetas que revelan su significado:
la Pascua y el Éxodo, la Alianza y el Reino, el Exilio y el
retom o de los Pobres, el Templo y la Ley... es el tiempo de
la aventura de Dios y de su pedagogía en favor del hom­
bre, el tiem po de búsqueda m utua, de la Fidelidad del
Santo en medio de las infidelidades de su pueblo pecador.
Es también el tiempo en que se repiten las palabras profé-
ticas y los sacrificios cultuales: nada puede aún vencer la
repetición, dom inio de la m uerte, hasta que llegue el
Acontecimiento que «de una vez para siempre» librará a
los hombres de la muerte. El tiempo de las promesas es
un tiempo que se desarrolla pero que está aún vacío, he­
rido por la ausencia pero sobrellevado con la espera:
tiende hacia la Plenitud, hacia la Presencia más allá de la
nostalgia. Es el tiempo de la nube luminosa, pero no aún
del Día. «Aquel Día», después de tantas preparaciones y
figuras, será el Advenimiento del Misterio.

8 La «prótesis» o «prosfora» es la preparación del pan y del vino an­


tes de la celebración de la Liturgia eucarística en las Iglesias orientales.
40
Capítulo II
LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS
O EL ADVENIMIENTO DEL MISTERIO

Desde el principio de los tiempos, el Río del Misterio


riega la tierra de los hombres para que llegue a ser habita­
ble, y prepara «su morada con ellos» (Ez 37, 27 y Ap 21,
3). Él arrastra a Abrahán hasta la confluencia de la Pro­
mesa, «ahonda la vía entera del conocimiento»1, y camina
a través del desarrollo de los tiempos. Pero él no puede
ser nombrado hasta que sea «recibido por los suyos» (Jn
1, 11); su Don inagotable no será reconocido más que si
es acogido. El Río no tom ará nom bre más que cuando
mane en otra fuente. Entonces, como un eco, resonará el
Nombre: será como un encuentro, como dos deseos2 que
se sacian uno a otro al nombrarse mutuamente.
El Verbo se hace carne: la kénosis del Hijo
He aquí el tercer tiempo de la Tradición del Misterio.
La poderosa Energía del Don que se ofrece encuentra al
fin esa otra fuente, ahondada y purificada por siglos de
espera, la fuente de la Acogida, la hija de Sión: María.
En «aquellos días», el profeta de la restauración, Eze-
quiel, había vislumbrado que saldría agua de debajo del
Templo (Ez 47, 1). Pero la fuente está escondida. El
1Ba 3, 37: se trata de la Sabiduría encarnada en la Ley.
2 Literalmente, «sed» en plural [N.d.T.].
41
JEAN CORBON
tiempo de la Promesa lleva aquí su ofrenda: la paciencia
de los justos y su fe en la noche, los salmos de alabanza y
de gemido, el sufrimiento de los Pobres y su fidelidad, un
pueblo de esperanza alimentado de la Palabra, un pueblo
de pecadores continuam ente recreado por pura m iseri­
cordia... Toda la Energía del Don, pacientemente espar­
cida en el corazón de Jerusalén, desem boca aquí: una
fuente en la cual toda la Energía de vida será Acogida.
Portadora del Verbo, mucho antes de concebirlo, María
aprendió a ofrecerse de Aquel que es todo entero consen­
timiento al Padre. Formada por el Espíritu, ella ve, sin sa­
berlo, que la actividad más fecunda del hombre es ser ca­
paz de su Dios. De modo que la hum ilde sierva puede
responder al Anuncio con todo su ser, mediante la Pala­
bra m ism a de su Señor en el principio de los tiempos:
«Hágase» (Le 1, 38 y Gn 1, 3).
María dice sí, y el Espíritu sobreviene y une el Verbo y
el Sí, la Energía divina y la Energía humana, el Don y la
Acogida. El Espíritu del Padre es el Artífice de esta
alianza, finalmente consumada, entre el Verbo y la carne.
En la primera creación, todo lo que existe es «llamado de
la nada a la existencia»3. En esta nueva creación que co­
mienza, Aquel que es engendrado eternamente por el Pa­
dre es formado de una tierra viva, de todo el ser de su ma­
dre. «¿Cómo sucederá eso?» (Le 1, 34). Esta pregunta de
María, preludio de todos los cómos de la Nueva Alianza,
encuentra su respuesta en el Espíritu Santo en este pri­
mer Pentecostés, escondido, en Nazaret.
Aquel que nacerá de la hija de Sión no es concebido
por un querer de hombre ni por un determ inism o de
causas4, sino por el poder del Espíritu Santo. Él, la efu­
sión del am or del Padre, asume y fecunda la Energía de
Acogida de la Virgen María. La era de la m isteriosa si­
3 Anáfora de San Juan Crisóstomo.
4 Jn 1, 13: «la carne y la sangre», expresión semítica para indicar el
determinismo de nuestro mundo.
42
LITURGIA FONTAL
nergia5 entre el Río de Vida y el mundo de la carne queda
inaugurada; en la nueva creación, de ahora en adelante,
toda concepción será virginal. En la Encarnación del
Verbo, María no es un lugar inerte, sino que, con todo su
ser personal, se ofrece, se da, se entrega al Espíritu Santo.
Del mismo modo, el Padre no envía desde lejos a su Espí­
ritu para realizar su designio redentor: El se da, al entre­
gar a su Hijo único, en su Espíritu de amor. Desde la si­
nergia de este prim er Pentecostés, todo es gratuito,
personal, poder del Espíritu. Quien no queda im presio­
nado por este m isterio de la concepción virginal del
Verbo, no puede acoger «la revelación de lo que debe lle­
gar pronto» (Ap 1,1), porque siempre será así como el Río
de Vida entrará en nuestra carne.
De ahora en adelante, todo lo que es carne está im ­
pregnado de la Energía del Amor. Cuando el Río de Vida
se une a la Energía de la Acogida, toma nombre; al fin, el
Nombre humano con el que el Padre se dice y nos dice a
su Hijo amado: JESÚS. Entonces, ¡estalla la Alegría! La
Fuente está aquí, todavía escondida en la kénosis, pero ha
nacido6. El Advenimiento del M isterio eterno sacude y
abre nuestro tiempo mortal; el poder de Don del Espíritu
de Amor y el poder de Acogida de la pobre de Yahvé lo van
a llenar: se llenará de Aquel «en quien habita corporal­
mente la Plenitud de la Divinidad»7. Es, en efecto, la «Ple­
nitud de los tiempos» (Ga 4, 4): el cumplimiento de la es­
pera del tiem po de las prom esas, la entrada de la
Presencia de Dios «en el país del olvido» (Sal 88, 13), la

5 Sinergia, término clásico de la teología patrística (literalmente:


co-acción, energía conjunta). Esta expresión desborda, a la luz de la fe,
las categorías racionales de causalidad (coordinada o subordinada) e
intenta dar cuenta de la absoluta novedad de la unión de Dios con el
hombre en Cristo y en la vida cristiana. Toda acción del Espíritu Santo
es en sinergia con el hombre, en Cristo.
^ Cfr. Le 2, 10-14.
7 Col 1, 19: muchos entienden el término «plenitud» como «pleni­
tud de la divinidad».
43
JEAN CORBON
irrupción del Día en la oscuridad de nuestra noche, la ve­
nida del Río de Vida al desierto de nuestra muerte. Y esta
Plenitud es Jesús; no ya palabras del Verbo, sino el Verbo
del Padre en Persona; no ya una ley exterior al hombre,
sino la Gracia que nace en nuestra hum anidad de quien
es la «llena de gracia» (Le 1, 28).
«Entonces aparece Jesús»: la Manifestación
Hay una constante de la Economía de la salvación que
podemos verificar siempre en nuestra vida: las teofanías,
o manifestaciones del Misterio, son a la medida de la ké-
nosis del Amor; cuanto más se entrega nuestro Dios, más
se revela. En su Encarnación, el Verbo «se despojó de sí
mismo, tomando la condición de esclavo y haciéndose se­
mejante a los hom bres»8: ¿cómo lo manifestará el Espí­
ritu?
«Entonces aparece Jesús, viniendo de Galilea hasta el
Jordán, hacia Juan, para ser bautizado por él» (Mt 3, 13).
Jesús va hacia el hombre para ser sumergido en él9, hasta
el bautismo de su muerte. Cuando Jesús aparece, el Mis­
terio de Amor que ha tom ado cuerpo en él penetra el
signo donde se expresa: el Río de Vida, «escondido antes
de los siglos», se sumerge en el río Jordán. El más hu­
milde y el más irrisorio de los ríos del m undo10, desde en­
tonces se convierte en el signo que lleva en sí el Misterio.
Jesús es bautizado con agua, y este es el signo, pero la
realidad manifestada es que, desde entonces, la carne y el
tiem po, el hom bre y el m undo, son penetrados por el
Verbo de Vida, que se ha revestido de ellos de una vez
para siempre.

8 Flp 2, 7. Sobre la «kénosis», cfr. la nota 5 del capítulo 1.


9 Bautizarse, literalmente, «ser inmerso en».
10 El Jordán desciende de las pendientes del Líbano sur a la depre­
sión de Arabia (300 m bajo el nivel del mar cerca de Jericó) y se pierde
en el Mar Muerto.
44
LITURGIA FONTAL
La Manifestación en la carne de la plenitud de la gra­
cia es un misterio de Unción: Cristo11. A partir de ahora,
en Jesús, toda la Energía de Amor impregna la Energía
humana, con una unción que asume y vivifica. En Jesús,
el Padre se da todo entero y el Hijo le acoge. En él, todo lo
humano es ofrecido y el Padre se dilata en lo humano. En
Él se verifica eminentemente la sinergia que dará vida a
todo: no ya una acción divina de una parte y una acción
hum ana de otra, sino un acto de Cristo, crístico, si esta
palabra pudiera hacemos redescubrir el realismo maravi­
lloso de la palabra cristiano. Unión sin confusión, distin­
ción sin separación, dirá cuatro siglos más tarde el gran
concilio cristológico de Calcedonia. Cristo vive a Dios hu­
manamente y al hombre divinamente hasta en el más pe­
queño de sus actos, no según una unidad de modo, sino
de Persona. D urante su vida m ortal, todo m anifestará
esta maravilla de la Unción.
Cuando Cristo habla, sus oyentes escuchan al hombre
Jesús, y es el Padre quien habla en su Verbo encarnado.
Aunque todavía la fe no ha penetrado este misterio de la
unidad entre él y su Padre, las personas sencillas no pue­
den dejar de maravillarse: «¡Jamás un hombre ha hablado
como este hombre!» (Jn 7, 46). Cuando Jesús actúa, sus
reacciones más pequeñas, las más humanas, y no solo sus
acciones asombrosas, son un reflejo del misterio del Pa­
dre. Si Jesús es humilde, no es para fingir ni para acomo­
darnos a su santidad, sino que es verdad, la verdad del
hom bre y la verdad de Dios: nuestro Padre es hum ilde
más allá de todo lo concebible. Cuando Jesús llora, el su­
frimiento misterioso del Padre de amor ha entrado verda­
deram ente en nuestra carne. H abría que leer todo el
Evangelio a la luz de esta teofanía: todo aspecto de la ké-
nosis del Verbo, es decir, de nuestra condición hum ana
auténtica, manifiesta al Santo de Dios que se ha sum er­
11 En hebreo y en griego: aquel que es «ungido».
45
JEAN CORBON
gido en ella. Por el bautismo del Hijo en nuestra humani­
dad, toda carne -persona y comunidad, tiempo y mundo,
sufrimiento y alegría, muerte y vida- está impregnada de la
Presencia del Totalmente-Otro. Irreversiblemente, el tiempo
es ungido con su Plenitud. Todavía no es nuestra respuesta
ni nuestra participación, pero ya a partir de ahora el Río de
Vida ha dado la vuelta al sentido de la historia12.
El Padre mismo sella este advenimiento con su testi­
monio: «este es mi Hijo amado, en quien me complazco»
{Mt 3, 17). ¿Este? Este hombre visible y al que se le consi­
dera hijo de José13 es, en efecto, el esplendor de la Gloria
del Padre14. Por él, cada uno de los hijos dispersos de Dios
podrá llegar a ser la alegría del Padre y su Morada desea­
da15. La voz venida del cielo no anuncia una prom esa,
sino que proclama la exultación asombrosa de un adveni­
miento esperado desde la hondura de los siglos: el hom­
bre desfigurado que se esconde lejos de su Rostro, ¡he
aquí que el Padre lo encuentra de nuevo, por fin, en su
Hijo predilecto!
Ciertamente, él está entre los hombres como «alguien
a quien no conocen» (Jn 1, 26), pero está en medio de
ellos. Este m isterio esponsal, que solo el amigo del Es­
poso16 reconoce, es vivido por Jesús en el secreto de su co­

12 La himnología y la iconografía interpretan a menudo el Sal


113(A), 3 «el Jordán se vuelve atrás», en un sentido que llega a ser rea­
lista dentro del símbolo: cuando Jesús es bautizado, el Jordán (el signo)
retorna a su Fuente (el Río de Vida que significa). El símbolo remite a
su fuente.
13 Le 3, 23 al comienzo de la genealogía que sigue a la narración del
Bautismo.
14 De ahí una variante, considerada apócrifa, en dos manuscritos de
la Vetus latina: «Mientras él era bautizado, una luz intensa se derramó
fuera del agua...». Cfr. la nota de la Biblia de Jerusalén en Mt 3, 15.
15 Cfr. la paloma, como símbolo teofánico del Espíritu Santo en Mí
3, 16, que remite al final de la narración del diluvio: cuando la paloma
no vuelve, indica que la tierra es nuevamente habitable por el hombre
(Gn 8, 12). Es también el signo del principio de la nueva creación (Cfr.
Gn 1, 2).
16Jn 3, 29: Juan el Precursor y Bautista.
46
LITURGIA FONTAL
razón. ¿Quién podrá vislumbrar jamás lo que Cristo ha te­
nido que pasar y experimentar para sellar esta Alianza en
la verdad de su corazón de hombre? Porque es precisa­
mente en este corazón donde se vive desde entonces el
drama del Río de Vida, y en cada momento de su tiempo
mortal. Ser inseparablem ente Dios y hom bre, es decir,
acoger de continuo la Novedad de la Vida del Padre y he­
redar, de su Madre virginal, todo el humus de nuestra hu­
manidad. Ser el lugar de encuentro de dos búsquedas, de
dos deseos17, el lugar de impregnación de dos mundos, el
de la Gracia y el de la carne. Ser la cruz de dos amores y el
foco de su Alianza, la tensión de dos nostalgias y la fuente
que las calma... «¿Quién creyó nuestro anuncio?»18. La
fuente está aquí, y es el corazón del Siervo: lugar de la Pa­
sión de Dios y de la pasión del hombre, lugar de la Com­
pasión. Aquí, Dios ha nacido del hombre y el hombre, de
Dios: lugar del nacim iento y del conocimiento, um bral
donde la muerte se detiene confundida, silencio de la Ale­
gría y del manar... Es en este corazón, por fin, en la última
kénosis, donde el Río va a brotar y la Gloria del Padre se
revelará. Entonces «toda carne la verá» (Is 40, 5): será la
Hora de Jesús, el Acontecer del Misterio.

17 Literalmente, «sed» en plural; por tanto, el sentido es: «lugar de


encuentro de la búsqueda de Dios y la búsqueda del hombre, de la sed
de Dios y la sed del hombre» [N.d.T.].
18 Is 53, 1. Retomado por Jn 12, 38 justo poco antes de la Pasión de
Jesús.
47
Capítulo III
LA HORA DE JESÚS O EL ACONTECER
DEL MISTERIO

El advenimiento del Rio de Vida en nuestra carne ha


inaugurado la Plenitud de los tiempos. La kénosis del
Hijo en su Encarnación es a la medida de la m anifesta­
ción del amor del Padre: sin medida. Sí, «tanto amó Dios
al m undo que entregó a su Hijo único» (Jn 13, 16). El
Verbo se hace carne mediante el Espíritu Santo y la Vir­
gen María: esta kénosis es personal. Nuestra hum anidad
entera es ungida y desposada con Cristo: esta kénosis es
total. Pero no se cumple si no llega hasta el final de nues­
tra condición humana: la muerte. «Habiendo amado a los
suyos, los amó hasta el extremo del amor» {Jn 13, 1). Es,
pues, el momento central de la Plenitud de los tiempos, la
Hora hacia la que tiende todo lo anterior, la de la Cruz y la
Resurrección. En esta Hora decisiva surge el Aconteci­
miento del Misterio.
Los acontecimientos salvíficos realizados por el Dios
vivo en el tiem po de las prom esas eran solo som bras y
balbuceos. Los gestos salvíficos de Cristo durante su vida
m ortal tam bién eran solo signos precursores de su obra
definitiva. ¿Qué significa, en efecto, para nuestro Dios sal­
var al hombre? ¿Impartirle un curso de teología? ¿Darle
una ley moral, aunque sea la del amor? ¿Enseñarle a mo­
dificar sus propias estructuras personales, sociales o cós­
micas? ¿Notificarle detalladamente un culto agradable a
49
JEAN CORBON
su Creador? ¿Revelarle que Dios es Padre, que es bueno y
misericordioso, sugeriéndoselo como lo hacemos noso­
tros unos con otros en nuestros momentos felices? Bien, y
después ¿qué?... Todo esto el hombre lo busca a tientas,
desde hace siglos, en sus religiones, sus filosofías, sus
ciencias y sus ideologías. Los héroes de la justicia y del
amor al hombre no faltan en la historia, incluso reciente.
¿Y después? Después de todo esto, permanece la cuestión
fundamental que angustia al hombre y permanece sin so­
lución real: yo existo, pero existo para la muerte, en todo
momento y en el último instante. ¿De qué sirven modelos
morales y promesas de vida sublime, mientras la raíz de
esta siniestra tragedia sigue sin ser extirpada: la muerte?
No mañana, ahora mismo. Es el único problema serio. Lo
demás es palabrería y evasión.
Si el advenimiento de Dios al hombre no alcanzara esta
profundidad, Dios se burlaría del hombre. Es lo que ocurre
con toda religión e ideología: al no poder exorcizar la
muerte, proponen al hombre no pensar más en ella. Al con­
trario, «la locura del misterio» (1 Co 1, 17-25) es entrar en
la muerte. El advenimiento del Río de Vida en nuestra his­
toria es el único acontecimiento serio porque afronta nues­
tra muerte. «Nadie puede ver a Dios sin morir», nos repite
el Verbo desde la teofanía del Sinaí. Reducir esta experien­
cia a un inexplicable horror sagrado ante el misterio tre­
mendo no solo sería confundir la teología con la patología
del inconsciente, sino que nos devolvería al punto de par­
tida, confesando, además, que el sentido de Dios en el hom­
bre está envenenado por la muerte. No, «a Dios nadie le ha
visto jamás; pero el Hijo único, que está vuelto hacia el seno
del Padre, él lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Haciéndose
hombre se ha vuelto hacia el seno de la muerte, entra en ella
y este es el Acontecimiento decisivo, el único.
Solo Jesús es el Acontecimiento de Dios en favor del
hombre, porque es el advenimiento de Dios con el hom­
bre. No con buenas palabras, predicándonos un Evange­
50
LITURGIA FONTAL
lio maravilloso, sino bebiendo el cáliz de nuestra muerte.
No haciéndonos el bien a distancia, para volvemos aún
más irresponsables, sino ofreciéndonos com partir libre­
mente su Vida incorruptible, desde ahora... si también no­
sotros consentimos en entrar en su muerte por amor, la
única que destruye nuestra muerte. Jesús, vencedor de la
muerte con su muerte y que nos entrega su Vida: he aquí
el único Acontecimiento de la historia, su Cruz y su Resu­
rrección. No dos acontecimientos, sino dos momentos del
mismo Misterio.
El Acontecimiento escondido: la Cruz
Hay una arm onía secreta entre el día de la Anun­
ciación y la Hora de la Cruz. No la que se podría pensar
de inmediato -entre el prim er instante de una existencia
hum ana y su último m om ento-, pues, al contrario, la
Hora de la Cruz traspasa la limitación del tiempo. Tam­
poco la que se podría establecer entre el seno de la madre
donde el Hijo ha sido concebido y la tierra donde será se­
pultado, si bien uno y otra esconden el mismo m isterio
fontal. La armonía secreta entre la Anunciación y la Cruz
está en la kénosis del Hijo predilecto. En aquella co­
mienza, y entonces es semilla frágil; en esta se consuma, y
ya es espiga cargada. En la primera, el Verbo recibe de la
Madre su condición de hombre; en la segunda, acoge de
todos los hom bres el peso de su pecado y de su muerte.
M aría misma, prim eram ente M adre de Jesús, Hijo de
Dios, se convierte ahora en la Mujer {Jn 2, 4 y 19, 26), la
nueva Eva, Madre del Cristo total. Pero la arm onía pro­
funda entre estos dos nacim ientos, entre estas dos ké­
nosis, está, finalmente, en la Energía del Espíritu Santo:
virginal en el Advenimiento del Misterio, lo es más adm i­
rablemente aún en su Acontecer.
Que la concepción de Jesús sea virginal es, se podría de­
cir, una evidencia; en ella, todo resplandece de gratuidad y
51
JEAN CORBON
libertad, el amor del Padre y el consentimiento del Verbo,
la acogida de María y el poder del Espíritu. Ningún querer
humano ni ningún determinismo pueden explicar la En­
camación y la kénosis de amor que se revela en ella. Pero
en la muerte del Verbo encarnado en la Cruz, ¿por qué la
Energía del Don y de la Acogida sigue siendo virginal?1.
En el dram a de la Pasión, aparentemente todo puede
explicarse al nivel de causas y determinismos. Las actitu­
des del corazón humano se mezclan con los datos de las
circunstancias de aquel momento histórico: la ocupación
extranjera, con sus opositores y sus colaboradores, el pá­
nico de las autoridades contestadas y su alianza objetiva,
las ambiciones y las cobardías, el tráfico de intereses y los
celos, las traiciones y las negaciones, la pasividad de una
mayoría silenciosa y la demagogia de algunos agitadores,
la violencia y la desesperación... Es el drama que los hom­
bres han vivido desde siempre. ¿Cómo se llega a la muerte
de Jesús? Se podría explicar mucho más claramente que
la m uerte y el sufrim iento de millones de inocentes en
nuestros días.
Sin embargo, todas estas causas, más o menos libres,
y todos estos determinismos no explican absolutamente
nada respecto al sentido del acontecimiento. Jesús es el
único ser humano que no se ha visto sorprendido por la
muerte y que no la sufre como una fatalidad. No solo no
intenta sustraerse a ella, sino que ni siquiera lucha contra
ella, como hacemos nosotros instintivamente, para inten­
tar retrasarla. No, va hacia ella librem ente, soberana­
m ente2, con toda su vitalidad hum ana y divina, que le
tiene horror, pero la quiere con toda su voluntad de Hijo y
con todo su amor por los hermanos3. Entra en la muerte y
1 La fe musulmana, que admite sin dudar la concepción virginal de
Jesús, encuentra, por el contrario, su principal piedra de escándalo en
su muerte.
2 Este rasgo está especialmente marcado en el cuarto Evangelio.
3 Para todo este parágrafo, releer Hb 2, 9-18.
52
LITURGIA FONTAL
la afronta en com bate singular, él solo por todos. «Mi
vida, nadie me la quita, sino que yo la doy voluntaria­
mente» (Jn 10, 18).
De nuevo, entendámoslo bien4: que el Dios vivo cree
de la nada es admirable, pero no asombroso; es algo que
se deduce. Que el Verbo se encame por la sinergia del Es­
píritu Santo «y» de la Virgen María es infinitamente más
admirable, es asombroso, aunque la Energía del Espíritu
no pueda ser más que virginal. Pero que el Verbo de vida
se ofrezca a la m uerte voluntariam ente, sin resistencia,
esto es lo escandaloso; y, sobre todo, que con su muerte
destruya la muerte, ¡esta es la locura por excelencia!5. Sí,
«nosotros predicam os un Cristo crucificado, escándalo
para los judíos, locura para los gentiles, pero, para los lla­
mados, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1
Co 1, 23 ss).
Cuando Jesús es arrestado, se niega a com batir; sus
apóstoles no son su guardia personal. Cuando se burlan
de él, lo flagelan, lo condenan y lo crucifican, la firmeza
de sus palabras, que desarma, y su perdón a los verdugos
manifiestan el mismo misterio: a los hombres, dominados
por la mentira y el odio y que polarizan sobre él todo su
poder de m uerte, el Hijo amado no opone la violencia,
otro poder de la m uerte. ¡No desea la m uerte del peca­
dor!; al contrario, quiere que viva. Por eso, Jesús no ataca
al hombre, sino a la muerte, de la que el hombre es prisio­
nero. Su no-violencia no es debilidad ni objeción de
conciencia: es la fuerza del Amor. Aunque los hom bres
quieren «destruir el árbol en su vigor y arrancarlo de la
tierra de los vivos» (Jr 11, 19), en realidad levantan el
Árbol de Vida cuyas hojas podrían curarles (Ap 22, 2). En
la hora en que se consuma la kénosis, la no-violencia del
4 Cfr. el capítulo II.
5 Locura para toda antropología o religión que esquive la muerte.
Cfr. la nota 1. Fuera de Cristo, se puede solo esquivarla o suicidarse.
Cfr. A. Camus en Calígula o el mito de Sísifo.
53
JEAN CORBON
Amor es omnipotente. En el mismo instante en que el hom­
bre cree entregar a la muerte el Autor de la Vida, es él quien
se entrega para dar la Vida a quienes son esclavos de la
muerte. En la hora de Jesús, el drama de la tradición, de la
entrega divina, alcanza su plenitud de Gracia y de Verdad.
La kénosis de la Encarnación era la aurora de la Gra­
cia; la de la Cruz es su esplendor en las más oscuras tinie­
blas. Estas imágenes son quizá símbolos, pero no hipér­
boles, porque la realidad es aún más desconcertante. En
efecto, cuando el día comienza, ¿qué acontece? La noche
se disipa. La noche no era nada más que una ausencia, en
sí m ism a no existía; nada produce la noche, y, sin em ­
bargo, cuando está, nada existe para nadie, los hombres
no se reconocen siquiera. Como tal, la noche está vacía de
sentido y le quita el sentido a todo. Ahora bien, en el vacío
de todo acontecimiento humano, en el fondo del abismo
del corazón del hombre, hay una noche, la de la muerte y
el pecado6, del sin sentido y la ausencia. Esta noche, «la
carne y la sangre» (Jn 1, 13; 1 Co 15, 50) no pueden disi­
parla; nada externo al hombre puede derram ar la luz en
ella. Reina en el corazón y, desde ahí, recubre todo con su
velo, desde las profundidades del hom bre hasta sus es­
tructuras m ás conscientes. Solo Aquel que es la Luz
puede asum ir lo hum ano sin estropear nada en él: es la
kénosis de su Encarnación. Y solo este Hombre-Dios, con
quien la muerte no tiene complicidad, puede entrar en la
noche más oscura de la muerte: es la kénosis de su Cruz.
Entonces, en pleno día «el sol se eclipsó y se oscureció
toda la tierra hasta la hora de nona» (Le 23, 44). Cuando
los verdugos alzaron en la cruz al Señor de la Gloria, ¿sa­
bían lo que hacían? Cuando la Luz se sumergió en medio
de las tinieblas, ¿qué sucedió? No una romántica aurora,
sino un combate, la Agonía que decidió la salvación de to­
6 Literalmente, «de la muerte y la fractura» [N.d.T.]. «Fractura» e
el término hebraico y semítico más frecuente para expresar el pecado
se inspira en la imagen del fin fallido, de la rotura (Khata’a).
54
LITURGIA FONTAL
dos los hombres. La Muerte se alimenta de mentiras y en­
gendra engaño; se nutre de apariencia y deja el vacío tras
de sí. Aquí, a la hora de nona, «la Hora de las tinieblas»
(Le 22, 53), se apodera de su presa... pero será ahogada
por quien cree devorar. Es «presa del miedo»7: Aquel que
entra en ella no es mortal porque haya caído en las redes
del pecado, sino que es mortal por amor, mortal por Gra­
cia y Verdad. Entonces, la muerte es engañada, su men­
tira se vuelve contra ella. Cuando la Verdad resplandece8,
la mentira es confundida y se disipa como la noche ante
el Día que amanece. La Muerte ya no existe: el Hijo del Vi­
viente la ha destruido con su propia muerte9.
El Acontecimiento manifestado: la Resurrección
Poco a poco se va a manifestar este Acontecer del Mis­
terio. En su Advenimiento, en el momento del Bautismo,
Jesús vio abrirse el cielo: el Padre le reveló como su Hijo
predilecto y el Espíritu confirmó este testimonio. Ahora,
en la Hora en que se cumple la Economía de la salvación,
es Jesús quien abre al hombre, errante lejos de Dios, el
jardín de la Vida, «el paraíso» {Le 23, 43). Y es que desde
ahora la Fuente ya está aquí.
La efusión de am or de la Trinidad Santa estalla en
nuestra carne: el Padre se ha dado por entero al entregar­
nos totalmente a su Unigénito y a su Espíritu y, al mismo
tiempo, Jesús se entrega totalmente al Padre y nos da su
Aliento: «'Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu’... e
inclinando la cabeza entregó su Espíritu» (Le 23, 46 y Jn
19, 30). Cuando el Verbo expira con un gran grito, el velo
7 Cfr. la Homilía pascual atribuida a san Juan Crisóstomo, leída al
final del Oficio pascual en la Liturgia bizantina.
8 Cfr. ¡a respuesta de Jesús a Pilato: «Yo he venido al mundo para
dar testimonio de la verdad» {Jn 18, 37).
9 «Cristo ha resucitado de entre los muertos: por la muerte ha des­
truido la muerte y a los muertos les ha dado la Vida» (Tropario pascual
de la Liturgia bizantina).
55
JEAN CORBON
del templo se rasga de arriba abajo (Me 15, 37 ss). Ya no
será ahí, ni en ningún otro lugar, donde se le adorará, por­
que el Santo de los santos se ha revelado ahora: es el cora­
zón desgarrado del Padre. La Fuente de la que m ana la
Vida, la Energía del Amor, está aquí: no ya en testimonio
y en promesa, como en el Bautismo, sino en silencio y en
realidad, en el Cuerpo del Hijo amado.
La Cruz es la primera teofanía de la Fuente y, por ha­
berla contem plado con sus propios ojos de carne, Juan
podrá más tarde penetrar su misterio en la última visión
del Apocalipsis (22, 1 ss). Cuando «uno de los soldados,
con su lanza, atravesó el costado» de Jesús, «al instante
salió sangre y agua» (Jn 19, 34). «El agua desciende de de­
bajo del lado derecho del templo» (Ez 47, l)10, del verda­
dero tem plo que es su Cuerpo (Jn 2, 21). A partir de
«aquel día», «hay una fuente abierta para David y para los
habitantes de Jerusalén» (Za 13, 1).
«Había un jardín en el lugar donde había sido crucifi­
cado y, en este jardín, un sepulcro nuevo, en el que toda­
vía no había sido puesto nadie» (Jn 19, 41). Es ahí donde
depositan a Jesús. En la primera creación «salía de Edén
un río para regar el jardín» (Gn 2, 10). Durante el gran sá­
bado de Pascua y hasta la aurora del Día de la nueva crea­
ción, la Fuente permanecerá sepultada en el jardín. Como
el seno de la Virgen en la Anunciación, así la tierra acoge
a su Señor e Hijo. En el silencio de las profundidades, es
la última «Preparación» (Jn 19, 42). El sábado también se
cumple en el trabajo de su Señor; su última obra será im­
pedir que se em balsam e el Cuerpo de Jesús: el tiem po
m ortal era tan solo preparación; aquí lo tenemos ahora
colmado con el Acontecimiento de la Pascua.
En efecto, pues m ientras todo trabajo se detiene, el
Padre «no cesa de trabajar» (Jn 5, 17) para llevar a tér­
10 Si el corazón de Cristo fue traspasado por la lanza del soldado,
golpe fue dado en el lado derecho.
56
LITURGIA FONTAL
mino la obra maestra de su tradición de amor: el Cuerpo
de su Unigénito, que ha cargado con el pecado de todos y
asumido su muerte, el Padre lo penetra con su Aliento y lo
hace surgir Vivo e incorruptible. No se puede describir
este Acontecimiento. Toda iconografía que se arriesgue a
hacerlo será miserablemente apócrifa. Si se pudiese ima­
ginar el surgir de entre los muertos del Viviente que se ha
sumergido en su ausencia, entonces su Cuerpo estaría to­
davía al alcance de nuestros sentidos y, por tanto, de la
muerte. El silencio de la Resurrección es aquí, más que
nunca, el misterio del Reino que viene11. De ahora en ade­
lante, en su hum anidad integral, Jesús ES; toda aparien­
cia sería todavía signo de muerte. Por eso, no se aparecerá
a sus discípulos como si fuera un ausente que hace apari­
ciones, sino que, según la claridad del lenguaje evangé­
lico, se dejará ver por ellos. Él no cambiará de forma, él
ES; son ellos quienes, a la medida de su fe, lo reconocerán.
Porque el Cuerpo que surge vivo de la tum ba ya no es so­
lamente el de la sed del hombre, sino, ahora y por siem­
pre, el de la Fuente de vida.
La Resurrección: el manar de la Liturgia
«Cuando pasó el sábado» (Aíc 16, 1) -y pasó definitiva­
mente este símbolo cíclico de nuestro tiempo mortal-, las
portadoras de aromas pudieron ir a la tumba «al despun­
tar la aurora» {Le 24, 1); se había levantado ya el día, el de
la creación liberada de la muerte, el Día que no conoce el
ocaso. «¿Por qué buscáis entre los m uertos al que está
Vivo?» {Le 24, 5). ¡Cristo ha resucitado, verdaderamente
ha resucitado! Por lo tanto, todo comienza.
La Vida mana de la tumba, más límpida que del cos­
tado traspasado, más vivificante que del seno de la Virgen
María. En la tumba, donde no cesa de ir a expirar la sed
11 San Isaac de Nínive.
57
JEAN CORBON
del hom bre, la sed de Dios viene a recogerla. Ya no se
trata solo de la sed que busca la Fuente, sino de la Fuente
que se ha hecho sed y m ana en ella. «Dame de beber...
tengo sed» (Jn 4, 7 y 19, 28): el Río de Vida estaba en ké­
nosis en el cuerpo mortal de Jesús. Pero, al penetrar nues­
tra muerte, puede brotar de nuestra tierra en el Cuerpo
incorruptible de Cristo. La tum ba perm anece como el
signo del amor hasta el extremo con que el Verbo ha des­
posado nuestra carne, pero no es ya el lugar de su Cuerpo:
«No está aquí», insisten los tres Sinópticos. Este Cuerpo
se ha convertido en el principio de la Alianza totalmente
nueva de la Resurrección. Ahora, el flujo y reflujo de la
Pascua se unen: en Cristo resucitado, el Verbo encarnado
es Hombre viviente y el hombre llega a ser hijo de Dios.
En él, la pasión del Padre por el hombre se ha cumplido:
«Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy»12.
En este día de nacim iento, el Río de Vida, al derra­
marse desde la tum ba hasta nosotros en el Cuerpo inco­
rruptible de Cristo, se ha convertido en LITURGIA. Su
fuente ya no es solo el Padre, sino también el Cuerpo del
Hijo de ahora en adelante totalm ente penetrado de su
Gloria. Si todo el dram a de la historia se juega entre el
Don de Dios y la acogida del hombre, alcanza en este Día
su punto culminante, su Principio eterno, porque las dos
Energías se han unido para siempre. El consentimiento
del Hijo a nacer eternamente del Padre ha invadido total­
mente el Cuerpo de su hum anidad. Por esta Unción so­
breabundante de Vida, Jesús resucita y llega a ser Cristo
en plenitud. Esta alianza de sus dos Energías, divina y hu­
mana, hace de Cristo resucitado Fuente inagotable de la
Liturgia. Antes, el Río de Vida estaba en kénosis en su
Cuerpo, escondido y limitado por su carne mortal; como
12 Este versículo del Salmo 2 es interpretado sobre todo en este sen­
tido pascual en el kerigma apostólico y en la catequesis de los Padres:
para el Día de la Resurrección o para la Ascensión, que confirma la Re­
surrección.
58
LITURGIA FONTAL
el prim er Adán, Jesús era «alma viviente». Pero, cuando
surge de la tumba, se convierte en «espíritu vivificante» (1
Co 15, 45). Desde ahora, en su Humanidad integral -natu­
raleza, voluntad y energía-, Jesús es el Viviente. Por tanto,
él está unido al Padre, irradiando de su Cuerpo la Gloria
de Dios; unido a la Fuente, él da la Vida (cfr. Jn 5, 20 ss y
26 ss). El Río de Vida puede ahora m anar del Trono de
Dios «y» del Cordero. La Liturgia ha nacido: la Resurrec­
ción de Jesús es su prim er manar.
¡No im aginem os este Acontecimiento como si fuese
algo del pasado! Cierto, ha sucedido una vez en nuestra
historia: es un Acontecimiento y no un símbolo. Pero ha
sucedido «de una vez para siempre»13. Nuestros aconteci­
m ientos ocurren una vez, pero nunca de una vez para
siempre: pasan y pertenecen como tales al pasado. La Re­
surrección de Jesús no está en el pasado; si así fuera, Je­
sús no habría vencido nuestra muerte. Porque la muerte
de Jesús, m ás allá de sus circunstancias históricas, las
cuales sí han pasado, es por sí m ism a la m uerte de la
m uerte. Ahora bien, el acontecim iento por el que la
muerte ha muerto no puede pertenecer al pasado; en tal
caso, la m uerte no habría sido vencida. En tanto que
pasa, el tiempo es prisionero de la muerte; desde el mo­
mento en que es librado de ella, ya no pasa. La hora hacia
la que tendía el deseo de Jesús «ha llegado y estamos en
ella» siempre: el Acontecimiento de la Cruz y la Resurrec­
ción no pasa.
Este es el único Acontecimiento de la historia. Todos
los demás acontecimientos han m uerto o morirán, solo
este permanece. «Cristo, una vez resucitado, ya no muere
más» (Rm 6, 9). No ha sido reanimado como Lázaro, la
hija de Jairo o el hijo de la viuda de Naín. Estos recomen­

13 Cfr. Rm 6, 10 y passim en la carta a los Hebreos: la expresión no


es empleada más que para la Muerte y Resurrección-Ascensión de Je­
sús.
59
JEAN CORBON
zaron una existencia mortal y, finalmente, m urieron sin
retom o. Para Cristo, y para él solo primero, resucitar es
pasar por la muerte y, en su Humanidad integral, ir más
allá de la muerte. Él ha traspasado el muro de la muerte...
y, por tanto, el del tiempo mortal. Este advenimiento del
Verbo de Vida en nuestra carne y hasta el vacío de nuestra
muerte es el único que merece llamarse Acontecimiento,
porque por él todos los muros de la muerte han sido de­
rrum bados y ha surgido la Vida. Esta H ora en que el
Verbo, dando un gran grito, entrega su Espíritu de amor
para que el hom bre viva, ya no está en el pasado: esta
Hora es, permanece, atraviesa la historia y la sostiene.
Este poder inaudito del Río de Vida en la humanidad
de Cristo resucitado: he aquí la Liturgia. En ella, todas las
prom esas del Padre encuentran su cum plim iento (Hch
13, 32). Desde entonces, la Comunión de la Trinidad
Santa no cesa de derram arse en nuestro m undo y de
inundar nuestro tiempo con su plenitud. Desde entonces,
la Economía de la salvación se ha convertido en Liturgia.
En esta perspectiva, la relación entre celebración y
vida es una cuestión secundaria. Lo primero es la relación
de una y otra con el Acontecimiento de la Pascua que
brota en el corazón de todo acontecim iento. En Cristo
vivo, «que no está aquí», sino que ha resucitado, que lo
llena todo y que tiene las llaves de la muerte, el corazón
de Dios y el del hombre son como los dos latidos del cora­
zón de la historia. Ahí mana la Fuente.

60
Capítulo IV
LA ASCENSIÓN Y LA LITURGIA ETERNA

«El Río de Vida que mana del trono de Dios y del Cor­
dero» (Ap 22, 1) caminaba escondido en el desarrollo de
los tiempos, los de la Promesa y de la paciencia de Dios.
«Cuando llegó la Plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4), el
tiempo de la Encarnación, entró en nuestro mundo y asu­
mió nuestra carne. En la Hora de la Cruz y de la Resurrec­
ción, manó del Cuerpo de Cristo, incorruptible y vivifi­
cante: desde entonces, el Río de Vida es Liturgia. Un
tiempo nuevo comienza entonces dentro de este tiempo1
nuestro, donde la Muerte, tras su derrota decisiva, libra
su combate en todos los frentes, pero donde la Pascua del
Señor va a penetrar las profundidades del hombre y de la
historia: son los últimos tiempos2.
Como la Hora de Jesús es inseparablemente la de su
Cruz y su Resurrección, así el momento3 en que se inau­
guran los últimos tiempos es inseparablemente el de la As­
censión del Señor y la Efusión de su Espíritu. La relación
que une esta H ora y este momento se ha de buscar no
1 Expresión paulina en oposición al tiempo que viene.
2 La Biblia, al revelar la Economía de la salvación, distingue los
tiempos de su realización: el principio de los tiempos, el desarrollo de
los tiempos (Antiguo Testamento), la Plenitud de los tiempos, los últi­
mos tiempos en que nos encontramos y la consumación de los tiempos.
3 Además de los tiempos, el vocabulario bíblico distingue los mo­
mentos determinantes, decisivos, en los que se realiza la Economía de
la salvación. Cfr. Hch 1, 7 y su nota en la Biblia de Jerusalén.
61
JEAN CORBON
tanto en su sucesión cronológica -sería quedarse al nivel
del tiempo mortal4-, sino en el despliegue de la Energía di-
vino-humana en la cual, el Río de Vida se ha convertido en
Liturgia. En efecto, Jesús ha muerto y resucitado «de una
vez para siempre» y este Acontecimiento sostiene y atra­
viesa ahora toda la historia. Pero, cuando entra junto al
Padre en su hum anidad y derram a el don vivificante del
Espíritu, no cesa de manifestar y realizar la Liturgia. No
hay más que una Pascua, pero su poderosa Energía se des­
pliega en una Ascensión y en un Pentecostés continuos.
El Misterio de la Ascensión
Desgraciadam ente, la Ascensión del Señor es muy
poco conocida por la mayoría de los fieles. Esta ignoran­
cia está íntimamente ligada a la del misterio de la Litur­
gia. Una lectura superficial de la parte final de los Sinóp­
ticos y del prim er capítulo de los Hechos puede dar la
impresión de una partida. Entonces, para el lector no sen­
sible al Espíritu, se ha pasado una página; comenzará a
pensar en Jesús en pasado: lo que dijo, lo que hizo... Al
continuar «buscando entre los muertos al que está vivo»,
se ha cerrado por completo la tum ba y cegado la Fuente,
y se vuelve a la vida rutinaria, sea moral sea cultual, como
los justos de la antigua alianza... Sin embargo, este mo­
mento de la Ascensión es un giro decisivo: sí, es el fin de
algo de lo que no hay que huir, el final de una relación del
todo externa con Jesús, pero, sobre todo, es la inaugura­
ción de una relación de fe totalmente nueva, de un tiempo
nuevo: la Liturgia de los últimos tiempos.
No podemos por menos de admirar, para renovarnos
en ella, la intuición de los primeros siglos cristianos hasta
el comienzo del segundo milenio: el Cristo de la Ascen­
sión es la clave de bóveda de las iglesias. Cuando el Pue­
4 Es decir, del tiempo marcado por la muerte, como nosotros
percibimos en cuanto medida del movimiento.
62
LITURGIA FONTAL
blo de Dios se reúne para m anifestar y llegar a ser el
Cuerpo de Cristo, su Señor Está allí y Viene. Él es la Ca­
beza y atrae su Cuerpo hacia el Padre vivificándolo con su
Espíritu. La iconografía de las iglesias, tanto de Oriente
como de Occidente durante este período, es como la ex­
tensión del misterio de la Ascensión a las dimensiones de
toda la Iglesia. Cristo, el Señor de todo (pantocrátor), es
«la piedra angular desechada por los constructores»5; ele­
vado en la Cruz, Él es elevado en realidad junto al Padre,
con el cual él se convierte, en su Humanidad vivificante,
en fuente del Río de Vida6. En la bóveda del ábside apare­
cen la Mujer y su Hijo (Ap 12): en la misma visión, la Vir­
gen dando a luz y la Iglesia en el desierto. En el santuario,
encontramos a los ángeles de la Ascensión u otras expre­
siones de las teofanías del Espíritu Santo7. Finalmente, en
los m uros de la iglesia, las piedras vivas, la m ultitud de
los Santos, «la nube de los testigos», la Iglesia de los «pri­
mogénitos» (Hb 12, 23). La Ascensión del Señor es, real­
mente, el espacio nuevo de la Liturgia de los últim os
tiempos y la iconografía de la iglesia de piedra es su sím­
bolo transparente8.
Así, por su Ascensión, Cristo, lejos de desaparecer, co­
mienza, por el contrario, a hacerse presente y a venir. Los
himnos de nuestras Iglesias le cantan entonces como el
Sol de justicia que sube del Oriente. Aquel que es el Es­
plendor del Padre y que había descendido hasta las pro­
fundidades de nuestras tinieblas se eleva ahora hasta lle­
narlo todo con su luz. Entre su prim era Ascensión y la

5 Sal 117, 22 ss, retomado en la parábola de los viñadores homici­


das en Mt 21, 42.
6 En el cuarto evangelio, «elevar» tiene un doble significado que se
aplica a la Cruz y a la Ascensión: Cfr. Jn 3, 14 y la nota de la Biblia de Je-
rusalén.
7 Uno de los sentidos de los ángeles en la Biblia, especialmente «el
Angel del Señor», es hacer presentir el misterio del Espíritu Santo.
8 El plan orgánico de la Constitución conciliar del Vaticano II sobre
la Iglesia es coherente con esta tradición iconográfica.
63
JEAN CORBON
que tendrá lugar en el cénit de su Parusía gloriosa se si­
túan nuestros últimos tiempos. El Señor no se ha ido para
descansar de su tarea redentora: su «trabajo» (Jn 5, 17)
está, de ahora en adelante, junto al Padre y de este modo
él está mucho más cerca de nosotros, «cercanísimo a no­
sotros»9, en este trabajo que es la Liturgia de los últimos
tiempos. «Lleva a los cautivos», que somos nosotros, ha­
cia el mundo nuevo de su Resurrección, y él derrama so­
bre los hombres «sus dones», su Espíritu (Ef 4, 7-10). Su
Ascensión es un movimiento progresivo, «de principio en
principio»10.
Ciertamente, Jesús está junto al Padre, pero, si reduci­
mos esta subida a un momento de nuestra historia m or­
tal, sencillamente olvidamos que, a partir de la Hora de su
Cruz y de su Resurrección, Jesús y los hom bres no son
más que uno: Él se ha hecho hijo del hombre para que no­
sotros lleguemos a ser hijos de Dios. La Ascensión es pro­
gresiva, para «construir este Hombre perfecto, a la me­
dida de la madurez, que realiza la plenitud de Cristo» (Ef
4, 13). El movimiento de la Ascensión solo se habrá cum­
plido cuando todos los miembros de su Cuerpo sean atraí­
dos hacia el Padre y vivificados por su Espíritu. ¿No es
este el sentido de la respuesta de los ángeles a los «hom­
bres de Galilea: ¿Por qué estáis parados mirando al cielo?
Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así
tal como le habéis visto irse al cielo» (Hch 1, 11)? La As­
censión no nos ofrece el escenario anticipado de la última
Parusía: ella es la energía pascual de Cristo, que «lo llena
todo» (Ef 4, 10), es continuamente el momento de su Ve­
nida.

9 Liturgia bizantina de la Ascensión.


10 Expresión de Gregorio de Nisa en su Homilía VIII sobre el Cantar
de los Cantares (PG 44, 941c). Toda la vida espiritual es llevada por este
dinamismo ascensional.
64
LITURGIA FONTAL
La Liturgia celestial
¿En qué consiste, pues, este trabajo en el que el Vence­
dor de la muerte difunde con profusión su Vida? ¿Cuál es,
pues, esta Energía mediante la cual el Padre y el Hijo re­
sucitado «actúan siempre» (.Jn 5, 17)? Es la Liturgia Fon­
tal, en la que la Humanidad vivificante del Verbo encar­
nado está con el Padre para hacer m anar el Río de Vida;
es la Liturgia celestial11. Por usar la expresión de la Carta
a los Hebreos, aquí está «el punto capital de cuanto veni­
mos diciendo: tenem os un sumo sacerdote tal, que se
sentó a la derecha del trono de la Majestad en los cielos,
ministro del santuario y de la Tienda verdadera, levantada
por el Señor y no por un hombre» (Hb 8, 1 ss)12. Esta Li­
turgia eterna -en el sentido de que el Cuerpo de Cristo
permanece incorruptible- no pasará; al contrario, es ella
la que hace pasar este mundo a la Gloria del Padre en una
gran Pascua, cada vez más poderosa.
Este misterio no podía revelarse sino al acercarse su
consumación. Es el significado del último libro de la Bi­
blia, el Apocalipsis, es decir, la Revelación del misterio to­
tal de Cristo. A nosotros, que estamos en los últimos tiem­
11 La expresión no es, en efecto, comente hoy día. Con la preocupa­
ción por desmitificar, se prefiere omitirla. Y, sin embargo, es un rayo de
fe purificante que nos abre al misterio de la Liturgia. Desconocer la Li­
turgia celestial equivale a rechazar la tensión escatalógica de la Iglesia,
instalándose en este mundo (secularismo) o evadiéndose de él (pie-
tismo). Ello conduce también a separar la Liturgia de la vida, ya que la
Liturgia celestial no es otra Liturgia, paralela o ejemplar, al lado de la
que creemos ser la nuestra en este tiempo nuestro. Desconocer la Litur­
gia celestial es, en el fondo, olvidar que la Plenitud de los tiempos invade
sin cesar nuestro viejo tiempo para hacer de él los «últimos tiempos».
Es, finalmente, regresar a antes de la Resurrección y recaer en una fe va­
cía. Dirigirse hacia la imagen espacial para cosificarla o rechazarla co­
rresponde de hecho al viejo esquema religioso del hombre camal -la di­
vinidad, de un lado, y el hombre, de otro-, mientras que el Reino de los
cielos ya está aquí, en medio de nosotros, dentro de nosotros.
12 Evocación de la Energía virginal del Espíritu en la Encamación y
en la Resurrección: el Cuerpo de Cristo es el santuario de la nueva
Alianza. Cfr. también Ap 21, 22.
65
JEAN CORBON
pos, este libro nos revela la cara oculta de la historia. Cua­
lesquiera que sean las hipótesis sobre la composición fi­
nal del libro, ha de notarse que la visión de fe se desarro­
lla en él constantem ente en dos planos. Al modo de los
iconos, parecería, antes que nada, que nos encontramos
ante un plano inferior (la tierra) y un plano superior (el
cielo). Pero el procedimiento no debe engañarnos. En el
movimiento cada vez más dramático de los últimos tiem­
pos, estos dos planos son internos el uno al otro. El más
aparente revela el carnaval de la muerte conducido por el
Príncipe de este mundo; el más escondido conduce junto
a Aquel que tiene las llaves de la muerte. Ahora bien, lo
que se vive aquí y allá es la Liturgia.
Si la Liturgia comporta, incluso en la palabra que la
expresa13, un aspecto esencial de acción y de Energía, la
Liturgia celestial nos revela todos los actores del drama:
Cristo y el Padre, el Espíritu Santo, los Ángeles y todo lo
que vive, el Pueblo de Dios -ya en la Vida incorruptible o
todavía en la gran tribulación-, el Príncipe de este mundo
y las Potencias que lo adoran. La Liturgia celestial es
apocalíptica en el sentido original de la palabra: ella revela
todo en el momento en que lo cumple. Cuando el Aconte­
cimiento está aquí, la profecía se hace apocalíptica.
El retomo al Padre
«He aquí que había un trono levantado en el cielo y,
sentado en el trono, Alguien...» (Ap 4, 2). ¡En el corazón
de la Liturgia, en su Fuente, al fin, el Padre! Evidente­
mente, en los siglos eternos y desde el principio de los
tiempos, Él es la Fuente, «la fuente de la vida, la fuente de
la inm ortalidad, la fuente de toda gracia y de toda ver­
13 No imaginemos la Liturgia celestial Ajando en una instantánea
los rasgos y las poses que sugieren los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis. El
procedimiento literario es una puerta hacia el misterio: no la encerre­
mos en nuestra imaginación de tipo mortal.
66
LITURGIA FONTAL
dad»14, la fuente que buscaban los patriarcas excavando
pozos, la que el pueblo abandonaba por cisternas agrieta­
das, la que atraía a la m ujer sam aritana, aquella por la
que Jesús agonizante ardía de sed... Pero no existía aún la
Liturgia.
Solo cuando la Vida, m anada de la tum ba, se con­
vierte en Liturgia, puede por fin ser celebrada: entonces el
Río regresa a su Fuente, al Padre. La celebración de la Li­
turgia celestial com ienza con este movimiento de Re­
tomo. La Energía de Don en la cual el Padre se ha com­
prom etido totalm ente desde el principio, aquel am or
desgarrado en que entregaba a su Hijo y a su Espíritu,
aquellas kénosis por donde cam inaba el Río de Vida
desde la creación, desde la Promesa, desde la Encarna­
ción hasta la muerte en la Cruz y la sepultura, toda esta
fiel y paciente tradición de su Ágape manifiesta al fin su
fruto. La Liturgia es este inmenso reflujo del Amor donde
todo se ha convertido en Vida. Él lo había sembrado todo
por pura gracia; he aquí el tiempo eterno de la acción de
gracias. «¡Porque es eterno su Amor!».
«¡Si conocieras el don de Dios!». ¡Si supiésemos entrar
gratuitam ente, por «la puerta abierta en el cielo» (Ap 4,
1), en la Alegría del Padre! Porque la Liturgia es la cele­
bración de la Alegría del Padre. A Aquel a quien nosotros
tem íam os, como Adán cuando se escondía lejos de su
Rostro (Gn 3, 8), a quien desconocíamos, como los dos hi­
jos de la parábola (Le 15, 11 ss), o de quien susurrábamos
en la nube el Nombre inefable.-«Él Es» (Ex 3, 14)- he
aquí que podemos al fin reconocerlo -«Él Es, Era y
Viene» (Ap 1, 4)- y «adorarlo en Espíritu y en Verdad, por­
que así son los adoradores que busca el Padre» (Jn 4, 23).
La Alegría que damos al Padre dejándonos encontrar por
Él es el impulso de exultación que relanza sin cesar la Li­
turgia. ¿Cómo no habría de maravillarse Él, la Fuente, de
14 Eucologio de San Serapión (siglo iv).
67
JEAN CORBON
que el hombre haya llegado a ser fuente y responda a su
Sed eterna?
Mucho más que en las parábolas en las que Jesús lo
hace vislum brar -«habrá más alegría en el cielo por un
pecador que se arrepienta...» (Le 15, 7)-, este júbilo es
ahora una realidad: la alegría eterna del Padre por el Re­
tom o del Hijo predilecto. Salió Hijo único, y he aquí que
retorna en la carne, portador de los hijos de adopción:
«¡Aquí estoy, yo y los hijos que tú me has dado!» (Hb 2,
13). La Alegría inefable del Padre ha tom ado form a y
Cuerpo en los múltiples rostros que expresan el del Hijo
Amado. Sí, puede estallar la Alegría fontal y m anar y can­
tar con tantos ecos y acentos, por pura Gracia, y cada uno
es único. «Os lo digo, del mismo modo hay alegría entre
los ángeles de Dios...» (Le 15, 10).
«La Gloria de Dios es que el hombre viva»15. A partir
de la Hora en que el Hijo del hombre es glorificado (Jn 12,
28), ha comenzado la glorificación del Padre. Y se perpe­
túa ya sin cesar16. No solo porque Él lo ha recapitulado
todo en Cristo «para alabanza de la gloria de su gracia»
(E f 1, 3-14), sino tam bién porque, a cada instante, vi­
niendo de la gran tribulación, nuevos hijos adoptivos na­
cen para su Alegría. El lenguaje litúrgico de las Iglesias
expresa, desde los orígenes, esta glorificación con una pa­
labra que hoy se redescubre: la doxología. En su misma
celebración fontal, la Liturgia es esencialmente doxoló-
gica17. Lo asombroso es que Aquel de quien procede eter­
namente la Energía de Don se revela ahora como Energía
de Acogida: recibe de todas las criaturas, conform adas
con su Hijo amado, el reflujo jubiloso del Río de la Vida.
La celebración de la Liturgia eterna consiste en este flujo
y reflujo siempre nuevo de la Comunión trinitaria partici­
15 San Ireneo de Lyon.
16 Este aspecto incesante de la Liturgia celestial se subraya en el
Apocalipsis. Cfr. Ap 4, 8.
17 Doxología, literalmente, «expresión de la Gloria».
68
LITURGIA FONTAL
pada por toda la creación: los Ángeles del Rostro, los Vi­
vientes, todos los tiempos (cfr. Ap 4, 4-11).
En efecto, al acogerla, el Padre no se reserva esta Ale­
gría, sino que la hace m anar de nuevo en más am or y
vida. La Liturgia eterna es así la celebración de este Com­
partir, en que cada uno es todo entero hacia el Otro. El
misterio de la Santidad se ha convertido al fin en Liturgia,
porque es com partido y comunicado. Desde su m anar y
en su despliegue, esta celebración está bañada por com­
pleto de esta santidad resplandeciente: «Santo, Santo,
Santo...». Es adoración (Ap 4, 8 ss).
El Señor de la historia
Si se ha entendido que la Ascensión de Jesús es el re­
flujo del Río de Vida hacia su Fuente, la Palabra que re­
torna al corazón del Padre tras haber cumplido su misión
(Is 55, 11), se entenderá la convergencia de las imágenes
bíblicas, y especialmente del Apocalipsis, que nos hablan
de la Liturgia eterna en su dinamismo actual. La Liturgia
celestial celebra el acontecimiento continuo del Retomo
del Hijo -de todos en É l- a la casa del Padre. Es la fiesta,
la comida, el banquete, el festín, las bodas mismas, del
Hijo Amado y de su Esposa. No todo está cumplido, pero
el Acontecimiento de la historia está ahí, en el corazón de
la Trinidad, y, ya uno con el Padre, se ha convertido en
Fuente.
Esta Alianza fontal, el libro del Apocalipsis la expresa
mediante su símbolo central: el Cordero. «Entonces vi, en
medio del trono y de los cuatro Vivientes y de los Ancia­
nos, a un Cordero en pie, como degollado» (Ap 5, 6).
Cristo ha resucitado (en pie), pero lleva los signos de su
paso por nuestra muerte (como degollado). Su acción de­
cisiva en la Liturgia celestial es tom ar el libro enrollado
de la mano derecha de Aquel que está sentado en el trono;
ninguno, salvo él, puede tom ar el libro y abrir sus sellos
69
JEAN CORBON
(Ap 5). Solo Jesús, por su victoria sobre la muerte, realiza
el Acontecimiento que escribe y descifra la historia. Fuera
de su Pascua, todo es absurdo. Algunos hombres pueden
escribir historia, mientras otros se imaginan hacerla. Solo
Aquel que invade el tiempo con su Plenitud puede revelar
el sentido de la historia al desgarrar el velo de la muerte y
de la mentira. Él es el sentido de nuestra historia, porque
Él es su Acontecimiento. Él es el Señor de la historia.
Es importante decir que la Liturgia de la Ascensión no
es solamente la fiesta de la cosecha de la historia que ha
precedido, sino tam bién la de la historia que se vive
ahora: el Acontecim iento pascual da sin cesar su fruto
eterno en ella. Porque el Señor de la historia es también
ahora el Jinete «fiel» y «veraz» que «combate con justi­
cia», cuyo manto está «empapado en sangre» y su nombre
es «la Palabra de Dios» (Ap 19, 11 ss). Su Liturgia es el
despliegue de su victoria en el com bate de los últimos
tiempos: «¡No temas! Yo soy el Primero y el Último, el Vi­
viente; estuve muerto, pero mira, estoy vivo por los siglos
de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades»
(Ap 1, 17 ss). La Liturgia celestial es la gestación de la
nueva creación, porque nuestra historia es llevada por
Cristo al seno de la Trinidad Santa. Es aquí donde el Se­
ñor de la historia es a cada instante Siervo de su Cuerpo y
del más pequeño entre sus herm anos: le llam a y le ali­
menta, le cura y le hace crecer, le perdona y le transforma,
le libera y le deifica, le revela que es amado por el Padre y
se une a él cada vez más hasta que llegue a su madurez en
el Reino.
La carta a los Hebreos resume esta Energía de Cristo
en la Liturgia celestial, con una palabra que compendia
toda la novedad del Acontecimiento pascual: Jesús es
nuestro «Sumo Sacerdote». «Aquí estamos, yo y los hijos
que Dios me dio. Así pues, dado que los hijos comparten
la carne y la sangre, así también él participó de ellas, para
reducir a la impotencia, por su muerte, a aquel que tenía
70
LITURGIA FONTAL
el poder de la m uerte, es decir, al diablo... Él tenía que
asemejarse en todo a sus hermanos, para llegar a ser, en
lo que se refiere a Dios, sumo sacerdote misericordioso y
fiel» (Hb 2, 13-14.17). «Él se ha convertido para todos los
que le obedecen en ‘fuente de salvación eterna’» (Hb 5, 9).
«Él puede salvar definitivamente a los que por él se acer­
can a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su
favor» (Hb 7, 25). «Presentándose como sumo sacerdote
de los bienes futuros..., él entró de una vez para siempre
en el santuario... con su propia sangre, habiéndonos obte­
nido una redención eterna» (Hb 9, 12). «Esto él lo hizo de
una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (Hb 7,
27).
En la iconografía de la Ascensión, Jesús Señor tiene
en la mano el rollo de la historia, pero también bendice
con su m ano derecha. Uno con el Padre, el Cordero es
fuente de bendición: derrama el Río de Vida. Puesto que
estamos ya en la Liturgia eterna, su corriente nos arrastra
cada vez con mayor impaciencia hacia su consumación.
Sí, porque al corazón de la Liturgia celestial llega un ge­
mido, el de los testigos «degollados a causa de la Palabra
de Dios», que, debajo del altar, gritan con voz potente:
«¿Hasta cuándo, Señor santo y veraz, estarás sin hacer
justicia?» (Ap 6, 9). La historia no se ha terminado con la
Ascensión; al contrario, se desarrolla hacia su liberación
final: los últimos tiempos están abiertos. Cada vez que el
Cordero abre un sello del rollo de la historia, resuena la
misma invocación: «¡Ven!». ¿Qué es, pues, este estruendo
de aguas caudalosas en la creación gimiendo con dolores
de parto, en el cuerpo del hombre y hasta en las profundi­
dades de su corazón (cfr. Rm 8, 22-27)? El flujo y el re­
flujo de la Liturgia celestial no cesan de arrastrar el
mundo hacia su fuente, y es entonces cuando m ana el Río
de la Vida en su última kénosis: el Espíritu Santo.

71
Capítulo V
PENTECOSTÉS, ADVENIMIENTO DE LA IGLESIA

La Comunión de la Trinidad Santa, convertida en Li­


turgia en la Pascua de Jesús, no se desarrolla lejos de no­
sotros en su celebración eterna. El Río de Vida no se ha
apartado de nuestro tiempo con la Ascensión del Señor,
todo lo contrario: desde el trono de Dios y del Cordero, he
aquí que se derram a en los últimos tiempos sobre toda
carne (Hch 2, 17 y Jl 3, 1-5). Al término de la nueva Pas­
cua, Pentecostés será, él también, todo novedad. ¿Qué su­
cede entonces cuando, «al llegar el día de Pentecostés», el
grupo apostólico se encuentra «reunido en un mismo lu­
gar» (Hch 2, 1)? Contemplemos, en primer lugar, el acon­
tecimiento, dejándonos guiar, después, por su luz.
Las irrupciones del Espíritu Santo durante los tiempos
que han precedido a este Día son incontables. Acompa­
ñan toda la Economía de la salvación; constituyen incluso
su continuidad, cada vez más carnal y espiritual, hasta
hacer que el Verbo se encame y constituirlo^ Señor a la de­
recha del Padre. Pero lo que sucede en este Día de Pente­
costés es más que una intervención del Espíritu Santo,
acaecida después de tantas otras: es un Principio.
Cierto, en él encontraremos lo que revela siempre la
presencia personal del Espíritu Santo, ese Poder virginal
por el cual ha encamado al Verbo y ha resucitado a Jesús.
Pero, en el Día de Pentecostés, este principio es nuevo. El
Espíritu ya no es solo Aquel que el Padre envía con y para
73
JEAN CORBON
su Hijo amado: a partir de hoy es derramado por el Padre
«y» por su Cristo. El Río de Vida m ana en adelante del
trono de Dios «y» del Cordero. Se manifestará como Espí­
ritu de Jesús y poder de su Resurrección. Sobre todo, a
partir de este Día, él es dado1y será acogido y reconocido
como Don del Señor resucitado. En su kénosis tan perso­
nal se com unicará como Persona. ¡Al fin, el Espíritu
Santo va a recibir «con el Padre y el Hijo una misma ado­
ración y gloria»!2.
Para acoger el acontecimiento de la mañana de Pente­
costés, recordemos lo que sucede en la aurora de la Pleni­
tud de los tiempos y en la Hora de Jesús3. La continuidad
hará aparecer aún mejor la novedad.
Cuando alborea el Día de la Anunciación, María está
pronta para su Señor. Desde hace años ha sido preparada
silenciosam ente por El para vivir de fe. Dispuesta por
pura gracia, su corazón, pobre, está ofrecido, conforme
con Aquel que ella va a acoger. Cuando le llega el anuncio
de la Promesa, está de tal modo habitada por la Palabra
de Dios que toda su Energía de acogida se convierte en
consentimiento. Entonces, el Poder del Padre viene sobre
ella: por ella y por el Espíritu Santo, el Verbo se hace
carne.
En la Hora de su Cruz, Jesús es el Hombre totalmente
asum ido por el Verbo. También él, desde hace años, ha
aprendido en su carne la obediencia del Hijo. Él es aco­
gida abismal de la muerte del hombre, árbol desenraizado
y estéril. Pero él está del todo ofrecido a la voluntad del
Padre, puro consentimiento a su amor. En esta oblación
1 Desde su primera aparición a los discípulos la tarde del «primer
día», con ocasión de lo que algunos llaman el Pentecostés joánico, Jesús
da el Espíritu Santo, pero no fue reconocido ni acogido como tal (Jn 20,
22 ).
2 Esta doble expresión aparece en los Símbolos de fe en los siglos m
y iv, pero se integra en el Credo solo en el Concilio de Constantinopla
del año 381.
3 Cfr. los capítulos II y III.
74
LITURGIA FONTAL
de su muerte, Jesús no es más que Sacrificio, consumido
por el Amor. Pero este Amor, totalm ente Otro, Santo,
transform a sin destruir. Solo la M uerte, esta ausencia
mentirosa del amor, es destruida. Entonces, de su cuerpo
«sembrado en la ignominia» y por el poder del Espíritu
Santo, Jesús resucita en gloria (1 Co 15, 42 ss; Rm 8, 11).
Por el Espíritu Santo ha tom ado nuestra carne y lleva
nuestra condición hum ana a su plenitud: su Cuerpo está
vivo, incorruptible.
Es a esta kénosis y a esta Pascua del Hijo de Dios a lo
que el Espíritu Santo viene a dar cumplimiento en la ma­
ñana de Pentecostés, pero esta vez, y es la primera, para
que «los hijos y las hijas» de los hombres participen en
ellas. En este sentido, este Principio es nuevo.
Cuando alborea el Día de Pentecostés «se encontraban
todos juntos en un mismo lugar» (Hch 2, 1). ¿Quiénes?
Aquellos que, habiendo regresado a la ciudad diez días
antes, estaban en la habitación alta, «todos, con un
mismo corazón, asiduos en la oración, junto a algunas
mujeres, con María, la madre de Jesús, y sus hermanos»
(Hch 1, 12-14). Hombres sencillos, que dejaron todo por
Jesús, pero cobardes, que lo abandonaron e incluso nega­
ron. También ellos han sido preparados durante meses;
han visto, escuchado, tocado al Verbo de Vida. Llamados
por pura gracia, han sido perdonados m isericordiosa­
mente. Recientemente, durante cuarenta días, han escu­
chado sus últim as instrucciones, pero sus corazones,
«lentos para creer», no han progresado apenas desde hace
tres años (Hch 1, 1-6). La partida m ism a del Señor les
deja turbados. Entonces lo que les reúne, por débil que
sea, es todavía su fe, toda obediencia y espera. Están ha­
bitados, posiblemente, por la Palabra depositada en sus
corazones; son, sobre todo, pobres. Su energía de acogida
se ahonda durante estos diez días; se atreven a esperar
contra toda esperanza. Esperan, como nunca nadie ha es­
perado antes, lo que solo es posible para Dios. Ahondar
75
JEAN CORBON
así el corazón del hombre es la última deferencia del Se­
ñor de lo imposible, hasta el momento que, en ese cora­
zón, el Río de Vida se convierta en Fuente.
Entonces, «de improviso» (Hch 2, 2), con esa impetuo­
sidad que acompaña su Poder virginal, el Espíritu de Je­
sús invade a aquellos hombres y mujeres con su Presencia
personal. Ya no es un grupo de creyentes, sino una Comu­
nión nueva. Ya no son pescadores, sino teólogos4 Eran
discípulos de Jesús, y se convierten en apóstoles, enviados
como él por el mismo Espíritu del Padre, que había un­
gido al Verbo en su Encamación y a Jesús en su Resurrec­
ción: un poder extraordinario habitará de ahora en ade­
lante y por siem pre estos vasos de barro (2 Co 4, 7).
«Llenos del Espíritu», siguen siendo aparentem ente po­
bres hombres, pero, en realidad, son transformados: par­
ticipan de la naturaleza divina, porque la vida del Espíritu
penetra su naturaleza hasta su raíz ontológica (2 P 1, 4),
son realmente deificados.
En esta m añana de Pentecostés, el Espíritu Santo
acaba de engendrar virginalmente el Cuerpo de Cristo te­
jido de nuestra hum anidad: la Iglesia. El Espíritu que
procede del Padre acaba de ser derramado por el Cordero
inmolado, la Liturgia eterna irrumpe en nuestro mundo,
una nueva creación está aquí: el Cuerpo de Cristo no solo
está entre los hombres, sino que comienza a recapitular
en él a todos los hombres.
En este Día de Pentecostés, de un pequeño resto de po­
bres, el Espíritu Santo ha hecho la Iglesia. Porque el Río
de Vida acaba de ser acogido, la Liturgia comienza en los
últimos tiempos y hace nacer la Iglesia. En esta nueva Co­
m unidad, es Él, el Espíritu del Señor resucitado, el que
mana, el que conduce, el que envía: Él es el Río que hace
a la Iglesia apostólica. Pero es ella la que, por Él, se con­
4 Tropario bizantino de Pentecostés. «Teólogos» en el sentido bíblico
deJn 17, 3.
76
LITURGIA FONTAL
vierte en fuente visible, presente, accesible, de la que to­
dos los hom bres recibirán la Vida. La Iglesia es así el
Cuerpo espiritual, es decir, que no existe como Cuerpo
más que por el Espíritu de Cristo resucitado, que ha sido
dado a los hombres para que puedan ver, escuchar y tocar
al Verbo de Vida. Es siempre en su Cuerpo como el Verbo
viene a salvar a los hombres. Pero en el seno de la Virgen,
por los cam inos de Galilea y en la tum ba, este Cuerpo
adorable estaba limitado por la muerte. Ahora que él ha
sido elevado hasta el Padre, la Vida mana de su Cuerpo
pero en nuestro mundo, no en otra parte. El misterio de la
Liturgia vivificante no se ha desencarnado: por la Ascen­
sión ha entrado en el seno del Padre, pero por Pentecostés
penetra la carne de toda la hum anidad. Por el Espíritu
Santo, la Liturgia toma cuerpo en la Iglesia.
«¿Cómo sucederá eso?», se puede preguntar. En la
pura línea de la gran profecía de Ezequiel (Ez 37, 1-14),
que se cumple a partir de este Día, la respuesta está clara:
el Espíritu Santo vivifica al poner en com unión. Un
cuerpo no es el conjunto de los miembros vivos, sino que
cada miembro vive porque está unido al cuerpo. ¡La Igle­
sia no nació porque, un buen día, unos hombres decidie­
ran unirse en tom o a una misma profesión de fe! Al con­
trario, es el Espíritu de Jesús quien suscitó la fe en el
corazón de los discípulos y los unió al Cuerpo de Cristo.
Entonces nació la Iglesia. El Cuerpo de Cristo, desde
donde la Liturgia se derrama en el mundo, preexiste a los
miembros que se unen a El. No se fabrica la Iglesia por­
que no se fabrica la Liturgia: se nace en ella y se la vive.
Así, desde este primer Pentecostés5, la morada de Dios
entre los hombres -y no hay otra sino Cristo- es la Iglesia.
5 Hoy se tiende a hablar de múltiples pentecostés a lo largo de los
Hechos de los Apóstoles y de la historia de la Iglesia. En el sentido es­
tricto del término (Pentecostés = quincuagésimo día), hay multitud de
efusiones del Espíritu, pero no hay más que un Pentecostés con el que
comienza la culminación de la Pascua.
77
JEAN CORBON
Ella no es solo «un» lugar vivo de la manifestación del Es­
píritu Santo, como lo fueron la Tienda de la reunión, du­
rante el Exodo, o las asambleas sinagogales, después del
Exilio: ella es «la» manifestación del Espíritu de Cristo en
una Comunidad nueva de hombres y mujeres que han pa­
sado a la Vida, porque han sido puestos por Él en Comu­
nión con el Cuerpo vivo del Hijo de Dios. No conocemos
otro Espíritu del Dios vivo, sino Aquel que se derramó del
costado de Cristo al entregar su Vida por nosotros, y que
resucitó a este mismo Jesús de las profundidades de la
muerte.
La Iglesia está amasada de Espíritu, agua y sangre, si
está permitido interpretar así los versículos oscuros de 1
Jn 5, 6 ss: en ella, el Espíritu Santo, nuestra humanidad y
la del Verbo encarnado se han unido inseparablemente.
Esta energía de la Nueva Alianza es ahora la Liturgia6 y
constituye la Iglesia, Cuerpo de Cristo que crece en este
mundo. La Liturgia no es, pues, un componente del mis­
terio de la Iglesia, sino más bien es la Iglesia la que es el
estado, la forma actual de la Liturgia7 en nuestra hum ani­
dad mortal8. La Iglesia es como el rostro humano de la Li­
turgia celestial, su presencia luminosa y transformante en
nuestro tiempo. Precisamente es este encuentro de la Li­
turgia eterna con nuestro tiempo lo que trataremos ahora
de descubrir mejor.

6 Etimológicamente, «servicio público», según la interpretación ge­


neralmente admitida por los helenistas. Una vez que pase al lenguaje
cristiano, la palabra superará el significado original. Permanecerá, sin
embargo, el aspecto de prestación o de función realizada por un grupo;
de aquí, la interpretación hoy frecuente de «acción del pueblo de Dios».
En cualquier caso, el aspecto de trabajo (ergon) o, mejor, de energía
permanece también una vez integrada en el Misterio cristiano, y es esto
lo que nos interesa.
7 Literalmente; «es la Iglesia la que es la condición actual de la Li­
turgia» [N.d.T.]
8 Es precisamente esta Eclesiología la que avanza hoy a través de
los diálogos ecuménicos.
78
Capítulo VI
LOS «ÚLTIMOS TIEMPOS»:
EL ESPÍRITU Y LA ESPOSA

La entrada de la Plenitud de los tiempos en nuestro


tiem po m ortal implica a la historia en una situación
nueva y paradójica. La Hora de Jesús está y permanece
aquí, porque con ella la m uerte es vencida y la Vida es
dada; pero, al mismo tiempo, la muerte sigue actuando y
el m undo está bajo el imperio de la mentira. El adveni­
miento de la Liturgia celestial comenzó en la Iglesia con
la efusión del Espíritu Santo, y, sin embargo, no se ve en
qué la creación haya comenzado a ser liberada de la es­
clavitud de la corrupción (cfr. Rm 8, 21). Así, en la m a­
ñana de Pentecostés, el tiempo nuevo inaugurado por la
Ascensión surge en este mundo con el advenimiento de la
Iglesia: este encuentro constituye los últimos tiempos en
que nos encontramos (Hch 2, 17) y es la última etapa de la
Economía de la salvación.
El Misterio de los últimos tiempos
Los tiempos de la Promesa han dado su fruto en la Re­
surrección de Jesús (Hch 13, 32). La Plenitud de la divini­
dad habita desde entonces entre los hombres en el Cuerpo
de Cristo; por él, nuestra humanidad ha entrado en la Co­
m unión eterna con el Padre. Nuestro tiempo está ahora
«lleno de Gracia y de Verdad» {Jn 1, 14). Esta plenitud ce­
79
JEAN CORBON
lebrada en la Liturgia celestial es nuestro «ya»: sí, en
Cristo, nosotros estamos ya en el Hoy de Dios (Hb 3, 13 y
4, 7). El sábado cíclico era el signo del tiempo marcado
por la muerte, pero con la Resurrección de Jesús entra­
mos en el Día que no conoce el ocaso. El Espíritu de
Cristo hace llegar este Día, esta plenitud, a nuestro viejo
tiempo, descendiendo sobre los discípulos el día que se
cumplía la fiesta de Pascua. El advenimiento de la Iglesia
da comienzo, pues, a los últimos tiempos. Los dos adveni­
mientos coinciden: la Iglesia es esencialmente escatoló-
gica, es decir, está en los últimos tiempos; ella es el surgir
de la Plenitud en el vacío de nuestro tiem po y, de este
modo, el principio de su Consumación a través de su es­
pera.
Ahora bien, este surgir del Río de Vida, en su Hora de
plenitud, es precisam ente la Liturgia. D erram ada en
nuestro m undo por el don del Espíritu, la Liturgia está
desde entonces en condición eclesial, es decir, escatoló-
gica. Los últimos tiempos no se llaman así a causa de una
cronología plana, como si vinieran después del tiempo vi­
vido por Cristo en su vida mortal y antes de su retom o de­
finitivo. El Acontecimiento de la Pascua no está detrás de
nosotros, sino dentro de nuestro tiempo; en cuanto a la
Parusía, no está totalmente delante de nosotros, sino que
ha comenzado en la Ascensión y progresa todos los días.
Nuestros últimos tiempos, pues, están regados por el gran
Río de la Liturgia que, m anando de la Plenitud de los
tiempos, los lleva hacia su Consumación. Con Pentecos­
tés, la Fuente de Vida eterna estalla en el corazón del
tiempo, la Liturgia se derram a, la Iglesia ha nacido: los
últimos tiempos han comenzado. He aquí la novedad, y
nosotros estamos ya en ella.
Pero he aquí la paradoja. «En los últimos días vendrán
burlones que dirán: ‘¿Dónde está la prom esa de su Ve­
nida? ¡Desde que m urieron los Padres, todo sigue como
en el principio de la creación!’» (2 P 3, 3-4). Sin llegar a la
80
LITURGIA FONTAL
burla, no se puede sino constatar la brutal realidad: el pe­
cado, la m uerte, la m entira y el odio se siguen exten­
diendo con la misma insolencia. Peor aún, la evidencia de
la fe descubre que la historia crece en este movimiento:
desde que el Príncipe de la Vida ha vencido la muerte, el
Príncipe de este mundo se desencadena cada día más fu­
riosamente. Los últimos tiempos esconden, pues, todavía
un misterio: lo propio de la Liturgia es revelárnoslo al rea­
lizarlo.
Hemos advertido un gemido en la Liturgia celestial. De­
bajo del altar, los que derramaron su sangre por el testimo­
nio del Cordero gritan con voz potente: «¿Hasta cuándo.
Señor santo y veraz, estarás sin hacer justicia?» (Ap 6, 9-
10). La injusticia original queda desenmascarada: la sangre
del hombre, su vida recibida de su Dios, se derrama para la
muerte; el hombre y toda la creación están condenados a la
corrupción. La sangre de todos los oprimidos de la
historia1 sube como un grito, el grito de la vida que sube
hacia el Dios vivo: «¡Oh tierra, no tapes mi sangre y que mi
grito suba sin parar!» (Jb 16, 18). Ahora bien, he aquí que,
en la Plenitud de los tiempos, el clamor de Job se ha con­
vertido en el del Hijo de Dios en la Cruz. Este clamor no
cesa de resonar en el corazón de la Liturgia celestial y des­
garra el silencio, justo antes de que el Cordero abra el sép­
timo sello de la historia, el último (Ap 8, 15)...
El misterio de la Liturgia perm anecerá sellado para
nosotros mientras no hayamos comprendido que su punto
de inserción, su lugar de entrada en nuestro tiempo, es
precisam ente esta m uerte, este grito de la sangre que
clama a su Redentor. Porque ya no estamos en los tiem ­
pos de Job. La sangre de Jesús, derramada por amor y no
por fatalidad, testim onia que el sufrimiento del hombre
es entendido y acogido por el Hijo de Dios. Más aún, ha
llegado a ser el suyo. Ha llegado a ser el suyo como hijo
1 ¿Y quién no lo es? Los opresores son los primeros esclavos.
81
JEAN CORBON
del hombre, pero primero era ya suyo como Hijo del Pa­
dre. Es este sufrimiento misterioso del Padre el que ha de­
cidido toda la Economía de la salvación. Sus primeras pa­
labras a Moisés revelaban ya un am or desgarrado: «He
visto, he visto la m iseria de mi pueblo... he oído su cla­
mor... conozco sus padecimientos» {Ex 3, 7). Cuando llega
su Hora, Jesús lleva a cum plim iento este amor: en su
muerte vivificante, él se revela Yahvé salvador2. Ahora que
la Liturgia celestial invade nuestro tiempo, no somos invi­
tados a la Fiesta eterna para distraemos de nuestra trage­
dia. Esta Liturgia no tapa nuestra sangre mejor que la tie­
rra. Al contrario, nuestro grito se eleva continuamente y
sube «de debajo del altar»; por la sangre de Cristo tiene ac­
ceso al santuario {Hb 10, 19) y, en la misma efusión del
Amor, el Espíritu se derrama «en los últimos tiempos».
M ediante la Liturgia que riega nuestro m undo, la
Com pasión del Padre penetra el sufrim iento de cada
hombre. Ante el burlón que pregunta dónde está la pro­
mesa de su venida, ante el hom bre que se aleja de Dios
por lo absurdo del mal, y ante el creyente que le grita con
Jesús: «¿Por qué me has abandonado?», el Padre res­
ponde viniendo y dándose totalm ente: Él Viene, como
nunca había venido, cada vez que su Hijo amado es cruci­
ficado. Es en su Hijo y en su Espíritu de vida como Él se
da. La Compasión, por la cual la Santa Trinidad se de­
rram a en la muerte del hombre para darle su vida, está en
el corazón de los últimos tiempos.
Cuando afirmamos, con el Nuevo Testamento, que es­
tos tiempos están llenos de la Hora de Jesús, no se tiene
que pensar tan solo en la Cruz y en la Resurrección. En
este Acontecimiento único de la historia, hay un intervalo
a menudo desconocido: el sábado. El gran Sábado Santo
refleja, en efecto, uno de los aspectos de la profundidad
de los últimos tiempos. La tierra está desde ahora entrea­
2 Jesús significa «Yahvé salva».
82
LITURGIA FONTAL
bierta: porque el Cuerpo de Cristo está aquí, la muerte es
aplastada y no puede proseguir en la sombra su obra de
corrupción. Porque el Hijo de Dios está escondido en ella,
la tierra es desposada y el Cuerpo que lleva en su seno sal­
drá de ella incorruptible. Es el Día virginal en que, al m a­
nifestar la carne, la sangre y toda voluntad de poder su
impotencia para dar la Vida, el Espíritu Santo dará vida a
toda carne mortal. De ahora en adelante, nuestro tiempo
ya no es una tum ba sellada: está abierto a la Plenitud,
atraído por la Alianza y en espera de su Consumación. Es
el tiem po en que Aquel que subió junto al Padre, «lle­
vando los cautivos», no cesa con su Iglesia de descender a
nuestros Infiernos para sacar de ellos a los clientes de la
muerte. Es el tiempo del silencio, antes de que el Cordero
abra el último sello de la historia, el tiempo de la espe­
ranza y del gemido: el tiempo del Encuentro.
Este encuentro no es otro que el mencionado en el li­
bro del Apocalipsis a través de los dos planos del misterio
de Cristo. Como ya hemos señalado3, estos dos planos no
se sobreponen, como el cielo y la tierra de nuestro espacio
mortal, sino que son internos el uno al otro. Lo que vemos
transparenta lo que no vemos. «Como si viese al Invisi­
ble» se dice de Moisés, que por su fe se mantuvo firme y
dejó Egipto {Hb 11, 27). En nuestros últim os tiem pos,
esto es infinitamente más verdadero. Aquel que es la Im a­
gen de Dios invisible se ha convertido en el Primogénito
de entre los muertos {Col 1, 15-18). Él viene al encuentro
del hom bre en el vacío de su tum ba: es ahí donde el
Cuerpo incorruptible se hace visible a quienes la muerte
quería retener. Si nos m antenem os firmes, por la fe en
Aquel que tiene en su mano las llaves de la muerte, deja­
mos Egipto y entramos en su Vida.
Los últimos tiempos son, pues, los de este encuentro
dramático y jubiloso. En ellos, la historia ha entrado en el
3 Cfr. «La Liturgia celestial» en el capítulo IV.
83
JEAN CORBON
gran Sábado de Cristo, en este largo Sábado Santo en que
el Viviente comunica su Vida en las profundidades. Los úl­
timos tiempos son este punto misterioso en que el hombre
«en su propia carne» puede «ver a Dios» (Jb 19, 26). Sí, aún
estamos heridos por la muerte, pero esta herida no nos lle­
vará ya más a la corrupción; es la herida de la tierra que se
entreabre y de donde va a manar el Río de Vida.
El Espíritu y la Esposa
Es entonces cuando la últim a visión del Apocalipsis
cobra todo su sentido. «El ángel me m ostró el Río de
Vida, límpido como cristal, que manaba del trono de Dios
y del Cordero. En medio de la plaza, a un lado y al otro
del río, hay Árboles de Vida que fructifican doce veces,
una vez cada mes. Y sus hojas pueden curar a las gentes»
(Ap 22, 1 ss).
Esta visión no nos transporta después de la Parusía,
como a veces se piensa: se refiere a la Jerusalén de los
tiempos mesiánicos, antes del Retorno definitivo del Se­
ñor. Nos encontramos, ciertamente, pues, en los últimos
tiempos. La visión no es tampoco utópica, sino bien loca­
lizada. En toda esta perícopa (Ap 21, 9-22, 2), se trata de
la Iglesia, aquí y ahora, ya que el poder del mal existe aún
y las naciones pueden ser curadas. En ella, los últimos
tiempos son descritos en su novedad y su paradoja: la Ple­
nitud está ya en nuestro mundo, pero no todo se ha cum­
plido todavía. Su aspecto incumplido se m uestra en los
verbos de acción como «descendía» para la Ciudad santa
o «manaba» para el Río de Vida. Por contra, el ya se ex­
presa en lo cumplido de los verbos de estado4.

4 «Cumplido» e «incumplido» remiten a la gramática de los verbo


en las lenguas utilizadas en la Biblia. Los matices de los verbos son me­
nos de tiempo que de aspectos de acción o de estado. Nótese que lo «in­
cumplido» aparece también en las actitudes de las naciones en 21, 24 ss
y 22, 2.
84
LITURGIA FONTAL
Por otra parte, en el m anar del Río de Vida, todos los
actores que tienen relación con la Liturgia, drama de Dios
y del hombre, están actualmente implicados. El Padre y el
Cordero, puesto que son la Fuente; los árboles de Vida,
cuyo número doce simboliza la Iglesia apostólica; por úl­
timo, todos los hombres, las gentes, que pueden ser cura­
dos por la Iglesia, lo que implica que acojan el Don de
Vida5. Pero la Energía por excelencia, mencionada al co­
mienzo de la frase, es el m anar del Río. Aquí la Liturgia
nos reserva un nuevo descubrimiento.
Llama la atención, en efecto, que, al término de esta
visión en que se revela la Iglesia de los últimos tiempos, la
mirada sea, finalmente, atraída y quede fascinada por un
único movimiento: el Río de Vida. Él llena todo el campo
de visión... hasta hacer olvidar que se trata de la Novia, de
la Esposa del Cordero. Para mostrársela, el Angel trans­
portó a Juan en espíritu a una alta montaña. Es contem­
plada mientras «bajaba del cielo, desde Dios, y con la glo­
ria de Dios en ella» (Ap 21, 9-10); en seguida se la describe
con un lirism o de luz nunca alcanzado en este libro. Y
justo al final, en el momento en que es revelado todo el
Misterio mediante sobrios símbolos, ya no se la contem­
pla más. Es el Río de Vida el que lo llena todo. ¿Cuál es,
pues, esta Energía, cuál es esta Agua límpida como el cris­
tal? Es la única Presencia que no se puede nom brar y a la
cual la Esposa se ha hecho toda transparente: el Espíritu.
Un logion de los primeros siglos sobre la caridad nos
dice: «¿Has visto a tu hermano? ¡Has visto a tu Dios!». En
este silencio radiante de luz donde concluye la visión de la
Iglesia de los últimos tiempos, el Ángel parece m usitar a
Juan el Teólogo: «¿Has visto a la Esposa del Cordero?
¡Has visto al Espíritu!». El amigo del Esposo, del que
Juan es discípulo, había dado testimonio: «He visto al Es­
píritu descender... Aquel sobre quien veas que desciende
5 Y también, para algunos, que entren en Jerusalén (21, 24 ss).
85
JEAN CORBON
el Espíritu y permanece en él, ese es el que bautiza en el
Espíritu Santo» (.Jn 1, 32-33). Comenzada en Cristo, \a vi­
sión del Espíritu acaba en la Iglesia. «El que tiene a la Es­
posa, es el Esposo» (Jn 3, 29). Aquel que el Precursor
muestra es el Cordero, y revela en él la kénosis del Hijo de
Dios (Jn 1, 34 variante). Lo que el Teólogo contempla es la
Esposa del Cordero, y nos revela en ella la kénosis del Es­
píritu6.
En efecto, en los últim os tiempos es el Espíritu
mismo, personalmente, quien es enviado y dado. Pente­
costés es el acontecer de la Iglesia porque el Espíritu de
Jesús com ienza entonces su últim a kénosis de amor. El
acontecim iento que lo m anifiesta desde entonces es la
Iglesia. «¿Has visto a la Esposa del Cordero? ¡Has visto al
Espíritu!». La transparencia de la Esposa al Espíritu no se
explica sino porque ella es el lugar vivo de la kénosis del
Espíritu Santo. Y la Iglesia participa de ella, porque es
esta kénosis la que constituye a la Iglesia en Esposa del
Cordero. Lo que el Espíritu del Padre realizó en favor de
la Virgen María en la Plenitud de los tiempos, lo realiza
ahora como Espíritu de Cristo crucificado y resucitado en
favor de la Iglesia en los últimos tiempos. Lo mismo que
M aría, al convertirse en M adre del Verbo encarnado,
inaugura en sí la Plenitud de los tiempos por la Energía
6 Cada tiempo de la Economía de la salvación viene indicado por
advenimiento de una kénosis del amor del Dios vivo. Es esto, precisa­
mente, lo que le constituye como tiempo. Es también a causa de esta
kénosis por lo que cada tiempo comporta acontecimientos salvíficos.
Estos acontecimientos de Dios en favor del hombre y con el hombre
son, entonces, las manifestaciones de la kénosis escondida. Así sucedía
en el principio de los tiempos: la kénosis de la Palabra y del Aliento del
Padre se manifestaba por la creación. Durante el desarrollo de los tiem­
pos, la kénosis del Verbo se reveló por la Promesa y por la Ley, mientras
que la del Espíritu estaba del todo referida a él en el don de la fe y en la
inspiración de los profetas. Cuando llegó la Plenitud de los tiempos, el
Hijo personalmente «se vació de sí mismo» (Flp 2, 7; de donde viene la
palabra «kénosis») para asumir nuestra condición de esclavos hasta la
muerte; hemos visto, entonces, lo que hizo la Energía del Espíritu
Santo para manifestarlo y para resucitarlo.
86
LITURGIA FONTAL
del Espíritu Santo, así tam bién, pero esta vez hasta la
consumación de los tiempos, la Iglesia se convierte en Es­
posa y Madre por el Espíritu de Jesús que habita en ella.
Estos son los últimos tiempos: el Espíritu y la Esposa.
En esta inhabitación transparente, la Iglesia es manifesta­
ción del Espíritu Santo porque ella es su kénosis. Kénosis
y M anifestación, este es el abism o de la Paradoja del
Ágape divino. En estos tiempos, que son los últimos, to­
das las oleadas de la Compasión divina confluyen en el
Río de Vida: el Amor desgarrado del Padre y la Pasión del
Hijo se derraman en el abismo de nuestra muerte por me­
dio de la kénosis del Espíritu manifestada en la Iglesia.

87
Capítulo VII
LA TRANSFIGURACIÓN

Si pudiéramos entender que el misterio de los últimos


tiempos no es una idea del espíritu, sino el drama secreto
de todo hombre y del mundo; si supiéramos reconocer la
kénosis del Espíritu en la Iglesia como algo que rompe el
núcleo de muerte donde se endurecen nuestros corazones
y se secan nuestros sufrimientos; si quisiéramos abrir de­
cididamente nuestro abismo al de la Plenitud que se nos
ofrece, entonces la Liturgia no nos parecería ya como un
espejismo, una parada o un recuerdo: sería nuestra
Fuente, manaría en nosotros y nos haría nacer al Nombre
tan deseado.
«¡M aranatha! ¡Ven, Señor!» (i Co 16, 22). Este cla­
m or de las asam bleas cristianas, donde se am plifica el
gemido del Espíritu y de la Esposa (Ap 22, 17), no se in­
clina hacia nuestro universo infernal como una interce­
sión, sino que se eleva de sus profundidades como un
desgarram iento y como una esperanza. N uestros ú lti­
mos tiempos son sobrellevados por la espera impaciente
y am ante del Señor Jesús, porque, con la Liturgia, el
tiempo de los dolores y del alum bram iento ha com en­
zado. Todo ser hum ano, lo sepa o no, está ya desde
ahora constituido en relación con el Hijo amado, venido
en su carne, pero está atravesado por la nostalgia que le
atrae hacia este mismo Señor, esperado en su gloria. El
m ovim iento de fondo de la Liturgia se despliega del
89
JEAN CORBON
Cuerpo de Jesús, crucificado y resucitado, hacia el
Cuerpo total de Cristo glorificado1.
En efecto, porque la ola de la Compasión divina no
puede apoderarse de nuestra muerte y comunicarnos su
Amor más que tomando cuerpo en nosotros. Es siempre
en su Cuerpo como el Verbo viene para salvar a los hom­
bres. No solo en su primera venida en la carne y en su se­
gundo advenim iento en la gloria, sino tam bién en el
tiempo de kénosis en que nosotros vivimos. La Liturgia
eterna, que Jesús celebra en su Ascensión y que tom a
cuerpo en su Iglesia, penetra nuestro mundo de muerte
para darle la vida; pero el lugar de este encuentro y su eje
de luz son siempre el Cuerpo de Cristo. ¿Cómo puede este
Cuerpo adorable, Vivo junto al Padre, venir en nuestra
condición m ortal y llegar a ser para nosotros fuente de
Vida?
La zarza ardiente
Moisés vislumbró el misterio en la teofanía que abre el
acontecim iento figurativo de la Pascua (Ex 3, 1-6). El
Nombre del Santo Señor Jesús comenzó a ser balbuceado
y confiado a aquel que «vio a Dios»2. No m ediante un
curso de teología ni un éxtasis fuera de la carne, sino en
un signo muy sencillo: una zarza en llamas. Una zarza, de
las que hay millares en las colinas semidesérticas, y una
zarza que arde no es algo raro en el entorno de los campa­
mentos. Lo asombroso es que esta no se consume. Moisés
se dice interiormente: «Voy a dar un rodeo para ver este
extraño espectáculo y por qué no se consume la zarza». Y
he aquí la revelación conmovedora. Se acercaba para ver,
y oye a Alguien. Quería saber el porqué de una cosa, y es
1 «Corpus totum»: la Cabeza y los miembros, expresión muy que­
rida por san Agustín.
2 Así le llama la tradición bizantina en su fiesta, celebrada el 4 de
septiembre.
90
LITURGIA FONTAL
llamado por su nombre. A través del signo que él ve, el
misterio del Dios Vivo se le entrega: el Totalmente-Otro
que arde en el corazón de la visión es la Compasión divina
que habita en la angustia de su pueblo.
Ni panteísmo ni sacralización: esta Presencia es per­
sonal. El Santo no destruye, pero sí penetra con su Fuego
todo lo que existe. El hombre es su tierra santa, tanto más
habitada por su Gloria cuanto más cercana es su salva­
ción. Pero la llam a que nos quema sin consum irnos no
puede ser captada por nuestras prim eras miradas, aun­
que sean profundas: se revela al darse y es conocida al ser
acogida. No es nuestra carne la que es obstáculo, como
piensan los viejos dualismos, sino la ausencia de gratui-
dad y de amor, o, lo que es lo mismo, nuestra m uerte.
Aquí todo es gratuito, tanto en el fuego que se revela
como en el corazón que lo recibe. Aquí todo es Vida. La
misma llama misteriosa arde en el acontecimiento y en el
corazón del hombre: solo en el corazón que lo acoge, el
Fuego se convierte en Luz.
Cuando, en la Plenitud de los tiempos, la Luz viene al
mundo en Persona, entonces Aquel que habló a Moisés
tom a cuerpo y habita entre nosotros. Este Cuerpo del
Verbo3, la Virgen lo ha concebido, formado y dado a luz
por el Espíritu Santo; Juan lo ha revelado como Cordero
de Dios, Pascua verdadera y Siervo sufriente. Pero tam ­
bién hombres y mujeres como nosotros se han acercado a
Él. El extraño espectáculo del Sinaí se ha convertido en lo
que los sinópticos llaman milagro y el cuarto evangelio,
signo: el Verbo encamado es la verdadera Zarza ardiente.
«Salía de Él una fuerza que sanaba a todos»4. Esta Ener­
gía del Verbo en nuestro m ido, de la Luz en nuestras ti­
nieblas, de la Vida en nuestra muerte, es a partir de ahora
el Fuego que mana de la Zarza.
3 Eucologio de San Serapión, obispo de Thmuis (Egipto, siglo iv).
4 Le 6, 19. Cfr. Me 5, 30.
91
JEAN CORBON
Los que se le acercan, tocan su cuerpo, pero «su carne es
divina»; los que le miran ven un mortal como ellos, pero es
«el Rostro de la Vida»5. Él es verdaderamente hombre y ver­
daderamente Dios. La llama de su divinidad no consume su
humanidad, pero la ilumina desde dentro y aparece a través
de ella. Sus acciones asombrosas, sus milagros, dan testimo­
nio ya, en su condición mortal, de las Energías que se irra­
diarán, por su Resurrección, de su Cuerpo incorruptible.
Con sus milagros, Jesús se revela como el gran y único sa­
cramento de Dios para el hombre y del hombre para Dios6.
Y así, un día Jesús sube a la barca con sus discípulos
(Me 4, 35-41). Reman m ar adentro y, mientras navegan, él
se duerme. No está fingiendo, él es verdaderamente hom­
bre; está fatigado, por su esfuerzo humano y por ese mis­
terioso cansancio divino del que hablan los profetas (Is 7,
13). Una borrasca se desencadena sobre el lago; las olas se
lanzan contra la barca, que en breve tiempo se inunda.
Entonces, como Moisés, los discípulos «se acercan»:
«¿Maestro, no te importa que perezcamos?». ¿Cómo po­
dría inquietarse? En medio de la tempestad, en su hum a­
nidad, él es Aquel en quien todo subsiste y que tiene todo
en su mano. Sin embargo, con un movimiento que cobra
todo su significado a partir de la Resurrección, él «se des­
pierta», él «se levanta». De sus labios de carne, el Verbo
que continuamente llama cada cosa de la nada a la exis­
tencia, dice al mar: «¡Silencio, cállate!». El viento cesa, las
olas se calman y sobreviene una gran bonanza.
En esta tempestad, ya no estamos en el alba de la crea­
ción, sino en el tiempo trágico de la salvación del hombre.
5 Dos expresiones de san Gregorio de Nisa en su Vida de Moisés.
6 Cuando la primera comunidad escriba estos milagros, «recor­
dará» su consistencia camal e histórica, pero será introducida por el
Espíritu «en la verdad plena» de su significado permanente: porque así
es como, en los últimos tiempos, el Señor Resucitado continúa viviendo
con nosotros. La inteligencia del sentido espiritual de la Escritura no es
una sutil operación mental, sino la Energía, del todo simple, del Espí­
ritu que la revela haciéndola vivir... y es justamente uno de los frutos de
la Liturgia.
92
LITURGIA FONTAL
La Energía divina ya no actúa sola, sino que, en el Cuerpo
de Cristo, actúa en sinergia con el hombre y, por eso, Je­
sús es su gran Sacramento. En efecto, actuando en favor
nuestro, el Amor de nuestro Dios solicita nuestra coope­
ración, es decir, nuestra fe. Ahora bien, sí había fe, aun­
que tím ida, en el corazón angustiado de los discípulos.
Esta gente de poca fe tenía miedo, pero, si Jesús les pre­
gunta: «¿Dónde está vuestra fe?», es para liberarla del
miedo y hacerla crecer. Entonces, quedan sobrecogidos
con ese asombro donde la fe puede dilatarse y abrirse a la
Presencia: «¿Quién es, pues, Este?».
En aquel tiempo, la circunstancia exterior fue una
tempestad en el lago Tiberíades. Hoy es diferente y nueva
a cada instante; poco importa. Lo importante es el Acon­
tecimiento vivido, entonces como hoy, por el Verbo con
los hombres; y este Acontecimiento es siempre en su
Cuerpo. Venga en la Plenitud de los tiempos o en estos úl­
timos tiempos, el Cuerpo del Señor Jesús es el Sacra­
mento que da la Vida a los hombres. Para estar convenci­
dos de ello, debemos aún subir una montaña. Allí donde
se cumplirá la teofanía de la zarza ardiente.
La Transfiguración1
Este extraño espectáculo es relatado expresamente por
los sinópticos como la cima del ministerio de Jesús8. Ha­
cia esta cima suben el asombro y las preguntas de las teo-
fanías precedentes: «¿Quién es, pues, este?» y «Vosotros,
7 Este acontecimiento permanece demasiado desconocido para los
cristianos, como si fuese un milagro entre otros, una especie de prueba
apologética. También la fiesta que lo celebra ha venido a menos, quizá
por ser la única no inscrita en el desarrollo cronológico de las fiestas
del Señor. Memorial de un hecho acaecido en su vida mortal, se celebra
después de Pentecostés, en la luz del verano (6 de agosto). Ahora bien,
este acontecimiento, que trastoca nuestra lógica del tiempo, es justa­
mente el más típico de la condición escatológica del Cuerpo de Cristo:
es una visión de apocalipsis en el centro del Evangelio.
8 Me 9, 2-10; Mt 17, 1-9; Le 9, 28-36.
93
JEAN CORBON
¿quién decís que soy yo?», y de ella parte el camino hacia
la últim a Pascua en Jerusalén. Los milagros anunciaban
las Energías de Cristo resucitado; la Transfiguración es la
teofanía que nos revela su significado, mejor, que realiza
lo que estas Energías cumplirán en nuestra carne mortal:
nuestra deificación.
La Transfiguración, situada histórica y literariamente en
el centro del Evangelio, lo está también en razón de su rea­
lismo misterioso: la Humanidad de Jesús es el foco vivo
donde el hombre llega a ser Dios. ¡Cristo es verdaderamente
hombre! Ahora bien, ser hombre no significa ser en el propio
cuerpo, como lo imaginan los dualismos impenitentes, sino
que, según la revelación bíblica, significa ser el propio
cuerpo, un todo orgánico y coherente. Porque el ser humano
es su cuerpo, él está, a imagen de su Dios, en relación con
las otras personas, con el cosmos, con el tiempo, con Aquel
que es la Comunión en plenitud. Ahora bien, desde que el
Verbo tomó Cuerpo, está en relación humana con el Padre y
con todos los hombres, según todas estas dimensiones: el
fuego de su Luz inflama toda la Zarza, toda su Humanidad
está «ungida», «en él habita corporalmente la Plenitud de la
Divinidad» (Col 2, 9)... y Pablo añade: «y vosotros os encon­
tráis en él asociados a su Plenitud» (Col 2, 10).
¿Qué ha sucedido, pues, en este acontecimiento im ­
previsto? ¿Por qué la fugitiva Belleza del Incomprensible
se transparenta un instante en el Cuerpo del Verbo? Dos
certezas pueden guiamos. Ante todo, el cambio, la meta­
morfosis según la transcripción literal del término griego,
no se refiere a Jesús. El texto evangélico y la interpreta­
ción unánime de los Padres son claros: Cristo «se transfi­
gura, no asumiendo lo que no era, sino manifestando lo
que él era a sus propios discípulos: les abre los ojos y, de
ciegos que eran, los hace videntes»9. El cambio está del
9 San Juan Damasceno, Homilía II sobre la Transfiguración (PG 9
564c).
94
LITURGIA FONTAL
lado de los discípulos, y esto es lo que confirm a la se­
gunda certeza: la finalidad de la Transfiguración, con­
forme a toda la Economía revelada en la Biblia, es la sal­
vación del hombre. Como en la zarza ardiente, el Verbo
deja ver en su Cuerpo la Luz de su divinidad no para hacer
saber, sino para hacer vivir, para salvar: se revela al darse
y se da para transformarnos a nosotros en El.
Pero, si está permitido acercarse al Misterio, quitán­
dose las sandalias de la curiosidad y de la gnosis indis­
creta, ¿por qué Jesús eligió ese momento, sus dos testigos
y sus tres apóstoles? ¿Qué vivía en su corazón de hombre,
él, el Hijo apasionado por el Padre y tam bién por noso­
tros? Algunos días antes, Pedro ya había sido iluminado
interiorm ente y le había reconocido como el Mesías de
Dios. Jesús había comenzado entonces a desvelar su pró­
ximo desenlace: debía sufrir, ser condenado a muerte y re­
sucitar. Tras estos dos anuncios, toma la iniciativa de su­
bir al monte. El m anar de la Transfiguración aparece
desde entonces a través de lo no dicho por los evangelis­
tas: acabada la catequesis preparatoria a su Pascua, Jesús
se decide a ir hacia su realización. Con todo su ser, con
todo su cuerpo, él está entregado a la voluntad amorosa
del Padre, se adhiere totalm ente a ella. En adelante, ya
todo pondrá de manifiesto su sí incondicional al am or del
Padre, hasta ese último combate de la agonía, al que se­
rán invitados los mismos discípulos.
Necesitamos, sin duda, entrar en el misterio de esta
adhesión de am or para com prender que la Transfigura­
ción no es el desvelamiento impasible de la Luz del Verbo
a los ojos de los apóstoles, sino el momento intenso en el
que Jesús, con todo su ser, no es más que una sola cosa
con la Compasión del Padre. En aquellos días decisivos, él
es más que nunca transparente a la luz de amor de Aquel
que lo entrega a los hombres para su salvación. Por tanto,
si Jesús se transfigura, es porque el Padre hace estallar en
él su Alegría. La irradiación de su Luz en su cuerpo de
95
JEAN CORBON
compasión es como el estremecimiento del Padre que res­
ponde al don total de su Unigénito. De ahí la voz que tras­
pasa la nube: «¡este es mi Hijo amado!, en quien me com­
plazco... ¡escuchadle!».
Y se entiende la emoción inesperada de Moisés y d
Elias: ellos, que habían percibido la proximidad de la Glo­
ria divina impaciente por salvar a los hombres, la contem­
plan ahora en el Cuerpo del Hijo del hombre. «He visto,
he visto la miseria de mi pueblo... he oído su clamor... co­
nozco sus padecimientos... he decidido liberarlo» {Ex 3,
7-8); «Respóndeme, Yahvé, respóndem e... ardo en celo
por Yahvé, Dios Sebaot, porque los hijos de Israel te han
abandonado...» (1 R 18, 37; 19, 10): todo esto ya no son
palabras divinas ni palabras de hombres, sino el Verbo
mismo en su hum anidad; no ya una prom esa y una es­
pera, sino el Acontecimiento, «la Realidad: ¡es el Cuerpo
de Cristo!» (Col 2, 17). Moisés y Elias pueden dejar la
gruta del Sinaí sin velarse el rostro: contemplan la Fuente
de la Luz en el Cuerpo del Verbo.
En cuanto a los tres discípulos, son inundados durante
unos segundos de lo que se les concederá recibir, compren­
der y vivir a partir de Pentecostés: la luz deificante que
emana del Cuerpo de Cristo, las Energías multiformes del
Espíritu que da la Vida. En ese momento, lo que les impre­
siona es que «Aquel que está allí» no es solamente «Dios con
los hombres», sino Dios-hombre: nada puede pasar de Dios
al hombre, ni del hombre a Dios, sino por su Cuerpo. Y la
otra certeza, de la que Pedro dará testimonio en sus cartas y
Juan en todos sus escritos, es que la participación de esta
vida del Padre que se derrama desde el Cuerpo de Cristo es
a la medida de la fe del hombre. La novedad de la Transfigu­
ración consiste en esta luz de fe que ha iluminado sus cora­
zones de carne. Gracias a ella, acercándose al Cuerpo de Je­
sús, «tocan al Verbo de Vida» {1 Jn 1, 1).
Ya no hay distancia entre la materia y la divinidad: en
el Cuerpo de Cristo, nuestra carne está en comunión con
96
LITURGIA FONTAL
el Príncipe de la Vida, sin confusión ni separación. La
Transfiguración nos hace vislumbrar el pleno desarrollo
de lo que el Verbo inauguró en su Encarnación y m ani­
festó a partir del Bautismo en sus milagros: el Cuerpo de
Jesús es el sacramento que da la Vida de Dios a los hom­
bres. Cuando nuestra humanidad consienta en unirse a la
Hum anidad del Señor Jesús, participará entonces en la
naturaleza divina (2 P 1,4), será deificada. Si todo el sig­
nificado de la Economía de la salvación está en esto, se
comprende que la Liturgia sea su cumplimiento. La deifi­
cación del hom bre será participación del Cuerpo de
Cristo.
La Liturgia sacramental
Se entiende ahora por qué la tradición constante de
las Iglesias de Oriente ve en el misterio de la Transfigura­
ción el acontecimiento-fuente de la Liturgia sacramental.
El Cuerpo de Jesús no es, simplemente, el signo de la pre­
sencia de Dios, como la zarza del Sinaí, ni el receptáculo
inerte de la divinidad, como lo imaginan nuestros incons­
cientes nestorianos: es Sacramento, está ungido con la na­
turaleza divina en la unidad personal del Hijo. Puesto
que, en todas las fibras de su ser y en su consentimiento
de amor, la H um anidad de Jesús es «filial», ella puede
desposar los más mínimos movimientos y las más íntimas
heridas de nuestra humanidad para derramar ahí la vida
del Padre. Las Energías deificantes del Cuerpo de Cristo
nos alcanzarán de ahora en adelante en todo nuestro ser,
en nuestro cuerpo. El Señor se apropia, entonces, de al­
guna de nuestras realidades carnales -agua, pan, vino,
aceite, hombre y mujer, corazón contrito-, se la asocia a
su Cuerpo en crecimiento y la hace participar de su irra­
diación vivificante. Lo que nosotros llamamos sacramen­
tos son, en realidad, las acciones deificantes del Cuerpo
de Cristo en nuestra misma humanidad. Con pleno rea­
97
JEAN CORBON
lismo espiritual, estas Energías son sacramentos; de no
ser así, no podrían deificarnos. Nosotros podemos recibir
su Espíritu tan solo porque él asume nuestro cuerpo.
En cierto sentido, durante su vida terrestre, Jesús no
podía alcanzar la plena madurez de su poder deificante;
estaba limitado en su relación, no por su Cuerpo, sino por
la condición mortal de su Cuerpo. Desde que venció a la
muerte, estas limitaciones han sido superadas y abolidas.
En este sentido, es por su Cruz y su Resurrección como el
Cuerpo de Cristo se ha hecho plenam ente sacramental.
«Por su Ascensión -nos dice san Ambrosio-, Cristo ha pa­
sado a sus Misterios», es decir, a sus Energías sacramen­
tales. Este paso fue el de su Pascua. Por tanto, sacramento
desde su Encarnación, el Cuerpo de Cristo lo llega a ser
totalmente y sin límite por su Resurrección y Ascensión.
De ahora en adelante y para siempre, él es el Sacramento
de la Comunión de Dios y los hombres.
Algunos imaginan a Cristo, sacramento de la salvación
de los hombres, que estaría allá arriba; después, la Iglesia,
otro sacramento, que estaría aquí abajo; y, finalmente, los
sacram entos de la Iglesia, celebrados de vez en cuando.
Este esquema, no hay duda, es una de las causas del divor­
cio entre la Liturgia y la vida. No, no hay más que un solo
Cuerpo de Cristo, gran y único Sacramento. La maravilla
que hemos de redescubrir continuamente es que el mismo
Señor, que hizo participar a sus tres discípulos en la Luz
deificante m ientras su Cuerpo estaba aún en condición
mortal, continúa ahora, y con poder infinitamente mayor,
deificando a los hombres en su mismo Cuerpo, que es la
Iglesia. Si su Cuerpo no participase de nuestra condición
mortal, ¿cómo podríamos nosotros ser deificados? Ahora
bien, este Cuerpo vivificante es la Iglesia.
La Iglesia es, en efecto, el estado de kénosis en el cual
la Carne del Verbo comunica la Vida al mundo hasta que
la Muerte sea definitivamente destruida (1 Co 15, 26). El
Señor, desde su Ascensión, difunde entre los hombres el
98
LITURGIA FONTAL
Río de Vida, la Liturgia, en su Cuerpo que es la Iglesia, y
he aquí la Transfiguración hoy. La paradoja de los últimos
tiempos está focalizada en el acontecimiento permanente
y dinám ico de la Transfiguración de Cristo: en ellos se
realiza la Liturgia sacramental.
Sí, porque entre el Tabor y hoy está la Resurrección, el
estallido de la Gloria: hay Espíritu Santo. Es gracias a la
kénosis del Espíritu en la Iglesia como, en nuestra misma
debilidad, la fe puede despertarse y nuestros ojos abrirse
para reconocer al Señor y ser transformados en él. No ne­
cesitamos ya la nube para oír al Padre y acercamos a Je­
sús: la hum anidad de la Iglesia es el Cuerpo en el cual el
Señor se revela y actúa, ya que, por su Espíritu Santo,
nuestra hum anidad y la suya se han hecho un mism o
Cuerpo10.
He aquí, pues, el Cuerpo de Cristo, Sacramento de la
salvación de los hombres y de la Gloria de Dios. La Litur­
gia hace vivir en la Iglesia la Transfiguración del Cuerpo
total en crecimiento, la unión transformante en la que el
hombre llega a ser Dios. Si se admite la intuición clásica
de la Liturgia como energía del Pueblo de Dios, es justo
desde esta Luz desde donde nosotros la podemos com ­
prender. No una Energía que procedería de la Iglesia, al
lado de Cristo o después de él, sino la Sinergia del Hom-
bre-Dios comunicada a su Iglesia en el Espíritu Santo: la
unión sin confusión, la confluencia de la Energía del Don
y la de la Acogida, el encuentro virginal y omnipotente de
las dos gratuidades. Entonces, la hum anidad que ella
toma no es ya de la carne ni de la sangre ni un gmpo so­
ciológico ni un conjunto de estructuras, sino que llega a
ser Pueblo de Dios, llega a ser Cuerpo de Cristo. Esta
10 Todo lo que vimos en el capítulo V sobre «Pentecostés, Adveni­
miento de la Iglesia» encuentra aquí su confirmación. Los apóstoles se
han convertido en el Cuerpo de Cristo y es este mismo Cuerpo el que no
cesa de crecer en los últimos tiempos: la Iglesia apostólica es la Iglesia
sacramental.
99
JEAN CORBON
transformación, este llegar a ser es justamente el aconteci­
miento de la Transfiguración.
¿Cuál es, pues, este poder extraordinario que emana
del Cuerpo del Señor y del cual nosotros podemos partici­
par en nuestra realidad hum ana desde ahora? ¿Cuáles
son estas Energías deificantes que en la Liturgia «transfi­
guran poco a poco nuestro cuerpo de miseria para con­
formarlo con su Cuerpo de Gloria» (Flp 3, 21)? Es lo que
nos queda por descubrir para acoger la Liturgia fontal.

100
Capítulo VIII
EL ESPÍRITU SANTO Y LA IGLESIA EN LA LITURGIA

Cuando nos acercamos al Cuerpo del Señor, nuestro


primer asombro debería ser el de haber sido atraídos ha­
cia él. Es el Padre quien nos ha seducido (Jn 6, 44) y, en
nuestra pobre fe amante, es un poco de su pasión por el
Hijo am ado la que se ha hecho nuestra. Así, desde que
consentimos en entrar en la nube de la fe, el Padre nos re­
vela a Jesús como la única Realidad. «De pronto, mirando
alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con
ellos» (Me 9, 8): Jesús solo, es como decir Todo.
En este Cuerpo del Verbo, «todo subsiste... Dios quiso
hacer residir en él la Plenitud» (Col 1, 17.19). De él se de­
rram a la Alegría del Padre sobre todos los hombres. En él,
todo ser es amado de modo único y puede volver a con­
vertirse en la Gloria del Padre. En él está la Vida de todas
las criaturas. Él es nuestra Vida y nuestra Resurrección;
entonces, «¿a quién iremos, Señor?» (Jn 6, 68). En él, el
hom bre es restaurado y los hom bres son reconciliados,
pues «en su Cuerpo ha dado muerte al Odio» (Ef 2, 14 ss).
En su Transfiguración, este Cuerpo adorable de ahora en
adelante no puede dejar de exultar de alegría: la Liturgia
es el desbordamiento de su Espíritu de Vida.
Sí, porque el Espíritu Santo, cuya fuente eterna es el
Padre, ha sido enviado desde el principio de los tiempos
con el Hijo y para él. El Espíritu es la misión materna del
Padre junto a los hom bres para que conozcan al Hijo,
101
JEAN CORBON
sean incorporados a él y compartan su Vida. Por eso, en el
corazón de los hombres, él es la atracción del Padre hacia
Jesús, su pasión por el propio Hijo y por todos los hijos,
su Comunión derramada abundantemente. En el Cuerpo
de Cristo, y manando de él, el Espíritu Santo es como la
im paciencia de la Gloria del Padre para que el hom bre
viva. En adelante, en este Cuerpo que ha vencido los lími­
tes de la muerte, el Espíritu actúa con poder. Y cuando
suscita en nosotros la respuesta a su Energía multiforme,
el Espíritu y la Iglesia no son más que uno en asombrosa
sinergia1: la Liturgia.
La Luz del triple resplandor
En el icono litúrgico que describe la Transfiguración
de Cristo a los ojos de nuestra fe, la fuente no es más que
Luz y abre un espacio nuevo, sin horizonte, donde todo
está invadido del resplandor del Cuerpo del Señor2. Este
espacio que rechaza la sombra de la muerte es el de la Li­
turgia. Del Cuerpo incorruptible emana la luz pura de la
Trinidad Santa, una e indivisible. Pero la irradiación sal­
vadora de su Gloria alcanza a todos los seres según ener­
gías múltiples, y estas son las Energías del Espíritu Santo.
1 Hemos encontrado ya este término (Cfr. capítulo II, nota 5) y vol­
verá con frecuencia en seguida. El lector entenderá que lo preferimos a
su equivalente de origen latino «co-operación», cuyas connotaciones
son otras en el lenguaje moderno. La sinergia del Espíritu Santo y de la
Iglesia es una noción clave para entrar en el misterio de la Liturgia. Su
fundamento es Cristo mismo. Verdadero Dios y verdadero hombre, Je­
sús tiene dos voluntades (contra la herejía monoteleta) y dos operacio­
nes o energías (contra el compromiso del monoenergismo), unidas de
hecho pero libremente y sin confundirse. Así, toda la santidad cristiana
consiste en la deificación de nuestra naturaleza en Cristo (Cfr. capítulo
XVI), en la unión de nuestra voluntad con la del Padre en Cristo y en la
sinergia del bautizado y del Espíritu Santo en todo acto vital. Esto es el
amor en acto, Cfr. E f 2, 9 ss y Flp 2, 13. Piénsese, a partir de cierta pro­
fundidad de unión transformante, en la palabra tan fuerte de san Juan
de la Cruz: «Dios y su obra es Dios» (Máxima 157).
2 Es una constante de la iconografía, sea de hechura armenia,
copta, griega, románica, eslava o siríaca.
102
LITURGIA FONTAL
Una en su misterio, la Luz de la Transfiguración es triple
en su resplandor, según los tres tiempos de la Economía
de nuestra salvación que vive el Cuerpo de Cristo.
Puesto que el Cuerpo del Señor Jesús es la Realidad y
en él reside la Plenitud, la primera Energía de su Espíritu
será manifestarlo a nosotros. El Está aquí, el Cordero de
Dios, y Viene a nuestro mundo, pero tantas figuras nos lo
esconden todavía y las tinieblas de la mentira nos alejan
de él. Entonces, el Paráclito, el nuevo Precursor de la Ve­
nida de Jesús en su Gloria, purificará nuestra mirada con
su Luz silenciosa; nos hará pasar de nuestras visiones car­
nales al conocim iento puro de la fe. El Espíritu Santo
mana de Cristo como Plenitud de los tiempos y nos hace
participar de ella. Nos transfigura, en primer lugar, ilumi­
nando los ojos de nuestro corazón. Más aún que los discí­
pulos de Emaús, nosotros llegamos a ser entonces con­
temporáneos de la Hora de Jesús. Es el Hoy de la Liturgia.
Tras despertarnos al don gratuito de la fe, el Espíritu
Santo puede ahora penetrar con su Luz vivificante la Ima­
gen desfigurada que es el hombre y transfigurarla. Puede al­
canzar nuestras tinieblas en los baluartes de la muerte. Si la
Luz nos deja participar de ella haciéndose fe en nosotros, es
para que le ofrezcamos todo nuestro ser y seamos cada vez
más Luz. Esta Energía, lo presentimos, nos alcanza en lo
más profundo de nuestra condición mortal. Es la Energía
propia de los últimos tiempos, con la que el Espíritu Santo
trata de transformamos en el Cuerpo de Gloria del Señor.
Por último, si se nos ha concedido «creer en su Nom­
bre» y si hemos recibido «el poder llegar a ser hijos de
Dios» (Jn 1, 12), es para ser enviados a este mundo, como
Él mismo lo ha sido por el Padre. Su Espíritu nos ha hecho
renacer para que, a través de nosotros, su Gloria se mani­
fieste a otros y tam bién ellos sean transfigurados en el
Cuerpo del Señor. Este último resplandor de la Luz vivifi­
cante se orienta a comunicar la Realidad que es el Cuerpo
de Cristo, a introducir en su Comunión a los hijos de Dios
103
JEAN CORBON
dispersos. En esta tercera Energía, el Espíritu y la Iglesia
están en la más íntima sinergia, porque se entregan el uno
al otro en la misma misión de amor. Es, pues, una verda­
dera anticipación de la Consumación de los tiempos, en el
sentido de que el Espíritu y la Iglesia hacen vivir desde
ahora el misterio del Reino y apresuran su Venida.
La Manifestación del Cuerpo de Cristo
La prim era tragedia de la historia es que el Verbo
viene a los hombres, Él, su Luz y su Vida, y los hombres
no lo reconocen. Él está en medio de nosotros, en la Rea­
lidad de su Cuerpo, como Alguien a quien no conocemos
(Jn 1, 9 ss y 1, 26). No puede ser conocido desde el exte­
rior, porque la exterioridad es la herida del conocimiento
m ortal. La maravilla del Espíritu Santo es revelárnoslo
desde el interior, pero no por una técnica reservada a
unos iniciados, sino en el compromiso personal de quien
lo recibe. Por eso, la prim era a quien el Espíritu Santo
manifiesta el Cuerpo del Verbo es a su Madre, la Virgen
María: ella reconoce a su Hijo y a su Dios porque lo con­
cibe en la fe y lo lleva en la esperanza. Así ella es, perso­
nalmente, la Iglesia en la Plenitud de los tiempos.
Pues bien, desde que la Iglesia ha tomado Cuerpo en
Pentecostés, sucede siempre lo mismo: el Espíritu m ani­
fiesta a Jesús a quienes son suficientemente pobres para
creer en él, dejarlo todo por él y llegar a ser capaces de lle­
varlo en la tribulación. La Energía del Espíritu Santo no
consiste en hacemos saber ideas sobre Jesucristo, sino en
purificar nuestro corazón para él. El Cuerpo del Señor se
convierte en la evidencia primera y fulgurante de nuestras
vidas, en la medida en que renunciamos a nosotros mis­
mos y lo buscamos por amor. Esta es la primera sinergia,
en que el Espíritu nos transform a en discípulos y teólo­
gos, no mediante un discurso sobre Dios, sino por medio
de la fe amante en su Cristo.
104
LITURGIA FONTAL
El cuarto Evangelio se abre con una semana en que
Juan el Teólogo evoca los primeros encuentros con Jesús,
con la frescura y la precisión del amor. Podemos seguir en
ella las iluminaciones progresivas que el Espíritu Santo
suscita en el corazón de estos pobres sin pretensión de sa­
ber. Todo parte de la mirada de Juan el Bautista. Se le per­
cibe bañado en aquella Luz con la que el Espíritu le trans­
figuró en el momento del Bautismo de Jesús. Por eso lo
reconoce; ve al Cordero de Dios venir hacia él y, al día si­
guiente, fija sus ojos en él. Es entonces cuando dos de sus
discípulos comienzan a seguir a Jesús. ¿Quién podrá co­
nocer la profundidad de esta m irada del amigo del Es­
poso, tan ahondado por la espera y tan transparente al
Amor que sus dos discípulos le abandonan, atraídos por
Aquel ante quien su maestro se eclipsa? Sin duda, la Vir­
gen y la Iglesia, ya que el Espíritu es la Luz que ilumina a
la Esposa y le revela a su Señor (Ap 21, 23).
«Venid y veréis». Los dos primeros discípulos busca­
ban la m orada de su nuevo Rabbí, «encuentran al Me­
sías» y difunden la Luz que les ha atraído. Entonces es la
mirada de Jesús la que comienza a irradiar la luz del Es­
píritu Santo en el corazón de Pedro, de Felipe y de Nata-
nael: es él quien les conoce y cam bia su vida. Jesús les
hace vislumbrar la evidencia a la que se abrirá la fe que
nace en ellos: no el hijo de Dios, el rey de Israel que imagi­
nan, sino el Hijo del hombre, humillado y glorificado, que
difunde la Vida sobre el m undo en su Ascensión. Y esta
semana de teofanías termina con el primer signo con que
Jesús manifiesta su Gloria: la anticipación de su Hora, de
la efusión de su Espíritu y de las bodas de la Iglesia.
Hasta la Transfiguración, el Espíritu Santo irá purifi­
cando pacientemente la mirada de los discípulos en la luz
de la prim era espera: «¿A quién buscáis?», «¿Quién es,
pues, este?», «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»,
«¿También vosotros queréis dejarme?». A pesar de la con­
fesión de Pedro y de los anuncios de la Pasión y la Resu­
105
JEAN CORBON
rrección, no entienden nada: el Espíritu trabaja en su cora­
zón, pero aún no ha sido dado ni reconocido, y no lo será
hasta que el Cuerpo de Jesús lo haya derramado tras asu­
m ir y disipar nuestra muerte. En la mañana de la Resurrec­
ción, solo uno ve y cree, a pesar de las apariencias: el discí­
pulo a quien Jesús amaba; y un poco más tarde, es también
él quien, en la neblina de la mañana, sabe reconocer, de le­
jos y sin forma, a aquel Señor cuyo amor transfiguró para
siempre su mirada. Todo su testimonio estalla en la última
Bienaventuranza del Evangelio: «Felices los que creen sin
haber visto». El Espíritu despierta esta Bienaventuranza en
el corazón de la Iglesia, ella que de ahora en adelante ve
con sus propios ojos, contempla y toca con las propias ma­
nos al Verbo de Vida y lo anuncia {1 Jn 1, 1-3). Y es a ella a
la que el Espíritu revela a su Señor que viene: «¡No temas.
Soy yo, el Viviente! Estuve muerto, pero mira, estoy vivo
por los siglos de los siglos» (Ap 1, 17-18).
Si el Señor resucitado es, pues, en nuestro mundo la
Realidad fuera de la cual todo es vacío y absurdo, ¿cómo
es que estamos junto a Él sin «discernir su Cuerpo» (1 Co
11, 28 ss)? Bastaría, para que su Espíritu nos iluminase,
reconocer que somos ciegos de nacimiento; pero si deci­
mos que vemos, nuestro pecado permanece {Jn 9, 39 ss).
El Espíritu Santo nos enseña, por el contrario, aquella
hum ildad de corazón que atraviesa los límites de todos
nuestros conocimientos exteriores. A Cristo no le descubri­
remos en el periódico, la lectura empírica o la experiencia
inconsciente de los hechos, si bien es precisamente en es­
tos acontecimientos donde él viene y donde su Espíritu
actúa. No es, tampoco, en nuestras interpretaciones sub­
jetivas de los acontecimientos donde el Espíritu puede ac­
tuar: el significado que dam os a los hechos m ira sola­
mente a asegurar nuestro equilibrio y sofoca la nostalgia
que nos despertaría a la Venida del Señor.
Cuando algunos acontecimientos nos turban y se con­
vierten en fallas abiertas sobre el abismo de la muerte,
106
LITURGIA FONTAL
¿qué hacemos? O nos replegamos sobre las dos posicio­
nes anteriores o nos aventuramos sobre otras dos pistas,
el tiempo suficiente de distraernos para sobrevivir: para
unos, es la ciencia y la técnica, aunque conocer la conca­
tenación de las causas, e incluso dominarlas, no quiere
decir descubrir su significado; para otros, deseosos de
descubrir por qué esta muerte absurda golpea con sus ga­
rras todo lo que es humano, es la búsqueda de sentido, la
seriedad de la inquietud, hasta el umbral insuperable de
la pregunta escondida en todo acontecimiento: ¿ser es­
clavo de la m uerte o vencerla? Pero no son las ideas las
que pueden exorcizar la muerte multiforme.
La Energía de luz del Espíritu Santo no excluye estos
niveles de visión: los penetra, los discierne y, finalmente,
los hace estallar en el Acontecimiento que está aquí pre­
sente: el Cuerpo adorable de Cristo en el que la muerte ha
sido vencida y que nos ofrece la Vida. El verdadero profe-
tismo cristiano está en este discernim iento que desem ­
boca en la conversión transformadora: el Señor está aquí
y viene, ofrecido en el corazón de todo acontecim iento
como promesa de Resurrección. A partir de aquí, la peda­
gogía del Espíritu Santo es inagotable, porque descubrir
al Señor es siempre algo nuevo. Esta sinergia de Luz nos
conducirá de conversión en conversión, a la medida de
nuestra fe. Solo el amor hace ver y es creativo. El Espíritu
nos manifestará el Cuerpo de Cristo hasta que llene todo
nuestro campo de visión: nada le es extraño, como vere­
mos en la Liturgia vivida. Pero, para volver a la fuente de
la Luz en nosotros, el Espíritu nos enseña antes de nada a
reencontrar el cam ino del corazón, allí donde él se de­
rram a en nosotros y donde la oración se hace vida.
La Pascua del Cuerpo de Cristo
En todas las maravillas de Dios está contenido un sig­
nificado que el Espíritu revela, porque es su autor. El sig-
107
JEAN CORBON
niñeado toma Cuerpo en Cristo, pero es su Aliento quien lo
inspira. Cristo es la Realidad, pero el Espíritu Santo es su
artífice. Es, por tanto, Él a quien el Señor Jesús derrama en
«quienes creen en su Nombre» para darles «el poder llegar
a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). La segunda Energía del Espí­
ritu Santo consiste en transform arnos en Cristo, confor­
mamos «con su imagen, cada vez más gloriosos, por la ac­
ción del Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 18).
Sobre el Tabor, la ilum inación deificante fue vivida
por los discípulos a la medida de su fe. Lo mismo nos ocu­
rre a nosotros ahora en la Transfiguración, que es la Li­
turgia. El Espíritu Santo transform a todo lo que toca,
pero su Energía será tanto más transform ante cuanto
más pobre sea y ofrecida esté nuestra fe. Aquí reside el
acontecimiento decisivo de la Liturgia. Tratando de ex­
presar lo inexpresable, la tradición de las Iglesias apostó­
licas nos lo presenta con una palabra con la que quiere
transm itir el impulso más gratuito de la fe: la Epíclesis.
Epíclesis es la invocación al Padre para que envíe su Espí­
ritu Santo sobre aquello que le ofrecemos, a fin de que
transform e la ofrenda en la Realidad del Cuerpo de
Cristo. La palabra expresa el vacío que es ofrecido, no
puede decir la Plenitud de la que somos colmados. Tra­
duce el gemido que llama, no el Amor silencioso que le
responde. Porque las apariencias permanecen m ientras
estamos en este m undo de muerte, pero la Realidad ha
llegado a ser otra, ha pasado a la Plenitud de Cristo. Así,
las estructuras prim eras del cristiano perm anecen las
mismas después de su Bautismo, su Crismación, su Ma­
trimonio o su Perdón, y, sin embargo, «un ser nuevo está
ahí»: «el que está en Cristo, es una criatura nueva: el ser
antiguo ha desaparecido» (2 Co 5, 17).
La Transfiguración que acontece en la Liturgia es,
pues, un verdadero paso. Con su segunda Energía, el Es­
píritu Santo realiza en nosotros la Pascua de Cristo, de
este m undo a la Vida del Padre. Él no crea de la nada,
108
LITURGIA FONTAL
transform a: deifica. Sí, «transfigura nuestro cuerpo de
miseria para conformarlo con el Cuerpo de gloria» del Se­
ñor (Flp 3, 21). «¡Que venga tu Gracia, y pase este
mundo!»3 no significa el aniquilamiento del mundo sobre
el cual sobrevendría el Reino, sino la gestación dolorosa
del Cuerpo de Cristo en el seno de los últimos tiempos.
Solo la muerte es destruida y la fractura del pecado, cu­
rada. Es el sentido de la Gracia como iniciativa gratuita y
m anar del Dios vivo en la Humanidad del Verbo. Manifes­
tada en la prim era venida del Señor, esta Gracia se des­
pliega en la Liturgia desde su foco, que es la Epíclesis.
Esta Gracia es el Ágape de la Trinidad Santa, ofrecida al
hom bre solo por el am or con que es amado, no por sus
obras o por sus méritos. Es el Amor puramente misericor­
dioso que colma el abismo de nuestra miseria. Es el Espí­
ritu Santo en kénosis: entonces la muerte se desvanece y
el Cuerpo de Cristo surge, vivo, de nuestra tumba.
En esta Energía, en que el Espíritu nos hace llegar a
ser Aquel que contem plam os, no hay ningún determ i-
nismo, lo que sería todavía una huella de la muerte. La
Gracia es libre y liberadora. No está condicionada por
nada, y nada puede detenerla desde el momento en que la
fe le es ofrecida. Ninguna puerta cerrada puede im pedir
al Señor resucitado derram ar su Espíritu para convertir
los corazones y convertir todo en su Cuerpo de gloria. La
transformación tan realista que se vive en el corazón de la
Liturgia no supone la intervención de ningún medio crea­
do: ella mana como nueva creación. Por eso, no podemos
hacer otra cosa, en esta sinergia con el Espíritu Santo,
más que ser nosotros mismos en verdad, en esa verdad
consentida de nuestro ser hacia el Padre que consiste en
creer, no podemos hacer otra cosa más que creer: la fe es
la acogida gratuita del Don gratuito que nos hace ser. Son
estas dos realidades gratuitas, más profundas que nues­
3Didaché, 10.
109
JEAN CORBON
tras heridas mortales, las que hacen posible la unión de
amor y las que la hacen transformante. Cristo ahonda en
nosotros el deseo del Espíritu y nosotros lo pedimos al
Padre: el Padre nos da el Espíritu de su Hijo y nosotros
llegamos a ser Cristo. He aquí la maravilla del Espíritu
que nos deifica, en la liturgia celebrada y vivida: la Fuente
crea en nosotros la sed; ella nos da a beber el Espíritu y
nosotros nos convertimos en Cuerpo de Cristo4.
La Comunión del Cuerpo de Cristo
La Transfiguración culmina en la Comunión, pregus­
tación del Reino, inhabitación de am or en que las Tres
Personas se comunican en la unidad. Esto es, sin duda, lo
que presentía Pedro al proponer plantar tres tiendas en la
cima del monte. Cuando uno es introducido en la Morada
del Padre, ya se comienza a vivir en Comunión con él, se
anticipa la Consumación de los tiempos. Ahora bien, en la
Liturgia, la Iglesia, com unión ya de cuantos creen en el
Nombre del Hijo amado y han sido transformados en él,
llega a ser lo que ella es, se convierte en Cuerpo de Cristo,
se convierte en Sacramento de la Comunión de Dios y los
hombres.
Este Cuerpo está vivo porque el Espíritu Santo es Co­
m unión (2 Co 13, 13). Este Cuerpo no es monolítico, es
orgánico, está com puesto de m iem bros vivos, dotados
ellos mismos de múltiples carismas por el mismo Espí­
ritu. Si el Cuerpo es Sacram ento de la Comunión, cada
miembro lo es por su parte. El cristiano, como tal, es un
ser sacramental; participa en el Cuerpo de la kénosis de
amor del Señor y de su Espíritu. Si el significado primero
de com unión es com partir la misma tarea con otros, la
4 Cfr. 1 Co 12, 13. Obsérvese el matiz distinto de las dos preposicio­
nes, traducidas a veces en español por la misma palabra: «bautizados
en un solo Espíritu» (en griego en locativo) y «en un solo Cuerpo» (en
griego eis dinámico, en vista de).
110
LITURGIA FONTAL
Iglesia es, pues, Comunión, porque de tal manera es una
con Cristo que com parte con todo su ser la m uerte y la
Resurrección de su Señor. Por esto, solo los bautizados
son los actores de la Liturgia en este mundo. Pero, por la
Crismación, ellos han recibido también el Don personal
del Espíritu, que con sus Energías les hace aptos para ser
los servidores, en el único Siervo, de todas las Epíclesis
que les sean confiadas, a cada uno según sus carismas,
tanto en la Liturgia celebrada como en la Liturgia vivida.
La Energía de Comunión del Espíritu Santo hace, en­
tonces, del Cuerpo de Cristo ese «sacerdocio real» (1 P 2,
9), ese «reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,
6). No hay más que un Sacerdote, «misericordioso y fiel»,
«que ha atravesado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios» (Hb
2, 17 y 4, 14) y de su sacerdocio participan sus miembros
para la misma misión de salvación y de Gloria. Ellos son
los que encontramos de nuevo en la Liturgia eterna bajo
la imagen de los ciento cuarenta y cuatro mil (Ap 7, 4),
mientras que «la muchedumbre inmensa que nadie podía
contar» (Ap 7, 9-17) simboliza más bien la multitud de los
elegidos. Estos son la hum anidad salvada, pero aquellos
son el pequeño Resto, la Iglesia, Cuerpo de Comunión, en
la cual la multitud es salvada.
Finalm ente, lo que el Espíritu Santo realiza en esta
tercera Energía viene expresado en el último símbolo de
la visión litúrgica del Apocalipsis: los árboles de Vida. La
imagen nos remite a la Comunión del Cuerpo de Cristo.
No hay, en efecto, más que un solo Arbol de Vida: Cristo
crucificado que da la Vida. Ahora bien, crucificados con
su Señor, los cristianos resucitan con él, desde ahora. En
él se convierten en «espíritu vivificante». Este Espíritu ha
llegado a ser, en ellos y con ellos, una misma Energía di­
vina; es su ser nuevo. La muerte no puede obstaculizarlo
más: «fructifican doce veces, una vez cada mes», es decir,
sin cesar, porque llevan en ellos, son portadores de la Ple­
nitud de los tiempos. «Y sus hojas pueden curan a las na­
111
JEAN CORBON
ciones»: es toda la m isión de la Iglesia en los últim os
tiempos.
La Liturgia, Sinergia del Espíritu y de la Iglesia
Dos imágenes dominan el vocabulario bíblico para su­
gerir el misterio de la Iglesia: la del Cuerpo, desarrollada
sobre todo por san Pablo, y la de la Esposa, más frecuente
en san Juan. El misterio de la Liturgia como Transfigura­
ción manifiesta, más allá de las imágenes, la coherencia
de los dos simbolismos en la misión conjunta del Verbo y
del Espíritu. En cuanto la Iglesia es el Cuerpo de Cristo,
es una con él; en cuanto es su Esposa, es distinta de él.
Esta unión es sin confusión. Gracias a que, por sus Ener­
gías, el Espíritu Santo vive en ella su kénosis personal, la
Iglesia es la Esposa, pura acogida de su Señor; entonces,
una con el Espíritu, ella llega a ser fecunda dando a luz al
Cuerpo total de Cristo. No se puede razonar deductiva­
mente sobre tales símbolos. Solamente se puede acoger­
los para participar en el misterio de la Comunión trinita­
ria, escondido durante siglos y m anifestado hoy en la
Iglesia. La fuente es el Cuerpo de Jesús, resucitado y vivo
en el Padre; el Río de Vida es el Espíritu y la Esposa del
Cordero en su misteriosa sinergia: la Liturgia.
Contrariamente a nuestros activismos, que pretenden
liberar al hombre en toda acción en favor del hombre, la
kénosis del E spíritu en la Iglesia nos recuerda que el
Acontecimiento liberador de la Pascua tan solo es pro­
puesto en cada acontecim iento, pero que está aún por
realizar con nosotros y por nosotros. E star en kénosis,
para el Espíritu de Cristo resucitado, quiere decir estar
ofrecido, entregado, sin voluntad de poder, y él reclama
de nuestra parte la acogida, la respuesta, el mismo sí de
kénosis. Es el sí de la Virgen el que permitió la Encarna­
ción del Verbo; es del consentimiento de la Hum anidad
de Jesús como manó la luz deificante de la Transfigura­
112
LITURGIA FONTAL
ción; y es el mismo consentim iento de la Iglesia el que
permite a la Liturgia ser celebrada y ser vivida.
No podemos reconocer el Cuerpo del Señor si olvida­
mos que somos la Iglesia que lo concibe en la fe y lleva
adelante su gestación en la esperanza. Nuestras rutinas
reducirían los sacramentos a cosas sagradas si descono­
ciéramos al Espíritu que nos transfigura a través de ellos,
pues toda Energía del Espíritu Santo se vive en el corazón
de la Iglesia, en su hum anidad impregnada de luz, y no
hay ninguna Energía de la Iglesia, como tal, que no sea la
del Espíritu de su Señor. El ser sacramental de la Iglesia
significa que todo en ella es Energía conjunta del Espíritu
y de la hum anidad que él transfigura. Esta Sinergia cons­
tituye la Liturgia, y es ella, en su triple resplandor de dei­
ficación, lo que ahora vamos a contemplar en la celebra­
ción y en la vida.

113
LA LITURGIA CELEBRADA
Tras haber vislum brado a qué profundidad fontal
mana el Misterio de la Liturgia, podemos acoger toda su
plenitud. La Liturgia se hace nuestra cuando la celebra­
mos. Entonces bebemos de la Fuente y podemos saciar a
Aquel que nos pide de beber: en el encuentro de estos dos
deseos1, el Espíritu Santo es el Río de Vida que salva al
hombre y le hace dar fruto para la Gloria del Padre.
El Misterio, envuelto en silencio durante siglos eter­
nos, oculto en la creación, camina con los hombres y es
confiado pacientem ente a nuestros Padres en la fe a lo
largo de todo el tiempo de las Promesas. Su Advenimiento
en la Plenitud de los tiempos se manifiesta en la kénosis
del Verbo encamado, hasta que su Acontecer estalla en la
Hora de Jesús, en su Cruz y en su Resurrección. Enton­
ces, m ana la Liturgia. En su Ascensión, Cristo la celebra
junto al Padre, eterna y vivificante, y la derrama sobre el
mundo por la efusión de su Espíritu: la Liturgia hace na­
cer la Iglesia e inaugura los últimos tiempos. Ella es el
Río de Vida, que mana del trono de Dios y del Cordero, si­
nergia del Espíritu y de la Esposa: en la Iglesia, la Liturgia
concibe, forma y da a luz al Cuerpo del Cristo total. En la
Plenitud de los tiempos, nosotros estábam os todos en
Cristo; en la Consumación de los tiempos, él será todo en
nosotros: la Liturgia de los últimos tiempos es esta gesta­
ción del todo en todos, ella es la Transfiguración del
Cuerpo de Cristo.

1 Literalmente, «sed» en plural [N.d.T.].


117
JEAN CORBON
Necesitamos, en prim er lugar, ser arrastrados en el
flujo y reflujo de la Liturgia y de su celebración. La cele­
bración es la epifanía de la Liturgia en los últimos tiem­
pos (capítulo IX), porque la Liturgia se derram a en la
celebración (capítulo X). Podremos entonces ser sobreco­
gidos por el gran Sacramento que es el Cuerpo de Cristo
(capítulo XI). A partir de ahí se desvelará el despliege irre­
sistible de la Ascensión del Señor: la Transfiguración de
toda la vida del hombre (capítulo XII), del tiempo (capí­
tulo XIII) y del espacio (capítulo XIV) en los sacramentos.

118
Capítulo IX
LA CELEBRACIÓN, EPIFANÍA DE LA LITURGIA

Antes de ver cómo el único Acontecimiento de la Li­


turgia se despliega en sus celebraciones tan diversas, vol­
vamos a la pregunta preliminar: ¿qué significa celebrar la
Liturgia? De este modo responderemos a otra pregunta,
que subyace en la mentalidad de muchos cristianos: ¿por
qué celebrar la Liturgia?
La celebración, «.momento» de la Liturgia
Hay una evidencia que la contemplación del Misterio,
tal como lo hemos vislumbrado en los capítulos preceden­
tes, muestra con claridad: la Liturgia no se reduce a lo que
nosotros celebramos. Ella es celebrada sin cesar junto al
Padre por Jesús en el Espíritu Santo, con la asamblea de los
primogénitos en el Reino. Ella es la que hace la historia.
Ella es la vitalidad de la Iglesia en este mundo, obra sin ce­
sar y nos es ofrecida: «¡Que el hombre sediento se acer­
que!» (.Ap 22, 17). Nuestras celebraciones son momentos en
que «nosotros, hom bres de deseo, recibimos, gratuita­
mente, el agua de la Vida» (cfr. ibíd.). Pero estos momentos
no son solamente, en sentido banal, determinados períodos
del día, de la semana o del año. En la Economía de la salva­
ción, los momentos tienen una significación más profunda.
En los tiempos escatológicos en que estamos, una cele­
bración es un momento en el sentido que todos los acon­
119
JEAN CORBON
tecimientos de la Economía de la salvación son interven­
ciones privilegiadas del Dios vivo en la historia del hom ­
bre. Toda la Economía está marcada por lo que la Biblia
llam a kairós, instantes de gracia, ocasiones decisivas.
Nuestra propia vida, y la de cada hombre, está jalonada
por esas llamadas con las que nuestro Dios nos invita a
retornar a El y conocerle. Hay así momentos en nuestra
existencia en que el corazón se desgarra para abrirse al
Señor que viene. Ahora bien, lo hemos visto, la Economía
se ha convertido en Liturgia desde que el Río de Vida
manó de la tum ba. Una celebración aparece, por tanto,
como un momento en que el Señor viene con poder y en
que su Venida se convierte en la única ocupación de quie­
nes responden a su llamada.
Cierto, debería ser así en cada ocupación de la existen­
cia del cristiano. La celebración tiende, con todo su dina­
mismo, hacia esta Liturgia vivida, en que cada instante se
volvería momento de gracia. Pero, además de que la Litur­
gia no puede ser vivida en todo m omento si no es cele­
brada en determinados momentos, hay en la celebración
una novedad irreductible que confirma su necesidad: es
entonces, en efecto, cuando el Acontecimiento de Cristo
se convierte en el Acontecimiento de la Iglesia reunida
aquí y ahora. La Iglesia que celebra acoge la Liturgia ce­
lestial y participa en ella. Se manifiesta así como Cuerpo
de Cristo y lo llega a ser aún más, porque, en el Memorial
que celebra, el Espíritu la alimenta con el Verbo, trans­
forma en su Cuerpo lo que le es ofrecido y difunde su Co­
m unión entre los miembros y con todos. La celebración
es un momento fontal en que el Río de Vida renueva, hace
crecer y vivifica los árboles de Vida.
Este m om ento o es eclesial o no es. Lo hemos visto
desde el advenimiento de la Iglesia en Pentecostés: el Es­
píritu da la Vida a los hombres al constituirles en Cuerpo
de Cristo. Sin los momentos de celebración, la Palabra de
Dios sería solo un recuerdo edificante y la Comunión en
120
LITURGIA FONTAL
la Caridad, un ideal inaccesible, como una fuente ante la
que nos moriríamos de sed. Faltaría, en efecto, la Epícle­
sis, en la cual está concentrada la triple sinergia del Espí­
ritu y de la Esposa: no habría ningún Acontecimiento. Sin
celebración, la fe volvería a ser teísmo, la esperanza que­
daría separada de su ancla y la caridad se diluiría en filan­
tropía. Si la Iglesia no celebrase la Liturgia, dejaría de ser
la Iglesia y sería solam ente un cuerpo sociológico, una
apariencia residual del Cuerpo de Cristo.
La pseudomística, refractaria a la celebración de la Li­
turgia, es, en realidad, una forma de la muerte: el pecado
del individualismo se cierra a la irrupción del Aconteci­
miento de la Resurrección. Ninguna persona, bautizada o
no, tiene línea directa con la Liturgia celestial. El Misterio
de Cristo no puede tom ar cuerpo en nosotros, sino en su
Cuerpo: ahora bien, su Cuerpo espiritual, en este mundo,
es la Iglesia. Allí donde la Iglesia celebra la Liturgia, allí
está el Espíritu del Cuerpo de Cristo.
Pretender vivir de Cristo resucitado sin pasar por la ce­
lebración eclesial de la Resurrección es una contradicción.
¿Cómo vivir la Comunión con el Señor cuando se está en
una actitud de aislamiento y de ruptura con Él? ¿Cómo ir
al Padre, si se desprecia el único Camino abierto por él,
donde él nos busca y que recoge nuestra condición hu­
mana integral: el Cuerpo de su Hijo? El espiritualismo de­
sencamado se engaña sobre el hombre y sobre Dios, por­
que desconoce la H um anidad de Cristo. Ahora bien, la
Humanidad real del Señor a partir de su Resurrección es
la de Jesús y sus miembros: un solo Cuerpo en el mismo
Espíritu. «Desertar de la asamblea» que celebra el Día del
Señor (Hb 10, 25) equivale a no haber aún «discernido el
Cuerpo de Cristo», es incluso dividirlo1.
1 El viejo dicho «yo soy creyente, pero no practicante» debería ser
reconsiderado con discernimiento. Pastoralmente, nos encontramos,
pues, ante un bautizado prematuro, por tanto, ante un catecúmeno, o
también ante un penitente que se ignora a sí mismo. Las asambleas pri­
121
JEAN CORBON
La celebración, lugar de la Liturgia
En nombre de este realismo, una celebración aparece
como el momento en que una Iglesia participa en la Litur­
gia celestial. En este momento intenso, el Señor viene a
su Iglesia que está aquí, en este lugar. Esta participación
local en la única Liturgia nos revela otros dos aspectos de
la celebración.
Por una parte, en efecto, si es la Iglesia quien celebra,
esta no puede ser más que la Iglesia que está en Corinto, en
Éfeso, en París, etc. La Iglesia también o es local o no es. Si
el Espíritu es derramado en una comunidad habitada por
la Palabra para transformarla en Cuerpo de Cristo e irra­
diar a través de ella su Comunión, esto tan solo puede
darse en un lugar; de lo contrario, es una abstracción. An­
tes de ser un marco administrativo o pastoral, la noción de
lugar que connota siempre la Iglesia expresa el conjunto de
los aspectos que constituyen y estructuran sacram en­
talmente una Iglesia particular: los bautizados-confirma-
dos y sus ministros ordenados, la lengua y la cultura, la
Tradición viva; en fin, todo lo que hace de una Iglesia el
foco de la Epíclesis que transform a una comunidad hu­
mana en Cuerpo de Cristo. En este sentido, toda celebra­
ción es escatológica, en tensión hacia su consumación,
como la Iglesia que celebra la Liturgia. Una Iglesia no es lo­
cal estáticamente; ella llega a serlo, y no lo es nunca total­
mente hasta que Cristo sea todo en todos los hombres de
aquel lugar. Así, cada celebración debe ser, en verdad, la de
la Iglesia local, pero es con la celebración de la Liturgia
como esta Iglesia se hace cada vez más local.
Por otra parte, cuando tal Iglesia celebra la Liturgia
según las costumbres propias de su lugar, ella no celebra
su Liturgia como si fuera distinta de la de las otras Igle­
mitivas conocían estas dos categorías y las hacían participar gradual­
mente en la Liturgia eucarística. Cfr. las despedidas sucesivas de los ca­
tecúmenos y penitentes antes de la Anáfora.
122
LITURGIA FONTAL
sias locales. La diferencia está en la expresión, no en el
Misterio: siempre y en todas partes es la misma y única
Liturgia celestial la que celebran todas las Iglesias locales.
Toda celebración manifiesta y realiza la catolicidad de la
Iglesia, porque es participación en la Liturgia eterna. Esto
aparece de manera eminente en la celebración de la Litur­
gia eucarística. Así como todo fiel que comulga el Cuerpo
y la Sangre de Cristo no comulga una parte de Cristo, sino
el Cristo total, del mismo modo la celebración de una
Iglesia local no fracciona la Liturgia celestial, sino que
participa en ella plenamente. La celebración es, por tanto,
no solo el momento, sino también el lugar donde la Litur­
gia hace vivir la Iglesia en todo su Misterio.
Es de este modo como todas las Iglesias locales m ani­
fiestan, realizan y comunican su unidad en la catolicidad:
participan en la m ism a y única Liturgia eterna. Desde
esta luz se puede entender lo primordial que es la eviden­
cia del misterio de la Iglesia, como Liturgia eterna en el
corazón de la historia, para vivir en verdad las relaciones
en la Iglesia, desde la pastoral hasta el ecumenismo. Esta
luz permite purificar las tentaciones periódicas que agi­
tan las Iglesias, ya sea hacia el corporativismo espiritual,
ya sea hacia el juridicismo administrativo. Porque todo es
fundamentalmente Liturgia en la Iglesia: la unidad en la
fe y la com unión en la caridad, los ministerios y la m i­
sión, la oración y los santos Cánones. La Liturgia es la
fuente.
La celebración, foco de la Liturgia
Momento y lugar de la Liturgia celestial, la celebra­
ción eclesial es también el foco a partir del cual la Luz del
Misterio se derrama en el mundo de los últimos tiempos.
Focaliza las Energías de la Transfiguración para aplicarlas
a una particular situación hum ana aquí y ahora. Este
foco es el punto de encuentro entre la Liturgia, vitalidad
123
JEAN CORBON
profunda de la Iglesia, y la condición encam ada de cada
Iglesia.
Ahora bien, hay que señalar que todas las celebracio­
nes eclesiales com portan unas constantes, cualesquiera
que sean las tradiciones particulares propias de las Igle­
sias. Desde los orígenes hasta nuestros días, la celebra­
ción, en su foco sacramental, está estructurada por unos
elementos constitutivos permanentes. En efecto, se trate
de un Oficio de vigilia o de la Reconciliación de los peni­
tentes, de la Unción de un enfermo o de la Eucaristía, una
especie de morfología común parece desprenderse de to­
das las celebraciones eclesiales2.
Hay, en prim er lugar, una asamblea de bautizados-
confirmados, por reducida que sea; en caso contrario, el
Cuerpo de Cristo no estaría significado y la celebración
no sería la de la Liturgia. Están también los ministros, de
los cuales, uno al menos debe haber sido ordenado para
este servicio; si no fuera así, el Espíritu y la Esposa no es­
tarían significados, Cristo no sería Siervo de su Cuerpo, la
asamblea realizaría un culto religioso pero no celebraría
la Liturgia. Se adivina la razón de esto: la Comunión de la
Trinidad Santa, que es la Energía última de la Liturgia, no
se toma, sino que se recibe. No nos damos la paz en la ce­
lebración, a pesar de lo que se piense: la acogemos de
Aquel que, solo él, es nuestra paz y que nos la da en su
Cuerpo, por medio de los miembros ordenados para este
m inisterio3. En la celebración, el hom bre sediento se
acerca y recibe el agua de la Vida, gratuitamente y no por
sus propias fuerzas. En el fondo de la cuestión de los mi­
2 Decimos propiamente eclesiales para distinguirlas de las reunio­
nes cultuales infralitúrgicas.
3 No nos corresponde a nosotros entrar detalladamente en esta
cuestión tan actual de los ministerios. Ateniéndonos a lo esencial, diga­
mos que la Tradición de las Iglesias apostólicas ve lo propio del ministe­
rio ordenado en el servicio de la Epíclesis sacramental: es el criterio de
sus demás funciones y de su distinción con relación a las funciones
análogas del sacerdocio real, como la de anunciar la palabra.
124
LITURGIA FONTAL
nisterios, volvemos a encontrar el misterio, tan extraño al
hombre carnal, de la sinergia del Espíritu y de la Esposa,
del realismo encam ado del Cuerpo de Cristo y de la gra-
tuidad de la salvación. No basta con que «dos o tres se
reúnan en su Nombre» para que Cristo viva con ellos la
celebración de la Liturgia4.
Está tam bién la Palabra de Dios, proclam ada por un
ministro y escuchada por la asamblea, meditada por cada
uno y guardada en el corazón. En este sentido, una cele­
bración es un nuevo Pentecostés: el Espíritu se derram a
sobre quienes están habitados por la Palabra, se la «re­
cuerda» para hacerles vivir el Acontecimiento y «condu­
cirles a la Verdad plena». Pero una celebración no es un
curso de Biblia ni la puesta en común de las impresiones
de cada uno. Acontecimiento de Cristo que se convierte
en el de la Iglesia, ella es un mom ento de la Tradición
santa y viva: el corazón de Jerusalén es fecundado por el
Río de Vida, los hambrientos reciben el Pan de la Palabra
por medio de los apóstoles, que se lo distribuyen. La Pala­
bra de Dios, en este foco de la celebración, debe estar pro­
yectada en el Cuerpo: se convierte en Palabra de la Iglesia.
No mis palabras subjetivas, sea yo miembro de la asam ­
blea o incluso m inistro de la Palabra, sino el Verbo de
Vida cuyo Cuerpo es la Iglesia. Fuera de este Cuerpo,
puede haber m uchos espíritus, pero no el Espíritu de
Cristo, que habla por los profetas.
Encontram os también, y es urgente recordarlo hoy a
un cierto tipo de hombre más cerebral que humano, unas
acciones simbólicas. Para que la celebración sea Transfi­
guración del Cuerpo de Cristo, es necesario que todo el

4 Mt 18, 19. El Señor está en medio de ellos. Si están unidos -¿pero


saben que lo están?-, el Padre escucha su petición. Sin embargo, no es
todavía la Iglesia, sino una Comunidad de creyentes que espera Pente­
costés. Sobre todo, no es una celebración, porque el Cuerpo de Cristo es
orgánico, no anárquico. El Espíritu nos incorpora a él, no lo construi­
mos nosotros. Cfr. 1 Co 12, 12-14.
125
JEAN CORBON
hombre, que es cuerpo, esté implicado. Si la Luz del Tabor
alcanza prim ero al hom bre al nivel del corazón, en este
punto de libertad liberado de estructuras, es para que
todo el ser sea iluminado y deificado. Una celebración ce­
rebral se compensa, fatalmente, en la autosatisfacción in­
telectual o emocional. La celebración integral de la Litur­
gia, por el contrario, lleva al foco de la fe y se proyecta en
Comunión, la de la persona y la de la com unidad. El
Acontecimiento de Cristo llega a ser el de su Iglesia tan
solo si es actuado, y no si solamente es pensado o sentido.
El pensamiento y el sentimiento crean ídolos, solo el sím­
bolo en acción hace entrar en el Misterio. Esta partici­
pación en el Misterio se expresa, entonces, en la fe de la
asamblea y este es el significado del canto: no la yuxtapo­
sición cacofónica de palabras pronunciadas, sino una
unidad, en la armonía, de fe, intercesión y doxología. Es
otra faceta de la Palabra de la Iglesia, pero que esta vez
significa la participación efectiva en el Acontecimiento de
Cristo y la Comunión en la fe.
Hay, finalmente, como elementos estructurales de la
celebración, un determ inado espacio y un determ inado
tiempo5. Pensamos en seguida, y es verdad, en su aspecto
funcional, pero su significado va m ucho más allá. En
efecto, lo que intenta pasar, a través del foco de la celebra­
ción, no es otra cosa que la novedad de Cristo resucitado.
«Las puertas cerradas» ya no son obstáculos a su presen­
cia y el tiempo ya no está sepultado en el pasado, porque
Jesús es, personalmente, nuestro hoy. Si la Liturgia eterna
se despliega en nuestro mundo y en nuestro tiempo como
Ascensión del Señor, esto también debe estar significado
en el foco de la celebración. No se trata, en absoluto, de
un condicionam iento psicodélico o de un teatro ilusio­
nista, sino de que, en el realismo sacramental del Cuerpo
de Cristo, el espacio y el tiempo han de estar expresados
5 Cfr. los capítulos XIII y XIV.
126
LITURGIA FONTAL
como transfigurados. En nuestras celebraciones humanas
de aniversario o de victoria, inventamos espontánea­
mente los signos por los cuales el espacio y el tiempo par­
ticipan en el acontecimiento celebrado: ¿por qué desco­
nocer esta dim ensión encarnada y tan hum ana en la
celebración de la Liturgia, este Acontecimiento que sos­
tiene todo y transfigura todo? Ciertamente, aquí la luz
procede del interior, si no volvemos a caer en el folclore
cultual. A lo largo de la historia de la Iglesia, las Iglesias
particulares han variado m ucho en esta expresión, sin
duda, porque los dos últimos elementos son los más liga­
dos a las culturas contingentes; pero, en la mutación ac­
tual de las civilizaciones, no se los puede olvidar sin oscu­
recer la celebración, este foco a través del cual la Liturgia
se despliega en la Iglesia y se irradia sobre el mundo.
Estos ocho elem entos -a los que se pueden añadir
otros según las tradiciones propias de las Iglesias- estruc­
turan toda celebración. No se deducen a partir de una ló­
gica ritual, sino que, simplemente, se constatan e inducen
de la práctica universal de las Iglesias. De hecho, verifican
la forma, la condición sacramental de la Liturgia en los
últimos tiempos. Se encuentran en ellos, efectivamente,
las coordenadas prim eras de toda com unicación entre
personas: el grupo, la palabra, el gesto, el espacio y el
tiempo. Pero aquí son asumidas por Cristo Señor para ha­
cer pasar, a través de ellos, la corriente de su Espíritu.
Porque la asunción de lo humano por parte del Verbo se
orienta por completo hacia ese Pentecostés que realiza la
Epíclesis en la celebración. Por ello, estos elementos lle­
van en sí mismos un significado bien distinto del de los de
una asamblea de tipo sociológico. No solo encontramos
en ella dos elementos originales e irreducibles -la Palabra
de Dios a través de la Escritura y su proclamación, y los
ministerios como Energías del Espíritu Santo-, sino que
estos dos signos y los otros seis serían totalmente insigni­
ficantes para la Liturgia, si se les redujese al significado
127
JEAN CORBON
que los participantes quieran conferirles. Son signos tan
solo porque el Misterio los transfigura desde el interior;
entonces, ellos hacen entrar en la Liturgia. Si no fuera así,
estaríamos de lleno en el ritual sacro de las religiones na­
turales o de las ideologías.
Las celebraciones de la Liturgia
Además de momento, lugar y foco de la Liturgia, la
celebración es tam bién su epifanía porque la irradia en
Energías diversas. Si todas las celebraciones revelan
una sim ilitud fundam ental en los signos que m anifies­
tan el M isterio, difieren notablem ente en las Energías
del Espíritu Santo que realizan y com unican este Miste­
rio. Todas celebran el Advenimiento del Señor, pero no
todas con el m ism o Poder. La Energía transform ante
desplegada por el Espíritu a través de los signos estruc­
turales com unes varía según las celebraciones. En
efecto, puesto que no hay más que un Sacram ento, el
Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, toda celebración par­
ticipa de él y lo hace participar; pero, ya que hay una di­
versidad de Energías del Espíritu Santo a causa de las
necesidades del hom bre por deificar, hay diversidad de
celebraciones.
Dicho claram ente, la Tradición viva de las Iglesias
apostólicas nos ofrece vivir la Liturgia, en prim er lugar, a
través de la celebración del gran Sacramento -la Divina
Liturgia por excelencia, la Eucaristía-, que no se puede
com parar con ninguna otra celebración, porque contiene
todo el Misterio; ella es el momento total de la Iglesia lo­
cal y de la Comunión de las Iglesias. Después, a través de
los sacram entos mayores: Bautism o y Crismación, Re­
conciliación de los penitentes y Unción de los enfermos,
M atrimonio y Orden de los ministerios. Pero, en el inte­
rior de estas Energías sacram entales, hay otros signos
donde el Señor manifiesta y comunica su Gloria, en par­
128
LITURGIA FONTAL
ticular, la Biblia y el Icono6, el Día del Señor y los otros
momentos del tiempo transfigurado.
Es aquí donde una pregunta aparentem ente ingenua
merece una respuesta. A veces es planteada por quienes co­
mienzan a conocer a Cristo resucitado: ¿por qué esta diver­
sidad de celebraciones litúrgicas? Ya que Cristo está en me­
dio de nosotros, ¿por qué la Energía de su Espíritu no se
manifiesta mediante un solo signo?, ¿se puede añadir o
quitar algo a la acción vivificante de Cristo resucitado?
La primera respuesta se encuentra en un hecho: la Eu­
caristía y los sacramentos mayores vienen de Cristo y de
la primera comunidad apostólica. Son datos de Tradición:
la Liturgia no se fabrica; ante todo, se la acoge. Estos
grandes sacramentos son signos de alianza, sellos de fide­
lidad, momentos de unión que el Señor da y confía a su
Esposa en su Espíritu. Las otras formas de celebración
son contingentes; sin embargo, si todas las Iglesias locales
las han ido adoptando poco a poco a lo largo de la histo­
ria, nuestra exigencia crítica -ella misma también critica-
ble- difícilmente puede rechazarlas en bloque. En la Li­
turgia, la creatividad es también una energía del Espíritu
en el corazón de la Iglesia, y es auténtica cuando la piedra
de toque es el Misterio de Cristo.
La segunda respuesta es también un hecho de Tradición
y se inspira en la continuidad entre la Economía y la Litur­
gia. Antes de su Resurrección, Jesucristo se comportaba con
los hombres con la simplicidad y la verdad de una Persona
viva. Con cuánta más razón ahora, pasado a sus misterios,
Cristo, Dios nuestro, es aún más humano que durante su
vida mortal. En la comunicación humana, la presencia se
traduce a través de toda una gama de expresiones: la pala­
bra, el gesto, el silencio, la mirada, la escritura... En cada

6 La complementariedad de la Biblia y del Icono como escritura de


la única Economía de salvación fue definida en el 7o Concilio ecumé­
nico (Nicea II, año 787).
129
JEAN CORBON
una de estas facetas, somos nosotros mismos quienes nos
comunicamos, pero no con la misma presencia en todos in­
distintamente. En la relación del Señor con su Iglesia y con
cada uno de los miembros de su Cuerpo, el don de su Pre­
sencia conoce una gama de expresiones aún más matizada.
A partir del Sacramento de su Cuerpo, donde su Presencia
es total porque su Pascua contiene todo, los otros sacra­
mentos, o, mejor, Energías sacramentales, corresponden
con una verdad sorprendente a nuestra sed humana y a to­
das las formas del deseo de Dios en el hombre.
En el fondo, hay una gran diversidad de celebraciones
porque la Liturgia es tan pedagógica como la Economía
que ella lleva a cumplimiento. En este misterio de Alianza,
la Esposa no siempre está despierta y presente como lo es­
pera «Aquel que se entregó por ella». Los matices del regis­
tro sacramental revelan esta pedagogía secreta del Espíritu.
Así, una celebración penitencial del estilo liturgia de la Pala­
bra no es todavía la celebración del sacramento de Conver­
sión con su Epíclesis consumante, sino que nos prepara a
ella; y, cuando la Reconciliación se vive en la Liturgia euca-
rística, la Energía de la Comunión va aún más lejos, aunque
presuponiendo la Conversión. Si el discernimiento del
Cuerpo de Cristo es preliminar a toda celebración, cada ce­
lebración, en su originalidad pedagógica, nos permite dis­
cernir la Sabiduría «infinita en recursos» (Ef 3, 10) del Es­
píritu del Señor. Sus Energías son multiformes y los
sacramentos que las celebran son para los hombres. Toda la
Economía de la salvación que confluye en la Liturgia es un
Designio de condescendencia, porque la Sabiduría se ha
acostumbrado a conversar con los hombres7.

7 La «condescendencia» (en griego «synkatabasis») no tiene en la


Biblia y en los Padres de la Iglesia el matiz insípido del lenguaje mo­
derno: evoca la ternura del Padre que se inclina hacia sus hijos para es­
tar con ellos y traduce el primer movimiento de la Pascua (el segundo
es la Ascensión), que en adelante persigue la efusión del Espíritu Santo.
Sobre la Sabiduría, Cfr. Ba 3, 9-38; Pr 8, 31 y Jn 1, 14.
130
LITURGIA FONTAL
La celebración, fiesta de la Liturgia
Una palabra puede resum ir el misterio de la celebra­
ción como epifanía de la Liturgia: la Fiesta. El término cele­
brar, que ha terminado por imponerse hoy en lugar del de­
cir o hacer de los siglos decadentes, orienta ya por sí mismo
hacia esta experiencia de la fiesta. No para hacer de nuevo
la fiesta, o decir nuestras pulsiones inconscientes, sino para
participar en la Fiesta de la Liturgia eterna. Antes de mover
los hilos de la puesta en escena que puede determinar un
ambiente festivo, es el momento, o no lo será nunca, de vol­
ver a la Fuente. Celebrar la Liturgia es entrar en la alegría
del Padre, la única que nos hará exultar de alegría con
Cristo en el Espíritu Santo {Le 10, 21). Si la fiesta surge de
un acontecimiento feliz, ¿comprendemos que la Buena
Nueva consiste aquí para nosotros en ser crucificados con
Jesús para resucitar con él? Una fiesta celebra un encuen­
tro; pero ¿hacia quién conduce el Espíritu a la Esposa en la
celebración? Festejar un acontecimiento es hacer partíci­
pes a otros de nuestra alegría; ahora bien, ¿por qué una ce­
lebración como la Unción de enfermos o el perdón de mis
pecados es verdaderamente compartir y anticipar el Reino?
Cada uno podría continuar estas preguntas para sum er­
girse de nuevo en la novedad inagotable de la Fiesta que se
ofrece en cada celebración.
A la luz del misterio de la Liturgia celestial8, dos exi­
gencias surgen de nuestras celebraciones festivas. Si, en
efecto, una celebración es un momento intenso de la Ve­
nida del Señor, la primera exigencia es la de la fe y de la
conversión. Los dos planos de los que nos habla el Apoca­
lipsis -el drama de la historia y su Liturgia eterna- están
presentes de modo transparente en la celebración. Debe­
ría ser una evidencia resplandeciente para nuestra fe, pre­
cisamente cuando todo en nosotros, salvo el corazón, está
8 Cfr. el capítulo IV.
131
JEAN CORBON
a oscuras. Nuestras manos tocan las llagas del Siervo Cru­
cificado y nuestros corazones lo reconocen como el Señor
nuestro Dios. Pero no se accede a esta sencillez de fe por
el mero hecho de entrar en una iglesia y comenzar una ce­
lebración. También aquí es necesario un camino. Por eso,
la pedagogía de la Tradición litúrgica nos hace empezar
siempre con la adoración y el reconocimiento de nuestro
pecado, antes de escuchar al Verbo y de participar en su
Acontecimiento salvador. En la Liturgia, no se acerca uno
a la zarza ardiente más que descalzándose las sandalias y
postrándose...
La segunda exigencia nos remite a la autenticidad de
la vida. ¿Cómo exultar de admiración y de acción de gra­
cias en nuestras celebraciones -incluidas las de los difun­
tos-, si el poder de la Resurrección no penetra, día tras
día, las profundidades de nuestro pecado y de nuestra
muerte? ¿Cómo participar en la alegría del Padre, si no
somos continuam ente renovados por su conmovedora
misericordia? ¿Cómo cantar el cántico del Cordero, el de
la sangre de los mártires y la constancia de los santos, si
no rezamos por nuestros opresores? Y ya que no hay ale­
gría si no es pascual, en la Vida que mana de la victoria
sobre la muerte, ¿cómo celebrar la Fiesta que es la Litur­
gia, si no hemos aprendido en las pequeñas cosas de cada
día «a complacernos en las angustias sufridas por Cristo»
(2 Co 12, 10), como el Padre se complace en su Hijo
amado (Mt 17, 5)? En una palabra, ¿cómo podremos cele­
brar la Liturgia, si no la vivimos? Y también lo contrario
es cierto: no podremos vivirla, si no la celebramos, como
veremos en la tercera parte.
En este flujo y reflujo del Río de Vida que m ana del
Padre y retorna a él en Cristo, los momentos de nuestras
celebraciones son, de este modo, las Manifestaciones de
la Liturgia. Son también sus efluvios siempre nuevos, en
nosotros y con nosotros.

132
Capítulo X
EL MANAR DE LA LITURGIA EN LA CELEBRACIÓN

Al investigar cómo la Liturgia es celebrada por la Iglesia,


nos hemos acercado al momento, al lugar, al foco mismo
donde la Fiesta eterna de la Pascua estalla en nuestro tiempo
de gemido, y la celebración ha aparecido ante nosotros
como la Manifestación, la epifanía de la Liturgia. Es el mo­
mento ahora de preguntamos cómo el Río de Vida puede es­
tar en la celebración tan cerca de nuestros labios que poda­
mos beber en ella el Agua que colma nuestro deseo. ¿Cómo
la Liturgia, que se manifiesta en la celebración, nos da la
Vida? ¿Cómo la Sinergia del Espíritu y de la Esposa actúa en
los sacramentos celebrados hasta el punto de hacemos vivir
en ellos la Transfiguración del Cuerpo de Cristo?
En nuestra preocupación por discernir el Cuerpo del
Señor, estaremos atentos, en primer lugar, a denunciar los
callejones sin salida hacia donde nos desvían las interpre­
taciones que olvidan la Fuente de agua viva: nuestras cis­
ternas agrietadas (Jr 2, 13). Podremos así descubrir mejor
cómo, en el Éxodo vivido por el Pueblo de Dios en los últi­
mos tiempos, el Señor actúa en el corazón de la celebra­
ción: hiende la roca y el agua mana (Is 48, 21). En nuestra
búsqueda del sentido de la celebración, se revelarán en­
tonces los diversos caminos o métodos1 a través de los

1 Etimológicamente, «método» significa «hacer el camino con»,


acompañamiento.
133
JEAN CORBON
cuales Él nos conduce a las aguas que m anan (Is 49,
10).
Las cisternas agrietadas
A pesar de su desnuda sencillez, nuestras celebracio­
nes sacram entales están tejidas de elementos bastante
complejos, como hemos visto más arriba2. Si intentamos
entender lo que vivimos en estos momentos de la Liturgia,
debemos pasar por esos elementos; los percibimos como
signos, conforme a toda la Economía de la Encamación.
Pero este realismo de los signos sacramentales exige m u­
cho discernimiento de fe. Buscando el agua viva, ¿no nos
olvidaremos de la Fuente y nos excavaremos cisternas? La
tentación es evidente. En efecto, porque esos ocho ele­
mentos constitutivos del foco de la celebración -asamblea
y ministros, Palabra de Dios leída en la Biblia y palabras
de la Iglesia pronunciadas por nosotros, acciones simbóli­
cas y canto, espacio y tiempo-, todo este conjunto de sig­
nos lo tenemos a nuestro alcance; podemos entenderlos
en un determ inado sentido, m odelarlos y disponerlos.
¡Mientras la Fuente...! Esta tentación de encerrar la Litur­
gia dentro de un marco que se pueda comprender es cró­
nica desde el principio de la Iglesia, y conduce a descu­
brir, dem asiado tarde, que tal m arco no contiene nada
más que lo que nosotros hemos metido en él: una sed de­
sesperada. Hoy podemos encontrar tres form as de esta
tentación.
La primera tentación es cultural. Consiste en inventa­
riar los elementos visibles y tangibles de las celebraciones
e interpretarlos partiendo de criterios culturales. Su lí­
mite no está en el intento, sino en su miopía. En la anti­
güedad cristiana, dominaban dos modelos de explicación,
cuya influencia se extendió más allá del Medievo. En la lí­
2 Cfr. el capítulo IX.
134
LITURGIA FONTAL
nea de Aristóteles, los sacramentos se profundizaron con­
siderando su consistencia, sustancial y accidental, formal
y material; su eficacia, si bien ligada a la Iglesia, se expli­
caba, sobre todo, en términos de causalidad. En la línea
de Platón y de Plotino, otros fueron más sensibles al signi­
ficado de los sacramentos y a su simbolismo proveniente
del mundo inmaterial; su eficacia se expresaba, principal­
mente, en términos de participación. En nuestros días, es­
tos dos esquemas de reflexión han pasado la criba de las
mutaciones del penúltimo siglo, ora más materialista, ora
más idealista, y se han enriquecido con las aportaciones
de la fenomenología, de la psicología, de la sociología y de
todos los descubrimientos de la hermenéutica.
Todas estas investigaciones, apasionantes y no faltas
de incidencia pastoral, se centran en los signos y desem­
bocan en un significado, accesible al microscopio de cada
disciplina. El inventario de una cisterna no carece de inte­
rés, pero ¿y la Fuente? Mientras no se parta de ella, no se
puede recibir el agua viva. Ignorarla conduce a petrificar
los sacram entos en signos eficaces, pero ¿eficaces de
qué?; de la gracia, se dice; pero ¿de qué gracia?; ¿de los
socorros divinos, incluso de la participación en la vida di­
vina? Pero Plotino tam bién decía lo mismo. ¿Y por qué
entonces se tiene que pasar por estos signos, por la hum il­
dad de la carne?
En todas las interpretaciones culturales no se podrá
hacer entrar jam ás el Misterio de Cristo, tal como lo he­
mos contem plado en la prim era parte de este libro. El
realismo del Acontecimiento de la Resurrección, la para­
doja de los últimos tiempos, la sinergia del Espíritu y de
la Iglesia, el Cuerpo de Cristo y su Transfiguración, toda
la novedad de Cristo se convierte en un espejismo para es­
tos horizontalismos, incluso si están inspirados por una
fe teísta. Solo la Liturgia fontal transfigura los sacramen­
tos como signos y nos los hace vivir como Sinergias en el
Cuerpo de Cristo, único Sacramento.
135
JEAN CORBON
La segunda tentación es la de los creyentes fundamen-
talistas, apegados a la letra de la Biblia: es la tentación
cultual. Prefieren el término culto, porque el de liturgia no
evoca nada para ellos3. En cuanto al de sacramento, ha
sido de tal m anera cosificado por la escolástica de­
cadente, que son más bien reticentes respecto a él4. En­
tonces, su esquema de interpretación del culto cristiano
se inspira inconscientemente en el Antiguo Testamento.
En él hubo acontecimientos salvíficos, el culto era su me­
morial y la vida moral se conformaba a la ley, revelada en
todos los acontecimientos que el culto celebraba. El espí­
ritu humano se encuentra a gusto en esta división tripar­
tita de catecismo: unas verdades a creer, unos m anda­
mientos a practicar, unos medios de santificación. Todos
los monoteísmos se quedan ahí. Las ideocracias, también.
Pero el Misterio de Cristo no se queda ahí, afortunada­
mente. En el culto en Espíritu y en Verdad, el Aconteci­
m iento salvador, la Liturgia y la Vida nueva coinciden.
Puesto que el Acontecimiento de la Cruz y de la Resurrec­
ción permanece siempre vivificante aquí y ahora, el ritua­
lismo está superado: ya no hay exterioridad entre un
signo sagrado y el acontecimiento que él significa. Lo sa­
grado no es lo sacramental; es el Cuerpo de Cristo el que
es Sacramento. Y por esto también el moralismo está su­
perado: ya no hay exterioridad, heteronomía entre la Ley
y el obrar cristiano, puesto que es el Espíritu del Cuerpo
de Cristo quien se convierte en nuestra Vida. La novedad
de Cristo nos ofrece la Fuente, la Liturgia: cuando es cele­
brada, el Acontecim iento pascual del que ella m ana se
convierte en nuestra Vida.

3 El Nuevo Testamento utiliza solo una vez la palabra «liturgia»


como sinónimo de culto cristiano (Hch 13,2), mientras todos los demás
usos se refieren a la vida nueva del cristiano. En vano se buscaría en los
escritos apostólicos canónicos cualquier ordo de celebración litúrgica.
4 Incluso para el matrimonio, a pesar de la afirmación tan clara de
san Pablo en E f 5, 32.
136
LITURGIA FONTAL
Queda una tentación, más reciente quizá y más seduc­
tora, según la cual ya todo sería de ahora en adelante sa­
cram ental. Con térm ino pedante, se podría calificar de
omnisacramental. En su apariencia de verdad, se adueña
de la evidencia embriagante que reconoce a Cristo resuci­
tado presente y operante en todo. Desde entonces, todo se
habría transfigurado y convertido en signo portador de su
Presencia. Entonces, cada uno, según sus gustos, descu­
bre sacramentos por doquier: el hermano es sacramento,
la naturaleza es sacramento, el arte y la cultura, la guerri­
lla o el mantenimiento del orden, el psicoanálisis o la di­
námica de grupo... Es la panacea sacramental, el pulular
de celebraciones salvajes.
Esta fiebre es quizá el síntoma de una crisis de creci­
m iento. En cualquier caso, requiere un m ayor y más
atento discernimiento. Más allá de la ilusión subjetivista
que pretende vivir la Liturgia sin celebrarla en el Cuerpo
de Cristo, donde ella mana, esta interpretación angelical
desconoce el dato elemental de los últimos tiempos: si es­
tamos ya todos en Cristo, él todavía no es todo en todos: si
todo subsiste en él, este mundo está todavía en poder del
Maligno. Los pietismos religiosos son siempre los desqui­
tes de los idealismos doctrinales. El mérito de este neo-
pietismo es presentir que todo puede llegar a ser Epifanía
del Señor resucitado; pero desemboca en un callejón sin
salida en la medida en que desconoce el único camino de
esta Transfiguración: el Acontecimiento de la Cruz y de la
Resurrección, que se ofrece y acoge en la Liturgia cele­
brada.
«Hendió la roca y manó el agua» (Is 48, 21)
¿Cómo, pues, nos da la Vida la Liturgia que se m ani­
fiesta en la celebración? No podemos partir únicamente
de los signos para deducir de ellos un significado desco­
nocido: es el método de los ritualismos y nos lleva fuera
137
JEAN CORBON
del camino. Al contrario, tenemos que ir desde el Miste­
rio, que nos ha sido revelado en la Economía de la salva­
ción, a su realización en la Liturgia. Es el camino que no­
sotros seguimos desde el com ienzo de este libro.
Entonces los signos se abren, se hacen transparentes y el
agua puede manar. Esta apertura de visión, que alcanza
primero el Misterio e ilumina desde dentro sus signos, es
la de la fe. Y es en el encuentro de dos libertades, la de la
fe y la del Espíritu, revelador de Cristo, como se vive la
Transfiguración, es decir, la Liturgia sacramental. Ya no
podemos pensar entonces los sacramentos en términos de
cosas sagradas, de causalidades, de participación o de sig­
nificantes a descifrar, sino en térm inos de Vida, la del
Dios vivo en nuestra carne y de nuestra humanidad en el
Verbo, e incluso en términos de Energías, ya que se trata
del Acontecimiento a realizar y a actuar. Mejor, podemos
beber del Agua viva que m ana solo si vivimos esta asom­
brosa Sinergia del Espíritu y de la Iglesia. Todo el miste­
rio de los sacramentos está en esta Sinergia.
Nicolás Cabasilas nos dice que «los sacramentos son
la obra maestra de la creación». No es una hipérbole pia­
dosa. La prim era creación, que existe solo por la kénosis
del Dios vivo, comenzaba a adquirir su sentido durante el
largo tiempo de las Promesas: la semilla del Verbo germi­
naba silenciosamente en la fe del pueblo de Dios. Con la
Plenitud de los tiempos, la entrada personal del Hijo en
nuestra carne inauguró el levantamiento de la creación
hacia su liberación futura. Ya no era opaca ni estaba tam ­
poco transfigurada: comenzaba a convertirse en parábola
del Reino venidero, porque el Reino llegaba a ella. Pero,
cuando llegó la Hora de Jesús, el m anar de la Liturgia y
su derramamiento en los últimos tiempos por la Efusión
del Espíritu Santo, fue entonces el advenimiento de una
nueva Creación, cuya primicia es la Iglesia. No una crea­
ción superpuesta sobre la primera ni la definitiva después
del borrador, sino el Cuerpo de Cristo con y en nuestra
138
LITURGIA FONTAL
creación primera. Con y en son los balbuceos de la Siner­
gia de la Nueva Alianza: su Morada con nosotros; El está
en nosotros y nosotros en El. Cuando su Energía vivifi­
cante se encuentra con la nuestra, cuando estas dos gra-
tuidades libres se hacen una, cuando los signos de su
Alianza son reconocidos por nuestra fe y acogidos en
nuestra carne, entonces la creación alcanza aquello para
lo que fue llamada en el principio: es la Sinergia, la obra
maestra de la construcción, la clave de bóveda de la Igle­
sia de la Ascensión donde todo es recapitulado en Cristo.
A esta Sinergia continua somos invitados en cada ins­
tante, la misma que «anhela ansiosamente» (Rm 8, 19) la
creación en espera. Pero seamos sinceros. En lo cotidiano
de la existencia, por una parte, nuestra gratuidad y nues­
tra libertad están con frecuencia somnolientas y, por otra,
los signos de las circunstancias de nuestros acontecimien­
tos no son para nada inm ediatam ente transparentes al
Señor. En la celebración sacram ental, por el contrario,
desde el comienzo y durante todo este momento intenso,
la prim era Energía del Espíritu no cesa de despertar
nuestra respuesta de fe5; en cuanto a los signos, su misma
desnudez es la condición óptima de su transparencia al
Misterio y a nuestra fe que lo acoge6.
Es necesario, sin duda, insistir en esta desnudez de los
signos y de la fe en la celebración: responde maravillosa­
mente, en efecto, a la kénosis que el Espíritu Santo
mismo vive en la Sinergia sacramental. Este aspecto de
kénosis no puede, evidentemente, sospecharse por las vi­
siones hum anas que perm anecen al m argen de la fe;
ahora bien, este aspecto es esencial para nuestra expe­

5 Es el significado de la Liturgia de la Palabra en todo sacramento


y, más en general, de la Palabra anunciada y acogida de un extremo a
otro de la celebración.
6 Por ejemplo, el agua, el pan, el vino, el aceite, la imposición de las
manos, etc., en el contexto de una celebración, no pueden tener ningún
significado, más que partiendo del Misterio de la fe.
139
JEAN CORBON
riencia de los Sacramentos de la fe. Aquí, sobre todo, los
sacram entos revelan en qué sentido ellos son la obra
maestra de la creación. Si se ha entendido que la creación
no es el efecto de la Causa primera ni una serie de emana­
ciones del Uno en lo múltiple, obra del Dios de los filóso­
fos y de los sabios, sino la primera kénosis de amor de la
Trinidad Santa, entonces todo se aclara. Sí, la prim era
creación es tan maravillosa que ni la poesía ni la ciencia
podrán agotarla. Los acontecim ientos salvíficos del
tiem po de las Promesas no eran menos espectaculares,
aunque quizá sea necesario atem perar el lirismo del gé­
nero épico que nos los narra. En cuanto a las obras de Je­
sús durante su vida m ortal, son asom brosas hasta el
punto de suscitar la admiración y provocar la fe: nadie ha
hablado nunca como este hombre ni ha obrado milagros
semejantes. Entonces, los signos eran deslumbrantes...
Pero, cuando llega la Hora en que va a surgir la nueva
creación, todo eso desaparece: es el fracaso irrisorio, la lo­
cura y la debilidad de la Cruz. ¿Qué decir ahora en nues­
tros últimos tiempos? Los sacramentos, en los que se cum­
plen las maravillas de Dios de la Antigua Alianza y los
milagros del ministerio de Jesús, se manifiestan en signos
de tal sencillez que los mismos creyentes pasan, indiferen­
tes, a su lado. «En verdad, tú eres un Dios que se esconde»
(Is 45, 15): cuanto más cercano es su Retomo, más densa
es la Nube. Esta kénosis del Verbo y del Espíritu Santo que
se apropia de la Iglesia es, quizá, la revelación más descon­
certante del Padre. En la celebración sacramental, como en
la vida según el Espíritu, se da una proporción inversa en­
tre el espectáculo y la verdad, entre la apariencia y la efica­
cia. En sus obras maestras, el Padre tiene un mínimum de
apariencia y un máximum de Omnipotencia: «Él Es y
Viene». Cuanto más profunda es la kénosis del Verbo y del
Espíritu en la Iglesia -y los sacramentos son su momento y
lugar-, tanto más el Padre se despoja de apariencia. Pero
entonces, cuanto más es Padre tanto más es Fuente.
140
LITURGIA FONTAL
Lejos de conducir a un despojo cerebral de los signos, el
misterio de la kénosis en los sacramentos nos invita, al con­
trario, a la verdad de los signos y a la respuesta de nuestra
fe: no hay sacramento más que en esta Sinergia. La huma­
nidad del Cuerpo de Cristo, que somos nosotros, debe ser
muy humanamente verdadera, como solo el Espíritu del Se­
ñor sabe hacemos humanos. La compasión del Padre no re­
side nunca tanto en nosotros como cuando aceptamos vivir
la Pasión de su Hijo en el vacío de nuestra muerte. La roca
que se rasga es entonces la tumba y de ella mana el Agua
viva. En la celebración no somos espectadores de signos sa­
grados; tenemos, al contrario, que hacerlos nuestros hasta
el punto de que expresen, con el máximo de verdad, esta
«vida presente en la carne que vivimos por la fe en el Hijo de
Dios, que nos ama y se entrega por nosotros» (Ga 2, 20).
El agua viva mana, entonces; la Sinergia del Espíritu y
de la Iglesia se hace nuestra. En los capítulos siguientes
se tratará de este tema. Apuntemos solamente, por el m o­
mento, tres constantes según las cuales se desenvuelve
esta Sinergia en nuestras celebraciones sacramentales.
1. Está, en primer lugar, el movimiento de fondo de toda
celebración. En sus profundidades escondidas, es el Padre
quien se entrega por su Hijo en su Espíritu Santo; toda la
Economía lo testimonia. Pero en la celebración inaugurada
con la Ascensión es el movimiento de retomo, el del paso
de este mundo al Padre, el de la Fiesta, el que se manifiesta
y actúa: el impulso de la Liturgia nos arrastra hacia el Pa­
dre por Cristo en el Espíritu Santo. El Río de vida que
mana del trono de Dios y del Cordero conoce, entonces, su
reflujo en la Iglesia que celebra. Hacia el Padre, por el Hijo,
en el Espíritu: esta fue, durante los primeros siglos, la do­
xología común a todas la Iglesias. La Economía nos revela
el primer movimiento de la gran Pascua de la historia7, la
7 El movimiento de la «condescendencia» divina: Cfr. la nota 7 del
capítulo IX [N.d.T.].
141
JEAN CORBON
Liturgia nos hace vivir su cumplimiento. Pero esta doxo-
logía que sostiene toda celebración es, en el mismo mo­
mento, Sinergia de redención, soteriológica. El Cuerpo de
Cristo es inseparablem ente Sacram ento de la Gloria de
Dios y de la salvación de los hombres. «La Gloria de Dios
es que el hombre viva; pero la vida del hombre es la visión
de Dios» (San Ireneo). La Sinergia que mana de toda cele­
bración es «alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 6) y
deificación del hom bre, «recapitulación» de todo en
Cristo (Ef 1, 10).
2. Tenemos también -solo lo recodaremos8- el manar
de la triple Sinergia del Espíritu y de la Esposa. Ella im­
prime su ritmo de conjunto a toda celebración; por ella,
alcanzamos en todos los sacramentos la Liturgia fontal.
No se trata ya de la estructura fundamental de una cele­
bración -los ocho elementos estudiados antes pertenecen
al mundo de los signos-, sino que estamos aquí al nivel de
lo que significan y que m ana en ellos. Los tres grandes
tiempos de un sacramento son: primero, aquel en que el
Espíritu manifiesta a Cristo y que lo llamamos hoy Litur­
gia de la Palabra; después, aquel en que el Espíritu trans­
forma en Cristo lo que la Iglesia le presenta, y es la Epícle­
sis que actúa en el corazón de todo sacram ento;
finalmente, la Sinergia de Comunión, en que Cristo es co­
municado y que desborda en Liturgia vivida.
3. La tercera constante concierne no ya al ritmo de con­
junto de la celebración, sino a sus ritmos de detalle, a sus
etapas menores. Esto no quiere decir que todo, en el estado
actual de nuestros ordos litúrgicos, obedezca a una lógica
vital. A veces uno se pregunta legítimamente por qué hacer
esto en un determinado momento y por qué decir aquello
en otro momento. Las perezas que abrevian y las decaden­
cias que añaden no dependen de la santa Tradición, y se ne­
cesita un paciente trabajo de especialista para discernir lo
8 Cfr. el capítulo VIII.
142
LITURGIA FONTAL
auténtico y lo apócrifo. Pero, en la medida en que tal purifi­
cación se hace por las Iglesias interesadas, se puede consta­
tar una progresión en el interior de cada uno de los tres
grandes tiempos de nuestras celebraciones: estos ritmos de
detalle son como unidades sacramentales.
Una unidad sacramental es la armonía de tres elemen­
tos que de por sí deberían ser inseparables: una acción,
una palabra y un canto9. Les mencionamos, no solo por
su valor estructural y significante, sino por las Sinergias
que realizan. En efecto, ¿qué es una acción en la celebra­
ción sino un símbolo a través del cual el Espíritu realiza
con la Iglesia lo que es significado? Por tanto, ponerse de
pie o arrodillarse no son solo gestos funcionales, sino que
significan una sinergia: la oración del Resucitado y la del
pecador. Pero una acción sin palabra se vuelve pronto ri­
tualismo o magia: es la palabra la que da el sentido a la
acción, ella despierta la fe que puede, entonces, ser signi­
ficada. Finalm ente, solo el canto hace participar a la
asamblea de lo que hace, escucha y dice. En una unidad
sacram ental volvemos a encontrar de nuevo la triple
Energía del Espíritu Santo a la que responde la Iglesia:
manifestar con la palabra, realizar con la acción, comuni­
car con el canto. Es la progresión de sus unidades sacra­
mentales lo que constituye el desarrollo de una celebra­
ción, en el interior de su ritm o de conjunto. Esta lógica
viva no puede deducirse, pero se puede verificar pastoral­
mente. Caemos en la cuenta, entonces, de que la ausencia
indebida de uno de los tres tiempos de estos ritm os de
base perturba la celebración y oscurece su sentido.
9 Como ejemplo de unidades sacramentales, y sin entrar en la des­
cripción de los detalles, que varían según las tradiciones eclesiales, se
pueden citar en la liturgia eucarística: las tres procesiones (Evangelio-
Ofrendas-Comunión), los diversos momentos del don de la Paz, las pe­
ticiones de perdón, las diversas formas de adoración (de la Santa Trini­
dad o del Cuerpo de Cristo), la Epíclesis, las intercesiones, la oración a
nuestro Padre, la elevación del Pan de Vida y del Cáliz, la Comunión,
las bendiciones que abren o cierran las etapas de la celebración.
143
JEAN CORBON
«Les conducirá a manantiales de agua» (Is 49, 10)
Esta búsqueda del sentido de nuestras celebraciones
es fundamental: de ella depende el redescubrimiento del
sentido de la Liturgia en la vida. En caso contrario, las ce­
lebraciones corren el riesgo de convertirse en momentos
cada vez más insignificantes y sin relación con la vida.
Desde los comienzos de la Iglesia, parece que la preocu­
pación principal haya sido la vida del cristiano como Li­
turgia de la Nueva Alianza. Los escritos del Nuevo Testa­
m ento son muy sobrios acerca de las celebraciones; lo
que les interesa es el sentido de la Liturgia en nuestra vida
nueva10. Lo mismo nos encontramos en los escritos litúr­
gicos de los primeros siglos, aun cuando son los testimo­
nios preciosos de las más antiguas expresiones y estructu­
raciones de la Liturgia celebrada. Pero es, sobre todo, a
partir del siglo IV cuando aparece en la literatura patrís­
tica un género literario dedicado a la búsqueda del signifi­
cado de la celebración litúrgica: la mistagogía11.
Desde los Padres hasta nuestros días, se pueden dis­
tinguir cuatro m étodos m istagógicos, en razón de su
punto de vista. El primero, que puede llamarse puntual,
tom a uno a uno los puntos de la celebración de un sa­
cram ento y explica su significado12. En el fondo, con­
siste en seguir paso a paso el desarrollo de la celebra­
ción, partiendo de las unidades sacramentales: esta
catequesis de los Padres y de sus sucesores confirm a
cuanto hemos dicho del ritm o interno de estas unidades:

10 Cfr. S. Lyonnet. «La nature du cuite dans le Nouveau Testament»,


en La Liturgie aprés Vatican II, Éd. du Cerf, 1967, pp. 357-384.
11 Literalmente: «acción de conducir hacia el Misterio»; o también:
«acción por la cual el Misterio nos conduce». Los principales Padres
autores de mistagogías son: Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Teo­
doro de Mopsuestia, Narsai, el pseudo-Dionisio y Máximo el Confesor.
12 Por ejemplo, Nicolás Cabasilas, Explication de la divine Liturgie,
en «Sources chrétiennes», n° 4bis; y P. Le Brun, Explication de la Messe,
col. «Lex orandi», n° 9, Éd. du Cerf.
144
LITURGIA FONTAL
la acción, la palabra y el canto. Sem ejante descubri­
miento es inagotable.
El segundo método mistagógico puede denominarse
lineal en cuanto considera más bien las grandes líneas, los
grandes conjuntos de una celebración, para resaltar su
significado global y coherente. Aquí el movim iento de
conjunto imprimido por la triple Sinergia del Espíritu y
de la Iglesia se muestra con toda claridad.
Un tercer método es más teológico y sintético, se po­
dría llamar panorámico. Se centra en un sacramento y, gi­
rando en torno a este eje, examina todos los aspectos del
Misterio cristiano. Es la Eucaristía, indudablemente, la
que mejor se presta a esta mistagogía más sistemática13.
Finalmente, está abierta otra posibilidad, aunque ha
sido poco aprovechada por los Padres y los catequistas de
los siglos sucesivos: buscar el significado de una celebra­
ción partiendo del significado original de su Epíclesis. La
perspectiva aquí es la del Poder de la Resurrección que
actúa en ese sacramento. El significado que se busca es el
de la Energía del Espíritu Santo que transforma la hum a­
nidad a él ofrecida en ese momento. Se adivina lo fecunda
que puede ser esta mistagogía para poner en evidencia la
unidad entre la celebración y la vida, ya que es la misma
Epíclesis que actúa en el sacram ento la que anim ará a
continuación la vida de quienes lo han celebrado.
Nosotros seguiremos, sobre todo, esta cuarta vía, en
convergencia con la mistagogía lineal de la triple Sinergia.
No nos ataremos a las expresiones particulares de una Igle­
sia o de otra, sino que trataremos de obtener el significado
de la acción del Espíritu Santo en las celebraciones, que
son el tesoro común de todas las Iglesias apostólicas. Esta
mistagogía de la Epíclesis podrá hacer aparecer, en su sen­
cillez de fe, la unidad profunda de la Liturgia: manifestada
en la Gloria, celebrada en la carne, vivida en el Espíritu.
13 Es la clave de bóveda de la mistagogía de San Máximo el Confesor.
145
Capítulo XI
EL SACRAMENTO DE LOS SACRAMENTOS

La Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos,


donde el Cuerpo de Cristo despliega todas las Energías de
su Transfiguración y cumple su Misterio en la Iglesia1. En
él nos reunimos el día del Señor para vivir su Pascua en la
intensidad de la fe y en la alegría de la fiesta. En él, el Pa­
dre nos hace partícipes de su Comunión en la Liturgia
eterna. Pero el gran Liturgo de esta celebración es su Es­
píritu Santo. Él nos hace vivir la Eucaristía como la mis­
teriosa sinfonía del Verbo encarnado; por él, todo lo que
vive y respira es reunido en la unidad del Hijo y canta la
alegría del Padre.
Como en un preludio, el Espíritu Santo nos introduce,
en primer lugar, en la Liturgia a celebrar. Después, en un
primer movimiento, el de la Liturgia de la Palabra, él nos
m anifiesta al Señor que viene. En un segundo movi­
miento, el de la Anáfora, él realiza para nosotros la Pas­
cua de Cristo. Esta Transformación desemboca en un ter­
cer movimiento, en la Comunión en el Cuerpo de Cristo.
Entonces, como en un final en que todo comienza, él nos
conduce a la Liturgia a vivir.
Ahora bien, esta gran Pascua de la historia, nuestro
Liturgo no la realiza sin nosotros: debemos prepararnos
1 «Celebrar» significa etimológicamente «cumplir», «llevar a cum­
plimiento». La expresión «Sacramento de los sacramentos», en la que
se reconoce el superlativo semítico, es del pseudo-Dionisio.
147
JEAN CORBON
para ella y responder en ella. La celebración es una cons­
tante sinergia entre él y nosotros. Por eso, en el corazón
de cada uno de los movimientos de la Liturgia eucarís-
tica, vivimos con el Espíritu Santo como un ritmo de dos
tiempos: el del despertar de nuestra fe y el del aconteci­
miento de la fe. El Espíritu abre nuestros ojos para que re­
conozcamos al Señor, recoge nuestros corazones para que
acojan al Verbo, ahonda nuestra hambre para que el Pan
de vida nos sacie, nos hace morir a nosotros mismos para
resucitar con Cristo, se hace nuestra alegría para que no­
sotros lleguemos a ser la del Padre, se deja aspirar por no­
sotros para que demos Vida a nuestros hermanos.
Este despertar de la fe nos hace cada vez más transpa­
rentes a la Luz de la Transfiguración2. En su triple irradia­
ción, el Espíritu Santo nos penetra y nos hace vivir en
Cristo, nuestra Pascua. El nos lo revela, lo actualiza para
nosotros y nos hace participar de él. Ahora bien, en cada
uno de estos tres movimientos, hay un momento intenso
en que el Espíritu nos deifica en el Cuerpo del Señor: es el
momento de la epíclesis3. La Liturgia de la Palabra cul­
mina en una epíclesis que precede al anuncio del Evange­
lio, porque entonces es cuando el Verbo encamado llega a
ser para nosotros «espíritu y vida» {Jn 6, 63). En la Aná­
fora, la anámnesis es consagratoria gracias a la epíclesis
con la que el Espíritu transform a las ofrendas en el
Cuerpo y Sangre de Cristo. En la liturgia de la Comunión,
tam bién por la epíclesis del Pan mezclado en el Cáliz se
cum plirá nuestra transform ación en Cristo, la unión
transformante de la Iglesia en su Señor.
La Liturgia de la Palabra
Lo primero, tanto en la Economía del Misterio como
en su Liturgia, es el movimiento de amor por el cual el Pa­
2 Cfr. el capítulo VII.
3 Cfr. el capítulo VIII.
148
LITURGIA FONTAL
dre nos da su Palabra. Así, el despertar de nuestra fe, susci­
tado por el Espíritu Santo, consiste, ante todo, en esperar
al Señor, en prepararle el camino en nuestros corazones,
en recogernos a imitación de Aquel que viene. Cada tradi­
ción litúrgica lo expresa según su particular pedagogía4.
El Espíritu es para nosotros el Precursor del Verbo encar­
nado. Él es también su Revelador. En efecto, Cristo viene
realm ente a nuestra asamblea, entra en ella y llam a a
cada uno para conducimos a todos hacia el Padre. Es por
medio de esta Venida del Señor como Palabra del Padre
como la com unidad de los creyentes se convierte en la
Asamblea que va a celebrar la Liturgia5.
Cuando el Señor viene a nosotros, toca nuestro cora­
zón y le invita a volver a Él; el Señor llama a la puerta, ¿le
abriremos? Volverse y abrirse a Él, he aquí nuestra con­
versión inicial que preludia la de la Anáfora, en que toda
ofrenda se convertirá en Él. «Estando las puertas cerra­
das, el Señor se puso en medio de ellos... y los discípulos
se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20, 19). Jesús no
nos habla todavía, pero Está aquí. Cristo resucitado no
puede forzar las puertas del corazón, pero, desde el m o­
mento en que le acogemos por la conversión amante de la
fe, conocemos la alegría nueva de su presencia: la conver­
sión nos abre a la adoración6. Adorar y convertir su cora­
zón son el flujo y reflujo de la oración de la Iglesia cuando
el Espíritu le revela a su Señor que viene. Cuando la Glo­
ria del Padre se irradia sobre nosotros desde el rostro de
Cristo, el asombro del amor ilumina cada vez más la no­
che de la ausencia en que el pecado nos retenía prisione­
ros. La adoración sin metanoia del corazón sería una hi­
4 Por ejemplo, con antífonas, un introito, una letanía, una moni­
ción.
5 Este es el significado de la procesión con el Evangeliario: Cristo
es personalmente el Evangelio.
6 En sí, la liturgia penitencial termina con la adoración (el «Trisa-
gion» de las Liturgias orientales, el «Gloria» de las Liturgias latina y an­
glicana).
149
JEAN CORBON
pocresía, pero una conversión sin éxodo hacia el am or del
Padre sería una ilusión m oralizante y desesperante. La
conversión es teologal, doxológica incluso, y la adoración
es un retom o a la Voluntad del Padre. Si este movimiento
se celebra en verdad y en la fe, comenzamos a ser transfi­
gurados; ya no somos espectadores de una teofanía, sino
que la nube nos envuelve: la Epifanía de Cristo se con­
vierte en la nuestra, la de la Iglesia.
Llega entonces el Acontecimiento del Evangelio. Pri­
mero escuchamos a sus testigos, los Apóstoles, en la lectura
de la epístola. Después, Cristo resucitado nos da su paz
dándonos su Espíritu (Jn 20, 19-22). Es el momento de la
epíclesis de la Liturgia de la Palabra, sinergia escondida del
anuncio del Evangelio. En el Espíritu Santo, las palabras
de Jesús son más que una enseñanza, se convierten en
Acontecimiento. «Yo digo y yo hago»; la expresión profé-
tica nunca es tan verdadera como en este momento. La Pa­
labra encamada llega al corazón de la Iglesia por la acción
del Espíritu. El Padre no puede comprender más que esta
Palabra: la ha entregado en la Economía y vuelve a El en la
Liturgia. Sembrada en el Hijo unigénito, fructifica ahora
en los hijos adoptivos. Sí, la Palabra se lanza y tiende hacia
su Comunión: así hay celebración, liturgia de la Palabra.
El Espíritu revela el Verbo a la Iglesia. La Palabra
dada hace entonces de nuestra hum anidad la Novia del
Cordero. Cuanto más escuchemos y acojamos al Verbo
hecho carne nuestra, tanto más llegaremos a ser su
Cuerpo: «hoy» en nosotros «se cumple» Aquel a quien es­
cuchamos (cfr. Le 4, 21). Por eso, la Liturgia de la Palabra
requiere una cierta calidad de duración y una densidad de
silencio, portadoras de la Palabra dada y escuchada.
Tanto ruido nos distrae, cuando el Espíritu nos reúne, que
una simple recitación de las lecturas, sazonadas de ver­
sículos monótonos, no puede bastar. Se trata de una cele­
bración, ¡la Plenitud del Misterio intenta cumplirse en no­
sotros!
150
LITURGIA FONTAL
El Espíritu es el Aliento de la Palabra; él nos llama,
pero ¿responderemos? La Iglesia que somos aquí es, efec­
tivamente, local y, si somos llamados, es para ser enviados
a «los hijos de Dios dispersos» en este lugar. La Epifanía
en la que nos transfigura el Señor no debe desvanecerse a
la salida de la iglesia. Es el significado de la homilía y de
las oraciones insistentes que la siguen: partir la Palabra
para nuestros corazones ham brientos hasta hacernos
com partir el ham bre m isteriosa del Verbo encarnado:
«Tengo para com er un alimento que vosotros no cono­
céis» (Jn 4, 32)... «Vámonos a otra parte, a las aldeas veci­
nas, para predicar también allí; ¡pues para esto he salido!»
(Me 1, 38)... «Con gran ardor he deseado comer esta Pas­
cua con vosotros» (Le 22, 15).
La Anáfora eucarística
La segunda sinergia del Espíritu y de la Iglesia consis­
tirá justam ente en que la Pascua de Jesús llegue a ser la
nuestra. La Liturgia de la Palabra tendía hacia este Me­
morial. No para reavivar el recuerdo, como si la Hora de
Jesús fuese algo del pasado: esta es el tiempo nuevo que
eleva la Anáfora; ni para repetirla: somos nosotros quie­
nes nos hacemos presentes a Cristo crucificado y resuci­
tado; sino para llevar a cum plim iento en nosotros, los
miembros de su Cuerpo, lo que él ha vivido de una vez
para siempre.
En la fe que suscita, en este momento, el Espíritu
Santo no solo prepara nuestros corazones al Señor que
viene, sino que les abre «el acceso al santuario... por este
camino, nuevo y vivo, que es el velo de la Carne del
Verbo» (Hb 10, 19-20). Cualesquiera que sean las unida­
des sacramentales mantenidas por las tradiciones litúrgi­
cas antes de la gran oración eucarística, el Espíritu nos
introduce en la Realidad que es el Cuerpo de Cristo. El
nos arrastra hasta la profundidad de su designio de amor
151
JEAN CORBON
y nos hace tocar el abismo de muerte de los últimos tiem­
pos, donde el Resucitado viene a buscar a todos los hom­
bres: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el ex­
trem o del amor» (Jn 13, 1). Aquí se encuentra el
significado del Credo, que une a la asamblea en la fe en la
Santa Trinidad y en su Economía de salvación; el signifi­
cado de la presentación de las ofrendas y, especialmente,
de la procesión de los Dones, como entrada de Cristo en
la nueva Jerusalén; y el significado también del beso de la
paz, signo de la comunión en la caridad a la que el Señor
nos atrae7.
Viene entonces el Acontecimiento de la Pascua cele­
brado en la Anáfora eucarística. En él se cumple el Evan­
gelio, el Espíritu «levanta nuestros corazones» para ha­
cernos participar en la Ascensión del Señor, este retom o
jubiloso hacia el Padre donde toda realidad, que es gracia,
por fin es liberada de la muerte y se convierte en acción de
gracias8. ha plegaria eucarística, en cuanto plegaria expre­
sada, es im potente para traducir esta Pascua inmensa y
maravillosa del Verbo y del Espíritu, sembrada por el Pa­
dre en el principio de los tiempos y que retom a a El desde
ahora en el Cuerpo del Hijo amado, cada día más desbor­
dante de su siega de Vida. Se comprende, pues, que la tra­
dición viva de las Iglesias haya inventado una multitud de
plegarias eucarísticas y que Serapión exclame al term inar
la suya: «¡Que hablen en nosotros el Señor Jesús y su Es­
píritu Santo, que ellos celebren con nuestras voces tus
misterios inefables!». La Liturgia eterna, vislumbrada por
Isaías en el templo del universo, estalla en el canto de la
nueva Jerusalén: «¡Santo, Santo, Santo... llenos están el

7 El lugar del «Credo», de la presentación de las ofrendas, de la pro­


cesión de los dones y del beso de la paz varía según las familias litúrgi­
cas. Sobre el significado del beso de la paz en este momento, Cfr. Mt 5,
23 ss; Jn 13, 11-15 y Jn 20, 19 ss.
8 «Ana-phora»: movimiento de llevar hacia lo alto. «Eucaristía»:
dar gracias.
152
LITURGIA FONTAL
cielo y la tierra de tu Gloria!». En la Eucaristía celebrada,
la «plegaria» y el Misterio son una sola cosa: todo es reca­
pitulado en el Cuerpo de Cristo (Ef 1, 10).
La Anámnesis que sigue9 hace memoria de todas las
maravillas realizadas en favor del hombre por la Trinidad
Santa y las recoge en el «cáliz de la síntesis»10, en ese foco
de amor que es el Cuerpo del Señor Jesús en la Hora de su
Pascua. En él, Dios se entrega totalmente al hombre y, por
fin, el hombre se da de nuevo a su Dios. «Yo seré vuestro
Dios y vosotros seréis mi pueblo»: se cumple la Nueva
Alianza. El Cuerpo de Cristo realiza para nosotros este
Sacrificio de amor que se derrama eternamente en la Co­
munión de las Tres Personas11 y que consagra ahora a la
gloria del Padre todo lo que el pecado del hombre había
degradado. «Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros...
esta es mi Sangre derram ada por la m ultitud». ¿El
Cuerpo y la Sangre? San Ireneo nos dice: «Es entonces
cuando la muerte es vencida»; y san Ignacio de Antioquía:
«He aquí el remedio de inmortalidad».
Ahora bien, ¿quién transforma nuestras ofrendas en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo sino el Espíritu que actúa en
la Iglesia? En el corazón de esta Consagración, es él quien
manifiesta su poder y es el momento decisivo de la epícle­
sis. Desde el altar se eleva el Grito del Verbo crucificado,
con el que se funde el gemido de la Esposa: «¡Padre! En­
vía tu Espíritu vivificante sobre nosotros y sobre estos do­
nes aquí ofrecidos. Haz de este pan el Cuerpo sagrado de
tu Cristo y de lo que está dentro del cáliz la Sangre pre­
ciosa de tu Cristo, transform ándolos por tu Espíritu
Santo!». Jesús ha resucitado de una vez para siempre,
porque el Espíritu Santo vino a colmar su abandono radi­
cal a la voluntad del Padre: su muerte ha sido el Don de su
Vida. Ahora bien, aquí aparece el realismo penetrante y
9 «Anámnesis»: hacer memoria de.
10 San Ireneo.
11 Cfr. el capítulo I: «El Misterio escondido durante siglos».
153
JEAN CORBON
jubiloso de la epíclesis sacramental. El punto de inserción
de la Liturgia en los últimos tiempos es nuestra muerte,
esta muerte donde Jesús ha entrado hasta el extremo del
amor. Entonces, la Compasión del Padre desposa el sufri­
miento de todo hombre y hace m anar su Espíritu del cos­
tado de su Hijo amado. El acontecimiento de la epíclesis
está en este Don: el Espíritu de Jesús se derram a en la
muerte del hombre para darle la Vida. Él se derrama so­
bre toda carne que se le ofrece y su Energía transfor­
mante la hace participar en la Resurrección de Jesús; los
miembros heridos son unidos al Cuerpo incorruptible y
viven de él.
Las intercesiones despliegan entonces el poder de este
Pentecostés eucarístico sobre todo lo que le ofrecemos.
Siendo uno con Cristo, nos mantenem os ante el Rostro
del Padre a fin de interceder por todos y por todas: ¡que
venga el Espíritu Santo! Él, «el lugar de los santos»12, di­
lata su presencia en nuestra intercesión. La Iglesia vive
con él, en su fe virginal, la gestación del mundo; ella
acepta ser la tum ba nueva donde reposa la hum anidad
herida por la m uerte, únicam ente «apoyada en la pro­
mesa de Dios, que da vida a los muertos» (cfr. Rm 4, 17-
20). La Iglesia en intercesión, es decir, en epíclesis, vive su
consentimiento más libre y más pobre al Espíritu que da
la Vida. En ella, la debilidad del hombre se convierte en el
lugar vivo donde se despliega el poder de Dios; hecho aún
más maravilloso, el pecado del hombre se convierte en la
hendidura m ediante la cual es curado y colmado de la
Gracia m isericordiosa. La Epíclesis eucarística, que se
despliega en la intercesión, es el momento de nuestra vida
en que nuestra oración es más eficaz. Y se entiende que
este ruego termine en la oración misma de Jesús, en el Pa­
drenuestro: en cada petición es el Espíritu Santo el que es
aspirado y el que es dado.
12 San Basilio de Cesarea.
154
LITURGIA FONTAL
La Comunión eucarística
En el tercer movimiento de la Liturgia eucarística, el
Espíritu ilumina la mirada de nuestra fe con la visión del
Cordero de Dios. Nuestros corazones pecadores lo reco­
nocen y son envueltos por su Luz. Sí, el banquete de las
bodas de la Esposa y del Cordero está preparado y noso­
tros somos atraídos hacia él por el Espíritu. Y he aquí que
el Cordero es elevado, da la paz, es partido, aunque no di­
vidido, y dará, finalmente, la Vida a quienes comulgan de
él. Aparece así el significado de la partícula de Pan euca-
rístico mezclada en el Cáliz, porque Aquel que ha dado su
Cuerpo y derram ado su Sangre asum iendo nuestra
muerte está ahora y en adelante Vivo y nos da su Vida. Se
celebra entonces una última epíclesis13, en armonía con la
de la Liturgia de la Palabra; en el misterio de las dos me­
sas14, la fe que une a Cristo mana del Espíritu Santo.
En el acontecimiento de la Comunión, la energía del
Don y la de la Acogida son una sola cosa. Nosotros llega­
mos a ser Aquel que acogemos y en quien el Espíritu nos
ha transform ado. El fruto de la Eucaristía, hacia el que
tiende todo el poder del Río de Vida, es la Comunión de la
Trinidad Santa, la Koinonía. Vivir el Ágape divino en la
verdad de nuestra carne mortal, esta será la sinergia de la
caridad que fructificará en la Liturgia vivida. Por esto,
esta parte de la celebración está relativamente menos de­
sarrollada que las dos precedentes.
En este banquete del Reino, el don es recíproco y, de
suyo, total. En térm inos personales, yo ya no soy mío,
13 Poco aparente en las Liturgias occidentales, está más desarro­
llada en Oriente, especialmente en la tradición bizantina, bajo el signo
del agua hirviente (zéon) vertida en el cáliz: «El fervor de la fe mana del
Espíritu Santo». Mezclando una partícula del Pan en el cáliz, el cele­
brante acaba de decir: «La plenitud de la fe, el Espíritu Santo», y, ben­
diciendo el zéon: «Bendito sea el fervor de tus santos», es decir, de
quienes van a comulgar.
14 La expresión es de Orígenes: la mesa de la Palabra y la del
Cuerpo de Cristo, el mismo misterio del Pan de vida (Jn 6).
155
JEAN CORBON
sino de Él, que me amó y se entregó por mí; lo que es mío
es Él. Si hemos vivido la Liturgia de la Palabra y la Aná­
fora en su realismo espiritual, seremos entonces transfi­
gurados, deificados, de principio en principio, en la luz de
la Comunión. Es el m omento de las bodas del Cordero,
Aquel que lleva y quita el pecado del mundo. Desde enton­
ces, mi pecado, mi muerte, mi vacío ansioso de amor, este
corazón impenetrable, esta Imagen que debería irradiar
el resplandor de su Rostro, todo esto ya no es mío: este
posesivo es la perversión de la Comunión trinitaria. No,
nosotros somos de Él y Él, del Padre; nosotros viviremos
por Él, como Él vive por el Padre. Así, la Comunión cum­
ple la epíclesis de la Anáfora, en la cual el Espíritu había
penetrado la profundidad de nuestros infiernos para in­
corporamos al Cuerpo incorruptible.
«Adán, ¿dónde estás?». Esta sed del Dios vivo, que bus­
caba al hombre en el primer paraíso, se sacia en la Comu­
nión. Adán, el hombre del miedo, es al fin encontrado, y Je­
sús, el nuevo Adán, le hace salir y elevarse al Amor perfecto
que ahuyenta todo temor. Habiéndose unido a nosotros en
nuestras profundidades, el Hijo amado nos arrastra hacia el
Padre: «¡Levántate de entre los muertos! ¡Levántate y salga­
mos de aquí, porque tú estás en mí y yo en ti: nosotros dos
formamos un mismo ser indivisible... Levántate y salgamos
de aquí, de la muerte a la Vida, de la corrupción a la inmor­
talidad, de las tinieblas a la Luz eterna!»15.
En la Comunión anticipamos el estallido de la Resurrec­
ción. De celebración en celebración, la Iglesia que somos
hace subir la Pascua de toda la creación. En el gran Sábado
Santo, todos estábamos en aquel Adán que Cristo saca de la
muerte, porque él ha llegado hasta el extremo en su comu­
nión con los hombres. En la Divina Liturgia, el Señor llega a
ser cada vez más todo en nosotros, «hacia su Principio que
no conocerá fin»16, hasta el corazón de la Trinidad Santa.
15 Homilía pascual del pseudo-Epifanio.
16 San Gregorio de Nisa.
156
LITURGIA FONTAL
Del preludio al final
En la sinergia del Espíritu y de la Iglesia, que sostiene
los tres movimientos de la celebración, hay un preludio y un
final, que a menudo desconocemos. En una primera bendi­
ción, el Espíritu Santo nos ha introducido en la Liturgia a
celebrar; con una última bendición, nos envía a la Liturgia a
vivir. En el fondo, la Eucaristía se desarrolla entre dos kéno­
sis: la del Verbo en su Cuerpo personal y la del Espíritu en el
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Nuestra celebración va
del icono de la Natividad al de Pentecostés. Pero, ya que a lo
largo de toda la Divina Liturgia el Espíritu nos ha hecho vi­
vir el Acontecimiento de la Pascua de Jesús, debemos estar
atentos a lo que él va a vivir con nosotros después de la cele­
bración. Habiendo sido hechos Iglesia, tenemos que vivirla
como kénosis del Espíritu Santo. Al don del Amor que es
siempre fiel deberá responder la verdad de la caridad que el
Espíritu derrama en nuestros corazones. También nosotros
debemos llegar hasta el extremo en nuestra donación: des­
pojamos de nosotros mismos en la misma kénosis de amor
para pertenecerle solamente a Él. Así es como se cumplirá
el Sacrificio, por nosotros, en la Iglesia.
Comunión de Dios y los hombres, la Iglesia no puede es­
tar sino escondida, transparente al Espíritu Santo. ¿Qué
sabe ella, la Iglesia de los últimos tiempos, de los hijos que
da a Luz? De los que son bautizados por ella en el agua y en
el Espíritu, sí; pero ¿y de los otros? Todos los que nacen
cada instante a la Liturgia celestial y que el Padre acoge con
una alegría eterna, ¿los conoce? Solo cuando el Hombre per­
fecto, el Cristo total en su plena madurez, aparezca en la
Gloria (Ef 4, 13), la Esposa podrá «alzar los ojos y decir en
su corazón: ¿quién me ha dado a luz a estos? Yo no tenía hi­
jos y era estéril, estaba desterrada y apartada; a estos ¿quién
los crió? Mientras me habían dejado sola, ¿estos dónde esta­
ban?» (Is 49, 18-21). Entonces se dirá de la Iglesia: «Todos
han nacido en ella» (Sal 86, 5).
157
Capítulo XII
LAS EPÍCLESIS SACRAMENTALES

La Eucaristía es, por excelencia, la celebración de la


Liturgia para nosotros que estamos en los últimos tiem ­
pos. Pues bien, si el Misterio de Cristo es manifiestado,
realizado y comunicado en esta Divina Liturgia, ¿por qué
las Iglesias apostólicas celebran otros sacramentos? Ellas
reconocen como sacramentos mayores el Bautismo y la
Crismación, la Reconciliación de los penitentes y la Un­
ción de los enfermos, el Matrimonio y el Ministerio orde­
nado; pero ¿por qué el Señor confía a su Iglesia estos sig­
nos de su Alianza? ¿Por qué el Espíritu nos transfigura
con estas otras Energías, cuando todo el Cuerpo de Cristo
es dado en la Eucaristía? El mismo Sacramento de los sa­
cramentos nos da la respuesta.
En este tiempo de gestación del Cuerpo de Cristo, la
Iglesia celebra la Eucaristía y la Eucaristía realiza, cum ­
ple1 la Iglesia. Podemos celebrar la Eucaristía porque la
Comunión de la Trinidad Santa ya nos ha sido dada en
nuestro nuevo ser por el Bautismo y por el Sello del Espí­
ritu Santo, pero tam bién porque algunos han sido orde­
nados para el ministerio de la Epíclesis que realiza la Eu­
caristía. Por otra parte, debemos celebrar la Eucaristía
porque la Comunión divina todavía no es todo en noso­
tros ni en los demás. El Cuerpo de Cristo no ha alcanzado
1 El sentido cristiano de celebrar es cumplir, llevar a cumplimiento
el Misterio.
159
JEAN CORBON
todavía la m edida de la m adurez en que se realizará su
plenitud (Ef 4, 13). Precisamente en este movimiento de
crecimiento se sitúa la experiencia de las otras Energías
sacramentales; en ellas se expresa el dinamismo de la As­
censión hacia la Parusía definitiva.
Pero ¿cuál es el significado particular de cada una de
las Sinergias del Espíritu y de la Iglesia en la unidad del
Cuerpo? ¿Cuál es su relación con el Sacramento de los sa­
cramentos, puesto que no son lo mismo que él? En vano
querríamos deducir de la Eucaristía la necesidad de los
grandes sacram entos o buscar la institución jurídica de
cada uno de ellos en la letra del Nuevo Testamento. Es
más bien lo contrario lo que aparece: Cristo y su Espíritu
los han confiado poco a poco a su Iglesia partiendo de la
vida, según las necesidades estructurales y vitales del
cuerpo en crecim iento. Es situándonos de nuevo en la
fuente de estas Energías como podemos descubrir su uni­
dad, su diversidad y, finalmente, su armonía. Por ellos, la
luz de la Transfiguración deifica a los hombres allí donde
esperan ser salvados; cuando todo se haya convertido en
Luz, los sacramentos desaparecerán y el Cuerpo de Cristo
será la Realidad, eternamente.
Unidad y diversidad de las Sinergias sacramentales
La Liturgia fontal preexiste a las celebraciones sacra­
mentales, las vivifica y les hace dar fruto. El Misterio no
está fraccionado en seis sacramentos, sino que el único
Cuerpo del Señor irradia la luz pura de su Sabiduría2 en
energías distintas; cuando estas Energías se unen a la de
la Iglesia que ellas suscitan, las llamamos Sinergias sacra­
mentales. En cada una de ellas se celebra la Economía de
la salvación. Ciertamente, hasta en el más pequeño movi­
2 Cfr. Sb 7, 22-8, 1. La Sabiduría es el Nombre del Espíritu Santo
más difundido en los tres primeros siglos, como el de Verbo, Logos,
para el Hijo.
160
LITURGIA FONTAL
miento del corazón creyente que responde pobremente al
amor de su Señor, el Espíritu Santo y el discípulo de Jesús
están en sinergia, pero en ese mom ento no se cumple
toda la Economía de la salvación; pues bien, esto es lo que
se vive en los sacramentos. En cada uno de ellos vivimos
los tres movimientos de la Pascua de Jesús: el Padre nos
entrega a su Hijo amado, el Verbo asume nuestra carne y
nuestra m uerte para resucitarnos con El, y su Espíritu
nos hace entrar en la Comunión eterna del Padre.
Por otra parte, una celebración es Sinergia del Espí­
ritu y de la Iglesia, en cuanto Iglesia. En el Río de Vida, el
Espíritu y la Esposa están unidos en la misma kénosis,
hasta el punto de que de sus dos voluntades no mana más
que un solo amor. En la unción de un enfermo o en la or­
denación de un diácono, por tom ar el ejemplo de una ce­
lebración que parecería limitada a una persona, la Iglesia
y el Espíritu actúan en un miembro del Cuerpo del Señor,
pero para la vida de todo el Cuerpo. Una Sinergia sacra­
mental se distingue de las múltiples e indecibles sinergias
que anim an la vida de los santos en que la Iglesia como
tal despliega en ella su Energía de acogida y de fe. Ella co­
opera, en cuanto Iglesia, con la Energía vivificante del Pa­
ráclito.
Por último, en cada sacramento, por discreto que sea,
todos los actores de la Liturgia eterna actúan. La Trinidad
Santa derram a sus Energías deificantes y es glorificada.
La Comunión de los Angeles y de los Santos participa en
la salvación de sus miembros que están todavía en la gran
tribulación y la celebra en una alabanza incesante. ¿Y qué
decir de la amplitud de amor del Ágape divino, la Comu­
nión de las Iglesias que peregrinan en este m undo? Un
pobre hom bre que redescubre la misericordia de su Pa­
dre, una pareja que arriesga su futuro en el matrimonio,
una enferma desconocida a la que el aceite de la ternura
del Espíritu hace renacer a la esperanza...; todas estas
maravillas escondidas, el Espíritu las realiza en la Comu­
161
JEAN CORBON
nión de las Iglesias. Entonces, todos los miembros sufren
y todos son resucitados, ya que todos somos miembros
unos de otros.
Pero esta Comunión no nos funde en una colectividad
anónim a de ritm os uniformes. La unidad del Cuerpo se
manifiesta, al contrario, en la diversidad orgánica de sus
Sinergias. El Espíritu y la Iglesia actúan en diversos sa­
cramentos, en razón de la pluralidad de los miembros, de
sus necesidades de vida eterna y de sus funciones en el
Cuerpo de Cristo. La fuente inagotable de esta diversidad
es el amor total del Padre por los hombres y por cada uno
de ellos. Cada uno es único, porque es reconocido y
amado en el único Cuerpo del Hijo amado. Las Sinergias
sacramentales reflejan esta catolicidad del am or del Pa­
dre. Mientras, en la Eucaristía, este amor se cumple para
todo el Cuerpo, en los otros sacram entos se entrega a
cada uno, según sus necesidades, su edad, sus dones en
Cristo.
En el único sacram ento que es el Cuerpo de Cristo,
cada Sinergia sacramental comunica un don del Espíritu
Santo. Por esto, un sacramento se distingue de otro por su
Epíclesis propia. En este m omento de la celebración, la
Iglesia no es más que sierva del Señor: implora al Padre
que el Espíritu de Jesús sea derramado sobre el miembro
de su Cuerpo aquí ofrecido. Entonces, la Energía deifi­
cante del Paráclito es la respuesta de la ternura y de la fi­
delidad, de la Gracia y de la Verdad. Y, si estamos atentos
a la Epíclesis de cada sacramento, caemos en la cuenta de
que las Sinergias sacramentales corresponden vitalmente
a tres momentos del crecimiento del Cuerpo de Cristo.
Las Epíclesis del nacimiento
En el Bautismo y en la Crismación, la Energía funda­
dora del Espíritu se derram a en los miembros de la Igle­
sia. Sacram entos del principio de nuestro nuevo ser en
162
LITURGIA FONTAL
Cristo, no se celebran más que una sola vez. Nosotros na­
cemos y somos estructurados orgánicamente en el Espí­
ritu Santo de una vez para siempre.
El prim er don que la Iglesia trata de ofrecer al Padre
son sus hijos, todos esos hijos de Dios dispersos, nacidos
según la carne pero todavía en la muerte. Ella es la Es­
posa, y el prim er movimiento que se establece en ella por
la atracción del Espíritu es el deseo desgarrado del Padre;
todo procede de este deseo en la Economía de su amor:
¡la Gloria de Dios es que el hombre viva!3. Este deseo del
Padre se convierte en el de la Iglesia en la Epíclesis del
Bautismo. El ruego primero de la Virgen-Iglesia está en
su ofrenda de fe: «¡Que venga tu Hijo, que por mí y el po­
der de tu Espíritu nazcan tus hijos en tu Amado!». La Epí­
clesis del Bautismo es la del nacimiento según el Espíritu.
Ciertamente, aquel que es ofrecido es ya «a imagen»
de su Dios, pero este icono está desfigurado, roto, «pri­
vado de la Gloria de Dios» (Rm 3, 23): no ha nacido aún a
la vida de su Padre. Sus padres le han impuesto todo: la
existencia, su biología y herencia psíquica, su educación y
su cultura; les queda por ofrecerle lo que no pueden darle:
la libertad, el poder de llegar a ser libre de todos estos de­
terminismos, la creatividad divina, en definitiva, la Vida,
la verdadera e incorruptible, la Vida del Dios vivo. Será
este el único don que no impondrán a su hijo y que hará
fructificar todos los demás más allá de la muerte. Cuando
los padres hacen esto, participan de la fe de la Iglesia, se
mueven en un dinam ism o de ofrenda, esperan todo del
poder del Espíritu Santo: es su Energía de acogida y de
respuesta en la Epíclesis que se va a celebrar.
Cuando el catecúmeno es sumergido en el agua bau­
tismal, es decir, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Es­
píritu Santo, es bautizado realmente, ya que participa de
lo que la Epíclesis ha realizado antes. El momento pre­
3 San Ireneo.
163
JEAN CORBON
ciso del Bautismo es, analógicamente, el de la Comunión
en la Eucaristía. Pero la Epíclesis que hace posible el Bau­
tism o ha consistido en la venida del Espíritu Santo al
agua donde el catecúmeno será bautizado. Esta consagra­
ción del agua bautism al pasa dem asiado desapercibida
para los fíeles, por no decir para los celebrantes. El agua
es el símbolo de la vida primordial. En el seno materno,
es ya más que un símbolo. Pero, para el nacimiento a la
Vida de la Trinidad Santa, esto se hace realidad. Si toda
Epíclesis es un Pentecostés sacramental, aquí el Espíritu
desciende realmente4, penetra el agua y la transforma en
medio divino: la realidad nueva es el seno m aterno de la
Iglesia, donde un ser, nacido de la carne y de la sangre y
del querer humano, va a ser sumergido para nacer del Es­
píritu y de la Esposa. La fecundidad virginal de la Iglesia
es la obra maestra del Espíritu. Es así como nacen los hi­
jos de Dios (.Jn 1, 12-13).
Esta Epíclesis asombrosa nos hace comprender que el
Espíritu Santo da la Vida al poner en Comunión en el
Cuerpo de Cristo. Ya hemos admirado esta maravilla en el
momento del Advenimiento de la Iglesia en el prim er Pen­
tecostés5. Aquí es aún más notorio. No llegamos a ser, en
prim er lugar, hijos de Dios, miembros de Cristo, templos
del Espíritu Santo, y, después, hijos de la Iglesia, sino que
la Iglesia está antes6. Ella es esta Agua prim ordial pe­
netrada de la Energía deificante del Espíritu y es ella
quien da a luz. En los últimos tiempos, ¿no es ella porta­
dora de Cristo en esta gestación misteriosa donde ofrece
el m undo al Espíritu «Dador de Vida»? Durante la cele­
bración de un Bautismo, es un hijo del Padre quien ella
hace nacer y que, por ella, viene a la luz del Día, el Día de
4 El agua no es modificada químicamente, como tampoco lo son el
pan y el vino en la epíclesis eucarística, pero la Realidad es nueva.
5 Cfr. el capítulo V.
6 La Iglesia bautiza a partir de Pentecostés: entonces los hijos de
Dios nacen por el agua y por el Espíritu.
164
LITURGIA FONTAL
la Resurrección que no conoce el ocaso. Por su fe, unida
al poder del Espíritu, el catecúm eno es injertado en
Cristo, incorporado al Cuerpo incorruptible. Ella, enton­
ces, da al Padre un nuevo hijo adoptivo, conformado con
el Hijo amado. Así, este ser es nuevo, vive de la Trinidad
Santa. Todos los demás efectos del Bautismo se derivan de
esta Epíclesis7.
Es posible que el desconocimiento de la Epíclesis del
Bautism o sea una de las causas de la desvalorización
práctica de la Confirmación en algunas Iglesias. Este se­
gundo sacram ento de la iniciación cristiana, la Crisma­
ción, corre el riesgo de pasar desapercibido si se ve en el
Bautismo el simple nacimiento a la vida divina de modo
indiferenciado. Es el problema del sentido común de los
padres un poco despiertos: «Si mi hijo se ha convertido en
hijo de Dios por el Bautismo, ¿para qué confirmarlo? Si el
Bautismo le hace participar de la vida del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo, ¿por qué debe recibir el Espíritu
Santo en la confirmación? ¿No lo recibió cuando se bau­
tizó?». La práctica de la Iglesia primitiva, desde los He­
chos de los Apóstoles8, y la Tradición ininterrum pida de
las Iglesias de Oriente son claras al respecto: el Bautismo
y el Don personal del Espíritu Santo son distintos pero in­
separables, este com pletando aquel. Los cristianos han
sido bautizados en un solo Espíritu a fin de form ar un
solo Cuerpo, «y» se les da a beber un solo Espíritu9.
A lo largo de todo su Designio de redención y de deifi­
cación del hombre, el Padre no cesa de enviar a su Hijo y
a su Espíritu. En esta misión, van juntos, aunque son dis­
tintos. En la Plenitud de los tiempos, el Hijo es quien se
encarna, aunque es el Espíritu quien lo encarna. En el
prim er Pentecostés que inaugura los últimos tiempos, es
la Iglesia quien tom a forma del Cuerpo de Cristo, pero es
7 Cfr. San Juan Crisóstomo, III Catequesis bautismal, 5.
s Hch 2, 38; 8, 15 ss; 10, 44-48; 19, 5-9.
U C o 12, 13.
165
JEAN CORBON
el Espíritu quien la forma. A partir de entonces, el Espí­
ritu hará crecer el Cuerpo uniéndole nuevos miembros, y
este nacim iento se realiza en el Bautismo; pero, en el
mismo momento, el Señor derrama en estos miembros su
Plenitud, les da su Espíritu, personalmente: este don per­
sonal del Espíritu al neófito es la Sinergia sacramental de
la Confirmación.
Esta manifestación y esta efusión del Espíritu están en
el corazón de lo que buscamos a través de todo este libro.
En efecto, es en este punto de origen donde la Liturgia
fontal llega a ser la Vida del nuevo ser del cristiano. Si nos
quedamos en el Bautismo como participación en la vida
divina, corremos el riesgo de vivir en un monoteísmo uni­
personal, no hemos entrado aún en la Comunión con las
tres Personas. Solo el Espíritu Santo hace cruzar este um ­
bral. Si no lo cruzamos, podemos construir sistemas de
humanismo cristiano, nos hacemos reacios a la Teología,
a la vida mística. El bautizado está orgánicamente estruc­
turado tan solo porque el mismo Espíritu que ha ungido a
Cristo penetra por entero -cuerpo, alma, espíritu- al
miembro de Cristo; es entonces cuando él es cristiano, un­
gido con el Espíritu. Le anim a un nuevo principio vital
que dilatará progresivamente su Comunión con el Padre y
con el Hijo.
La característica de la Epíclesis de la Confirmación,
cuando el obispo consagra el sagrado Crism a10, con el
cual el bautizado es ungido en sus miembros, consiste en
la maravilla del don total que Cristo Señor hace entonces
de sí mismo: él entrega su propio Espíritu, personal­
mente, lo graba, lo imprime en el corazón de aquel con
10 San Cirilo de Jerusalén, III Catequesis mistagógica, 3 (PG 33
1090-1): «No vayas a pensar que esta mirra es ordinaria. Como el pan
de la Eucaristía, después de la epíclesis del Espíritu Santo, no es ya un
simple pan, sino el Cuerpo de Cristo, así también esta santa mirra no es
ya ordinaria, por no decir común, después de la epíclesis, sino gracia de
Cristo y presencia del Espíritu Santo, convertida en energética de su di­
vinidad».
166
LITURGIA FONTAL
quien acaba de unirse definitivamente. Por el «sello del
Don del Espíritu Santo»11, el bautizado participa enton­
ces en la Sinergia de la Liturgia fontal, el Espíritu está en
adelante unido a su espíritu en vistas a una vida total­
mente nueva en que las dos voluntades podrán producir
el único fruto del Espíritu12. El Espíritu, habiéndose con­
vertido en su vida, podrá hacerle actuar (Ga 5, 25). El
misterio del Espíritu y de su Esposa no será contemplado
como un don inesperado y deseado, sino realmente com­
partido por aquel que acaba de resucitar con Jesús. En
esta plenitud, que es el Espíritu Santo, todos los dones,
todos los carismas necesarios para el crecimiento del neó­
fito están ya contenidos. Y el primero de todos es la Ener­
gía sacerdotal por la que, a partir de este m om ento, el
confirmado podrá celebrar la Divina Liturgia13 y llegar a
ser co-operador de las Energías sacramentales que ani­
m arán su éxodo hacia el Reino.
Las Epíclesis de curación o la victoria sobre la muerte
Es fiel Aquel que el Señor ha puesto como un sello en
nuestro corazón; es Fuerte, no como la muerte, sino más
que la muerte; él es la Llama del Amor de nuestro Dios
(cfr. Ct 8, 6). Porque a quien acaba de ser revestido de la
arm adura de Dios le espera un duro combate, largo como
la travesía del desierto (E f 6, 11).
El primer combate decisivo es afrontar el poder de la
muerte que aún se incuba en él, aunque esté virtualmente
vencida por la Pascua del Bautismo. Ya somos santos,
pero todavía no estamos plenamente conformados con el
Señor. La unción de su Espíritu debe penetrar lentamente

11 Eucologio bizantino.
12 Rm 8, 16; Ga 5, 22 ss.
13 La Eucaristía es el culmen de la iniciación cristiana. Las Iglesias
ortodoxas han conservado la tradición primitiva de unir estos tres sa­
cramentos en la misma celebración.
167
JEAN CORBON
todas las fibras de nuestro ser, enderezar nuestra volun­
tad rebelde, purificar nuestras motivaciones, liberar nues­
tras pulsiones e integrarlo todo en nuestro corazón donde
su Amor reinará soberano. En este trabajo de gestación
del hombre nuevo, el Espíritu de Jesús comienza siempre
por revelamos nuestro pecado. Fuera de El, podemos sen­
tirnos culpables; solo en El nos reconocemos pecadores.
Y cuanto más transforme nuestro corazón, uniéndolo a la
Voluntad del Padre, tanto más nos descubriremos pobres
de su amor.
La ola de la misericordia y el abismo de la miseria se
encuentran entonces en una sinergia desgarrante: el per­
dón. Cuando esta sinergia se hace sacramental, se mani­
fiesta como Conversión, si se pone el acento en el arrepen­
tim iento del corazón obrado por el Espíritu Santo, o
como Reconciliación, si se mira, sobre todo, la Comunión
reencontrada en Cristo con el Padre y con nuestros her­
manos. Pero Conversión y Reconciliación son insepara­
bles, como lo son los dos aspectos del pecado que ellas cu­
ran: el rechazo y la ruptura. Ahora bien, la herida del
pecador y la de sus hermanos son llevadas por Jesús en su
muerte, y de este Amor crucificado mana el Espíritu de
Comunión. Porque El es, personalmente, la remisión de
nuestros pecados; allí donde la relación era fallida14, es­
taba rota incluso, el Espíritu, ternura del Padre15, se de­
rram a y vuelve a convertirse en el vínculo vivo de amor
que une a las personas. Es la Sangre de la Comunión, que
hace vivir a los miembros de la vida del Padre.
La Epíclesis propia de este sacramento -¡ojalá prestá­
ramos atención a ella!- consiste en esta efusión del Espí­
ritu Santo. Ella es su kénosis de am or en el corazón del
pecador que accede a abrirse a la Compasión del Padre.
14 Pecado, «khata’a» en hebreo, significa «fallar su objetivo», «fra­
casar».
15 Este bello nombre del Espíritu Santo remite al término bíblico
«hesed».
168
LITURGIA FONTAL
En este momento central de la absolución, todo se desata,
porque todo es liberado por la Comunión, que es el Espí­
ritu del Señor. La oración del sacerdote es entonces una
verdadera oración de Epíclesis16. Signo vivo de Cristo
siervo, el sacerdote intercede para que «vuelva a la vida»
este hijo del Padre «que estaba muerto»; en él se recoge
toda la intercesión de la Iglesia orante, para que resucite
«este herm ano por el que Cristo ha muerto». A este don
corresponde la respuesta del pródigo que vuelve: se abre a
la misericordia sin otra condición que la de querer volver
a su Dios y a su hermano, en el mismo amor.
Cierto, sobre el altar de nuestro corazón podem os
ofrecer continuamente el pan de las lágrimas por nuestro
pecado, y el Fuego del Espíritu puede siempre encender­
nos de nuevo. Pero hay m om entos en nuestra vida
-¿quién puede negarlo?- en que nuestros rechazos acu­
mulados y las fisuras ahondadas son tales que no pode­
mos, sin deslealtad, escaparnos de la confesión de nuestro
pecado y de la reconciliación en la Comunidad. «Lo que
hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis»,
tanto para darle la vida como para darle la muerte. En la
Epíclesis de este sacramento, se restablece «la unidad del
Espíritu» entre los miembros, mediante «el vínculo de la
paz» (E f 4, 3); es el significado místico, más profundo que
la simple voluntad moral, de la Reconciliación en Cristo.
En todo pecado, incluso el más secreto, el Cuerpo ha que­
dado herido, y es en el Cuerpo, por tanto, donde el miem­
bro debe ser curado. Si estamos atentos al Espíritu Santo
en esta Epíclesis, redescubrimos la frescura de la Iglesia
en la curación de nuestro pecado, reencontramos el Ros­
tro del Señor más allá de los ídolos de nuestra conciencia
moral y de nuestro superego despechado, entramos, sobre
todo, en la alegría del Padre: nuestro retom o le hace exul­
16 La fórmula latina de absolución, más declarativa y jurídica, no
debe difuminar la realidad de la Epíclesis.
169
JEAN CORBON
tar de alegría con sus ángeles y la comunión de sus san­
tos17.
«Padre Santo, médico de nuestras almas y de nuestros
cuerpos...»18. Así comienza la Epíclesis del otro sacramento
de nuestra curación crónica: la Unción de los enfermos. El
perdón, es decir, la efusión del Espíritu de Comunión, al­
canzaba la muerte en su raíz, en su más escondido aguijón:
el pecado (1 Co 15, 56). La Unción del Espíritu, este óleo
misterioso que penetra nuestro cuerpo mortal, es como la
m irra nueva que la Esposa derram a sobre los miembros
sufrientes de su Señor. «La mirra conviene a los muertos, el
Cuerpo de Cristo permanece incorruptible»19. Las heridas
aparentes del pecado que labran poco a poco nuestros
cuerpos son así curadas ya en la esperanza.
La Epíclesis de este sacram ento anticipa para cada
uno de nosotros la Resurrección integral, y es, una vez
más, obra del Espíritu Santo: «Si el Espíritu de Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros,
Aquel que lo resucitó de entre los muertos dará también
la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en vosotros» (Rm 8, 11). En la Sinergia de nuestra
conversión, el bautism o de agua se había convertido en
bautism o de lágrimas y resurrección del corazón; en la
Unción de los enfermos, el Espíritu nos conforma con los
sufrimientos de Jesús, transforma nuestra enfermedad en
amor vivificante y completa en nuestros miembros la Pas­
cua irresistible de Aquel que es la Cabeza del Cuerpo. En­
tonces se realiza para nosotros lo que vislumbró Ezequiel
en su visión de los huesos secos (Ez 37, 1-14): el Espíritu
de Vida nos toma en nuestra debilidad, el sello de su Don
es una prenda de resurrección que nada nos podrá arre­
17 Cfr. Le 15 y el significado del «Confíteor», donde la Reconci­
liación es vivida en la alegría de toda la familia de Dios.
18 Eucologio bizantino.
19 Tropario del Oficio de la Compasión, la tarde del Viernes Santo, en
la Liturgia bizantina.
170
LITURGIA FONTAL
batar. Jesús curó enfermos durante su vida terrestre: les
restituía a una vida mortal. Pero, cuando su Espíritu pe­
netra en nuestros cuerpos heridos por la muerte, les hace
pasar más allá de la muerte: «La muerte ya no existe, por­
que ha resucitado Cristo nuestro Dios»20.
Estos dos sacramentos responden a una necesidad cons­
tante del Cuerpo de Cristo en los últimos tiempos: vencer la
muerte en su raíz, el pecado. La deificación gradual de los
hijos de Dios no puede realizarse más que con la elimina­
ción progresiva del movimiento de rebelión en que se re­
tuerce la naturaleza herida. Sacramentos de curación, ha­
cen participar a los miembros de Cristo en el amor salvador
de su Señor que asume, aquí y ahora, sus propias heridas de
naturaleza y voluntad. La frecuencia de estos dos sacramen­
tos es indefinida, según el ritmo de la salud divina -de la
santificación- que el cristiano acoge libremente fundiendo
su voluntad en la Energía del Espíritu Santo.
Las Epíclesis de Cristo siervo: el don de la Vida
El Matrimonio y el Ministerio ordenado son las dos si­
nergias sacramentales de la vida adulta en Cristo. Se apo­
deran de la persona para abrirla al movimiento más divino
concedido al hombre: dar la Vida misma de su Dios. Uno y
otro son al mismo tiempo carisma, es decir, don del Espí­
ritu Santo para el bien de todos, y energía deificante para
quien recibe ese carisma. No se da la Vida más que dando
la propia vida, como el Señor, pero este don será tanto más
fecundo cuanto más esté uno mismo transform ado en
Aquel que se la da. No son carismas tácticos y transitorios,
sino Sinergias funcionales y estructurales, mejor, son caris-
mas orgánicos de conjunción (Ef 4, 11-16).
La novedad del Matrimonio sacram ental está en la
Epíclesis en que los prometidos reciben el don del Espí­
20 Tropario bizantino, VI tono, en la Liturgia bizantina.
171
JEAN CORBON
ritu Santo. Hay que recordarlo con fuerza, ante la preten­
sión ingenua que quiere ver en el Matrimonio un simple
contrato, del que los esposos serían los m inistros21. Sus
consentim ientos son necesarios, como la Energía de la
respuesta humana, pero sin olvidar la Energía del don di­
vino. Es significativo que el famoso texto de san Pablo al
respecto (E f 5, 32) parta justam ente del M isterio que
transfigura la unión del hombre y de la mujer, y no al re­
vés. Lo que sucede en este sacramento no es tanto la ben­
dición de una pareja -todo matrimonio es santo- cuanto
el Amor de Cristo y de su Iglesia del que van a participar
el hombre y la mujer. El Misterio es anterior, revela el sen­
tido divino de la unión de los esposos y lo realiza.
La alianza, que simboliza, en la mayoría de las cultu­
ras, la condición del matrimonio, es el signo de la Alianza
personal que une al Esposo y la Esposa, inseparable­
mente Cristo y la Iglesia, este hombre y esta mujer. Ahora
bien, la Alianza es el Espíritu Santo mismo. Él es la
fuente de la unidad de este am or sin división, él es su
vínculo divino que el pecado del hombre no puede rom ­
per. Él es la Comunión que instaura una nueva relación
en el interior de la familia, esta Iglesia doméstica. En esta
casa de Dios, el misterio de la Iglesia como Comunión es
siempre visible. Esta novedad transforma, ante todo, a los
esposos: más allá de toda oposición o superioridad, su re­
lación puede ser continuamente restaurada en la transpa­
rencia que une a Cristo y la Iglesia. Transforma también
su don de vida, entre ellos, hacia los hijos y en una fecun­
didad imprevisible que se extiende a todas las formas de
su creatividad y servicio22.

21 Si fuese así, no se ve por qué, de común acuerdo, no podrían


romper el contrato.
22 El carisma de la vida religiosa, complementario en la Iglesia del
carisma matrimonial (Cfr. 1 Co 7), no es un sacramento; el don de la
virginidad que lo fundamenta hace ya participar de la Resurrección {Le
21, 35).
172
LITURGIA FONTAL
El Ministerio ordenado está en la cumbre del misterio
del servicio en el Cuerpo de Cristo. Su Epíclesis, signifi­
cada por la im posición de las m anos23, tiene de total­
mente original que ella derrama sobre algunos miembros
la Energía eclesial más escondida y más pobre: les hace
los servidores de las otras Epíclesis sacramentales. Esta
ordenación es una de las pruebas más asombrosas de la fi­
delidad del Señor, ya que, a pesar de las flaquezas de sus
enviados, no privará nunca a su Iglesia de los dones de su
Espíritu. «Sea Pedro quien bautiza, sea Judas quien bau­
tiza, es Cristo quien bautiza»24. El Espíritu actuará siem­
pre con poder en los sacramentos a través de las «vasijas
de barro» que son los ministros ordenados.
Cualesquiera que sean los grados25 o las formas con­
tingentes de este servicio, su realidad nueva no puede re­
ducirse a una función social de dirección o de adm inistra­
ción, sino que hunde sus raíces en el m isterio de la
kénosis de Cristo. Aquí todo adquiere su significado tan
solo en el Amor, no solamente aquel que es derramado en
el corazón del obispo, del sacerdote o del diácono, sino,
sobre todo, aquel que es la Energía misma de su servicio.
El Espíritu se derrama en ellos con profusión del costado
del Señor crucificado, ya que en estos pobres hombres es
Cristo el que es Siervo de su Iglesia hasta que él sea todo
en ella. Este misterio de kénosis es el del Pastor que da su
vida por los suyos. M ientras que, en el M atrim onio, el
hombre y la mujer participan en el amor que une a Cristo
y la Iglesia en un solo Cuerpo, aquí los servidores m ani­

23 Símbolo bíblico de la transmisión de la fuerza del Espíritu


Santo.
24 San Agustín.
25 El obispo y los presbíteros, que difunden pluralmente el carisma
singular del obispo, son ordenados para el «sacerdocio»; a los diáconos
se les impone las manos «no en vistas al sacerdocio, sino en vistas al
ministerio» (fórmula sacada de las Constituciones de la Iglesia de
Egipto y retomada por el Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia,
n. 29).
173
JEAN CORBON
fiestan a Cristo, distinto de su Esposa, Siervo de su Igle­
sia. Él la llama, le da su Palabra, le revela al Padre, la ilu­
mina, le perdona, la alimenta con su Cuerpo y su Sangre,
la fortalece, la envía, la purifica, la transfigura, la hace fe­
cunda y le hace dar a luz el mundo para el Reino... De to­
das sus Energías de amor, el Espíritu Santo es la liturgia y
sus ministros, los servidores. Estos no duplican las fun­
ciones profética, sacerdotal y real de los otros miembros
de la Iglesia: al contrario, están con ellos y para ellos, son
sus servidores. A esta función, estructural y no táctica, del
servicio de la Iglesia está ordenado todo su ministerio.
La armonía sacramental del Cuerpo de Cristo
Habiendo sido así resituados los sacramentos mayo­
res como Sinergias en el interior del Cuerpo de Cristo, po­
demos quizá com prender mejor su armonía en el Sacra­
mento de los sacramentos, la Eucaristía.
Si el acontecimiento central de la Eucaristía está en la
Epíclesis que transforma todo el Cuerpo de Cristo, es evi­
dente que las Epíclesis constitutivas de los otros sacra­
mentos están en relación orgánica con la de la Eucaristía.
En esta, el Pentecostés sacram ental se derram a sobre
todo el Cuerpo; en aquellos, alcanza a los miembros se­
gún su edad, sus necesidades y sus dones en Cristo. En el
Bautismo, el Espíritu Santo hace nacer a la Comunión tri­
nitaria en el Cuerpo; en la Crismación, personaliza esta
participación, haciéndose él mismo la Energía indefecti­
ble de este nuevo miembro. En la Reconciliación del pe­
cador y en la Unción de un enfermo, el Espíritu despliega
su poder de Vida, de resurrección en resurrección. En el
Matrimonio y en el Ministerio ordenado, Él, «Señor y Da­
dor de Vida», hace com partir a la Esposa su fecundidad
virginal; m ás exactam ente, el «nada es im posible para
Dios», que él ha realizado en la Iglesia, lo comunica a los
miembros de la Iglesia, cada uno según sus dones.
174
LITURGIA FONTAL
Si el Río de Vida mana en la Eucaristía, Liturgia inte­
gral, Sinergia omnipotente, los sacramentos mayores son
como los canales que riegan la Jerusalén nueva. Las Si­
nergias sacramentales derivan de la Eucaristía y conver­
gen hacia ella.
Ellas derivan de la Eucaristía como la Luz se irradia
del Cuerpo transfigurado del Señor. Esto es tan verda­
dero, que la Iglesia celebra los sacram entos m ayores
como celebra el sacramento del Cuerpo de Cristo: según
una forma eucarística. Sea cual sea la variedad de las fa­
milias litúrgicas, nuestras Iglesias celebran cada sacra­
mento a la m anera de la Divina Liturgia. Del Bautismo al
Ministerio ordenado, volvemos a encontrar en cada uno
de ellos las tres etapas de la Eucaristía, las tres Sinergias
del Espíritu y de la Iglesia: una Liturgia de la Palabra, una
Anáfora y su punto culminante, la Epíclesis, y una Litur­
gia de Comunión. En cada sacramento, el Espíritu m ani­
fiesta, realiza y com unica la Vida del Cuerpo de Cristo;
pero lo que distingue un sacramento de otro es la Energía
del Espíritu Santo implorada en la Epíclesis.
Las sinergias sacramentales convergen también hacia
la Eucaristía, porque es la Eucaristía la que realiza, cum ­
ple la Iglesia. En cada una de ellas, el Cuerpo se construye
y crece orgánicamente por el poder del Espíritu y la res­
puesta de los miembros a los que es dado. Esta arm onía
es, finalmente, la de la Koinonia, la de la Comunión de la
Trinidad Santa que invade y eleva nuestra humanidad. En
el Bautismo y en la Crismación, esta Comunión es dada
como poder nuevo del Dios viviente que hace al hom bre
viviente. En la Reconciliación de los penitentes y en la
Unción de los enfermos, la Comunión es restaurada, el
Icono viviente es transfigurado en lo profundo. En el Ma­
trim onio y en el M inisterio ordenado, la Comunión no
solo es recibida, sino que es dada para ser comunicada a
otros. Es de este modo como el Señor viene, como su
Reino se instaura, como el Todo de su Plenitud se de­
175
JEAN CORBON
rram a irresistiblemente en todos. Con esto se manifiesta
el significado profundam ente comunitario de toda cele­
bración sacram ental: la com unidad aquí presente está
comprometida, cierto, pero tam bién la Comunión de to­
das las Iglesias e, infinitamente más allá, la Comunión en
gestación que abraza en el seno de la Iglesia a todos los
hombres, al cosmos y a la historia.
Así se cumple el Misterio, «la sabiduría infinita en re­
cursos, desplegada por Dios por medio de la Iglesia» (Ef
3, 10). La Comunión de la Trinidad Santa que nos invade
se da en forma eucarística: es acción de gracias a «Aquel
cuyo poder actúa en nosotros, que es capaz de hacer mu­
cho más allá, infinitamente más allá de todo lo que pode­
mos pedir o concebir: ¡a Él la gloria en la Iglesia y en
Cristo Jesús, por todas las generaciones y por todos los si­
glos!» (Ef 3, 20 ss).

176
Capítulo XIII
LA CELEBRACIÓN DEL TIEMPO NUEVO

Hemos visto que las celebraciones son como los mo­


mentos en que la Economía de la salvación se convierte
en Liturgia en los últimos tiempos. Pero la ola vivificante
del Río de Vida no es intermitente. Hasta que su Ascen­
sión se cumpla en su Parusía, Cristo no cesa de envolver
este mundo con la ternura de su Espíritu. Jesús ha resuci­
tado y es el Señor de la historia en la cual estamos impli­
cados. Él Es y Viene. Su Venida irresistible supera los mo­
mentos de nuestras celebraciones. Estos momentos son
posibles tan solo porque son la irrupción en nuestro
tiempo mortal de un Tiempo vivo, que está liberado de la
muerte. Dicho de otra manera, en la fuente de nuestras
celebraciones hay una Energía del Espíritu Santo de la
que debemos continuamente beber y es el Tiempo nuevo
de la Resurrección. Este es el que invade nuestros días,
nuestras semanas y nuestros años, hasta que nuestro viejo
tiempo se sature y su velo mortal se rasgue. Desde ahora,
hoy, nosotros podemos participar en él.
Día de luz, largo, eterno...
Este hoy del Dios vivo en que el hombre puede entrar
es la Hora de Jesús. Su Pascua es el acontecimiento que
atraviesa y sostiene toda la historia. «He aquí que los ra­
yos sagrados de la luz de Cristo resplandecen... La noche
177
JEAN CORBON
inmensa y oscura ha sido tragada, las sombrías tinieblas,
destruidas con esta luz y la sombra triste de la muerte ha
vuelto a entrar en la oscuridad. La vida se ha extendido a
todos los seres y todos están llenos de una profunda luz;
el Oriente de los orientes invade el universo y aquel que
existía ‘antes que la estrella de la mañana’ y antes que los
astros, inmortal e inmenso, el gran Cristo brilla sobre to­
dos los seres más que el sol. Por eso, para todos nosotros
que creemos en él, amanece un día de luz, largo, eterno,
que no se apaga, la Pascua mística...»1.
Cuando celebramos a Cristo, nuestra Pascua, nuestro
tiempo queda penetrado por este Día, es transfigurado, se
convierte en sacramental. Porque este Día no surge de la
primera creación, como los días de los que se dice: «Atar­
deció y luego amaneció»2; es el Día cantado por el salmo
pascual: «este es el Día en que actuó el Señor, alegrémo­
nos y permanezcamos en el gozo»3. No es un día entre los
otros ni como los otros, regido por la salida y la puesta del
sol, sino que es la luz de la Vida que el ocaso de la muerte
ya no puede oscurecer: él es, en verdad, la Plenitud de los
tiempos. Ahora bien, esta irradiación del Día de la Resu­
rrección no nos alcanza como un recuerdo o un ideal abs­
tracto, puesto que, si así fuera, la muerte tendría poder
sobre él, sino que es la Energía constante del Espíritu
Santo en nuestro tiempo mortal. No por encima, sino en
el interior de cuantos lo acogen: «Nuestro Dios no está
por encima, está ante nosotros esperando el encuentro»4.
El encuentro del Día de la Resurrección y de nuestro viejo
tiempo, del Tiempo nuevo ofrecido por el Espíritu y del
tiem po vivido por el creyente, he aquí lo que hace de
nuestro tiem po un tiem po sacram ental. ¿Cómo se des­
1 Homilía inspirada en el tratado sobre la Pascua de Hipólito (trad.
francesa P. Nautin, «Sources Chrétiennes», 27, p. 116).
2 Gn 1, passim.
3 Sal 117, 24.
4 San Isaac de Nínive.
178
LITURGIA FONTAL
pliega, pues, este Tiempo nuevo de la Resurrección en el
Cuerpo de Cristo a partir de la celebración pascual?
«El año de gracia del Señor» (Le 4, 19)
A partir del Día de Pascua, como de su foco de luz, el
Tiempo nuevo de la Resurrección invade, en prim er lugar,
el año. El año es considerado habitualmente por los hom ­
bres como la m ás larga unidad de su tiempo, según el
ritm o cíclico de nuestro planeta en torno a su fuente de
luz. Ahora bien, cuando la Luz de la Vida incorruptible
surge de la tum ba, arrastra nuestro año cíclico más allá
del círculo de la muerte. La repetición era una confesión
de im potencia en el um bral de la Plenitud. Pero, para
quienes ya han resucitado con Cristo, el año es atraído en
la sinergia de la Liturgia eterna: se convierte en litúrgico,
si se entiende bien la expresión, no como un calendario
de fiestas, sino como el despliegue del M isterio despo­
sando los ritmos de nuestro tiempo. A partir de la Pascua,
poco a poco, de un lado a otro del foco, el año es transfi­
gurado por la Liturgia, se convierte en sacramental. Signo
transparente del Día de la Resurrección, cada pequeña
parte de su desarrollo refleja la Plenitud de la Liturgia.
El Día de Pascua es, en primer lugar, el cumplimiento
de una gran Semana que también se ha convertido en sa­
cramental: la Semana Santa. Durante los siete días que
preceden a la celebración de la Resurrección, el poema li­
túrgico de la sem ana de la prim era creación no es abo­
lido, sino que se cumple, convirtiéndose en el aconteci­
miento de la nueva creación en Cristo. Para que todo se
cumpliese, según la última palabra del Verbo en su condi­
ción mortal (Jn 19, 30), faltaba que todo fuera asumido,
desde la primera palabra del Padre, de la que mana la pre­
sencia y la vida, hasta el último silencio de la ausencia y
de la m uerte donde el hom bre se había hundido. Desde
esta luz escatológica del cumplimiento, podremos redes­
179
JEAN CORBON
cubrir las grandes etapas de esta Semana. La entrada de
la Luz en el m undo y entre los suyos, y su rechazo por
parte de nuestras tinieblas5, la prueba primordial de la li­
bertad del hombre ante su alimento esencial6, el Arbol de
vida inaccesible al hombre que se diviniza pero ahora ofre­
cido en el Verbo encarnado que nos deifica7... todo este
dram a de la Econom ía de la salvación culm ina el sexto
día, en el gran Viernes en que la kénosis divina se con­
vierte en nuestra teofanía: «¡He aquí al hombre!» (Jn 19,
5). Después, viene el gran Sábado Santo, el de Dios y de su
creación, el silencio de las profundidades donde el Vi­
viente penetra las fuentes de todo ser. En este descenso a
los infiernos del Cuerpo incorruptible, la m entira de la
muerte es disipada, la Paz de la Comunión divina es derra­
mada, la esperanza se hace el principio de todo, el Río de
Vida arrastrará todo hacia la Consumación de los tiempos.
Por esto, la semana que sigue al Día de la Resurrec­
ción ya no es una semana cronológica, sino la extensión
del Día que no conoce el ocaso. Durante la Semana de la
Renovación*, la liturgia pascual se celebra continua­
mente, no repetida, sino siempre nueva. Esta semana pro­
piamente sacramental va a convertirse en el prototipo, la
matriz misma, de todas las semanas del año litúrgico. El
prim er día de la Semana, el domingo, desplegará sobre
todos los otros días la claridad vivificante de la Resurrec­
ción. San Gregorio de Nisa nos dice que el cristiano,
«toda la semana de su vida, vive la única Pascua haciendo

5 Comparar Gn 1,3, la primera kénosis de la luz en la creación y la


entrada de Jesús en Jerusalén en la humildad de su carne.
6 Comparar Gn 3, donde el hombre se apropia del fruto del árbol de
la vida en vez de acogerlo gratuitamente, y la primera eucaristía: «To­
mad y comed, esto es mi Cuerpo entregado por vosotros».
7 Cristo crucificado es el verdadero Árbol de vida donde el hombre
es deificado.
8 La semana que sigue al Domingo de Resurrección en la Liturgia
bizantina, que corresponde a la Octava de Pascua en la Liturgia latina
[N.d.T.].
180
LITURGIA FONTAL
este tiempo luminoso»9; y Orígenes, que «no hay un solo
día en que el cristiano no celebre la Pascua»10.
Partiendo de este centro de luz, se revela la arm onía
del año de gracia, durante el cual el Señor comunica a su
Iglesia la plenitud de su Misterio. Preparando la Semana
Santa, encontram os, prim ero, las siete sem anas de la
gran Cuaresma, donde vivimos las etapas del retorno al
Paraíso de la nueva creación; pero, desplegando la nove­
dad de la Resurrección, llegan a continuación las siete se­
manas de Pentecostés, donde los neófitos -que somos no­
sotros- aprenden a vivir en com unión con su Señor
resucitado. Por último, de un lado a otro de este foco pas­
cual, he aquí los dos grandes tiempos de la Economía de
la salvación convertida en Liturgia: en el tiempo de la Teo-
fanía, o m anifestación del Hijo, el Verbo encarnado
asume nuestro cuerpo miserable; y en el tiempo de la The-
osis, o deificación por medio del Espíritu, el Aliento del
Señor nos conforma con su Cuerpo de gloria.
El Cuerpo de Cristo, en efecto, está siempre en creci­
miento en esta celebración del tiempo sacramental. Las
tres grandes Sinergias de la Eucaristía se extienden en la
celebración del año litúrgico. A la liturgia de la Palabra
corresponde el tiempo de la Manifestación del Señor, el
tiempo de la Epifanía, centrado en el acontecimiento de­
cisivo del Bautismo de Jesús. Pero las Iglesias sintieron
muy pronto la importancia de un tiempo preparatorio (el
Adviento de las Liturgias occidentales), que fuese a la vez
comienzo y térm ino del año sacram ental, alfa y omega
del Misterio, memorial de las preparaciones al primer Ad­
venimiento del Señor y espera de su segunda Venida. Por
otra parte, a la Anáfora eucarística corresponde el tiempo
de la Pascua del Señor, preparada por la Cuaresma y cul­
m inada en la Ascensión. Finalmente, a la liturgia de Co­
9 In Christi Resurrectionem oratio II: PG 46, 628 c-d.
10 Contra Celsum, 8.22: PG 11, 1550.
181
JEAN CORBON
munión corresponde el tiempo de la Efusión del Espíritu
Santo11, tiem po por excelencia de la Iglesia en creci­
m iento, de los Apóstoles, de la Transfiguración del
Cuerpo de Cristo y de su participación en la Cruz vivifi­
cante. En esta Luz de Comunión se revela el sentido del
santoral como celebración del santo Cuerpo de Cristo; en
prim er lugar, de la Santa Madre de Dios, la toda santa, la
Virgen María; después, de todos los santos, cuya Comu­
nión es justamente celebrada como cumplimiento de Pen­
tecostés12. Entonces el Río de Vida hace fructificar los
Árboles de vida «doce veces, una vez cada mes», es decir,
todo el tiempo. Así es como la cosecha del Espíritu anti­
cipa desde ahora la Consumación de los tiempos.
«El primer día de la semana»
El Día de la Resurrección, que se irradia sobre todo el
año para transfigurarlo, penetra también los más peque­
ños instantes de nuestro tiempo. Es lo que pedimos con
Jesús al Padre suyo y Padre nuestro: «Danos hoy nuestro
pan esencial»13, el pan de «este Día». El día sacramental
que transform a en tiempo nuevo cada instante de nues­
tras vidas es el domingo, el «día del Señor» (Ap 1, 10). A
partir de la Eucaristía, el domingo es, en efecto, el memo­
rial eficaz, la anámnesis fecundante que nos hace presen­
tes y partícipes de la Liturgia eterna. Es el día de la Asam­
blea en que anticipamos realmente la Comunión de todos
los santos en la Trinidad Santa. Es el día en que, por noso­

11 La denominación «tiempo después de Pentecostés» es exacta en


el plano cronológico, pero no expresa adecuadamente el misterio cele­
brado durante estos meses.
12 Sea al término del «tiempo después de Pentecostés» (en Occi­
dente), sea el día octavo de la fiesta de Pentecostés (en Oriente).
13 Literalmente, «hyperesencial» (Mt 6, 11). El sentido temporal,
generalmente retenido, «de cada día» [«de este día» según la versión
francesa del Padrenuestro (N.d.T.)], alcanza el sentido cualitativo de la
etimología en el misterio litúrgico.
182
LITURGIA FONTAL
tros, este mundo entra misteriosamente en la libertad de
los hijos de Dios por la que gime y espera ansiosamente.
Lejos de ser un día no laboral, es, por el contrario, aquel
en que «el Padre trabaja siempre» (Jn 5, 17) y nos hace
com partir intensamente su amor creador y salvador. Día
de descanso, sí; pero Descanso de Dios en que la Energía
no es agotam iento mortal, sino m anar de vida, alegría,
fiesta, Liturgia creadora.
«El perfecto, que está siempre ocupado en palabras,
acciones y pensamientos del Verbo de Dios, está siempre
en los días de este y todos los días son para él domingo»14.
Esta energía de resucitados, «lo único necesario», pode­
mos vivirla en todo momento. Esta será la maravilla de la
Liturgia vivida. Pero hay un último signo sacramental de
este tiempo nuevo que nos revela su significado: es la Ora­
ción de las Horas. Por ella, el misterio de la Liturgia cele­
brada el domingo penetra y transfigura el tiempo de cada
día. Pero, mientras en la Liturgia del Día del Señor todo
es dado, aquí todo es ofrecido; allí todo es Gracia, aquí
todo se convierte en alabanza de la gloria de su Gracia. El
Oficio de la Esposa es entonces divino: su única ocupa­
ción es amar. En este Oficio, todo nuestro ser participa en
la alabanza al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
Nuestro ser personal -cuerpo, alma, espíritu y corazón-
llega a ser oración en todas sus fibras, pero también nues­
tro ser en relación divina, porque es la Comunidad la que
ora, y, finalmente, nuestro ser en el tiempo, porque este
tiempo actual y mortal es transformado en ofrenda al ro­
cío del Espíritu. El Oficio es nuestra incorporación encar­
nada en la oración misma de Jesús. La oración del Verbo
hacia el Padre se derrama y toma cuerpo en nosotros, en
sinergia con el Espíritu Santo, en el impulso de la ala­
banza. El Oficio refleja la luz pura de la alabanza del Hijo
en los hijos de adopción.
14 Orígenes, Contra Celsum, 8.22 (PG 11, 1550).
183
JEAN CORBON
Se comprende que la Oración de las Horas esté entre­
tejida, principalmente, de la oración que fue la de Jesús
en su condición mortal: los Salmos. En este libro único
del Antiguo Testamento, toda la Economía de la salvación
se ha hecho oración, y he aquí que este Designio de amor
es cumplido en Jesús. Cuando la Iglesia ora, la Liturgia
que cumple este Designio de amor se expresa en los mis­
mos salmos. En ellos, el Espíritu vuelve a decir con la Es­
posa las maravillas de su Señor. Lo que se llama la himno-
logia de la Liturgia de las Horas es el pleno desarrollo de
los salmos de Cristo, como los salmos de la Nueva
Alianza. En la súplica litánica, la Iglesia expresa, pues,
hoy la intercesión que germinaba en los salmos.
Las lecturas bíblicas, en el corazón del Oficio, llevan a
término las promesas de los salmos. Ya no solo vamos al
encuentro del Verbo a través de la oración de la espera,
sino que, a la escucha de la Palabra de Dios, nos encon­
tram os con el Verbo en el silencio de la fe pura: no hay
nada que decir; se trata, sencilla y pobremente, de acoger.
Aquí, el encuentro ya no pasa por la oración de los hom­
bres, nuestros padres en la fe; la oración se adhiere inme­
diatamente a Aquel que es la fuente y el término de nues­
tra fe. Cuando el viento nos alcanza, ha atravesado los
m ontes y los valles, los m ares y las ciudades; lo mismo
pasa con el Aliento del Espíritu, que llega a nosotros car­
gado con el drama redentor de las generaciones pasadas.
Pero, finalmente, cuando nos toca, es para hacernos na­
cer inm ediatamente a la vida del Hijo y hacernos «ver el
Reino de Dios».
Por tanto, el Oficio es divino, la divina ocupación por
excelencia, la del Reino del Amor. Es esparcimiento según
el Espíritu, opuesto a las tensiones y las preocupaciones
según el mundo. Nos transfigura haciendo pasar «la fi­
gura de este mundo» (1 Co 7, 31) hasta su realidad de
Gracia. Nos recrea, en una verdadera recreación, llamán­
donos de nuevo y haciéndonos vivir la Vida a la que esta­
184
LITURGIA FONTAL
mos llamados: «esta es la Vida eterna: que te conozcan a
ti y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
Si bien la oración del corazón, absolutamente necesa­
ria, nos abre a todas las dimensiones del Amor en la histo­
ria de los hombres, el Oficio va más lejos, en cierto sen­
tido: supera las personas, las saca de sí m ism as para
unirlas en la Comunidad. Es entonces la Iglesia quien ora,
la Esposa del Señor de la historia, anim ada por el Espí­
ritu y ofrecida al Padre: «Aquí estoy, yo y los hijos que
Dios me dio» (Hb 2, 13). Es el Oficio del pueblo sacerdotal
en el Sacerdote único, «sumo sacerdote misericordioso y
fiel» (Hb 2, 17). «Ha hecho de nosotros un reino de sacer­
dotes para su Dios y Padre: ¡a él, pues, la gloria y el poder
por los siglos de los siglos!» (Ap 1, 16).

185
Capítulo XIV
EL ESPACIO SACRAMENTAL DE LA CELEBRACIÓN

Jesucristo es nuestro Tiempo nuevo y es a él al que ce­


lebramos en la noche de la fe hasta que todo sea consu­
mado en la luz del Día de su venida. Él es también nues­
tro Espacio de vida, nuestro «universo nuevo» (Ap 21, 5),
y en él celebramos los misterios de la fe hasta que todo
llegue a ser «nuevos cielos y nueva tierra», «morada de
Dios con los hombres» (Ap 21,1 ss). Desde ahora, él es el
lugar misterioso escondido en el Padre donde nosotros ce­
lebram os sacram entalm ente la Liturgia eterna. Pero
¿cómo este lugar es verdaderamente sacramental?, ¿cómo
el espacio de nuestro mundo puede ser portador del uni­
verso nuevo?
«Señor, ¿dónde moras?» (Jn 1, 38)
La Economía de la salvación, que nos revela la Biblia
y que se cumple en nuestras celebraciones, está atrave­
sada de principio a fin por la búsqueda de una morada.
La prim era creación está ya bajo este signo. La tierra es
habitable, porque Dios la ha preparado como m orada
para el hom bre al que ama, pero se vuelve hostil en
cuanto el miedo se instala en el corazón del hombre. Y es
en ella donde Dios busca al hombre: «¿Dónde estás?» (Gn
3, 9). He aquí la prim era fragilidad de esta morada: el
hom bre hace de ella un escondrijo para su egoísmo, en
187
JEAN CORBON
vez de abrirla al encuentro y a la acogida. Desde entonces,
inhóspita para el hombre que huye de su Dios, la tierra es
prisionera de una ambigüedad trágica: la fecundidad y la
muerte, el jardín y el desierto, la casa y el exilio. Se com­
prende, pues, la Promesa que m ana del corazón del Pa­
dre: será una tierra donde habitarán hijos que crean en su
amor. La ambigüedad deberá desaparecer, porque el hom­
bre no puede habitar la tierra de su Dios más que si su co­
razón es restaurado en la confianza.
«Vete a la tierra que yo te m ostraré», pero con una
condición: «Deja tu país y la casa de tu padre» (Gn 12, 1).
Cuando, después de siglos de camino, de éxodos y de exi­
lios, el Hijo mismo se hace hombre, él cumple la promesa
y la condición: sale del Padre y viene a este mundo, pero
para conducirnos y hacernos entrar en la casa del Padre
(Jn 13, 1 ss; 14, 1). Los dos primeros discípulos quizá pre­
sentían esto cuando a la pregunta de Jesús, llamada ve­
lada pero repleta de esperanza, «¿Qué buscáis?», ellos res­
ponden: «Maestro, ¿dónde moras?» (Jn 1, 38). Desde que
el Verbo se hizo carne, «habita entre nosotros» (Jn 1, 14);
desde que el corazón de su M adre fue habitado total­
mente por la fe, el Hijo fiel habita nuestra tierra. Enton­
ces, todo comienza a revivir. Esta tierra donde el hombre
se esconde, en el miedo y para la muerte, volverá a ser el
espacio donde es encontrado, en la confianza y para la
Vida.
Desde su concepción hasta su Ascensión, Jesús cum­
ple este misterio de la morada. Aquel que contiene el uni­
verso por su Palabra omnipotente está contenido, niño,
en el seno de su Madre. Aquel que formó a Adán de la tie­
rra es form ado de la tierra virgen de María. «El Verbo
creador del mundo encuentra refugio en una gruta»1. La
gruta, tipo de las primeras viviendas humanas, fue pronto
considerada por las Iglesias como símbolo del lugar del
1Koníakion de la vigilia de Navidad en la Liturgia bizantina.
188
LITURGIA FONTAL
nacimiento de Jesús. Pero allí donde el hombre se refu­
giaba de la muerte, ahora encuentra al Autor de su vida.
Esto es precisamente lo que descubrirán las mujeres por­
tadoras de aromas cuando Jesús sea puesto en la última
gruta del hombre: la tumba. «¿Por qué buscáis entre los
muertos al que está vivo?» (Le 24, 5). Ahora todo ha cam­
biado. Es un estallido del espacio, como el del tiempo: no
está ya cerrado en sí mismo, está liberado de la muerte, es
llenado por Aquel que contiene todo en su mismo Cuerpo.
Desde la tum ba vacía a las puertas cerradas de la habita­
ción alta, es el mismo misterio del universo nuevo el que
comienza a manifestarse: el no-lugar de Cristo resucitado
se convierte, por su victoria sobre la muerte, en el espacio
nuevo de nuestro universo. Desde entonces, su Ascensión
dilata el espacio de su Cuerpo incorruptible hasta que Él
sea Todo en todos y la nueva creación sea consum ada.
«Mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta la con­
sumación de los tiempos» (Mt 28, 20).
La Iglesia, Casa de Dios
La iglesia de piedra o de m adera donde entram os
para participar en la Liturgia eterna es, ciertamente, un
espacio de nuestro mundo, pero su novedad consiste en
ser un espacio que estalla por la Resurrección. No un es­
pacio platónicam ente sim bólico de un universo abs­
tracto, sino un espacio realm ente habitado por un
mundo liberado de la muerte. Es ahí donde celebramos
la Liturgia cumpliendo el Misterio del Cuerpo de Cristo.
Ahora bien, el lugar de la celebración es el lugar donde
se cumple la prom esa de la Morada. En su m aterialidad
sensible, es el lugar mismo donde Cristo cumple su pro­
mesa y la espera de los hombres: la Casa del Padre (Jn
14, 2) se nos abre en este espacio sacram ental. El se­
gundo Concilio de Nicea nos dice a propósito del Icono
de Cristo: «En el m ism o Cristo contem plam os, a un
189
JEAN CORBON
tiem po, lo indecible y lo representado»2. Y ¿qué es la
iglesia como espacio sacram ental, sino el Icono del
Cuerpo total3 de Cristo?
Lo hemos vislumbrado ya al contemplar la Ascensión
del Señor4 como celebración de la Liturgia eterna: rodean­
do la asamblea que celebra aquí y ahora, todos los actores
del M isterio están presentes. El espacio de la iglesia es
transfigurado; sus superficies, animadas por los iconos, se
abren más allá de sí mismas, hacia el espacio del Reino
que viene; sus piedras, donde se anuncian las maravillas
del Misterio de Cristo, se convierten en estas piedras vivas
de la nueva Jerusalén. Precisamente porque este espacio
es sacramental, la iglesia manifiesta la Iglesia.
Pero, bajo pena de caer en un simbolismo subjetivo,
está claro que este espacio sacramental no puede ser cap­
tado más que en la visión de fe. Ahora bien, esta visión
está centrada no solo en Cristo resucitado, bajo el signo
del Pantocrator o de la Cruz vivificante, sino en el signo
mismo de su no-lugar para la muerte: su tumba. El altar
es, en efecto, el punto de convergencia de todas las líneas
de este espacio. A partir de ahí, el espacio de la iglesia es
sacramental. El altar significa, en efecto, que el Cuerpo de
Cristo ya no está aquí o allá como un lugar mortal, sino
que ha resucitado y lo llena todo con su Presencia. Este
no-lugar para la muerte se convierte en el lugar donde se
cumple el sacrificio pascual. Por esto, la iglesia no es un
lugar sagrado en el sentido de las casas de culto construi­
das por las religiones en busca de la divinidad. El espacio
iconográfico de nuestras iglesias es un espacio abierto al
Señor que viene, un espacio en espera y repleto, un espa­
cio portador del mundo y atraído por el Reino, el lugar de
la Epíclesis del Espíritu Santo y de la transformación de
toda ofrenda en el Cuerpo de Cristo.
2 VI sesión (Mansi XIII 244 b).
3 San Agustín.
4 Cfr. el capítulo IV.
190
LITURGIA FONTAL
El espacio del Cuerpo de Cristo
Todo ser humano lleva en sí el sueño de una casa. Para
nuestro Dios, ya no es un sueño, sino una promesa y, en
Jesús, la realidad. Cuando construimos una iglesia, lleva­
mos en nosotros este deseo de una casa para él y para no­
sotros. Pero ¿pensamos suficientemente que se verifica
entonces para nosotros la profecía de Natán a David: «Es
el Señor quien te construirá una casa» (2 S 7)? Lo anun­
ciaba tam bién Jesús en su celo por la casa de su Padre:
«Destruid este templo y yo lo reconstruiré en tres días»
(Jn 2, 19). Este cambio total de gracia, este paso a una
morada donde todo estará vivo, es propiamente el estallar
del espacio que se realiza en la Resurrección de Jesús.
También en esto se cumple la promesa de la Morada.
En efecto, la casa ha sido sentida siempre por el hom ­
bre como la prolongación de su cuerpo, como el segundo
espacio de su persona después del vestido. La casa hum a­
niza el espacio, lo vuelve habitable, lo personaliza hasta el
punto de que la arquitectura de las primeras casas seguía
la del cuerpo humano. En Cristo, el Padre realiza esta ma­
ravilla más allá de toda espera: somos nosotros quienes
nos convertim os en su m orada tom ando form a del
Cuerpo de su Hijo. Esta configuración está visiblemente
significada en las iglesias cruciformes: cuando el pueblo
de Dios se reúne allí, toma la forma de Cristo crucificado
vencedor de la muerte; cuando el Río de Vida se derrama
en la nueva Jerusalén, suscita Árboles de Vida.
El espacio de una casa está a la espera de la presencia
de sus moradores y es signo de la cualidad de su presen­
cia. El espacio sacramental de una iglesia es portador de
una espera totalmente nueva. Más allá de la asamblea que
celebra, está abierto a todos los que no están allí y que ig­
noran aún que su verdadera m orada es el Cuerpo de
Cristo. Signo del Padre que espera y del Espíritu que
llama, este espacio lo es también de una Presencia que es
191
JEAN CORBON
Don gratuito, participación, alegría, paz. De nuevo, el al­
tar está en el centro como lugar de la Copa de la salvación
y de la acción de gracias, mesa del banquete de la caridad
divina. Por él, el espacio sacram ental está no solo cen­
trado, sino en movimiento, y este movimiento es el de la
Comunión trinitaria donde el Cuerpo de Cristo se dilata
en ofrenda y en alabanza de Gloria. La búsqueda de la
morada, que comenzó en el primer paraíso, culmina aquí
en el corazón de la Trinidad Santa: «Morad en mí, como
yo en vosotros... Morad en mi amor, como yo moro en el
am or del Padre» (Jn 15, 4.9.10).
Como todas las sinergias sacramentales, el espacio de
nuestras celebraciones está en condición escatológica: en
él, el Reino viene ya, pero nos es dado porque el Reino to­
davía no se ha consumado. «No tenemos en la tierra mo­
rada perm anente, sino que andamos en busca de la que
viene» (Hb 13, 14). El pueblo de Dios que se reúne en la
iglesia hace entonces una parada en su camino de éxodo;
la superficie que ocupa es aquella donde, como un pere­
grino, pone los pies, pero, en cuanto levanta los ojos, con­
templa a su Señor que viene, a la Santa Madre de Dios y a
la m ultitud de los testigos que cam inan con él. Los dos
planos de las visiones del Apocalipsis se reflejan así en el
espacio sacramental de la celebración litúrgica.
Finalm ente, este espacio es sacram ental porque es
mediador. Signo portador del universo nuevo que viene a
nosotros y nos atrae, expresa también nuestra respuesta,
nuestra cooperación de fe a la energía del Espíritu Santo.
En toda casa humana, el espacio es mediador de presen­
cia; allí, cada uno puede ser él mismo, escuchar y hablar,
ver a sus allegados y ser reconocido por ellos. En la casa
de Dios, es gracias a este espacio totalmente nuevo como
podemos, en comunión unos con otros, ser nosotros mis­
mos en la verdad del corazón, escuchar al Verbo salvador,
contem plarlo y ser acogidos por él. Este silencio donde
somos metidos forma parte del espacio sacramental de la
192
LITURGIA FONTAL
iglesia. Silencio del corazón, es nuestra respuesta a la Pa­
labra que nos transforma; silencio de los ojos, es nuestra
ofrenda a la luz que nos transfigura. Entonces, como el vi­
dente de Patmos y en una fe cada vez más purificada, po­
demos «volvernos para mirar a la voz que nos habla» (Ap
1, 12). Cristo resucitado, Verbo e Icono del Padre, se con­
vertirá cada vez más en nuestro universo nuevo. Podre­
mos abandonar la iglesia y su espacio sacramental, pero
no abandonarem os al Cordero que es nuestro templo en
el Espíritu. M orando en Él y Él en nosotros, no cesare­
mos, sin duda, de celebrar su Liturgia; podremos, de he­
cho, comenzar a vivirla.

193
III

LA LITURGIA VIVIDA

195
Si la Liturgia es el misterio del Río de Vida, que mana
del Padre y del Cordero, y si nos alcanza y arrastra
cuando la celebramos, es precisam ente para que toda
nuestra vida sea regada y fecundada por ella. La Liturgia
eterna, donde se consuma la Economía de nuestra salva­
ción, se cumple por medio de nosotros en las celebracio­
nes sacramentales, a fin de que se cumpla en nosotros, en
las más pequeñas fibras de nuestra persona y de nuestra
comunidad humana. Para convencernos de ello, es nece­
sario ver en qué se distingue la Liturgia celebrada de la
Liturgia vivida. Pero tenemos que ver también por qué la
Liturgia cristiana anula la separación, que existía en la
Antigua Alianza, entre culto y vida moral. Esta tom a de
conciencia nos conducirá a la unidad totalmente nueva,
entre la celebración y la vida en la Liturgia fontal.
Liturgia celebrada y Liturgia vivida
Cuando celebram os la Liturgia, participam os, de
modo intenso y único, en la plenitud de nuestra vida, en
su Señor adorable, en todos los hombres reencontrados
en la Comunión del Padre, en el mundo reconciliado y en
el tiempo liberado: vivimos en verdad, y lo que seremos
eternamente es ya manifestado y gustado en el Espíritu.
Cada uno de nosotros nunca es tan él mismo, nunca la
Iglesia es tan ella misma, el universo y la historia jamás
han sido tan llevados en la esperanza de la Gloria como
cuando se celebra la Liturgia. Pero estos son momentos
de plenitud y de gracia. Permanece el tiempo, en su dura­
197
JEAN CORBON
ción de gestación y de tensión. Es entonces cuando la Li­
turgia continúa, bajo la otra cara del tiempo, en la tribu­
lación y la angustia. Mientras el velo de la muerte parece
recubrir la lenta penetración de la Vida de Cristo resuci­
tado, nosotros entramos en la experiencia de la Liturgia
vivida. He aquí que nosotros nos encontramos en la espe­
sura de los últimos tiempos, allí donde todos los hombres
y todo el hom bre todavía no han pasado a la Vida inco­
rruptible.
Esta dialéctica del tiempo y de los momentos se vuelve
a encontrar en la cualidad del espacio donde se despliega
la Liturgia. Sacram ental en la celebración, este espacio
parece tan solo un simple ambiente en la vida cotidiana.
Los signos que m anifiestan la novedad cristiana descu­
bren esta distinción. En las celebraciones, son de tal ma­
nera sencillos y desnudos, que inmediatamente se vuelven
transparentes a la fe, mientras que, en la vida corriente,
todo es circunstancia y reclam a continuam ente ser dis­
cernido y transfigurado.
En los momentos de celebración, el don intenso del
Espíritu Santo nos hace vivir la Iglesia, la manifiesta, la
hace crecer y la transforma en el Cuerpo de Cristo. En el
tiempo de la vida, este don de Comunión no es menos in­
tenso y fiel, pero cada uno se encuentra ligado por otros
vínculos en la comunidad humana. Entonces, el misterio
de Comunión de Dios con los hombres ha de ser probado
con los hechos y por medio de nosotros: habiendo llegado
a ser Cuerpo de Cristo, ¿lo viviremos?
En la vida, las sinergias del Espíritu Santo y de la Igle­
sia parecen ser, más bien, las del Paráclito y de cada cris­
tiano, aunque, en el fondo, son siempre las del Cuerpo de
Cristo. En las celebraciones, estas sinergias eran sacra­
mentales, se desarrollaban pedagógicamente, como una
m istagogía en acción; en el resto de la existencia cris­
tiana, son imprevisibles y espontáneas, sin contorno pre­
ciso y fundidas la una en la otra. Ya no se puede distinguir
198
LITURGIA FONTAL
netamente cuándo el Espíritu nos revela a Jesús, cuándo
nos transform a en él y cuándo nos pone en Comunión
con él. Parecería incluso que de estas tres sinergias, tan
claras en la Eucaristía -la Liturgia de la Palabra, la Aná­
fora y la Comunión-, la existencia cristiana retuviese, so­
bre todo, la tercera. De hecho, si la celebración es el mo­
mento de la siembra, la vida es principalmente el tiempo
de la fructificación.
Nuestras celebraciones term inan habitualm ente con
una bendición, pero este final expresa, más bien, un en­
vío, una misión: ahora vivamos y comuniquemos a Aquel
que hemos recibido. La celebración nos ha vuelto a zam­
bullir en el foco del Ágape divino: a partir de él, de ahora
en adelante, nosotros tenemos que ejercer nuestros múlti­
ples dones y carismas para el bien de todos. Si el Señor de
Gloria nos ha transfigurado, ahora hemos de irradiarlo en
la kénosis. Conformados con su Cuerpo crucificado, el vi­
gor de su Espíritu debe manifestar en nuestra carne m or­
tal el poder de su Resurrección.
La Liturgia, más allá del culto y de la vida moral
Pero ¿por qué no es siempre así? ¿Por qué este hiato
entre la maravilla de nuestra celebración y la m ediocri­
dad de una vida tan poco cristiana? Podemos siem pre
asom brarnos de ser pecadores, pero esta m iseria es,
quizá, menos la causa que el efecto de la separación que
mantenemos entre la celebración y la vida. Deberíamos,
más bien, preguntamos si no estamos todavía bajo el régi­
men de la Ley antigua, la de la letra que justam ente no
puede dar la Vida (2 Co 3,6).
El tiem po de las prom esas es amplio, pero es el
tiempo de la preevangelización. Cuando el Espíritu Santo
prefigura a Cristo en los acontecimientos salvíficos, tiene,
sobre todo, el objetivo de preparar los corazones para
acogerlo. La pedagogía del Espíritu es existencial. Ante
199
JEAN CORBON
las acciones de Dios, él llama al hombre a abrir su cora­
zón y tom ar postura. En la Antigua Alianza, esta pedago­
gía se desarrollaba a dos niveles, distintos y separados: el
culto y la vida moral.
En prim er lugar, el culto. Frente al acontecim iento
donde Dios habla, el culto enseña al hombre a escuchar y
a recordar. Los gestos salvíficos del Dios vivo fundan esta
memoria del corazón y a ellos se refieren las acciones ri­
tuales. El culto adquiere valor de testimonio, de memorial
incluso. El corazón que recuerda se convierte entonces en
un corazón que adora y que da gracias: «¡porque es eterno
su Amor!».
Pero este testim onio debe ser guardado y pasar a la
vida moral. Los acontecimientos salvíficos, fundadores de
la memoria del corazón y del memorial cultual, son tam ­
bién guías para la acción. Todo el Deuteronomio es esta
llamada al corazón para que guarde la Palabra y la ponga
en práctica. A la fidelidad del Dios salvador debe respon­
der la fidelidad del creyente. Es por este camino como se
han realizado las promesas en la Alianza.
Sin embargo, el tiempo de las promesas es solo preli-
túrgico. Los acontecimientos salvíficos, como los de este
mundo, suceden una vez, y luego pertenecen al pasado.
Es cierto que el corazón que guarda la Palabra los re­
cuerda en las acciones rituales, pero permanecen como
acontecimientos pasados. El corazón fiel que observa la
Ley tam bién se acuerda de ellos, pero se refiere a ellos
como a un modelo heterónomo. Es muy im portante ser
conscientes de este doble hiato de muerte que hiere toda­
vía la religión de la Antigua Alianza: su culto no contiene
en sí mismo los acontecim ientos salvíficos, solo los re­
cuerda; su moral intenta conformarse con ellos, pero no
procede de ellos como de una fuente actual.
Las primeras alianzas conocen un culto -sacrificial y
sinagogal- pero ignoran la Liturgia. Su culto expresa una
respuesta religiosa del hombre. De ahí el peso de los ele­
200
LITURGIA FONTAL
m entos culturales en los sacrificios del Templo; de ahí
también las repeticiones cíclicas del culto. El autor de la
carta a los Hebreos insiste en estos síntomas de m uerte
que hacen al Templo, al sacerdocio y a los sacrificios leví-
ticos irrem ediablem ente im potentes para dar la Vida.
Cierto, la Ley mosaica es pedagógica al desarrollar, por
una parte, los ritos cultuales y, por otra, la religión del co­
razón, y al exigir cada vez más su conformidad recíproca.
Pero se está todavía bajo el régimen precristiano de la ac­
titud moral en relación con su expresión cultual. Aquí el
significado, allí el significante. Moralismo y ritualism o
van a la par y en exterioridad. El hom bre no está inte­
grado. El encuentro en profundidad del Don y de la Aco­
gida está aún por llegar.
De Moisés a Jesús, la dicotomía entre la acción ritual
del culto y la fidelidad moral a la Ley era inevitable. Solo
cuando «la Gracia y la Verdad» (Jn 1,17) son dadas por el
Hijo único, esta exterioridad queda abolida. Ya no hay
para nosotros funciones rituales junto a un culto interior,
sino una unidad totalmente nueva (Jr 31, 31-34). El cris­
tiano ya no está dividido entre dos ocupaciones relativas a
su Dios, ora acciones sagradas ora acciones profanas, aun
cuando unas y otras reclam en estar inspiradas en el
mismo amor. «Todo eso no era más que som bra de las
realidades venideras, pero la Realidad es el Cuerpo de
Cristo» (Col 2, 17). La Nueva Alianza nos introduce más
allá de la separación entre culto y vida moral. Este más
allá es la Liturgia «en Espíritu y en Verdad» (Jn 4, 24).
El único Misterio de la Liturgia
Celebrada en ciertos momentos, pero para ser vivida
de continuo, la Liturgia es el único Misterio de Cristo que
da la Vida a los hombres. Cuando se celebra, la Liturgia
no nos ofrece un modelo que la vida debería luego imitar;
recaeríamos entonces en la exterioridad que separa el ri­
201
JEAN CORBON
tual sagrado de la conducta moral. El mismo Cristo que
celebramos es el que vivimos; aquí y allá es siempre su
Misterio. Lo mismo que sus sacramentos son sus miste­
rios, así también su Vida en nosotros o es mística o no es.
Su Espíritu Santo es la misma Fuente de la que bebemos
en la celebración sacramental y que mana en nuestros co­
razones para la Vida eterna. Pero sin celebración no hay
vida posible; si no somos invadidos por el Río de Vida,
¿cómo podremos dar los frutos del Espíritu?
El gran don del Señor resucitado es nuestra Fuente y
nuestra Vida. La continuidad profunda de su Energía se
manifiesta desde nuestro Bautismo y nuestra Crismación;
injertados en Cristo y penetrados por el sello personal de
su Espíritu, podemos celebrar y vivir todo el Misterio de
Vida que el Padre nos entrega en abundancia. Cuando so­
mos reconciliados por el don renovado del Espíritu, remi­
sión personal de nuestro pecado, podemos cumplir la Co­
m unión eucarística y derram arla a continuación en la
com unidad de los hombres. La Epíclesis del Cuerpo de
Cristo, de la cual los ministros ordenados son los servido­
res, es comunicada entonces a todos los miembros según
el carisma de su sacerdocio real. La Epíclesis en la vida de
los cristianos y sobre el m undo, esta es la fuente cons­
tante de la Liturgia vivida; entonces, el Espíritu, que es
nuestra Vida, nos hace también actuar (Ga 5, 35).
De este modo, la Liturgia eterna penetra nuestro
m undo, por la kénosis de los miem bros sufrientes de
Cristo, como levadura de inmortalidad que hace subir los
últim os tiem pos hacia su Consumación. La Gloria de
Cristo en Ascensión no atraviesa nuestro tiempo inter­
mitentemente, sino que lo penetra sin cesar con su poder
de transfiguración. Así es como la maravilla que hemos
celebrado se convierte en Vida para todos los hombres. Si
la celebración nos enseña a vivir este Misterio, nuestra
vida se enraíza y alcanza su plenitud en la celebración.
Cuando venga por fin el Reino, la celebración del Misterio
202
LITURGIA FONTAL
y su vida coincidirán para siempre. Entonces, vivir el Mis­
terio será celebrarlo, ya que tam bién desde ahora cele­
brarlo significa entrar en «el Día de luz, largo, eterno» de
la Vida.

203
Capítulo XV
LA ORACIÓN, LITURGIA DEL CORAZÓN

El lugar del corazón


La efusión del m isterio de la Liturgia en la vida co­
mienza en la oración. El punto donde el Río de Vida se
convierte en Fuente en la existencia del hombre es su co­
razón. Es a partir de la oración del corazón como la Litur­
gia se hace vida. Aquí está el umbral personal que hay que
cruzar y donde todo se decide, pero he aquí tam bién la
prim era llamada a la que nos resulta duro responder. Si
eludimos responder, nuestras celebraciones se volverán a
convertir en ritos y la Liturgia perm anecerá extraña a
nuestra vida. Pero, si nos determinamos a orar, humilde­
mente y abiertos al Espíritu Santo, entonces todo nuestro
ser descenderá al corazón y quedará recogido en su
Fuente. Para nosotros, existencialmente, todo el movi­
miento de la Liturgia, vivida y celebrada, parte de aquí.
Se ora como se vive y se vive como se ama; todo de­
pende del lugar en que estemos habitualmente anclados y
en tom o al cual todo adquiere su sentido: el yo biológico
o el yo social, el cerebral o el ideal, el superego o el
sueño... En todas estas m oradas periféricas, el hom bre
está de visita, no está en su morada, no se ha encontrado
todavía. Solo en el corazón somos nosotros mismos y solo
ahí es donde llegamos a serlo. El corazón es el lugar del
encuentro auténtico consigo mismo, con los demás, pero,
205
JEAN CORBON
sobre todo, con el Dios vivo. No de modo estático, como un
vacío a llenar -esta es la ilusión de otras moradas-, sino vi­
talmente, como el reclamo de una presencia y como una
respuesta creadora. El corazón es el lugar de la decisión, el
momento personal del sí o del no. Es nuestra persona en su
punto de origen, en su misterio irreductible, en su libertad
inviolable. No podemos objetivarlo porque, en el momento
mismo en que lo escrutamos, es ya él quien elige; él está an­
tes y, en la conciencia que tenemos de él, es inaprensible. El
es hacia otra presencia y se consume en la muerte mientras
se sacie de objetos. En el fondo, es el hombre, Imagen de la
Comunión trinitaria, y en busca de la Semejanza, es decir,
de esta Comunión divina. Solo esta Presencia puede ser la
vida del hombre, ya que es la única que colma el corazón
ahondando su deseo, que no lo engaña saciándolo, sino
que lo dilata atrayéndolo.
«¿Dónde moras?» (Jn 1, 38). El Señor no puede ser ha­
llado más que allí donde el hombre consiente en ser en­
contrado. Cuando nos decidimos a cruzar el um bral de
nuestro corazón, en él descubrimos el lugar donde mana
la Fuente: «¡En verdad, Él Está en este lugar y yo no lo sa­
bía!» (Gn 28, 16). Presencia con presencia, esta hospitali­
dad misteriosa es la aurora de la oración después de nues­
tras largas noches de evasión o de somnolencia. Porque es
el corazón el que ora, no nuestras estructuras, ni siquiera
psicológicas, ni nuestros determinismos ni nuestros con­
dicionamientos; todo esto, sin duda, forma parte de nues­
tro espacio, pero cam biar nuestros escenarios no susti­
tuirá nunca la novedad del encuentro, este acontece solo
cuando el corazón se vuelve hacia Aquel que Es... y es en­
tonces cuando Él viene.
Entrar en el Nombre del Santo Señor Jesús
El movimiento de la oración es el movimiento mismo
de la Liturgia vivido pobre pero profundamente en el co­
206
LITURGIA FONTAL
razón. No se puede definir la oración cristiana, porque no
se puede definir el Misterio de Cristo que ella acoge y as­
pira. Su impulso se sitúa entre dos no-saber: antes que el
Espíritu Santo nos tome, «nosotros no sabem os cómo
orar» (Rm 8, 26); pero después que nos haya hecho entrar
en la oración de Jesús, nosotros no sabremos que oramos:
simplemente oraremos. Mientras la celebración de la Li­
turgia puede ser descrita en razón de sus signos sacra­
m entales, la Liturgia del corazón es tan indescriptible
como el Misterio que ella vive. Aquí, los signos se desva­
necen; permanece solo la raíz que los sostenía -la fe-, en
la esperanza que ellos prometían -el amor-. El Misterio,
«envuelto en silencio durante siglos eternos», se dilata así
siempre en el corazón que cree y espera: en él se convierte
en «amor silencioso»1.
El Espíritu Santo es el pedagogo de nuestra oración
como es el mistagogo de nuestras celebraciones. Es indis­
pensable empezar por él y con él; si no, nos perdemos en
paraliturgias estériles, fuera del corazón. También aquí
todo com ienza con la Liturgia de la Palabra, no la de
nuestra palabrería, sino la del Verbo hecho carne nuestra.
El comienzo de las celebraciones sacramentales expresa
este Advenimiento de la Palabra del Padre en nuestra hu­
manidad: el Evangelio, es decir, Cristo, entra en la comu­
nidad que le celebra. En la Liturgia del corazón, el Espí­
ritu Santo intenta continuam ente, «de principio en
principio», hacer entrar a Cristo resucitado en el corazón
que despierta a la oración. Su Energía tan simple nos en­
seña a hablar, im prim iendo en nuestro «corazón de
carne» la única Palabra en que todo está expresado:
JESÚS. En verdad, no es solo Él quien viene a nosotros,
sino, sobre todo, somos nosotros quienes entramos en Él.
La oración a Jesús es nuestra verdadera entrada en la
liturgia del corazón, porque, invocando a «Jesús», «bajo
1 San Juan de la Cruz.
207
JEAN CORBON
la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3), entramos en el
misterio de su santo Nombre. ¿Acaso no es así como él
mismo nos enseña a entrar en oración: «¡Santificado sea
tu Nombre!»? El único Nombre divino que de verdad pue­
den pronunciar nuestros labios y nuestros corazones es el
de Jesús. Todos los demás, incluso el de «Padre», son
analogías y símbolos, que siempre hay que purificar. Solo
el de Jesús es verdadero, en plenitud, y es el que confiere
su significado a todos los demás, sobre todo, al de Padre.
Cuando invocamos a «Jesús», nuestros corazones se
abren al único Nombre que no es una palabra separada
de la persona que expresa, sino que contiene la Presencia
que reclama. Es el único que no es poseído al ser pronun­
ciado, porque abre el corazón atrayéndolo hacia El.
Invocar el Nombre de Jesús no es un método opcional,
como las técnicas de oración en todas las religiones, ni
una variedad ritual, como en las diversas liturgias de las
Iglesias, sino que es el movimiento primero del Espíritu
en el corazón de la Esposa: toda su misión se cumple en
Jesús, y, si entramos en el Nombre del Señor, estamos en
el único camino que conduce al Padre. Entrar en el Nom­
bre del Santo Señor Jesús es mucho más que el estremeci­
miento de Moisés al quitarse las sandalias y acercarse a la
Zarza ardiente: es ser sumergido en su Misterio, vivir en
cada respiración nuestro Bautismo en El, ofrecerle todos
los recovecos de nuestra hum anidad que él asume y ser
invadidos de su divinidad que Él nos entrega. Cuando el
corazón invoca a «Jesús», el Verbo cumple en él su encar­
nación y lo deifica, porque Jesús es el Hijo amado que se
hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios. En
Él, todo es dado por el Padre y todo es ofrecido por el
hombre. Porque Aquel en quien entramos, en el silencio
am ante del corazón, es Jesús resucitado, Icono del Dios
invisible, que nos une entonces a su Cuerpo de Gloria.
Nuestra oración está centrada en su Humanidad adora­
ble. Es por su Carne glorificada como se sumerge en el
208
LITURGIA FONTAL
seno del Padre. No puede ser más que Jesús, el Verbo en­
carnado; si no, es palabra vacía y recae en la muerte.
El altar del corazón
El Nombre de Jesús es el espacio nuevo de la Liturgia
de la oración. En la celebración de la Liturgia hemos visto
la im portancia del altar como centro del espacio sacra­
mental y de su movimiento. Pasa lo mismo con el corazón
en el espacio de la oración: está en el centro y de él parte
todo el movimiento del Misterio. La oración cristiana no
se debe buscar en el vacío mental2, ya que su espacio mis­
terioso es Cristo resucitado. Entonces, toda la ascesis que
acompaña a la oración está centrada. No consiste en ha­
cer desaparecer las personas y las cosas, sino en purificar
la relación del corazón con todo lo que existe, a fin de que
el corazón esté allí donde está su tesoro: su Señor. La
cuestión determinante de la oración no es su espacio, lo­
cal o mental, sino la Presencia que lo habita. Ahora bien,
esta presencia está en el corazón como sobre el altar, allí
donde el Espíritu Santo deposita y graba el Evangelio
eterno: Jesús.
Es, en efecto, en el altar del corazón donde se celebra
esta liturgia de fe pura. Aquí está la tum ba hacia donde
nos im pulsa nuestro recuerdo nostálgico del Señor y
donde el Espíritu nos revela que Él ha resucitado. Aquí
está la tum ba donde la oración deposita el Cuerpo siem­
pre sufriente de Cristo, en la certeza de que el Autor de la
Vida lo resucitará. Aquí está la tum ba donde el Viviente
desciende a nuestros infiernos para sacarnos de nuestra
muerte. Porque las noches de nuestras oraciones son ver­
daderamente el descenso de la Luz a las profundidades de
2 Son conocidas las enérgicas advertencias de santa Teresa de Jesús
a este propósito. La tradición espiritual de las Iglesias, de Oriente y de
Occidente, es ajena a las técnicas que buscan el vacío mental. Una tera­
pia, del tipo que sea, no es todavía un camino de oración.
209
JEAN CORBON
nuestras tinieblas. Sepultados de una vez para siempre
con Cristo, no cesamos en la oración del corazón de vivir
este enterram iento del que surgimos cada vez más uno
con Él y vivos para el Padre.
Durante el Sábado Santo, el Cuerpo del Hijo de Dios
reposaba en la tierra; ya había vencido a la muerte, pero
todavía no se había m anifestado como Resucitado. Lo
mismo la oración del corazón. Escondida en el silencio de
los últimos tiempos, destruye la muerte en sus profundi­
dades, aunque todavía no estalla en la alabanza de la Glo­
ria. Configurada así con su Señor, el alma que ora se con­
vierte en esa «alma eclesial» de la que habla Orígenes.
Como las portadoras de aromas, aprende del Espíritu la
creatividad de la ternura divina. La más bella diaconía de
la Iglesia en favor del mundo es ir a la tumba y permane­
cer en el altar del corazón, no ya para em balsam ar el
Cuerpo de Jesús, sino para curar a los muertos que pue­
blan la tierra, ofreciéndoles desde ahora la esperanza y la
prenda de la Resurrección. El «amor silencioso» de la
oración a Jesús se dilata entonces en su espacio verda­
dero: dar la Vida a los miembros heridos por la muerte,
ser en su Cuerpo el lugar desde donde se derrama el amor.
Cuando oramos así en el Espíritu, el Nombre de Jesús «se
expande» (Ct 1, 3) por su Cuerpo crucificado. Somos en­
tonces la Iglesia en su misterio más escondido y, sin em­
bargo, más vivificante: estamos en el corazón de la kéno­
sis del Espíritu y de la Esposa.
La Epíclesis del corazón
En las celebraciones sacramentales, la sinergia deci­
siva del Espíritu y de la Iglesia se vive en el momento de
la Epíclesis. Momento de la máxima densidad del silencio
de la Iglesia y de la fuerza del Espíritu, la Epíclesis es ora­
ción pura y poder soberano: a la ofrenda de fe, la más po­
bre, responde el Don virginal del Espíritu Santo, y así es
210
LITURGIA FONTAL
como todo resucita en el Cuerpo de Cristo. La liturgia del
corazón actualiza continuamente en la vida esta maravi­
lla de Dios realizada en la celebración. En ella es donde
primero y más intensamente se vive el sacerdocio real de
los bautizados. El Sello del don del Espíritu Santo, reci­
bido de una vez para siempre en la Crismación, hace en­
tonces de nosotros los sacerdotes de la Nueva Alianza. En
el altar de nuestro corazón podemos ofrecer todo -y si
ofrecemos poco es porque aún somos hombres y mujeres
«de poca fe»-, pero el Espíritu no transform ará más que
lo que nosotros le ofrezcamos. Tal es la misteriosa siner­
gia de la oración: ¡cuanto más entregada está nuestra vo­
luntad a la del Padre, más hace el Padre nuestra voluntad!
Tal es la oración de los santos, porque, desde que asumió
nuestra voluntad humana, tal es la oración del Santo Se­
ñor Jesús. Es en la epíclesis del corazón donde se decide
toda la santidad cristiana en su fuente: la ofrenda pobre,
confiada y decidida del pecador, que renuncia a la propia
voluntad poniéndola entre las manos del Padre, atrae el
Don sobreabundante del Amor que se derrama en el cora­
zón. Y, cuanto más limpio está el corazón de todo apego,
tanto más es colm ado por el Espíritu; cuanto m ás hu­
milde y confiado es el silencio, tanto más lo dilata el
Nombre de Jesús con su presencia.
Es esta Santidad la que tem em os cuando nuestro
hombre viejo rehúye la oración. Abandonando el altar del
corazón, pretendemos compensar nuestro sacerdocio real
trabajando sobre las estructuras de este mundo, ¡como si
unas estructuras pudieran hacer venir el Reino! Esta ten­
tación fundamental nos revela de nuevo el misterio de la
oración: lo que tememos, en efecto, es afrontar en ella la
m uerte cara a cara. El dram a de la m uerte, lo hem os
visto, está en el fondo del misterio de la Epíclesis. Ahora
bien, cuando el corazón se decide a orar, entra en la kéno­
sis del Espíritu y de la Esposa, participa en la Epíclesis de
la Iglesia y se coloca en prim era línea del com bate, del
211
JEAN CORBON
gran combate pascual. Orar es un combate donde el Espí­
ritu nos fortalece al combatir: nos despoja de nuestras ar­
mas irrisorias, como al pequeño David, para revestirnos
de la arm adura del Hijo de David, las arm as de la Cruz.
En la oración, no se trata ya de la celebración festiva de la
Eucaristía; todos los signos han desaparecido, y es en lo
más profundo de la noche donde el amor silencioso sale
vencedor de la muerte. No solo de la muerte de aquel que
ora, sino, ya que participa del m om ento decisivo de la
Epíclesis, de la de todos los que yacen en las tinieblas del
pecado. Tal es la oración de los santos que perm ite al
mundo sobrevivir en la esperanza. Así es como el Señor
viene por la paciencia de sus santos.
El altar de la Comunión
Si el corazón persevera, cueste lo que cueste, en la in­
vocación de su Señor Jesús, conocerá el bautismo de lá­
grimas, que lo purifica de su pecado; conocerá entonces
el bautismo de fuego, el del Amor donde el Espíritu lo su­
merge en la Epíclesis de la fe. El Espíritu Santo habrá de
tal m anera fundido la voluntad rebelde en la del Padre,
que la oración a Jesús se habrá convertido en la oración
de Jesús mismo. Ahora bien, esta oración incesante de Je­
sús no es otra cosa que la Liturgia eterna, celebrada por él
de ahora en adelante ante el Rostro del Padre. El mismo
Espíritu que nos enseñaba a respirar el Nombre de Jesús
puede entonces, en la oración misma de Jesús, abrim os a
la adoración admirada: «¡Abbá, Padre!». Cuando la Litur­
gia fontal m ana en el corazón, alcanza su plenitud en la
«adoración en Espíritu y en Verdad» (Jn 4, 14 y 24). Y la
Epíclesis del corazón se dilata en epíclesis sobre el
m undo, que no es otra cosa sino participar en el gran
«trabajo» (Jn 5, 17) de Cristo en su Ascensión: derramar
el E spíritu Santo en el corazón de los hom bres para
atraerlos a él.
212
LITURGIA FONTAL
El corazón que ora encuentra, en efecto, en el aconte­
cimiento continuo de la Ascensión, su espacio verdadero.
Pero, si somos leales con nosotros mismos, sabemos per­
fectamente que el espacio consciente de nuestro corazón
no lo hallamos así. Pero, si nos detenemos ahí, esto quiere
decir que aún no hemos comprendido la maravilla de la
H um anidad de Jesús que, justam ente, está tejida de la
nuestra y de la de todos los hombres. Cuando nuestro ho­
rizonte interior, inseparable, por otra parte, de los demás,
está en la tristeza, ¿por qué desconocer este vínculo de
carne mortal que nos une a tantos otros seres hum anos
sin esperanza y sin amor? Esta fibra de nuestra hum ani­
dad ya no es nuestra, sino de Aquel que la asume, el que
ha muerto y resucitado por nosotros. Y esto vale para las
más pequeñas nubes y para las maravillas de luz que
constituyen nuestro mundo. En la liturgia del corazón, el
espacio de la oración no estará ya nunca cerrado, reple­
gado sobre sí, sino abierto, desplegado, en comunión con
una multitud, arrastrado al espacio sin horizonte del Se­
ñor de nuestras vidas.
Sí, porque el altar del corazón es, finalmente, la mesa
de la Cena, donde la Comunión de la Trinidad Santa se
nos da continuamente en el Cuerpo de Cristo, pero a fin
de que nosotros la compartamos. Lugar del encuentro del
hambre de los hom bres y del deseo de Dios, el corazón
que ora participa en la espera de los pobres y en la sobre­
abundancia de los dones del Padre. Es la mesa del ban­
quete del Ágape, no tanto por el carácter festivo de la cena
eucarística cuanto por la dolorosa esperanza de quienes
todavía no participan en él. A nadie se le deja fuera, gra­
cias a la oración de los santos. Porque lo que celebra la
oración, en la fe pura y en el am or silencioso, es la pro­
fundidad escondida de la Comunión eucarística: ella su­
merge en la espesura de los últimos tiempos para llamar
al banquete de la Sabiduría a los hombres insensatos que
se alejan de él.
213
JEAN CORBON
Aquí está el verdadero ayuno de aquel que consiente
en perseverar en la oración: sentarse a la mesa de los pe­
cadores hambrientos. La oración desposa entonces el de­
seo del Hijo am ado que ha venido a com partir la cena
pascual donde Él se ofrece a sí mismo. Pero ¿quién podrá
jam ás cantar la alegría del Espíritu Santo, el gran Hallel
de este banquete m isterioso? Porque, cuanto m ás con­
siente un corazón en orar así, tanto más el Espíritu Santo
se une a él en la kénosis de amor. La liturgia de la oración
tanto m ás es fuente de vida para una m ultitud cuanto
más entregado está el corazón al Espíritu en la paz, esta
paz que es el poder de la Resurrección en lo más pro­
fundo de la muerte. El corazón que ora así será cada vez
más arrastrado por su Señor en su Ascensión vivificante;
pero ¿podrá ir tan lejos, puesto que, habiendo llegado a
los confines de la muerte, el Espíritu lo llevó «hasta el ex­
tremo del amor» (Jn 13, 1)?

214
Capítulo XVI
LA DEIFICACIÓN DEL HOMBRE

Si por la oración consentimos en ser invadidos por el


Río de Vida, todo nuestro ser será transformado por en­
tero, nos convertiremos en árboles de Vida y podremos
dar cada vez más el fruto del Espíritu: am ar con el Amor
mismo que es nuestro Dios. Tenemos que insistir sin ce­
sar en este consentim iento radical, en esta determ ina­
ción del corazón en que nuestra voluntad se entrega in­
condicionalmente a la Energía del Espíritu Santo; de no
ser así, caerem os en la ilusión del saber o del discurso
sobre Dios y perm anecerem os en la exterioridad, en la
fractura, en la muerte. Pero esta ofrenda de nuestro co­
razón pecador, siendo constantem ente renovada, no ha
de llevarnos a im aginar la Nueva Alianza con Jesús
como un simple encuentro personal. La Com unión en
que el E spíritu nos introduce no se lim ita a un cara a
cara entre la Persona de Cristo y la nuestra ni a una con­
form idad exterior de nuestra voluntad con la suya. La
Liturgia vivida com ienza, ciertam ente, con esta unión
moral, pero va mucho más lejos. El Espíritu Santo es la
Unción y trata de transform arnos en Cristo según lo que
somos integralm ente: cuerpo, alma, espíritu, corazón,
carne, en relación a los otros y al m undo. Para que el
am or llegue a ser nuestra vida, no basta con que nos al­
cance en nuestro origen personal, debe im pregnar toda
nuestra naturaleza.
215
JEAN CORBON
Este poder transformante del Río de Vida que penetra
a todo el hombre, persona y naturaleza, la tradición indi­
visa de las Iglesias lo llama con una palabra maravillosa
que resume el misterio de la liturgia vivida: la deificación,
la theosis. Por medio del Bautismo y del Sello del don del
Espíritu Santo, hemos sido hechos «partícipes de la natu­
raleza divina» (2 P 1,4). En la liturgia del corazón mana
la fuente de esta deificación: el Espíritu Santo y nuestra
persona confluyen en un solo origen. Pero ¿cómo esta si­
nergia m isteriosa irriga toda nuestra naturaleza, desde
sus más pequeños recovecos a sus conductas más m ani­
fiestas? Es todo el dram a de la deificación, en que se cum­
ple para cada cristiano el misterio de la liturgia vivida1.
El Misterio de Jesús
Entrar en el Nombre del Santo Señor Jesús no es sola­
mente contemplarlo de cuando en cuando o hacer nues­
tras de m anera interm itente su pasión por el Padre y su
com pasión por los hombres, sino es tam bién participar
asiduamente y cada vez más en su Humanidad, en la cual
él ha asumido la nuestra. «Revestirse de Cristo» ha sido el
acontecimiento de nuestro Bautismo, a fin de que se con­
vierta en el acontecimiento que teje toda nuestra vida. El
Hijo amado nos ha unido a él en su Cuerpo, y cuanto más
conforma nuestra hum anidad con la suya, tanto más nos
hace com partir su divinidad. La Humanidad de Jesús es
nueva porque es santa. Desde su condición m ortal, ella
participaba en las Energías divinas del Verbo, sin ninguna
confusión, pero en una sinergia insondable donde coope­
raban su voluntad y sus conductas humanas. Jesús no es
un hombre divinizado: es el Verbo de Dios realmente en­
camado.

1 Cfr. la nota 1 del capítulo VIII [N.d.T.].


216
LITURGIA FONTAL
Esto quiere decir que no tenemos que copiar, de lejos
y desde el exterior, los comportamientos de Jesús referi­
dos en el Evangelio, a fin de divinizam os y llegar a ser
«como Dios»; esta es la tentación original siempre pre­
sente. Por el contrario, es Jesús quien viene a deificar esta
naturaleza hum ana que él ha unido a sí de una vez para
siempre. Sus Energías, divino-humanas, son desde su Re­
surrección las de su Espíritu Santo, que suscita y reclama
nuestra respuesta; nuestra hum anidad participa en la
vida de la santa Humanidad de Cristo en la medida de la
sinergia del Espíritu y de nuestro corazón. E ntrar en el
Nombre de Jesús, Hijo de Dios, Señor, es así ser atraído
hacia Él, desde las profundidades de nuestro ser, con la
misma atracción con que él ha asumido su Hum anidad
encarnándose y viviendo nuestra condición hum ana
hasta la muerte. No hay en esto ninguna pseudom ística
pancrística, ya que la persona hum ana sigue siendo ella
misma, criatura y libre, frente a su Señor y Dios; y no hay
tampoco moralismo alguno, otro error que tam bién nos
acecha, puesto que la naturaleza hum ana participa real­
mente en la divinidad de su Salvador.
«El hom bre se hace Dios en tanto en cuanto Dios se
hace hombre», nos dice san Máximo el Confesor2. La san­
tidad cristiana es deificación porque participam os, en
nuestra hum anidad concreta, de la divinidad del Verbo
que ha desposado nuestra carne. La «naturaleza divina»
de que nos habla san Pedro (2 P 1, 4) no es una abstrac­
ción ni un modelo, es la vida misma del Padre com uni­
cada eternamente a su Hijo y a su Espíritu Santo. El Pa­
dre es su fuente, y es el Hijo quien la derrama en nosotros
al hacerse hombre. Nosotros nos hacemos Dios estando
cada vez más unidos a la Humanidad de Jesús. Por eso, la
única cuestión para nosotros es esta: ¿cómo el Hijo de
Dios ha vivido como hombre en nuestra condición m or­
2 PG 91, 101c.
217
JEAN CORBON
tal, dado que, por el camino de su Humanidad, la nuestra
se revestirá de su Divinidad? El Evangelio ha sido escrito
precisamente para revelamos «los sentimientos que están
en Cristo Jesús» (Flp 2, 5)3, y el Espíritu Santo trata de de­
rramarlos en nuestros corazones.
Según la espiritualidad de su Iglesia y los dones parti­
culares del Espíritu Santo, cada bautizado vive más inten­
samente tal o cual de los «sentimientos de Cristo Jesús»,
pero, en todos los cristianos, el misterio de la deificación
es fundam entalm ente idéntico. Su hum anidad ya no les
pertenece, en el sentido posesivo y m ortal del término;
pertenece a Aquel que ha muerto y resucitado por ellos.
Con toda verdad, todo lo que hace mi naturaleza, sus po­
deres de vida y de muerte, sus dones y sus adquisiciones,
sus límites y su pecado, todo eso no es ya «mío», sino «de
Aquel que me amó y se entregó por mí». Este traspaso de
pertenencia no es ni ideal ni moral, es realista y místico.
Esta identificación de Jesús con la hum anidad de cada
persona hum ana va muy lejos en la relación nueva que él
instaura con el otro, como veremos más adelante; pero
cuando es acogida y consentida, cuando nuestra voluntad
rebelde se entrega al Espíritu, es entonces cuando la deifi­
cación actúa. Estaba herido por el pecado y era radical­
mente incapaz de amar, pero he aquí que el Amor ha sido
introducido de nuevo en mi naturaleza: «Ya no soy yo
quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
El realismo de la Liturgia del corazón
El realismo místico de nuestra deificación es el fruto
del realism o sacram ental de la Liturgia. A la inversa, el
m oralism o evangélico, con el que tan frecuentem ente
confundimos la vida según el Espíritu, es el resultado ine­
3 Sentimientos, no en el sentido emotivo, sino las actitudes del co­
razón que inspiran los comportamientos: las costumbres divinas vividas
humanamente.
218
LITURGIA FONTAL
vitable de la degradación de la Liturgia en rutinas sagra­
das. Pero si la Liturgia fontal, que es el realismo del Mis­
terio de Cristo, vivifica nuestras celebraciones sacramen­
tales, en la m ism a medida, el Espíritu Santo nos
transfigura en Cristo.
«El Hijo de Dios se ha hecho hom bre, para que el
hombre se haga hijo de Dios», nos dicen los Padres de los
primeros siglos. Las etapas por las que el Hijo amado ha
venido a nosotros y se ha unido a nosotros hasta m orir de
nuestra muerte son las mismas etapas por las que nos une
a él y nos conduce al Padre, hasta hacernos vivir de su
Vida. Estas etapas del único Camino que es Cristo, el An­
tiguo Testamento nos las revela en figura y Jesús las cum­
ple. Son la creación y la promesa, la Pascua y el éxodo, la
alianza y el reino, el exilio y el retom o, la restauración y
la espera de la consum ación. Los dos Testamentos han
grabado en letra la historia de esta gran Pascua de la En­
camación deificante. Pero, en los últimos tiempos, la Bi­
blia se hace Vida, ella está en condición litúrgica y la
gesta de Dios es grabada en nuestros corazones. El cono­
cimiento del Misterio ya no es un saber sino un Aconteci­
miento que el Espíritu Santo realiza en la Liturgia cele­
brada y cumple al deificamos.
Pero no se trata solo de comprender por qué caminos
Cristo nos deifica, sino se trata, sobre todo, de poder vi­
virle. Pues bien, la Liturgia celebrada nos hace vivir inten­
samente, en ciertos momentos, la Economía de la salva­
ción que es deificación, a fin de que la vivamos todo el
tiempo, este tiempo nuevo donde ella nos ha hecho entrar.
0 se ora siempre o no se ora nunca, nos dicen los Padres
del desierto. Ahora bien, para orar siempre es necesario
orar frecuentem ente y, a veces, largamente. Del mismo
modo, puesto que se trata del mismo misterio, para deifi­
carnos siempre, el Espíritu Santo debe deificarnos fre­
cuentemente y, a veces, muy intensamente. La Economía
de la salvación que m ana del Padre por su Cristo en el Es­
219
JEAN CORBON
píritu Santo se derrama en la vida deificada del cristiano
en el Espíritu Santo por el Nombre de Jesús, Cristo y Se­
ñor, hacia el Padre. Pero el lugar y el momento donde el
Río de Vida, escondido en la Economía, invade la vida del
bautizado para deificarla es la celebración de la Liturgia.
En ella, todo lo que el Verbo vive por el hombre se con­
vierte en Espíritu y Vida.
El Espíritu Santo, Iconógrafo de la deificación
Si en la Economía de la salvación todo culmina en Je­
sús con la efusión del Espíritu, en la Liturgia celebrada y
vivida todo com ienza por el Espíritu Santo. Por eso,
existencialmente, en la fuente de nuestra deificación está
la Liturgia del corazón, esta sinergia en que el Espíritu se
une a nuestro espíritu (cfr. Rm 8, 16) para manifestar y
realizar que somos hijos del Padre. El mismo Espíritu,
que ha ungido al Verbo con nuestra humanidad e impreso
en Él nuestra naturaleza, está grabado en nuestros cora­
zones como Sello vivo de la promesa, a fin de ungirnos
con la naturaleza divina: nos hace cristos en Cristo. Nues­
tra deificación no es pasiva, sino vital, procedente insepa­
rablemente de Él y de nosotros.
Cuando el Espíritu comienza su trabajo en nosotros
y con nosotros, no encuentra la tierra prim era y pasiva
de la que formó al prim er Adán, ni, sobre todo, la tierra
virgen y am asada de fe con la que concibió al segundo
Adán: encuentra un fondo de gloria, un Icono del Hijo,
incansablem ente amado, pero roto y desfigurado. Cada
uno de nosotros podría susurrarle lo que la liturgia de
los funerales hace exclam ar al difunto: «¡Permanezco
como la imagen de tu inexpresable Gloria, aun en el mo­
m ento en que estoy herido por el pecado!»4. Es en este
espacio de confianza inconfundible y de Alianza inque­
4 Liturgia bizantina de las exequias.
220
LITURGIA FONTAL
brantable donde se vive el m isterio, tan paciente, de
nuestra deificación.
Cualesquiera que sean las claves ofrecidas por las
ciencias para interpretar el enigma del hombre, tres gran­
des cuestiones se nos plantean siempre, tanto en cada una
de nuestras instancias como en cada una de nuestras con­
ductas: la búsqueda de nuestro origen, la búsqueda del
diálogo, la aspiración a la comunión. Por una parte, ¿de
dónde viene que yo sea lo que soy, según una ley que es
más fuerte que yo (cfr. Rm 7)? Por otra, en el más pe­
queño de mis comportamientos, estoy a la espera de una
palabra, de otro que me responda. Finalm ente, es evi­
dente que nuestro yo m isterioso no puede realizarse,
desde lo más orgánico hasta lo más estético, más que en
la com unión. Estos tres surcos son como los prim eros
grabados de la Imagen de la Gloria, la llamada esencial a
la semejanza divina que la deificación realizará. Es con
trazos de fuego como el Espíritu Santo restaura nuestra
Imagen desfigurada. El fuego del Amor consume a su
contrario -el pecado- y transfigura en sí mismo, la Luz.
Estaremos perdidos, como huérfanos, mientras no le
hayamos acogido a El, el Espíritu filial, como nuestro ori­
gen virginal. Todo nos vendrá impuesto y seremos escla­
vos hasta que nos hayamos entregado a Él, que es la Li­
bertad y la Gracia. Y, puesto que es el Aliento del Verbo, es
Él quien nos va a enseñar a escuchar -se es mudo solo
porque se es sordo-, de modo que, cuanto más sepamos
escuchar al Verbo, tanto mejor sabremos hablar; nuestra
conciencia ya no estará cerrada o somnolienta, sino que
será silencio creador. Finalmente, el am or utópico y esa
comunión que no se puede encontrar porque «no es del
mundo», he aquí que están en él, el «Tesoro de todo bien»,
no como adquiridos y poseídos, sino como puro Don; la
relación con el otro vuelve a ser transparente. Esta Comu­
nión del Espíritu Santo es la obra maestra de la deifica­
ción, ya que en Él estamos en Comunión con el Padre y
221
JEAN CORBON
con su Hijo Jesús (2 Co 13, 13; 1 Jn 1, 3) y con todos nues­
tros hermanos.
Mediante estos tres surcos del Icono transfigurado so­
mos deificados, en la medida en que las mínimas pulsio­
nes de nuestra naturaleza culminan en la Comunión de la
Trinidad Santa. Entonces, nosotros vivimos, por el Espí­
ritu, siendo uno con Cristo, para el Padre. El único obs­
táculo es la posesión, la crispación de nuestra persona
bajo las llamadas de nuestra naturaleza, y esto es el pe­
cado: la búsqueda de uno mismo es la ruptura de la rela­
ción. La ascesis inherente a nuestra deificación, y que es
también sinergia de gracia, consiste, sencilla pero resuel­
tamente, en convertir en ofrenda todo movimiento que re­
cae en posesividad. Sobre el altar del corazón, por tanto,
la Epíclesis debe ser intensa, a fin de que el Espíritu
pueda alcanzar y consumir nuestra muerte y su aguijón,
el pecado. Entrar en el Nombre de Jesús, Hijo de Dios, Se­
ñor, que tiene misericordia de los pecadores que somos
nosotros, es poner en sus manos esta naturaleza herida,
que Él no altera al asum irla, sino que deifica revistién­
dose de ella. De Ofrenda en Epíclesis y de Epíclesis en Co­
munión, el Espíritu puede entonces deificamos sin cesar,
y la vida se convierte en Eucaristía, hasta que el Icono sea
totalmente transfigurado en Aquel que es el esplendor del
Padre.

222
Capítulo XVII
LA LITURGIA EN EL TRABAJO Y EN LA CULTURA

La iconografía desconocida
Más de un lector se sorprenderá al leer un capítulo so­
bre el trabajo y la cultura como experiencia de Liturgia vi­
vida, inmediatamente después de la oración del corazón y
de la deificación del hombre. Pero este asombro es revela­
dor del M isterio de la Liturgia. El hom bre im perfecta­
mente espiritual, que nosotros somos a veces, presiente a
lo más la continuidad vital entre la celebración litúrgica y
la vida nueva del Espíritu que se derrama a partir del co­
razón en todo nuestro ser... Pero ¡el trabajo! ¿Acaso no
nos han enseñado a oponer a Marta y María? Y, aunque
debamos conciliarias en nuestra vida, ¿las concesiones
hechas a Marta no van en detrimento de «la parte mejor»
elegida por su herm ana?1. En cuanto al hombre carnal,
que nosotros somos frecuentem ente, no se hace tantas
preguntas a priori; para él, la Liturgia no tiene nada que
ver con lo que él llam a la vida. En ambos casos, un
vínculo se ha roto entre el hom bre y la tierra, entre el
hombre y su Señor: ¿cómo podría, entonces, la misma co­
rriente de vida arrastrar al hombre, a su universo y a su
Dios?
1 Le 10, 38-42. Una sana exégesis trata de restablecer el sentido
exacto de esta perícopa, pero la vieja dicotomía acción/contemplación,
aplicada indebidamente a este texto, se resiste a morir.
223
JEAN CORBON
La novedad de la Liturgia es restaurar esta admirable
unidad de vida. El Río que mana del Trono de Dios y del
Cordero es «límpido como cristal»; pero el hombre carnal
no lo ve y el hombre espiritual lo descubre tan solo des­
pués de una larga im pregnación del corazón, a medida
que aprende a obrar en Dios, como Dios. En efecto, por­
que la Liturgia es acción, trabajo de Dios y del hombre en
todas las dimensiones del hombre. A partir del corazón y
de la persona en deificación, ella se despliega en operacio­
nes, en energías y en ministerios (1 Co 12, 4-7), a fin de so­
meter todo a Cristo y de transformarlo todo en Él. «Todo
es vuestro, vosotros, de Cristo y Cristo, de Dios» (/ Co 3,
22 ss): tal es el gran movimiento de servicio en el que la
Liturgia trata de ser cumplida por medio de nosotros. El
mundo es el reflejo de la Gloria de Dios; el hombre es su
Icono viviente y es en Cristo como le es dada la Seme­
janza. El trabajo del hombre y su cultura se inscriben en
esta corriente de Gloria.
El trabajo y la cultura son el lugar donde el hombre y
el mundo se reencuentran en la Gloria de Dios. Este en­
cuentro resulta fallido o queda oscurecido en la medida
en que el hombre es pecador, es decir, está «privado de la
Gloria de Dios» (Rm 3, 23). Para que el universo sea reco­
nocido y vivido como «lleno de su Gloria» (Is 6, 3), es ne­
cesario, en prim er lugar, que el hom bre vuelva a ser la
M orada de esta Gloria y esté revestido de ella; por eso,
todo comienza existencialmente con la Liturgia del cora­
zón y con la deificación del hombre. Decir que el hombre
es un microcosmos es una abstracción, y esperar que el
m undo sea hum anizado por el hom bre es una ilusión
mientras no se tenga la evidencia de que la Gloria de Dios
es su fuente. La Gloria de la Trinidad está oculta en kéno­
sis en la creación, y se trasluce como una llamada trágica
en el hombre, creado a su Imagen. Pero en Cristo crucifi­
cado y resucitado se abre el sello de la historia y la co­
rriente de Gloria retom a a su fuente. Entonces, he aquí la
224
LITURGIA FONTAL
Liturgia en acción. Y, cuando se trata de restaurar la Glo­
ria de Dios en el hombre, y mediante el hombre en el uni­
verso, esto se llama trabajo; y este trabajo es de nuevo la
maravilla del Espíritu Santo, iconógrafo del Cristo total.
Esta iconografía permanece desconocida mientras la
creación está cautiva (cfr. Rm 8, 19-22), separada del
hombre por aquel que se atraviesa2, y cuya fractura pasa
por el corazón del hombre. La tierra está oscurecida por­
que el rostro del hom bre está inclinado hacia la tierra;
pero cuando, en Cristo, este rostro se vuelve hacia Aquel
que es su Gloria, entonces la tierra puede hacer que nazca
su fruto de luz. Porque el hombre es de la tierra y el más
bello fruto de su promesa, pero el germen de la promesa
está en Dios y no puede nacer más que si el hombre le da
su consentimiento. Es en el hombre como la tierra está
prometida y es por la liberación del hombre como ella es­
pera llegar a ser «tierra nueva y cielos nuevos», «tierra
desposada donde germinará la Justicia y la Paz» (Is 62, 4;
Sal 85, 10-14). En el trabajo humano y en la cultura, por
tanto, está comprometido el destino del cosmos en los úl­
tim os tiempos. En el interior de la creación cautiva se
vive la gestación del «universo nuevo» (Ap 21, 5); la Igle­
sia está trabajando. El Espíritu deifica al hombre, no solo
para que el hom bre hum anice el mundo, variante banal
del tema de la muerte, sino, sobre todo, para que la crea­
ción y el hombre alcancen la libertad de la Gloria de Dios.
El trabajo transfigurado
La iconografía del Espíritu Santo es una obra de im ­
pronta y de luz. A medida que él imprime en nosotros «los
rasgos de Jesucristo crucificado» (Ga 3, 1), nos transforma
de luz en luz: nos transfigura. Ahora bien, el trabajo del
hombre es una obra de impronta. Es realmente el espíritu
2 Significado etimológico de Diablo, «dia-bolos».
225
JEAN CORBON
del hom bre el que se expresa en la naturaleza que trans­
forma. Haría falta mucho silencio para redescubrir la be­
lleza de la mano del hombre y, con ello, del instrumento que
la prolonga y diversifica su poder y finura. En todo aquello
que toca, el hombre deja su impronta personal. En este sen­
tido, al contrario del romanticismo en el que el hombre se
proyecta, el trabajo es el despertar de la naturaleza al
mundo del espíritu. Lo que se expresa en esta humaniza­
ción de la materia es infinitamente más que un objeto o una
técnica; inapreciable en cantidad o en valor del intercam­
bio, el fruto del trabajo es la extensión del reinado del hom­
bre. Pero ¿esta obra de impronta y de dominio es, necesa­
riamente, una obra de luz? Aquí está toda la ambigüedad
del trabajo humano: ¿es para la vida o para la muerte?
El error secular de las idolatrías, también de las más
recientes, consiste en creer que, en este dram a donde el
trabajo se debate entre la vida y la muerte, la liberación
viene de la naturaleza3. Sí, la creación es inocente, es
sana, ya que ofrece al hombre la kénosis del primer amor
de su Dios; pero gime en espera de su liberación: es el
hom bre quien tiene que liberarla al hacerse libre él
mismo. El error de las idolatrías es diagnosticar el drama
ignorando la causa del mal, el pecado que habita en el co­
razón del hom bre. Por eso, la iconografía del Espíritu
Santo consiste en transfigurar el corazón del hombre en
su trabajo. La luz viva no viene nunca del exterior, es inal­
canzable, mana del corazón y se irradia desde el interior
por toda la persona. La Gloria de Dios, sometida a esclavi­
tud en la creación por el pecado del hombre, puede irra­
diarse tan solo cuando el corazón del hombre se acomoda
a ella desde el interior. No cabe en esto ninguna división.
El homo faber es un esclavo mientras no se convierta en
homo liturgicus. Si el Río de Vida no invade el corazón,
¿cómo podrá penetrar el campo de trabajo?
3 En este sentido, el marxismo y el capitalismo son versiones mo
dernas de las antiguas religiones de la naturaleza.
226
LITURGIA FONTAL
«Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo» (Jn 5,
17). Para el cristiano que ha celebrado la Eucaristía, la expe­
riencia del trabajo transfigurado no es una imagen piadosa,
sino algo muy realista. Él sabe, al vivirlo, que el poder de su
Señor resucitado está actuando para liberar su trabajo del
peso de la muerte. No para ahorrarle tarea -la Cruz es siem­
pre la Hora de este trabajo decisivo-, sino para abrirle en
ofrenda al Espíritu de Vida. A nivel del corazón de quien
trabaja, y no en la materialidad de lo que hace, el trabajo es
también el lugar de la Epíclesis. En efecto, sea lo que sea lo
que hagamos, tanto la acción de nuestro trabajo como su
resultado están esencialmente inacabados mientras no sean
penetrados del Poder del Espíritu que los llevará más allá de
la muerte y hará de ellos una obra de luz. Si los bautizados
no viven esto en su trabajo, ¿qué van a ofrecer ellos enton­
ces en el altar de la Eucaristía? En el umbral de la Anáfora,
no venimos a traer regalos, sino algo incompleto, una lla­
mada -la Epíclesis es un gemido-, la espera ansiosa de la
creación que lleva la impronta de nuestras manos, pero no
aún la de la Luz.
Y esta Luz que transfigura el trabajo, y la creación que
él modela, es la de la Comunión. La Eucaristía vivida cul­
mina, también ella, en la Comunión. En el fondo, es pre­
cisamente la ausencia de esta Comunión la que está en la
raíz de las injusticias del trabajo, de sus estructuras alie­
nantes y de los desórdenes de la economía. La Liturgia no
suple nuestra creatividad en estos problemas; hace algo
mejor: no siendo una estructura, sino el Aliento del Espí­
ritu, es profética, discierne y contesta, suscita la creativi­
dad y se traduce en obras. Grita justicia y es sierva de la
paz. Impulsa a compartir, porque, si toda la tierra es de
Dios, el fruto del trabajo de los hombres es para todos los
hijos de Dios. Compartir es el jubileo del trabajo4 y el do­
4 Cfr. Lv 25 y las motivaciones teologales de los años sabático y ju­
bilar.
227
JEAN CORBON
mingo es el Día del ayuno de la acción en que todo trabajo
es restituido en la gratuidad; si el trabajo fatigoso es para
el pan, el pan del domingo, «el pan de este Día»5, es para
el trabajo transfigurado.
La iconografía de la cultura
Hay cultura y cultura. Muchos solo ven en ella un po­
der, el de los valores dominantes de una sociedad, o un sa­
ber, pacientemente acumulado y hábilmente expuesto, o,
en últim a instancia, un saber-hacer. Pero tam bién se la
puede comprender en su significado original y dinámico:
la transformación de la naturaleza por la mano del hom­
bre y su impregnación por el espíritu, el espacio convir­
tiéndose en morada y el silencio del vacío en el de la pala­
bra. Entonces la tierra y el hombre se unen en el trabajo,
aunque no todo trabajo sea ya cultura; esta se alcanza tan
solo cuando la naturaleza es hum anizada y cuando por
ella el hombre se hace más humano. Por el contrario, la
anticultura no aparece solo cuando empiezan a preocu­
parse los estetas; está actuando, como la cizaña en el
campo de la cultura, en cuanto el hombre se aparta de su
vocación divina, lo bruto sofoca al logos o la mentira de
sus demonios apaga el Espíritu. El drama de la cultura es
el del hombre creado y creador, naturaleza enraizada en
el cosmos y llamada a fructificar en la Comunión divina.
¿Salvará, pues, el Río de Vida la cultura de la esterilidad
de la muerte?
En efecto, porque la cultura, esta vocación integral del
hombre que tiende hacia la cosecha del Reino, no es sola­
mente creadora; ella está en condición de caída o de re­
dención. Ninguna obra de cultura es inocente. El arte, se
diga lo que se diga, no es inmediatamente divino. Si es la

5 Alusión al Padrenuestro en su versión francesa: «Danos hoy nues­


tro pan de este día...» [N.d.T.].
228
LITURGIA FONTAL
Belleza la que debe salvar el m undo, significa que el
mundo debe ser purificado por ella. Cuando la obra del
artesano o del artista revela y cumple su Gloria, ha tenido
que pasar por el fuego donde la creación es restituida en
su integridad. Es en este punto fontal donde el Río de
Vida penetra la cultura. La cultura, o es iconografía del
Espíritu y del hombre, o no es más que la belleza del dia­
blo.
En su prim era sinergia, la obra de la cultura es, en
efecto, revelación. Ella intenta, aunque el artesano no
pueda tener conciencia del Espíritu que le ilumina, m ani­
festar la Gloria de Dios oculta y cautiva en la creación. En
la vasija que modela, en los hijos que despierta a su liber­
tad o en el poema que crea, el hombre que cultiva la crea­
ción trata de revelar el significado de una inmensa sinfo­
nía donde él es, a la vez, instrum ento insustituible y
testigo maravillado. Busca el Rostro amado que lo llama
desde las profundidades de su ser. Así aparece la condi­
ción original de toda cultura creadora y liberadora: el si­
lencio gracias al cual el hombre se acomoda al Verbo sin
palabra, al Hijo hecho in-fans6, a las semillas del Verbo en
espera en el universo.
Pero la hora de la aurora para la cultura es la de la
creación: la naturaleza muda es transformada en Palabra,
la materia bruta queda impregnada de espíritu, la opaci­
dad se convierte en luz. Para quien acepta ser penetrado
por la Energía transform ante del Espíritu Santo, se vive
entonces la verdadera transfiguración de la cultura. La
suprem a actividad del hombre es la de consentir en ser
desposada por el Verbo. Para que nuestra m irada libere
toda la Belleza escondida en todos los seres, necesita an­
tes ser bañada de luz, en Aquel cuya m irada derram a la
Belleza. Para que nuestra palabra pueda expresar la sinfo­
nía del Verbo, debe primero fundirse en el silencio y en la
6 Literalmente: «que no habla» [N.d.T.].
229
JEAN CORBON
armonía. Para que nuestras manos modelen el icono de la
creación, antes tenem os que dejarnos hacer por Aquel
que une nuestra Carne al esplendor del Padre.
Es entonces cuando la cultura da el fruto de su pro­
mesa: anticipa la Comunión eterna en la humildad de la
carne. No alcanza lo que busca más que cuando, misterio­
samente, pone al hombre en comunión con su Dios y, de
este modo, con el hombre reconciliado y con una natura­
leza hecha de nuevo transparente. La frescura de la pri­
mera creación, que anima como una nostalgia la creativi­
dad artística, ya no pertenece a un pasado mítico; está en
el mundo que viene y la cultura liberada nos abre ya a él.
El silencio, «misterio del mundo que viene»7, transfigura
la mirada: el hombre puede ver la Gloria de Dios con los
ojos abiertos. El silencio de los ojos, ese resplandor que
irradia un corazón pacificado, puede entonces acoger a
Aquel que viene: sí, «el Verbo se hizo Carne, y nosotros
hemos contemplado su Gloria» {Jn 1, 14).

7 San Isaac de Nínive.


230
Capítulo XVIII
LA LITURGIA EN LA COMUNIDAD HUMANA

Ocurre con las relaciones humanas como con el deve­


nir de la persona y de su trabajo: nuestra vida o es regida
por moralismos o es tomada y transfigurada por el Miste­
rio de Cristo. Toda ley moral, la de la conciencia o la de
Moisés (cfr. Rm 2, 1-3, 20), e incluso la del Evangelio en la
medida en que se la reduzca a una regla de vida, sufre, en
efecto, una carencia congénita. Se presenta a la concien­
cia como deseable e imperativa, pero es distinta de la vo­
luntad que va a seguirla o rechazarla. Es reveladora de
nuestra herida, de nuestro pecado, pero no la cura; entre
la ley que impone y el corazón que consiente hay hetero-
nomía: este es principio vital, aquella no es más que re­
presentación ideal. El realismo de la Liturgia, celebrada y
vivida, consiste en que el ideal llega a ser principio vital;
el Espíritu Santo y el corazón del hombre se convierten
entonces en fuente de Vida. Es el misterio de la Sinergia,
la novedad cristiana original.
Después de haber sido formado por la ley como por
un pedagogo exterior a él, el bautizado llega a cierto
grado de madurez y se encuentra ante la llamada del jo­
ven rico: o contentarse con la ley y continuar constru­
yendo su pequeña perfección o ir más lejos y perderse en
Cristo ofreciendo su corazón al poder del Espíritu Santo.
Es entonces cuando se entra en el Misterio y se es «alcan­
zado por él» (Flp 3, 12). Este paso de la Ley a la Gracia, de
231
JEAN CORBON
una vida m ortalm ente m oral a la Vida mística confor­
m ada con Cristo, es siempre el momento en que el Río de
Vida supera un nuevo obstáculo. Pero cada vez que nos
replegamos en nuestro moralismo, que nos da seguridad,
refrenamos la Energía del Espíritu Santo; la Liturgia en­
tonces queda separada de la vida que debía regar. En cada
etapa de su crecimiento, el bautizado debe elegir: o el hu­
manismo, donde el hombre es la medida de todo, o la Li­
turgia, mediante la cual el Misterio nos transfigura y nos
deifica.
Este dram a es particularm ente perceptible a nivel de
la vida social. Nuestras sociedades no se reducen a estruc­
turas donde se desarrollan las relaciones entre los hom­
bres, desde lo familiar hasta lo político; están también re­
gidas por un conjunto de valores, inconscientes o
codificados, que inspiran comportamientos humanos. La
vida social es, a la vez, orgánica y ética; estructura y cul­
tura se armonizan y se oponen en una interacción cons­
tante. Ahora bien, el drama del Misterio de Cristo está en
insertarse en esta vida social como una paradoja: el
Cuerpo de Cristo, en el que se instaura una nueva relación
entre los hom bres, no es una estructura, y el Espíritu
Santo, que es el alma de esta nueva relación, no es un va­
lor. Se puede vislumbrar entonces la doble perspectiva se­
gún la cual los cristianos, que quieren ser tales, van a
comprometerse en la sociedad: si se limitan al campo ce­
rrado de un humanismo evangélico o si el Río de Vida se
convierte en la fuente de su vida integral.
En la prim era perspectiva, su tentación moralista de­
semboca en dos tentativas posibles. La prim era trata de
instaurar en la sociedad estructuras específicamente cris­
tianas, como si el Cuerpo de Cristo fuese una nueva es­
tructura de este mundo. La segunda se esfuerza por tra­
ducir el Evangelio en un program a social, como si el
Espíritu Santo pudiera ser reducido a valores de justicia y
caridad. Semejantes comportamientos pueden no carecer
232
LITURGIA FONTAL
de eficacia en los planos orgánico y ético de la vida social,
pero ¿agotan toda la novedad del Misterio oculto como le­
vadura en las sociedades humanas? Se puede preguntar
por qué el sacerdocio real de los bautizados, tan creativo
en el plano de las relaciones personales inmediatas, está a
veces herido por la esterilidad espiritual en cuanto se
aborda el cam po de la vida social. Se debe tam bién
constatar que, en ciertos tipos de sociedad, la instaura­
ción de estructuras llamadas cristianas o el im pacto de
doctrinas sociales cristianas son imposibles. Esta doble
constatación obliga a ir más lejos. ¿Por dónde penetra, en
primer lugar, el Río de Vida en nuestras sociedades hum a­
nas? ¿Cómo la Liturgia celebrada se convierte en Liturgia
vivida, principio vital nuevo de la vida social de los cris­
tianos? Es aquí donde se abre la segunda perspectiva.
«El Reino de Dios está en medio de vosotros» (Le 17, 21)
Esta perspectiva de la Liturgia eterna penetrando nues­
tras sociedades humanas, desde la familia hasta las relacio­
nes entre las naciones, es la del Reino. Así es, en primer lu­
gar, como la Energía del Espíritu Santo nos revela a Cristo
en todas las dimensiones de la vida de los hombres.
M ientras que el cristiano m oralizante considera su
vida social como un hecho y el Reino anunciado por el
Evangelio como un ideal, la Liturgia vivida invierte la
perspectiva: es el Reino de Dios el que es un hecho y la co­
munidad entre los hombres la que es un ideal. La Pleni­
tud que es Cristo está, ciertamente, oculta como levadura
en la masa de nuestros últimos tiempos y, no obstante, su
Reino que viene es el Acontecimiento que trabaja todas
nuestras sociedades. «No se deja observar, no está aquí o
allá», como los grupos humanos amasados de estructuras
y de cultura; está «en medio de nosotros»1. Mientras a ni­
1 «Cristo está en medio de nosotros, ahora y siempre»: con estas
palabras se intercambia el beso de la paz en la Liturgia bizantina.
233
JEAN CORBON
vel de la pareja, de la nación y del mundo se busca la co­
m unidad entre los hombres, el Reino de Dios está aquí,
realm ente presente, como el gran Regalo del Amor de
Dios a los hombres.
Este Don tan realista, los bautizados lo han recono­
cido, han creído en él y, sobre todo, lo han recibido al ce­
lebrar la Eucaristía. La novedad de la Liturgia que viven
en la sociedad está en el hecho de que la Comunión del
Reino ya no está solo al térm ino de la celebración, sino
también en la fuente de su presencia en medio de los hom­
bres. Los discípulos de Jesús form aban un grupo hu­
mano, una sociedad de creyentes en Cristo; pero, cuando
les fue dado el Espíritu Santo, ellos se convirtieron en la
Comunidad de los hombres animada por la Comunión di­
vina. Entonces comenzó la Iglesia y, con ella y en ella, los
últimos tiempos. La invasión del Reino del Espíritu Santo
en un grupo humano es el Acontecimiento fundador de la
comunidad verdadera entre las personas. «Donde reina la
caridad y el amor, allí está Dios»2.
Por esta primera Energía, el Espíritu Santo nos revela
al Señor que Es y Viene, y descubre a los bautizados las
ambigüedades de su vida social. Porque nuestras socieda­
des, sea cual sea su extensión, no son realidades inocen­
tes. La ilusión de los análisis sociológicos, como la del
psicoanálisis para el alma hum ana, es la de presentarse
como un remedio, cuando en realidad ignoran el mal. Sin
pretender reem plazarlos, la luz que viene del Reino va
más lejos en el diagnóstico. Ella revela en todo el cuerpo
social una virtualidad primera de comunión, de gérmenes
de com unidad, una llam ada a la solidaridad, una voca­
ción a la paz creadora. Pero tam bién desenm ascara la
m entira inherente al poder, la inversión del servicio en
dominio, la perversión del grupo en estructura de injusti­
2 Antífona de la Liturgia latina en el Jueves Santo durante el lavato­
rio de los pies: «Donde hay caridad y amor, allí está el Señor».
234
LITURGIA FONTAL
cia, la esclavitud de las personas al ídolo del dinero. En
una palabra, nos revela toda sociedad como un icono del
Reino. Sobre un fondo de Gloria donde no cesa de expre­
sarse el Don fiel de la Trinidad Santa, los rasgos están ro­
tos y la luz oscurecida. Y, porque el Reino de Dios está «en
medio de nosotros», podemos descubrir el rostro del
mundo en su ambigüedad dramática: es amado por Dios
y yace en poder del Maligno. La Liturgia vivida irradia,
entonces, en la vida social la iconografía de la persona y
de la cultura; tiende a restaurar en los grupos humanos la
Comunión del Reino.
La Iglesia en epíclesis
La Energía transform ante del Espíritu Santo se des­
pliega, como hemos visto, en la Epíclesis sacramental. Y
continúa actuando en la liturgia vivida, si al menos noso­
tros cooperamos con ella. Pero, si la olvidamos, nos por­
tam os como individualistas y, por eso, la sal se vuelve
sosa. Cuando, por primera vez en la Babel del mundo, la
Comunión pudo ser participada por unos hombres, el Es­
píritu Santo fue dado y entonces El hizo nacer la Iglesia.
Cuando, desde entonces, las Comunidades que viven de la
Comunión divina quieren derram arla en sus ambientes
de vida, ¿qué pueden hacer sino, en primer lugar, ofrecer
esos grupos hum anos donde viven a la efusión del Espí­
ritu Santo? Por tanto, es por la Iglesia como viene el
Reino. Esta epíclesis de la liturgia vivida prolonga en
nuestras sociedades la de la Eucaristía. Fuera de este Pen­
tecostés eclesial, no hay más que variaciones sobre el
tema de Babel.
En efecto, pues la otra cara de nuestro humanismo in­
genuo es el activismo. Ciertamente, queremos que el
Reino venga entre nosotros, pero olvidamos que la Rea­
leza del amor nos ha hecho renacer y nos ha conferido un
poder asombroso: ha hecho de nosotros sacerdotes (Ap 1,
235
JEAN CORBON
6). El sello del Don del Espíritu en el momento de nuestra
Crismación nos ha hecho participar de esta Energía sa­
cerdotal de Cristo, siervo del Padre y de los hombres. Es
en la liturgia vivida en medio de los hombres donde noso­
tros tenemos que ser sacerdotes. La Comunión está cau­
tiva en nuestras sociedades, como lo está la Belleza en su
cultura, y es nuestro sacerdocio animado por el Espíritu
Santo el que va a liberarla. La caridad es utópica, no está
en ninguna parte de nuestro m undo, ninguna técnica
puede producirla; es nuestro sacerdocio espiritual el que
realizará su advenimiento aquí y ahora.
Desde el punto de vista del activismo, semejantes cer­
tezas harán sonreír, exactamente como la Epíclesis euca­
rística. Tampoco en esta sucede nada para la m irada del
hombre camal y, sin embargo, es en ese momento cuando
el mundo entero es penetrado por la Comunión divina y,
por esto, perdura y vive. Porque, así como en la Epíclesis
sacramental el mundo está presente y es presentado ade­
más al deseo de amor de nuestro Padre para que su Espí­
ritu lo incorpore al Cuerpo de su Hijo y lo salve, así tam ­
bién, en su epíclesis vivida, cada com unidad eclesial
ofrece al Padre este cuerpo social, del que ella es miembro
según la carne. Cuando el Espíritu es implorado de este
modo, sobreviene, penetra este icono desfigurado y lo
transfigura en la Comunión de Cristo. Así es como la Igle­
sia, allí donde está, vive su sacerdocio salvífico a través de
sus miembros.
Pero vivir la Iglesia en epíclesis en todos nuestros gru­
pos humanos no se improvisa. Se necesita, en prim er lu­
gar, el realismo de nuestras celebraciones sacramentales,
se necesita también el realismo de la oración del corazón
y, finalm ente, el de la Com unión en la Iglesia. Es, en
efecto, en nuestra inserción social donde se prueba más
intensamente nuestro sentido eclesial. Solo desde él pode­
mos, a lo largo de los días, experim entar la solidaridad
herida, la espera desesperada de la Comunión, la ausen­
236
LITURGIA FONTAL
cia del amor, en fin, el peso del pecado y de la muerte que
pesa sobre nuestros grupos humanos. Es necesario haber
renacido al Amor para sentir su ausencia y ofrecerla a
Aquel que desea colmarla. Solo el alma eclesial es capaz
de la epíclesis continua, porque su Señor le hace com par­
tir su misterio de siervo y de sacerdote, el del Cordero que
lleva y quita el pecado del mundo. El Río de Vida m ana
siempre del Cordero crucificado y resucitado.
«En comunión los unos con los otros» (1 Jn 1, 7)
Ahora bien, el Río de Vida hace fructificar los árboles
de vida, cuyas hojas sencillas ya pueden «curar a las na­
ciones» (Ap 2, 22). La liturgia vivida se expresa «con obras
y según la verdad» (1 Jn 3, 18).
Si tenemos que estar atentos, en primer lugar, al pro-
fetismo y al sacerdocio del Reino de la Comunión divina
en medio de los hombres, no es para huir de este mundo,
sino más bien para evitar im itar sus obras de m uerte y
dar en él frutos de vida. La tercera Energía del Espíritu
Santo tiende justam ente a este realismo: com unicar la
Comunión que nos hace existir como Iglesia.
En efecto, puesto que la Comunión es posible en este
m undo nuestro sin esperanza, la Caridad ya no es utó­
pica, la comunidad entre los hombres ya no es algo impo­
sible de encontrar. La Iglesia es su anticipación al hacer­
nos participar del banquete del Reino. Ya que el Cuerpo
incorruptible de Cristo, vencedor de la m uerte por su
amor, es introducido por medio de nosotros en nuestros
grupos humanos, ¿qué es lo que puede pasar? Una inven­
tiva radicalmente nueva, una creatividad de gracia y de li­
bertad que, para no perderse en el esteticismo de la cari­
dad, debe alcanzar la ausencia del Amor en su raíz. Este
radicalism o de la Comunión consiste, humilde pero re­
sueltamente, en dar la vuelta a la relación que prevalece
en nuestras sociedades, en descentrarla del yo mortal ha­
237
JEAN CORBON
cia el misterio del otro. Este descentramiento vivificante,
que está en el origen del Agape divino, se derrama sobre
el mundo en la kénosis del Hijo amado y en la del Espíritu
Santo.
A nivel de las relaciones personales inmediatas, la más
bella parábola de este descentramiento divino es quizá la
del Buen sam aritano. Por medio de este extranjero, ve­
cino desconocido y despreciado, Jesús nos ofrece la ima­
gen de lo que nuestro pecado se imagina de Dios -un ser
lejano, extraño y rival- y también del hombre, porque la
Encamación nos escandaliza en la medida en que despre­
ciamos al hombre. Ahora bien, he aquí que este Dios sa­
maritano se acerca a mí, hombre, judío, medio muerto: el
Otro me tom a sobre sí, se hace mi prójim o y me da la
vida. Haría falta que hiciésemos nuestra la mirada muda
y conmovida del herido de la parábola. Para ello, necesi­
tamos contem plar largamente a Jesús y entrar humilde­
mente en el silencio de su santo Nombre. Es en la Liturgia
del corazón donde se aprende cómo hacerse prójimo del
hom bre herido; entonces, el Espíritu Santo cura la rela­
ción entregándose ahí Él mismo, Él, la Unción de la
Nueva Alianza. Allí donde los cristianos consienten en
participar en la kénosis de amor del Verbo y del Espíritu,
la Comunión se derram a y puede nacer una comunidad
abierta al Reino.
A nivel de las relaciones menos personalizadas, las de
los grupos entre sí, el fruto de la Comunión realiza el ob­
jeto mismo de la Prom esa, confiada a Abrahán y cum ­
plida en Cristo. Quizá no se piensa bastante en ello. El
mundo de Babel es el de las naciones que se levantan pe­
riódicamente unas contra otras, el mundo de la injusticia,
del odio y de la muerte. Ahora bien, el germen de Amor
ofrecido a Abrahán, acogido por él en la fe y fecundado en
la obediencia, es el de un pueblo, que no nacerá de la
carne y la sangre ni de un querer de hombre, sino de Dios.
Es en este Pueblo donde habitarán la justicia y la paz. En
238
LITURGIA FONTAL
Cristo Jesús, este pueblo ha nacido, descendencia según
la fe, no según la carne. Solo Dios conoce su pueblo en
esta hum anidad de las naciones; pero cuando este pueblo
reconoce a su Dios en su Hijo, se convierte en el Cuerpo
de Cristo. La Iglesia es este Cuerpo, siempre crucificado,
en el cual se ha dado muerte al odio, pero ya resucitado,
desde donde el Espíritu de Comunión se derram a sobre
toda carne. Pasar de una humanidad de naciones a la del
Pueblo de Dios, tal es el servicio de Comunión que ha sido
confiado a la Iglesia. El Espíritu de la Promesa la habita y
la hace tender, en la paciencia, hacia el Día en que todos
los hombres serán «su pueblo, y él, Dios-con-ellos, será su
Dios». En aquel Día «ya no habrá llanto ni gritos ni dolor,
porque el viejo mundo ha pasado» (Ap 21, 3-4).

239
Capítulo XIX
LA COMPASIÓN, LITURGIA DE LOS POBRES

La maravilla de la Liturgia vivida es, pues, el misterio


de la Caridad divina convertida en el todo de nuestra vida.
En su fuente, en su flujo, en sus frutos, trata de penetrarlo
todo: el corazón profundo y el ser personal, el trabajo y la
cultura, las relaciones entre las personas y el tejido de
nuestras sociedades. En ella, el Reino ya está aquí y viene
con poder, el del Señor crucificado y resucitado. Pero esta
Caridad divina nos impulsa también a ir siempre más le­
jos, «hasta el extremo del amor» (Jn 13, 1). La Liturgia vi­
vida alcanza todo su realism o y toda su verdad cuando
nos hace entrar en la espesura del mundo del pecado, allí
donde el Amor todavía no es vencedor de la muerte. La fi­
lantropía puede ser moral, la Caridad es mística, porque
penetra en el hom bre hasta este abism o de la m uerte
donde el Amor está ausente. La Epíclesis de la Caridad di­
vina se cumple siempre en su kénosis. Habiendo sido cap­
tados por esta Caridad divina en nuestras celebraciones
sacramentales, ¿cómo la viviremos? La kénosis del amor
nos ha sido revelada en la Biblia como misterio de la po­
breza, y, si nosotros consentimos en entregarnos en esto,
se nos concede vivir la Iglesia en su Liturgia más divina y
más humana: la Compasión.
El altar de los pobres
La pobreza es un misterio. No se mide desde fuera, en
los demás; es conocida silenciosamente por aquellos a los
241
JEAN CORBON
que ella agobia. Y cuando se sufren sus heridas, apenas se
le puede dar un sentido de vida, puesto que la pobreza es
una ausencia. La pobreza no se puede objetivar. Solo
Aquel que la encarna puede revelarnos su misterio al ha­
cemos participar de él. Jesús es el Pobre. Más que un mo­
delo de pobreza, Jesús es el misterio personal de la po­
breza. Jesús es nuestro Dios; ahora bien, Dios es el único
ser que no tiene nada, él Es. No tiene ni siquiera un nom­
bre, sino el que nosotros le prestamos y que no es Él. El
Es, su Nombre está «más allá de todo»1. En su Persona,
como Hijo, Jesús nos revela que Dios es pobre, que él no
tiene nada, que él recibe todo del Padre, que él es hacia el
Padre (Jn 1,1).
Cuando desposa nuestra Carne, el Verbo se hace pobre
en nuestra humanidad, con la pobreza esencial del hom­
bre, a imagen de su Dios, y con la pobreza del pecador,
despojado de la Gloria de Dios. En Jesús, la pobreza de la
luz y la de las tinieblas son asumidas personalmente; al
revestirse de la del pecado, él restaura la del Amor. Jesús
es hacia nosotros y nos da a Aquel que procede del Padre y
que reposa en él, su Espíritu Santo. El Espíritu de Jesús
es «el Padre de los pobres». Presencia transparente, no
ocupa espacio; «Tesoro de todos los bienes», él «está pre­
sente en todo lugar y todo lo llena»2. Al contrario que el
«príncipe de este mundo», espíritu de tinieblas que se de­
senm ascara en la violencia, el Espíritu Santo es Pobre y
por eso, sin coacción, en la libertad, él se une al hombre
en la Sinergia: entonces la Liturgia fontal es posible, por­
que en ella se cumple la kénosis total del Amor.
En el fondo, no hay pobreza; solo hay pobres. Servir a
los pobres impersonalmente es ser todavía cómplices de
aquello que los despersonaliza. El rico malo de la parábola
es anónimo, como la muerte que desfigura al hombre; el
1 San Gregorio Nazianceno.
2 Invocación inicial al Espíritu Santo en la Liturgia bizantina.
242
LITURGIA FONTAL
pobre es Lázaro, personalmente, porque, al final, este po­
bre es Jesús. No por un subterfugio jurídico ni por una pia­
dosa transferencia que haría alcanzar a Cristo por encima
de la cabeza del pobre, sino en razón del realismo conmo­
vedor de la Encamación del Hijo pobre: en él, Dios se hace
pobre y, desde entonces, el pobre es Dios. «Lo que hicisteis
a uno de estos pequeños...»: el juicio último de todos nues­
tros comportamientos humanos se basa en la identidad de
Jesús y de este pobre. Lo que sufre cada ser humano es el
sufrimiento mismo de Jesús, que lo asume. Cada persona
es salvada por Cristo en razón de este realismo místico.
N uestra m uerte ya no es nuestra, sino de Aquel que ha
muerto y resucitado por nosotros. Si Jesús no fuese más
que un modelo de pobreza, estaríam os aún en nuestra
muerte y él no sería el buen Samaritano que toma al hom­
bre sobre sí y derrama en él su Espíritu de vida.
¿Habría intuido María, la hermana de Marta, este mis­
terio cuando, en Betania, seis días antes de la Pascua, de­
rram a sobre el Señor su perfume precioso? En todo caso, si
Jesús pide expresamente que su gesto sea integrado en el
anuncio del Evangelio es porque revela un aspecto esencial
de la Buena Nueva: este mismo Cuerpo que va a ser sepul­
tado en nuestra muerte, nosotros siempre tendremos que
salvarlo de la m uerte con obras de amor. La kénosis del
Hijo de Dios asume el sufrimiento de cada pobre; Jesús su­
fre misteriosamente por amor en todo ser humano -¿qué
hombre no es pobre?-, hasta que él quite «el sudario que
cubría a todas las naciones» y «haga desaparecer la Muerte
para siempre» (Is 25, 7-8). Es en este sentido como Jesús
puede decimos: «los pobres los tendréis siempre con voso­
tros» (Me 14, 7), lo mismo que «yo estoy con vosotros siem­
pre hasta la consumación de los tiempos» (Mt 28, 20).
Puesto que Cristo, en su Cuerpo, ha pasado realmente por
la m uerte y la ha destruido, puede ahora incorporarse a
aquellos que están todavía bajo la esclavitud de la muerte.
El Reino de Dios está en medio de nosotros porque el
243
JEAN CORBON
Cuerpo de Cristo mora así con nosotros. El Amor puede,
entonces, derramarse, ya que la kénosis de la que mana es
la muerte donde se ha sepultado con nosotros y para noso­
tros.
San Juan Crisóstomo, queriendo hacer comprender a
los fíeles de Antioquía la unidad misteriosa entre la Litur­
gia que están celebrando y la que tendrán que vivir al salir
de la iglesia, les dice que no dejen el altar de la Eucaristía
más que para ir al altar de los pobres. El símbolo de la
continuidad es revelador. El mismo Cuerpo de Cristo que
servimos en el Memorial de su Pasión y Resurrección, no­
sotros tenemos que servirlo ahora en la persona de los po­
bres. En la celebración, el altar era el signo de la tumba,
el no-lugar de la muerte, el origen del espacio nuevo de la
Resurrección; en la vida, el pobre es el signo de Cristo re­
sucitado, aquel de donde puede surgir el amor vivificante.
El altar es tam bién el símbolo de la m esa del ban­
quete, de la hospitalidad divina a donde todos los hom ­
bres son invitados. M ientras en la Eucaristía recibimos
todo al comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en el al­
tar de los pobres tenem os que responder, com partir el
Don recibido, darnos nosotros mismos. Se comprende en­
tonces que Andrej Roublév haya rehusado siempre pintar
un cuadro del Juicio final al estilo apócrifo tan popular en
el Medievo. Estaba demasiado en comunión con la mise­
ria de los hombres como para traicionar así la misericor­
dia de su Señor. Es conocido el fruto de su largo ayuno si­
lencioso: el icono de la Hospitalidad divina, donde el altar
del mundo es acogido en el corazón de la Trinidad Santa.
Es en el altar de los pobres donde la Pasión de Dios se
convierte en la Compasión de su Iglesia por los hombres.
La Iglesia de la Compasión
La Hora de Jesús, aquella en que él se entrega hasta el
extremo del amor, es de ahora en adelante la de la Iglesia,
244
LITURGIA FONTAL
la nuestra. Esta Hora está aquí para nosotros, en la Litur­
gia vivida, cada vez que, según el descentram iento del
Agape divino, nos hacemos cercanos, prójimos de los po­
bres que son nuestros hermanos. Hacerse cercano a los
otros no es ser como ellos exteriormente; al encarnarse, el
Hijo amado no im ita nuestros com portam ientos hum a­
nos, desposa nuestra pobreza. La Iglesia no puede ser
sierva de los pobres más que haciéndose pobre como su
Señor. Ahora bien, conocer la Compasión divina por el
hombre es algo que se nos ofrece continuamente, ya que
se revela a cada uno de nosotros en el vacío de nuestra
miseria. Si consentimos en esto, entonces llegamos a ser
pobres según el Espíritu; he aquí la transparencia que hace
posible la comunión con los pobres.
Conocer la Compasión divina es, quizá, el movimiento
más profundo del Espíritu en nuestros corazones. La Vir­
gen María es su espejo, su espacio vivo, ella, la Iglesia en su
aurora personal. Conocer desde dentro esta compasión es
mucho más que aceptarse a sí mismo en una resignación
sin alegría; es decir sí con todo nuestro ser al amor que nos
hace nacer, acogemos a nosotros mismos de las manos del
Padre y confiar el peso de nuestra naturaleza a Jesús que lo
lleva. Ser recreado en la misericordia, después de haber
sido creado mediante la necesidad, es llegar a ser libre para
poder amar. No para no sufrir más, sino para que todo su­
frimiento quede abierto como una fuente. Aprendamos a
entrar en la mirada de la Virgen de la Ternura, esta mirada
profunda que lleva lejos porque viene de lejos, del corazón
de Dios mismo. Nuestro ser eclesial se convierte, entonces,
en una Zarza ardiente a la que los hombres no pueden
acercarse sin oír en su corazón la misma voz que Moisés:
«He visto, he visto la miseria de mi pueblo... he oído su cla­
mor... conozco sus padecimientos» {Ex 3, 7). Nuestro Dios
es Salvador, pero no desde lejos. Si no se le puede ver sin
conocer la muerte, ¿cómo lo verán nuestros hermanos si
nosotros no conocemos su muerte?
245
JEAN CORBON
La Compasión se derrama, como el Río de Vida, en el
corazón de la Jerusalén nueva, la Iglesia, que somos noso­
tros: «He aquí que yo hago correr hacia ella, como un río,
la paz» (Is 66, 12). La Compasión no se derram a desde
nuestras emociones, sino desde nuestro corazón. Su pri­
mer movimiento es el perdón creador. Se aprende en no­
sotros mismos, ya que continuam ente podemos ser per­
donados... sin necesidad de forzarnos en ser pecadores.
Se aprende, sobre todo, en la compasión misma, ya que,
si los otros hacen mal, es porque antes ellos tienen mal.
Conocer la muerte por la que ellos sufren hace que se des­
vanezcan nuestros miedos defensivos y que se derrumben
nuestras agresividades.
Pero la m isericordia pacificante no tiene límites: la
Compasión divina va más lejos que su Perdón. Que nues­
tro Dios perdone a los pecadores que somos nosotros, es
lógico para Él; sabe bien de qué polvo estamos hechos, su
Hijo amado se ha hecho carne nuestra. «¿Quién nos sepa­
rará del amor de Cristo?» (Rm 8, 35). Pero que el hombre
inocente sufra, que el pobre sea oprimido, que los niños
sean masacrados, aquí está el escándalo y es aquí donde
se revela el abismo de la Compasión divina.
Nos encontramos de nuevo en el corazón de la Epícle­
sis, con el grito de Job y los gemidos de los pobres que su­
ben «de debajo del altar» de la Liturgia eterna (Ap 6, 9 ss).
El altar del holocausto se ha convertido en el de los po­
bres, en el de la Compasión. La Hora de la Iglesia en su
Liturgia vivida se vive aquí, como la Presencia del amor
en el vacío de la más grande ausencia. «¿Dónde estás, Se­
ñor? ¿Hasta cuándo tardarás?». La Cruz de su Hijo es el
lugar donde parece más ausente, pero donde el Padre se
da más. Allí donde se crucifica a su Cristo, es allí donde
su Compasión se entrega, ya que es allí donde el hombre
es más herido por la muerte. Nos sorprende el gran silen­
cio de Dios hoy, sin duda porque el poder de la muerte se
ha quitado su máscara; pero ¿quién consiente en entrar
246
LITURGIA FONTAL
en el silencio de la Compasión de Jesús, en seguirlo hasta
allí? No hay más que un tiro de piedra entre el sueño de
los discípulos y la agonía de su Señor: superar esta distan­
cia es entrar en el combate de la oración, de la interce­
sión, de la Compasión.
Cuando entram os así en la profundidad del Nombre
del Santo Señor Jesús, todo nuestro ser está en Epíclesis y
el Espíritu Consolador se derrama por nosotros en el co­
razón de nuestros hermanos que sufren. Ahora bien, ¿qué
significa para el Padre de los pobres ser Consolador? Cier­
tamente, no lo es a la manera de nuestras palabras vacías
y de nuestras emociones estériles, sino que Él, el silencio
del Verbo y el poder de su Resurrección, recrea el corazón
de los pobres en la fuerza de vivir y la alegría que nada
puede arrebatar. Él tiene el secreto de esta Compasión por
la cual los pobres se convierten en el altar de la salvación
de sus hermanos. Porque compadecer, estar sin fuerza, es
participar en la debilidad de Dios en la Cruz. Nosotros te­
nemos que creer y entrar en esta kénosis del Verbo y del
Espíritu Santo, en esta kénosis de la Iglesia que se con­
vierte en nuestra por la Compasión. Sin ella, no hay Co­
m unión ni com unidad, no hay Resurrección ni libera­
ción. En lugar de quejamos de que los demás nos hacen
sufrir, aprendamos a sufrir con ellos; el gemido del Espí­
ritu en ellos y en nosotros se convertirá en fuente de Vida.
«La Gloria de Dios es el hom bre viviente», nos dice
san Ireneo; la irradiación de su Amor es que el hom bre
viva. La manifestación más desgarradora de la Gloria de
la Trinidad Santa es su Misericordia. Cuando consenti­
mos en ser tomados por ella, nosotros entramos en lo más
profundo del corazón de nuestro Dios. Pero esta Gloria,
que se derrama en misericordia, se hunde en la espesura
de nuestra muerte; en nuestros últimos tiempos, está ve­
lada en la angustia de los pobres, como lo estuvo, en la
Hora de la Cruz, en el «Hombre de dolores, conocedor del
sufrimiento, objeto de desprecio y deshecho de la hum a­
247
JEAN CORBON
nidad» (Is, 53, 3). La Gloria de Dios está en kénosis en el
hombre y, por ello, si las últimas palabras del Verbo son
de m isericordia, su últim o Aliento es de Compasión.
Desde entonces es derramado «sobre los habitantes de Je-
rusalén un Espíritu de compasión y de súplica; ellos m ira­
rán hacia Aquel que traspasaron» (Za 12, 10; Jn 19, 37).
Así es como el Espíritu Consolador nos enseña a mirar al
hombre que sufre. «En aquel día», y nosotros estamos en
él, «habrá una fuente abierta para los habitantes de Jeru-
salén» (Za 13, 1;Jn 19, 34); entonces, la Liturgia fontal se
hace vida: la Compasión es la Liturgia de los pobres.

248
Capítulo XX
LA MISIÓN Y LA LITURGIA
DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS

Podremos hacer todas las reflexiones de teología o de


pastoral misional que queramos, pero el m isterio de la
Misión se adueñará de nuestra vida tan solo si nuestro co­
razón es transformado, labrado e irrigado por la Compa­
sión divina. Es necesario que estemos habitados por ella.
La Liturgia vivida comienza a vivificarnos a nivel del co­
razón, por la oración cada vez más continua, y desde ahí
penetra nuestra naturaleza, nuestra actividad y toda rela­
ción. Cuanto más nos deifica, más nuestra vida llega a ser
obra de Dios; cuanto más la Comunión divina restaura
nuestra relación, tanto más llegamos a ser Iglesia. La Li­
turgia dilata así la Iglesia en espacio humano de Compa­
sión divina. Es en este momento de madurez cuando el
misterio de la Liturgia, celebrada y vivida, desgarra el co­
razón de la Iglesia, como el Amor ha desgarrado el del Pa­
dre y el Espíritu el de Cristo al expirar en la Cruz. Enton­
ces la Compasión se derrama sobre el mundo, y he aquí la
Misión.
Antes de cuestionarlo todo, volvamos al Misterio; an­
tes de problematizar, aprendamos a contemplar. Las cues­
tiones fecundas de la Misión se revelan y se resuelven en
la unidad del Misterio. No consiste en oponer o en prefe­
rir la Liturgia a la Misión, lo cual no conduce absoluta­
mente a nada. No consiste tam poco en yuxtaponerlas,
249
JEAN CORBON
como si se tratase de dos especializaciones en la Iglesia,
interna una, externa la otra. Aunque se pueda, de hecho,
distinguir la celebración de la Liturgia y la Misión en la
historia vivida de las Iglesias, las cuestiones que se plan­
tean conciernen, en prim er lugar, a lo que hacem os de
ellas. ¿Por qué, por una parte, la vitalidad del Pueblo de
Dios, que es la Liturgia, no se despliega, o se despliega tan
poco, en este fruto de la Caridad que es la Misión? ¿Por
qué, por otra, los cristianos emplean tanta generosidad e
ingeniosidad al margen de la Liturgia y la Misión esencial
de la Iglesia? Estas son, a nuestro parecer, las dos cuestio­
nes previas hoy; las demás, concernientes al cómo de la
M isión, son solo corolarios de ellas y nos rem iten a la
fuente.
Ahora bien, la Fuente de la Liturgia, la mism a Agua
viva que sacia a los bautizados, despierta la sed de los hi­
jos de Dios dispersos. El mismo Espíritu anima al Pueblo
de Dios y gime en el corazón de las naciones. Hemos con­
templado en la Liturgia de los últimos tiempos1 tres gran­
des Sinergias del Espíritu y de la Iglesia: la que revela a
Cristo, la que transform a todo en su Cuerpo, la que de­
rram a su Comunión. Distintas pero inseparables, las he­
mos vuelto a encontrar a lo largo de toda la Liturgia cele­
brada y vivida. Ahora bien, como veremos, son ellas las
que inspiran desde dentro todo el movimiento de la Mi­
sión. El Río de Vida, cuando da el fruto por el que mana
del Padre y del Cordero -y esta es su Misión: dar ese
fruto-, siempre es llevado por las mismas corrientes. Por
otro lado, la Iglesia no es una cuando celebra la Liturgia y
otra distinta cuando sus miembros la viven: está de otra
m anera. Lo mismo ocurre en su Misión. La Iglesia no
tiene un rostro vuelto hacia Dios y otro vuelto hacia los
hombres. Su misión en los últimos tiempos es ser el ros­
tro hum ano de Dios, donde los hombres puedan recono­
1 Cfr. el capítulo VIII.
250
LITURGIA FONTAL
cer a Aquel que buscan, y, en la misma luz, el rostro de los
hombres que refleje la Gloria de Dios (cfr. 2 Co 4, 6).
El misterio pascual de la Misión
Es celebrando la Liturgia eterna como la Iglesia recibe
y aprende su Misión. Los primeros enviados, los Apósto­
les por excelencia, la han vivido y de ello nos hablan los
Hechos. Hoy, el Espíritu Santo imprime su sentido en la
carne de la Iglesia. Él es el Dado por entero, Aquel que Je­
sús no cesa de enviar y arrastra en la kénosis de su Misión
al Cuerpo vivo de Aquel que es el primer Enviado del Pa­
dre. Él trabaja en el corazón de todos los hom bres par­
tiendo de este foco donde el Padre y Cristo hacen m anar
su Compasión desbordante: la Iglesia.
La Misión de la Iglesia no se puede entender más que
en el m isterio de los últimos tiempos. Ella es el últim o
tiem po de la Econom ía de la salvación en este m undo.
Ella es el poder del Señor resucitado que atrae a todos los
hombres hacia el Padre por la Compasión de su Espíritu
que él derrama en ellos. El misterio de la Ascensión es el
impulso divino que sostiene nuestro mundo. Esta Ascen­
sión om nipotente, donde ha com enzado la Liturgia
eterna, no cesa de sacar a los hombres del dominio de las
tinieblas para llevarlos a la luz del Padre. Lo que se cum­
ple sacram entalm ente en la Liturgia celebrada se des­
pliega en la Misión como Liturgia integral de la Iglesia. El
mismo misterio pascual en esta es acogido en su Plenitud,
en aquella derram ado en abundancia. En la misma Pas­
cua, la Iglesia es transfigurada en su Señor e irradia la
Luz de su Cuerpo vivificante. La Liturgia celebrada y la
Liturgia de la Misión son los dos momentos del mismo
Amor: ¿cómo am ar a nuestros hermanos, si no acogemos
antes a Aquel que nos amó primero? Son los dos movi­
mientos del mismo misterio pascual: «Vosotros sois un
sacerdocio real... para anunciar las alabanzas de Aquel
251
JEAN CORBON
que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1 P
2,9).
La celebración litúrgica es, ciertamente, un momento
intenso donde cada la com unidad eclesial reaviva la
conciencia de su misión. Pero, sobre todo, es el momento
en que se le da la Misión, no como una consigna, sino en
su Misterio mismo. En la celebración, el Verbo se confía a
su Iglesia, como el tesoro en una vasija de barro (2 Co 4,
7), depositando la Palabra en su corazón, penetrándola
con su Espíritu, entregándole su Cuerpo. Entonces la
Iglesia podrá expresar a todos los hombres a Aquel que
ella conserva grabado en sí misma, podrá darles el Espí­
ritu dando su propia vida, ser el Reino en medio de ellos.
En la Misión, el gran trabajo de la Pascua de Cristo se
convierte en el de su Iglesia. ¿No es este el significado
pleno del término Liturgia como acción, vitalidad, trabajo
divino del Pueblo de Dios? Si, en la celebración litúrgica,
el Pueblo de Dios llega a ser más y más el Cuerpo de
Cristo, ¿qué hace en su Misión sino que Jesucristo llegue
a ser más y más todo en todos? Pero, sobre todo, la Litur­
gia le enseña, en acción, el sentido único e inflexible de
esta actividad misionera: «por nosotros los hombres y por
nuestra salvación» en el mismo impulso de «alabanza de
la gloria de su gracia». La disminución del sentido doxo-
lógico de la Misión va, con frecuencia, a la par con la dis­
minución del significado divino de la salvación del hom­
bre. En Jesús, estas dos finalidades, distintas pero
inseparables, están unidas en la Persona del Verbo y pola­
rizadas por su fuente de luz: el Padre. «La Gloria de Dios
es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de
Dios... porque la gloria del hombre es Dios, pero el recep­
táculo de la Energía de Dios y de toda su Sabiduría y de
todo su Poder es el Hombre2». Tal es el dinamismo pas­
cual de la Misión de la Iglesia: la misma y única Gloria de
2 San Ireneo, Adversus hcereses, IV, 20, 7 y III, 20, 2.
252
LITURGIA FONTAL
Dios, que el Verbo ha venido a restaurar asumiendo y dei­
ficando al hombre.
Ahora bien, esta Pascua de la Misión nosotros apren­
demos a vivirla cumpliéndola en la celebración de la Li­
turgia. Esto es verdad, sobre todo, cuando la sinergia sa­
cram ental nos arrastra, en el corazón de la anáfora
eucarística, en la anám nesis y en la epíclesis. Aquí, el
hom bre es alcanzado en el estado en que espera ser sal­
vado, y este es el criterio de las expresiones auténticas de
la misión. En la Liturgia encontram os al hom bre allí
donde Dios se une a él, allí donde Cristo se ha hecho
siervo de los hombres. Jesús, en su condición mortal, no
ha prestado ningún servicio social, ni siquiera al multipli­
car los panes. Su servicio es divino, y se realiza en la Li­
turgia y en la Misión, salvando al hom bre allí donde él
busca a su Dios, en el ham bre y en la sed, allí donde él
está herido por la muerte.
Cristo, siervo de los hom bres para su salvación, nos
enseña en la celebración litúrgica el mismo despojo que
en la misión. Socialmente, este servicio de la única Litur­
gia es inútil, no cambia ninguna estructura; pero hum a­
namente, en la verdad esencial del hombre, es el más alto
servicio: el de la Compasión que lo deifica. La celebración
litúrgica nos hace vivir la Pascua de los hom bres en
Cristo, esta misma Pascua de la que nosotros somos servi­
dores en la Misión. Si se ha comprendido que la Epíclesis
eucarística es el foco de la Compasión de donde m anan
todas las Energías de la Iglesia, se puede entonces enten­
der cómo la Misión manifiesta y comunica la Compasión
divina que salva a los hombres.
La Misión, Epifanía de la Compasión
En la anáfora eucarística, la Pascua de Jesús por todos
los hombres llega a ser la nuestra; aunque algunos miem­
bros se alegran de pasar a la Vida, ¿cómo no sufrirán, al
253
JEAN CORBON
mismo tiempo, por aquellos que todavía están en la
muerte? En la Liturgia de la Palabra, Cristo Salvador se
nos revela y le respondemos con la acogida de la fe; pero
nuestra respuesta traicionaría a Aquel que se confía a noso­
tros si no le anunciásemos. La Misión es esta M anifesta­
ción de Cristo al mundo a través de todo lo que somos: co­
munidad eclesial, palabra, testimonio, don de nuestra vida.
En prim er lugar, la Misión es esencialmente Epifanía
de Cristo a través de su Iglesia como nueva comunidad de
Caridad. La Iglesia no es una cadena mundial de publici­
dad evangélica ni una asociación de las sucursales de los
discípulos de Jesús; ella es la novedad de la Comunión del
Espíritu Santo entre los hombres. Esta es la Buena Noti­
cia que se anuncia por su sola existencia: que el amor im­
posible esté aquí como un acontecim iento real. El Dios
Vivo no necesita presentación: Él Es y Viene. Lo mismo
sucede con la Iglesia, acontecimiento de la caridad divina
entre los hombres. Si la Iglesia no llega a ser ella misma
acogiendo el Espíritu Santo que la hace Cuerpo de Cristo,
no es más que un grupo socio-cultural entre otros; es en­
tonces, al faltar la Liturgia fontal, cuando los cristianos
recurren a la publicidad. Pero, si la Iglesia local es una
Comunidad de caridad, los hombres pueden quizá recha­
zar esta noticia conmovedora del amor de Dios por ellos,
pero no pueden no verla. La M isión como Epifanía es,
ante todo, este misterio de Luz (Jn 13, 35).
A partir de ahí, la Iglesia es también advenimiento de
la Palabra. Cada uno en la Iglesia, por medio de su Bau­
tismo y Crismación, recibe por su parte los carismas de
este profetismo nuevo: «realizar el advenimiento de la Pa­
labra de Dios» (Col 1, 25) entre los hombres. La palabra
«cumple su misión» (2 Ts 3, 1) a condición de que la lleve­
mos para lo que es y sin traficar con ella (1 Ts 2, 3; 2 Co 2,
17): Jesús crucificado y resucitado. Es Él quien, a la me­
dida de nuestra transparencia, llama a los hom bres allí
donde están, todavía en las tinieblas, y de luz en luz. Por­
254
LITURGIA FONTAL
que los entiende, Él, el único Amigo de los hombres, sabe
recogerlos para liberarlos. Ni demagogo ni doctrinario,
Jesús es la claridad toda pura de la Gloria del Padre. A
través de nosotros, Él habla «con autoridad» y no como
un cronista. La verdad de lo que dice coincide con lo que
es y esta evidencia solo puede ser reconocida por un cora­
zón sencillo y recto. Él es el único verdaderam ente hu­
mano, porque conoce en su Carne en qué consiste el com­
bate del pecador y la libertad de vivir de modo divino al
hombre. Por eso, nuestra palabra, sacramento de su Mis­
terio, no es ni un discurso sobre Dios ni una moral para el
hombre, sino la revelación de que el hombre es amado y
está llamado a hacerse Dios, porque el Padre lo ha amado
primero y su Hijo se ha hecho hombre. Esta Palabra será
tanto más verdadera cuanto más nos haya transformado
primero, deificándonos, a nosotros mismos.
Si es la Iglesia la que anuncia el Evangelio por medio
de nosotros, esto implica que estemos comprometidos en
ello con todo nuestro ser. La Misión no puede no ser testi­
monio. Jesús es el único Testigo de la ternura del Padre y
de la miseria del hombre, pero Testigo fiel, porque cum ­
ple en sí mismo la promesa del Padre en favor de todos
sus hijos: su grandeza divina ya está restaurada en el Hijo
amado. Juan era el dedo que mostraba al Verbo en la hu­
m ildad de su Carne. La Iglesia es ahora, en el Espíritu
Santo y participando de su kénosis, el precursor del Señor
en el um bral de su Advenimiento en la Gloria. Pero no
muestra a Cristo como exterior a ella; Juan era el amigo
del Esposo, ella es la Esposa. El misterio del testimonio,
con demasiada frecuencia reducido a apariencias, es tre­
mendamente exigente: reclama insistentemente transpa­
rencia. No se improvisa el testigo. Hace falta una larga in­
tim idad con el Verbo de Vida y con la m uerte de los
hombres hacia los que él nos arrastra en su seguimiento:
hace falta la Compasión siempre naciente, la de la Virgen
María.
255
JEAN CORBON
Finalm ente, la m isión de la Palabra culm ina en el
martirio, forma última de testimonio. Poco importan sus
form as, pero la m isión de la Iglesia ya no sería la de
Cristo y del Espíritu Santo si no se acabara así. «¿A ti qué
te importa? Tú sígueme...» (Jn 21, 22). Tan solo podemos
ser testigos de Aquel que hemos escuchado, han contem­
plado nuestros ojos y han tocado nuestras m anos si su
Fuego nos purifica hasta conform arnos totalm ente con
Él. Desde la Epíclesis de nuestro Bautism o hasta la de
nuestras Eucaristías, es este mismo Fuego el que actúa en
nosotros para que la Vida haga su obra en nuestros her­
manos. Si nuestra misión no encuentra contrariedades, es
que somos falsos profetas. Ahora bien, habiendo sido en­
viados para estar con los hombres, no podemos ser como
ellos; estaremos con ellos y seremos para ellos tan solo si
somos como Cristo: «signo de contradicción» (Le 2, 34),
revelando los secretos de los corazones. La tribulación
-sufrida porque somos «cristianos» (1 P 4, 16)- es el sello
del ministerio de la Palabra, su culminación en el silencio
del Amor que da la Vida después de haber dado el «ger­
men incorruptible» de la Vida (/ P 1, 23). Se cumple así
en la Liturgia eterna la Misión comenzada en la Liturgia
de la Iglesia. En el martirio, la compasión alcanza el ex­
tremo del amor.
La Misión, Pentecostés de los últimos tiempos
La Misión de la Iglesia no es más intermitente que el
Amor del Padre por cada uno de los hombres. Pero noso­
tros no podemos anunciar siempre a Aquel que contem­
plamos ni ayudar continuamente a nuestros hermanos a
liberarse en el Espíritu Santo. No pudiendo a cada ins­
tante partir el Pan del que los hombres tienen hambre ni
derram ar la Unción que cura todas sus heridas, entonces
¿qué haremos? Algunos retornan a sus redes. Otros están
demasiado habitados por la Compasión de su Señor como
256
LITURGIA FONTAL
para dejar a la Iglesia sola en el Tiempo de su alum bra­
miento; Aquel que la Iglesia lleva, ¿no es Aquel que llega a
serlo todo en todos? La Misión vuelve, entonces, a su
fuente para no cesar de manar; es en la oración del cora­
zón donde la Liturgia de la Misión no se agota jamás.
En la Epíclesis de la Eucaristía, nuestro sacerdocio
profético y real, de la Palabra y del Amor, se alimenta de
un fuego que no se apaga. En ella, la Liturgia del corazón
encuentra siempre alguna brasa con la cual la oración se
aviva de nuevo en el impulso y en la llama de la Epíclesis.
En secreta comunión con el gemido de los santos de de­
bajo del altar de la Liturgia eterna, la oración del corazón
es el lugar desde donde el Espíritu no cesa de derramarse
en los hombres. En este Pentecostés ininterrum pido de
los últimos tiempos, el Espíritu Santo es, según las pala­
bras de san Basilio, «el lugar de los santos»3. Así ha sido
desde la aurora de la plenitud de los tiempos. Este miste­
rio de efusión, su Misión, comenzó para el Espíritu Santo
con la Virgen María. Desde que ella concibió al Verbo del
Padre, parte «a toda prisa» a casa de su prima Isabel, y he
aquí que, deseando la paz, ella la da: el Espíritu invade a
la madre, y su niño conoce ya los estremecim ientos del
Paráclito. La Iglesia, incluso cuando es inútil para el
mundo, está siempre así en misión, en visitación entre los
hombres. La oración es en el corazón de la Iglesia la Epí­
clesis de su Misión continua.
Orar así siempre es un don que está inscrito en el Se­
llo del Don del Espíritu que ha confirmado nuestro Bau­
tismo. Cuando este don es revelado por una llamada per­
sonal y se adueña de todo el ser y de toda la vida, se
convierte en ese carisma que no tendrá nunca un nombre
canónico adecuado en la Iglesia: la vida monástica. Es el
carisma virginal de la Iglesia. Aquellos que son revestidos
de este carism a entregan al Espíritu Santo, Señor de lo
3 Liber de Spiritu Sancto, PG 26, 184a.
257
JEAN CORBON
imposible, todo lo que en el hombre espera primeramente
del hom bre su realización: el querer, el poder y el tener.
Esperarlo todo del Espíritu Santo es el movimiento pri­
mero de la Epíclesis, de la oración del corazón. La vida
monástica es así el carisma escondido, pero en primera lí­
nea del combate escatológico que sostiene toda la Misión
de la Iglesia. Es ser el Amor en el corazón de la Iglesia, se­
gún la expresión de santa Teresa del Niño Jesús.
Un icono de las Iglesias orientales, que comienza a ser
redescubierto por sus herm anas de Occidente, expresa
muy adecuadam ente este m isterio de la Iglesia orante
en el Pentecostés de los últimos tiempos: es el icono de la
Deesis4. En el centro, Cristo tiene en una mano el rollo de
la historia (el Cordero crucificado y resucitado) y con la
otra bendice el mundo (la efusión del Espíritu Santo): es
siem pre en la Ascensión donde se revela y se realiza el
misterio de la Misión. A un lado y al otro, la Virgen María
y Juan Bautista, con las manos abiertas y extendidas, no
son m ás que oración, intercesión, gemido del Espíritu.
María está siempre aquí, Iglesia de la Visitación de Dios
entre los hombres; pero Aquel que ella llevó y aquel que
quedó lleno del Espíritu Santo están ahora en la Liturgia
eterna. «Bienaventurada tú, que has creído...» (Le 1, 45)
es la Bienaventuranza de la Iglesia, porque su Compasión
no puede no dar su fruto eterno.

4 Literalmente «súplica», «ruego», «petición;


758
LA LITURGIA, TRADICIÓN DEL MISTERIO

No tenemos que inventar la Misión. Nos es dada, tene­


mos que cumplirla, celebrarla. Remontando a su fuente,
hemos descubierto, si es que era necesario, que la Litur­
gia tampoco hay que reinventarla; tenemos que entrar en
ella y ser arrastrados por su corriente de vida. Estamos
ante la maravilla del Misterio de Cristo: desde el principio
de la creación a la consum ación del Reino, él es Tradi­
ción. La santa y viva Tradición, la tradición divina, es, en
efecto, el Amor desgarrado del Padre que entrega a su
Verbo y derrama su Aliento hasta este cumplimiento: he
aquí mi Cuerpo entregado por vosotros... he aquí mi San­
gre derramada por la multitud... Jesús entregó su Espíritu.
La pasión del Padre por los hombres (Jn 3, 16) se cumple
en la Pasión de su Hijo y se derrama desde entonces por
su Espíritu en esta Compasión divina en el corazón del
mundo que es la Iglesia. Y el misterio de la Tradición es
esta misión conjunta del Verbo y del Espíritu a lo largo de
toda la Economía de la salvación; de ahora en adelante,
en los últimos tiempos, todas las corrientes de am or del
Espíritu de Jesús confluyen en el gran Río de Vida que es
la Liturgia.
En la Econom ía de la salvación, la Tradición era,
primeramente, el don de acontecimientos salvíficos; en la
Liturgia, ella realiza y hace presente el Acontecimiento
que sostiene toda la historia, la Pascua de Jesús, pero con
la Iglesia, y esta es la Sinergia central de la Epíclesis. En
259
JEAN CORBON
la Economía de la salvación, la Tradición era, luego, la re­
velación del significado de los acontecimientos salvíficos
por los profetas y los escritores sagrados; en la Liturgia,
ella manifiesta a Cristo a la Iglesia y por la Iglesia, y esta
es la Sinergia del Memorial. En la Economía de la salva­
ción, la Tradición era, por últim o, la participación del
Pueblo de Dios en los acontecimientos salvíficos; en la Li­
turgia, está la Sinergia de la Comunión, en la que la cele­
bración y la vida son en adelante inseparables. Los cana­
les de la Tradición divina son los de la «gracia múltiple en
sus efectos» (1 P 4, 10-11), pero el Agua viva es siempre la
del Río «límpido como cristal, que m ana del trono de
Dios y del Cordero».
La Liturgia es el gran Río donde confluyen todas las
energías y las manifestaciones del Misterio, desde que el
mismo Cuerpo del Señor, vivo junto al Padre, no cesa de
ser entregado a los hom bres en la Iglesia para darles la
Vida. La Liturgia no es una realidad estática, recuerdo,
modelo, principio de acción, expresión de sí o evasión an­
gélica. Ella desborda los signos en que se expresa y la efi­
cacia que de ella se percibe. Ella es irreducible a sus cele­
braciones, aunque esté toda entera en ellas. Pasa a través
de la palabra hum ana de Dios, escrita en la Biblia y can­
tada por la Iglesia, sin jam ás agotarse en ella. Está en su
casa en medio de todas las culturas y no se reduce a nin­
guna de ellas. Hace la unidad de una multitud de Iglesias
locales sin perder nunca su originalidad. Nutre a todos los
hijos de Dios y en ellos no cesa de crecer. Si bien ince­
santemente celebrada, nunca se repite: es siempre nueva.
Si hemos entrado en la visión de Juan, contemplando
en el corazón de la historia el despliegue del Río de Vida
que es la Liturgia, todas nuestras separaciones entre la ce­
lebración y la vida son removidas y superadas. Esta atrac­
ción omnipotente del Cristo de la Ascensión, inscrita en el
vacío de todo acontecim iento humano, puede entonces
iluminarlo y vivificarlo desde dentro. No podemos redu­
760
LITURGIA FONTAL
cirla a algunos destellos de comunión ni a unos momen­
tos festivos de celebración com unitaria. El Aconteci­
miento total de Cristo que es la Liturgia, y en el cual noso­
tros estam os constantem ente implicados, desborda por
todas partes la conciencia de fe y la celebración de los cre­
yentes. En efecto, porque lo que él asum e y penetra es
toda la historia, y todos los hombres y cada uno de ellos
en todas sus dimensiones, y todo el cosmos y toda la crea­
ción. Para ser arrastrados por este Río, que nos baste ha­
ber alcanzado su Fuente.

261
ÍNDICE

PRÓLOGO de Félix María A rocena.................................. 7


NOTA SOBRE EL AUTOR de Félix María Arocena .. 13
PRESENTACIÓN del Cardenal Roger Etchegaray .... 19
INTRODUCCIÓN ................................................................. 21
VOCABULARIO LITÚRGICO ............................................ 23
EN EL BROCAL DEL POZO ......................................... 27
I
EL MISTERIO DE LA LITURGIA
Capítulo I
EL MISTERIO ESCONDIDO DURANTE SIGLOS
(Ef 3, 9) .......................................................................... 35
En el principio ............................................................. 37
El tiempo de las prom esas......................................... 39
Capítulo II
LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS O EL ADVENI­
MIENTO DEL M ISTERIO....................................... 41
El Verbo se hace carne; la kénosis del Hijo ............ 41
«Entonces aparece Jesús»: la Manifestación ......... 44
Capítulo III
LA HORA DE JESÚS O EL ACONTECER DEL MIS­
TERIO ........................................................................... 49
El Acontecimiento escondido: la Cruz .................... 51
El Acontecimiento manifestado: la Resurrección .. 55
La Resurrección: el manar de la Liturgia................ 57
263
ÍNDICE
Capítulo IV
LA ASCENSIÓN Y LA LITURGIA ETERNA...............
El Misterio de la Ascensión .......................................
La Liturgia celestial .....................................................
El retomo al Padre.......................................................
El Señor de la historia ................................................
Capítulo V
PENTECOSTÉS, ADVENIMIENTO DE LA IGLESIA .
Capítulo VI
LOS «ÚLTIMOS TIEMPOS»: EL ESPÍRITU Y LA
ESPOSA .........................................................................
El Misterio de los últimos tiem pos...........................
El Espíritu y la E sposa...............................................
Capítulo VII
LA TRANSFIGURACIÓN ................................................
La zarza ardiente .........................................................
La Transfiguración ......................................................
La Liturgia sacramental .............................................
Capítulo VIII
EL ESPÍRITU SANTO Y LA IGLESIA EN LA LI­
TURGIA .........................................................................
La Luz del triple resplandor.......................................
La Manifestación del Cuerpo de Cristo ...................
La Pascua del Cuerpo de Cristo................................
La Comunión del Cuerpo de Cristo..........................
La Liturgia, Sinergia del Espíritu y de la Iglesia ....

II
LA LITURGIA CELEBRADA
Capítulo IX
LA CELEBRACIÓN, EPIFANÍA DE LA LITURGIA ...
La celebración, «momento» de la Liturgia.............
La celebración, lugar de la Liturgia..........................
La celebración, foco de la Liturgia ...........................
Las celebraciones de la Liturgia ...............................
La celebración, fiesta de la Liturgia..........................
264
ÍNDICE
Capítulo X
EL MANAR DE LA LITURGIA EN LA CELEBRA­
CIÓ N .............................................................................. 133
Las cisternas agrietadas.............................................. 134
«Hendió la roca y manó el agua» (Is 48, 21) ......... 137
«Les conducirá a manantiales de agua» (Is 49, 10) . 144
Capítulo XI
EL SACRAMENTO DE LOS SACRAMENTOS.......... 147
La Liturgia de la Palabra ............................................ 148
La Anáfora eucarística ............................................... 151
La Comunión eucarística........................................... 155
Del preludio al fin a l.................................................... 157
Capítulo XII
LAS EPÍCLESIS SACRAMENTALES........................... 159
Unidad y diversidad de las Sinergias sacramentales . 160
Las Epíclesis del nacimiento ..................................... 162
Las Epíclesis de curación o la victoria sobre la
m uerte............................................................................ 167
Las Epíclesis de Cristo siervo: el don de la Vida.... 171
La armonía sacramental del Cuerpo de Cristo....... 174
Capítulo XIII
LA CELEBRACIÓN DEL TIEMPO NUEVO ............... 177
Día de luz, largo, eterno............................................... 177
«El año de gracia del Señor» (Le 4, 19) ................... 179
«El primer día de la semana» .................................... 182
Capítulo XIV
EL ESPACIO SACRAMENTAL DE LA CELEBRA­
CIÓN .............................................................................. 187
«Señor, ¿dónde moras?» (Jn 1, 38) .......................... 187
La Iglesia, Casa de D ios.............................................. 189
El espacio del cuerpo de Cristo................................. 191
III
LA LITURGIA VIVIDA
Liturgia celebrada y Liturgia vivida ......................... 197
La Liturgia, más allá del culto y de la vida m oral.. 199
El único Misterio de la Liturgia ............................... 201
265
ÍNDICE
Capítulo XV
LA ORACIÓN, LITURGIA DEL CORAZÓN................ 205
El lugar del corazón..................................................... 205
Entrar en el nombre del Santo Señor Jesús ........... 206
El altar del corazón...................................................... 209
La Epíclesis del corazón ............................................. 210
El altar de la Comunión ............................................. 212
Capítulo XVI
LA DEIFICACIÓN DEL HOM BRE............................... 215
El Misterio de Jesú s..................................................... 216
El realismo de la Liturgia del corazón..................... 218
El Espíritu Santo, Iconógrafo de la deificación .... 220
Capítulo XVII
LA LITURGIA EN EL TRABAJO Y EN LA CULTURA 223
La iconografía desconocida......................................... 223
El trabajo transfigurado .............................................. 225
La iconografía de la cultura ........................................ 228
Capítulo XVIII
LA LITURGIA EN LA COMUNIDAD HUMANA........ 231
«El reino de Dios está en medio de vosotros» {Le
17, 21) ............................................................................ 233
La Iglesia en epíclesis ................................................. 235
«En comunión los unos con los otros» (1 Jn 1, 7) 237
Capítulo XIX
LA COMPASIÓN, LITURGIA DE LOS POBRES....... 241
El altar de los pobres .................................................. 241
La Iglesia de la Compasión ....................................... 244
Capítulo XX
LA MISIÓN Y LA LITURGIA DE LOS ÚLTIMOS
TIEMPOS ...................................................................... 249
El misterio pascual de la M isión.............................. 251
La Misión, Epifanía de la Compasión..................... 253
La Misión, Pentecostés de los últimos tiem pos...... 256
LA LITURGIA, TRADICIÓN DEL M ISTERIO........... 259
LITURGIA FONTAL
JEAN CORBON (París 1924 - Beirut 2001),
vivió en El Líbano desde 1956. Ordenado
sacerdote en el rito bizantino, centró sus
i e s t u d i o s y su ministerio, sobre todo, en el
Wp campo ecuménico. A lo largo de su vida fue
miembro de la Comisión internacional para el
" V diálogo entre católicos y ortodoxos, consultor
^ 1 del Secretariado para la unión de los
A» cristianos, miembro de la Comisión Teológica
Internacional. Fue también profesor de
Liturgia y Ecumenismo en varios centros teológicos libaneses, y
secretario de la Asociación de Seminarios e Institutos teológicos de
Oriente Medio.
Su obra más original y sugerente la constituye esta Liturgia
fontal (Liturgie de Source) que hasta ahora no había sido traducida al
castellano, y que -como dice en el Prólogo el liturgista español Félix
María Arocena- por sus expresiones y sistemática recordarán al lector
la parte del Catecismo dedicada a la oración cristiana, pues no en
vano fue también miembro de la comisión redactora del Catecismo de
la Iglesia Católica.
El cardenal Etchegaray, en la Presentación de esta obra, destaca
que «nuestros hermanos orientales dan mayor importancia que
nosotros a la Liturgia», y que en la Iglesia latina, tras la reforma
litúrgica del Concilio Vaticano II, «los animadores de la renovación
litúrgica a veces se limitan a dirigir sus esfuerzos hacia la parte
exterior de la celebración, y no nos ayudan a penetrar
verdaderamente en el misterio litúrgico».
Para Corbon, antes de hablar de nosotros y de nuestra
celebración, debemos escuchar a Quien celebra y es celebrado,
porque, antes que una celebración, la Liturgia es un evento: el
misterio de Jesucristo.

Ediciones Palabra

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