Está en la página 1de 5

No existe un “yo” anterior a la

“estructura natal”
Por: Eugenio Carutti

El excesivo énfasis puesto en la carta natal individual suele


oscurecer el hecho de que las sucesivas formas que el sistema solar
adopta responden a una matriz única que posee un patrón
absolutamente regular de manifestación. A medida que los planetas
recorren sus órbitas se van formando los dibujos que simbolizan las
cualidades que se corporizarán en una existencia concreta. Estas
órbitas obedecen a un algoritmo matemático que define las sucesivas
posiciones de los planetas a lo largo de los milenios, así como los
ángulos que establecerán entre sí. El Cielo de cada instante -cada
carta natal- no constituye un dibujo autónomo sino que es una
transformación particular de esa matriz, está absolutamente
implicado en cada uno de los instantes anteriores y posteriores, de
igual manera que una ola no es más que un rizo en el flujo del
océano.

Si miramos nuestra existencia desde un punto de vista individual


podemos decir que cada nacimiento encarna un momento de ese
flujo que se desplegará en una trama de relaciones –otros dibujos del
Cielo- matemáticamente congruentes entre sí. Desde una perspectiva
más amplia podemos pensar que se trata de una red que se
materializa por medio de los distintos “individuos” que comparten
destinos comunes. Un racimo de nacimientos engarzados por su
coherencia estructural.

A través de cada uno de estos racimos –u oleadas de nacimientos- se


despliega en la Tierra la continuidad matemática de las
transformaciones del Cielo. A su vez, cada existencia concreta
modifica con su experiencia la sustancia de la Tierra,
comprometiendo así las posibilidades de aquellos instantes –otras
transformaciones preestablecidas de la matriz- que se corporizarán
en el futuro.

Cada uno de los diseños de la trama celeste expresa, o simboliza,


cierta vibración o cualidad sintética que emerge de la relación entre
los distintos factores que lo componen (planetas, signos, ángulos) tal
como un acorde musical nace de la peculiar resonancia entre las
notas que lo conforman. Como sabemos, esa vibración sintética que
hace a la singularidad del nacimiento se distribuye, a su vez, a través
de otra matriz: el sistema de casas asociado al lugar, que define en
gran medida los escenarios en la vida de ese individuo, es decir, a
través de qué tipo de vínculos o acontecimientos particulares se
manifestarán cada una de las notas que componen el acorde.
Cada carta natal describe la trama vincular asociada al cuerpo del
niño que nace en determinado instante y lugar. La vibración sintética
de ese momento se refracta en una multiplicidad de relaciones y
sucesos que constituyen el “destino” de ese niño. Éste se encuentra
envuelto, por así decirlo, en las cualidades que le corresponde
expresar pero la mayor parte de ellas se manifiestan inicialmente a
través de otras personas y las situaciones que con ellas protagoniza.
Aquí comienza un doble movimiento que encarna -en una existencia
individual- toda la tensión entre lo separativo y lo holístico, entre la
forma en crecimiento que debe ser protegida y el nivel global del
sistema energético. Desde el punto de vista psicológico es necesario
que el niño se discrimine de las personas y situaciones que lo
rodean, a fin de configurar una identidad estable. Esta identidad
consciente –que llamamos yo- desarrollará una forma relativamente
constante de relacionarse con las experiencias inscriptas en el
instante de nacimiento, que a partir de este momento le parecerán
como definitivamente “externas”.

Pero desde el punto de vista astrológico, lo que en realidad sucede es


que se ha establecido un patrón de identificación dentro del campo
de la carta natal. El yo no es nada más que un fragmento de esa
totalidad, una particular y necesaria organización de la misma, no
una estructura independiente o anterior a ella. Las frases coloquiales
como “mi carta natal”, “mi Saturno” o “mi Ascendente” son
construcciones equívocas del lenguaje que evidencian, una vez más,
su distancia respecto del paradigma astrológico. No existe un yo
anterior a la estructura natal sobre el cual “influyen las estrellas”
sino que esa sensación de identidad que llamamos yo, “identidad
consciente” o “personalidad”, es un efecto del despliegue cíclico de
la matriz natal. Una estructura arquetípica, que adquiere
determinadas características a partir de la previsible cristalización de
algunas de las cualidades del mapa.

Ciertos niveles de la carta natal resuenan de tal manera en nuestra


sensación de “interioridad”, que son rápidamente reconocidos como
“propios” o como formando parte de aquélla. Otros, en cambio,
permanecen alejados de toda identificación e incluso parece
imposible que alguna vez puedan ser aceptados como aspectos del
Sí-mismo.

En sus niveles más básicos, nuestra conciencia está condicionada


para fragmentar el campo global en un sinfín de dualidades como
bueno/malo, interno/externo, deseable/temible, etc. Este
condicionamiento actúa como un verdadero “selector arquetípico”
de vibraciones haciendo que algunas de las cualidades natales
coagulen con extrema rapidez y definan los bordes de la identidad
consciente, mientras que otras sólo podrán ser aceptadas después de
una larguísima elaboración. Podríamos decir que lo que llamamos
“destino” es precisamente esta “larguísima elaboración”: el abismo
que se abre entre lo que cada ser humano cree ser -a partir del
momento en el que se estabiliza el yo- y lo que realmente es.

Cuando observamos una carta natal debemos tener en cuenta,


entonces, tanto la tendencia a la cristalización en una identidad fija
como el desarrollo de la capacidad de redefinir las identificaciones
que fueron necesarias y, así, permanecer abiertos al despliegue de la
vibración profunda del instante de nacimiento.

Ambos movimientos forman parte del arquetipo de nuestra


existencia. Desde este punto de vista, en todo individuo se desarrolla
primero una estructura de personalidad que fluctúa alrededor del
punto de equilibrio entre las necesidades de la estabilidad psíquica y
las cualidades energéticas del mapa. Se erige como una barrera,
dentro de la estructura natal, que separa aquello que podemos
reconocer como características “personales” del “destino que nos
toca vivir”. Pero, a partir de determinado momento, la lógica del
sistema apunta a disolver esa misma estructura que construyó
inicialmente. En cada giro de la rueda lo desconocido de sí mismo
retornará con precisión matemática y en cualquier evento existirá
una información con el potencial suficiente como para alterar los
supuestos con los cuales nos habíamos identificado. Pero si la
estructura de la personalidad es demasiado rígida o no están
suficientemente desarrolladas las cualidades aptas para acompañar la
segunda parte del proceso, es inevitable que se instaure un conflicto
recurrente entre la identidad auto-centrada y los acontecimientos.
En algunos casos, la personalidad construida no es suficientemente
sólida y en consecuencia se siente a merced del “destino”, en otros,
el aprendizaje en la expansión del yo ha sido exitoso y la persona
tiene la sensación de poseer un fuerte control sobre el mundo. Pero
en una u otra situación, el paradigma de la existencia es el mismo:
Responde a una lógica basada en el conflicto entre lo “interno” y lo
“externo”, y en ninguno de los dos casos ofrece los elementos como
para encontrar una articulación diferente entre ambos lados de la
estructura.

Nadie nos prepara para desarrollar una identidad suficientemente


estable y flexible a la vez, como para no oponernos a las
transformaciones inscriptas en nuestro instante natal ni quedar
irremediablemente desorganizados por ellas. Y aún más lejos
estamos de preguntarnos acerca de las cualidades que necesitamos
desarrollar para poder entregarnos a la acción de la totalidad que
subyace a nuestras vidas.

En realidad, cada vez que confundimos cualidad energética con


reacción psicológica, estamos reforzando el paradigma del conflicto.
Cualquier descripción que no muestre, al mismo tiempo, el aspecto
defensivo con el que nos protegemos de aquello que nos excede,
junto con el potencial interno para la transformación, tiende a
cristalizarnos. Y cuando la identidad cristalizada se enfrente con el
fatal desafío de su renovación, ésta sólo podrá producirse por medio
de la destrucción, el dolor y el sufrimiento.

En general, aceptamos el conflicto como una inevitable condición de


nuestra existencia. Sin embargo, deberíamos preguntarnos si esto
realmente responde a la lógica profunda del Zodíaco o se trata de
una interpretación que surge de nuestro condicionamiento colectivo.  

También podría gustarte