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ADOLFO PRIETO

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BORGES
Y LA NUEVA GENERACION

LETRAS UNIVERSITARIAS
ADOLFO PRIETO

BORGES
A NUEVA GENERACION

LETRAS UNIVERSITARIAS
COLECCIÓN DE ENSAYOS
de
LETRAS UNIVERSITARIAS

Diagramó Grete Stern

va U17

Copyright by Letras Universitarias 1954


Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina - Printed in Argentine
PRESENTACION

Si la fuerza de las convicciones no necesita ser gritada


para manifestarse, pensamos que este ensayo sobre Borges
.tiene el valor de su fuerza y la decisiva garantía de su hones-
tidad. El tema, Borges, y las palabras que a continuación lo
especifican, la nueva generación, sugieren los peligros de la
parcialidad, admirativa o enconada, ante los que fácilmente
podría sucumbir cualquiera que sintiéndose integrante de una
generación sucesora de la de aquél, lo abordara. Adolfo Prieto
escapa a esta disyuntiva. Porque si hay una palabra clave pa-
ra nombrar su obra, honestidad es la que nosotros diríamos.
Ubicar a un autor y a una generación en la atmósfera
viva a la que pertenece y juzgar luego el cumplimiento de su
misión literaria implica necesariamente la propia ubicación,
la perspectiva exacta del propio destino en la vocación ele-
gida. Prieto no nos defrauda. La elección del tema Borges, la
elección, de todos los otros temas que ha ensayado en sus es-
critos, es una definición de su postura frente a la literatura y
consecuentemente de su responsabilidad total en la situación
que reconoce como propia. Borges, ante quien la nueva gene-
ración no puede permanecer indiferente, es estudiado aquí, en
tanto se dan en él en su forma más lograda aquellos elemen-

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A
ADOLFO PRIETO

tos característicos de una generación cuyo enjuiciamiento in-


tenta el autor. Así, en la medida en que la obra no es exclu-
sivamente un estudio sobre Borges, las posibles discrepancias
con sus juicios particulares no inciden fundamentalmente en
la totalidad. Explicariase por esto, en parte, la radical distan-
cia que separa a ésta de otras críticas sobre el mismo escritor.
Acercándose a ella con peculiar mirada, la obra de Borges
solicita el énfasis en dispares méritos o fallas.
De tal modo, en Prieto la crítica es sólo punto de partida,
compromiso asumido en su responsabilidad futura de escritor
de una nueva generación, cuya tarea define como una carga
ineludible, porque "este tiempo en que nos ha sido dada aza-
rosamente la existencia, ni mejor ni peor que otros, es tiempo
de seriedad". Pero si está ya definido su sentido del -quehacer
literario y la responsabilidad frente al contorno viviente en
que se instala —para ello lo vemos en algún modo acercarse
a Sartre y hablar de compromiso—, su juicio no se encierra
en su personal visión y es capaz de captar otras posibles ac-
titudes. El reconocimiento de la distancia temporal y espiri-
tual que separa a su generación de la situación que rodeó a la
anterior, de lo que a ella —concretamente a la labor de Bor-
ges— se le debe, de la autenticidad que supone la personalidad
y la obra de éste lo obligan a deslindar de sus exigencias
aquello que, siendo para él mismo imperativo, no lo fué para
otros. Intenta la objetividad: penetrar por la poesía, el ev>-
sayo o el cuento en el mismo mundo en que surgieron y luego
buscar su génesis y su sentido, y valorarlas. Pero si su juicio
es duro, y aun si fuera errado, visible queda su deseo de no
escamotear ningún posible argumento en contra suyo.
Así, fácil es decir que la obra de Prieto es, quizás, una

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de las voces que la joven generación reconoce, o reconocerá,


como propias. Su vehemencia no oculta en la justeza y preci-
sión de su lenguaje o la serenidad de sus conclusiones, puede
reconocerse en otras vehemencias; su amor por ciertas cosxs
y sus búsquedas, en otras búsquedas. El sentimiento concreto
de la realidad, el impulso de verdad y la honestidad en el ha-
cer, como definición de una generación, no bastan, indudable-
mente, para confiar en su capacidad creadora, que sólo el
tiempo confirmará, pero intuirlos como elementos tangencia-
les en quienes la integran descubre la existencia de un común
fundamento generador, aun por expresarse. Si el destino de
lo literario entre nosotros está vitalmente unido a la expre-
sión de este sentimiento, las voces que se insinúan no podrán
menos de parecer presagio de una literatura auténtica, y quie-
nes así lo crean encontrarán impulsos para esperar que, aquí
y ahora, no todo se ha perdido.

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AL GRUPO DEL CARMEN
"Inferir de un libro las inclinaciones de su
escritor parece operación muy fácil, máxime
si olvidamos que éste no redacta siempre lo
que prefiere, sino lo de menor empeño y
lo que se figura esperan de él".

( ] . L. Borges. EVARISTO CARRIEGO)


PROLOGO

Acercarse a la obra de un autor viviente con ánimo de


redondear un juicio es tarea problemática, y, por supuesto,
congelada de antemano en la circunstancia que le dió origen.
Cualquier libro posterior a este presunto ensayo puede inva-
lidarlo —si es que es válido aquí y ahora—; cualquier viraje
futuro en la actitud del autor echa por tierra este intento de
ubicación. Una vida es una suma de posibles; ¿a qué esta
prisa por cercar lo inconteniblemente en curso? La pregunta
es un cargo; un descargo este otro interrogante: ¿ por qué no
entablar discusión, abrir conjeturas, ubicar a un contemporá-
neo de la misma manera que lo hacemos con un hombre del
pasado, siendo el último un mero fantasma y el primero
un término obligado de nuestro diálogo dramático con la
existencia?
Borges es acaso el más importante de los escritores
argentinos actuales. Si alguien no encontrara mérito en la
comparación, diré simplemente, repitiendo el consenso, que es
un notable escritor. Ocurre con él, sin embargo, un curioso
fenómeno, que ya tiene antecedente en nuestra historia lite-
raria: como en Lugones, y quizás en mayor medida que en
Lugones, se nota un desajuste entre el valor auténtico de la

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obra y el volumen que desplaza su prestigio de autor. Borges,


como Lugones, es más un fenómeno de presencia que el autor
de una obra intrínsecamente valiosa. Esta observación (en un
principio confuso sentimiento)-, sugirió, con el capricho con
que dispone las cosas el azar, el punto de partida del presente
trabajo. Pudo haber sido cualquier otro: preferí éste por ha-
bérmelo provocado espontáneamente mi primer contacto con
la obra de Borges. Siempre es bueno, en el punto de partida,
una motivación psicológica.
Indagar las causas del desajuste denunciado me llevó,
naturalmente, a declarar la perspectiva desde la que tornaba
obvia su existencia. Para un lector de cincuenta años, por
ejemplo, tal desajuste no existe; o existe y carece de impor-
tancia. Para los lectores de veinte a treinta años la despro-
porción es evidente y remite a las diferencias de clima que
separa una generación de la otra.
Las opiniones que aquí se vierten no presumen, por
cierto, de representar la opinión unánime de la juventud ac-
tual. No hay estadística ni censo posibles. Con la mayor buena
voluntad se ha intentado pulsar el juicio de los más, sin de-
formarlo excesivamente en el tamiz de la apreciación subje-
tiva. Que ningún joven se sienta usurpado por esta invocación
de contemporaneidad. Al fin y al cabo, es una inocente cues-
tión de método; a lo sumo, la ingenua esperanza de acertar
con la palabra que muchos quisieran haber dicho, y no dijeron
impedidos por la pura eventualidad.
A. P.

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APROXIMACION AL HOMBRE

Borges nació en Buenos Aires en 1899. Pasó los años de


la adolescencia en Europa; estudió en Ginebra; estuvo tres
años en España; regresó al país en 1921. Durante su perma-
nencia en España formó parte del grupo apadrinado por Can-
sinos Asséns, fabuloso conocedor de catorce lenguas, ameno
conversador, prosista lírico, padre reconocido de la entonces
novísima manera poética: el ultraísmo.
Borges fué en Buenos Aires punta de lanza de la nueva
escuela, hecho significativo que marcará una de las constan-
tes de su actividad literaria. Junto con González Lanuza y
|t Guillermo Juan, edita la revista mural Prisma, y publica en
Nosotros los propósitos y los elementos del ultraísmo. Los
poetas ultraístas se proponían, según ese manifiesto, abolir
"la hechura del rubenianismo y anecdotismo vigentes", para
lo cual se apoyaban en un programa que incluía: la reducción
de la líricas a la metáfora, su elemento esencial; la tachadura
de las frases medianeras, nexos y adjetivos inútiles; la aboli-
ción de los trebejos ornamentales, el confesionismo, la c¡r-
cunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada; la
síntesis de dos o más imágenes en una.
En el mismo año en que el joven poeta publicaba este
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manifiesto, Ortega y Gasset pronunció un admirable discurso


a los postres del banquete que Gómez de la Serna y su grupo
le ofrecieran en el café del Pombo. Ortega incluyó a los jóve-
nes de hace treinta años en una definición que resultó en
buena parte profética. La generación que hacia 1920 irrumpía
en el escenario histórico con plenitud de fuerzas era la última
generación liberal; aquella en que periclitaba el vasto impul-
so iniciado en el Renacimiento, que nació como negación de
un pasado y pervivió por la voluntad de negar negaciones.
Desde el Renacimiento a nuestros días, todo nuevo estado de
cosas ha debido afirmarse en la negación de lo anterior. El
despilfarro vital parace haber tocado a su término; ante la
última generación, en el campo artístico al menos, vuelve la
tierra a ser rasa y desierta. Ortega augura entonces una pró-
xima generación, en la que pulsará un sentido de la vida en
modo alguno liberal. "Amantes de las jerarquías, de las dis-
ciplinas, de las normas, comenzarán a juntar piedras nobles
para erigir una nueva tradición."
Borges nació a la vida literaria bajo el signo de la última
generación liberal. Para afirmar tuvo primero que negar, y
luego lo ímprobo, heñir sus propios mitos. El lo consiguió,
ciñéndose a una esfera estrictamente personal. El primer mi-
to, el ultraísmo, pertenecía a un grupo; toda su obra posterior
es una construcción mítica que nace y concluye con él, aun-
que condicionada naturalmente por el ámbito general y la
circunstanciación. Borges ha afinado a tal punto la singula-
ridad de su obra, que a primera vista parece como si ésta vi-
viera desgajada de toda circunstancia de tiempo y de espacio,
como si la obra y el medio en que fué gestada no guardaran
relación en absoluto. ¿Es que no provoca asombro la impre-

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BORGES Y LA N U E V A GENERACION

vista lectura de este enunciado? "En el último cuarto de siglo,


en Buenos Aires, hay un escritor que se entretiene en relatos
fantásticos y cuentos policiales; ejercita una crítica inteli-
gente, aunque las más de las veces ociosa; difunde el conoci-
miento de la literatura inglesa y de las sagas de Islandia; se
preocupa de cuestiones teológicas; ensaya algún devaneo me-
tafísico; prodiga una exuberante información bibliográfica."
De pronto, se le ocurriría a uno ubicar a un escritor seme-
jante en el imaginario país de Castalia, absorto en prepararse
para el desinteresado juego de abalorios, o en un hipotético
siglo XVIII, deslumhrado por la perspectiva de una literatura
universal. En Buenos Aires, por estos años, no. Claro que
esta impresión se desvanece cuando se rasga la superficie de
los hechos y se comprueba que el caso de Borges, lejos de ser
un fenómeno aislado, no es más que el representativo de una
generación de escritores que, en un momento y en un país
determinados, adoptaron una especial actitud frente al que-
hacer literario. La impresión se afinca, sin embargo, durante
cierto tiempo, en el ánimo del lector, por cuanto la obra de
Borges, repito, se eleva como una singularidad reclusa en sí
misma; su prestigio (como todo prestigio), se afirma sobre
la omisión de los contemporáneos y de sus obras, y el juicio
que aquélla nos merezca recaerá inexorablemente sobre éstas.
La injusticia violenta, pero suele ser inevitable en aprecia-
ciones de este tipo.
Una de las primeras reacciones de un lector joven ante
la obra de Borges, se canaliza en la intención de clasificar a
éste en la categoría de escritores que gastan la literatura co-
mo un lujo y que lanzan sus invenciones como luces de ben-
gala sobre la opaca realidad. Las repetidas incursiones de

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ADOLFO PRIETO

Borges por el cuento policial y el relato fantástico se adelan-


tan a fomentar esa reacción. La confirman sus ensayos crí-
ticos y sus libros de versos.
El género policial y el fantástico adolecen de los mismos
defectos y se identifican en la motivación con la novela de
caballería y la novela pastoril. Los defectos nacen fundamen-
talmente de la entera gratuidad de esos géneros, del olvido
absoluto del hombre, de la esquematización de la realidad, del
vacío vital; cronológicamente distantes, las causas que expli-
can la epifanía de esos géneros, parecen ser sus posibilidades
de escape a la pegajosa realidad. Cuando desaparecieron las
circunstancias que originaron tal necesidad de escape, la no-
vela de caballerías y la pastoril, cayeron en el descrédito, el
olvido y el ridículo. Hoy son meras curiosidades literarias;
interesantes documentos de sociología. Ambos géneros pur-
gan su pecado capital: la omisión del hombre. Y a la vuelta
de cada recodo el hombre descubre que lo único que funda-
mentalmente le importa es él mismo. (Un recuerdo de los
vaivenes de la antropología filosófica, disciplina nueva en
cuanto a las exigencias de los planteos actuales, antiquísima
en cuanto a las motivaciones íntimas, es útil en este lugar).
La novela policial y el relato fantástico, nacieron en
circunstancias análogas y con el mismo pecado; ¿será exce-
derse de fatalistas anunciarles idéntico fin?
Toda la obra de Borges está signada por la limitación
que le ha impuesto un origen históricamente circunstanciado.
Nadie puede profetizar que a su obra le será imposible supe-
rar dicho horizonte histórico, pero es evidente que muchos
jóvenes de la actual generación se sienten extraños, ajenos a
ella. Y no es que estos jóvenes se acerquen a la misma con

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espíritu combativo, de reacción o negación. Los jóvenes de


hoy no actúan contra el pasado inmediatamente anterior; tie-
nen, en cierto modo, el orgullo del desengaño. Para reaccionar
contra un valor, aunque la reacción asuma la ingravidez d«
la burla pueril, primero hay que reconocerlo como tal valor.
El fracaso de las dos o tres generaciones anteriores, con dos
guerras mundiales en su haber, y el caos que por uno u otro
camino introdujeron en política, en arte y en moral, adoctrina
a la nueva generación (en Buenos Aires, Nueva York o Pa
rís) a distraerse del pasado inmediato y de no tomarlo si
quiera como ejemplo negativo. No. El joven de hoy no entabla
una polémica a fondo con los hombres maduros que enseño-
rean la política o el arte; ni se ríe de ellos ni se apasiona
contra ellos. Los observa, a veces, trata de comprenderlo«'.,
porque forman parte de su contorno vital, pero íntimamente
se siente desvinculado, ajeno, y se refugia en una completa
indiferencia al mundo exterior —caso común— o masculla,
casi siempre a solas, los planes para su propio mundo futuro.
Este libro, escrito por un joven hace veinte años, hubiera
concluido en un epitafio festivo o se hubiera teñido con una
polémica sangrienta. Ahora resulta, sin patetismos ni tonos
burlones, un intento de comprensión.
Los lectores jóvenes, repito, se sienten un tanto extraños,
ajenos a la obra de Borges. Sienten —lo que fué obvio para
los lectores de la misma generación del autor— el deslumbra-
miento del orbe borgiano; la rara imaginación, la sutileza, la
amplitud, la erudición y el encanto del estilo. La magia mue-
re, sin embargo, con la última página leída. Es como si se
notara la desproporción entre el esfuerzo que el libro leído
demandó del autor y la trayectoria que el contenido sigue más

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ADOLFO PRIETO

allá de las páginas impresas. La desproporción molesta un


poco. Como un traje costoso hecho para una sola ocasión. Los
libros publicados hasta ahora por Borges suscitan este senti-
miento. Casi no hay nota crítica suya que no sea prescindible.
Las numerosas observaciones felices se pierden ahogadas en
el propósito baladí. Los cuentos y relatos agotan su destino
en el pasatiempo que nos regaló el lapso de su lectura. (Dejo
de lado las cuestiones metafísicas y entretenimientos teológi-
cos. Asimismo, la valiosa tarea de divulgación de literaturas
extranjeras.)
Es difícil pasar por alto en la formulación de este juicio
toda interferencia del tan debatido problema del compromiso.
La doctrina sartriana ha embarullado un poco los ya de por
sí nebulosos problemas de la literatura, y, verdadera o no, es
evidente que ha acertado, al menos en expresar la actitud de
un nuevo tipo de lectores y escritores, acuciados por las exi-
gencias de la vida y del tiempo en que les es dado vivir.
La doctrina de Sartre, feliz en cuanto denuncia el
fenómeno de la relación del escritor con la época con mayor
energía e inteligencia que nunca, es peligrosa y estrecha en
cuanto pretende encauzar la literatura por un único camino
posible. Acaso porque la situación del argentino sea distinta
a la del francés o europeo en general, nos cuesta un poco ad-
mitir el advenimiento de una literatura de la producción
opuesta radicalmente a la literatura del consumo; una litera-
tura en la que el escritor deberá tomar partido por la praxis
como acción en la historia y sobre la historia. Desorientados
sobre cuál sea la praxis en nuestra situación particular, esta-
mos, sin embargo, concientemente prevenidos frente a la
pura literatura de consumo, que "no tiene nada que hacer en

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la sociedad contemporánea". Esto se nos vuelve palpable a


medida que echamos de ver con desagrado el ocio que se mal-
gasta en buena parte de nuestra literatura actual, en las
obras de Borges, Bioy Casares, Mujica Láinez.
Un desagrado de este tipo será tal vez la única prevención
de la que no pueda desprenderme al juzgar la obra de Bor-
ges, pero en él no va implícito un juicio sobre el autor. Si
Borges cumple o no con su misión de escritor, si salva el
compromiso que le imponen los tiempos, es asunto que nadie
está hoy en condiciones de aseverar. Borges nació en un mun-
do distinto del nuestro; medirlo por nuestras exigencias es,
en cierto modo, injusto. No importa que a partir de 1930 la
aparición de la Radiografía de la pampa, Historia de una pa-
sión argentina y Adán Buenosayres marcaran un vuelco en
la actitud de sus inmediatos contemporáneos; los hechos es-
tán demasiado cerca para juzgarlos, y sobre todo los hombres
autores de los hechos. La obra de Borges puede —y tiene—
que obligarnos a una apreciación radical. La actitud del hom-
bre gestor de esa obra escapa a esa posibilidad, no porque
éste haya escamoteado respaldar la obra con el compromiso
vital, sino porque el compromiso no ha acertado a expresarle
con la categórica evidencia del de Martínez Estrada, Mallea,
Marechal. Sin embargo, existe, y por cierto, largamente tra-
bajado y madurado.
A los 33 años, Borges declaraba en el prólogo a Discusión:
"Vida y muerte le han faltado a mi vida. De esa indigencia
mi laborioso amor por estas minucias." Había publicado ya
tres libros de versos e Inquisiciones, El tamaño de mi espe-
ranza, El idioma de los argentinos y Evaristo Carriego, en¡
prosa. La declaración prologal era honesta, como todas las

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que su autor ha entregado al público; la obra anterior la pre-


sumía; la posterior la ha corroborado. Un hombre que a los
33 años reconoce los alcances y, en consecuencia, las limita-
cionnes de la propia naturaleza, y omite con modestia lo 'pri-
mero y declara sin amargura lo segundo, tiene ganado el res-
peto y la secreta admiración de los demás. Es algo conocerse.
Menos seguro estuvo Borges en la tarea de ubicarse en la si-
tuación histórica y geográfica en que le ha tocado vivir. Edu-
cado en Europa, poseedor de una cultura insólita en nuestro
medio, entregado de lleno al ejercicio de la literatura, lo vemos
tocar con dedos trémulos, cuando no juguetones, los temas
que se nos ocurren los más contradictorios para su condición.
Quien se adhiere a los preceptos de un nuevo ismo poético
(que tuvo la presunción de estar más allá de todos los ismos)
se demora más tarde en estudiar la obra de Evaristo Carrie-
go, humildísimo versificador del arrabal. El mismo escritor
que se entretiene en imaginar la perplejidad de Averroes an-
te dos palabras de la Poética, de Aristóteles, nos relata un
drama de cuchilleros; una vez se detiene en Ascasubi y otra
en las traducciones de Homero; en nuestro pobre individua-
lismo y en el ruiseñor de Keats; en Martín Fierro y en el
falso Basílides.
Se dirá que esto es efecto de una condición general de
nuestros "clercs", a mitad de camino entre una tradición de
cultura europea y una realidad distinta que no se sabe al
pronto cómo tomar. Borges, acaso el más ilusJa«do de nues-
tros "clercs", al reintegrarse al país de origen, desgarró sus
afectos entre el tesoro de la cultura occidental —es decir, uni-

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versal— y el raquitismo de la nuestra; enhorabuena, no se


encerró en una torre de marfil, como pudo hacer y lo hicieron
muchos otros, resultando fácil perseguir en sus páginas los
contactos con nuestro contorno. Si tales contactos provocan
extrañeza en el conjunto de su obra, es porque nuestro mun-
do y el mundo de la cultura occidental no ligan fácilmente, a
menos que se reconcilien desde una alta perspectiva idealizada
ambos relativismos. La dualidad se ha mantenido a lo largo
de su obra; creo que para muchos hubiera y sigue siendo gra-
to que se quebrara en favor nuestro, suponiendo que fuera
posible la gracia y dejando de lado lo absurdo de la presun-
ción y su tremenda mezquindad. La dualidad se ha mante-
nido, y tiene que haber trabajado mucho el ánimo del autor,
por cuanto buscó —y encontró— una fórmula de solución que
se ajusta bastante bien al planteo del problema.
A fines de 1951, pronunció en El Colegio Libre de
Estudios Superiores una conferencia que tiene mucho de do-
cumento personal. Su enunciado es: El escritor argentino y
la tradición. Borges declara que no hay problema en el en-
frentamiento de ambos términos. Luego examina las solucio-
nes ofrecidas por quienes creyeron o creen en la existencia
del problema: el entronque de la literatura gauchesca, pri-
mero; con la literatura española, segundo, y por último, la
de los que pregonan nuestra desvinculación con el pasado y
una consecuente situación de angustiada soledad. Desbarata
con sólidos argumentos las dos primeras soluciones; arreme-
te con uno muy débil contra la última. Luego se pregunta:
"¿Cuál es la tradición argentina? Yo creo que podemos con-
ADOLFO PRIETO

testar fácilmente a ello; creo que no hay un problema grave


en esa pregunta. Creo que nuestra tradición es Europa, y creo
también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el
que pueden tener los habitantes de una u otra nación de Eu-
_ r o p a . . . Creo que los argentinos, los sudamericanos en gene-
r a l . . . podemos manejar todos los temas europeos, mane-
jarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede
producir, y ha producido, consecuencias afortunadas... Todo
lo que hagamos los escritores argentinos con facilidad perte-
necerá a la literatura argentina de igual modo que el hecho
de tratar temas italianos pertenece a la literatura inglesa por
obra de Shakespeare.
"Por eso repito que no debemos temer; debemos pensar
que nuestro patrimonio es el universo; debemos tratar todos
los temas, no debemos concretarnos para ser argentinos: por-
que ser argentinos es una fatalidad, y en ese caso lo seremos
de cualquier modo, o ser argentino será una mera afectación,
una mascara.
"Yo creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario
que se llama la creación artística, seremos argentinos, y se-
remos, quizá, buenos y tolerables escritores."
La actitud que revela esta declaración de Borges tiene,
por lo pronto, el mérito de la valentía y un raro sabor de
autenticidad. ¿Quién que haya escrito o pensado en nuestro
país no ha sentido alguna vez el vínculo de la cultura occi-
dental como el único posible? ¿Quién puede presumir de dic-
tar como un axioma la periclitación de ese orbe de cultura y
la eclosión de una nueva cultura en el suelo de América? C'il-

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BORGES Y LA N U E V A GENERACION

tura, tradición de cultura como forma de una vida colectiva,


no se improvisa con el aporte de unas cuantas generaciones,
y es perfectamente legítima la actitud de los que continúan
aferrándose a la tabla de salvación europea; por lo menos tan
legítima como la americanista. Ser argentinos es una fatali-
dad, lo que significa que se lo es de cualquier modo; en este
sentido no encuentro cargo posible a la posición de Borges;
pero no es una fatalidad ser hombre inmerso en una época
determinada, sino un condicionamiento, una situación que
influye y se deja influir por el hombre. La cultura occiden-
tal, como toda creación humana, reclama el aporte del conglo-
merado de hombres que se filian a ella. Hoy más que nunca.
¿Qué ha hecho Borges por la cultura de Occidente? ¿En cuán-
to ha aumentado su patrimonio? ¿Con qué savia ha contri-
muido a vitalizar su existencia? Estas preguntas no están
formuladas desde el limitado panorama de un país y de una
literatura nacional, sino desde el amplio sector que Borges ha
elegido como campo de acción personal. El universo (Europa",
es, además de América, el universo para nosotros), es su tra-
dición y su contorno. Tradición y contorno exigen al hombre
en la misma medida que dan.

Para refutar a quienes propugnan un entronque con la


tradición de la literatura gauchesca, Borges demuestra, en la
conferencia anteriormente citada, que aquélla es un género
tan artificial como el que más; hecha en función del gaucho,
como dicha por gauchos, para que el lector la lea con entona-
ción gauchesca; (fenómeno alejado de la verdadera poesía
popular). Bajo la influencia de la literatura gauchesca se ha

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ADOLFO PRIETO

llegado a la presunción —asevera Borges— de que la litera-


tura argentina debe abundar en rasgos diferenciales y en co-
lor local argentino, lo que constituye un evidente error. Luego
de esta sutil observación, se demora en una confidencia: "Du-
rante muchos años, en obras ahora felizmente olvidadas (Lu-
na de enfrente, Evaristo Carriego y otras muchas), yo traté
de redactar la sensación, el sabor de los barrios extremos de
Buenos Aires; naturalmente, abundé en palabras locales, no
prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia y
otros, y escribí así aquellos olvidables libros." Luego, en La
muerte y la brújula, que es una especie de pesadilla, parece
haber acertado a expresar el sabor de las afueras de Buenos
Aires, "precisamente porque no me había propuesto encontrar
ese sabor, porque me había abandonado al sueño..."
Si Borges deja de lado una tradición que le aconsejaba la
búsqueda conciente del color local, obra con toda justicia, al
tiempo que provoca con la confesión una autocatarsis de an-
tiguos pecados. Los libros que él menciona, y alguno que omi-
te, suscitan a tal punto la imagen del turista curioso, que so-
lamente la citada confesión a posteriori la exime de enojosas
invectivas. Queda en su descargo una nebulosa tradición que
lo aconsejaba mal, y la necesidad de integrarse con el medio,
que no es fácil ni clara en estos países de América. Otros es-
critores de su talla, urgidos por la misma necesidad de inte-
gración con el medio —hablo de Martínez Estrada, Marechal,
Mallea—, han calado más hondo y se han comprometido con
mayor inmediatez en la búsqueda de una fórmula de solución.
La diferencia no es un cargo excesivo; cada cual elige una ac-
titud frente al mundo y se hace respetable en ella en la me-
dida en que es capaz de sostenerla hasta las últimas conse-

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BORGES Y LA N U E V A GENERACION

cuencias. Borges, a los 50 años, en un recodo de la vida en el


que los hombres honestos se deciden a llamar las cosas por sus
nombres, ha declarado lo que piensa del escritor argentino y
la tradición; los argumentos que expone no son superficia-
les; es obligación juzgar su obra desde el ancho contorno
universal.
APROXIMACION A LA OBRA

EL E N S A Y O C R I T I C O

Despreocupado en la medida en que ello es posible de


toda la prevención o simpatía que naturalmente suscita la
actitud de un contemporáneo ante el mundo y la vida, intento
ahora un acercamiento a su obra. Comenzaré por el ensayo
crítico, género que el autor frecuenta con delectación.
Desde Inquisiciones (1925) a El "Martín Fierro" (1953)
varios volúmenes reúnen la movediza actividad de su inte-
ligencia aguda y su rara inquietud. Quienes leyeron Inquisi-
ciones tenían derecho a abrigar de su joven autor las mayores
esperanzas. Evaristo Carriego debió ser —hoy al menos lo es
a la distancia— la primera sorpresa recelosa.
¿Un libro sobre Evaristo Carriego?; ¿de Borges? Una
frase de De Quincey citada escrupulosamente en inglés enca-
beza la obra. La sorpresa aumenta. ¿Qué dirá del modesto
muchacho de Palermo y de sus versos un crítico sagaz, eru-
dito, poligloto? El crítico se propone razonar los pareceres
que lo inducen a declarar la perdurabilidad del nombre de
Carriego en nuestras letras; detener el pensamiento en la
realidad que el poeta se propuso imitar. Comienza con una
lucida historia de Palermo, lo mejor del libro, a la que añade

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ADOLFO PRIETO

un bosquejo biográfico de Carriego. (Bosquejo del que infe-


rimos la nada interesante personalidad del biografiado.) En
la parte tercera acomete el estudio de las Misas herejes, libro
que le merece este julio: "Irrisorio, sin embargo, sería negar
que las Misas herejes es un libro de aprendizaje. No entiendo
definir así la inhabilidad, sino estas dos costumbres: el de-
leitarse casi físicamente con determinadas palabras —por lo
común de resplandor y autoridad— y la simple y ambiciosa
determinación de definir por enésima vez los hechos eter-
nos. . . Tampoco se lo puede absolver de la acusación de bo-
rroso." Con todo, reconoce allí la voz de Carriego. Menciona
títulos. Una composición, El guapo, le sirve de pretexto para
trazar un perfil de este curioso personaje.
En la parte cuarta analiza el otro libro de Carriego, La
Canción del Barrio. La obra padece una lacra fundamental:
"La insistencia sobre lo definido por Shaw: mera mortalidad
e infortunio." Hecha esa restricción, el crítico quiere confe-
sar las verdaderas virtudes de La Canción del Barrio. Cita la
mejor poesía de Carriego: Has vuelto:

Has vuelto, organillo. En la acera


hay risas. Has vuelto llorón y cansado
como antes.
El ciego te espera
las más de las noches sentado
a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
memorias de cosas lejanas
evoca en silenaio, de cosas
que cuando sus ojos tenían mañanas,
de cuando era joven. . . la novia. . . ¡quién sabe!

El casamiento es para Borges la más deliberada página


de humorismo dejada por Carriego, la más porteña. "El casa-

so
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

miento... es tan esencial de Buenos Aires como los cielitos


[ - de Hilario Ascasubi o el Fausto criollo o la humorística de
Macedonio Fernández o el astillado arranque fiestero de los
tangos de Greco, de Arólas y de Saborido. Es una articulación
habilísima de los muchos infalibles rasgos de una fiestita po-
bre." Transcribe algunas estrofas, que reproduzco para que
recuerde el lector y juzgue por sí mismo los alcances de tanto
despropósito:

En la acera de enfrente varias chismosas


que se encuentran al tanto de lo que pasa,
aseguran que para ver ciertas cosas
mucho mejor sería quedarse en casa.

Alejadas del cara de presidiario


que sujiere torpezas, unas vecinas
pretenden que ese sucio vocabulario
no debieran oírlo las chiquilinas.

Aunque tal acontece —todo es posible—,


sacando consecuencias poco oportunas,
lamenta una insidiosa la incomprensible
suerte que, por desgracia, tienen algunas.

I no es el primer caso... Si bien le extraña


que haya salido un sonso. . ., pues en enero
•j1- del año que transcurre, si no se engaña,
dió que hablar con el hijo del carnicero.

Luegto de haberse tomado el trabajo de ubicar al poeta


I en su medio y poner bajo el lente sus dos libros de poemas,
arriba Borges a esta sorprendente conclusión:
"¿Qué porvenir el de Carriego? No hay una posteridad
P judicial sin posteridad, dedicada a emitir fallos irrevocables,
pero dos hechos me parecen seguros. Creo que algunas de sus
páginas —acaso El casamiento, Has vuelto, El alma del su-

31
í
ADOLFO PRIETO

burbio, En el barrio— conmoverán suficientemente a muchas


generaciones argentinas. Creo que fué el primer espectador de
nuestros barrios pobres, y para la historia de nuestra poesía,
eso importa. El primero, es decir el descubridor, el inventor.

"Trviy I love the man, on this side idolatry,


as much as any."

Y para formular una cómoda y prescindible profecía de


este tipo ha escrito Borges más de un centenar de páginas. A
la distancia vemos que más allá de los propósitos y las con-
clusiones había en el autor una búsqueda del color local, que
halló su justo pretexto en los versos y en la figura del poeta
del Palermo. Borges parece arrepentido de esos devaneos y
se apresura a echar en el olvido este ensayo de juventud. La
autocatarsis exime de cargar con mayor acritud en los defec-
tos. Considero el Evaristo Carriego como pretexto y eludo
discutir la valoración de los versos del primer espectador de
nuestros barrios pobres. El juicio estético es infinitamente
influíble y es común que una apreciación sentimental lo co-
loree de una u otra manera. Si Borges experimentó simpatía
por Carriego —simpatía por el tipo humano que representa-
ba—, es menos difícil comprender los juicios que le arranca
la expresión poética de éste. Un saldo queda, sin embargo, del
Evaristo Carriego que no se anula con su mero olvido, porque
persiste en los demás ensayos críticos de Borges; un saldo
netamente desfavorable que me atrevo a reducir a esta fór-
mula: inutilidad, cosa enteramente prescindible.
La crítica literaria, para constituirse en un género
valioso y positivo, debe al menos reunir tres condiciones:

se
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

aclarar, corregir, aumentar el contenido de los textos, y un


supuesto que asusta de evidente, pero que no se tiene siempre
en cuenta: hacer crítica cuando sea necesario. Si la obra cri-
ticada es valiosa y no lo es la crítica que a ella se adereza, la
crítica hace funciones de un apéndice absurdo; si la obra es
baladí y la crítica también, el crítico se iguala al rasero del
autor.
Bien es cierto que Borges rara vez ha corrido la aventura
de la crítica con todas las precauciones y supuestos que ésta
implica. Las numerosas notas que ha publicado hasta ahora
son, en buena parte, comentarios circunstanciales de un lec-
tor hedonista. Abunda en observaciones agudas. La agudeza
de Borges es famosa con entera razón. Ha observado que el
arrabalero no es, ni por asomo, un dialecto general de nues-
tras clases pobres; que la riqueza numérica del diccionario
español es sólo una ventaja aparencial, no esencial; que los
epítetos homéricos eran lo que son hoy las preposiciones, me-
ros sonidos sobre los que no se puede ejercer originalidad;
que la novela argentina no es ineligible por falta de mesura,
sino por falta de imaginación, de fervor; que la mezquina glo-
ria acordada por el consenso universal a Quevedo se debe a
que éste no ha dado con un símbolo que se apodere de la ima-
ginación de la gente; que la paradoja de Zenón es el primer
antecedente de Kafka. El azar con que han sido entresacadas
estas observaciones es índice de su abundancia. Una antología
de tantos felices puntos de vista sería una delicia para un lec-
tor exigente y un filón de sugerencias para el más avisado de
los críticos. Hasta aquí el elogio.
Los puntos de vista valen aislados del contexto, mejor
dicho, valen mucho más que el contexto. El lector hedonista

ss
ADOLFO PRIETO

que por uno u otro motivo no quiere renunciar al comentar/o


de sus voluntarias lecturas, disfruta sobre el crítico auténtico
de ciertas ventajas, aunque encalla fatalmente en una estre-
cha limitación. La primera ventaja es la de uniteralidad. El
verdadero crítico se coloca ante la obra literaria como ante
algo total: no importa que luego deduzca de ella aspectos par-
ciales: el punto de partida.es la totalidad, y esa totalidad de
la obra está presente a lo largo y a lo ancho de su labor de
sondeo; lo que de ésta resulte en particular adquiere sentido
remitiéndose a la imagen de aquélla.
El lector hedonista metido a crítico actúa sobre aspectos
laterales de la obra, aquellos en que el gusto o la circunstancia
fortuita detuvieron como un ancla la atención. Da impresio-
nes sobre un elemento, mientras la crítica objetiva (entién-
dase, con tendencia a ser objetiva) relaciona una serie de
elementos para organizar un juicio. La impresión actúa en
un mundo libre; el juicio está trabado en las determinaciones
de un orbe concluso. El verdadero crítico analiza, o sea, des-
compone los elementos simples para recomponerlos en la sín-
tesis de un juicio. El crítico impresionista elige un elemento
y se apoya en él, para hablarnos, a propósito de él, de sus
gustos, sus estados de ánimo, sus asociaciones eruditas. En
resumen: el texto elegido por el impresionista es un pretexto.
La ventaja desemboca en una limitación. La obra literaria,
que es un fin para la crítica objetiva, se convierte para el
impresionista en un medio.
Ejemplos. Borges lee los poemas de John Keats: se
detiene en la Oda a un ruiseñor; aun más, se detiene en la
penúltima estrofa de la oda. Recuerda que ha sido discutida
su interpretación. "El hombre circunstancial y mortal se di-

ei
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

rige al pájaro, que no huellan las hambrientas generaciones y


cuya voz ahora es la que en campos de Israel, una antigua
tarde, oyó Ruth la moabita." Examina cinco dictámenes de
otros tantos críticos, los descarta y declara su sospecha de
que la clave de la estrofa esté en un párrafo metafísico de
Schopenhauer, que Keats, naturalmente, no leyó nunca. Con
la clave en la mano, Borges descifra: "El individuo es de al-
gún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el rui-
señor de Ruth." Luego del descubrimiento, Borges parece sen-
tirse un poco corrido por entender la oda mejor que los pro-
pios ingleses, y declara como para hacerse perdonar: "Los
hombres —dijo Coleridge— nacen aristotélicos o platónicos;
de la mente inglesa cabe afirmar que nació aristotélica. Lo
real para esa mente no son los conceptos abstractos, sino los
individuos; no el ruiseñor genérico, sino los ruiseñores con-
cretos. Es natural, es acaso inevitable, que en Inglaterra no
sea comprendida rectamente la Oda a un ruiseñor." A quien
se entere de esta interpretación cabe preguntarse de inmedia-
to : Si la mente inglesa es fatalmente aristotélica y Keats es
inglés, ¿cómo pudo éste superar o traicionar las imposiciones
de su hado y cantar al ruiseñor genérico cuando todos sus
connacionales captan únicamente pájaros concretos? ¿De dón-
de arguye esa pretendida fatalidad, sino de la caprichosa as-
piración de constituirse en el primer lector platónico de un
poeta mal interpretado por un absurdo país de aristotélicos?
En 1931 escribe una nota sobre el Mcurtín Fierro.
Comienza señalando que es el libro argentino que ha provo-
cado mayor dispendio de inutilidad. Acusa a la admiración
condescendiente, al elogio grosero, a la digresión histórica o
filológica de descuidar la esencia del poema. Descartados esos

S5
ADOLFO PRIETO

estorbos, él arriba a su consideración directa. El Martín Fie~


rro está redactado casi enteramente en primera persona;
asunto capital. La intención de Hernández fué, la muy limi-
tada, de relatar el destino del gaucho Martín Fierro en su
propia boca; en efecto, a través de esa relación se descubre
su carácter, como lo demuestran cumplidamente todos los epi-
sodios del libro. Borges llega a un convencimiento central:
que el Martín Fierro es, en esencia, novela. "Novela, novela
de organización cuidada o genial, es nuestro Martín Fierro:
única definición que puede transmitir puntualmente el orden (
de placer que nos da, y que condice sin escándalo con su fe-
cha." El distingo, como se ve, es interesante, pero meramente
retórico. La crítica siguió haciendo su dispendio hasta la apa-
rición de la obra fundamental de Martínez Estrada, Muerte y
transfiguración de Martín Fierro. (No incluyo, para no des-
merecerlo con el cotejo, el último libro de Borges, El Martín
Fierro, dado a luz con el declarado, útil propósito de
divulgación.)
Ya que mencioné a Martínez Estrada, acaso resulte
luminoso comparar su sistema de crítica con el de Borges,
confrontación para la que ajustarían perfectamente las notas
que ambos escribieron sobre Hudson. Paralelismo favorecido
por la publicación conjunta en el libro Antología de Guillermo
Enrique Hudson. (1941.)
Martínez Estrada se juega entero en el intento de asir el
sentido de la obra de Hudson; deslinda la estética y la filoso-
fía del autor; ubica la obra en su centro de irradiación vital;
le asigna un valor. "Nuestras cosas no han tenido poeta, pin-
tor ni intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca.
Hernández es una parcela de ese cosmorama de la vida argen-

36
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

tina que Hudson cantó, descubrió y comentó. Pues casi


siempre en el mero retrato y en el cuento suscinto está la de-
finición implícita. En las últimas páginas de The purple Land,
por ejemplo, hay contenida la máxima filosofía y la suprema
justificación de América frente a la civilización y a los valo-
res de la cultura de cátedra."
Borges, en su nota Sobre "The Purple Land", abunda en
observaciones marginales. Afirma que la primera novela de
Hudson pertenece al género más complicado de la novela de
aventuras: el héroe modifica las circunstancias y éstas modi-
fican su carácter. Clasificación, otra vez, retórica. Anota el
hecho de que sea un inglés el narrador, para justificar acla-
raciones y énfasis anómalos en un gaucho. Destaca el acierto
geográfico del autor al ubicar la acción de la novela en la
Banda Oriental; que el libro es de los pocos libros felices que
hay en la tierra; que de los extranjeros sólo el inglés advierte
los matices criollos.
El colmo de la gratuidad lo consigue Borges al procurar
explicación para el más ocioso de los hechos imaginables. Pa-
rece ser que en el siglo XIII un emperador mogol soñó un pa-
lacio y lo edificó más tarde según el recuerdo, de esa visión;
en la Inglaterra del siglo XVIII, Coleridge, que ignoraba el
asunto, soñó un poema sobre el palacio y redactó en la vigilia
un fragmento de él. Borges menciona, y pasa por alto, la úni-
ca reflexión que merece suscitar el conocimiento de ambos
hechos, la de que la historia de los dos sueños es una simple
coincidencia. Al crítico le urgen, sin embargo, otras explica-
ciones. Una conjetura verosímil sería la de suponer que el
poeta conoció la anécdota del emperador mogol y su palacio,
y que encontró en ella, al par que una buena ficción, un rao-

37
ADOLFO PRIETO

tivo para justificar el truncamiento del poema. Pero como


los sinólogos no han identificado todavía la existencia de un
texto anterior o contemporáneo a la redacción de Coleridge,
hay que descartar entonces la conjetura de influencias. Y el
crítico declara vía libre para desbarrancarse en la más abso-
luta arbitrariedad. Dice: "Más encantadoras son las hipótesis
que trascienden lo racional. Por ejemplo, cabe suponer que el
alma del emperador, destruido el palacio, penetró en el alma
de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más
duraderas que los mármoles y los metales." Omito las demás
conjeturas.
De la obra máxima de la literatura española observa que
una de sus magias parciales consiste en la circunstancia de
que Don Quijote sea lector del Quijote, como Hamlet, espec-
tador de Hamlet. Inversiones de ese tipo le hacen sospechar
que "si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o
espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos
ser ficticios".
Al encuentro de Dante con Beatriz en el Paraíso, que ha
agotado la sapiencia (y el ocio) de los eruditos, Borges agre-
ga el aporte de una interpretación psicológica. Dante, muerta
Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla; imaginó la triple
estructura del poema para intercalar ese encuentro. Sucedió
lo que en los sueños; la convicción de ser inalcanzables los
puebla de estorbos; el poeta, rechazado en vida por Beatriz,
una vez muerta la soñó severísima, inaccesible en una "mise
en scene" de pesadilla. Los infatigables escoliastas que se han
devanado los sesos por hallarle sentido a la extraña disposi-
ción del encuentro, deben estar agradecidos al comentarista
argentino por esta limpia explicación de los hechos.

38
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

La frecuentación de Oscar Wilde lo convence de que éste


casi siempre tuvo razón; reconoce en Valéry el mérito de pro-
poner a los hombres la lucidez en los tiempos del bajo roman-
ticismo, maculados por el estigma nazi, el materialismo dia-
léctico, los sectarios de Freud y los comerciantes del surréalis-
me; señala que Chesterton se defendió de ser Poe o Kafka,
pero que algo en su interior propendía a la pesadilla. Venta-
jas y desventajas de la unilateralidad. Limitaciones de la crí-
tica impresionista. En un último ejemplo me detendré, acaso
morosamente, porque intento denunciar muchas cosas en él.
Se trata del artículo que Borges escribió con motivo de
la aparición del libro de Américo Castro La peculiaridad lin-
güística del habla ríoplatense y su sentido histórico. (1941).
El artículo es irrespetuoso, injusto e insustancial. El mayor
homenaje al prestigio de Borges hubiera sido el del silencio,
pero como en tal caso se contribuiría a confirmar las opinio-
nes expresadas y a darles definitiva franquicia en el círculo de
lectores que no leyeron o no se tomarán el trabajo de releer
la obra de Castro, juzgo necesario correr el albur de una crí-
tica. Ello permitirá, además, dada la ejemplaridad del caso,
llamar la atención con la mayor energía posible, sobre las
limitaciones de una cerrada actitud impresionista.
Comienza Borges desarrollando un curioso pensamiento.
Dice que la palabra problema puede ser una insidiosa petición
de principio; que "hablar del problema judío es postular que
los judíos son un problema, es vaticinar (y recomendar) las
persecusiones y la expoliación, los balazos, el degüello, el es-
tupro y la lectura en prosa del doctor Rosemberg". La reve-
lación sobrecoge. Nos enteramos que Sartre recomienda la
expoliación y el degüello; que plantearse el problema del Re-

ís
ADOLFO PRIETO

nacimiento, la paternidad de La Celestina o la procedencia de


los hititas puede ser una insidiosa petición de principio. Claro
es que Borges simplifica el asunto dictaminando que el pro-
blema judío es un falso problema. (Y no es así. Podrá haber-
se originado absurdamente; podrá ser denigrante para la
condición humana, pero es un problema de hecho.)
No haré hincapié en un ejemplo poco feliz: su única
importancia consiste en prevenir adecuadamente al lector so-
bre las intenciones que un ensayista puede esconder bajo el
enunciado de un problema. Aun más. Si una falsa cuestión
promueve soluciones falaces, el problema del habla en el Río
de la Plata no puede aguardar una solución verdadera. El que
Borges olvide argumentarnos convincentemente por qué el
habla ríoplatense no sea un problema cierto, parece indicar-
nos que nos hallamos ante un axioma. Encastillado en él, des-
enmascara a los falsarios. Un tono zumbón, de ligero —o pro-
fundo— desprecio, anuncia al razonamiento victorioso. Llama
doctor a Américo Castro, para correrlo, sin duda, con la am-
pulosidad de un título que nada significa en la república de
las letras; enfoca despectivamente aspectos secundarios de su
estudio; pasa por alto los fundamentales.
Vamos por partes. El habla ríoplatense constituye un
problema por el sólo hecho de ser habla —acción, actividad
espiritual, energía, vida— que se debate en la crisis, en el
equilibrio inestable de ser y dejar de ser en que se empeña
dramáticamente todo lo que vive. Podrá diferirse en los al-
cances y la importancia que se le asigna a este tipo de cues-
tiones, pero no puede ignorarse su naturaleza. La lengua vive
en tanto que problema.
Con este supuesto, Castro declara sus propósitos: "Las

uo
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

discusiones en torno al lenguaje usado en la Argentina han


solido consistir a menudo en críticas acerca de incorrecciones
de gramática y vocabulario en que incurren los doctos y semi-
doctos. Hoy me preocupa más percibir el sentido de tales he-
chos y proveerlos de una perspectiva histórica." (p. 107). El
análisis filológico pasa entonces a segundo plano. Apoya la
honestidad y el hermoso riesgo de una interpretación histó-
rica en las observaciones de algunos buenos conocedores de
nuestro pasado y nuestro carácter (falta, lamentablemente,
Martínez Estrada), y en su indiscutido conocimiento de un
ente peculiarísimo: el homo hispánico. Fenómenos como el
de la perduración del voseo y el entronizamiento de palabras
y giros plebeyos se explican desde el fondo de nuestra histo-
ria, nacida con la preeminencia de los de abajo. "Lo que pa-
rece haber acontecido durante la primera mitad del siglo XIX
fué que la ciudad se dejó absorber por los de abajo; el tema,
el hilo efectivo de la historia argentina, fué entonces la autén-
tica vitalidad de los de abajo, y sobre ella se apoyaron tanto
Rozas como sus enemigos (Ascasubi), sin que nadie estable-
ciera un orden político moral, sostenido por frenos y anar-
quías." (p. 71). "La posteridad se encargó de cohonestar y
justificar la gauchofilia, buscando una perspectiva en lo que
en realidad significaba una inversión de aquélla. Se creó así
un falso espíritu nacional y patriótico, favorecido por la ten-
dencia hispánica al ilusionismo fácil, al enajenamiento colec-
tivo, cuando éste mece y adormece el afán de mayor esfuer-
zo." (p. 73.)
Lo peculiar del argentino es el engallamiento con que
defiende la línea del menor esfuerzo. El voseo, superviven-
cia del lenguaje culto del siglo XVII, se mantiene en algunas

il
ADOLFO PRIETO

zonas del área lingüística española: Centro América, por


ejemplo; pero mientras en ésta significa inercia, "en Buenos
Aires se afirma dinámica y agresivamente, como una activa
resistencia". El porteño "sabe muy bien que su sentate y su
vos son vulgaridades añejas; sin embargo piensa que el ple-
beyo vos es el colmo de la argentinidad, porque en último
término no le indigna demasiado la "guaranguería". (p. 76).
Anota Castro además el afán de proveernos un idioma
nacional sobre la base del lunfardo. La afirmación provocó
estupor en nuestro medio. Borges se burla olímpicamente de
ella. Y es que, sin duda, es una exageración atribuir tanta
importancia a nuestro lunfardo y una temeridad apoyarse
en pasajes de tangos y de saínetes, como lo hace el estudioso
español. El capítulo V del libro, en el que se explayan estas
cuestiones, es débil por extremo y no vacilo en reconocer lo
obvio. Por debajo de esa exageración Castro vislumbra, sin
embargo, un hecho fundamental. El porteño muestra en el
lenguaje un prurito de originalidad que se agota, desgracia-
damente, en una pequeña provisión de chabacanerías. Pa-
labras surgidas del bajo fondo (o creadas a propósito por
los profesionales del tango y del género chico) adquieren
carta de ciudadanía con una rapidez impresionante. Pueden
nacer como caricaturas y emplearse caricaturalmente: su
adopción resulta sospechosa; revela una complicidad entre
la masa de hablantes; cierto rasero mental. Por otra parte,
el matiz caricatural desaparece a menudo dejando a tales
palabras desnudas de segundas intenciones. O mucho me
equivoco, o una buena porción de nuestra masa parlante dice
apoliyo, chamuyo, morfi, mina y cientos de vocablos más con
la mayor seriedad del mundo. Es cierto que el hombre culto

iz
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

no incorpora estas voces a su léxico efectivo, pero es cierto


también que en nuestro medio tal hombre culto es una "rara
avis" sin posibilidad de intervenir en el torrente del lengua-
je ciudadano.
Una transcripción del lunfardo madrileño puede ser,
como señala Borges, más oscura que otra del lunfardo de
Buenos Aires; mas ocurre el curioso fenómeno, no anotado
por Borges, que mientras para un madrileño culto tal trans-
cripción es griego puro, el bonaerense culto entiende sin ma-
yor dificultad la letra del tango más enrevesado!. ¿Será ello
producto de un.especial sentido del humor?
El desbarajuste lingüístico no se encuentra tanto en los
ejemplos que aisladamente puedan registrarse; se halla en
una disposición del alma colectiva, hecha de hostilidad a la
norma; de engreimiento, de plebeyez.
Nuestro ensayista dice que Castro aventura dos hipó-
tesis en su libro: la gauchofilia y el lunfardismo. Se detiene
en la segunda, fácil de atacar en los ejemplos; no habla más
de la primera, que es precisamente, la fundamental. Reprue-
ba, con razón, un plural empleado por Castro "las jergas rio-
platenses", pero seguidamente confunde jerga con dialecto,
acaso para permitirse el chiste (inspirado en Quevedo) que
reproducimos a continuación: "No adolecemos de dialectos,
aunque sí de institutos dialectológicos. Estas corporaciones
viven de reprobar las jerigonzas que inventan". Y prosigue:
"Han improvisado el gauchesco a base de Hernández; el
cocoliche, a base de un payaso que trabajó con los Podestá;
el vesre, a base de los alumnos de cuarto grado. Poseen fo-
nógrafos; mañana transcribirán la voz de Catita. En esos
detritus se apoyan; esas riquezas les debemos y deberemos".

43
ADOLFO PRIETO

A diez años de la profecía es obligatorio confesar que


la voz de Catita no se transcribió en nuestros institutos. En
Pigmalión, todos los personajes se escandalizan del lenguaje
de Elisa, muchacha del arroyo. Higgins, célebre fonetista,
con la ayuda de su ciencia y los cilindros grabadores consi-
gue transformar maravillosamente los medios expresivos de
aquélla. Para que así ocuriera, Bernard Shaw debió insu-
flar al protagonista de su obra el convencimiento de hallar-
se ante un hecho serio, real. En nuestro país escuchamos a
un personaje como Catita (ficticio, por supuesto, pero que
responde a una instancia verdadera), y nos desentendemos
aduciendo carácter paródico, caricatura, burla. O haciendo
un chiste vulgar.
Más adelante afirma Borges que los españoles no ha-
blan mejor que los argentinos; que el español —lengua faci-
lísima— sólo es juzgada ardua por los españoles, sea por
atracción de los dialectos vecinos, por un error de la vanidad
o por cierta rudeza verbal. Señala también que los españoles
suelen ser incapaces de pronunciar Atlántico o Madrid. Es-
tos presumibles argumentos se emplean, a lo que parece,
para demostrar que si hay un problema del español en Es-
paña, no tiene por qué haberlo en ambas márgenes del Plata.
El crítico de Castro se aboca a la ingrata tarea de tri-
turar frases o palabras aisladas del contexto. Dice que el
autor de España en su historia piensa a Rosas como un cau-
dillo de montoneras, un hombre a lo Artigas, o a lo Ramírez,
cuando en verdad señala a Rosas, Artigas, Ramírez ( y a
Facundo, Sarmiento y Mansilla) como hombres igualados
por el rasero del primitivismo. Para calificar de grosero el
epíteto referido a Rosas —centauro máximo— lo desgaja del

U
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

texto en el que tiene un sentido, si poco feliz, nunca ridículo.


Opina que Castro abunda en supersticiones de las del tipo
de reverenciar a Ricardo Rojas. (La veneración consiste en
citarlo particularmente una vez para rebatirlo). Le atribu-
ye la intención de preferir los idiotismos españoles a los
nuestros, cuando claramente se limita a indicar las equiva-
lencia castizas. Así, cachada, es igual a tomadura de pelo;
de arriba, es igual a de gorra. Le endilga la ingenua pedan-
tería de enseñarnos que taita en arrabalero, significa padre,
cuando sabe que la enseñanza no está dirigida a nosotros,
sino a los profesores de literatura asistentes a un congreso
celebrado en la Universidad de California. (Está declarado
en el Prólogo). Luego la emprende con el aspecto formal de
la obra. Decir que una biblioteca posee libros de alta calidad
o que una aduana impone precios fabulosos, le parece propio
de un estilo comercial. Separa dos o tres frases mal escritas,
las reproduce y concluye con un juicio lapidario: " A la mí-
nima y errónea erudición, el doctor Castro añade el infati-
gable ejercicio de la zalamería, de la prosa rimada y del te-
rrorismo".
No caeré en la tontería de recordar a quienes lo saben,
la erudición de Américo Castro. Pero sí quiero aludir a la
rara habilidad desconocida con que pudo conjugar en la mis-
ma obra zalamería con terrorismo.
Expuesta someramente la actitud de Borges, dejo al
lector la tarea de preguntarse qué sentido tiene una crítica
tendenciosamente hilvanada sobre la diatriba personal; qué
claridad gana la cuestión debatida; cuánto se aumenta el

i5
ADOLFO PRIETO

conocimiento del asunto. No hablo de pasión de verdad; me


refiero al mínimo exigible para intentar una crítica honesta:
a ganas de comprender las cosas.
El libro de Castro tiene muchos claros; adolece de apre-
suramiento ; se resiente de exageración; pero no es un libro
ocioso. Corría el enorme peligro de serlo una crítica encabe-
zada con una ociosa cita de Plinio. Y Borges, como en otras
ocasiones, no alcanzó a salvar el peligro.
Inutilidad. Prescindencia. Este es el saldo de la labor
crítica de Borges.

L A P O E S I A

Juzgar la poesía de Borges por la medida en que ésta


haya cumplido o no las exigencias del ultraísmo, es tan in-
operante como juzgar a Byron por el romanticismo o a cier-
ta pintura de Picasso por las hipótesis de la escuela cubista.
Una escuela es un punto de partida; la obra artística un re-
sultado que definitivamente la trasciende.
Da vergüenza recordar distingos tan elementales, pero
es que hay gente que de sectarismo no se cura, y rechaza en
bloque la obra de un poeta si no comulga con los postulados
de su escuela o, en caso contrario, se dispone favorablemente
a aceptarlo. Para éstos, importa ubicar a Borees en el ul-
traísmo.
Es cómodo para nosotros que los ecos que despertara la
eclosión ultraísta entre los años 1920-1930 estén adormeci-
dos en el sueño de las antologías y de los estudios críticos.

i6
BORGES Y L A N U E V A GENERACION

Veinte años son muchos años para estos tiempos del vivir
a prisa, y un lector joven de hoy debe averiguar en bibliote-
cas los destinos ultraístas del mismo modo casi que la pará-
bola del gongorismo en el siglo XVII.
Desprovistos de las anteojeras que carga una visión de
partido, leemos los libros en que Borges ensayó la expresión
poética. De entrada nos asalta el sentimiento de que debemos
estar prevenidos; que su poesía no es de las que se entregan
al primer golpe de vista; que andaremos por ella con paso
seguro si hemos sido consecuentes gimnastas en la palestra
de Quevedo. En la relectura (al menos en la mía) desmen-
timos la apresurada filiación quevedesca; confirmamos
aciertos y defectos; anotamos reiteraciones y temas; presu-
mimos un juicio.
El tema, como se sabe, importa poco o nada en poesía.
Puede, incluso, que no lo haya; pero si existe, si el poeta ha
elegido dar ese salto en el aire que es la creación poética a
partir de él, apoyado en él como en un trampolín, el tema ad-
quiere importancia en la medida en que nos está revelando
el registro de aptitudes del poeta, su capacidad para enri-
quecer o clarificar un punto de partida dado. La inmensa
mayoría de los poetas ensayó expresiones sobre el tema de
la luna; pero hay sus diferencias entre Safo y Lugones.
Borges reincide principalmente en dos temas: el arra-
bal y la muerte. Inaugura su primer libro de versos. Fervor
de Buenos Aires, con esta declaración de propósitos:
»

Las calles de Buenos Aires


ya son la entraña de mi alma.
No las caUes enérgicas
molestadas de prisas y ajetreos,

ir
ADOLFO PRIETO

sino la dulce calle de arrabal


enternecida de árboles y ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de piadosas arboladas
donde austeras casitas apenas se aventuran
hostilizadas por inmortales distancias
a entrometerse en la honda visión
hecha de gran llanura y mayor cielo.

Y agrega como para explicar la preferencia sentimental:

Son todas ellas para el codicioso de almas


una promesa de ventura
pues a su amparo hermánanse tantas vidas
desmintiendo la reclusión de las casas
y por e'las con voluntad heroica de engaño
anda nuestra esperanza.

¿Qué imagen nos da del arrabal este poeta codicioso de


almas? Una meramente visual.
En Villa Urquiza connota del cansado arrabal las calles,
el horizonte, las quintas, los alambrados, los sauces. En
Arrabal, el poeta codicioso de almas se encuentra otra vez
en el límite donde las casas indiferenciadas marcan la tran-
sición de la ciudad al campo. Habla de las casas miedosas y
humilladas, del pasto precario que salpica las calles, y come-
te entonces, si no me equivoco, la sinécdoque mental de ex-
clamar: Buenos Aires. Con una imagen bélica transmite su
impresión del Sur. Los trenes semejan ejércitos: el terra-
plén abate el campo servil. Las casas son pobres, polvorien-
tas de tedio; las barreras lastimosas. "Todo eso deja su sa-
bor amargo en el alma".
En el seguido libro, Luna de enfrente se lee la Calle con
almacén rosado, una calle cualquiera, con la eventualidad de
la pampa, el terreno baldío deshecho en yuyos y alambres,
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

y el almacén. El poeta se complace en atestiguar la calle de


siempre porque sus días han mirado pocas cosas. Estas sus-
cintas experiencias llevan al autor a declarar en dos compo-
siciones proféticamente postumas:

He visto un arrabal infinito donde se cumple una


insaciada inmortalidad de ponientes.
(Mi vida entera)

Yo presentí la entraña de la voz las orillas


palabra que en la tierra pone lo audaz del agua
y que da a las afueras su aventura infinita
y a los vagos campitos un sentido de playa.
(Versos de catorce)

No insistió Borges en comunicarnos poéticamente sus


experiencias de caminante del suburbio, pero buscó un atajo
de perspectivas más amplias: la reconstrucción histórica, el
recuerdo moroso, nostálgico de las orillas. Oportunidad ex-
celente —y aprovechada— para prodigar color local. En la
Fundación mitológica de Buenos Aires (del libro Cuaderno
San Martín) el almacén rosado se desplegará en las imáge-
nes del compadre, del organito, del corralón, del tango, de la
cigarrería. En la Elegía de los portones, acurruca en el rega-
zo de un recuerdo inexistente, la figura del mayoral con cor-
neta fiestera, la del guapo, la de las "muchachas comentadas
por un vals de organito"; menciona el alegrón del tango, la
baraja, la guitarra, los carros, las infaltables y estéticas es-
quinas rosadas.
Excluidos los dos últimos poemas por la evidente tram-
pa que supone la evocación de un pasado próximo y por las
argucias de la nostalgia y del colorido local, pregunto si la
imagen del arrabal ha sido enriquecida de algún modo por la

Í9
A D O L F O PRIETO

experiencia poética de Borges. La luna es luna para todo


el mundo, pero es algo más desde que Safo le agregó la con-
notación personal del resplandor. El arrabal porteño puede
prescindir de la imagen visual con la que el poeta quiso —con
propósitos ya olvidados— revalidar la trasnochada idea del
color local.
En 1928, censuraba Borges al genio español por haber
metido tanta muerte en su lengua; mientras, el censor usa-
ba la lengua de Jorge Manrique para seguir metiéndole
muerte. Media docena de poemas de su no abundante pro-
ducción, gira en torno al mayor de los temas. La muerte es
musa inspiradora de constancia ejemplar. En la superficie
o en el meollo de toda gran obra aparece el desgarrón de su
interrogante; su tránsito del fondo al ras marca como un
cardiograma las fluctuaciones de la sensibilidad colectiva.
Landsberg ha notado que las épocas históricas fecundas en
individualidades singulares, se hallan agudamente penetra-
das por el pensamiento de la muerte. Así, por ejemplo, acon-
tece en el período del Renacimiento y la Reforma en el que
al disolverse la comunidad medieval irrumpe una nueva hu-
manidad muy individualizada, que nace a la vida agobiada
por la amenaza constante de la muerte. Es la época de las
danzas macabras, de los terrores pánicos, de las teleologías
enseñoreadas por la urgencia de saberse justificado a la ho-
ra decisiva. Nuestro tiempo —conjeturo— que parece mar-
car el descenso de la parábola iniciada en el Renacimiento,
confunde el signo inverso con idénticas consecuencias. El
individuo, a sabiendas de que la presión histórica violenta
sus contornos para disolverlo en la comunidad, es conscien-
te más que nunca de sus fueros; más sensible que nunca a

so
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

sus limitaciones. La época, rica en individualidades singula-


res como el Renacimiento, está como el Renacimiento atra-
vesada en cruz por la preocupación de la muerte. Rilke fué
la voz admonitora de la consciencia vigilante; Heidegger
fundó su doctrina del "Ser para la muerte" en las intuicio-
nes del poeta; Malraux inunda su novelística con el pensa-
miento de la muerte; Unamuno exclama que no quiere morir,
que quiere ser inmortal en cuerpo y alma. No desentona de
los tiempos la inclinación del poeta argentino: compromiso
sin duda mayor. Veamos cómo lo salva.
La Recoleta es una difusa reflexión de reflexiones. El
poeta confiesa que todo lo escuchado, leído y meditado sobre
el tema de la muerte, fué vuelto a sentir en la Recoleta, jun-
to al lugar en que habrá de ser enterrado. Para escribir el
poema, creo, tuvo que repensar lo sentido en esa confluencia
accidental del lugar y del proceso anterior de lo meditado,
escuchado y leído. El residuo de tan complejo procedimiento
es una fría divagación conceptual, que no pierde su molesta
tiesura ni siquiera en la efusión emotiva de los últimos
versos:

Sombra benigna de los árboles,


viento rico en pájaros que sobre las ramas ondea,
alma mía que se desparrama por corazones y calles,
fuera milagro que alguna vez dejaran de ser,
milagro incomprensible, inaudito,
aunque su imaginaria repetición infame con horror
la existencia.

" y En Remordimiento por cualquier defunción, repite a la


inversa, el pensamiento primitivo de las danzas macabras.
En el siglo XIV, la muerte es todavía el muerto, cualquier
muerto; para Borges el muerto, cualquiera, es la muerte. La

51
ADOLFO PRIETO

transmutación lo despersonaliza, le niega predicados. Todo


se lo robamos: el patio que ya no comparten sus ojos, el cau-
dal de sus noches y sus días. El poema es una reflexión agu-
da comentada con imágenes.
La Inscripción en cualquier sepulcro, pudo dar al poeta
la oportunidad de encenderse en la llama de la creación au-
téntica; lo impidió la composición desmañada y la exagerada
voluntad de subordinar la emoción al pensamiento. Es inútil,
dice el poeta, que el mármol quiera redimir al hombre del
olvido:
Lo esencial de la vida fenecida
—la trémula esperanza,
el milagro implacable del dolor y el asombro del
goce—
siempre perdurará. ,

Si el poema hubiera concluido en esta magnífica estrofa,


con ese futuro del último verso en el que se juega entera la
voluntad de perduración del hombre, el logro sería indispu-
tado. Pero luego el poeta agrega a modo de razonamiento:

Ciegamente reclama duración el alma arbitraria


cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.

con lo que el encanto se rompe, si es que no nació ya decapi-


tado con el horrible imperativo inicial:

No arriesgue el mármol temerario


gárrulas infracciones al todopoder del olvido,
rememorando con prolijidad,
el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria.

52
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

La noche que en el Sur lo velaron, es la más feliz de las


expresiones que a Borges concitó el tema de la muerte, y aca-
so, su más colmado poema. Por primera vez encontramos que
los aciertos parciales no se levantan con la existencia de con-
junto; que un aliento unitario se transmite de verso a verso.
La casa abierta en el Sur; las calles elementales como recuer-
dos; el apagado almacén; el silbido solo en el mundo; los
hombres obligados a gravedad; el mate compartido, son men-
ciones externas que acrecen la tenue formación de una atmós-
fera singular. La muerte de alguien nos arranca con su in-
sospechada revelación a un mundo distinto. En él la realidad
es mayor; posible el milagro; desconcertantes los seres.

Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagros


y mucho 'o es el de participar en esta vigilia,
reunida alrededor de lo que no se sabe: del Muerto,
reunida para incomunicar o guardar su primera noche en la muerte.

¿Y el muerto, el increíble?
Su realidad está bajo las flores diferentes de él.

Un buen poema de Borges; casi un buen poema sin


distingos de autor. Lo desluce el tratamiento del medio expre-
sivo (como sucede con toda su producción poética, según in-
dicaré más adelante), y la imperturbable actitud vigilante del
poeta que permanece al margen del asunto, anotando circuns-
tancias externas con el escrúpulo de un novelista.
La Chacarita es una historia versificada del cementerio
del Oeste con el apéndice extemporáneo de un artículo de f e :

He oído tu palabra de caducidad y en ella no creo,


porque tu misma convicción de tragedia es acto de vida
y porque la plenitud de una rosa es más que tus mármoles.

53
ADOLFO PRIETO

Aun más opaca es la historia del cementerio del Norte y


con un remate que no es un artículo de fe, pero sí una sesuda
disquisición sobre el por qué de las flores que acompañan a
las tumbas:

Dije el problema y diré también su palabra:


Siempre las flores vigilaron la muerte,
porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos
que su existir dormido y gracioso
es el que mejor puede acompañar a los que vivieron
sin ofender con soberbia de vida,
sin ser más vida que ellos.

Cuando aparecieron los libros de versos, Fervor de


Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín, algu-
nos lectores creyeron hacer un cargo al autor destacando la
limitación, la insistencia en ciertos temas, la escasez de los
mismos. El cargo es infundado, como dictaminó Néstor Iba-
rra en 1930; lo importante es señalar, adujo el crítico, que
el poeta apenas si alcanzó a rozar la superficie de esos temas.
El arrabal y la muerte, dos motivos que he elegido a vía de
ejemplo, demuestran claramente el aserto. El poeta no logró
imprimir en ellos la huella de su paso, ni enriquecer la expe-
riencia del contacto con imágenes nuevas, valederas, ni a
transmutar la opaca realidad en realidad distinta. Frente a
sus temas no creó: en una palabra, no fué poeta. En un solo
poema anduvo orillando el mundo auténtico de la poesía, La
noche que en el Sur lo velaron; trabó su vuelo una actitud
demasiado lúcida y una ausencia fatal para el poeta: la de un
lenguaje adecuado. De aquí parto para formular la más seria
impugnación a la poesía de Borges.
Se pensará lo que se quiera sobre la esencia de la poesía.

Si
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

La crisis que inició el romanticismo ha embarullado suficien-


temente las cosas como para que cada bardo, lector, crítico,
diletante o esteta se permita sus opiniones al respecto. La
mayor parte está de acuerdo, sin embargo, en aceptar que el
quehacer poético es fundamentalmente distinto del quehacer
literario vertido en prosa, y que el distingo no se apoya tanto
en los diferentes contenidos que enuncian cuanto en el len-
guaje de que se valen para expresarlos.
Sartre, con quien la deuda de nuestra generación es
honesto enfatizar, observa que, mientras la prosa es el im-
perio de los signos, la poesía está del lado de la pintura, de
la escultura y la música. El escritor se sirve, utiliza el len-
guaje; el poeta se niega a utilizarlo; ha dejado el lenguaje
instrumento y elegido una actitud que considera a la palabra
como cosa y no como signo. Para el escritor, las palabras son
convenciones útiles; instrumentos que portan el significado
de un aspecto del mundo. Para el poeta son cosas naturales
que crecen naturalmente como la hierba y los árboles, y no
acierta a ver en ellas el signo de un aspecto del mundo, sino
la imagen de uno de esos aspectos. La imagen verbal elegida
por su parecido con un objeto no es necesariamente la pala-
bra usada para designarlo. Como el poeta está fuera del len-
guaje "en lugar de que las palabras sean para él indicadores
que le saquen de sí mismo, que le pongan en medio de las co-
sas, los considera una trampa para atrapar una realidad eva-
siva ; en pocas palabras, todo el lenguaje es para él el Espejo
del mundo. El resultado es que se operen importantes cambios
en la economía interna de las palabras. Su sonoridad, su lon-
gitud, sus desinencias masculinas o femeninas y su aspecto
visual le forman un rostro de carne que representa el signi-

55
ADOLFO PRIETO

ficado más que lo expresa. Inversamente, como el significado


está realizado, el aspecto físico de la palabra se refleja en él
y le permite que funcione a su vez como imagen del cuerpo
verbal. También como su signo, pues el significado ha perdido
su preeminencia y, como las palabras son increadas como las
cosas, el poeta no sabe si aquéllas existen por éstas o éstas
por aquéllas. De este modo, se establece entre la palabra y la
cosa significada una doble relación recíproca de parecido má-
gico y de significación." "Así, pues, la palabra poética es un
microcosmos... Y cuando el poeta pone varios juntos de esos
microcosmos, actúa como el pintor que reúne sus colores en
el lienzo; se diría que el poeta está componiendo una frase,
pero esto no es más que una apariencia; está creando un ob-
jeto. Las palabras-cosas se agrupan por asociaciones mágicas
de conveniencia e inconveniencia, como los colores y los soni-
dos, se atraen, se rechazan, se queman, y su asociación com-
pone la verdadera unidad poética que es la frase-objeto. Con
más frecuencia todavía, el poeta tiene primeramente en el es-
píritu el esquema de la frase, y las palabras siguen. Pero este
esquema no tiene nada de común con eso que llaman ordina-
riamente un esquema verbal: no preside la construcción <?e
un significado." (¿Qué es la literatura?, Buenos Aires, Losa-
da, pp. 50-52.)
La admirable limpidez de la cita, evita su prolijidad y
exime de rodeos mi propósito. Las palabras en Borges no re-
presentan tanto un significado cuanto directamente lo expre-
san ; no se agrupan asociaciones mágicas, sino por la lógica
del discurso; no son microcosmos, son utensilios del pensa-
miento ; las frases presiden la construcción de un significado.
No pocos de los poemas de Borges están contenidos en un es-

56
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

quema mental: el autor los despliega diciéndolos, usando las


palabras y las frases que muestran su significado. Podrían
ser otros vocablos, otra disposición, otro conjunto; con tal que
el significado apareciera claro, el poema colmaría su propó-
sito, pues lo que el poeta se propone, lo repito, no es dar la
imagen de un aspecto del mundo, sino un signo del mismo.
Los signos son transferibles; las imágenes no. Leemos en
El truco:
Cuarenta naipes han desplazado la vida.
Amuletos de cartón pintado.

En los lindes de la mesa


el vivir común se detiene.

Adentro hay otro país:


las aventuras del envido y del quiero
la fuerza del as de espadas
como don Juan Manuel, omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.

En las Páginas complementarias del Evaristo Carriego,


redacta, en prosa, con idéntico título, el contenido de estos
versos. A la curiosa comprobación de contenidos transvasa-
bles se añade la sorpresa de hallar las mismas palabras y
frases del poema:
"Cuarenta naipes quieren desplazar la v i d a . . . amuletos
de cartón pintado... La pública y urgente realidad en que
estamos todos linda con su reunión y no pasa; el recinto de
su mesa es otro país. Lo pueblan el envido y el quiero... un
as de espadas que será omnipotente como don Juan Manuel...
el as de oros tintineando esperanza..."
La suspicacia la ha dado Borges; con un poco de mala
fe, cualquiera podría intentar por su cuenta prosificar algu-
nos poemas, o con mayor impiedad caer sobre ellos con la pa-

57
ADOLFO PRIETO

ciencia de cambiar las palabras, las frases, la construcción,


sin macular la impresión del original. Middleton Murry ha
notado que el Hamlet pudo haber sido escrito como novela y
sospecha que hasta hubiera ganado el drama del príncipe da-
nés vertido en la elasticidad de un género más cómodo. Pero
se equivoca cuando piensa que en las cosas en que la expe-
riencia originadora sea predominantemente emotiva, será
cuestión de accidente o de moda el que se emplee la poesía o
la prosa. El equívoco no se salva con la indecisa alternativa
de suponer que "sólo donde la emoción sea particularmente
intensa o personal predominará el impulso hacia la expresión
poética." (El estilo literario, México, Breviarios del Fondo de
Cultura, p. 55.) No. La poesía dramática podrá transvasarse
en prosa novelística; la lírica no hará lo mismo con prosa de
ninguna especie. Sería lo mismo que pretender transvasar co-
lores en sonidos.
Los versos de Borges ofrecen en buena parte los
caracteres de la prosa, condición desfavorable que se acrece
con el hábito de introducir en los poemas, giros que pertene-
cen por completo al dominio de la prosa, como la formulación
de definiciones, el corolario de algún pensamiento, la explica-
ción de un proceso; el discurso estrictamente lógico en suma.
Dice en La Recoleta--

Nos place la quietud,


equivocamos tal paz de vida con el morir
y mientras creemos alabar el no-ser,
alabamos el sueño y la negligencia.

Lo anterior: escuchado ¡leído!, meditado,


lo resentí en la Recoleta,
junto al propio lugar en que han de enterrarme.

58
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

Y en otra composición del mismo título:

Pero yo quiero demorarme en el pensamiento


de las livianas flores que son tu comentario piadoso.

Dije el problema y diré también su palabra.

En Amanecer:

Curioso de la descansada tiniebla


y acobardado por la amenaza del alba
resentí la tremenda conjetura
de Schopenhauer y Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un populoso ensueño colectivo
sin base ni propósito ni volumen.

En Llaneza:

Conozco las costumbres y las almas


y ese dialecto de alusiones
que toda agrupación humana va urdiendo.

No faltará el lector que atestigüe en descargo del poeta


dos mentados aciertos, la metáfora y la imagen. El reparo es
aceptable, a condición de que no se olvide que metáfora e
imagen son patrimonio del lenguaje, gracias comunes al poe-
ta y al prosista. El prosista que quiere ajustar con precisión
el alcance de un pensamiento o la extensión de un término, se
apoya en la metáfora y en la imagen tan legítimamente como
el poeta. Tácito pudo referirse a los actores de una defección
diciendo que brillaron por su ausencia; Vico dijo de la
verdad que era hija del tiempo; Hobbes definió al hombre
como el lobo del hombre. Y si bien es cierto que el poeta ma-
neja con mayor liberalidad ambos recursos, es grave error

59
ADOLFO PRIETO

suponer que la poesía se distingue de la prosa por la abun-


dancia de imágenes y metáforas. Borges fué víctima ejemplar
de ese error. Señalando la dicotomía de procedimientos segui-
dos por el autor, notamos que aquellos poemas que no fueron
redactados según un conciso esquema mental, no son más que
un rosario de presuntas metáforas y laboriosas imágenes.
En el manifiesto que Borges publicó en 1921, la metáfora
es declarada elemento primordial de la poesía. La metáfora,
como se sabe, es la imagen que surge de una conexión entre
dos imágenes que se dan separadas en la experiencia. Lo que
se entiende comúnmente por metáfora es el resultado de un
proceso horro de exigencias; se comparan dos objetos y se
suprime el término de comparación: fulano es bueno como
un ángel da fulano es un ángel.
La metáfora poética es cosa distinta. Por lo pronto,
jamás surge de la comparación conciente; ésta yuxtapone
dos contenidos objetivos y elabora un tercer término que no
logra hacernos olvidar el nexo de comparación. La metáfora
poética funde en unidad nueva, convincente, indestructible, las
dos series representativas. Este singular resultado se obtiene
en mitad del hechizo connatural al quehacer poético; como
dicho muy bien Johanes Pfeiffer. Es un verdadero acto ae
creación. Borges, en 1949, escribió: "Es quizás un error su-
poner que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las
que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra,
han existido siempre; las que aun podemos inventar son las
falsas, las que no vale la pena inventar." (Nathaniel Haw-
thorne en Otras Inquisiciones.) Después de lo dicho, ¿se pue-
de afirmar sin escándalo que Borges no ha conseguido plas-
mar una sola metáfora poética? Las pocas que tienen

60
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

apariencia de tales son simples comparaciones, de las que el


poeta suprimió el término de relación, sin lograr fundir en
una nueva unidad las dos imágenes comparadas. Las volun-
tariosas conexiones dan, a veces, con un hallazgo feliz: La
luna nueva/es una vocesita desde el cielo; Aun el alba es un
pájaro perdido en la vileza más/remota del mundo; El alba
es nuestro miedo de hacer cosas distintas. Otras evidencian
la fatiga de la búsqueda: Toda casa es candelabro/donde ar-
den con aislada llama las vidas; Rojas chisporrotean/las gui-
tarras calientes de las bruscas hogueras; leña sacrificada/que
se desangra en briosa llamarada/bandera viva y ciega trave-
sura. Alguna es deplorable: Tardes que fueron nichos de tu
imagen. Las más son prescindibles, ineficaces: Hora de fina
luz arenosa; Todo el jardín es una luz apacible/que ilumina
la tarde; Cada arbolito es una serva de hojas; ocaso, alhaja
oscura/engastada en el tiempo; La oscuridad es la sangre/de
las cosas heridas; La llanura es un dolor pobrisimo que per-
siste; El día/es una estría cruel en una celosía; El mar es
una espada innumerable y una plenitud/de pobreza.
Abiertamente insiste Borges en la simple comparación
de imágenes —elemento el más socorrido de su poesía—, con
lo que cumple otro de los propósitos enunciados en el cono-
cido manifiesto: tender a la síntesis de dos o más imágenes
para aumentar la capacidad de sugerencia. Combinando dos
o más series de imágenes, es ciertamente posible ensanchar
la capacidad de sugerencia; todo depende del acierto de los
enlaces.
Apoyarse en dos o más imágenes para acercarnos a la
expresión de otra o a la de un pensamiento, es viejo recurso
del poeta y aun del filósofo (ahí está Platón y Nietzche para

«
ADOLFO PRIETO

atestiguarlo) ; pero es mal sistema convertir los recursos en


necesidades, el medio en fin, la riqueza en indigencia. ¿Se
vuelve más grávida la imagen de la tarde, sugiere más con el
acoplamiento de estas imágenes: tarde... bienhechora y sur-
til como una lámpara,/clara como una frente,/grave como
ademán de hombre enlutado? Casi no hay poema de Borges
que no contenga una o más series de comparaciones. Tal in-
sistencia es hermana de la más cara ambición del poeta: la
reducción de la poesía a la imagen. La imagen como término
de una comparación; la imagen por sí misma. Alguna vez
confesó Borges su parte de culpa en la difusión del error de
creer que la poesía no es otra cosa que imagen. Sus dos pri-
meros libros padecen el estigma de ese error; sobre todo, Luna
de enfrente, en el que los poemas sacrifican constantemente
la unidad orgánica al acierto parcial de alguna imagen. Su-
cede con los poemas como con sus ensayos críticos. En éstos,
la observación aislada vale más que el contexto; en aquéllos,
el hallazgo de una imagen, mucho más que la estructura en
la que está inserta. Néstor Ibarra, reaccionando contra este
sistema, recuerda que con veinte versos admirables no se ha-
ce una hermosa poesía de veinte versos, y transcribe en abono
de este aserto el pensamiento de Valéry, que define al poema
como una duración durante la cual se respira según una ley.
El corolario es obvio: la poesía de Borges no tiene duración
ni ley. Este cargo fundamental se formuló hace más de dos
décadas por un crítico que descansaba en la esperanza de un
Borges futuro gran poeta; la crítica parece inspirada por la
honesta intención de desbrozarle el camino del porvenir. Bor-

62
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

ges, en poesía, no ha ido más allá de lo prometido en sus tres


primeros libros (1923-1929) ; precisamente aquellos estudia-
dos por Ibarra.
La conclusión a que apunta esta serie de observaciones
es demasiado evidente como para vertirla en un enunciado
expreso. Con todo, el que Borges no me parezca un poeta ca-
bal no es óbice para rendir justicia a los felices hallazgos de
algunos versos. A más de los ya mencionados, impresionan
hondamente otros por el descubrimiento de ciertas imágenes.
Sabido es que toda imagen es el resultado de un acto creador;
toda imaginación, la infantil y la adulta, la sana y la mor-
bosa, crea. Las diferencias son, naturalmente, de g r a d o . . .
La imaginación parte de elementos conocidos para acuñar una
realidad nueva: el que ésta resulte inédita, hermosa, convin-
cente, apuntala su prestigio. Debe recordarse, sin embargo,
que una imagen prestigiosa no es patrimonio del artista, sino
simplemente del hombre. Para crear imágenes, Borges recu-
rre principalmente a dos sistemas. Uno, cuyo fracaso fué se-
ñalado, es el privativo de la metáfora. El otro consiste en
animizar la naturaleza, el espacio, el tiempo; infundir en ías
cosas estáticas y en los seres abstractos un alma, hacerlos
sujetos de acción y pasión, personificarlos. Así, las calles pue-
den ser enérgicas o enternecidas de árboles; los zaguanes en-
torpecerse de sombras; cansarse los colores de un patio; de-
rramarse el cielo; abrir la luz a puñetazos un boquete en los
cristales. El poeta, que pisa el horizonte, queda entre las ca-
sas miedosas y humilladas. El pasto alimenta esperanzas; la
puesta de so) es un cartel gesticulante. La pampa se acurruca
en lo profundo de una guitarra; se desmelena; Dios cabe en
ella sin inclinarse y puede en ella caminar a sus anchas. El

63
ADOLFO PRIETO

silencio se desangra, a la tarde le duele el poniente; la luz, de


nuevo, raya el aire; la luna se enreda en un mástil. Podría
abundarse en ejemplos ilustres.
Este proceso de personalizar, de meter un alma y una
apariencia humanas en las cosas y en los seres que no las tie-
nen, es el proceso peculiar de la fantasía infantil. El niño no
posee la conciencia objetiva del mundo revertida en conceptos
de validez universal, sino que empapa la realidad con la sus-
tancia de su visión insobornablemente subjetiva. Las cosas
sufren, caminan, sueñan, gritan como él. La fantasía del niño
no muere totalmente a manos de la conciencia lúcida: pos-
terga en el adulto trozos más o menos ingentes de su conte-
nido. El artista es el principal beneficiario de esta permanen-
cia ; observa el mundo con ojos inocentes; fantasea la realidad.
El verdadero artista vive, naturalmente, en ese estado de
inocencia; el que no lo es en igual medida, puede provocarlo
a voluntad, prevenirse, aunque parezca paradójico, para una
actitud desprevenida. Las diferencias entre uno y otro se
compulsarán en los resultados: el primero nos dará imágenes
convincentes; el segundo, imágenes ingeniosas, en el mejor
de los casos, artificiosamente bellas, por excepción, rebusca-
das y prescindibles por regla general. Borges pertenece al se-
gundo tipo de artistas. Ha conseguido sacar a luz algunas
hermosas imágenes, sorprendernos con otras ingeniosas, de-
jarnos indiferentes con las más. Tributo a ese proceso pro-
vocado, lo pagó —y a qué precio— en una de sus más cele-
bradas composiciones, La fundación mitológica de Buenos
Aires. En las tres primeras estrofas, el poeta rememora los
hechos de la fundación histórica. En la cuarta irrumpe el
mito: i

eu
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,


durmieron extrañados. Dicen que en e¡ Riachuelo
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fué una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

El mito se ha conseguido con un regreso voluntario al


estadio de conciencia infantil. Para el niño, el mundo comien-
za en el ámbito del hogar paterno; se extiende al barrio, más
tarde a la ciudad, al partido, la provincia, etcétera. El térmi-
no psicológico de esa involución en el tiempo debiera haber
sido entonces el hogar, pero el poeta ha preferido anclar el
movimiento regresivo en el barrio, porque ello le permitirá,
tal vez, evocarlo caprichosamente en un momento propicio
para el despliegue de colorido local. A algunos les encanta la
pretendida inocencia del mito; a mí me parece demasiado
voluntaria, artificial, pueril en el sentido peyorativo que el
vocablo adquiere referido al quehacer de un adulto. Lo mismo
digo de la estrofa final:

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:


La juzgo tan eterna como el agua y el aire.

El poeta regresa otra vez a la infancia. El niño no tiene


conciencia del devenir; vive en un eterno presente; los padres
son y serán como los conoce; no puede forzarse en imaginar-
los no conocidos, ni siquiera suponerlos en una posible juven-
tud ; son de siempre. Que el poeta —y un poeta comprobada-
mente lúcido como Borges— crea lo mismo de Buenos Aires,
se nos hace cuento. El estado de inocencia no ha sido convin-
centemente expresado; el voluntarismo del artista ha queda-
do al desnudo.
Como el buen hijo de Noé, ocultemos al fin las desnudeces

65
ADOLFO PRIETO

del poeta. De Luna de enfrente, ha dicho el autor que es un


olvidado y olvidable libro, y Luna de enfrente no es demasia-
do inferior a los otros. Respeto su juicio y valoro con otra
medida su aporte a la historia de la poesía argentina. Borges
ha contribuido como pocos a despejar nuestro decir poético de
las superpuestas andaduras de rubenismo que hieratizaban a
los vates de treinta años atrás: la música estrepitosa, la ho-
jarasca palabrera, el énfasis oratorio. Ha contribuido al há-
bito de ceñir decorosamente los excesos de sentimentalismo.
Pensador a mitad de camino de poeta, le ha faltado el fuego
interior que lo quemase en el logro total de un poema. Sin
embargo, no ha sido tan infructuosa su experiencia que no
haya acertado a dejarnos el don de algunas bellas imágenes,
el hallazgo de un título feliz (El general Quiroga va en coche
al muere), la reflexión aguda, la noble intención:

Siento el pavor de la belleza; quién se atreverá a condenarme si esta


[gran luna de mi soledad me perdona?
Asi voy devolviéndole a Dios unos centavos del caudal infinito que
[me pone en las manos.

EL C U E N T O

Borges es un excelente prosista. Los cuentos de Ficciones,


El Aleph, La muerte y la brújula lo revelan singularísimo en
el empleo de la prosa. Entre Mallea, con su proclividad al
engolamiento y a la perífrasis inútil, y Martínez Estrada, uni-
tariamente intensivo, la compañía de Borges es más seguro
refugio de deleite. Se lo lee como si se lo escuchara conversar,
y su conversación es la de un hombre avezado en el "rte de

66
I
BORGES Y LA NUEVA GENERACION

subyugar al auditorio. De este símil oral nace acaso el mayor


encanto de su prosa y en él se apoyan, sin duda, los mejores
logros. Lo menos la mitad de sus cuentos están relatados en
primera persona, entre los cuales es justicia destacar El in-
N
mortal, Hombre de la esquina rosada, Funes el memorioso,
La casa de Asterión. Gentes presumiblemente entendidas en
cuestiones de estilo, como Amado Alonso, confirman la im-
presión de asombro que en el lector desprevenido provoca el
encuentro con Borges, y vuelven transitable aquel juicio del
filólogo español que asegura que nuestro escritor es el caso
más agudo de conciencia literaria escrupulosa. Tal conciencia
literaria no se ha dado antes en el país; difícilmente admite
ahora compañía. Borges posee sn grado extremo la concien-
cia de un tipo de hombre completamente nuevo y todavía ex-
traño entre nosotros, la del hombre de letras consagrado no
al oficio, sino a la vocación. Señalado el distingo paia realzar
lo que merece de elogio, es lícito y no inicua investigación
policial averiguar lo que ha dado de valioso a la literatura
una capacidad brillante y una vocación ejemplar. Una vida
dedicada al ejercicio literario ha afinado sus medios expre-
sivos hasta el virtuosismo. Saber decir algo es una inaprecia-
ble ventaja para el que quiere decir algo. Borges ha conse-
guido la más envidiable ventaja del escritor.
Cuando se mencionan estas cosas haciendo un esfuerzo
por ignorar de quien se mencionan, se crea un clima espec-
iante, tenso, como en la espera de un suceso que se intuye
excepcional. Pero el conocimiento de la obra de Borges veda
la posibilidad de misterio. Primero nos enteramos de lo que
dice y luego de cómo lo dice; cuando se invierte la experien-
cia, el resultado descorazona. Dejemos de lado los ensayos

67
A D O L F O PRIETO

críticos, por cuanto el género no permite con holgura la ex-


presión personal; vamos a las obras de imaginación. Cuatro
libros, que incluyen una treintena de cuentos, soportan el
prestigio del Borges prosista.
El cuento, pese a visibles diferencias cronológicas, es el
hermano menor de la novela; si se quiere, el bosquejo de una
posible novela. En última instancia, un mero ejercicio retó-
rico. No cuesta imaginar a un dómine que perora ante los
discípulos en el curso de composición: "Se trata, señores, de
referir en apretada síntesis la vida y la muerte del Minotauro
en el Laberinto"; o "imaginen ustedes la existencia de un
hombre inmortal"; o "refieran de un modo convincente el
caso de un traidor que pasa como héroe a la posteridad". Bor-
ges, discípulo aventajadísimo, redacta La casa de Asterión,
El inmortal, Tema del traidor y el héroe.
Hermano menor, bosquejo o ejercicio retórico, lo cierto
es que el cuento pertenece a una especie secundaria del gé-
nero novelesco, limitación que no excluye, por supuesto, la
posibilidad de la elaboración creadora, como Chejov, Maup-
passant, Poe, con holgura atestiguan, pero que coloca a sus
exponentes al margen o a la sombra de las grandes obras del
genio literario. La acotación es válida.
La mayor parte de los cuentos de Borges pertenece al
género fantástico. Conviene recordar que a los escritores de
habla española les ha sido esquivo el género en la medida en
que es naturalmente extraño el puro vuelo fantástico al genio
de la raza. Estas y otras anomalías sustentan el mentado
realismo de la literatura española. Cuantos en la lengua de
la Península han intentado saltar un metro más allá de lo
que distingue la mirada, han caído con estrépito en una posi-

68
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

ción no muy airosa. La experiencia es virtualmente uniforme


de Quevedo a Lugones, hasta tal punto que no es pecar de
fatalistas aceptar el hecho como se acepta la perduración de
ciertos rasgos caracterológicos en las razas. Si algo vuelve
interesante esta especial actitud de Borges, es por la curio-
sidad que despierta su destino elegido de luchador solitario,
a contracorriente de la índole heredada y con un idioma into-
sigado de términos concretos e imágenes a ras de tierra.
Si nos atenemos estrictamente a lo que debe considerarse
cuento fantástico, creo que Borges triunfó a medias sobre las
exigencias que el mismo impone. Trataré de explicarme. El
autor sigue dos caminos para urdir la trama fantástica: o se
arroja directamente en su búsqueda, presentando en el mun-
do real un hecho o suceso de realidad increíble, o se apoya en
la mención de nombres y acontecimientos tan extraños a la
experiencia cotidiana que su rareza va creando un clima de
ficción, de irrealidad.
Cáfco ejemplar del primer procedimiento es El Aleph. El
autor narra, en primera persona, una serie de acontecimien-
tos normales; de pronto, con efecto de contraste, irrumpe lo
fantástico. Borges habla de sus visitas a la casa del escritor
Carlos Argentino Daneri. Con el pretexto sentimental de una
amada muerta (pretexto que orilla peligrosamente la cursi-
lería) , un escritor visita periódicamente al otro, hasta que al
cabo de algunos años Daneri le enseña en el sótano de la casa,
próxima a demoler, el Aleph, una pequeña esfera tornasolada
en la que es visible todo el espacio cósmico. Borges llega al
nudo del problema: la presentación directa de lo fantástico.
Elige un rodeo que es una primera declaración de impotencia*^/}
"Arribo ahora al inefable centro de mi relato; empieza, aquí^xj

69
ADOLFO PRIETO

mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de


símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los inter-
locutores comparten; ¿ cómo transmitir a los otros el infinito
Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los mís-
ticos, en análogo trance, prodigan los emblemas..." El autor,
de espaldas en el piso de un sótano lóbrego, fija la vista en el
décimonoveno peldaño de la escalera por la que ha descen-
dido, descubre una esfera luminosa de dos o tres centímetros
de diámetro. En ella se muestran todos los lugares del orbe
sin disminución de tamaño. Comienza la fatigosa enumera-
ción : "Vi el ampuloso mar, vi el alba y la tarde, vi las mu-
chedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro
de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres),
vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en
un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me re-
flejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas
que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray
Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de
a g u a . . . " La enumeración, por prolija que sea (y acaso por
lo mismo), no consigue distraernos de una primera impresión
fatal para los resultados del cuento. El Aleph, mejor dicho,
la intromisión de esta esfera maravillosa en el relato, no con-
sigue en ningún momento arrebatarnos a la atmósfera irreal,
en la que su existencia se tornaría convincente. Todo es posi-
ble en el mundo de la fantasía, a condición de que seainos
ganados por él, sujetos a sus leyes internas, convertidos nos-
otros mismos en habitantes fantásticos. Si nuestros pies que-
dan sobre la tierra, el ensayo fracasa, como comprobadamen-
te fracasó la piedra filosofal de los alquimistas. La más
difícil empresa del mitólogo, del artista agudamente imagi-

no
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

nativo, es cambiar al espectador terreno en fantástico, visar


su pasaporte para un mundo distinto al nuestro. Si prescinde,
o no tiene éxito en esta empresa previa, el resultado final es
deplorable. Lo fantástico visto desde fuera, por ojos no ini-
ciados en su ejercicio, es simplemente absurdo. Borges, de
cúbito dorsal en un sótano de la calle Garay, contando lo
que quiere que veamos en una esfera tornasolada, ofrece un
raro espectáculo. Como uno lo observa fríamente, molesta,
en verdad, un poco.
El Zahir ofrece un ejemplo a mitad de camino entre los
dos procedimientos señalados. El Zahir es en Buenos Aires,
según Borges, una moneda común de veinte centavos, con una
fecha determinada y algunas raspaduras. Inmediatamente, el
autor agrega datos exóticos a este preciso de la presentación:
en Guzerat, un tigre fué Zahir; en Java, lo fué un ciego; un
astrolobio, en Persia; una pequeña brújula, en Mahdí; una
veta de mármol, en la aljama de Córdoba; el fondo de un
pbzo en la judería de Tetuán. El escritor —otra vez el mismo
Borges— nos va a narrar la historia del Zahir que llegó a
sus manos. Comienza entonces por el muy prescindible re-
cuerdo de su amor por Teodolina Villar, aristócrata decaden-
te muerta en pleno Barrio Sur. A la salida de su velorio, en
un almacén, le entregan en el vuelto, por el importe de una
caña, el Zahir. De inmediato surgen nuevamente las referen-
cias exóticas. El autor piensa en el óbolo de Caronte, en el
que pidió Belisario, en los dineros de Judas, en las dracmas
de la cortesana Laís, en la moneda que ofreció uno de los
durmientes de Efeso, en la onza de oro que hizo clavar Ahab
en el mástil, en el florín irreversible de Leopold Bloom. El
influjo demoníaco de la moneda empieza a hacerse sentir. El

71
ADOLFO PRIETO

escritor, que conoce su naturaleza, porque es un erudito (un


simple mortal no se hubiera dado por enterado de ella y hu-
biera devenido su víctima inocente), decide desprenderse del
disco de metal. Baraja unas cuantas calles; en un almacén
paga una caña con el Zahir. Este acto de liberación parece
redimirlo durante algunos días del pensamiento del fatídico
Zahir, hasta que torna la imagen del mismo como una obse-
sión. En una librería de la calle Sarmiento encuentra el libro
de un supuesto Julius Barlach, en el que se incluyen todos
los documentos que se refieren a la superstición del Zahir.
El dato exótico irrumpe con mayor prolijidad que nunca al
resumirse los extraños informes de la monografía de Barlach.
Al término de su lectura el relator comprende que ya nada
puede salvarlo de la monomanía, de la enajenación mental.
Ya es conciente del proceso; todo lo que no sea el Zahir le
llega como tamizado y lejano; nada le cuesta prevenir el mo-
mento en que no percibirá el universo, sino exclusivamente el
Zahir. Vincula un pasaje leído en el Asrar Ñama, que asegura
ser el Zahir la sombra de la rosa y la rasgadura del velo, con
la noticia de que los sufíes, para perderse en Dios, repiten su
propio nombre a los noventa y nueve nombres divinos hasta
que éstos pierden significado. Concluye: "Quizá yo acabe por
gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y repensarlo; quir* de-
trás de la moneda esté Dios." Ideas de Tennyson y Schopen-
hauer y la doctrina de los cabalistas sostienen la reflexión
final.
A lo largo de este relato se torna evidente una dicotomía:
en cuanto el relato se apoya en datos, noticias e ideas exóticas
(ciertas o fraguadas), gana el interés del lector, y en cuanto
descansa en la experiencia personal de un fenómeno insólito,

72
BORGES Y LA NUEVA GENERACION

lo defrauda irremisiblemente. El Zahir es una cosa intere-


; sante mientras sirve de experiencia a otras gentes y en otros
t lugares; en las manos de Borges, desplegando sobre su con-
ciencia un influjo maléfico, nos resulta inadmisible. Vemos
; en su palma una vulgar moneda de veinte centavos y somos
lo suficientemente filisteos como para no transigir en ver
[ otra cosa.
Mayor fortuna ha tenido Borges al concebir cuentos que
k lo excluyan de su papel de relator-protagonista. Apoyado en
; una idea plena de sugerencias (la inmortalidad; la concate-
nación infinita de los hechos; la identidad personal), Borges
i acopia con diligencia e ingenio los datos que la tornen transi-
I table; busca un escenario extraño; pone en juego la acción.
I Será Homero, habitante de la Ciudad de los Inmortales, o
I Tzinacán, mago azteca que narra una experiencia mística. De
| los d£s cuentos a que pertenecen estos personajes, el último es
el menos logrado. En La escritura del Dios, Borges vuelve a
incurrir en uno de los errores de El Aleph: decir lo inefable.
Antes se trataba de una esfera en la que era visible todo el
universo; ahora es una rueda entretejida por todas las cosas
que fueron y serán. Tzinacán, mago de la Pirámide de Qaha-
lon, incendiada por Pedro de Alvarado, yace en la lobreguez
de una cárcel. Acuciado por la necesidad de llenar su tiempo,
| se dedica a buscar la sentencia mágica que el Dios escribió el
primer día de la Creación. Recuerda que el jaguar es uno de
los atributos del Dios e imagina entonces que el mensaje di-
vino está grabado en la piel de estos animales. En la celda
contigua hay un jaguar; durante años estudia el orden y dis-
posición de sus manchas. En el lenguaje de un Dios —refle-
xiona— cada palabra debe enunciar la infinita concatenación

73
ADOLFO PRIETO

de los hechos. En otra ocasión sufre un sueño muy extraño;


por fin ocurre algo que no puede "olvidar ni comunicar", la
unión con la divinidad. "Yo vi una Rueda altísima que no es-
taba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en
todas partes, a un tiempo. Esa rueda estaba hecha de agua,
pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) in-
finita." Con prolijidad semejante a la empleada en El Aleph,
Borges acomete la tarea de enumerar las visiones del mago:
"Vi el universo y vi los íntimos designios del niverso. Vi los
orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que
surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las
tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que
les destrozaron las caras. Vi el Dios sin cara que hay detrás
de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola fe-
licidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la
escritura del tigre." Con la supresión de este pasaje, el cuen-
to, el relato sería consecuente dentro de su irrealidad. La pre-
tensión, fatalmente fracasada, de expresar lo inefable, exa-
gera el margen de credulidad que el lector (aun ganado por
el mundo fantástico) dispone con buena voluntad, y todo, o
casi todo, se echa a perder. Un levísimo rasguño revienta la
más hermosa pompa de jabón.
Este peligro lo salvó Borges felizmente en El inmortal.
Una circunstancia puede haberle facilitado la empresa de
asegurar al lector el pasaporte para el mundo fantástico: la
de narrar los destinos de Homero, el inmortal, familiarmente
legendario para todos nosotros. Que uno esté dispuesto de en-
trada a prestar oídos a una nueva leyenda de Homero, es un
factor psicológico que no puede ignorarse, pero ello no resta
méritos al escritor. Como estilista, como hombre de imagina-

n
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

ción y de ingenio, como erudito, Borges ha conseguido traba-


jar con El inmortal, su más lujosa joya. La Ciudad de los
Inmortales, laberíntica, sórdida; los trogloditas comedores de
serpientes; lo presentación de Homero y su final identificación
con el tribuno romano Marco Flaminio Rufo; el detalle de un
Homero suscrito a los seis volúmenes de la traducción inglesa
de La Ilíada por Popp, son piezas coherentes dentro del en-
granaje propuesto y se las recorre una por una con el ánimo
en suspenso. En el género fantástico, es lo mejor que ha
hecho Borges; estrictamente, casi diría que lo único indispu-
table. (A alguna distancia mencionaría La casa de Asterión,
breve ejercicio brillantemente realizado; acaso Los teólogos,
La lotería de Babilonia y Funes el memorioso.)
A más de ficción, Borges ha insuflado en estos cuentos
algunas repetidas reflexiones de diletantismo filosófico, re-
flexiones que han inspirado en un crítico francés una frase
destinada a tener éxito en nuestro comercio de valores lite-
rarios. Por la solapa de Ficciones me entero que el crítico de
L'Independent du Midi opina que Borges es un cuentista filo-
sófico y cósmico al mismo tiempo. Las palabras tremendas
asombran o asustan; aunque también tienen la virtud de di-
bujar a veces una leve comisura en los labios y encender una
chispa en los ojos. En alguna ocasión pensé que el dolor cós-
mico de los románticos era un dolor sin ese; ahora no sé qué
pensar de un cuentista cósmico y filosófico, que no tiene filo-
sofía ni rigurosa concepción u hondo sentimiento del cosmos.
Mencionar a Berkeley o Spinoza, usufructuar la tesis leibnit-
ziana de la armonía preestablecida, fortalecer un cierto escep-
ticismo natural en la despensa de Schopenhauer, concebir,
sumarísimamente, un nuevo planeta (Tlon), en el que los me-

75
ADOLFO PRIETO

tafísicos buscan el asombro y los pensadores rechazan con


escándalo la doctrina del materialismo ; decir (sin creer de-
masiado) que el mundo es fantasmagoría, no acreditan a na-
die de filósofo ni de sentidor cósmico. Creo que Borges habrá
sido el primero en sonreír ante tales epítetos, pero es bueno
prevenir la ingenuidad de nuestros lectores, todavía sensibles
a los dictámenes de la crítica extranjera. Para esa blanda sen-
sibilidad recuerdo el juicio de otro comentarista, porque posee
la curiosa condición de exponer como elogio lo que es en ver-
dad la impugnación esencial del Borges cuentista. Dice el
crítico de Combat: "¿ Qué hace Borges, sino literatura y eru-
dición puras? Tan puras son que los temas, las referencias,
notas y citas están totalmente inventados y se convierten en
los famosos jeux de l'esprit, de los cuales muchos hablan,
pero muy pocos se atreven."
Esto son los cuentos de Borges, jeux de l'esprit, ejerci-
taciones del intelecto y la imaginación, combustión aristocrá-
tica de ocio. Más refinado y menos indolente que el señor
feudal, en vez de hacerse relatar maravillas por bardos tras-
humantes, el moderno creador de ficciones se ejr -cita en ellas
por autoplacer. A lo sumo, consiente que le observen en la
palestra unos cuantos iniciados. Sólo permitirá afluencia de
público cuando ensaye un juego que prenda en el vulgo la
ilusión de sentirse copartícipe del mismo, cuando el vulgo
tenga conciencia y posibilidad de distraer regiamente su ocio
con él. A Borges lo lee un público de no iniciados (esto es
fácilmente averiguable), cuando ensaya el género policial.
El género policial —su auge en el gran público— es un
fenómeno equivalente a la práctica de deportes por la masa.
El primer hecho puede preceder en el tiempo al segundo (Poe

76
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

se entretiene con Auguste Dupin, mientras lo observan unos


pocos distraídos), pero el auge del género coincide plena-
mente con la irrupción del hombre masa en el horizonte his-
tórico. El enunciado no es antojadizo. La rebelión de las masas
es uno de los libros más leídos en los últimos veinte años, de
modo que será ofensivo recordar el ensayo de Ortega; basta
apoyarse en uno de sus pensamientos: el de que el hombre
masa reclama el derecho a gastar su margen de ocio en la
práctica de actividades desinteresadas; el deporte, por ejem-
plo. La conquista de una posibilidad que ha sido negada de
siempre contamina a multitud de contenidos con la imagen
del triunfo más aparente, y así, una apreciación deportiva
tiñe, para este tipo de hombre, numerosos aspectos de la reali-
dad. El hombre masa debiera, por esta circunstancia, haber
ingresado de rondón en la esfera del arte, esfera de la gra-
tuidad; pero en esto, como en todas las cosas, se quedó en lo
aparente, confundiendo gratuidad con menor esfuerzo. De la
literatura eligió el género que más fácilmente colmaba sus
apetencia de antiguo resentido. Un cuento o novela policial se
leen de un tirón, no reclaman esfuerzo, no despiertan emo-
ciones molestas: ni estéticas ni intelectuales ni simplemente
emotivas; son una pura distracción como el tenis o el fútbol;
un pequeño lujo; un lujo de bolsillo como las ediciones en que
frecuentemente se los lee.
Auguste Dupin, Sherlock Holmes, el padre Brown, Ellery
Queen, satisfacen el ocio de los lectores más refinados, mien-
tras que docenas de detectives o aspirantes a detectives, de
los que pululan indiferenciados en los libros de títulos inve-
rosímiles, ocupan el ocio de los que viajan en subterráneo o
disponen de un fin de semana conquistado no saben bien para

77
ADOLFO PRIETO

qué. Con la ausencia de asombro que aceptamos las cosas de


todos los días, vemos las estanterías de los quioscos abarro-
tadas de libros y deducimos que el gran público lee hoy como
no ha leído en época alguna del pasado. ¡ Pero lee cuentos y
novelas policiales! La novela y el cuento policial pertenecen
a un tercer o cuarto orden, si es que hay tales órdenes en li-
teratura y si es que pueden ser considerados literatura. Un
estilo correcto, una buena disposición de las piezas, una pers-
picaz elucidación del misterio, no acreditan que lo sean. El
relato propiamente fantástico, como los considerados ante-
riormente, por lo menos remiten o intentan remitir a la fan-
tasía, cualidad y condición esenciales del arte; el relato poli-
cial no remite generalmente a nada. En el caso de los lectores
más avisados, a una simple ejercitación de las dotes inducti-
vas ; en los otros, a la conciencia de su carácter deportivo. Lo
que se entiende estrictamente por literatura, nada tiene que
ver con todo esto.
Conjeturo que un escritor como Borges debe dedicarse
al cuento policial con alguna displicencia, como sabiéndolo de
antemano maculado en un futuro posible por un lector no es-
pecialista, no iniciado, que confunda su escrupuloso trabajo
con el de cualquier fecundo proveedor de ser: JS escarlatas o
azules. Ha de emplear los mejores empeños en el relato fan-
tástico, pleno de posibilidades, exigente, difícil, pensado para
un público harto restringido que esté en condiciones de valo-
rar el afinamiento de la imaginación y del ingenio hasta los
últimos meandros de la capacidad humana. Este escritor,
Borges, se entretiene (o se agota) en sus juegos del espíritu,
mientras lo observa un grupo de iniciados. El grupo, obvio
es declararlo, está compuesto de escritores (sólo un hombre

78
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

de letras puede apreciar las sutilezas del oficio), pero de es-


critores con una connotación: la de la contemporaneidad.
Dicho en otras palabras o puntualizando las limitaciones,
Borges es un escritor para los escritores de su generación.
Creo que para nosotros, que respiramos otro clima, ya no lo
es. Nos importa, como experiencia humana, reconocer y ad-
mirar el talento de un literato pero nos apura con mayor
urgencia una literatura que trascienda el mero virtuosismo
personal. Borges, empeñado en trabajar como joyas, ficcio-
nes al fin y al cabo minúsculas, desorienta como el artífice
suizo que gasta media vida en repujar la apariencia de un
mecanismo destinado a dar la hora como todos los hermanos
de especie. La impresión de desagrado físico entre el esfuerzo
y el resultado se impone involuntariamente a medida que
se avanza en el conocimiento de su obra y se compara las
extraordinarias dotes del autor con el mérito intrínseco de
sus escritos, treinta años de ejercitación literaria con el valor
de su literatura.
Borges ha escrito algunos c u e n t o s e x c e l e n t e s : El
inmortal, La casa de Asterión, La lotería de Babilonia, Los
teólogos, Funes el memorioso, Hombre de la esquina rosada;
ha volcado en ellos una pericia técnica como no la sueña nin-
guno de los escritores actuales; ingenio e imaginación raros
para la índole de la raza; conocimientos extravagantes para
un hombre de letras americano. Pero son nada más que me-
dia docena de cuentos. Poco para el primer escritor de su
tiempo.

79
CONCLUSIONES

En agosto de 1924, Borges, Güiraldes, Caraffa y Rojas


Paz dieron a publicidad el primer número de Proa, revista
«nensual que alcanzó dos años de vida.
En la nota de presentación señalaban los editores el
florecimiento insólito de la vida espiritual del país, la gene-
ración milagrosa de la alta cultura, el desembozado ingreso
en el arte de las energías ocultas hasta entonces por la falta
de cohesión y de conocimiento. Con la euforia de tan grata
experiencia, los editores lanzaban su revista a la calle sin
tener idea exacta de propósitos y de fines. La revista (ahora
se ve claro) no se editaba para algo, sino por algo; por la
euforia reinante, por exceso de vitalidad, de alegría; por ne-
cesidad psico-física, como la risa que irrumpe sola por la sa-
ludable disposición del alma y del cuerpo.
Los editores quieren disculparse un poco a prisa de su
misma prisa. "¿Qué programa ideológico ostentamos? ¿Qué
soluciones tenemos para los problemas sociales y científicos?
No es posible mostrar de antemano un panorama que estamos
en camino de formar. ¿ Cómo exigir a un viajero que parte a
dar la vuelta al mundo una reseña de su viaje cuando esta-
mos despidiéndolo en el puerto de partida?"

81
ADOLFO PRIETO

A nosotros nos parece hoy perfectamente lógico solicitar


del presunto viajero la reseña de su viaje, salvo que sospe-
chemos que a éste no le importe tanto el viaje como viajar,
cosas totalmente distintas. A los jóvenes de hace treinta años
les importaba mucho más viajar por el dispendio de energías
que tal acción implica que el viaje, experiencia fatigosa a po-
co que intente eludir el riesgo de inutilidad.
Proa apareció algunos meses después de Martín Fierro,
dirigida por escritores que pertenecían y siguieron pertene-
ciendo a la famosa revista que núcleo a casi todos los altos
valores de su generación. Proa era una revista un tanto más
seria que Martín Fierro, y por lo mismo, menos importante
y significativa. El desenfado, la indisciplina, el humor ácido
hallaron mejor cabida en las páginas de la última; por consi-
guiente, también, un público más amplio. Veinte mil ejempla-
res anunció el número 18 de Martín Fierro, cifra no alcan-
zada hasta entonces por revista artística o literaria en el país,
ni en sueños homologada en la posteridad.
En Proa se presentaban autores extranjeros desconocidos
(Borges declara ser el primer hispanoamericano que se aven-
turaba con Joyce) ; se publicaban versos ultraístas, traduc-
ciones de poetas extranjeros, reportajes a hombres ilustres.
Junto con los redactores de Martín Fierro organizaron ban-
quetes a base de ravioladas, en los que imperaba el buen hu-
mor y la fina agudeza de Macedonio Fernández. La des-
preocupación vital parece haber sido el signo de la época que
prohijó el gobierno aburguesado de Alvear. Los redactores de
Martín Fierro escriben y banquetean despreocupadamente co-
mo los artistas y literatos de Madrid o París. Reaccionan
contra las antiguallas sobrevivientes; imponen a Le Corbu-

82
BORGES Y LA N U E V A GENERACION

sier; hablan por primera vez de Stravinsky; fustigan el aca-


demismo anquilosado, la modorra provinciana. Demuestran a
los viejos que saben y sienten más que ellos (en arte y en
literatura, naturalmente). Los del grupo de Boedo calificaron
a los martínfierristas de extrajerizantes; González Tuñón
echaba de menos en la revista su falta de contenido social.
Sin banderías políticas, acaso hubieran notado claramente el
defecto básico: la ausencia de un rico y hondo contenido vital.
Los editores de Proa reconocían arrojarse a la aventura
revisteril sin propósitos definidos; Oliverio Girondo, al re-
dactar la proclama de Martín Fierro, asumió, en nombre de
sus compañeros, la tarea de formular la optimista (e inge-
nua) declaración de que "todo es nuevo bajo el sol, si se mira
con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contem-
poráneo." Pero lo único nuevo que vieron bajo el sol fué unas
cuantas formas artísticas descubiertas en Europa y una rego-
cijada actitud de rebeldía hacia los mayores. También se
vieron a sí mismos y notaron que eran jóvenes, y que eran
muchos. La juventud, como toda riqueza, sólo se disfruta en
compañía. Agrupados en torno a un órgano difusor, acuñaron
un gusto, una tendencia, una posición ante la literatura. Con
todos los reparos que las diferencias personales señalan, un
común denominador une a los escritores de Martín Fierro:
el juego, la acitud lúdica ante el ejercicio literario y ante la
vida. Los integrantes de aquella generación jugaron sobre to-
das las cosas a ser jóvenes; fueron jóvenes, incluso, antes que
literatos. La literatura fué para ellos una combustión de di-
namismo excedente como el deporte. A nadie se le ocurre pre-
guntar por qué un hombre ya desarrollado levanta pesas; a
ellos no se les ocurrió preguntar por qué eran literatos. Fué

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ADOLFO PRIETO

un medio de gastar un sobrante de energías; una consecuen-


cia de la euforia. Tan cierto es que no preguntaron por qué o
para qué eran escritores, que nunca prepararon una respues-
ta, que nunca lo supieron. ¿Qué hacer con la literatura a más
de bromas, revistas y banquetes? ¿Qué hacer a más de em-
barcarse sin conocimiento del viaje y de salir a la calle para
ver como nuevo lo que quiere verse como nuevo? Hace trein-
ta años, un grupo de jóvenes patrocinaba un viaje sin meta
conocida; hoy tenemos derecho a averiguar los resultados de
esa empresa. Borges, que representa como un paradigma las
virtudes y defectos de su generación, nos ofrece con su obra
los materiales necesarios para la investigación y el enjuicia-
miento. Poeta, crítico, cuentista; algunos versos felices, unas
cuantas agudezas de criterio, media docena de ficciones valio-
sas, ¿pueden ser el haber de una vida dedicada a la literatura?
Borges ofrece el caso singularísimo de un gran literato
sin literatura; un hombre que pasó treinta años ejercitán-
dose como escritor sin reservarse un poco de tiempo para
-preguntarse qué es escribir. Es posible que a él ( y a mu-
chos) cueste comprender este reparo, de la misma manera
que a nosotros se nos hace empinado alcanzar el sentido de
la absoluta gratuidad y prescindencia de su obra. Vivimos
ya bajo climas distintos, aunque todavía es posible reconocer
nuestras respectivas isotermas. Esta posibilidad hizo facti-
ble el presente ensayo. Pero las diferencias son profundas.
La época en que Borges vivió la juventud fué una época
de derroche de energías; la nuestra lo es ae acopio: de ahí
acaso el sentimiento de desagrado que provoca la despropor-
ción entre el valor de su obra y el esfuerzo que ella implica;
de ahí la incómoda aceptación de un hecho que para nosotros


BORGES Y LA N U E V A GENERACION

resulta evidente: el desajuste de su prestigio de escritor con


la calidad de sus escritos. Yo creo que por el modo de reac-
cionar ante ese desajuste se filian dos generaciones. La de
Borges no es conciente del fenómeno: lo acepta con la natu-
ralidad de los hechos cotidianos; para sus inmediatos con-
temporáneos Borges es, egregiamente, lo que ellos fueron,
un joven brillante que escribe brillantemente sobre cosas sin
consistencia, y a quien no se le exige consistencia porque es
joven y la juventud es (fué para ellos) un destino por sí
misma.
Para nosotros, ya lo dijimos, Borges es un literato sin
«literatura, pero un literato de enorme prestigio, cuyo recono-
cimiento no eludimos pero por cuya existencia temblamos.
Borges, a los cincuenta años, es un escritor de tantas posibi-
lidades como para justificar un prestigio a priori. La apa-
rición de cada libro suyo despierta una milagrosa espectativa
en este ambiente nuestro de curiosidad embotada. A esa es-
pectativa contribuye el anhelo de los jóvenes, para quienes
Borges es el escritor más dotado de la generación vigente,
pero de quien se aguarda todo, absolutamente todo, como de
un escritor primigenio. Borges está recluso en el ámbito de
su generación; sus contemporáneos lo reputan como el pri-
: mus ínter pares. Paradójicamente, para nosotros aún no ha
nacido: es el mesías, no sólo porque hasta ahora no haya
acertado con la palabra familiar a nuestros oídos, cuanto
porque en el fondo, preferimos esta metáfora a la ultramun-
dana de considerarlo un fantasma que nos estorba el paso.
Borges puede dar el salto de una zona a otra; nacer para
nosotros o convertirse en fantasma nuestro.
En el último caso habrá que evitar los fantasmicidas. Los

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ADOLFO PRIETO

martinfierristas fueron, en buena parte, alegres molestado-


res de fantasmas. Ya expuse las razones por las que recha-
zamos ese papel. Ser anti-Pedro, dijo alguna vez Ortega, es
postular un mundo donde no exista Pedro, volver atrás la
película hasta que irremisiblemente vuelva a aparecer Pedro.
Declararse anti-Borges (a más de la presurosa e injusta an-
telación fantasmal), es postular una literatura argentina sin
Borges; volver atrás la película hasta que al cabo de cierto
tiempo, torne a aparecer su figura. En el caso supuesto de
un Borges congelado por el azar en el último gesto conocido,
nuestro deber és acercar al organismo viviente de la litera-
tura los contenidos valiosos de su obra. Enseñar lo que no
debemos hacer, es al fin tan valioso como enseñar lo positivo
de la cuestión. El caso Borges nos podría brindar al menos
estos axiomas:

1. Ingenio, erudición y un estilo excelente, no garanti-


zan una gran literatura.
2. Sin conocer previamente el itinerario, nadie debe em-
prender un viaje.

Un arte y una literatura sin contenido, un artista y un


escritor que no tienen qué decir aunque estén exquisitamente
dotados para la expresión, aparecen en el seno de los países
archisaturados de cultura, vacíos de sustancia vital, decré-
pitos. Es de obligación repetir los nombres de Alejandría y
Bizancio. Tildar un arte de bizantinismo, es la mayor impu-
tación que un arte pleno de vida arrostra al viejo; asombra
pensar que el más brillante escritor de una generación voca-
cionalmente joven, presente los estigmas del más depurado

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BORGES Y LA N U E V A GENERACION

bizantinismo. Versos por ejercitación de imágenes; crítica


de minucias; invenciones eruditas pensadas para lectores
eruditos que puedan advertir la rareza de la invención; rela-
tos de fragmentos supuestos con notas de editores supuestos
referidas a libros supuestos, hubieran hallado natural cabida
entre los filólogos de Alejandría, Pérgamo o Bizancio.
Aquí y ahora, se nos ocurre que hay demasiado que hacer
para tales entretenimientos. No estamos en la cumbre que
preanuncia la parábola decadente, sino en la monda planicie.
Un escritor nuestro puede insertarse en la corriente de la
tradición occidental, o quemar las naves y declarar la abso-
luta amnesia del pasado, o sentir un esotérico llamado de la
tierra. Creo que tal inserción es en buena parte fortuita, y
menos importante de lo que muchos creen. Venga de donde
viniera el eslabón que ate al hombre con el contorno, lo que
interesa es el partido que se saque de tal coyuntura, y la
convicción de que a tuerto o a derecho no hay "altos intereses
de arte y de cultura" que puedan florecer al margen del hom-
bre como totalidad. Puedo desentenderme de ser argentino,
americano, o inglés, pero no puedo llevar las abstracciones a
tal punto de borrar mi condicionamiento de hombre inserto
en un devenir histórico. Tiempo hay, dice el Eclesiastés, de
sembrar y de recoger, de reír y de llorar, de nacer y de
morir. Este tiempo en que nos ha sido dada azarosamente
la existencia, ni mejor ni peor que otros, es tiempo de serie-
dad ; no de la empacada y solemne del que cree que todo está
hecho y se erige en guardián del templo, sino de la del hom-
bre que sabe que tiene que hacer algo y acepta el trabajo
como una carga ineludible.
Jugar es divertido; trabajar, no tanto; jugar a que se

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ADOLFO PRIETO

trabaja fué el lamentable error de la última generación libe-


ral. El trabajo es el quehacer específico del hombre en el
mundo, como lo expuso claramente Hegel; es el conglomerado
de acciones por la cual el hombre, inserto, en una comunidad
histórica dada, se apropia del mundo circundante y lo trans-
mite, es decir, lo conduce al porvenir. La generación anterior
jugó a que trabajaba; hacía arte, literatura, política, sin
tomarlas excesivamente en serio, como a sabiendas de que
en la despensa de la tradición, del trabajo acumulado por los
padres, había abundantes provisiones. Inventaban (o adop-
taban) escuelas artísticas para ellos, sin contacto con el pa-
sado ni con el porvenir; gobernaban para ellos, sin injertar
la política con la experiencia pasada y la necesidad del futu-
ro ; tomaban en broma a los padres y no tenían en cuenta los
hijos de los hijos. El mundo no era, para ellos devenir, sino
un dorado y eterno presente; usufructuaban de él como el
heredero de los desvelos paternos, o más ásperamente, como
el salvaje de la fruta que habrá de reponer la inagotable
naturaleza.
El dorado presente de ellos es el opaco presente nuestro.
Entre uno y otro existe un hiato, un corte, paréntesis tem-
poral, cuya presencia apabulla a muchos de los jóvenes de
hoy y les hace incurrir en el error óptico de aceptar el fenó-
meno como el de un hiato total, como un corte definitivo con
la tradición de cultura de Occidente. Borges tiene un poco
de razón cuando se asombra de esta creencia, pero se equi-
voca al suponer que algunos la abrazan por el placer, un tanto
morboso, de saberse y proclamarse hombres en soledad; los
encantos de lo patético son mucho menos atrayentes que los
encantos de la vida lúdica.

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BORGES Y LA N U E V A GENERACION

Los jóvenes que actualmente andan por los veinte y los


treinta años, son tan distintos a los que en el período 1923-
1927 fundaban revistas humorístico-literarias y proclamaban
el insólito florecimiento cultural del país, que a primera vista
parecen separados por una distancia de siglos. Si tuviera
que designar de alguna manera a los jóvenes que hoy cuentan
de veinte a treinta años, para distinguirlos de los que alcan-
zaron igual edad hace tres décadas, diría que a los jóvenes
de hoy los distingue el espíritu de seriedad. Prefiero esta
designación a la más corriente de llamarlos hombres en sole-
dad, porque entiendo que la soledad del hombre es un fenó-
meno metafísico, que trasciende por tanto toda limitación
histórico-geográficai.
El espíritu de seriedad difiere netamente del espíritu
lúdico que caracterizó a la generación anterior. No es hora
de fiestas, de banquetes ni de humorismo; hay que poner \
sobre los hombros la carga de nuestro destino de habitantes l
de una comunidad histórica, o desertar. Cualquiera de las
dos posibilidades no es en exceso alegre. El que se decida por
lo primero, si es escritor, tendrá que realizar previamente un
escrupuloso examen de conciencia, porque en esa vocación
elegida tendrá que desenvolver su destino de hombre. Si no
ajustara el uno con la otra, el fracaso será irremediable. Se
frustrará como hombre, y como escritor servirá de verdugo
de una literatura que muere por sí misma de inconsistencia
e inutilidad.
La desproporción entre el prestigio de Borges y el valor
de su obra, fué el caprichoso punto de partida elegido para
anotar algunas reflexiones que juzgo procedentes. Creo no
haberme excedido en la compulsa del sentir común y haber

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ADOLFO PRIETO

expresado con alguna aproximación lo que muchos piensan


sobre el tema. El caso de un gran literato sin literatura,
debía destacarse como ejemplar para los escritores de 'a
nueva generación: espejo al revés donde mirar lo que no se
tiene que ser.
Ya en el Prólogo me adelantaba a reconocer que este
ensayo estaba de antemano congelado en la circunstancia que
le dió origen; que cualquier cambio en la actitud del autor,
cualquier libro futuro, echaría por tierra la presunta validez
de sus afirmaciones. Me importaría que tuviera esa limi-
tada validez. En caso contrario, tendría que reconocer hones-
tamente, haber caído en mi propia trampa: escribí» un ensayo-
inútil sobre la inutilidad de cierta literatura.

90
INDICE
PAG.

Presentación 5
Prólogo
Aproximación al hombre 15
Aproximación a la obra 29
Conclusiones 81
v

• H m

, A

5 9 1 4 - 3
Se terminó de imprimir este libro el
día 15 de septiembre de 1954 en
l o s TALLERES GRÁFICOS CADEL S . R . L . ,
Reconquista 617 — Buenos Aires

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