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Las letras de Borges

y otros ensayos

Sylvía Molloy

‘B EATRIZ VITERBO E DIT OR A


Biblioteca: Ensayos críticos
Ilustración de tapa: Daniel García

Primera edición de Las letras de Borges y otros ensayos: abril


© Sylvia Molloy
© Beatriz Viterbo Editora
España 1150. (2000) Rosario, Argentina.
I.S.B.N.: 950-845-077-0
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
Inrpreao en Argentina
Para Marta Luisa Bastos
qué me dijo un día que leyera a Borges
Prólogo a la segunda edición

Nunca le mandé a Borges la primera edición de este libro.


Sabía que no leía o tenía en escasa estima casi todo lo que se
escribía sobre él. Opté por ahorrarle el trabajo de hacer lo
primero y evitar una nueva ocasión de que ocurriera lo se­
gundo. No me arrepiento de que así haya sido, como no me
arrepiento (o me digo que no me arrepiento) de no haberlo
conocido mejor al hombre Borges. Siempre preferí trabajar
con Borges, con las letras de Borges, de lejos. Sólo así, p i e n ­
so, me era posible mantener la distancia —es decir la m i r a ­
da crítica, la irreverencia, la extrañeza— que sus textos re­
comiendan y que es condición necesaria de su lectura.
Las revisiones de esta nueva versión son mínimas. He re­
sistido a la tentación de reescribir el texto sabiendo que, a
veinte años de su primera publicación, inevitablemente ya
es, aun sin revisiones, otro texto. No sé si es el libro que hoy
escribiría sobre Borges, pero es un libro en el que p le n a m e n ­
te me reconozco. Borges me enseñó a escribir (o a leer, que es
lo mismo) y me enseñó a pensar: en ese orden. El libro fue y
sigue siendo reconocimiento de esa deuda.
He añadido al final ensayos escritos después de la p r i m e ­
ra publicación de.Las letras de Borges. Escritos en ocasio­
nes diversas, son y no son parte del libro. Retoman algunas
ideas, algunos temas, pero los enuncian diferentemente. He
preferido incluirlos pero no integrarlos, dejarlos así, en la
orilla, para que dialoguen con el texto previo y acaso alguna
vez lo contradigan.

Nueva York, enero de 1999


Sus rasgos se me habían vuelto corrientes, cargados
de un sentido mediocre pero inteligible como una
escritura que se lee; en nada se parecían a esos
caracteres extraños, intolerables, que su cara me
había presentado por primera vez.
Marcel Proust, A la recherche du fcemps perdu.
In trod u cción

Costumbre de Borges, de u n a lectura previsible de la obra


borgeana. Como por común acuerdo —acuerdo en tre lecto­
res, acuerdo al que acaso añ ad a su p arte el propio a u to r—
u n texto que se funda, si cabe em plear el verbo, en lo preca­
rio se h a vuelto monumento. Lo fragm entario ha llegado a
significar estabilidad; la inquisición, mero hábito.
“La inteligencia es económica y arregladora y el milagro
le parece u n a m ala costum bre”, observa Borges. Tampoco
acepta el milagro cierta costumbre de lectura, por así decir­
lo, devoradora. Las marcas que rompen ing ratam en te la flui­
dez del texto se incorporan con alacridad, en el sentido más
lato, más crudo: con el fin de elim inarlas con mayor rapidez.
E sta tris te m etáfora corporal no es del todo im pertinente:
señala u n a voracidad que ya no sabe distinguir sus apetitos.
Tanto el cuerpo como el lector se h an aprendido a olvidar un
ejercicio de reconocimiento que acaso los h a ría vivir —y
leer— de otro modo.
D etenerse en lo que se incorpora: en el puro placer físico
pero tam bién en lo que, en un prim er momento, pueda p a re ­
cer extranjero a un cuerpo, a un a lectura. D etenerse en u na
inh ospitalid ad recíproca: perm itirse el tiempo de reconocer
lo extraño y de reconocerlo dentro de sí: dentro de los lím i­
tes del “invisible esqueleto” que, sabemos, nos compone; den­
tro del invisible texto que —aunque quizás lo olvidemos—
tam bién nos define. ¿Qué otra cosa es, por fin, leer?
La superstición del texto fluido —texto que mima u n a
superficie lisa, texto llevadero (acaso el más peligroso a u n ­
que el hecho no surja como evidente)— in au g u ra m alas cos­
tum bres. Una: el sobresalto ante la r u p tu r a imprevisible.
Otra: la confianza ante una posible fluidez de ru p tu ra s acu­
m uladas; no otra cosa fueron, en su mayoría, los “collares”
de im ágenes vanguardistas. En otras palabras: sólo se con­
tem pla la posibilidad de que el texto pase por nosotros; po­
cas veces, que nosotros pasemos —y nos demoremos, acaso
desconcertados—, en el texto; aun menos que el texto, o al­
guno de sus incómodos fragmentos, se demore dentro de no­
sotros.
Acudo a u n a prim era persona del plural difícilmente co­
h eren te: es obvio que el fragmento que inq uieta a un sujeto
de lectura no coincidirá necesariam ente con el que inquieta
a otro. Es obvio, por otra parte, que esos fragm entos quizás
in q u ietan tes son, como la lite ra tu ra p ara Borges, hechos mó­
viles que en otras épocas, o p ara otros lectores, no adolece­
rá n forzosam ente de los mismos énfasis perturbadores. Las
r u p tu ra s , los milagros, la incomodidad que hoy me detienen,
al leer a Borges, no detendrán posiblemente al lector del
futuro. Tampoco —más allá de u n a serie de lugares comu­
nes que acaso compartam os— detienen por fuerza a mi con­
temporáneo. Es imposible hacer de la r u p tu r a una experien­
cia com unitaria e inequívoca: la em presa lleva, si no a la
trivialización de la ru p tu ra, por lo menos a la r u p tu r a in s ti­
tucionalizada: no inútil, desde luego, pero sí empobrecedora.
Si al i n te n ta r clasificar el universo, el In stitu to Bibliográ­
fico de Bruselas, según Borges, “ejerce el caos”, tanto más
caótica sería u na clasificación compartible por todos de las
m olestias e inquietudes provocadas por un texto.
Propongo, como hipótesis de trabajo —no demasiado nove­
dosa, por cierto—, que el texto borgeano inquieta, sin duda
por motivos diversos, a algunos lectores entre los que me
encuentro. Compruebo además que in qu ieta de un modo pe­
culiar. El texto borgeano es uno más en u n a serie cuyo po­
tencial de inquietud —mejor: cuya provocación intelectual—
h a sido prostituido y debilitado por u n a lectu ra eliminativa.
Pienso en ejemplos obvios que podrían in teg ra r la serie, en
los nombres de Kafka, de Beckett, de Nabokov, vueltos mots
de passe (de nuevo en el sentido más lato): nombres y textos
inocuos, am ansados. Por ejemplo, los adjetivos borgeano,
ka fkia n o , ya apenas denotan; connotan, sí, pero la connota­
ción es harto mezquina: ya se sabe de lo que se trata. A estos
pocos nom bres se podrían añadir, por desgracia, muchos
otros, p a ra establecer u n a deplorable lista de ru p tu ra s do­
m esticadas.
P ara aproximarm e a la inquietud, a lo uncanny en el tex­
to borgeano, elijo el vaivén. Mejor valdría decir: la convic­
ción explícita, dentro de ese texto, de la no fijeza, con su
previsible rastro o añoranza de fijeza. Rehuye Borges lo fijo
con la m ism a p rolijidad con que re h u ía F lau bert, según
Thibaudet, ciertas frases: lo ataca “como una criada holan­
desa que elim ina te la ra ñ a s ”. Los puntos de p artid a de ese
vaivén p arecerían ser, por un lado, p ara citar el título de un
tem prano ensayo de Borges, “la nadería de la personalidad”.
Por el otro, su reverso: la obvia prim era persona que da for­
ma a los textos de Fervor de Buenos Aires o de Cuaderno
San Martín. Sin embargo, pese al solipsismo declarado de
estos primeros poemas, el hacedor borgeano es —como lo será
en textos posteriores— fundam entalm ente un transeúnte. Ya
en esa época p a sa en esos textos, y por esos textos, un yo
fragm entado, u n a persona escrita que reconoce sus grietas,
sus oscilaciones.
La p rim era poesía de Borges, así como sus primeros tex­
tos críticos —pienso en los n ad a “olvidables y olvidados”
ensayos de Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El
idioma de los argentinos— anuncian sin duda alguna ese
vaivén, ese c a rá c te r v o lu n ta ria m e n te pasajero del texto
borgeano que se sabe, y se declara, lugar de transición. Pero
la plena carga de ese discurso oscilante, de ese tanteo tex­
tual, sólo parece volverse obvio —y por ende motivo de dis­
cusión— cuando Borges emprende abiertam ente la ficción.
C uriosam ente los críticos se aferran al género menos defini­
do —la n a rra tiv a — p ara practicar el elogio o la condena de
Borges. Mi punto de p artid a no es diferente del de esos críti­
cos aunque sí exento —espero — de condena o de elogio. Las
ficciones borgeanas merecen que se las ubique en su justo
lugar: como entonaciones si se quiere nuevas pero no bási­
camente distin tas del discurso borgeano previo; como ento­
naciones tampoco alejadas del discurso borgeano coetáneo o
posterior.
Este trabajo querría situ ar esas ficciones -^-o no s itu a r ­
las: in teg rarlas más bien, en un conjunto abierto— según
esa perspectiva. Ver la narrativa de Borges por lo que es —un
conjunto de relatos— y a la vez señalar no su diferencia sino
su sim patía con el resto del texto borgeano, desde un comien­
zo inquieto e inquietante. Describir la actitud que parece
anim ar las ficciones o protoficciones del comienzo: mezcla
de exageración paródica y de erudición dudosa en Historia
universal de la i n fa m i a , nostalgia conscientemente elabora­
da en Evaristo Carriego. Observar, a .p a rtir de esos prim e­
ros ejercicios narrativos, un a práctica de m áscaras: práctica
que pasa del nivel intim ista, casi regionalista, de un a p ri­
m era biografía, a la festividad carnavalesca, claram ente exó­
tica, de las “b iografías in fa m e s ”, p a r a i n s ta la r s e luego
—habiendo preparado casi didácticamente al lector— en un
múltiple enm ascaram iento textual, en la organización de las
“fintas graduales”. Anotar, teniendo en cuenta las reglas más
elem entales del juego narrativo, los desvíos en que se com­
place el relato: el personaje que se añica, la tra m a de pro­
yecciones m últiples e incluso disidentes, la tensión que se
establece entre los elementos de estas ficciones q.ue B arthes
llam aría estrelladas. Sugerir, sobre esa base, los movimien­
tos que configuran el ritmo del discurso borgeano.
Poco difieren estos relatos curiosos —en un sentido tanto
pasivo como activo— del resto de la obra borgeana. Se han
vuelto, sí, emblemáticos, porque en apariencia rompen (más
que otros textos de Borges) con lo previsto:,la ficción es siem­
pre lugar llamativo. Pero por otra parte la m ism a eficacia
de esa r u p tu r a dentro de lo que se espera del relato —y cabe
p reg un tarse, según la nom enclatura borgeana, qué consti­
tuye una ficción, qué es un artificio— hace que corran el
peor riesgo: las ficciones borgeanas pueden ser considera­
das (y de hecho se las considera a menudo) como una m era
actividad lúdica, u n a tra m p a p u ram en te estética. Vale la
pena, creo, corregir esa ligereza, r e p la n te a r el problem a
—si cabe la p alab ra— en otros términos. Más precisam ente:
d etenerse, gozar, irritarse ante un diálogo incesante de frag­
mentos. Si las ficciones extrañan, es porque ex trañ a todo el
texto de Borges: la inquietud m anifiesta en los relatos, por
su básico desasosiego textual, h a b rá de rem itir al resto de
la obra, igualm ente desasosegante y menos fácil de clasifi­
car. Sin distinciones de género, se p resen ta un texto difícil
de parcelar, en “peligrosa arm onía”.
Un texto que no h ab rá que parcelar, si se tiene en cuenta
la ética que lo m antiene. El térm ino acaso parezca insólito,
p a ra ciertos lectores, aun dudoso: por mi p arte lo etncuentro
adecuado. Me refiero a la recta conducta de un té^xto, que
por engañosa que parezca, conoce y declara los desvíos, ad ­
mite las tra m p a s inevitables, los simulacros que por fin no
disim ula. Si vale la pena indagar, un a vez más, en el texto
borgeano —el texto entero— es porque m antiene una p erp e­
tu a y h on esta disquisición sobre la letra (la le tra suya, la
le tra del otro). L etra que p regunta, que contesta, que vuelve
a preg u n tar, sin llegar nunca a la resp u esta fija, letra que
sabe que es tautológica, que es finta, que acaso añ ad a v a n a ­
m ente “un a cosa m ás”, que no por eso abandona la busca:
busca de lo otro que ya está.escrito. Reconoce Borges, como
pocos, que “la lite ra tu ra es un arte que sabe profetizar aquel
tiempo en que h a b rá enmudecido, y encarnizarse con la pro­
pia v irtu d y enam orarse de la propia disolución y cortejar
su fin” y a p esar de ese desencantado resum en persigue una
acum ulación de letra s acaso prescindibles, practica un ejer­
cicio que acaso sea inútil. El texto borgeano m antiene —p e r­
v ersam en te, orgullosam ente, re sig n ad am en te: las “n ad as
poco d ifieren”— u n lujo de la letra que, en cada un a de sus
eta p a s, desafía: u n a le tra que se em peña en entonar, de
m a n e ra diversa, u na n ad ería de la que es consciente. N ade­
ría en la que sin embargo persiste un “rasgo diferencial” que,
a n tes de la disolución y del fin cortejados, perm ite el p a s a ­
jero lu g ar de la palabra.
I. Borrar, borrajear

B o r r a j e a r en los esc ombr os de una f á b r i ca de caretas


un a r gu me nt o breve.

Jor ge L u i s Borges, La lotería en Babilonia.

1. U na d esconfian za doble
Borges, a diferencia de Plotino, acepta ser retratado. Aca­
so apenas vea los rasgos borrosos de esa imagen o tra que es
la suya, acaso los ignore, acaso considere que los disjecta
membra que componen su imagen —que componen toda im a­
gen, cuando se la reconoce, cuando se la lee— incurren, como
las descripciones que reprocha a ciertos autores, en un error
estético. Acaso no niegue, p a ra verse en ese rostro fijo, la
posibilidad de invertir los térm inos del epílogo de El hace­
dor: en lugar de descubrir que el paciente laberinto de lí­
neas que ha trazado coincide con su cara, única, descubrir
que su cara —que sólo puede ver en el espejo, reflejada como
relato — es imagen, punto de p a rtid a de un paciente esque­
m a narrativo .
“B astan te me fatiga te n e r que a r ra s tra r este simulacro
en que la n a tu raleza me h a encarcelado. ¿Consentiré ade­
m ás qué se perpetúe la imagen de esta imagen?” (OI, 88).
Borges acepta el retrato de Borges pero como Plotino, a quien
cita con énfasis particular, sabe que es reflejo en cuanto se
nom bra. Es simulacro de u na u nidad perpetuam ente móvil,
cifra ineficaz de un anverso y de un reverso que nunca coin­
ciden del todo, añoranza de un rostro o de u na letra que —si
se in te n ta ra fijarlos— se vuelven nada.
El texto borgeano mina con aplicación la imagen quieta.
Monstruosa y clasificada —m onstruosa por haber sido clasi­
ficada—, no difiere esa imagen de las piezas que componen
el “inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos”
(HE, 16). La le tra anotada por Borges in te n ta desligarse de
esa fijeza —torpe tautología que redice lo inasible al querer
clasificarlo;— pero a la vez adivina en el simulacro fijo u n a
movilidad en potencia. Las terribles formas de Platón pue­
den resu ltar “vivas, poderosas y orgánicas” (HE, 9) según
una ulterior lectura borgeana. En esa relectura se plan tea
el lugar que no es lugar —el tiempo que desdice el tiempo—
de la escritura de Borges:

Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de lugares d is­


tintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber inmo­
vilidad (ocupación de un mismo lugar en momentos distintos) (HE, 9).

El simulacro que denuncia Borges —y que al mismo tiem ­


po lo atrae—, seguro de la tensión que lo anima* se llam a
metáfora, se llama personaje, se llama tram a, se llama la
literatu ra y sus autores: convocado y desechado en un mero
texto. También se llama Borges, también yo: “mi vida es u n a
fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro” (H, 51).
Una doble desconfianza ap un tala el no lugar de la obra
borgeana. Desconfianza ante la inmovilidad —el simulacro
fijo, la m áscara que reemplaza el rostro vivo—, pero ta m ­
bién desconfianza del rostro móvil que en cuanto se nom bra
se vuelve máscara. Muy tem prano en su obra recalca Borges
su descreimiento ante el espejismo de esa dualidad —de esa
duplicidad— oclusiva, punto de p artid a de sus textos: “Esas
fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no
se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero —si
nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el m undo” (HUI,
56).
El ejercicio literario, tal como lo aprecia y lo practica
Borges, no difiere de ese juego de caras y caretas plurales.
Como rostros y máscaras, concuerdan y divergen en la obra
borgeana —en yuxtaposición deliberada y fecunda— textos
superpuestos, relatos que se in sertan en n arraciones a n te ­
riores o posteriores y que a la vez las contagian, simples pa­
labras que, gracias a u na contigüidad revitalizada, se inquie­
ren m u tu am en te. Al comentar las narraciones de las Mil y
una noches, en la m ism a época en qúe escribe Historia u n i ­
versal de la i n f a m i a , Borges a d ju d ic a a los r e la to s de
S hah razad la misma duplicidad, la misma incertidum bre, la
m isma posibilidad de juego —de intercam bio, de diálogo—
que atribuye a u n a cara y a su dudosa réplica. Recuerda que
en el enunciado n arrativo de las Mil y una noches “las a n te ­
salas se confunden con los espejos, la m áscara está debajo
del rostro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuá­
les sus ídolos” (H E , 133).
F u n d am en ta la obra borgeana esa desconfianza, esa in ­
certidum bre que hace que su le tra sea, como la figura e n tr e ­
v ista por Verlaine, “ni tout á fait la méme, ni tout á fait une
autre*. Desconfianza fecunda ante el signo arb itrario ap a­
rentem ente fijo y su reverso —la igualm ente a rb itra ria y por
fin igualm ente fija m etáfora—, ante el rostro elusivo y su
fluctuante careta: los térm inos son reversibles. E sta confu­
sión de “magias parciales”, claram ente enunciada y asu m i­
da por el texto de Borges, desconcierta sin embargo a la crí­
tica obtusa.. Así, p ara dar un ejemplo, se ha condenado la
in co n sisten cia —la fa lta de “r e a lid a d ”— de las ficciones
borgeanas, insatisfactorias porque carecen de algo. Se acu­
sa a su autor porque “construye cuentos en que fan tasm as
que hab itan rombos o bibliotecas o laberintos no viven ni
sufren sino de p a la b ra ”.1
El juicio es curiosam ente sensato. Toda ficción —todo
mundo, todo personaje— existe de palabra en el relato. Pero
la declaración, ante la oscilante le tra borgeana, se vuelve
reproche. La ausencia de u na mimesis m al en ten d id a —me­
jor: la imposibilidad de conjugar u n a vaga realid ad extra-
tex tu al con u n elemento personal fijo (personaje, geografía,

1 Ernesto Sábato, “Borges”, Uno y el universo (Buenos Aires: Sudam e­


ricana, 1968), pp. 21-26.
anécdota) que la centre im placablem ente en lo escrito, vol­
viéndola “viva”— produce en este caso una irritación que poco
tiene que ver con la provechosa irritación textual que pro­
pone, de m anera general, la obra de Borges.2 A las ficciones
parecería reclam árseles la seguridad de un deja vu, de un
eje fijo y reductor establecido por un marco y un personaje
pobremente realistas ;—p au tas que en ningún momento r i­
gen el texto borgeano.

2. “La urdidura p rolija de teorías para legitim a r la


labor”
La u rd id u ra m ás prolija de teorías sobre el personaje en
el texto borgeano, sin duda la más didáctica: el ensayo sobre
N ath an iel H awthorne. En él sugiere Borges que H aw thorne
“primero imaginaba, acaso involuntariam ente, una situación
y buscaba, después, caracteres que la e n c a rn a ra n ”. El méto­
do, prosigue Borges, “puede producir, o perm itir, adm irables
cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la tra m a
es más visible que los actores” (OI, 79).
Toma Borges como, ejemplo u n cuento de H aw tho rne,
“Wakefield”. Supongamos, como él, que el au to r p a rte sim ­
plem ente de una situación: el hombre que sale de su casa
para hacerle u n a broma a su mujer y que* u n a vez afuera,
no puede volver. La organización de los hechos —la s itu a ­
ción que es el relato, tal como lo lee Borges— se impone a
Wakefield, personaje nimio y disponible. H aw thorne en su
texto lo tacha claram ente de imbécil (nincompoop): Wakefield
sería el personaje idealm ente vacío, n e c io /q u e en carn aría
la situación p a ra existir, como el patético Enoch Soames en
el cuento del mismo nom bre de Max Beerbohm. Pero Borges,
en su lectura, corrige ál Wakefield dé H aw thorne de m an era

2 Ya señalaba Enrique Pezzoni la irritación y la desconfianza provoca­


das por el texto borgeano en “Aproximación al último libro de Borges”,
Sur, 217-218 (1952), p. 102.
significativa. Tentado por la p reg u n ta retórica del autor del
cuento —“¿Qué tipo de hombre era Wakefléld? [...] Tenemos
plena lib ertad de dar un a forma (shape out) a la idea que de
él nos hacem os y a trib u irle el nom bre de W akefield”—3
Borges da nu eva forma al personaje. Condensa el shaping
out practicado por Haw thorne, escritor didáctico que abun­
da en el comentario ex cathedra. Rescata en u n a frase datos
anotados por Haw thorne y añade otros que no figuran en el
cuento; en u n a palab ra rehace a Wakefield al leerlo:
[U]n hombre sosegado, tímidamente vanidoso, egoísta, propenso á mis­
terios pueriles, a guardar secretos insignificantes; un hombre tibio, de
gran proeza imaginativa y mental, pero capaz de largas y ociosas e incon­
clusas y vagas meditaciones [...] (OI, 80).

La su cinta presentación corresponde pun tualm ente a los


datos del relato de Haw thorne salvo en un detalle. Haw­
thorne declara, taxativam ente, que “la imaginación, en el
sentido lato del térm ino, no fig u rab a entre las dotes de
W akefield”.4 Al reform ular a Wakefield, Borges ignora esta
declaración de pobreza: el nincompoop de H aw thorne ..se
transform a; sim páticam ente, en un hombre de “gran proeza
im aginativa y m ental”:
No sólo eso. El texto de H aw thorne señala explícitam en­
te u n gesto del personaje. Al salir por prim era vez de su casa,
Wakefield cierra la p u erta y luego la entreabre y sonríe. Su
m ujer no olvidará esa sonrisa que cifrará sus fantasías a lo
largo de vein te años de soledad. Cuando por fin regresa
Wakefield, antes de cerrar la p u erta, vuelve a sonreír: “En

3 Nathaniel Hawthorne, “Wakefield”, Twice Told Tales (Boston: James


R. Osgood and Company, 1878), p. 158. Abreviaré: W. Todas las traduccio- >
nes al español en Las letras de Borges, salvo indicación contraria, son
mías.
4 “He was intellectual, but not actively so; his mi nd occupied i tself in
long a nd lazy musings, that tended to no purpose, or had not vigor io
attain it; his thoughts were seldom so energetic as to setze hold o f words.
Imagination, in the proper meaning o f the term, made no par t ofWakefíeld’s
g i f t s n(W, 158).
su rostro juega, espectral, la taim ada sonrisa que conoce­
mos. Wakefield ha vuelto, al fin* (01, 83). H asta aquí coinci­
den el relato original y el resumen de Borges, en la sonrisa
que abre y cierra el itinerario del hombre que, según H aw ­
thorne, “al a p a rta rs e por un momento [...] se expone al
temible riesgo de perder para siempre su lu g ar” (W, 169).
Pero el relato de Borges no sólo respeta esa doble sonrisa: la
aum enta. Sonríe el Wakefield de Borges cuando no sonríe el
de Hawthorne; cuando, seguro de su apartam iento, de su
desvío, llega al refugio que había previsto a la vuelta de su
casa: “se acomoda junto a la chimenea y sonríe” (OI, 81). La
sonrisa casi emblemática que deslinda la av en tu ra de Wake­
field se vuelve, en ese recinto aislado, gesto individual, asaz
misterioso: gesto que, detenido, hace que por un in sta n te el
actor sea más visible que la situación del relato.
La u rd idu ra que propone Borges en “N a t h a n i e l H a w ­
th orne” p ara legitim ar la labor es por cierto prolija: proli­
jam en te selectiva, también prolijam ente insidiosa. De un
cuento donde h a b r ía de p redo m inar la situación, según
Borges —recuérdese que uno de sus propósitos es dem ostrar
que, en razón de ese predominio, los cuentos de H awthorne
son superiores a sus novelas—, recupera Borges, en este-en­
sayo, más a un personaje que una situación. En cambio, en
un ensayo sobre La invención de Morel de Bioy Casares, al
h ablar de u n a novela —género donde según su criterio há-_
bría de prim ar el personaje sobre la situación—, alaba Borges
la superioridad de la tra m a sobre la individualidad del per­
sonaje.5 Compara la novela de Bioy con El proceso de Kafka
y Otra vuelta de tuerca de James; tres textos que efectiva­

5 Adolfo Bioy Casares, L a Ainvención de Morel, prólogo de Jorge Luis


Borges (Buenos Aires: Losada, 1940). Borges reitera el argumento algo
más tarde, cuando declara que en el cuento “cada pormenor existe en fun­
ción del general; esa rigurosa evolución puede ser necesaria y admirable
en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género que para
no parecer demasiado artificial o mecánico requiere una discreta adición
de rasgos independientes” (“La última invención de Hugh Walpole”, La
Nación, 10 de enero de 1943).
m ente no im itan el copioso estilo de la realidad, desdeñado
por Borges, ni invitan al lector a p artic ip a r vicariam ente en
la vida de un personaje. El deslinde entre géneros, en ton ­
ces, se vuelve arbitrario, así como la im portancia de los ele­
mentos —personaje o situación— que h ab rían de caracte­
rizarlos, aunque es el propio Borges .quien ha'propuesto ese
cuestionable deslinde. No en vano aparece con cierta frecuen­
cia en la obra borgeana el nombre de Croce, clasificador e
inquisidor de los géneros literarios. De la argum entación de
Borges, en este planteo de cuento y novela, de situación y
personaje, podría decirse lo que Borges de Croce: "sirv¿ para
cortar un a discusión, no p ara resolverla” (D, 67).
U rd id ura en suspenso, contradictoria, en perpetuo vai­
vén. Paradójicam ente im portan menos las bases del planteo
que el proceso de blurring y de contaminación m u tu a a que
Borges las somete: los juicios, lejos de establecer categorías
rígidas, introducen la duda, la oscilación, obran en contra
de la definición fija. El ensayo sobre Hawthorne, yuxtapuesto
al prólogo de la novela de Bioy Casares, no es sino un ejem­
plo del vaivén que m arca todo el texto borgeano. Es el señ a­
lamiento —dentro de un sistem a dual que acaso satisficiera,
que sin duda tra n q u ilizaría— de un suspenso perturbador,
de u na posible fisura que d esbarata las certidumbres ponién­
dolas en tela de juicio. Falla que no es falta, como a menudo
lo h a entendido la crítica enceguecida que reclam a los cor­
tes nítidos, sin en ten d er que la vacilación d eterm in a desde
un comienzo un proceso de composición. Proceso de escritu ­
ra y de lectura: se escribe y se lee el texto borgeano en la
inseguridad, en el filo donde se conjuga y a la vez se disgre­
ga el lenguaje. El propósito declarado en un ensayo te m p ra ­
no, “Indagación de la p a la b ra ”, merece aplicarse a toda la
obra de Borges:
K

El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos


lectores que han censurado (con intención de amistad) mis gramatiquerías
y que solicitan en mí una obra humana. Yo podría contestar que lo más
humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aun angelical) es
precisamente la gramática (IA, 9).
3. P rim er acercam ien to a la ficción: el “cod icioso de
alm as”
El vaivén borgeano se insinúa, tem áticam ente, en los pri­
meros textos poéticos. Fervor de Buenos Aires , L una de en­
frente y Cuaderno San Martín ren uevan curiosam ente la
p erspectiva inestable del flanear de Baudelaire —la de un
p aseante ocioso en u n a ciudad crepuscular que ya no es suya,
o que m ás bien es sólo suya a la hora del crepúsculo; una
ciudad que descubre (y procura detener) a solas, p a ra sa­
ciarse con restos que se le escapan en la vigilia y que in te n ­
ta r e c u p e ra r y h acer propios en cerem onia so litaria. El
f lá n e u r , como señala Benjam in al h ab lar de Baudelaire, no
es un simple transeún te, hombre de grupo: “Ya estaba el tra n ­
seúnte que se mezcla con la m ultitud, pero tam bién estaba
el fláneur que busca espacios libres y no quiere ren u n ciar a
su mundo privado”.6
Fláneur-voyeur: la peripatio no es condición necesaria del
ocio atento ni de la voracidad distanciada. El fláneur de
B audelaire, en “Les P e n e tre s ”, pasea (espía) no por calles
sino por las ‘‘olas de los tejados”: “Y me acuesto, orgulloso de
h a b e r vivido y sufrido en otros que no son yo”.? El fláneur de
Borges, igualm ente aislado en sus modestos recorridos de la
p e r ife r ia p o rte ñ a , acude en sus p rim ero s ensayos a un
voyeurismo sem ejante a través de un texto. Admira La tie­
rra cárdena de William Hudson porque es:
El libro de un curioso de vidas, de un gustador de las variedades del
yo. Hudson nunca se enoja con los interlocutores del cuento, nunca los
reta ni los grita ni pone en duda la verdad democrática de que el otro es
un yo también y de que yo para él soy un otro y quizá un ojalá rio fuera.
Hudson levanta y justifica lo insustituible de cadá alma que ahonda, de
sus virtudes, de sus tachas, hasta de un modo de equivocarse especial. Así
ha trazado inolvidables destinos l...]. Esos vivires y los que pasan por la

0Walter Benjamín, Poésie et réuolutioh (París: Denoél, 1971), p. 247.


7 C harles B a u d elaire, “Les F e n é t r e s ”, Oeuvres compl ét es (París:
Gallimard, “P léiade”, 1958), p. 340. Abreviaré: B.
fila de cuentos que se llama El Orabú, no son arquetipos eternos; son
episódicos y reales como los inventados por Dios. Atestiguarlos es añadir-
se vidas claras —nobles casi siempre, también— y enanchar el yo a mu­
chedumbre {TE, 35).

El voyeurismo de B audelaire en “Les F en étres” (para con­


tin u a r u na comparación que acaso sorprendería a Borges)
culmina en lo que Baudelaire llam aba concentración del yo:
“¿Qué im porta lo que sea la realidad fuera de mí, si me ha
ayudado a vivir, a sen tir que soy y lo que soy?” (B, 340). El
voyeurismo de Borges, a pesar de su aparente entusiasmo
expansivo —“en an ch ar el yo a m uchedum bre”—, incorpora
una duda que pone en tela de juicio no sólo “las variedades
del yo” sino al “yo” (Borges; nosotros: lectores de Hudson)
que lee el texto: “el otro es un yo tam bién [...] yo p ara él soy
un otro y quizás un ojalá no fuera”. Desde ese ojalá no fuera
—que es, que acaso no sea; que puede ser o no ser otro; que
marca, de todas m aneras, un itinerario que no concentra sino
descentra—, h ab rá de encararse la ficción de Borges. El oja­
lá no fuera —el acaso no soy, el acaso nada es, el ojalá nada
fuera, ni siquiera la le tra que se escribe-— ya ha sido formu­
lado por Borges, un año antes, en “La nadería de la p erson a­
lidad”:
Pienso probar que la personalidad es una transoñación consentida por
el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni. realidad
entrañal. Quiero aplicar, por ende, a la literatura, las consecuencias
dimanantes de esas premisas, y levantar sobre ellas una estética, hostil
al psicologismo que nos dejó el siglo pasado (/, 84).

“No hay tal yo de conjunto”, añade Borges. Forzando ape­


nas el texto se podrá declarar —eventualm ente— que no hay
tal conjunto. Por el momento inscribe Borges sus prim eras
dudas: el ilusorio eje de la narración literaria —llamémoslo
personaje puesto que surge de u n a inquisición sobre la per­
sonalidad— re su lta tan elusivo como el “yo”, fragm entado e
inasible: “Basta cam inar algún trecho por la implacable ri­
gidez que los espejos del pasado nos abren, para sentirnos
forasteros y azorarnos cándidam ente de n u estras jorn adas
antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un
mismo viento que las empuja” (7, 87).

4. Secuelas de codicias: Evaristo Carriego y las “b io­


grafías infam es”
Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no
pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar
con despreocupación esa paradoja es la inocente voluntad de toda biogra­
fía. Creo también que el haber conocido a Carriego no rectifica en este
caso particular la dificultad del propósito. Poseo recuerdos de Carriego:
recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones
originales habrán oscuramente crecido, en cada nuevp ensayo. Conser­
van, lo sé, el idiosincrátíco sabor que llamo Carriego y que nos permite
identificar un rostro en una muchedumbre. Es innegable, pero ese liviano
archivo mnemónico —intención de la voz, costumbres de su andar y de su
quietud, empleo de los ojos— es, por escrito, la menos comunicable de mis
noticias acerca de él {E C , 33).

La inocente voluntad de toda biografía: pero, ¿hasta qué


punto “este libro, menos documental que im aginativo” (EC,
10), cabe dentro del género? Intento de captar un “inolvida­
ble destino” —-específico, provinciano, lim itadísim o—,8 E v a ­
risto Carriego es todo menos eso. La inocente biografía
resu lta un texto desapacible, insidioso. El capítulo que su ­
pondríamos central, “Una vida de Evaristo Carriego”, pre­
senta un personaje perfilado por sombras. Pese al propósito
de Borges escasean esos perdurables rasgos aislados —como
la sonrisa de Wakefield —que deberían devolvernos a C arrie­
go. Pese al “salteado trabajo del narrador, que es r e s titu ir a
imágenes los informes” (EC, 38), “U na vida de Evaristo Ca­
rriego” se reduce más a informes sobre el hombre Carriego
que a imágenes de él.

8 Aclara Borges que la elección de Carriego fue deliberada, aun cuando


se le aconsejaba escribir sobre “un poeta más interesante”, por ejemplo
Lugones. Cf. Richard Burgin, Conuersations with Jorge Luis Borges (New
York: Avon, 1970), p. 31.
El error reside en el hecho de suponer que ese capítulo es
necesariam ente el capítulo central: el verdadero núcleo bio­
gráfico de un texto que ordenaría u n a existencia de m anera
unívoca. En un ensayo posterior, “Sobre el Vathek de William
Beckford”, recordará Borges la broma atribuida por Wilde a
Carlyle: “una biografía de Miguel Ángel que om itiera toda
mención de las obras de Miguel Ángel”. Y prosigue:

Tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la


historia, que un observador omnisciente podría redactar un número inde­
finido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que destacaran hechos
independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de com­
prender que el protagonista es el mismo No es inconcebible una histo­
ria de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de
las falacias cometidas por él; otra, de su comercio con la noche y con las
auroras (OI, 187).

En “U na vida de Evaristo Carriego” el título ya indica la


elección de una de las muchas historias posibles. El sa lte a ­
do trabajo del n a rra d o r se aplica más a h isto riar las prolon­
gaciones de un hombre, a d etallar su periferia, que a en u­
m erar un a anécdota personal: “Los amigos, lo mismo que los
m uertos y las ciudades, colaboran en cada hom bre” (EC, 43).
La composición del personaje “Carriego” recurre por cierto
al montaje de imágenes, a “un a continuidad de figuras que
cesan” (E C , 16). Pero se tr a ta de imágenes oblicuas de Ca­
rriego —im ágenes de Palermo, del Maldonado, de la Tierra
del Fuego— que “lo confiesan y lo aluden” (EC, 48). “Un hom­
bre es, a la larga, sus circunstancias” (A, 119) dirá el n a r r a ­
dor de u na ficción posterior. Del mismo modo Carriego, para
su biógrafo, “se sabía delicado y mortal, pero leguas rosadas
de Palermo estaban respaldándolo” (EC, 40).
No es casual que esta prim era protoficción de Borges haya
surgido de la rebelión ante un espacio doblem ente— y signi­
ficativam ente— clausurado: “me crié en un jard ín , detrás
de u n a .v e rja con lanzas, y en u n a biblioteca de ilimitados
libros ingleses” (E C , 9). El n a rra d o r de Evaristo Carriego
tran sg red e un límite, desplaza el molde previsto de la bio­
grafía —como desplazaba el fláneur borgeano el centro de
u n a ciudad hacia su p eriferia— p a r a sab er “¿Qué había,
m ien tras tanto , del otro lado de la verja con lanzas?” (EC,9).
La perspectiva doble —la cerrazón del lugar fijo, ad en­
tro; la posibilidad de lo móvil, afuera, que cuestione la clau­
s u ra — in a u g u ra en Evaristo Carriego el vaivén que enm arca
la móvil ficción borgeana. Persiste por lo pronto en el texto
la m ism a am bigüedad que señalan los ensayos de I n q u i ­
siciones y de El tamaño de mi esperanza. El “codicioso de
alm as” agradece el “roce de vidas” que le proporciona el Bue­
nos Aires que im agina p ara Carriego y p a ra sí: roce tan próxi­
mo y ta n distanciado como el que proponen los destinos ú n i­
cos descritos por Hudson o el vagabundeo del fláneur. La
calle H onduras —escribe Borges a propósito de un incidente
de la vida de Carriego— “se sintió más real cuando se leyó
im p resa” (£C, 46). También sin duda “se siente más re a l” el
n a rra d o r de Evaristo Carriego, que en cu en tra “inesperado
consuelo” en rep etir gestos ajenos, adivinados: beber “la copa
grande de guindado o rie n ta l”, “co rtar un gajito de m ad re­
selva al orillar u n a ta p ia ” (E C t 47). Gestos que escribe y en
los que queda impreso. (Curioso contrapunto, una vez más,
con el Enoch Soames de Beerbohm. Soames; poeta mediocre,
pacta con el diablo p a ra saber, años después de su m uerte,
si h a perdurado; descubre entonces en un catálogo que sólo
se lo recuerd a porque fue personaje de Beerbohm. El n a r r a ­
dor de Evaristo Carriego pacta con un poeta mediocre —Ca­
rriego— para inscribirse en u n a biografía que le sirve de p r e ­
texto.)
El Borges de “La n ad ería de la p ersonalidad” reduce sin
embargo las proyecciones del roce de vidas y la sim patía por
el destino único. No sólo se em peña en fragm en tar al perso­
naje Carriego, en presentarlo (y p resen tarse) en abyme, de­
notado y connotado por la la te ra lid a d : “a mode o f truth
coherent and central, but angular and splintered” como in ­
dica el epígrafe de De Quincey que niega al “yo de conjun­
to”. Si se hab la en Evaristo Carriego de identidad, ésta será
p l u r a l , momentánea y dispersa: “como si Carriego p e rd u ra ­
ra disperso en n u estro s destinos, como si cada uno de noso­
tros fuera por unos segundos Carriego” (EC, 48). El texto
Evaristo Carriego es, por excelencia, lugar de encuentro y
de desencuentro: lug ar (vida, página) contingente, como lo
será más tarde el Quijote p ara Pierre Menard. Lugar donde
el biógrafo —el futuro autor de ficciones— in au g u ra la posi­
bilidad de recrear y fijar un personaje rotundo, como los que
proponía Forster, pero donde sobre todo inaugura la posibi­
lidad de borrarlo.9

5. “Una su p erficie de im ágen es”


Evaristo Carriego in te n ta registrar, desde un yo que con­
ju g a en precario equilibrio un adentro y un afuera, lo que
h ab ía “del otro lado de la verja con lanzas" (EC, 9). Historia
universal de la infamia m arca el triunfo, por así decirlo, del
límite franqueado. Subsisten en el enfoque textual ciertos
procedimientos ya anotados en Evaristo Carriego: el m onta­
je por rasgos aislados, el propósito eminentemente visual que
rige el texto, el personaje fragm entario, las prolongaciones.
Pero la sim patía del que n a rra por lo narrado, afirm ada a
trav és de la p rim era persona en Evaristo Carriego, desapa­
rece: el codicioso de alm as se transform a, literalm ente, en
codicioso de relatos. El afuera al que parecen acudir los re ­
latos de Historia universal de la infamia no está ni más allá
ni más acá de la verja con lanzas: las “biografías infam es”
anu lan la topografía precisa de Evaristo Carriego p ara si­
tu a r el impulso de la ficción en un ámbito p uram ente lite ra ­
rio. Historia universal de la infamia es “el irresponsable ju e ­
go de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se
distrajo en falsear y terg iv ersar (sin justificación estética
alguna vez) ajenas historias* (H U I , 7).

9 "A las relaciones de Evaristo Carriego les basta la mención de su


nombre para imaginárselo; añado que toda descripción puede satisfacer­
los, sólo con no desmentir crasamente la ya formada representación del
desdén” {EC, 33-34).
La declaración explicita la distancia recorrida. En Eva-
risto Carriego el n arrad o r propone a la vez la fragm entación
del personaje y —en momentáneas identidades— la id e n ti­
ficación con él a través de imágenes que confiesan tanto al
sujeto enunciado como al que lo enuncia. En Historia u n i ­
versal de la infamia el n arrado r no se adueña de u n a bio­
g ra fía —v id a a je n a que i n t e n t a a t e s ti g u a r p a r a a t e s ­
tigu arse— sino de ajenas historias. El límite en tre los dos
enfoques es por cierto tenue sí se considera el pre-texto: no
habría fundam entalm ente diferencias entre la vida de Eva­
risto Carriego, leída por Borges, y la vida del impostor inve­
rosím il, Tom C astro, tam b ién leída por él. Im p o rta sin
embargo el preciso reajuste de la codicia del narrador. Ya no
codicia el no m a n ’s land que constituían Carriego y su Paler-
mo, imaginados a medida que eran recreados, sino que pene­
tra una unidad aparentem ente clausurada, significativa en
sí: un texto previo y ajeno, con el cual dialoga. La codicia se
vuelve conversación.
Las “biografías infam es” que p resen ta Borges carecen
notoriam ente de la voz nostálgica, “morosa con am or”, que
n a rra b a a Carriego. En cambio insiste Borges en revelar el
carácter artificial del mecanismo narrativo: los relatos de
Historia universal de la infamia usan y abusan de “las en u ­
meraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la
reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres esce­
nas. [...] No son, no tra ta n de ser, psicológicos” (H U I , 7).
También recuerda Borges en este prólogo a posibles, precu r­
sores. Dos de ellos, Stevenson y von Sternberg, se- d istin ­
guen ju stam en te por sus intentos de dar a la ficción (litera­
ria o cinematográfica) el lugar que le corresponde: escena
de artificios que permite un reconocimiento pero no u n a iden­
tificación, por m om entánea que s ea.10

10 Las menciones de von Sternberg en estas primeras obras de Borges


—y en otros textos, posteriormente recogidos en Discusión— merecerían,
por lo significativas, ser estudiadas más a fondo. Cito dos declaraciones
de von Sternberg que parecen coincidir con los propósitos de Borges en
En Historia universal de la infamia no hay sim p atía com­
p a rtid a en tre n a rra d o r (o lector) y personajes o am bientes.
Por el contrario, se diría que Borges se complace en tra b a r
todo patetism o; “el excesivo título de estas páginas* m arca
el niv el d e lib e ra d a m e n te paródico en que se s it ú a e s ta
relectu ra de otros textos: “Patíbulos y p ira ta s lo pueblan y
la palabra infamia aturd e en el título, pero bajo los tu m u l­
tos no hay nada. No es o tra cosa que apariencia, que una
superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso a g ra d a r”
(HUI, 10).11
El exceso y la parodia en Historia universal de la, in fa ­
mia impiden la lectura sim pática, rompen la frag m en taria
identidad sugerida (más aun: buscada) en Evaristo Carriego.
A fuerza de exageración los relatos desarm an equiparaciones
básicas, desorientan al lector. El texto expropiado no coinci­
de, desde luego, con u na geografía com partida (Palermo).
Tampoco con un texto “original” reconocible ya que se lo h a
fragmentado, subvertido, recompuesto; ya que es, sobre'todo,
remoto, acaso in h allable o inexistente. La magnificación,
basada en u n a lectu ra de textos y no de conductas, coarta el
reconocimiento simpático m ediante el desvío. Él texto bor­
geano recurre a la h istoria previa p a ra organizaría de m ane­

Hi storia uniuersal de la infamia. Hablando de The Sa lv ati o n Hunters


(1924), describe un trastrocamiento de niveles revelador: "Me propuse un
poema visual. En lugar de un paisaje que no significaba náda, un
fondo emocionalizado que pasara a mi primer plano” (Josef von Sternberg,
F u n i n a Chínese Laundry [New York: Macmillan, 19651, p. 202). Y al hablar
de Ana t aha n {1954), su último film: "Si no trabajé con exteriores fue
deliberado. Prefiero trabajar en un estudio. [...] Recreé la China en un
estudió para filmar Shanghai Express, The Shanghai Gesture, Macao. Todo
es ‘artificial’ en A n at a h an, hasta las nubes son pintadas y el avión es de
juguete. El film es creación mía. A la realidad habría que preferir la ilu­
sión de realidad” (Hermán G. Weinberg, J os ef von Sternberg (New York:
Dutton, 1967], p. 125).
11 Borges, hablando de F. Scott Fitzgerald: “Estaba siempre en lá s u ­
perficie de las cosas, ¿no? Y después de todo, ¿por qué no?” (Burgin, p.
2 1 ).
r a diferente; el sujeto que lo enuncia, deliberadam ente eclip­
sado como p e r s o n d y impide el paso hacia un compasivo noso­
tros. Sin embargo, no se clausura la posibilidad de una conni­
vencia con el lector. Si en efecto sólo permanece la "superficie
de im ágen es”, ésta —porque es apenas apariencia, porque
rechaza dudosas profundizaciones— libera u n a m ultiplici­
dad de diálogos y de complicidades posibles y diversam ente
combinables. Diálogo y connivencia en tre ún sujeto e n u n ­
cian te, p erso n alm en te esfumado, y la h isto ria ajena que
entona y en la que se entona; diálogo entre un texto y otro
que le sirve de pre-texto, fundando un intercambio textual;
diálogo, por fin, en tre un lector y un autor que e n tra n en
fecundo contacto a tra v és de la duplicidad de la parodia:
contacto basado ya en un referente compartido, ya en la le­
jan ía, convencionalm ente hiperbólica, que proponen estos
desorbitados relatos.
Si la presentación del personaje biografiado en Historia
universal de la infamia es, como en Evaristo Carriego, in d i­
recta y m etonímica, el propósito es diferente: no fam iliari­
zar sino e x tra ñ a r al lector, p a ra luego recuperarlo en otro
plano. El acaso un ojalá no fuera que anim a e in qu ieta las
consideraciones previas de Borges sobre personaje y perso­
nalidad se vuelve en estas protoficciones un claro no es. Com­
párese el voluntario tono menor y conversado de “Palermo
de Buenos Aires”, capítulo inicial de Evaristo Carriego, con
el derroche de imágenes y la ironía intencional de las p ri­
m eras páginas de “El espantoso red en tor L azarus M orell”.
También en este texto el lector se acerca, indirectam ente, al
personaje central según un progreso metonímico casi didác­
tico: de “la causa re m o ta ” de la esclavitud a “El lu g a r” donde
ésta se afianza, del lu gar a “Los hom bres” que lo pueblan,
de los hom bres a “El hom bre”. Del hombre se pasa a u na
prolija descripción de la acción, que observa p u n tu alm en te
el encadenam iento a fuerza de contigüidad y a la vez se b u r­
la de él: “El método”, “La libertad fin a l”, “La catástro fe”.
S ignificativam ente esta catástrofe de “El espantoso r e ­
d e n to r” no culm ina en desenlace, sino en “La in terru p ció n ”.
Lo que im porta señ alar —lo que justifica el no final de esta
cuidada ficción in terru m p id a— es que esta "interrupción”
pone de m anifiesto un proceso de dilación y de hiato que ya
se viene practicando en “El espantoso red en to r” desde el co­
mienzo, minando la concatenación causal que engañosamente
prom eten los inocuos títulos de las secciones. La excesividad
oximorónica del título — espantoso / redentor— se pone en
práctica en cada u n a de esas secciones: como estam pas de
un barroco grabador de Épinal, éstas desm ontan situación y
personaje, cuestionando y deteniendo, con su derroche, la
más simple continuidad n arrativ a. Recuérdense en “La cau­
sa rem o ta”, por ejemplo, las hiperbólicas consecuencias que
se atribu yen a la buena voluntad m isionera del Padre las
Casas:
[...1 los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor orien­
tal D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D.
Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, loa quinientos
mil muertos en la guerra de Secesión, loa tres mil trescientos millones
gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la
admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de
la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga de la bayoneta
llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gra­
cia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó a Martín Fierro, la deplo­
rable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de
Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las
cobras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tan­
go, el candombe (H U I , 17).

Punto de p a r tid a que, por su mismo título, im pulsaría al


lector a u n a lectu ra curiosa, a te n ta a todo indicio, esta festi­
va enum eración literalm ente lo despista, reclamando a te n ­
ción p a ra sí. En abierto bricolage histriónico combina el dato
histórico recuperable, la mitología casera, la alusión lite ra ­
ria, la a r b itr a r ia opinión personal, el chiste privado y la
maledicencia. Enum eración que nivela los elementos que la
in teg ran (como más tarde lo h a rá n , por ejemplo, las enum e­
raciones e ru d ita s, e igualm ente dispares, en otros textos
borgeanos), in terru m p e un relato apenas comenzado, ten ­
tando al lector con dos posibilidades —y dos tiempos de lee-
t u r a —difíciles de conciliar. Por un lado, tie n ta con la u rg en ­
cia de un descubrimiento sucesivo y causal, como lo anuncia
el título de la prim era etapa del relato, como parecen confir­
marlo los títulos de las etapas subsiguientes: el lector u rg i­
do dé esa m anera no se detendrá, por ejemplo, en la m aligna
complicidad propuesta por “la gracia de la señorita Tal”. Por
el otro, tienta con el goce detenido ante un párrafo que —por
la acumulación que practica— anula la anticipación previsi­
ble y propone, con cada elemento de la serie, la posibilidad
de desvíos que obran en contra de la sucesividad: que abren,
con una sola mención, lo que Stevenson llam aba relatos se­
cundarios dentro del texto. Cabe n o tar que las dos posibili­
dades y los dos tiempos de lectura operan sim ultáneam ente
en la p rim e ra etap a de “El espantoso re d e n to r L a zaru s
Morell”; la enumeración culmina después de todo en la p re­
sentación del personaje que cen trará la biografía; “Además:
la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus
M o re ir (HUIt 18).
La enumeración dispar que precede e incluye a Morell
contagia al atroz redentor, eje aparente del relato. El abiga­
rram iento del prim er párrafo, en lugar de ubicarlo, lo desú-
bica. Extrañado, surge como lo que es, un personaje carn a­
valesco.

6. El juego de caretas
Escribe Silvina Ocampo que a Borges lo pertu rb an las
m áscaras, los disfraces.12 Sin embargo, cuando le p reg un ta
Richard Burgin, en una de sus entrevistas, qué piensa del
teatro, lo primero que recuerda Borges es. The Great God
Brown de O'Neill, literalmente una m ascarada (Burgin, 108).
Y cuando él mismo Burgin le hace una pregu nta sobre His-

12 Silvina Ocampo, "Images de Borges” (Cahier de L’Herne. París: 1964),


p. 27.
toria universal de la infamia, contesta Borges: “Todos los
cuentos de ese libro fueron de algún modo burlas o artifi­
cios” (Burgin, 28). ¿Qué otra cosa es, después de todo, esa
“apariencia”, esa “superficie de im ágenes”, sino burla de te x ­
tos y carnaval textual?
Volvamos a las “infames biografías” y a los exagerados
personajes que hab rían de centrarlas. Rara vez se dan de
ellos descripciones físicas en estos textos que se proponen
ser básicam ente visuales. Mejor dicho: nunca se in te n ta fi­
j a r a estos personajes m ediante la “enum eración y defini­
ción de las p artes de un todo”, como lo pretende en sus des­
cripciones, según Borges, Gabriel Miró. Critica Borges la
descripción de un personaje en Las figuras de la Pasión del.
Señor y concluye, no sin satisfacción: “Trece o catorce té rm i­
nos integ ran la caótica serie; el auto r nos invita a concebir
esos disjecta membra y a coordinarlos en u n a sola imagen
coherente. Esa operación m ental es.impracticable: nadie se
aviene a im aginar pies del tipo X y añadirles un a g arg anta
del tipo Y y mejillas del tipo Z...”13 1'-
Nada más cierto si se in ten ta visualizar, a través de un
texto, a un personaje que, aunque conste de menos de los
trece o catorce términos que describen a la Herodías de Miró,
es por fin u na organización verbal. El propio Borges ya ha
señalado, en un ensayo previo, esa “falacia de lo visual íquej
m anda en lite r a tu r a ” (I A , 84): “Escribo imágenes y no dejo
de saber lo traicionero de esa p a la b ra ” (IA, 83). Sin embar-

13 “Sobre la descripción literaria”, Sur, 97 (1942). El pasaje de las F i­


guras de la Pasión del Señor de Miró, que cita y critica Borges, es el si­
guiente: “Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas en
una escarcha de gemas, sus brazos y su garganta desnudos, sin una
luz de joyas; sus pechos firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo,
huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los
ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio; la boca, con
el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por
una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de
acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntim a ondulación”
(P- 101),
go, en el mismo ensayo, puesto a elegir entre ese térm ino
traicionero .y la intuición que propone Croce, prefiere Borges
la palabra im agen :

Escribo imágenes, palabra de traiciones como la otra, pero de traicio­


nes que cuentan y que la historia de la literatura (mejor: la sediciente
historia de la sediciente literatura) no debe preterir, ya que la casi totali­
dad de su material se origina de ellas. El más recibido de esos errores es
presuponer que las im ágenes comunicadas por el escritor deban ser, pre­
ferentem ente, visuales. La etimología ampara ese error: imago vale por
simulacro, por aparecido, por efigie, por forma, a veces por vaina (que es
la apariencia de la hoja de acero que está en acecho de ella) aunque tam­
bién por eco —uocalis imago— y por la concepción de una cosa. Eso dice la
biografía de esa palabra y esa biografía no es aconsejadora de aciertos
(IA, 84).

Imago, efigie, aparecido: traición del simulacro. Curiosa­


m ente la crítica que dirige Borges a Miró p erd ería p arte de
su acerbidad si no se t r a ta r a de un simulacro personificado.
“El autor nos invita a concebir esos disjecta membra y a coor­
dinarlos en,u na sola imagen coherente”: aplicada a un tex ­
to, la declaración no carece de sensatez. De denuncia se vol­
vería casi descripción del propio texto borgeano aunque sin
duda Borges añ ad iría al resultado de la coordinación: u na
sola imagen coherente y plural. Los disjecta membra, en la
descripción del personaje de Miró, son ta n difíciles de coor­
d in ar como los elementos dispares del p rim er párrafo de “El
espantoso red en to r Lazarus Morell”. D etienen al lector, es­
camoteándole la percepción de la sola imagen coherente.
Retóricas d istin tas alejan sin duda a Borges de Miró pero
esa distancia no da del todo cuenta de la condena borgeana.
Lo que parecería provocar la crítica, en este caso, es la coor­
dinación de los disjecta membra en una efigie hum ana; es
decir, no en un texto sino en un personaje. La única vez que
acepta Borges la enum eración de disjecta membra p ara sig­
nificar un todo personificado, en Historia de la eternidad,
elige, notoriam ente, un ejemplo claram ente impersonal a
fuerza de recursos retóricos. Más que de u n a enum eración
descriptiva se t r a ta de u n a enum eración mágica, en la que
los topoi convocados y coordinados protegen la sola imagen
coherente de la am enaza de novedosos tipos X, Y y Z:

Oír la descripción de una reina —la cabellera semejante a las noches


de la separación y la emigración pero la cara como el día de la delicia, los
pechos como esferas de marfil que dan luz a las lunas, el andar que aver­
güenza a los antílopes y provoca la desesperación de los sauces, las onero­
sas caderas que le impiden tenerse en pie, los pies estrechos como una
cabeza de lanza— y enamorarse de ella hasta la placidez y la muerte, es
uno de los temas tradicionales en las 1001 Noches {HE, 22).

La descripción de este todo inconcebible — invisible como


im agen— se desvía claram ente del simulacro personificado.
La imagen se acuña (y se admira) en otro plano. Los disjecta
membra de la reina se conjugan a través de “lo genérico”
que los aúna: lo genérico “prim a sobre los rasgos individua­
les, que se toleran en gracia de lo anterior” (HE, 22). El texto
citado anula al individuo descrito, privado de re p re s e n ta ­
ción. Traslada el conjetural personaje a la letra escrita y
consabida, le niega la original composición de sus rasgos.
Literalm ente lo enmascara. Mejor: lo enm ascara con la le­
tra.
De este modo —y aunque pertu rb en al hombre Borges los
disfraces— los personajes de Historia universal de la in fa ­
m i a , aludidos, sí, por detalles aislados o circunstanciales,
por fin sólo encuentran coherencia en la máscara. Los disjec­
ta membra que hab rían de reu n irse en imagen única no se
reúnen; en cambio se superpone a ellos la elusiva unidad del dis­
fraz. La descripción escrupulosam ente metonímica de la f i ­
gura de un personaje (trabajosam ente sinecdóquica en el
texto de Miró criticado por Borges) pasa a ser, en Historia uni­
versal de la in fam ia , simulacro abiertam ente metafórico.
Más que en la infamia —pecado vistoso— estos relatos se
fu nd an en otro tipo de transgresión: el temor (con su consi­
guiente tentación) de arm ar con palabras una imagen p er­
sonificada, una imagen que pueda remitir, aunque sea con
sus desechos, a un referente ex tratextual que sea más que
una circunstancia, que sea un individuo. Por p rim era vez se
enfrenta Borges plenam ente con la composición libre de un
personaje ficticio, no apuntalado por nostalgias o recuerdos
de hombres sino recuerdos de palabras. Se aventura a crearlo
y a la vez a m ostrar la ineficacia o la falla de lo creado, m era
efigie.
Las máscaras de los infames —y es significativo que se
inicie Borges en la ficción con un m aterial ya no empobreci­
do (Evaristo Carriego) sino deliberadam ente deleznable—
marcan un palier de reflexión en la obra borgeana. Las in ­
dagaciones previas y teóricas se cumplen y se contradicen,
inaugurando en el plano narrativo una posibilidad de diálo­
go que explorarán más tarde las ficciones y los ensayos. La
m áscara y el rostro comienzan a enfrentarse, en irr ita n te y
fértil contrapunto.

7. M áscara y desplazam iento


De Lazarus Morell conocemos todo —todo lo que nos da el
relato— salvo algo que el relato no quiere darnos: un a-im a­
gen centrada en el personaje. Prim an la ausencia del rostro
y la abundancia de rostros falsos:

Los daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas america­


nas no son auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan
memorable y famoso, no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell
se negó a la placa bruñida; esencialmente para no dejar inútiles rastros,
de paso para alimentar su misterio,.. {HUI, 21).

Los rasgos que propone el n arrad or al describir a Morell


escasamente establecen una imagen personal. Corresponden,
aunque con menos ím petu y más economía, a la descripción
convencional de la reina, repiten, con aire de confidencia,
un cliché, recalcándolo, volviéndolo emblemático:

Sabemos, sin embargo, que'no fue agraciado de joven y que los ojos
demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los
años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas
encanecidos, los criminales venturosos e impunes (HUI , 21).
Acaso la mayor originalidad de Lazarus Morell haya sido
la de m orir rompiendo esquemas. A partándose de la conduc­
ta a rro ja d a que le adjudica convencionalm ente el texto,
m uere “otra m uerte” menos sensacional: no ahorcado, no aho­
gado, sino en u na cama de hospital. El cliché heroico que
parecía alim en tar la acción del relato se desvanece con “La
in terru p ció n ”. Se deja el relato del criminal venturoso e im ­
pune p a ra volver a la nad ería de su personalidad, n ad ería
que sí lo vuelve impune: el que se negaba a la placa bruñida
elige m orir con un nombre fingido. El relato puede leerse
como repertorio de h azañ as previstas, encuadrado por dos
caretas: daguerrotipo falso al comienzo de la historia y seu­
dónimo que cierra, o interrum pe, el itinerario.
La carencia de “genuinas efigies”, los nombres falsos, el
disimulo, son recursos de Historia universal de la in f a m i a .
No hay lug ar —es decir, no hay centro n a rra tiv o — p a ra es­
tos sim ulacros personificados que operan como shifters, a lo
largo de los relatos. La vacancia que es “El impostor invero­
símil Tom C astro” se puebla sucesivam ente p a ra luego v a­
ciarse. Un A rth u r Orton que ansia la ru p tu ra —uR u n away
to sea, h u ir al mar, es la ro tu ra inglesa tradicional de la a u ­
toridad de los padres, la iniciación heroica” (H U I , 31)—.pasa
a lla m a rs e Tom C astro, p a s a a lla m a rs e Roger C h arles
Tichborne, pasa por fin a la nada. Una vez más el hecho cen­
tra l del relato —la im postura de Tichborne— aparece m in a­
do, por así decirlo, por dentro y por fuera. Lo encuadra una
doble divergencia del nombre original: un alias previo a la
im p o stu ra y el anonimato final. Más aun: Tichborne, el per­
sonaje impostado, aparece ya en sí rodeado de atributos que
lo e x tra ñ a n y lo desvían de u n a norm a prevista, recalcando
su diferencia. Noble inglés, pertenece a u n a fam ilia católica
y h ab la su lengua m atern a con el más fino acento de París;
por eso, aclara el texto, d esp ertaba —como todo m arginal—
“incom parable rencor” (HUI, 34). No podría im aginarse ca­
r e ta más eficaz p a ra Orton, hijo de carniceros de Wapping,
pero el “original” de esa careta, Tichborne, estaba ya m arca­
do por el desvío: era ya, levemente, m áscara. Por fin, el ma-
q u in a d o r de la im p o stu ra, Bogle, es descrito con clichés
sem ejan tes a los que estam pan el físico de Lazarus Morell:

Bogle, sin ser hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa
solidez como de obra de ingeniería que tiene el hombre negro entrado en
años, en carnes y en autoridad (HUI, 32).

M áscara de Tichborne, A rth u r Orton / Tom Castro acaba


siendo tam bién m áscara del corifeo muerto: “era el f a n ta s ­
ma de Tichborne, pero un pobre fantasm a habitado por el
genio de Bogle” (HUI, 40). Como Lazarus Morell term ina sus
días sin identidad, contradictorio. Pronunciaba:

pequeñas conferencias, en las que declaraba su inocencia o afirmaba sü


culpa. Su modestia y su anhelo de agradar eran tan duraderos que mu­
chas noches comenzó por defensa y acabó por confesión, siempre al servi­
cio de las inclinaciones del público (H U I , 40).

El desconcierto y las contradicciones anuncian al p ro ta ­


gonista de “El inm ortal'’, aquel de quien se dice que “es fama
que después de c a n ta r la g u erra de Ilion, cantó la g u erra de
las ra n a s y los ra to n e s ” (A, 19).
El tinglado y las caretas sostienen estos relatos. C aretas,
“fin tas g ra d u a le s ”, como las de “El proveedor de iniquidades
Monk E a s tm a n ”, cuyo vacío protagonista se llam a Edw ard
O sterm ann , alias Edw ard Delaney, alias William Delaney,
a lia s J o s e p h M a rv in , a lia s J o s e p h M o rris, a lia s M onk
E a stm an , Tinglados sucesivos y dispares como los de “El
asesino desinteresado Bill H a rrig a n ” donde un pecoso ir la n ­
dés p a s a a c r i a r s e e n t r e n e g ro s y lu eg o , de “r a t a de
conventillo”, se tra n sfo rm a en Billy the Kid, forajido de la
lla n u ra . O tra m uerte ostentosam ente disfrazada:

Le notaron ese aire de cachivache que tienen losrdifuntos.


Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y
las burlas en la vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo y.en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El
tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbi­
lo (HUI, 72).
Tinglado e im postura, ritualizados, fundam entan “El in­
civil m aestro de ceremonias Kotsuké no Suké”. Por un lado,
un actor, el enviado “que rep resen tab a al emperador, pero a
m an era de alusión o de símbolo” (H U Í , 74); por el otro, un
m aestro de ceremonias que asume la representación del se­
ñor de la Torre de Ako. Éste muere, también rep resentánd o­
se ante un público, en un escenario cuidadosamente prep a­
rado “y los espectadores más alejados no vieron sangre por­
que el fieltro era rojo” (HUIi 75). El vengador de su memo­
ria, Kuranosuké, actú a'a su vez por impostura: es un sim u­
lador de infam ia y m ediante esa simulación vence a su ene­
migo.

8. R evelación de la m áscara
Las “in fa m e s b i o g r a f í a s ” b o r g e a n a s c u lm in a n , casi
d id á c tic a m e n te , en el barroq uism o carnavalesco de “El
tintorero enm ascarado Hákim de Merv”, relato en que todo
—incluso el rostro original: el individuo— es máscara. Cita
Borges esta h istoria, entre otras, en el prólogo de Evaristo
Carriego: más acá de la verja con lanzas el profeta velado
del J o ra sá n fue uno de los personajes que pobló sus m añ a­
nas y dio agradable ho rro r a sus noches. Corrige Borges en
el texto de Historia universal de la in fa m ia : “el Profeta Ve­
lado (o más estrictam ente Enm ascarado)” (H U Í , 83).
E stán en m ascaradas, como lo h a señalado Caillois,14 las
fuentes de la h isto ria que reconstruye Borges; al dejar de
lado las crónicas establecidas, el relato borgeano se desvía
prévisiblem ente de los hechos que éstas reg istran de modo
casi unánim e. N inguna de ellas, por ejemplo, menciona la
lepra del profeta ni su desenm ascaram iento final.16 E nm as­

14 Roger Caillois, “Postface du traducteur”, en Jorge Luis Borges,


H i s t o i r e de Vi nf ami e / H i s t o i r e de Véternit é (París: U nion gé n é ra le
d’éditions, 1964), pp. 292-293.
Ls Caillois señala y cita in extenso una curiosa excepción a estas cróni­
cas del tintorero enmascarado pero no desfigurado por la lepra. Escribe el
carados también —es decir desdibujados por el anonimato,
el olvido, o el artificio— aparecen aquellos elementos que
atestig u arían al personaje. Así como más tarde a trib u irá
textos apócrifos a autores variados, atribuye Borges al pro­
feta un libro canónico inaccesible: La aniquilación de la rosa.
Pero el libro es el reverso de otro texto, herético, la .Rosa
oscura o Rosa escondida, texto que “se ha perdido, ya que el
manuscrito encontrado en 1899 y publicado no sin ligereza
por el Morgenlándisches Archiv fue declarado apócrifo” {HUI,
83). Del personaje que fue Hákim de Merv sólo quedan, apun­
ta Borges, “unas monedas sin efigie” (HUI, 83).
La vida del profeta, en la versión borgeana, es un conti­
nuo ejercicio de escamoteos. Se sabe que de joven fue adies­
trado en el oficio de tintorero, “arte de impíos, de falsarios y
de inconstantes que inspiró los primeros anatem as de su
carrera pródiga”:

Así pequé en los años de juventud y trastorné los verdaderos colores


de las criaturas. El Angel me decía que los carneros no eran del color de
los tigres, el Satán me decía que el Poderoso quería que lo fueran y se
valía de mi astucia y mi púrpura. Ahora yo sé que el Angel y el Satán
erraban la verdad y que todo color es aborrecible (HUI, 85).

También es el texto, invariablemente, un ejercicio de dis-


tanciación teatral donde todo es otra cosa: donde todo care­
ce de efigie (o nombre) original. El tintorero falsario elige
con habilidad, como Tom Castro animado por Bogle, la care­
ta que mejor lo desdiga: la brutal m áscara de toro que con­
tradice su voz singularm ente dulce; el cuádruple velo de co­
lor blanco —“el más contradictorio” (HUI, 88)— p ara con­
q uistar una provincia cuyo color emblemático es el negro.

autor de esa versión: “Sin embargo una cruel enfermedad, secuela de las
fatigas de la guerra, llegó a desfigurar el rostro del profeta. Ya no era el
más bello de los árabes” (Caillois, 300). El texto del que cita Caillois se
titula La máscara profeta y es de 1787: es el primer ensayo literario de
Napoleón Bonaparte que contaba a la sazón diecisiete años.
Las convicciones del profeta, no menos vagas y especulares,
niegan la imagen única. El Dios de Hákim es un “Dios es­
pectral [que] carece m ajestuosam ente de origen, así como
de nombre y ca ra ” {HUI, 90). La tie rr a misma, p a ra Hákim,
es mascarada: “un error, un a incom petente parodia. Los es­
pejos y la p atern id ad son. abominables porque la m ultipli­
can y la confirm an” {HUI, 90), Por fin la cara del profeta
leproso —la cara que esconde y que sus fieles desengañados
descubren— escamotea su rostro: “era ta n ab u ltad a o increí­
ble que les pareció u n a careta” (HUI, 92).
Configuración de una imagen y disimulo de u n a imagen:
los personajes de Historia universal de la in fa m ia , en lug ar
de monologar y asen tarse en la efigie única —en lu g ar de
ser punto de convergencia— constituyen eficaces puntos de
divergencia- Son y no son sus m áscaras, pasan por ellas sin
rev elar su identidad. Im porta señ alar que a m enudo la care­
ta elegida es un a previa careta leída: el personaje lee (en un
texto, en un espectáculo) su m áscara o su nombre. Tom Cas-
tro-A rth ur Orton es cuando se lee en el diario de Tichborne.
Billy the Kid, d u ran te sus años de aprendizaje.en New York,
“no desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (aca­
so sin n ingún presentim iento de que eran símbolos y letras
de su destino) a los melodramas de cowboys” {HUI, 67). La
rebelde viuda Ching finalm ente se reconoce en u n a r e p re ­
sentación de m áscaras m ontada por las fuerzas del em p era­
dor y —como Tadeo Isidoro Cruz, en una ficción posterior—
cambia de signo: “dejó de ser la Viuda; asumió un nombre
cuya traducción española es Brillo de la V erdadera In stru c ­
ción” (H U I , 50). La lectura asienta, a la vez que desvía, una
identidad.
El personaje que esboza Borges en Historia universal de
la i n fa m ia , basado en ajenas historias, enajenado dentro de
su propia h istoria, es conglomerado esquivo.16 F ragm entado

lé Borges, al hablar de Historia uniuersaL de la infamia: “Me divirtió


escribirla pero apenas recuerdo a los personajes” (Burgin, p. 28).
por el autor, alejado del supuesto centro del relato por la
im po rtan cia que cobran sus proyecciones laterales, a la vez
vacuo y escudado por m áscaras, es, como el Citizen Kane de
Orson Welles, “un simulacro, un caos de apariencias”.17 Sub­
siste por cierto esa superficie de imágenes que conforman al
personaje y que acaso agrade; pero predom inan, en la com­
posición de esa superficie, u n a m ultiplicidad y un hiato que
acaso agraden menos de lo que inquietan. El caos de ap a­
riencias en Historia universal de la infamia es producto de
u n a técnica deliberada: Borges enm ascara y desenm ascara
al personaje —por fin literalm ente descarado— como enm as­
c a ra rá y d esen m ascarará m ás-tard e otros recursos, otros
soportes del relato.
Quedan, de los personajes de Historia universal de la i n ­
f a m i a , caretas huecas y algún rasgo aislado. El detalle físi­
co, si bien contribuye salteadam ente al propósito visual que
an un cia el texto, r a ra vez ocurre como motivo libre, como
m era unidad inform adora y suficiente en sí. De Billy the Kid
se da un dato: es pelirrojo y pecoso. La consignación del de­
talle no añade nada al personaje, sí a la necesidad de e s ta ­
blecer contrastes dentro del relato: Billy, parido por “un fa­
tigado vientre irlan d é s”, criado entre negros, goza “en ese
caos de catinga y de motas [...] el primado que conceden las
pecas y u n a crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser b lan­
co” (HUI, 66).
Se dan algunos rasgos físicos de Monk E astm an, algunos
tam bién de Tom Castro. En los dos casos el propósito es el
mismo: no la presentación detenida del personaje como p er­
sonaje aislado, no la descripción estática, ornam ental, sino

17“Un film abrumador", Sur, 83 (1941), p. 88. Recalca Borges en esta


nota sobre el film de Welles —posterior a sus primeras protoficciones— la
técnica de composición salteada de personajes y trama. Admira “la rapso­
dia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico” y añade: “Abruma­
doramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida de
Charles Forster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo. Las
formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film”.
el planteo de contrastes que suscitan la acción o que la apo­
yan contrapuntísticam ente. La descripción de Tom Castro
es necesaria p ara celebrar su im postura (Charles Tichborne,
físicam ente su opuesto) y probar “las virtudes de la dispari­
dad”. También la descripción de Monk E astm an se establece
contra algo: contra el “epiceno y fofo Capone” (HUI, 57), pero
sobre todo para afirm ar el contraste entre la fragilidad y la
fuerza b ru ta que ap u n tala el relato. E astm an, cuyo “pescue­
zo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos
peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada
de cicatrices menos im portante que el cuerpo, las piernas
chuecas como de jin ete o m arinero” (H U I , 57), curiosea “el
vivir de los anim ales, [...] sus pequeñas decisiones y su ines­
crutable inocencia” (HUI, 56). Prefiere los animales que fí­
sicam ente se le oponen, los gatos y las palomas: sale a reco­
r re r su “imperio forajido” con u na paloma en el hombro “igual
que un toro con un benteveo en el lomo” (HUI, 57). Rara vez
escapan estos rasgos aislados a u n a funcionalidad n arrativ a
p rim aria, r a ra vez parecen gratuitos. Hay sin embargo ex­
cepciones: la reluciente calva que Monk E astm an encuentra
irresistible (HUI, 58), los “pensativos cigarros” (HUI, 27) que
fum a Lazarus Morell m ientras recorre, descalzo, grandes
habitaciones oscuras, detalles que llam an la atención tanto
por su trivialidad como por su carácter indescifrable. A t r a ­
vés de estos pocos detalles sueltos, comienza aquí a esbozar­
se m odestam ente un recurso al que volverá Borges en textos
posteriores: más que placer de descripción, placer del detalle
inexplicable.
II. R úbricas tex tu a les

D i g a m o s b revement e que s i em pr e se p u e d e f i r m a r el
libro, que p e r m a n e c e i nd if er en te a q ui en lo f i rm a, la
obr a — la Fi es ta como d e s a s t r e —exige la r e s i g n a ­
ción, exige que q ui en p r e t e n d a e s c r i b i r l a r enuncie a
s í y deje de de si gn ar s e.
¿Por qué ent onces f i r m a m o s n ue s tr o s li bros? P o r
m odes t ia, p a r a decir: una vez más, no son si no
.
libros, i nd i fe re nt es a la f i r m a

Ma u ri ce B lanc hot , L’entretien infíni

P r e c i s a m e n t e p o r q u e o l v i d o leo.

R o l a n d B ar th es , S/Z

1. Las letras de un libro


“Que un individuo quiera d e sp e rta r en otro individuo r e ­
cuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es u n a
paradoja evidente” (E C , 33). Si se tra s la d a la declaración al
puro plano narrativo, la paradoja de la biografía no es m e­
nos in q u ietan te que la de la ficción: que un au tor —que un
texto— quiera d esp ertar en otro —en un lector, en otro te x ­
to que dialoga con él— recuerdos (ecos) q u e n o p e r t e n e c e n
m á s q u e a u n t e r c e r o (un otro clausurado, que no particip a
activam ente en el diálogo), es igualm ente paradojal, si no
imposible. La ficción borgeana tra b a el simple esquem a em i­
sor-m ensaje-destinatario deteniéndose y complicando cada
u n a de sus etapas, borrando distinciones, multiplicando s i­
multáne am en te las posibilidades del diálogo narrativo. El
a u to r dialoga con el lector pero a la vez se p re se n ta como
lector (destinatario) de su propio m ensaje leído: “n u estras
n a d a s poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de
que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”
(OP, 15). Los elem entos de este diálogo perp etu am en te re­
versible son, a la vez, vehículo y obstáculo de comunicación.
En el texto borgeano la le tra escrita in terru m p e la comuni­
cación directa en tre los h ab lan tes reversibles, interpolando
su propio espacio y exigiendo su propia voz, perturbando la
ya p recaria comunicación entré emisor y destinatario, entre
autor-lector y lector-autor: como si la no persona que es lo
otro1 —aquello de que se habla, aquello que no interviene
activam ente en el diálogo— se contagiara de pronto de las
“person as” que lo encuadran y aluden. La contaminación que
borra los lím ites entre emisor y d estinatario toca tam bién al
texto, lo deslim ita. Vuelto dialogante activo, a menudo incó­
modo, el texto modifica e inquiere tan to al “hablante* que lo
enuncia (autor, n arrad o r) como al interlocutor (lector) que
lo recibe, del mismo modo que modifica e inquiere, en conti­
nuo diálogo, tan to a su pretexto como al texto que posterior­
m ente lo incorporará. En la ficción borgeana se abre y se
dinam iza, con obvio placer, un mensaje n arrativ o que está
lejos de ser in erte y fijo, que integra, como letra s del libro, a
quienes lo redactan, lo n a rra n , y lo leen, y a la vez se disper­
sa en ellos. Las n ad as entre escriba y lector poco difieren;
tampoco difieren las nadas en tre escriba y texto, en tré texto
y lector, entre el texto “visible” y su pre-texto: son dialogantes
perm u tab les en plano de igualdad.
“P ierre M enard, auto r del Quijote” es la p rim era ficción
de Borges. No la p rim era ficción borgeana —son anteriores
Evaristo Carriego, Historia universal de la infamia y “El

1 El otro, lo otro, la no persona que es la tercera persona en el sentido


en que la entiende Émile B en ven iste. Cf. “La Nature des pronoms",
Probtémes de linguistique générale (París: Gallimard, 1966), pp. 255-275.
acercamiento a Almotásim”— pero sí la prim era ficción que
Borges reconoce como tal. La señala como r u p tu r a delibera­
da: “entonces decidí escribir algo, pero algo nuevo y diferen­
te p a ra mí, p a ra poder echarle la culpa a la novedad del
empeño si fracasaba7'.2 Considera Borges que lo que h a es­
crito antes no son cuentos; apenas glosas de otros libros o
falsas notas bibliográficas. Pero el empeño es menos nove­
doso de lo que parece o de lo que anuncia la declaración.
Más que u n a ru p tu ra , “Pierre M enard” m arca u n a clara con­
tinuación de las ficciones previas, reconocidas o ño como re­
latos. Si hay cambio, éste se sitú a no en la elección de un
género nuevo sino en la mise á nu de los procedimientos que
solapadam ente obran en sus textos anteriores: “Pierre Me­
n a r d ” no in a u g u r a la ficción b o rgeana, sim p lem en te la
afirm a.3
Si el lector busca en este prim er “cuento” borgeano los
elem entos que tradicionalm ente componen un relato queda
más que defraudado, como h ab rá quedado defraudado ante
la “biografía” de Evaristo Carriego, donde se burlan las re ­
glas del juego. En “P ierre M enard” no pasa nada. No sería
éste un inconveniente forzoso; tampoco pasa nada, por ejem­
plo, en An International Episode, como lo señala el propio
Henry Jam es. Pero m ientras el relato de Jam es sustituye la
aven tu ra —o mejor: constituye la av en tura— a través de una
tensión entre personajes cuyos estados configuran un a com­
plicada te x tu ra psicológica, el relato de Borges borra gene­
rosam ente la acción, el in térp rete, y su posible psicología.
La complicada te x tu ra que ofrece “Pierre M enard” —lo que
por fin constituye la av en tu ra del relato— es abiertam ente

1 Jam es E. Irby, “Encuentro con Borges”, en Jam es Irby, Napoléon


Murat, Carlos Peralta, Encuentro con Borges (Buenos Aires: Galerna,
1968), p. 37.
3 Aclara Borges que la aparente novedad de su empeño es por otra
parte común en literatura: “Todo lo que yo he hecho está en Poe, Stevenson,
Wells, Chesterton, y algún otro. Hasta el procedimiento de hacer falsas
notas biográficas está ya en el Sartor Resartus de Carlyte. Cuentos de ese
tipo son raros en español, pero no en otras literaturas”, (Irby, 37-38),
textual. El personaje aparece literalm ente perfilado por tex­
tos, hecho de textos, lector de textos, emisor de textos. “La
nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado diverti­
da pero no es arbitraria; es un diagram a de su historia m en­
ta l” (F, 11). Ningún detalle físico, ni siquiera circunstancial;
anota el n arrad o r con sorna:

Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre


Menard, Pero, ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me
dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de
Carolus Hourcade? (F, 49).

Punto de p artid a del cuento que lleva su nombre, Pierre


Menard nunca encarna una situación como lo hace, según
Borges, el Wakefield de Hawthorne. Tampoco encarnaban las
situaciones los personajes de las ficciones previas, ya com­
puestos (y desarmados) sinuosam ente, escudados por m ás­
caras, ya insignificantes, como Evaristo. Carriego, ante la
c a r a c te r iz a c ió n p e r if é r i c a que los a l u d í a y p a s a b a a
reemplazarlos. Nunca ocurre, sin embargo, lo que ocurre en
“Pierre M enard” donde se presenta u n a situación delibera­
damente ¿nencarnable, que se señala a sí misma en su a s ­
pecto más descaradamente textual. Un narrad or p resen ta a
un poeta, a un “llorado poeta” a quien conoció en un vendredi
de la condesa de Bacourt y de quien se ha despedido “ante el
mármol final y los cipreses infaustos” (F , 45). El tono de ese
narrador que inicia el relato, cursi precursor de otros homm.es
de lettres borgeanos (Carlos Argentino Daneri, Gervasio Mon­
tenegro), fundam entaría sin esfuerzo la verosim ilitud del
personaje narrado: meritorio poeta francés de segundo or~
den, simbolista, incorregiblemente provinciano.
La bibliografía de Pierre Menard, citada a continuación,
mina categóricamente ese reconocimiento verosímil. Ciertas
entradas parecerían confirmarlo; otras, en cambio, extrañan
al personaje escritor más allá de todo reconocimiento. Así
Menard, además de un ciclo de sonetos para la baronesa de
Bacourt, de una trasposición en alejandrinos del Cimetiére
m a r in , de un retrato de la condesa de Bagnoregio en un “vic­
torioso volum en” (publicado por la condesa) donde tam bién
colabora D ’Annunzio, de un soneto simbolista que apareció
dos veces (con variaciones) en la revista La Conque y de una
lista m an u scrita de versos que deben su eficacia a la p u n ­
tuación, re su lta ser, como por a ñ a d i d u r a , autor de u na mo­
nografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario
poético donde no h u b iera “sino objetos ideales creados por
una convención y esencialm ente destinados a las necesida­
des poéticas* (F , 46), de u n a monografía sobre el p en sam ien­
to de J o h n Wilkins y de una discusión sobre las aporías
eleáticas: tres tem as aparen tem en te foráneos en la obra de
un sim bolista de Nímes; tres tem as sobre los que ha escrito
o sobre los que escribirá más tarde el propio Borges.4
Al señ alar sólo dos v ertien tes —aislando los elementos
que las in te g ra n — dentro de esta bibliografía heteróclita que
h ab rá de d a r al lector el diagram a de la histo ria m ental de
M enard, se empobrece desde luego el texto. La obra visible
del auto r no es, como la pretende el narrador, “de fácil y b re­
ve enum eración” (F, 45). Tal como se presenta la serie —como
ta n ta s otras series en la obra borgeana— cuenta no sólo con
el contraste sino con la tensión de la yuxtaposición, inquie­
ta n te y necesaria, de m últiples elementos dispares: elem en­
tos no desordenados sino virtualm ente inordenables. La se­
rie no es a rb itra ria , como aclara Borges (F, 11), pero tam p o­
co obedece a un a autoridad que la justifique fácilmente: no
hay criterio qúe perm ita reorganizarla ni establecer j e r a r ­
quías entre sus partes, y sin embargo la serie, desafiante,
existe y tiene que ser leída entera. Cabe recordar que la bi­
bliografía aparece como u n a serie de piezas y que alguna
vez escribió M enard un artículo “sobre la posibilidad de en­
riquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre.
M enard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar

4 En Ficciones, “Tlón, Uqbar, Orbis Tertius”; en Discusión, “La perpe­


tua carrera de Aquiles y la tortuga” y “Avatares de la tortuga”; en Otras
inquisiciones, “El idioma analítico de John W ilkm s’’.
esa innovación” (F , 46). Todas las piezas enum eradas en la
bibliografía de M enard, como las piezas de ajedrez —como
las piezas de todo texto—, por prescindibles que parezcan,
cu m p len su fu n ció n . S u p r im ir u n a de ellas o i n t e n t a r
reubicarla de otro modo en la serie no significa ni enriqueci­
miento ni pérdida; significa, sí, un a innovación: u na nueva
serie. Otro texto.
“La nóm ina de escritos que le atribuyo no es demasiado
d iv ertid a”, escribe solem nem ente Borges (F, 11). Es, desde
luego, divertida. Conjuga esta bibliografía lo difícilmente
conjugable, en u n a su erte de festival de alusiones erud itas
y privadas, niveladas por el texto. No cabe decodificar las
alusiones p riv ad as y extratextú ales, del mismo modo que no
cabe, ante el texto borgeano, la añoranza de J e a n Wahl: “Hay
que conocer toda la lite ra tu r a y toda la filosofía p a ra desci­
frar la obra de Borges”.5 Lo que propone por cierto la biogra­
fía de P ierre M enard, como las demás series borgeanas —y
por serie se h a b rá de entender algo más que u n a en u m era­
ción circunstancial: en más de un caso, si no en todos, la
e stru c tu ra profunda de la prosa borgeana, ficción o en sa­
yo— es un reconocimiento, dentro de u n a serie parcial, de
elem entos igualm ente parciales. Parciales y parcelados: así
como el n a rra d o r postula y reconoce a P ierre M enard en los
fragm entos de su obra visible e invisible —Pierre Menard,
au tor de sólo dos capítulos del Quijote— elige el lector, prac­
ticando un trabajo igualm ente salteado, su reconocimiento.
No es necesario conocer toda la lite ra tu r a y la filosofía p ara
descifrar la obra de Borges; sim plem ente porque la obra de
Borges no reclam a que se la descifre. En cambio propone al
lector, si no m om entáneas identidades, m om entáneas coin­
cidencias: coincidencias no necesariam ente dictadas por el
au tor pero sí reconocidas, elegidas por el lector.
El diag ram a m ental que surge de la bibliografía de Pierre
M enard —inform ativa, si se quiere: sobre todo desquiciante

5 Jean Wahl, “Les personnes et rim personneí”, Cahiers de L’Herne (Pa­


rís: 1964), p. 258,
y paródica— escasam ente form ará (en el sentido en que lo
en ten día Hawthorne: shape out) al personaje. Uña cosa es
conjugar esos elementos y otra reünirlos bajo un solo rostro
autoritario. Queda la ta r e a p ara la crítica de Tldn que suele
in v e n ta r autores: “elige dos obras disímiles —el Tao Te King
y las 1001 Noches, digamos—, las atribuye a u n mismo es­
critor y luego determ ina con probidad la psicología de ese
in teresan te homme de lettres ...” (F, 27). En el caso de aPierre
M enard, autor del Quijote**, im aginar al in teresan te literato
sobre la base dé su obra es tan difícil, si no más, que reunir,
en u n a imagen, pies del tipo X, u na g arg an ta del tipo Y y
mejillas del tipo Z, con la diferencia de que el propósito de
este relato es menos la unión que la desubicación delibera­
da. La in qu ieta bibliografía, en p erp etu a tensión, tiñe a los
dem ás elem entos del relato, los contagia dé am bigüedad
burlona. El mediocre poeta de Nímes —anunciado en la p ri­
m era línea del texto como novelista— es autor de un Quijote
(de dos capítulos del Quijote) enriquecido. El pomposo y va­
cuo n a rra d o r que abre el relato es el mismo —o mejor dicho
es el mismOj el otro— que, lúcidam ente y con retórica consi­
derablem ente menos adornada, endosa, al final del cuento,
una sorprendente concepción de la literatura: alaba a-Menard
por h ab er “enriquecido m ediante u n a técnica nueva el arte
detenido y rudim entario de la lectura: la técnica del anacro­
nismo deliberado y de las atribuciones erró neas” (F , 56). La
ambivalencia, las contradicciones del n arrad o r y de su suje­
to n arrado , no dejan de recordar las de Bouuard et Pécuchet,
tal como las entiende Borges: “Los idiotas, menospreciados
y vejados por el a u to r” (D , 138) al principio, com parten por
último con él la intolerancia de la estupidez hum ana. Del
mismo modo, el n arrad o r de “P ierre M enard” y su personaje
no son determinados por una sola actitud, como tampoco será
determ inado por u n a sola actitud el lector que los lee. Como
Bouvard et Pécuchet para Borges, “Pierre M enard autor del
Quijote” es un llamado de atención sobre el ejercicio lite ra ­
rio: propone un a reflexión lúcida sobre los elementos que
in tervienen en todo acto de escritura, en todo acto de lectu ­
ra. Marca “el in stan te en que el soñador, p a ra decirlo con
una metáfora afín, nota que está soñándose y que las formas
de su sueño son él" (D , 139). El soñador —léase autor, n a ­
rrador, lector— cobra conciencia de que está dando forma al
texto y a la vez que el texto le da forma.
La prim era ficción declarada de Borges no sólo “nos in sta
a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la E neida y el
libro Le Ja rdín du Centaure de Madame H enri Bachelier
como si fuera de Madame Henri Bachelier” (F , 56). Nos in sta
tam bién a contem plar la posibilidad de un personaje dism i­
nuido: un nexo entre tantos otros, como lo veía Tomachevski,6
en el conjunto de motivos de la narración. Nos in s ta además
a desconfiar de un narrador, tan inconsistente, por sus exce­
sos, como el personaje mismo que presenta. Personaje (au­
tor) y narrad o r (autor) pierden relieve individual a-medida
que cobra importancia una situación sólo deslindada por tex ­
tos. Por cierto pasa algo en “Pierre M enard” —más exacta­
mente: pasa algo por “Pierre M enard”— pero la situación y
la av en tura que propone el relato prescinde de la voz n a r r a ­
tiva y del simulacro personal, desviándolos. La situación se
cifra en la nad ería de la autoridad: fieles a ella, a medida
que se desarrolla el cuento, tanto el n a rra d o r como el n a r r a ­
do se esfuman. No sólo no se encarnan: ni siquiera asientan
una entonación única y característica que los vuelva incon­
fundibles. Lo que pasa en y por “Pierre M enard” es por fin
una letra, que al perder sus cabales —como el protagonista
del Quijote original— es sometida a la presión en cantada
que Maurice Blanchot destaca en la 6bra.de Henry Jam es.
P u ra presión textual, en el caso de “Pierre M enard” —pero
ta m b ié n e ra t e x t u a l la p re sió n que a c o sa b a al le c to r
Quijano— coincide con lo que Maurice Blanchot, al hab lar
de Jam es, llam a la paradoja apasionada. Representa: “la
seguridad de una composición determ inada de antem ano,

8 B. V. Tomachevski, “Thématique”, en Théorie de la littérature (París:


Seuil, 1965), p. 296.
pero a la vez lo contrario: la felicidad de la creación, que
coincide con la p u ra indeterminación de la obra, que la pone
a prueba, pero sin reducirla sin p riv a rla de todas las posibi­
lidades que contiene [...].7
La p rim e ra ficción declarada de Borges pone de m anifies­
to lo que los relatos previos h ab ían anunciado, lo que los
textos siguientes enu nciarán incansablem ente: que toda le­
t r a escrita presiona, que toda le tra escrita inscribe una te n ­
sión. Que el acto de escribir, como el acto de leer, acaso p a ­
rezcan (acaso sean) actos tautológicos; que, sin embargo,
en tre el texto de Cervantes y el de M enard, media u na dis­
tan cia indeterminada que no reduce sino enriquece la escri­
tu r a o la lectu ra de un texto previo que la nueva esc ritu ra (o
la nu eva lectura) amplían. Los textos de Borges, al recupe­
r a r escritos anteriores, al an un ciar escritos posteriores no
determ inan: literalm en te indeterminan el lugar fijo, el mo­
num ento horaciano en el que a menudo se e n tie rra a la lite ­
r a tu ra .

2. La letra desviada
E n tre el n a r r a d o r y el le c to r de “P ie r r e M e n a r d ” pasa
—o no p a s a — un mensaje ambiguo, cifrado en u n a biblio­
grafía. La deliberada indeterm inación de la obra borgeana
inv ita a toda suerte de defensas, dé las que no están exclui­
das la risa, por incómoda que sea: “Este texto de Borges me

7 Maurice Blanchot, Le Livre á uenir (París: Gallimard, 1959), p. 163.


Añade Blanchot un comentario, en el que incluye una cita de los cuader­
nos de James, que igualmente podría aplicarse a Borges: “¿Qué nombre
dar a esa presión a la que somete su obra, no para limitarla sino al con­
trario para hacerla hablar enteramente, sin reserva, dentro de su secreto
sin embargo reservado? ¿A esa presión firme y suave, a esa solicitación
urgente? El nombre mismo que ha elegido como título para su relato fan­
tástico: Otra uuelta de tuerca. ‘¿En qué resultará mi caso de K. B. [perso­
naje de una novela que James nunca terminará] una vez que se lo someta
a la presión y a otra vuelta de tuerca?'”
hizo reír u n buen rato, no sin un m alestar indudable y difí­
cil de s u p e ra r ”, escribe Foucault de “El idioma analítico de
J o h n W ilkins”.8 Pero la risa ante Borges, con Borges, esca­
sea, como escasea el reconocimiento de que el texto borgeano
acaso p ertu rb e. El texto borgeano se h a vuelto cifra solemne
e inamovible: anulado, casi, en nombre de la cultura.
Curioso destino, p ara un aUtor que por nacimiento y por
vocación se elige m arginal, cuyos textos desde un comienzo
p iden distancia. Desde el principio, en sus poemas, Borges
elige la p eriferia en desmedro del centro y a p a rtir de esa
la tera lid a d , a la vez vital y literaria, escribe su obra. El lu ­
g ar topográfico borgeano —si nos atrevem os a fijar ta l lu­
g ar— p arecería ser esa línea vaga que deslinda la ciudad y
el campo, que perm ite, por un lado, la n ostalgia del centro y,
por el otro, esa perspectiva segura —esa lib ertad — que da
el alejam iento. (La preferencia por las orillas es visible en
la poesía de Borges; las noches son laterales; los arrabales,
últ im os ; las calles que recorre son las que desembocan “abru ­
m adas por inm ortales d istancias” en “la honda visión / de
cielo y lla n u r a ” [OP, 17].)
No es in ú til re c o rd a r que Borges reclam a esa m argi-
nalidad, justificándola plenam ente, p a ra toda la lite ra tu r a
hispanoam ericana. Mejor: para toda lite ra tu r a lateral. Como
los judíos y los irlandeses, observa, los hispanoam ericanos
“sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro
de esa cu ltu ra y al mismo tiempo no se sien ten atados a ella
por u na devoción especial”:

Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en


una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, m ane­
jarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y yá tie­
ne, consecuencias afortunadas (Z?, 161).

La irre v e re n c ia parece consecuencia inevitable de esa


m argiiialidad aceptada y asumida: d eclararse m arginal —es

a Micheí Foucault, Les mots et les choses (Paría: Gallimard, 1966), p.


decir excéntrico— equivale á constituir un centro en la mis­
ma circunferencia, a reconocer la existencia del centro t r a ­
dicional y definirse con respecto a él, pero tam bién a alejar­
se deliberadam ente de ese centro, para verlo mejor y —si
fu era necesario—p ara burlarse de él.
Sin embargo pocos se ríen, como Foucault, al leer a Borges.
Los dudosos beneficios de ese respeto que paraliza al lector,
en admiración beata, parecen concentrarse en la erudición
borgeana, inaugurada triunfalm ente, como técnica de ficción,
en “Pierre Menard, au tor del Quijote”. La calculada in e sta ­
bilidad del relato debería ser aviso suficiente contra la in­
dagación arqueológica y vana. Así como tam balean el n a r r a ­
dor, el personaje y el texto reescrito, deberían correr peligro
las citas eruditas, las alusiones literarias. Lam entablem en­
te no siempre es el caso. Se lee la erudición de Borges en su
letra, como aval que a s e g u r a r a la a u te n tic id a d del texto
—ficción o ensayo— desatendiendo su función primordial:
la de inq uietar básicam ente a través de la risa, señalando a
la vez su falsía y verdad.
Los personajes de Borges, a p a rtir de Pierre Menard, son
claras fabricaciones textuales. Alguna vez se h a descrito a
H am let como un pobre joven con un libro en la mano, cuyo
contenido —variable— ignoraba el espectador. Con un libro
en la mano —libro que leen, que escriben, del que son in té r­
pretes, que acaso sin saber completan, del que quizás sean
sólo le tra s — aparecen los personajes borgeanos. De la lectu­
r a del tomo duodécimo de la Civitas Dei surgen Aureliano y
J u a n de Panonia en “Los teólogos”; de u na página de la Poe­
sía de Croce el Droctulft de “H istoria del guerrero y de la
cautiva”. “El fin” provee un final provisorio al Martín Fierro
de Hernández. Apoyándose en el mismo texto “original”, “Bio­
grafía de Tadeo Isidoro Cruz” desliga un episodio del poema
gauchesco y lo elabora librem ente a distancia. La situación
del episodio rescatado por Borges —el sargento que se vuel­
ve gaucho malo— en cu entra ecos en “La casa de A sterión”:
el Minotauro, cuyo destino conoce todo lector, aparece no
como contrincante de Teseo sino como su víctima vo lun ta­
ría. El trastrocam iento de actitudes que registra el episodio
de Hernández desgajado por Borges, se vuelve, en “La casa
de Asterión”, trastrocam iento textual. No sólo en Tlón en­
cierra cada libro su contralibro (F , 27): “La casa de A sterión”
es el contratexto (uno de los posibles contrátextos) del texto
de Apolodoro. Las ajenas historias siguen fundam entando
la ficción de Borges, no sólo como pretextos previos (excu­
sas) sino como pre-textos funcionales. Además de fu nd am en ­
ta r la situación n a rra tiv a asientan á sus actantes. Los p er­
sonajes no se encarnan según criterios ex tratextuales, sí se
encarnan, intertextualm ente,,en la pluralidad de relatos que
los contienen.
No en vano abundan en.la ficción borgeana ciertos m oti­
vos que indican al personaje. Borges ha escrito m ás de una
vez, parafraseando a Stevenson, que toda ficción, que todo
personaje, es conjunto de palabras; que la transcripción de
la realidad es una ilusión más de la llam ada lite ra tu ra re a ­
lista “porque la realidad no es verbal” (OI, 61). Las lecturas
de los personajes borgeanos —o las lecturas del autor que
ap un talan a esos personajes— son más que actividades cir­
cunstanciales. De algún modo operan como caracterización
emblemática, son señalamiento expreso de la tex tu ra de esos
personajes . “La certidumbre de que todo está escrito nos
anula o nos afantasm a” (F, 94), escribe Borges, que recuer­
da, más de una vez, la hipótesis de Léon Bloy: los hombres
—tanto los ficticios como los “reales”— acaso sean “versículos
o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante
es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el
m undo” (OI, 163).
En dos de sus avatares es escritor el personaje de “El I n ­
m ortal”: cúando es Homero y cuando es Joseph Cartaphilus,
escriba de “El Inm ortal”. Dahlmann, en “El S ur”, es lector y
bibliotecario: Averroes, escritor y traductor. Otto Dietrich
zur Linde, en “Deutsch.es Requiem”, omite de la lista de sus
antepasados al más ilustre —un escritor—; luego, en un cam­
po de concentración, empuja al suicidio a un poeta de quien
es asiduo lector: “se había transform ado en el símbolo de
úna detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí
con él, yo de algún modo me he perdido con él” (F , 87). En
“El jard ín de senderos que se bifurcan” se enfrentan —y coin­
ciden m om entáneam ente— un personaje lector que h a des­
cifrado un laberinto de letras y un personaje (previsto por
ese laberinto), que es catedrático y espía: que in te n ta y lo­
gra, m ediante un asesinato, escribir un nombre que sus j e ­
fes alem anes descifrarán y leerán como lo había previsto.
(En el mismo relato aparece, entre tan tos motivos libres, un
lector inesperado: en el tren que lo lleva a casa de Albert
observa el n arrad o r en un conjunto verosímil —labradores,
u na viuda de guerra, un soldado “herido y feliz”—■a “un jo ­
ven que leía con fervor los Anales de Tácito” [F , 100].) En
“La m uerte y la b rú ju la” se en frentan dos lectores: triu n fa
el más complejo, S charlach, no sólo lector de los textos
hasídicos sino autor y lector de la lectura de esos textos que
asigna a Lónnrot y que Lónnrot neciam ente acata.
De m anera significativa, la m uerte del personaje borgeano
coincide a menudo con el final de su lectura,9 o, mejor dicho,
con el final de una lectu ra que ha practicado de m an era
redu ctora e ineficaz, fiel a u n a “supersticiosa ética” de lec­
tu ra . Así muere Lónnrot, que lee u na serie de crímenes se--,
gún un esquema dictado; así desaparece Averroes, tra d u cto r
asiduo que carece de imaginación y a quien se le niega el
reconocimiento (la lectu ra eficaz) de una palabra. Así, por
fin m uere Stephen Albert, ta n seguro de su lectura del labe­
rinto de Ts’ui Pen —dentro del cual, sabe que Yu Tsun será
su enemigo—, que desconoce, como desconocen Lónnrot y

9 Ver Tzvetan Todorov, “Les hom m es-récits”, Poétique de la prose (Pa­


rís: Seuil, 1971). Se aplican a los relatos borgeanos las observaciones del
inciso “Loquacité et curiosité. Vie et mort” (pp. 86-88) sobre las Mil y una
noches, donde “narrar equivale a vivir”. En el caso de Borges habría que
recalcar que narrar y sobre todo leer equivalen a vivir. Una declaración de
Todorov coincide notablemente con el final de “La busca de Averroes”: “El
hombre no es sino relato; en cuanto el relato deja de ser necesario, puede
morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una fun­
ción” (p. 87).
Averroes, el momento exacto de la lectura: el momento p re ­
sente, su erte de cuerpo a cuerpo con un texto móvil, basado
en otros textos móviles, jam ás congelado. Al volverle la es­
p ald a a Yu Tsun, Albert reduce su cuidadoso desciframiento
del laberinto de Ts’ui Pen a u n a de sus muchas posibles si­
tuaciones: la provoca y la fija, sin saberlo, con su m uerte. La
m uerte que en tantos relatos del siglo diecinueve pone p u n ­
to final a las vidas mal vividas, corta —y d elata— en estos
textos de Borges, la lectura “m al” leída: el texto que se pasa
por alto.

3. La m uerte desviada
Lectura y escritu ra desatendidas: m uerte. No se e n te n ­
derá esta coincidencia en los relatos borgeanos como conde­
na moral, sí por cierto como falla del lector ante el texto.
Gomo Lónnrot, como Averroes y como Albert, peca por r e s ­
peto mal dirigido el Gracián de Borges, que “no vio la glo­
r ia ”. Muerto, “sigue resolviendo en la memoria / Laberintos,
retruécan os y em blem as” (OP, 163). “El milagro secreto”,
“Tema del traid or y del héroe” y “La otra m u erte”, tres fic­
ciones donde nuevam ente se da la conjunción de escritu ra (o
lectura) y m uerte, proponen finales —acaso hab ría que h a ­
blar de interrupciones— muy distintos. En los tres relatos,
la m uerte no m arca sim plem ente el final de una lectura int
suficiente sino la posibilidad p a ra el personaje dé modificar,
incluso de reescribir, la lectu ra de su propia m uerte. Esa
m uerte aparece.desajustada, desviada, no como marco final
de la narración sino como final ilusorio, como un no final, y
en los tres casos.interviene u n texto o u n a elaboración tex­
tu al p a ra lograr ese desajuste.
“El milagro secreto” h a sido comparado a menudo con “An
Occurrence at Owl Creek Bridge” de Ambrose Bierce, y al­
guna vez con “Mr. A rcularis”, de Conrad Aiken. La situación
de los tres relatos es la misma: un corte en el tiempo cu an ti­
tativo, in m ediatam ente anterior a la m uerte del personaje,
que perm ite d ila ta r esa m uerte con la inserción de un perío­
do ucrónico. “Pero Borges ño h a tra ta d o ese asunto desde un
punto de vista psicológico, como lo hicieron Bierce yA iken,
sino más bien con un criterio que podría llam arse metafísi*
co”, escribe un crítico.10 El cliché atribuido al criterio de
Borges escasam ente da cuenta de “El milagro secreto”; tam ­
poco, por otra parte, es psicológico el punto de vista de Aiken,
sino más bien irónico. Pero de hecho las diferencias existen.
El personaje de Bierce vive una m uerte dilatada: en el espa­
cio que m edia entre dos in stan tes de su vida —el penúltimo
y el últim o— acomoda reconfortantes visiones del hogar, de
familia reunida. El personaje de Aiken, en el mismo espacio,
acomoda un viaje a Europa, un flirteo algo ridículo, y fúne­
bres expediciones sonam búlicas.11 El personaje de Borges,.
escritor, en el mismo espacio escribe:
Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invi­
sible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evi­
dente Ninguna circunstancia lo importunaba (F, 167).

Cada uno de los personajes, en suma, acomoda en ese es­


pacio fuera del tiempo lo que constituye el goce principal de
su existencia; y de Hladík sabemos que “fuera de algunas
am istades y de m uchas costum bres,'el problemático ejerci­
cio de la lite ra tu r a constituía su vida” (F , 161).

10 E. L. Revol, “Aproximación a la obra de Jorge Luis Borges”, Cuader­


nos, 5 (1954).
11 Coincide más “Mr. Arcularis”, en ciertos detalles, con “El Sur" de
Borges. Como Dahlmann, Mr. Arcularis se recupera de una operación. Los
dos relatos se detienen en el goce del protagonista cuando vuelve a la vida
“real”, cuando decide emprender un viaje. En los dos textos se marcan las
coincidencias entre los personajes de la clínica y los de “afuera”: Dahlmann,
al llegar al sur, reconoce al enfermero del sanatorio en el dueño de la
pulpería; Arcularis reconoce a su enfermera, Miss Hoyle, en la Miss Dean
con quien flirtea en el barco. Dahlmann lee las Mil y una noches “antes” y
“d e s p u é s ” de su operación; Arcularis escucha un aria de Cauallería
Rusticana en la clínica y luego en el barco. Coinciden los dos relatos en
un último detalle circunstancial: la sopa que toman los dos personajes,
como primera comida del viaje.
Sin embargo, más allá de este tenue parecido, la calidad
de las experiencias difiere notablemente. Peyton F a rq u h a r
y Mr. Arcularis viven la dilatación sin darse cuenta, viven
u na ilusión de continuidad: algo que no varía de la vida a n ­
terior ni m arca su culminación, simplemente u n a tranche
de ti¿e más. En cambio Hladík sabe que el nuevo tiempo que
vive y escribe m arca u na r u p tu ra con el tiempo hab itual. No
hay ilusión, hay milagro. El tiempo no sigue: el tiempo se
d etiene, como la p esada gota de lluvia en las sienes de
Hladík, p ara que en ese hueco —limitado y ucrónico, sacra*
lizado— pueda Hladík no añadir un episodio más a su vida
sino completarla, ponerle fin,' así como pone fin a su obra.
En su tragicomedia “intu ía la invención más apta p ara disi­
m ular sus defectos y p ara ejercitar sus felicidades, la posi­
bilidad de rescatar (de m anera simbólica) lo fun dam ental de
su vida” (F, 164-5). La intervención divina (ausente en los
cuentos de Bierce y de Aiken, no frecuente en los cuentos de
Borges) no carece de ironía. El milagro secreto parece más
bien un pacto: si Dios le otorga a Hladík el año de vida es
p ara que complete un texto dramático “que pue.de ju stific a r­
me y ju stificarte” (F, 164). Una vez concedido el milagro,
Hladík “no trabajó para la posteridad ni aun p a ra Dios, de
cuyas preferencias literarias poco sabía” (F, 167). Vive para
escribir o escribe para vivir: al cabo muere tanto por el “plo­
mo germánico” como por el último epíteto de Los enemigos.
Lectura, escritura y vida se h an confundido: Hladík escribe
su obra y escribe tam bién su m uerte. Pero m uere distinto,
modificado por su texto.
“Tema del traidor y del héroe” lleva más lejos la equ ip a­
ración entre escritura y vida, así como desarrolla de modo
más complejo el tem a de la m uerte escrita. En este caso, un
texto no sólo dilata una m uerte física sino que se impone a
esa m uerte y hace que cambie radicalm en te de signo. El
relato entero funciona, por o tra p arte, según una técnica de
dilación y enchássementv* que se vuelve patente en la fab ri­

12Ver Tzvetan Todorov, “Digressions et enchássements”, op.cit. pp. 82-91.


cación de la m uerte de Kilpatrick. Un n a rrad o r (escritor, lec­
tor), influido por precursores significativos —“C hesterton
(discurridor y exornador de elegantes misterios) y [el] con­
sejero áulico Leibniz (que in v e n tó la a rm o n ía p r e e s t a ­
blecida)”— im agina un argum ento que “tal vez” escriba “y
que ya de algún modo me ju stifica” (F, 137). Al abordar, con
ta n te o s , ese a rg u m e n to que p o r cierto escribe, p o s tu la
in m ediatam ente a un segundo n a r ra d o r (tam bién escritor,
tam bién lector): Ryan, bisnieto de Kilpatrick, que “tal vez”
e scríb ala biografía veraz de su antepasado pero que acabará
escribiendo su contrabiografía. Ryan a su vez descubre a un
tercer narrador. Nolan (tercer escritor, tercer lector), autor
de u n estudio “sobre los Festpiele de Suiza: vastas y e rran tes
representaciones teatrales, que req u ieren miles de actores
y que reite ran episodios históricos en las mismas ciudades y
m ontañas donde ocurrieron” (F , 139), fue el primero en arm ar
u n a vida de K ilp atrick : pero su obra, si bien d e ¡ la rg a
proyección, nunca fue escrita sino interpretada.
No quedan rastro s físicos de Kilpatrick, sujeto de este
plural esfuerzo n arrativo, como no quedaban rastro s físicos
de Lazarus Moréll o del tintorero enm ascarado: su sepulcro
h a sido violado, su nombre suprimido de un documento. Sub­
sisten sin embargo sus m áscaras: una e s ta tu a que “preside
un cerro gris entre ciénagas rojas” (F, 137), figuraciones en
los versos de Robert Browning y de Víctor Hugo. A estas re ­
presentaciones tangibles se añade la obra invisible de Nolan
que primero las contradice p a ra luego confirm arlas. Héroe
vuelto traidor, K ilpatrick m uere reescrito por Nolan. Así
como en “El impostor inverosímil Tom C astro” Bogle organi­
za el destino de Tichborne, tra m a Nolan la m uerte im postada
de Kilpatrick: pero en lugar de b a s a r la im p ostura sobre el
fait-divers la basa en un conjunto de textos, donde se combi­
n a n ap resu rad am en te fragm entos de lite ra tu r a e historia.
La lectura que hace Ryan de la h isto ria de su antepasado
parece, por u n momento, tan desviada como la de Lonnrot
en “La m uerte y la b rú ju la ”. El paralelism o obvio entre la
m u erte de K ilpatrick y la de Julio César lo lleva “a suponer
u n a secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se r e ­
p ite n ” (F , 138). Ese satisfactorio paralelism o histórico, esa
recu rren cia si se quiere reconfortante, se quiebra con el des­
cubrim iento de u n a hibridez genérica. No sólo h isto ria sino
lite ra tu ra : no sólo Julio César sino el Julio César de S h ak e­
speare. Complica el esquem a otra anom alía que abisma a
Ryan “en otros laberintos más inextricables y h eterogéneos”
(F, 139): el descubrim iento de que las p alabras de un m endi­
go que hab la con Kilpatrick el día de su m uerte son cita de
Macbeth (y no, como era de prever, de Julio César). Ni Ryan,
ni el n a r ra d o r borgeano, aclaran de qué cita se tra ta . Cabe
im agin ar que será un fragmento de la escena segunda del
segundo acto, donde un pobre viejo re ite ra con asombro la
inversión del orden previsto, declara a n tin a tu ra l el tr a s tr o ­
camiento de papeles: “A falcon, towering in her pride and
place, / Was by a mousing owl h a w k ’d at and k i ll’d ”. Él diá­
logo de S hakesp eare es posterior, sin embargo, al crimen de
Macbeth; el de K ilpatrick con el mendigo, an terio r (como el
sueño en Ju lio César) a sü m uerte. La referencia es indicio
p a ra el lector —p a ra a le rta r a Ryan que por fin lee la vida
de su antep asad o de otra m an era— y no consecuencia de lo
ya ocurrido.
En “Tema del tra id o r y del héroe” todo y todos ya han
sido escritos y todo y todos escriben. También todo era os­
tentosam ente textual en “Pierre M enard”, pero ahora Borges
se em peña mucho m ás en “g rad u ar sus realid ad es” (O/, 67).
Nolan compone p a ra el traido r Kilpatrick u na m uerte que lo
red im irá ante Irla n d a pero Kilpatrick, a diferencia de Tom
Castro que sigue pasivamente el libreto compuesto por Bogle,
j u r a “colab orar e n 1ese proyecto, que le daba ocasión de
redim irse y que rub ricaría su m u erte” (F, 140). No sólo acep­
ta ser lector y actor de la versión de Nolan sino que —como
colaborador activo— se perm ite introducir v arian tes en el
texto de su m uerte: “más de u n a vez■enriqueció con actos y
p alab ras im previstas el texto de su ju e z ” (F , 141).
La ambigüedad de la frase —“ese proyecto [...] que ru b ri­
caría su m u erte”— es por cierto ejem plar.13 Sujeto y objeto
son intercam biables: el proyecto rubrica u n a m uerte pero
tam bién esa m uerte rubrica el proyecto. Remotiva el texto
la palabra rubricar con sus m últiples significados. Texto y
vida se rubrican m u tu am en te en el sentido más lato, con las
"dos efusiones de brusca s a n g re ” (F , 141) que m arcan la
m uerte de Kilpatrick, pero tam bién se rubrican, m u tu am en ­
te, en la letra. Rúbrica: señal roja, señal propia y distintiva.
Rúbrica, según el Diccionario de autoridades'. “Por alusión
y semejanza, se llam a la sangre que se derram a p a ra testifi­
car alguna verdad”. Rúbrica: “En el estilo Eclesiástico es la
ordenanza y regla que enseña la ejecución y práctica de las
ceremonias y ritos de la Iglesia, en los Oficios Divinos y fun­
ciones sagrad as’’. En más de un sentido Nolan rubrica los
últimos momentos de Kilpatrick; y Kilpatrick, como lector
partícipe del proyecto que se vuelve texto canónico, también
rubrica en m ás de un sentido —con su fidelidad y sus des­
víos— el texto de Nolan. Lo ru brican además los “cen tena­
res de actores [que] colaboraron con el protagonista; el rol
de algunos füe complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas
que dijeron e hicieren p erd u ran en los libros históricos, en
la memoria apasionada de I rla n d a ” (F, 141).
En esa rúbrica —sangre, firma o rótulo, comentario orien­
ta d o r— participa tam bién, activam ente, Ryan. “Comprende
que él también forma p arte de la tra m a de Nolan” (F, 141) y,
como su antepasado, elige desviarse de la h istoria que ha
descubierto, reorientán do la en connaissance de cause. De 1
mismo modo pasan a ru b ricar esa tra m a el prim er n arrado r

13 Es menos ejemplar —para desgracia de este argumento— en una


versión modificada que destruye la ambigüedad de la frase original. En
lugar de “que rubricaría su m uerte” escribe Borges “que su muerte rubri­
caría” (Obras completas [Buenos Aires: Emecé, 1974], p. 498). Me atengo
a la primera versión.
que abre el relato y sin duda el lector que, al leer “Tema del
traidor y del héroe”, recompone las reglas de su lectura y las
firma. La tram a escrita apresuradam ente por Nolan se e n ­
riquece con las variantes añadidas por Kilpatrick y los h a b i­
tantes de Dublín; este nuevo texto se enriquece con el des­
cubrimiento del revés de la tram a que hace Ryan; la lectura
de Ryan —que es a la vez anverso y reverso: descubrimiento
del traidor que deja de lado, exaltación del héroe que se de­
cide a publicar— se enriquece con la postulación que hace
del argumento el prim er narrador. Por fin, el cuento “Tema
del traidor y del héroe” aum enta, multiplicándose, con la
lectura del lector. El proceso dé dilación que parecería suce­
sivo e unívoco se transform a en recuperación de paliers re-.,
trospectivos: el enchássement funciona verd ad eram ente a
partir del final del relato y no a p artir del principio, como
serie recuperadora que propone siempre un resto, la posibi­
lidad de una nueva rúbrica.
III. C odicias y fragm entos

Como no poseía de mí ninguna de l as nociones que


con s ti tu ye n una p er s on a, s u s ojos, que a p e n a s me
h a b í a n visto, y a me h a b í a n o l v id a do .

Mar ce l P rous t, A la recherche du temps perdu


A la i nv er sa de esa a n a l o g í a que niega la r e p r e s e n t a ­
ción b o r r a n d o d u a l i d a d y d i s t an c ia , existe a q u e l l a
que p o r el c on tr ar io la esq ui va, o se b ur la de ella,
g r a c i a s a l as t r a m p a s del d e s d o b l a m i e n t o .

Mi chel Foucault, Ceci n’est pas une pipe

1. El personaje derruido: los dobles


La ficción b o r g e a n a tie n d e a n iv e l a r los e le m e n to s
n arrativ os y el personaje —conjunto antropomórfico en el
que suelen detenerse, por hábito de lectura, tantos lectores—
-parece ser m eta predilecta de esa nivelación. Nivelación que
cuestiona aí personaje como unidad mimética, lo.fragm enta
h a s ta el anonim ato, reduciéndolo a la letra y conectándolo
con otros elementos del texto, en estrecha relación. El p er­
sonaje de Borges r a r a vez es persona,1 sí actante d isem ina­

1 “El personaje artístico se construye no sólo como realización de un


esquema cultural determinado sino también como un sistema de desvíos
significativos con respecto a ese sistema, creados sobre la base de dictá­
menes particulares. [...] Esos desvíos significativos constituyen una ‘dise­
minación’ probable, necesaria en la conducta del protagonista con respec­
do en el texto. P a ra volver a la declaración de Borges en
“N ath an iel H aw tho rne”, no hay un personaje borgeano que
se encarne en sus relatos en u n a situación que dé cuenta del
texto. En cambio sí hay, en esos textos, u n a situación plural.
Entendam os por la p alab ra situación lo que Borges en el
prólogo a La invención de Morel, Jam es en sus cuadernos, y
Blanchot en un ensayo donde habla de Bioy, Jam es y Borges,
llam an —valga un común denominador que sin duda d esa­
tiende m atices— organización de un argumento. El térm ino
es de Borges; m ás tard e propondrá otro, quizá más satisfac­
torio, la p alab ra tram a, que ya usaba Stevenson. E n te n d a ­
mos que se tr a ta de u n a organización estru c tu ra l y signifi­
cativa de elementos, como los form alistas rusos entend ían
la p alab ra sujet. Entendam os adem ás que la situación de la
que h ab la Borges puede coincidir enteram en te con el sujet
del relato o puede coincidir con uno de lospaliers que, acum u­
lativ am en te, constituyen el sujet. Sobre esta base, puede
decirse que en la mayor parte de la ficción borgeana, perso­
naje y situación coinciden: o mejor, que la pulverización del
personaje previsible es la situación de esos relatos. La fijeza,
la volun taria exactitud de ciertos térm inos (no necesaria­
m ente sinónimos) en los títulos de B o rg es'—fo r m a , te m a ,
b io g r a fía , h i s t o r i a , la b e r in to — p a r e c e ría n apoyar,
b urlonam ente, esa disolución.
Las prim eras ficciones p resen tab an a u n personaje dis­
perso, e n ju e g o de caretas. Sin embargo los r e l a t o s —pese a
esos desvíos y cuestionam ientos parciales— se em peñaban
en asentarse en esos vacíos que alguna vez se llamaron Orfcon
o Edw ard O sterm ann. En Historia universal de la infamia
hay siem pre u n a figura que —por borrosa que sea, por car­
navalesca que p arezca— atrae la atención del lector. Acaso
sea más exacto decir que hay, en esas biografías y en Evaristo
Carriego, el anuncio de un a figura que podría servir de eje

to á la norma media (Iouri Lotman, La structure da texte artistique


IParís: Gallimard, 1973], p. 350).
organizador y cuya inm inente aparición o su inm anente de­
sarrollo podría (si lo quisiera) ce n tra r el relato. En cambio,
en las ficciones posteriores el relato claram ente se descen­
traliza: no hay u n a m áscara o rostro, como no hay un perso­
naje —o viceversa—: porque “ya nadie sabe cuál es el nom­
bre verdadero y cuáles sus ídolos” (HE, 133). El diseminado
personaje borgeano, como el Don J u a n de Puchkin que an a­
liza Lotman, “se estratifica fácilmente én distintos cortes
(coupes) sincrónicos, eft las que Don J u a n interviene como
todo un *conjunto de personajes. [...] El personaje de Don
J u a n , como paradigm a, está constituido por la relación de
todos esos cortes, a la vez s o lid a r io s ‘y co n trad icto rio s”
(Lotman, 352).
El.personaje borgeano tam bién interviene como todo un
conjunto de personajes: es el caso de Pierre Menard o de Fer-
gus Kilpatrick. Tampoco es inusual que en cada uno dé esos
distintos “cortes” aparezca el personaje (el conjunto de perso­
najes) dotado de un nombre distinto. Aureliano y J u a n de
Panonia, en “Los teólogos”, son finalm ente para la divini­
dad un a sola persona (o una misma nada). Droctulft y la in ­
glesa aindiada, en “H istoria del guerrero y de la cautiva”,
son dos nombres de un mismo personaje: “El anverso y el
reverso de esta moneda son, p ara Dios, iguales” (A, 52). Del
relato borgeano puede decirse lo que Schopenhauer de la
historia: “un calidoscopio, en el que cambian las figuras, no
los pedacitos de vidrio, [...] una e te rn a y confusa tragicome­
dia en la que cambian los papeles y las m áscaras, pero no
los actores” (OI, 86).
Como Dios al final del relato, el lector que concluye su
lectu ra de “Los teólogos” reconoce que las figuras que se lla ­
m aron A ureliano o J u a n de Panonia se componen por fin de
los mismos p e d a c ito s de vid rio. P ero este reconocim iento
—que sin duda busca el texto y del que hay indicios en cada
u n a de sus e ta p a s— se da para el lector, plenam ente, en el
último párrafo del cuento. Por más que se adecúe a una con­
vención verosím il —si no no h a b ría ficción— la imprevi-
sibilidad de la que dispone el ejercicio literario, perm ite que
en la sucesividad de la lectura las figuras sean o la vez los
mismos pedacitos de vidrio y Aureliano y J u a n de P ano nia.2
A p a rtir de “Pierre M enard” disminuyen las referencias
explícitas a las máscaras, acaso porque, dentro de la obra de
Borges, su predicabilidad se ha vuelto demasiado obvia. En
cambio la ficción borgeana propone, dentro de la “u n id a d ”
del personaje, posibilidades de permutación de esos mismos
pedacitos de vidrio de m aneras no previstas por el lector,
perm utaciones que aseguran para el personaje la muy nece­
saria impredicabilidad. El personaje (o los fragm entos que
lo componen) sigue siendo m etáfora —un a misma “m etáfora
o simulacro” (01, 131). Su progreso —el événement en el que
participa y que m arca el sujet del relato— procede no de sus
acciones acum uladas sino de la “diversa entonación” (07, 17)
con que el n arrad o r encara esa metáfora.

2 “El carácter permanentemente inesperado de la conducta del perso­


naje se obtiene, en primer lugar, por el hecho de que ese carácter no ha
sido construido como una posibilidad de acción conocida de antemano sino
como un paradigma, un conjunto de posibilidades —único en el nivel de la
estructura de la idea, variable en el nivel del texto. En segundo lugar, esa
imprevisibilidad corresponde al hecho de que el texto se desarrolla según
el eje sintagmático, y aunque en el sistema paradigmático general del
carácter el episodio siguiente pueda ser tan regular como el que se realiza
en el momento presente, el lector no posee aún todo el sistema paradig­
mático del lenguaje del personaje: procura ‘terminar de construirlo’ por
inducción, a medida que se añaden nuevos fragmentos de texto. Sin em ­
bargo no se trata sólo de esa dinámica que aparece gracias al desarrollo
del texto dentro del tiempo y del conocimiento incompleto que tiene el
lector del lenguaje del personaje. En ciertos momentos determinados,
paralelamente a la estructura paradigmática del personaje ya existente,
comienza a funcionar otra estructura. En la medida en que el personaje
no se descompone en la conciencia del lector, estos dos paradigmas inter­
vienen como variantes de una estructura paradigmática de segundo nivel:
aunque sean recíprocamente independientes, establecen complejas rela­
ciones funcionales: aseguran la impredicabilidad necesaria de las accio­
nes del personaje, mientras que la unidad del personaje, por su lado, ase­
gura simultáneamente la predicabilidad necesaria” (Lotman, 353-354).
Como m etáfora diversam ente entonada aparecen los dos
personajes de “Los teólogos”, Aureliano y J u a n de Panonia.
Las herejías contra las que luchan son en sí significativas.
Por un lado están los monótonos, que creen “que n ad a es que
no h aya sido y que no s e rá ” (A, 35); por otro, los especulares
(llamados tam bién histriones, simulacros, fo r m a s ) que pro­
ponen que el hombre y sus actos proyectan un reflejo inver­
tido: “que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es
el otro, el que está en el cielo” (A, 41). Aunque crean diver­
g ir de esta s h e re jía s te m p o ra lm e n te u ontológicam ente
repetitivas, Aureliano y J u a n de P anonia son, a la vez, mo­
nótonos y especulares. La monotonía y la especularidad fun­
cionan como motivos dinámicos, no ya en tre el personaje y
su mundo sino en tre personaje y personaje, en tre los cortes
“a la vez solidarios y contradictorios” en que se asie n ta un
personaje cuyo nombre es ya Aureliano, ya J u a n de Panonia.
Dentro de la m is m id a d de ese personaje se em peña el re ­
lato en practicar la divergencia. Lo imprevisto se vuelve pre­
visto; la predicabilidad necesaria in q uieta y fragm en ta al
personaje. J u a n h a usurpado, hace años, un asunto de la
especialidad de Aureliano. Aureliano a su vez u su rp a la r e ­
futación de los monótonos que sabe ha de escribir Ju an : “re ­
solvió adelantarse a J u an de Panonia y refu tar a los heréticos
de la Rueda” (A, 36). Prevé la posible retórica de J u a n y opta,
para no coincidir con esa previsión, por su anverso. Pero el
texto de J u a n de Panonia escapa al esquem a adivinado por
Aureliano, re su lta ta n im previsto como im predicable. No
coincide ni con la refutación prevista y evitada por Aureliano,
ni con la refutación que Aureliano efectivam ente escribe: “El
tra ta d o era límpido, universal; no parecía redactado por una
persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por
todos los h o m b re s ” (A, 38). Las p rev isio n es de J u a n de
Panonia (y no las de Aureliano) aseg uran la eficacia de la
refutación: sus palabras (y no las de Aureliano) b asta n p ara
que ei h eresiarca Euforbo sea condenado a ía hoguera.
A p a r tir de ese punto la previsibilidad del relato parece
asegurada: “Cayó la Rueda ante la Cruz, pero Aureliano y
J u a n prosiguieron su b atalla secreta. í...] no figura u na sola
vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano”
(A, 39). Si bien queda p lan tead a la predicabilidad n a rra tiv a
—que va del uno al otro, del otro al uno, del mismo al mismo
escindido— no son menos impredicables las acciones deAure-
liano: es decir, la predicabilidad n a rra tiv a subyace a esas
acciones pero no rige del todo sus manifestaciones concre­
tas. Queriendo resu m ir la nueva herejía de los especulares,
p a ra mejor re fu ta rla , Aureliano, inspirado, redacta un tex­
to: "De pronto, u n a oración de veinte p alab ras se presentó a
su espíritu. La escribió, gozoso; inm ediatam ente después, lo
inquietó la sospecha de que era ajen a” (A, 43). El texto otro­
r a eficaz y ortodoxo de J u a n de Panonia (las únicas veinte
p alab ras que quedan de su obra), desviado y subvertido por
u n nuevo contexto de lectura, condena a Ju a n , como nuevo
herético, a la hoguera. Como quien mima gestos ya vacíos,
Aureliano eventu alm en te tam bién m orirá por el fuego, m u­
riendo la m uerte del otro que es él: “lo sorprendió u n a no­
che, hacia el alba, el rum or de la lluvia. Recordó u na noche
ro m an a en que lo h a b ía sorprendido, tam bién, ese m inucio­
so rum or. U n rayo, al m ediodía, incendió los árbo les y
A ureliano pudo m orir como h abía m uerto J u a n (A, 45).

2. M ás allá del doble


El conjunto de contrastes, previstos e im previstos en n i­
veles diferentes, que articula al personaje de “Los teólogos”
sobrepasa la especularidad sim plista, la duplicidad satisfac­
toria. P e rtu rb a al díptico A ureliano-Juan de P anonia —que
si sólo fu era ingeniosa correspondencia caería en la fácil si­
m e tría del Doppelganger, de las dos caretas— un tercer ele­
m ento que cuestio na, circ u n sta n c ia lm e n te , la provisoria
tra n q u ilid ad de la oposición o del paralelism o binarios.3 Ese

3 En "Vindicación de Bouvard. et Pécuchet" recuerda Borges, no sin sim ­


patía cómplice, un sensato juicio de Faguet: “Flaubert, según Faguet, soñó
tercer elemento, que abre la e stru c tu ra de “Los teólogos” y
la lleva más allá de la clausura del doble, provee solapa­
d am ente la v erd ad era e s tru c tu ra paradigm ática del relato.
Las dos ho g u eras p a ra le la s que cie rra n el itin e ra rio de
A u reliano-Juan de Panonia, personaje, están anunciadas (á
la vez que desestabilizadas) por dos hogueras previas, de­
jando un resto que no puede obliterarse, iniciando una serie
inconclusa cuyas posibilidades son múltiples. De la bibliote­
ca que incendian los bárbaros, citada al comienzo del relato,
se salva un texto:

(...] en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto


el libró duodécimo de la Ciuitas Dei, que narra que Platón enseñó en Ate­
nas que, al cabo de (os siglos, todas las cosas recuperarían su estado ante­
rior, y él, en Atenas, ante eí mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doc­
trina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial
y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en olvidar
que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla (A, 35).

La segunda hoguera, en que perece el heresiarca Euforbo,


adepto de la doctrina de ese libro, elabora ese resto, confir­
mando qüe el libro venerado y refutado perdura, no “in tac­
to ” sino como promesa de un continuum de variantes:

Esto ha ocurrido y uoluerá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una


p i r a , encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogue­
ras que he sido, no cabrían en la ¿ierra y quedarían ciegos los ángeles.
Esto lo dije muchas veces (A, 39).

En “H istoria del guerrero y de la cautiva” y “Biografía de


Tadeo Isidoro Cruz” tam bién incide un tercer elemento en la
ilusoria com plem entaridad binaria, elemento que verdade­
ra m e n te determ in a el relato al desenfocarlo y dinamizarlo.

una epopeya de la idiotez humana y superfluamente le dio (movido por


recuerdos de Pangloss y Candide y, tal vez de Sancho y Quijote) dos prota­
gonistas que no se complementan y no se oponen y cuya dualidad no pasa
de ser un artificio verbal” (D , 138).
En el prim er cuento, interviene la m irada a la vez sim pática
y distante de la abuela inglesa del narrador, quien acaso haya
visto en la india rubia “un espejo monstruoso de su destino”
(A, 51). Su h istoria queda excluida de la moneda que reúne,
para Dios, los destinos confundidos del bárbaro civilizado y
de la civilizada que elige la barbarie, pero permanece como
interrogante que abre otro relato, que in au g u raría otra v a ­
riante de la serie. Esa variante queda escrita, potencialmen­
te, en “H istoria del guerrero y de la cautiva”, como in te r ­
polación que inquieta el paralelismo de las dos historias con­
trastan tes y complementarias que expone el texto. “Biografía
de Tadeo Isidoro Cruz” culmina én una conjugación de opues­
tos semejantes: Cruz, al arrojar su quepis de soldado y p a s a r­
se del lado del desertor M artín Fierro, “comprendió que el
otro era él” (A , 57). Pero el relato se inicia con “una pesadilla
ten az” del padre de Cruz. “Nadie sabe lo que soñó” (A, 53),
como nadie sabe lo que pensó la abuela del n a rra d o r de
“Historia del guerrero y de la cautiva”; sí se sabe, en cambio,
que el padre anónimo de Cruz, soldado, fue muerto' en un
pajonal donde se había refugiado y en un pajonal, precisa­
mente, se juegan los destinos ulteriores de Cruz y M artín
Fierro.
La m irada de la abuela del narrador, en “Historia del gue­
rrero y de la cautiva”, desenfoca la paridad contrastante una
vez que ha sido p lan tead a. La subvierte, si se quiere, a
potiteriori. En cambio la pesadilla del padre, en “Biografía
de Tadeo Isidoro Cruz”, pertu rb a la paridad desde el comien­
zo del relato. Poco importa, sin embargo, el momento preci­
so en que se dan las dos intervenciones. Im porta verlas como
incisiones dentro de la narración; cortes, apenas insinuados
como posibles relatos secundarios, desempeñan más bien otra
función. Marcan, con su particu laridad nunca explícita, el
lugar de paso entre el anverso y el reverso iguales: co nstitu­
yen el filo que los aproxima a la vez que los separa.
Si desaparecen las m áscaras explícitas en la ficción de
Borges, hay por el contrario un constante ejercicio de dis ­
torsión. Si p ersiste n los dobles —rostro que es m áscara,
m áscara que es rostro, uno que es el otro— es porque el p a ­
ralelismo y el contraste fu n d am en tan sin duda, de m an era
p rim aria, la organización de todo cuento. Al rep etir y descu­
brir, u na y otra vez, esa e stru ctu ra básica, el relato borgeano
se asienta en una convención reconocida y aceptada p ara
recordar (y motivar) sus elementos, p ara dialogar con ella
m ediante la interpolación y la divergencia. La distorsión
dentro del paralelismo, de la que ya se h a n visto ejemplos,
se m anifiesta más de una vez en el preciso señalam iento del
rostro desfigurado, rubricado: cicatrices escritas, que in d i­
can y tra stru e c a n el paralelism o como la cicatriz rencorosa
que cruza la cara del inglés anónimo en “La forma de la es­
p a d a ”, dueño —como por a ñ a d id u ra — de un campo llamado
La Colorada. En “La forma de la espada” la cicatriz (“la h is­
toria secreta de la cicatriz” [F, 129]) es, más que motivo, sujet
del relato y cifra de contrato. Con el relato de su cicatriz el
Inglés logra comprar La Colorada a un dueño previo “que
no quería v en der” (F , 129) y logra imponer su relato —logra
vendérselo— al n a rra d o r que a su vez lo cuenta. A lo largo
de “La forma de la espada” la cicatriz opera como significante
que m antiene el interés del relato pero cuyo significado p e r­
manece deliberadam ente disimulado. Sólo al final de la n a ­
rración cuando se tra stru e c a n los contrincantes —cuando el
oyente y el lector por fin comprenden la distorsión del re la ­
tó, cuando el héroe n a rra d o r se revela como la víctima co­
barde n a rra d a — se asienta su significado, descolorido y des­
gastado. Al final del relato, el n a rra d o r anónimo exalta al
máximo su “propio” coraje: “le rubriqué en la cara, p ara siem­
pre, una media luna de san gre” (F, 135). Acto seguido, al con­
fesarse como delator —es decir, al confesarse rubricado y no
rubricador, así aclarando la rúbrica según la cual se ha leí­
do el texto— revela “con débil d u lz u ra ” el agotam iento de
esa lectura que tam bién le h a “vendido” al oyente: la media
luna de sangre se vuelve, en su rostro, u n a “curva cicatriz
blanquecina” (F , 135).
La confrontación con el doble no interesa, en resum idas
cuentas, como estru ctu rad o r de los relatos de Borges: que
sean anverso y reverso de la moneda Aureliano y J u a n , el
g uerrero y la cautiva, K ilpatrick tra id o r y K ilpatrick héroe,
Pedro D am ián cobarde y Pedro Damián tem erario, el Quijo­
te de C ervantes y el de P ierre Menard, es simple punto de
p a r tid a p a ra u n a organización del relato que aspira a ser
m ás que u n a oscilación b in aria a p u n talad a por la acep ta­
ción del lector y acaso por la de los protagonistas. Sin em ­
bargo la ficción borgeana aprovecha esa coyuntura conven­
cional y se detiene en ella con deliberación p a ra socavar la
e le m e n ta l organización a base de co n trastes. Los textos
n a rra tiv o s de Borges, como pocos, fragm entan los elem en­
tos que los compondrían según u na mímica dual; y tam bién,
como pocos, se perm iten atrib u ir a esos fragm entos —perso­
najes añicados, actos retaceados, textos aislados—•la ilusión
de un diálogo que por un momento parece atenerse a sólo
dos d ialo g an tes pero que es, pro fu n d am en te, u n diálogo
m últiple.

3. D eseq u ilib rio: ilu sión de avidez y contam inación


Más que el contraste y la com plem entaridad de estos dos
ilusorios dialogantes únicos, im porta en los paralelos que
establece Borges el desequilibrio. En el diálogo secreto e n ­
tre los teólogos —anverso y reverso— no sólo inciden, p a ra
d esasen tarlo , el libro de San Agustín salvado de la hoguera
y la ho guera en que perece Euforbo. Incide tam bién, p a ra
m o lestar la parid ad , el énfasis con que el texto borgeano
privilegia u n a de las caras de la m ism a moneda. Se dirá con
razón que si el texto fuera u n a m era exposición de p a ra le ­
los, sin tensión entre ellos, no h ab ría relato posible; que,
por o tra p arte, si el texto se atu v iera a un a cuidadosa co­
rrespondencia en tre el anverso y el reverso, lá tra m a no se­
ría imposible pero sí olvidable por convencional. In te re s a en
cambio la m an era en que elige m anifestarse la disparidad
dentro del ilusorio diálogo (monólogo) de dos: disparidad o
desequilibrio signados por una avidez de relato. P arecería
r e s u r g ir el “codicioso de alm as* de los prim ero s textos
borgeanos, o la prim itiva codicia n a rra tiv a de Historia u n i ­
versal de la in f a m i a ; pero en este caso la avidez no queda
fijada —o no queda fijada ún icam en te— como intención del
enunciante del texto sino como motivo d eterm inante dentro
del mismo enunciado. Aparece a trib u id a (adherida, por así
decirlo) a uno u otro de los fragm entos personificados que se
en fren tan y que por fin concluyen, al saciarse esa avidez, en
u na misma “n ad ería de la person alidad ”, grado cero del de­
seo.4
En el grado cero del deseo se anulan, por cierto, las po­
tencialidades de un Aureliano, ávido por excelencia. En “Los
teólogos”, al reprod ucirse n a r ra tiv a m e n te la a ltern an cia
e n tr e p re s e n c ia y a u se n c ia , se re c a rg a la p resen cia de
Aureliano —b a sta recordar el llam ativo derroche de su p ri­
m era refutación de J u a n de P ano n ia— y se esfuma al otro (a
los otros). Desaparecido Ju a n , desaparece tam bién la codi­
cia que m an ten ía vivo a Aureliano, que era su existencia:
“sintió lo que sen tiría un hombre curado de una enfermedad
incurable, que ya fuera una parte de su vida” (A, 44). “C ura­
do” de su deseo personal, m uere A ureliano como símbolo,
víctima de u n a hoguera que es cifra de otra hoguera, para
ser anverso o reverso de J u a n de Panonia, de muchos otros.
La codicia y la avidez a b u n d an en los personajes bor­
geanos, en esas combinaciones de elementos narrativos or­
ganizados como paradigm as personalizados que llamamos
personajes y que presionan (codician) otros paradigm as se­
mejantes. Si se despersonalizan esos paradigm as —y las fic­
ciones de Borges apoyan esa posibilidad— puede extenderse
eventualm ente esta avidez a otros registros. La avidez inci­

4 “El hombre literalm ente dedica su tiempo a desplegar la alternativa


estructural, donde la presencia y la ausencia seconvocan y se refuerzan
mutuamente. En el momento de su conjunción esencial y —por así decir­
lo— en el grado cero del deseo, el objeto humano cae presa del embargo
que, anulando su propiedad natural, lo somete a las condiciones del sím ­
bolo” (Jacques Lacan, Écrits [Paris; Seuil, “Points", 1971], p. 59).
de, como elem uto disruptor, en un texto que se sitú a preca­
riam ente entr^. la expectativa (paralelismo, predicabilidad
prevista) y la ru p tu ra (impredicabilidad) que la contradice.
Antes de abandonar el personaje borgeano, antes de p asar
del paradigma personalizado al paradigm a claram ente te x ­
tual, cabe detenerse u na vez más en las modalidades perso­
nales que atribuye Borges a esa avidez; ver, por otra parte,
los objetos, diversos, de la codicia.
“Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberin to ”, propone el
' ejemplo mas claro de avidez, aunque no el más interesante:
Zaid; luego de haber robado el tesoro de Abenjacán com pren­
de Uque el tesoro no era lo esencial para~él. Lo esencial era
que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, m ató a
Abenjacán y finalm ente fue Abenjacán” (A, 134). De modo
más complejo juega la av id ez—un a avidez cuyos énfasis son
diversos pcre que al final resulta compartida— en “La m uerte
y la brújulp' y en “El m uerto”. Tanto Scharlach como Bandei-
ra esperan y espían, prep aran un camino que abunda en se­
ñuelos, estuc ian (prevén) con aplicación el recorrido de otro
que en a lg rn momento coincidirá con ellos. Con igual codi­
cia Lónnrot y Otálora recorren ese camino, que ya ha. sido
previsto par i* ellos pero que sólo se sostiene por la avidez
con que ellos creen descubrirlo. En los dos relatos la coinci­
dencia final se resuelve en burla doble, en contaminación
recíproca. Lp. avidez —la codicia que surge entre presencia
(Lónnroc, Orálora) y ausencia (Scharlach, B andeira)— es
reversible y por lo tanto siempre del otro. Como elemento
independiente, se ubica ya en un fragmento personalizado,
ya en otro, corroyendo el claro vaivén entre dos polos. La
avidez ni es de Lonnrot-Otálora, ni es de Scharlach-Bandeira:
es, simplemente, p ara in quietar la com plem entaridad y el
paralelismo.
La codicia ubicua que opera en “La m uerte y la b rú ju la ”
acaso resulte demasiado simétrica. El burlador burlado y el
burlado burlador funcionan, después de todo, dentro de un
esquema previsible (aunque subvertido), el del relato poli­
ciaco inaugurado por Poe. “La carta ro bad a” es por cierto el
pretexto más obvio: lo reconoce el propio relato de Borges al
com parar a Lónnrot con Dupin. Los dos textos se organizan
alrededor de (o más bien son organizados por) u n a le tra des-
viada (Lacan 39). Son herm anos que se codician y se an ulan
m u tu am en te Dupin y el m inistro, Scharlach (el verdadero
Dupin) y Lónnrot. Con u n a diferencia: el relato de Poe s a n ­
ciona, con la mención de u n a recompensa m onetaria explíci­
ta, el final de un contrato. En cambio el final de la ficción de
Borges ni clausura un pacto ni an u la una avidez: sobre todo,
no an u la la continuación del relato. Dupin, al citar los ver­
sos de Crébillon, rubrica una historia de codicias en co n tra­
das de la que desaparece su adversario. Scharlach, al expo­
ner los indicios que h an m antenido la avidez de Lónnrot,
p arecería hacer lo mismo. Sin embargo, la últim a declara-,
ción de Lónnrot reabre el tex to ,rem o tiv an d o la avidez ubi­
cua y com partida que nunca h ab rá de asen tarse. La prom e­
sa de la paradoja de Zenón, p ara siem pre asintótica, re n u e ­
va la codicia de Lónnrot, a punto de morir, y la de Scharlach
—victimario ya sin víctima— que se aferra al desafío: “P ara
la otra vez que lo m ate —replicó S charlach— le prometo ese
laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisi­
ble, in cesan te” (A, 158).
La contaminación, la codicia encontrada, son previsibles'
en tre Lónnrot y Scharlach y el final del relato las confirma.
Menos previsible en el texto borgeano —por lo pronto más
complicada— es la avidez flotante que opera én “El m u erto ”.
En “Los teólogos”, es claro que la carga de deseo queda del
lado de Aureliano, cuya presencia es innegable. En “La m u er­
te y la b rú ju la ” el deseo perm anece compartido entre dos
seres ilusorios que ya codician, ya son codiciados. “El m u er­
to ”, en cambio —y quizá sea este relato el mejor ejemplo de
avidez autosuficiente—, no parte de un teólogo, no p a rte de
un detective pretencioso, parte sim plem ente de un a nada.
El comienzo del relato no deja de recordar—por esa n ad a
que propone; por el remplissage que prom ete— las prim eras
líneas de Evaristo Carriego'.
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadri­
to sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne eñ los desiertos
ecuestres de la frontera del Brasil y llegúe a capitán de contrabandistas,
parece de antemano imposible (A, 27).

Parodia y distorsión de un relato picaresco (mejor: de un


escuetísimo Bildungsrornan)>“El m uerto” cumple cabalmente
con su título y con el enunciado que abre el texto. El itin e ra ­
rio de Benjam ín Otálora no sólo “parece de antem ano im po­
sible”: es de antem ano imposible. Propone Borges, con cu­
riosa abundancia de detalles físicos, un a figura directa y s in ­
cera —una figura de u n a pieza— de Otálora: “un mocetón de
fren te m ezquina, de sinceros ojos claros, de reciedum bre
v asca” (A, 27). Propone tam bién, aun con m ás detalle, la fi­
gura complicada, hecha de muchas, encontradas piezas, que
Otálora ap ren d erá a codiciar y a la cual q u errá su plan tar:

Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de


ser contrahecho; en au rostro, siempre demasiado cercano, están el judío,
el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz qué le
atraviesa la cara es un ádorno más, como el negro bigote cerdoso (A, 28).

U na n ad ería ap aren tem en te ingenua, la de Otálora que


apenas h a vivido, confrontada por lo contrahecho (el sim u­
lacro, el m on stru o coherente* que es Azevedo B andeira)
“siem pre dem asiado cercano”. Un altercado sella esa cerca­
nía excesiva. Otálora detiene una p u ñ alad a baja que un peón
le tira a Bandeira; al día siguiente es convocado por Bandeira
que “lo pondera, le ofrece u n a copa de caña, le repite que le
e s tá pareciend o u n hom bre anim oso”. O tálo ra se vuelve
“hombre de B a n d e ir a " (A, 29).
No es casual que el paisano que lleva a Otálora a ver a
B an deira sea el mismo peón agresor —el tra id o r— de la no­
che precedente. O tálora recuerda —recu erda pero no in te ­
gra el recuerdo a su acción, dejando de lado la anécdota que
p ara el lector funciona como fisura, como mise en abyme—
que B and eira no castiga in m ed iatam en te al peón que lo ha
agredido: “lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebien­
do” (A, 28).
La cercanía del otro contrahecho inicia y cierra el relato.
E n tre esos dos puntos —y recuérdese que el prim er párrafo
del relato, mimando el estilo de la biografía, ya reg istra la
m uerte de Otálora: "murió en su ley, de un balazo, en los
confines de Rio Grande do Suí” (A, 27) — media la aventura
de Otálora, av en tu ra cuyos detalles declara ignorar el n a ­
rrad o r y de la que brin da un resum en. En ese sentido el en­
cuadre de “El m u erto ” se opone pu ntu alm en te al de “Tema
del traid or y del h éro e”. En “Tema del traidor y del h éroe” la
aven tura, como pretexto imaginado por el narrador, ta n te a
posibles encuadres y se in stala en uno, aparentem ente ele­
gido al azar. En “El muerto" el narrador, acudiendo a preci­
siones ex tratextuales, familiares, si se quiere (Otálora, “de
quien acááo no p e rd u ra un recuerdo en el barrio de Balva-
ñ e r a ” [Ai 27]) m arca un comienzo y un final que encuadran
u n a a v e n t u r a ta n im p r e c is a y p r o v is o r ia como la de
Kilpatrick: “Ignoro los detalles de su aventura; cuando me
sean revelados, he de rectificar y am pliar estas páginas” (A,
27).
La im precisa a v en tu ra de “El m uerto” no queda delim ita­
da por los datos biográficos sino por la tensión que se e s ta ­
blece entre cercanía y distancia. Después del prim er contac­
to con el contrahecho demasiado cercano, Otálora, con deci­
sión irónicam ente patética, rompe una carta de recom enda­
ción “porque prefiere debérselo todo a sí mismo” (A, 28). Pasa
a ser hombre de Bandeira. Pasa a “una vida d is tin ta ”, pero
esa vida —como acaso tam bién B andeira— “ya está en su
s a n g re ” (A, 29). 5 (El cambio recu erd a el de Billy the Kid
—de ra ta de conventillo a matón del Oeste— con la diferencia
de que no interfiere, en el destino de Bill H arrigan, otra pre-

8Ese “ya está en su sangre", ampliado, queda en el relato como indicio


verosimilizador y a la vez como resto que incluye, significativamente, al
narrador del texto: “ya está en su sangre, porque lo mismo que los hom­
bres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también
el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable
que resuena bajo los cascos” (A, 29; subrayado mío).
sencia.) La vida distinta de Otálora implica una distancia
física con respecto a Bandeira: ve sólo u n a vez al otro en
esos años de aprendizaje “pero lo tiene muy presente, por­
que ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y
porque, ante cualquier hom brada, los gauchos dicen que
Bandeira lo hace mejor” (A, 29). Esta opinión pública (este
chisme que su stitu y e eficazm ente la p resen cia física de
Bandeira) in au g u ra doblemente la codicia de Otálora. La
información de segunda mano que configura para el a p re n ­
diz la imagen del maestro propone por un lado un límite su ­
perable, un desafío preciso: ir más allá (ser mejor) que B an ­
deira. Por el otro, descubre un. espacio vago —vacuo— que
se llama Bandeira:
Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio
Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de
selvas populosas, de ciénagas, de inextricables y casi infinitas distancias
(A, 29).

Enriquecen a Bandeira, a la vez que lo vuelven a p a re n te ­


mente frágil, las grietas que descubre Otálora en la figura
contrahecha: figura que Borges describirá en el epílogo de
El Aleph como “una tosca divinidad, una versión m u lata y
cimarrona del incomparable Sunday de C hesterton” (A, 171).
Las grietas de Bandeira, percibidas por Otálora en un en­
cuentro posterior con él, perm iten por fin la proyección defi­
nitiva. Colmatación de hiatos adivinados, manifestaciones
de una ilusoria disminución de Bandeira. Codicia de poder:
a Otálora “lo subleva que lo esté mandando este viejo” (A,
30). Codicia erótica: “la clara y desdeñosa mujer de pelo co­
lorado” (A, 29) que aparece —como mero objeto— en el p ri­
mer encuentro entre Otálora y Bandeira, cobra vida en el
segundo encuentro. Otálora la percibe, significativam ente,
en un espejo: “En eso se ve en el espejo que alguien h a en­
trado. Es la m ujer de pelo rojo; está a medio vestir y descal­
za y lo observa con fría curiosidad” (A, 30). Codicia, por fin,
emblemática que ignora —como ignoró el “mocetón de fren ­
te m ezquina” el hecho de que a un traid o r se lo s e n ta ra a la
derecha— indicios de proyección ulterior. El chisme de que
“un forastero agauchao [...] está queriendo m an d ar dem a­
siado” (A, 31) halaga a Otálora como broma inocua. El com­
padrito se fija en cambio en la an títesis vistosa de su previa
m iseria urbana, codicia:

un colorado de cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce
apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es
un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho,
que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo res­
plandeciente (A, 311.

“La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos


de un hombre que él [Otálora] aspira d e s tr u ir ”, añade con
falsa ingenuidad el narrador. Atento a la predicabilidad del
personaje que h a de suplantar, el personaje codicioso d esa­
tiende al sujeto de ese predicado. Así regresa u su rp ado r y
herido, después de u n tiroteo, “en el colorado del jefe”. Y
“esa tard e unas gotas de su sangre m anchan la piel de tigre
y esa noche duerm e con la m ujer de pelo relu cien te” (A, 32).
La puja codiciosa —“el plan que está m aq uinando” (A, 31)—
pocas veces se da tan claram ente en la ficción borgeana,
“Abenjacán el Bojarí, m uerto en su laberinto ” es un sim ple
ejercicio de avidez al lado de este relato.
En “El m u e r to ”, acaso por la n a t u r a l e z a del codiciador
—un ingenuo que concatena con simpleza causas y efectos,
sujetos y predicados—, la avidez (el deseo de consum ir al
otro, en su predicabilidad, p ara suplantarlo) se vuelve m u er­
te y clausura del relato. Es otro el caso de “La m u erte y la
b rú ju la ”. Mueren Otálora y Lónnrot en circunstancias sim i­
lares: en un a tra m p a p re p a ra d a por otro que es —y cabe to ­
m a r el adverbio al pie de la le tra — “nom inalm ente el jefe”
(A, 32). Pero en “La m uerte y la b rú ju la ”, gracias a la inge­
niosa codicia de la víctima, el relato culmina en un no final:
en u n a posibilidad de fu tu ra s codicias. “El m u erto ”, en cam ­
bio, culm ina textualm en te en u n a cerrazón definitiva ope­
ra d a por una codicia torpe que no parece abrirse a otros en ­
cuentros. Y sin embargo: quedan como negativo del relato
(como suplem ento invertido) la mujer, el apero y el colora­
do. A tributos o adjetivos de B andeira pero atributos que se
h an vuelto im previsibles porqué han sido contaminados por
Otálora. E n tre el ávido torpe que codicia al otro, entre el
otro contrahecho que a tra p a ávidam ente al mocetón inge­
nuo, queda un resto: un predicado compartido y ambiguo que
por fin constituye —más allá de la oposición b in aria— la
a v e n tu r a . A v en tu ra borrosa, fijada en los tre s atrib u to s
am bivalentes, de la cual, con razón, declara el n a rra d o r que
ignora sus detalles.
O peran en “El m u erto ” u n a contaminación, un afantas-
m am iento recíprocos. Cabe recordar algunas de las im áge­
nes visuales con que Borges recalca, en otros relatos, ese
afan tasm am ien to plural. En “El m u erto ” la codicia —el des­
p lazam ien to — ocurre a trav és de atributos rojos y vistosos:
los únicos que acaso percibiera, en su torpeza, Otálora. La
codicia que aparece en otros textos se ubica deliberadam en­
te en la falta de color. Mejor: en la fro n tera qüe implica la
tenue grisaille. En “Las ru in a s circulares” el hombre gris,
de “ojos pálidos”, llega al recinto color de ceniza y lo elige
p a ra soñar a la c ria tu ra que se n u tr ir á de “las disminucio­
nes de su alm a” (F , 65): el lu g ar es “un mínimo de mundo
visible” {F, 60). La misma grisaille —frontera entre codicias—
a p arece en “La m u erte y la b r ú ju l a ”: cuando in terv ien e
S charlach d irectam ente en el relato —más allá de los visto­
sos rombos que ha sembrado indirectam ente, como indicios,
p a ra L ónnrot— se cubre el rostro con una “nebulosa barba
g ris” (F, 148), u n a barba que (le reco rd ará a Lónnrot antes
de m atarlo) era “u n a tenue barba p o stiza” (F, 157). Del mis­
mo modo, en “El in m ortal”, Joseph Cartaphilus, lugar de paso
de varios “perso n ajes”, es “un hom bre consumido y terroso,
de ojos grises y barba gris, de rasgos singularm ente vagos”
(A, 7).
En esa fro n tera descolorida ju e g a Borges —como antes
S cho penh auer y H erb árt con la “multiplicación ontológica”
[OI, 32)— con la m ultiplicación n a rra tiv a , cen trada en este
caso en el llam ado personaje o en los fragm entos que lo com­
ponen. Ju eg a con el personaje, multiplicándolo, desequili­
brando los dobles paralelos y complementarios que lo inte­
grarían . Así ju eg a con toda ap aren te unidad: pour mieux
l ’étrangler. Su juicio sobre la nebulosa je ra rq u ía subjetiva
del oscuro J. W. Dunne (atractiva por nebulosa; atractiva
porque cuestiona al sujeto) es igualm ente aplicable a su fic­
ción. Posiblemente, a toda ficción:

En cuanto a la conciencia de la conciencia, que invoca Dunne para


instalar en cada individuo una vertiginosa y nebulosa jerarquía de suje­
tos, prefiero sospechar que se trata de estados sucesivos (o imaginarios)
del sujeto inicial (OI, 33).

No otra cosa que “estados sucesivos (o imaginarios) del


sujeto inicial” son los personajes borgeanos, unidos —m an­
tenidos en te n sió n — por el paralelism o, el con traste, el
desequilibrio y la codicia. Si se in te g ra a la serie de esos
estados sucesivos (no p ara clau su rarla sino para añ adir a
las variantes) la voz del que nafra y la voz del que lee —como
San Ambrosio, “sin proferir una palabra, ni mover la len­
g ua” (OI, 159)— se verá la posibilidad de establecer relacio­
nes y tensiones sem ejantes. Ya “Pierre M enard” incorpora al
sujeto inicial los estados sucesivos y contradictorios del n a ­
rrador. “Tema del tra id o r y del héroe” incorpora a la serie al
lector o a los lectores: tanto a los que leen, dentro del texto,
como a los lectores que leen “Tema del traid or y del héroe”.
“La otra m u e rte ” integra, como estados sucesivos, a una se­
rie de n arrado res y lectores de la m uerte de Pedro Damián.
Si nos atenemos a la codicia que parece desequilibrar el pa­
ralelo entre las parcelas del personaje borgeano, observare­
mos que la m isma codicia funciona entre las parcelas consti­
tu id as por n a rra d o r y personaje, por personaje y lector.

4. D esequ ilib rio: in efica cia del personaje


La codicia no es desde luego el único móvil que perm ite la
tensión y la combinación de estos estados sucesivos del suje-
to inicial. A menudo parece compartir el enunciante del tex ­
to borgeano, con el de Kafka o el de Hawthorne, una misma
ironía desasosegante: la de acentuar la nimiedad básica del
personaje o de señ alar su m om entánea ineficacia en la t r a ­
ma de la que es parte. Señala Borges que en Kafka y en
H awthorne hay u n a retórica común: “Hay, por ejemplo, la
honda trivialidad del protagonista, que co n trasta con l a J
m agnitud de su perdición y que lo entrega, aun más desvali­
do, a las F u ria s” (07, 83). También se da esa honda triv iali­
dad en el personaje borgeano, réalzada (se diría casi con p la­
cer) por la retórica del narrador, tanto más honda cuando la
narración se hace en prim era persona: Así la honda triv iali­
dad del relato de Funes, visitado por la memoria y la en u ­
meración total, de quien no hay que olvidar —declara el n a ­
rrad o r—“que era también un compadrito de Fray Bentos, con
ciertas incurables limitaciones” (F , 118). Así la trivialidad
del llorado poeta en la prim era presentación que hace de él
el n a r r a d o r de “P ie rre M e n a rd ”. Así por fin la h o n d a,
hondísim a triv ialid ad de Carlos A rgentino D aneri, cursi
detentador del Aleph, expuesta a fondo por el narrad o r a lo
largo ’d eí relato de ese nombre. En “El Aleph”, la trivialidad
sólo se desecha en el centro (descentrado) del relato —“A rri­
bo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi
desesperación de escritor” (A, 163)— y en la igualm ente in ­
sólita posdata, dos secuencias libres de trivialización irón i­
ca.
Aunque el n arrad o r de “La busca de Averroes” no d istin ­
ga a su personaje con la retó rica triv ializad o ra, incluso
caricaturesca, a la que recurre en los relatos precedentes,
tam bién Averroes es superado por la m agnitud de la tram a.
Una anotación n e u tra de un episodio asienta su ineficacia.
Averroes, diciéndose “(sin dem asiada fe) que suele estar muy
cerca lo que buscamos” (A, 92), acude al “ocioso placer”, a la
“estudiosa distracción” de la lectura p a ra comprender el sig­
nificado de las palabras tragedia y comedia, desatendiendo
la mímica histriónica .que tiene ante los ojos y que se lo h u ­
biera revelado. En el último párrafo del relato, en p rim era
persona, se aclara el proceso que, con otra vu elta de tuerca,
incluye al narrador. En los relatos an terio res la. retórica
trivializadora parecía funcionar en un solo sentido: de suje­
to enunciante hacia sujeto enunciado. Al final de “La busca
de Averroes”, la probada (y patética) ineficacia del person a­
je trivializa al n a rra d o r que por fin se m anifiesta:

Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del Islam, nunca pudo


saber el significado de las voces tragedia y comedia. Referí el caso; a me­
dida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios mencionado
por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que la
obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes [...] no era más que yo
Sentí,'en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre
que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo
tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que
redactar esa narración y así hasta lo infinito {A, 101).

Un parén tesis final, no exento de ironía, pone fin a esta


serie de ineficacias compartidas: “(En el in sta n te en que yo
dejo de creer en él, ‘Averroes’ desaparece)”. También desapa­
rece, desde luego, el narrador. Las nadas poco difieren.

5. Fragm ento y fantasm a


En la ficción borgeana, los fragm entos personalizados,
engañosam ente únicos, engañosam ente paradigm áticos, in ­
tegran un a serie donde, en conjunción con otros fragmentos,
a la vez cobran realidad n a rra tiv a y se afan tasm an. De ese
modo, sobre la base dé sim patías y diferencias —de diferen­
cias que inciden en las sim patías, de sim patías que descon­
ciertan el establecimiento de las diferencias—, se sostiene
un discurso que, más allá de la tra m a n a rra tiv a , caracteriza
todo el texto borgeano. Poco im porta la dirección de la serie
ya que en ésta desaparece la noción de j e ra r q u ía , d e sa p a re ­
ce la valorización del proceso a p a rtir de un principio y h a ­
cia u n a m eta, sim plem ente porque no hay principio y no hay
m eta sino una p erp etu a e irrita n te posibilidad de combina­
ciones. El precario iniciador de u na serie —Bartolomé H i­
dalgo, poeta gauchesco—, insignificante como principio, p er­
siste en u n a “d ilatad a y diversa superación filial. Hidalgo
sobrevive en los otros, Hidalgo es de algún modo los otros”
(D , 14). Del mismo modo la m eta —los relatos de Kafka—
inicia estados previos, los pre-textos kafkianos, y “en esta
correlación nada im porta la identidad o la pluralidad de los
ho m bres” (O/, 148),
“En cada uno de esos textos —escribe Borges en “Kafka y
sus precursores”— está la idiosincrasia de Kafka, en grado
m ayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la perci­
biríamos; vale decir, no ex istiría” (07, 147). Tampoco perci­
biríam os la idiosincrasia de Hidalgo si a su obra no h ubiera
seguido esa “dilatada y diversa superación filial”. Kafka e
Hidalgo —valga la d istan cia— no culminan ni inician un a
serie de variantes. Indican m eram ente, dentro de un fluir
literario , el detenim iento provisorio en un nombre que sirve
p a r a o rien tar una retórica.
No difieren demasiado estas pausas textuales y nom bra­
das —Hidalgo, Kafka— de las pausas en que se asientan,
ap aren tem en te con más libertad (la libertad que brin daría
la ficción) los personajes de Borges. Detenerse en Scharlach,
o en Bandeira, o en Kafka, o en Hidalgo, perm itirles que, ya
en la ficción, ya en la h istoria, orienten un a lectura, funden
u n a retórica “p erso n al”, es halagarlos con la dudosa origi­
n alid ad de un nombre. La p au sa que perm ite tal gesto es
u n a m om entánea elegancia, un artificio necesario del histo ­
ria d o r o del cuentista. Al fijarse en Rosas —en el peso mo­
n u m e n ta l que re p re s e n ta Rosas en la corta historia arg e n ti­
n a — Borges desm onta la figura del caudillo: “Creo que fue
como tú y yo”. Y sugiere al describirlo, como p ara borrar los
lím ites que significan el nombre Rosas, que acaso fuera:
Un azar intercalado en los hechos
que vivió en la cotidiana zozobra
e inquietó para felicidades y penas
la incertidumbre de otros (OP, 37).
La p au sa a la que se adjudica nombre —en este caso R o ­
sas, el personaje— es interferencia desapacible. Deja de ser
elemento móvil, azaroso, p ara i n t e r c a l a r s e . Como el infinito
—como el infinito que alguna vez intentó compilar Borges—
es “un concepto que es el corruptor y el desatinador de todos
los otros” (O/, 149).
Lo que Borges veía como posibilidad alentadora al leer a
Hudson —“añadirse vidas claras”, enriquecerse con desti­
nos únicos, “enan char el yo a m uchedum bre”— cambia de
signo. Los personajes de las ficciones borgeanas ni añaden
vidas claras ni enanchan un yo a muchedumbre. Del frágil
unanim ism o de aquellas prim eras declaraciones, ya socava­
das por la sospecha de la n ad ería de la personalidad, por la
am enaza de un o j a l á n o f u e r a , se pasa a las m áscaras obvias
de H i s t o r i a u n i v e r s a l d e l a i n f a m i a . De esas m áscaras a sus
obvios y confusos reversos, a las fintas graduales, a aquellos
penosos juegos de caretas “que no se sabe bien cuál es cuál”.
Del juego de caretas, a la borrosa confrontación de opuestos
m á s o m e n o s complementarios. De la provisoria satisfacción
b in aria a la sospecha —y a la m anifestación— de u n o t r o o
de l o o t r o perturbador: a la tra m p a que ya prescinde de ca­
retas. El yo, la n a d a y el otro son, en la ficción de Borges,
elementos perm utables que a p u n tan a un mismo intersticio
variable. Zaíd, en “Abenjacán el Bojarí, muerto en su labe­
rin to ”, m ata a Abenjacán p ara ser Abenjecán; term in a a la
deriva, inten tan do recu p erar al otro desde una nada: “Fue
un vagabundo que, antes de ser nadie en la m uerte, recor­
d aría h ab er sido un rey o haber fingido ser un rey, algún
d ía” (A, 134). Igual v a g u e d a d m arca el destino del negro en
“El fin ”: “Cumplida su ta re a de justiciero, ahora era nadie.
Mejor dicho era el otro: no ten ía destino sobre la tie rra y
h ab ía m atado a un hom bre” (F , 180).
Antes de ser nadie en la m uerte, se finge ser otro; cuando
se es nadie, se es el otro. Esa vaguedad/vagancia, personifi­
cada y textualizada, recuerda la de otro significante suelto,
la carta (la letra) robada de Poe. En efecto, al in terrogante
de Lacan —“qué queda de un significante cuando ya no hay
significación” (Lacan 51)— corresponde el desencantado r e ­
sumen de la vagancia del n arrad or de “El Inm ortal”: “Como
Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demo­
nio y soy mundo, lo cual es una fatigosa m anera de decir que
no soy” (A, 21).
Minado de ese modo, el personaje borgeano resu lta mero
sostén, reducido como los otros elementos del relato a su más
estricta funcionalidad, sostén flotante. Personaje que no cen­
tra, que más bien descentra, aparece “despojado de todas
sus p rerro g ativ as, de su carácter, reducido a un sim ple
trompe-Uoeil, [...] una sobrevivencia, un soporte incidental”.6
Sin duda aplicable al personaje, la noción de trompe-Uoeil es
de proyección más larga, puede verse como característica de
todo el discurso borgeano y no simplemente de la unidad
n arrativ a que se ha analizado. Trompe-Uoeil que socava el
texto, es a la vez, para citar una frase feliz, un ejercicio de
trompe-raison.1

0 Nathalie Sarraute, “Ce q u e je cherche á faire", en Nouueau román:


hier, aujourd'hui (París: Union genérale d'édttions, 1972) T. 2, p. 26. Gérard
Genette analiza en detalle ese trompe-Voe.il —que implica tanto al perso­
naje como al narrador—, refiriéndose concretamente a “La forma de la
espada" de Borges: el texto contemporáneo “no vacila en establecer entre
narrador y personaje(s) una relación variable o flotante, vértigo pronomi­
nal que concuerda con una lógica más libre, con una idea más compleja de
la ‘personalidad’, [...] En ese sentido lo fantástico en Borges {le fantastique
bnrgésien] es emblema de toda una literatura moderna: existe sin acep­
ción de personas" (Gérard Genette, Figures III (París: Seuil, 19721, p. 254).
7 Hans Magnus Enzensberger, “Estructuras topológicas de la literatu­
ra moderna”, S u r , 300 (1966), p. 15.
Dos cosas son n ec e sa r ia s en c u a l q ui e r p a r a j e d o n d e
nos p r o p o n g a m o s p a s a r la vi da: un des ier to y un
poco de a g u a que c o rr a . [...] La p e r s p e c t i v a
g r a n d i o s a es e n v i d i a b l e per o su a u s e nc i a p u e d e ser
r e e m p l a z a d a p o r ot ros medi os . H a s t a lo g r a n d e
p u e d e e ncon tra rs e en escala r ed uc id a, y a que la
ment e y los ojos no m i d e n d el m i s m o modo.

R o b er t Lou is St evens on, The Ideal House

A veces unos p á j a r o s , un cabal lo, han s a l v a d o las


r u i na s de un anfi teat ro.

Jor ge L u i s Borges, “Tlón, Uqbar, Orbi s


Te rt i us ”

1. R ealidad y rasgos d iferen ciales


H asta aquí se h a insistido en la voluntariosa fra g m e n ta ­
ción del texto borgeano: constante divergencia de caminos
previstos con el propósito de disp ersar el texto, bifurcarlo,
m ultiplicarlo p a ra que no se instale como le tra fija. Pero
tam b ién ju eg a en esta obra, en contra de esa fragmentación
d eliberada, la añoranza de fijarse en u n a realidad p o stu la­
da. Denuncia Borges m alignam ente como falla, en los re la ­
tos de Henry Jam es, lo que en sus propios relatos es base de
organización: “Pienso que sus personajes apenas existen fue­
r a del relato . Pienso que sus p e rso n a je s no son r e a l e s ”
(Burgin, 70). Los opone a los “reales” personajes de Dickens,
de Conrad, y considera “que Billy Budd es un hombre re a l”
(B urgin, 78). P arecería revivir en estas declaraciones el
Borges que leía a H udson y a d m ira b a los “v iv ires [...]
episódicos y reales como los inventados por Dios” (T E , 35).
Antes de analizar la elusiva realidad de la que habla Borges,
vale señ alar que ese criterio de realidad —de realidad p er­
sonificada— no se aplica exclusivamente al personaje n a ­
rrativo.
Por un lado reclam a Borges p ara la lite ra tu ra , y p ara sus
escribas, “un sentido ecuménico, im personal” (OI, 22). Por
eso alaba a Valéry, que proponía un a historia de la lite r a tu ­
ra sin un nombre de autor, como “un hombre que trasciende
los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como
William H azlitt de Shakespeare, He is nothing in h i m s e l f ’
(OI, 107). Por eso ta m b ié n a la b a la n a d e r ía del propio
Shakespeare: “Nadie hubo en él” (H, 43). No difiere esa n a ­
d e r ía de la del n a r r a d o r de “El I n m o r t a l”: son los dos
“Everything and Nothing ”. Pero por otro lado, ignorando la
im personalidad de la lite ra tu ra , rescata Borges más de un a
vez esos “rasgos diferenciales del yo” y los aplica a los au to­
res más im previsibles, personalizándolos; intentando re c u ­
p e ra r no sólo u n a entonación verbal sino la realidad —de
nuevo elusiva— del hombre que h a entonado:

pensar en la obra de Flaubert es pensar en Flaubert, en el ansioso y labo­


rioso trabajador de las muchas consultas y de los borradores inextricables.
Quijote y Sancho son más reales que el soldado español que los inventó,
pero ninguna criatura de Flaubert es real como Flaubert (£), 149).

La ironíá de ese “rasgo diferencial” con que Borges reali­


za al escritor que intentó b orrar toda voz a u to ritaria, toda
p resen cia personal de s u Hobra, es patente. Algo sem ejante
ocurre en el caso de Pascal, de quien huelga recordar la abo­
minación del yo. Sin embargo Borges lee los Pensamientos
menos como u n a exposición intelectual que “como rasgos o
epítetos” de su autor: “la definición roseau pensant no nos
ayuda a com prender a los hom bres pero sí a un hombre,
Pascal” (OI, 135). El roseau pensant constituye, p ara sor­
p resa del lector, un rasgo diferencial del hombre Pascal, “un
poeta perdido en el tiempo y en el espacio” (O/, 135).
No es fácil s itu a r ese rasgo diferencial, ese residuo —no
ya aplicado al yo, ni al hombre, sino a la le tra m ism a— en el
texto borgeano. In ten tarlo podría llevar al establecimiento
de un esquem a fijo según el cual h a b ría de funcionar, equi­
v aldría a a n u la r su eficacia móvil y empobrecer la lectura
del texto. Ese residuo diferencial borgeano recuerda, para
citarlo u n a vez más, el resto que señala Lacan en “La carta
robada” de Poe, “preparado en sí p a ra retener todo lo que es
del significante sin por ello saber qué hacer con él” (Lacan,
22). Es obvio que él rasgo diferencial cumple u n a función en
la obra de Borges. Es más difícil describir en qué dirección
opera p a ra d in am izar el texto y en qué nivel se sitúa. El
lector (como el an alista de Lacan) no sabe qué hacer les de­
cir, cómo leer ese rasgo.
La lectura de “La postulación de la realidad”, en Discu­
sión, acaso proponga un prim er acercamiento a ese rasgo
diferencial elusivo que va quedando en todo texto de Borges.
Se podría decir, por cierto, que el ensayo entero consiste en
u na cuidadosa articulación de diferencias en cuyos in te rs ti­
cios siem pre p e rsis te —ir r ita n te m e n te ^ - un resto in a si­
milable. Ya el p rim er párrafo es anuncio de ese rasgo dife­
rencial que supone el argum ento borgeano y que quedará en
cada etapa del ensayo, fluctuante, sin que el lector (ni el
texto) logren recuperarlo del todo. Nótese que el autor elige
cuidadosam ente el registro de su argum ento y que con igual
cuidado elige a un antagonista, Croce:
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten
la menor réplica y no producen la menor convicción; yo desearía, para
eliminar los de Croce, una sentencia no menos educada y mortal. La de
Hume no me sirve, porque la diáfana doctrina de Croce tiene la facultad
de persuadir, aunque ésta sea la única. Su defecto es ser inmanejable;
sirve para cortar una discusión, no para resolverla (D , 67).

La fórm ula de Croce —la identidad de lo estético y de lo


expresivo— sirve de base al complicado y a menudo a r b itr a ­
rio andamiaje del ensayo borgeano. Cabe señalar que el p la n ­
teo desaparece rápidam ente del texto de Borges que asim is­
mo abandona toda mención de Croce: se t r a ta de un punto
de p artid a y, en cierta medida —en vista del desarrollo u lte ­
rior del ensayo—, de un punto de p artid a en falso, lig era­
m ente desviado. Queda la mención de Croce como resto que
no h a b r á de r e c u p e r a r s e p l e n a m e n t e d e n t r o de “La
postulación de la realidad ” pero que acaso sirva p a ra descri­
bir, en térm inos generales, la retórica según la cual se e s ta ­
blece la argum entación borgeana..Argumentación, a su vez,
engañosam ente “diáfana”, no desprovista de “la facultad de
p ersu ad ir”, y también (aunque el término no implique en este
caso defecto) “inm anejable”. Basta recorrer el ensayo paso a
paso —b asta rasg ar levemente su superficie diáfana—r p ara
com probar que la m á sc a ra p e rs u a s iv a ap en as d isim u la
hiatos, fisuras, rasgos diferenciales no recuperados, conta­
minaciones perturbadoras entre las sucesivas etapas del tex­
to que corroen la tranquila seguridad que anuncia el título.
De “La postulación de la re a lid a d ” podría decirse lo que
Borges dice de Emerson: “su estilo es un simulacro de suce­
sión” (Irby, 36).
No vale detenerse excesivamente en la oposición que re s ­
tablece Borges en este ensayo entre clásicos y románticos
puesto que deslinda la clasificación de todo contexto h istó ri­
co y la declara arquetípica. A esta petitio princeps en la que
aun subsisten restos de Croce sucede u n a poco diáfana dis­
tinción —que nada tiene que envidiarle al defensor de la “in ­
tuición lírica”— entre el clásico que reg istra una realidad y
el romántico que in ten ta expresar y rep resen tar esa misma
realidad. La realidad aludida, mejor dicho la distinción e n ­
tre realidades, no se define nunca: pasa a acrecentar el re s ­
to inexplicable que va acumulando el ensayo. La cita “clási­
ca” de Gibbon, por ejemplo, no carece de expresividad: es
relato de “ricos hechos a cuya postum a alusión nos convida”
(D , 68). La cita de Cervantes que le sigue, como nuevo ejem­
plo de registro clásico, es obvia contradicción de lo declara­
do. El registro “clásico” del episodio entre Lotario y Camila
casi no ex iste: a p e n a s cabe la s o sp e c h a a n te la obvia
metaforización del relato.
El verdadero resto del ensayo, el rasgo diferencial e inex­
plicable, se da, descentrado (como se da d escentrada la re ­
v elació n del A leph ), en u n a h ip ó te s is i n t e r c a l a d a . La
interpolación deliberadem ente an u la la falsa disquisición
entre clásicos y románticos, a la vez que irónicam ente soca­
va las clasificaciones que la siguen, celebrando en cambio
dos constantes del texto borgeano, la imprecisión y la selec­
ción:

Yo aconsejaría esta hipótesis: la imprecisión es tolerable o verosímil


en la literatura, porque a ella propendemos siempre en la realidad. La
simplificación conceptual de estados complejos es muchas veces una .ope­
ración instantánea. El hecho mismo de percibir, de atender, es de oirden
selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una
deliberada omisión de lo no interesante (D, 69).

La imprecisión y la selección fu nd am en tan la problem á­


tica postulación de la realidad borgeana. Realidad qué se
declara en el texto y sólo en él, no ignora sin embargo las
proyecciones o las incidencias de la “o tra ” realidad, la que
excede al texto y con la cual juega. Si la lite ra tu r a puede
verse como modelo finito de un mundo infinito, cabría decir
que la obra de Borges, m ediante la imprecisión y la selec­
ción, m ediante ese rasgo diferencial que siempre queda, como
inquisidor, in te n ta incorporar la infin itu d del mundo o su
ilusión especular dentro de un modelo finito que m ina p er­
petuam ente. No proponen otra cosa los tres modos de “postu­
lación de la re a lid a d ” —cuestionables en su je r a rq u ía — que
se establecen en este ensayo, modos que Borges define como
“clásicos”, es decir, denotativos y no connotativos. Dejando
de lado su argum ento contra Croce (Borges y Croce: curio­
sos avatares, en este encuentro, de J u a n de Panonia y de
Aureliano), los tres modos que propone son ta n “clásicos”
como “rom ánticos”, ta n denotativos como connotativos. Por
fin poco im porta que un texto registre u n a realidad o la ex­
prese, que sea clásico o romántico. Lo que im porta en este
ensayo es el modo en que la imprecisión y la selección ope­
ran , en combinación diversa, p ara caracterizar cada uno de
los tres modos, sup uestam en te diferentes, de postular la r e a ­
lidad. La tenue diferencia que establece Borges en tre la lec­
t u r a del texto “clásico” y la lectu ra del texto “rom ántico” no
convence:

La realidad que los escritores clásicos proponen es cuestión de con­


fianza, como la paternidad para cierto personaje dé los Lekrjahre. La que
procuran agotar los románticos es de carácter impositivo más bien: su
método continuo a el énfasis, la mentira parcial (D , 71).

No difieren mucho la confianza y la imposición si se las


relaciona con el concepto de paternidad, es decir (por más
que se la cuestione) de autoridad. Más exacto sería decir
que los modos propuestos por Borges cuentan tan to con la
confianza “clásica” del lector (que no cuestiona imprecisiones)
como con la imposición “rom ántica” de un au tor quien —con­
tando con aquella confianza previa—* dicta la selección del
texto, elige los énfasis y las m en tiras parciales.

2. Tres p o stu la cio n es de la realidad


El p rim er método, al que el auto r no parece adjudicar
d em asiada im portancia, “consiste en u n a notificación gene­
ra l de los hechos que im p o rta n ” (D , 71). El segundo, en “im a­
g in ar u n a realid ad más compleja que la d eclarad a al lector y
referir sus derivaciones” (D , 71). El tercero, en ejercer la
invención circu n stan cial” (Z), 72). Un análisis apenas atento
de estos modos quizá desconcierte al lector, puesto que los
tres, en resu m id as cuentas, pueden reducirse a la p rim era
fórmula: una notificación de “los hechos que im portan". La
diferencia reside, m ás bien en u na variad a acentuación. Si
el p rim er método no d espierta mayor in te ré s por p arte de
Borges, bien podría ser porque se tra ta , como él mismo dice*
de u n a notificación general en la que todo p arecería impor­
t a r del mismo modo. Si Borges se detiene en el comentario
de los dos “métodos” siguientes, es sin duda porque le pro­
ponen, en grado diverso, la posibilidad de una notificación
p articular, notificación del rasgo diferencial, incorporado
dentro del relato. Esa notificación particular, por su carga
de asombro o por su elegancia (suelen coincidir los dos té r­
minos en la obra borgeana) coincide por fin para Borges con
“los hechos que im po rtan ”. A p u n tala u n a realidad esencial­
m e n te l i t e r a r i a que in c o rp o ra (y te x tu a liz a ) elem entos
ex tratex tu ales, una realidad que es sinónimo de verosimili­
tud, de eficacia textual.
De los dos modos re sta n te s de po stular la realidad que
prefiere Borges, el primero —referir las derivaciones de una
realid ad m ás compleja que la declarada aí lector— parece­
ría afectar principalm ente la periferia del texto narrativo:
m ás exactam ente el marco,.el encuadre, del relato. La reali­
dad que propone este método no se basa sólo en la descrip­
ción: “süele funcionar a p u ra sintaxis, a pura destreza ver­
b a l” (D, 73). P o d ría a ñ a d irs e : a p u ro rasgo diferencial
sintáctico que cuestiona la organización y la concatenación
del texto. Así el así, desprovisto de referente —textual o
e x tra te x tu a l— que inicia la Morte d ’Arth ur de Tennyson y
que, al m im ar un a causalidad inexistente, refiere al lector
si no a efectos, sí a derivaciones “an terio res” al poema, bo­
rrando su principio. Del mismo modo funciona el eufemismo
que tra n sfo rm a la herid a m ortal del rey Arturo en una sim­
ple cláusula causal e incidental — “porque su herida era pro­
f u n d a esfumando (o desviando) la declaración directa de
un hecho.
Es significativo que los dos textos que elige Borges para
ilu s tr a r este método —el mencionado poema de Tennyson y
The Life a n d Death o f j a s a n de William Morris— tam bién
re c u rra n a lo que Borges llam a “la in esperada adición” (D ,
72). No se t r a t a ya de postular la realidad a base de la pura
sintax is o de la p u ra destreza verbal, como en los anteriores
ejemplos de Tennyson. Con todo, tam bién cabe para estos
nuevos ejemplos la noción de derivación sintáctica, en un
sentido m ás amplio. La “in esp erad a adición” en el texto de
Tennyson es uy la luna era llena”. La adición en el texto de
Morris es sin duda más compleja: “Así, quién podrá contar
esas cosas, salvo que el viento las contara o el pájaro que
desde el cañaveral las vio y escuchó”. Y añade Borges: “Este
testimonio final de seres no mentados aún, es lo que nos
im p orta” (D, 72).
Si bien no inciden de m an era inm ediata en la simple sin ­
taxis del texto, la derivación y los efectos de estas in e sp e ra ­
das adiciones inciden, sintácticam ente, en la gram ática de
los relatos, no sólo por su contenido semántico sino básica­
mente por su in tr u s i ó n —ta n sorprendente como el así o el
porqué de Tennyson— en un fragmento que el lector consi^
deraba ya cerrado y cuya totalidad creía prever. Por otra
p arte (y aunque Borges no tome esto en cuenta) en ambos
casos no es n ad a deleznable el contenido semántico de estas
adiciones, ya que -—más que el asi o el porque anteriores—
perm ite “im aginar u na realidad más compleja que la decla­
rada al lector y referir sus derivaciones y efectos” (Z?, 71),
“La realidad más compleja que la declarada al lector” no
supone, en la descripción de este método, u n a r e a lid a d
extratextual. Por el contrario, dada la naturaleza de los ejem­
plos citados, esa realidad más compleja es, tam bién ella, tex ­
tual. Los rasgos diferenciales que observa Borges son, po-
tencialm énte, puntos de p a rtid a de lo que Stevenson lla m a ­
ba “amplias visiones de relatos secundarios”. El descubri­
miento de uno de esos rasgos diferenciales —que Todorov
lla m a rá más ta r d e sup lemen to en el proceso n a r r a tiv o
(Todorov, 89-91)— en L’ile mystérieuse de Verne, provoca por
ejemplo en Stevenson “u n a sorpresa que casi esperab a”:

Amplias visiones de relatos secundarios, además de! que tenía en mano,


irradiaban de ese descubrimiento, como irradian de un detalle llamativo
[a striking particular) en la vida; por un momento fui feliz como tiene
derecho a serlo todo lector.1

1 Robert Louis Stevenson, “A Gossip on Romance", The Works ofRobert


Louis Stevenson (New York: Bigelow, Brown and Co., s.f.), Vol. VI, p. 128-
Del mismo modo operan en la ficción borgeana ciertas
sorpresas sintácticas —injertos en apariencia secundarios—
que contribuyen oblicuamente a ab rir el relato. La d eclara­
ción del n a rra d o r de “La lotería en Babilonia” que irrum pe
en la descripción del sistema: “Poco tiempo me queda; nos
avisan que la nave está por z a r p a r ” (F , 72). El paréntesis
que inquieta la enum eración de Yu Tsun, en “El ja rd ín de
senderos que se bifurcan”, cuando revisa sus bolsillos y en-
'cu en tra u na carta “que resolví d e s tru ir inm ediatam en te (y
que no destru í)” (F , 99). El uso de un dem ostrativo en “La
e sp e ra ”: “un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde
esa noche en el hotel de Meló” (A, 137). El in esp e rad o
vocativo en “La biblioteca de Babel”, dentro de un p a ré n te ­
sis descriptivo: “Tú que me lees, ¿estás seguro de entend er
mi lenguaje?” (F, 94).
El tercer modo que propone Borges de po stu lar la re a li­
dad, “el más difícil y eficiente de todos”, es el de la inv en­
ción circunstancial. Toma un ejemplo de La gloria de Don
Ram iro de L a rreta, la famosa sopera con candado:

ese aparatoso caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado
p a r a defenderlo de la voracidad de los pajes, tan insinuativo de la miseria
decente, de la retahila de criados, del caserón lleno de escaleras y vueltas
y distintas luces (D, 72).

El “tan in sin u ativ o ” que añade Borges, con su consecuen­


te fantaseo, p arecería reducir este método a u n a simple va­
r ia n te del método previo. No es, sin embargo, el caso. Re­
cuérdese que los tres modos de p o stu lar la realidad son tres,
entonaciones diversas de u n a intención básica: notificar los
hechos (los motivos) que im portan. Los tre s funcionan como
un juego de cajas chinas y si el tercer modo difiere del a n te ­
rior, la diferencia reside no tanto en la perspectiva como (a
p e sa r de la condena borgeana de ios románticos) en el énfa­
sis.
El segundo método que propone Borges —referir las d e ri­
vaciones de una realidad más compleja que la declarada al
lector— cuenta con la sugerencia lite ra ria , con el blurring
de los lím ites. T ienta al lector con el engaño de lo no dicho,
con la prom esa (nunca escrita) de ap ertu ras, de relatos se­
cundarios. En cambio el último modo descrito, si bien recu­
rre , como por fin todo texto, a “pormenores lacónicos de la r ­
ga proyección” (D, 73), lo hace m ediante un a notificación
selectiva ,2 mucho más directa y concreta, inscripta en el r e ­
lato mismo. No difiere este último modo del qtie describe
B a rth e s en “L’effet de réel”.3 El barómetro en Un coeur s i m ­
ple equivale a la sopera en La gloria de Don Ramiro, al som­
brero nuevo de Félez Muñoz en el Poema de Mió Cid, acaso
al tímido alfajor santafecino en “El Aleph" de Borges. No
a b u n d an en Borges ejemplos de este tercer método de pos­
t u l a r la realidad. No hay objetos insignificantes (digamos,
el complicado p astel en Madame Bovary), tampoco hay obje­
tos previsibles (digamos, el cenotafio de pelo ta n de moda en
L a de Bringas), objetos que se vuelven (para citar de nuevo
a B arthes) lujosos dentro de la economía del relato. A la vez
que alaba Borges este tercer modo de p o stu lar la realidad
como el más difícil y el más eficaz, lo declara “menos estric­
ta m e n te lite ra rio ” OD, 73) y si lo practica lo hace de m anera
peculiar: poco tiene que ver la invención circunstancial en
el texto borgeano con la invención de objetos del tipo citado.
Si nos atenem os a la comparación de los dos últimos mo­
dos de p o stu lar la realidad, tales como los describe Borges,
veremos que la diferencia reside, en efecto, en u n a diferen­
cia de énfasis. B asta confrontar la mención de la concreta y
p a rtic u la r sopera de L a rre ta con la luna llena, deliberada­
m ente elusiva, de Tennyson. La mención de la lu n a abriría
posibilidades h acia lo que está “a fu era”, más allá de lo escri­
to, hacia nuevos relatos. El preciso candado de la sopera r e ­

2Subraya Borges la necesidad de esa selección. Condena a ciertos di­


rectores cinematográficos y a ciertos novelistas porque “suelen olvidar
que las muchas justificaciones (y los muchos pormenores circunstanciales)
son contraproducentes” ("El delator”, Sur, 11 [1935]).
1 Roland Barthes, “L’effet de réel", C ommuni cati ons , 4 (1960).
m itiría en cambio a lo que está “ad en tro ”, lo que está regis­
trado dentro del texto. Los métodos son obviamente rev er­
sibles y pierde todo sentido h a b la r de un “ad en tro” y de un
“a fu era” puesto que el rasgo diferencial, sugerido o clara­
m ente escrito, ya está en el texto.
La realidad no textu al —valga, por el momento, la dudo­
sa clasificación— “no es vaga, pero sf n u e stra percepción
general de la realid ad ”, escribe Borges.4De esa misma reali­
dad, “la que creo realid ad ” (Z), 76), dirá también que no, es
transcribible. De “La postulación de la realidad” h ab rá que
decir que es u na triple inquisición —y un triple desconcier­
to— alrededor de un puro ejercicio de mímica verbal: el ejer­
cicio literario. El p rim er método propone, tram posam ente,
el mero registro denotativo; los otros dos, la connotación
practicada en diferentes niveles. Hay, por un lado, la vaga
percepción de que, al b o rrar límites, se rescatan posibilida­
des dentro dé lo que Henry Jam es llamaba el “espléndido
desperdicio*5 de lo real, mimando un proceso dinámico den­
tro de la ficción; hay, por otro, la cuidadosa anotación de la
invención circunstancial que im ita el detalle concreto “re a l”,
fijándolo.

3. El encanto de lo circu n stan cial


Si se aplican los ten u es modos n atu ralizado res que anota
Borges en “La postulación de la realid ad ” a su propia ficción
p odrán señalarse restos de los tres métodos en cada uno de
sus relatos. En ninguno p rim a uno de esos modos: en todos
opera la combinación de los tres, en contrapunto dinámico.
Simplificando la descripción de la eficacia que caracteriza
el relato borgeano, podría decirse que esa eficacia reside,

4“El delator”, Sur, 11 (1935).


* Henry James, The Future of the Novel (New York: Vintage, 1956), p.
prim eram ente, en u na aplicación básica y económica (enga­
ñosam ente denotativa) del prim er método citado: la notifi­
cación general de los hechos que importan. Ya esta p rim era
aproximación cuestiona la monosemia de la p alab ra hecho:
son hechos, por igual, los actos con que Em m a Zunz se cons­
truye, los escritos de Pierre Menard, las lecturas en "Tema
del traidor y del héroe”, la parodia antip ática en “El Aleph”
o en “El Zahir”. Si la notificación general fuera simplemente
u n a notificación de hechos —de cualquier índole— no diferi­
ría del ejemplo extremo que elige Lotman para ilu s tra r la
notificación total, el texto “de índole n etam en te clasificador
[que afirma] un mundo y sus conexiones”. Y aclara: “El m u n ­
do de la guía telefónica está constituido por los apellidos de
los abonados. Todo lo demás, p u ra y simplemente, no existe.
En este sentido, es un índice esencial del texto aquello que,
desde su punto de vista, no existe” (Lotman, 330).
Pero la prim era postulación de la realidad que propone
Borges no es tanto una notificación de hechos como u n a no­
tificación de hechos que importan. La notificación general
ya aparece salteada: es índice esencial de esa base textu al
tanto lo que no existe como lo que existe. (Cita Stevenson a
Benjamin Franklin: “así como debemos dar cuenta de cada
p alabra ociosa, habremos de hacer lo mismo con cada ocioso
silencio”.)6 La base en que se asienta el texto borgeano es
selectivamente denotativa y —como consecuencia obvia—
insinúa una selección connotativa. A esa invitación conno-
tativa responden las dos postulaciones de la realidad siguien­
tes, horadando, por así decirlo, un enunciado que cuenta con
(que reclama) sus interferencias: el pormenor lacónico de
larg a proyección sintáctica, el pormenor lacónico de larga
proyección semántica.
De los tres modos descritos en “La postulación de la r e a ­
lidad” queda claro que Borges prefiere los dos últimos. El
segundo, la r u p tu r a sintáctica, es sin duda el que más p rac­

* Robert Louis Stevenson, “Talk and Talkers”, Vol. VI, p. 71.


tica, m ientras que el tercero, la invención circunstancial,
aparece en su obra m ás como añoranza que como re a liz a ­
ción. Sin embargo pocos lectores reconocen la invención cir-
cunstancial en textos ajenos con la agudeza con que lo hace
Borges, pocos se m uestran , como él, ta n dispuestos a su car­
ga sugerente. La elaboración de la caldera con candado, en
La gloria de Don Ramiro, es un simple ejemplo. Los diarios
de H aw thorne, observa Borges, proponen “miles de im p re­
siones triviales, de pequeños rasgos concretos (el movim ien­
to de un a gallina, la sombra de un a ram a en.la pared) que
abarcan seis volúmenes, cuya inexplicable abundancia es la
consternación de todos los biógrafos* (OI, 92). Y añade, in ­
te rp re ta n d o esos detalles como datos realizadores: “Yo t e n ­
go para mí que N athaniel Haw thorne registraba, a lo largo
de los años, esas trivialidades p a ra dem ostrarse a sí mismo
que él era real, para liberarse, de algún modo, de la im p re­
sión de irrealidad, de fantasm idad, que solía v isitarlo ” (OI,
93).
“Siempre lo circunstancial es patético” (E C , 20), recuer­
da Borges en Evaristo Carriego, citando a Gibbon. En su
ensayo sobre “La poesía gauchesca” habla de “c ircu n stan ­
cias de lá stim a ” (D, 36), al citar u n a sextina de Hernández:

Había un gringuito cautivo


que siempre hablaba del barco
y lo ahogaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.

Borges no ignora las muchas circunstancias de lástim a


incorporadas en esta estrofa. A las obvias —las que configu­
r a n un relato secundario: “atro cidad e in u tilid a d de esa
m u erte, recuerdo verosímil del barco, rareza de que venga a
ahogarse a la pam pa quien atravesó indemne el m a r”— p r e ­
fiere la circunstancia que nada añade a las posibilidades di­
nám icas de ese relato secundario: “la eficacia m áxim a de la
estrofa está en esa posdata o adición p atética del recuerdo:
tenía tos ojos celestes como potrillito zarco, ta n significativa
de quien supone ya contada u n a cosa, y a quien le restitu ye
la m em oria u n a im agen m ás” (D , 36).
U n a im agen más, sin duda la que menos significa en la
economía de la estrofa: la que retiene sin embargo, por mero
placer, el Borges que lee el texto de H ernández. U na imagen
que en rigor es menos p atética que la situación que p lan tea
la sextina: el extranjero que se vuelve cifra de la peste, el
m arin ero a quien ahogan en un charco. Una imagen más que
no abre u n nuevo relato, que se retiene como rasgo d iferen­
cial puro: que es, sólo, una imagen más. Del mismo modo
s e ñ a la Borges el patetism o lujoso de la im agen adicional en
The Life and Death of Jason de William Morris: “La misma
precisión in sisten te de sus colores —los bordes am arillos de
la playa, la dorada espuma, la roca gris— nos puede e n te r­
necer, porque parecen frágilm ente salvados de ese antiguo
crepúsculo” (D , 86).

4. Un “p recu rsor” de S tevenson


El encanto de lo circunstancial: la frase, que podría ser
de Borges, es en cambio de Stevenson, escritor que figura
n o to riam en te en la corta lista borgeana de “los autores que
c o n t i n u a m e n t e r e l e o ” (F , 116). A p a re c e la s o m b ra de
Stevenson —mencionada de paso, en prólogos, en el texto
mismo— a lo largo de la obra de Borges. Curiosamente, nunca
se lo cita de m an era directa en u n a obra donde la cita tex­
tu a l no escasea. El acercamiento borgeano a Stevenson es
sin g u larm en te oblicuo; el resultado, difícil de describir. Se
re c u e rd a a Stevenson como resto de lectura infantil: el bu­
canero ciego de Treasure Jsland, “agonizando bajo las p a ta s
de los caballos” (E C , 9), es uno de los tantos personajes que
in q u ieta, ju n to al profeta velado o al “viajero del tiem po” de
Wells, el p rim er contacto dfc Borges con la ficción. Años más
tarde volverá Borges al mismo personaje en un poema, “Blind
P ew ” (H, 77).
La cita indirecta de Stevenson, entre ta n ta s otras citas
oblicuas que practica el texto borgeano, es singularm ente
consistente. Quiero decir: la m anera en que la obra de Borges
se n u tre de la obra de “una de las figuras más queribles y
m ás heroicas de la lite ra tu ra in g lesa” (ILI, 51) es sistem áti­
ca. Si no hay abundancia de citas directas, hay alusión con­
tinua: el prólogo de Historia universal de la infamia declara
que las protoficciones que la componen derivan en parte de
relecturas de Stevenson. N uevam ente aparece Stevenson en
el prólogo que escribe Borges a La invención de Morel de
Bioy Casares, p a ra afirm ar una teoría de la ficción. Apare­
cen parafrasead o s fragm entos del Chapter on Dreams de
Stevenson en Otras inquisiciones (26, 190). No son estas sino
algunas de las referencias borgeanas a la obra de Stevenson
y a su autor. Cito u n a más, donde la referencia a Stevenson
a p u n ta la u n a constante borgeana: el cuestionamiento de la
“p a te rn id a d ” (la autoridad) del texto y, por consiguiente, el
cuestionam iento del texto único y definitivo. Escribe Borges
en su prefacio a la traducción francesa de su obra poética:
“El lector de hoy quiere saber, p ara poder juzgar, con quién
se enfrenta. Por esa razón ignoraron los críticos la mejor
novela de Stevenson, The Wrecker: el autor la había escrito
en colaboración con su yerno, Lloyd Osbourne, y nadie se
atrevió a elogiar páginas cuya p atern id ad era incierta”.7
En general es difícil describir el diálogo entre el texto de
Borges y los autores que cita: Stevenson no constituye u n a
excepción. Sin embargo el intercam bio que se insinúa entre
los escritos borgeanos y un Stevenson tan presente rem ite é
invita, más que en otros casos, a la lectura de un Stevenson
re cu p era d o . En dos ensayos in ju s ta m e n te olvidados, “A
Gossip on Rom ance” y “A Humble Rem onstrance”, se perfila
el p r e c u rs o r creado por Borges: el p ad re cierto. Leer a
Stevenson después de haber leído a Borges —como leer a los
precursores creados por Kafka después de leer a Kafka— es

7 Jorge Luis Borgea, Oeuure poétique (París: Gallimard, 1970), p. 7.


un notable ejercicio de mise en abyme crítico. La postulación
de verosimilitud, conscientemente artificial, del relato de
Borges, su vacilación ante el personaje ficticio, la in deter­
m inada distancia que m arca entre lector y texto ya están en
los textos de Stevenson:
Nihgún arte produce ilusión: en el teatro nunca olvidamos que esta­
mos, en el teatro y mientras leemos un cuento oscilamos entre dos actitu­
des, ya aplaudiendo simplemente el mérito de la representación, ya con­
descendiendo a participar activamente en la fantasía, junto con los perso­
najes. La última actitud marca el triunfo de la narración romanceada
tromantic storytelling]:.cuando el lector conscientemente simula ser el
héroe, la escena es eficaz. En cambio la descripción de los personajes nos
proporciona un placer crítico: observamos, aprobamos, las incongruencias
nos hacen sonreír, el coraje, el sufrimiento o la virtud nos mueven a una
súbita simpatía. Pero los personajes son siempre ellos mismos, no son
nosotros: cuanto más claros parecen en la obra tanto más distan de noso­
tros, con tanta más imperiosidad nos hacen regresar al lugar que ocupá­
bamos como espectadores [...]. El incidente, no el personaje, nos invita a
abandonar nuestra reserva. Algo ocurre tal como deseamos que ocurra;
alguna situación, con la que se ha entretenido largamente nuestra fanta­
sía, se realiza en el relato con detalles tentadores y apropiados (Stevenson,
VI, 128).

“Los personajes no son nosotros” declara con presciencia


este precursor borgeano. En algún momento llam ará a los
personajes títeres con vientre de aserrín; en otro, con menos
pasión y más lucidez, los declarará simples creaciones v er­
bales. En todo caso los concibe —como Borges— no como fi­
nes en sí sino como vehículos del relato.
Los “detalles tentadores y apropiados” de Stevenson no
difieren de los eficaces rasgos diferenciales que, según
Borges, aseguran la postulación de la realidad. Hay por un
lado el detalle dinámico que perm ite las “amplias visiones
de relatos secundarios”; hay, por el otro, el detalle estático,
acaso trivial, que encanta y retiene —como una imagen m ás—
al lector. Al hablar de Robinson Cruso'e, y del carácter hete-
róclito de lo que el p r o ta g o n is ta lo g ra salv a r, d e c la r a
Stevenson que “cada uno de los objetos que rescata el n á u ­
frago del barco encallado es ‘una felicidad p erdu rable’ [a joy
forever] para el hombre que los lee. Son las cosas que había
que encontrar y su simple enum eración hace bullir la s a n ­
gre” (Stevenson, VI, 127).
Más que la enum eración —desde luego s a lte a d a — del de­
talle estático, Stevenson elige, p ara a s e n ta r la verosim ili­
tud de su ficción, el detalle dinámico. Mejor dicho: el detalle
dinámico detenido, congelado. Al revés de tanto s n a rra d o ­
res que eligen el d e ta lle e stá tic o po r sí mism o, S tevenson
—como B orges— elige a isla r ese d etalle dinám ico p ara,
p aradojalm ente, suspender la acción. No p a ra tra n sfo rm a r­
lo en mero indicio lujoso (como la sopera de L arreta) sino
para fijar, a tra v és de la lectura, a través de la memoria, un
momento emblemático:

Las hebras de un relato se unen cada tanto para formar un diseño en


la trama, los personajes adoptan cada tanto una actitud —ante los otros,
ante la naturaleza— que graba el relato [síamps the story home} como
una imagen. Crusoe sobresaltado ante la huella de un pie, Aquiles gritan­
do por encima de las voces de los troyanos, U lises al combar el gran arco,
Christian tapándose los oídos con las manos mientras huye: momentos
culminantes de la leyenda, cada uno de ellos queda impreso para siempre
en la mente [in the m i n d ’s eye¡. Podremos olvidar otras cosas: olvidare­
mos las palabras, por bellas que sean; olvidaremos el comentario del au ­
tor, aunque haya sido ingenioso y exacto; pero adoptamos tan íntim am en­
te estas escenas memorables que dan el último toque de verosimilitud al
relato y colman, de golpe, nuestra capacidad de goce simpático, que’ya
nada podrá borrar o debilitar esa impresión. Es esta la función plástica
de la literatura: dar cuerpo al personaje, al pensamiento, a la emoción,
por medio de algún hecho o actitud que cautive de manera notable n u es­
tra mente (Stevenson, VI, 123).

Los ejemplos citados por Stevenson —el sobresalto de


Crusoe, el gesto de C hristian, Ulises detenido en el momen­
to en que comba el arco—, ejemplos que no carecen de p a r a ­
lelos en el texto borgeano, transform an la en can tad o ra in ­
vención circunstancial en elemento híbrido. De pronto los
personajes (títeres, objetos verbales) —esos personajes “que
no son nosotros”— colman, con un gesto memorable, “n u e s­
tra capacidad de goce simpático” y nos proporcionan algo más
que u n a eficacia literaria. Es decir, esos gestos no sólo con­
firm an u na verosim ilitud n a rra tiv a sino que, aislados, d e te ­
n id o s , f u n c i o n a n como r e s c a t e s e n fá tic o s . Como dice
Stevenson, graban el relato.

5. É n fasis del gesto


El énfasis, no parece ser, en principio, ú n a técnica l ite r a ­
ria que goce de la aprobación borgeana. U sa Borges el té r ­
mino p ara condenar un verso de Góngora {HE, 74), u n a fra ­
se poco feliz de F lau b ert (D , 48)* y en térm inos más gen era­
les a escritores románticos que desdeña. La condena se ex­
tien de a los escritores modernos; con notoria m ala fe, acusa
Borges el énfasis como Mla preferida equivocación de la lite ­
r a t u r a de hoy”:

Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías adivinas o an­


gélicas, o resoluciones de una más que humana firmeza —único, nunca,
siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio habitual de toda
escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan inhábil como no
decirla del todo, y que la descuidada generalización e intensificación es
una pobreza y que así la siente el lector (D, 49).
i

Pero no menos enfáticos son térm inos como acaso, tal vez,
quizá, a los que recu rre el texto borgeano para no decir del
todo.
Antes de ver cómo funciona el énfasis en la elocución ge­
n e ra l de ese texto, recordemos que, al igual que Stevenson,
Borges aísla y enfatiza gestos y actitudes. Esto no sólo en
sus relatos; b asta recurrir, por ejemplo, a sus crónicas cine­
m atográficas. De El delatof“retiene “el r a s p a r final de las
u ñ a s en la cornisa y la desaparición de la mano, cuando al
hombre pendiente lo am etralla n 'y se desplom a”.8 Al comen­
t a r Verdes praderas de Connelly, anota: “Nos divierte que
Dios guarde ‘p ara después* el cigarro de diez centavos que
acaba de ofrecerle el A rcángel”.9 En la versión de Ozep de

« “El delator", Sur, 11 (1935), p. 91.


B“Verdes praderas”, Sur, 37 (1937), p. 87.
Los h e r m a n o s K a r a m a z o v s e ñ a la “la m ano c le ric a l de
Smerdiakov, retirando el dinero” (D, 76). Los relatos de H is -
toria universal de la infamia recu rren igualm ente a la efi­
cacia del gesto o la actitud aislados: Billy the Kid duerme
o stentosam ente jun to a su p rim er cadáver, Monk E astm an
se pasea con una paloma azul en el hombro. Sucede lo m is­
mo en las ficciones posteriores donde el gesto aislado stamps
the story home. En “El fin” se detiene el relato en un gesto:
el del negro que, luego de m a ta r a Fierro, “limpió el facón
ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud,
sin m irar p a ra a tr á s ” (F, 180). Como recordará el lector, coin­
cide el gesto con “la perdurable escena” (D , 34) del Martín
Fierro, a la vez que es su exacto reverso. El parcimonioso
gesto de Fierro luego de m a ta r al negro — “Limpié el facón
en los pastos, / desaté mi redomón, / monté despacio, y salí /
al tranco pa el cañadón” — retenido y trasladado, es gesto
que p a ra Borges “lo significa entero” (D , 34).
Los gestos y actitudes que retiene Borges cuentan —pero
no exclusivamente— con lo visual. El empleo que hace Borges
de este término, en prólogos y entrevistas, es por otra p arte
sin g u larm en te borroso. En el prólogo a Historia universal
de la infamia destaca la im portancia del propósito visual en
los relato.s. En u na en trev ista con Georges C harbonnier de­
clara no te n e r mucha “imaginación v isu al” pero acepta los
elem entos visuales que le señala el entrevistador en “Funes
el memorioso” —añadiendo,.con cierta perfidia, “el olor del
m a te ” a las im ágenes cita d a s.10 En u n a conversación con
Richard Burgin declara que “el elemento visual no es muy
im po rtante en mis libros” (Burgin, 70). Descarto, p a ra ex­
plicar esas oscilaciones, la obvia referencia biográfica a la
que acude a menudo el propio Borges. Creo más bien que
entiende por visual lo que Jam es llam a pictórico —un objeto
o u n a e stru c tu ra “adorablem ente pictóricos” (James, 23)—,

10 Georges Charbonnier, Entretiens auec Jorge Luis Borges (París:


Gallimard, 1967), pp. 120 y 128.
lo que Stevenson rescata con the m i n d ’s eye. “El arte —siem ­
pre— requiere irrealidades visibles” (OI, 156), escribe Borges
al com entar las paradojas eleáticas: querría “conocer el nom­
bre del poeta que [las] dotó de un héroe y de una to rtu g a ”
(OI, 150). Lo visual, en el texto borgeano, no implica nunca
inercia, más bien potencia contenida, suspendida en un r a s ­
go, un gesto, una actitud que marcan el relato. No hay ges­
tos, ni actitudes, ni letras inertes: hay siempre modificación,
incidencia.
Estos gestos que significan entero ya al personaje, ya al
texto, no carecen de proyecciones simbólicas. La minuciosa
limpieza del facón sería un caso. A él pueden añadirse más
ejemplos donde, como en “El fin”, coincide el gesto con el
reconocimiento de un destino y donde ese reconocimiento lle­
va a ser otro, ser otros, ser el mismo, ser nadie. En “El im ­
postor inverosímil Tom Castro”, un gesto cifra el pacto entre
A rth u r Orton y Bogle como símbolo de inseguridad m utua.
El personaje vacío que busca su nombre reconoce algo de sí
en Bogle, incapaz de cruzar una calle: “Al rato de m irarlo le
ofreció el brazo y atravesaron asombrados los dos la calle
inofensiva. Desde ese instante de un atardecer ya difunto,
un protectorado se estableció: el del negro inseguro y m onu­
m ental sobre el obeso taram b an a de Wapping” (HUI, 33). De
m a n e r a ig u a lm e n te asom brosa, en “B iografía de Tadeo
Isidoro Cruz”, arroja Cruz por tie rra su quepis al compren­
der que “el otro era él” (A, 57).
Estos gestos y actitudes no son necesariam ente los ú n i­
cos memorables en el texto borgeano. En esta recuperación
de detalles gestuales que graban el relato en la m ente del
lector, acaso importen más los gestos mínimos y a p a re n te ­
mente triviales. Por ejemplo, en “Tlón, Uqbar, Orbis Tertius”
—relato despojado de “personajes”— la memorable actitud
de Herbert Ashe, ser grisáceo como su nombre lo indica, cuya
nebulosidad recalca el texto memorablemente: “padeció de
irrealid ad ”. Queda grabado sin embargo el personaje en una
actitud: “en el corredor del hotel, con un libro de m a te m á ti­
cas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables
del cielo7’ (F , 17). En “Funes el memorioso*—quizás el mejor
ejemplo— quedan dos actitudes difícilmente olvidables de
Funes. Prim ero se lo describe “con u n a oscura pasionaria en
la mano, viéndola como nadie la h a visto” (F , 117). Luego, y
antes de que el relato se interne en la excepcional memoria
de Funes, se lo retiene en u n a actitud que es u n a imagen
vertiginosa:

Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto;


alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda
como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alparga­
tas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin
límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿qué horas son, Ireneo? Sin
consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos
p a ra las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona
(F, 118).

De “Funes el memorioso” re te n d rá el lector u n a fábula, la


del hombre que recuerda —que acum ula— todo, o más bien
cada u n a de las variantes de ese todo. Pero igualm ente r e ­
te n d rá estas dos actitudes circunstanciales y satisfactorias
que ap aren tem en te están al m argen de u na concatenación
significativa. Se podrá argüir, no sin razón, que las dos im á­
genes prefiguran de cierto modo el sujet del relato: las dos
rem iten ind irectam ente a la sin g u lar percepción del tiempo
y del espacio que explicará más ta rd e el propio Funes. Sin
embargo lo que im porta es la presentación deliberadam ente
aislada —deliberadam ente única, fija— de las dos actitudes.
H ará falta un corte radical en el relato (no demasiado dis­
tinto del que ocurre en “Pierre M enard”) p a ra que las dos
im á g e n e s m e m o ra b le s de F u n e s dejen de s e r e n c a n to s
circunstanciales y pasen a significar de otra m anera. Ese
corte necesario se da con el accidente que tulle el cuerpo de
Funes, que le niega toda representación gestual. De aquel
p rim er Funes, “impreso para siempre en la m en te” del lec­
tor, sólo quedan entonces resabios. El n a rra d o r que visita al
Funes inmovilizado observa la m ism a voz burlona, el mismo
cigarrillo, pero ya no hay gesto memorable, ni encanto cir­
cunstancial. Al final del relato aquel “duro rostro, contra el
n u b a rró n ya sin lím ites’’ se ha congelado en efigie, carente
de todo rasgo diferencial: “me pareció m o num ental como el
bronce, m ás antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a
las p irá m id es” (F , 127).
Los prim eros gestos de Funes funcionan en el relato como
funciona el gesto de la inglesa aindiada, en “H istoria del
g uerrero y de la cautiva". Se los puede in te g ra r sin duda en
la economía del relató pero la integración reduce n ecesaria­
m en te su impacto como gesto aislado. Cuando las prim eras
im ágenes de F unes se incorporan en la segunda p arte del
cuento, volviéndose componentes de un parad ig m a más am ­
plio, pierden su fuerza individual. Algo sem ejante ocurre en
“H isto ria del guerrero y de la cautiva” con el gesto de la in ­
dia inglesa —Men un rancho, cerca de los bañados, un hom ­
bre degollaba un a oveja. Como en un sueño, pasó la india a
caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre calien te” (A, 51)—
al ser subsumido en el contraste paradigm ático en tre civili­
zación y barbarie, planteado desde el comienzo del relato.
Ign orar la carga calculadam ente individual de esos ges­
tos, am inorando su extrañeza, forzándolos a significar de
m a n e ra unívoca en la e s tru c tu ra de un relato donde obvia­
m ente ya están — con su inasible extrañeza— es ta re a sim ­
p lista y empobrecedora. De aplicarse ese criterio, u n a ca­
su al observación de Borges, tom ada en su le tra , sum iría al
le c to r de los ev a n g e lio s en el colmo del d es c o n c ie rto .
P a ra fra se a n d o el evangelio según Ju a n , se detiene Borges
en un curioso gesto de Cristo, “el mayor de los m aestros ora­
le s ”, quien “u n a sola ve 2 escribió unas p a la b ra s en la tie rra
y no las leyó n in gú n h om bre” (OI, 158).
El texto de Borges, como la paradoja de Zenón, está t r a ­
bajado por “abismos periódicos” (OI, 159). Dice Borges del
mundo: “Lo hemos soñado resiste n te , m isterioso, visible,
ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos con­
sentido en su a rq u ite c tu ra tenues y eternos intersticios de
sin razó n p ara sab er que es falso” (07, 156). De la m isma
m a n e ra parecería soñar Borges —p a ra quien la lite ra tu r a
es “un sueño dirigido y deliberado, pero fund am en talm en te
un sueño” (0 1 , 72)— un relato firme y resistente en el que
tam bién perm ite “tenues intersticios” que desafían la domes­
ticación, huecos circunstanciales que se resisten a quien in ­
tente forzarlos atribuyéndoles un significado férreo. (No di­
fiere ese lector del que procura descifrar la erudición de
Borges.) En esos espacios circunstanciales, a menudo ambi­
guos si no inexplicables, se asienta la postulación de la rea­
lidad n arrativ a borgeana. Y en esos espacios recupera Borges
—como lo hace Stevenson— a un personaje que, por su m era
carga de asombro, funciona como algo más que nexo, como
verdadero trompe-Voeil.

6. D esp erd icio de lo circu n stan cial


La desatención ante el encanto de lo circunstancial, de­
nunciada como falla, es motivo frecuente en la obra borgeana.
Ya se han mencionado tres ficciones que contrastan la inefi­
cacia del personaje con “la m agnitud de su perdición” (07,
83): “El m u erto”, "La m uerte y la b rú ju la” y “La busca de
Averroes”. En los dos últimos casos, cuando los personajes
e s tá n a p u n to de cum plir su activ idad de lectores —de
descifradores inhábiles— se les brinda, perversa e inútilm en­
te, el detalle circunstancial. Antes de retirarle su episódica
realidad, el n a rra d o r concede a Averroes el gesto trivial ya
in útil en el desarrollo dé su historia: “Sintió sueño, sintió
un poco de frío. Desceñido el tu rb a n te , se miró en un espejo
de metal. No sé lo que vieron sus ojos, porque ningún histo­
riado r h a descrito las formas de su cara” (A, 100). Del mis­
mo modo, al final de “La m uerte y la b rú ju la”, el narrador
p erm ite al aplicado Lónnrot la experiencia de lo circun stan­
cial. Creyéndose dueño de una situación, Lónnrot “v irtu a l­
m ente hab ía descifrado el problema; las meras circu n stan ­
cias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trám ites judicia­
les y carcelarios), apenas le in tere sab an a h o ra ” (F, 152).
Dentro de esa seguridad —o más bien en contra de esa segu­
rid a d que desatiende detalles— le es permitido a Lónnrot,
ju sto antes de morir, la atención al detalle. Por p rim era vez,
antes de encontrarse con el enemigo, que es el otro, Lónnrot
ve: “Vio perros, vio un furgón en una vía m uerta, vio el hori­
zonte, vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa
de un charco” (F , 152). Como Averroes, Lónnrot “sintió un
poco de frío”. También, como en el otro relato, acompaña a
la desaparición del personaje la anotación superflua, una
imagen m á s : “desde el polvoriento jard ín subió el grito in ­
útil de un pájaro” (F , 157). Esa inutilidad, referida d em asia­
do tarde a estos personajes, se vuelve patética. Si todo d e ta ­
lle circunstancial es patético, según Borges, el no reconoci­
miento de ese detalle parecería serlo más aun. En el contex­
to más amplio de la lectura, el reconocimiento tardío de lo
circunstancial, o su no reconocimiento, implican, más allá
del patetismo, un puro desperdicio por parte del lector.
V. In q u ietu d y con versión del sim ulacro

Crímenes
H a y s it ua c io n es e i d eas que no se p u e d e n precisar sin
que p e r e z c a m o s o h a g a m o s perecer.

P a u l Valéry, Choses tues

La concepción cl ás ica de la m et á f o r a es q u i z á la
meno s i mp o s i b l e de c u a n t a s hay: la de c o n s i d e r a r l a
de adorno. E s def ini ci ón m et a fó r ic a de l a met áfo ra,
y a lo sé; per o tiene sus precel enci as. H a b l a r de
a d o r n o es h a b l a r de lujo y el lujo no es tan
i nj u s t i fi c ab l e como p e n s a m o s . Yo lo d e f i n i r í a así: El
lujo es el c o me nt a ri o vi si bl e de una f e l i c id ad .

J or g e L u i s Borges, “I n da g ac ió n de l a p a l a b r a ”

1. O rganizar, acentuar: la deform ación in q u ietan te


La organización del texto borgeano es un ejercicio de fintas
graduales, como el que pone en práctica —de modo exag era­
do y eficaz— Historia universal de la infamia', organización
que se quiere disim uladora, que no difiere de la ya citada
organización de las Mil y una noches donde “las an tesalas se
confunden con los espejos, la m áscara está debajo del ro s­
tro, ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus
ídolos” (HE, 133).
“N ad a de eso im porta —escribe un Borges a p a re n te m e n ­
te despreocupado—: ese desorden es trivial y aceptable como
las invenciones del entresUeño”. Pero añade in m ed iatam en ­
te a ese juicio tran q u ilizad o r una declaración que inquieta
de m an era evidente:
El azar ha jugado a las simetrías, al contraste, a la disgresión. ¿Qué
no haría un hombre, un Kafka, que organizara y acentuara esos juegos,
que los rehiciera según la deformación alemana, según la Unheimlichkeit
de Alemania? (HE, 133),

La p re g u n ta cierra el párrafo final del ensayo sobre “Los


tra d u cto res de las 1001 noches” como expresión de un de­
seo. Ya ha dicho Borges antes en el texto, comentando la t r a ­
ducción de L ittm ann , qüe "el comercio de las Noches y de
Alem ania debió producir algo m ás”; que “hay m aravillas en
las Noches que me g u staría ver rep ensad as en alem án” (H E ,
132). Más tarde, en su ensayo sobre el Vathek de Beckford,
am p liará los lím ites nacionales que adjudica a esta “defor­
mación”. Aplica “un intraducibie epíteto inglés'’ —uncanny—
al “m a tiz a b o m in ab le del color p a r d o ” que p e r s e g u ía a
Stevenson en los sueños de su niñez, al árbol que im agina
C h esterto n en los confines occidentales del mundo —“un
árbol que ya es más, y menos, que un árbol”—, a páginas de
Poe, de Melville, de De Quincey, de B audelaire, del propio
Beckford (07, 190-91). Finalm ente dedicará Borges buena
p a rte de su ensayo “Sobre C hesterto n” al comentario de lo
uncanny. D irá de C hesterto n que “invenciblem ente suele
in cu rrir en atisbos atroces” (OI, 120); que “algo en el barro
de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y cen­
tr a l” (OI, 121). Resume la uncanniness, de C hesterton en una
fórm ula memorable: “Define lo cercano por lo lejano, y aun
por lo atro z” (OIt 121).
Es difícil saber si el interés de Borges por lo unheimliche
o lo uncanny encierra, indirectam ente, u n a alusión al en sa­
yo de F re u d ,1 considerablemente anterior a estos textos. Las

’ “Das U nheim liche”, publicado por primera vez en 1919. Cito por la
versión inglesa, “The Uncanny”, incluida en Sigmund Freüd, On Creativity
and the Unconscious (New York: Harper Colophon Books, 1958), pp. 122-
161.
escasas menciones de Freud, en general poco favorables den­
tro de la obra borgeana,2 p arecerían descartar tal posibili­
dad. Sin embargo (y aun cuando Borges y Freud vean las
consecuencias de esa “deformación” de modo muy distinto),
el acercamiento no es del todo impertinente. El interés —más
aun: la apasionada curiosidad— de ambos ante lo unheimliche,
como principio organizador, son notablem ente parecidos.
Invitación al desvelam iento de u n a inquietud disimulada,
lo unheimliche, como escribe Freud citando a Schelling: “de­
signa todo lo que h ab ría de perm anecer [...] escondido y se­
creto y que se ha vuelto visible” (Freud, 129). Lo unheimliche
se n u tre de la incertidumbre de la “deformación” a la vez
que lucha contra ella. No es, como señala Freud, antónimo
de lo heimliche sino a menudo su sinónimo: lo no fam iliar
—lo inquietante, lo desapacible— no se opone d iam etralm en­
te a lo fam iliar dado que lo familiar, por privado, por secreto,
contiene ya en sí la so sp ech a de lo e x tra ñ o . uUnheimlich
—escribe F r e u d — es de algú n modo u n a subespecie de
heimlich ” (Freud, 131). Del mismo modo señala Borges la
am bigüedad —el trastrocam iento, la semejanza, la confu­
sión— entre el rostro fam iliar y su m áscara, entre sorpresas
y “previsiones ex trañ as como las sorpresas” (E C , 16). Lo fa­
miliar, en el texto borgeano, es siempre fuente potencial de
extrañeza, así como lo extraño puede descubrirse como fa­
miliar. De una calle desconocida dirá:

Lo cierta es que l& sentí lejáiiaxneiite cercana


como.recuerdo que si llega cansado
es porque viene de la hondura del alma.
íntim o y entrañable
era el milagro de la calle clara
y sólo después
entendí que aquel lugar era extraño (OP, 22)

2 Parecería sentir Borges mayor simpatía por Juhg, quién “en encan­
tadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones litera­
rias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños” (OI, 72). Una
declaración en una entrevista reúne sin embargo, y de manera inespera­
¿Qué no h a ría un hombre que organizara y acen tu ara los
juegos atribuidos al azar —sim etrías, contrastes, disgre-
sión—, que rehiciera (que form ara y deformara) esos juegos,
poniendo de manifiesto su carga de extrañeza? A la p re g u n ­
ta de Borges, más petitio princeps que verdadero in te rro ­
gante, responde el propio texto borgeano.

2. Am enaza y deseo del nom bre: el sim ulacro in eficaz


Refiriéndose al desasosiego in h e re n te a la ficción de
Chesterton, declara Borges que “define lo cercano por lo le­
ja n o ”. La misma frase —y a la vez su reverso— vale p a ra
caracterizar el desasosiego que inspira su propio texto. No
se tr a ta aquí de aplicar la declaración a las anécdotas, a los
elem entos que en ellas d e s e n c a d e n a ría n el efecto de lo
unheimliche —como el árbol de C hesterton'o los ojos en el
relato de Hoffmann citado por F reud—,3 aunque esos ele­
mentos no falten en las ficciones de Borges. Más bien, y con

da, a Jung y a Freud. Habla Borges de sus preferencias, de sus hábitos de


lectura; “Vea usted: está bien que se lean los libros por las verdades que
encierran, pero también es lindo leerlos en busca de maravillas, p o r lo
bueno o interesante que sería si las cosas fueran así. De esa manera leo yo
a Freud y a Jung, por ejemplo” (Irby, 45; subrayado mío).
3 Al analizar “El hombre de la arena” de Hoffmann —cuyo título, tra­
ducido al español, es evidentemente insuficiente porque pierde el contac­
to con la leyenda— elabora Freud las repercusiones del tema del Sandmann
que ciega (o arranca) los ojos de los niños que no quieren dormirse: “el
temor de lastimarse los ojos o de perderlos es un terrible temor de la
infancia. Muchos adultos siguen manteniendo esa aprensión y no hay he­
rida más temible que una herida en los ojos. Estamos acostumbrados, por
otra parte, a decir que apreciaremos algo como la niña de nuestros ojos"
(Freud, 137). Compárese esta fijación en los ojos —en la amenaza que
significan los ojos abiertos y a 1^ vez en la amenaza de perderlos— con
ejemplos que da Borges de lo uncanny en Chesterton: “si habla de sus
ojos, los llama con palabras de Ezequiel (I: 22) un terrible c ri st al , si de la
noche, perfecciona un antiguo horror (Apocalipsis, 4:6) y la llama un mons­
truo hecho de ojos” (O/, 121).
la intención de aclarar un proceso de organización textual,
in te re sa aplicar esa frase —definir lo cercano por lo leja­
no— a la disposición m isma del enunciado borgeano, a los
diversos movimientos que anim an y configuran u n a g ram á­
tica distanciadora y engañosam ente familiar.
U n a p rim e ra aproxim ación a la p e c u lia r enunciación
borgeana —que aún a lo cercano y lo remoto, que logra que
se contam inen m u tu a m e n te — h a b rá de tener en cuenta una
constante del texto: la reticencia ante el nombre. Ei refe­
ren te alejado, el significado ambiguo, el significante ubicuo,
no sólo ponen de manifiesto precariedades parciales del lec­
tor, del autor, del personaje, de la situación n a rra tiv a , de los
lím ites del texto que los comprende. Declaran, de m an era
más amplia, un signo que se niega a asen tarse, una volun­
tad casi obsesiva de esquivar lo nombráble. P a ra Borges el
nombre —el nombre que asp ira a ser total y no los frag m en­
tos o desvíos dei nombre que brinda su texto— claram ente
significa un peligro. N om brar sería detenerse, fijar un seg­
m ento textual, y acaso creer excesivamente en él, olvidando
la posibilidad in q u ietan te de que sea m era repetición, sim­
ple tau to lo g ía.'N o m b rar con ta l fe, o con tal superstición,
sería desaten der el,económico principio taxativo de Occam
que Borges no se cansa de citar: no hay que m ultiplicar en
vano las entidades. La ilusión cratílica que m antuvo vivo al
Marino evocado por Borges se desvanece —nueva ironía p a ­
tética respecto del personaje— en el momento lúcido que
precede a su m uerte:

Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que
ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencio­
nar o aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que
formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su
vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo
(H, 3 1 ).

No hay que m ultiplicar en vano las entidades. La le tra


escrita que deja tra s de sí M arino y a la que escapa la rosa
am arilla —le tra cuya inútil y ra d ia n te m ateria lid ad recalca
Borges: “altos y soberbios volúmenes que form aban en un
ángulo de la sala ú n a penum bra de oro*— constituye una
en tid a d más ag reg ada al mundo. P arecería in sin u a r el texto
que toda letra, au n cuando disimule su signo directo inscri­
biéndose oblicuamente como en la obra del propio Borges,
corre el riesgo de ser úna cosa más, un agregado superfluo.
Toda le tra añade y multiplica.
Im p o rta d elim itar ese “m undo” donde se in serta, dé modo
abierto o disimulado, esa le tra excesiva y pulu lan te, vana y
al m ismo tiempo significativa. Podría decirse que, así como
en “La postulación de lá realidad”l a realidad postulada equi­
v alía al planteo de una verosim ilitud literaria, el mundo in ­
vocado en este caso equivaldría a u n mundo textual, a un
conjunto de letras. Sin embargo ta í descripción re su lta poco
eficaz, por el mero hecho de que el texto borgeano, a la vez
que se sabe p a rte de ese conjunto escrito, juega continua­
m en te con lo que está más allá, o más acá, de ese conjunto.
Como si los “objetos v erbales” convocados y asentados por el
n om bre p u d ieran incidir, al igual que las fabricaciones ver­
b ales de Tlón —incidir como objetos no verbales, dotados de
p le n a m a te ria lid a d —, en un ámbito que sobrepasa la letra
del texto. Por especioso que sea, el sofisma no deja de afec­
t a r y de dirigir la organización del texto borgeano con la fuer­
za de u n a v erd ad era creencia.
Propone Borges que entre H aw thorne y Kafka no hay sólo
u n a ética común —“el orbe de Kafka es el judaism o, y el.de
H aw th orne, las iras y castigos del Viejo Testam ento” (07,
83)— sino tam bién u n a retórica. ínvirtiendo el juicio, cabe
sugerir que en tre la obra de Borges y la de ciertos p recurso­
res suyos hay, más allá de un nexo retórico, los rudim entos
de u n a ética que parece anim arlas de m an era semejante. Las
referen cias a los escritores de origen puritan o —H aw thorne
y S tevenson— dentro del texto borgeano son, en este se n ti­
do, sin du da algo más que tributos exclusivamente lite r a ­
rios. Nombrar, en la obra de Borges, implica claram ente una
form a de tran sgresión , es la vertiginosa desobediencia ante
la interdicción de crear ídolos y el consiguiente desasosiego
(acaso el arrepentim iento) ante el simulacro, la perversión
fabricada. B asta recordar los irónicos exempla de “Las ru i­
nas circulares”, o de “El Golem”:

Él rabí lo miraba con ternura


y con algún horror. ¿Cómo (se dijo)
pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?

¿Por qué di en agregar a la infinita


serie un símbolo m á s ? Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cu i ta ? (OP, 170)

P a ra Borges, ni Stevenson ni Haw thorne —a quien dedi­


ca su mejor ensayo de crítica simpática— dejaron de “sentir
nunca que la ta re a de escritor era frívola o, lo que es peor
culpable” (OI, 87). Ambos reviven, recuerda, el “antiguo plei­
to de la ética y de la estética ó, si se quiere, de la teología y
de la estética” (OI, 88), atestig uada en las Escrituras, en los
textos platónicos, en la doctrina m usulm ana, pleito al que
se añaden las especulaciones de los idealistas, nunca des­
atendidas por Borges. El sueño de Chuang Tzu— “soñé que
era u n a m ariposa que andaba por el aire y que nad a había
de C huang Tzu” (OI, 252)— provoca el siguiente comentario:

No hay otra realidad, para el idealismo, que la de loa procesos menta­


les; agregar a la mariposa que se percibe una mariposa objetiva Je parece
una vana duplicación; agregar a los procesos un yo le parece no menos
exorbitante. [...] La fijación cronológica de un suceso, de cualquier suceso
del orbe, es ajena a él, y exterior (O/, 253).

Recurrente en su reflexión, el riesgo de la duplicación no


deja de p lan tear p ara Borges “u na dificultad (que no es ilu­
soria)” (OI, 88). Es vano p reg u n tarse si Borges, ante esa di­
ficultad, concurre plenam ente con los hijos de puritanos; si
siente la frivolidad y la culpa del ejercicio literario como,
según él, las sintieron Stevenson y Haw thorne. Lo cierto es
que —como ellos— teme y desarm a, con superstición casi
religiosa, el nombre o el conjunto fijo de palabras, conjunto
que por otra parte añora, solapadamente, con idéntica fe.
No faltan en los textos de Borges las declaraciones que com­
p aran la escritura con el hechizo: “La imagen es hechicería.
T ra n s fo rm a r u n a h o g u era en te m p e sta d , según lo hizo
Milton, es operación de hechicero. Trastrocar la luna en un
pez, en una burbuja, en un a cometa —como Rossetti lo hizo,
equivocándose antes de Lugones— es menor tra v e s u ra ” (/,
28).
Borges no llega a denunciar el artificio de sus person a­
jes, títeres al servicio de la tram a, con la convicción y el can­
dor de Stevenson. Tampoco llega a tra sla d a r esos artificios,
como p ara p urg ar desvíos, a moralidades y fábulas como lo
hace Hawthorne. Por el contrario, citando a Croce, tacha ese
trabajo alegórico de “fatigoso pleonasmo” (OI, 74). Sin em ­
bargo los dos procederes le son, de algún modo, afines, como
posibles excesos entre los que se sitú a sin definirse del todo.
El del escocés que acaso se sienta culpable de añ ad ir “una
cosa m ás” al mundo, que acaso intuya un nuevo modo de
narrar, y que desprecia al personaje literario como unidad
“re a l”. El del moroso norteamericano que, sintiendo quizá la
misma culpa, redujo el ambiguo mundo de sus sueños, como
p ara disculparse, a ejercicios didácticos y se perdió como
narrador. Recuerda Borges una desencantada declaración de
Hawthorne, visitado por la irrealidad, en 1840: “Si antes
hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y
ten d ría el corazón cubierto de polvo terrenal... En verdad
sólo somos sombras...” (OJ, 93). Con su ambigua nostalgia,
la declaración no d ista dem asiado de la resignación de
“Borges y yo” (H , 50) y a la vez recuerda una frase de Novalis
que gusta citar Borges: “El mayor hechicero [...] sería el que
h e c h iz a ra h a s ta el p un to de to m ar sus p ro pias . f a n t a s ­
magorías por apariciones autónomas. ¿No sería ése nuestro
caso? Yo conjeturo que así es” (OI, 156).
La nostalgia, la tentación del hechizo del nombre, y por
fin el fracaso de ese nombre,, vuelto simulacro en cuanto se
lo pronuncia, es constante del texto borgeano. No en vano
abundan los traidores en los relatos: “la traición implica una
ficción con u n a superficie engañadora que se m u estra y un
trasfondo que permanece oculto y es la sustancia tra id o r a ”.4
Pese a la conciencia de ese fracaso, pese al riesgo del sim u ­
lacro, subsiste sin embargo el impulso. Si el prim er tigre
evocado, en “El otro tig re ” re su lta ser, como la obra de M ari­
no, u n a cosa más y no “el tigre f a ta l”, entonces se n om brará
un segundo tigre, aun cuando, “el hecho de nom brarlo / y de
conjeturar su circunstancia / lo hace ficción del arte y no
c ria tu ra / viviente de las que andan por la ti e r r a ”, y luego se
n om b rará a u n tercero. Los sim ulacros producidos por el
nom brar no detienen la busca, por más que se la sepa iluso­
ria:

Un tercer tigre buscaremos. Éste


será como los otros una forma
de mi sueño, un sistem a de palabras
humanas y no el tigre vertebrado
que, más allá de las mitologías,
pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde ,
el otro tigre, el que no está en el verso (OP, 196).

La creencia se da junto con el descreim iento, como el li­


bro, en Tlón, con su contralibro, en un a formulación del vai­
vén borgeano anunciada ya en Inquisiciones. En “Después
de las im ágenes” se concibe con exaltación un posible escri­
tor que supere “al travieso y al hechicero”, que nombre sin
repetir ni enm ascarar la tautología, sin añadir una m era cosa
más: “Hablo del semidiós, del ángel, por cuyas obras cambia
el mundo. A ñadir provincias al Ser, alucinar ciudades y es­
pacios de la conjunta realidad, es a v e n tu ra heroica” (1, 28).
Pero el mismo ensayo, a página seguida, no ignora la posi­
ble c o n tra p a rtid a de esa a v e n tu ra heroica y dem iúrgica.

4 Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz, Borges: enigma y clave (Buenos


Aires: 1955), p. 63.
N om brar acaso coincida con esa tra n sfig u ració n , con ese
enriquecim iento alucinante y victorioso, pero n om brar es
tam bién poner de manifiesto el tenue fundam ento de esa
concepción, el bochorno del simulacro:

Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente:
hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste
en su ilusorio país ídonde hay figuraciones y colores, pero regidos de in­
movible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que tin simulacro
que obliteran las noches y que las vislumbres permiten (/, 29).

Borges condena la v an a repetición, el necio intento de


añ ad ir o tra ilusión, otro objeto --nom brado, memorable, por
sutil que parezca— que, por simple redundancia, llegue a
invalidar el mundo (la serie, el conjunto) en que se inserta.
“¿No basta —se p re g u n ta — un solo término repetido p ara
d e s b a ra ta r y confundir la historia del mundo, p a ra d en u n ­
ciar que no hay tal histo ria?” (OI, 25). Diferenciándose de
sus precursores —de los griegos a quienes acude, de los p u ­
ritano s con quienes sim patiza— no establece categorías, n i­
veles, posibilidades de salvación personal o de consuelo filo­
sófico. No rem ite a un conjunto ideal o a un Verbo fundador
p a ra justificar su crítica. P a ra Borges los arquetipos p lató ­
nicos no difieren básicam ente del inepto Golem, que h a s ta
“el gato del vecino” —o “del rabino”, en u n a nu ev a versión:
las je ra rq u ía s son insignificantes— e n cu en tra ineficaz:
[Los arquetipos] no son irresolubles: son tan confusos como las criatu­
ras del tiempo. Fabricados a imagen de las criaturas, repiten esas m is­
mas anomalías que quieren resolver. La Leonidad, digamos, ¿cómo pres­
cindirá de la Soberbia o de la Rojez, de la Melenidad y de la Zarpidad? A
esa pregunta no hay contestación y no puede haberla: no esperemos del
término leonidad una virtud muy superior a la que tiene esa palabra sin
el sufijo (HE, 21).

El empeño de Borges en desviar el nombre directo, p ara


crear idola, p a ra no condenarse a la p alab ra única que por
fin nada crea salvo la reflexión de sí misma, tra b a ja su obra,
como denuncia y a la vez como a p e rtu ra fecunda. La expre­
sión más obvia de este desvío ante lo fijo, en el plano n a r r a ­
tivo, es la subversión de lo esperable: de lo que el lector de
ficción, por pereza, considera inamovible. Los personajes que
pueblan sus relatos son dobles, son múltiples, por fin anóni­
mos. Las tra m a s de sus ficciones se superponen, deliberada­
m ente varían historias previas, propias o ajenas, se compli­
can h asta negar aparentem ente la originalidad —el punto
preciso de p a r tid a — en la que h a b ría n de asentarse. Las
buscas que em prenden los personajes —subsiste en Borges
como un lejano eco de Bunyan— culm inan en huecos, metas
e lu siv a s que no ju s tif ic a n al p e re g rin o . Los m om entos
epifánicos de los relatos aparecen contagiados, como en la
“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”; o, como en “El Zahir” y en
“El Aleph”, calculadam ente prostituidos por la parodia. A lo
largo de las ficciones obra el rechazo del ilusorio nombre, de
la posible palabra que podría establecer, de modo peligroso
e inequívoco, un ser, un itinerario, un objeto. Obra también,
p a ralelam en te, la tentación de acep tar ese nombre ¡y esa
palabra, de in cu rrir en el simulacro. Si se nombra, en la obra
de Borges, se nom bra siempre con cautela y con desvío, ta m ­
bién con resignación: procurando no crear sino aludir, con
p len a conciencia de que la alusión es otra forma —sin duda
m ás hum ilde— del nombre.

3. Nombrar, falsear
El conjetural idioma de Tlón que propone Borges evita el
sustantivo con aplicación: corresponde a un mundo que, para
sus habitan tes, “no es un concurso de objetos en el espacio;
es u na serie heterogénea de actos ind ep en dien tes” (F, 20).
El idioma —más bien, los idiomas: propone Borges p ara los
dos hemisferios de Tlón dos modos de reh uir el nom bre—
aparece como un fluir lingüístico que en lugar de fijarse en
el sustantivo se detiene, in term iten tem en te, en lo que p ue­
da modificarlo. En Tlón el mero hecho de nombrar, de clasi­
ficar, “im porta un falseo” (F , 22). Lo mismo ocurre con los
números: afirm an los m atemáticos de Tlon que la operación
de contar modifica las cantidades y las convierte de indefi­
nidas en definidas” (F , 26). No hay en Tlón números ni nom­
bres (fijos, definitorios, alienadores), no hay —se procura
que no h a y a — luna. Como Vabsente de tous bouquets de
M allarmé, aparece innominada, aludida o convocada por el
desvío que evita el nombre directo. En el hemisferio au stral
no se dice surgió la luna sobre el río sino hacia arriba de­
trás duradero-fluir luneció,5 En el hemisferio boreal el sus­
tantivo se evita m ediante la acumulación de adjetivos; n u e­
vam ente no hay luna, ni lunas, sino aéreo-claro sobre oscuro
redondo o anaranjado-tenue-del-cielo.
De estas nuevas combinaciones escribe Borges que son
“objetos ideales”, convocados y disueltos en un momento se­
gún las necesidades poéticas” (F, 21). Ambas m aneras de es­
quivar el sustantivo recuerdan la infructuosa experiencia
pedagógica de Marco Flaminio Rufo en “El Inm o rtal”. Con­
cibe el propósito de enseñar al troglodita “a reconocer, y acaso
a repetir, algunas palabras”: “le puse el nombre de Argos y
traté'de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar” (A, 17). Ante
el vano intento de imponer al otro una ru dim entaria nom en­
clatura, concibe el centurión una imaginación “ex trav ag an ­
t e ”, no distinta de la que fundam enta el lenguaje en Tlón:
Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que
nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra
manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había obje*
tos para él sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísi­
m a s Pensé en un mundo sin memoria; sin tiempo; consideré la posibili­
dad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos
impersonales o de indeclinables epítetos (A, 17).

s “Upa tras perfluye luneció”, traduce Xul Solar citado por Borges.
Curiosamente la versión inglesa propuesta por Borges no desatiende la
interdicción del nombre, aun cuando ésta aparezca, como gerundio s u s­
tantivo, en una cláusula adverbial: compárese la breve traducción basada
en rupturas —upa tras perfluye luneció— con la rotunda v e r sió n e n in­
glés: “Upwar d, behind the onstreaming it mooned” {F, 21), frase no lejana
de ciertas construcciones de Fifinegans Wake — un ejemplo “Hi t he r;
cracking estuards, they are in surgence" en las que la sintaxis da una apa­
rente coherencia a las rupturas.
Estos objetos poéticos, cuyo carácter elusivo y transitorio
subraya Borges, aparecen marcando una pausa, como paliers
dentro del fluir lingüístico, dentro del “vertiginoso y conti­
nuo juego” escriturario: en ellos se detiene, provisoriamente,
el hablan te o el escriba. Recuerdan, en el plano del lengua­
je, los razonam ientos de H erm ann Lotze citados por Borges
p ara eludir la “multiplicación de quim eras”: Lotze “resuelve
que en el mundo hay un solo objeto: u na infinita y absoluta
s u s ta n c ia , e q u ip a ra b le al Dios de Spinoza. Las causas
tra n sitiv as se reducen a causas inm anentes: los hechos, a
manifestaciones o modos de sustancia cósmica” (OI, 153). Del
mismo modo podría decirse que en Tlón hay un solo objeto,
un a infinita y absoluta sustancia lingüística que obedece al
mismo propósito: evita el sustantivo, cifra por excelencia de
la quim era o del simulacro fijo y paralizador,6 p ara deten er­
se sólo esporádicam ente —en el momento en que se enuncia
o se escribe— en manifestaciones (hacia arriba detrás dura-
d e r o - f l u i r luneció) o en modos (aéreo-claro sobre oscuro-re-
dondo) de ella^misma. Sin embargo el propio Borges es el
primero en señ alar las fallas de este utópico planteo basado
en el rechazo del nombre único: “El hecho de que nadie crea
en la realidad de los sustantivos hace paradójicam ente, que
sea interm inable su número. Los idiomas del hemisferio bo­
re a l de Tlón poseen todos los n o m b re s de las le n g u a s
indoeuropeas —y otros muchos m ás” (A, 22).
La falaz identidad propuesta por el coito —cita Borges el
terrible pasaje de Lucrecio: “así Venus engaña a los a m a n ­
tes con sim ulacros” (HE, 35)—, por el espejo, por los arq u e­
tipos, por la palabra cratílica, es-para Borges vano intento

6 “El sustantivo es nombre para cualquier cosa, por qué entonces una
vez que la cosa ha sido nombrada escribir sobre ella. Su nombre es ade­
cuado o no lo es. Si es adecuado, por qué seguir nombrándola, si no lo es,
no lleva a nada nombrarla por su nombre”. Gertrude Stein, “Poetry and
Grammar", Look at Me Now and Here I Am (Londres: Penguin Books, 1971),
p. 125. El texto de Stein rechaza el uso del sustantivo con convicción sim i­
lar a la de los hablantes de Tlón.
de reproducción. Comprenden demasiado tard e el rechazo
de Plotino, el rabino de Praga, el hombre gris de “Las ruinas
circulares”, el tintorero enmascarado: cultivadores todos, al
fin de cuentas, de un “arte de impíos, de falsarios y de in ­
constantes” (HUI, 84). La reproducción re su lta intolerable
porque de ella se esperaba inocentemente —y acaso con fe
orgullosa— un reflejo idéntico o, por lo menos, aproximati-
vo. En cambio nos enfrenta con la ineficacia de lo que procu­
rábamos convocar idéntico, con la torpeza de “un ojalá no
fuera” [TE, 35). Red Scharlach, en <KLa m uerte y la b rú ju la ”,
llega a sentir, desde su ilusoria unicidad, “que dos ojos, dos
manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos ca ra s”
(F , 155). Marco Flaminio Rufo, confrontado no con la mons­
truosidad de lo igual sino con la parodia dispar, igualm ente
m onstruosa, se niega a describir la Ciudad de los In m o rta­
les a la que por fin llega. No es el conjunto armónico que su
m ente había soñado sino su “parodia o reverso* (A, 19): “un
caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro,
en el que p u lularan monstruosam ente, conjugados y odián­
dose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser im á­
genes aproximativas” (A, 15). La copia, la repetición —id én ­
tica, en el caso de Scharlach; intencionalm ente contradicto­
ria, en el caso de los Inmortales que d estruyen la prim era
ciudad para construir con las ruinas su p u n tu a l parodia o
reverso— es igualmente m onstruosa y en ambos casos in to­
lerable.
Igualm ente intolerable, igualm ente paródica —e ig ual­
m ente inevitable— es la reproducción que practica el au to r
de todo texto. Recuerda el n arrad o r de “La biblioteca de Ba­
bel” que: “Hablar es incurrir en tautologías. E sta epístola
inútil y p alabrera ya existe en uno de los tre in ta volúmenes
de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos
—y tam bién su refutación” (F, 94). Todo texto reproduce fa­
talm ente un texto previo, por reflexión o inflexión: inq uieta
a ese texto (esa palabra ya nombrada) y a la vez es in q u ie ta ­
do por él. El Quijote de Menard y el de C ervantes —caso
límite de reproducción, también ejercicio de m odestia— son
ta n perturbadores, yuxtapuestos, como los dos ojos y los dos
pulmones de Red Scharlach: aparentem ente redu nd an tes y
sin embargo necesarios. De las dos personas que buscan un
lápiz, en “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, la prim era acaso ofrez­
ca el mejor ejemplo de economía verbal y de desconfianza
ante el nombre: encuentra el lápiz y no dice nada. La segun­
da en cu en tra un segundo lápiz, “más ajustado a su expecta­
tiv a ” (F, 27). El texto perm ite sospechar que dirá algo, que
la existencia de ese lápiz, en ese universo idealista, coinci­
dirá con su percepción y su nomenclatura: que la segunda
persona añadirá, en ese in stan te, una cosa más al mundo,
incurriendo en la multiplicación de entidades condenadas
por Occam.
Sin embargo señala Borges, al referirse a esas dupli­
caciones, a esos “objetos secundarios” —lápiz concreto o fa­
bricación verbal—, su carácter peculiar: “son, aunque de for­
ma desairada, un poco más largos” (F , 27). En suma los hrónir
reproducen un “original” innominado y a la vez divergen de
él. Por otra parte adolecen de un poder modificador e incisi­
vo que a menudo atribuye Borges al ejercicio literario: la
m etódica elaboración de hrónir “ha permitido in terrog ar y
h a s ta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y
menos dócil que el porvenir” (F, 28).
La reflexión sobre el nombre en el texto borgeano —ta u ­
tología, simulacro, falseo— merece ser descrita en los té r ­
minos con que se asienta el inciso e) de la bibliografía de
P ierre Menard. M enard proponía, recomendaba, discutía y
acababa por rechazar la posibilidad de suprim ir una pieza
de ajedrez p a ra enriquecer el juego. De igual modo Borges
p arecería proponer, recomendar, discutir y por fin rechazar
la posibilidad de suprim ir el nombre que fija, peligroso e
ineficaz. El rechazo de esa posibilidad —es decir, la resig n a­
da aceptación de ese nombre deficiente— se m anifiesta a
tra v és del desvío, un desvío ni mayor ni menor que el que
separa el ilusorio nombre original de su simulacro imperfec­
to.
El segundo lápiz descubierto en Tlón difiere del primero:
es más desairado y a la vez más largo. En cambio el Quijote
de Menard, si bien no es desairado, es más corto: consta de
dos capítulos literalm ente idénticos al texto de Cervantes.
La falta de coincidencia —el falseo p ara no caer en u n a t a u ­
tología que falsea— no reside simplemente en el carácter
inconcluso del texto de Menard. Antes bien parece dictada
por los mismos móviles que sustentaban la aparición de los
hrónir de TIon: la distracción y el olvido, Pierre Menard,
cuya superstición literaria le impide tanto im aginar el u n i­
verso sin Le bateau ivre o The Ancient Mariner como in te n ­
ta r duplicar esos textos, reproduce letra por letra p arte del
Quijote —texto p ara él olvidado, “no leído”— en la Nimes
del siglo veinte. Puede hacerlo porque personalm ente consi­
dera que: “El Quijote es un libro contingente, el Quijote es
innecesario. Puedo prem editar su escritura, puedo escribir­
lo, sin in currir en una tautología. [...] Mi recuerdo general
del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, p u e­
de muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un
libro no escrito” (F, 52).
De la misma m anera, sin incurrir en la tautología, h a b rá
obrado Pascal, tal como lo evoca Borges. Cifra con “vértigo,
miedo y soledad” —y sin duda tam bién olvidando o d is tr a ­
yéndose de un texto previo— su concepción del mundo: “Una
e s fe ra in f in ita , cuyo centro e s tá en to d a s p a r te s y la
circunferencia en n ing u na” (OI, 17). Menos de un siglo a n ­
tes Giordano Bruno había afirmado que “el universo es todo
centro, o que el centro del universo está en todas partes y la
circunferencia en n ing un a” (ÓI, 15). Siglos después el n a ­
rrad o r de “La Biblioteca de Babel” ai describir la Biblioteca
—“el universo (que otros llaman la Biblioteca)”— reto m a rá
el mismo dictamen: uLa Biblioteca es una esfera cuyo centro
cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inacce­
sible” (F , 86). P ara Giordano Bruno la concepción exultante
significaba una liberación; para Pascal, que escribe las m is­
mas palabras, como Menard las de Cervantes, la concepción
es espantosa; p ara el n arrad o r de “La Biblioteca de Babel”,
que a su vez redice esas palabras, es punto de p a rtid a de
u n a lúcida perplejidad. Ni Pascal, ni M enard, ni el n a rra d o r
borgeano, ni el propio Borges, repiten de m an era reductora:
“no restitu yen el difícil pasado —operan y divagan con él”
(D, 9).
Al considerar la tautología del lenguaje declara el n a r r a ­
dor de “La Biblioteca de Babel”: “Un mismo número n de
lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el
símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y per ­
durable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es
pan o pirá mide o cualquier otra cosa, y las siete palabras
que la definen tien en otro valor” (F, 94). Del mismo modo
puede decirse —sin llegar a los extremos que propone esta
declaración— que las p alab ras que cifran el mundo "para
Pascal, idénticas a las de Giordano Bruno, tienen dentro del
código pascaliano otro valor que el que tien en en el de su
precursor, que las palabras del n a rra d o r del relato borgeano
tien en a su vez otro valor que el que tienen en los códigos
a n te rio re s : fin a lm e n te que las p a la b r a s del Quijote de
Menard, aunque coincidan con las letras que componen las
p alabras de Cervantes, son otras palabras.
Borges se complace en señalar los av atares de la palabra
rep etid a y a la vez distinta, la s 1posibilidades de divagación
de un término, o de u n a serie de términos, que podrían creer­
se fijos. Así en “La lotería en Babilonia”, cuando la Compa­
ñ ía se en fren ta a sus críticos: “con su discreción h ab itu al,
no replicó directam ente. Prefirió b o rrajear en los escombros
de u na fábrica de caretas un argum ento breve, que ahora
figura en las escritu ras s a g ra d a s ” (F , 71). El reverso de esa
divagación, en que un garabato se vuelve texto canónico, es,
como anota el n a rrad o r y lector en “Pierre M en ard”, ig u al­
m ente viable:

No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. U na doctri­


na filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran
los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre de la
historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad final es aún más
notoria (F , 55).
La p o s ib le r e d u n d a n c i a del n o m b re , la n a t u r a l e z a
tautológica que reconoce Borges en el lenguaje, la ilusión
am en azado ra del simulacro palabrero a la cual no es in m u ­
ne, p arecerían salvarse por la divagación in te rte x tu a l que
defiende Borges y que pone en práctica en su obra. La m en­
ción directa de l u n a , en la conjetural Ursprache de Tlón, no
es objetivam ente inferior a los desvíos que la reem plazan y
que obran en contra de su fijeza: tanto luna como la combi­
nación ap aren tem en te móvil aéreo-claro sobre oscuro-redon-
do deberían im portar, en el momento de la enunciación que
n ecesariam en te clasifica, un mismo falseo, un mismo sim u­
lacro ineficaz. Pero m ientras lun a falsea, por así decirlo, sin
im aginación, su su stitu to metonímico, al divagar, es capaz
de u n a conversión más rica. *
En “U na vindicación del falso B asü ides” detalla Borges
u n a cosmogonía b asad a en la duplicación y el reflejo, obra
de “siete divinidades s u b a lte rn a s ”, d im anantes de un Dios
inm u table e innominado, que (como el rabino de Praga) con­
descienden a la acción e in au g u ran u n a serie de derivacio­
n es jerárq uicas. Comprueba Borges la aparente m ultiplica­
ción vana y sin embargo —porque se t r a ta de algo más que
de u n a red u n d an cia— la defiende:

Escarnecer la vana multiplicación de ángeles nominales y de refleja­


dos cielos simétricos de esa cosmogonía, no es del todo difícil. El principio
taxativo de Occam: Entia non sunt multiplicando, praeter necessitatem,
podría serle aplicado —arrasándola. Por mi parte, creo anacrónico o in­
útil ese rigor. La buena conversión de esos pesados símbolos vacilantes e 3
lo que importa (D , 64).

La buena convérsión de esos pesados símbolos vacilantes


es lo que importa, como im porta p ara Borges “la diversa en­
tonación de algunas m etáfo ras” (OI, 17), No o tra cosa es,
por otra p arte, la ta re a literaria, resultado de la conversión
y de la entonación diversa de un a misma palabra. El texto
borgeano propone y a la vez practica esa buena conversión y «
esa diversa entonación —eficaces y dinám icas— de la p a la ­
b ra pesada, lastrada* de u n a p alab ra que no pide sino que se
la inquiete, p a ra rev elar p len am en te su carga vacilante.
Recuerda Borges que los teólogos “afirm an que la conserva-
ción de este mundo es un a p erp etu a creación y que los ver­
bos conservar y crear, ta n enem istados aquí, son sinónimos
en el Cielo” (HE, 33). Del mismo modo conserva y crea su
texto, a través de la palab ra esquiva, perm anentem ente con­
vertible.

4. D esvío, conversión, m etáfora


En un principio la preferencia de Borges por el desvío y
la “buena conversión” no parecería demasiado lejana de la
reform ulación de la m etáfora p ropuesta por ciertas poéticas
van g uard istas. El propio Borges recuerda lo que fue, p ara
los u ltra ísta s, artículo de fe por excelencia: “nos enardeció
la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algebraica
forma de correlacionar le ja n ía s” (/, 97). Sin embargo la co­
rrelación de lejanías practicada en la obra borgeana se dis­
tancia progresivam ente de esa prim era formulación simplis­
ta, vuelta lugar común, p ara darle otro valor.
En “Las k e n n in g a r” reivindica Borges el placer del asom­
bro, la eficacia del contacto heterogéneo entre los términos
que componen los tropos en la poesía islándica: “deparan una
satisfacción casi orgánica. Lo que procuran tra n sm itir es
indiferente, lo que sugieren nulo. No invitan a soñar, no pro­
vocan im ágenes o pasiones; no son un punto de partida, son
térm in o s” (HE, 46). Se complace en señalar Borges el espa­
cio, la divergencia, entre el nombre y el tropo, recuerda que
“luna de los p ira ta s no es la definición más necesaria que
reclam a el escudo” (HE, 46) pero que la reducción del desvío
im plicaría u n a “pérdida to ta l”; retiene el signo algo mons­
truoso, pierna del omóplato, porque esta kenning revela, con
más eficacia que el nombre al que reem plaza, la rareza fu n­
d am ental del brazo humano. Pero el Borges que anota estos
asombros h a dejado de com partir (si es que alguna vez ver­
d aderam en te compartió) la ciega fe de sus contemporáneos
en la virtud todopoderosa de la metáfora. Al com entar las
kenningar lo hace más bien como cronista, guardando dis­
tancias: uel u ltra ís ta muerto cuyo fantasm a sigue siempre
habitándom e, goza con estos juegos” (HE, 66). Más allá del
simple asombro, de la satisfacción que proponen estas com­
binaciones, adivina Borges “la desairada verdad” (HE, 44):
que las kenningar eran desvíos prefijados del nombre, me­
ras convenciones literarias como acaso tam bién lo fueran,
sugiere Borges, los epítetos homéricos: “obligatorios y mo­
destos sonidos que el uso añade a ciertas palabras y sobre
los que no se puede ejercer originalidad” (D, 107).
Sin embargo la indagación, de las kenningar no es simple
ejercicio de nostalgia. Si se detiene en ellas Borges, con ob­
vio deleite, es sobre todo porque vislumbra, más allá de su
probable carácter mecánico, una potencialidad remotivadora
en esos signos, un asombro y u na eficacia renovados en cada
nueva lectura. Del mismo modo querría recu perar “las áspe­
ras y laboriosas p a la b ra s” de la gram ática anglosajona:

Símbolos de otros símbolos, variaciones


del futuro inglés o alemán me parecen estas
palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o
una espada;
mañana volverán a vivir,
mañana fyr no será fire sino esa suerte
de dios domesticado y cambiante
que a nadie le está dado mirar sin un antiguo
asombro (OP, 214).

Señala Borges en “Las versiones hom éricas” que las t r a ­


ducciones no son “sino diversas perspectivas de un hecho
móvil, sino un largo sorteo experim ental de omisiones y de
énfasis”. Y añade: “No hay esencial necesidad de cambiar de
idioma, ese deliberado juego de la atención no es imposible
dentro de una m ism a lite ra tu r a ” (D , 105). Traducir equivale
a leer. Del “sorteo experim ental” que practica en su lectura
de Homero, Borges concluye que los epítetos acaso fueran
mecánicos pero —como en el caso de las kenningar— los res-,
cata con un a observación que cabe aplicar tam bién a los
t ro p o s is lá n d ic o s : “son e x p r e s i o n e s q u e r e c u r r e n ,
conmovedoramente, a destiem po” (D , 107). Este destiempo
—que es tam bién destexto— es criterio al que acude el pro­
pio Borges en “Las k e n n in g ar”, cuando descontextualiza un
dístico de Quevedo (p rá c tic a m e n te tra n s fo rm á n d o lo en
ke nning ) p ara recalcar su eficacia imprevisible: “Su Tumba
son de Flandes las C am pañas / Y su Epitafio la san g rien ta
L u n a ” (HE, 46). El placer de Borges ante estos dos versos a
destiempo recuerda al lector de Alfonso Reyes, deslum brado
por un intempestivo rescate dentro del texto gongorino: “la
playa azul de la persona m ía”.7
Confirman “Las k e n n in g a r” la clara atracción borgeana
por el destiempo, por el destexto, por el dislate, aun cuando
Borges emplee este término de modo peyorativo p a ra c riti­
car un poema que atribuye a Gracián. Aparece el mismo t é r ­
mino más tarde, cambiado de signo, p ara calificar la em pre­
sa literariam en te fecunda de Pierre M enard (F , 49). En r e a ­
lidad el error que Borges achaca a Gracián no es tanto su
dudoso empleo de asombrosos desvíos figurativos como la
torpe justificación con que explica y suprim e —”con recelo
culpable” (HE, 47)— la distancia que plantean sus asombros.
Gracián peca por “la aposición de cada nombre y su m etáfo­
ra atroz, [por] la vindicación imposible de los d islates” (HE,
48). Los dislates, los desvíos puros, “nos e x tra ñ a n del m u n ­
do” (HE, 65), como aquella sirena cap turad a que recuerda
Borges y a quien nadie comprendía. Su vindicación in útil

7 "Cierto poeta que yo conozco se entretenía en ‘no entender’ a Góngora


para mejor recrearse en las imágenes. Y donde éste hace decir a Polifemo:
‘me vi en el mar, me asomé y me reflejé en esa playa azul que es el m ar’,
... Espejo de zafiro fue luciente
la playa azul, de la persona mía,
se conformaba aquél con repetirse a sí mismo, como si hiciera sentido, el
verso destacado: ‘la playa azul de la persona mía’. En esta transmisión de
imágenes se descubre frecuentemente la falta de ecuación entre lo que
expresa el poeta y lo que el lector recibe” (Alfonso Reyes, La experiencia
literaria (Buenos Aires: Losada, 1961], p. 76).
—la vindicación que practica G racián— equivale a los es­
fuerzos del cronista por explicar y clasificar a esa sirena,
u n a vez que se la hubo domesticado: “razonó que no era un
pescado porque sabía hilar, y que no era una m ujer porque
podía vivir en el agua" (D, 85).
“La in telig en cia es económica y arreg lad o ra -—escribe
Borges— y el milagro le parece una m ala costumbre. Admi­
tirlo, ya es injustificarse” (I A , 103). Si subsisten en el Borges
que escribe “Las k en n in g ar” resabios de un prim ario azora-
miento ante el milagro, el azotam iento no cede nunca, a lo
largo de su obra, a la domesticación o al arreglo reductor de
lo que es —y ha de p erm an ecer— extraño. Se en tretie n e
Borges en estu d iar la extrañeza, los diversos grados de ex-
tra ñ eza, de u n a m etáfora desglosada: El incendio, con fero­
ces mandíbulas devora el cam po. Se entretiene en im ag in ar­
le contextos de escritura y lectura, en pensar h asta qué punto
afecta esa extrañeza la recepción del lector que elige, o no,
reconocerla por tal, que proyecta el ex trañam iento en su lec­
tu ra . A tribuida a un contemporáneo u ltraísta, la metáfora,
dice Borges, es como “un dejarse llevar por la locución fuego
devorador, un.autom atism o; total, cero...” (IA, 105). Despla­
zada de ese prim er contexto posible —la sorpresa in stitucio­
n alizada del v an gu ard ism o—, la m etáfora se vuelve más
eficaz y aum enta su potencial de asombro, fomentado por
las suposiciones del lector:
Supongamos ahora que me la presenten como originaria de un poeta
chino o siamés. Yo pensaré: Todo se les vuelve dragón a los chinos y me
representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gusta­
rá. Supongamos que me revelen que el padre de esa figuración es Esquilo
y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado
titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia,
ministros duros, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar
su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y
aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la le­
janía (ya poética) de su origen. Haré como el lector, que sin duda ha s u s ­
pendido su juicio, hasta cerciorarse bien cuya era la frase (IA, 105-106).

Cúya era la frase, o cuál era su contexto. La obra en te ra


de Borges lleva al lector, casi didácticam ente, de la sorpresa
inevitable ante el artificio poético desglosado, solitariamente
asombroso —una im agen u ltraísta, un a kenning, una cita
aislada, Máximo Pérez en el sistem a de Funes el memorioso,
los anim ales que “acaban de romper el ja r ró n ” en la enciclo­
pedia china—, al asombro ya más complejo que provoca la
inclusión de estos artificios en un continuum lingüístico
—los anim ales que acaban de romper el jarró n junto a los
que de lejos parecen moscas, Máximo Pérez junto a El ferro­
carril—, al asombro que por fin suscita, aunque se lo olvide,
la a rb itra ria concatenación de toda escritura. El asombro,
lo unheimliche del discurso borgeano no reside en el aisla­
miento de lo extraño, fácilmente clasificable, sino en la ex-
tr a ñ e z a dél d isla te incorporado dentro de ese discurso,
nivelado por la gram ática de ese discurso: diversos elementos
lo afectan y sin embargo no lo aniquilan.
En MLa p enú ltim a versión de la realidad” sospecha Borges
de “una sabiduría que se funda, no sobre un pensamiento,
sino sobre una m era comodidad clasificatoria” (D , 39). Su
texto evita cuidadosam ente esa comodidad; parafraseando a
M arcel S chw ob cabe a ñ a d i r que no sólo no c lasifica:
desclasifica.8

a Marcel Schwob, Vies imaginaires (París: Gallimard, 1957), p. 10.


VI. P lacer y desconcierto: la d esarticu lación
del hiato

Puedes mirar delante de ti, y de cada lado, si quieres


—dijo la Oveja—; pero no puedes mirar todo lo que
te rodea, a menos que tengas ojos en la nuca.
Leíais Carroll, Through the Looking-Glass

El que diluye nos da al principio unas notas de una


tonada conocida, luego una docena de compases
propios, luego algunas notas más de la tonada, y así
sigue alternando. De este modo protege al oyente, si
no del riesgo de no reconocer la melodía en absoluto,
por lo menos de los arrebatos excesivamente
apasionados que produciría si se le presentara de
modo más concentrado.
Lewis Carroll, Theme with Variations

1. El repertorio: selección , desarticu lación y rescate


P a ra la organización del texto borgeano cabría la descrip­
ción que propone su autor del universo ideal de Plotino: “un
repertorio que no tolera la repetición y el pleonasm o” (HE,
16). Pero la selección que dicta la organización de este texto
—que constituye la base de su sintaxis— no sólo evita pleo­
nasmos y repeticiones; pone en tela.de juicio la sucesividad
previsible de las palabras, habitualm ente a p u n talad a por esa
“supersticiosa ética” que anim a al hábito de lectura, fijando
y empobreciendo eí texto: “He advertido que en general la
aquiescencia concedida por el hombre en situación de leyente
a un riguroso eslabonam iento dialéctico, no es más que u na
holgazana incapacidad p a ra ta n te a r las pruebas que el es­
critor aduce, y u n a borrosa confianza en la ho nradez del-
m ismo” (/, 84).
La selección que practica el texto borgeano —p a ra in s ta ­
larse provisoriam ente en un mundo textu al donde todo se
ha dicho, donde todo se repite, donde todo puede convertirse
—aparece sig nada por la r u p tu ra y el hiato. Así lo entiende
Michel Foucault al calificar de monstruoso, en la e n u m era­
ción de la pérfida enciclopedia china de “El idioma analítico
de Jo hn W ilkins” (OI, 142), el blanco intersticial: “no son
imposibles los ‘anim ales fabulosos’ puesto que se los desig­
na como tales; es imposible la estrecha distancia que los se­
p a ra de los perros sueltos o de los que de lejos parecen mos­
cas, a los que se y ux tap on en ” (Foucault, 8). Ese blanco, esa
estrecha distancia p erturbado ra, guía la organización sal­
tead a, disonante y asombrosa, del discurso borgeano, aun
en los textos engañosam ente más simples, más lisos. El h ia ­
to, la fisura in q u ietan te, subyace —de m an era ya evidente,
ya solapada— en toda la obra, como aquella g rieta en The
Marble Fa un de H aw th o rn e, cuya descripción sig n ifica­
tivam ente cita Borges:

“Yo creo —dijo Miriam— qué no hay persona que no.eche una mirada a
esa grieta, en momentos de sombra y de abatimiento, es decir, de intui­
ción.
“Esa grieta —dijo su amigo— era sólo una boca del abismo de oscuri­
dad que está debajo de nosotros, en todas partes, La sustancia más firme
de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo
y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para
romperla; basta apoyar el pie" (OI, 91).

La obra borgeana es, desde un comienzo, llamado de a te n ­


ción sobre la p recariedad de esa lám ina in te rp u e sta sobre la
grieta, el intersticio: lám ina textual apenas estable que m a n ­
tiene un a le tra ilusoriam ente segura. La precariedad se t r a ­
duce por la insistencia de Borges en lo desarticulado, en la
descomposición. Descomposición de la personalidad —“su­
perstición occidental” la llam a Borges—j1descomposición dél
tiempo lineal; de la h istoria lite ra ria (prestigiosa m etáfora
del mero tiempo sucesivo, anotado); del pensamiento unívoco
y didáctico; de la secuencia n a r ra tiv a arm ada de modo p re ­
visible; del personaje rotundo fabricado a base de p ura acu­
mulación. Así lo d em u estran el añicamiento del tiempo prac­
ticado por Dunne; la désconstrucción de la obra de H erbert
Quain; el Kafka que in qu ieta y postula a sus precursores;
los av atares de la tortuga; el teólogo J u a n de Panonia que
p e r tu rb a al teólogo A ureliano como Aureliano p e rtu rb a a
J u a n de Panonia; Pierre M enard que inquieta a Cervantes
como Céline a Tomás de Kempis; Pedro Damián, “el otro
m u e r to ”, que a f a n ta s m a a P edro D am ián, que a su vez
afan tasm a a Pedro Damián. El uno, no se cansa de afirm ar
Borges, parafraseand o el P armén ides , es realm ente muchos
(OJ, 152), y el uno tam bién es nadie.
La desarticulación, la p resencia de la grieta que Borges
ja m á s pierde de vista y no perm ite que su lector olvide, toca
no sólo la e s tru c tu ra y los motivos del texto literario sino la
le tra misma, su evidente y fatal sueesividad. En un ensayo
tem prano, “Indagación de la p a la b ra ”, cuestiona Borges la
posibilidad, propuesta por Croce y defendida por su discípu­
lo M anuel de Montoliú, de que un solo acto de cognición bas­
ta p a ra apoderarse de un texto, de que la lectura consta de
u na u n ita ria revelación estética:
¿No dejó dicho Schopenhauer que la forma de nuestra inteligencia es
cosa3
el tiempo, línea angostísim a que sólo nos presenta las una por una?
Lo espantoso de esa estrechez es que los poemas a que alude reveren­
cialmente Montoliú-Croce [síc] alcanzan unidad en la flaqueza de nuestra
memoria, pero no en la tarea sucesiva de quien los escribió ni en la de
quien los lee. (Dije espantoso, porque esa heterogeneidad de la sucesión
despedaza no sólo las dilatadas composiciones, sino toda página escrita)
UA, 16).

1 “La personalidad y el Buddha”, Sur, 192-194 (1950), p. 34. Cito la


frase final del texto: ‘“Buddha Gotama equivale estrictamente a N .N .’ e s ­
cribió Otto Franke; cabría contestarle que el Buddha quiso ser N .N .”.
Más tarde volverá Borges a ese espantoso despedazam ien­
to tex tu al y lingüístico. Recuerda, como caso extremo, la
horrible imaginación de Swift en la tercera parte de Gulli-
ver’s Trauels: aquellos hombres que son “incapaces de conver­
sar con sus semejantes, porque el curso del tiempo h a modi­
ficado el lenguaje, y de leer, porque la memoria no les alcanza
de un renglón a otro”. Y añade Borges: “Cabe sospechar que
Swift imaginó este horror porque lo tem ía, o acaso p a ra
conjurarlo m ágicam ente” (07, 226). También cabe sospechar
que Borges, al reproducir esa p esadilla ex trem a de u n a
posible descomposición verbal, obedece a los mismos motivos.
En el último párrafo de “El Inm ortal”, al com entar la últim a
declaración del que ha sido Homero, del que ha sido otros,
del que se rá N adie y será todos porque e s ta r á m uerto,
imagina una mutilación semejante: “Cuando se acerca el fin,
escribió C artaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo;
sólo quedan palabras. P alabras, p alab ras desplazad as y
m utiladas, p alabras de otros, fue la posible limosna que le
dejaron las horas y los siglos” (A, 26).
Mutilación y desplazamiento son puntos culm inantes de
u na desarticulación que Borges practica y a la vez teme, y
que encuentra eco en su lectura de Plotino: “Los objetos del
alma son sucesivos, a h o r a S ó c r a t e s y después un caballo
—leo en el quinto libro de las Enéadas—, siempre una cosa
aislada que se concibe y miles que se pierden; pero la In te li ­
gencia Divina abarca juntamente todas las cosas” (HE, 14).
La Inteligencia Divina de Plotino abarca tanto las cosas ais­
ladas como las que se pierden. Al hacerlo constituye un fu n ­
damento estable que justifica la serie y la vuelve inteligible:
impone un orden que domestica los fragm entos heteróclitos
y despedazados, suprimiendo la am enaza del hiato. En cam­
bio los fragm entos del discurso borgeano —la p alab ra m u ti­
lada, la cosa aislada, el hiato, la pérdida— carecen de fun­
damento tranquilizador o más bien constituyen ellos m is­
mos su propio fun dam ento , n a d a tra n q u iliz a d o r, lo que
Foucault llam a “el no-lugar del lenguaje” (Foucault, 8). La
descomposición que anima el texto de Borges sólo se com­
prueba, por fin, en ese no-lugar, substrato móvil de u n a le­
t r a que es móvil, susceptible de múltiples lecturas. Como
los objetos poéticos de Tlón, los elementos que componen el
texto borgeano, “convocados y disueltos en un momento, se­
gún las necesidades poéticas” (F, 21), conjugan —en el e sp a ­
cio de la escritura y de la lectu ra— lo roto, lo desplazado, lo
heteróclito: ahora Sócrates y después un caballo.
Como p ara recalcar esa detención saltead a de lo pasajero
dentro de lo móvil, ese rescate inopinado de épaves inconexas,
insiste Borges, con cierto deleite, en lo incomunicado y lo
im penetrable. Recuerda en “Los avatares de la to rtu g a ” que
Bradley “no se lim ita a combatir la relación causal; niega
todas las relaciones”. Y añade: “Transform a todos los con­
ceptos en objetos incomunicados, durísimos. Refutarlo es con­
tam in arse de irre a lid a d ” (OI, 154). E sta declaración se pro­
longa n a rra tiv a m e n te en “Tlón, Uqbar, Orbis T ertius”, don­
de lo aislado, perfectam ente incomunicado e irreductible,
contam ina la verosim ilitud p lan tead a al comienzo del r e la ­
to; hace ceder u na realidad —“lo cierto es qüe an h elab a ce­
d er” (F, 33)— y perm anece en ella, corroyéndola. Así la b rú ­
ju la cuyo tem blor logra in qu ietar “las finas cosas inm óviles”
(F, 31) contiguas. Así el cono, pesadísimo y minúsculo, que
rescata el n a rra d o r después de u na nebulosa borrachera.
Aparece la insistencia en lo concreto p aralelam en te a la
desarticulación de Tlón, a su multiplicación deso rden ad a y
contradictoria. El hecho es tanto más significativo cuanto
que Tlón, a diferencia de otras utopías o contrautopías, es
por fin u n a n ato p ism o que su rg e del idiom a de U qbar,
anatopismo previo que sólo figura en la le tra de un volumen
anómalo de la Anglo-American Cyclopaedia. E sa le tra anó­
m ala que da origen a Uqbar revela “bajo su rig u ro sa e sc ritu ­
ra u na fun dam ental vaguedad” (F, 15). De la nebulosa e n u n ­
ciación de U qbar merece recordarse “un solo rasgo m em ora­
ble”: “La sección idioma y literatura era breve. Un solo r a s ­
go memorable: anotaba que la lite ra tu r a de U qb ar era de
carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se
referían jam ás a la realidad, sino a las dos regiones im agi­
n a ria s de Mlejnas y de Tlón...” (F , 16).
El relato se orienta según la descripción de una de esas
dos regiones im aginarias, educidas de u n a lite ra tu r a a la
que sirven, a la vez, de referentes. Queda desechada Mlejnas,
in operante ya en el texto, cuando aparece un volumen ta n
anómalo como el de la Anglo-American Cyclopaedia: el tomo
once de A First Encyclopaedia o f Tlón. A medida que la des­
cripción de Tlón se complica, sobre la base de este “vasto
fragm ento metódico” {F, 18), a m edida que se empeña Borges
en d esarticu lar y en desubicar una proyección lite ra ria que
h a pasado a ser entidad independiente —un referente que,
por así decirlo, h a pasado a ser signo— aparecen en el relato
los “objetos incomunicados, durísim os”: las aisladas mone­
das de cobre (en un sofisma “cuyo renombre escandaloso equi­
vale en Tlón al de las aporías eleáticas” [F, 24]), el concreto
lápiz, la m áscara de oro, la espada arcaica, las ánforas de
barro y el m utilado torso del rey, p a ra culm inar con la b rú ­
ju la y el cono que inciden en el mundo al que pertenece el
narrador.
Los dos últim os objetos son los m ás obviam ente diso­
n an tes, los más “incomunicados” porque m arcan sin duda la
intrusión de un mundo radicalm ente distinto del que se p lan­
te a al comienzo el relato: quizá por eso sean, en resum idas
cuentas, los menos in tere san tes. Más sorprendentes, en un
p la n e ta que nace de un idioma y u n a lite ra tu ra y donde n in ­
gun a doctrina “h a merecido tan to escándalo como el m a te ­
rialism o” (F, 24), son los muy concretos hrónir y los ur. Lápi­
ces o m áscaras, fabricados sólo por el lenguaje, existen: m i­
m an la dureza de objetos que el lector reconoce como concre­
tos porque lo rem iten a u n a realidad ex traliteraria, pero su
factu ra reside sólo en la p alabra. No es casual que al h ab lar
de estos curiosos productos acuda Borges, p a ra explicar su
aparición, a la distracción y al olvido, a la sugestión y a la
esperanza: todos térm inos que reivindica p a ra el ejercicio
literario.
Tanto a los tropos islándicos como a los ppemas de Que­
vedo atribuye Borges un a dureza, un soberbio aislamiento,
sem ejantes a los de los artificios verbales de Tlón. De los
primeros d irá que son “objetos verbales, puros e indepen­
dientes como u n cristal o como un anillo de p la ta ” (HE, 70);
de los segundos, que son “objetos verbales , puros e indepen­
dientes como u na espada o como u n anillo de p la ta ” (OI, 64).
Acaso no sea in ú til detenerse en los términos de las compa­
raciones que, m ás allá de sus obvias connotaciones mitoló­
gicas, parecen significativos; el cristal que refleja, el anillo
que implica circularidad, la espada que incide, son objetos
menos independientes de lo que podrían parecer a prim era
vista. Objetos puros y aislados, connotan a la vez la movi­
lidad: repiten circularm ente, reflejan y desvían, inciden y
practican la apertura. Participan en el vaivén borgeano como
ese cristal —ese río interm inable que pasa y queda— que,
p ara fijar un “Arte poética”, cuenta con la inconstancia:

También es como el río interminable


que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable (O P, 222).

2. P lacer de la interpolación
“Mi texto será fiel: líbreme Alá de la tentación de añadir
breves rasgos circunstanciales o de agravar, con in terp o ­
laciones de Kipling, el cariz exótico del relato” (A, 143), an u n ­
cia el n a rra d o r de “El hombre en el u m bral”. Huelga aclarar
que el relato que reconstruye no desdeña ni el breve detalle
circunstancial, ni la interpolación. La paródica invocación
nom bra dos recursos en los que a menudo se detiene Borges:
acaso los que le proporcionen —como escritor o como lec­
to r— m ayor placer.
La sustitución del nombre por su desvío, la d esarticula­
ción o la fragm entación del texto, implican —tal como las
practica Borges— la subversión por reemplazo de un orden
habitual. La interpolación, por el contrario, implica u na sub­
versión por a ñ a didu ra. Acaso en esa añ ad id u ra resida el
deleite interpolatorio de Borges, como tam bién en la n a t u ­
raleza del “m undo” en que incide esa añadidura. Nom brar
supone el riesgo de añadir ‘'una cosa m ás”, quizá converti­
ble, quizá mero ripio: es añadir a la serie. En cambio la in te r­
polación satisface la tentación de agregar sin incurrir en el
peligro del simulacro redundante: si se añade a la serie es
con el claro propósito de interrum pirla, de modificar (y aca­
so de anular) los elementos que preceden y que suceden a su
inserción. Interpolar no es nombrar: es más bien obrar en
contra de lo que podría fijar'el nombre, abrir una brecha en
u n a serie previsible.
En el ensayo sobre “Los traductores de las 1001 noches”
se complace Borges en los desniveles de la versión de Edward
Lañe, a quien tacha de distraído: “Alguna vez la falta de sen­
sibilidad le es propicia, pues le perm ite la interpolación de
voces muy llanas en un párrafo noble, con involuntario buen
éxito” (HE, 106). La “cooperación de palabras h eterog én eas”
que Borges señala en Lañe no difiere, en el fondo, de la coope­
ración —o del contrapunto— entre secuencias heterogéneas
que com entará Borges en otros textos o que expondrá él
mismo. Es doctrina por ejemplo, en la Babilonia borgeana,
“que la lotería es una interpolación del azar en el orden del
mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es
corroborarlo” (F, 72).
Tanto en “La perpetua carrera de Aquiles y la to rtu g a ”
como en “Avatares de la to rtu g a ” se detiene Borges en la
reconstrucción de la paradoja im aginada por Lewis Carroll.
No lo considera el avatar más elegante, ni el que menos di­
fiere de Zenón; queda esa gloria, según Borges, p ara William
Jam es. Pero es la versión que propone más interpolaciones,
m ás ab ism o s i n c o n tro la b le s , y a d e m á s m ay o r h u m o r.
Interp ola Carroll, p ara comenzar, u na posibilidad que ya
invalida la serie: la apacible conversación entre “los dos atle­
ta s ” (OI, 154) que habrá de ocurrir al término de la in te rm i­
nable carrera. La conversación —ejercicio de interpolacio­
nes— es más bien u n a payada pseudológica. La infatigable
to rtu g a se empecina en provocar a Aquiles, logrando que
interpole —primero con indignación, luego resignado— una
i n f in ita proposición h ip o té tic a , o u n a in f in ita serie de
proposiciones hipo téticas, en tre la seg u n d a p re m isa del
silogismo y su conclusión. Si a y b son válidas, z es válida; si
a, b y c son válidas, z es válida; si a, b, c, y d son válidas,
etcétera.
Lewis Carroll, anota Borges, “observa que la paradoja del
griego comporta u na infinita serie de distancias que dism i­
nuyen y que en la propuesta por él crecen las d istan cias”
(07, 155). Así es, gracias a la docilidad razonadora de Aquiles
y a la fe asintótica, por así decirlo, de la tortuga. La v a ria n ­
te de Lewis Carroll, trompe-raison humorístico, se basa en
el puro placer de la interpolación: no en la conclusión de u na
c arre ra que —de modo inexplicable— h a term inado, no en
la culminación del “claro razonam iento” silogístico, sino en
el placer de d ilatar la clausura (la fijación: el nombre defini­
tivo) de un intercambio: en el deleite de in troducir grietas
en u na serie, aparentem ente razonable, de palabras.
Por fijas y lim itadas que aparezcan las leyes de este d iá­
logo entre Aquiles y la tortuga —diálogo cuyo mayor encan­
to reside en el incontrolable impulso interpolatorio de la
perspicaz to rtug a, de quien tam bién podría decirse, como de
Croce, que “sirve p a ra cortar un a discusión, no p a ra resol­
v erla” (D , 67)—, no difiere tanto el salteado progreso de este
intercam bio del de otras series que aparecen, ya como refe­
rencia, ya como práctica, en el texto borgeano. Las interpo ­
laciones de Aquiles, aguzado por la tortug a, seguirán si se
quiere un ritmo previsible pero se irá n alejando cada vez
más v e rtig in o s a m e n te —con la incorporación de n u evas
proposiciones hipotéticas— de las prem isas que iniciaron la
serie y de la conclusión que en un principio anunciaron. Acaso
llegara el punto en que las interpolaciones infinitas borrasen
el marco general que les dio cabida, como “esas cabezas
adventicias de la H idra [que] pueden ser más concretas que
el cuerpo” (HE, 133). Coincidirían entonces con las palabras
m u tila d a s y d esp la zad as del In m o rtal, con los térm inos
trabajados por el tiempo y el olvido a los que no logran dar
coherencia los personajes de Swift. P alabras, razonam ien­
tos, signos cuyos significados y referen tes se vuelven cada
vez más tenues, que sólo son porque son enunciados, que
h a n p e r d id o “el e m p l a z a m i e n t o , la s u p e r f ic ie m u d a ”
(Foucault, 9) que sostendría su concatenación.
“Lo cierto es que la sucesión es u n a intolerable m iseria y
que los apetitos magnánim os codician todos los minutos del
tiem po y toda la v aried ad del espacio” (HE, 35), escribe
Borges en “H istoria de la e tern id ad ”. Puede decirse que el
apetito borgeano codicia además las fisuras de esa m isera­
ble sucesión y no pierde ocasión de detenerse en ellas para
in qu irir esa sucesión. Resume la defensa del regressus in
infin itum que, p ara Santo Tomás, afirm a la existencia de
Dios (OI, 153), pero parece preferir las hipótesis de quienes,
partiendo de la sucesión, del encadenam iento de causas y
efectos, los tra s tru e c a n m ediante la interpolación. En “La
creación y P. H. Gosse” recuerda el texto donde John S tu a rt
Mili razona “que el estado del universo en cualquier in s ta n ­
te es un a consecuencia de su estado en el in sta n te previo y
que a u n a inteligencia infinita le b a s ta ría el conocimiento
perfecto de un solo instante p a ra saber la h istoria del u n i­
verso, p asad a y v en id era” (O/, 38). Pero significativam ente
añade Borges:
Mili no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que
rompa la serie. Afirma que el estado q fatalm ente producirá el estado r; el
estado r, el s; el estado s, el í; pero admite que antes de í, una catástrofe
divina —la c onsummatio mundi, digamos— puede haber aniquilado el pla­
neta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios
acecha en los intervalos (OI, 38).

En el mismo ensayo, “La creación y R H. Gosse”, resum e


Borges el planteo con que Gosse in te n ta explicar, a su vez,
la causalidad. Como Mili propone u na serie tem poral, rig u ­
rosam ente causal e infinita, pero quebrada por un acto p re­
térito: la Creación. P ara Gosse:
El estado n producirá fatalmente el estado v, pero antes de v puede
ocurrir el Juicio Universal; el estado n presupone el estado c, pero c no ha
ocurrido, porque el mundo fue creado e n / o en h. El primer instante del
tiempo coincide con el instante de la Creación, como dicta San Agustín,
pero ese primer instante comporta no sólo un infinito porvenir sino un
infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está, pero minucioso y fatal
(OI, 39).

Ambos razonam ientos atraen a Borges porque se fundan


en la ley de causalidad, pero es evidente que lo atraen aun
más porque, cada uno a su m anera, propone un sistem a de
causa a efecto marcado —como el infinito silogismo de la
asintótica to rtu ga— por una ru p tu r a que pone en tela de
juicio la m anía concatenatoria. Mili establece un porvenir
inevitable y preciso, Gosse un pasado minucioso y fatal, pero
en am bas series —y quizá la de Gosse, de “elegancia un poco
m o n struo sa”, atraig a más a Borges— Dios acecha en los i n ­
tervalos.
De m an era semejante, Borges acecha e interpola en los
intervalos de la sucesión literaria, no d istinta de la concate­
nación filosófica: las dos ni más, ni menos, que “una coordi­
nación de p a la b ra s ” (OI, 155). No sorprende que Borges de­
clare que El hacedor es su libro más fiel: “ninguno, creo, es
ta n personal como esta colecticia y desordenada silva de
varia lección, precisam ente porque abunda en reflejos y en
interpolaciones” (H , 109). Tanto las ficciones como ios ensa­
yos borgeanos proponen la práctica de esa interpolación. Bajo
el influjo de la Compañía, en “La lotería en Babilonia”, “no
se publica un libro sin ninguna divergencia entre cada uno
de los ejemplares. Los escribas p restan ju ram ento secreto
de omitir, de interpolar, de v a r ia r ” (F , 74). En los relatos que
p lan tean personajes dobles, complementarios —recuérdense
“H istoria del guerrero y de la cau tiv a”, “Los teólogos”, “Bio­
grafía de Tadeo Isidoro Cruz”—, relatos donde, según una
p revista economía de la narración, a h abría de conducir a b,
siempre se interpola un tercer elemento imprevisible que
rompe el fácil encadenam iento. En “Tema del traid or y del
h éro e”, la interpolación de textos de S hakespeare en la se­
cuencia histórica que es la vida de Kilpatrick, no añade una
cosa más al orden de esa vida sino lo altera. La conjetural
interpolación de un texto apócrifo, atribuido al apócrifo Cide
Ham ete Benengeli, en el Quijote, abre diversas posibilida­
des dentro de un texto que ya abunda, en sí, en la in te r ­
polación (H, 29). Un texto de Schopenhauer, interpolado en
una secuencia de interpretaciones de la Oda a un ruiseñor
de Keats —“de Schopenhauer, que no la leyó n u n ca” (O/,
166)— d esb arata el andam iaje crítico citado en el ensayo
borgeano. Inversam ente, en u na serie de nombres de escri­
tores dispares, interpola Borges el nombre de Kafka y crea
un orden sui generis que subvierte la concatenación de cau­
sa y efecto; serie donde a no produce fatalm ente a b, ni b a c,
pero donde la inserción de k modifica y reorganiza, dando a
la enumeración la ilusoria apariencia de una secuencia:

Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se pare­


cen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último
hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosin­
crasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escri­
to, no la percibiríamos; vale decir, no existiría (OT, 147).

Con deliberada ironía señala Borges, en la posdata de “El


In m o rtal”, las interpolaciones practicadas en el relato. A tri­
buye a “la tenacísima plum a” de uno de sus com entaristas la
revelación y la condena del recurso, registrado con minucia:

Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Hi s­


toria N a t a r a l i s , V, 8); en el segundo, de Thomas De Quincey (Writings,
III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Fierre
Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Met hasel ah, V). Infiere
de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo (A, 26).

“A mi entender —añade burlonam ente Borges— la con­


clusión es inadm isible”. La serie de interpolaciones citadas
en esta posdata perm iten —como lo perm iten ta n ta s veces
las referencias eruditas en el texto borgeano— la exposición
abierta, descarada, del recurso que anim a el in q u ietan te
patchwork. No de otro modo funciona, por ejemplo, el p a ré n ­
tesis, cuyo uso singular señala Ana María Barrenechea: “en
lugar de bo rrar lo primero y su stitu irlo por lo segundo p re ­
fiere dejar a la vista los pasos del hallazgo p ara que la con­
frontación atraig a el interés sobre el pasaje y lo realce”.2
La interpolación, como todo recurso que a tra e a Borges,
no está exenta de cierto peligro. No por cierto el que implica
el acto de nom b rar y de fijar pero sí el de desnombrar, de
relativizar h a s ta el infinito. El diálogo entre Aquiles y la
to rtuga queda para siempre inconcluso, como quedan incon­
clusas Las mil y una noches gracias a la interpolación de la
noche DCII cuya historia “abarca a todas las demás, y ta m ­
bién —de m onstruoso modo— a sí m ism a” (OI, 68). La “v as­
ta posibilidad de esa interpolación”, su “curioso peligro” in ­
quieta al b o rrar límites, al tr a s to r n a r las posiciones previs­
tas p a ra el texto y p ara su lector: “tales inversiones sugie­
ren que si los caracteres de un a ficción pueden ser lectores o
espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos
ser ficticios” (OI, 68). Sin embargo, puesto a elegir entre u n a
perduración sin fin que carezca de intervalos —de posibles
interpolaciones— y la interpolación que acaso desemboque
en u n a “tru n c a h isto ria [...] infinita y circu lar” (OI, 68),
Borges no parece vacilar. Al considerar “La duración del in­
fierno" establece un a significativa je ra rq u ía de amenazas:
“El tributo de eternidad es el horroroso. El de continuidad
— e l hecho de que la divina persecución carece de in te rv a ­
los, de que en el Infierno no hay sueño— lo es más aún, pero
es de imaginación imposible” (D, 99).

3. La salteada erudición
El horror de lo continuo, soslayado por el placer de la
interpolación, se aplica p artic u la rm en te al ejercicio de la
erudición borgeana. Si en el plano n arrativo socava Borges

2 Ana María Barrenechea, La expresión de la irrealidad en la obra de


Jorge Luis Borges (Buenos Aires: Paidós, 1967), p. 200.
las certidum bres, practicando el trompe-Uoeil, ese trompe-
l ’oeil, como se h a señalado, se vuelve en el caso de la e ru d i­
ción trompe-raison: inquisición de la certidum bres canoni­
zadas, de un hábito de cita que contribuye a la fijación u n i­
lateral de la letra. Curiosamente se asem ejan los críticos que
reclam an al texto borgeano un eje n arrativo central —diga­
mos, un personaje “h um an o”— y los que cuestionan lá e s ta ­
bilidad de su erudición.3
La verificación, y más aun la sistem atización de las citas
eru d ita s de Borges —referencias exactas, de segunda mano,
más o menos heterodoxas o simplemente in v en tad as—, cons­
tituyen un problema secundario. Llevado a un extremo, el
intento se vuelve total desperdicio de lectura. Ya señalaba
Étiemble, hace años, que Borges se refería al Hong Lou Mong,
“pero de tal modo que h ab ría que ser muy astuto para saber
si lo h a leído (en u na época en que pocos lectores de extremo
occidente h ab rían podido citar los títulos exactos de dos no­
velas chinas)”.4 En realidad poco im porta que Borges hable
de obras que h a leído o que aproveche los textos de quienes
sí h an leído las obras de las que quiere hablar. B asta com­
probar con qué ligereza se desentiende del tradicional p res­
tigio de la erudición. Al h ab lar del “predestinado Ulises de
Joyce” rem ite al lector al “examen del libro expositivo de
Gilbert o, en su defecto [al] de la vertiginosa novela” (D , 91).
En “Tlón, Uqbar, Orbis Tertius” acepta tran q u ilam en te la

3 Así la incomodidad que siente Adolfo Prieto, én un temprano libro,


ante la crítica literaria de Borges. Didácticamente anuncia Prieto que la
crítica literaria “debe al menos reunir tres condiciones: aclarar, corregir,
aumentar el contenido de los textos, y un supuesto que asusta de eviden­
te, pero que no se tiene siempre en cuenta; hacer critica cuando sea nece­
sari o” (subrayado mío). La crítica de Borges, su encadenamiento de refe­
rencias textuales, es para el crítico “cosa enteram ente prescindible” aun­
que el curioso criterio de necesidad no queda nunca claramente establecido
(Adolfo Prieto, Borges y la nueua ge ne rac ión [Buenos Aires: Letras
universitarias, 1954J, pp. 32-35).
4 E tiem ble, “Un homme á tuer: Jorge Luis Borges, c o sm op olite ”,
Li tterature dégagée (1942-1953) (París: Gallimard, 1955), p. 133.
posibilidad de que las referencias a un artículo de la Anglo-
American Cyclopaedia hechas por Bioy Casares en el curso
de u na discusión sean “u na ficción improvisada por la mo­
destia de Bioy para ju stificar u n a frase” (F, 14), lo cuál obli­
ga al lector a aceptar, con tranq u ilidad considerablemente
menor, que todas las referen cias en “Tlón, Uqbar, Orbis
Tertius” no sean sino una ficción improvisada por la modes­
tia —o la malignidad, o la lucidez— de Borges p ara ju stifi­
car un texto.
Es un error acoger las referencias y las citas eru ditas que
Borges utiliza tan generosam ente con ese “incrédulo e stu ­
por” (F, 56) que el mismo autor condena. Pero igualm ente
falso e igualm ente inútil es som eterlas a la duda sistem áti­
ca. La falta de respeto y la ironía que ap u n talan esa eru di­
ción no son necesariam ente pruebas de su ilegitimidad. Por
otra parte, Borges no pretende reivindicar en ningún mo­
mento la autenticidad: va más > á y hasta parece cprtejar
el descubrimiento del fraude, ju stam en te porque ese descu­
brimiento no significa, p a ra él, fracaso alguno. Lo verdade­
ro y lo falso, desde un punto de vista exclusivamente eru d i­
to, carecen en su obra de todo valor: inútil es in te n ta r una
clasificación moral p a ra agotar un a erudición que pretende
ser, en el sentido más rico del término, literaria.5
Al discutir la erudición de Borges, Marcial Tamayo y Adol­

5 Borges, hablando de su propia erudición con Ronald Christ (“The Art


of Fiction”, The Paris Reuiew, 40 [1967]);
R.C.: ¿Pretende usted que los numerosos lectores de su obra compren­
dan las alusiones y las referencias?
J.L.B.'. No. La mayoría de esas alusiones y referencias sólo están allí
como chiste privado.
R.C.: ¿Un chiste p r i v a d o ?
J.L.B.'. Un chiste que no se compartirá con los demás. Quiero decir: si
lo comparten, tanto mejor, pero si no es así me importa un bledo.
R.C.: Entonces es un enfoque de lá alusión opuesto, <Jigamos, al de
Eliot en La tierra baldía.
J.L.B.: Creo que Eliot y Joyce querían mistiñcar un poco a sus lecto­
res para que se empeñaran en descubrir e¡ sentido de lo que habían h e­
cho.
fo Ruiz Díaz toman la precaución de clasificar las citas y
referencias a las que está acostumbrado el lector, en citas
ornamentales y citas arguméntales. Son ornam entales aque­
llas citas que, intercaladas prestigiosamente, tienen por fi­
nalidad la pausa significativa en el texto, el inevitable a la r­
de. A menudo gratuitas desde el punto de vista de la infor­
mación pura, son como una manía de estilo. Son argum én­
talos, por el contrario, las citas que se proponen inform ar al
lector y que con frecuencia desbordan en el pesado sistem a
crítico y bibliográfico de notas y apéndices: en este caso la
m era decoración desaparece ante un fin claram ente u tilita ­
rio. Hecha la distinción, los autores se ven obligados a reco­
nocer que las citas de Borges, si bien se acercan “por su ín ­
dole razonadora, discutidora” a las de tipo argum ental, no
pueden ser clasificadas satisfactoriam ente en esa categoría;
tampoco, por cierto, en la otra. Después de concluir que “en
la elaboración estética Borges se mueve ya en u na m ateria
de citas”, deciden prudentem ente que “la cuestión es sobre­
m anera delicada y no conviene, por un afán de ingenio, so­
brepasar los límites de lo comprobable” (Tamayo y Ruiz Díaz,
1 9 ) -

Lo comprobable es que el texto de Borges, por así decirlo,


es un texto ya citado. No se t r a ta de “sobrepasar los límites
de lo comprobable” porque esos límites ya han sido sobrepa­
sados (e incorporados) dentro de un texto que desafía —o
que desdeña— el desciframiento limitador. Las dificultades
que propone todo intento de clasificar la erudición de Borges,
según pautas tradicionales, parecerían indicar que las ci­
tas, referencias y alusiones reclam an en su texto un a in te r ­
pretación nueva. Como occidental culto, Borges h ab ría podi­
do contentarse con citas argum éntales; como inquisidor de
esa misma cultura occidental, h ab ría podido utilizar, iróni­
camente, sólo.citas ornam entales. El hecho de que sus citas
y referencias no sean ni lo uno ni lo otro, que no refuercen el
texto “desde afu era” pero que tampoco lo decoren, que se
m uevan en una perpetua insatisfacción —m ateria misma de
la obra borgeana— y que, conscientes de esa insatisfacción
que las engendra y que a la vez engendran en el lector, se
obstinen en m ultiplicarse y repetirse, m u e stra que están
anim adas por un espíritu diferente.
Pocas citas y referencias luchan tanto como las de Borges
contra el desarrollo lineal del texto. Toda cita tradicional
implica distancia y expectativa, pero perm anece de alguna
m anera cómplice del texto: ya sea para argum entar, ya sea
para adornar, si desorienta por u n momento al lector lo t r a n ­
quiliza inm ediatam ente confirmándolo en sus sospechas. La
distancia creada de este modo no es sino ilusoria, ya que
tiene por propósito, en resum idas cuentas, la confirmación
del lector en u n a certidumbre que ya las líneas anteriores
—las que precedían a la cita— le habían permitido hacer
suya. La insolencia con que Borges m aneja citas y referen ­
cias m u estra sobradam ente que la tranq uilidad del lector es
la últim a de sus preocupaciones. Después de todo, nadie co­
noce al lector mejor que el autor. Unamuno, p ara citar un
caso, acum ula referencias en su obra pero de tal modo que,
a pesar de in tran q u ilizar o querer in tran q u ilizar al lector,
no intranquiliza, por así decirlo, al texto. Texto y cita o refe­
rencia a p u n tan en una misma dirección, ya que éstas confir­
man a aquél. El citante y el citado se confunden y el lector
percibe el mensaje, ya sea porque co m p ru eb a que la cita
—las palabras citadas— confirman el texto del citante, ya
sea porque el nombre mismo del citado desencadena el reco­
nocimiento, en resum en, la tranquilidad.
Si Borges acum ula citas y referencias lo hace más bien
con un propósito diferente: porque, ¿qué reconocimiento p u e­
de esperarse de la lectura de un texto que cita, por ejemplo,
los nom bres de C h e ste rto n , E s ta n isla o del Campo, von
Sternberg y Jam es Joyce? (D , 90-91) ¿O más aun —ya que el
ejemplo anterio r quizá parezca inofensivo a un lector a rg en ­
tino— de la lectura de un texto donde se mezclan los nom ­
bres de Nils Runeberg, Lars P eter Engstróm , Axel Borelius,
tres de los cuatro evangelistas, San Pablo, Erik Erfjord (de
quien se nos dice, con piedad o perfidia, que era h eb raísta
danés), Euclides da Cunha, Antonio Conselheiro, Almafuerte,
Maurice Abramovicz, amigo dé juventud de Borges, y Jarom ir
Hladík, uno de sus personajes (F , 171, 173)? A lectores dis­
tintos corresponderán sectores diversos de estas en u m era­
ciones aparentem ente prestigiosas. Ninguno logrará recono­
cerlas plenam ente, pero los dos o tres nombres que sí reco­
nozca servirán a m an era de señuelo p a ra embarcarlo en u na
em presa vana: la de querer reconocer o decodificar todo.
En los textos de Borges las citas introducen no sólo la
distancia que h abitu alm en te da el prestigio, sino la d ista n ­
cia provocada por la desconfianza y el m alestar: irreconoci­
bles, las citas no aceptan, sin embargo, la reducción a lo
m eram ente decorativo, y el lector oscila entre la tentación
de gozar b árb aram en te de las exóticas sonoridades y la de
descifrar, como lo preten día J e a n Wahl, él fundam ento de
esa erudición. Por el hecho mismo de que esas citas y refe­
rencias surgen de las fuentes más inesperadas, el lector sien­
te, o siente que se le quiere hacer sentir, que se establece
entre ellas una m isteriosa dialéctica que supera sus fuer­
zas. P arte de la inquietud —-y del placer— que provoca esa
lectu ra ju sta m e n te proviene de la oscilación vertiginosa de
estas citas que por un lado lo atraen, lo atrap an , como si el
lector fuera u n a cita más que dialogara con las otras, que
acaso cuestionara las otras. Pero las mismas citas, por otro
lado, distancian al lector de un lugar —de un texto— que
nunca hará suyo. E ntre autor y lector funciona la erudición
borgeana, como funcionan la mujer, el apero y el colorado
en tre B andeira y Otálora en “El m uerto”, o como la intrus a,
en el cuento del mismo nombre (IB, 15), entre los dos h e r ­
manos. Son atributos fluctuantes que es inútil detener (aun ­
que el impulso sea detenerlos p ara adu eñarse de ellos) por­
que nunca serán de nadie: o serán provisoriam ente de al­
guien para luego contam inarse con el ilusorio y fragm en ta­
do adueñam iento de otro. Como la J u lia n a , en “La in tru s a ”,
tra en la discordia (IB, 21).
La inseguridad que in stala en el lector la erudición bor­
geana —la dosis de sim patía modificada por u na dosis igual
de distanciam iento— aum enta cuando se insinúa en este sis­
tem a binario de referencias y citas eruditas (las que el lec­
tor reconoce, las que el lector desconoce) un elemento ajeno,
restos de lo que se podría llam ar un uncanny regional. Por­
que la erudición borgeana no sólo practica los contactos in ­
e s p e ra d o s sino ta m b ié n , a c tiv a m e n te , el p la c e r de la
interpolación. La irrupción en el sistem a referencial bor­
geano de jirones de una “realid ad ” local —pensemos en Bioy
Casares, en Enrique Amorim, en Carlos M astronardi, coetá­
neos o casi coetáneos de Borges que aparecen en “Tlón,
Uqbar, Órbis Tertiús” a la vez como fuentes de referencias y
como personajes— corroe en el lector toda noción de límites,
de inm unidad personal. El lector que tenga de los autores
nombrados un conocimiento que no se Umita a la obra de
Borges se sobresalta al verlos citados en el texto y padecien­
do de irrealidad por el hecho mismo de in teg rar un conjunto
ap aren tem en te codificado por la erudición y el pasado. El
lector que desconoce estos nombres los leerá como lee los de
G u n n ar Erfjord o Silas Haslam y no estará equivocado. Así
se los seguirá leyendo cuando no queden de esos nombres,
de sus referentes actúales, restos individuales; cuando, en
u n a lectura futura, se vuelvan lo que siempre fueron, letras
de un texto.
Padece de irrealidad este tipo de alusión cultural porque
se la reconoce como demasiado inm ediata. Por ejemplo la
mención de Bioy Casares, amigo y colaborador de Borges,
p arecería imponer la carga considerable de su referente al
signo, y eso desconcierta al lector. Pero la in terferen cia
borgeana en el plano cultural ap u n ta a algo más que a ese
sobresalto provocado por la equiparación de un ser “real” y
“vivo” (digamos, en “Tlón”, Bioy Casares) y un referente re ­
cordado o imaginado en el pasado (digamos, en el mismo
cuento, Silas Haslam). Provoca el mismo sobresalto su exac­
to reverso, la recuperación de segmentos significantes, des­
provistos de un referente inm ediatam ente reconocible, que
inciden en el texto borgeano. “Cuando la sangre le corrió
entre los dedos, peleó con m ás coraje que n u n ca” (A, 54),
escribe Borges en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. La ano­
tación, sin d u d a c i r c u n s t a n c i a l p a r a u n lector moderno
—como acaso tam bién pueda serlo la mención Bioy Casares
p ara un lector futuro—, remotiva palabra por p alabra una
cita de u n texto olvidado. Escribe B unyan en P i l g r i m ’s
Progress: “and when the blood ran through my fingers, then
I fought with most courage”. Reconocer la frase de Bunyan
en un relato que reescribe el Martín Fierro no es menos sor­
prendente que reconocer a Bioy Cásares en un relato fan ­
tástico.
Estos dos ejemplos de perturbación lite ra ria comparten
un elemento de sorpresa, un “cómo puede esta r esto aquí”.
Sorpresa, en el prim er caso, de que un autor “vivo” sea in ­
corporado eri la ficción a la vez como personaje adventicio y
como referencia textual. Sorpresa, en el segundo caso, de
que un texto, acaso remoto p ara el lector pero central en la
lite ra tu ra de Inglaterra, sea revivido p a ra resignificar un
detalle nimio del relato. Los dos casos im portan menos por
sí mismos que como indicios de la función que cumple la e ru ­
dición. En lecturas futuras —donde Bioy Casares sea tan
anónimo como Silas Haslam, donde el texto de Borges sea
tan anónimo como el de Bunyan— el desasosiego de la eru ­
dición no pasará, necesariamente, por esos dos ejemplos. Ello
no im pedirá que la. cita erudita o la referencia cultural o
literaria en Borges funcione siempre como elemento desap a­
cible, en un “nuevo” texto donde hab rá otras sim patías, otras
diferencias, otros intersticios! Como las sirenas que evoca
Blanchot,6 la erudición borgeana a tra e rá siempre por su le­
ja n ía aguijoneante. ¿Qué sentido dar, de otra m anera, a ese
vasto sistema erudito al que recurre Borges para h ab lar de
cualquier cosa —hecho que desprestigiaría de inmediato toda
erudición que se tom ara “en serio”— sino el de m arcar la
distancia con respecto a un texto que el lector arde en de­

6 “Las Sirenas: parece que por cierto cantaban pero de un modo que no
satisfacía, que sólo daba a entender en qué sentido se abrían las verdade­
ras fuentes y la verdadera felicidad del canto” (Blanchot, 9).
seos de dom esticar y que perm anentem ente lo insatisface?
La erudición incorporada a la obra borgeana no difiere de­
m asiado de las “fintas g rad u ales” que rigen el juego de care­
tas de Historia universal de la i n fa m ia , que rigen los r e la ­
tos en que se fragm enta al personaje. Es signo, ta n evidente
como fiel, de u n a concepción de la lite ra tu r a que rechaza el
nombre fijo, “la página de perfección” (D , 48), proponiendo
otras direcciones al cuestionar u n sistem a previsible.
La exageración y la caricatura son aspectos notorios de
la erudición borgeana: aspectos que, con cierta desvergüen­
za, d esen m ascaran la buena conciencia lite ra ria . C itar a
■C hesterton y a Joyce, uno tras otro, es confirmar la cultu ra
del lector occidental; añadir a estos nombres los de Estanislao
del Campo yA lm afuerte, o los de E rik Erfjord, y su proble­
mático p ariente Gunnar, no es, como podría creer el lector
atento (a la cultura occidental, no a Borges), un llamado a
un hum anism o fecundo, ni siq uiera en u n a escala universal:
es sim plem ente reírse del (con el) lector. Las referencias a
C hesterton y Joyce no se refuerzan ni se enriquecen porque
Borges añade el nombre de un a u to r argentino, o de un
h e b ra ísta danés, o del au to r de un diccionario filosófico ale­
m án, o, ev e n tu a lm e n te , de a lg u n a femm e du monde que
m isericordiosam ente encuentra, gracias a él, el don de la
palabra. Su prestigio —el de C hesterton y Joyce, es decir el
de la c u ltu ra de Occidente— queda si no destruido por lo
menos gravem ente afectado por los nombres añadidos. Dar
referencias reconocibles es p erm anecer dentro de los lím i­
tes tradicionales del decoro literario; es dar más intensidad
a u n a idea que se considera propia pero cuya perten en cia a
la tradición lite ra ria se comprueba con cierto regocijo. La
cita reconocible es como una convocación que reúne, por un
momento y bajo el reconfortante signo de la C ultura, al a u ­
tor de la cita, al que lo cita y al que lee. Pero citar irre sp e ­
tuosam ente como lo hace Borges, que sacude con e n tu sia s ­
mo el problemático andam iaje de la erudición, reuniendo en
sabio desorden citas y referencias conocidas, desconocidas e
inventadas, es más que discutir los lím ites de esa cultura.
Es suprimirlos* no con la condena directa sino, por el con­
trario , con la exageración de los procedimientos habitu ales
de esa m ism a cultura, con la caricatura de sus procedim ien­
tos.
El distanciam iento, el espacio que introduce la cita e r u ­
dita en el texto de Borges, recuerda inevitablem ente el dis­
ta n c ia m ie n to que defen día y p ra c tic a b a B recht. Es ta n
heteróclita la erudición borgeana como los paisajes s a lte a ­
dos que a tra e n a Brecht en la obra de Breughel el Viejo:
“Cada vez que se in stala un pico alpino en un paisaje fla­
menco o que los viejos trajes asiáticos se en fren tan con los
trajes europeos, los unos denuncian a los otros y señalan su
carácter extraño [...]. Aunque Breughel logra siempre equi­
l i b r a r esos c o n t r a s t e s , no los f u s i o n a n u n c a ”.7 Como
Breughel, Borges no fusiona los contrastes; a diferencia de
él, no in te n ta equilibrarlos, evitando así la impresión del
texto completado. Coincide Borges con Brecht, por otra par^
te, en la revelación del artificio m ediante la cita evidente.
Como el actor chino de Brecht que “se lim ita desde un co­
mienzo a citar al personaje”,8 el texto borgeano se lim ita
desde un comienzo a citar la literatu ra.
El distanciam iento brechtiano cuenta sin embargo con la
revelación directa, casi didáctica, p a ra que el espectador sepa
que está en el teatro. El texto borgeano, a trav és de citas
que eventu alm en te a p u n tan a un a m ism a m eta —que el lee-'
tor sepa que está en literatura— prefiere sin embargo la re ­
velación oblicua, la indecisión. El Fausto de E stanislao del
Campo es p a r a Borges poco eficaz porque revela la ilusión
te a tr a l de m an era repentin a, acrítica y torpe, es un a “conta­
minación operada por la sola mención prelim in ar de los b as­
tidores escénicos”. Y añade: “La irrealid ad de las orillas es
más s u til” por su “provisorio carácter”, por su “m ateria in ­

7 “Alienation Effects in the Narrative Pictures of the Eider Breughel”,


Bertolt Brecht, Brecht on Theatre. The Development of an Aesthetic (New
York: Hill and Wang, 1964), p. 157.
8 “Alienation Effects on Chínese Acting”, Brecht on Theatre, p, 94.
decisa” (E C , 94). Borges tra b a ja su obra en la misma m ate­
ria indecisa, en el filo de las orillas. Las citas de su texto no
son sino un llamado, un a versión más del canto insatisfacto­
rio y encantador de las sirenas, canto tam bién de orillas que
a tra ía a los navegantes: “canto real, canto común, secreto,
canto simple y cotidiano, que de pronto reconocían inevita­
blemente, cantado por fuerzas ajenas y, por así decirlo, imagi­
n arias, canto de abismo que, u n a vez oído, abría un abismo
en cada p alab ra e inv itaba poderosam ente a desaparecer en
él” (Blanchot, 10). El texto de Borges invita a un abismo se­
m ejante, planteado por cada elemento narrativo, cada cita
erudita, cada p a la b ra consciente de su múltiple gravitación.
VII. El soterrado cim ien to

Una espuma brilla, de momento, sobre la superficie


del mar, y ese momento es obra del azar.

Paul Valéry, Mélange

Todo azar es en realidad concurrente, está regido


por la voracidad del sentido.
José Lezama Lima, "Saint-John Perse, historiador
de las lluvias”

1. La enum eración heteróclita: el abarrotam iento


Borges critica la descripción de la Herodías de Gabriel
Miró porque “trece o catorce térm inos in te g ra n la caótica
serie; el autor nos invita a concebir esos disjecta membra y
a coordinarlos en un a sola im agen coherente. Esa operación
m ental es im practicable”.1 Sin embargo, las combinaciones
heteróclitas y los disjecta membra (eso sí, no coordinadas
“en un a sola imagen coherente”) son frecuentes, como se ha

1 Ver página 37, nota 13. Comenta Borges en el mismo ensayo, como
ejemplo de descripción que existe “verbalm ente” aunque sea “irrepre-
sentable”, una enumeración de Torres Villarroel. Cito el comienzo: “Salió
al punto de en medio de la baraja de corchetes y reos un diablo padre,
vejancón y potroso, desarriado de piernas, mellado de vista, cavernoso de
carrillos, y con la herramienta de arañar tan larga como la de un escribano”
(“Sobre la descripción literaria*, p. 101).
podido ver, en Borges. En “H istoria de la e te rn id a d ”, por
ejemplo, recalca el carácter monstruoso de la Trinidad: “una
deformación que sólo el horror de un a pesadilla pudo p a r i r ”
(HE, 25). En otro texto donde condena el doblaje cinem ato­
gráfico, Borges se explaya una vez más sobre las combina­
ciones anóm alas:

Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas, pero suelen


ser espantosas. Los griegos engendraron la quimera, monstruo con cabe­
za de león, con cabeza de dragón, con cabeza de cabra; los teólogos del
siglo II, la Trinidad, en la que inextricablemente se articulan el Padre, el
Hijo y el Espíritu; los zoólogos chinos, el ti-yiang, pájaro sobrenatural y
bermejo, provisto de seis patas y,de cuatro alas, pero sin cara ni ojos, los
geómetras del siglo XIX, el hipercubo, figura de cuatro dimensiones, que
encierra un número infinito de cubos y que está limitada por ocho cubos y
por veinticuatro cuadrados. Hollywood acaba de enriquecer ese vano mu­
seo teratológico; por obra de un maligno artificio que se llama doblaje,
propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo
con la voz de Aldonza Lorenzo ¿Cómo no publicar nuestra admiración ante
ese prodigio penoso, ante esas industriosas anomalías fonético-visuales?
(. D , 1 7 7 ).

De nuevo el texto borgeano en fren ta al lector con un vai­


vén entre lo fijo y lo móvil, entre lo entero y lo frag m en ta­
rio, en tre la am enaza —en este caso, casi repu gn ancia— y la
atracción. Se reco rd ará que el propio Borges, en el Manual
de zoología fa n tá stica , incurre en la invención —o en la des­
cripción— de combinaciones no menos teratológicas. Evoca
el asombro del niño cuando visita por vez prim era un zooló­
gico: “Ve por p rim e ra vez la d esatin a d a variedad del reino
anim al, y ese espectáculo, que podría alarm arlo u h o rro ­
rizarlo, le gu stó” (M Z F , 7). Y añade, como p ara disculparse
del divertimento teratológico: “Quien recorra nuestro m anual
com probará que la zoología de los sueños es más pobre que
la zoología de Dios” (MZF, 8). La atracción de lo monstruoso
no escasea en Borges, quien aplica de m an era positiva la
frase que fue condena en Plinio, monstrorum artifex, a dos
de sus escritores favoritos, Wilde (OI, 115) y C hesterton (OI,
120). Sin embargo la fabricación de m onstruos se vuelve in ­
tolerable p a ra el n a r ra d o r de “El In m o rta l”. La “nefanda
Ciudad de los In m o rtales” atem oriza y repugna, no sólo por­
que es simulacro o parodia sino porque ilu stra la atroz cohe­
sión de lo dispar: “un caos de palabras heterogéneas, un cuer­
po de tigre o de toro, en el que p u lu lara n m onstruosam ente,
conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden
(tal vez) ser imágenes aproxim ativas” (A , 15).
La coexistencia, en una “sola im agen” de fragmentos “con­
jugados y odiándose”, provoca repugnancia, un a rep ug nan­
cia que ocasionalmente se aten ú a por el patetismo. Tal es el
caso, por ejemplo, de “La casa de A sterión”. El Wakefield de
H aw thorne era un nincompoop; el Minotauro, tal como lo ha
concebido Borges, un halfwit: “Como los niños, repite un
núm ero sencillo cualquiera p ara significar muchos. [...] En
realidad, más que un monstruo, el Minotauro es un freak
[...] Un ser ambiguo e impar, está condenado fatalm ente a la
soledad” (Irby, 28-29).2 La repugnancia puede ser atenuada,
tam b ién, por la exageración paródica. Tal es el caso del
artificioso texto de Aureliano, en “Los teólogos”, redactado
p ara no coincidir con J u a n de Panonia:

De la cacofonía hizo un instrumento. (...) Agustín había escrito que


Jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular de los impíos;
Aureliano, laboriosamente trivial, los equiparó con lxión, con el hígado
de Prometeo, con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la
tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con muías de noria y con
silogismos bicornutos (A, 37).

La serie de Aureliano re su lta relativam ente inocua, aun


ridicula, porque —por cacofónica que parezca— es la enu ­
m eración laboriosa e intencional de dislates con un solo pro­
pósito, la denuncia de los heréticos. Pero más in teresan tes
son aquellas series donde el punto de partid a o la m eta de­
saparecen, donde los nexos no son evidentes, donde se expo­

2 En la mism a entrevista condena Borges los artificios demasiado


evidentes, el barroquismo dentro del cual sitúa sus relatos y concluye:
“Me temo que mis cuentos sean unos f re ak s ” (Irby, 35).
nen y se suceden —y tal vez se conjuguen, y tal vez se odien—
los distintos elementos como, literalm ente, despropósitos.
En su ensayo esclareced o r sobre la o b ra de S tevenson
—ensayo que re su lta especialmente eficaz cuando se tr a s la ­
dan ciertas de sus observaciones al texto borgeano— Leslie
Stephen subraya la antip atía de Stevenson por lo previsible
[uthat hatred o f the commonplace form ula”] y cita las p a la ­
bras de Stevenson sobre la necesidad de condensar: “No hay
sino un arte [...] el arte de omitir; o, como escribe acaso con
mayor precisión Pope, ‘el arte último y suprem o’ es ‘el arte
de obliterar* [the art to blot]” (Stevenson, IX, 19). El blotting
de Borges poco tiene que ver con la reticencia de la litote. Lo
obliterado resu lta tan sorprendente que basta p ara en jui­
ciar la coherencia de los términos que quedan, pasa a ser
más im portante que ellos. Como en el caso de la hidra, hace
que se pierda de vista el cuerpo “original” (el texto visible)
p ara poner de manifiesto lo adventicio: las distancias m u ­
das. Las series borgeanas procuran por cierto un agrado, pero
un agrado extraño e infundado. “El estilo del deseo es la
eternidad”, observa Borges, y añade sugerentem ente: “Es ve­
rosímil que en la insinuación de lo eterno —de la inmediata
et lucida fruitio rerum infinitarum— esté la causa del a g ra ­
do especial que las enumeraciones procuran” (HE, 37). El
estilo del deseo borgeano coincide y no coincide con esa fru i­
ción: en sus enumeraciones parecería n u trirse a la vez de la
inm ediatez de las cosas infinitas y del goce que b rinda la
constante interrupción. A las series borgeanas explícitas co­
rresponden series de obliteraciones ta n arb itrarias y delei­
tosas como los términos que perm anecen en la serie.
Las enumeraciones y combinaciones de Borges se basan
en el principio de que “no hay clasificación del universo que
no sea a rb itraria y conjetural” (07, 142). Insinúan, además,
que: “no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que
tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su
propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las
etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios”
(HE 143). Ante esa grieta conjetural, aplicable tanto al u n i­
verso como al discurso literario —o a todo discurso—, toda
enum eración o combinación re su lta posible y por cierto lo
es, conjugada salteadam ente en un enunciado arbitrario.
Una frase de Proust, con sus posibles ramificaciones y
reversos, podría resu m ir el ejercicio enum eratorio p ractica­
do por Borges: “N u estra atención coloca objetos en u n a h a ­
bitación; el hábito las re tira de ella, haciéndonos un lu g a r”.3
Im pera la atención, evidentem ente, en la acumulación de
“Funes el memorioso”. Atención que desconoce el hábito, el
sueño y el olvido que p erm itirían re tir a r lo que ella regis­
tra, constituye en la mente de Funes —y sólo en esa mente,
lugar común que da coherencia a lo heteróclito— una atibo­
rra d a pesadilla repu gn an te: uMi memoria, señor, es como
vaciadero de basuras” (F , 123). El hábito nos perm ite su p ri­
mir, re tira rle s a las cosas, por así decirlo, su individualidad,
a rm a r conjuntos: “de un vistazo, percibimos tres copas en
u na m esa” (F, 123). A esa condensada percepción n u e s tra de
las tres copas, la atención de Funes opone u n a percepción
m inuciosamente detallada que incluye, con fatalidad metoní-
mica, etapas previas que n u e s tra percepción ha obliterado;
etapas falsam ente previas, puesto que p ara Funes aparecen
en u n mismo nivel de percepción. M ientras nosotros “de un
vistazo, percibimos tres copas en u n a m esa”, Funes, entre
otras, infinitas cosas, percibe las tres copas, y tam bién el
vino en las copas, y además “todos los vástagos y racimos y
frutos que com prenden un a p a r r a ” (F, 123).
La atención —no otra cosa es su memoria to tal— perm ite
a Funes el recuerdo p ara nosotros extraordinario: “Sabía las
formas de las nubes australes del am anecer del tre in ta de
abril de mil ochocientos ochenta y dos” {F, 123). Le perm ite
además, por un proceso que cabría calificar de concatena­
ción m etonímica de m etáforas, añ ad ir a esa prim era imagen
del recuerdo, im ágenes para él análogas e in m ediatas a esas

3 Marcel Proust, A la recherche du t emps perdu (París: Gallimard,


“Pléiade”, 1968), I, p. 666.
nubes au strales, asociadas linealm en te, im ágenes que se
acum ulan sin nunca s u stitu irse las unas a las otras: “Sabía
las formas de las nubes [...] y podía compararlas en el r e ­
cuerdo con las vetas de un libro en p asta española que sólo
h abía mirado u na vez y con las líneas de la espum a que un
remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del
Q uebracho” (F , 123). La plena atención de Funes le perm ite
por fin individualizar los m ás mínimos elementos de lo co­
lectivo, tra d u cir el conjunto a una acumulación de detalles y
así abolirlo: “U na circunferencia en un pizarrón, un t r i á n ­
gulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos in tu ir
plenam ente; lo mismo le p asaba a Ireneo con las a b o rra s­
cadas crines de un potro, con u n a p u n ta de ganado en u n a
cuchilla, con el fuego cam biante y con la innum erable ceniza”
(F, 123).
El “inútil catálogo m en tal de todas las im ágenes del r e ­
cuerdo” (F, 125), sostenido por la atención de Funes y en el
cual no hay intersticio que no sea llenado por esa atención,
previsiblem ente oblitera el lugar del individuo que enu m e­
r a la serie. La atención lo vuelve “el solitario y lúcido espec­
tad o r de un mundo multiforme, in stan tán eo y casi in to le ra ­
blem ente preciso” (F, 126), mundo en que el “infeliz Iren eo ”
(F, 126) —y la elección del nombre sin duda no es casual—4
existe sólo como un elemento más, trivial, del catálogo. La
posibilidad de atención, de m em oria total, que adquiere des­
pués de su accidente su p era la atención parcial que dedica­
ría a su persona: “Poco después averiguó que estaba tullido.
El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovili­
dad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su m emo­
ria eran infalibles” (F, 123).
“La prolijidad de lo r e a l” (OP, 115) incorpora vorazm ente
a Funes, converge sobre él. Observa el narrador: “Le era muy

4 “Generación eterna del Hijo, procesión eterna del Espíritu, es la so­


berbia decisión de Ireneo: invención de un acto sin tiempo, de un m utila­
do seitloses Zeitwort, que podemos tirar o venerar, pero no discutir. Así
Ireneo se propuso salvar el monstruo, y lo consiguió” {HE, 26).
difícil dormir. Dormir es distraerse del m undo” (F , 126). En
sus vigilias, en sus entresueños, registra Funes imágenes
curiosam ente sugerentes: grietas, tinieblas, la corriente de
un río, m etáforas p ara u n a posible huida del sistem a férreo
que su atención ha creado, imágenes que por su aparente no
fijeza le h a ría n un lugar (como en la habitación de Proust)
en tanto individuo. Pero aun esas escapatorias se frustran,
devolviendo al atento catalogador al colmatado registro en
el que apenas cabe. Porque si Funes, vigilante en la sombra,
se figura cada grieta de las casas que lo rodean, también
im agina cada moldura —es decir el volumen perfilado, sa­
liente, que es negación de la h e n d id u ra — en esas mismas
casas. Del mismo modo lim ita su figuración de la tiniebla,
destruyendo toda prom esa de distracción, de espacio desco­
nocido, liberador: “Hacia el Este, en un trecho no a m a n ­
zanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las im agi­
naba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea” (F,
126; subrayado mío).
No hay lugar para el inmóvil Funes en la prolijidad com­
p acta que segrega su perm anente atención, su incesante ca­
tálogo. Tampoco hay lu g ar para él en la otra imagen que eli­
ge en su duerm evela, reverso de la a te n ta acumulación. La
corriente del río, al suprim ir la fijeza del catálogo, al elimi­
n ar radicalm ente la equitativa y n ad a discernidora atención
con que Funes lo mantiene, suprime asimismo a Funes: “Tam­
bién solía im aginarse en el fondo del río, mecido y anulado
por la corriente” (F , 126; subrayado mío). E ntre la futilidad
de la atención de Funes que lleva al vaciadero y a la acum u­
lación inútil, y el extremo opuesto, es decir la soñada desa­
tención total que tam bién lo anula, no existe p ara Funes la
posibilidad de selección, de condensación, de blotting: sos­
pecha el n arrad o r “que no era muy capaz de p e n sa r” (F, 126).
Dos proyectos se dividen la atención voraz de Funes, dos
proyectos que culm inan en la enumeración. Uno, el catálogo
de las im ágenes del recuerdo, ya citado; otro, “un vocabula­
rio infinito p ara la serie n a tu ra l de los núm eros” (F, 125).
Ambos surgen aparen tem ente de u n a misma atención colo-
caloría, p a ra volver a la frase de Proust, pero la m eta de esa
atención no coincide del todo en los dos casos. En el catálogo
de percepciones y de recuerdos de Funes predomina, por así
decirlo, la m anía metonímica: el desarrollo de la serie —aun
en el caso donde se encadenan m etáforas— obedece a un cri­
terio de contigüidad. “Incapaz de ideas generales, platónicas”
(F , 125), Funes enumera, en un incesante ejercicio de p red i­
cación semántica, los elementos que integran su visión p a r ­
celada e instantán ea. A las nubes australes se agregan las
vetas de un libro, la espuma de un remo; a un a crin la crin
contigua; al perro de las tres y catorce (visto de perfil), el
perro de las tres y cuarto (visto de frente). En cambio, el
vocabulario infinito p ara la serie de números parecería res­
ponder a u n a perturbación de esa contigüidad, cae en lo que
Jakobson llama agramatismo: “el orden de los térm inos se
vuelve caótico; los nexos de coordinación y de subordinación
gramaticales, ya sean de concordancia o de régimen, se di­
suelven”.5 Funes no encadena ese vocabulario por asociación
previsible, por lo menos una asociación que el lector logre
adivinar. Opera en cambio por sustitución, pero por un a su s­
titución que no se basa en la analogía metafórica sino en el
dislate arbitrario. Reemplaza la “serie n a tu r a l” de los n ú ­
meros, según un “disparatado principio”:

En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lu­
gar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián
Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón,
Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía
un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy compli­
cadas... (F, 124).

Más allá de los distintos criterios de organización que los


anim an, los dos sistemas ofrecen, a prim era vista, diferen­
cias obvias. El blotting que no rige la prim era serie atibo­
rrad a parecería, por el contrario, respaldar las obliteraciones

5 Román Jakobson, Essai s de linguistique genérale (París: Éd. de


Minuit, 1963), p. 57.
que el lector cree adivinar en la segunda. P a s a r del perro de
las tres y catorce al perro de las tres y cuarto no es p a sa r de
la caldera a Napoleón. Sin embargo, las dos enum eraciones
se ju stifican — de igual manera', es decir sin olvidos, sin
hiatos— en la m ente de Funes. Acota el n a rra d o r sobre el
sistem a de num eración propuesto:
Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisa­
mente lo contrario de un sistem a de numeración. Le dije que decir 365
era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe
en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me en ten ­
dió o no quiso entenderme (F, 125).

Aunque se organicen de m aneras diversas, los dos siste­


mas re su lta n igualm ente abarrotados e igualm ente incom­
prensibles p a ra el lector. El n a rra d o r declara que “son in ­
sensatos, pero revelan cierta balbuciente g ran d eza” (F , 125).
Sostenidos por la atención de Funes, finalm ente sólo tienen
coherencia por y p a ra él. De ahí la im potencia del narrador,
quien forzosamente debe resumir, entrecortar, y establecer
distancias ante las series estancas: “El estilo indirecto es
remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato ”
(F, 122). Sólo el blotting permite traducir (que no re-producir)
las series de Funes.
Tanto en “F unes el memorioso” como en “El A leph” se de­
clara, en térm inos casi idénticos, el momento en que la en u ­
meración —tem a y a la vez móvil del re la to — incide en el
texto, borrando u n a verosimilitud n a r ra tiv a que se ha pos­
tulado con insólita minucia. El comienzo de “Funes el me­
morioso” ab u n d a en la trivia nostálgica, en el detalle local
de un am biente perdido: el U ruguay del siglo diecinueve,
m arginado, la te r a l.6 El comienzo de “El A leph” abunda por

6 Respuesta de Borges a Irby: “Algunos creen, y no sólo en el Uruguay,


que la Banda Oriental es una región más elem ental, más brava que la
Argentina, y que los gauchos orientales son más gauchos que los nues­
tros. Posiblemente, para que Funes fuera un criollo más puro, sin alea­
ción ninguna, lo habré hecho uruguayo, y para mayor autenticidad aun,
lo habré situado allá por el 1880” (Irby, 33).
su p a r te en la recrea ció n de un Buenos A ires m oderno
pequeñoburgués y en la parodia de un discurso poético cu­
yos cómicos excesos no p a sa rá n inadvertidos. En los dos ca­
sos se apela, recurriendo ya al pseudopasado glorificado, ya
a la pseudom odernidad ridiculizada, a la connivencia fácil
en tre n a rra d o r y lector. El corte que significa la e n u m e ra ­
ción —el corte que tra s tru e c a el relato — burla esa verosim i­
litud prim aria. En “F unes el memorioso”: “Arribo, ahora, al
más difícil punto de mi re la to ” (F , 122); en “El Aleph”: “A rri­
bo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi
desesperación de escritor” (A, 163). Las series de “F u n e s” y
de “El Aleph” sólo existen en. la atención del percibidor; “el
problema central [de quien in te n ta anotarlas] es irresoluble:
la enum eración, siquiera parcial, de un conjunto infinito”
(A, 164).
Las ab arro tad as series de los dos relatos no difieren de la
habitación sobream ueblada donde el n arrad o r de P rou st no
e n cu en tra lugar, “llena de cosas que no me conocían, [que]
me devolvieron la m irada desconfiada que eché sobre ellas,
y que, sin te n e r cuenta alguna de mi existencia, a te s tig u a ­
ron que yo p e rtu rb a b a la ru tin a de la su ya” (Proust, 666).
Por fuerza recu rre Proust, después del pasaje citado, a la
noción de intermitencia p a ra qu ebrar la acum ulación deses­
p eran te. E n tra en la habitación la abuela del n arrad o r “y se
abrieron in m ed iatam en te espacios infinitos” (667). Con in ­
tervención mucho menos noble abre en “El Aleph” un espa­
cio sim ila r C arlos A rgentin o D aneri, torpe poseedor del
Aleph, al in te rru m p ir la contemplación del narrador. Pero
la habitación atib o rrad a de Proust, por desafiante que p a ­
rezca, no es del todo e x tra ñ a o imprevisible: corresponde a
los pesadillescos, sobrecargados interiores de u na época. En
cambio, en “El Aleph”, p a ra “hacerse un lu g a r” dentro del
inconcebible universo, se requiere u n a intervención mucho
más b ru tal que la de u n a abuela fam iliar y querida. La “voz
aborrecida y jovial” (A, 1.66) de Carlos Argentino Daneri, la
g arrafal necedad de su comentario vulgar —“Tarum ba h a ­
brás quedado de tanto curiosear donde no te llam an ” (A,
166)— provee, por contraste, la única interrupción posible.

2. La enum eración heteróclita: el in tersticio señalado


En Borges las series infinitas sólo pueden existir tra d u ­
cidas. Im aginadas por otros —por otro autor, por un perso­
naje: por el que no las enuncia directamente, sosteniéndolas
con su atención, con su palabra in m ed iata— aparecen por
fuerza en el texto borgeano fisuradas, aludidas, n ecesaria­
m ente incom pletas gracias al olvido —lo que Borges llama
“la educación del olvido” (Z?, 70)— o a la “desesperación de
escritor”. Como en el caso de Funes, la atención también dicta
el idioma universal de John Wilkins, donde “cada p alabra se
define a sí m ism a” (OI, 140). Recuerda Borges el empeño
analítico y clasificatorio con el que Wilkins elabora ab ovo,
en un utópico vacío, u n a serie de núcleos morfológicos y
semánticos “que organizara y ab arcara todos los pensam ien­
tos h u m an o s” (OI, 141). No son, p a ra Wilkins —para la a te n ­
ción de Wilkins que los sostuvo— “torpes símbolos a rb itra ­
rio s” sino integralm ente significativos. El hábito (el acos-
tu m bram ien to que tra e n las lecturas a través del tiempo) o
el ra z o n a b le . olvido (que borra la atención colocatoria de
Wilkins) perm iten que el lector domestique la serie, r e tir a n ­
do a su antojo algunos elementos, haciéndose un lugar. Con­
ju g ad as en un espacio que le es ajeno —la habitación de
Proust, la eternidad concebida por otros, las series de Funes,
la enum eración de Wilkins— las cosas infinitas tam bién pro­
ponen al lector, más allá del hábito que r e tira p ara hacer un
lugar, el ejercicio activo de u n a nueva atención que recoloca
selectivamente.
Al rev isar la serie de signos que componen el idioma a n a ­
lítico de John Wilkins, esos signos que no quieren ser arbi­
trarios, señala Borges “un problema de imposible o difícil
postergación” (OI, 141): la inexplicable elección de la tabla
cuadragesim al en la que se basa ese idioma. La atención de
Wilkins quien, por alguna razón, eligió ese criterio clasifica­
dor p a ra enunciar su serie, sin embargo se ha esfumado. La
n ueva atención de quien practica la lectura de la serie —el
lector a quien el olvido permite un lugar— pone de m an i­
fiesto, en cambio, u n a a la r m a n te a r b itr a r ie d a d : la que
pervade la clasificación y la conjugación de dislates, vistas
con m irada nueva. Un ejemplo de dislate: “La belleza figura
en la categoría decimosexta: es un pez vivíparo, oblongo” (OI,
142). Los signos que no querían ser torpes ni arbitrarios in e­
vitablem ente lo son, porque el lector no es Wilkins y no está
versado en las cuarenta categorías que fundan la serie; a r ­
bitrarios como los elementos que in teg ran la taxonom ía del
enciclopedista chino, o la clasificación del In stitu to Biblio­
gráfico de Bruselas que “tam bién ejerce el caos” (OI, 142), o
la clasificación de los hrónir en Tlón:

Los hrónir de segundo o tercer grado —los hrónir derivados de otro


hrónir, los hrónir derivados del hrón del hrón— exageran las aberracio­
nes del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confun­
den con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que
los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrón de duodécimo
grado ya empieza a decaer (F , 29).

Las series citadas —históricas, apócrifas, o ficticias—


m inan diligentemente la itemización sucesiva y razonada de
la clasificación enciclopédica, la seguridad de que a lleva a 6
que lleva a c y que a, b, y c merecen la misma atención. Como
si necesariam ente diera cuenta de la enumeración y de la
clasificación, la serie alfabética aparece aquí como exceso
colocatorio, semejante a l a desvelada atención de Proust, de
Funes. Señala Foucault, al comentar en partic u la r la taxo­
nomía china, la minucia prolija —en los dos sentidos del t é r ­
mino— de la serie borgeana. Los sorprendentes incisos son,
en sí, claros, incluso no demasiado inquietantes:

Las peligrosas mezclas han sido conjuradas, los blasones y las fábulas
han logrado su lugar privilegiado; no hay aquí anfibio inconcebible, ni ala
con garras, ni inmunda piel escam osa, no hay rostros polimorfos y
demoníacos ni aliento de fuego. La monstruosidad no altera aquí ningún
cuerpo real, no modifica de manera alguna el bestiario de la imaginación:
no se esconde en la profundidad de ningún poder extraño (Foucault, 7).

Los escandalosos productos de la ors combinatoria, cuyos


posibles espantos h a previsto Borges, no parecen te n e r cabi­
da en los ítems de estas series. Sin embargo, algunos de los
elementos que enum eran son menos precisos de lo que al
principio sugiere Foucault (“a cada un a de estas singulares
rúbricas puede dársele sentido preciso y contenido asig na­
ble”). La heterotopía no es el único indicio de la anomalía,
de la m onstruosidad de las series borgeanas, aunque no cabe
duda de que el no-lugar en que se fundan p e rtu rb a de m an e­
ra decisiva. Igualm ente anómalos, dentro de la enum eración
misma, son los incisos que en lug ar de conjurar las peligro­
sas mezclas las provocan, como en este fragm ento de la s'e-
rie:

[...] (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clarificación,
(i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel
finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el j a ­
rrón [...) (OI, 142)

Tanto el inciso h como el inciso l proponen u n a subver­


sión que sup era la del “blanco intersticial que separa a estas
entidades” cuyos efectos desquiciadores señala Foucault, una
subversión que devora la serie, paródicam ente ordenada, de
dislates. Como los hronir de noveno y de undécimo grado —
“los de noveno se confunden con los de segundo; en los de
undécimo hay una p ureza de líneas que los originales no tie ­
n e n ”— los incisos h y l de la enciclopedia china recuerdan
las interpolaciones de la to rtu g a de Lewis Carroll pero van
más lejos: prolongan infinitam ente la serie a la vez que cla­
ram en te la tra stru ecan .
Borges ofrece la taxonom ía china como registro de las
arb itra rie d a d e s clasificatorias de un enciclopedista. Cabe
p reg u n tarse si algún lector de esta serie borgeana ha e n s a ­
yado, más allá de la heterotopía que socava de m an era obvia
y ostentosa el fundam ento de la enum eración, la posibilidad
de o tra lectura. Loa elem entos de la taxonomía p resen tad a
por Borges se refugian en la división clasificatoria de la se­
rie alfabética. S u prim ida esa división, desleídos los incisos
—y elim inado s los incisos h y l, v e r d a d e ra m e n te inubi-
cables— se leería otro texto, quizá menos heteróclito aunque
no menos sorprendente. Ese otro texto —que ya no clasifi­
caría y dividiría o, mejor dicho, que lo h a ría de otro modo—
acaso dij era:

[Animales] pertenecientes al Emperador, embalsamados y am aestra­


dos: lechones y sirenas. Fabulosos perró3 sueltos [...] que se agitan como
locos innumerables, dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello
acaban de romper el jarrón y de lejos parecen moscas.

Éste texto conjetural —en el que siguen no cabiendo los


incisos h y l, v erd aderas interpolaciones d istanciado ras—
ag ru p a lo heteróclito según otro tipo de organización, no
menos tra n q u ilizad o ra, ni menos precaria, que la de la se­
cuencia alfabética. Organización que se asem eja a la "pesa­
d illa” que confronta al n a rra d o r de “There Are More T hings”
en el último piso de “la C asa”: “H abía muchos objetos o unos
pocos objetos en tretejid o s” {LA, 76). La secuencia original
de la enciclopedia china, lisa y en u m erativ a —lisa porque se
p re se n ta como deliberadam ente enu m erativ a—, es u n miraje
de intersticios equitativ am en te distribuidos. El texto conje­
tu ra l (uno de los tan tos posibles), al red istrib u ir los elem en­
tos de la secuencia, redistribuye esos intersticios; cae en otra
continuidad —pesadilla borgeana, constante preocupación en
su texto— que es la continuidad sintáctica, más peligrosá
acaso que la simple enum eración porque ab iertam en te e n ­
treteje: conjuga, coordina, indica je ra rq u ía s y énfasis.
Borges se debate con esa continuidad sintáctica desde el
principio de su obra. Ya en “Indagación de la p a la b ra ” se r e ­
bela contra las distinciones clasificatorias que impone: “La
represen tació n no tiene sintaxis. Que alguien me enseñe a
no confundir el vuelo de u n pájaro con un pájaro que vuela”
(IA, 25).
Aceptando con dificultad que “otro es el poderío de la con­
tin u id ad sintáctica sobre el discurso”, que la sintaxis, “esa
desviación traicionera de lo que se h ab la”, es “tragedia ge­
n eral de todo escribir”, concluye: “Que la resignación —vir­
tud a que debemos resig narn os— sea con nosotros. Ella será
n u estro destino: hacernos a la sintaxis, a su concatenación
traicionera, a la imprecisión, a los talveces, a los dem asia­
dos énfasis, a los peros, al hemisferio de m entira y de som­
b ra en nuestro decir” (/A, 27).
“P a s a r de hojas a pájaros es más fácil que.de rosas a le­
t r a s ” (A, 95), observa Averroes. P asar de rosas a letras (a
p e sa r del salto cualitativo que el ejercicio implica) parece­
ría ser más fácil, para Borges, que p asar de letras a letras.

3. La concatenación: traición inevitable


* O bserva Borges, al com entar los diversos acercamientos
al regressus in i n f i n i t u m , que en general el planteo “ha ser­
vido p a ra n eg ar” (OI, 152). No olvida sin embargo los a rg u ­
m entos a su favor, y en especial su utilización como base de
la p ru eb a cosmológica. Resume el razonam iento de Santo
Tomás:

El mundo es un interminable encadenamiento de causas y cada causa


es un efecto. Cada estado proviene del anterior y determina el subsiguiente,
pero la serie general pudo no haber sido, pues los términos que la forman
son condicionales, es decir, aleatorios. Sin embargo, el mundo es; de ello
podemos inferir una no contingente causa primera, que será la divinidad
(O/, 153).

En las series que Borges propone al lector los términos


tam bién son —o parecen— aleatorios, pero cada término no
proviene claram ente del anterior, no es necesariam ente su
efecto, ni determ ina, como causa, el término subsiguiente.
La serie borgeana tam bién “pudo no haber sido” y sin em­
bargo es, como el mundo justificado por la divinidad no con­
tin g en te de Santo Tomás. Sin embargo, desprovista de la
atención colocatoria —de la no contingente causa prim era—
que h ab ría de darle coherencia, la serie se p resen ta in ju sti­
ficada, incongruente. La incongruencia es, desde luego, ilu ­
soria, ya que todo texto —aun el más disgregado, aun el más
despedazado— tiene que fluir, tiene que encadenarse de un
modo u otro para ser leído. En las series borgeanas la divi­
nidad de Santo Tomás es reem plazada por u na “causa p ri­
mera” no menos inevitable: la ineludible “concatenación traicio­
n e ra ” de la sintaxis. La sintaxis es "tragedia” y no consuelo
por el hecho mismo de ser a la vez forzosa y contingente: el
texto in sta u ra u na concatenación casual que sólo sus p a la ­
bras justifican y esa casualidad, en el momento de la lectura
necesariam ente sucesiva, se vuelve encadenam iento causal.
El discurso borgeano está resignado a la servidumbre de
la sintaxis, a un a “desviación traicion era” que no siempre
traduce plenam ente la voluntad de desvío, de desatino, que
anim a al texto. Resignación necesaria, pero menos simple
de lo que las declaraciones de Borges llevarían a creer: con
la aceptación convive en todos los planos de la obra borgeana
el descreimiento, reivindicado como “m anantial de obras”
(TE, 10). Si la concatenación sintáctica impone una secuen­
cia insatisfactoria, el texto borgeano, aun aceptándola, des­
cree de ella y la desafía. Como las parcelas del yo, los “obje­
tos verbales” que encadena Borges se declaran abiertam en­
te provisorios. No podrán nunca aniquilar del todo lo que los p re­
cede: en ese caso no habría discurso, sólo p alab ras m u tila­
das como las que cita Swift. (Tampoco pueden aniquilar lo que
los precede los fragmentos del yo: “Es sabido que la id e n ti­
dad personal reside en la memoria y que la anulación de esa
facultad comporta la idiotez” [HE, 35].) Pero queda p ara esos
“objetos verbales” la posibilidad de divagar. El descreim ien­
to lleva, en el texto borgeano, a traicionar una concatena­
ción sintáctica que se conoce (y se acepta) como traicionera.
Con tono burlón y a la vez irritado, se complace Borges
en “Indagación de la p alab ra” en desarticular una frase, en
detenerse en cada palabra adjudicándole igual peso, sin es­
tablecer diferencias más allá de los blancos tipográficos. La
desproporción del ejercicio7 —aplicado a la p rim era frase del
Quijote: en, un, lugar, etc.— sugiere la simplificación cari­
caturesca, como un primitivo reverso de la taxonomía del
enciclopedista chino ya citada. Si el lector puede conglome­
rar, a fuerza de sintaxis, una enumeración heteróclita (“[Ani­
males] pertenecientes al Emperador, embalsamados y am aes­
trados: lechones y sirenas. Fabulosos perros sueltos [...] que
se agitan como locos)”, tam bién puede disgregar, como en
.este caso Borges, y en nombre de esa misma sintaxis, la fra ­
se doblem ente coherente de Cervantes: coherente por su
enunciado llano pero además coherente porque una su p ers­
ticiosa ética de lectura la ha vuelto indestructible. El hecho
de que Borges, escandalosam ente, si se quiere, elija aplicar
el artificio separatorio a esa frase en particular —lugar común
que ningún lector hispano desm em braría, que se ha t r a n s ­
formado en unidad verbal— pone de manifiesto u n a básica
insatisfacción. Borges se rebela ante el texto cervantino p ara
luego aceptar que todo térm ino de una frase, por g rav ita­
ción sintáctica, es necesariam ente “prom esa” y “anuncio” (IA,
10), que todo térm ino es “palab ra o rie n ta d a” (IA, 11) y apela
a otro térm ino, está ineluctablem ente encarado al que lo ha
de seguir.
Una y otra vez esta aceptación unida al descreimiento
afectará u n a concepción lineal, directa, de la sintaxis. Si la
palabra no aniquila lo que la precede sino divaga con él, ta m ­
poco encara el porvenir de m an era unívoca. Es evidente, por
otra parte, que toda serie de palabras está encarada a un
por venir, a un n un ca alcanzable más a llá ; no hay discurso
que no deje de abrirse hacia lo no dicho, hacia lo que se le

7 El ejercicio de Borges no difiere, en cierto sentido, de la segm enta­


ción de uLa marquise sortit a cinq heures” practicada por Gérard Genette
en “Vraisemblance et motivation” (Figures II, París: Seuil, 1969, pp. 92-
99^. Los dos comentarios se basan en aspectos de la motivación narrativa,
con una diferencia fundamental: la disección de Borges comprueba, de
manera casi caricatural, la inescapable secuencia que lo irrita y que no
podrá evitar su escritura: el análisis más distanciado de Genette describe
en cambio los potenciales desarrollos de la frase.
puede añadir. Huelga recordar la im portancia de esa aper­
tu r a en las tra m a s de Borges, en la postulación de sus p er­
sonajes, en su concepción del texto literario como hecho
móvil: “He reflexionado que es lícito ver en el Quijote ‘final7
u n a especie de palim psesto, en el que deben traslucirse los
ra stro s —tenues pero no indescifrables— de la ‘previa* es­
c ritu ra de nuestro amigó. D esgraciadam ente, sólo un segun­
do P ierre M enard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría
ex hu m ar y re su c ita r esas Troyas...” (F , 56).
. P ueden añadirse otros modos en que Borges tra b a ja con
esa sucesión abierta a lo por venir. La a p e rtu ra p racticada
dentro del texto es buen ejemplo, ilu stra d a por aquel diálo­
go entre la to rtu g a y Aquiles según Lewis Carroll, donde la
concatenación encarad a a Un porvenir previsto se descarrila
m edian te u n a interpolación que la desvía hacia otros por­
venires, obliterando la m eta anunciada. Aun.las series bor-
g eanas ap aren tem en te estancas, las clasificaciones más r í­
gidas, cu estionan el porvenir lineal. La enum eración del
taxonom ista chino recurre a la reconfortante serie alfabética
p a ra subvertirla de m an eras múltiples. Si se respeta el por­
v e n ir in dicado por el abecedario, i n q u i e t a n . —como las
interpolaciones de la to rtu g a — los incisos h y l, que encaran
el encadenam iento en otra dirección. Si se prescinde de la
clasificación alfabética, el texto se encadena según la des­
viación traicionera de la sintaxis, pero'sigu en molestando
las inincorporables lexías de h y de /..Si por fin se acepta
llan am en te la serie, sin cuestionar las distancias de diverso
grado que pueden sep ararlas, el porvenir no por eso se acla­
ra. El texto lo anula, lo vuelve circular, finalm ente lo n e u ­
traliza. “El alfabeto —p ara no hablar del sentido de profun­
da circularidad que se le pueda atribuir, que atestig ua lá
m e t á f o r a m ís tic a de a lp h a y o m eg a— es u n m edio de
in stitu cio n alizar el grado cero de las clasificaciones”, escri­
be Roland B a rth e s.8

8 Roland Barthes, "Littérature et discontinu”, Essais critiques (París:


Seuil, 1964), p. 179.
La concatenación sintáctica se p re se n ta siem pre como
servidum bre necesaria y el escritor que la practica cede a
ella, aun cuando la inquiete con su enunciado. Al considerar
estos encadenam ientos encarados al porvenir que nunca se
cumplen, es decir, que no observan del todo la orientación
•prevista y son fragm entarios, parciales, merece considerar­
se la actitud que atribuye Borges a los autores de esos enca­
denam ientos. Volvamos un a vez más a las series, núcleos
emblemáticos, por así llamarlos, de la complicada concate­
nación del discurso de Borges. Descartemos las series clara­
m ente a rb itra ria s —la de “El Aleph” o el catálogo de im áge­
nes del recuerdo acumuladas por F unes— en las' que una
percepción solitaria, individual, procura reg istrar lo incon­
cebible: son series evidentem ente abiertas, en caradas no
tan to a u n porvenir sino a un a sim ultaneidad donde siem­
pre cabrá algo más. Pensemos en cambio en las series que
m im an .la organización y la sucesividad de u na taxonomía
exhaustiva. La plena atención, la plena dedicación, parecen
dictar la serie enum erativa de Funes, las categorías del idio­
ma analítico de Wilkins, series que reclaman, cada una a su
m anera, precisión y sistema. De más está decir que el texto
borgeano no podrá nunca reproducir in extenso esas series,
aunque alabe su balbuciente grandeza y su carácter adm i­
rable e ingenioso. Sólo podrá citarlas, de m an era salteada,
errática. Curiosam ente conecta Borges la inconclusión de
estos sistem as (de modo, es verdad, harto indirecto) con una
debilidad —como u n a pérdida de fe, p ara darle ün nom bre—
por p arte de Wilkins y de Funes, enunciantes, cuyos siste­
m as recoge (hereda) Borges. Relaciona Borges cierta debili­
dad de Wilkins con la de la divinidad, según la hipótesis de
Hume:

El mando [...] es tal vez un bosquejo rudimentario de algún dios infan­


til, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficien­
te; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se bur­
lan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que
ya se ha muerto (OI, 143).
De m anera sem ejante se señala la capitulación de Funes.
Ante su proyecto de cifrar sus recuerdos, abandona la em ­
presa porque: “Lo disuadieron dos consideraciones: la con­
ciencia de que la ta re a era interm inable, la conciencia de
que era inútil. Pensó que en la hora de la m uerte no habría
acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez” (F ,
125).
Encarados al porvenir —es decir entregados a la suce­
sión— esos conjuntos, por voluntad o fatiga de sus autores o
de su relator, nunca se completan, como no se completa el
fragm entario Quijote. De Pierre M enard no queda un solo
borrador que atestigüe su novela completa, ni las etapas de
su composición, ni los nexos que las unirían: “Los filósofos
publican en agradables volúmenes las etapas interm ediarias
de su labor y [...] yo he resuelto p e rd e rla s” (F , 50),

4. Una c o n c a te n a c ió n que su p era la p esa d illa de lo


causal
“A n d yet, and yet... Negar la sucesión tem poral, negar el
yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones ap a­
rentes y consuelos secretos”, escribe Borges en “Nueva re fu ­
tación del tiem po” (O/, 256). Como desesperaciones a p a re n ­
tes y consuelos secretos h ab rán de considerarse, en su obra,
la desarticulación sistem ática y la saltead a detención en lo
incomunicado, la fragm entación que enjuicia la p rev ista
sucesividad textual a la vez que socava la superstición del
texto único y definitivo. Borges cuestiona e inquieta los com­
ponentes del destino del hombre como cuestiona la configu­
ración sintáctica de un texto, temiendo y conjurando el posi­
ble reverso de la heterogeneidad que propone: un yo, un
tiempo, un mundo, un texto determ in ado s por la severa
causalidad. “Nuestro destino —escribe Borges— no es esp an­
toso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de h ie­
rro ” (O/, 256). Ver en esa irreversibilidad un consuelo no
corresponde “sino a la religión o al cansancio” (D , 106-107).
Si Borges propone en “El arte n arrativ o y la m agia” u n a
concatenación textu al ap aren tem en te distinta, lo hace sin
ilusiones. Previsiblemente desdeña el encadenam iento de “la
morosa novela de caracteres [que] finge o dispone u na con­
catenación de motivos que se proponen no diferir de los del
m undo r e a l ”, reiv in dican do , en cambio, u n a c a u s a lid a d
literaria dictada por “la prim itiva claridad de la m agia” (D ,
88), causalidad menos prim itiva y menos clara de lo que
anuncia la declaración. Urge descartar su interpretación más
lata: el encadenam iento de milagros, la acumulación de r u p ­
tu ra s sin verdadero respaldo tex tual, sum adas d e s m a ñ a ­
dam ente por la sola intención de “rom per” con un hábito de
lectura previo, guiadas sólo por el propósito de sorprender.
A este tipo de encadenam iento —que ilu stran los ejemplos
más bastos del relato fantástico: piénsese en El castillo de
Otranto— responden lectores que “no se fijan en la eficacia
del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subor­
dinan la emoción a la ética, a una etiq ueta indiscutida más
bien” (£>, 46).
En cambio, el encadenam iento que sugiere Borges en “El
arte n arrativ o y la m ag ia” es de otro orden. No niega la
causalidad m ezquina que solemos atrib u ir a la realidad o a
su p arien te pobre, la novela realista, pero tampoco la endo­
sa. Por el contrario intuye la inclusión y el perfeccionam ien­
to de esa causalidad “re a lis ta ” en la causalidad de la magia:
no por mágica menos férrea. “Es la coronación o pesadilla de
lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos fo ras­
tero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las
leyes n a tu ra le s lo rigen, y otras im ag in arias” CD, 89).
La causalidad de la m agia paradójicam ente confirma la
indeterm inación del texto borgeano. Implica la posibilidad
de incluir, de encadenar, de nivelar en un mismo discurso
literario, la sim p atía y la distancia, el conjuro y la confian­
za. Perm ite em itir sucesivam ente la ausencia de nombre y
su lejano simulacro, el libro y el contralibro, elegir y asum ir
un discurso desviado, a un tiempo fam ilar y uncanny, que
recup erará y no recu p era rá el lenguaje. Cabe p a ra la orga­
nización del texto borgeano, a m anera de m etáfora, un re ­
cuerdo de ft á n e u r , aparentem ente biográfico, que m arca su
itinerario:

La tarde que precedió a ésa noche, estuve en Barracas: localidad no


visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya
dio un sabor extraño a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era
serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise de te rmi nar ­
le rumbo a esa caminata; procuré una máxima l at i t ud de pr obabi l idades
p a r a no cansar la expectativa con la obligatoria uisión de una sola de ellas.
Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar;
acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o las
calles anchas, las más oscuras inuitaciones de la c a s u al i d ad . Con todo,
una suerte de grauitación f amil i ar tne alejó hacia unos barrios, de cuyo
nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No
quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de lá infancia, sino
sus t odavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en
palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de
lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efec­
tivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro
invisible esqueleto {OI, 245-246; subrayados míos).

Este texto — relato lo llam a Borges— se tituló en un p rin ­


cipio “S entirse en m u e rte ”. No sería inadecuado llam arlo, a
la vez, sentirse en texto.

5. In visib le esqueleto, tam año de,una cara


R etrato negado, re tra to expuesto. El texto borgeano se
d a , con plena conciencia de que “nadie está en algún día, en
algún lu g a r ”, que “nadie sabe el tam año de su ca ra ” (O/, 16).
“La Re alidad —escribe Borges (habría podido decir la lite ­
r a t u r a ) ^ es como esa im agen n u e s tra que surge de todos los
espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros
viene, gesticula y se va, pero en cuya busca b asta ir, p a ra
d ar siempre con él” (/, 119). Sabe Borges que así como no
hay lugar p a ra el alguien que es nadie, ni siquiera p a ra las
dim ensiones precisas de su rostro, tampoco hay lug ar fijo
p a ra el texto, “siem pre capaz de un a in finita y plástica am ­
bigüedad” (OI, 127). Sabe que “la lite ra tu ra no es agotable,
por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es”
(OI, 218). Sabe por fin que el texto es una p erp etu a suspen­
sión, un no dicho que se dice incesantem ente pero nunca del
todo: que es “la inm inencia de u n a revelación que no se pro­
duce” (07, 12); que'contribuye a los “borradores de ese libro
sin lectura fin a l” (M, 104).
En “H istoria de los ecos de un nom bre”, Borges entreteje
tres narraciones* tres instancias, podría decirse, dé auto-
definición: “un dios, un sueño y un hombre que está loco y
que no lo ig n o ra” (OI, 223). Por un lado Dios, afirmando Soy
El Que Soy. Por otro, el desam parado Swift quien, loco y
moribundo, repitiendo Soy lo que soy, soy lo que soy. Entre
los dos un personaje literario, el mediocre soldado de AIVs
Well That E n d s Well de Shakespeare, quien, recurriendo al
desvío, acaso logre mejor que los otros nombrarse y darse
efímera existencia. U na vez que se descubre su impostura,
Parolles és y dice a través del artificio, mezcla evidente de
descreimiento y de confianza en la palabra: Ya no séré capi­
tán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta
cosa que soy me hará vivir (OI, 226). En esa m ateria indeci­
sa —cuyo engaño no ignora— se asienta y habla Parolles,
cuyo nombre, palabra, acaso no fuera casual. El texto de
Borges, con menos ingenuidad pero con igual fervor^ ha ele­
gido, p ara ser, el mismo fundam ento.
Posdata
F l á n e r i e s te x tu a le s : B o r g e s, B e n ja m ín y
B au d elaire

A cercar a Borges y B audelaire (acercarlos a p esar del


notorio desprecio de Borges por Baudelaire) parece, a p ri­
m era vista, empresa equivocada. Razonar esta aparente equi­
vocación es el motivo de las páginas que siguen. Las mencio­
nes directas de Baudelaire en la obra de Borges son escasas;
su mínimo contenido, poco halagador o, en el mejor de los
casos, ambiguo. Borges considera a B audelaire inferior a
W hitm an por h ab er dram atizado desdichas, no felicidades
(D , 124). Dice leerlo apenas (a pesar de que de joven en Sui­
za, ju n to con su amigo Mauricio Abramowicz, “soñamos los
dos sueños que se llam aron Laforgue y B aud elaire” (CON,
33); de lejos prefiere, dice, a Verlaine.1 Si Baudelaire le in­
teresa, es m ás que nada como cultor de lo uncanny, lo sinies­
tro (O/, 191). Sin embargo, curiosos detalles en esta sa lte a ­
da relación —como la m utilada traducción en prosa que hace
Borges de “Reve p a risié n ” en el Libro de sueños, cambiando
prácticam ente el sentido del texto, o la virulencia con que,

1 “Había una época en que sabía Las flores del mal de memoria pero
ahora estoy bastante alejado de Baudelaire. Si tuviera que nombrar un
poeta francés, nombraría a Verlaine”. (Napoléon Murat, “E n tr e tie n ”,
Cahiers de l'Herne [París: 1964], p. 383.
en una entrevista con El Nouvel Observateur, se burla del
mal gusto de B audelaire2— permite sospechar que el recuer­
do de B au delaire persiste incómodam ente en la obra de
Borges, sous rature. No está de más recordar, por otra p a r­
te, el tratam iento, cuando no hostil, por lo menos ambiguo,
con que Borges tra ta a la mayoría de los fundadores de la
modernidad. Elogia a Joyce con reticencia e ironía; es s a n ­
griento con P roust y menoscaba a Virginia Woolf. De todos,
acaso el más significativamente ninguneado —en un nin-
guneo que tiene mucho de síntoma— sea precisamente el p ri­
mer moderno de todos, Baudelaire.
Comienzo por un acercamiento evidente, el que perm iten
dos libros, Fervor de Buenos Aires y Tableaux parisiens. En
los dos casos se trata, tem áticam ente y h a sta formalmente,
de u n a poesía de errancia, de flánerie: textos organizados
en tomo a un sujeto deambulante que percibe la ciudad y, en esa
percepción, se percibe a sí mismo, textos de “un yo insacia­
ble de un no-yo que a cada in stan te se m anifiesta y expresa
en imágenes más v iv ien tes que la v ida m ism a, siempre
inestable y fugitiva”.3 El hecho de que en ambos casos el no-
yo sea una ciudad en vías de modernización —P arís a punto
de volverse “capital del siglo diecinueve”,4 Buenos Aires des­
pojándose, de restos de Gran Aldea— vuelve la percepción
tanto más compleja. En cierto sentido ejercicios de a u to rre ­
trato, como bien lo vio Enrique Pezzoni en el caso de Borges,5

2 Héctor Bianciotti y Jean-Paul Enthoven, “Deux heures de clair-obscur


avec Jorge-Luis Borges'’, Le Nouvel Observateur, 14 de noviembre de 1977.
Anotan los entrevistadores que, llevado por la burla, Borges se complace
en recitarles de memoria múltiples “abominaciones” de Baudelaire.
3 Charles Baudelaire, “Le peintre de la vie m oderne”, Curiosités
esthétiques, en Oeuvres completes (París: Gallimard, “La Pléiade", 1954),
p. 890. Traducción mía, como las demás citas en prosa de Baudelaire. En
adelante abreviaré: B.
4 Walter Benjamín, “París, capital del siglo XIX”, Iluminaciones! 2
(Madrid: Taurus, 1972). En adelante abreviaré: IL.
5 Enrique Pezzoni, “Fervor de Buenos Aires: autobiografía y autorre­
trato”, en El texto y sus uoces (Buenos Aires: Sudamericana, 1986), pp. 67-
96.
de au to rretrato evanescente contra u n a ciudad en transición
que es a la vez telón de fondo y substancia m ism a del yo, las
dos obras conjugan al percibidor con lo percibido, al p a s e a n ­
te con el espacio de su paseo, en u na com partida, irrita d a
tensión.
Al describir la actividad del flá n e u r , escribe Baudelaire
que parece un a de “esas almas en pena que buscan un cuer­
po” (B, 296). E sta curiosidad por el otro o por lo otro se a r t i ­
cula en términos de espacio: “P ara él solo —añade Baudelaire
del fláneu r— todo está vacante”. En “Les fe n é tre s” se aclara
el proceso de apropiación creadora:

Quien mira de afuera a través de una ventana abierta nunca ve tanto


como quien mira una venatana cerrada. No hay objeto más profundo, más
misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrante que una ven­
tana iluminada por una vela. Lo que se puede ver a pleno sol es siempre
menos interesante que lo que ocurre detrás de un vidrio. En ese hueco
negro y luminoso la vida vive, la vida-sueña, la vida sufre CB, 340).

Aplicado aquí a un espacio cerrado, a un interior que se


expropia con m irada de voyeur, el proceso es igual en el “afue­
r a ” de las calles de París, vividas como inm enso escenario
disponible. Concluye el fláneurIvoyeur de “Les fe n é tre s ” al
final de su vagabundeo por la m irada: “Y me acuesto, orgu*-
lioso de h ab er vivido y sufrido en otros que no son yo. [...]
¿Qué im porta lo que puede ser la realidad situ a d a fu era de
mí si me h a ayudado a vivir, a sen tir que soy y sen tir lo que
soy?” (B, 340).
El proceso, evidente a lo largo de los Tableaux parisiena,
responde claram ente a la doble pulsión que B audelaire r e ­
clama en sus Jour nau x intimes p a ra el ejercicio literario:
“De la vaporización y de la centralización del Yo. Ahí está
todo” CB, 1206). Al espectáculo de la ciudad, y a la proyec­
ción del sujeto en ese espectáculo p a ra vivir lo y vivirse, si­
gue el recogimiento solitario y el aislam iento, como en “Le
Crépuscule du Soir” (“Recueille-toi, mon áme, en ce grave
m om ent,/ E t ferme ton oreille á ce ru g isse m e n t” [B, 167]).
La diseminación del yo en el no-yo de la ciudad que se posee
en un acto de “fantasiosa esgrim a” (B , 155) concluye efi u n á
lite ra l recolección en la que el yo recompone su unicidad,
practicando lo que Leo Bersani ha calificado de "autoiden-
tificación alien ad o ra”.6
En la poesía de Borges el proceso, a prim era vista, es el
mismo; la avidez del yo es evidente en más de un texto te m ­
prano. Así, el peripatético yo borgeano se p resen ta como “el
codicioso de alm as” en u na prim era versión de “Las calles”
(P, 13) y, en “Inscripción en cualquier sepulcro", declara que
“ciegam ente reclam a duración el alm a a rb itra ria / cuando la
tiene aseg urad a en vidas ajen as” (OP2, 34). Abundan ejem­
plos que p e rm ite n estab lecer un p aralelo con la actitu d
b au d elairean a. Por otra parte, esa codicia esencial, necesa­
ria a la constitución del sujeto erra n te dentro del poema, es
tam bién, p a ra el Borges lector, fu nd am en tal criterio lite ra ­
rio. En un ensayo tem p ra n o sobre La tierra cárdena de
Hudson, Borges elogia al n a rra d o r precisam ente por ser un
“curioso de v idas”, “un gustador de las variedades del yo”
que se añade “vidas claras” y enancha “el yo a m uchedum ­
b re ” (TE, 35). La flánerie ávida ya signa la letra borgeana
como justificación ontológica y a la vez crítica.
A pesar de su ap aren te entusiasm o expansivo, la codicia
borgeana omite la segunda etapa observada en la flánerie
creadora de Baudelaire. Elude el recogimiento, el refugio en
la unicidad, el regreso al yo: perm anece en suspenso. Así, en
“S ábados”: “Ya casi no soy nadie / soy ta n sólo ese anhelo /
que se pierde en la ta r d e ” (OP2, 47). En “Calle desconocida”
se d a un m o m e n to s e m e ja n te al de “Les f e n é t r e s ” de
B audelaire: “toda casa es un candelabro / donde las vidas de
los hombres arden i como velas [...]” (OP2, 18). Pero esta visión,
situ a d a al final del poema, dista de hacer sentir al sujeto
“que soy y [...] lo que soy”; en cambio, recalca la re su e lta
otredad, la ajenidad de lo percibido. Cito el texto completo:

r‘ Leo Bersani, Baudelaire a nd Freud (Berkcley: University of California


Press, 1977), p. 125.
Sólo después reflexioné
que aquella calle de la tarde era ajena,
que toda casa es un candelabro
donde las vidas de los hombres arden
como velas aisladas,
que todo inmediato paso nuestro
camina sobre Gólgotas (O P2 , 18).

La prim era versión del poema acentuaba doblemente la


lejanía: el lugar de la cam inata se percibía como extraño, los
pasos cam inaban sobre Gólgotas ajenos (P , 17).
Señ alar la alteridad es, sin duda, un a m anera de distin ­
guirse, de alejarse de lo percibido, pero en ningún momento
hay en Borges, como en Baudelaire, la recolección confiada
del yo en sí mismo. El sujeto se da a la deriva, en continuo
acto de percepción. El “yo casi no soy nad ie” es tam bién el
ya famoso testigo de “C am in ata”: “Yo soy el único especta­
dor de esta calle; / si dejara de verla se m oriría” (OP2, 44).
Ser yo, en el texto borgeano, no es centralizarse y funda­
m entarse en el espacio solipsista del fláneur sino ser anhelo
o codicia flotantes, no aposentados en un sujeto, ser —para
citar a Borges p arafraseando a H um e— “u n a colección o a ta ­
d ura de percepciones, que se suceden unas a otras con in­
concebible rapidez” (OI, 240).
La deuda de Borges con el idealismo es lo suficientem en­
te conocida p a ra abundar, una vez más, en ella. Prefiero en
cambio recordar lás circunstancias históricas en que Borges
declara haber “tocado con mi emoción” el desengaño del tiem­
po y del “yo de conjunto” (/, 89); digamos, la escena prim i­
genia del sujeto a la deriva. Recuerda Borges en “La n ad e­
ría de la p erso nalidad” ese momento preciso, la despedida
en Mallorca, donde se deja atrás al amigo del alm a para vol­
ver, definitivam ente, a Buenos Aires:
Entrambos comprendimos que salvo en esa cercanía mentirosa ó dis­
tinta que hay en las cartas, no nos encontraríamos más. Aconteció lo que
acontece en tales momentos. Sabíamos que aquel adiós iba a sobresalir en
la memoria, y hasta hubo etapa en que intentamos adobarlo, con vehe­
mente despliegue de opiniones para las añoranzas venideras. Lo actual
iba alcanzando así todo el prestigio y toda la indeterminación del pasado
Pero encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la
voluntad de mostrar por entero mi alma a mi amigo. Hubiera querido
desnudarme de ella y dejarla allí palpitante. Seguíamos conversando y
discutiendo, al borde del adiós, hasta que de golpe, con una insospechada
firmeza de certidumbre, entendí ser nada esa personalidad que solemos
ta sa r con tan in c om p atib le e x orb ita n cia. O curriósem e que nunca
justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás,
que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y
encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo
circunstancial, no éramos nadie. Y abominé de todo misteriosismo (/, 89-
90).

Que la nadería del yo de conjunto se descubra —se sien­


ta— en el tra u m a de la separación y el desarraigo, en una
escena de duelo que el sujeto borgeano rep etirá u na y otra
vez, me parece importante. La escena es doblemente tra u m á ­
tica: atestigua la falla del yo de conjunto pero tam bién señala
la imposibilidad de otro conjunto, el que form an los dos
tiernos y fraternales varones. Que, además, la escena se dé
“al borde del adiós” que lleva a Borges a otra orilla, la de la
ciudad de Buenos Aires, y en el umbral de otra escritura, la
del fláneur solitario que funda míticamente una ciudad p ara
sentirse acompañado, es tam bién crucial. La disgregación,
el duelo y la melancolía ya condicionan el texto borgeano, ya
anuncian al sujeto disperso, traum atizado, en perm anente
(y siempre incompleto) ejercicio de consolación, sólo capaz
—como dirá Borges muy poco después en “La encrucijada de
Berkeley”— de “pequeños agrupam ientos p arciales” (/, 115)
o, en Evaristo Carriego, de “m om entáneas id entidades” (EC
48): yo percibidor de una realidad “que es como esa imagen
n u e s tra que surge en todos los espejos, simulacro que por
nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va,
pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él” (/, 119).
Este “tocar con la emoción” la nadería se vuelve a dar en
otros dos textos notables de Borges, apenas posteriores, esta
vez claram ente insertos en la flánerie por Buenos Aires. El
primero es un trabajoso poema de Luna de enfrente, “La vuel­
ta a Buenos Aires”, eliminado de ediciones posteriores, don­
de un paseante abyecto in terpela a la ciudad: “En ti, villa de
antaño, hoy se lam enta mi soledad pordiosera”. Poema de
aislam iento y desamparo, de unión imposible —“Ya no sabe
amor de mi som bra”— culmina en un torpísimo intento de
unión con la ciudad: “Acaso todos me dejaron p a ra que te
quisiese sólo a vos” (TR 222). El segundo texto, mucho más
sutil que el anterior (y, paradojalm ente, mucho más recon­
fortante) es la famosa cam inata de “S entirse en m u e rte ”,
experiencia vivida y a la vez revelación casi religiosa:

La rememoro así. La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barra­


cas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que
después recorrí, ya dio un extraño sabor a ese día. Su noche no tenía des­
tino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de co­
mer. No quise determinarle rumbo a esa caminata, procuré una máxima
latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria
antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible,
eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que
el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones
de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó
hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dic­
tan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preci­
so ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: con­
fín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitoló­
gico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas
calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado ci­
miento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó
en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión,
nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La
irrealizaba su misma tipicidad (07, 245).

E ste fragm ento —que como ya he sugerido podría leerse


como descripción de la práctica te x tu a l borgeana, u n a s u e r­
te de “sen tirse en texto”— in te re sa por más de u n a razón.
En él se observa claram ente “la m irada del alienado'’ que
Benjam in atribuye al fláneur (I L , 184), esa necesidad de fa ­
m iliarizar/desfam iliarizar el espectáculo urbano, percibido
como “vecino y mitológico a un tiem po”, en u na ciudad v uel­
ta o tra por el encuadre oblicuo, borroso, d e scen trad o s Se
c a m in a al azar, la g ra v ita c ió n f a m ilia r aleja (v alga el
oxímoron), se llega al confín, a las inmediaciones, a lo p en ú l­
timo. En esa provisoria orilla —“en esa m a te ria indecisa”
como la llam a Borges en Evaristo Carriego (95)— se percibe
(se funda) el simulacro de ciudad, y allí tam bién se percibe
(se funda) la n a d e ría del yo, p asajera percepción, carente de
persona. La experiencia de “sentirse en m u e rte ” ab strae al
individuo a la vez que vence el aislamiento. Hay u n a p e r­
cepción en 1928, hubo un a percepción tr e in ta años antes, y
la percepción “es, sin parecidos ni repeticiones, la m ism a”
{Oí, 247). No im portan los percibidores; u n a “m om entánea
id e n tid a d ” (E C , 48) los aúna, reconfortantem ente, a la vez
que los anula. Sus nadas (diría Borges) poco difieren.
“A n d yet, and yet ...” escribe Borges en el epílogo a “N ue­
va refutación del tiem po” de 1946, refutando su propia r e fu ­
tación, inquietando los “consuelos secretos” del idealismo del
que parece despedirse. Concluye: “El mundo, desgraciada­
m ente, es real; yo desgraciadam ente, soy Borges (O/, 256).
También “d esg raciad am en te” es real la ciudad de Buenos
Aires pese al “callejero no hacer na d a” (OP2, 79) —acaso la
mejor traducción de la noción de flánerie— que in ten ta tra n s ­
form arla en un “ensueño sin soñador” (/, 115). Real, e n tié n ­
dase: tem poral, precisa, tra b a ja d a por la historia.

II

Recalca Benjam in el aspecto chocante, traum ático, de la


poesía de B audelaire (I L , 132), texto que repetid am en te r e ­
g istra y elabora el impacto de la ciudad cam biante en un
fláneur “cuya forma de vivir b añ a todavía con un destello
conciliador la in m in en te y desconsolada vida del hombre de
la gran ciudad” (I L , 184). La ciudad en B audeláire está m a ­
nifestada o aludida a través dé la m uchedum bre, m an ife sta­
ción evidente de una actividad nueva, el deam bular ciuda­
dano, que el prefecto H a u ssm a n n se encarga de i n s t i t u ­
cionalizar cambiando el trazado de las calles. Muchedumbre
y t r a n s f o r m a c ió n a r q u ite c tó n ic a l i t e r a l m e n te a lie n a n ,
desclasifican, hacen de París u n a ciudad extranjera p ara sus
propios h ab itan tes: “Ya no se sienten en ella en casa. Co-
m ienzan a ser conscientes del carácter inhumano de la gran
ciudad” (I L , 188). En esa novedad, o mejor dicho ante esa
novedad desordenada y cacofónica, se sitúa la figura liminal
del fl á ne ur : en el umbral. Tiene conciencia de que la inm er­
sión en el movimiento urbano —“en lo ondulante, en el mo­
vimiento, en lo fugitivo y lo infinito”— es sum ergirse en un
“inmenso depósito de electricidad” (B, 889), pero también
tiene conciencia de la necesidad de preservarse: “Había quie­
nes pasaban apretándose como sardin as en la m ultitud, pero
existía tam bién el 'flá n e u r’ que necesita espacio para sus
evoluciones y que no está dispuesto a prescindir de su vida
p riv a d a ” (IL, 144). E sta necesidad de acusar el choque y lue­
go preservarse de él —de esterilizarlo p ara la experiencia
poética, como anota Benjamín (IL, 131)— es base del ejerci­
cio poético de Baudelaire. Aplicada a los textos parisinos, se
da en la doble pulsión mencionada (vaporización/concentra­
ción), a trav és de dos procesos —alegorización y mem oria—
que culminan en un mismo “destello conciliador”, protegien­
do de la sensación directa. Así, por ejemplo, en “Le Cygne”.
El choque ante el cambio arquitectónico —“El viejo París no
ex iste”— queda distanciado, mediatizado, por las construc­
ciones de la memoria:

Paria change! mais ríen dans ma mélancolie


N ’a bougé! palais neufs, échafaudages, blocs,
Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie,
Et mes chers souvenirs sórit plus lourds que des roes (B , 58).

Las construcciones del recuerdo privado, personal, pasan


a integrar, al final del poema, el Recuerdo con mayúscula,
Recuerdo colectivo y ucrónico, simbolizante. Al cambio, a la
ciudad móvil y a la muchedum bre informe, el texto opone la
procesión fija, la solemne evocación de Andrómaca, la figu­
ración ritu al del exilio. El recuerdo cultural se vuelve culto:
acertadam ente observa Benjamín, recalcando este aspecto
cultual de la memoria, que Baudelaire reunió “en un año
espiritual los días de la rem iniscencia” (I L , 158). La frase,
sin gran esfuerzo, podría aplicarse a Borges.
P ara Benjamin, el carácter irremplazable de los textos
baudelaireanos reside no sólo en ese consuelo sino en la com­
probación, inscrita sim ultáneam ente en el texto, de su fra ­
caso. En páginas memorables dedicadas a la pérdida del aura,
señala cómo Baudelaire emprende un combate desigual con­
tra el achatamiento de lo percibido, contra la secularización,
por así decirlo, de la visión. “La experiencia [del aura]
—escribe— consiste [...] en la transposición de u na forma de
reacción, normal en la sociedad hum ana, frente a la re la ­
ción de lo inanimado o de la natu raleza para con el hombre.
Quien es mirado o cree que es mirado levanta la vista. Ex­
p erim en tar el aura de un fenómeno significa dotarlo de la
capacidad de alzar la v ista” (IL, 163). La poesía de B aude­
laire registra dolorosamente la pérdida de esa percepción
aurática, aún cuando intente, por un momento, m antenerla.
Esa pérdida se da, notablem ente, a trav és de la m irada:
“Baudelaire describe ojos de los que diríamos que han p er­
dido la facultad de m ira r” (IL, 165).
Es aquí, en la percepción del au ra y en la experiencia del
cambio, donde se observan las sim patías y diferencias más
notables entre los textos de Baudelaire y los de Borges. El
problemático parentesco se observa a p a rtir de los títulos: el
desganado spleen de Baudelaire es, en Borges, calculado/er-
vor. Baudelaire registra, con desencanto e irritación, la pér­
dida de una visión, la inoperancia del “regará fam ilier” e n ­
tre el sujeto y su ciudad; Borges, apuntalado por un idealis­
mo tanto más vehemente cuanto se sabe ineficaz, pretende
m antener esa visión. La percepción aurática se resume, para
Benjamin, en la cita de Valéry sobre el sueño: “En el sueño
[...] se da una equiparación. Las cosas que yo veo me ven
como yo las veo a ellas” (IL, 164). No otra cosa es la percep­
ción, a la vez familiar y mitológica, que reclama Borges en
“La v u elta” para el hablante y p ara el barrio al que regresa:

Al cabo de los años de! destierro


volví a la casa de mi infancia
y todavía me es ajeno su ámbito.
Mis manos han tocado los árboles
como quien acaricia a alguien que duerme
y he repetido antiguos caminos
como si recobrara un verso olvidado
y vi al desparramarse la tarde
la frágil luna nueva
que se arrimó al amparo sombrío
de las palmeras de hojas altas,
como a su nido el pájaro.

¡Qué caterva de cielos


abarcará entre sus paredes el patio,
cuánto heroico poniente
militará en la hondura de la calle
y cuánta quebradiza luna nueva
infundirá al jardín su ternura,
antes que vuelva a reconocerme, la casa
y de nuevo sea un hábito! (OP2, 35)

Se observará en el poema el procedimiento trabajoso, re i­


terativo, p a r a convocar el reconocimiento de lo inerte. Qué
caterva, cuánto poniente, cuánta luna nueva: es decir, cu án ­
to esfuerzo, cuánta repetición serán necesarios p a ra conse­
guir que la casa, como diría Benjamín, “alce la v ista”. Borges
propone u n a deliberada práctica de la repetición, un e n tre ­
nam iento que p arecería negar —o por lo menos modificar
co nsiderablem ente— la experiencia au rá tic a . E s ta (como
toda revelación), debería de ser única, completa, i n s ta n tá ­
nea: un destello, un a iluminación. En cambio en Borges hay
menos au ra que voluntad de aura: trabajo de duelo. Así como
en “Las ru in a s circulares”, tercam ente, se quiere soñar un
hombre, en la p rim era poesía de Borges, con igual ahínco e
in tensidad de deseo, se quiere p aliar una pérdida, recobrar
la percepción a u rática de una ciudad.
Es significativa la deliberación con que el Borges fláneur
elige el momento y el contenido de su visión re-creadora. La
hora privilegiada es, claram ente, el atard ecer (momento por
excelencia baudelaireano); la preferencia queda explicada en
el ensayo “Buenos A ires”, de Inquisiciones: “Ni de m añ an a
ni en la diurnalidad ni en la noche vemos de veras la ciu­
dad”. Queda en cambio el atardecer:
Es la dramática altercación y el conflicto de la visualidad y de la som­
bra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles. Nos
desmadeja, nos carcome, nos manosea, pero en su ahínco recobran su sen ­
tir humano las calles, su trágico sentir de volición que logra perdurar en
el tiempo, cuya entraña misma es el cambio. La tarde es la inquietud de
la jornada, y por eso se acuerda con nosotros que también somos inquie­
tud. La tarde alista un fácil declive para nuestra corriente espiritual y es
a fuerza de tardes que la ciudad va entrando en nosotros (/, 80).

Hay u na curiosa diferencia entre este texto y su versión


previa, publicada en Cosmópolis en 1921, muy poco después
del regreso de Borges a Buenos Aires.7 Si bien en esa prim e­
ra versión el a ta r d e c e r se d escribe en té r m in o s id é n tic o s
—“Es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas
visibles. Nos desmadeja, nos carcome y nos m anosea”(197)—-
no es juzgado momento apto p ara ver “realm ente la, ciudad”.
Explica Borges: “Las etapas que acabo de enunciar son de­
masiado lite ra ria s p a ra que en ellas pueda el paisaje gozar
de vida p ro p ia” (198). Y concluye:

Para apresar íntegram ente el alma —imaginaria— del paisaje, hay


que elegir.una de aquellas horas huérfanas que viven como asustadas por
las demás y en las cuales nadie se fija. Por ejemplo: las dos y picó, p.m. El
cielo asume entonces cualquier color. Ningún director de orquesta nos
impone su pauta. La cenestesia fluye por los ojos pueriles y la ciudad se
adentra en nosotros. Así nos hemos empapado de Buenos Aires (198).

Que después de esta declaración Borges se desdiga y p r i­


vilegie ju s ta m e n te el atardecer —posiblemente la hora más
lite ra r ia de las que h a considerado —p a ra p asear por Bue­
nos Aires y p oetizar la ciudad me parece significativo por
m ás de u na razón. Prim ero, indica claram ente la intención
de condicionar la visión a u rática adjudicándole u n a hora
solem ne y propicia. R ecuérdese que m ás ta rd e escribirá
Borges que- “ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren

7 "Prosistas nuevos”, Cosmópolis, 34 (octubre 1921), pp. 195-Í99.


decirnos algo, o algo dijeron que nos hubiéram os debido per­
der, o están por decir algo; esta inminencia de u na revela­
ción, que no se p ro d ú celes, quizá, el hecho estético” (OI,
12). Segundo, es im portante la elección del crepúsculo dada
la descripción que de él da Borges: es “un salirse de quicio
de las cosas visibles”, es “la- inquietud de la jornad a y por
eso se acuerda con nosotros que también somos in q u ietu d ”.
Ese salirse de quicio ap u n ta por un lado al desvío, a la vi­
sión m arginal y oblicua que signa la obra borgeana; pero
a d e m á s i n s i n ú a u n a d im e n s ió n d e s a s o s e g a n te , acaso
Ju n heim lich , de la percepción del aura, una relectura de lo
fam iliar vuelto de pronto am enazante. Por fin, podría haber
otra razón, trivial aunque no desdeñable, p ara no privile­
giar la “hora h u é r fa n a ” de las dos y pico de la tarde. Esta es
ho ra diurna, hora de ajetreo y hora, sobre todo, de gente. Y
el Buenos Aires borgeano .—a diferencia del París de Bau­
d elaire— está no solamente desprovisto de m uchedumbre
sino, prácticam ente, de toda presencia humana. Si el fláneur
de Borges no n e c e s ita el refugio in te rio r después de la
flánerie, como el de Baudelaire, para escapar a “la tiran ía
del rostro h um an o” (B, 292) es, sobre todo, porque ese rostro
no existe. O mejor: porque se lo ha obliterado.
P ara convocar y proteger la percepción del aura, Borges
elige el lu g ar de su Buenos Aires con el mismo minucioso
empeño con que elige la hora. Despuebla y descentra la ciu­
dad, niega la p róspera y bulliciosa Buenos Aires (la que
Darío, veinte años antes, ya llam aba “metrópoli re in a ”) para
re cu p era r la gran aldea:

A despecho de la humillación transitoria que logran infligirnos algu­


nos em inentes edificios, la visión total de Buenos Aires nada tiene de en ­
hiesta. No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la
divina limpidez con éxtasis de asiduas torres o con chusma brumosa de
chim eneas atareadas. Es más bien un trasunto de lá planicie que la ciñe,
cuya derechura rendida tiene contiguación en la rectitud de calles y ca­
sas. Las líneas horizontales vencen las verticales (/, 80).

Compárese este voluntarioso achatam iento con el eleva­


miento —igualm ente voluntarioso pero más justificado por
la realidad visible— ya puesto en práctica siete años antes
por Fernández Moreno: “¡Ah, si yo pudiera, / por arte de
magia, / rodearte de altísimas, / magníficas casas / que en
las nubes grises / o en las sonrosadas, / hu nd ieran sus n e ­
gros / techos de pizarra!”8 En 1921, la declaración prog ra­
mática de Borges sólo encuentra su realidad en las orillas.
Para m an ten er la ilusión de esa gran aldea horizontal hay
que alejarse necesariam ente del centro, cifra de “lo babélico”
(TE, 22), en busca del aún no fijado arrabal, la “indecisión
de la urbe donde las casas últim as asumen un carácter te ­
m erario” (I, 80). Ya los primeros críticos de Borges recono­
cían ese calculado desvío. Escribe Ildefonso Pereda Valdés:
“Debería crearse para Jorge Luis Borges un Buenos Aires
sin casas centrales, sin el pasaje B arolo’ como lo im aginaría
Macedonio Fernández, sólo con arrabales y casonas con p a ­
tio ”.9Así, al m argen de la historia, Borges funda y reconoce
su entraña.
Si la nostalgia y la memoria cultural ap u n talan el au ra
tanto en el deam bular baudelaireano como en el de Borges,
sus modulaciones, en cada caso, son muy diferentes. Si B au­
delaire, p ara protegerse de la realidad de un París cam bian­
te, acude al Souvenir simbolizante y a la noción, ahistórica
por excelencia, de lo S u r a n n é —lo pasado de m oda, lo
caduco:—, Borges acude en cambio al recuerdo individual,
preciso: el de sus antepasados. Donde el uno practica u na
nostalgia alegorizante (salvo en el personalm ente nostálgi-

0 “A la Plaza del Congreso", Ciudad 1915-1949 (Buenos Aires: Edicio­


nes de la Municipalidad, 1949), p. 34.
3 Citado en María Luisa Bastos, Borges ante la crítica argentina, 1923-
1960. (Buenos Aires: Hispamérica, 1974), p. 80. Percibido como juguetón
por Pereda Valdés, el desvío de Borges es motivo de crítica para León
Ostrov: “Señalo la parcialidad de su visión ciudadana para recordar que
junto a ese Buenos Aires de casitas bajas y ‘almacenes rosados’ existe
otr», contemporáneo, vital, y en consecuencia, poético. El auténtico poeta
de Buenos Aires — de nuestra ciudad, fea, a veces, pero siempre hermosa,
será el que capte su íntimo latido” (Bastos, 110).
co “Je n ’ai pas oublié, voisine de la ville”, poema que n o ta ­
blem ente rem ite no al centro de P arís sino a su periferia), el
otro practica u n a nostalgia, por así llam arla, realista. No es
un azar que el fláneur de “Sentirse en m u e rte ” se diga “con
segu rid ad en voz alta: Esto es lo mismo de hace t r e in ta
años...”. “Hace tre in ta años”, en efecto, rem ite al Ochenta,
momento crucial en el proceso de reorganización nacional
en que se afianzan instituciones e ideologías. A través de
tiempos y sujetos, “Sentirse en m u erte” recu p era una per­
cepción: “Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas
cu an tas aproxim ativas p alabras y se profundizó a realid ad ”.
Pero en sentido m ás general recupera, como toda la p rim era
obra de Borges, u n a nostalgia que ya h a sido sen tid a y re ­
g istrada, un a añ oran za que ya es tópico literario (y p ostura
ideológica) en la obra de los escritores del Ochenta. Es en­
tonces, en la generación de Wilde y de Cañé y no en la de
Borges, cuando el choque de la ciudad cam biante y la nos­
talg ia de un Buenos Aires “que fue en otra ed ad ”10 aparecen
en la lite ra tu r a arg entin a. “Me lo h an cambiado tanto a mi
Buenos Aires” se queja M ansilla en Mis memorias, y anota
que “Las perspectivas de ahora no son las de antes; la facha
de los hombres y de las m ujeres y el exterior de los edificios
todo h a cam b iad o” (M ansilla, 180). C am baceres, M ártel,
López (autor, precisam ente, de La gran aldea), Cañé y Wilde
viven la m ism a pérdida. P a ra alejarse del mareo de la ciudad
Wilde ya practica, a fines del siglo diecinueve, el paseo por
las orillas: su flánerie preborgeana se titu la “Sin rum bo”.
Lleva el mismo título u n a novela de Cam baceres (también
afecto a la e rran cia como lo d em uestra otro de sus títulos,
S i lb id os de un vago). Por fin el mismo M an silla u sa la
expresión en u n a u to rre tra to que vale, propongo, p a ra toda
una generación de escritores: “un hombre escribiendo, casi
sin rumbo, [...] como un cam inante, que no sabe precisam ente

10 Lucio V. Mansilla, Mis m e m o r i a s (Buenos Airea: Hachette, 1955), p.


257.
adonde va; pero que a alguna parte h a de llegar”.11 Recuerdo
de Baudelaire, el deam bular borgeano es tam bién m aniobra
de inserción en un a tradición lite ra ria precisam ente arg en ­
tina. El desencantado reconocimiento de la ciudad cam bian­
te, a la que ya no se puede volver, es, paradojalm ente, con­
solador regreso al seno de la generación que lo precede. Gesto
modernizador, en cuanto acusa un fun dam ental desasosie­
go, es tam bién gesto p a s a tis ta por su deliberado y anacróni­
co deseo de reparación.
El deam bular borgeano es tam bién, sobre todo, gesto que
recalca (que inventa) u na filiación nacional. "De propósito
pues, he rechazado los vehem entes reclamos de quienes en
Buenos Aires no advierten sino lo extranjerizo: La vocingle­
ra energía de algunas calles centrales y la u n iversal chusma
dolorosa que hay en los puertos, acontecimientos ambos que
ru b rican con inquietud in u sitad a la dejadez de u n a pobla­
ción criolla”, escribe Borges en el prólogo a la prim era edi­
ción de Fervor (T R , 162).12 P a ra b orrar esa ciudad marem ág -
num (la expresión es de Mansilla) invadida por la m uche­
dum bre u ltra m a rin a poco tranq u ilizado ra, Borges practica,
como talism án, él “recuerdo autobiográfico” (E C , 20). Pero
no sólo revive el gesto: lo m in iaturiza, lo estiliza. Forzosa­
m ente vacía u n a ciudad que, h ab itada, recibiría mal su nos­
talgia, forzosam ente la reduce a sus mínimos, elem entales
aspectos. La memoria sin duda tra b aja estos textos, memo­
ria colectiva y ceremonial pero a la vez recuerdo preciso to­
mado del bric-á-brac mnemónico: recuerdo de los a n te p a s a ­
dos, de un grupo, de u na clase cuyas actitudes se m antienen
como protección y cuyos hábitos —“la recatada m uerte por­
tería”, los daguerrotipos, los braseros, el “fino dulce de leche

11 Lucio V, Mansilla, Entre-nos, Causeries del jueves (Buenos Aires:


Hac:hette, 1963), p. 293.
lí Hasta al tiempo de la flánerie se le adjudica nacionalidad: “Quiero
el tiempo hecho plaza, / No el día picaneado por los relojes yanquis / Sino
el día que miden despacito los m ates”, reza el poema “Patrias” de la pri­
mera edición de Luna de enfrente, luego suprimido (TR 224).
de los cum pleaños” (OP2, 103)— se exaltan como ritos. Es
de n o tar adem ás que la nostalgia, esa nostalgia prestada,
nu nca se declara de m anera directa. No hay, en la poesía de
Borges, declaración comparable a “El viejo París no existe”
de B aud elaire, sencillam ente porque a ese Buenos Aires
—el Buenos Aires que obstinadam ente se empeña en postu­
lar su texto— se le atribuye plena vigencia: “E sta ciudad
que yo creí mi pasado / es mi porvenir, mi p resen te” (OP2,
31).13 Si la nostalgia que tiñe la percepción del fláneur bor­
geano lleva al realismo, se t r a t a de un realismo particular,
el que propone la restauración ideológica que hace a la ciudad
“tan real como un verso / olvidado y recuperado” (OP2, 18).
Cabe p a ra esta poesía, esta flánerie a través de un Buenos
Aires construido como “recu perada h ered ad ” (OP2, 25), la
aguda observación que Borges dedica a Don Segundo S o m ­
bra: es “como el undécimo libro de la Odisea, una evocación
ritu al de los muertos, una necrom ancia”.14

13 El vehem ente final de ese poema —“los años que he vivido en Euro­
pa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”— adquie­
re fuerza fundacional. Interesantem ente, uno de los últimos textos de
Borges, “25 Agosto 1983”, narra el encuentro entre dos “Borges”, uno de
ellos de ochenta y cuatro años el otro de setenta y uno, es decir, nacido en
1922. Esta fecha de nacimiento vuelve por cierto ilusorios los años pre­
vios a Fervor de Buenos Aires.
14 Jorge Luis Borges, “Sobre D en Seg und o S o m b r a ”, Sur, 217-218
(1952).Losada, 1942), p. 11.
Jorge Luis B orges, confabulador
( 1899 - 1986 )

¿Y el muerto, el increíble1
?
La noche que en el Sur lo velaron

, Evocarlo, apenas desaparecido, es un ejercicio im proba­


ble. Nos quedan de él fragmentos: lecturas, p alab ras que
alguna vez dijo o escribió, rastro s que el tiempo se en carga­
rá de agrupar, caprichosamente, para devolvérnoslo tal como
u n a vez pensamos (o inventamos) que era. De todos los es­
critores hispanoam ericanos acaso fuera el más imponente,
por su obra sin duda pero tam bién por esa ceguera que lo
m a n te n ía ap arte, distanciado de su circunstancia y disponi­
ble p a r a él mito: “m onum ental como el bronce, más antiguo
que Egipto, anterior a las profecías y a las p irá m id es” (F ,
127). Imponente, tam bién, porque se lo sentía tre m e n d am en ­
te cercano: actual.
Su obra en tera se inscribe al revés, o mejor dicho en el
revés de convenciones ya existentes, ya im aginadas. P ra c ti­
có la subversión lite ra ria y sacudió certidum bres con una
seguridad que prescindía del énfasis y el derroche: su p a la ­
bra —acaso la que más h a marcado el curso de n u e s tra s le­
tra s en los últimos tiem pos— te n ía esa calidad que el inglés
describe ta n bien y el español ignora tanto en su léxico como
su práctica: era under stated. Por ello tanto más persuasiva,
tan to más in sin u an te, tanto más perversa, finalm ente, en
su m an era de afectarnos. No practicaba u n a estética de clau­
su ra —“el concepto de texto definitivo no corresponde sino a
la religión o al cansancio” (D , 106)— sino de ru p tu ra: su uso
de la inquisición, de la paradoja, del anacronismo fuerzan,
agrietan , la engañosa superficie del hábito. De los muchos
fragm entos de Borges que d u ran te años me he repetido, a
m a n e ra de talism án, acaso sea éste el que recurre, m isterio­
sam ente, con mayor frecuencia: “La realidad cedió en más
de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder” (F , 33). Borges,
p e rtu rb a d o r de u n a realidad que esperaba ser p e rtu rb a d a
con un gesto mínimo, modesto, y total.
A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide
me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosa­
mente un poco más lejos y dije en voz baja: Estoy modifican­
do el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas
palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda
mi vida pa ra que yo pudiera decirlas. La memoria de aquel
momento &s una de las más significativas de mi estadía en
Egipto (AT, 82).

Desde un comienzo, la obra de Borges se inscribió en ese


lu g ar im previsible al que apenas se alude con palabras como
revés, orilla, margen. El flam ante u ltra ís ta apenas si lo fue:
su p rim era poesía fue innovadora precisam ente porque no
innovó como lo hacían sus compañeros. Cuando Borges r e ­
gresa a Buenos Aires ya ha cumplido su etap a u ltraísta. De
ella conserva ra stro s —algún am aneram iento, alguna nove­
lería poco feliz, la insolencia— pero su novedad, su v erd ad e­
r a n o v e d a d , fue m i r a r al p a s a d o y no, como los otros
v a n g u a rd ista s ávidos de electricidad, de m áquinas y de cho­
que, al futuro. Recordar y leer (más que in v en tar y escribir)
fueron sus primeros gestos: recordar un Buenos Aires desapa­
recido que le h ab ían contado sus mayores —los escritores
del O chenta, Carriego, su m adre— y con ese relato fragm en­
tario, d esp arram ad o por la memoria como por las orillas de
la ciudad, a rm a r un Buenos Aires anacrónico, “real como un
verso olvidado y recuperado” (OP2, 18), p ara reem plazar al
otro, el que se m ira y no se reconoce. Desde un principio,
Borges supo e hizo saber al lector que estaba “en lite ra tu ­
r a ”: que la escritu ra no es recuperadora de realidades sino
de relatos. Leer es convocar un “objeto verbal”, siempre el
mismo, siempre diferente; leer es recordar pero nunca, como
Funes, con fidelidad abrum adora; leer —es decir, escribir—
es recordar salteando, desviando, transformando: “recuerdos
de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones
originales h a b rá n oscuram ente crecido” (EC, 33).
La repetición de la memoria y el desvío de la escritura
m arcan toda la obra de Borges, fun dam entan su tenue auto­
ridad. Borges, el texto Borges, es por excelencia un lugar de
tránsito, un a conversación y una conversión de relatos. Al
relato familiar, suerte de novela de orígenes, subyacente en
la prim era poesía, siguieron otros relatos, pre-textos de la
obra borgeana. No en vano suelen privilegiar sus ficciones
(y desde luego sus ensayos) las situaciones de relevo n a r r a ­
tivo. “Hombre de la esquina ro sad a” —un posible comienzo
de su ficción— significativam ente pone de manifiesto, de
modo emblemático, la entrega del relato: narración desasida,
concluye no sólo cuando se cumple la h a z a ñ a sino, más
im po rtan tem ente, cuando en cu en tra (identifica) a su recep­
tor: “Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filo­
so” (H U I , 107). Los n a rrad o res borgeanos, como aquellos
confabulatores nocturni —“hombres de la noche que refie­
ren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos d u ­
ra n te la noche” (S N , 65)— h eredan relatos que recrean al
contar. Piénsese en Historia universal de la in fa m ia , “irre s­
ponsable juego de un tímido que se animó a escribir cuentos
y que se distrajo en falsear y tergiv ersar (sin justificación
estética alguna vez) ajenas h isto rias” {HUI, 10). Piénsese en
“La forma de la espada”, en “H istoria del guerrero y de la
cau tiv a”, en “El in m o rtal”, en “La otra m u erte”, todos re la ­
tos heredados. Piénsese en tantos comienzos de texto: “En
J u n ín o Tapalqué refieren la h isto ria” {H, 18), “En Pringles,
el doctor Isidro Lozano me refirió la h isto ria ” (O T , 121), “Un
vecino de Morón me refirió el caso” {OT, 125). El texto
borgeano refiere, en el doble sentido del término: referir/ex­
p resar en palabras pero también referir/dirigir en un d eter­
minado sentido, rem itir hacia representaciones nuevas. T ra­
bajo de referencia, trabajo de cita continuos: unending gift
que sigue diciéndolo.

Creó a sus precursores y se dejó crear por ellos. El only


connect de Forster (autor nunca mencionado y posiblemente
no leído por Borges) hubiera podido ser su lema literario.
Con la seguridad que dicta el placer —placer del texto, goce
casi físico de la lectura del que poco se ha hablado— e sta ­
blecía sus sim patías y sus diferencias, postulaba u n a fra te r­
nidad por la cita y la alusión. No sorprende que en sus fic­
ciones abunden las sociedades secretas, las sectas, los con­
gresos, que su último libro se titu la ra Los conjurados. Tam­
bién sus ensayos convocan a los miembros de la borrosa co­
fradía, igualmente fuerte, igualm ente evanescente, la de las
letras. Se recurre a estos “oscuros amigos” (OP2, 133) no por
ostentación ni por pereza: “recordar con incrédulo estupor
que el doctor universalis pensó, es confesar n u e stra langui­
dez y n u estra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de to­
das las ideas y entiendo que en el porvenir lo s e rá ” (F, 56).
Se recurre a ellos para volver a oírlos, para ponerlos en con­
tacto y hacerles decir, con las mismas palabras, lo que aún
no habían dicho.
Desde un comienzo, los ensayos de Borges tuvieron esa
indudable (y sorprendente) calidad de intercambio provecho­
so y festivo, de banquete intelectual. Si los renegados ta n ­
teos de sus primeros libros, con derroche de entusiasm o y no
poca pedantería, proponían encuentros oximorónicos —los
“buenos clasicones” Milton y Schopenhauer con (o contra)
Max Nordau, Pedro Leandro Ipuche y Lucrecio, y así, en
desfile macarrónico— el estilo del coloquio se fue afinando
en escritos posteriores. Los encuentros que provoca Borges
en sus textos, poética y emocionalmente eficaces, tienen la
virtud que nunca logró para sí la imagen ultraísta, la de acer­
car dos realidades lejanas cuyas secretas afinidades adivina
certeram ente el poeta: Kafka y Browning (más afines que
Kafka y el prim er Kafka); Giordano Bruno y Pascal, unidos
por la “diversa entonación” (OI, 17) de u n a m ism a metáfora;
Jehová, Swift y un personaje de Shakespeare, cuyas p a la ­
bras se entretejen provechosamente en “H istoria de los ecos
de un n om b re”. Bricoleur de textos, provocador de citas,
Borges nos recu erd a el último escrito de Ben Jonson: “em ­
peñado en la ta re a de form ular su testam en to literario y los
dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le
m erecían, se redujo a ensam blar fragm entos de Séneca, de
Q u in tilia n o , de J u s to Lipsio, de Vives, de E ra sm o , de
Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros” (07, 23).
Borges, fláneur literario: al paso por la ciudad, cuyo ca­
rá c te r literario es evidente, se sucede el paseo por la lite ra ­
tu ra , la deriva textual. Se pasa sin esfuerzo de texto en tex ­
to, de au to r en autor, en actitud de disponibilidad. Como en
las cam in atas por la ciudad, en que se practica el placer de
la m irad a —las calles de Buenos Aires “son todas ellas p a ra
el codicioso de almas / una promesa de v e n tu r a ” (P, 13)—, el
p asean te tex tu al traduce su voyeurismo en fecunda proyec­
ción. A los desvíos del recuerdo y de la lectu ra —los libros
“que sigo leyendo en la memoria, leyendo y transform ando?
(0P2, 370)— se añade el placer, el vértigo díríase, de la con­
je tu ra , “m a te ria indecisa” tan provisoria como la irrealidad
de las orillas de Carriego.
Borges, temeroso de los simulacros —“conocí de chico ese
h orror de una duplicación o multiplicación espectral de la
realid ad ” (H , 15)— elige la oblicuidad: en lu gar de afirm ar
idola los conjetura. En la segunda etap a de su poesía a b u n ­
dan los retratos: suerte de galería h a b ita d a por sus oscuros
cofrades, no museo ideal, como el de J u liá n del Casal, sino
museo literario. C ervantes, Quevedo, Heine, Poe, Emerson,
Homero, W hitm an, Blake: la lista es larga, la evocación con­
je tu ra l a veces herm ética —López Merino sólo aludido por
la fecha de su suicidio: “Mayo 20, 1928”— a veces d ire c ta ­
m ente anónima: “Hoy no eres o tra cosa que unas p alab ras
Que los g erm an istas anotan. / Hoy no eres otra cosa que mi
voz / Cuando revive tus p alab ras de h ie rro ” (OP2, 219),
La conjetura borgeana es un gesto piadoso: in te n ta re s ­
catar un momento único, corregir olvidos. Conjetura al poe­
ta m enor —“eres una p alab ra en un índice” (OP2, 133)— que
oyó al ruiseñ o r u n a tarde. Im agina al ingenuo novador que
a rb itra ria m e n te compuso “aquel p rim er soneto innom inado”
y le brinda, restrospectivam ente, su apoyo: “¿Habrá sentido
que no esta b a solo [...]?” (OP2, 139). Adivina a un poeta me­
nor que, en 1899 —no por azar año de su nacim iento— pro­
curó “dejar un verso para la hora t r is te ”: “No sé si lo logras­
te siquiera, / Vago hermaní? mayor, si has existido, / Pero
estoy solo y quiero que el olvido / R estituya a los días tu
ligera / Sombra (OP2, 210). En todos los casos conjetu­
ra un momento de escritu ra que salva, siqu iera fugazmente,
la p erd ida m em oria de un poeta.
La conjetura borgeana es un gesto implacable: rescata,
sí, pero no sólo los pequeños triunfos de la lite ra tu ra sino
tam bién sus m iserias. De los olvidados rescata gestos no
atendidos, de los famosos su vejez, su tristeza, su desencan­
to. Escribir —recordar que otro h a escrito— da vida. Pero
escribir tam bién destruye, o desgasta: la obra literaria, como
el hijo, se n u tre de disminuciones vitales. Así ios numerosos
poem as conjeturales que recrean el momento crepuscular en
la vida de un poeta recalcando, acaso con más ironía que
compasión, la insignificancia, la debilidad del individuo.
Em erson com prueba su gloria —“Por todo el continente anda
mi n o m bre”— pero tam bién su sacrificio: “No he vivido. Qui­
siera ser otro hom bre” (OP2, 224). W hitm an, viejo y acaba­
do, declara su n ad ería individual en relación a su obra: “Casi
no soy, pero mis versos ritm an / La vida y su esplendor. Yo
fui Walt W h itm an ” (OP2, 226). El postrado Heine, en víspe­
ras de su m u erte , comparte la misma, melancólica, revela­
ción: “P iensa en las delicadas melodías / Cuyo instrum ento
fue, pero bien sabe / Que el trino no es del árbol ni del ave /
Sino del tiempo y de sus vagos d ía s” (OP2, 227). El conjetu­
ral desencanto de estos grises herm anos, entonado diversa­
m ente p ara cada uno pero fundam entalm ente el mismo, en­
cu en tra eco en la resignación de “Borges y yo”: “Nada me
cuesta confesar que h a logrado ciertas páginas válidas, pero
esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya
no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y la
tradición” (H , 50). Las figuras del museo textu al de Borges
exponen, con tris te dignidad —por eso conmueven— la lec­
ción más ard u a y a la vez más rica de esta obra, su promesa
infinita: el individuo se anula en la le tra pero en ella deja su
secretísim a m arca p ara que futuros confabulatores nocturni
—horribles trabajadores, diría Rim baud— la reconozcan y
lo (se) recuerden. La lite ra tu ra , ese “vértigo asombrado” (F ,
18).

Es un establo que está casi a la sombra de la nueva igle­


sia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido
entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte
como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secre­
tas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre
recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado
por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barró negro
donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña¡ ol­
vidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de
Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la
tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el
horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recar­
gado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacri­
ficio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá
y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inme­
diatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más p o ­
bre cuando este sajón haya muerto.
Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando
alguien sé muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un
número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que
exista una memoria del universo, como han conjeturado los
teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos
ojos que vieron a Cristo; la batalla de Ju nín y el amor de
Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá
conmigo cuando yo muera, qué forma patética y deleznable
perderá el m u n d o ? ¿La voz de Macedonio Fernández, la i m a ­
gen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y Char­
cas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de cao­
ba? (H, 33).

Muerto, Borges comienza a borrarse de su texto. El hom­


bre que, porque lo sabíamos vivo y le habíamos conferido
poder, autorizaba una obra diversa e ilusoriam ente la r e ­
frendaba con su presencia única, ya no es. Se interrum p e un
relato y empieza otro: “Tenemos una imagen muy precisa,
una imagen a veces desgarrada de lo que hemos perdido, pero
ignoramos qué lo puede reemplazar, o suceder” (SN> 148).
La m uerte del autor —el texto trunco en u na de sus m odali­
dades, el texto que el propio Borges nunca re e le rá — nos
en frenta a u n a pérdida, nos desarm a. Nombrar esa pérdida
es imposible porque no la conocemos; y paradójicam ente es
sólo ahora, en pleno desconcierto, antes de que nos trabaje
el olvido —antes de olvidar que fuimos, un día, contem porá­
neos de Borges, a n tes de que seam os nosotros mism os
olvido— cuando podemos torpemente aludir a ella.
Acaso la impresión dominante, en este momento en que
el recuerdo biográfico tiñe inevitablem ente la percepción, es
que el texto de Borges se h a quedado sin voz. Pocas obras
ta n escritas —no sobreescritas— como la suya h an prestado,
ta n ta atención a la voz, a la entonación, han acudido a ellas,
para complementar la letra: “Mi verdadera estirpe / es la
voz, que aún escucho, de mi padre, / conmemorando música
de Swinburne, / y los grandes volúmenes que he hojeado, /
hojeado y no leído, y que me b a s ta n ” (C, 51). Voces oídas,
voces leídas: atesora Borges esa felicidad que e n cu en tra en
el Martín Fierro y que encontramos (la paradoja no es sino
aparente) en su propia, resu eltam ente literaria, escritura:
“el hombre que se m uestra al co ntar” (D, 37). Hay pocos es­
critores ta n parcos, inicialmente, con su voz física —recu ér­
dese su timidez, sus difíciles comienzos como conferencian­
te, su dicción entrecortada, anhelante, fuente de perpleji­
dad p ara su interlocutor— de quien sin embargo pueda de­
cirse, como él de sus mayores: “el tono de su e scritu ra fue el
de su voz” (L B , 29). Hoy esa voz, que quienes lo conocieron
perciben todavía en sus textos como en negativo —los “ca­
ram b a, c a ra m b a ”, los “¿no?” con que p u n tu a b a su prosa
dubitativa, la ironía, a menudo sobradora, de algunas de sus
acotaciones parentéticas, su don de parodista, su ris a — ha
dejado, sí, de h ab lar pero no se ha callado. A m edida que se
vuelve tenue, queda p a ra cada lector la ta re a de recrearla:
“un libro es más que un a estru ctu ra verbal, o que u na serie
de es tru c tu ra s verbales; es el diálogo que en tab la con su lec­
tor y la entonación que impone a su voz y las cam biantes y
durables imágenes que deja en su memoria. Ese diálogo es
infinito” (OI, 217). En u na de las infinitas in stan cias de ese
diálogo escuchamos, hoy, la voz del texto borgeano y asum i­
mos su relevo. Confabulamos con Borges p a ra no olvidarlo.

1986
B orges y la edu cación de la m em oria

Vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de


previsiones. [...] Nuestro vivir es una serie de
adaptaciones, vale decir, una educación del olvido.
“La postulación de la realidad”

No habrá sino recuerdos.


"Despedida”

Señala Néstor Ib a rra en su ensayo a la vez p en etran te y


arbitrario sobre la prim era poesía de Borges que los textos
no parecen obra de un poeta joven.1 La opinión, discutible
en su planteam iento (¿cómo escribe, después de todo, ese
hipotético “poeta joven”?), rem ite sin embargo a un aspecto
fu n d a m e n ta l de la ,p r im e r a poesía borgeana: su re su e lta
m irada hacia el pasado, su indudable vocación rememorativa.
Antes que Evaristo Carriego, ejemplar ejercicio de recupe­
ración de un imaginario pasado compartido, los tres prim e­
ros libros de poesía de Borges ya marcan la fundación del
“liviano archivo mnemónico” (E C , 33) y su correspondiente
inscripción.
En esa fábula sobre los orígenes que es Radiografía de la
Pampa, observa M artínez E stra d a cómo el colonizador es­
pañol, p a r a poder en fren tar la realidad am ericana y de al­
gún modo fundarla, recurre a la mediación de escrituras pre­

1 Néstor Ibarra, “Jorge Luis Borges, poeta”, citado en María Luisa


B astos, Borges ante la critica a rgent ina, 1 9 23 - 19 6 0, (Buenos Aires:
Hispamérica, 1974), p. 89.
vias. En ese caso concreto, al protocolo de la escribanía: “H a­
bía que poner un vestido [...] a esta desnudez de un trozo de
planeta olvidado [...]. Los campos se medían en la escritura,
la autoridad se afirm aba en cédulas reales, la excelencia se
adquiría en los capítulos eclesiásticos”.2 Del mismo modo
puede decirse que el Borges de Fervor de Buenos Aires, Luna
de enfrente y Cuaderno San Martín a su vez acude, con es­
trategias es cierto más sutiles, a escrituras del pasado: para
fam iliarizar la desconcertante realidad con que se enfrenta
a su regreso de Europa y para fundar en ella, o más bien al
margen de ella, esto es, en su orilla, un lugar poético. No en
vano el texto borgeano practica, ya en ese entonces, la auto-
rreferencia, reflexiona sobre su propia urdimbre: “He repe­
tido antiguos caminos / como si recobrara un verso olvida­
do” (OP2, 35). Celebra una “Ciudad que se oye como un ver­
so” (OP2, 72), pide a una calle que sea “tan real como un
verso olvidado y recuperado” (OP2, 18). Escribe en un en sa­
yo tem prano, “La presencia de Buenos Aires en la poesía”:
“Lo indesm entible es que la realidad de Buenos Aires tam ­
bién es realidad de poesía, y que su alusión ya es intensifi-
cadora de cualquier verso” (TR, 250). La realidad de la ciu-,
dad es la tex tu ra del verso; no la del verso creado, novedoso,
sino la del verso aludido, alguna vez oído y ahora olvidado,
cuya repetición (cuya lectura) permite su recuperación.
Que la ciudad se percibe como un objeto literario, e n tre ­
tejido de discursos previos, como un libro que el paseante
abre y lee, es evidente en el poema “Llaneza”:

Se abre la verja del jardín


con la docilidad de la página
que una frecuente devoción interroga
y adentro las miradas
no precisan fijarse en los objetos
que ya están cabalmente en la memoria.
Conozco las costumbres y las almas

2 Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la Pampa (Buenos Aires:


Losada, 1942), p. 11.
y ese dialecto de alusiones
que toda agrupación humana va urdiendo.
No necesito hablar
ni mentir privilegios;
bien me conocen quienes aquí me rodean,
bien saben mis congojas‘y mi flaqueza.
Eso es alcanzar lo más alto,
lo que tal vez nos dará el Cielo:
no admiraciones ni victorias
sino sencillamente ser admitidos
como parte de una Realidad innegable,
como las piedras y los árboles (O P2 , 42).

El ejercicio poético, en la obra de Borges, es lectura: lec­


tu ra recuperadora de un texto fam iliar y a la vez d isem ina­
do, de ese “dialecto de alusiones” que no'sólo fu n d am en ta un
lu gar poético sino, por extensión, sitúa al sujeto, dándole
vida: “ser admitidos / como parte de u n a Realidad in n eg a­
ble”. Así la ta re a del p asean te lector será un ejercicio de
mem oria casera: leer la ciudad, cuyas páginas se abren dó­
cilmente, y reconocer (y así volver a inscribir) los signos dis­
persos de un texto heimlich amenazado por el paso del tiem ­
po. Leer y dar a leer o recordar y d ar a recordar p a ra afir­
m ar (y h a s ta inventar) representaciones com partidas que
vistan la realidad y por fin la reemplacen.
El relato del pasado que recupera la prim era poesía de
Borges es salteado, fragm entario. Novela fam iliar por exce­
lencia, se lo lee (se lo evoca) en dos de sus aspectos básicos:
el lu gar de origen y el linaje, vale decir, la topografía y la
historia. En los dos casos, la lectu ra que practica el texto
borgeano es perversa: reconoce, sí, los signos, los rescata pero
sim ultáneam ente los desvía, propone otra lectura. El livia­
no archivo mnemónico deja de ser mero consuelo, se vuelve
insólito —lejanam ente cercano, como dirá Borges de u na ca­
lle (P, 18)— y el recuerdo es creación: “He dicho asombro
donde otros dicen solam ente costum bre” (OP2, 79). Tomo al­
gunos ejemplos. El prim ero, acaso el más conocido, in a u g u ­
ra Fervor de Buenos Aires:
Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.
No las ávidas calles,
incómodas de turba y de ajetreo,
sino las calles desganadas del barrio,
casi invisibles de habituales,
enternecidas de penumbra y de ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de árboles piadosos
donde austeras casitas apenas se aventuran,
abrumadas por inmortales distancias,
a perderse en la honda visión
de cielo y llanura (OP2, 13).

El proceso es claro: prim ero el reconocimiento (“las calles


[...] ya son mi e n tr a ñ a ”), luego el desvío (“no las ávidas ca­
lles”), por fin el reemplazo: “las calles desganadas del b a ­
rrio ”, la otra realidad. En un segundo ejemplo, “A rrab al”, el
reconocimiento, si bien no seguido por un reemplazo, es al^
terado por la magnificación:

El arrabal es el reflejo de nuestro tedio.


Mis pasos claudicaron
cuando iban a pisar el horizonte
y quedé entre las casas,
cuadriculadas en manzanas
diferentes e iguales
como si fueran todas ellas
monótonos recuerdos repetidos
de una sola manzana.
El pastito precario,
desesperadam ente esperanzado,
salpicaba las piedras de la calle
. y divisé en la hondura ■
los naipes de colores del poniente
y sentí Buenos Aires.
Esta ciudad que yo creí mi pasado
es mi porvenir, mi presente;
los años que hé vivido en Europa son ilusorios,
yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires (O P2 , 31).

De nuevo se reconoce u na realid ad —los “monótonos r e ­


cuerdos rep etid os”— pero in m ediatam ente se la trasciende,
en u n a anagnórisis amplificadora que lleva la experiencia a
otro plano.
Este proceso de sustitución —se reconoce a Buenos Aires
sólo al reem plazarlo por otro— sin duda obedece, como he
señalado en otro ensayo, a una ideología precisa.3 La cacofo­
nía de la ciudad m oderna —producto de la nueva u rbaniza­
ción y del aporte inm igratorio— es reem plazada por el dis­
cu rrir calmoso, la “cotidianidá conversada” (TE, 22) de un
relato que podría llam arse, generalizando, el relato de la
G ran Aldea.4 Es ese el Buenos Aires que estos poemas leen y
recu peran , el de u n a generación lite ra ria an terio r cuyas
“agustiadas voces nos buscan y ahora apenas e s tá n ” (OP2
26). El sujeto borgeano responde a la interpelación de quie­
nes llama, más de u n a vez, “nuestros mayores”, im aginaria
comunidad criolla en que escritura y entonación son una:
“El tono de su escritu ra fue el de su voz; su boca no fue la
contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad:
su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un m al­
humor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer
en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. [...]
Dijeron bien en argentino: cosa en desuso. [...J Hoy, esa n a ­
tu ra lid ad se gastó” (LB 29).
Si los poemas de Borges recogen el relato familiar, case­
ro, de la generación del Ochenta lo hacen empero con una
diferencia. Allí donde el Ochenta expresa ansiedad o nostal­
gia —la melancolía de Mansilla, las comprobaciones agri­
dulces de López, la xenofobia de J u liá n M artel— el texto de
Borges perm anece notablem ente calmo. Es decir: no regis­
tra ni teme el cambio por ocurrir porque éste ya ha ocurrido)
sim plem ente lo niega. La perspectiva temporal se desqui­
cia: no hay m irada al futuro y el pasado, al ser actualizado
como presente, no es ni lo uno ni lo otro. El rescate de la
memoria hace dé la ciudad literaria un espacio inmemorial.

3 Ver “Flánerics textuales: Borges, Benjamin y Baudelaire”, pp. 191*


208.
4 Para más comentarios de Borges sobre el Ochenta, ver TE 6
Más alia del lugar, tam bién la historia es sometida a la
lectura correctora, al reemplazo y manipuleo de relatos. Aquí
se observa otro tipo de sustitución: la versión oñcial de los
hechos —el “dicen que”— es reem plazada por la versión per­
sonal —el “pero digo yo”— fabulada a p a rtir de recuerdos
familiares. El ejemplo más evidente, desde luego, es “F u n ­
dación mítica de Buenos Aires”. Prefiero detenerm e en otro,
rico en proyecciones dentro de la obra de Borges (prefigura,
en tre o tras cosas, el relato “La o tra m u e r te ”), el poema
“Isidoro Acevedo”. El texto recurre al reemplazo como e s tr a ­
tegia inicial:

Es.verdad que lo ignoro todo sobre él


—salvo los nombres de lugar y las fechas:
fraudes de la palabra—
pero con temerosa piedad he rescatado su ultimo día,
no el que los otros vieron, el suyo,
y quiero distraerme de mi destino para escribirlo.

Adicto a la conversación porteña del truco,


alsinista nacido del buen lado del Arroyo del Medio,
comisario de frutos del país en el mercado antiguo del Once,
comisario de la tercera,
se batió cuando Buenos Aires lo quiso
en Cepeda, en Pavón y en la playa de los Corrales.

Pero mi voz no debe asumir sus batallas,


porque él las arrebató a un sueño esencial.
Porque lo mismo que otros hombres escriben versos,
hizo mi abuelo un sueño (OP2, .96).

La versión oficial se desdeña (son “fraudes de la p a la b ra ”)


así como el hecho público (“el que los otros vieron”). En cam ­
bio, se rescata el último momento privado de Isidoro Acevedo,
momento que es, a la vez, creación poética. La agonía, puede
decirse, también es un texto: en su lecho de muerte, “lo mismo
que otros hom bres escriben versos, / hizo mi abuelo un
sueño”:

Cuando una congestión pulmonar lo estaba arrasando


y la inventiva fiebre le falseó la cara del día,
congregó los ardientes documentos de su memoria
para fraguar su sueño (OP2 , 97).

Ese último sueño —ese sueño suyo que, pasado por el r e ­


cuerdo del narrador, pasa a ser poema mío— es tam bién,
como la recreación de Buenos Aires, trabajo de corrección y
sustitución: “Visionaria p a tr ia d a ” fabricada por la ú ltim a
fiebre, perm ite a Isidoro Acevedo reem plazar su m uerte se­
d e n ta ria por ia m uerte guerrera. Morirá héroe, como m uere
Pedro Damián en “La otra muerte”: “Así, en el dormitorio que
m irab a al jard ín , murió en un sueño por la p a tr ia ” (OP2,
98).
Con su sueño/texto, Isidoro Acevedo se d istrae del p re­
sente de su m uerte: corrige su vida y recompone el final de
su autobiografía. Con su texto/conjetura, el yo se incorpora
a esa ta re a de relectura y enmienda: a su vez corrige la h is­
to ria oficial y se d istrae de su propio destino. “Yo lo busqué
por muchos días por los cuartos sin luz” term in a el poema
que es, doblemente, u n a cita: cita (encuentro) en tre el p a s a ­
do y el presente, entre el ancestro y el yo, y cita (reproduc­
ción) de un texto apócrifo que se actualiza en el poema, que
es el poema.
Los relatos que proyecta Borges sobre su ciudad y sus
antepasados, p a ra así poder leerlos, son em inentem ente p ri­
vados. P resentidos, como en Isidoro Acevedo, o aludidos a
m e d ia voz, son r e l a to s e n t r e - n o s , como la s c h a r l a s de
M ansilla, rem iten a un archivo fam iliar que su rte al sujeto:
“Con el mitológico ayer [...] se fabrica u n a p a tria que le b as­
t a ”, escribe nuev am en te Ib a rra (Bastos, 91). En ese archivo
se atesoran m inucias o hazañas llenas “de p atricialid ad y de
p rim itiva eficacia” (7, 82), recuerdos, propios y ajenos, m e­
m oria de grupo. Piénsese en la dedicatoria de las Obras com­
pletas en que agradece a Leonor Acevedo de Borges “tu m e­
m oria y en ella la m em oria de los mayores —los patios, los
esclavos, el aguatero, la carga de los h ú sares del P erú y el
oprobio de Rosas” (OC, 9). No en vano, en esta p rim e ra poe­
sía, abundan los san tu ario s, los lugares de culto, ya esta b le­
cidos por la tradición, ya nuevam ente adoptados: la Recoleta,
el atrio del Socorro, la sala vacía con sus borrosos dagu erro­
tipos familiares, la mesa ceremonial del truco, la Pam pa “que
ya estás en los cielos (0P2, 64), el Barrio Norte que despier­
ta una “lealtad oscura” (OP2, 108) o la casa donde se vela a
un m uerto en el Sur. El paseo por Buenos Aires es tam bién
peregrinación; el libro de la ciudad, tam bién devocionario:
“Sem ejante a los latinos, que al a tra v e sa r un soto m u rm u ra ­
ban ‘Numen In est7. Aquí se oculta la divinidad, habla mi verso
p a ra d eclarar el asombro de las calles endiosadas por la es­
p eranza o el recuerdo. Sitio por donde discurrió n u estra vida,
se introduce poco a poco en sa n tu a rio ” (T R , 162).
El ceremonial que recogen estos libros de poemas sin duda
responde, como se h a querido ver y como lo ve el propio
Borges, a un preciso momento cultural: “El universo, el t r á ­
gico universo, no estaba aquí / Y fuerza era buscarlo en los
ayeres; / Yo tra m a b a u n a hum ilde mitología de tapias y cu­
chillos / Y Ricardo pensaba en sus reseros” (OP2t 183). Más
allá, sin embargo, puede verse el alcance de estos ritos. Al
re c u rrir in sisten tem en te, casi m ágicam ente, a la lectura y
la rem em oración, esta p rim era poesía in sta u ra u na práctica
tex tu al que fu n d am en ta toda la estética borgeana y que ade­
más es su base ontológica: in au g u ra un sujeto borgeano cu­
yas funciones constitutivas son, precisam ente, esas dos ac­
tividades: record ar y leer. “Es sabido —escribe Borges— que
la id entid ad personal reside en la mem oria y que la a n u la ­
ción de esa facultad com porta la idiotez” (HE, 35). El anver­
so de la declaración es sin duda aquel horror imaginado por
Swift quien llegó a vivirlo en carne propia: aquellos hom ­
bres decrépitos, incapaces de leer “porque la memoria no les
alcanza de un renglón a otro” (OI, 226). El olvido de la le tra
implica anulación, m uerte. En un texto pervadido por la
n a d e ría de la personalidad, la lectu ra de la memoria y la
m em oria de la lectu ra proporcionan un tenue c o n t in u u m :
p erm iten ser al sujeto que las pone en práctica, constituyen
su única, fugaz autoridad.

1987
C ita y au tofigu ración en la obra de Borges

Invadía autores como un rey y exaltó su credo


hasta el punto de componer un libro de traza
discursiua y autobiográfica, hecho de traducciones,
donde declaró, por frases ajenas,
lo sustancial de su pensar.

Jorge Luis Borges, El tamaño de mi esperanza

“La p e r s o n a l i d a d , e sa m e z c o la n z a de p e rc e p c io n e s
en trev erad a s de salpicaduras de citas”, escribe Borges en
u n a tem p ra n a proclam a u lt r a ís ta .1Y más tarde, mucho más
tarde, mem orablemente:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los


años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de monta­
ñas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instru­
mentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descu­
bre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara (H
109).

E n tre estas dos citas, elegidas a modo de marco y blasón,


y n utriéndose de ellas, la reflexión que sigue procura e n tre ­
te je r vida y le tra de Borges, o más precisam ente personali­
dad, autobiografía y cita en Borges. Dicho de otro modo: pro­
c u ra rá p en sar a un sujeto y su lectura y comprobar, una vez
más, que el sujeto es su lectura.

1 “Proclama”, Ultra, 21 (1922), citado en Gloria Videla, El ultraísmo


(Madrid: Gredos, 1963), p.20Q.
Que el texto de Borges se mueve continuam ente en una
m ateria literaria, que es un texto por excelencia referencial
en el sentido de que, perm anentem ente, cita, refiere a otro
texto —aun desde la primerísima poesía, la que presenta una
ciudad tam izada por relatos y recuerdos— es un hecho sufi­
cientemente conocido. Prefiero más bien recordar cómo, ta m ­
bién en esa prim era escritura borgeana, aparece u n a n o ta ­
ble preocupación autobiográfica,2 paradojal, si se quiere, en
quien se declara partidario de “la nadería de la perso nali­
d ad ”. En el ensayo de Inquisiciones que lleva, precisam ente,
ese titulo, el joven Borges registra una anécdota personal.
E stá en Mallorca, a punto de volver definitivam ente a Bue­
nos Aires, y al despedirse de un amigo quiere dejarle un r e ­
cuerdo, una imagen plena y coherente de su yo, sólo p a ra
darse cuenta de la imposibilidad de tal empresa, de que sólo
puede dejarle lo circunstancial, lo episódico, lo frag m en ta­
rio: “no hay yo de conjunto” (/, 89). A la vez que es autobio­
gráfica, la anécdota recalca la imposibilidad de u n a autofi-
guración satisfactoria. Interesantem ente, Borges ilu stra esa
desencantada revelación con algo más que la anécdota p e r­
sonal. En el mismo artículo recurre tam bién a un texto, no
menos elocuente, un párrafo de la Vida de Torres Villaroel,
quien “quiso tam bién definirse y palpó su fun dam ental in ­
congruencia”:

Yo tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia,


mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles
ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres juntos y separa­
dos. Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día
me siento con inclinación a llorar y a reír, a dar y a retener, a holgar y a
padecer, y siempre ignoro la causa y el impulso de estas contrariedades. A
esta alternativa de movimientos contrarios, he oído llamar locura; y si lo
es, todos somos locos, grado má3 o menos, porque en todos he advertido
esta impensada y repetida alteración (/, 89).

2 Remito al excelente artículo de Enrique Pezzoni, “Fervor de Buenos


Aires : autobiografía y autorretrato”, recogido en El texto y sus vocea (Bue­
nos Aires: Sudamericana, 1 9 8 6 ), para otro acercamiento a este aspecto.
Convencido de su incongruencia vital, Torres sin em bar­
go (o acaso por eso mismo) escribió su autobiografía. Con el
mismo convencimiento, Borges emprende desde el comienzo
u n a ta re a de autorrepresentación más elusiva pero no me­
nos persistente. Ya que no hay yo de conjunto, h a b rá yo di­
seminado. No es casual que en El tamaño de mi esperanza
se admire a Ben Jonson porque “invadía autores como un
rey y [...] exaltó su credo h a s ta el punto de componer un
libro de tra z a discursiva y autobiográfica, hecho de tra d u c ­
ciones, donde declaró, por frases ajenas, lo sustancial de su
p e n s a r ” (TE, 74). La em presa autobiográfica en Borges se
traduce, desde un prim er momento, en térm inos textuales.
Es la errancia y el anhelo de un yo disperso en perpetuo
acto de (auto)fundación, recreando el Buenos Aires “Gran
A ldea” que es su lugar de origen y evocando a los a n te p a s a ­
dos que configuran su novela familiar. Es el no menos errante
y no menos an helante yo que, en Evaristo Carriego, escribe
su texto no tanto p ara evocar al mediocre poeta precursor
como p ara salir él mismo del abrigado núcleo fam iliar (esa
biblioteca de ilimitados libros ingleses, ese recinto defendi­
do por la verja con lanzas) y descubrir lo que está más allá,
la intem perie b árb ara de los “destinos vernáculos y violen­
to s ” (E C , 9) que tam bién lo significan. En estos intentos, por
cierto fundadores, del prim er Borges el movimiento es siem ­
pre el mismo: un tenue sujeto proyectado hacia un entorno
del que se alim enta y en cuyas múltiples facetas busca reco­
nocerse. El mismo autor así lo afirma, en un ensayo cuyo
título es elocuente, “Profesión de fe lite ra r ia ”:

Toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto


nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él. En la poe­
sía lírica, este destino suele mantenerse inmóvil, alerta, pero bosquejado
siempre por símbolos que se avienen con su idiosincracia y que nos permi­
ten rastrearlos (...} En las novelas es idéntico el caso. El personaje que
importa en la novela pedagógica El criticón, no es Critilo ni Andrenio ni
las comparsas alegóricas que los ciñen: es el fraile Gracián, con su
genialidad de enano, con sus retruécanos solemnes, con sus zalemas ante
arzobispos y próceres, con su religión de la desconfianza, con su sentirse
demasiado culto, con su apariencia de jarabe y fondo de hiel . . . Conste
que no pretendo contradecir la vitalidad del drama y de las novelas; lo
que afirmo es nuestra codicia de almas, de destinos, de idiosincracias,
codicia tan sabedora de lo que busca, que si las vidas fabulosas no le dan
abasto, indaga amorosamente la del autor (/, 146-147).

La codicia de vidas, defínitoria del impulso autobiográfico,


m arca la p rim era obra de Borges. Si esa codicia —del otro
Buenos Aires, de los compadritos, de los antepasados ilus­
tre s — configura en los primeros poemas u na necrópolis aun
más privada que la protectora Recoleta, una suerte de p a n ­
teón fam iliar a través del cual se define el yo, ya por esta
época comienza a h ab er signos (en los renegados ensayos de
Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza y tam bién en
Evaristo Carriego) de otras ricas prolongaciones de ese a te ­
soram iento de vidas: el panteón se vuelve, sin por ello p er­
der su caracter de santuario privado, museo textual. Ju nto
a las rem em oradas vidas de Isidoro Acevedo, de Nicolás P a ­
redes, de Carriego, ju nto a los recuperados destinos de los
personajes de La tierra cárdena de Enrique Hudson, a p a re ­
cen otras figuras, otros textos que son figuras, para a p u n ta ­
lar al yo.
La codicia de otras vidas adopta en el texto de Borges
insólitos aspectos. Acaso la m anifestación más obvia, más
im pulsiva, es la reticente admiración que, en más de una
en trev ista, declara sen tir Borges ante los personajes “re a ­
les” de Dickens, de Conrad, de Melville: “pienso que Billy
Budd es un hombre re a l”.3 Esa percepción, si se quiere inge­
nua, se complica cuando Borges la hace extensiva a los a u ­
tores mismos, ya no a sus personajes. Si bien sueña con u n a
lite ra tu r a anónim a y alaba a Valéry por proponer una h isto ­
ria de la lite r a tu r a sin nombre de autor, por ser “un hombre
que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien po­
demos decir, como William H azlitt de Shakespeare, He is
nothing in h i m s e l f ’ (OI, 107), al mismo tiempo, como des­

3 Richard Burgin, Conuersations with Jorge Luis Borges (New York:


Discus/Avon, 1970), p.78.
atendiendo esa im personalidad que postula para la lite ra tu ­
ra, curiosea Borges la conjetural personalidad del otro, esos
“rasgos diferenciales del yo”, y los rescata ya no en los per­
sonajes sino en los autores. Así como de El criticón retiene
ai “fraile Gracián [...j con su sentirse demasiado culto, con
su apariencia de jarab e y fondo de h iel” (/, 147), escribe que
“pen sar en la obra de F lau b ert es pensar en Flaubert, en el
ansioso y laborioso trabajador. [...] [N]inguna criatu ra de
F lau b ert es real como F la u b e rt” (D, 149). Si el yo continúa
autodefiniéndose a través de otras vidas, ahora esas vidas
son producto de la pura conjetura literaria. Borges cita au­
tores, figuras de autores, con sus gestos, sus manías, sus
idiosincracias, como quien cita textos.
Borges ronda estas im aginadas vidas de autores con no­
table frecuencia. Conoce de antem ano lo vano de toda em­
presa biográfica: “Que un individuo quiera despertar en otro
individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un te r­
cero, es una paradoja evidente” (E C , 33). Pero en realidad
no es la biografía lo que busca ni tampoco el acopio de h e ­
chos y datos. Ya en un tem prano ensayo, “Menoscabo y g ra n ­
deza de Quevedo”, enum eraba hechos de “la aven tu ra perso­
nal del hombre Quevedo” p a ra luego desatenderlos: “Ya se
desbarató y hundió la plateresca fábrica de su continuidad
vital y sólo debe in teresarn os el mito, la significación ban­
deriza que con ella forjemos” (I, 39). En sus poemas, ese for­
j a r una significación a base de selectos (y habitualm ente in ­
ventados) datos históricos, ese trabajo de estilización figu­
rativa, se vuelve más y más frecuente con el paso del tiem ­
po. Como el Browning de los monólogos, Borges crea en sus
poemas, infatigablem ente, u na galería de especulares otros
a quienes adjudica gestos, palabras, alguna intención, emo­
ciones: del pu ram en te regional López Merino al monum en­
tal Milton, pasando por Heine, por el anónimo descubridor
del soneto, por Emerson, por Cervantes, por Quevedo, por
W hitm an. Mi propósito es seguir la suerte de algunas de es­
tas figuras tomadas de la deriva de la especulación borgeana
y ver en ellas el oblicuo reflejo de “un tímido [...] que se dis­
trajo en falsear y terg iv ersar [...] ajenas h isto rias”(i/t//, 10)
con el fin de au to rretratarse.
Que el Quijote aparezca en el título del prim er cuento
que Borges acepta reconocer como tal, “Pierre M enard”, y
que sea la últim a mención del epílogo a su Obra poética no
es casual. E ntre estos hitos se mueve por las letras de Borges
el texto cervantino, nombrado, aludido, explicado, plegado a
la comparación inesperada, plagiado con humor: “un a s u er­
te de gravitación fam iliar me alejó hacia unos barrios, de
cuyo nombre quiero siempre acordarm e” (OI, 246). U na y
otra vez, Borges convoca el texto de Cervantes p a r a ilu strar
su propia poética: a través de él reflexiona sobre lectura y
escritura, descubre la mise en abyme, postula la tenue dife­
rencia entre el soñador y lo soñado, entre el creador y su
creación, “golemiza” a Cervantes y a su personaje, hace suya
la biblioteca de Alonso Quijano. Tampoco es sorprendente
que el texto de Quevedo aparezca mencionado con frecuen­
cia escasamente menor en esta obra. Borges h a practicado
—entiendo el verbo en un sentido activo, el de ejercer u n a
escritura a través de la repetida lectura de otro autor— a
Quevedo con la misma felicidad que a Cervantes, detenién­
dose en su compleja erudición, compartiendo su placer por
oscuras fuentes y citas, reconociéndose en su “gustación ver­
bal, sabiamente regida por una au ste ra desconfianza sobre
la eficacia del idioma” (/, 43). Pero no quiero detenerm e ta n ­
to en los textos de Quevedo y de Cervantes como en aquello
que de ellos precisam ente sobra, su excedente o desecho, es
decir, su figura de autor. A esa figura autorial (y sin dar nom ­
bres) dedica Borges "Un soldado de U rbina” y “A un viejo
poeta”, dos de sus más logrados sonetos conjeturales y, a la
vez, dos de sus más logrados autorretratos. Recuerdo los tex ­
tos:

Sospechándose indigno de otra hazaña


Como aquella en el mar, este soldado,
A sórdidos oficios resignado,
Erraba oscuro por su dura España.
Para borrar o mitigar la saña
De lo real, buscaba lo soñado
Y le dieron un mágico pasado
Los ciclos de Rolando y de Bretaña.
Contemplaría, hundido, el sol, el ancho
Campo en que dura un resplandor de cobre;
Se creía acabado, solo y pobre,
Sin saber de qué música era dueño;
Atravesando el fondo de algún sueño
Por él ya andaban don Quijote y Sancho (O P2, 140),

Paralelo a este soneto otro, casi su con trapartid a, convo­


ca a Quevedo, tam bién acabado, solo, pobre e igualm ente
anónimo:
Caminas por el campo de Castilla
Y casi no lo ves. Un intrincado
Versículo de Juan es tu cuidado
Y apenas reparaste en la amarilla
Puesta de sol. La vaga luz delira
Y en el confín del Este se dilata
Esa luna de escarnio y de escarlata
Que es acaso el espejo de la Ira.
Alzas los ojos y la miras. Una
Memoria de algo que fue tuyo empieza
Y se apaga. La pálida cabeza
Bajas y sigues caminando triste,
Sin recordar el verso que escribiste:
Y su. epitafio la sangrienta luna (O P2 , 172).

En ambos casos, se t r a ta de u n a pose fecunda dentro del


contexto borgeano. La errancia del poeta a la hora del cre­
púsculo (hora favorable a la revelación) es gesto fundacional
en la prim era poesía. Suele ser momento de reconocimiento,
de encuentro con u na “recu perada h e re d a d ” (OP2, 25) vuelta
“tan real como un verso / olvidado y recup erad o” (OP2, 18).
Sin embargo, en estos dos sonetos (como si re g istra ra n el
revés desencantado de aquel prim er fervor poético que lleva­
ba a declarar, con no poca arrogancia: “p a ra ir sembrando
versos / la noche es u n a tie rra la b r a n tía ” [OP2, 50]), la oca­
sión es singularm ente poco auspiciosa, la erran cia d esen­
cantada, el cam inante, en el sentido más literal, es un necio:
un cansado ex-soldado gestando el Quijote sin saberlo, ajeno
a la m agnitud de su empresa; un viejo poeta, distanciado
del verso, inm ortal p ara otros, que él ha olvidado; los dos
solos, acabados, tristes, irreconocibles y, por sobre todo, no
reconocientes.
Hay en los dos casos una desproporción notable en tre el
individuo desvalido y la obra que lo sobrepasa y que ya no es
suya, aun cuando (como en el caso de Cervantes) todavía no
la ha escrito. Hay también cierto sadismo en la re p re s e n ta ­
ción fan tasm ática de un a propuesta fu nd am en tal de Borges:
la n ad ería de la autoridad, la obliteración del individuo por
esa lite ra tu r a de la cual h ab rá sido, por un momento, lugar
de paso. Ni Cervantes ni Quevedo aparecen nombrados en
los sonetos que les dedica Borges. Sin embargo el lector iden­
tifica esas figuras de desam paro y puede restitu irles el nom­
bre, precisam ente porque reconoce la alusión a la obra. La
cita, aquí, en carn a al personaje: como Billy Budd, Cervantes
y Quijote son aquí “personajes reales”. En el último verso de
“A un soldado de. U rb in a” la mención de Don Quijote y S an ­
cho perm ite reconocer a Cervantes. En el último verso de “A
un viejo p o e ta ”, el memorable endecasílabo del soneto al
Duque de O suna perm ite reconocer a Quevedo. La distancia
que separa al soldado triste o al viejo poeta de su obra no
difiere de la que acusa con resignación el n arrador de “Borges
y yo”, “quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera
del otro, sino del lenguaje y la tradición” (H , 50).
En un ya célebre ensayo sobre autobiografía y epitafios,
P a u l de M an p r i v i l e g i a la p r o s o p o p e y a como f i g u r a
autobiográfica por excelencia: “es la ficción de apostrofar una
entidad ausente, fallecida o muda, con lo cual se postula la
posiblidad de que esa entid ad responda y se le confiere el
p o d e r de la p a l a b r a ”.4 No o tra cosa por cierto hace el
autobiógrafo: convoca a un yo caduco (a un yo que es ya no-
yo) a quien le adjudica voz y m áscara en el presente de la
escritura. Aplicada a estos dos sonetos conjeturales, la ob-

4 Paul De Man, “Autobiography as D e-facem ent”, The Rhetoric o f


R oma nt i ci s m (New York: Coiumbia University Press, 1984), p. 75-76.
servación resu lta p articu larm ente rica, con la diferencia de
que Borges convoca a u n otro (a un “forastero”, figura recu­
rren te en sus textos) eí cual, en el curso del soneto, se vuel­
ve yo. Por otra parte, el carácter lapidario de estos textos no
h ab rá escapado al lector. El soneto sobre Quevedo remite
notoriam ente a un final de vida puesto que el versículo de
J u a n al que se alude pertenece al Apocalipsis: “y el sol se
puso negro como un saco de cilicio, y la luna se puso toda
como san gre” (Apocalipis 6:12). El poema term ina, precisa­
mente, con un epitafio. '
Entiendo el térm ino “lap id ario” en un doble sentido. Des­
de luego lapidario por el tono conclusivo, casi testam entario
de la evocación. Pero además pienso lápida en un sentido
más literal (si bien algo perverso), es decir, inscripción r i­
tual, no fijada en el mármol sino citada en el poema, cita
que define (y celebra) a un muerto querido, que le devuelve
un rostro. Borges ya había cortejado el ejercicio, en “Ins­
cripción en cualquier sepulcro”, texto en que proclamaba la
perduración de los m uertos no tanto en las gárru las decla­
raciones del “mármol tem erario ” como en las vidas ajenas:
“tú mismo eres el espejo y la réplica / de quienes no alcanza­
ron tu tie m p o ” (OP2, 34). Ahora, como los tombeaux de
M allarmé, que tam bién a p u n ta la n la nadería del escritor
muerto bajo las letras que celebran su memoria, cita al m uer­
to pero la cita que practica no es tanto de grupo (como las
citas que hace Borges del Ochenta) como privada: no es ta n ­
to devolverles los rostros a Cervantes y a Quevedo como dar
m áscara al yo. Borges celebra la conjetural memoria de dos
autores p a ra dar cuerpo, por así decirlo, a u na parte impor­
ta n te de sí. Por la alografía llega a la autobiografía: al “Tel
q u ’en lui-mézne l ’é te rn ité le ch ange” m allarm eano podría
su stitu irse un “Tel q u ’en moi-méme l ’écriture me change”
borgeano. La ceremonial visita a estos muertos, a estos es­
critores cuyas obras ya son de todos, son visitas autorre-
flexivas, diálogo especular consigo mismo.
Borges reconoce el doble filo de este trabajo indirectam en­
te autobiográfico, el riesgo de que, al evocar al otro, al ves­
tirse, por así decirlo, del otro, se des-figura forzosamente al
yo. Esa posibilidad no parece inquietarlo, antes bien parece
ofrecerle —a este sistemático dudador del yo único, a este
fervoroso de la nadería de la personalidad— un secreto con­
suelo, el mismo que él ofrece a sus borrosos cofrades: la de
disem inarse en muchos, .la de p e rd u ra r otramente. Uno de
sus textos tardíos lo declara:

Mis libros {que no saben que yo existo)


Son tan parte de mí como este rostro
De sienes grises y de grises ojos
Que vanamente busco en los cristales
Y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
Pienso que las palabras esenciales
Que me expresan están en esas hojas
Que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
Me dirán para siempre (R P , 131)..

La lite ra tu ra no sabe que Cervantes, o que Quevedo, o


que yo la hemos escrito, del mismo modo que ni yo, ni el
viejo poeta, ni el soldado de Urbina sabemos reconocer cual
es la lite ra tu ra de cada uno de nosotros. E ntre estos dos
desencuentros queda la ta re a de citar, de recordar los libros
de otros, de conjeturar al otro que se vuelve yo mismo al ser
citado, p ara darse, por un momento, la felicidad de ser.

1990
P rólogo a El libro de los seres im a g in a rio s

El prólogo al Manual de zoología fa ntás tica , precursor no


tan lejano de este Libro de los seres imaginarios, recupera
aquel momento privilegiado en que un niño —el niño que
fue Borges o cualquiera de nosotros— visita por vez prim era
un ja rd ín zoológico. “En ese jard ín , en ese terrible jard ín , el
chico ve anim ales vivientes que nunca h a visto; [...] Ve. por
p rim era vez la desatin ada variedad del reino anim al, y ese
espectáculo, que podría alarm arlo y horrorizarlo, le g u s ta ”
(M Z F , 7). Ese placer infantil, ligado inextricablem ente”a la
alarm a, no difiere de la m isteriosa alegría o el feliz asombro
(ambas expresiones son de Borges) que fu n d am en tan el h e ­
cho literario: ejercicios placenteros y alarm an tes, la escri­
tu ra y la lectura, no se cansa de afirm ar Borges, nos e x tra ­
ñ an del mundo.
Engañosam ente ingenuo, auténticam ente entretenido, El
libro de los seres imaginarios a rtic u la , como todo texto
b o r g e a n o , u n a c o n cep ció n de la l i t e r a t u r a . Como el
enciclopedista chino, o como Funes el memorioso, Borges
recu rre a la colección heteróclita. El remedo de orden que
ofrece el alfabeto no hace sino recalcar “la d esatin a d a v arie­
dad” (MZF, 7) de un conjunto en que se rozan asom brosa­
m ente el P elícano y la P e lu d a de La F e r té - B e r n a r d , el
Uroboros y la Valquiria. El exotismo de estos seres desafo­
rados, su frágil cohabitación en esta serie borgeana, son por
cierto sorprendentes. Pero no menos sorprendente, sugiere
Borges, es la coexistencia de térm inos en cualquier concate­
nación lingüística, cualquier organización verbal, cualquier
sucesión de palabras. La lite ra tu ra es, después de todo, una
m onstruosa serie de imaginaciones.
Menos que un diccionario fantástico o un catálogo terato-
lógico, El libro de los seres imaginarios es una lúcida r e ­
flexión sobre la lite ra tu r a como hecho tem poral y móvil. Un
catálogo de seres im aginarios fijos —un repertorio estable
de m onstruos, digamos— in teresa poco a Borges, más a te n ­
to a las v a ria n te s que a las definiciones reductoras del dic­
cionario b rutal. Lo que le atrae es la inevitable tran sfo rm a­
ción que ap ortan a las imaginaciones prim eras, tan vistosas
que parecería n definitivas, las lectu ras sucesivas, las n u e ­
vas versiones, las digresiones, las erra ta s. Recuerda Valéry
que hay mitos que nacen de una consonancia feliz y que cier­
tas grandes divinidades deben su existencia a meros juegos
de palab ras. No otra cosa sucede con los grandes monstruos,
nos dice este libro, como aquel Mirmecoleón, inconcebible
aposición de león y hormiga, surgido de u n a traducción ta n
anóm ala como propicia. Los seres im aginarios que describe
Borges, como el B aldanders “cuyo nombre podemos tradu cir
por ‘Ya d ife ren te’ o ‘Ya otro”’ (OCC, 591), son m onstruos su ­
cesivos, cria tu ra s del tiempo. Ciertas épocas re sa lta n su di­
ferencia: o tras la olvidan. En tiempos de Plinio, el Basilisco,
cuyo nombre significa pequeño rey, era u na fan tasía discre­
ta, “u n a serpiente que en la cabeza ten ía una m ancha clara
en forma de corona” (OCC, 593). Con el tiempo, su mons­
tru osidad se abarroca, se hace llam ativa. Se vuelve gallo;
con plumaje amarillo; con escamas; con cola de serpiente que
re m a ta en garfio; con cola que re m a ta en o tra cabeza de ga­
llo; con ocho patas. Sim ilar acrecentam iento sufre la p a n te ­
ra, que en sus modestos comienzos “no era u n a bestia feroz
p a ra los sajones, sino un sonido exótico, no respaldado por
un a represen tación muy concreta” (OCC, 679). En cambio,
la Quim era, originariam ente espeluznante, mezcla de león,
cabra y serpiente, sufre un proceso inverso, es demasiado
heterogénea. Su m ism a incoherencia presagia su desgaste:
“Ya estaba cansando a la gente. Mejor que im aginarla era
tra d u cirla en cualquier o tra cosa. (...J La incoherente forma
desaparece y la palab ra queda, p a ra significar lo imposible”
(■OCC, 685).
Recreaciones fantasiosas, los ejercicios de Borges son oca­
sión de observaciones paradojales y de desplazamientos fe­
cundos. E n c u e n tra más p e rtu rb a d o ra que un hombre con
cabeza de toro la idea de una casa hecha para que la gente
se pierda: lo monstruoso —propone, invirtiendo los térm i­
nos— es el laberinto como morada, no el Minotauro, su soli­
tario morador. Recupera la extrañeza del Behemoth, hoy des­
g a sta d a al punto que sólo subsiste como mención en el libro
de Job, al recordarnos que Behemoth, como Elohim, el nom­
bre de Dios, es en hebreo un térm ino plural, por su “desafo­
ra d a g rand eza” (OCC, 595). El detalle gram atical que aúna
lo divino y lo teratológico renu ev a la atrocidad del monstruo
—así como la de la divinidad.
La lectura de Borges es tan generosa cuanto anacrónica.
Rescata del olvido m onstruos ilustres, los reescribe desde
nu estro presente, dotándolos de nueva y frágil vida, la del
tiempo de n u e s tra lectura. Con acierto, se detiene en el de­
talle eficaz y patético: el Catoblepas, de cabeza tan pesada y
cuello tan tenue, que vive con los ojos vueltos al suelo, el
Squonk que se disuelve en sus propias lágrimas, el híbrido
de Kafka, m itad gato, m itad cordero, misfit por excelencia
que llora las lágrim as de su amo. No elude, tampoco, el lado
ju gu etó n de ciertas combinaciones. Así, del abu nd an tem en ­
te alegórico Unicornio, símbolo, en sucesivas versiones, del
“E sp íritu Santo, Jesucristo, el mercurio y el m al”, nos dice
que es “un caballito blanco con p atas tra se ra s de antílope,
barba de chivo y u n largo y retorcido cuerno en la fre n te ”
(OCC, 704).
Al h a b la r de uno de sus cuentos, “La casa de Asterión”,
observa Borges en una entrevista: “En realidad, más que un
m onstruo, el Minotauro es un frea k”. Y luego añade, t r a s la ­
dando el valor del término: “Me temo que mis cuentos sean
unos freaks V Es esa freakishness que in ten ta recup erar —y
celebrar— El libro de los seres imaginarios. Los seres que lo
pueblan son menos monstruos sagrados que simulacros, “de­
formaciones temblorosas y enormes” (OCC, 687), torpes y
conmovedores intentos de nom brar lo Unheimliche, de con­
j u r a r l o d á n d o le p a s a j e r a fo rm a. Acaso B o rg es, como
C hesterton, “no hubiera tolerado la imputación de ser un
tejedor de pesadillas, un monstrorum artifex” (07, 120). Sin
embargo, parecería ser la representación que, a fin de cuen­
tas, es más fiel al espíritu de su obra.

1996

‘ James E. Irby, “Encuentro con Borges”, en James E. Irby, Napoléon


Murat y Carlos Peralta, eds. Encuentro con Borges (Buenos Aires: Galer­
na, 1968), p. 35.
B orges viajero: N otas sobre A tla s

En 1984, dos años antes de su m uerte, Borges publicó un


libro de viajes. La insólita fotografía de la tapa, tan evoca­
dora de su adm irado Ju les Verne, lo m u e stra a punto de
iniciar un paseo en globo, feliz. En el globo viajan cuatro,
personas. Dos de ellas, el piloto y un acom pañante, nos dan
la espalda; por sus gestos parecerían estar haciendo los ú lti­
mos preparativos del vuelo que está por empezar. Las otras
dos figuras —los pasajeros— están de frente. La fotografía
inocentem ente coincide con el gesto de todo autor al n a r r a r
un viaje: se construye ante los ojos del lector como persona
viajera, posa p ara el público.
En la fotografía M aría Kodama m ira delante de sí aq u e ­
llo que nunca podremos ver: la cám ara, el paisaje que tiene
en frente, nosotros acaso. Borges, con u n a gran sonrisa, la ­
dea la cabeza: m ira a María. La fotografía tam bién es emble­
m ática de la paradoja fecunda que anim a este curioso libro,
producto de un turism o privado de visión. El tem a de la
m irada m ediada por cierto no es nuevo en Borges. Aun viden­
te,.ya practicaba la m irada oblicua, asum ía en sus textos los
ojos del otro. La única m anera en que Borges “veía” Buenos
Aires en su prim era poesía era a través de la m irad a de sus
antepasadas, los que “vieron” la ciudad en el Ochenta, an tes
del cambio. De ahí la im portancia de la m irada a b s tra c ta en
“S en tirse en m u e r te ” que es tam bién sen tirse én vida, o
mejor, sentirse en lite ra tu ra . Pero esta m irada mediada, que
coincide en Atlas con una realidad biográfica ¿no es acaso
condición necesaria de todo viaje? ¿No se cuenta siempre con
la m irada del otro que ya ha visto, que ya h a descrito, que
h a dado forma a lo que vemos por p rim era vez? Hemos leído,
hemos oído, hemos visto lo que estamos viendo: “vemos las
cosas de memoria, como pensamos de memoria repitiendo
idénticas formas o idénticas id eas” (AT, 43). Todo viaje es
u n a serie de mediaciones, de intercesiones.
A t l a s , este “libro que ciertam ente no es un A tlas” (A T , 7),
no es evocación, ni es viaje im aginario, sino desplazam iento
físico real. El hecho, creo, es im portante. Pero, bien mirado,
no se tr a ta de un viaje, con comienzo y final, sino de un r e ­
sumen de m últiples viajes, un patchwork, si se quiere, un
continuo deam bular. No hay itin erario aquí, no hay un "de
P arís a J e r u s a lé n ” o un “del P lata al N iá g a ra ”. Esa fotogra­
fía de la tapa, así como uno de los textos del volumen titu la ­
do, precisam ente, “El viaje en globo”, son fieles al espíritu
del libro. Aquí hay deriva, vaivén: un flotar. Los textos y las
fotografías, entrecruzados de modo sin duda fecundo y “sa ­
biam ente caótico” (AT, 7), m arcan hitos en ese flotar. A dife­
rencia de la ta r je ta postal o de la fotografía de guía tu rística
que articu lan lugares de cultura, estas m odestas imágenes,
fotos y diapositivas de escaso valor estético a las que se ha
dejado adrede el borde de película, conjugan dem ocrática­
m ente el m onum ento y lo trivial: el tótem canadiense, una
sobrem esa con copas y botellas, el cem enterio de Ginebra, o
u n a brioche en París. Son momentos más que lugares: oca­
siones m em orables, es decir, ocasiones que luego se buscará
evocar a p a r tir de estas superficies lisas que son un a foto­
grafía, u n a p ág in a de escritura. Más que libro de viaje, A t ­
las es un libro de keepsakes, de recordatorios, una serie de
pequeñas felicidades tra n sito rias que, cuando se las vuelve
a mirar, son como im ágenes de im ágenes, p ara siempre dis­
tan ciad as de toda pasión. Las m iram os y ya no dicen nada.
A diferencia de aquellos daguerrotipos fam iliares que, “con
adem án desdibujado” y “casi-voz an g u stio sa” (P, 29), pedían
cuentas al sujeto de Fervor de Buenos Aires, estas im ágenes
no apelan a la memoria de nadie en particular, simplemente
a u na memoria disponible, que es otro nombre p ara la im a­
ginación. Sólo que Borges no m ira esas imágenes, nunca las
h a mirado, como no ha mirado el “original” que su pu esta­
m ente restituy en o más m odestam ente rem edan estos rec­
tángulos mudos. Incomoda algo pensar que esta serie de ilu­
minaciones ciegas, sombras de sombras como los retratos
p a ra Plotino, no hay an sido nunca recuperables por la m ira­
da del individuo que las protagonizó y sí lo son por la n ues­
tra , m irada de espía. De pronto exhibidas ante el lector* ante
el público, estas reliquias privadas se asemejan a la m u tila­
da diosa gálica que evoca Borges: “Es una cosa rota y sag ra­
da que n u e stra ociosa imaginación puede enriquecer irre s ­
ponsablem ente” (A T , 10). Atlas es una invitación a esa irre s­
ponsabilidad, es decir, es u na invitación a la literatu ra.
Algunas de las fotografías de este libro son de lugares;
otras muchas son de Borges, ya solo, ya acompañado por
M aría Kodama, ya con otra gente. Las fotografías re s titu ­
yen el cuerpo de Borges, ese cuerpo temido y tan frecuente­
m ente escamoteado en su obra, lo exhiben en su impresio­
n a n te fragilidad: Borges mirando (¿mirando?) un m inarete
de la m ezquita azul, Borges sentado junto a M aría Kodama
en el Florian, Borges acariciando a su “último tig re” (AT, 47)
en un zoológico de Buenos Aires, Borges tocando un muro en
la calle Ramón Llull en Palm a, Borges con un pie vendado
en alto, en un cuarto de Madrid, Borges (la mano de Borges,
sorprendentem ente fuerte) en Japón, palpando una superfi­
cie con caracteres acaso p a ra él indescifrables. Hay un a que
encuentro particularm en te simpática: Borges, en unas ru i­
n as de Colonia del Sacram ento, sentado en un escalón de
u n a vastísim a escalinata, viejo y desgarbado, solo y sereno,
los ojos cerrados, casi abstracto (AT, 86). Pienso en aquella
frase de “Funes el memorioso”: “m onum ental como el bron­
ce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las
p irám id es” (F , 127)- pero no es del todo la frase que busco
p ara describirlo. Pienso en el viejo gaucho de “El S u r”, “chi­
co y reseco, [...] como fuera del tiempo, en una e te rn id a d ” (F,
193) pero tampoco esa frase me sirve. Subsiste en la foto un
resto de temporalidad, de hum anidad, que impide la total
abstracción. Divertida, descubro ese resto que tra b a mi lec­
tura: los pies de Borges no alcanzan al suelo, no llegan a
tocar el enorme escalón de abajo. E stá sentado como un chi­
co, bamboleando las piernas, las puntas de los pies levemente
inclinadas hacia arriba. Acaso este detalle tam bién a él (tan
atento a la minucia visual desde los años en que frecu en ta­
ba el cine) lo hubiera divertido.
Si bien todo texto llama, aun más, in terpela a su lector,
hay géneros que parecen hacerlo más que otros. No creo que
un escritor de ficción se haga concretamente la p reg u n ta “¿A
qué lector se dirige mi texto?” Creo que la lite ra tu ra autobio­
gráfica sí lo hace como tam bién los textos de viaje, y creo
que lo hacen apelando a reconocimientos diferentes. En el
p rim er caso, el autobiógrafo necesita lectores que lo reco­
nozcan, es decir, que sepan “verlo” conforme a sus reglas de
autofabricación. En el segundo, el autor del viaje necesita
lectores que reconozcan (no por haberlo visto antes) aquello
que describe, que sepan ver junto con él. Los dos géneros
apelan al reconocimiento de un a convención —las reglas del
juego— y a la mimesis, pero en el uno se t ra ta de u n a mimesis
de identidad m ientras que en el otro se tra ta de una mimesis
de experiencia. No es exactam ente lo mismo.
En estas conmemoraciones viajeras (conmemoraciones sin
conmemorador) en tran tam bién los sueños. In q u ie ta n te s,
como todo sueño, tienen además algo de brutal y de m ons­
truoso. Pienso: ¿cuál h ab rá sido el complejo resto diurno de
quien soñó en Atenas a un padre, que es a la vez un m u tila ­
do rey impostor, y que progresivam ente borra al hijo en un
juego de ajedrez haciendo desaparecer sus fichas? (AT, 37).
(Pienso también: dónde sino en Atenas cabe tener ese sue­
ño.) ¿Cuál habrá sido el resto que lleva a “Un sueño en Ale­
m a n ia ”, pesadilla escritu raria —con aulas innum erables,
pizarrones repletos “cuya longitud se mide por leg uas” (A T ,
35)—, y tam bién monstruosa m arañ a alfabética que comien­
za con Aachen y term ina con Zwitter “que vale en alem án
por h erm afro d ita” (AT, 36)? Un año más tarde, en 1985, la
lectura de Los conjurados me dep araría u na sorpresa: el sue­
ño de Alem ania se h a vuelto ahora un “Sueño soñado en
Edimburgo” (C O N J , 67), el laberinto alfabético comienza con
A ar “el río de B ern a” y term in a con Zwingli. Hemos pasado
de Alem ania a Escocia a Berna, de herm afroditas y h e te ro ­
doxos, el sueño ha perdido localización pero no por ello es
menos memorable, ni menos monstruoso. Otro texto de Atlas
pone esta s v an as adjudicaciones geográficas en su ju sto
lugar: “Mi cuerpo físico puede esta r en Lucerna, en Colorado
o en El Cairo, pero al despertarm e cada m añ an a, al retom ar
el hábito de ser Borges, emerjo invariablem ente de un sueño
que ocurre en Buenos Aires” (AT, 54).
Dije que A tla s carece de itin e r a r io , que es colección.,
h eteróclita, sin referente geográfico estable ni cronología,
reconocible. Por eso sorprenden tan to más ciertos fragm en­
tos fechados, como inexplicables m anifestaciones de preci­
sión dentro del borroso divagar del texto, casi como los hrónir
de Tlón. Uno de esos fragmentos es “El 22 de agosto de 1983”,^
texto engañosam ente sencillo y preciso que en realid ad per­
tu rb a a fondo nociones de tiempo y espacio. La fecha del tí ­
tulo no es la del momento de escritu ra sino la del comienzo-
de un viaje de Borges y M aría Kodama por Europa, dos días
antes. En efecto: “[NJuestro [viaje] a Europa comenzó, de
hecho, anteayer, el 22 de agosto” (AT, 84). La fecha de red ac­
ción del texto es, por lo tanto, el 24 de agosto de 1983, es
decir, el cumpleaños de Borges. Pero el texto en sí no evoca
el comienzo del viaje sino otro momento anterior, las víspe­
ras de ese viaje (“las vísperas y la cargada mem oria son más
reales que el presente in tang ib le” [AT, 84]); concretam ente,
un a comida con Alberto Girri y E nrique Pezzoni en un re s ­
ta u r a n te japonés de Buenos Aires d u ra n te la cual se habla
del viaje (a Europa) m ientras se escuchan voces y m úsica
(del Japón), “un coro de personas que procedían de N a ra o
de K am ak u ra y que celebraban un cum pleaños” (AT, 84).
Resumo la densa te x tu ra de vísperas y de desplazamientos:
En el día del propio cumpleaños se escribe un texto que re-
g istra algo ocurrido en la víspera —el inicio de un viaje a
E uro pa— a la vez que se reg istra algo ocurrido en la víspera
de ese víspera, u n a conversación sobre viajes que coincide
con un festejo de cumpleaños. Un cumpleaños es víspera de
un viaje que es víspera de un cumpleaños.
Me he detenido en este complejo juego cronológico por­
que la fecha, “22 de agosto de 1983”, rem ite a uno de los
últimos textos de Borges, fechado tres días después, con el
que por fuerza hay que conectarlo. Como “22 de agosto de
1983”, “25 de agosto de 1983” tra b aja la víspera, el d esp la­
zamiento, sólo que ahora no es el viaje víspera del cum plea­
ños sino el cum pleaños víspera del suicidio. Y de pronto
pienso en las curiosas coincidencias de esos días de fines de
agosto de 1983. ¿Qué pasaría entonces en la vida de Borges
(la mención de fechas fomenta estas patéticas curiosidades),
cómo se llegó a ese nudo de enigmas prolijam ente fechados,
donde el cum pleaños (de otro) es víspera del viaje (de uno)
que es víspera del cumpleaños (de uno) que es víspera del
suicidio (de otro)? No sabemos cuál de los dos escribe esas
páginas. El desasosiego visita de pronto este Atlas asombroso
y feliz. C ierto s f ra g m e n to s y c ie rta s fotos se t i ñ e n de
p articu lar tiniebla: pienso en “La Recoleta” (A T , 88) y también
en esa foto donde Borges, en G inebra, m ira (¿m ira?) el
m onum ento a Calvino. El keepsake a menudo resu lta, a su
m anera, memento mori.
Pero prefiero quedarm e con la p rim era imagen de Atlas.
“Toda p alab ra —escribe Borges— presupone u n a experien­
cia compartida. [...] Si alguien ignora la peculiar felicidad
de un paseo en globo es difícil que yo pu ed a explicársela”
(AT, 30). Si bien lo mismo puede decirse de todo viaje, creo
que la fotografía de la ta p a perm ite in tu ir esa felicidad a u n ­
que Borges no pu ed a explicárnosla. Borges sonríe con a n ­
cha, anchísim a sonrisa: en un momento sin fecha, en un lu ­
gar que no ve, Borges está a punto de viajar, está en víspera
de viaje. No sabemos hacia dónde.

1998
A El A lep h (Buenos Aires: Emecé, 4a ed., 1963).
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OC O b r a s c o m p le ta s (Buenos Aires: Emecé, 1974).
OCC O b r a s c o m p le ta s en co labo ra ció n (Buenos Aires: Emecé,
1979).
OI O tr a s in q u i s ic io n e s (Buenos Aires: Emecé, 2° ed., 1964).
OP O bra p o é tic a (1 9 23-19 66) (Buenos Aires: Emecé, 1966).
OP2 O b r a p o é tic a (Madrid: Alianza Editorial, 1972).
OT E l oro de los tig res (Buenos Aires: Emecé, 1972).
P P o e m a s (1 9 1 2 -1 9 5 3 ) (Buenos Aires: Emecé, 1954).
RP L a rosa p r o f u n d a (Buenos Aires: Emecé, 1975).
SN S ie te n o ch e s (México: Fondo de Cultura Económica, 3" ed.,
1982).
TE E l t a m a ñ o de m i e s p e r a n za (Buenos Aires: Proa, 1926).
TR T extos r e c o b ra d o s (Buenos Aires: Emecé, 1997).
Indice

Prólogo a la segunda edición ..9


Introducción ..13
I. Borrar, borrajear ..19
1. U na desconfianza doble ..19
2. “La u rd id u ra prolija de teorías p a ra legitim ar la labor”
..22
3. P rim er acercam iento a la ficción: el “codicioso.de al­
m as” ..26
4. Secuelas de codicias: Evaristo Carriego y las “biogra­
fías infam es” ..28
5. “Una superficie de im ágenes” ..31
6. El juego de caretas ..36
7. M áscara y desplazam iento ..40
8. Revelación de la m áscara ..43

II. Rúbricas textu ales ..49


1. Las letras de un libro ..49
2. La le tra desviada ..57
3. La m uerte desviada ..62

III. Codicias y fragm entos ..69


1. El personaje derruido: los dobles ..69
2. Más allá del doble ..74
3. Desequilibrio: ilusión de avidez y contaminación ..78
4. Desequilibrio: ineficacia del personaje ..87
5. Fragm ento y fan tasm a ..89
IV. R e a lid a d p o s t u l a d a , r e a li d a d e le g i d a
1. Realidad y restos diferenciales ..93
2. Tres postulaciones de la realidad ..98
3. El encanto de lo circunstancial ..103
4. Un “p recursor” de Stevenson ..106
5. Énfasis del gesto ..110
6. Desperdicio de lo circunstancial ..115

V. Inquietud y conversión del sim ulacro


1. Organizar, acentuar: la deformación inquietan te ..117
2. Amenaza y deseo del nombre: el simulacro ineficaz ..120
3. Nombrar, falsear ..127
4. Desvío, conversión, m etáfora ..135

VI. P lacer y desconcierto: la desarticu lación del hiato


1. El repertorio: selección, desarticulación y rescate ..141
2. P lacer de la interpolación ...147
3. La saltea d a erudición ..153

VII. “El soterrado cim ien to”


1. La enum eración heteróclita: el abarrotam iento .J 6 5
2. La enumeración heteróclita: el intersticio señalado ..175
3. La concatenación, traición inevitable ..179
4. Una concatenación que supera la pesadilla de lo causal ..184
5. Invisible esqueleto, tam año de u n a cara ..186

Posdata
Fláneries textuales: Borges, Benjamin y B audelaire ..191
Jorge Luis Borges, confabulador (1899-1986) ..209
Borges y la educación de la mem oria ..219
Cita y autofiguración en la obra de Borges ..227
Prólogo a El libro de los seres imaginarios ..237
Borges viajero: Notas sobre Atlas ..241

A b r e v i a t u r a s a la s o b r a s de B o r g e s 247

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