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Quiero empezar esta charla con una cita de Hannah Arendt, del prefacio
de Los Orígenes del Totalitarismo. Arendt escribe ahí (cito):“¿Qué sucedió?
¿Por qué sucedió? ¿Cómo pudo haber sucedido?”. Éstas son”, continúa Arendt
“las preguntas con las que mi generación se había visto forzada a convivir
durante la mayor parte de su vida adulta”. Y quiero poner esta charla bajo el
signo de esas palabras, porque esas preguntas “¿Qué sucedió? ¿Por qué sucedió?
¿Cómo pudo haber sucedido?” son también las preguntas con las que mi
generación, y la de muchos de los que veo aquí en la sala, se ha visto forzada a
convivir durante la mayor parte de su o de nuestra vida adulta.
Hace un rato hablé del carácter imperdonable del mal radical para
Arendt. En sus escritos previos al juicio de Eichmann, ese carácter imperdonable
estaba asociado al carácter incomprensible, inédito, de los crímenes: no
podemos comprenderlos con las categorías de las que disponíamos, no podemos
entonces propiamente ni juzgarlos según las leyes habituales, ni considerarlos
moralmente -perdonarlos, o no- según los preceptos morales. La inflexión de la
reflexión de Arendt sobre el Mal que estoy restituyendo aquí, va a dar al carácter
imperdonable de los crímenes otra respuesta. En el perdón, dirá Arendt, se
perdona a una persona; esto es, no se perdona el “qué” sino el “quién”. Y esos
crímenes son imperdonables, continúa ahora Arendt, porque detrás de ellos no
hay nadie, no hay propiamente una persona; detrás de esos crímenes no hay
nadie, no hay propiamente una persona, si entendemos –dice siempre Arendt-
por persona a quien se constituye como tal en la pluralidad del diálogo consigo
mismo. El autor banal de esos crímenes extremos ha desertado del mundo plural,
tanto en lo que concierne a su co-presencia entre hombres y mujeres que piensan
y juzgan, en una escena compartida, como en el plano de su relación consigo
mismo –del diálogo del dos en uno de la conciencia.
Querría entonces, para terminar, decir algo más sobre la relación
que, a partir de esta interrogación sobre el mal, podríamos establecer entre un
Mal extremo –no lo llamemos ya Mal radical-, y el perdón. Si seguimos esta
huella trazada por Arendt entendemos que no puede perdonarse a alguien, que
no es nadie, que ha logrado acallar en él toda posibilidad de rememoración del
mal perpetrado, es decir, que al renunciar a pensar y a juzgar, al renunciar al
diálogo consigo mismo, ha logrado ocultarse a él mismo el horror de lo que ha
hecho: para decirlo más claramente, no se puede perdonar a alguien, que es
nadie porque ha cerrado todas las puertas al remordimiento y al arrepentimiento.
Vladimir Jankélevitch, el filósofo francés, en un texto que lleva por nombre “Lo
imprescriptible”, escribió lo siguiente: “¡El perdón! Pero ¿acaso han pedido
perdón alguna vez? Solo la angustia y el desamparo del culpable podrían dar un
sentido y una razón de ser al perdón (...). Para poder tener derecho al perdón,
sería necesario que se declararan culpables, sin reservas ni circunstancias
atenuantes”. Traducido a los términos de Arendt que hemos venido
persiguiendo, podríamos decir: solo quien se hunde en la angustia y el
desamparo porque se siente culpable, puede recuperar su cualidad de persona y
puede, por ende, pedir perdón... y quien sabe, ser perdonado.
¿Es posible que un criminal que ha realizado crímenes horrendos
pueda recuperar esa cualidad de persona? ¿Es posible que pueda, en un criminal
de crímenes de lesa humanidad, disociarse el qué –el crimen- del quién –de
aquel que lo cometió? En Eichmann en Jerusalem Arendt no observa, en
Eichmann, ninguna señal de una posible recuperación de la humanidad –de su
cualidad de persona. Más bien observa una repetición estremecedora de clichés
y frases hechas, que manifiestan su incapacidad, prolongada en el tiempo, de
reflexionar propiamente acerca de los crímenes monstruosos en cuya
organización tuvo una participación destacada. Y es precisamente esa
desoladora incapacidad la que la conduce a encontrarse con la idea de la
banalidad del mal, un mal sin espesor diabólico hecho de la renuncia, el rechazo
o el abandono, de la capacidad de pensar, rememorar y juzgar. No obstante,
dotados de las reflexiones de Arendt, podemos también eventualmente intuir
otra posibilidad: si observamos la escena constituida en Sudáfrica por la
Comisión de Verdad y Reconciliación, en que los autores de actos criminales,
para ser amnistiados, debían proceder a una exposición exhaustiva de sus
crímenes, observamos también como, en no pocas ocasiones, el hecho de tener
que relatar esos crímenes públicamente antes las víctimas, las familias de sus
víctimas o sus propias familias, llevó a esos criminales, por primera vez, a
percibir verdaderamente el carácter horrendo de lo que habían hecho; tal vez,
por qué no, a sumirse, para decirlo en las palabras de Jankelevich, en la angustia
y el desamparo, a arrepentirse y a pedir perdón. Dotados, como decía, de las
reflexiones de Arendt, podemos entrever que la disposición de una escena que
exigía, a quien quisiera acogerse a la amnistía, que tuviera que recuperar la
capacidad de rememorar, no dejó indemnes a muchos de quienes por allí
pasaron. Obligados, por interés propio, a recordar en voz alta y en detalle lo que
habían hecho, no pudieron ya seguir aferrados al olvido, a ese olvido del que
Arendt decía, como dije antes, que es la mejor manera que tiene el criminal de
escapar de las consecuencias de sus actos –esto es, tuvieron que empezar a
convivir con el criminal que ellos mismos habían sido. Y el recorrido de las
audiencias de la Comisión de Verdad y Reconciliación, y también de muchos
testimonios posteriores, puede dar cuenta de la conversión de no pocos de
aquellos antiguos criminales... digamos en personas, para seguir diciéndolo con
las palabras de Arendt. Esto es, en personas que miraban hacia atrás, hacia sus
propios actos de no hace tanto, con horror y arrepentimiento, queriendo no
haberlos cometido nunca, o pidiendo perdón por sus actos.
Quiero por fin cerrar este recorrido volviendo a la Argentina.
Entiendo –a la luz de lo que han pensado otros, aquí, esencialmente Hannah
Arendt pero no solamente- que una reflexión sobre el Mal extremo, aquel que
desafía nuestras categorías habituales, y el perdón y la reconciliación, no puede
escapar a la necesidad de tomar muy en serio la exigencia del arrepentimiento de
quien ha cometido hechos horrendos –esto es, de su recuperación de la cualidad
de persona, o para traducirlo en términos más políticos, de ciudadano de una
comunidad plural. Solo quien se reconoce como miembro de una comunidad
plural –y que en tanto tal, ha recuperado la pluralidad del diálogo consigo
mismo, puede sentir arrepentimiento y demandar perdón –y puede
eventualmente ser susceptible de ser perdonado. Hoy, y ya hace años, torna y
retorna periódicamente entre nosotros el tópico del perdón y la reconciliación.
Ya sea para negarle de plano toda pertinencia a estos términos, o para acudir a
ellos con la idea, según sospecho, de borrar casi mágicamente las huellas de un
pasado criminal. Mi propósito, con este recorrido, ha sido entonces sobre todo el
de contribuir a extraer ese discurso del perdón y la reconciliación de sus
manipulaciones interesadas, vengan de donde vengan, e invitar a que nos
detengamos a pensar con seriedad la relación –que tanto y tan bien han pensado
otros- entre el Mal extremo y su banalidad, entre el arrepentimiento y el perdón.