Está en la página 1de 15

1

Charlatanería y superficialidad
Ignacio Ávila

En 1961 Hannah Arendt asistió al juicio que tuvo lugar en Jerusalén contra el famoso
criminal nazi Adolf Eichmann. Dos años después, Arendt publicó su libro Eichmann en
Jerusalén en el que –según sus propias palabras– hace un reporte de lo que allí sucedió. El
libro de inmediato suscitó una enorme controversia por muchos de los temas y reflexiones
que plantea. Arendt examina a fondo los vacíos legales que están a la base de la captura y el
juicio del criminal nazi, hace una implacable crítica la manera como el fiscal lleva cabo su
acusación, aborda el espinoso asunto de la colaboración de las élites judías con los nazis en
Europa del Este, y trata otros controvertidos asuntos. Uno de los aspectos polémicos del
libro –aunque quizá no el más polémico– es el perfil psicológico que Arendt traza de
Eichmann. En su opinión, Eichmann no tenía una mente especialmente retorcida y maligna
que lo llevara de modo ineluctable a cometer sus atroces crímenes. Tampoco se trataba de
alguien con una férrea convicción ideológica o un odio exacerbado contra los judíos. Para
Arendt, el rasgo más sobresaliente de Eichmann –y lo que en cierto sentido es incluso más
aterrador– es su enorme superficialidad de pensamiento, una superficialidad que en
ocasiones alcanza unas dimensiones que serían francamente jocosas si no fuera por los
elementos grotescos que también contiene. Esta superficialidad de Eichmann es una de las
cosas que más impacta a Arendt en el juicio En un pasaje de su libro ella comenta:

Sin duda, los jueces tenían razón cuando por último le dijeron al acusado que todo lo que
había dicho eran “palabras vacías”, pero se equivocaban al creer que la vacuidad estaba
amañada y que el acusado quería encubrir otros pensamientos que, aunque horribles, no eran
vacuos. Esta suposición parece refutada por la sorprendente consistencia con que Eichmann,
a pesar de su deficiente memoria, repetía palabra por palabra las mismas frases hechas y los
mismos clichés de su invención (cuando lograba construir una frase propia, la repetía hasta
convertirla en un cliché) […] Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su
incapacidad para hablar estaba estrechamente unida con una incapacidad para pensar,
particularmente, para pensar desde el punto de vista de alguien más. No era posible la
comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado de la más segura de las
protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por tanto contra la realidad como
tal. (Arendt, 49/79)

Y en The Life of the Mind –un libro escrito años después y motivado en buena parte por sus
impresiones sobre Eichmann en el juicio– Arendt de nuevo recuerda:
2

Me impactó una manifiesta superficialidad en el agente que hacía imposible rastrear el mal
incontestable de sus actos a un nivel más profundo de raíces y motivos. Los actos fueron
monstruosos, pero el agente –al menos el que estaba ahí en el juicio– era bastante corriente,
común, ni demoniaco ni monstruoso. No había en él signo de firmes convicciones ideológicas
ni de malvados motivos específicos, y la única característica notable que uno podía detectar
en su conducta pasada y en la que manifestó durante el juicio y en los interrogatorios previos
de la policía era algo enteramente negativo: no era estupidez sino irreflexibilidad
(thoughtlessness). (Arendt, 4/30)

La constatación de la gran superficialidad de Eichmann le hace sospechar a Arendt que esta


“total ausencia del pensamiento” está conectada con sus atroces crímenes. Esto, a su vez, la
lleva a preguntarse si hay acaso algo en la actividad misma del pensar que sirva a los seres
humanos para evitar el mal o los predisponga fuertemente contra él. A Arendt le intriga
saber si el pensamiento, por su misma naturaleza e independientemente de sus contenidos,
cuenta de suyo con una dimensión ética que nos prevenga contra el mal. Buena parte de
The Life of the Mind está dirigido precisamente a elaborar una sugestiva radiografía de la
actividad misma del pensar que permita responder esta pregunta.
Si bien es cierto que mucho de lo que me propongo hacer en esta ponencia está
motivado por lo que dice Arendt sobre Eichmann, dejaré de lado la cuestión de si el perfil
psicológico que ella traza del criminal nazi es correcto. Mi interés está dirigido al fenómeno
mismo de la superficialidad de pensamiento y no a las peculiaridades psicológicas de algún
individuo en particular, por malvado que sea. Tampoco indagaré aquí sobre la dimensión
ética que Arendt busca en el ejercicio mismo del pensar, ni trataré de seguirla en sus
profundas reflexiones sobre esta actividad. A este respecto, puedo decir que su
caracterización del momento de soledad que implica el pensamiento o su examen de la
actitud socrática me parecen sencillamente magistrales.
Mi propósito en esta charla es más bien tratar de caracterizar una de las formas que
puede tomar la superficialidad de pensamiento. No pretendo decir con esto que esta sea la
única forma posible de superficialidad, ni que haya dado en el núcleo básico de este
fenómeno. Tampoco estoy seguro de que esta forma de superficialidad sea la que Arendt
percibió en Eichmann. La caracterización de las variedades de la superficialidad de
pensamiento me parece en sí misma una tarea digna de reflexión filosófica. Para lograr mi
propósito, en este trabajo intentaré simplemente señalar una cierta línea de continuidad que
veo entre algunas reflexiones de tres importantes pensadores contemporáneos: la propia
Arendt, Harry Frankfurt, y Bernard Williams.

II

Quisiera comenzar enfatizando uno de los puntos de las citas que he leído. Dice Arendt allí
que Eichmann era incapaz de pensar y que, sin embargo, no era estúpido. “La incapacidad
para pensar –agrega unas páginas después en The Life of the Mind– no es estupidez, puede
3

encontrarse en gente muy inteligente”. Arendt, sin embargo, no da una caracterización


explícita de esta diferencia entre incapacidad de pensar y estupidez. Vale la pena que nos
detengamos un momento en ella.
¿Qué quiere decir que alguien sea ‘incapaz de pensar’ si no se quiere significar con
esto que se trata de una persona estúpida o con alguna seria limitación intelectual? Una
manera obvia de entender la expresión ‘incapacidad de pensar’ es algo así como una
incapacidad de captar o formar contenidos proposicionales. Presumimos que las moscas o
las arañas son incapaces de pensar en este sentido. Pero evidentemente esto no es lo que
Arendt tiene en mente cuando se refiere a Eichmann. Eichmann no era una araña o una
mosca. Tampoco era alguien que tuviera la cabeza en blanco o que fuese incapaz de captar
o articular contenidos proposicionales.
Cuando Arendt señala la superficialidad de Eichmann y la vincula con la incapacidad
de pensar tampoco quiere decir con esto que se trate de una persona que carece del tipo de
pensamientos profundos que suelen tener las grandes mentes de la humanidad. Hay un
sentido obvio en el que todos nuestros pensamientos son increíblemente superficiales si los
comparamos con los de Kant, Leibniz, Wittgenstein, o Aristóteles. Y la profundidad de
pensamiento de estos y otros grandes filósofos está ligada –creo yo– a una enorme fuerza
intelectual y a la genialidad. El señalamiento de Arendt a la superficialidad de Eichmann no
es obviamente que no sea brillante en el sentido en que estos grandes pensadores lo fueron.
Su incapacidad para pensar radica en otra cosa.
La superficialidad de pensamiento, si ha de distinguirse de la estupidez, no es
entonces algo que tenga que ver primariamente con una modesta inteligencia o con bajas
capacidades cognitivas de cierto tipo. Siguiendo el espíritu de Arendt, quiero sugerir que la
superficialidad de pensamiento consiste más bien en una cierta actitud epistémica que cada
uno de nosotros puede adoptar o tratar de evitar con respecto a sus propias ideas y
creencias. Una comprensión del fenómeno de la superficialidad de pensamiento, al menos
en la forma que aquí me interesa, ha de pasar entonces por un esfuerzo de precisar en qué
consiste precisamente esa actitud. Mi tarea en estas páginas es entonces tratar de identificar
algunos rasgos de lo que podemos llamar sin más la actitud superficial.
Al decir esto creo que no me he salido de la esfera en la que se mueve Arendt. Mi
indagación sobre la actitud superficial, sin embargo, me obliga a señalar una dificultad que
tengo con la manera en la que ella delimita el ámbito del pensamiento. Arendt enmarca su
discusión en una cierta forma de entender la distinción kantiana entre intelecto y razón.
Para ella, el intelecto está directamente ligado al ámbito del conocimiento y la verdad. Y
aquí vincula estas dos nociones con la noción de verificabilidad y con el tipo de trabajo que
se hace en las ciencias. En opinión de Arendt, la esfera del pensamiento, en cambio, está
vinculada con el ámbito del sentido o el significado, entendidos como una esfera distinta
del ámbito de la verdad y la verificabilidad en el que se sitúa la reflexión científica. Dice
Arendt:
4

La razón por la que Kant y sus sucesores prestaron poca atención al pensamiento como
actividad […] es que exigían los mismos resultados y aplicaban los mismos criterios de
certeza y evidencia que son los resultados y criterios de la cognición. Pero si es cierto que el
pensamiento y la razón están justificados en trascender los límites del conocimiento y el
intelecto […], entonces se debería suponer que el pensamiento y la razón no se ocupan de lo
mismo que el intelecto. Para avanzar, y por ponerlo en pocas palabras: la necesidad de la
razón no está guiada por la búsqueda de la verdad, sino por la búsqueda del significado. Y
verdad y significado no son una misma cosa. (Arendt pp. 41–42)

Con esta distinción Arendt busca, entre otras cosas, dar cabida a la preocupación humana
por cuestiones últimas que bien pueden rebasar el ámbito del conocimiento científico, tales
como la naturaleza de la libertad, la inmortalidad del alma o la existencia de Dios, sin
relegarlas –como Kant– al ámbito de la fe. Creo que Arendt tiene razón hasta cierto punto.
Si interpretamos las palabras ‘significado’ y ‘sentido’ del modo en que solemos entenderlas
cuando nos preguntamos, por ejemplo, por el sentido de nuestra vida, entonces hay aquí
una esfera de pensamiento muy difícil de caracterizar que no es reductible ciertamente a un
tipo de racionalidad instrumental y que bien puede estar alejada del tipo de comprensión
objetiva que busca el científico. En este sentido, uno podría decir incluso que una persona
que no se plantea este tipo de cuestiones últimas es una persona particularmente superficial
o frívola en una dimensión existencial ineludible.
Sin embargo, no considero –y aquí es donde está mi dificultad con Arendt– que este
escurridizo ámbito del pensar constituya una esfera de la actividad mental que está
disociada de una preocupación por la verdad. Bien puede ser que el tipo de verdades al que
podemos aspirar en la esfera de las cuestiones existenciales sea distinto al tipo de verdades
que podemos alcanzar en la ciencia. Pero mi punto es justamente que incluso en estas
cuestiones lo que está de fondo es también una cierta preocupación por la verdad. Nuestras
creencias sobre estas cuestiones –como nuestras creencias sobre cualquier cosa– son
estados proposicionales que tienen condiciones de verdad. Creer que p –donde ‘p’ es una
proposición sobre cuestiones últimas– es justamente creer que ‘p’ es verdadero. El sentar
posición sobre alguna cuestión última es así sentar una posición que uno considera
verdadera. La crisis existencial que atraviesa alguien que deja de creer en los ideales con
los que ha estructurado su vida es justamente una crisis en la que a esta persona se le revela
que ha estado equivocada sobre muchas de las cosas que creía y que por ende ha enfocado
su vida de forma inadecuada.
Es posible que aquí no haya un desacuerdo de fondo con Arendt. Quizá lo que ella
quiera, más que trazar una línea entre las cuestiones que conciernen al significado y las que
conciernen a la verdad, sea simplemente llamar la atención sobre el hecho de que el tipo de
conocimiento objetivo y verificable que se pretende en la ciencia no es algo que debamos
esperar en otros ámbitos que conciernen a la actividad humana del pensar. Y frente a esto
no tengo objeción. Mi punto es simplemente que también en estos ámbitos el pensamiento
5

es indisociable de una cierta preocupación por la verdad, por más que el tipo de verdad al
que podamos aspirar aquí no sea el tipo de verdad que obsesiona al científico.
La importancia de esta conexión entre el ejercicio del pensamiento y la preocupación
por la verdad es justamente que la idea que quiero explorar aquí es que la actitud superficial
constituye una cierta forma de despreocupación por la verdad. Para mí parte del asunto
radica entonces en tratar de dilucidar cómo debemos entender esta despreocupación. Si esto
es así, la superficialidad de pensamiento es entonces un fenómeno que no está ligado
exclusivamente a las cuestiones últimas que –según Arendt– conforman el ámbito del
pensamiento (en el sentido restringido que ella le da a esta expresión). Alguien puede ser
extremadamente superficial en un dominio ajeno a estas cuestiones si manifiesta en dicho
dominio el tipo de despreocupación por la verdad que caracteriza a la actitud superficial. Y,
a la inversa, alguien puede ser particularmente profundo en algún dominio aun si, de modo
algo desconcertante, resulta ser muy superficial cuando se trata de las cuestiones últimas.

III

Cuando se dice que la actitud superficial –al menos en la forma que me interesa– es una
actitud que se caracteriza por el desinterés por la verdad es inevitable recordar la reflexión
de Frankfurt sobre la charlatanería. Vale la pena repasar algo de esta reflexión porque nos
puede dar luces sobre la naturaleza de la superficialidad de pensamiento. Frankfurt resume
su análisis de la charlatanería en los siguientes términos:

Los charlatanes, aunque se presentan como personas que simplemente se limitan a transmitir
información, en realidad se dedican a una cosa muy distinta. Más bien, y fundamentalmente,
son impostores y farsantes que, cuando hablan, sólo pretenden manipular las opiniones y las
actitudes de las personas que les escuchan. Así pues, principalmente, su máxima
preocupación consiste en que lo que dicen logre el objetivo de manipular a su audiencia. En
consecuencia, el hecho de que lo que digan sea verdadero o falso les resulta bastante
indiferente. (p. 8)

El análisis de Frankfurt de la charlatanería contiene entonces dos elementos básicos. De un


lado, el charlatán es alguien que no está realmente interesado en la verdad o falsedad de lo
que dice y, de otro lado, es un manipulador que se presenta justamente como alguien que
transmite información confiable sobre el tópico del que está hablando. Su manipulación
radica justamente en presentarse como alguien interesado en la verdad de lo que dice sin
realmente estarlo.
¿Cuál es la conexión entre charlatanería y superficialidad de pensamiento? ¿Se trata
del mismo fenómeno? ¿Es la charlatanería una expresión paradigmática de la
superficialidad? Uno podría pensar que en tanto que –como he afirmado– la actitud
superficial es una actitud que se caracteriza por el desinterés por la verdad, entonces el
superficial es un charlatán por excelencia. Más aún, el charlatán y el superficial parecen
6

coincidir plenamente en el tipo de enunciados que producen. Lo que dicen suele ser
esencialmente del mismo tipo. El lugar común, el cliché y la frase de cajón son justamente
los rasgos mediante los cuales identificamos a estos dos personajes. No es extraño que
Arendt haya inferido la enorme superficialidad de Eichmann justamente del sartal de frases
tontas y lugares comunes que decía y repetía en diversas ocasiones de su vida.
El propio Frankfurt señala de pasada la afinidad que parece haber entre charlatanería
y superficialidad al recordar una anécdota que cuenta Fania Pascal de un encuentro con
Wittgenstein. La historia es básicamente que Wittgenstein fue a visitar a Pascal, quien
había sido operada de las amígdalas y se encontraba convaleciente. Al preguntarle cómo se
sentía, ella le contestó “me siento como un perro al que acaban de atropellar”; a lo que
Wittgenstein, irritado, replicó diciendo: “tú no sabes cómo se siente un perro que acaba de
ser atropellado”. Frankfurt acude a esta anécdota para perfilar su análisis de la
charlatanería, y es allí donde insinúa su vínculo con la superficialidad. Dice Frankfurt:

Supongamos ahora que Wittgenstein considera un caso de charlatanería la descripción de


Pascal de la forma en que se siente. ¿Por qué le da esa impresión? Creo que se debe a que él
percibe que lo que dice Pascal está –en términos generales, por ahora– desvinculado de una
preocupación por la verdad. Su afirmación no guarda relación con la tarea de describir la
realidad. Ella ni siquiera piensa que sabe, excepto de una manera sumamente vaga, cómo se
siente un perro que ha sido atropellado. La descripción que hace de su propio sentimiento es,
por consiguiente, algo que ella inventa. Es pura invención; o, si alguna otra persona se lo
dijo, está repitiéndolo de sin pensar (mindlessly) y sin ninguna consideración por cómo son
las cosas en realidad. Wittgenstein censura a Pascal por esta falta de reflexión
(mindlessness) […] Él reacciona como si percibiera que ella está hablando acerca del
sentimiento que tiene sin pensar (thoughtlessly) y sin prestar atención consciente a los
hechos pertinentes. (Frankfurt, p.181)

Este pasaje sugiere la estrecha conexión que parece haber entre charlatanería y
superficialidad. La descripción que hace Frankfurt resulta, en efecto, muy apropiada de
alguien que tiene una actitud superficial en el sentido que la he caracterizado. Pascal
contesta con un cliché a la pregunta de Wittgenstein y con ello no sólo se muestra poco
reflexiva en lo que dice, sino que también pone de manifiesto su desdén por establecer con
precisión lo que le ocurre. Creo, sin embargo, que debemos ser cuidadosos aquí. En
particular, me parece que la charlatanería y la superficialidad son –a pesar de su afinidad–
fenómenos distintos, y que el superficial –a pesar de compartir con el charlatán el
desinterés por la verdad– no es por sí mismo un charlatán. Su dolencia epistémica, por así
decirlo, es de un tipo diferente. Para ilustrar estos puntos, tengo que dar un paso previo y
tratar de explicar de modo un poco más preciso en qué consiste el desinterés por la verdad
que de modo general Frankfurt le atribuye al charlatán y que yo –también de modo
general– le estoy atribuyendo a quien exhibe una actitud superficial. Y aquí entra en escena
mi tercer protagonista de esta ponencia: Williams.
7

¿En qué consiste entonces el desinterés por la verdad? Williams dedica buena parte
de su libro Truth and Truthfulness a defender el valor de lo que él llama las “virtudes de la
verdad”. Hablar de las virtudes de la verdad no quiere decir, por supuesto, que la verdad
como tal sea virtuosa. El propio Williams aclara que la verdad, en tanto propiedad
semántica de los enunciados o las proposiciones, no es algo de lo que pueda predicarse
virtuosismo sin caer en un error categorial. Por “virtudes de la verdad” Williams entiende
más bien aquellas “cualidades de las personas que se ponen de manifiesto cada vez que
quieren saber la verdad, descubrirla y contársela a otras personas” (Williams 18). El que
Williams hable aquí precisamente de virtudes es fundamental para el tipo de aproximación
que estoy intentando. Dicho de un modo un poco tosco, ser virtuoso en algún respecto es
justamente tener o hacer uso de una cierta disposición a resistir ciertas inclinaciones o
disposiciones que nos llevan inercialmente en otra dirección. Una persona valiente, por
ejemplo, es alguien que tiene la disposición a resistir su inclinación natural hacia el miedo y
por ende logra encarrilar sus acciones de cierta forma. En el mismo sentido, la persona que
actúa conforme a las virtudes de la verdad será alguien que lucha por resistir las
propensiones epistémicas que lo arrastran en cierta dirección. Como señala el mismo
Williams: “Cada una de las virtudes básicas de la verdad implica ciertos tipos de resistencia
a lo que los moralistas podrían llamar tentaciones; tentaciones tales como la fantasía y el
deseo” (p. 54).
Williams señala dos virtudes básicas –entendidas en este sentido disposicional– que
exhibe quien tiene un interés por la verdad: la Sinceridad y la Precisión. La Sinceridad es,
dicho de modo algo tosco, la disposición a dar información que consideramos veraz a
nuestros interlocutores. La Sinceridad impone entonces una pauta de comportamiento con
nuestros compañeros. No debemos engañarlos ni con respecto a lo que creemos que es el
caso ni con respecto al tipo de actividad en la que estamos inmersos. La Precisión, dicho de
modo también tosco, es la disposición a obtener información lo más precisa y fiable posible
del objeto de nuestra indagación. La Precisión impone así una pauta de comportamiento
respecto a nuestro objeto de estudio. Ambas –la Sinceridad y la Precisión– implican una
disposición a resistir ciertas tentaciones epistémicas en las que fácilmente podemos caer.
Engañar a nuestros compañeros sobre lo que creemos que es el caso o sobre el tipo de
actividad en la que estamos inmersos puede darnos algunas ventajas estratégicas para
obtener lo que queremos. Del mismo modo, no ser cuidadoso en averiguar cómo son las
cosas nos evita el desgaste de realizar una fatigosa investigación, y nos protege del
desagradable descubrimiento de que algunas de nuestras creencias más preciadas resulten
falsas o insostenibles a la luz de un análisis más profundo.
El desinterés por la verdad puede entenderse entonces dentro del contexto de las
virtudes de la verdad señaladas por Williams. Las personas que de una u otra manera tienen
un desinterés por la verdad en un momento dado serán personas que no siguen las virtudes
de la verdad. Tener una actitud de desinterés por la verdad es entonces tener una actitud en
la que uno, por la razón que sea, no ofrece resistencia a las propensiones naturales frente a
las cuales ofrece resistencia el virtuoso de la verdad. Esto, por supuesto, abre un abanico de
8

posibles fallos distintos con respecto a cada virtud de la verdad. Un mentiroso –en su forma
más sencilla– es alguien que falla primariamente a la Sinceridad, porque deliberadamente
transmite a su interlocutor algo que cree que no es el caso. Qué más fallos están
comprometidos con respecto a la Sinceridad es un difícil asunto que no discutiré en este
trabajo. Pero, sea lo que fuere, el mentiroso no es alguien que como tal falle también a la
virtud de la Precisión. El mentiroso puede haberse esmerado a fondo para obtener la
información más fiable y precisa de la que es capaz, y su único vicio puede ser ocultársela a
su interlocutor. Y aún si el mentiroso falla también a la Precisión, este fallo no es el que lo
define como tal como mentiroso.
Pues bien, dentro de este abanico de fallos posibles respecto a las virtudes de la
verdad se encuentran los fallos del charlatán y el superficial. El desinterés de ambos por la
verdad radica precisamente en que no se someten a las demandas de la Sinceridad y la
Precisión. Sin embargo, lo que quiero sostener ahora es que el superficial y el charlatán
fallan de modos distintos respecto a tales virtudes. Su desinterés por la verdad toma así
formas diferentes.

IV

Una de las diferencias más notorias entre charlatanería y superficialidad es son fenómenos
que ocurren en ámbitos diferentes. La charlatanería es un fenómeno que forzosamente
ocurre en una situación conversacional que involucra a más de una persona. La
charlatanería es así indisociable de la comunicación. El charlatán necesita una audiencia
para ejercer su arte. La superficialidad, en cambio, no es de suyo un fenómeno que requiera
de una situación conversacional. La actitud superficial puede ocurrir sin obstáculo alguno
en ese soliloquio íntimo que tiene lugar en nuestra vida de conciencia cuando deambulamos
solitariamente. El superficial se basta a sí mismo para dar rienda suelta a su superficialidad.
La comunicación con otro, en ese sentido, le es innecesaria. Así podemos decir, si se
quiere, que mientras la charlatanería es un fenómeno eminentemente comunicativo, la
superficialidad es un fenómeno que atañe primariamente a la esfera del pensamiento.
Podemos decir también que mientras que la primera es un fenómeno que necesariamente
involucra interacción intersubjetiva, la segunda es primariamente un fenómeno de la vida
de conciencia en primera persona.
El que la charlatanería sea un fenómeno comunicativo y la superficialidad sea algo
que atañe al pensamiento marca una diferencia fundamental entre los dos. Recuérdese que
en la propuesta de Frankfurt la charlatanería está constituida por dos componentes
centrales: el desinterés del charlatán por la verdad y, con ello, también su empeño de
manipular a los demás haciéndoles creer que está interesado en ella. Este elemento
manipulador es esencial a la charlatanería. El objetivo del charlatán es justamente que este
ardid manipulador tenga éxito. Y nótese –y este es un punto clave– que este elemento
manipulador sólo tiene sentido en un ámbito comunicativo. El charlatán debe ser
plenamente consciente en su fuero interno de la empresa manipuladora con la que busca
9

engatusar a su interlocutor, si es que lo que hace es realmente charlatanería. Debe ser


también cuidadoso de que este afán manipulador no sea descubierto por su interlocutor so
pena de fracasar en su propósito.
La conciencia que debe tener el charlatán de su empeño manipulador ilustra la
manera en que él falla frente a la virtud de la Sinceridad. Como señala Frankfurt, el engaño
del charlatán no radica, como en el caso del mentiroso, en hacernos creer algo que
considera falso. El charlatán, de hecho, puede contarnos unas cuantas cosas que considera
verdaderas. El ardid del charlatán tiene que ver más bien con querer engañarnos acerca de
la actividad que realiza. Su fallo con respecto a la Sinceridad no es entonces un fallo
relacionado con lo que considera que es el valor de verdad de sus enunciados, sino un fallo
con respecto al tipo de actividad en la que quiere hacernos creer que está involucrado.
Podría pensarse que este fallo respecto a la Sinceridad es lo único que es
estrictamente necesario en la charlatanería. Si el charlatán fuera sincero sobre su actividad,
lo que dice dejaría de ser charlatanería de inmediato y pasaría a ser parte del tipo de cosas
que tienen lugar en lo que Frankfurt llama una bull session. Más aun, en la medida en que
el charlatán puede darse el lujo de decirnos una que otra verdad podría pensarse que incluso
puede ser fiel a la virtud de la Precisión. Podemos imaginar formas muy sofisticadas de
charlatanería en la que una persona se pone a la tarea de buscar acuciosamente ciertos datos
verídicos que respalden lo que dice. Sin embargo, sería un error pensar que en estas formas
sofisticadas de charlatanería no se esconde también un fallo respecto a la Precisión. La
búsqueda acuciosa de datos que hace el charlatán –por rigurosa y paciente que pueda ser–
no es en sí misma un sometimiento a las pautas de Precisión que guían a quien tiene un
genuino interés por la verdad. La falla del charlatán respecto a la Precisión se expresa
justamente en que sólo se detendrá allí donde los datos lo favorezcan, pero pasará de largo
cuando no sea así. El genuino buscador de la verdad no puede darse ese lujo. El supuesto
interés del charlatán por datos confiables y precisos es así sólo una estrategia más al
servicio de su empresa manipuladora.
Veamos ahora cómo son las cosas con la actitud superficial. Al ser la superficialidad
un fenómeno que no es primariamente conversacional, el elemento manipulador que es tan
esencial en la charlatanería no se halla presente. A diferencia del charlatán, el superficial no
puede ser plenamente consciente de su desinterés por la verdad de lo que piensa sin verse
obligado por ello a replantear su actitud. La plena conciencia de que se tiene un desinterés
por la verdad no destruye la charlatanería, sino que es uno de sus rasgos básicos. En
cambio, me parece que la plena conciencia de dicho desinterés destruye sin más la actitud
superficial. Tan pronto como me es claro que mis creencias sobre un asunto determinado no
han atendido a un interés genuino por cómo es dicho asunto no puedo seguir manteniendo
sin más mis creencias sobre él. O bien debo reconocer el poco cuidado con el que las forjé e
iniciar una indagación seria y sometida esta vez a las virtudes de la verdad, o bien debo
reconocer mi ignorancia e indiferencia por el asunto y abstenerme de juzgar con ligereza. E
incluso si –con algo de cinismo– persisto en mis creencias originales, dichas creencias
tendrán ahora un tinte distinto. Allí donde antes había cierto nivel de convicción ahora
10

rondará un cierto hálito de conjetura. Así, la plena conciencia del desinterés por la verdad
destruye la superficialidad en la medida en la que lo obliga a uno a tener una actitud un
poco más inquisitiva sobre aquello que versan sus creencias. Y esta actitud más inquisitiva
es justamente la antítesis de la actitud superficial.
Esta reflexión permite poner de manifiesto uno de los aspectos centrales de la actitud
superficial. Una bien conocida y muy importante característica de nuestra vida mental es
que continuamente tenemos estados mentales de segundo orden sobre nuestros estados
mentales de primer orden. Puedo querer fumarme un cigarrillo y. al mismo tiempo, no
querer tener ese deseo porque me hallo inmerso en una lucha por dejar el tabaco; puedo
envidiar a mis colegas y, al mismo tiempo, creer que este sentimiento es totalmente
inapropiado; puedo pensar que este simposio será muy aburrido y, al mismo tiempo, darme
cuenta de que este pensamiento no está debidamente sustentado. Puedo, en este sentido,
tener diversas actitudes de segundo orden frente a mis estados mentales de primer orden. Y
muchas de estas actitudes de segundo orden habrán de ser actitudes epistémicas. Al sugerir
que el superficial –a diferencia del charlatán– no puede mantener su actitud actual si al
mismo tiempo es plenamente consciente de su desinterés por el valor de verdad de lo que
piensa estamos ante un fenómeno de este tipo. Lo que se le revela al superficial en este caso
es algo sobre sus propias creencias sobre un asunto en particular. Cuando el superficial se
hace plenamente consciente de su desinterés por la verdad de una de sus creencias se pone
así en una cierta actitud nueva frente a ellas, una actitud que –como he dicho– conlleva el
abandono de su anterior actitud superficial.
En este sentido, puede caracterizarse la actitud superficial como el tipo de actitud que
tiene alguien frente a sus propias creencias cuando ellas no han sido forjadas de un modo lo
suficientemente cuidadoso. En una palabra, sugiero que la superficialidad involucra
precisamente un relajamiento de los estándares de aceptabilidad epistémica con los que un
sujeto suscribe sus creencias. El superficial es así alguien que no tiene una actitud de
control epistémico lo suficientemente exigente sobre sus creencias de primer orden. Su
desinterés por la verdad radica precisamente en la forma fácil como está dispuesto a adoptar
cualquier cosa que se le ocurra o que le digan como uno de los elementos de su sistema de
creencias. No es extraño en este sentido que en la mente del superficial abunden los clichés
y los lugares comunes. Tampoco lo es que en su mente se almacenen una cantidad de
creencias sobre asuntos sobre los cuales en realidad no está en capacidad de formarse una
opinión meditada. El punto en el que el superficial se aleja de las virtudes de la verdad está
precisamente en el relajamiento de su control epistémico sobre sus creencias. El desinterés
por la verdad que tiene el superficial no radica entonces –como en el caso del charlatán– en
una indiferencia frente al valor de verdad de lo que está diciendo. Su desinterés radica más
bien en la laxitud de su control epistémico sobre sus propias creencias. La superficialidad
es así un caso particular de autocomplacencia epistémica.
Visto de esta forma, uno puede interpretar el continuo llamado que Sócrates hace a
sus conciudadanos a reconocer su ignorancia como un llamado a que reconozcan ante todo
su actitud superficial. Lo que escandaliza a Sócrates no es que los atenienses ignoren
11

muchas cosas. Ni siquiera lo es que no sean del todo conscientes de su ignorancia o que no
se muestren muy dispuestos a salir de ella. A Sócrates no le preocuparía, por ejemplo, que
alguien no se muestre muy dispuesto a salir de su ignorancia en cuestiones físicas y
cosmológicas. Él mismo confiesa no haber estado muy interesado en adquirir conocimiento
sobre estos dominios. Lo que escandaliza a Sócrates es que los atenienses han forjado una
cantidad de creencias sobre cuestiones fundamentales de la vida humana con unos criterios
epistémicos muy laxos. Antes que su ignorancia, a Sócrates le perturba profundamente la
indulgencia epistémica de sus conciudadanos con sus creencias. Su llamado a que
reconozcan su ignorancia es así un llamado a que se resistan a formar creencias sobre
asuntos tan importantes sin un control epistémico riguroso. Él quiere combatir la
superficialidad con la que al nivel del pensamiento solemos encarar nuestra vida. En este
sentido, no es extraño que veamos en Sócrates a alguien cuya actitud es diametralmente
opuesta a la actitud superficial.
Creo que ahora podemos ver la manera en la que el superficial falla ante las virtudes
de la verdad. Al tener un bajo control epistémico de sus creencias es claro que el superficial
falla ante la virtud de la Precisión. Su autocomplacencia epistémica frente a sus creencias
anula la búsqueda de una información lo más fiable y rigurosa posible sobre lo que cree. El
superficial es así alguien que sucumbe fácilmente a los obstáculos que trata de resistir el
genuino buscador de la verdad. Por ello resulta tan propenso al pensamiento desiderativo o
wishful thinking como al cliché o al juicio apresurado. El fallo del superficial con respecto a
la Sinceridad es un poco más opaco. En la medida en la que la superficialidad no es –como
la charlatanería– un fenómeno comunicativo, el superficial no es un manipulador en el
mismo sentido en que lo es un charlatán. Él no es alguien que busque engañar a los demás
presentándose deliberadamente como interesado en la verdad sin estarlo realmente. De
hecho, el superficial puede ser muy sincero en la expresión de lo que cree. Su laxitud
epistémica frente a sus creencias no le impide comunicarlas sinceramente a los demás. A
veces lo que nos impresiona del superficial es precisamente que eso que dice es lo que
realmente cree. En este sentido, el superficial no es alguien que falte primariamente a la
Sinceridad, como lo hacen a su manera el mentiroso y el charlatán. Sin embargo, hay un
cierto fallo en la actitud del superficial que quizá puede entenderse como un fallo de
Sinceridad. Hemos visto antes que el superficial no puede ser plenamente consciente de su
desinterés por la verdad de lo que cree sin verse obligado a transformar su actitud. En este
sentido, la superficialidad involucra un elemento inconfesado –algo que el superficial no
puede decirse de frente y debe rehuir. El superficial debe ocultarse a sí mismo su laxitud
epistémica frente a sus creencias y, en este sentido, podemos decir que hay algo como un
cierto fallo de Sinceridad con respecto a sí mismo. Lo que irrita a los atenienses de Sócrates
es precisamente que él los lleva a mirar de frente esta parte inconfesada de sí mismos –esta
parte que debía permanecer oculta para seguir disfrutando de la comodidad que da el forjar
creencias sobre el mundo sin tener que indagar su manera de ser con todo rigor.
Hay, en todo caso, algo escurridizo en esta forma de ver el fallo de Sinceridad del
superficial. No es justo decir que el superficial es alguien que busque mentirse a sí mismo
12

en el sentido de que trate de ocultarse una creencia que en el fondo sabe que tiene.
Tampoco es justo decir que es alguien que, sospechando de su laxitud epistémica, trate de
ocultársela de alguna manera. Al menos no siempre. Puede haber situaciones en las que la
actitud superficial de las personas envuelva un ocultamiento de este tipo o una huída rauda
de la sospecha. Pero no veo razón para pensar que no puede haber casos de superficialidad
en los que la autocomplacencia epistémica se le escape por completo al sujeto que la
padece. En estos casos el elemento inconfesado que he asociado al fallo de Sinceridad sigue
allí presente, pero cabe preguntarse si se trata de insinceridad en sentido estricto. Después
de todo, en una situación así quizá podría pensarse que se trata más bien de una cierta
negligencia para captarse a sí mismo como uno es más que de un intento por mentirse a sí
mismo. Si fuera así, seguramente tendríamos aquí más un fallo con respecto a la Precisión
que con respecto a la Sinceridad.
Espero que ahora tengamos una idea un poco más clara de las razones por las que la
charlatanería y la superficialidad son en realidad fenómenos distintos. Espero también
haber dilucidado algo del sentido en el que el superficial –a pesar de su desinterés por la
verdad y de toda su galería de clichés y frases huecas– no es de suyo un charlatán. Esto no
significa, sin embargo, que dentro de la galería de personajes que se caracterizan por su
desdén ante las virtudes de la verdad no podamos encontrar un ejemplar que sea al mismo
tiempo superficial y charlatán. No deja de ser divertido pensar en el destino de esta
simpática criatura. Se trata de alguien que al pobre control y a la autocomplacencia
epistémica frente a sus creencias le agrega además la intención de manipular a los otros
presentándose como interesado en la verdad de lo que dice sin realmente estarlo. En tanto
charlatán que es, este personaje se sabe a sí mismo indiferente respecto al valor de verdad
de lo que está diciendo; pero en tanto superficial que es, le es inconfesable que su
desinterés por la verdad no radica propiamente en su indiferencia frente a la verdad de lo
que dice, sino en los bajos criterios de aceptabilidad epistémica con los que estructura las
creencias que pueblan su vida mental. El charlatán superficial se cree aventajado en tanto
que –a diferencia de sus embaucados– sabe de su desinterés por la verdad de lo que dice,
pero le resulta inconfesable que este desinterés arraiga mucho más dentro de sí. Lo que
resulta grotesco de él es justamente que esto se le pase por alto. Con su charlatanería, el
charlatán superficial revela así más de su intimidad epistémica de lo que él mismo se
imagina.

Vimos antes que cabe preguntarse si alguien a quien se le escapa el elemento inconfesado
que envuelve la superficialidad de pensamiento es alguien que falta a la virtud de la
Sinceridad respecto de sí mismo. Sugerí incluso que más que un fallo de Sinceridad en este
caso bien podríamos estar ante un fallo de Precisión. Esto de inmediato suscita la pregunta
por el posible vínculo entre superficialidad de pensamiento y autoengaño. El autoengaño es
ciertamente un fenómeno muy difícil de caracterizar. Muchos filósofos –sin intención
13

alguna de querer engañarse a sí mismos– han llegado a pensar incluso que el autoengaño
como tal es imposible. Williams, sin embargo, se enfoca en un asunto que suele ser menos
discutido y en el que quisiera detenerme un momento:

La idea habitual es que el defecto [del autoengaño] está en el yo en cuanto engañador, lo que
quiere decir, en efecto, que deberíamos enfocar el autoengaño como un fracaso de la
Sinceridad. Pero si nos fijamos en el funcionamiento interpersonal más común del engaño
sabemos que, cuando hay engañadores cerca, tratar de llevarlos a un comportamiento mejor
no es el único objetivo relevante que podemos proponernos. Por lo menos tan importante
como eso es mejorar la cautela de las personas que pueden ser engañadas, y es posible
incluso que esto sea más importante, sobre todo si sospechamos que alguno de los
engañadores es incorregible. Si se produce algo como el autoengaño es seguro que en ese
caso será válido lo mismo. Nuestros fracasos como autoengañados deben encontrarse en
nuestra falta de prudencia epistémica en cuanto víctimas al menos tanto como en nuestra
insinceridad en cuanto perpetradores. (Williams, p. 129)

En este pasaje Williams señala que una de las razones por las que podemos caer en el
autoengaño es una falta de prudencia epistémica respecto a nosotros mismos. Habría aquí
así un fallo de Precisión. Lo que me interesa en este punto es que, independientemente de
que este fallo ocurra en el autoengaño, Williams está poniendo de relieve una forma de
desdén epistémico que podemos tener frente a nosotros mismos –un desdén epistémico que
tiene que ver primariamente con faltar a la Precisión. Es muy fácil caer en este fallo cuando
se trata de nosotros mismos. No nos resulta muy agradable descubrir que no somos tan
buenos en algo como quisiéramos, y una forma particularmente efectiva de no toparnos con
esta realidad es justamente teniendo bajos controles epistémicos sobre lo que creemos de
nosotros. A este fenómeno quisiera llamarlo superficialidad sobre sí mismo.
La superficialidad sobre sí mismo no debe confundirse con el autoengaño. Aun si –
como sostiene Williams– el autoengaño implica también un fallo respecto a la Precisión, la
superficialidad sobre sí mismo es un fenómeno que se sostiene por sí solo. El caso
paradigmático de autoengaño que suelen poner los filósofos es el de alguien que,
sabiéndose gravemente enfermo, se miente a sí mismo sobre su estado de salud. La
superficialidad sobre sí mismo es distinta. Quien es víctima de este fenómeno no necesita
mentirse. No hay allí una verdad que conozca sobre él, pero que se niegue a reconocer. Es
posible que ni siquiera tenga una sospecha que se esfuerce por eludir. El superficial sobre sí
mismo se caracteriza más bien porque sus creencias sobre él están forjadas con muy escaso
control epistémico. Su fallo es de autocomplacencia epistémica antes que de insinceridad.
La superficialidad sobre sí mismo también es distinta de la ignorancia de sí, e incluso
de la ignorancia deliberada frente a uno. Hay muchas cosas que ignoramos de nosotros
mismos y esto no siempre se debe a negligencia epistémica o a superficialidad. Lo que pasa
es que –al menos en ciertos momentos de la vida– también solemos ser bastante buenos
para sorprendernos a nosotros mismos. Incluso en los casos en los que deliberadamente no
queremos saber algo sobre nosotros tampoco cabe hablar de superficialidad sobre sí mismo.
14

Un caso de ignorancia deliberada sobre uno es aquel en el que alguien, sospechando con
ciertas razones que se halla enfermo, se niega a ir al médico o a practicarse los exámenes
requeridos para conocer realmente lo que le pasa. En este caso hay obviamente negligencia
epistémica, pero no se trata de un caso de superficialidad sobre sí mismo. El ignorante
deliberado no quiere emprender la tarea de saber lo que le pasa, pero esto no significa que
haya relajado sus mecanismos de control epistémico sobre lo que cree de sí mismo. Su
sospecha irresuelta sigue allí latente e incómoda. El superficial sobre sí mismo, por su
misma superficialidad, también ignora varias cosas sobre él. Pero lo que lo hace superficial
no es esta ignorancia, sino que ella está revestida por un tejido de creencias sobre sí mismo
que fueron forjadas con muy laxos controles epistémicos.
He sugerido que la superficialidad sobre sí mismo es un fenómeno por derecho
propio. Y aunque dije al comienzo que no estoy interesado en el perfil psicológico de
Eichmann, me parece que en sus últimos instantes él nos legó un ejemplo particularmente
vívido de este fenómeno. Al respecto, Arendt nos cuenta:

En aquellos instantes [antes de morir], Eichmann era totalmente dueño de sí mismo, más que
eso, estaba perfectamente centrado en su verdadera personalidad. Nada puede demostrar de
modo más convincente esta última afirmación que la grotesca estupidez de sus últimas
palabras. Comenzó sentando con énfasis que era un Gottgläubiger, término usual entre los
nazis indicativo de que no era cristiano y de que no creía en la vida sobrenatural después de
la muerte. Luego, prosiguió: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos.
Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria!
Nunca las olvidaré”. Incluso ante la muerte Eichmann encontró el cliché propio de la oratoria
fúnebre. En el patíbulo, su memoria le jugó la última mala pasada; Eichmann se sintió
“estimulado”, y olvidó que se trataba de su propio entierro. (Arendt, p. 368).

¿Qué es lo que ocurre aquí? Quizá uno podría pensar que, para suavizar un momento que se
le antoja particularmente dramático, Eichmann decide ponerle un toque de humor negro a
su situación. Pero el sentido del humor no parece ser ciertamente uno de los rasgos más
notorios de Eichmann. A la luz de todo lo que nos dice Arendt, hay una interpretación más
plausible de lo que está sucediendo. Eichmann no trata de autoengañarse en el sentido de
negarse a creer que –como bien lo sabe– su hora final ha llegado. Tampoco se trata de un
afanoso esfuerzo de ignorancia deliberada. A diferencia de la persona que se sospecha
enferma pero no lo sabe, para Eichmann su situación es inocultable y no mera conjetura. Lo
que a él le ocurre parece simple y llanamente un caso extremo de superficialidad sobre sí
mismo. Allí en la hora postrera donde se esperaría una reflexión y un balance ponderado
sobre lo que fue su propia vida, allí donde quizá valdría esperar un encuentro final con las
cuestiones últimas que suelen acompañar a los seres humanos en su existencia, Eichmann
no encuentra otra cosa que “el cliché propio de la oratoria fúnebre”. Lo que revela con esto
es la dimensión de la superficialidad sobre sí mismo. El desdén de Eichmann por establecer
con precisión su situación existencial –su autocomplacencia epistémica respecto a sí
mismo– no se manifiesta en que lo que dice sea una expresión rigurosa de lo que realmente
15

cree. Su desdén y su autocomplacencia se manifiestan más bien en que, para poder decir sin
asomo de sarcasmo este tipo de idioteces en su hora final, sus creencias y actitudes sobre sí
mismo tienen que haber sido forjadas con los más laxos controles epistémicos. En el
momento de su muerte, Eichmann –como afirma Arendt– “estaba perfectamente centrado
en su verdadera personalidad”.
La superficialidad sobre uno mismo es algo que nos acecha continuamente. Aun si no
alcanza las proporciones que tiene en el ejemplo anterior, ella impide que dirijamos nuestra
vida de un modo más o menos reflexivo. En este sentido, no es extraño que tendamos a ver
un vínculo muy importante entre el desdén por las cuestiones ultimas sobre el sentido de
nuestra vida y el fenómeno de la superficialidad de pensamiento. El esfuerzo de Arendt por
demarcar un ámbito propio del pensamiento iba –como vimos al comienzo de esta charla–
en esa dirección. También los llamados de Sócrates a sus conciudadanos van en la misma
línea. A él lo que le inquieta profundamente es que, al estar atrapados en la superficialidad
de pensamiento, los atenienses están dejando de lado la posibilidad de vivir una vida que
sea realmente plena. En este sentido, puede decirse que la lucha de Sócrates es, ante todo,
una lucha contra la superficialidad sobre nosotros mismos. No es extraño entonces que uno
de sus lemas más recurrentes sea justamente el “conócete a ti mismo”.

También podría gustarte