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Aballay
Antonio Di Benedetto
En el sermón de la tarde, el fraile ha dicho una palabra bien difícil, que Aballay no supo
conservar, sobre los santos que se montaban a una pilastra. Le ha motivado preguntas y
las guarda para cuando le dé ocasión, puede que en los fogones.
Son visitantes, los dos, el cura y él, con la diferencia que el otro, cuando termine la
novena, tendrá a dónde volver.
La capilla, que se levanta sola encima del peladal en medio del monte bajo, sin
viviendas ni otra construcción permanente que se le arrime, se abre para las fiestas de la
Virgen, únicamente entonces tiene servicio el sacerdote, que llega de la ciudad, allá por
la lejanía, de una parroquia de igual devoción.
Los peregrinos – y los mercaderes – arman campamento. Se van pasando los nueve días
entre rezos y procesiones; las noches, atemperadas con costillares dorados, con guitarra,
mate y carlón.
El cura recorre el sendero de vivaques echando las bendiciones y las buenas noches.
Solicitado al pasar por cada grupo, hace honor a una familia venida de Jáchal. Se asa un
chivito, la abuela fríe pasteles, un hombre sirve vino, todos en sosiego y discretos. De
las quinchas vecinas brotan cantos, tempranamente entonados.
Se nombra a Facundo, por una acción reciente. ( "¿Qué no es que lo habían muerto,
hace ya una pila de años? ... " )
Aballay ha sido una persona en la andanza de la sotana, ahora es un bulto quieto, que no
se esconde. Espera.
Uno de los jachalleros lo invita a acercarse. Con una seña dice no. Otro es su apetito.
Pero media el cura y Aballay obedece. Nada agrega a la conversación, tampoco propicia
su intervención el fraile, tal vez acostumbrado a esos silencios de los humildes y los
ariscos.
Pero a cierta altura, cuando ya las estrellas remontan el horizonte, Aballay lo sorprende
con un toque en la manga y la consulta que le desliza en voz baja:
- ¿En confesión?
- No, hijo: no dije que fueran santos, sino que vivían en santidad. Era propio de
anacoretas o ermitaños.
- ¿Qué no?...
- Ah, bien. Significa más o menos lo mismo. Solo que los estilitas eran una clase
especial de anacoretas... ¿conoces qué quiere decir esta palabra?
- ¿Para qué?
- Si ... pilar o columna. Esos precisamente son los estilitas. Su rara costumbre sólo era
posible en aquellos países del mundo antiguo, donde, antes de Cristo, fueron levantados
templos monumentales, que apoyaban su techo en pilastras. Al desaparecer sus
religiones y ser abandonados por los hombres, durante siglos y siglos, se fueron
destruyendo. En algunos casos, solamente quedaron en pie las columnas. Los estilitas
subían a ellas para tratarse con rigor y alejarse de las tentaciones. Permanecían allí con
viento o lluvia, enfermos o hambrientos.
- ¿Cuántos días?
- ¿Días?... ¡Eternidades! Se dice que Simón el Mayor vivió así 37 años y Simón el
Menor 69.
- ¿Y?... ¿Qué piensas ahora que sabes el tamaño de su sacrificio? ¿Podías imaginarlo?
Aballay no recoge sus preguntas. Tiene otras, muchas más, minuciosas: que si en tan
estrecho sitio podían sentarse o debían estar de pie, en cuclillas o arrodillados; que por
qué no morían de sed; que si nunca jamás bajaban, por ningún motivo, ni por sus
necesidades naturales; que si puede creerse que no los tumbara, al suelo, el sueño...
El sacerdote está contestando, más no omite sospechar que esa inquisitoria sea la de un
descreído rústico, que lo esté incitando a perder fe en lo que ha predicado desde el
púlpito. No obstante, se dice, hay respuesta para todo.
El tipo repulsivo de animales que evoca ahonda la naciente preocupación del cura. Por
un sentido de seguridad, está observando a donde han llegado. "Al fondo de la noche",
se dice , considerando la espesura del matorral inmediato. Se han apartado del aduar, la
concentración de carretas y animales de tiro. Se analiza junto a ese emponchado nunca
visto previamente, que parece ansioso y díscolo, y de quien desconoce si debe temer el
mal. Se sobrepone; hace por tranquilizarse y piensa que tiene que complacerse de esta
provocación, tal vez ingenua, que lo ha llevado a la memoria de sus lecturas, aunque sea
para transmitirlas a un solo feligrés y en tan irregulares circunstancias.
El religioso está explicando que así mismo podrían sostenerse por obra de la caridad
ajena, pero Aballay le cuestiona. "¿No era que estaban solos y les escapaban a los
demás?"
- Todos podemos.
Aballay se interna de nuevo en los callejones del espíritu y se distrae del cura. Este ya lo
deja estar, hasta que reaccione solo.
Después:
- Por sus faltas, o por que asumían los yerros de sus semejantes. Concretamente en el
caso de los estilitas: montaban una columna para acercarse al cielo y despegarse de la
tierra, porque en ella habían pecado.
Bien es real que el llano, que es lo único que él conoce, no tiene columnas, ni nunca ha
visto más que las de un pórtico, en la iglesia de San Luis de los Venados.
Recuerda que para escabullirse de las disciplinas de su madre, se trepaba a un árbol.
Acepta que al presente está intentando lo mismo: huirse de su culpa, y busca a dónde
subir.
Está firme, a conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su
vida en penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí, que lo
vio matar a su padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de aquella noche
de alcohol.
Pero él podría quedarse quieto en su remordimiento. En tiene que andar. Salirse (de un
sitio en otro).
Después vino el hambre tan grande y con tal reclamo que entró a desesperar de
conseguir ayuda, y por consecuencia de no ser capaz de cumplir su intención.
Supo que esta vez era diferente a otras. Había recibido el bocado hospitalario que, sin
preguntas, nunca se niega al que hace camino. Antes también lo tuvo, en distintos sitios.
Sin embargo, desde esta ocasión podría volvérsele necesidad de todos los días, y se le
nubló el orgullo de su nueva condición.
Ya estaba cercado por los apuros que no pudo prever y los que la penuria comenzaba a
mostrarle.
Habilidoso fue siempre para las suertes sobre el estribo o colgado de las cinchas, con lo
que le vino a resultar sencillo recoger agua en el jarro o, por probarse destreza, beberla
aplicando directamente los labios a la superficie de los arroyos.
Pudieron someterlo a las prácticas menos ilustres sus necesidades naturales, de haber
tomado con absoluto rigor de la ley vivir montado. Tuvo el tino, aquella noche, de
consultárselo al cura, que nunca supo a qué tanta averiguación sobre los hábitos y vedas
de los encimados a las columnas. Dijo el fraile que no concebía penitentes a tal punto
severos que se prohibieran descender a tierra por tan justificada razón, aunque no
dudaba que algunos cometieron esos excesos de mortificación.
Pero se le atraviesa una memoria empecinada: la mirada del gurí, cuando le mató al
padre.
También terca, porfiada en volver, es su imaginación de los empilados. Suele como esta
noche, estremezclársele con las impresiones del día.
El, Aballay, es un penitente y está parado en un pilar. No una columna de las de iglesia,
tampoco pilón de portal de cementerio: pilar de puente, de piedra, sólo que más fino y
encumbrado, él arriba.
No está solo. Hay otros pilares y otros que penan. Son los antiguos, los santos, y para él
resultan extranjeros. No se hablan, porque así tiene que ser, y si hablaran él no
entendería su lengua. Se cubren, como él, con ponchos.
En una parte del sueño hay paz, después cambia en pesadilla: llegan los pájaros.
Le caminan por la cabeza y los hombros. Le picotean las orejas, los ojos y la nariz, o
quieren alimentarlo en la boca. Hacen nidos, ponen huevos... y él, en todo momento,
está muerto de miedo al vacío, donde caerá si se mueve.
Aballay despierta a medias. Le ordena a su alazán: "¡Quieto..."
Encuentra una pulpería. Pasa de largo, no le sirve: no tiene reja empotrada al muro del
frente para hacer su compra desde el caballo.
Desemboca en el patio de una posta. Se juega. Baraja, taba. En el redondel, los gallos se
dan la muerte a primera vista, o a ciegas, si se revientan los ojos a puazos. Se apuesta.
Se come y se bebe.
Aballay, ha atado el cimarrón al palenque, con su alazán circula entre los grupos, por
ver. Lo mismo ante el asador. Pero alguien lo provoca: "el que no se pone, no come".
Aballay comprende. El provocador está por tirar la taba. Aballay desune de la rastra una
moneda. El hueso que hace su vuelo e hinca el borde en la tierra decide que gane
Aballay. El perdedor paga: con desprecio arroja dos monedas al suelo, entre las patas
del alazán.
Aballay observa los dineritos que podrían ser suyos, si se humillara a solicitar a alguien
los recoja del polvo y se los ponga más al alcance. Podría tomarlos él mismo,
corriéndose por la barriga del animal, asido de la cincha, pero daría risa, y tendría que
pelear. Considera con vaga tristeza el doble relumbrón que lo espera, enfila hacia el
palenque a desatar al parejero, y parte.
Desde entonces, por ese gesto, para los testigos nada fáciles descifrar y que tendría
relación con el desprendimiento, a Aballay le nacen famas.
El no se entera. Si fuera más avisado, las habría visto dar lumbre a los ojos admirativos
de la moza que una mañanita le tendió unos mates con azúcar.
Amargos son los que él se ceba, de madrugada y a todo requerimiento de las tripas
cuando de vuelven quejosas. No abusa de la licencia por causa de extrema necesidad o
fuerza mayor – aunque para él lo sea la yerba – que creyó sobreentender de los ejemplos
del cura. No pone pie a tierra ni para encender leña.
Dispone de los cacharros debidos. Elige un desnivel del terreno que le sirve de mesa en
tanto él pueda arrimarle el caballo de manera que, aproximadamente, se recueste en el
borde. Sobre esa prominencia, no más alta que donde va la montura, hace un fueguito y
caldea el agua. Cuando la llanura exagera de chata, se interna en las rajaduras profundas
y anchas de la tierra que abrieron olvidadas correntadas. De esta manera, busca un nivel
desde abajo.
Para sus pausadas mateadas del ocaso, se entiende que coopere el cimarrón, tan
sosegado como es. Sin incomodar al amo, ramonea toda planta que halle a tiro.
Mientras, el compañero libre de tareas explora a su gusto la terneza de los brotes y los
pastos. Aballay tiene las piernas cruzadas sobre el dorso del cuadrúpedo, que es su
asiento. Entrelaza los dedos para abarcar en el hueco de las manos el volumen de la
liviana calabaza. Sorbe, con dilatadas pausas, de la labrada bombilla de metal plateado.
Se absorbe, Aballay, no en sus pensamientos quizás, sino simplemente en su
parsimoniosa mística del zumo verde y cálido. No obstante, él, que no suele hablar solo,
una vez, en voz alta, exclama: "¡Dios es testigo!".
Extrañado del clamor, entre un silencio tan tendido, el cimarrón reacciona con un
relincho y se sacude. Por el remezón, Aballay se despeja.
En una trocha tropieza con cuatro indios mansos. Desprendidamente, le ofertan pescado,
que a poco hiede. Está crudo, lo transportan en canastas de totora expuestas al sol, a
campo traviesa, para feriar en poblado. Aballay no acepta, pero retribuye la intención:
de sus alforjas les provee dos puñados de sal.
De inmediato los indios acampan, encienden un fuego, destripan y asan los bichos de
escamas nacaradas.
Ahora huelen pasablemente, para el hambre sin curar de Aballay. Aguarda, se horqueta
en su potro.
Los cuatro pescadores se han puesto efusivos y pretenden forzarlo a bajas con ellos. El
no accede pero recibe su porción.
Los indígenas mascan en cuclillas. Uno lo observa de reojo, prolijamente en todos los
instantes. Deduce que no es que el blanco no quiera, sino que no puede despegarse de
los lomos del animal, y traslada a su clan esta preocupada conclusión: "hombre –
caballo".
Aballay está encaramado en un pilar. El sol le hace arder la boca que guarda resabios de
pescado echado a perder.
Hay otro anciano. La columna de éste es más espléndida, pero la sed los iguala. No
tiene aguante. Se abre el escote del poncho, para ventilarse. Todo transcurre en silencio,
hasta que el santo antiguo clama: "¡Agua!". No le parece a Aballay que dijera agua,
aunque ése es el sentido que le encuentra a lo que hizo el otro; más bien se le figuró un
trueno, casi encimado a un relámpago.
Cae, Aballay, cree que volteado por el relámpago o el rayo, al golpearse despierta y ya
lo empapa la lluvia. Un instante disfruta del agua que le contenta la boca ardida. Hasta
que descubre que ha tocado tierra con el cuerpo.
Batidos los ojos por el chaparrón , intenta no obstante elevar la mirada, al menos la
frente, en un confuso acto que no sabría desentrañar él mismo: ¿Está pidiendo perdón,
haciendo valer que no fue a propósito?...
Embarrado y trastornado, salta sobre el pingo y a su juicio y riesgo, aunque temeroso,
decide que esta bajada no hay que ponerla en la cuenta. Admite que lo tiene agarrado un
yugo que él mismo se echó. Lo acata con la obediencia más sumisa.
Los días de la polvareda grande lo tienen exigido y del apremio saca listeza para
mejorar su sustento.
Por los indicios entiende que no es polvo del viento, sino de caballada, y no montaraz, si
no caballada de tropa armada. Malo eso para Aballay: puede ser reclutado o lanceado,
sin causa; puede perder los pingos, por requisa o por codicia.
Se ampara en las lejanías y yendo a ellas se aparta de las últimas huellas de la gente, cae
en la bruta pampa.
Toma referencia de las ilustraciones del cura, cuando le contó de aquellos arrepentidos
de los tiempos de antes que, si iban a dar al desierto, no todo era miel para ellos: de
comer arañas y hasta víboras le habló.
Sopesa la alforja del charque y se le pinta, no muy distante, el hambre. Esta le encadena
ideas: serpiente – lagartija – piche. Posiblemente en el desierto de los santos antiguos no
correteaban los armadillos.
Después, cocerlos es como caldear agua para matear. Sólo que hay que sacrificar los
bichos. Puestos boca arriba, a punta de cuchillo los despensa y los abre en cruz. En su
propia cáscara, que sirve de olla, y en su misma grasa, que tiene abundante, se fríe el
almuerzo.
De esta suerte, sobra comida. Pero falta el agua, carencia que obliga al regreso.
Harto astroso ha vuelto. No se ve a sí mismo, hace tiempo. Pero los ojos de los demás le
controlan la presencia, no porque salga de lo común la aparición de un menesteroso,
sino por resistencia a los malentretenidos, que pueden cometer iniquidades cuando caen
en la miseria extrema.
Aballay, que afina el oído para pillar el secreto, considera que la verdad es justamente lo
contrario: él no tiene ni una cruz, ni una medallita, ni una estampita siquiera.
Acepta unas pilchas, que le son propuestas con comedimiento.
Es un día cálido.
No tiene peine y se fija como primera meta un boliche o pulpería donde adquirirlo y
reponer la provista de sal, yerba mate y tasajo.
En camino, al tranquito corto, una tarde a eso de la oración, con el cuchillo descorteza y
pule un trozo de rama seca, luego uno segundo y más corto. Los une en cruz con un
tiento. Con otro se la enlaza al cuello y la echa por fuera de la camisa o blusa que ahora
posee por dádiva de los puesteros.
Del paraje donde conviven unas cinco casas le salen al encuentro unos estampidos que
no han de ser de guerra, como lo distingue al poco por exclamaciones que son de
entusiasmo y muestran alegría. Al pasar hacia la pulpería observa al costado la causa:
entre tablones y con un tope de tronco, circulan, por mano de hombre, pelotas macizas y
duras, de quebracho pueden ser, que ora buscan su senda con independencia y ligereza,
ora se dan golpazos de matasiete. Lo tientan las bochas. Seguro que se podrá apostar. Lo
ataja un recuerdo deprimente. ¿ y hacer un tiro? ¡Lindo sería!... ¿Desde el caballo?...
El peine, el charque, sal y yerba le consumen los valores de la rastra. Solamente retiene
una moneda, la más valiosa, el patacón de plata, que era el centro del vistoso
ornamento. Lo guarda en un pliegue, como bolsillo, que lleva por dentro de ese cuero
curtido que le faja la cintura con donaire y solidez.
- ¿Y?... ¿Gusta?
Aballay asiente, apenas con una inclinación de cabeza, sin comprometerse del todo, ya
adivinan lo que sucederá a continuación: pretenderán que para arrimarse al asador
descienda y se entablará el repetido duelo con sus resistencias.
Así ocurre hasta que alguien toma razón del crucifijo y pide parecer a un vecino: "¿Será
ese que...?". Hay acuerdo en que puede ser. Van ellos, entonces, a rendir su ofrenda –
pan y vino, como principio - a ese peregrino extraño que, según decires, no descabalga
nunca.
El invierno le hizo pensar que el estío había sido una gloria, para su vida al raso.
Por el fondo de los campos estaba subiendo el sol, pero Aballay no terminaba de
despertarse. Helaba, y él estaba helando. Lo poseían vagas sensaciones de vivir un
asombro, y que se había vuelto quebradizo. No intentaba movimiento y lo ganaba una
benigna modorra.
Mucho rato duró el letargo, ese orillar una muerte dulce, mas atinó a reaccionar su
sangre a las primeras tibiezas de la atmósfera.
Al tomar conciencia del riesgo que había vadeado, se santiguó, besó la cruz de palo y
controló sus apoyos, sobre los que discurrió.
Desde su carretón ambulante, el mercachifle lo convocó con una voz: "¡Gaucho!", que
Aballay no reconoció para sí o lo predispuso contra la intención de quien lo nombraba
de esa manera, por unos cuantos aplicada con menoscabo. Iba a desentenderse de él; no
obstante, el otro, a gritos para hacerse oír, sólo quiso preguntarle si tenía plumas.
Aballay se contuvo.
- ¿Plumas?...
Por este encuentro y la tal propuesta, Aballay creyó hallar oficio que no lo hiciera
renegar de su voto.
Tuvo que correrse a la llanura central, menos árida, más solitaria, y rumbear al sur,
hasta confines odiosos por sus peligros, los de tener encimados los territorios de tribus
no avenidas con el blanco.
Acechó al ñandú. No para faenar sus carnes (empresa imposible sin echar pie a tierra).
No que quedara sin vida, quería Aballay: que quedara sin plumas.
Lamentó su ineficacia con las boleadoras, de las que de todos modos, carecía.
Comprobó, por último, ante la reja del pulpero, lo engañoso de las ilusiones del trueque.
Que fuera oficio para mujeres, nunca se le avisó; lo daba por hecho como menester de
varones. Sin embargo, ahí, al comando de la carreta, estaba una.
Resaltaba que para la mujer carretera sacar del agua fangosa esa mole con ruedas era
obligación de los bueyes y se lo exigía con voces de mucho imperio y el duro estímulo
de una picana bien manejada.
No sirvió el esfuerzo inicial por el mucho peso del carro y la carga entera. Menguó:
Aballay desembarcó, uno a uno, a los cinco transportados y sin dar tregua a sus
caballitos los reimplantó a la cuarteada.
Hacia el crepúsculo, liberados de la prisión del cieno, aunque abundaran las injurias de
éste sobre botas, ropa y rostros, los confortaban a un fuego animoso sobre piso seco. La
olla de mazamorra se confiaba al influjo de las llamas quedas.
Con este estado de ánimo, la carretera acató sin insistencia ni comentarios que rehusara
desensillar para tomar una comida caliente y más tarde su descanso en forma natural.
Ejerció una prudencia elemental y confió en hallar ocasión para retribuir mejor la ayuda.
Al despertar, sabedor del apego que le profesaba el alazán, que como de costumbre
había quedado suelto, no le preocupó su falta; lo supuso vadeando largamente en
resarcimiento del desgaste que tuvo el día anterior.
Saboreó él, Aballay, su propio verde amoroso, en sucesivas rondas que el postillón
adolescente le sirvió con tortitas de maíz. Luego salió en procura del demorado.
Cuando lo encontró, estaba tumbado, sin inquietud, sin violencia, sin resuello.
Aballay entró a pensar y hubo de inquirirse si bajar por su potro le sería dispensado.
Rumiada la duda, no lo hizo. Colgado del cimarrón, retiró el cabezal del alazán y dejo
que su mano se demorara tiernamente asentando el pelaje sano y parejo.
Se le instaló el desamparo en la voluntad, una desolación que lo puso inservible, hasta el
punto de no atinar qué hacer para no matar con su peso al cimarrón. Estaba igual que al
principio; para no asentar la bota en tierra precisaba un caballo más con que alternar.
- Concédame...
Con esta sola palabra, la mayorala le hizo don de la mulita, la de servicio, la que llevaba
de rabo del carro para un rodeo o avanzada del postillón mozo.
Se sumó a la travesía, sin resistirse a la ojeriza que le dedicaba el hombre que mudaba
destino, de un costado a otro del país, con sus bártulos y su familia de cuatro polleras
entre los cueros del galerudo y lerdo transporte de bueyes.
Para Aballay estaba bien con que la mayorala tolerara sus hábitos. Si no se hacía mella
de éstos, conllevaba tareas. De tal modo resultó que pudo darle a ella algunos
desahogos, de media jornada más, conduciendo él la carreta. Le bastaba pegar un salto
de su cimarrón al pescante: no pecaba de posarse en tierra.
Aballay se incómodo a sí mismo con dos preguntas ¿Por qué ella me ampara? Lo que yo
hago, ¿es penitencia?
- ¿Por qué?
La llamaba "vida de balde" y sabía que eso era como "vivir de regalo", pero también
sospechaba que fuera vivir en vano.
Pensó, una vez, ir al encuentro del cura o de otro hombre mayor e instruido con quien
aconsejarse.
A sus dudas, como de una tiniebla, le venía la réplica, casi parecida a una justificación:
vivir para pagar una culpa no era vivir en vano.
Que Aballay se lo confíe, como está haciendo, podría creerle contribución de su parte a
los consumos del viaje. No es lo que la mujer considera, menos cuando deslía el bulto y
encuentra: tocino, ginebra, sal, galleta... sí; pero además una pieza de percal, agua de
olor, un pañuelo...
Casi lo puede entender de esa manera, pese a que Aballay aún nada explica, ni cuenta
nada.
Ni dirá que entregó el patacón de plata, aquel guardado en el pliegue de la rastra para la
ocasión especial. O para una gran necesidad (como la de hacer lo que ha hecho)
Como se perdió la carreta con su mayorala, se perdió el invierno y se pierden los años.
Murió el alazán, murieron el cimarrón y la mulita. Siempre pudo sustituirlos, nunca con
ventaja. Lo más, orejanos; los menos, dóciles. Por hallar sumisos, cuando enlazaba
perdidos sin marca, los elegía viejos, reputados de mansos. Precisaba uno preferido para
montar, y el ladero. Un tiempo se avino a llevar, de parejero, un burro. Precisaba,
propiamente, un sillero. Ni silla, ni montura, ni bastos llegó a tener.
Soportó el tono, soportó el enojo y las palabras puercas. Calculaba para enseguida unos
guascazos y unos tirones, pero el milico decidió darle una oportunidad.
- No me niego, si es montado.
- ¡Ah, vos, con tu manía!... – lo reconocía y lo despreció, el uniformado, sin atreverse a
más.
Fue a poner el litigio al arbitrio del comisario. Salió de vuelta no por contrariado menos
altanero, e hizo las cosas como si se dirigiera a un tercero.
Si bien debió agregar, de distinta manera: "Andá adentro, te las tendrás que ver con el
jefe. Pero pasa derecho al patio, podés entrar con tu flete".
El comisario, para no ser menos que el indagado, fingió que estaba por salir con apuro y
subió a su caballo. Sólo entonces, como condescendiendo a no dejar desatendida la
cuestión, planteó el reclamo: "!Despachemos pronto! Me va a decir, Aballay, en qué
asuntos se ha metido... ".
Eran tres y pensó en malandanza. De él quisieron sondear una suposición semejante (el
crucifijo al cuello podía usarlo como un despiste) y, al parecer, con unos datos creíbles
se les pasó tal idea.
- ¿Querés trabajar?
- Según...
Enganchaban peones. Dos de ellos lo eran y el otro su capataz. Estaban formando una
hacienda, para un patrón. Reclutaban hombres para el desmonte.
"¿Otra vez?", se consultó Aballay, y no pudo impedir que se le embravaran los ojos. Se
los controló el retador y para acentuar la provocación le caracoleó el caballo por
delante.
- ¿Quién sos?
Y Aballay supo que, al cabo de tanto, había regresado a la comarca acogedora de donde
lo apartó la carreta.
Otras veces se encontró con gente de a pie: "Más pobrecitos que yo...", comprobaba.
Podía transcurrir un día sin que distinguiera persona, y quizás lo mismo le ocurría al
otro; sin embargo, al coincidir raramente se excedían de estas manifestaciones
- Buenas...
- Y santas, amigo.
Y cada cual proseguía, con el nudo de lo suyo, cerrado, dentro de un mundo tan abierto
(y solo).
Podía dar testimonio de éxodo - vaya a saberse hacia dónde que imaginaban el pan – de
familias que nada poseían, salvo los hijos. Tropitas polvorientas, en las que el padre
hacía punta, y luego los chicos; uno, puede que de leche, bajo el cobijo del amplio chal
de la madre, negras por lo común las vestiduras de ésta. El más animado, cuando no
extenuado por la hambruna, era el perro.
- Buenas...
Resaltaba la respetuosidad, no sólo por darle a Aballay el trato de señor. Al ver de cerca
al montado, se había recuperado del borde de donde descansaba. Sombero en mano, lo
sacudía del polvo contra la pierna.
- ¿Me conocés?
- De mentas, señor.
Aballay lo dejó parado y meditó. El caminante era el tipo del venido a menos hasta lo
muy mínimo donde ya ni fe en sí mismo le queda. Aballay consideró que podían hacer
juntos el camino y se dio cuenta de lo provechoso de la cooperación entre un hombre
privado de la tierra y un hombre que puede desenvolverse al ras del suelo. Aballay se
dijo que andar con otro demandaba plática y él no era de mucho hablar. Tan bien lo
probó que al rato se fue sin revelarle que lo estuvo pensando de acompañante.
En una cuesta descollaba a distancia uno como ensotanado, por el poncho negro y caído
hasta los pies. Gesticulaba, llamándolo a llegar a él mas de prisa, lo que no obligó a
Aballay.
Sostenía un largo palo, más alto que él, y el personaje se parecía al palo.
Desplegó méritos para acreditarse, vivísimamente interesado en conquistar el uso del
caballo que consideraba vacante.
Aballay toleró el discurso, notó codicia, midió la potencia del palo. Sencillamente le
notició que se inclinaba a no tener socio alguno, lo cual exasperó al figura y ante este
resultado Aballay se decidió a partir sin agregar palabra.
El taimado zumbó un varazo propio para hacer volar la cabeza del jinete, que con
agacharse la salvó, mientras ponía distancia con la ligereza de sus caballos.
Las puesteras hacen lo que pueden por él: un té de yuyos, un caldo de ave, una tibia
leche de cabra... No se atreven a medicar: piensan que a un hombre en ese estado hay
que mandarlo a la cama, pero no a ese hombre.
Menos osaría ninguna propiciarle un rezo. Por descontado que Aballay llena sus retiros
con la oración.
No es tanto así, como creen las mujeres. Sin embargo, Aballay reza, a su manera, y no
para implorar por su salud. De siempre lo ha hecho igual.. su rezo es como un
pensamiento, que continúa después que ha dicho las frases de la doctrina. Nunca hizo de
la plegaria una queja.
Hoy, que se ha arrinconado con su fiebre en una barranco y tiene mucho frío, nota, con
la vecindad de la noche, las majestuosas pinturas del cielo. Le llenan el espíritu y se le
antoja de hacer lo que nunca se le ocurrió: rezar de rodillas, sin que tenga que quebrar
su voto, sin hincarse en la tierra: doblado sobre su potro.
Prueba, con unción, con vehemencia, con tenacidad, pero no puede: arriesga una ruidosa
caída.
Sueña que interpreta: ha de ser mi remedio, el tiempo soleado, ya que la flor se abre en
primavera.
Un día, a la vista de un duraznero que estalla en flores por todas las ramas, recuerda con
benevolencia aquel sueño y se enseña del acierto de su presagio.
Entre tantos pilares de los templos descabezados, vino a subirse a la columna quebrada
más cercana a la suya.
Tenía un silencio odioso, muy diferente al que cumplía Aballay, porque en Aballay era
como una costumbre de estar callado sin ostentación.
Aballay se sintió vigilado y aunque no pretendía ser más que nadie, no cedió, y vigilaba
al vecino.
Se daba cuenta si el antiguo bajaba más de lo perdonable y tomaba nota igual que si
nutriera un encono.
Si granizaba, menos calculaba los coscorrones en su cabeza que los que machucaban al
otro.
Su comportamiento era mezquino, tenía que reconocerlo; pero, alegaba, por causa del
control malintencionado que le aplicaba al intruso.
"Puede que el poncho blanco le éste dando apariencia que lo favorezca de bendito..." –
Aballay juntaba argumentos por menospreciar la ventaja que le llevaba el antiguo en
recibir ofrendas: se acumulaban, éstas, en la base de la columna.
Después de unos cien años de rivalizarse, ninguno ganó en morirse. Los dos quedaron
sin gestos justito en el mismo instante, y se secaron de a poco. Después se
desmenuzaron como un par de panes viejos.
No pasó sin huella para el montado esta fantasía de la noche: le marcó ondas graves de
desabrimiento y melancolía.
Podría parecer un santón de poca edad, en digno caballo. Trae templados los ojos, pero
decididos. Igual que Aballay, está en harapos.
Le comunica:
- Lo he buscado.
- ¿Mucho tiempo?
No pregunta, afirma:
Le pide:
Aballay decide que tampoco por este motivo puede. Además, esta rumiando que no
debe revelar el porqué: parecería un disimulo del miedo.
-Sé que tiene fama de que no se abaja nunca del caballo. Tendré que abajarlo. Le
ofrecía, no más, la ocasión de un frente en que los dos pisemos firme. Si usted no la
quiere, me acomodaré a su modo.
Lentamente, del dorso desenvaina el facón cruzado, que es largo como la búsqueda que
ha terminado.
El desafiante se asombra:
- ¿No tiene cuchillo que valga?... ¿Ni ese cortón piensa usar?
Luchan. Con la caña hostiga y lastima superficialmente. Busca herirle la mano que
empuña el arma, para que la suelte. El contendor lo pasa a la carrera, por el costado,
bajando planazos que aciertan y escuecen. Vuelve y suelta un mandoble de partir la
cara. Aballay esquiva y lo que corta el facón es la caña, formándole un chanfle perfecto.
Aballay, por instinto, la mantiene rígida y no afloja. Con el extremo por ese azar
afilado, la caña se incrusta en la boca del retador que atropella, y se la destroza. Resbala,
manoteando inútilmente el pretendido sostén de las riendas.
Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al
suelo, y lo ha hecho.
Angustiado, levanta la mirada, para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta
ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta.
El instante de vacilación basta para que el vengador, de abajo, alce la punta del cuchillo
y le abra el vientre.
Aballay, tendido en el polvo, se está muriendo, con una dolorosa sonrisa en los labios.
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Antonio Di Benedetto
Iverna Codina
Juan Draghi Lucero
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