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Publicidad y sexualidad represora.

El llamado del deseo y la orden de desear.


Gabriel Garcia de Andreis

Es claro que el esfuerzo por vincular sexualidad represora con publicidad


demanda en principio, no sólo algunas definiciones respecto de qué hablamos
cuando hablamos de publicidad (eximiéndonos a esta altura de definir
sexualidad represora tendiendo en cuenta que habrá habido hasta aquí algunos
mejores definidores). Conviene, al menos en relación con la intención de
relacionar uno con otro, proponer una definición de publicidad acotada al
contexto de la propuesta de este libro.
Y entonces, es más que pertinente situar que efectivamente no es sólo un
efecto accidental de la publicidad el de establecer una fuerte condición del
deseo, que presentará las características de deseo represor, sino que es
efectivamente uno de los elementos más importantes de la producción
publicitaria, un deseo mandatado, un deseo formado a la obligación de
consumir de tal o cual manera. En ese sentido, la publicidad opera como un
verdadero ejército de ocupación de la subjetividad.1
Digámoslo así: necesidades y motivaciones, producen un modo de
vinculación al propio sujeto en el que para los objetivos de la publicidad “el
carácter de estas necesidades, el que broten por ejemplo del estómago o de la
fantasía, no interesa en lo más mínimo para estos efectos”2.
Justamente en el esfuerzo de producir definición de la publicidad se develan
sus vinculaciones a la sexualidad represora. Es que, todos creemos saber qué
es la publicidad, por ejemplo, tenemos una definición fuertemente sensorial de
qué es un “spot” publicitario, o así lo creemos. Pero si intentamos afinar
nuestra definición comienzan a aparecer en nuestra mente nociones como las
de “influenciar”, “estimular para la compra”, otras definiciones algo más
comprometidas como “manipulación”, algunas definiciones algo más ingenuas
y desprovistas de intencionalidad como la de “informar acerca de los
productos que están a la venta”. En ese sentido, ¿forma parte de la publicidad
ese aspecto apenas de apariencia del objeto que consumiremos, toda vez que
por ejemplo, ciertas características de aquél estimulan mejor la compra, como
el caso de la harina, en el que está bastante demostrado que el color blanco es
preferido por su vinculación con nociones de pureza, aunque las harinas
desprovistas de filtrados, es sabido que son más saludables y sabrosas? ¿Cuál
es allí el valor que adquiere la estimulación, y cuáles los efectos que el deseo
produce en el las marcas del propio desear? ¿Cuál es allí la relación entre
deseo y publicidad?
Y es bastante fácil entonces advertir que la relación entre publicidad y
sexualidad es contradictoria, tanto como que plantear que publicidad es sólo
mera información no sólo no es casi sostenible por nadie, sino que en su
misma ambigüedad se advierte su relación conflictiva: el saber popular instala
como natural la advertencia de “no caer en la trampa de la publicidad”. He allí
la relación establecida: la clase de los deseos y la clase de los mandatos se
encarnan en la clase de lo que legítimamente se desea consumir, como el niño
en la leche en la mamada, y lo que el orden de la mercancía ordena, en su

1
Grande, Alfredo. “Instrucciones para fabricar un consumidor”. Conferencia en Casabierta
Mar del Plata junio de 2004.
2
Marx, Karl. El Capital. Fondo de Cultura Económica. (1982).

1
alianza con el deseo represor que cada quien consuma. Un conflicto muy
fuerte de intereses entre el que compra y el que vende, que se traduce como
transacción inquietante: el mandato de desear.

Elementales leches

Parece ser, y esto no es ninguna novedad, que si la cualidad de mamífero es


en cada una de las especies una condición tan natural como innata, tan
inamovible e igualadora como lo es el instinto que resulta casi imposible
modificar el hábito de mamar para vivir, en el caso de los seres humanos tal
característica puede ser tan modificada, opacada y hasta eliminada, que
demande de vez en cuando campañas de apoyo a la lactancia materna.
Paradójicamente, es justamente la prolongada dependencia del cachorro
humano, la cantidad de tiempo necesario de fijación a la teta la que produce la
circunstancia suficiente como para que esa cualidad del mamífero se transmute
en diferentes modos del deseo, que tendrán al estímulo acompañante de la
mamada como nuevo objeto, que heredará ese carácter de imperativo que tiene
para las otras especies la leche materna y sólo ella.
El llamado de la leche es tal en el ser humano que justamente es este hábito
de consumo el que designa a los cachorros en el primer tiempo de vida como
lactantes.
De tal modo que, si como decíamos, de tiempo en tiempo la humanidad
realiza campañas de concientización y apoyo a la lactancia materna, será
porque de tiempo en tiempo resulta necesario reconducir el saber de la especie
porque el saber de la cultura ha desviado las cosas al extremo de cuestionar
severamente el gesto que garantiza la mayor calidad de vida de los lactantes. Y
habrá que preguntarse entonces cuales son los mecanismos culturales que,
montados en esa capacidad propia de los seres humanos de mudar y
transformar los objetos de deseo, promueven esa fuerte mutación.
La imagen en la pantalla muestra el primer plano del rostro de un bebé de
pocos meses en un movimiento rítmico de vaivén, propio de quien está siendo
hamacado en un juego de plaza, que lo acerca y lo aleja de la cámara. Con
cada acercamiento, el crío ilumina su cara con una sonrisa, a la vez que esboza
una esforzada eme, tan natural en los primeros pasos de la fonación como
lógica en el amoroso ardor por nombrar al ser que lo dio a luz. Con cada
alejamiento, el rostro de la criatura se oscurece, como si el opacamiento de la
visión, la desaparición de la escena del objeto que se le presenta, que hasta
aquí en la secuencia de la publicidad televisiva resulta enigmática para el
televidente, sugiere la del desaparición en el campo de la visión del objeto que
le da la garantía de su ser.
Hasta aquí, la pregunta acerca de qué vé el bebé que lo hace sonreír, qué
deja de ver que lo hace perder su sonrisa, se presenta tácita en la mente del
televidente, pero tiene una respuesta obvia: lo que ve es a su madre, o más
específicamente en la egocéntrica lógica de un bebé: la teta materna. No hay
dudas: el rostro iluminado por la felicidad más los labios apretados anuncian
que descubriremos que del otro lado de la cámara están mamá y su ofrenda
afectuosa y nutriente a la vez.
Un alejamiento del dispositivo de video revela el enigma de la visión
radiante del chiquillo. Efectivamente en una hamaca doméstica, lo que se

2
oculta y devela rítmicamente es la característica M... pero de McDonald’s, que
anuncia desde la primerísima infancia la fijación a presente s y futuras
felicidades en cajita. “Sexualidad represora, que implica la captura del
placer por el mandato. No deseamos el deseo sino que deseamos el mandato.
Pasaje del objeto contingente de la pulsión al objeto único para el Yo”3.
Si tiempo en tiempo la humanidad actual debe producir campañas de apoyo
a la leche materna, es en gran parte por el tipo de ejército de ocupación que la
publicidad al servicio del mercado produce en la subjetividad de cada uno de
nosotros, promoviendo la migración de la leche materna a la maternizada, de
la leche al Danonino, al Actimel o a cualquier nombre de fantasía que la
maquinaria de los laboratorios publicitarios hubieren parido para los intereses
comerciales de quien venda lo que quiere vender. ¿Quién no anhela, lo sepa o
no, la teta materna, toda vez que succiona culposo el sachet de leche,
sucedáneo plástico de las mamas originarias, antecedente imperfecto de los
implantes de siliconas? No está tan lejos el tiempo en que la propia Nestlé
producía afiches que recomendaban el consumo de leches maternizadas con la
misma lógica de los visitadores médicos, plagando de buenas intenciones los
consultorios pediátricos.
Por supuesto que lejos estamos de aquellas teoría hipodérmica que supone
que la difusión mediática se instala en la mente, del mismo e ineludible modo
en que un líquido penetra el cuerpo con una jeringa, pues hasta Truman
consigue encontrar la puerta de salida para el show montado de su propia vida.
Ni McDonald’s ni la teta serán por siempre todo lo que hay en el mundo,
aunque el bebé así lo sospeche, ni los anuncios de mercado son toda la cultura,
aunque los laboratorios publicitarios crean que sí.

Nunca le des la espalda a tus amigos: Amarás a tu prójimo, pero no


tanto...

“¡Mirá lo que dice acá...!”, invoca uno de los jóvenes participantes de un


círculo de amigos, “...uno de cada diez hombres argentinos es gay”. “Se dice
“guey”, aclara uno, mientras advierte, como cada participante sentados de la
rueda informal, que la estadística enarbolada por el lector de revistas, ha
desatado una silenciosa ruleta rusa en la que la cuenta mental de uno, dos, tres,
... finaliza en un número diez, que señala que contra uno mismo se descerraja
la bala que dice: ¡soy bala!, pero con horror.
Es que junto con la finalización del repaso visual, más la cuenta, que cada
hombre de la reunión realiza sujeto a sujeto, amigo a amigo, cada quien pone
atención sobre unos supuestos signos de la homosexualidad.
Uno, dos, tres... diez, unas medias rosas son rápidamente ocultadas a la
vista de los otros, pero en realidad de uno mismo, porque cada quien está muy
ocupado de sus propias ofertas. Soy gay!
Dos, tres, cuatro... diez... El brazo pasado por sobre los hombros del
compañero, evidente gesto de amor entre los amigos sentados uno al lado del
otro se vuelve peligroso anuncio de que tal vez desee lo que no debe, de modo
que con disimulada rapidez, se retira como si tuviera vida propia, como si la
extremidad debiera decir yo no fui, si no fuera porque en su grito llamaría
demasiado la atención. Soy gay!

3
Grande, Alfredo; Casariego de Gainza, María.

3
Tres, cuatro, cinco... diez... Las propias piernas cruzadas, aprietan unos
genitales que evidenciarían su pequeño tamaño, o peor, la propia ausencia,
que, en lógica de mutilación, resaltaría que la homosexualidad es lo que no es:
castración real que cercena pene y testículos. Soy gay!
Cuatro, cinco, seis... diez... Una pulsera en la muñeca, (no por muñeca sino
por pulsera), es escondida sin éxito bajo las mangas de la camisa. Soy gay!
Cuatro, cinco, seis,... diez... Un exceso de cuidado en el cabello, que
redunda en un flequillo o jopo, obliga a ejercitar una sacudida veloz de la
evidencia de homosexualidad capilar. Soy gay!
Seis, siete, ocho... diez. La cadena al cuello es para el joven el cartel que
encadena sus deseos a la ignorancia de su propio desear. Soy gay!
Cinco, seis, siete... diez. Un vaso tomado en la mano, junto con la extensión
de un meñique rebelde que se aleja peligrosamente no tanto del recipiente
como de la certeza de su masculinidad. Soy gay.
Seis, siete, ocho,... diez. Un aro en la oreja intenta ser escondido de la
mirada de los otros.
Siete, ocho, nueve y diez. “¿Que pasa les gusto?” pregunta sin saber lo que
pregunta el décimo amigo que vuelve al grupo. En él el signo de la
homosexualidad se acentúa en la obvia alusión a la felatio, en el gesto de un
hielo, que traduce el fuego en clave de sueño analítico freudiano, que insinúa
su forma cilíndrica en la boca del inocente. El alivio es generalizado. Es gay!
Signos que señalan que tal vez lo son, aunque no lo sepan.
Signos que señalan que lo son por ajenidad a sus deseos
Signos que señalan que es posible que el deseo se vuelva contra uno mismo
y cada quien no sepa ni lo que desea, pero si lo que no debe desear.

Pensar en nada

Autores como Nicklas Luham, que han trabajado sobre teoría de los
medios, al hablar de la publicidad la consideran una manera de
autoorganización de la estupidez, noción que al menos por un rato, pone en
crisis el bronce de la autogestión: hay autogestiones y autogestiones. Es que,
en el colmo del postulado Luhmaniano, la estupidez muta en alguna rara forma
de la astucia masculina, haciendo de la simulación de una cabeza hueca, tal
vez el único legado cultural que podamos agradecerle a la publicidad: que la
oquedad no es sólo un desplazamiento de abajo hacia arriba de la entrepierna
femenina en términos freudianos.
Todos los estereotipos del erotismo femenino en clave patriarcal atraviesan
el camino de un joven de la mano de su novia (según también del estereotipo
de la novia, porque hasta el momento no hay palabra que indique tal sentido,
sin embargo, ella es una buena chica y todo lo evidencia) que camina por la
ciudad, imbuído de “buena onda”. Su camino se inicia con la orden “Sos mía”,
dirigida a una joven que responde al llamado respondiendo con la Biblia y el
calefón del erotismo posmoderno: “Soy tuya”, insiste, “en casa tengo brahmas
y el kama sutra”. El camino continúa. Otra joven, personificada como policía,
insiste en aseverar la posesión, exclamando con voz aterciopelada “Soy tuya”
mientras muta segundo a segundo sobre la base de lo que se supone es el deseo
de cualquier hombre que haya alguna vez transitado el formato del hard core
de policía, a colegiala y de allí a enfermera. Hasta aquí, un dispositivo resulta
clave para que quien mira la publicidad

4
Son mías, tranquilas puedo con todas, mientras reparte números tomados de
un comercio a unas mujeres que flash a fash se presentarían como candidatas a
los amores del susodicho joven: desde una mujer conduciendo un cabriolet a la
que recibe al personaje cual Romeo posmo en un balcón, con cara de
canchero.
“Son tuyas”, alienta la barra de muchachos sentados en las mesas de la
vereda de un bar, y exclaman como grito de liberación masculina “sin suegras,
reclamos o anillos”.
“Somos tuyas”, cantan a coro, nuevamente con la cámara ubicada desde el
punto de vista del espectador, un grupo de mujeres que, en línea perfecta,
cuidan la línea de su silueta, corriendo al mismo paso, con las mismas ropas, el
mismo rítmico sudor, “te esperamos todas en las duchas”.
Ahora el estereotipo que se suma a la ruta del caperucito es el de la viuda
millonaria “Soy tuya, soy viuda, heredé una fortuna y es tuya”, mientras se
saca los lentes oscuros y clava una mirada fulminante, al protagonista, y al
televidente.
Cambio de punto de vista, que enfoca ahora al joven subiendo de un salto a
un micro, mientras nuevamente ordena “Son mías”, espeta a las turistas,
sentadas mientras responden con un beso arrojado al aire o con un guiño,
“japonesas, francesas e inglesas”.
Primer signo de que la cerveza también puede ser consumida por las
mujeres, aunque tal vez en la sugerencia de que tal placer está dirigido a saber
cómo gozan los hombres: “Somos tuyas, sabemos lo que te gusta” exclama un
número de mujeres en un bar. Inmediatamente como respuesta algo más audaz
al saber de las niñas de la escena anterior, y como un ingenioso intertexto, sale
de un cartel publicitario (publicidad dentro de la publicidad!) afirmando lo que
ya se ha instalado rítmicamente en la cabeza del consumidor de propaganda.
“Soy tuya”, afirma, y ya no es el saber sino la acción pues dice: “hago todo lo
que a vos te gusta”. Todo el spot, que ha ido aumentando paso a paso la
intensidad afectiva y deseante, merced tanto a las escenas como al recurso de
presentarse como un musical en ritmo de tres por cuatro con voces que se van
sumando. Abruptamente, la música cesa. No hace falta que nadie explique que
la ilusión se ha terminado y la joven novia, exclama mientras le da la mano a
su novio recién salido de su ensoñación espectacular y caliente. “¡Mi amor!
¿En qué pensás?”. Y aquí el broche final, porque si como decíamos la
estupidez tenía el formato de la legitimación de lo obvio, de los estereotipos
presentados sin pudor alguno, la pregunta es respondida: “Nada”. Los
hombres, representados como forzó todo el relato en este muchacho, han
decidido que la fantasía, el erotismo, el abanico de posibilidades deseantes se
resuelvan de cara a la mujer en la sobreactuación de la estupidez: “Nada”. Y
algo más. Se eleva a la característica de ideal el valor de la idiotez, y la
sobreexageración de la idiotez. “que podamos pensar en nada es buena onda”,
dice la voz en off, mientras, para reforzar la supuesta sumisión masculina, se
escucha preguntar, “Che, hay que ir hoy a lo de tu vieja?
...sexualidad capturada por el superyo, es una sexualidad vuelta contra si
mismo, en donde por identificación con el agresor el sujeto se identifica con el
mandato del padre represor y reprimirá la pregenitalidad polimorfa del hijo.
La ley del padre represor asegura que hay que parir con dolor y fecundar sin
placer. ... se instituye como represora en tanto genera un estimulo
permanente, masivo e intenso del cual no hay descarga posible...

5
¿Intersex?

Si el psicoanálisis ha hecho de la divergencia entre identificación sexual y


cuerpo anatómico una marca en el orillo, que es casi un lugar común, también
ha advertido sobre el esfuerzo de alianza entre superyo e inconciente represor
sobre el flujo deseante, en términos de lo que no se nombra. Y si los medios
han hecho de aquello que no aparece en la pantalla un modo de la no
existencia, enorme es la incidencia en la categoría de lo deseable de todo
aquello que en el mundo de la publicidad no existe. El propio Lacan ha
llamado “segunda muerte” a la operación consistente en hacer desaparecer
toda marca en el mundo de aquello que alguna vez existió, arrojando a la
categoría de lo horroso todo aquello que es desaparecido hasta su última
partícula.
La cultura represora ha inventado innumerables formas de romper los
cuerpos, incluso con la mutilación genital. Es un permanente intento,
lamentablemente eficaz, de fracturar el transito entre placer y cultura.
Roxana Salvatori4 recupera en el relato foucaultiano de la intersexualidad
en la historia, señalando la continuidad en los discursos actuales de la
medicina y el derecho de horcas y hogueras, propias del modo en que la
mentalidad de la edad media trataba a los intersexuales. “Tenemos la exigencia
claramente formulada de un discurso médico sobre la sexualidad y sus órganos
y, por otro, la concepción aún tradicional del hermafroditismo como
monstruosidad que, pese a todo, escapa a la condena que antaño era la regla”.5
Si todos aquellos que han tomado la temática intersex, el caso de los seres
humanos que desde la edad media han revestido la categoría de
monstruosidades por haber nacido anatómicamente con los dos sexos, han
advertido que la cultura (represora) tiende en la expresión médica a la
mutilación de los cuerpos, inducida por tribunales que deciden con cualidad
“científica” qué sexo debe adscribir el monstruo intersex, resulta tremendo
advertir que “en el mundo de Cinzano” (si así tomamos al estereotipo de
mundo publicitario, feliz de desenfreno sexual en los términos de sus propios
códigos) la intersexualidad no existe, esto es, no hay tal categoría.
...esperando también que el psicoanálisis diseque los mecanismos de la
cultura de la muerte que también se apoderó de la sexualidad. Ningún
mandato permite que se desarrollen mecanismos de cuidado y
responsabilidad vincular. La violencia con la mujer y con los niños, son el
aspecto mas siniestro de lo que denominamos la hegemonía de la sexualidad
represora. Destituirla como organizadora permitirá recuperar el tránsito del
mandato al placer6.

4
Salvatori, Susana. “Intersexualidad en la obra de Foucault” en “Intersexo. Una clínica de la
ambigüedad sexual” Vera Gorali et.al. Grama ediciones. Buenos Aires. 2007.
5
Foucault, Michel. “Herculin Barbin”, Gallimard, Buenos Aires, 1985.
6
Grande, Alfredo.

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