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STEVE J.

STERN

LA ERA DE LA INSURRECCION ANDINA, 1742-1782.


Entre 1720 y 1790, las poblaciones andinas nativas del Perú y Bolivia a veces
acompañadas o dirigidas por castas o blancos disidentes, se levantaron
bastante más de cien veces en violento desafío a las autoridades coloniales. En
1742 Juan Santos Atahualpa se autoproclamó descendientes de los incas,
anunciando la inminente reconquista del reino del Perú y guio a la población
selvícola y migrantes serranos descontentos en sucesivas incursiones militares
que expulsaron a los colonizadores de la montaña subtropical ubicada en las
estribaciones orientales de los Andes.
Durante diez años de lucha intermitente, nunca las autoridades coloniales
alcanzaron una sola victoria contra los ejércitos guerrilleros de Juan Santos,
con base en la selva. En el segundo momento, en el sur de Bolivia y Perú entre
1780 y 1782, los insurrectos predominantemente pero no exclusivamente
campesinos indígenas, fueron inspirados y por un tiempo conducidos por José
Gabriel Condorcanqui, Tomás Katari y Julián Apasa (quien tomo el nombre de
Túpac Katari). Condorcanqui adopto el nombre de Túpac Amaru II y se
convirtió en muchas regiones en el nombre y símbolo más destacado de la
insurrección. Túpac Amaru II reclamaba su legítima soberanía sobre el
tawantinsuyu y liberaba por tanto a sus seguidores de la onerosa opresión
colonial. En este caso, las autoridades coloniales alcanzaron una victoria
decisiva. Pero dos años de intensa guerra dejó un saldo de quizás 100.000
vidas (de una población total de aproximadamente 1.200.000 personas en el
territorio directamente afectado), y traumatizó la conciencia de indios y
blancos hasta bien entrado el siglo XIX.
Juntos, estos dos momentos definen una era que podemos llamar
legítimamente la Era de la Insurrección Andina. La guerra civil tupamarista
galvanizó las mejores esperanzas de las poblaciones andinas nativas, y volvió
realidad las peores pesadillas de la élite colonial. En el Perú, la insurrección
dejó como legado un amargo endurecimiento de las tensiones y los miedos
sociales, y una tendencia de los criollos a alinearse con los realistas durante las
guerras de la independencia.
La historiografía de las insurrecciones andinas
Desde la década de 1940, la tendencia nacionalista a buscar “precursores” de
la independencia incorporó ambos movimientos como ejemplos de la marcha
inexorable hacia la conciencia nacional y el patriotismo antihispano. Pero si se
quiere interpretar el significado de las dos insurrecciones como manifestaciones
de la crisis de la autoridad colonial española en Perú-Bolivia, se encuentra un
agudo contraste en la literatura historiográfica.
Sobre las repercusiones de la insurrección en la sierra -corazón económico y
político de la colonia– la literatura sobre la rebelión se escinde. Un grupo de
intérpretes ve a Juan Santos Atahualpa como una figura que estableció
importantes lazos e influencias en la sierra, contribuyendo por tanto a la
creciente oleada de rebelión serrana del siglo XVIII. Quien más
cuidadosamente expone este punto de vista toma nota de la clientela serrana
que se unió a Juan Santos Atahualpa en la montaña, y de los aparentes lazos e
influencias establecidas por los insurrectos entre pobladores conspiradores
serranos. El problema es que la escasa evidencia, la falta de discusión
sistemática de os lazos serranos y sus implicancias, y una tendencia a la
hipérbole, hace que este enfoque sea fácilmente descartable. De hecho, la
mayoría de los más serios estudiosos de las rebeliones andinas del siglo XVIII
han sido impresionados por el fracaso de las poblaciones de las provincias
vecinas de la sierra central para unirse al movimiento insurreccional. No
importa cuán importante fuera la ideología “nacionalista india” del
movimiento o sus logros militares, su relevancia para la historia mayor de las
rebeliones e insurrecciones andinas en los territorios colonizados de la sierra y
la costa habría sido muy limitada. El resultado claro del recuento bibliográfico
es que nos movemos sobre el terreno firme al evaluar el movimiento de Juan
Santos como un estudio de caso en la historia de la frontera selvática, pero en
las arenas movedizas cuando evaluamos sus repercusiones serranas.
Por contraste, la gran rebelión de “Túpac Amaru”, ha generado una extensa
literatura. Es una etapa anterior se obtuvo una visión panorámica y se
formularon preguntas generales como el carácter “fidelista” o “separatista” de
la insurrección, el surgimiento de un “movimiento nacional inca” entre los
nobles andinos disidentes del XVIII. Sin embargo, estos trabajos dejaron
pendiente una explicación de la cronología y la geografía de la insurrección, sus
complejidades y contradicciones ideológicas, y su capacidad para conquistar el
apoyo de la mayoría de kurakas andinos.
En realidad, el ámbito geográfico de la insurrección se ha convertido en el
tema más importante en los trabajos más recientes e innovadores sobre las
causas de la revolución tupamarista. Cornblit argumentaba que las reformas
borbónicas amenazaron una variedad de intereses establecidos y encendieron,
por tanto, la disidencia multiétnica a fines del XVIII. Esto explica por qué las
elites rebeldes podrían estar dispuestas a dirigir una revuelta, pero no explica
cómo podrían movilizar masivamente a seguidores. Cornblit encontró que el
territorio insurrecto del sur del Perú y Bolivia incluía entre sus población
indígena un alto porcentaje de forasteros. La población llegaba al 40-60%.
Cornblit concluía que los líderes disidentes encontraron en los forasteros una
masa de seguidores fácilmente movilizable. La rebelión de Túpac Amaru fue,
en gran medida, un estallido de venganza violenta por parte de los indios
desplazados, susceptibles al carisma de José Gabriel Condorcanqui.
El estudio reciente más ambicioso sobre las causas y amplitud de la
insurrección general, hace un uso extenso y refinado del método espacial. Golte
trata de demostrarle el papel clave del reparto de mercancías en la insurrección
de Túpac Amaru. De acuerdo a Golte, la intensificación de los repartos, que
según él se triplicaron a partir de la mitad del siglo, los convirtió en algo más
que un método para extraer un gran “excedente” del campesino indígena, y de
expropiar los ingresos de algunos kurakas, mestizos, pequeños comerciantes y
hacendados que conformaban las reducidas burguesías provincianas. Durante
las décadas de 1760-1770, los repartos crearon una coyuntura en la cual
maduraban las condiciones favorables para una revuelta multiétnica, dirigida
por los kurakas andinos. En conclusión, “las actitudes de la población” se
explican a partir de sus posibilidades económicas para satisfacer las exigencias
de los corregidores. Para resumir el complejo argumento de Golte el reparto,
instrumento central del proyecto económico de la burguesía comercial limeña,
desató en diferentes regiones grados variables de destrucción y conflicto que
llevaron, en el territorio sureño más intensamente saqueado, a una insurrección
multiétnica pero con predominancia indígena. En la medida que continuemos
considerando el movimiento de Juan santo Atahualpa principalmente como un
episodio fronterizo sin mayores implicaciones para la historia serrana,
continuaremos concentrándonos en explicar que la sierra sur explotó mientras
que la sierra central permaneció dormida. Pero un estudio cuidadoso de nuevas
y viejas fuentes, levanta preocupantes interrogantes sobre los supuestos que se
encuentran tras la línea de investigación. Es que, como veremos : (1) el activo
insurreccional de un inca-rey mesiánico tal como Juan santos Atahualpa, fu
mucho mayor en la sierra central de lo que usualmente se reconoce; (2) violencia
y rebeliones indígenas si estallaron en la sierra central durante la era de Túpac
Amaru II, aunque no se expandieron territorialmente ni se “engancharon” con
la insurrección sureña; y (3) si las revueltas de la sierra central en la década de
1780 no desembocaron en una insurrección en gran escala fue menos por el
bienestar relativo o la aprobación de la población regional, que por la insólita
fortaleza del aparato militar represivo en la sierra central. Estos hallazgos
deberían, creo yo, replantear nuestra interpretación de la Era de la insurrección
Andina. Pero antes de seguir adelante, daremos una mirada detenida al
movimiento conducido por Juan Santos Atahualpa
Un inca rey amenaza la sierra central, 1742-1752
Cuando Juan Santos Atahualpa “Apu-inca” apareció en la montaña central
en mayo de 1742, proclamo el comienzo de una nueva era. El nuevo orden
liberaría a los indios d sus opresiones y traería prosperidad a los vasallos
americanos del Inca. La historia militar de esta conquista indígena es bien
conocida. Las autoridades, usando tanto soldados profesionales enviados del
Callao (principal centro militar del virreinato) como milicias locales reclutadas
en los distritos serranos de Tarma y Jauja, emprendieron expediciones militares
de envergadura en 1742, 1743, 1746, 1750. Todas fracasaron. Al principio, los
funcionarios expresaban menosprecios hacia los arrogantes “salvajes” de la
selva, y confianza en que el poder militar colonial prevalecería rápidamente. El
aire de desdén daba luego paso a la desmoralización y a un respeto otorgado a
regañadientes. Finalmente, se replegaba hacia una estrategia defensiva de
contención destinada a asilar la sierra de los rebeldes. Hacia 1750, cuando la
reconquista indígena de la selva era completa, Tarma y Jauja se habían
convertido en una suerte de campamento militar.
El problema central, para los contemporáneos del siglo XVIII y para
nosotros, era si el mensaje mesiánico de Juan Santos Atahualpa podía ganar
apoyo en la sierra. Para las poblaciones serranas, el comercio y la colonización
en la montaña central proporcionaba acceso a la coca, frutas, madera, sal,
algodón y otros recursos valiosos. La colonización española intensifico la
mezcla sierra-selva. Estos serranos, predominantes pero no exclusivamente
indios, conformaban significativos bolsones demográficos a principios del siglo
XVIII. Por otro lado, los límites de la colonización convinieron a la selva
central en un importante “zona de refugio” para disidentes indios, negros y
castas que escapaban a las opresivas condiciones de vida de la sierra.
Por siguiente, en la propia frontera selvática la clientela potencial de Juan
Santos incluía un número considerable de serranos desafectos, cuyos contactos
y conocimientos de la sierra magnificaban la amenaza insurreccional del
movimiento. La dimensión mesiánica y las proezas militares del movimiento
expandieron aún más su composición serrana en la selva. Cientos de serranos
huían para unirse al Inca rey, y los rebeldes incursionaban en la sierra en busca
de reclutas adicionales. El reino Selvático de Juan Santos parecía funcionar
como una gran confederación de pueblos y jefes. Un conjunto de pueblos vivían
normalmente separados del campamento inca, pero podía ser movilizado,
coordinado y reunido cuando era necesario. Otro conjunto de pueblos y de jefes,
de impronta más serrana y de creación más reciente, parecía vivir bajo la
influencia más inmediata del inca. Solo los seguidores mestizos sumaban
probablemente varios centenares.
La composición social de las fuerzas militares rebeldes confirmaba la
presencia de una significativa minoría serrana en el movimiento.
¿Pero que de la misma sierra? ¿Encontramos evidencia sustancial de un apoyo
latente entra los serranos que permanecían en la sierra central? Cinco hilos de
evidencias sugieren que el mesianismo y las hazañas de Juan Santos ejercieron
considerable atracción en la sierra, y que en ciertas circunstancias, tal simpatía
podía conducir a un apoyo más activo.
Concentrémonos primero en los indios serranos reclutados para servir en las
expediciones coloniales. Forzados a jugar un papel activo en el conflicto, al
menos algunos se encontraron demasiado inquietos para cumplir las tareas a
las que habían sido asignados. La expedición de 1743 contra Juan Santos
Atahualpa requirió los servicios de arrieros indios de Huarochirí para
transportar alimentos, municiones y otros pertrechos. Después de la celebración
de una misa el 17 de octubre, los españoles regresaron al campo solo para
descubrir que todo el contingente de arrieros había huido.
El fracaso de la campaña militar de 1746 había dado nuevos ímpetus a los
esfuerzos franciscanos para pacificar la montaña a través de la persecución
cristiana en vez de la violencia. Una misión franciscana trato de convertir a
unos indios al sur del área de la zona de influencia de Juan Santos. Se decía en
1747 que ellos mismos habían pedido paz y misioneros cristianos. Un grupo de
franciscano, con españoles y veinte portadores indígenas, dejaron la sierra de
Huanta a mediados de marzo de 1747. Dos semanas más tarde, los indios
serranos huyeron en la oscuridad de la noche. A la mañana siguiente una masa
de indios selváticos mato a los españoles en una “lluvia de flechas”.
Podemos obtener una segunda pista de como respondían los indios serranos a
los mensajes y las incursiones militares del libertador inca recientemente
proclamado. Las fuerzas rebeldes realizaron varias incursiones en territorios
serranos durante los años 1742-43. Para exponerse de tal modo, las bandas
guerrilleras requerían contar con un cierto nivel mínimo de simpatía difusa.
Las alarmantes noticias acerca de la simpatía serrana por los insurgentes
fueron las que en realidad decidieron a las autoridades limeñas a enviar más
tropas y armas a Tarma y Jauja en 1743, y a emprender las desastrosas
campañas militares de octubre-noviembre.
La fuga de una pequeña minoría a la montaña y la simpatía difusa pero
pasiva entre la mayoría quedaba atrás, dicen poco acerca del potencial
insurreccional del movimiento de Juan Santos en la sierra. En ausencia de
evidencia conflictiva, la aparente tranquilidad de la vida política en la sierra
central justificaría la tendencia historiográfica a marginar el movimiento
selvático como una insurrección de frontera.
Debemos, por lo tanto, valorar una tercera área de evidencia que sido poco
comprendida. Los indios de Huarochirí se ganaron una reputación de violenta
rebeldía en el XVIII. Revueltas estallaron en 1750, hacia 1758 y en 1783, y
las tres sobrepasaron las tensiones puramente locales.
Huarochirí experimentó movilizaciones violentas y sus pobladores vieron a
incas salvadores tales como Juan Santos y Túpac Amaru II con interés
considerablemente positivo.
Los distritos interiores de la sierra central no eran precisamente un oasis de
paz ubicado entre la selva borrascosa por el este y Huarochirí por el oeste. Una
amenaza genuina de movilización violenta se esbozaba en periodo 1742-1752.
En ciertos momentos, solo la acción vigilante de agentes de la estructura de
poder colonial mantuvo esas amenazas bajo control y restauró una intranquila
paz social.
En Huanta vemos que hay varios hallazgos, una revuelta abierta en apoyo de
Juan Santos y una declaración de lealtad al nuevo inca Rey por supuestos
descendientes de los incas. Se demostró que hubo una tradición de revueltas
recurrentes en Huanta a lo largo de los siglos XVIII y XIX. En Tarma, la
evidencia de una simpatía secreta por Juan santos, había alarmado a las
autoridades ya en 1743.
Por lo común, los corregidores aprovechaban las celebraciones mayores, que
congregaban multitudes, como el momento apropiado para cobrar las deudas de
los repartos, y disturbios locales estallaban con frecuencia en esos precisos
momentos. Varias fuentes contemporáneas confirman independientemente que
el reparto producía un fuerte sentimiento de agravio en el área Tarma-Jauja e
la década de 1740 y que conflictos recurrentes durante el periodo 1744-45
destruyeron la autoridad de Santa como corregidor. Algunas evidencias
sugieren que las autoridades coloniales descubrieron una conspiración para
organizar una insurrección en toda regla en la propia Tarma. La amenaza de
movilización violenta en la sierra era real, y exigía una respuesta.
Conocemos al menos 3 medidas tomadas para restaurar una difícil paz social
en la sierra central. En 1744, las autoridades virreinales exceptuaron a Tarma
de su cuota de mitayos. Hubo cambios de corregidores para calmar ánimos, y
por último se envió tropas con un destacado general peruano. Así comenzó una
concentración de fuerzas militares cuyo propósito explicito era intimidar a los
serranos tanto como derrotar o aislar a Juan Santos Atahualpa. Para 1760,
más de la mitad de las 241 tropas fijas entrenadas, asignadas teóricamente al
batallón de infantería del Callao, prestaba servicio en realidad en Tarma y
Jauja. La combinación de tropas entrenadas y una milicia auxiliar ampliada,
ambas dirigidas por oficiales veteranos, no solo fortaleció el aparato represivo
del estado de Tarma y Jauja sino que, como veremos más adelante, permitió a
estos distritos, especialmente Tarma, servir como una plataforma desde donde
se debelaban disturbios en otras provincias serranas.
De esta forma, con buenas razones, las autoridades coloniales actuaron
vigorosamente para asfixiar el potencial insurreccional de la sierra central y
sellarla de mayores influencias sediciosas de Juan santos y sus emisarios. Luego
de la derrota de la rebelión huarochirana y la conspiración limeña de 17750, y
con la mayor concentración de fuerzas en Tarma-Jauja, la sierra central parecía
protegida de la subversión. Pero estos no lleva a una cuarta área de evidencias:
la respuesta de las poblaciones serranas ante la audaz invasión de Juan Santos
Atahualpa en 1752.
El repliegue de Juan santos de Andamarca subraya los formidables obstáculos
para una insurrección serrana. Tales obstáculo adquieren aun mayor
significación si, como ha sostenido Stefano Varese, juan santos esperaba
inaugurar una nueva era sin recurrir a gran derramamiento de sangre.
Sin embargo más importante para lo que aquí nos interesa, la invasión de
1752 demostró que la idea de una liberación conducida por el inca ejercía
todavía una poderosa atracción popular. La realidad pura y simple fue que los
indios y mestizos de Andamarca y Acobamba habían reconocido la autoridad
de juan santos, y que cómplices serranos habían facilitado la invasión del inca
y su posterior huida. La invasión de Andamarca no solo había demostrado la
capacidad de convocatorio de juan santos entre los serranos. También perturbó
el firme control que mantenía las autoridades coloniales sobre la sociedad de la
sierra central. Por un tiempo los rumores mantuvieron vivo el sueño de una
liberación conducida por un inca. Los rumores que se difundían por la región
de Jauja hablaban de comunicaciones secretas entre indígenas serranos y Juan
Santos. Varios disturbios estallaron en realidad en Jauja y Tarma. En 1755,
1756 y 1757.
Juan santos Atahualpa y la sierra central: un balance.
Nuestro repaso detallado de las fuentes ha vuelto insostenible la
marginalización de Juan Santos y de la sierra central de la historia más amplia
de la agitación y las movilizaciones serranas. Los serranos constituyeron una
minoría significativa entre los seguidores activos del inca en la selva central,
hecho que facilito el desarrollo de una red de inteligencia y organización en la
sierra. Allí mismo, las autoridades tuvieron que enfrentar la traición de arrieros
y cargadores indios reclutados para servir en las expediciones coloniales. Entre
1744 y 1750, disturbios en Tarma, Huanta y Huarochirí probaron que la sierra
centra constituía, por derecho propio un escenario de conflicto social, violencia
y movilización indígena en contra de las autoridades establecidas.
Si la tierra central representaba una amenaza insurreccional considerable,
¿Por qué entonces Juan Santos no logro desatar una insurrección serrana de
envergadura? Este fracaso constituye, después de todo, el sustento más fuerte
de la tesis que afirma que Juan Santos condujo a la insurrección fronteriza de
importancia política relativamente marginal para la sierra.
¿Qué fuerzas impidieron que una coyuntura crecientemente insurreccional
anunciara, en realidad, el inicio de una insurrección general? Debemos
reconocer que desde un principio, la inmensa dificultad de organizar una
insurrección indígena de proporciones de los Andes de XVIII. Investigaciones
recientes arrojan crecientes dudas sobre la idea de revueltas indígenas
“espontaneas” que encienden fuegos insurreccionales de dimensiones regionales
o suprarregionales. El trabajo organizativo insurreccional enfrentaba dos
obstáculos peligrosos: una red sorprendente efectiva de inteligencia (es decir,
espionaje) y clientelares colonial, que permitía a las autoridades descubrir y
aplastar conspiraciones “secretas”; y una estructura de “dividir para reinar” a
través de la cual las autoridades ganaban aliados y clientes indios una vez
estallada la revuelta. Las perspectiva de recompensa, o de venganza en
conflictos intranativos, podían proporcionar valiosos informantes al régimen
colonial. Incluso cuando ningún informante delataba deliberadamente un
secreto, las autoridades coloniales se enteraban de complots a través de
confidencias hechas a sacerdotes católicos en confesión.
Si una conspiración lograba ser mantenida en secreto, o si llegaba a estallar
disturbios, los dirigentes de la rebelión debían enfrentar divisiones que volvían
extremadamente difícil la organización de un “frente indígena unido”,
especialmente en niveles regionales o suprarregionales. La persistencia de
rivalidades étnicas y familiares entre los indios, el clientelaje y los privilegios
ofrecidos a los colaboradores, la integración de las élites indígenas en “grupos
de poder” multirraciales, facilitaron el surgimiento de una estructura de
“dividir para reinar”. Tanto en la sierra norte como la sierra sur, funcionarios
indígenas ayudaron a sofocar los disturbios locales y ganaron honores
especiales, incluyendo puestos militares. La guerra civil que envolvió el sur de
Perú y Bolivia entre 1780 y 1782, fracturo a la elite indígena de manera
compleja. En general, las copas superiores de la jerarquía curacal parecen haber
apoyado a las fuerzas de la corona y no a los rebeldes.
El fracaso de Juan Santos para conducir una insurrección en la sierra central
se explica entonces, en parte, por las condiciones generales del XVIII. Más que
confianza en una erupción cuasi espontanea, la insurrección indígena requería
un considerable trabajo organizativo para vencer difíciles obstáculos.
A estas circunstancias generales debemos añadir algunas particularidades de
la región Tarma-Jauja. La evolución de la estructura de poder indígena en la
región proporcionó ventajas suplementarias al régimen colonial. Desde XVI, el
régimen colonial consolidó su autoridad en las provincias serranas, en parte
estableciendo “grupos de poder” multirraciales que entrelazaban élites de origen
indígena y no-indígena. La débil presencia inicial de los españoles, la alianza
entre estos y los huancas en el XVI, la ausencia de minas y al mismo tiempo la
proximidad a centros comerciales como Lima, Huancavelica y Huamanga, son
peculiaridades de la historia colonial temprana de la región, que junto con la
astuta política de los curacas favorecieron el eventual surgimiento de poderosas
dinastías andinas en Tarma-jauja. Los señores de estas dinastías alcanzaron
éxito excepcional en el aprovechamiento de la colaboración indios-blancos en
beneficio propio, fueron excepcionalmente reticentes, por tanto, para atacar la
estructura del poder colonial. En Tarma-Jauja, las capas superiores de la
estructura de poder indígena era en cierto aspectos indistinguibles de la
estructura de poder colonial.
A mediados del XVIII, la sierra central representaba una seria amenaza
insurreccional para el orden colonial. El que no se materializara un hecho
insurreccional no prueba ni la ausencia de una coyuntura insurreccional, ni el
carácter marginal del atractivo de Juan Santos en la sierra. El fracaso de la
“coyuntura” para convertirse en “hecho”, testifica más bien las dificultades
para organizar una insurrección en gran escala en cualquier región serrana en
las postrimerías de la colonia; entrelazamiento especialmente intenso, incluso
la fusión, del poder indígena e hispánico en la región Tarma-Jauja; y la
efectividad de las medidas de seguridad tomadas para consolidar el control
colonial en la sierra central. Si esta interpretación es correcta –si la amenaza
de insurrección fue tan seria e inmediata en la sierra central en 1745 como lo
fue en la sierra sur en 17761777 y en 1780- debemos revisar profundamente los
supuestos cronológicos y geográficos que apuntalan nuestras interpretaciones
de la guerra civil en que quedó inmerso al sur durante 1780-82.
El centro y norte durante la era de Túpac Amaru II
La difusión espacial y los límites de la gran insurrección ¿no nos llaman aun
investigar los cambios estructurales que volvieron al sur especialmente
vulnerable a la movilización violenta en contraste con otras regiones?
Sin embargo, investigaciones recientes y nuevos documentos demuestran que
precisamente durante la era de la gran rebelión sureña, la sierra central y la
sierra norte fue escenario de una interacción mucho más compleja de rebelión,
subversión ideológica y represión de lo que se asumía previamente.
Para los propósitos de nuestra discusión solo tenemos que probar tres puntos:
durante la era de Túpac Amaru si estallaron revueltas violentas en Tarma-
Jauja; una desfavorable correlación de fuerzas políticas-militares volvió
especialmente problemático el tránsito de rebelión a insurrección en Tarma-
Jauja, y en general, durante 1780-1782 el centro y el norte experimentaron
mucho mayor tranquilidad, violencia y receptividad ideológica andina de lo que
por común hemos reconocido.
Igualmente importante para nuestros objetivos: Jauja y Tarma no
permanecieron de ninguna manera tranquila durante las guerras civiles de
1780-1782. La región presenció disturbios, invasores de tierra y la destrucción
del obraje más importante de Tarma. Los rebeldes concentraron su ira contra el
corregidor. El desafió más ambicioso de todos estremeció la sierra central
precisamente cuando en el sur la guerra civil estaba a su fase más violenta y
amarga. En 1781 don Nicolás Ávila y doña Josefa Astocuri, los dos usurparon
la autoridad en el valle del Mantaro, en alianza con indios del común, ciertos
alcaldes indios y, hacia el final, con algunos mestizos de fortuna. Dávila y
Astocuri evitaron un desafío abierto a la autoridad del rey de España (incluso
Tupa Amaru II ambiguo y contradictorio en este punto, así como los patriotas
criollos de Hispanoamérica al inicio de la crisis de la independencia). Pero de
todos modos siguieron adelante con edictos y acciones revolucionarios que
ignoraban la autoridad de los representantes locales del rey y de los sacerdotes
católicos.
A este primer punto, debemos añadir inmediatamente un segundo: el balance
militar de fuerzas en Tarma-Jauja durante 1780-1782 hizo especialmente
difícil que los rebeldes se convirtieran en insurrectos. En general, a parti de la
década de 1750, fue en la sierra centro y norte, así como a lo largo de la costa,
donde se reforzó la seguridad para contrarrestar los peligros de rebeliones,
indígenas y ataques británicos.
El balance de fuerzas en la sierra sur contrasta nítidamente. Allí las
autoridades gobernaban sobre un vasto y accidentado territorio, más aislado de
los provinciales poco confiables. Bajo estas condiciones resultaba más difícil
que las autoridades impidieran la organización de ejércitos insurreccionales, o
la expansión de la rebelión de una localidad a la siguiente.
Es suficiente decir que investigaciones recientes arrijan dudas sobre
presunciones anteriores de que las provincias centro-porteñas permanecieron en
gran medida al margen o no fueron afectadas por la explosión andina de
agitación, violencia y utopías en 1780-82. Las nuevas investigaciones están
modificando nuestra comprensión de dos regiones importantes. Cajamarca-
Huamachuco, provincias de la sierra norte adyacentes a las costeñas
Lambayeque y Trujillo; y Huamanga, la región serrana ubicada al sur de Jauja.
Cajamarca y Huamachuco experimentaron repetidas rebeliones locales en
XVIII. Pero antes su historia de rebelión parecía más bien descontenta de la
agitación en el sur.
La aparentemente calma Huamanguina se revela engañosa. Se ha
comprobado un complejo fermento de disturbios, rumores y represión. Durante
1781 estallaron algunos disturbios y otros más estuvieron a punto de estallar
en el norteño distrito huamanguino de Huanta. En Chungui, en “hechicero de
fama” proclamó públicamente la coronación de Túpac Amaru II como rey en
diciembre de 1780, y lideró un movimiento cuyos seguidores rechazaron la
autoridad de curas y corregidores hasta su derrota final en octubre de 1781.
El fracaso de las grandes insurrecciones sureñas para expandirse hacia el
centro y el norte es un problema histórico más complejo de lo que previamente
habíamos reconocido, y no resulta reducible tendencias de la estructura
socioeconómica que habían vuelto a los pueblos de la sierra centro y norte
menos predispuestos a rebelarse o menos receptivos a ideas mesiánicas e
insurreccionales. Probablemente, el fracaso de la insurrección en el centro y el
norte tuvo que ver tanto con variables organizativas, militares y políticas –
algunas de ellas, irónicamente, consecuencia de la propia gravedad de la crisis
de mediados de siglo en la sierra central –como con diferencias “estructurales”
demográficas, económicas, de explotación mercantil u otras similares. En norte,
centro y sur encontramos tanto conciencia acerca del proyecto Tupamarista
como también rebeliones violentas. Profundamente enraizada en la cultura
política del XVIII, la idea de un neo-inca liberador pudo resurgir incluso
después que su época histórica hubiera pasado.
Hacia un replanteamiento
El colapso de la autoridad colonial española sobre indios y castas pobres fue
aún más grave de los que admitimos. Su alcance territorial incluía la sierra
norte del Perú tanto como el territorio sureño que se convirtió en campo de
batalla insurreccional. La crisis de autoridad incluyó distritos de la estratégica
sierra central –Huarochirí, Tarma, Jauja- en las alturas de lima, la capital, y
que constituían un pasaje entre el norte y el sur. Por último, el despunte de una
urgente amenaza insurreccional se remontó por lo menos hasta la década de
1740, y abarcó cuarenta años o más antes de su supresión definitiva: por
cierto, detalles de tiempo, intensidad, capacidades organizativas y similares
variaron de región a región, y estas variaciones regionales influyeron en el
resultado de la crisis insurreccional.
Mi propia hipótesis, es que hacia la década de 1730, la cambiante economía
política de la explotación mercantil había socavado las anteriores estrategias y
relaciones del gobierno colonial y la resistencia andina. Los diversos caminos
hacia la prosperidad comercial que se habría ante los empresarios aristócratas y
funcionarios coloniales, divididos por sus propias rivalidades internas,
permitieron a los indios un cierto “espacio institucional” para manipular,
doblegar o sobornar a las autoridades y a los intermediarios coloniales para
beneficio parcial de los propios indígenas. A la larga estos patrones facilitaron
el surgimiento de pactos clientelistas paternalistas que permitieron una
significativa resistencia y autoprotección indígena frente a algunas de las
peores depredaciones, pero dejaron al mismo tiempo intacto la estructura de
explotación y autoridad colonial formal.
Sin embargo, hacia principios del XVIII los esfuerzos decididos de la corona y
de la burguesía comercial limeña para incrementar la eficacia de la explotación
mercantil, en vista del estancamiento de los mercados en la América Andina y
de la debilidad de España como competidor imperial, habían destruido en la
práctica el patrón anterior. Después de la “reforma” de 1678 que transformó
sus cargos en aventuras especulativas subastadas en España al mejor postor,
los corregidores se encontraban abrumados por enormes deudas al comenzar sus
periodos de cinco años en el cargo. Además, enfrentaban ahora una economía
comercial más bien estancada cuyos mercados internos se expandían
principalmente por la fuerza. Las presiones combinadas de las deudas y del
estancamiento comercial transformaron a los corregidores en despiadados
explotadores unidimensionales de las tierras y el trabajo indígena a través del
reparto de mercancías. El estado colonial español había tornado la situación
política de los corregidores todavía más volátil a través de sus considerables
esfuerzos, para expandir la recolección de tributos, poner al día las cuentas
censales y revitalizar la mita.
En estas circunstancias y ante una creciente población indígena necesitada de
más tierras y recursos productivos, se derrumbaron los pactos clientelistas, las
estrategias de resistencia nativa y las frágiles legitimidades coloniales
anteriores. Aunque la investigación sobre las actividades sociales y políticas de
los sacerdotes está todavía en su infancia, las nuevas, circunstancias del
XVIII agudizaron probablemente las rivalidades latentes entre curas y
corregidores, forzaron a algunos sacerdotes a recurrir a nuevos cobros y
reclamos de tierras provocadores para asegurar sus propios ingresos y por lo
general erosionaron la habilidad de los curas para jugar papeles significativos
como mediadores sin desafiar directamente la autoridad de los corregidores.
Convertían a algunos sacerdotes en aliados comprensivos e incluso instigadores
y a otros, como en Jauja en 1781, en blancos de la rebelión. La crisis política
también afectó profundamente la habilidad de los curacas andinos para
defender su propia legitimidad como “brokers” entre los campesinos y el
régimen colonial.
Investigaciones futuras pueden encontrar equivocada o insuficiente esta
hipótesis y en todo caso sería necesario complementarla con una explicación del
surgimiento de “utopías insurreccionales” neo-incas conforme la autoridad y la
legitimidad colonial entraban en crisis.

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