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La excepcionalidad argentina radica en que sólo allí iba a parecer realizada una
aspiración muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto de
Hispanoamérica: el progreso argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo
que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos cuya
única arma política era su superior clarividencia.
Si se abre con la conquista de Buenos Aires como desenlace de una guerra civil, se
cierra casi treinta años después con otra conquista de Buenos Aires; en ese breve
espacio de tiempo caben otros dos choques armados entre el país y su primera
provincia, dos alzamientos de importancia en el interior, algunos esbozos adicionales
de guerra civil y la más larga y costosa guerra internacional nunca afrontada por el país.
Su punto de vista está menos alejado de lo que parece a primera vista del que adoptará
Alberdi. Como Alberdi, admite que en la etapa marcada por el predominio de Rosas el
país ha sufrido cambios que sería imposible borrar; como Alberdi, juzga que esa
imposibilidad no debe necesariamente ser deplorada por los adversarios de Rosas; si
Sarmiento excluye la posibilidad misma de que Rosas tome a su cargo la instauración
de un orden institucional basado precisamente en esos cambios, aún más
explícitamente que Alberdi convoca a colaborar en esa tarea a quienes han crecido en
prosperidad e influencia gracias a la paz de Rosas.
En Sarmiento, la presencia de grupos cada vez más amplios que ansían consolidar lo
alcanzado durante la etapa rosista mediante una rápida superación de esa etapa, es
vigorosamente subrayada; falta en cambio la tentativa de definir con precisión de qué
grupos se trata, y más aún, cualquier esfuerzo por determinar con igual precisión las
áreas en las cuales la percepción justa de sus propios intereses y aspiraciones los ha de
empujar a un abierto conflicto con Rosas. Sarmiento espera aún en el “honrado general
Paz”, cuya fuerza es la del guerrero avezado y no la del vocero de un sector
determinado.
En Alberdi, Sarmiento, Ascasubi, pero todavía más en Varela, se dibuja una imagen
más precisa de la Argentina que la alcanzada por la generación de 1837. Ello no se debe
tan sólo a su superior sagacidad; es sobre todo trasunto de los cambios que el país ha
vivido en la etapa de madurez del rosismo, y en cuya línea deben darse –como admiten,
con mayor o menos reticencia, todos ellos– los que en el futuro harían de la Argentina
un país distinto y mejor.
Para Alberdi la creación de una sociedad más compleja que la moldeada por siglos de
atraso colonial, deberá ser el punto de llegada del proceso de creación de una nueva
economía. Está será forjada bajo la férrea dirección de una edite política y económica
consolidada por la paz de Rosas y heredera de los medios de coerción por él
perfeccionados; esa edite contará con la guía de una edite letrada, dispuesta a aceptar
su nuevo y más modesto papel de definidora y formuladora de programas capaces de
asegurar la permanente hegemonía y creciente prosperidad de quienes tienen ya el
poder.
Sin duda Alberdi está lejos de ver en esta etapa de acelerado desarrollo económico,
hecho posible por una estricta disciplina política y social, el punto de llegada definitivo
de la historia argentina. La mejor justificación de la república posible es que está
destinada a dejar paso a la república verdadera. Esta será también posible cuando el
país haya adquirido una estructura económica y social comparable a la de las naciones
que han creado y son capaces de conservar ese sistema institucional. Alberdi admite
entonces explícitamente el carácter provisional del orden político que propone; de
modo implícito postula una igual provisionalidad para ese orden social marcado por
acentuadas desigualdades y la pasividad espontánea o forzada de quienes sufren sus
consecuencias, que juzga inevitable durante la construcción de una nación nueva sobre
el desierto argentino.
No es necesaria, asegura Alberdi, una instrucción formal muy completa para poder
participar como fuerza de trabajo en la nueva economía; la mejor instrucción la ofrece
el ejemplo de destreza y diligencia que aportarán los inmigrantes europeos. Y por otra
parte, la difusión excesiva de la instrucción corre el riesgo de propagar en los pobres
nuevas aspiraciones, al darles a conocer la existencia de un horizonte de bienes y
comodidades que su experiencia inmediata no podría haberles revelado; puede ser más
directamente peligrosa si al enseñarles a leer pone a su alcance toda una literatura que
trata de persuadirlos que tienen, también ellos, derecho a participar más plenamente
del goce de esos bienes.
La superioridad de los letrados, supuestamente derivada de su apertura a las novedades
ideológicas que los transforma en inspiradores de las necesarias renovaciones de la
realidad local, vista más sobriamente, es legado de la etapa, más arcaica del pasado
hispanoamericano: se nutre del desprecio premoderno de España.
El camino que Alberdi propone no sólo choca con ciertas convicciones antes
compartidas con su grupo; se apoya en una simplificación tan extrema del proceso a
través del cual el cambio económico influye en el social y político, que su utilidad para
dar orientación a un proceso histórico real puede ser legítimamente puesta en duda.
Alberdi espera del cambio económico que haga nacer a una sociedad, a una política,
nuevas; ellas surgirán cuando ese cambio económico se haya consumado; mientras
tanto, postula el desencadenamiento de un proceso económico de dimensiones
gigantescas que no tendría, ni entre sus requisitos ni entre sus resultados inmediatos,
transformaciones sociales de alcance comparable; así cree posible crear una fuerza de
trabajo adecuada a una economía moderna manteniendo a la vez a sus integrantes en
feliz ignorancia de las modalidades del mundo moderno.
La sección de los Viajes dedicada a ese país, si mantiene el equilibrio entre el análisis de
una sociedad y crónica de viaje que caracteriza a toda la obra, incluye una tentativa más
sistemática de lo que parece a primera vista por descubrir la clave de la originalidad
norteamericana. Más sistemática y también más original.
La importancia de la palabra escrita en una sociedad que se organiza en torno a un
mercado nacional se aparece de inmediato como decisiva: ese mercado sólo podría
estructurarse mediante la comunicación escrita con un público potencial muy vasto y
disperso, el aviso comercial aparece ahora no solo como indispensable en esa
articulación, sino como confirmación de su énfasis en la educación popular.
El ve que si la sociedad de EEUU requiere una masa letrada, es porque requiere una
vasta masa de consumidores; para crearla no basta la difusión del alfabeto, es necesaria
la del bienestar y de las aspiraciones a la mejora económica a partes de cada vez más
amplias de la población nacional. Para esa distribución del bienestar es necesaria la
distribución de la tierra. No obstante variará según la coyuntura su crítica a la posesión
latifundista de la tierra en Argentina y Chile.
Alberdi había arrojado sobre esta cuestión una claridad cruel: la Argentina sería
renovada por la fuerza creadora y destructora del capitalismo en avance; había en el
país grupos dotados ya de poderío político y económico, que estaban destinados a
recoger los provechos mayores de esa renovación; el servicio supremo de la edite
letrada sería revelarles dónde estaban sus propios intereses.
Sarmiento no cree, con la misma fe seguros, que las consecuencias del avance de la
nueva economía sobre las áreas marginales sean siempre benéficas; postula un poder
político con suficiente independencia de ese grupo dominante para imponer por sí
rumbos y límites a ese aluvión de nuevas energías económicas que habrá contribuido a
desencadenar sobre el país.
Sarmiento no descubre ningún sector habilitado para sumir la tarea política, y se
resigna a que su carrera política se transforme en una aventura estrictamente
individual; sólo puede contar sobre sí mismo para realizar cierta idea de la Argentina, y
puede aproximarse a realizarla a través de una disposición constante a explorar todas
las opciones para él abiertas en un panorama de fuerzas sociales y políticas cuyo
complejo abigarramiento contrasta con ese orden de líneas simples y austeras que
había postulado Alberdi.