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SERVIDORES Y TESTIGOS 160

SAL TERRAE

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FERNANDO MILLÁN ROMERAL, O.CARM.

Signos, gestos, guiños


Reflexiones sobre la vida religiosa
de nuestros días

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Índice

Portada
Prólogo
Presentación
Los cheques escondidos de la vida [enero de 2014]
Labilidad emocional [febrero de 2014]
Los subrayados de la Regla [marzo de 2014]
La «alfombra roja» [abril de 2014]
El uso del «nosotros» y otros pronombres [mayo de 2014]
Los saguaros de Arizona [junio de 2014]
¡Como se lo diga a mi primo! [julio de 2014]
Savater, Voltaire y Jacobo de Vitry ... [agosto de 2014]
Maletas pesadas y chirriantes... [septiembre de 2014]
¡Pues ya no juego! [octubre de 2014]
Reformar la Curia (¡y las curias!) [noviembre de 2014]
Un cartero occamista [diciembre de 2014]
Los anónimos de Jericó [enero de 2015]
¡Felicidades, maratonianos! [febrero de 2015]
Mancharse con el barro del camino... [marzo de 2015]
¿Por qué lloras? [abril de 2015]
Dos manzanas cortadas [mayo de 2015]
Erratas providenciales [junio de 2015]
Hablar con ángeles... [julio de 2015]
Saber esperar frente a la «cultura» del microondas [agosto de 2015]

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Formarse para conformarse a Cristo [septiembre de 2015]
Sueños de empresario [octubre de 2015]
Organizar la mesa (¡y el alma!) [noviembre de 2015]
«Quis animat animatores?» [diciembre de 2015]
Buenismo y malismo [enero de 2016]
De centenarios y fuegos artificiales [febrero de 2016]
De centenarios y cebollas [marzo de 2016]
Repuestos Menéndez [abril de 2016]
Las piedras de Lunzjata [mayo de 2016]
El papa Francisco y Buñuel [junio de 2016]
Gestos pequeños para personas grandes [julio de 2016]
Dios actúa en los desastres [agosto de 2016]
«Undisclosed recipients» [septiembre de 2016]
Canis hortulani morbus [octubre de 2016]
¿Tú de qué equipo eres? [noviembre de 2016]
¡Dios es del Inter! [diciembre de 2016]
Kilómetros basura... [enero de 2017]
Poniéndola en otro poder... [febrero de 2017]
La cultura del «quejío» [marzo de 2017]
De homilías y mediaciones [abril de 2017]
Gloria bendita [mayo de 2017]
Testimoniando un centro que nos descentra [junio de 2017]
A Elías le bajan los humos [julio de 2017]
Segunda ingenuidad [agosto de 2017]
El río de mi aldea [octubre de 2017]
Alaska y el busto del emperador [noviembre de 2017]
Lo que no se sueña... [diciembre de 2017]
Laudato si’ empieza aquí [marzo de 2018]

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Komorebi (contemplativos pascuales) [abril de 2018]
Contemplativos en contexto [mayo de 2018]
Notas

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de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si
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© Editorial Sal Terrae, 2018
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
13-07-2018

Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2806-6

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A mis hermanos de la Provincia Bética
que me han acompañado y ayudado
a ser un carmelita feliz... [1]

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Prólogo

He disfrutado mucho leyendo los Signos, gestos, guiños de Fernando Millán. He


sonreído, he reído, me ha hecho pensar, me ha dejado con la impresión de que hay
verdaderos tesoros en la vida religiosa de hoy, me ha dado luz sobre algunos temas y me
ha transmitido esperanza. Había leído un primer libro de colaboraciones breves de
Fernando Millán con este estilo, que él mismo define «sin pretensiones», Suyo
afectísimo... Entonces lo recibí con cierta prevención, pues es frecuente que colecciones
de artículos breves y ocasionales no tengan mucho interés. Pero con Fernando no es el
caso. Cuando ahora me envió su nuevo libro ya me tenía ganado y me acerqué con
interés, casi avidez. Y no me defraudó.
Dicen que las anécdotas solo les suceden a quien sabe contarlas. Fernando es de
ellos. General de una Orden de larga tradición espiritual, que lleva en el corazón las
preocupaciones del Evangelio en nuestro mundo, de la vida religiosa en la Iglesia y de su
Orden, mira las cosas sencillas de la vida y las conecta con lo que le preocupa y lleva
dentro. Es un libro divertido, con muchas historietas. De hecho, cada capítulo parte de
una anécdota de la vida cotidiana, una lectura, observaciones de aeropuerto, una
participación en una reunión, un encuentro, un email recibido, una foto desafortunada,
escuchar un comentario en la vida de comunidad... cualquier pretexto inicia una
reflexión que no se queda en lo anecdótico y que mira lejos.
Escrito con la vivacidad habitual de Fernando, engancha y uno tiene ganas de leer
la siguiente historia... y puede pasar a ella, pero sabiendo que debe volver atrás, porque
no se puede pasar tan rápido sobre el tema tocado, no es un mero libro de historietas
simpáticas con moraleja muy bien escrito. Es un libro sencillo que se lee con mucha
fluidez, pero al mismo tiempo arroja una mirada profunda que taladra la realidad y no se
queda en la superficie. Como él mismo dice, algunas de estas colaboraciones «tocan
cuestiones de gran calado». Él subraya que «solamente tocan». Pero hace algo más, su
mirada bondadosa y penetrante orienta por dónde avanzar, por dónde puede ir la

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reflexión o la acción y por dónde mejorar. He encontrado mucho buen espíritu en estas
reflexiones para poder avanzar desde ellas.
El gran don de este libro es que, como sin pretenderlo, en su sencillez, enseña a
mirar. Este librito transparenta la ingenuidad de quien todavía tiene capacidad de
sorprenderse, de admirarse de algo. Se puede ser una persona de experiencia como es
Fernando, sin «sabérselas todas», y seguir abierto a la sorpresa. Por otro lado, se
descubre en cada página la sospecha de quien sabe que no es oro todo lo que reluce, que
no todo lo que tiene buena apariencia es real o tiene valor. Pero no se queda en la
sospecha, o en el mal detectado, porque tiene la sabiduría de quien siempre encuentra
por debajo de todos los males y de todas las dificultades que podamos observar, que toda
la realidad está en buenas manos, tiene Señor y Creador, y está salvada. Se puede
sospechar y reconocer y tratar con espíritu crítico el mal que encontramos sin caer en la
amargura o en la desesperanza. El poso que deja este libro entre anécdotas y reflexiones
es que, mirando con bondad, misericordia y humor, la última palabra es siempre
esperanza.
¿En qué sentido digo que enseña a mirar? ¿Cuáles serían las notas de esa mirada
que descubre el don escondido y sabe ver lo positivo que nadie ve, como hizo Jesús con
aquella viuda que echaba en el templo en medio de los grandes donantes? Tres notas
destacaría en esta mirada que educa la mirada: humildad, humanidad y Evangelio.
Mirar con humildad. Pisando el suelo, sin pretender una atalaya privilegiada que ve
desde arriba. Fernando es un hombre de gobierno, pero no mira desde arriba, sino que lo
hace con los pies en el suelo, conoce bien las miserias y las grandezas de la vida
religiosa de nuestro tiempo y no se le escapa lo pequeño. El humor y la misericordia se
dan la mano para dar valor a lo que de verdad lo tiene y no dejarse llevar por brillos
falsos, para ver al pretencioso en su verdadero tamaño y captar la virtud de los sencillos,
que tienden a ocultarla. La erudición, cuando aparece, suele hacerlo riéndose de sí
misma, sin desdecir el amor por la sencillez y con un ojo extraordinario para detectar lo
sencillo, lo natural y lo fingido. Se ve que el Dios de Fernando habla por los sencillos.
Mirar con humanidad. Como buen teólogo que es, en estas páginas se puede
adivinar que la Encarnación se convierte en su sintaxis. El Bien, para Fernando, se
encarna, no se queda en ideales ni es un mero pacto con lo que hay. El bien se aterriza en
lo cotidiano, en lo posible. Por otra parte, nada humano le es ajeno, detecta los rasgos de
humanidad en lo pequeño, incluso en la inhumanidad, y en ellos ayuda a descubrir cómo

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se revelan briznas de trascendencia. Otro rasgo de esta mirada humanista es el respeto
por la persona, por lo sagrado de cada uno, lo irrepetible y personal, que no se puede
diluir en ninguna colectividad.
Mirar evangélicamente: «la lámpara del cuerpo es el ojo». Cuando Fernando mira
las realidades de las que habla las ilumina, arroja sobre las personas, las instituciones, las
situaciones humanas o los problemas de la vida religiosa una luz evangélica y encuentra
y sugiere caminos evangélicos para avanzar en ellas. Es una mirada sanadora y
balsámica, capaz de tratar las enfermedades de la vida religiosa con humor y caridad. Sin
extremismos, pero con radicalidad, yendo a lo esencial sin esencialismos. Generando
unión y luchando contra toda forma de desánimo. Fernando encuentra más gusto en
salvar que en condenar: es de los que van a salvar. Se acerca a problemas serios de la
vida religiosa y de la Iglesia sin dramatismos, con la sabiduría de quien habita una
tradición espiritual secular enraizada en el Evangelio. Por ello, no solo detecta
problemas, sino que los mira con amor y bondad, descubriendo las hebras de bondad y
de vida salvada que hay dispersas por toda y en toda realidad. Sin condenar, siempre
deja con ganas de avanzar en el bien. Por ello su mirada es siempre esperanzada.
Espero que quienes lean este libro puedan disfrutar –y ojalá aprender– de esta
mirada que, «adivina el tesoro oculto y olvidado, la gota de bondad y de dulce
espiritualidad escondida bajo el cielo grueso y opaco; que descubre todo oro que yació
largo tiempo sepultado en la prisión del mucho cieno y arena» [2]. La mirada de uno de
aquellos que se dedicaban «a ejemplo e imitación del santo y hombre solitario Elías
Profeta –junto a la fuente que de Elías toma el nombre–, a vivir en colmenas de
pequeñas celdillas, como abejas del Señor produciendo dulzura espiritual» [3].

JUAN ANTONIO GUERRERO, SJ

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Presentación

Hace ya más de cuatro años se puso en contacto conmigo Luis Alberto Gonzalo Díez,
claretiano y director de la revista Vida Religiosa, para pedirme una pequeña colaboración
mensual. Aunque me resistí, consiguió convencerme. Se trataba de un articulillo breve y
sin mayores pretensiones, con el objetivo de compartir en voz alta sentimientos o
impresiones sobre la vida religiosa de nuestros días. Además, yo estaba bajo el efecto
eufórico del encuentro del papa Francisco con la USG (Unión de Superiores Generales)
que tuvo lugar en noviembre de 2013 en el marco de la asamblea anual de esta Unión
que se reúne con gran regularidad dos veces al año y en la que reina un ambiente
extraordinario. Para colmo, siempre me ha gustado el tono, la línea editorial y los
contenidos de la revista y me parece que hace un servicio muy valioso a nuestros
religiosos y religiosas de hoy en día, en esta encrucijada en la que vivimos. En definitiva,
que acepté...
No me he arrepentido. Más aún –tengo que confesarlo–, en no pocas ocasiones he
disfrutado compartiendo estas reflexiones. El ponerlas por escrito me ha ayudado a
organizar ideas, a matizar sentimientos, a imaginar otros puntos de vista y, en definitiva,
a ser propositivo en temas no siempre fáciles. Siempre he querido darle un tono
contemplativo (de ahí el título de la sección): ver o entrever en la realidad los signos, los
gestos y los guiños que nos recuerdan la presencia y la cercanía del Señor. En cierto
modo, he intentado hacer mía esa hermosa oración de A. de Saint-Exupéry (el creador de
El Principito), titulada Enséñame el arte de los pequeños pasos:

«Hazme hábil y creativo para notar a tiempo, en la multiplicidad y variedad de lo


cotidiano, los conocimientos y experiencias que me atañen personalmente».

La revista siempre ha aceptado mis articulillos, dándome total libertad (de la que he
intentado no abusar) y, por mi parte, procurando no defraudar. Pero, tras casi cinco años
(dos en la revista en papel y casi tres en el blog de la página Web), voy notando que las
ideas se van acabando, que uno empieza a repetirse y que se pierde la frescura. Por eso

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pedí a la dirección que me dejase terminar mi colaboración y que me permitiera publicar
estas reflexiones. Como siempre, Vida Religiosa, se ha portado de maravilla.
Y aquí entra ahora Sal Terrae, editorial del Grupo de Comunicación Loyola, con la
que he colaborado mucho (en la revista, en diversas publicaciones, etc.). Agradezco
mucho a la editorial que haya acogido este libro que no tiene muchas pretensiones. Se
trata solamente (tras casi once años como Prior General de los Carmelitas), de apuntar
algunas cuestiones candentes, de detectar (con mucha humildad) algunas carencias o de
compartir algunas preocupaciones y muchas ilusiones. En estos años he conocido
problemas muy serios –sobra el decirlo– pero he encontrado también religiosos
extraordinarios que, incluso en los apostolados y ministerios más sencillos, hacen vida
nuestra vocación y nuestra consagración. Y lo hacen con generosidad y con gozo. Ellos
se merecen cualquier esfuerzo que se pueda hacer.
Y poco más. El lector se dará cuenta de que las reflexiones son muy diversas.
Cuando pasé del papel al blog, inconscientemente fui alargando las colaboraciones.
Algunas son apresuradas, otras pedantillas y con un barniz de erudición. En otras me
hago eco de lecturas de aviones y aeropuertos por medio mundo. Algunas tocan
cuestiones de gran calado (y digo solamente «tocan») y otras, sin embargo, son muy
coyunturales. Por ello, he mantenido las fechas de publicación, ya que algunos artículos
solo se entienden teniendo en cuenta el momento en que fueron escritos (la convocatoria
del Año de la Vida Consagrada, el encuentro del papa con la Unión de Superiores
Generales o los diversos tiempos litúrgicos). He incluido algunas que no fueron
publicadas en su momento por despiste mío o porque ese mes no salía la revista.
También confieso que se me han quedado algunas en el tintero. Por poner solo un
ejemplo, tenía ya una preparada sobre el «templar gaitas» (actualmente, una de las
principales misiones de los superiores), pero investigando, me enteré que la expresión no
tiene nada que ver con el noble instrumento gallego sino con cuestiones escatológicas...
y decidí dejarlo. En otros casos, me impuse una saludable y prudente autocensura o me
emplacé a mí mismo para otra ocasión y no escribir en caliente.
Y un último agradecimiento en esta presentación, ya demasiado larga (muchas
alforjas para tan corto viaje), para Juan Antonio Guerrero, jesuita que actualmente es el
responsable de las casas romanas de la Compañía de Jesús. En una cena de
«comillenses» exiliados en Roma, surgió la idea de un prólogo para estos Signos, gestos,
guiños. Juntos trabajamos en el comité de redacción de la revista Sal Terrae. Él tiene,

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además, mucha experiencia de vida religiosa y ha ocupado diversos cargos de
responsabilidad y no solo en Europa. Esa experiencia (que siempre desgasta y a veces
despelleja) no le ha hecho perder la ilusión por lo que significa ser religioso hoy.
Además (pensé egoístamente y no me he equivocado), su consejo sabio puede ser
valioso en algunos temas. En fin, que le metí en este berenjenal y aceptó generosamente.
Pues eso, que muchas gracias a todos ellos: Vida Religiosa, Sal Terrae y Chiqui
Guerrero. A ellos y a todos los que siguen creyendo, confiando y trabajando por la vida
religiosa hoy, en este momento tan especial, tan proclive al desánimo, al derrotismo, o
incluso a la superficialidad van dirigidos estos Signos, gestos, guiños.

FERNANDO MILLÁN ROMERAL, O.CARM.

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Los cheques escondidos de la vida
[enero de 2014]

Se va acercando la Navidad (cuando leas esto, ya habrá pasado) y en mi despacho de la


Curia, entre otras mil cosas, estoy pensando cómo afrontar la petición de Gonzalo, el
director de Vida Religiosa, que me ha liado para escribir una página mensual en la
revista, qué título elegir y qué tono darle... Al mismo tiempo, voy abriendo sobres con
felicitaciones de Navidad, muchas de ellas impresas, casi impersonales y repetitivas. Lo
hago con cierta desgana, lo confieso. Falta todavía el aluvión de correos con power-
point, tarjetas virtuales originalísimas, links, lucecitas, música incorporada... Hay quien
te quiere muchísimo y te incluye en esa triste categoría de undisclosed-recipients. No
obstante, pese a lo rutinario del tema, me gusta abrir las cartas una a una y con cuidado.
El año pasado (con cierto disgusto de nuestro ecónomo general), rompí un sobre y dentro
iba un cheque que mandaban unas carmelitas de los Estados Unidos.
Reflexiono un poco sobre ello y me avergüenzo. Es verdad que muchas
felicitaciones son burocráticas y administrativas, aunque parezca un contrasentido, pero
también, detrás de muchas de ellas, hay un hermano, una hermana, un amigo, que manda
su felicitación con mucho cariño. Y a veces hay «cheques» escondidos. Me parece que
algo parecido nos ocurre en ciertas ocasiones en la vida religiosa. Tenemos hermanos
aparentemente normales, que no destacan por nada especial, que no llaman la atención,
pero que también esconden (como el sobre que rompí el año pasado) un cheque dentro y
a veces un cheque muy valioso. Y nos sorprenden.
Debemos tener cuidado de no romper los sobres que llegan a nuestra vida. No
podemos perder la capacidad de sorprendernos. Me duele cuando alguien muy espiritual
o muy intelectual o muy comprometido dice «mi congregación o mi provincia... no me
pueden ya sorprender». Es una actitud atea, en el peor sentido de la palabra. Cada
hermano nos puede sorprender y enriquecer, porque cada ser humano encierra dentro un
misterio y encierra el Misterio. Es ese mismo Misterio que vamos a celebrar en Navidad
y al que yo me preparo de forma rutinaria y tediosa. Me pongo las pilas y me ilusiono

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con lo de los cheques escondidos, los de Navidad y los de la vida, también escondidos,
más humanos, más valiosos...

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Labilidad emocional
[febrero de 2014]

En una visita a una provincia me encontré a un carmelita al que hacía años que no veía y
que había pasado por una grave enfermedad de riñón. Tras años de diálisis y tras
someterse a un trasplante, llevaba ya algún tiempo de mejoría. Había vuelto casi a la
normalidad, y digo «casi» porque le había quedado una secuela que me pareció curiosa:
labilidad emocional. Me explicó que era frecuente en los que han pasado por un
trasplante. Consistía esencialmente en que se emocionaba con muchísima facilidad, y en
cuanto tocaba algún tema un tanto personal o afectivo, o incluso poético, no podía
contener las lágrimas. Le había pasado en varios funerales, por lo que había decidido no
predicar para evitar el espectáculo de que el cura se ponga a llorar en medio de una misa
de difuntos.
Me llamó tremendamente la atención. Busqué en Google (como los malos
estudiantes) y, efectivamente, existe y es conocido en los libros de medicina. Qué
curioso. Y la verdad es que, cuando reflexioné un poco sobre ello, me pareció
maravilloso. Cuántos funerales dichos mecánica y rutinariamente, cuántos responsos
leídos de forma insulsa, cuántas oracioncillas rumiadas, sin alma, sin emoción, sin
sentimiento. Cuánta vida religiosa sin pasión...
¿No nos está haciendo falta como el comer un poco de labilidad emocional en
nuestra Iglesia? No digo que nos pongamos a llorar en cada funeral, o que saltemos de
alegría en cada bautismo o en cada matrimonio, pero quizás nos vendría bien algo más
de «compasión», esto es, de entrañas de misericordia, de empatía, de «padecer-con», de
acompañar realmente al que sufre, al que llora, al que ríe, al que celebra algo (Rom
12,15).
Los planes pastorales, las estrategias, los dicasterios, los power-point, los textos
catequéticos, las pedagogías, las reuniones y la formación permanente, todo ello (lo digo
sin un átomo de ironía) es importantísimo. Pero la clave de la pastoral es el amor. Esto
tan básico se nos olvida frecuentemente. La encarnación, principio teológico de la

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pastoral, comenzó no por un desbordamiento del ser superabundante de Dios, ni porque
al primer motor inmóvil se le soltara una tuerca, sino porque tanto amó Dios al mundo
que entregó a su único Hijo (Jn 3,14), vamos, por labilidad emocional...

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Los subrayados de la Regla
[marzo de 2014]

Cuando visito alguna provincia, suelo llevar mi libro con la Regla del Carmen y con las
Constituciones de la Orden. Es verdad que están en Internet, pero este libro (manoseado
y ya algo viejo) lo tengo subrayado, con anotaciones, referencias, etc. Hace algún
tiempo, en una reunión internacional, olvidé (grave error) mis Constituciones. Los
organizadores me proporcionaron inmediatamente un ejemplar en español que tenían por
allí. Me sentí incómodo durante la reunión, ya que no sabía manejar el texto, e incluso (y
ahí está la cuestión) me parecía extraño que tuviera otros subrayados, que el que fuera no
hubiera subrayado lo mismo que yo. Era el mismo texto (la misma edición, las mismas
páginas), pero con diferentes subrayados.
Muchas veces en la vida religiosa, en una orden o congregación, todos tenemos
delante el mismo texto, pero no todos subrayamos lo mismo, y nadie en sus cabales se
atrevería a decir que el texto que tiene delante es otro, o que no vale. También en los
«textos vitales» (experiencias pastorales, proyectos, ministerios, misiones) ocurre algo
parecido.
Aceptar «otros subrayados» no es solo un signo de humildad o de tolerancia, sino
una actitud espiritual bien honda y sabia: aprender de otras sensibilidades que nos
recuerdan algo importante de nuestra vida y de nuestro carisma, dejar (con gratitud) que
el otro nos enriquezca y nos complemente, ser conscientes de que la vida cristiana y la
vida religiosa (y, en el fondo, cada ser humano) encierran un misterio tan grande que no
se puede abarcar desde un único estilo o punto de vista. En fin, lo de la «verdad
sinfónica» y todo eso. No se trata de un «buenismo simplón» ni de «dejar pasar todo»,
sino de ser conscientes de que el exclusivismo de los que piensan que son la única forma
de vivir un carisma... es generalmente un síntoma de raquitismo mental y espiritual.
De hecho, cuando oigo decir: «este es el único futuro del Carmelo» o «este es el
único futuro de la vida religiosa», pues, por una parte, me molesta ese exclusivismo tan
simplista, pero, por otra, me digo con gozo: «Bendito sea Dios. Tenemos un gran futuro

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por delante... ¡ya que este es el enésimo único futuro del que oigo hablar en estos
años...!».

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La «alfombra roja»
[abril de 2014]

A veces, en nuestras comunidades o actividades apostólicas o en los ambientes


universitarios de la Iglesia, se oye decir con una cierta cadencia ondulante (un tonillo
entre compasivo y lastimero): «Sí, si es muy buena persona...». Cuando lo oigo, me echo
a temblar, porque falta el «pero». Generalmente, lo que se quiere decir es que la persona
de la que se habla no es muy potente intelectualmente, o que no es muy exigente en el
gobierno, o que no tiene proyectos concretos, o que no toma una postura clara ante un
problema, o quién sabe qué carencia y, por tanto, el pobre o la pobre es solamente...
«buena persona».
Yo, sin embargo, cuando hay un problema o un jaleo de estos nuestros, es lo
primero que pregunto. Para mí, es un criterio fundamental de discernimiento y no
solamente lo que les queda a los que no son otra cosa... Y es que quizás esta forma de
hablar diga algo de nuestros valores (lo de no ser del mundo y todo eso) y de nuestra
forma de entender la vida religiosa. Me podrán llamar ingenuo, simplista y naif. Y es
verdad: solo con «buenas personas» no se va a ninguna parte. Indudablemente, hacen
falta proyectos claros, estrategias, preparación, decisión, medidas, publicaciones,
compromiso, cánones... pero, para mí, que, si no hay «buenas personas», es decir,
personas que quieran ser buenas (así, tan llano), todo lo demás sobra. A mí esto me
suena a Evangelio puro, sin glosas ni hermenéuticas. No hacen falta 2.100 caracteres con
espacios (lo que ocupa esta sección) para decir una obviedad así, pero a veces conviene
recordarlo. ¡Qué gran filósofo fue Perogrullo y qué olvidado le tenemos!
Una vez un amigo me dijo que se imaginaba la entrada en el cielo de su padre (que
no sabía ni leer ni escribir, pero que había sido un hombre caritativo al máximo) como
uno de esos festivales con alfombra roja y demás. Cuando su padre llegara al cielo, con
muchos honores, la gente (santos, doctores, piadosos, comprometidos) empezaría a
preguntar por lo bajo y a darse con los codos entre flashes de fotografías: «Pero ¿quién
es ese?». Y otros responderían con admiración y mirándose de reojo: «¡Creo que es una

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buena persona!». Me hizo gracia y me emocionó la imagen. Y me recordó que, junto a
otros muchos títulos y méritos, conviene que nos vayamos ganando la alfombra roja...

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El uso del «nosotros»
y otros pronombres
[mayo de 2014]

En España y en otros lugares de Europa, la vida religiosa está en un tiempo de profundo


cambio. Se puede hablar de crisis, de transformación, de adaptación, según los puntos de
vista, pero no cabe duda de que, en pocos años, vamos a tener un panorama bastante
distinto. Como todas las crisis, también esta es fácilmente «ideologizable». Aunque son
procesos muy complejos, no faltan interpretaciones simplistas o maniqueas y soluciones
mágicas.
En medio de esa crisis, muchas órdenes y congregaciones han optado, entre otras
medidas, por agrupar provincias. No es la panacea, pero sí supone adaptarse con mayor
realismo a la situación actual y, al menos, conlleva un ahorro de personal y la posibilidad
de unir fuerzas y recursos. Además, estas uniones suelen ensanchar la mirada, los
horizontes, las posibilidades... y trasmiten algo de optimismo y de esperanza.
Muchas veces he defendido esta posibilidad en capítulos y asambleas, pero –para
no herir a los que no están de acuerdo– también he dicho que no por estar a favor o en
contra de esta posibilidad uno es mejor carmelita o mejor religioso. Y es verdad. Pero
también es verdad que no deja de ser significativo el uso que hagamos del pronombre
«nosotros». Tengo la impresión de que cuanto más reducido, cuanto más raquítico,
cuanto más excluyente sea el «nosotros», más lejano estará del Evangelio. Quizás ese
sea el gran testimonio que la vida religiosa puede dar al mundo de hoy. En estos tiempos
de individualismos de diverso tipo (algunos feroces), de xenofobia, de supremacismos,
de horizontes chatos y de mucha «autorreferencialidad» (por emplear el término tan
frecuente en las alocuciones del papa Francisco), se nos pide ser capaces de usar (y de
hacerlo con convicción) un «nosotros» amplio, grande, integrador y generoso...
Porque, si no, con esto del «nosotros» ocurre como con los embudos, que cada vez
se van estrechando más, y el «nosotros» acaba convirtiéndose (o escondiendo) en un
«yo» cicatero y roñoso de miras cortas y escaso valor. Quizás –aunque a primera vista

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parezca una cosa meramente gramatical– en eso del «nosotros» esté la clave o una de las
claves de lo que significa la conversión. Y no digamos nada del posesivo «nuestro», que
ahí ya sí que se complica la cosa (¡y bien!). Ojalá que, como religiosos, ampliemos
nuestro «nosotros» y podamos exclamar con el poeta «¡Qué alegría más alta: vivir en los
pronombres!».

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Los saguaros de Arizona
[junio de 2014]

En el desierto de Sonora (en Arizona), hay grandes extensiones de terreno llenas de unos
cactus enormes llamados saguaros, conocidos por las «películas del Oeste». Llegan a
medir varios metros y están llenos de unas púas bastante peligrosas. A veces, se hace
difícil y muy arriesgado el caminar entre estos gigantes. Hace unos meses tuve ocasión
de visitar una zona de saguaros en Tucson. Poco después, emprendimos camino para otra
ciudad y comenzamos a subir, carretera arriba, por unas montañas cercanas a la ciudad.
Curiosamente, el paisaje se iba transformando (dulcificando) y, llegados a una cierta
altura, ya no había ni un solo saguaro y todo eran pinos y abetos.
Esto me hizo pensar que, a veces, en nuestra vida eclesial, debemos también
elevarnos un poco y tomar altura, para que nuestra vida, nuestras discusiones, nuestras
asambleas, nuestros blogs, nuestros discernimientos... no sean puntiagudos, afilados e
hirientes, como las púas de los magníficos saguaros. Algunas veces he podido constatar
la preocupación existente en otros superiores generales o incluso en la Congregación
vaticana por la «conflictividad» existente hoy en diversos ámbitos de la vida religiosa.
Hoy –quizás con excesiva facilidad– se tiende a «poner un recurso», a escribir a la
Congregación (¡o incluso al papa!) o a «judicializar» una situación (un conflicto, un
problema, una situación) que quizás se podría afrontar desde el discernimiento, desde el
diálogo o –por qué no decirlo– desde la conversión.
En el encuentro que tuvimos los superiores generales con el papa Francisco en
noviembre del año pasado, este nos sugirió que, para superar los conflictos, es necesario
mirarlos y tratarlos desde un nivel superior. Los políticos –dijo el papa– resuelven los
conflictos negociando; nosotros hombres y mujeres de fe, lo hacemos elevándolos a otro
nivel, el del Evangelio, el del amor, el de la gracia. Ello no significa (¡ni muchísimo
menos!), espiritualizarlos o ignorarlos, sino afrontarlos de otra manera, con más valentía
y decisión, si cabe.

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Monseñor Romero, en una de sus célebres homilías, ante el temor de que la fuerte
división existente entre los obispos escandalizase a la gente, pedía a los fieles que se
elevaran «a las alturas donde Cristo es el verdadero obispo de nuestras almas». Y
mucho antes, en la Carta a los Colosenses se nos pedía: «Así pues, si habéis resucitado
con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.
Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra».
Dante concluye el viaje por los infiernos en su Divina Comedia con una frase
sobrecogedora: «Y después salimos a contemplar de nuevo las estrellas» (E quindi
uscimmo a rivedere le stelle). Sin querer dramatizar, también nosotros necesitamos salir
de vez en cuando de nuestros pequeños purgatorios (a veces muy reales, a veces
imaginados), de nuestras estancias cerradas, de nuestros límites reales o autoimpuestos,
para contemplar las estrellas.
A todos nos hace falta elevarnos un poco sobre la realidad (sin perderla de vista,
ojo), respirar un aire más limpio, ganar perspectiva, ampliar los horizontes,
redimensionar las cosas, dulcificar nuestros criterios para que no acaben convirtiéndose
en prejuicios, en dogmas (de los pequeños, con minúsculas), en opiniones rígidas y
punzantes como las púas de los saguaros. Por ello, necesitamos como el agua de mayo
tiempos y espacios para ganar altura y para recargar la hermosura, la poesía y la belleza
de nuestras vidas, sin miedo a los saguaros y, sobre todo, sin convertirnos nosotros
mismos en saguaros punzantes y ariscos. Solo la gracia, que viene de lo alto, lo puede
conseguir...

27
¡Como se lo diga a mi primo!
[julio de 2014]

Hace ya muchos años se hizo muy popular en España un anuncio comercial en el que un
niño amenazaba con estas palabras a otro niño mayor que le había tratado injustamente
mientras jugaban. Al final, aparecía el famoso primo –musculoso y fuerte por tomar el
producto que se anunciaba– para poner orden. En esos ratos nostálgicos en que uno
bucea por Internet y encuentra viejos programas de televisión, recortes, anuncios,
entrevistas... me topé con esta publicidad de principios de los 90 que me ha evocado los
años en los que trabajaba en un colegio y cómo los muchachos aprendían y repetían estas
frases que se hacían famosas rápidamente: «¡Como se lo diga a mi primo!».
El caso es que el famoso primo me ha recordado una problemática que se viene
detectando en la vida religiosa en los últimos años y que puede ser sintomática de algo
más grave. Se trata de lo siguiente. Ante cualquier situación conflictiva o problemática
(en una comunidad religiosa, en una provincia, en una congregación), inmediatamente se
recurre a una instancia superior: al superior provincial, a la curia general, o incluso a la
congregación vaticana correspondiente. Indudablemente, este recurso a los superiores es
posible, válido y muchas veces conveniente (¡para eso estamos!), pero también es cierto
que muchos de estos problemas deberían ser tratados, discernidos, meditados, afrontados
y –si es posible– resueltos en el mismo ámbito en el que se producen. Y es que los
problemas ponen a prueba nuestra capacidad de diálogo y de discernimiento
comunitario, nuestra flexibilidad y –en no pocas ocasiones– nuestra obediencia o nuestra
fidelidad a un proyecto común.
En mi caso (y ahora hablo como mendicante), la cosa es aún más grave, ya que para
nosotros el capítulo es la instancia fundamental de nuestra vida y la cultura capitular (o
la «espiritualidad capitular», que a mí me parece una expresión más honda) acaso sea el
test de la autenticidad de nuestra vida.
Quizás todo esto sea consecuencia de la fragilidad en la que viven hoy muchas
comunidades o provincias en el mundo occidental. Ya se sabe: falta de personal,

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envejecimiento de los religiosos, falta de vocaciones, precariedad, exceso de trabajo,
apuntalamiento de instituciones, falta de formación permanente, etc... Esa fragilidad
llevaría a la necesidad (algo infantil, como el niño del anuncio) de recurrir a alguien más
importante, más fuerte, más decisivo. Quizás –otra posibilidad– esto sea fruto del
neolegalismo, del que hablaré en otra ocasión en esta página. Si así fuere, se trataría de
un ejemplo más de una mentalidad mundana que se nos ha colado en la vida religiosa y
que nos lleva a afrontar los conflictos de forma meramente jurídica, como si fuéramos
meros gestores, empresarios, administradores o algo así.
Recuerdo que el papa Francisco nos advirtió de este peligro en el encuentro que
tuvimos con él los superiores generales en noviembre de 2013 en el marco de la
asamblea semestral de la USG. Allí nos pidió que no actuáramos como administradores
ante el conflicto con un hermano, sino más bien intentando «involucrar el corazón».
Más aun, el papa señaló que los conflictos en la vida religiosa rara vez se resuelven por
mera «negociación», sino más bien desde una mirada y unos valores distintos (los de la
gracia, los del Evangelio, los de la renuncia generosa) que están en la base de nuestra
consagración religiosa.
Puede tratarse también (y no deja de ser otra forma –tal vez más sutil– de
mundanidad), que la vida religiosa se haya contagiado de ese pavor ante el conflicto, de
ese miedo y rechazo que hay en nuestra sociedad ante todo lo que nos hace sentirnos mal
o ante lo que nos supone preocupación, esfuerzo, entrega... Una de las literaturas más en
boga hoy (incluso entre los consagrados) es ese género que se mueve entre una cierta
psicología (concedámosle el privilegio de la duda) y una cierta espiritualidad
(concedámoselo de nuevo) que nos lleva solamente a aceptarnos, a perdonarnos, a
querernos a nosotros mismos y, en definitiva y dicho en román paladino, a no darnos un
mal rato por nada ni por nadie. Por ello, el conflicto nos molesta, rompe nuestra
comodidad y nuestras rutinas, nos obliga a discernir y a discernirnos, preferimos evitarlo
y orillarlo con suavidad (haciendo como que no lo vemos) o, en cuanto la cosa se
complica un poco, preferimos llamar al primo fuerte que nos saque las castañas del
fuego.
No quiero ser simplista ni demagogo. Lo repito: hay ocasiones en que no queda otro
remedio que acudir a estas instancias, a una autoridad superior, pero quizás deberíamos
también fomentar la madurez (humana y espiritual) en la resolución de los conflictos,

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quizás profundizar en el tema tabú de la corrección fraterna (algo sobre lo que yo doy
mucho la tabarra, aunque sé bien que no es nada fácil), y en la capacidad de diálogo.
Ojalá que esta conflictividad (recursos, contra-recursos, titulares, blogs, batallitas
teológicas y clericaloides, descalificaciones, etc.) no sea un síntoma de carencias más
hondas y preocupantes.

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Savater, Voltaire y Jacobo de Vitry ...
[agosto de 2014]

Creo que el lector asombrado de esta página, viendo este título, exclamará algo así como
«¡Vaya ensalada! Fernando Savater, Voltaire y un tal Jacobo en un totum revolutum!».
Pues esta ensalada mental se me ocurre en más de una ocasión (no muchas, gracias a
Dios) viendo algunas situaciones y actitudes de nuestra vida religiosa de hoy. Lo he
compartido con otros hermanos de comunidad o incluso con otros superiores generales
en nuestros encuentros y la sensación es la misma. Vamos por partes.
Hace unos años, Fernando Savater ganaba un famoso premio literario con su novela
El jardín de las dudas, en el que reconstruía literariamente la correspondencia de
Voltaire con una dama ilustrada que vivía en Madrid. En un momento dado, el filósofo
francés (siempre en la versión literaria de Savater) divide a los hombres de letras «en dos
grandes enjambres: las abejas y las avispas». Mientras las abejas están concentradas en
su trabajo y producen humildemente la miel, las avispas dan vueltas agitadas, pican y
aguijonean por aquí y por allá (en mil polémicas y debates) y producen poco... Muchas
veces le he tomado prestada esta imagen al tándem Voltaire-Savater hablando de los
verdaderos y falsos intelectuales, de los que alumbran y de los que solo deslumbran, de
los que profundizan y de los que solo polemizan, de los que aportan y ofrecen materia
para la reflexión y de los que solo cultivan con frenesí el ego o el nos...
Pero el caso es que la misma metáfora también se podría aplicar (y aquí viene el
meollo) a nuestra vida religiosa. Es un verdadero placer (y algo edificante) encontrar
religiosos centrados en su trabajo, en su misión (sea la que sea) a la que se entregan con
una generosidad admirable. Son esos religiosos que muchas veces parecen no destacar
en nada, pero que «están ahí», sin quejas, con buen ánimo, haciendo de su vida una
verdadera donación. Se suelen entusiasmar con lo que hacen y no buscan justificaciones
ni excesivos reconocimientos. Pero existe también el religioso o la religiosa avispa,
siempre descontento, que se considera poco reconocido y valorado y que tiene una
opinión (generalmente negativa) sobre todo y todos.

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Es difícil encontrar «abejas» o «avispas» puros. Más aún, creo que todos tenemos
ratos y períodos un poco avispa. Hay que reconocerlo. Pero sí que es hermoso tener una
actitud general y perseverante de abeja que se esfuerza aún a sabiendas de que,
probablemente, estemos sembrando y trabajando para otros que recogerán el fruto, o –
mejor aún– que sabe que estamos trabajando por algo superior, por otros valores, por
otras recompensas... por el Reino de Dios, en definitiva, al que prometimos consagrarnos
un día en nuestra profesión religiosa.
El religioso abeja, además, valora y aprecia el trabajo ajeno. Se deja complementar
y enriquecer por otras sensibilidades y alaba al Señor por ello, porque otros hermanos o
hermanas nos muestren y recuerden otras dimensiones y aspectos de nuestra vocación.
En el caso de los carmelitas (y aquí viene el tercer ingrediente de la ensalada), la
cosa tiene más gravedad, ya que la metáfora de las abejas nos acompaña desde nuestros
orígenes remotos en el Monte Carmelo, en el norte de Israel. Efectivamente, la imagen
(usada posteriormente por otros escritores medievales) fue empleada por primera vez por
Jacobo de Vitry, obispo de Acre, quien en su Historia orientalis sive Hierosolymitana
señalaba que los primeros carmelitas se dedicaban «a ejemplo e imitación del santo y
hombre solitario Elías Profeta –junto a la fuente que de Elías toma el nombre–, a vivir
en colmenas de pequeñas celdillas, como abejas del Señor produciendo dulzura
espiritual». Casi nada... Pues que sepamos seguir dando la talla y en estos calores del
agosto, tan propicios a zumbar como avispas, nos propongamos la tarea humilde y
generosa de libar con delicadeza, con serenidad y con gozo las flores y de seguir
produciendo esa dulzura espiritual.

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Maletas pesadas y chirriantes...
[septiembre de 2014]

Los lugares de tránsito son en muchas ocasiones verdaderas escuelas de vida. Los
nervios, las prisas, las despedidas o los encuentros, sacan lo mejor y lo peor de nosotros
y basta con mirar alrededor con atención para encontrar mil actitudes de las que aprender
algo.
Hace poco estaba en uno de esos aeropuertos asiáticos enormes, cuando pasó una
señora cargada con una viejísima maleta, grande y pesada. La arrastraba trabajosamente
produciendo un ruido desagradable. Quién sabe por qué motivo no la llevaba en un
carrito o por qué no tenía una maleta más nueva o ligera, con ruedecitas, pero el caso es
que me recordó lo que podríamos llamar la tentación de lo viejo, de lo que mantenemos
a toda costa, aunque probablemente no nos haga falta, de lo que nos lastra y nos impide
caminar con soltura. Es una actitud muy humana, pero que debemos superar. No
podemos vivir anclados a un pasado que, en vez de enriquecernos y catapultarnos, nos
lastra y esclerotiza.
En cuántas reuniones he oído esa frase que cae como un jarro de agua fría y que
boicotea tantos proyectos: «Eso ya se intentó hace treinta años y no funcionó», ante la
que uno se siente tentado a responder: «Pues déjanos equivocarnos también a
nosotros...».
A veces se apela a la tradición, pero no lo es. Tradición (que es una hermosísima
palabra) tiene que ver, incluso etimológicamente, con movimiento, con actividad, con
entrega generosa. Vicente Aleixandre, en su discurso al recibir el Nobel, llegó a decir –
quizás con una pizca de exageración– que tradición y revolución son dos palabras
idénticas. Congar, el gran teólogo dominico, distinguió cuidadosamente tradición
(fecunda, vivificadora, nutricia) de tradiciones (y quizás debería haber dicho algo de las
tradicioncillas) que pueden ser muy buenas, pero que no siempre nos orientan hacia el
futuro. Y Unamuno –tan directo y poco diplomático– nos recordó que, a veces, se
confunde la tradición con los «rastrojos y escurrajas» de la misma...

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Nuestra tradición no es una maleta vieja y chirriante que arrastramos de mala gana
(como piensan los que la critican de forma adolescente o los que la defienden de forma
integrista), sino una hermosa fuente de inspiración y un impulso continuo hacia el futuro.

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¡Pues ya no juego!
[octubre de 2014]

Hace algún tiempo, en una larga espera en un aeropuerto, tenía a mi lado una pareja que
intentaba por todos los medios entretener al niño que se aburría y se cansaba de esperar.
En un cierto momento empezaron a jugar a las cartas, pero cada vez que el niño perdía,
se enfadaba y decía: «¡Pues ya no juego más a esto!» y los padres, con paciencia y casi
de forma servil, acababan cambiando de juego para que el niño siguiera entretenido.
Esta escena me trajo a la mente algo que estamos viviendo hoy en la vida religiosa
con cierta frecuencia y que yo llamo «la tentación de lo nuevo». Pese a ser más sutil que
la «tentación de lo viejo» (de la que hablaba el mes pasado), que nos lastra y nos quita
creatividad, esta es también peligrosa. Y es que el pasado pesa. Nuestra historia
(personal y comunitaria) está llena de grandezas, pero también de miserias; está llena de
luces, pero también de sombras. Por ello, nos sentimos tentados a romper con el pasado,
queremos empezar de cero, enarbolar nuevas banderas y usar nuevas denominaciones y
decir que «ya no juego». Caemos en la ilusión de pensar que lo nuevo no se hará viejo.
Si la «tentación de lo viejo» nos llevaba a una fidelidad no creativa, la «tentación de lo
nuevo» nos lleva a una creatividad poco fiel. Es una actitud inmadura, adolescentoide,
poco leal y menos realista. Falta, además, el sentido de que formamos parte de una
cadena, de una historia de salvación, de una tradición, en la que se van sucediendo
etapas, personas, respuestas, fidelidades e infidelidades.
Esta «tentación de lo nuevo» (o, mejor quizás, «de lo novedoso») está abocada al
fracaso porque lo nuevo tarda poco en hacerse viejo. No es una cuestión de años o de
dígitos, es la constitución misma del ser humano y del corazón del creyente. Al
principio, todo es entusiasmo, novedad, pureza, pero el creyente maduro sabe que el
cristianismo se mueve (y no hay otra) por la ley de la encarnación (caro cardo salutis).
Debemos asumir, por tanto, nuestro pasado, nuestra historia, nuestra tradición, nuestros
hermanos y hermanas, nuestra realidad, nuestras propias limitaciones... con espíritu

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crítico (¡ciertamente!), pero también con el mismo amor por el mundo, en su debilidad y
miseria, que llevó a Dios Padre a entregarnos a su propio Hijo (cf. Jn 3,16).

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Reformar la Curia (¡y las curias!)
[noviembre de 2014]

Desde hace algún tiempo, el «tema estrella» en la Roma clerical es la famosa reforma de
la Curia vaticana, promovida por el papa Francisco y para la que se ha formado el grupo
de cardenales (el célebre G-8). No faltan opiniones en todos los sentidos y hay diversos
criterios a la hora de interpretar en qué deba consistir dicha reforma. Para algunos, se
trataría de agilizar las estructuras (demasiado burocráticas y pesadas); para otros, en
cambiar el estilo de algunos dicasterios; para otros, se trataría de buscar una mayor
representatividad de las iglesias locales... y, así, podríamos contar otras muchas
opiniones diversas. No obstante, existe cierta convergencia en que la Curia debe dejar de
ser un fin en sí misma (peligro y tentación de todas las «administraciones») y adaptarse,
sin perder su razón de ser, a las necesidades de la Iglesia universal.
Vaya de antemano que, en la Curia vaticana, como varias veces ha repetido el papa
Francisco, junto a las ambiciones, vanidades y cicaterías que hay en todo grupo humano,
hay muchas personas estupendas, generosas y entregadas a la causa del Evangelio.
Pues bien, hace unos días, un hermano me comentaba con cierto entusiasmo y no
poca excitación que la reforma de la Curia es algo importantísimo y que es la clave del
futuro de la iglesia y casi la solución mágica de todos los problemas. No quise
defraudarle, pero la verdad es que me quedé pensativo. Y es que, por muy necesaria que
sea la reforma de la Curia (que no lo dudo), no deberíamos perder de vista la reforma de
«las curias». Y no me refiero solamente a las de nuestras órdenes y congregaciones (¡que
también!), sino las «curias» (en la acepción más negativa de la palabra) que cada uno
llevamos dentro. Esas tentaciones (cómoda rutina, ambición, protagonismo, falta de
disponibilidad, «carrierismo», falta de sensibilidad...) arraigan en el corazón del
creyente y hay que reformarlas constantemente. La reforma de la Curia puede ser
importantísima, pero la reforma de nuestras curias personales es esencial y quizás más
difícil. Los seres humanos tenemos una habilidad especial para proyectar nuestros males
y problemas en una entidad anónima y sin rostro, lo que nos descarga de

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responsabilidad, pero el Padre Eterno no nos preguntará cómo estaba la Curia romana en
nuestro tiempo, sino cómo van nuestras curias interiores... No deberíamos perderlo de
vista.

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Un cartero occamista
[diciembre de 2014]

Hace unos años, cuando vivía en Madrid, me ocurrió una extraña anécdota que después
he contado en diversas ocasiones. Llamaron al «portero automático» para decir que
tenían que entregar un paquete de correos. Yo bajé desde la comunidad al hall de la
parroquia donde había mucha gente y vi a un hombre (sin uniforme) con un paquete en
la mano. Me acerqué a él y le pregunté amablemente: «¿Es usted el cartero?», a lo que él
me respondió (también muy amablemente), «No, yo no soy el cartero, yo soy un
cartero». No entendí lo que quiso decir (hasta ahora), pero recogí el paquete, firmé el
recibo y volví a la comunidad.
A veces, he bromeado con esta anécdota en mis clases, refiriéndome a la polémica
de los universales, en la Edad Media, cuando los nominalistas negaban que existieran los
conceptos universales y defendían que solo existen los individuos, las cosas concretas y
ponía como ejemplo a este cartero que vendría a ser una especie de reencarnación de
Guillermo de Occam.
Pues el caso es que últimamente me acuerdo bastante de este cartero, y es que me
asusta un poco esa tendencia que tenemos a generalizar y a crear etiquetas un tanto a la
ligera. Con mucha facilidad hablamos de «los estudiantes de teología», de «las monjas
africanas», de «los jóvenes posmodernos», o de «los carmelitas norteamericanos»,
olvidándonos que estos «universales» no existen, que existen las personas concretas,
cada una con su misterio, con sus grandezas y miserias, con sus luces y sombras. Hoy se
habla mucho del alma de los pueblos, pero la verdad es que alma, lo que se dice alma,
solo la tienen las personas. Ya sé que hay características comunes y que generalmente se
trata de una forma de hablar sin malicia alguna. Es verdad también que la procedencia, la
formación, la edad, la cultura dominante, etc., son factores que, en cierto modo, nos
condicionan y nos conforman. Pero no está de más que, de vez en cuando, nos
recordemos a nosotros mismos que los universales pueden ser peligrosos, que deforman

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la realidad y que acaban convirtiéndose en prejuicios y en etiquetas que nos alejan de la
persona concreta que, al menos para Dios, es siempre única, irrepetible y preciosa.

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Los anónimos de Jericó
[enero de 2015]

En este 2015 que acabamos de estrenar, la Iglesia va a dirigir su mirada a la vida


consagrada, siguiendo la idea del papa Francisco que la considera «un don de Dios para
su pueblo». Hace poco me preguntaban qué personaje bíblico podría servirnos como
icono o como inspiración para este año. La verdad es que, aunque hay muchos y muy
significativos, los primeros que me vinieron a la mente fueron los que yo llamo «los
anónimos de Jericó». La cosa viene de hace unos años, cuando, en una reunión de
superiores en Italia, la comisión encargada había preparado toda una reflexión en torno a
la imagen del ciego de Jericó (en Mc 10 y en los paralelos con algunas pequeñas
variantes).
Se compusieron canciones, tuvimos una lectio divina e incluso las carmelitas de
Rávena prepararon un hermoso icono. La escena es bien conocida: Jesús sale de Jericó y
un ciego, Bartimeo, grita incesantemente y le implora «¡Hijo de David, ten compasión de
mí!». Jesús pide que le llamen y unos anónimos a los que ni se menciona (quizás los
mismos discípulos o algunos de los presentes) se acercan a él y le dicen: «¡Ánimo,
levántate! Te llama». El ciego arroja su manto y se acerca al Señor que le pregunta lo
que quiere y le cura.
En un momento dado de la dinámica se nos preguntó con qué personaje de la
escena nos identificábamos cada uno de nosotros en este momento de la vida
consagrada. Muchos lo hicieron con Bartimeo (necesitamos pedir ayuda y luz y no
debemos cansarnos de gritar); otros con el Maestro (nos sentimos llamados a curar
heridas en la vida religiosa y a ofrecer luz); otros con la gente que acompaña a Jesús en
su camino. Yo me siento muy identificado con los «anónimos» encargados de llamar al
ciego (que suelen pasar desapercibidos), con los que se acercaron a él, simplemente le
avisaron y, así, hicieron posible el encuentro personal y el milagro.
Quizás sea esa nuestra misión principal en este servicio, y un buen objetivo para el
Año de la Vida Consagrada: decirle (sin muchas glosas ni añadidos) a nuestros hermanos

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y hermanas, a nuestras comunidades, a nuestras provincias y congregaciones, a nuestras
vocaciones... que arrojemos el manto que nos lastra, que el Maestro llama y que quiere
encontrarse personalmente con cada uno de nosotros: «Animo, levántate, te llama...».

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¡Felicidades, maratonianos!
[febrero de 2015]

Cuando esta página vea la luz, estaremos ya metidos de lleno en el Año de la Vida
Consagrada promulgado por el papa Francisco. Tuve la fortuna de participar en el
encuentro de los superiores generales (USG) en noviembre de 2013 en el que el papa,
casi por sorpresa, anunció esta iniciativa y todos lo vimos como un regalo extraordinario,
como una palabra de gratitud y de ánimo de la Iglesia a la vida consagrada y como una
ocasión de renovar, reilusionar, purificar, relanzar, actualizar... (y muchos verbos más)
nuestra vida religiosa en este tiempo complejo y fascinante en el que nos ha tocado vivir.
Sin duda, a lo largo de este año vamos a escuchar y a leer muchas reflexiones y vamos a
discernir juntos acerca de nuestras carencias, nuestras posibilidades y nuestros retos.
Pero ahora, casi al inicio de este año, yo quisiera simplemente mostrar mi gratitud a
los que yo llamo «maratonianos de la vida religiosa». Me explico. Yo soy de los que
tienen esa extraña afición del deporte de fondo, del correr, de los maratones o (usando
ese neologismo horrible) del «footing». Los que hemos cometido la locura de hacer los
fatídicos 42 kilómetros y 195 metros sabemos lo que significa sufrir para seguir adelante
y para llegar a la meta, aunque sea maltrecho. Quizás por eso, o porque la edad va
avanzando y valoramos más otras cosas y nos volvemos un poco sentimentales... cada
vez siento mayor gratitud hacia aquellos que han perseverado en el servicio y en la
ilusión, aquellos que no se desaniman ante las mil razones que hay para desanimarse.
Siento un profundo agradecimiento hacia esos religiosos y religiosas que aparentemente
no destacan en nada especial, pero que siempre están ahí, disponibles para todo; hacia
aquellos que, alejados de politiquerías y cotilleos clericales, viven remangados y siguen
ilusionando e ilusionándose cada día con lo que llevan entre manos; hacia aquellos que
evitan la queja estéril o la negatividad sistemática; hacia aquellos que, con una alegría
serena, ofrecen sus vidas en lo cotidiano, en el servicio de cada día, en la labor callada y
muchas veces anónima. En ellos se cumple eso que decía Borges: «Morir por una
religión es más simple que vivirla en plenitud».

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A todos vosotros, hermanos y hermanas, maratonianos de la vida religiosa, en este
año tan especial... ¡Gracias y felicidades!

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Mancharse con el barro del camino...
[marzo de 2015]

El papa Francisco, en el número 45 de la Evangelii Gaudium, hablando del corazón


misionero, insiste en que este «tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el
discernimiento de los senderos del Espíritu». Se trata, sin duda de un reto fascinante y
no siempre fácil. En cualquier caso, el papa invita a asumir ese riesgo e incluso nos pide
que no temamos mancharnos «con el barro del camino».
Al leer estas palabras tan sugerentes y provocadoras del papa, me ha venido a la
mente una de las imágenes audaces que utilizaba Unamuno en su célebre novela La tía
Tula. Es bien conocida la conflictiva (y a la vez apasionada) relación del escritor con lo
religioso, pero no cabe duda de que Don Miguel fue un buscador, un rebelde, un espíritu
inquieto, en tantos temas, pero más si cabe en el tema de la fe.
El caso es que, al final de su novela, cuando la tía Tula está ya agonizando, esta
previene a sus sobrinos con palabras entrecortadas del pecado de omisión («que nunca
tengáis que arrepentiros de haber hecho algo y menos de no haberlo hecho»). Lo
compara con alguien que necesita ayuda por haber caído en un pozo o en un albañal y al
que no ayudamos por temor a enfangarnos. Tula, delirando, pero con gran lucidez,
compara entonces el purgatorio con un lavado con el mismo barro («fango ardiente, que
quema y limpia») con el que no nos quisimos manchar para salvar a esa persona.
Más allá del imaginario escatológico de Tula (Unamuno), no deja de resultar
curiosa esta llamada del papa y de Don Miguel a no temer el barro del camino, cuando se
trata de abrir senderos del Espíritu o de ayudar a alguien. Sin negar que, en esto como en
todo, hace falta también una dosis de prudencia, la verdad es que nos viene muy bien que
nos lo recuerden, sobre todo cuando caemos en la tentación de las «asepsias»
(espirituales, celestiales, intelectuales, pastorales) y de las burbujas en las que un grupo
de elegidos se separa de la masa y se aísla en sus conciliábulos a rezar por el mundo en
el que estaría todo lo negativo (materialismo, relativismo, consumismo y un largo

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etcétera de los famosos «ismos»). En fin, lo del Evangelio, no ser del mundo, pero estar
en él y mancharnos con el barro del camino...

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¿Por qué lloras?
[abril de 2015]

Estamos en abril y resuenan todavía en nuestras calles y (espero) en nuestros corazones


las celebraciones de la Semana Santa. Cada año, la narración de la pasión, muerte y
resurrección de Jesús, los símbolos de la liturgia de estos días, el ritmo de las lecturas...
nos sobrecogen, nos emocionan, nos interpelan y, en último término, nos llenan de gozo.
Son días intensos.
A mí me sigue llamando mucho la atención el gesto del Resucitado –en la versión
de Juan– al dirigirse a María Magdalena, que lloraba desconsolada, con palabras tiernas:
«Mujer... ¿Por qué lloras?» (Jn 20,15). Es curioso que sean las primeras palabras que
usa el Señor tras la resurrección. No habla de sí mismo; no intenta impresionar, ni
aturdir, ni convencer; no explica nada. Más bien, se fija en el sufrimiento de aquella
mujer que llora y se dirige a ella de forma afectuosa.
Es verdad que el evangelio de Juan es muy complejo, rico en símbolos, abierto a
interpretaciones muy diversas, pero es muy llamativo el gesto delicado, humano y
compasivo del Señor. Quizás alguno, al oírlo de labios de María Magdalena, se sintiera
incluso defraudado, porque esperaba algo más solemne o más elevado. Lucas toma nota
del rechazo de los apóstoles a aquellas palabras que les parecían «como desatinos» (Lc
24,11).
En este Año de la Vida Consagrada que estamos celebrando, cuando escuchemos
este relato bíblico en alguna de nuestras celebraciones, dejemos que resuenen también en
nuestros corazones las palabras del Resucitado: «¿Por qué lloras?». Son palabras que nos
consuelan y animan, palabras que acarician, pero que también nos invitan a salir de
nuestras lamentaciones, de las nostalgias ideologizadas, de las estadísticas plañideras y
de ese cóctel tan pernicioso que resulta de mezclar el derrotismo con el «dolce far
niente»... El papa Francisco no se cansa de recordárnoslo y continuamente nos invita a
vivir en esa actitud de «salida» de nosotros mismos para llegar al ser humano concreto
que sufre. Como el Maestro, llenos de vida nueva y renovada, en vez de estar

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mirándonos al ombligo, miremos el sufrimiento de la humanidad que nos rodea; estemos
atentos a las lágrimas de nuestros contemporáneos y, quizás, a través de las lágrimas,
muchos de ellos descubran también, como hizo María Magdalena, que el Señor está vivo
y está con nosotros.

48
Dos manzanas cortadas
[mayo de 2015]

Hasta el más viril y lejano de sensiblerías marianas siente, cuando llega el mes de mayo,
que la brisa templada le trae recuerdos de la niñez, de rosarios y flores y devociones que
honraban a la Virgen María. Esta devoción toca lo más esencial de nuestra fe (sin María
–mujer, madre, maestra– no hay encarnación) y lo más hermoso de nuestra piedad.
Además, en el carisma y en la espiritualidad de muchas familias religiosas –por no decir
en todas– María ocupa un lugar importante y los fundadores y fundadoras de órdenes y
congregaciones encontraron en la Virgen la inspiración, la fuerza y la ternura necesarias
para llevar a cabo sus proyectos, en muchos casos de forma heroica. A nosotros
carmelitas (permitidme un ligero apunte de familia) nos gusta llamarla «nuestra Madre y
hermana» desde que, en la Edad Media, las pasamos canutas y casi nos suprimen y
aquellos frailes tuvieron que echar mano de «lazos familiares».
Pues, en este mes de mayo, me viene a la mente un hermoso texto de Carmen
Martín Gaite, llamado El libro de la fiebre. Es un cuaderno (que no fue editado hasta
2007, cuando su autora ya había muerto) en el que se describen sentimientos, miedos,
alucinaciones y fantasías de la joven Carmen, que pasó meses en cama muy enferma
aquejada de fiebre tifoidea. Su marido entonces, el gran escritor Sánchez Ferlosio, le dijo
que no valía la pena publicarlo (hasta el mejor escribano echa un borrón), pero la verdad
es que es un libro bien hermoso.
En un momento dado, la joven asustada invoca a su madre («la he llamado dormida
y despierta...») para que vele por ella. Velar viene del «vigilare» latino –cuenta la
autora– pero es más que vigilar, es «estar unido con unción al que nos necesita, es
desdoblarse para él». La joven enferma describe la presencia sanadora de la madre: «sus
manos son dos manzanas cortadas (...) Ella sabe que la necesito conmigo. Recogerá
desde su orilla mis palabras, estos ríos de fuego. Y se quemará en ellos para que no me
queme yo...». Son palabras inconexas, surrealistas, tiernas, literariamente hermosísimas.
Me gusta meditarlas y saborearlas pensando en la ternura de María y pedirle que vele por

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nosotros, que nos acompañe en nuestras fiebres, en nuestras infidelidades, en la calentura
de los blogs y de las opiniones apresuradas y febriles, en las miserias y ambiciones, en
los egoísmos cicateros e insensibles... y que ponga sus manos, como dos manzanas
cortadas, sobre nuestra frente ardiente.
En este mes de mayo, con el papa Francisco, pedimos que «María, Madre del
Verbo, vele sobre nuestra vida de hombres y mujeres consagrados...».

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Erratas providenciales
[junio de 2015]

Hace algunos años, corrigiendo las pruebas de un libro, casi de casualidad, me di cuenta
de que, al menos en dos ocasiones, cuando se hablaba de «religiosos activos o
contemplativos», se había deslizado una errata de imprenta y la frase se había
transformado en «altivos o contemplativos». Aunque al principio me preocupé pensando
en cómo habría quedado el texto (enfado del autor, rubor de la editorial, etc.), la verdad
es que luego me pareció que el error no debía ser atribuido a uno de esos diablillos que
se colaban en las imprentas (ahora en los ordenadores), sino a un angelote que nos daba
un aviso profético y sapiencial.
Es curiosa la etimología de «altivo» o de «altanero», común a otras lenguas latinas
(«altezzoso» en italiano, «hautain», en francés, «altiu» en catalán). Y es que, si lo
pensamos bien, el antónimo del contemplativo no es el «activo», sino el «altivo», esas
personas que pasan a nuestro lado casi sin mirarnos, con una pose de importancia, con la
mirada pérdida en grandes problemas, en las cumbres de una (supuesta) mística, en
compromisos radicales o en teologías elevadísimas. Pasan sin darse cuenta de que al lado
hay seres humanos, hermanos, que sufren o que lloran, que ríen o que crecen, que tienen
miedo o que se emocionan... El contemplativo no es el que está todo el tiempo mirando a
lo alto, medio embobado, sino el que mira alrededor y descubre (¡contempla!) los signos
pequeños, frágiles y débiles de la presencia de Dios en nuestras vidas.
Es verdad que no siempre es fácil. Hay que descubrir esos signos entre las rendijas
de la existencia o incluso en sus desagües, entre las contradicciones y las ambigüedades,
entre miserias humanas y, a veces (por qué no decirlo), entre pecados. Por eso, el
contemplativo es también profeta y es signo de esperanza. Como el discípulo amado en
el lago de Galilea, entre dos luces, el contemplativo nos grita a Pedro y a todos nosotros:
«¡Es el Señor!» (Jn, 21).
Ciertamente, tenemos que elevarnos sobre las miserias de este mundo, pero no
debemos dejar de mirarlo con simpatía, con compasión, con emoción, con humildad, con

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amor. Como el Maestro elevado en la cruz...
Imitando a Valle Inclán, quería titular esta página como «Divinas erratas», pero me
pareció exagerado. En cualquier caso, el Dios encarnado nos recuerda de vez en cuando
que es en el espesor de la vida misma (la carne) donde podemos contemplarle.

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Hablar con ángeles...
[julio de 2015]

Estamos enfrascados en los preparativos para la celebración del V Centenario del


nacimiento de santa Teresa de Jesús. He intentado seguir el plan catequético de lecturas
que proponía el Consejo General de nuestros hermanos carmelitas descalzos, pero pronto
me he quedado atrás agobiado por mil cosillas y jaleos. De todos modos, he releído
textos y he descubierto matices, emociones y mucha inspiración para nuestra vida
carmelita de hoy. Siempre he tenido mis reservas con los centenarios (de lo que ya
hablaré en esta página), pero –quizás con los años– reconozco que hacen bien, que
remueven, que cuestionan y que iluminan nuestro discernimiento. Bueno, pues
volviendo a santa Teresa, en un momento dado de su apasionante biografía, ella escucha
de Dios: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles...».
A muchos les sorprende esta frase, más si cabe teniendo en cuenta que se encuentra
en el sublime capítulo 22 del Libro de la Vida, donde ella defiende radicalmente la
humanidad de Cristo e insiste precisamente en que somos hombres y no ángeles. Frente
a los angelismos que, a veces, abundan en nuestras espiritualidades, Teresa muestra un
humanismo radical, teológico y teologal, maduro, hondo... Pues justo ahí –
aparentemente de forma paradójica– encontramos esta frase. Probablemente Teresa
quería que sus monjas se mantuviesen recogidas y concentradas (lo cual nos vendría
también hoy muy bien), pero quizás se podría interpretar esta petición de la santa
carmelita (o del Señor a ella) como una invitación a considerar a los otros como
heraldos, a escucharlos y mirarlos de forma diferente como portadores de algo superior.
Quizás se nos pide acostumbrarnos a verlos como ángeles, y no porque sean muy buenos
o porque lleven alitas, sino porque –de algún modo, a veces de forma sorprendente o
paradójica, a veces sub contrario– nos hablan de Dios. Y es que cada hombre, cada
mujer, en su grandeza, en su misterio, en su contradicción, en la combinación (a veces
dramática) entre gracia y pecado, entre luz y sombra, entre heroísmo y miseria... nos trae
noticia de Dios.

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Pero, para darse cuenta de esto, hace falta una verdadera conversión: bajar las
barreras que nos impiden ver, bajar el volumen de los mil cacharros que nos impiden oír,
acostumbrarnos a cuestionar nuestros castillos ideológicos, reconocer de principio que
puede haber otras lógicas, que cada persona lleva tras de sí una historia que quizás
explique actitudes e ideas... en fin, se trata de acoger y aceptar el misterio del otro, sin
encasillarlo, sin ponerle la etiqueta, sin olvidar que todos estamos cargados de
contradicciones e incoherencias.
Esto puede parecer fácil, pero no lo es. Hace falta (nada menos) un espíritu
contemplativo, saber mirar la realidad con ojos nuevos, limpios, amorosos y humildes.
Hace falta conversión. No se trata de aceptar a las personas sin más, sino de entrever su
«historia teologal» y, desde ahí, intentar encontrar espacios comunes de crecimiento, de
diálogo, de búsqueda, de corrección (palabra tabú a la que deberíamos perder el miedo)
y, en último término, de santidad. Estos «ángeles» (muchas veces tan poco angélicos)
nos ayudarán también a nosotros a mejorar, o a ser agradecidos, o a tensar un poco las
cuerdas de la solidaridad y la compasión...
Por ello, en la vida religiosa de hoy nos hacen falta verdaderos contemplativos que
no escapen de la realidad a las regiones celestiales de la mística y los éxtasis, sino que
nos ayuden a ver la mística de las cosas y las personas que nos rodean y que se extasíen
(en el mejor sentido de la palabra) ante el misterio de la gracia en nuestras vidas. Nos
hacen falta contemplativos que, como san Ignacio de Loyola ya mayor (como cuentan
sus primeros biógrafos), digan con ternura a las flores que encontramos en nuestro
camino que ya saben que les hablan de Dios...

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Saber esperar
frente a la «cultura» del microondas
[agosto de 2015]

Hace ya unos años (bastantes), el grupo Queen cantaba aquello de «I want it all and I
want it now» (lo quiero todo y lo quiero ahora). Pasado el tiempo, en la era del Internet,
Google, iphone, Whatsapp... ese estribillo podría convertirse en el lema de nuestra
generación, en la filosofía de nuestro tiempo. Y en principio, no hay nada malo en ello.
Ahorramos tiempo, ganamos en calidad de vida, disponemos de una montaña infinita de
información en décimas de segundo, podemos hablar desde cualquier parte del mundo
con nuestros seres queridos... y mil ventajas más (en sanidad, seguridad, educación) que
no necesitamos enumerar. La Iglesia ha insistido en la bondad de estos medios, si bien
también ha avisado de los peligros que puede traer su mal uso. De igual modo,
pedagogos, filósofos, psicólogos y sociólogos nos ponen en guardia ante ciertos riesgos
que la era informática parece provocar: superficialidad, pérdida de capacidad de
concentración, problemas de personalidad, manipulación ideológica, por no entrar en las
famosas «fake news» que se expanden por todo el mundo en cuestión de segundos
manipulando la opinión pública y creando estados de opinión interesados para ciertos
poderes políticos, económicos o de otro tipo.
Entre esos riesgos creo que uno de los más sutiles es el de la inmediatez. Hoy
pensamos que todo tiene que ser inmediato, y ello conlleva una cierta pérdida de
capacidad de espera y quizás también de esperanza. Nos podemos convertir en niños
grandes que se enfadan y sienten frustración cuando no pueden conseguir algo en el
momento. Pues bien, en este sentido, también la vida religiosa hoy puede ser
contracultural, puede ser un signo que cuestione, interpele e interrogue, puede ofrecer un
modo de vida distinto que subraye otros valores como el valor de la espera, de dejar que
el tiempo –que es mayor que el espacio, como le gusta repetir al papa Francisco– haga su
labor, ayude a madurar, a crecer, a construir...

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No se trata de una actitud meramente psicológica ni de una simple paciencia que –
aun siendo positiva– no refleja la grandeza teologal y espiritual de esta actitud. Se trata
de poner nuestra vida, nuestros espacios de dominio, nuestras zonas de confort, como se
dice ahora, nuestros anhelos, nuestros proyectos y aspiraciones en el marco de un
horizonte amplio que se nos antoja lejano. Se trata de aceptar los tiempos de Dios. Con
palabras muy hermosas y bien hondas y con tintes sociales lo dice el papa Francisco en
Evangelii Gaudium:

«Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la


voluntad de poseerlo todo y el límite es la pared que se nos pone delante. El
“tiempo”, considerado en sentido amplio, hace referencia a la plenitud como
expresión del horizonte que se nos abre delante, y el momento es expresión del
límite que se vive en un espacio circunscrito. Los ciudadanos viven en tensión entre
la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte más grande, de la
utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer
principio para progresar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al
espacio» (EG 222).

Todo esto puede parecer muy filosófico o una especie de música celestial sin
contacto con la realidad cotidiana de la vida religiosa, pero no es así. El religioso sabe
esperar porque espera, jugando con los dos significados que este verbo tiene en
castellano. Esperar significa tener fe y confianza, significa creer en el otro, significa
creer en el cambio. Tiene también una buena dosis de riesgo, porque nos obliga a
renunciar a nuestras seguridades para dejarlas en suspenso. Significa relativizar nuestras
etiquetas y nuestros prejuicios admitiendo al menos la posibilidad de que las personas
cambien y nos sorprendan. Frente a lo que se pueda pensar, significa no caer en
providencialismos escapistas, sino en dar concienzudamente pequeños pasos hacia un
futuro que no vemos, pero que sabemos que nos espera. Todo ello nos enseña a no
desfallecer en nuestros proyectos, a no desanimarnos fácilmente, a sembrar con
generosidad sabiendo que quizás trabajamos para un futuro que no veremos.
Por rebajar un poco el tono, me gusta recordar que un superior me dijo una vez,
mientras hablábamos de una comunidad problemática, que en la vida comunitaria hay
que tener paciencia de cocineros. La comunidad no se cocina en el microondas, no es un
fast-food (valga el horrible neologismo) sino que se cocina lentamente, con paciencia y

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con mimo casi maternal. Por ello, no hay recetas mágicas, sino dedicación, entrega,
afecto y mucho trabajo artesanal...

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Formarse para conformarse a Cristo
[septiembre de 2015]

Cuando yo entré en la vida religiosa en 1979, la formación permanente era una especie
de boom. Por todas partes y a todos los niveles se organizaban cursos, encuentros,
seminarios y había un interés general por la formación, por «estar al día», por
renovarse... Quizás aquel interés era todavía consecuencia del Concilio que había
supuesto un cambio de paradigmas, de lenguajes, de sensibilidad en la Iglesia tan grande,
que hacía necesario el formarse de nuevo, el adaptarse a las nuevas circunstancias y el
sintonizar con los nuevos aires de la vida de la Iglesia. Sería lógico, por tanto, que, en
aquellos tiempos, en una Iglesia que estaba en momento intenso de discernimiento, se
multiplicaran las experiencias de este tipo.
Sería, sin embargo, muy equivocado el pensar que la formación permanente es solo
para tiempos especiales, para períodos de cambio o de revisión. Como su nombre indica
(y perdón de antemano por la obviedad), la formación permanente es para siempre.
Tenemos que vivir (y los religiosos aún más si cabe) en una actitud de formación
permanente que va más allá de los cursos, de lo académico, de lo intelectual, aunque lo
incluya.
Son muchos los análisis y las valoraciones que se pueden hacer para explicar las
causas de esta situación. Lógicamente el descenso de los números en la vida religiosa en
algunas zonas del mundo ha influido negativamente. Falta personal para los trabajos
pastorales, a veces los religiosos están sobrecargados de trabajos, por lo que se suele
sacrificar la formación porque parece (erróneamente) que es lo menos urgente. En otros
casos, la formación permanente se identifica con las posibles lagunas que puedan existir
en el religioso tras la formación inicial. En esta forma de pensar, la formación
permanente se centraría solo en las carencias provocadas, por ejemplo, por el uso de
nuevas técnicas pastorales, o por la evolución de la teología o del magisterio tras la
formación inicial. Esta visión reductiva del sentido y de la función de la formación
permanente lleva consigo una minusvaloración de la misma y el reducirla a un

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utilitarismo bastante pobre. De hecho, «formación permanente» es una tautología, un
pleonasmo, una evidencia: toda formación es permanente si es una actitud bien enraizada
en la persona.
Otros analistas han detectado en la falta de aprecio por la formación permanente un
cierto clericalismo de base. Dicho de forma un tanto simple (espero que no sea
simplista), la explicación sería la siguiente: jóvenes clérigos piensan que –tras recibir la
ordenación o incluso la profesión religiosa– no necesitan ya ninguna formación. Aunque
este argumento pueda parecer exagerado, sí que parece ser cierto en alguna medida. Son
muchos los obispos y superiores religiosos que se lamentan de que precisamente los
sacerdotes o religiosos más jóvenes son los que menos participan en los programas de
formación. Es bien conocida la metáfora del joven religioso que se pone en camino con
una mochila bien repleta, sin imaginar que esta se irá vaciando a lo largo de su viaje y
que le faltarán las fuerzas en determinados momentos.
Más allá de todas las implicaciones canónicas o prácticas, no podemos olvidar que
el «formarse», en el caso de la vida religiosa, tiene mucho que ver con el «conformarse»
a Cristo. Esa debería ser siempre la motivación esencial para estar abiertos a la
formación continua. Esa dimensión cristológica, profundamente espiritual, incluso
mística, de la formación, no debería ser extraña para nosotros religiosos.

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Sueños de empresario
[octubre de 2015]

Vaya por delante que estoy convencido de la importancia del derecho canónico en la
Iglesia. Cualquier persona con la cabeza en su sitio se da cuenta de esto. Más aún, creo
que los que tiran por tierra que haya un derecho canónico, luego se suelen referir a él
cuando les pisan. O sea, que hace falta. Puedo presumir de que en mi vida académica
(como alumno y como profesor) conocí a muy buenos canonistas, sensatos, abiertos,
conscientes de que el derecho viene a ser la concreción de una teología (con la dinámica
de la revelación) y que, a su vez, el derecho tiene como objetivo la pastoral, la vida de la
Iglesia, o (en un lenguaje más clásico) la salvación de las almas. Por ello, eran (son)
gente que sabe de interpretación, de teología, de epikeias, etc., y que tiene un profundo
sentido eclesial (del de verdad).
Bueno, pues dicho esto, confieso también que me preocupa una especie de «neo-
legalismo» que se intuye hoy en ciertos grupos y comunidades que acaban de nacer. Es
curioso que, a veces, lo primero que piden, incluso con un entusiasmo sorprendente, es...
¡unos estatutos! No se trata del legalismo digamos «clásico» (una patología como otra
cualquiera), sino de una nueva tendencia que lleva a estos grupos a poner como prioridad
el estatuto, la norma, la codificación.
Me recuerda el caso de un niño que, cuando yo trabajaba en un colegio, llegó
llorando con sus padres a la tutoría. Tenía once años el chaval desconsolado. El motivo
era que le habían puesto notas muy bajas y así no llegaría en el futuro a cumplir su sueño
de ser empresario. Me quedé de piedra y no porque tenga nada contra los empresarios,
sino porque a esa edad me parece que uno sueña con ser futbolista, o domador de leones,
o astronauta, o misionero o qué se yo... Intenté calmarle (a él y a los padres) y le dije que
ya habría tiempo de pensar en empresas y que, por el momento, disfrutase de la vida, que
hiciese deporte, que estudiase más, que conociese amigos...
Pues algo parecido me pasa con esta «tendencia estatutaria» de ciertos grupos. En
latín macarrónico diríamos que «primum vivere, deinde statuere», esto es, primero vivir,

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crecer, celebrar y disfrutar la fe, discernir y descubrir, escuchar, meditar, compartir,
orar... y ya habrá tiempo para estatutos (importantes, sin duda, pero no lo prioritario ni lo
primero).

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Organizar la mesa (¡y el alma!)
[noviembre de 2015]

Hace ya algunos años, me decía un amigo de la universidad que no conseguía limpiar su


mesa de trabajo. El ritmo de la vida moderna hace que vayamos acumulando cosas casi a
un ritmo frenético y la torre de libros que se elevaba sobre su mesa era un buen ejemplo
de ello. Allí estaba la Biblia, sobre ella la regla de su orden, encima el derecho canónico,
encima las actas del último capítulo, encima los manuales para dar clase, sobre ello una
montaña de exámenes, encima dos o tres libros de moda, encima las revistas a las que
estaba suscrito y (digámoslo todo) encima algún periódico deportivo ya casi haciendo
equilibrios para que la torre no cayese.
No sé si resulta exagerado decir que, a veces, tenemos el alma (al menos, yo) como
aquella mesa de trabajo. Lo más esencial, lo que da sentido a nuestra vida, lo
fundamental, parece esconderse entre un montón de compromisos, actividades,
programaciones, reuniones, fotocopias y mil cosas más (por no entrar en el mundo de la
informática). No deberíamos olvidar los religiosos que, en cierto modo, estamos
llamados a ser «hombres y mujeres de lo esencial». Todo es importante, pero relativo.
Cuando lo relativo oscurece a lo esencial, se convierte en ídolo y caemos en el pecado
más grande denunciado en la Escritura. Y, además, al oscurecerse lo esencial, muchas
otras cosas se difuminan o se sobredimensionan.
En ocasiones esos ídolos son evidentes, groseros (valga la expresión) y se les ve
venir... pero otras veces son muy sutiles y ladinos y, bajo apariencia de cumplimiento, de
generosidad, de observancia, de compromiso y de mil cosas más (buenas, sin duda),
pueden acabar distrayéndonos y apartándonos de lo esencial. No se trata de vivir en una
intensidad continua, generalmente insoportable para uno mismo (¡y para los demás!),
sino de no perder el norte ni las dimensiones...
Por ello, los religiosos deberíamos huir de la superficialidad y de la banalidad que
en ocasiones nos rodean. Sin desentendernos de nada y sin refugiarnos en burbujas
espirituales o intelectuales, no deberíamos caer en la cultura del barullo (en el

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«multiloquio» del que avisaba la Regla carmelita citando los Proverbios). Y es que hacen
falta hombres y mujeres con hondura humana y espiritual, del «multum» y no del
«multa». Hace falta, en definitiva, gente que –como dijo el poeta– se pare «a distinguir
las voces de los ecos».
Por ello, ahora que nos adentramos en el Adviento y que caminamos hacia la
celebración del Misterio, no nos vendría mal reordenar la mesa (y el alma) y desbrozar lo
superficial para reencontrarnos gozosamente con lo esencial y con lo que da sentido a
nuestras vidas.

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«Quis animat animatores?»
[diciembre de 2015]

Vayan por delante mis disculpas para los buenos profesores latinistas que tuve.
Ciertamente se trata de un latín macarrónico que adapta la frase clásica de Juvenal:
«Quis custodiet ipsos custodes?» (quién vigila a los que tienen que vigilar), y que se usa
para expresar la necesidad de controlar al poder mismo.
Pues bien, yo la suelo adaptar como reza el título, ya que en asambleas y reuniones
tengo ocasión de hablar con provinciales jóvenes (más jóvenes que yo) en los que, a
veces, percibo un cierto miedo, cansancio, o desánimo ante la tarea encomendada. Me
insinúan (o me lo dicen abiertamente) que echan de menos la pastoral o la docencia o
incluso que no se hicieron religiosos «para esto». Yo intento animarlos como Dios me da
a entender. Suelo decirles que también la «animación» (palabra que me gusta más que
«gobierno») es, en cierto modo, un servicio pastoral. Se trata de una parroquia un tanto
sui generis, es verdad, pero también aquí hay que estar atentos a las necesidades de los
hermanos y dialogar, consolar, corregir, curar heridas, sugerir caminos, agradecer,
entusiasmar...
Pero, por otra parte, también comprendo que este momento de la vida religiosa es
complejo y que, a veces, faltan las fuerzas o se difuminan los apoyos. Por ello (de ahí el
«seudolatinajo»), invito a los hermanos a que también ellos animen a los que tienen que
animar. Todos necesitamos que, al menos de vez en cuando, se nos agradezca algo, se
nos reconozca el esfuerzo o se «nos pase la mano por el lomo» (valga el casticismo). El
afecto y la solicitud con el que tenemos al lado, si son auténticos, no van nunca en
detrimento de nuestra consagración ni de nuestro compromiso.
Es verdad que el primer encargado de consolar es el Espíritu Santo y a él nos
tenemos que encomendar (cf. Jn 14,15). Pero no estará de más que, ahora que se acercan
las navidades y los corazones se reblandecen un poco, le echemos una mano.
Algunos pensaréis que esto es solo un comentario sentimental o un pío deseo con
poca utilidad práctica, pero creo que también otros superiores y superioras sabrán muy

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bien a lo que me refiero. Y es que, de vez en cuando, todos necesitamos el bálsamo del
afecto. O, como dice el papa Francisco, necesitamos mirar a María para volver «a creer
en lo revolucionario de la ternura y del cariño» (EG, 288).

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Buenismo y malismo
[enero de 2016]

Mi abuelo, que era –además de una bellísima persona– de un pueblo de Cuenca, usaba
de vez en cuando una «variedad dialectal» que se da en ciertas zonas de España (en torno
a la Mancha). A veces, refiriéndose a una comida, decía que «estaba buenisma» (sic), o
refiriéndose a un niño que había crecido mucho, decía que «estaba grandismo» (sic).
Después me he enterado de que esta variedad dialectal se da también en otras zonas de
España. El caso es que, a veces, me acuerdo mucho de él, porque ahora se ha puesto de
moda (en la política, pero también en la Iglesia), hablar del «buenismo». De hecho, en
ciertos ambientes, esto es lo peor que te pueden llamar, una verdadera ofensa de la que
se debe huir como de la peste. Ser «buenista», o «actuar movido por una especie de
buenismo» (latiguillos frecuentes), es algo grave y una descalificación horrible.
Bromas aparte, en la vida religiosa sabemos bien el peligro de lo que se considera
«buenismo»: dejar pasar los problemas, evitar la confrontación, aun cuando sea
necesaria, no asumir responsabilidades ni afrontar situaciones complicadas y difíciles,
etc. Todo ello, lejos de solucionar los problemas, los suele agravar y postergar para los
que vengan detrás. ¿Quién –en su sano juicio– no está de acuerdo en criticar esto? Lo
que me preocupa personalmente es que no pongamos la misma fuerza, la misma energía
y sagacidad en detectar y criticar otra patología espiritual que considero más peligrosa y
también frecuente: la del «malismo». A veces sentimos pánico a que nos llamen
«buenistas», pero no nos ofende siquiera que piensen que somos «malistas», y, la
verdad, puestos a elegir o a correr el riesgo de caer en uno u otro... pues qué quieren que
les diga. Yo que soy algo ingenuo, sigo creyendo fervientemente en lo del primado de la
caridad y todo eso. Ahí es donde se rompen los moldes normales por la fuerza del
Evangelio y quizás ahí esté también lo revolucionario de la vida cristiana y el testimonio
de la vida religiosa. En el «buenismo» nos jugamos lo de estar seriamente y con
responsabilidad en el mundo, pero en el «malismo» nos jugamos lo de no ser del
mundo...

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A mi abuelo le haría gracia lo del «buenismo» este y seguro que con retranca
castellana pensaría que a todos les ha dado por hablar como en su pueblo.

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De centenarios y fuegos artificiales
[febrero de 2016]

Esta vez comienzo con una confesión pública: cuando yo era más joven (más combativo,
más progre) solía decirles a mis superiores (para pincharles): «Cuando no hay futuro... ¡a
celebrar centenarios!». Era mi forma de protestar por la falta de creatividad, de coraje o
de imaginación para afrontar el presente y el futuro. Pero todo tiene su edad. Con los
años uno ve las cosas de otro modo, no diverso, pero sí complementario. Además, Dios,
en su infinita sabiduría, me ha dado una buena penitencia. Aquellos centenarios que
criticaba, ahora me toca presidirlos y animar a la gente a que los viva y los celebre. Pues
bendito sea Dios.
En la familia carmelitana estamos viviendo en los últimos años una serie de
aniversarios muy importantes: 800 años de la muerte de Alberto, el patriarca de
Jerusalén que nos dio la Regla; 400 años de la muerte del P. Gracián (el gran
colaborador de santa Teresa); los 500 años del nacimiento de santa Teresa de Ávila,
mística escritora y carmelita universal; y, ahora, los 450 años del nacimiento de la gran
mística florentina, María Magdalena de Pazzi. También en otras familias religiosas se
están celebrando centenarios de gran importancia y muy significativos, como (entre otros
muchos) los 200 años del nacimiento de Don Bosco o los 800 años de la fundación de
los dominicos.
En diversos foros en medio mundo he debido hablar de estos centenarios y siempre
he avisado de cuatro tentaciones que considero se deberían evitar a toda costa. La
primera sería la de reducirlos a una especie de «fuegos artificiales» (fastos, eventos,
celebraciones). Otra tentación es la de convertirlos en un ejercicio de mera arqueología:
buscar piezas de museo en el pasado y meterlas en las vitrinas de nuestras publicaciones
o de nuestros anales. Son ambas tentaciones muy frecuentes en las curias y, en principio,
responden a una buena intención, pero si nos quedamos en eso, si estas figuras no tocan
nuestro presente y nuestros corazones, si no nos interrogan, nos provocan, nos inspiran y
nos animan... pues algo estará fallando. Alberto, Domingo, Teresa, Don Bosco y tantos

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otros nos invitan a seguir caminando hoy, a abrir caminos con humildad y con coraje, a
afrontar estos tiempos nuestros con creatividad, fidelidad y generosidad. No hay quien
les reduzca a fuegos artificiales ni a entradas de diccionarios...
De las otras dos tentaciones os hablo el mes que viene.

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De centenarios y cebollas
[marzo de 2016]

Pues aquí sigo con lo de los centenarios. Otra tentación muy frecuente en estas
conmemoraciones es la de la idealización e ideologización de una historia y de un
pasado. En el fondo (dicho así, sin muchos matices), se trata de destacar qué buenos eran
y qué malos somos. Pues ni somos tan malos ni eran tan buenos, como sabemos bien los
que ya vamos cumpliendo años y vamos conociendo un poco de la condición humana.
En este caso, el pasado se nos cuela en forma de nostalgia romántica (e irreal). Así, con
el subjetivismo que ya detectó el poeta, creemos que «cualquiera tiempo pasado fue
mejor». En algunos sectores de la política italiana se decía hace unos años: «vivíamos
mejor cuando vivíamos peor» (stavamo meglio quando stavamo peggio). En el fondo, es
la tentación de añorar las cebollas de Egipto, la tentación de aquellos que no se abren
con esperanza y valentía al futuro y miran con melancolía a un pasado heroico que no
volverá.
La cuarta y última tentación de este vademécum o «libro de instrucciones» para la
celebración de centenarios varios, es la de la «imitación mimética» (tan ridícula como
imposible) de estas grandes figuras. Si tal santo llevaba la barbita así, o la fundadora
vestía de esta manera o si los santos fundadores comían esto o lo otro... o qué se yo.
Flaco servicio se les hace a estas figuras egregias, imitándolas en lo accesorio en vez de
hacerlo en lo esencial (generalmente más difícil y sacrificado). No se trata de
preguntarse sobre qué hacían, sino sobre qué harían. Ello supone riesgo, interpretación,
discernimiento (y todo ello nos gusta menos).
Los centenarios nos sirven, más bien, para mirar con gozo y gratitud a un pasado,
pero también para buscar inspiración (casi me atrevería a decir «provocación») para
nuestro presente y esperanza para nuestro futuro. Es lo que en teología se llama la
«dinámica anamnética» (tan importante en la liturgia, por ejemplo) y que consiste en
traer un pasado al presente para que nos renueve y nos proyecte hacia el futuro. Estos
centenarios están siendo una bendición para las diversas familias de la vida consagrada.

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Demos gracias a Dios por lo que hicieron e intentemos imitarles a ellos que –sin
acordarse demasiado de las cebollas de Egipto– abrieron nuevos caminos y respondieron
a los retos de su tiempo con generosidad, con valentía y con fidelidad...

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Repuestos Menéndez
[abril de 2016]

Hace unos años fui a un país africano para la inauguración de un nuevo convento
carmelita. Los que hayáis estado allí sabéis con cuánta solemnidad, aire festivo y calma
se desarrollan estas celebraciones, llenas de vida y de participación gozosa a través del
canto, del baile, de los signos y símbolos. Presidía el arzobispo local que tenía un
carácter ligeramente áspero. Poco antes de salir en procesión ya había llamado la
atención a dos sacerdotes por hablar en la sacristía improvisada y a otros por no vestir
suficientemente de acuerdo a la celebración.
Hacía un calor sofocante y los hermanos me sugirieron que me quitara el hábito y
que me pusiera el alba y la casulla sobre la camiseta y así lo hice. Era una camiseta
(todavía me acuerdo) de publicidad de Repuestos Menéndez, una de esas camisetas que
uno guarda (muchos años) para los viajes. Al terminar la celebración y volver a la
sacristía, me quité los paramentos litúrgicos, pero mi hábito no aparecía. Mientras yo me
ponía nervioso y sudaba cada vez más (ahora por el apuro), los mil fotógrafos
(profesionales y aficionados) nos iban haciendo fotografías sin parar: el señor arzobispo
con cara de pocos amigos, muchos clérigos elegantísimos y yo con mi publicidad de
Repuestos Menéndez, colorado como un tomate.
El hábito apareció tras algunos minutos (que se me hicieron eternos) y ahí quedó la
anécdota. Uno, que ya va teniendo tablas, salió del apuro, más aún, lo espiritualicé (en el
mejor sentido de la palabra), pues había oído hacía poco a Enzo Bianchi que «el camino
más seguro para alcanzar la humildad consiste en pasar a través de las humillaciones».
Pues bendito sea Dios. Pero a mí me quedó la duda de si no somos demasiado tendentes
a esconder entre capisayos y sahumerios, entre observancias y dignidades, lo sencillo, lo
que somos, de dónde venimos (Repuestos Menéndez era una empresa de mi barrio en
Madrid que quizás todavía exista), todas esas cosas que nos hacen cercanos a todos los
seres humanos (familia, amigos, raíces) sea cual sea nuestro cargo, nuestra dignidad o
nuestro título. En algunos casos –peor todavía–, hay quien parece avergonzarse de sus

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orígenes sencillos, de las gentes que no nos llaman ni «Reverendísimo», ni «Eminencia»,
ni «Excelencia», sino por el nombre de pila (el título más hermoso y el primer regalo que
nos hizo la Iglesia).
Debajo del hábito todos llevamos la camiseta de Repuestos Menéndez [4]. No nos
quita dignidad, ni a nosotros, ni a los cargos, títulos y ministerios que son importantes y
respetables, ojo, pero que no nos pueden hacer renegar de lo que somos. Es –de forma
muy análoga y salvando todas las distancias– como el Misterio mismo de la Encarnación
del Verbo... que no hizo alarde de su categoría de Dios (...) pasando por uno de tantos
(Flp 2,6-7).

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Las piedras de Lunzjata
[mayo de 2016]

He estado en varias ocasiones en Malta, con motivo de diversos actos y celebraciones de


nuestra provincia carmelita. Se trata de una isla llena de belleza mediterránea, de
historia, de arte y de cultura y, sobre todo, de gente afectuosa y hospitalaria, que ha visto
pasar tantos y tantos visitantes, desde que san Pablo naufragara cerca de allí y dijera de
los habitantes de la isla que «mostraban una humanidad poco común» (Hch 28,2).
El Carmelo tiene en Malta una presencia con varios siglos de servicio a la Iglesia
local. El caso es que los carmelitas malteses tienen una casa con una historia muy
peculiar: el viejo convento carmelita de Lunzjata (que había sido una donación de
Margarita de Aragón a principios del siglo XV), fue desmontado piedra a piedra por los
frailes dos siglos más tarde para construir el convento de M’dina, esa joya que hoy es
Instituto de Espiritualidad conjunto entre carmelitas y carmelitas descalzos (O.Carm y
OCD), museo y centro cultural en el corazón de la hermosísima ciudadela.
Me llamó mucho la atención aquella historia: un convento que se desmonta para
poder construir otro convento. Una presencia que se transforma, que se muda para
permanecer viva y fiel, y no pude por menos que admirar la flexibilidad vital y espiritual
de aquellos carmelitas del siglo XVI. Las piedras eran las mismas, pero la presencia
adquiría una nueva configuración. Tampoco pude dejar de compararlo con algunas
situaciones que vivimos hoy en la vida religiosa, especialmente con la falta de capacidad
para acoplarnos a nuevas situaciones, la escasa libertad para cerrar una presencia (algo
siempre triste, qué duda cabe) y abrir otra que pensamos pueda ser más significativa,
más fructífera, más apostólica...
Se trata (¡todo un reto!) de hacer lo mismo, pero de hacerlo de otra manera. Ello nos
lleva a plantear bien un debate cada vez más frecuente en las órdenes y congregaciones
en Europa. La cuestión principal no es qué no vamos a hacer (qué casas vamos a cerrar,
qué no podemos hacer, etc.), sino lo contrario: qué queremos hacer (en positivo), es
decir, qué podemos ofrecer desde nuestro carisma a la gente, a la Iglesia local y a la

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Iglesia universal. Parece algo sencillo (simplemente formular la cuestión en positivo y
cambiar el gesto), pero conlleva un cambio de mentalidad y en algunos casos exigirá un
verdadero cambio de actitudes: generosidad, apertura, discernimiento sincero,
creatividad, disponibilidad, valentía y (por qué no decirlo) conversión... Cada actitud
merecería un tratado, pero nos limitamos a sugerirlas para que –como aquellos
frailecillos por los caminos polvorientos de Malta– seamos capaces de trasladar las
piedras para que éstas sigan hablando...

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El papa Francisco y Buñuel
[junio de 2016]

No sé si el papa Francisco es aficionado al cine. Supongo que ahora, teniendo en cuenta


la vida que lleva y su capacidad (realmente admirable) de trabajo, no tiene muchas
ocasiones de ver una película y, menos todavía, de ir a un cine. No sé tampoco si el papa
conoce esa extraña película llamada El ángel exterminador, un film que Buñuel grabó
durante su exilio en México, más bien con pocos recursos, y del que, en más de una
ocasión, se mostró algo insatisfecho, pese al éxito que alcanzó.
Hace poco he tenido ocasión de volver a ver esa película inquietante, onírica,
desconcertante, del genial cineasta hispano-mejicano. Un grupo de personas
pertenecientes a la alta burguesía, se reúnen para una elegante velada en una casa de la
calle Providencia, pero, poco a poco, se dan cuenta de que, por una extraña razón, no son
capaces de abandonar la mansión, donde permanecen varios días entre tensiones,
suspicacias, egoísmos y mezquindades. El ambiente se vuelve asfixiante y tenso.
Además, Buñuel utiliza a lo largo del film un extraño recurso: la repetición de algunas
escenas breves, con ligeras diferencias o cambios de puntos de vista.
Es verdad que esta película de Luis Buñuel ha recibido mil interpretaciones
(marxista, freudiana, surrealista) y, todavía hoy, sigue suscitando interés y curiosidad,
pero a mí me ha recordado una idea que el papa Francisco repite con frecuencia: en la
vida cristiana (y, más aún, en la vida religiosa) debemos huir de las comunidades
cerradas, estériles, ensimismadas en sus pequeños problemas, en caprichos y manías, en
dimes y diretes, en envidias y rencores que, aun siendo generalmente pequeños, no dejan
de paralizarnos y de empobrecernos. Hay que abrir las ventanas al aire fresco del
Evangelio, de lo nuevo, de la vida que, como un torbellino, nos sacude y nos cuestiona.
Quizás debemos dejar un poco de lado los cotilleos, los blogs (¡excepto los buenos,
como este de Vida Religiosa!), las banderías y las batallitas y elevar el espíritu a lo más
noble y a lo más hermoso de nuestra fe y de nuestra vocación. Se trata, en definitiva, de
ir construyendo esa «Iglesia en salida» (misionera, generosa, abierta) que tanto le gusta

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al papa. Si no, dejamos que –como Pedro por su casa– entre en nuestras vidas «el ángel
exterminador» que nos bloquea, nos esclerotiza y nos avejenta...
El papa Francisco, en la Carta Apostólica que nos envió con ocasión del Año de la
Vida Consagrada, lo explicaba con la sabiduría vital que le caracteriza y, sin ambages,
decía lo siguiente:

No os repleguéis en vosotros mismos, no dejéis que las pequeñas peleas de casa os


asfixien, no quedéis prisioneros de vuestros problemas. Estos se resolverán si vais
fuera a ayudar a otros a resolver sus problemas y anunciar la Buena Nueva.
Encontraréis la vida dando la vida, la esperanza dando esperanza, el amor
amando.

Casi nada. Amén.

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Gestos pequeños para personas grandes
[julio de 2016]

Hace unos días he tenido el gustazo de leer Mi conversión de Dorothy Day, uno de esos
libros que uno tiene en la lista de espera, con ganas de «hincarle el diente» cuanto antes.
Me ha fascinado la aventura espiritual de esta mujer: activista comprometida con la
difícil situación de los obreros en los Estados Unidos del primer tercio del siglo XX,
sindicalista imbuida de la filosofía marxista, y periodista que trabajó en muy diversos
medios de su época. Sin perder ni un ápice de su profunda conciencia social, fue
acercándose paulatinamente a la fe con sinceridad, con generosidad, con emoción. Y la
fe la «reenvió» a los pobres con mayor sensibilidad si cabe. Frente al prejuicio marxista
del que ella misma había participado, la fe no fue «opio», sino acicate y estímulo en la
lucha por los derechos de los más necesitados.
En algunos momentos, su biografía (su itinerario espiritual) recuerda al de otras
grandes mujeres que han sido fundamentales en la historia espiritual del siglo XX:
Teresa de Lisieux (que, aunque muere en el XIX, marca decisivamente la espiritualidad
del siglo siguiente), Ana Frank, Simone Weil, Hannah Arendt, Adrienne von Speyr,
Gertrud von Le Fort... y tantas otras. Pero, al menos en algunos puntos, a quien me ha
recordado más es a Edith Stein, la filósofa judía que también descubrió la fe a través de
lecturas filosóficas, del encanto de la liturgia y del encuentro con santa Teresa. Las dos
se muestran muy serias (e incluso rígidas) con el horario y el aprovechamiento del
tiempo; ambas fueron voluntarias de la Cruz Roja en la primera Guerra Mundial y ambas
fueron mujeres fuertes, hondas, receptivas, valientes y buscadoras en la maraña espiritual
y cultural de su tiempo. Su periplo concluyó en el catolicismo, aunque las dos provenían
de tradiciones religiosas muy diferentes y las dos pasaron por la pérdida de la fe y la
frialdad religiosa.
Pero el caso es que ambas –y aquí es donde yo quería aterrizar– tuvieron una
sensibilidad especial para los pequeños gestos de fe, para ciertas actitudes que, pese a su
extrema sencillez, acabarían teniendo gran importancia en su «conversión». Edith, la

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filósofa, la pensadora, la discípula aventajada de Husserl, se emociona ante una señora
que, cargada con las bolsas de la compra, entra en la catedral de Frankfurt para
arrodillarse y rezar. Es la primera vez que percibe un diálogo personal con Dios en el
silencio de una iglesia casi vacía... y nunca lo pudo olvidar. Dorothy, activista
comprometida y periodista aguda, acude a la catedral de Nueva Orleans y presencia una
bendición. La misma posición corporal de los que la reciben la conmueve
profundamente (me hizo inclinar la cabeza) y, años más tarde, se pregunta si sintió algo
así como «una Presencia».
Me impresiona (y ahora hablo de mí) esa sensibilidad de las personas
verdaderamente grandes ante los gestos pequeños de creyentes normales, devotos,
piadosos. Me duele el desprecio sistemático y algo arrogante que a veces se muestra ante
la fe de los sencillos. Es verdad que en ocasiones estos gestos se pueden manipular, que
se ideologizan y se convierten en armas arrojadizas para nuestras batallitas eclesiales.
Pero no me refiero a nada de eso. El mismo Dietrich Bonhoeffer, un gigante del
pensamiento teológico del siglo XX, se conmovió hondamente ante la gente que
esperaba para confesarse en Santa Maria Maggiore cuando estuvo en Roma en 1924. O
Thomas Merton, uno de los más apreciados y sutiles escritores espirituales de nuestro
tiempo, que siente nada menos que la presencia de Dios («en la carne y Dios en sí
mismo») cuando unos niños rezan el Credo tras la elevación en una misa en La Habana,
mientras desde la calle llegan todo tipo de ruidos, gritos y anuncios. Varios años
después, con un bagaje espiritual e intelectual más amplio si cabe, llegó a afirmar que
«tal vez sean las verdades más sencillas y populares las que, después de todo, son
también las más profundas...».
Y nuestro Unamuno (que ya de joven era contradictorio, cascarrabias, entrañable y
genial) cuando visita Roma en 1889 despotrica del arte kitsch y relamido que encuentra
por todas partes, pero se emociona ante los exvotos amontonados en la Iglesia del Ara
Coeli, en el Campidoglio, y exclama: «Este, este es el verdadero arte religioso, no el de
San Pietro; esto, los toscos monigotes de Ara Coeli que contemplan con desdén los
curiosos y aún muchos fieles; en estos están encerradas lágrimas de madre, alegrías de
hogar, fe pueril, no arrogancias de papas y apoteosis de artistas...».
Quizás yo sea un sentimental, pero le pido a Dios que las altas teologías, las
experiencias místicas y los compromisos sociales... no nos anulen esa capacidad de
contemplar y de conmovernos ante los pequeños gestos de fe de los más sencillos.

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Dios actúa en los desastres
[agosto de 2016]

Conviene avisar desde el principio que hablo de desastres en el sentido figurado y


popular que damos a esta palabra cuando algo no funciona bien y decimos: «¡esto es un
desastre!». Viene a ser, por tanto, un sinónimo de chapuza, de algo hecho de cualquier
manera y sin preparación. Puede usarse también en situaciones en las que un exceso de
entusiasmo y quizás de ingenuidad nos llevan a embarcarnos en una aventura para la que
realmente no estábamos preparados o para la que no teníamos la capacidad suficiente y –
como suele pasar– tras algún tiempo, empezamos a sentir que las cosas no funcionan (o
no funcionan todo lo bien que desearíamos) y que aquello, una misión, una fundación,
un proyecto, un apostolado... ¡es un desastre!
Hace algún tiempo fui a Kansas, en los Estados Unidos, para las celebraciones con
motivo del 150 aniversario de la llegada de los primeros carmelitas alemanes a América
del Norte. Se trató de una hermosa celebración, con una serie de actos religiosos y
culturales muy cuidados y solemnes. Volví a Roma tan satisfecho que busqué la historia
de aquellas fundaciones para conocer mejor esta etapa de la historia de nuestra Orden.
Tras pocas páginas me di cuenta de que –pese a la generosidad de aquellos pioneros
alemanes– realmente aquella fundación ... ¡fue un desastre!
En efecto, el primer grupo de carmelitas se dirigió a Kentucky, pensando que el
obispo les recibiría con los brazos abiertos. Sin embargo, el prelado les mandó muy
gentilmente al Oeste, ya que ni les había llamado ni parecía necesitarles. Así llegaron a
Kansas que entonces era un terreno peligroso (una periferia, como diría el papa
Francisco), pero allí no se pusieron de acuerdo y se dividieron en dos grupos. Por ello, el
Prior General en Roma, cuando se enteró, se enfadó bastante, ya que él no había
permitido dicha división. En definitiva, los orígenes del Carmelo en Norteamérica...
¡fueron un desastre!
Pero menos de un siglo más tarde la provincia carmelita de Chicago (PCM,
Purísimo Corazón de María), era la más grande de la Orden, llevaba adelante

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apostolados de todo tipo, abría misiones en otros países y daba varios generales a la
Orden. Y es que Dios, a veces, también actúa en y a través de los desastres. He usado
esta frase en varias ocasiones (sobre todo para animar a los que se desesperan porque las
cosas no funcionan bien), pero me he dado cuenta de que tengo que hacerlo con mucha
cautela y precisando bien lo que quiero decir, ya que –en más de una ocasión– me he
visto citado para justificar una chapuza o para mantener una rutina («Como dice el
General, Dios actúa en los desastres»).
Evidentemente, no se trata de eso. Hay que hacer las cosas bien, sobre todo en una
sociedad como la nuestra en la que tantas cosas están sujetas a un control de calidad.
Tenemos que acabar con esa imagen de la vida religiosa que la identifica con lo hecho de
cualquier manera, con lo descuidado, con la chapuza, en definitiva. Ser sencillos o ser
humildes (valores esenciales al religioso), no debe confundirse con ser descuidados o
desaliñados, ni con la falta de preparación o de profesionalidad. Esa preparación, ese
esfuerzo por hacer las cosas bien, no responde a un perfeccionismo, ni a un ascetismo
rancio, ni –menos aún– a un narcisismo vanidoso. Hacer las cosas bien forma parte de
nuestro esfuerzo por el Pueblo de Dios, de nuestra vocación de entrega y de la
generosidad que dicha vocación conlleva. Ciertamente, podemos fallar, equivocarnos,
meter la pata, pero nunca debemos instalarnos en la mediocridad con la excusa de la
humildad que en el fondo esconde una comodidad y una pereza incompatibles con
nuestra consagración. ¡Qué bien lo supo detectar Teresa de Jesús! Ella –con una santa
osadía que yo no tengo– llegó a hablar de «almas cobardes con amparo de la humildad»
(Vida 13,2). En definitiva, hay que hacer las cosas lo mejor posible y no usar la
humildad como coartada.
Pero –volviendo a los desastres– también es verdad que tenemos que ver las
situaciones con una mirada algo más trascendente, diríamos –valga la expresión que le
robamos a Spinoza– sub specie aeternitatis... esto es, sabiendo que trabajamos no para
nuestro éxito personal inmediato, sino para los que nos sucederán y sabiendo que
probablemente no veremos los frutos de nuestro trabajo, sino que los disfrutarán otros
(como, por otra parte, nosotros disfrutamos del trabajo de los que nos precedieron).
Nuestra sociedad prima lo inmediato. Como cantaba Queen hace unos años, también
nosotros lo queremos todo y lo queremos al momento («I want it all and I want it
now!»). Frente a ello, conviene volver a los clásicos que nos recordaban, como decía

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Virgilio en las Églogas, que serán los nietos quienes recogerán los frutos de nuestro
trabajo y de nuestros esfuerzos («carpent tua poma nepotes»).
Tras estos años como Prior General, me queda una convicción profunda y firme:
Dios bendice siempre la generosidad. Pero no lo hace ni cuándo ni cómo nosotros
queremos. Si no lo vemos con esa mirada trascendente, nuestra vida será una queja
continua, un narcisismo mal disimulado y frustrante, y una renuncia estéril...

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«Undisclosed recipients»
[septiembre de 2016]

Hace algún tiempo me contaba sus cuitas un joven amigo que había tenido un desengaño
amoroso. Tuvimos una larga conversación y yo intenté animarle y le insistí en que la
vida sigue, que mejor ahora que más adelante y todos esos tópicos que usamos los que
somos ya más mayores y hemos criado costra en las heridas del alma... Lo curioso es que
lo que más le había dolido era que, de recibir cariñosos correos personales, había pasado
ahora a recibir solo correos colectivos, de esos que te mandan con algún power-point
muy ingenioso o con un link de alguna escena muy graciosa, y que van dirigidos a esa
triste categoría de «undisclosed recipients». Esta expresión de nuestro lenguaje digital se
suele traducir como «destinatarios no revelados», pero todos sabemos que, en realidad,
lo que significa en muchos casos es que formas parte de un destinatario colectivo, de un
grupo, probablemente muy amplio, de conocidos, de amistades varias, de personas más o
menos interesadas en un tema o, peor aún, que por cualquier motivo estás (solamente
eso) en la lista de correos de esa persona.
A veces puede ser bastante decepcionante. Seguro que todos tenéis la experiencia
de recibir un cariñoso correo, sobre todo en Navidad, y descubrir después que va dirigido
a un montón de gente y se te queda cara de pasmo. Pues a mi joven amigo, eso era lo que
más le dolía: haber pasado a ser un anónimo de los undisclosed recipients, y cada correo
se convertía para él en un dolor punzante. Y la verdad es que no andaba descaminado.
A mí –que soy un sentimental– me vino a la mente el cuento jasídico que hablaba
de Dios como un niño que llora cuando juega al escondite y nadie le busca, o la voz
desgarrada de Juan Gabriel cantando aquello de «probablemente ya de mí te has
olvidado...». Me recordó también (y perdonadme esa tendencia posmoderna a mezclar
autores de tan diversa categoría y condición) al «pastorcico» del hermosísimo poema de
Juan de la Cruz (inspirado en poemas pastoriles anteriores), al que lo que más le dolía
(como a mi amiguete) era sospechar que había sido olvidado: «Que solo de pensar que

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está olvidado/ de su bella pastora, con gran pena/ se deja maltratar en tierra ajena/ el
pecho del amor muy lastimado».
El poema tiene una lectura cristológica honda y maravillosa y siempre que lo leo se
me ponen los pelos como escarpias. En este caso, entre mi amigo y el poeta carmelita,
me recordaron que cada persona es única, que para Dios no hay undisclosed recipients y
que, para nosotros (al menos en lo esencial y más hermoso de la vida), tampoco debería
haberlos.

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Canis hortulani morbus
[octubre de 2016]

Creo que todos los que ya vamos teniendo «una edad» (valga el eufemismo) hemos
conocido en aquellos años de estudio de filosofía o de teología, con grupos más
numerosos que ahora, a algún compañero aficionado a crear latinajos macarrónicos. Es
un mecanismo cómico bien conocido: se toma una expresión popular o castiza y se
«traduce» al latín. Quién no ha oído la expresión «Intellectus apretatus discurrit qui
rabiat» para expresar el ingenio que tiene que desarrollar quien se halla en un apuro o el
no menos célebre «Peoni camineri res» para referirse a una obviedad o simplemente a
una tontería.
Esto del latín macarrónico (la latinitas culinaria), viene de lejos y se relaciona
incluso con los goliardos de la baja Edad Media. No pocos autores lo han utilizado en
sus obras, generalmente con un interés cómico. Por ejemplo, Rodriguín (un escolar de
los jesuitas de Madrid) decía aquello de «Acababerit sicut rosarium albae matutinae» en
Un faccioso más y algunos frailes menos (uno de los más célebres Episodios Nacionales
de Pérez Galdós). Incluso un personaje del Ulises de Joyce, profiere un burlesco
«Muchibus Thankibus».
Bueno, pues el caso es que algunas veces me viene a la mente uno de aquellos
latinajos que decía mi amigo, cuando se refería a la manía de algunas personas de
ponerle pegas a todo y de boicotear (al menos sutil e intelectualmente) cualquier
proyecto novedoso. Mi colega decía que la persona que fuere tenía el «Canis hortulani
morbus»...
Las técnicas para el «no hacer ni dejar hacer» son variadas y, en algunos casos, muy
sofisticadas. Quién no conoce al típico aguafiestas que cuando una comunidad (un grupo
juvenil, una parroquia, una comunidad religiosa) está preparando qué hacer de especial
en Navidad... pues se arranca con el clásico «¡Bueno, es que Navidad es todo el año!».
No menos eficaz es el que yo llamo «boicoteador metafísico o hermenéutico» que,
cuando vamos a planear alguna acción social o algún proyecto cultural, se descuelga

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diciendo: «Bueno, primero tenemos que definir qué significa solidaridad» o «Tenemos
que clarificar antes qué entendemos por cultura». Vamos, como para eternizarse antes
de empezar a hacer nada...
En otros casos se trata de resistencias más pasivas, como el no menos clásico
derrotismo de quien afirma: «Eso ya lo intentamos hace muchos años y no funcionó». Y
qué decir del famoso adagio (típico de las casas romanas) que, ante el más mínimo
cambio, alude al irrefutable principio de que «Aquí siempre se ha hecho así...».
En fin (y bromas aparte), se trata de mecanismos muy humanos y sin la mayor
maldad, pero a veces (sobre todo en temas de más calado), pueden llegar a bloquear
procesos, a crear frustración y, lo que es peor, a destruir experiencias antes de que
nazcan y a cerrar caminos, aún antes de emprenderlos.
Entre todas estas técnicas del «boycotting», la más frecuente en nuestras curias es el
«boycotting canónico» y quiero que se me entienda bien. Ciertamente que una Curia
General o un Dicasterio romano tienen que velar porque se cumplan los cánones. Y no se
trata de legalismo, sino de que lo que se haga responda a la naturaleza, a los objetivos y a
la finalidad de un grupo religioso, así como (importantísimo) que los derechos de todos
sean respetados. Esto no lo pone en duda nadie en su sano juicio. Más aún, esta es una de
las funciones más importantes de nuestros superiores. ¡Para eso les pagamos!, que diría
un castizo.
El problema empieza cuando esa tarea, más que cautelar, proteger e incluso animar
se convierte en un tapón, en verle pegas a todo, en ser puntilloso con las nuevas
experiencias que, sin duda, deberán ser bien discernidas, evaluadas con el tiempo,
analizadas... pero que no deberían rechazarse de principio. El papa Francisco nos ha
animado a todos –pero de forma muy especial a la vida religiosa– a asumir riesgos, a
abrir nuevas vías, a buscar nuevos cauces. Forma parte de nuestra esencia. De hecho, de
ciertas experiencias novedosas nacieron grandes movimientos eclesiales y de eso, en la
vida religiosa, sabemos mucho. Que (con toda la prudencia y la sensatez necesarias) no
nos falte algo de audacia y de creatividad para no caer en la enfermedad del perro del
hortelano que, como es bien sabido, ni comía, ni dejaba comer.

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¿Tú de qué equipo eres?
[noviembre de 2016]

Un amigo mío, nórdico él, vino a Roma hace algún tiempo y se quedó muy sorprendido
de que una de las primeras preguntas que le hacían los conocidos fuese... «¿Y tú de qué
equipo eres?». Le expliqué que en algunos países hay mucha afición al fútbol y que, por
ello, pues todo el mundo tiene por lo general un equipo del que es aficionado o, como se
dice en italiano, tiffoso. Pareció entenderlo bien, pero luego, cuando hablaba con alguien,
siempre se equivocaba y convertía en seguidor de la Juventus al que es del Inter, o de la
Roma al que es del Milan, provocando cierta hilaridad y comentarios jocosos.
Esta anécdota me recordó que, en un funeral, hace ya algunos años, el monitor, al
introducir la oración del Padrenuestro, hizo una larga disertación explicando cómo en
estas circunstancias tristes tenemos que aceptar siempre la voluntad de Dios. Y, por ello,
al rezar el Padrenuestro, aunque sea difícil y doloroso, tenemos que decirle a Dios que
se haga su voluntad. En principio estuve de acuerdo (y lo sigo estando), pero luego me di
cuenta de que la sensación que se trasmitía a la gente (muchos de los participantes
probablemente no iban nunca a misa) es que Dios estaba de parte de la muerte, que esa
era su voluntad, que ese era su equipo.
Pero si nos preguntamos de qué equipo es Dios, hay que responder que siempre,
desde la eternidad y con cierta pasión de forofo ¡Dios es del equipo de la vida! Por ello,
esa frase tan hermosa del Padrenuestro –«hágase tu voluntad»– no es una especie de
aceptación resignada (que tanto nos va a dar que lo aceptemos o no) con caras lánguidas
y a regañadientes, sino un grito que sale de lo más hondo del corazón y se dirige al Dios
de la vida. Le pedimos, le suplicamos, le exigimos que se haga su voluntad...que es la
vida. Que no se haga la voluntad del mal, del pecado, de la muerte, sino la suya.
En este tiempo de Adviento que estamos comenzando, esta convicción tan hermosa,
tan honda y central de nuestra fe, se renueva cada día en la liturgia y en la Palabra.
Tenemos que estar atentos porque, a veces, nos pasa como a mi amigo nórdico, que nos
equivocamos de equipo y hacemos a Dios seguidor de uno que no es el suyo. De forma

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inconsciente (y, por supuesto, sin ninguna mala intención) hacemos que la gente que
escucha nuestras homilías o moniciones o charlas... piense que Dios es del equipo
contrario y que la vida cristiana se reduce a una melancólica, resignada y triste
aceptación de una voluntad caprichosa. Y, nosotros, forofos como él del mismo equipo,
nos comprometemos a animar todo lo que suponga vida y vida en abundancia (Jn 10,10).

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¡Dios es del Inter!
[diciembre de 2016]

Que nadie piense que el título de este post es una respuesta al del mes pasado. Se trata de
una verdadera casualidad. Estaba yo escribiendo durante la pasada asamblea de la USG
aquel articulillo sobre el equipo de Dios (el equipo de la vida), cuando un superior
general, buen amigo, me dijo casi de sopetón que él es entusiasta del Inter («Io sono
dell’Inter!»). Como yo andaba enfrascado con mi texto, pues me sorprendió
tremendamente, como si estuviera respondiendo a la pregunta que daba título al
articulillo. Pero luego me explicó que, ante las crisis que sufrimos en la vida religiosa
actual, él se declaraba partidario de todo lo que sea «inter»: interprovincial,
intercongregacional, intergeneracional, intercultural o internacional...
Charlamos largo y tendido sobre ello y estábamos de acuerdo en que esto no es (no
debe ser) una estrategia para solucionar algunos problemas coyunturales, sino más bien
una filosofía de vida y, más, si cabe, de vida religiosa. Cuando el mundo tiende a
encerrarse, a crear fronteras, barreras, divisiones y muros. Cuando se tiende a acentuar
las diferencias y a marginar al que es diverso, fortificando (a veces, apuntalando)
identidades. Cuando nos encerramos en nuestro mundo, en nuestro recinto, en nuestros
periódicos y canales de televisión y en nuestros prejuicios... pues quizás ahí, en ese
contexto, es donde nosotros, religiosos, estemos llamados más que nadie a testimoniar lo
«inter», a construir puentes, a entrelazar, a tejer relaciones, a crear ámbitos de encuentro,
de colaboración y de enriquecimiento mutuo e incluso (en el sentido del «hacer lío» del
papa) a enredar.
Me duele ese derrotismo que nos lleva a pensar que no es posible unir comunidades
o provincias, que considera insalvables las diferencias (culturales, raciales, lingüísticas)
en vez de verlas como una gran riqueza y una ocasión de crecimiento, que no cree, en
definitiva, en la posibilidad del encuentro franco, sincero y –por qué no decirlo–
evangélico.

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Ahora que estamos en Navidad, me llama la atención cómo esta idea no es ajena ni
a la Palabra de Dios (que proclama solemnemente que «el Verbo habitó entre
nosotros»), ni a las oraciones que subrayan «el maravilloso intercambio de nuestra
salvación», ni a la invocación penitencial que implora «Señor, tú estás aquí entre
nosotros... pronuncia para nosotros tu Palabra que nos libere». Con agudeza y emoción
lo supo ver Chesterton cuando afirmaba: «Es un hecho patente acerca del cruce de dos
luces particulares, la conjunción de dos estrellas en nuestro horóscopo particular: la
omnipotencia y la indefensión, la divinidad y la infancia, forman definitivamente una
especie de epigrama que un millón de repeticiones no podrán convertir en un tópico. No
es descabellado llamarlo único. Belén es, definitivamente, un lugar donde los extremos
se tocan...».
¡Dios es también del «inter»! Se sitúa «entre» y –aun a riesgo de llevarse las tortas
por los dos lados– media, une, restaña y restaura (y cada palabra merecería un tratado de
teología). Y también nosotros tenemos que imitar al Maestro en esto. De forma genial lo
dijo el papa Francisco en una de sus homilías en Santa Marta:

«Instaurar el amor es un trabajo de artesanos, de pacientes, de personas que


gastan todo lo que tienen en persuadir, en escuchar, en acercar, y esta labor
artesanal tiene pacíficos y mágicos creadores del amor. Es la tarea del mediador...
El amor nos coloca en el papel de mediador..., el mediador siempre pierde porque
la lógica de la caridad es llegar a perder todo para que gane la unidad, para que
gane el amor... Para un cristiano progresar es servir en esta tarea de mediación».

¡Feliz Navidad a todos!

90
Kilómetros basura...
[enero de 2017]

Como cada año me dispongo a terminar el 2016 participando en la carrera de San


Silvestre en Madrid. No es solo algo sano y demás, sino casi una tradición personal, una
forma de agradecer el año que termina, corriendo, recordando a los que no están y –
quizás bajo los efectos de la adrenalina y de los aplausos de la gente– sentir ese regalo
continuo que llamamos vida, con todo el batiburrillo que conlleva... La carrera, valga el
tópico, es una metáfora de la vida.
En el mundo de las carreras (del running, como se dice ahora) siempre se han dado
debates muy interesantes entre entrenadores, fisioterapeutas, doctores, etc. Uno de ellos,
por ejemplo, versaba sobre la necesidad de estirar antes de correr. Algunos corredores
africanos no veían tan clara esa necesidad que, sin embargo, viene recomendada por casi
todos los médicos deportivos. Otro debate famoso trataba sobre los llamados «kilómetros
basura», es decir, esos kilómetros de entrenamiento en los que simplemente corres
(trotas), sin forzar, despacio, a veces incluso sin un buen ritmo. Para algunos
maratonianos eran kilómetros innecesarios e inútiles (o incluso perjudiciales) mientras
que, para otros, estos kilómetros son los que dan la base para tener un buen fondo,
madurar como corredor y poder aspirar a mayores distancias o mejores tiempos.
A mí esos kilómetros basura me recuerdan mucho a nuestra vida religiosa: esos
años en los que aparentemente no pasa nada, años de servicio poco vistoso, fiel,
constante, años en los que la persona se entrega con generosidad a la rutina del servicio
diario, muchas veces callado y anónimo. Los que –por un motivo u otro– estamos en el
«candelero» (valga el modismo), no deberíamos perder de vista el servicio de estas
personas, hermanos y hermanas que quizás no escriben libros, ni ocupan puestos de
responsabilidad, ni desarrollan ministerios o apostolados llamativos, sino muy normales,
muy «estándar».
Hay quien dice (jugando con los colores litúrgicos) que la vida cristiana «se juega
en el verde» y tiene mucha razón. En los días de fiesta, en los fastos y celebraciones, en

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los centenarios y en los homenajes (todo ello muy bueno y muy necesario), todos somos
extraordinarios, pero yo cada vez valoro y agradezco más la lealtad y la fidelidad del
servicio cotidiano y escondido que se lleva a cabo en el «tiempo ordinario». Quien no
vale para el tiempo ordinario, no vale para la vida religiosa. Quien no es capaz de hacer
muchos «kilómetros basura», no vale para el fondo.
Ahora que empezamos un nuevo año, vaya por delante mi gratitud a todos esos
hermanos y hermanas que siguen trotando, haciendo «kilómetros basura» sin preguntarse
si valen la pena o no y haciendo posible que tantas cosas funcionen.

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Poniéndola en otro poder...
[febrero de 2017]

La vida consagrada se encuentra en un momento importante, complejo y, en cierto


modo, controvertido. Por una parte, ha empezado el proceso para elaborar un nuevo
documento que regule y oriente las relaciones entre religiosos y obispos o, mejor dicho,
entre los religiosos y las iglesias locales. Se trataría de un nuevo Mutuae Relationes
adaptado a las nuevas circunstancias eclesiales, canónicas y teológicas de nuestro
tiempo. Por otra parte, Francisco firmaba el pasado 29 de junio de 2016 la Constitución
Apostólica Vultum Dei quaerere, sobre y para las religiosas contemplativas (esas
«centinelas de la aurora» como las denomina el papa). En la misma, se anuncia un
nuevo documento sobre el tema que elaborará próximamente la Congregación para los
Institutos de Vida Consagrada (CIVCSVA) para la aplicación de algunos temas
concretos. Además, en no pocos países de Europa se están llevando a cabo procesos (no
siempre fáciles) de unión de provincias y de restructuración de las existentes, lo que
suscita reacciones muy variadas y a veces provoca dificultades y desafíos de diverso
tipo. Son solo tres ejemplos de lo complicado del período en el que vivimos. Debemos
vivir este tiempo con espíritu de discernimiento serio y responsable, pero ello no quiere
decir que no podamos vivirlo con gozo, con serenidad, con esperanza y con buen ánimo.
El caso es que, en medio de estos procesos complejos, en no pocas ocasiones se
apela (y con pasión) al principio de «autonomía». Ciertamente, este principio (autonomía
de las provincias, de los monasterios, etc.) nace en determinados momentos de la historia
de la vida consagrada con un criterio sabio y para evitar intromisiones. Se buscaba
preservar estilos de vida y protegerlos, para evitar que se perdiesen o que fuesen
manipulados y desvirtuados. Por tanto, era (y es) un medio válido al servicio de los
carismas, o de los estados de vida en el seno de la Iglesia.
Sin embargo, cuando ese principio se convierte en algo absoluto, cuando se
defiende con uñas y dientes, cuando se le atribuye más categoría teológica y canónica de
la que tiene... pues creo humildemente que algo está fallando. Nadie ha entrado en la

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vida religiosa para ser autónomo, sino todo lo contrario, para dejar que otros (las
diversas mediaciones), con diálogo, discernimiento, sentido común, valentía y
obediencia... sean los que nos gobiernen. El religioso pone su vida en otras manos para
cumplir una voluntad superior, la de Dios. Si hay un principio sagrado en la vocación
religiosa es, más bien, el de ser «heterónomos».
Hace dos años, aprovechando el V Centenario del nacimiento de santa Teresa, releí
algunas de sus obras (no todas, ni con el detenimiento que hubiera querido) y me asomé
a su sabiduría espiritual y humana. Me deleité recordando algunos pasajes y me
sorprendí descubriendo otros por los que seguramente pasé de forma distraída hace años.
Y hete aquí que en el Camino de perfección, la santa nos regala esta perla: «Y pues las
monjas hacemos lo más, que es dar la libertad por amor de Dios poniéndola en otro
poder (...) Torno a decir que está el todo o gran parte en perder cuidado de nosotros
mismos y nuestro regalo; que quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que
le puede ofrecer es la vida; pues le ha dado su voluntad, ¿Qué teme?» (Camino 12,1-2).
Casi nada...
Y Thomas Merton, otro maestro espiritual de primera fila, se quejaba tanto de una
obediencia ciega que llevase al «sacrificio de lo interior», es decir, de los principios más
sagrados, provocando así una especie de inercia, de pasividad infantil y bobalicona...
como de una autonomía que acaba convirtiéndose en un fetiche. El monje trapense se
despacha con este análisis y escribe con un bisturí finísimo: «Por otra parte, no debemos
convertir la autonomía en un fetiche y ser “fieles” únicamente a nuestra propia
voluntad, puesto que esta es otra manera de ser infiel...».
Permitidme también un breve apunte carmelitano para terminar. Ese gran teólogo
que fue el P. Bartolomé Xiberta intervino en la controversia acerca de la autoconciencia
de Jesús, un tema complejísimo que toca el misterio mismo de la encarnación. Pues bien,
entre argumentos de todo tipo (bíblicos, dogmáticos, teológicos), nuestro teólogo
reacciona contra los que hablaban de «autonomía psicológica» de Jesús y nos deja esta
perla: «apenas podría haber término peor escogido para la integridad humana». El
religioso abierto, generoso, receptivo, flexible, capaz de reinventarse buscando la
voluntad de Dios y siguiendo los pasos del Maestro... no estará tan preocupado por
defender esa autonomía que, aun siendo legítima en no pocos casos, no debería ser la
motivación principal de nuestro actuar y de nuestro ser.

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Sé que todo esto habría que matizarlo mucho y que es un tema peliagudo y vidrioso.
Por donde metas la mano... te cortas. Pero creo que apelar demasiado a la autonomía o
convertirla en un tótem, es peligroso e incluso va contra la esencia misma de la vida
consagrada que nos libera para hacer siempre Su voluntad.

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La cultura del «quejío»
[marzo de 2017]

Estando una vez en un pueblo de Andalucía, muy querido para los carmelitas, me
sucedió una cosa que he referido en muchas ocasiones. Estábamos tomando un café en
un bar del pueblo cuando entró una señora que vendía por las calles los populares
«cupones». Al reconocer la voz del carmelita que me acompañaba, le saludó
efusivamente y comenzaron a hablar de diversas cosas muy animadamente. En un
determinado momento, mi amigo le dijo: «¡Hay que ver esta señora que siempre está
alegre!», a lo que ella respondió: «A ver... ¿de que yo esté ciega qué culpa tiene el
personal? ¡No vamos a estar todo el día con el quejío!».
Aquel diálogo (del que he suprimido algunos elementos pintorescos para que no
parezca extraído de un sainete de los Álvarez Quintero) me pareció, en su sencillez, una
lección de vida extraordinaria y en más de una ocasión he recordado la espontaneidad, la
positividad y el coraje de aquella mujer de la que no conozco ni su nombre. Además, eso
de la «cultura del quejío», más allá del flamenquismo, tiene su miga y creo que encierra
un mensaje para la vida religiosa en nuestros días. Porque hay que reconocer que con
demasiada frecuencia fomentamos (con motivos o sin ellos) el «quejío» continuo, la
melancolía derrotista y mundana, el desánimo o –como dicen los italianos– la
«lamentela». Instalarse ahí es peligroso. Se empieza a ver todo negativo, entra con
facilidad el juicio y la falta de esperanza, la amargura y la agresividad... y nuestra vida
deja de ser testimonio de un sentido superior.
Los que ya pintamos canas sabemos que no podemos vivir en la alegría y en la
felicidad continuas. Eso solo existe en Facebook, en los anuncios de dentífricos o en las
revistas del corazón. En la vida real no faltan motivos para el desánimo e incluso para la
tristeza. Hay períodos difíciles que ponen a prueba nuestra confianza. Eso es humano y
es lógico. Además –qué duda cabe– hay que ser realistas y no evadirnos en
providencialismos ni en piedades infantiles. Hay que afrontar los problemas y reconocer

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las carencias. Pero el creyente –y más, si cabe, el religioso que ha consagrado su vida a
la Buena Nueva– no puede quedarse ahí.
También creo (y lo digo con «temor y temblor» porque estas cosas humanas son
muy delicadas) que los religiosos deberíamos tener la sabiduría y la humildad –valga el
pleonasmo– de revisar nuestros tonos, de cuidar los mensajes subliminales y de evitar
pesimismos contagiosos y desmoralizadores. Y ello no solo por estrategia digamos
comercial... sino por una motivación teologal. El papa Francisco insiste mucho en esa
llamada a la alegría evangélica (Evangelii Gaudium, así en latín que suena más
solemne), que tiene otra motivación profunda, última, generadora de sentido, de
horizontes y de esperanzas: «la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de
todo» (EG 6). Ese debe ser el motor último de nuestras vidas, «el sentido de misterio»...
(EG 279).
Más de una vez me lo aplico a mí mismo (que falta me hace) y recuerdo con
admiración la conversación en aquel bar de pueblo. Dios habla por los sencillos. Me
remito otra vez al papa Francisco cuando –con un tono muy personal– afirma: «Puedo
decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de
personas muy pobres que tienen poco a que aferrarse» (EG 7).
Que los problemas y las limitaciones, los disgustos y los conflictos (por muchos que
sean), no nos cieguen ni nos oculten los regalos maravillosos que Dios nos hace cada
día. Que, aunque nos esté permitido quejarnos un poco y que nos pasen la mano por el
lomo... ¡no hagamos de nuestra vida un «quejío» continuo y lastimero!

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De homilías y mediaciones
[abril de 2017]

A raíz de los interesantes capítulos que el papa Francisco dedicaba en la Evangelii


Gaudium a la preparación de la homilía, a su contexto litúrgico, a su importancia como
medio de evangelización y a las actitudes del predicador (EG, 135-159), participé en un
grupo de reflexión aquí en Roma en el que se suscitó un vivo debate sobre las homilías.
Las opiniones eran muy críticas. No es algo nuevo. Por ejemplo, en la revista española
Vida Nueva, José Luis Corzo incluía hace poco en un estupendo artículo algunas
opiniones de grandes creyentes de nuestro tiempo (Congar, Mauriac o el cardenal
Špidlík) en las que se ponía de manifiesto el malestar profundo que existe sobre este
tema. Quizás la valoración más sorprendente era la del cardenal Ratzinger quien
afirmaba con cierta chispa humorística que «es un milagro que la Iglesia sobreviva a los
millones de pésimas homilías de cada domingo...».
Volviendo al grupo de reflexión, me llamó la atención que una señora dijese que en
tantas misas «oídas» durante décadas rarísimamente había escuchado algo interesante en
la homilía. Sin embargo, otra mujer (y de muy buena formación teológica y humanística)
señalaba que –aun reconociendo la escasa calidad y cercanía de muchas predicaciones–
no recordaba alguna homilía en la que no hubiese encontrado algo interesante o
sugerente, inspirador o provocativo...
No quiero quitar un ápice de crítica a las homilías mal preparadas, largas,
moralizantes, lejanas de la realidad, repetitivas o todo a la vez. No es ese el tema del que
quiero hablar. Pero sí quiero compartir que me sorprendió gratamente que aquella mujer
–que culturalmente nos daba veinte vueltas a la mitad de los sacerdotes que estábamos
allí– hiciese verdad lo que decía santo Tomás: «Quidquid recipitur ad modum recipientis
recipitur», es decir, «lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente» (Summa
Theologiae, 1a, q. 75, a. 5). De otro modo –pero con la misma moraleja– ya lo decía el
clásico (en este caso Plinio «el joven» que se lo oyó a Plinio «el viejo»): «Ningún libro
es tan malo, que no contenga algo provechoso» (Nullum esse librum tam malum, ut non

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in aliqua parte prodesset). De hecho, el Lazarillo de Tormes, el Quijote y Borges (todos
pesos pesados) se harían eco de esta frase y de la sabiduría consiguiente. En cierto modo,
lo apuntaba también Juan de la Cruz en su célebre frase de la Subida al Monte Carmelo:
«porque Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso» (2 S,
21,2).
Vuelvo a repetir que todo esto no justifica en absoluto las malas homilías ni es una
excusa barata para que el predicador no mejore en su ministerio y lo tome más en serio.
Y si es verdad que nos hacen falta predicadores que vivan con pasión y dedicación su
ministerio, no es menos verdad que los «oyentes» (valga el término) tienen también que
abrir sus corazones y –aunque a veces sea difícil– recibir alguna inspiración o algo que
nos ayude a revisar nuestras vidas y a gozar de la buena noticia.
Pues andaba yo en esas cavilaciones y dudando si me convenía meterme en estos
berenjenales cuando releyendo a santa Teresa (en cuya obra siempre se descubre algo
nuevo), me encuentro con esta perla: «Casi nunca me parecía tan mal sermón, que no le
oyese de buena gana, aunque al dicho de los que le oían no predicase bien. Si era
bueno, érame muy particular recreación...» (Vida 8,12). Es bien sabido que los
sermones fueron una fuente grande de inspiración para ella y probablemente muchos de
ellos fueran flojos o rematadamente malos. Teresa –que era humanamente muy aguda y
espiritualmente muy inquieta– quizás intuía lo de la pobreza de las mediaciones y todo
eso.
Pascal diría más adelante –y es verdad– eso de que «solo Dios habla bien de
Dios...», pero –como a la mayoría de los mortales Dios no nos llama por teléfono ni se
nos aparece por la calle– pues tenemos que aceptar las pobres mediaciones, empezando
por uno mismo. Y esto (me justifico por última vez) no es un aval para un pacto eterno
con la chapuza, sino quizás el test y la prueba de una fe madura, arraigada, honda y, por
ello, comprensiva.

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Gloria bendita
[mayo de 2017]

Celebramos este año el centenario del nacimiento de Gloria Fuertes, esa gran mujer y
gran poeta (al parecer no le gustaba que la llamaran poetisa) que derrochó en su obra
humanidad, ternura, humor y una fe bien honda y bien madura, tan lejana de
mojigaterías como arraigada en su vida. Parece que la cultura española (esta vez sí) ha
reaccionado con motivo de este centenario ante ese olvido tan injusto en el que se tenía a
Gloria o –peor aún– ante esa imagen tan empobrecedora que la limitaba a un personaje
de televisión infantil o a las imitaciones de ciertos humoristas. Es ya casi un tópico decir
que todo esto sucede mientras que en los Estados Unidos hacen tesis doctorales sobre
ella. La cantante barcelonesa Silvia Comes ha mostrado en un hermoso disco algo de la
grandeza humana y hasta un cierto existencialismo escondido bajo la bonhomía de
Gloria Fuertes. Y el Centro Cultural de la Villa en Madrid le ha dedicado una exposición
en la que se intenta reflejar algunas dimensiones fundamentales de su literatura. Valgan
estas dos notas para levantar acta de un reconocimiento tan merecido como quizás tardío.
Y es que, además de una gran escritora (tres libros en Cátedra no es moco de pavo)
y de una poeta original, popular y entrañable que supo combinar el humor con una
melancolía producida por varios desengaños, Gloria Fuertes fue una creyente de una
pieza, es decir, con dudas, con búsquedas, con lágrimas, llena de compasión y capaz de
indignarse con versos encendidos. Me enorgullezco de haber usado sus poemas en mis
clases de sacramentos para ilustrar la teología del encuentro («y tropiezo con Dios/ me
arma de paz y de ciencia y me quita la gana de matarme»), la dimensión sanante de los
sacramentos («que quien me cate se cure») o el misterio de la presencia real de Cristo en
la eucaristía («la presencia... huele a esencia esencial, no os la puedo describir, es muy
alta»), entre otros muchos temas. Son –como decía Elvira Lindo en un delicioso artículo
sobre ella publicado recientemente– «versos tiernos y calientes como un pan recién
hecho».

100
Pero estamos en el mes de mayo y también Gloria tenía sus devociones marianas,
algunas de ellas algo originales. Ella misma recuerda en uno de sus célebres autobíos la
«juerga litúrgica» de la que disfrutaba en los salesianos del Paseo de Ronda en el mes de
mayo; ante la Virgen de la leche del museo del Prado suplica gracia y bondad para este
mundo agrio («Riéganos a los secos pescadores con tu chorro de gracia»); se rebela
ante las imágenes kitsch de una Virgen de plástico («un cruce entre Virgen de Fátima y
Lourdes») que quitan las ganas de pedir un milagro; y convierte a María en la portera del
portal de Belén, subrayando así la humildad de la familia de Jesús. A veces, las
referencias marianas de nuestra poeta madrileña, alcanzan cotas de gran dramatismo,
como cuando en un Villancico al revés (a un Cristo recién muerto), le dice a la Virgen:
«Qué bien se ve ahora/ a la luz de tu vientre/ Madre Santa», uniendo así con hondura y
un cierto tono surrealista el misterio del nacimiento de Jesús y el de su muerte.
Pero quizás la referencia mariana más hermosa sea el poema dedicado a Nuestra
Señora de la Mayor Soledad, poema que, además, es significativo porque al tema de la
soledad dedicó Gloria Fuertes su primer poema (Isla ignorada), cuando era casi una
adolescente y sería una constante de su obra.
Nuestra poeta se conmueve ante la soledad de la Virgen: «con tu hijo muerto ahí de
estandarte». Además, le promete («viudísima viuda de tu San José») visitarla,
acompañarla y compartir soledades. En este mes de mayo, también nosotros nos
acercamos a María con una devoción entrañable que nos hace (nos debe hacer) más
humanos y más cercanos, sobre todo a los solitarios y desengañados de este mundo,
quizás para anunciar que no estamos solos y para intentar ser presencia, compañía y
bálsamo... En este mes de mayo, los poemas de Gloria, saben a gloria bendita...
Solísima Sola,
Vos, no os apuréis.
Yo también soy sola
y acompañaré
vuestra Soledad.
Vivimos muy cerca.
Yo os visitaré,
porque vuestro Hijo
me caía bien.

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Testimoniando un centro que nos descentra
[junio de 2017]

En un viaje nada menos que desde Salvador de Bahía en Brasil a Bilbao (con varias
escalas de todo tipo), me enfrasqué en la lectura de Rayuela, un clásico de la literatura
hispanoamericana del siglo XX y una de esas lagunas culturales que uno tiene y que
nunca encuentra tiempo para suplir. Ya lo dice el mismo Cortázar a través de uno de sus
personajes que habla de «la melancolía de una vida demasiado corta para tantas
bibliotecas», y nuestro Menéndez Pelayo quien –viendo cercana la hora de la muerte–
exclamó (o se le atribuye al menos) con sincero pesar de erudito: «¡Qué pena morir,
cuando me queda tanto por leer!».
Bueno, el caso es que yo estaba leyendo Rayuela en la edición de Cátedra que
contiene un amplísimo estudio elaborado por el crítico literario Andrés Amorós y en la
última parte del viaje, en el vuelo entre Madrid y Bilbao, me pareció verle entrando en el
avión. Pensé que estaba equivocado y que debía ser alguien que se pareciese o fruto de
las muchas horas de vuelo que yo llevaba encima, pero, al llegar a Bilbao, esperando las
maletas, me atreví a preguntarle y efectivamente era Andrés Amorós. Le enseñé el libro
que llevaba bajo el brazo desde Brasil y charlamos brevemente sobre la novela y otras
cosas. Al final, muy amablemente, me dedicó el libro aludiendo a los encuentros
casuales (una de las claves de lectura de Rayuela) que tan importantes son en nuestras
vidas.
Y es que la novela de Cortázar te trasmite –entre otras muchas cosas– ese vértigo de
pensar que todo es casual, flotante y azaroso, todo relativo, provisional y subjetivo, de
que no hay, en definitiva, un centro de gravedad en el que apoyarnos. Varias veces
aparece esa idea (esa sospecha) a lo largo de la obra. En más de una ocasión, el escritor
argentino habla de «un centro inconcebible», de «ese centro que no sé lo que es» o de
«un centro tan ilusorio como lo sería pretender la ubicuidad...». Por ello, en ciertas
ocasiones, nuestra vida se convierte en un «chapotear en un círculo cuyo centro está en
todas partes y su circunferencia en ninguna». Y en ese gran juego de la Rayuela que es

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la vida, a veces el pretendido centro «podría estar en una casilla lateral, o fuera del
tablero», valga la paradoja.
Hasta el lector más paciente se estará ya preguntando qué tiene que ver todo esto
con nuestra vida religiosa. Pues bien –aterrizando–, el caso es que, en no pocos
encuentros personales, conversaciones, o incluso en reuniones más amplias, conozco
personas que muestran esa sospecha (¡esa angustia!) en estos tiempos nuestros convulsos
y complicados. Tantas palabras, tanta información, tantas opiniones, tantas polémicas, el
vértigo de las noticias que se suceden sin tiempo para asimilarlas, la impresión digital de
que todo es relativo, temporal, de que nuestra memoria está en la famosa nube que no se
sabe dónde está ni quién la controla. A veces, la realidad se convierte casi en un juego de
espejos que, en no pocas ocasiones (como los del Callejón del Gato de Valle Inclán), nos
devuelven imágenes deformadas, caricaturas, esperpentos, frutos de nuestros miedos, de
nuestros prejuicios o de esa «cultura» (valga el oxímoron) del barullo, del guirigay y de
la confusión en que nos movemos... o dicho otra vez con las palabras inquietantes de
Rayuela: «¡Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto!».
Por ello, quizás ahora más que nunca, nos hace falta estar bien centrados, saber
dónde está el centro de nuestra vida y lo que le da sentido, lo que la sustenta y lo que nos
mueve, que no es sino Cristo mismo, al que llamamos Señor (Kyrios) de la historia, de la
vida y de la muerte, al que consideramos principio y final, alfa y omega, piedra angular
sobre la que se basa nuestro existir. Es una profesión de fe básica si se quiere,
fundamental, esencial para un cristiano, pero a veces conviene recordarlo y no olvidar
que no estamos solos. Quizás proclamar y testimoniar ese señorío de Cristo, su
centralidad (la que no encontraba el Horacio Oliveira de Cortázar), su presencia activa y
amorosa en nuestras vidas que da sentido, consuelo y esperanza... sea el gran reto y la
gran misión de la vida religiosa de nuestros días.
Esto puede parecer muy básico o relativamente fácil, pero supone una purificación
de otros centros, comenzando por el peor de todos, el propio «yo», que nos lleva a ser
(valga la redundancia) egocéntricos, egoístas, ególatras... Desde ahí, nos toca detectar y
purificar tantos centros-idolillos que nos roban la libertad, la esperanza y la serenidad. Ni
las ideologías políticas (que pueden ser loables), ni las modas, ni las patrias eternas que
duran décadas o siglos (pero que no son eternas), ni el derecho canónico, ni la teología,
ni las mitras, ni las liturgias, ni la madre fundadora, ni las observancias... sino solo
Cristo. Y desde ahí, nos reencontramos con todas esas realidades purificadas, fecundas,

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convertidas en signos de algo superior. Los tres votos que profesamos un día, aún con
nuestras incoherencias e infidelidades, son un medio estupendo para apartar la maraña de
verborrea que nos ofusca y para poder mirar al horizonte intuyendo ese sentido último.
Los que ya lucimos canas, recordamos aquella canción del maestro Franco Battiato
que –a finales de los 70– confesaba en los albores de la posmodernidad (al menos la
literaria y comercial) que buscaba «un centro di gravità permanente». Los religiosos lo
hemos encontrado, y ello nos hace menos rígidos, menos dogmáticos y más cercanos a
todos los que –de un modo u otro– lo siguen buscando. Y es que, como ha repetido en
varias ocasiones el papa Francisco, «solamente si se está centrado en Dios, se puede ir a
las periferias del mundo».

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A Elías le bajan los humos
[julio de 2017]

Como es bien sabido, el profeta Elías es una figura emblemática para los carmelitas que,
durante siglos, lo hemos considerado incluso como nuestro fundador y, todavía hoy, lo
invocamos en la liturgia como «nuestro Padre san Elías». Incluso en la basílica de San
Pedro en el Vaticano existe una estatua de Agostino Cornacchini –bastante llamativa y
muy barroca– del profeta Elías con esta inscripción «Universus Ordo Carmelitarum
Fundatori suo S. Eliae Prophetae erexit» y si en San Pedro (¡nada menos!) se dice que
fue nuestro fundador, pues algo habrá de verdad, aunque les molestara a los bolandistas
(antiguos y modernos).
Bueno, bromas aparte, el caso es que, en las últimas décadas, tras el Concilio
Vaticano II, se han venido desarrollando y multiplicando los estudios sobre Elías, no
solamente desde el punto de vista estrictamente bíblico, sino también en cuanto se refiere
a nuestra «inspiración eliana». Ha surgido así una interesante reflexión acerca de la
implicación del Carmelo en la promoción de la justicia y la paz (desde una actitud
profética), sobre el diálogo interreligioso (dado que Elías es una figura venerada en las
tres grandes religiones monoteístas) o sobre la contemplación (desde la experiencia del
profeta en el Horeb). Ni que decir tiene que Elías es una figura fascinante e inspiradora.
A Elías se le suele identificar con el profeta inquebrantable que mantuvo la fe en el
Dios único y verdadero frente a la amenaza de la idolatría. Asimismo, es considerado el
profeta que defendió a los pobres, que denuncio con valentía la injusticia y que no temió
enfrentarse a los poderosos y a los reyes de su tiempo.
Pero, en un momento dado de la vida de nuestro profeta (repito, siempre inspiradora
y atrayente), parece como si la realidad le bajara un poco los humos, algo que siempre
viene muy bien, incluso a los profetas. Me refiero al hecho de que en el capítulo 19 del
Primer Libro de los Reyes, Elías, quizás llevado por su celo profético y por algo de
pesimismo (probablemente muy justificado), considera que no hay profetas de Yahvé en
Israel. Se considera el único y en dos ocasiones repite: «Solo quedo yo». Su actitud es

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muy curiosa, ya que lo afirma tras darse cuenta de su debilidad junto a la retama y tras
sentir la presencia de Dios en la brisa suave. Ello nos lleva a pensar que no actúa por
vanidad, ni por presunción, ni por arrogancia... sino por un motivo aparentemente bueno
y santo: porque se sabe débil y porque sabe que Dios está presente y le ayuda y, por ello
–con una actitud, sin duda, laudable–, se lanza a combatir la idolatría y sus
consecuencias.
Pero, poco más adelante, el autor sagrado nos cuenta que Yahvé dijo a Elías (casi
sutilmente, como para no ofenderle) que había otros siete mil fieles de Yahvé y así Elías
supo que no era el único como pensaba. En cierto modo, el Dios a quien servía y por
quien daba la vida, le bajaba cariñosamente los humos.
Y ahora es donde yo me pregunto si esta lección no puede resultar significativa para
nuestra vida religiosa de hoy. También nosotros vivimos en un tiempo de crisis. La falta
de vocaciones, el envejecimiento de nuestros religiosos, la precariedad de nuestras
obras... son ya casi estribillos que se repiten por doquier en el mundo occidental y ahí
viene la tentación de pensar que somos los últimos en este páramo o erial que parece ser
la vida religiosa en algunos países. Somos las únicas que guardamos la clausura, somos
los únicos que nos preocupamos de la cultura en la Orden, somos los únicos
comprometidos con la justicia y la paz, somos los únicos que mantenemos ciertas obras,
somos las únicas que nos tomamos en serio la formación permanente... En principio este
pensamiento es noble y generoso y nuestros hermanos y hermanas no se arredran: se
lanzan como Elías a un trabajo heroico, al servicio, a la entrega de la vida. Pero, también
es verdad que esta forma de pensar puede convertirse en juicio, en vanagloria o en el
olvido de que este tinglado solo lo mantiene y lo salva Dios, no nosotros. No somos
llamados a ser héroes, ni a vivir en el ardor guerrero de quien resiste en forma
numantina. No somos los salvadores de la patria. Somos pobres hombres y pobres
mujeres que han recibido un don (en tiempos ciertamente complejos) y que están
llamados a vivir en la humildad, en la gratitud y en el gozo.
Ello no significa (no debe significar) que seamos irresponsables, que no nos duelan
y no preocupen determinadas situaciones que analizamos con realismo, que no nos
dejemos la piel buscando soluciones y caminos nuevos... pero siempre desde la
convicción de que hay otros muchos profetas de Yahvé, de que no estamos solos y de
que Dios se vale de muchos modos y formas (¡a veces sorprendentes!) para seguir
haciéndose presente en nuestra historia.

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Segunda ingenuidad
[agosto de 2017]

A lo largo de los diez años que llevo como Prior General de la Orden del Carmen, una de
las cosas que más me han impactado, me han preocupado y me han quitado horas de
sueño es el desengaño, la decepción y el desánimo en el que han caído algunos
religiosos. En tantas conversaciones con religiosos y religiosas (carmelitas y de otras
órdenes y congregaciones), junto a mucho entusiasmo, creatividad, servicio generoso y
gozoso... he encontrado también personas desanimadas y (lo que más me entristece)
personas decepcionadas. No me estoy refiriendo al religioso narcisista para el que todos
los reconocimientos, parabienes y felicitaciones del mundo serán siempre insuficientes.
Me refiero más bien a religiosos que se entregaron con gran ilusión a una tarea, que se
consagraron al Señor con mucha generosidad y que han intentado vivir con honestidad y
coherencia su vida religiosa, pero que, por diversos motivos –y aquí los casos son tantos
como las personas–, se sienten decepcionados y desengañados.
Hablo de ellos con un respeto enorme y con mucho cariño. Las causas de su
desánimo son muy variadas, a veces quizás injustificadas o sobredimensionadas, pero
muchas veces justas y lógicas. En no pocos casos se trata de un estado temporal, y
pasada la crisis, se animan de nuevo y se entregan a la evangelización con fuerzas
renovadas. En otros casos, sin embargo, el desánimo vence la batalla y la persona no
encuentra fuerzas para seguir adelante. Todo ello es humano y forma parte del misterio
de la persona, de la vocación, de ese magma complejo, difícil y fascinante que somos los
seres humanos.
Como superior, como hermano y, a veces incluso como amigo, intento animar del
modo que Dios me da a entender. No es tarea fácil, sobre todo si el desánimo bordea los
límites de la depresión. Últimamente echo mano de una idea que me gusta mucho: suelo
apelar a algo parecido a lo que Paul Ricoeur llamó «segunda ingenuidad» (naïveté
seconde). Es verdad que el sabio francés la utilizaba sobre todo en el campo de la
epistemología, la hermenéutica y todo eso, pero yo hago un uso un tanto (bastante) libre

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y –más allá de la cita en plan «cultureta» o incluso algo pedante– creo que la idea me
ayuda a expresar lo que quiero trasmitir a estos hermanos en dificultad.
En la vida religiosa, como en todos los proyectos humanos, tras el fervor inicial,
tras el entusiasmo juvenil y la fuerza del primer amor, viene siempre un cierto desánimo
provocado por la desilusión y la decepción. Alguien me dijo una vez: «Fernando, no se
es hombre hasta que no se le ha visto el cartón a la vida», es decir, hasta que no hemos
descubierto lo negativo, la cara fea o incluso (y perdonadme la crudeza) el engaño. Si no
se pasa por ello, nos quedamos en una actitud infantil, ingenua o simplona. Pero cuando
pasamos por ahí, la cosa se complica aún más. Hay quien opta por actuar, como si no
pasase nada, y se convierte en un pícaro, en un farsante. Hay quien –con muy buena
intención y algo de heroísmo– niega la realidad y se enfrenta a la evidencia con todas sus
fuerzas hasta que cae exhausto. Y hay quien cae en ese desánimo hondo del que estoy
hablando. En esa fase se tiende a pensar que nada vale la pena, que nuestra vida ha sido
un fracaso y que –de forma grotesca– nos hemos entregado a una mentira. Es lo que le
pasó al pobre Elías cuando, cansado y triste, se sentó a los pies de la retama y dijo
aquella frase terrible: «¡Basta Señor!... Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis
padres» (1 Re 19,4).
Pues ahí es donde entro yo y les suelto lo de la «segunda ingenuidad». No podemos
quedarnos en ese desánimo. Volver a lo infantil (a la primera ingenuidad) es ya
imposible, pero –con mucha humildad, con mucha fe, con mucha madurez– nos
embarcamos en una segunda ingenuidad que sabe de qué va esto y de qué pasta estamos
hechos los seres humanos, pero que es capaz de reilusionarse y de renovar el entusiasmo,
la generosidad y la entrega gozosa. No nos resignamos, no nos quedamos en la amargura
decepcionada ni en una melancolía paralizante, como sugerían los «maestros de la
sospecha» (como llamaba el mismo Ricoeur a algunos pensadores pesimistas y teóricos
del desengaño).
Jesús no nos invitó a quedarnos en la niñez, sino a «hacernos como niños» (Mt
18,3). No faltará quien nos considere ingenuos o ilusos, buenistas (un insulto gordísimo
del que ya hablé otra vez en esta página) o cándidos... pero solo así se puede vivir la vida
(¡y más si cabe algo tan grande y tan hermoso como la vida religiosa!) con plenitud y
alegría.
No se trata de –como dicen los italianos– «chiudere un’occhio» (cerrar un ojo para
no ver lo que pasa), sino de mirarlo con ojos nuevos, con compasión, con sabiduría

108
espiritual, con hondura y con fe, con mucha fe... En el fondo está en juego la
antropología teológica, esto es, la concepción del ser humano que se desprende de
nuestra fe (libertad, pecado, gracia, redención y todo eso...). Solo así, la vida podrá
seguir sorprendiéndonos de vez en cuando; solo así podremos salir del discurso
amargado y cicatero del que «se las sabe todas», o del discurso pánfilo del que no quiere
saber. Solo así podremos seguir soñando. Y, para eso, hace falta mucho coraje y mucha
talla humana.
Una vez me dijo un buen amigo (bastante mayor que yo) algo así como:
«Fernando, que te estás cayendo del guindo» que (según el DRAE) vendría a ser como
«caer en la cuenta o enterarse de algo obvio». Y a continuación me dijo «Pues súbete
otra vez al guindo, que se está mejor». Alguien podría pensar que me llamó ingenuo o
crédulo, o que me vino a decir que estaba en la inopia... pero para mí fue un hermoso
consejo de buen amigo que yo traduje como: «Aunque veas muchas cosas, no pierdas la
ingenuidad, porque sin ingenuidad, sin ideales, sin sueños... no se puede vivir».
Ya se lo decía el papa Francisco a los jóvenes que le escuchaban en su viaje a Cuba,
improvisando aquellas palabras que constituyen un verdadero desafío para todo creyente:
«Cada uno a veces sueña cosas que nunca van a suceder, pero sueñen, deséenlas,
busquen horizontes y ábranse, ábranse a cosas grandes... No se olviden, ¡sueñen!».

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El río de mi aldea
[octubre de 2017]

Entre los poemas del genial Fernando Pessoa o de Alberto Caeiro, el poeta nostálgico y
bucólico (uno de sus famosos «heterónimos»), siempre me ha encantado el que hace
referencia al río Tajo, o para ser más exactos, al riachuelo de la aldea del autor. En dicho
poema Pessoa señala que el Tajo, majestuoso en su paso por Lisboa ya cerca del mar, es
evidentemente más bello que el río que pasa por su aldea. Pero, al mismo tiempo, no es
más bello porque no es el suyo, no es su río.
El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea
porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea.
Algunos críticos han puesto de manifiesto que todo esto también parece ser un
juego de espejos e identidades de los que tanto gustaban al literato portugués, ya que él
nació en Lisboa y no en una aldea. De hecho, el poema ha tenido mil interpretaciones. Y
es que, como dijo una crítica literaria brasileña, con un sutil juego de palabras en
portugués: «Pessoa é o mistério em pessoa» (Pessoa es el misterio en persona). Si el río
de la aldea era también el Tajo (porque el autor había nacido allí), el significado
profundo es el mismo: el Tajo es hermosísimo y majestuoso, pero no tanto por ser el
Tajo, sino porque es el río de «su aldea», de su lugar... por ser el suyo.
¿Y a qué viene todo este juego literario de identidades, espejos y ríos? En
encuentros, cursos, e incluso en retiros, he tenido ocasión de conocer a religiosos y
religiosas que desprenden un cierto aire de superioridad respecto a su propia orden o
congregación. Son religiosos de cierta categoría intelectual o apostólica que miran con
condescendencia a sus hermanos a los que «soportan» con resignación y suspiros...
Sé que me meto en terreno pedregoso y que cada caso es un mundo. Sé también que
(al menos, en determinadas ocasiones) no se trata de arrogancia ni de vanidad y que
incluso –hablando objetivamente– a veces estas personas tienen razón y que los
religiosos nos instalamos (bajo la apariencia y con la excusa de la humildad) en una

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chapuza continua. Sé que hay que ser críticos y proféticos (¡faltaría más!) o que –dicho
en castizo– de vez en cuando hay que cabrearse. Pero, aun reconociendo todo eso, me
duele esa actitud hacia ciertos hermanos o hermanas que no son tan listos, o tan
comprometidos, o tan espirituales, o tan brillantes...
Antropólogos y sociólogos han hablado de la curiosa y paradójica crisis de
pertenencia (the belonging crisis) en nuestros tiempos: por una parte, se defienden las
identidades de forma a veces incluso histérica (si no agresiva, les identités meurtrières,
de las que hablaba Amin Maalouf) y, por otra, se debilita el sentido de pertenencia
honda, madura, leal...
Pero no se trata solamente de una cuestión de lealtad o de fidelidad a unos colores o
de jurar amor eterno... es mucho más. Para mí, detrás de todo esto late el misterio central
de nuestra fe: la encarnación del Verbo. Sé que para alguno esta afirmación parecerá un
salto argumental demasiado grande y arriesgado (¡de algunos religiosos o religiosas
vanidosillos al misterio de la encarnación, nada menos!), pero los lectores sagaces
intuirán esta relación. Cuando recitamos eso de que «el Verbo se hizo carne», el solemne
ho Logos sarx egéneto del evangelio de Juan que (a no ser que uno sea un zote
espiritual) a todos nos estremece y nos llena de gozo y de consuelo... estamos no solo
profesando la fe, sino también aceptando la dinámica de la salvación. Esa «sarx», la
carne... no es otra cosa que la vida misma, los problemas, los dramas, las alegrías, los
hermanos cargados de manías, de limitaciones y de incoherencias... Cada ser humano
(¡cuánto más un hermano de comunidad!) es para mí un signo de la presencia de Dios.
Son los hermanos que Dios me ha dado, en los que lo descubro presente con la misma
dificultad con la que yo trasparento ese misterio. Otros religiosos son (como el Tajo
cuando pasa por Lisboa) más eficaces, más activos, mejor preparados, más
intelectuales... pero no son los míos (como el río de la aldea).
Hace unos días, cuando había terminado esta entrada del blog y me parecía que era
un pensamiento quizás piadoso o edulcorado... estuve en el teatro, aquí, en Roma, para
volver a ver Aggiungi un posto a tavola, aquel musical de finales de los 70 que en
España se llamó El diluvio que viene y que tanto nos marcó a muchos de los que por
aquellos tiempos nos encontrábamos iniciando un proceso vocacional. En no pocas
eucaristías juveniles de aquellos años fascinantes se usaba la canción Un nuevo sitio
disponed como canto de entrada. La historia (cómica, pero con un sentido muy hondo) es
bien conocida: Dios se cansa de una humanidad egoísta y mezquina y anuncia un nuevo

111
diluvio a un párroco de un pueblecito en Italia. Cuando llega el diluvio, Dios mismo
invita al párroco y a Clementina a irse juntos en el arca y crear una nueva humanidad.
Ambos se quieren y todo invita a lanzarse a esta aventura hacia un mundo nuevo.
Entonces (cuando se pone en marcha el diluvio con unos efectos especiales muy
llamativos), el párroco –sorprendentemente y enfrentándose al mismo Dios como en un
cuento jasídico– decide quedarse con «su gente» (egoístas, impresionables, cambiantes,
mezquinos y asustados) porque son su gente y «eso es amor» como el mismo Dios le
había enseñado:
«No, yo debo quedarme
unido a esta gente,
porque son los míos,
y debo aceptarlos,
en todo y por todo,
lo bueno y lo malo porque
esto es amor, según yo sé.
Sí, esto es amor, y de ti lo aprendí».

112
Alaska y el busto del emperador
[noviembre de 2017]

Escribo esta entrada del blog con un cuidado especial y con una buena dosis de respeto y
cariño (¿por qué no decirlo?) por los casos a los que me voy a referir. Hace ya unos
cuantos años, Alaska cantaba El rey del Glam, aquella pegadiza canción que repetía a un
supuesto decadente anclado en estéticas ya superadas: «Te has quedado en el 73 con
Bowie y T-Rex». Alaska se regodeaba describiendo los rasgos de aquel personaje
imperturbable y «ajeno a las modas que vienen y van...».
Los 70 fueron años fascinantes para la Iglesia, años convulsos en un cierto sentido,
pero también llenos de experiencias, de búsquedas, de nuevos caminos que, inspirados
por el impuso renovador del Vaticano II y en el caso español por el cambio político, se
abrían para los creyentes del tiempo y también para la vida religiosa. Muchas de aquellas
experiencias han dado a lo largo de los años frutos estupendos y han mostrado un rostro
nuevo de los consagrados: cercanos, comprometidos, insertos en la sociedad y en los
dramas y alegrías de nuestro tiempo. En otras ocasiones, han servido para la renovación
de las órdenes y congregaciones, llevándolas a una vivencia más auténtica del carisma y
haciendo realidad aquel lema tan inspirador de la «vuelta a las fuentes» que venía
descrito en el Decreto Perfectae Caritatis como una de las líneas maestras de la
renovación posconciliar de la vida religiosa. Estas experiencias, además, aportaron
frescura e ilusión, suscitaron discernimiento, nos ayudaron a soltar lastre y generaron un
nuevo entusiasmo en la vivencia de los carismas y en el servicio que, como religiosos,
podíamos brindar al pueblo de Dios.
Pero no podemos perder de vista que han pasado cuarenta o cincuenta años desde
que se generaron aquellas experiencias. Algunas desaparecieron o fracasaron con el
trascurso de los años. Otras fueron (por desgracia) anuladas desde instancias superiores
cuando los vientos cambiaron y lo novedoso empezó a verse con malos ojos. Y otras
siguen siendo fieles a su idea originaria y siguen brindando hoy un testimonio de vida
consagrada. Pero –y aquí viene a cuento lo de Alaska y el Rey del Glam– no conviene

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ignorar que estas experiencias tienen necesidad de una evaluación-revisión humilde,
serena y sabia (y las tres palabras tienen su sentido). Es necesario confrontarse con los
nuevos tiempos, las nuevas sensibilidades eclesiales y sociales, los nuevos ritmos. Es
necesario aceptar que lo que era nuevo, ya no lo es y que llega el tiempo de reconocer
que ya no somos «los jóvenes», sino que los jóvenes, los que innovan, los que tienen otra
sensibilidad... son otros. Si no, corremos el riesgo de fosilizarnos, de encastillarnos, de
convertirnos en viejos rockeros (vestidos de cuero negro y con melena teñida
escondiendo las canas) que, desde una supuesta rebeldía, siguen combatiendo enemigos
que desaparecieron hace ya varias décadas y respondiendo a preguntas que ya nadie se
hace.
Repito que, para vivir este discernimiento (quizás como todos los discernimientos),
hace falta una buena dosis de humildad, de sabiduría, de generosidad y de coraje. No es
solo un consejo para estos hermanos, es que lo necesitamos en la vida religiosa,
necesitamos que sigan siendo significativos, que cuestionen y se cuestionen, que nos
ayuden a los que quizás somos menos proféticos y creativos a no refugiarnos en las
estructuras y en las instituciones. Necesitamos, en definitiva, que no se queden «en el 73
con Bowie y T-Rex».
Y es que, si no se hace esa revisión, nos convertiremos en personajes decadentes
como (por poner un ejemplo algo más culto) aquel conde Franz Xaver Morstin de ese
delicioso relato de Joseph Roth (El busto del emperador). Aquel anciano que vistió sus
mejores galas del imperio austrohúngaro, expuso el busto del emperador y se negó a
escuchar que el imperio no existía más. Cuando las nuevas autoridades le obligaron a
retirar el busto, le organizó un sentido y emocionado entierro y se negó (eso sí, de forma
elegante y decadente) a ver la nueva realidad...

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Lo que no se sueña...
[diciembre de 2017]

En Las mocedades de Ulises, esa gran novela de Álvaro Cunqueiro (en la mejor
tradición de la novela mágica gallega de Cela o de Torrente Ballester), el joven Ulises,
que va aprendiendo lo que es la vida a través de viajes y conversaciones, pregunta al
sabio tabernero Poliades: «–¿qué es lo que es mentira? Poliades hacía girar el sombrero
entre sus manos. –Quizá todo lo que no se sueña, príncipe...». Es una frase con mil
lecturas posibles, pero, en cualquier caso, nos remueve algo por dentro, algo inquietante
que nos lleva a pensar que solo lo que se sueña (ilusiones, proyectos, ideales... pasión) es
auténtico. Quizás algo de eso pase en nuestra vida religiosa de hoy. Tenemos el derecho
de soñar, pero, sobre todo, tenemos el deber de soñar.
Estamos ya a solo unas horas de la Navidad. La liturgia, los preparativos, los actos
sociales, los medios de comunicación... todo nos aboca (de formas muy distintas y con
diversos planteamientos) a la fiesta que vamos a celebrar. A cada uno nos vienen tantos
recuerdos a la mente, lo vivimos de maneras diversas, nos preparamos desde
presupuestos vitales muy diferentes y con actitudes personales, religiosas, existenciales
muy diversas... A mí este año, como siempre, me «pilla el toro» de las prisas, los
trabajos a medio terminar, los actos de «representación» a los que intento dar un sentido
para que no queden reducidos a lo protocolario y a lo que se suele hacer. Procuro que la
burocracia y lo formal no empañen la magia, el encanto y la poesía de lo que
celebramos.
Entre la maraña de cosas intento prepararme interiormente para la fiesta (la de
verdad), pero no siempre lo consigo. Este año, durante todo el Adviento me ha venido
cuestionando una idea o, quizás mejor, una duda. No sé si nosotros religiosos vivimos
este misterio (¡el Misterio!) con verdadera pasión. Quiero quitar a esta cuestión cualquier
tinte moralizante. Todos estamos un poco cansados de moralinas del signo que sean.
Tampoco quiero ser demasiado ingenuo. Sé bien que (empezando por mí mismo) hay
etapas en la vida en las que el entusiasmo se apaga, períodos en los que parece que el

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sentido se eclipsa y temporadas de «capa caída» y algo de desánimo. Es lógico, es
humano e incluso diría que es necesario para darnos cuenta de que no somos héroes
insensibles o ascetas estoicos, sino pobres hombres y mujeres que estamos deseando que
nos acepten y que nos quieran. También sé que religiosos que aparentemente no hacen
nada especial y cuya vida puede parecer anodina, esconden actitudes heroicas y tesoros
espirituales que salen a la luz cuando menos te lo esperas. Por ello, hay que hablar de
estas cosas cum grano salis...
Pero, dando esto por sentado, creo que deberíamos preguntarnos si vivimos lo que
anunciamos, lo que es el centro de nuestra vida, lo que nos llena de sentido y de
esperanza... con verdadera pasión. Hace unas semanas, José Cristo Rey García Paredes
(que sí que es un experto en vida religiosa, no como yo que soy lo que en Italia se llama
«un tuttologo»), reflexionaba en este mismo foro acerca del tedio, como uno de los
riesgos y de las amenazas más peligrosas para la vida religiosa de hoy: «el tedio es la
señal inequívoca de nuestra desorientación en la vida. El tedio enfría y congela nuestra
psique, amenaza la vitalidad de nuestro espíritu».
Ojalá que la Navidad que vamos a celebrar no sea un espejismo, una de esas falsas
soluciones que solamente nos entretienen un poco, nos sacan provisionalmente del tedio
vital y después nos dejan un vacío y hasta cierto sabor amargo. Ojalá que los religiosos
del siglo XXI sepamos vivir con esa pasión contagiosa, capaz de superar tedios,
monotonías, rutinas y esclerosis varias. Que esa pasión desdiga a agoreros y aguafiestas.
Ojalá que esa pasión nos lleve a superar crisis y desánimos, a ver lo positivo, a afrontar
con coraje los problemas, sabiendo que la solución no siempre está en nuestras manos.
La falta de pasión (de poesía, de encanto, de magia, de heroísmo...) quizás explique
también algunos problemas de la vida religiosa de nuestros días. Hace unos años la
película argentina El secreto de tus ojos (una trama policiaca acompañada de una
maravillosa historia romántica y de un humor argentino delicioso) ganó el Óscar a la
mejor película extranjera. Un viejo policía alcohólico intenta ayudar al protagonista
(Ricardo Darín) a descubrir al asesino de un crimen horrible. Para ello analiza las cartas
que el sospechoso escribió a su madre, en las que se aludía frecuentemente a jugadores
del Racing de Avellaneda. Pese al escepticismo de Benjamín Espósito, el policía
principal, acuden varios domingos al estadio y finalmente encuentran allí al asesino. La
explicación que le da el viejo policía medio bebido es sabia: «El tipo puede cambiar de

116
todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios... Pero hay una cosa que
no puede cambiar, Benjamín. ¡No puede cambiar de pasión!».
Que el Dios de la Navidad, el niño que nos va a nacer, caldee nuestros corazones
con la pasión por el Reino, por la Buena Nueva, por la vida, por los otros, por los últimos
y los necesitados... ¡FELIZ NAVIDAD!

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Laudato si’ empieza aquí
[marzo de 2018]

Estamos terminando la cuaresma y nos disponemos a celebrar la semana que viene el


misterio de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo: el misterio
central de nuestra fe. Al principio de esta cuaresma el papa Francisco nos recordaba que
este no es un tiempo triste, pero que sí debemos tomarlo con seriedad: es tiempo de
revisión, de preparación, de cambio y –por qué no decirlo– de conversión.
Hace unas semanas, visitando una de nuestras casas de estudiantes, vi que, en cada
papelera, en la lista de los que iban a comer o se ausentaban, en los grifos de la cocina,
etc., había un extraño cartelito con una flecha que rezaba: «Laudato si’ starts here».
Comentándolo con el formador, este me dijo que el motivo de estos cartelitos era que
durante varias reuniones habían hablado de cómo vivir este año la cuaresma con
autenticidad y con un compromiso serio. Los estudiantes no querían cosas piadosas ni
penitencias absurdas y estériles, sino algo más actual y significativo, más profético.
Se decidió vivir el espíritu de la Laudato si’, ese talante ecológico (en el mejor
sentido de la palabra) que el papa nos pide a todos. Pero, pronto se dieron cuenta de que
es muy fácil perderse en «actitudes», «poses», «talantes» y «elucubraciones», olvidando
que todo ello se vive en lo más concreto y en lo más cotidiano. Tomar conciencia de ello
forma parte también de la conversión cuaresmal.
Dicho de otro modo, si nos olvidamos de separar los residuos, de apagar la luz, de
no desperdiciar el papel o el agua, o de marcar con una crucecita que estaremos ausentes
de la cena para que no se desperdicie la comida, por muchos discursos eco-sociales, eco-
espirituales y eco-todo lo que queramos, estas actitudes serán músicas celestiales y rollos
macabeos. Así de simple. Y la cosa de los cartelitos estaba teniendo éxito...
Esto me trajo a la memoria los años en los que viví con estudiantes carmelitas en
formación en Madrid. Recuerdo que algunas veces, al volver a casa y encontrar luces
encendidas, solía recitar (perdonadme la pedantería) aquellos versos de Il Trovatore de
Verdi: «Empi spegnetela, o ch’io tra poco col sangue vostro la spegnerò...» (Impíos,

118
apagadla, o si no, pronto la apagaré con vuestra sangre). Era una forma de quitar hierro
al asunto y de corregir sin acritud. Un buen amigo me dijo que eso era ya una actitud de
viejos y que también nuestras madres nos decían siempre que apagáramos las luces. Pues
quizás sea verdad, pero el caso es que el cuidado de la casa común (¡qué hermoso el
subtítulo de la encíclica papal!) empieza en lo pequeño, en los detalles, en el mimo por
las cosas, los ambientes, las relaciones y los signos. Muchas veces pasamos por la vida
demasiado erguidos con poses de erudición, de compromiso solidario, de
espiritualidades altísimas... pero sin fijarnos en lo que tenemos al lado.
Siempre me ha gustado mucho la palabra «mimar». Es verdad que puede tener un
tono edulcorado o empalagosillo, pero, en la cuarta acepción que le da el DRAE, viene a
ser sinónimo de «tratar con especial cuidado y delicadeza». Y, quizás, también ese deba
ser el sentido de nuestra cuaresma: volver a lo pequeño, tomar conciencia de lo que nos
rodea, ser conscientes de que a veces (sobre todo, con las personas) jugamos con cosas
que no tienen repuesto, parafraseando la canción de Joan Manuel Serrat. En ello están
implicadas muchas actitudes humanas y espirituales muy hermosas: la generosidad, la
gratitud, la apertura al misterio de la encarnación, la verdadera contemplación... En fin,
todo esto nos llevaría muy lejos, pero de lo que no cabe duda es de que este es un buen
lema para una cuaresma original, pero con los valores de siempre. La Laudato si’ (y
otras muchas cosas) empieza justo ahí.

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Komorebi (contemplativos pascuales)
[abril de 2018]

Estamos disfrutando del tiempo pascual en el que todo en la vida de los creyentes (la
liturgia, los símbolos, las lecturas de la Palabra de Dios, las flores, el blanco litúrgico, e
incluso, en algunas zonas del mundo, el tiempo meteorológico) nos habla de la victoria
de la vida. Es, sin duda, un tiempo precioso en el que resuena el Aleluya de la noche de
Pascua y se prolonga en la liturgia, en la vida y en los corazones.
Una lectura que siempre me ha impactado mucho es el texto del capítulo 21 del
Evangelio de Juan. Se trata de la aparición a los discípulos en el lago de Galilea. Juan
parece utilizar una técnica que casi podríamos llamar cinematográfica. Como si fuera
una especie de flash back, tras los terribles capítulos anteriores (gritos, sangre, cruz,
polvo, violencia, tortura, muerte...), los apóstoles se encuentran de nuevo en Galilea, en
un paisaje casi idílico, dedicados otra vez a la pesca como si nada hubiera pasado. El
texto está lleno de referencias simbólicas, de significados insinuados y de sugerencias,
pero baste recordar que todo sucede «entre dos luces», al alba, en esa hora tan hermosa
en la que (¡como en la vida misma!) vemos todavía con dificultad.
La pesca no había ido bien, y un extraño personaje desde la orilla les sugiere que
lancen las redes al otro lado y tienen un gran éxito. En ese momento, el discípulo amado
dice a Pedro: «¡Es el Señor!». Ambos se lanzan al agua y, al llegar a la orilla, el extraño
personaje tiene preparado una especie de desayuno con pan y pescado asado y se
desarrolla una conversación, todo ello lleno de simbolismos...
Siempre he pensado que el grito del discípulo muestra lo que significa ser
contemplativo. Es una palabra que fácilmente puede ser pervertida. Algunos piensan que
el contemplativo es el que está todo el día con el cuello torcido mirando al cielo, o el que
se mueve en un continuo éxtasis místico-psicodélico, o el que tiene apariciones... Sin
embargo, el verdadero contemplativo quizás sea el que mira más bien alrededor, a la
realidad misma, a la vida en su contradicción, con sus oscuridades y sus claridades
(¡entre dos luces!), con sus grandezas y sus miserias... y descubre en ella los signos

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pequeños, frágiles, vulnerables y a veces aparentemente contradictorios de la presencia
de Dios en nuestras vidas.
Quizás sea este uno de los retos más importantes de la vida religiosa en este mundo
nuestro, tan lleno de mensajes, de bombardeo de noticias, de inmediatez y de algarabía.
Los religiosos del siglo XXI, del mundo digital, de la posmodernidad o de la archi-
posmodernidad (o de donde andemos ahora), del «pensamiento líquido» y de los «no-
lugares» (por citar dos definiciones de nuestra cultura de pensadores en boga), de este
mundo complejo y fascinante en el que nos ha tocado vivir y al que tenemos que amar
(porque no tenemos otro y aquí no valen las huidas a un pasado glorioso ni a un futuro
Matrix), podemos ser esos humildes «señaladores» que, entre tanta maraña, susurran con
emoción (y también con dudas, con incoherencias y titubeos)... «¡Es el Señor!».
El otro día leía en una revista que el idioma japonés tiene una especial habilidad
para crear palabras que describan cosas o sensaciones muy sutiles. Generalmente, son
palabras intraducibles a otras lenguas y para definirlas se requiere toda una frase. Entre
ellas, se destacaba la palabra Komorebi, que al parecer significa algo así como «la luz
del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles». Esta hermosísima palabra tal
vez sirva para expresar esa misión de la vida religiosa hoy. Captar con emoción la luz
que se abre paso entre las hojas de los árboles, contemplarla con gratitud, señalarla con
humildad y anunciarla con amor. Y, más aún, algunos se sienten incluso llamados a
transparentarla...

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Contemplativos en contexto
[mayo de 2018]

Tras la última página que publiqué en Vida Religiosa sobre los contemplativos, recibí
una serie de mensajes de gente que me agradecía el punto de vista y que valoraba esa
invitación a intuir, encontrar y contemplar los signos de la presencia de Dios en nuestras
vidas. Pero recibí un mensaje que me inquietó, en el mejor sentido de la palabra. Era de
un religioso con responsabilidades de «gobierno» (aunque no es mi palabra favorita, la
uso para que nos entendamos) y que veía casi imposible desarrollar esa dimensión
contemplativa de la vida cristiana en medio de conflictos, decisiones y problemas y –más
si cabe– en un contexto como el nuestro, esto es, el de la vida religiosa en Occidente.
Los que me conocéis sabéis que los superiores con problemas y con cierto desánimo,
siempre me han preocupado mucho.
Esta carta me hizo pensar mucho y me ha llevado a releer el diario de Dag
Hammarskjöld. Como sabéis, tras ese nombre casi impronunciable se esconde el que
fuera Secretario General de las Naciones Unidas, quien fue, además, un activo pacifista
(en todos los importantes cargos que ocupó) y un creyente inquieto y buscador. Su libro
Marcas en el camino es fascinante y sugerente, lleno de dudas entre la caridad cristiana y
la responsabilidad del que tiene que desempeñar el gobierno, todo ello aderezado con
citas y referencias muy sugerentes de la cultura de siglo XX. El libro –poliédrico– está
escrito a jirones y tampoco se puede leer de corrido. Para mí, una de las claves
fundamentales del mismo es precisamente esta: cómo ser contemplativo en medio de un
trabajo administrativo, de la responsabilidad, del gobierno y de todo lo que ello conlleva.
Y no os penséis que es un libro ingenuo o edulcorado. Muchas veces el autor se muestra
desanimado, como un existencialista busca con amargura un sentido del que duda, y
siente la tentación de huir...
A veces encuentro en Roma personas que, por obediencia, por sentido de la
responsabilidad, trabajan en organismos curiales y echan de menos una parroquia o el
trabajo pastoral. Una vez, en una asamblea de la Unión de Superiores Generales (USG),

122
alguien contó que, siendo niño, había visto cómics sobre misioneros que iban a tierras
lejanas a convertir tribus perdidas e incluso caníbales y aquel niño, con inocencia y
espíritu aventurero, pensó que él quería ir también a convertir a los caníbales. Lo puso
simplemente como un ejemplo de cómo echaba de menos la misión. Desde el auditorio
alguien le dijo en voz alta «¡Dios ha escuchado tu oración y te ha traído a la Roma
clerical!». Tras un momento de estupor, se escuchó una gran carcajada en toda el aula.
Otro superior general –tratando de recuperar la seriedad de tan digna asamblea– le
recordó lo que le dijo el papa a Ignacio de Loyola cuando este, lleno de fervor, le dijo
que quería ir a Jerusalén: «Bona et vera Hierosolima est Italia, si cupitis facere fructum
in Ecclesia Dei...». Pues eso, que todo lugar (cámbiese Italia por cualquier otro sitio) es
bueno para enfrascarse en esa tarea de encontrar la voluntad de Dios en nuestras vidas,
de contemplarle en la contradicción y en la complejidad de la realidad y de anunciar su
Buena Noticia para todo ser humano.
Ciertamente, hay situaciones que parecen más fáciles o más adecuadas para
encontrar esa presencia en nuestras vidas. Pero es una impresión equivocada. Si uno
huye de la vida, huye de la presencia misma, porque Dios se hace presente en el corazón
de la vida. Quizás –y valga el ejemplo un poco facilón– huyendo de Roma como hizo
Pedro, nos encontremos con el Señor que, ante la pregunta del pescador (Quo vadis,
Domine?), nos señale con firmeza, pero también con ternura, que vuelve a Roma para ser
de nuevo crucificado.
Tal vez esta pequeña iglesita del Quo vadis en la Vía Apia (muy popular por la
novela de Sienkiewicz y por la película de Mervyn LeRoy), pueda convertirse un día en
un santuario para superiores desanimados y para creyentes tentados de huir de la
realidad.
El cansancio, el desánimo e incluso la decepción o el desengaño son muy humanos
y, en no pocos casos, más que comprensibles y justificados. No quiero banalizar estas
situaciones humanas tan delicadas y tan respetables. No quiero espiritualizarlas de forma
meliflua e irresponsable. Solo me atrevo –con mucha humildad– a sugerir que no falte
esa dimensión contemplativa en nuestro servicio, que no nos convirtamos en
funcionarios, en meros superiores, en administradores... No perdamos la poesía, el
romanticismo, la fantasía y el encanto de nuestra vida. Esa será la pequeña gran victoria
de la vida religiosa en nuestros tiempos de desánimos y crispaciones. Esa será nuestra

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pequeña gran contribución a la Iglesia y al Reino. De ese modo, el contemplativo (el
verdadero contemplativo) será siempre un poeta y un profeta.

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Notas

[1] Los derechos de autor de este libro van destinados a las misiones carmelitas de Burkina Faso y
Venezuela, dos países maravillosos donde abundan tantos signos, gestos y guiños por parte de Dios...
[2] F. NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal, n. 295.
[3] Cf. Pág. 37.
[4] Pocos meses después de la publicación de esta página recibí un amable mensaje de los encargados de
Repuestos Menéndez, que no solamente sigue existiendo, sino que sigue brindando un estupendo servicio a todos
los que se acercan a sus puertas. ¡Muchísimas gracias!

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Índice
Portada 3
Índice 4
Prólogo 10
Presentación 13
Los cheques escondidos de la vida [enero de 2014] 16
Labilidad emocional [febrero de 2014] 18
Los subrayados de la Regla [marzo de 2014] 20
La «alfombra roja» [abril de 2014] 22
El uso del «nosotros» y otros pronombres [mayo de 2014] 24
Los saguaros de Arizona [junio de 2014] 26
¡Como se lo diga a mi primo! [julio de 2014] 28
Savater, Voltaire y Jacobo de Vitry ... [agosto de 2014] 31
Maletas pesadas y chirriantes... [septiembre de 2014] 33
¡Pues ya no juego! [octubre de 2014] 35
Reformar la Curia (¡y las curias!) [noviembre de 2014] 37
Un cartero occamista [diciembre de 2014] 39
Los anónimos de Jericó [enero de 2015] 41
¡Felicidades, maratonianos! [febrero de 2015] 43
Mancharse con el barro del camino... [marzo de 2015] 45
¿Por qué lloras? [abril de 2015] 47
Dos manzanas cortadas [mayo de 2015] 49
Erratas providenciales [junio de 2015] 51
Hablar con ángeles... [julio de 2015] 53
Saber esperar frente a la «cultura» del microondas [agosto de 2015] 55
Formarse para conformarse a Cristo [septiembre de 2015] 58
Sueños de empresario [octubre de 2015] 60
Organizar la mesa (¡y el alma!) [noviembre de 2015] 62
«Quis animat animatores?» [diciembre de 2015] 64
Buenismo y malismo [enero de 2016] 66
126
De centenarios y fuegos artificiales [febrero de 2016] 68
De centenarios y cebollas [marzo de 2016] 70
Repuestos Menéndez [abril de 2016] 72
Las piedras de Lunzjata [mayo de 2016] 74
El papa Francisco y Buñuel [junio de 2016] 76
Gestos pequeños para personas grandes [julio de 2016] 78
Dios actúa en los desastres [agosto de 2016] 80
«Undisclosed recipients» [septiembre de 2016] 83
Canis hortulani morbus [octubre de 2016] 85
¿Tú de qué equipo eres? [noviembre de 2016] 87
¡Dios es del Inter! [diciembre de 2016] 89
Kilómetros basura... [enero de 2017] 91
Poniéndola en otro poder... [febrero de 2017] 93
La cultura del «quejío» [marzo de 2017] 96
De homilías y mediaciones [abril de 2017] 98
Gloria bendita [mayo de 2017] 100
Testimoniando un centro que nos descentra [junio de 2017] 102
A Elías le bajan los humos [julio de 2017] 105
Segunda ingenuidad [agosto de 2017] 107
El río de mi aldea [octubre de 2017] 110
Alaska y el busto del emperador [noviembre de 2017] 113
Lo que no se sueña... [diciembre de 2017] 115
Laudato si’ empieza aquí [marzo de 2018] 118
Komorebi (contemplativos pascuales) [abril de 2018] 120
Contemplativos en contexto [mayo de 2018] 122
Notas 125

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