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ANSELM GRÜN

La belleza
Sobre la alegría de vivir

2
SAL TERRAE
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realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con
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Título original:
Schönheit.
Eine neue Spiritualität der Lebensfreude

© Vier-Türme GmbH, Verlag, 2014


D-97359 Münsterschwarzach Abtei
www.vier-turme-verlag.de

Traducción:
Melecio Agúndez, SJ

© Editorial Sal Terrae, 2016


Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
info@grupocomunicacionloyola.com / www.salterrae.es

Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
30-06-2016

Diseño de cubierta:
Vicente Aznar
3 Mengual, SJ
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2606-2
La belleza es clave para una vida plena y nos regala gratuitamente alegría y momentos
de felicidad donde menos lo esperamos.
No podemos «hacer» la belleza. No podemos comprarla ni adueñarnos de ella. Pero
cuando desplegamos nuestra mirada, nos sale al paso en otras personas, en la naturaleza,
en el arte y la música, y también en nosotros mismos.

ANSELM GRÜN, doctor en Teología y monje benedictino, es probablemente el autor


cristiano más leído en la actualidad. Sal Terrae y Ediciones Mensajero (sellos editoriales
del Grupo de Comunicación Loyola) han traducido y publicado más de ochenta obras
suyas. Su lenguaje, comprensible para todos, encuentra un eco especial en un amplísimo
abanico de personas por su cercanía al ser humano concreto y a la realidad de su vida.

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Índice

Portada
Créditos
Introducción
1. Lo bello en Dostoyevski
2. Entre el ser y el percibir: ¿Platón o Kant?
3. La belleza de Jesucristo en el Evangelio de Lucas
4. La paradójica belleza de la Cruz en el Evangelio de Juan
5. La belleza de la Creación
6. La belleza del lenguaje
El bello lenguaje de Friedrich Hölderlin
La sensibilidad lingüística de Peter Handke
Lenguaje literario y lenguaje homilético
7. La belleza de la música
8. La belleza del arte representativo
La belleza en la arquitectura
La fuerza transformadora de imágenes bellas
Estilos de belleza
9. La belleza de la liturgia
10. La belleza del cuerpo
11. La vida es bella
12. En camino hacia una espiritualidad de la belleza
Estética y espiritualidad: Dorothee Sölle
La belleza como la tierna sonrisa de Jesús: Simone Weil
Belleza y espiritualidad moralizante: Carlo Maria Martini
La belleza en el interior del ser humano: Evagrio Póntico
La belleza como la patria del corazón: John O’Donohue
13. Siete actitudes de una espiritualidad de la belleza
Mirar
Gustar
Recibir con agradecimiento
Dejarse sanar por la belleza
Descubrir la propia belleza
Contemplación y unificación con lo bello

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Configurar bellamente el mundo y la vida
Conclusión
Bibliografía citada y referencias para seguir leyendo

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Introducción

Dos aspectos han marcado hasta ahora mi espiritualidad: en primer lugar, la idea de
que el encuentro con Dios presupone siempre también el encuentro con uno mismo. Con
mucha frecuencia he escrito –siguiendo las huellas de los monjes primitivos– sobre el
modo en que observa uno sus propios sentimientos, ideas, pasiones y emociones, y cómo
los presenta a Dios en la oración para que se transformen.
El otro aspecto ha sido la dimensión terapéutica de la espiritualidad. Jesús envió a
sus discípulos a curar enfermos y a expulsar demonios. En esa clave he meditado y
descrito la fuerza curativa de textos bíblicos, de ritos eclesiales y de ejercicios
espirituales. Para mí era importante que en mis libros se trasluciera algo de esa fuerza
vivificadora de Jesús.

Sobre el tema de la belleza no había escrito nunca. Tal vez se extrañen mis lectoras y
lectores de que me ocupe ahora de ese tema. En primer lugar, entrar en él fue más bien
una casualidad. Tuve que pronunciar un sermón de cuaresma sobre el tema «Belleza y
encanto de la fe». Al preparar mi charla, me asaltó una idea: ¿En qué medida me sanea a
mí mismo este tema?; ¿hasta qué punto enriquece mi espiritualidad? Porque cuando
reflexiono sobre la belleza y siento la fascinación de lo bello, esta actitud sintoniza con
la espiritualidad contemplativa y mística. Contemplo lo que está-ahí. Me dejo fascinar
por lo bello que me sale al encuentro en la naturaleza, en el arte, en lo humano. Acojo lo
bello que me ha acontecido. Y en eso bello atisbo la belleza-fuente de Dios, de la que
escriben los místicos.
Es, pues, una espiritualidad en la que el centro lo ocupa la gracia y no la propia
actividad. Percibo lo bello y siento cómo me gratifica, cómo actúa sobre mí,
saneándome. Así pues, la meditación sobre lo bello sintoniza también con mi

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espiritualidad terapéutica. Lo bello que yo admiro, que me sobrecoge, me pone en
contacto con mi propia belleza, con la belleza que anida en el fondo de mi alma.

Pero lo bello introduce todavía otro perfil en mi espiritualidad. Es una espiritualidad


receptiva y una espiritualidad optimista. No suena a trabajo, como es el caso, por
ejemplo, de la espiritualidad ascética. Se deja sorprender por lo bello. Por supuesto, esa
espiritualidad exige también nuestra actividad. Porque se necesita atención para percibir
lo bello. Y se precisa nuestro respeto reverencial. Sin un acatamiento reverente, lo bello
se oculta a nuestra mirada. Tampoco la espiritualidad de la belleza sustituye a otras
formas de espiritualidad. Pero las complementa y les da un regusto de alegría y de amor.
Porque, como dice Tomás de Aquino:

«Pulchra sunt quae visa placent»


(Bello es aquello que es agradable a la vista).

Lo bello agrada, deleita. Y lo bello provoca amor. Pero lo bello no es una llamada
moral –que nos amemos los unos a los otros, por ejemplo–. Más bien, despierta en
nosotros un amor gratuito, un amor aún no volcado sobre ningún «ob-jeto». En lo bello –
leemos en Simone Weil– nos sale al paso la tierna sonrisa de Jesús.
Pero no solo nos admiramos y nos extasiamos ante lo bello que nos viene de fuera,
ante aquello en lo que, en último término, nos sonríe la belleza-fuente de Dios. Es que
también podemos producir lo bello. Podemos embellecer la mesa, organizar bellamente
el salón para nuestros encuentros, vestirnos elegantemente y, en la técnica o en el arte,
producir cosas bellas. Podemos hacer la vida más bella. No solo nos topamos con una
creación bella. Nosotros mismos somos también creadores de lo bello. Podemos hacer
bello este mundo, imprimir en él una huella de belleza. Y con ello podemos prestar una
contribución esencial a la humanización del mundo, así como también proveer a la salud
de la humanidad. Porque lo bello pone al ser humano en contacto con lo sano y lo bello
que anida en su alma. Lo bello es saludable para nuestra alma.

En este discurrir por lo bello, una expresión de Dostoyevski me impactó sobremanera:

«La belleza salvará al mundo».

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Me topé con esta frase en un libro sobre Dostoyevski que la autora lituana Zenta
Maurina escribió antes de la Segunda Guerra Mundial y en el que dedica un capítulo
especial a la belleza en Dostoyevski. Esta idea me ha acompañado en la lectura de
muchos libros, pero también en la búsqueda personal del sentido y la importancia
espiritual de la belleza. Una y otra vez me he preguntado qué efecto produce en mí lo
bello, qué hace con mi alma y con mi cuerpo. Y he constatado que lo bello es como un
lugar de refugio del alma en el que esta puede descansar en medio de las turbulencias de
la existencia.
Al escribir sobre lo bello, no querría refugiarme en un puro esteticismo. Querría
contemplar lo bello en medio de la realidad de este mundo. Para mí, adentrarme en lo
bello supone recuperar el bienestar interior en nuestra existencia terrena, con todas las
amenazas y peligros a que estamos expuestos. Precisamente cuando me entrego en alma
y cuerpo al trabajo en este mundo, necesito lo bello como refugio del alma y como
holgura interior en medio de toda la tristura que muchas veces me embarga al conversar
con las personas.

Al escribir este libro, siempre estuve abierto a todo lo bello con lo que me topaba, pero
también a lo que otros autores han escrito acerca de lo bello. En este proceso he caído en
la cuenta de que hasta ahora yo mismo he tenido abandonado este tema. Tampoco en la
espiritualidad cristiana está este asunto en el candelero. Por supuesto que hay algunos
teólogos que han escrito sobre ello, como es el caso, por ejemplo, de Hans Urs von
Balthasar en su gran obra Herrlichkeit (Gloria). Pero su lenguaje no logra entusiasmar a
las muchas personas que andan en busca de lo bello. Es un lenguaje teológico que, en
último término, solo teólogos cultos lo entienden. Karl Rahner, sobre el que yo escribí
mi tesis de doctorado y por el que siento una profunda estima como teólogo, no ha
escrito nada sobre la belleza. El tema quedaba fuera de su horizonte, como durante tanto
tiempo ha quedado fuera de mi propio pensamiento. Hay algunos teólogos protestantes
que han escrito sobre lo bello: Rudolf Bohren, Karl Barth y Matthias Zeindler. Pero en
sus escritos echo de menos la visión optimista con que los filósofos de la antigüedad, por
ejemplo, y los teólogos medievales miraban lo bello. Los teólogos protestantes tienen
una fijación muy fuerte en la culpa, que falsea nuestra relación con lo bello.

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Cuando estoy ocupado con un tema, me siento especialmente sensible cuando el tema en
cuestión aflora en la conversación o cuando leo algo a propósito del mismo en los
periódicos o en las revistas. Cuando, a la pregunta acerca del tema sobre el que estoy
escribiendo actualmente, respondía yo que estaba escribiendo sobre la belleza, brotaba
enseguida un diálogo sumamente vivo. Y yo percibía que es un tema que impacta a
muchos (por supuesto, a distintos niveles). Para muchos que, por otra parte, tienen más
bien problemas con la Iglesia y con la fe cristiana, lo bello es el lugar en el que
experimentan a Dios o, al menos, en el que están abiertos a percibir la huella que Dios ha
dejado impresa en el mundo. De este modo, lo bello es hoy, en nuestro mundo
secularizado, el lugar en el que podemos hablar sobre creencia e increencia. Para muchos
puede ser una puerta de acceso mundano a la espiritualidad. Otros se han enfrentado ya
con el tema desde puntos de vista teológicos y filosóficos. Me admiraba ver cuántos se
han ocupado del tema especulativamente. A otros, a su vez, les mueve el tema de la
belleza en relación con su propia apariencia. Y me cuentan las experiencias que han
vivido en el círculo de sus conocidos: del afán por la belleza, de cómo la querencia de lo
bello lleva muchas veces a comportamientos enfermizos...

En mi investigación, encontré en la revista de la Caja de Compensación de Barm un


artículo sobre el tema «¿Qué es bello?» En él se trata de la pasión de los humanos por
ser bellos y de los diversos ideales de belleza. Pero, sobre todo, se trata del tema que
interesa al Seguro de Salud: las numerosas operaciones de estética a que el afán de
belleza impulsa hoy a tantos.
Muchos creen hoy que la belleza es algo que se puede «hacer». Hombres y mujeres
quieren sintonizar con un ideal de belleza completamente determinado. Médicos y
psicólogos constatan hoy que cada vez hay más personas que se sienten insatisfechas con
su cuerpo. La razón es que los medios de comunicación y también, naturalmente, las
marcas de cosmética y la cirugía estética entienden tan estrictamente el ideal de belleza...

«... que apenas alguien, por naturaleza, encaja ópticamente en él de forma acabada y
perfecta» [1] .

Muchos creen que la apariencia exterior es decisiva para el éxito en la profesión y


en la búsqueda de pareja, para el reconocimiento en la sociedad, etc. Y así, muchos
hombres y mujeres andan a vueltas agresivamente con su cuerpo, sin pensar en los

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riesgos de una operación estética. Y, después de la operación, muchos se sienten
insatisfechos porque, a fin de cuentas, el resultado no responde a sus expectativas.
Esto puede afirmarse, sobre todo, de las operaciones del rostro. Con la operación,
muchas veces la cara se torna rígida, como una máscara. Y un rostro así de rígido no lo
percibe como atractivo el entorno social. El rostro bello vive, muestra emociones,
reacciones, tonalidades interiores. Y así, las operaciones estéticas consiguen muchas
veces precisamente lo contrario de lo que se esperaba. No llevan a una mayor
aceptación, sino a un rechazo: una situación casi trágica.
El artículo de la revista sobre la salud, de la Caja de Compensación muestra lo
fuerte e intenso que es hoy el afán de belleza. Pero, al mismo tiempo, en ese afán se hace
patente que demasiado a menudo se vincula la belleza con la apariencia exterior, con
unos cánones precisos de cómo tiene que ser el aspecto de un cuerpo bello. La belleza,
sin embargo, es algo más que la apariencia exterior. Un cuerpo es bello cuando es la
expresión de un alma bella. Y, en último término, un ser humano es bello cuando se
contempla a sí mismo con amor. Porque la palabra «schön» (bello) tiene relación
también con la palabra «schauen» (contemplar, mirar). La belleza también tiene que ver
siempre con el amor. Solo quien se mira a sí mismo con amor es bello. Quien se odia a sí
mismo es odioso.
Esto vale también para la relación con otros. Quien odia a otros los hace odiosos y,
con ello, él mismo se hace igualmente odioso. Y quien mira a otros amablemente
descubre su belleza. La belleza está en el otro. Pero necesita al mismo tiempo una
disposición por nuestra parte para percibir esa belleza. Y la auténtica condición para
detectar la belleza en el otro es el amor, la amabilidad con que lo miramos.

En este libro querría invitar al lector a hacer conmigo este viaje de búsqueda. Y le deseo
que lo bello que ya percibe constantemente y con lo que se topa continuamente lo
perciba aún más conscientemente. Deseo que la reflexión sobre lo bello se convierta para
él en un camino de espiritualidad. Porque, en último término, en lo bello nos topamos
con la belleza de Dios. En lo bello nos habla Dios, Aquel que, al concluir la creación, vio
que...

«... todo era muy bello» [2] .

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Con frecuencia, esta expresión se traduce: «todo era muy bueno». Sin embargo, la
palabra hebrea «tob» puede significar también «bello». Y los griegos la tradujeron por
«kalós» (bello). Así pues, deseo que, en lo bello, se deje el lector impactar por el propio
Dios. En lo bello nos toca siempre un Dios que es Amor. Pero la belleza puede también
estremecer. Es un Dios que nos sobresalta, que mediante lo bello nos sacude hasta la
médula y nos abre a algo que es mayor que nosotros, algo que nos lanza por encima y
fuera de nosotros mismos. De este modo, lo bello es un lugar de experiencia de Dios,
pero también, al mismo tiempo, de impulso y aliento para la vida, un lugar de consuelo y
de curación de nuestras heridas.

1 . BEK 3/2012, 28
2 . Gn 1,31

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1. Lo bello en Dostoyevski

En mis reflexiones sobre el tema de la belleza me ha impresionado sobre todo la


expresión de Dostoyevski: «la belleza salvará el mundo». Por eso querría ocuparme
expresamente, en este primer capítulo, de Dostoyevski y su visión de lo bello. De
Dostoyevski se cuenta que viajaba una vez al año a Dresden para pasar un rato frente el
cuadro de la Madonna Sixtina. A la pregunta de por qué hacía tal cosa, el escritor
respondía:

«Una vez al año, al menos, tengo que poder mirar a un ser humano para no
desesperar de mí mismo y de los demás».

Mirar a la Madonna que pintó Rafael como mujer bella era para el poeta algo casi
medicinal. Dejarse invadir por la belleza de María constituía para él una intensa
necesidad. Porque concentrarse en la bella Señora le hacía posible aceptarse a sí mismo y
no desesperar ante lo quebradizo de su propio ser. Y lo bello en María le daba también
confianza en los seres humanos.
Dostoyevski se encontró en su vida con muchas personas malas y dañinas, y las
describió también en sus novelas en toda su abisal maldad y desesperación. Aceptar lo
bello en sí trasforma su mirada sobre esas «malas» personas. Todavía podía ver en ellas
lo bello que existía en el fondo de su alma. De lo bello sacaba la esperanza de que
incluso esas personas se dejarían impactar por lo bello y, de ese modo, podrían vencer en
sí el mal.
El tema de la belleza aparece en Dostoyevski, sobre todo, en su novela El idiota.
Heinrich Böll califica esta novela como la mejor novela crística que él conoce. En
el enfermo príncipe Myschkin aparece algo de la pureza y hermosura de Cristo entre los
hombres. Lo trágico es que –piensa Dostoyevski–, en nuestro tiempo, esa claridad
interior resplandece precisamente en la figura de una persona enferma. En esa novela
cuenta el poeta ruso la conversación entre el ateo Hipólito y el príncipe Myschkin.

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Hipólito le dice al príncipe:

«“Príncipe: ¿ha afirmado Vd. realmente en algún momento que el mundo se habría
de salvar por la belleza?”
Yo, por mi parte, creo que el príncipe tiene estos frívolos pensamientos
únicamente porque está enamorado.
“Damas y caballeros –dice dirigiéndose en alta voz a la concurrencia–: el
Príncipe está enamorado. Ya a su llegada lo he notado.
Príncipe, no se ruborice Vd. Lo sentiría mucho. ¿Qué belleza va a redimir al
mundo?... ¿Es Vd. un ferviente cristiano?”» [1] .

A esta pregunta, el príncipe no responde. El jesuita y cardenal italiano Carlo María


Martini, que cita y medita este pasaje en su libro ¿Qué belleza salva al mundo?,
interpreta el silencio del príncipe de la siguiente manera:

«Parece como si su silencio quisiera decir: la belleza que redime al mundo es el


amor que comparte el dolor» [2] .

A pesar de la burla que se detecta en las palabras de Hipólito, este aborda, por un
lado, el importante tema del efecto salvador, curativo y redentor de la belleza; y, por
otro, dos condiciones para creer en el efecto curativo de la belleza: el amor y el ser
cristiano. Solo quien ama descubre lo bello en el rostro humano y en la naturaleza. Y se
necesita precisamente la espiritualidad cristiana, la que en efecto cree en la encarnación
de Dios.
Lo bello es una encarnación de Dios. Dios se hace visible en la materia, en el
mundo. La Encarnación de Dios en Jesucristo es exactamente el punto culminante de la
encarnación. En el Hombre-Jesús (así nos lo dice el Evangelio de Juan) contemplamos la
gloria, la belleza de Dios, que se hace visible. Pero desde Cristo desciende también la luz
de la belleza sobre todo lo bello que nos es dado contemplar en el ser humano y en la
naturaleza.
A mí, esta afirmación –«la belleza redimirá al mundo, la belleza salvará al
mundo»– ya no me ha abandonado. He vuelto a leer a Dostoyevski, he leído libros sobre
él, sobre todo de Romano Guardini y de Zenta Maurina. He reflexionado sobre la belleza
que ha de salvar al mundo. Belleza, para Dostoyevski, es lo contrario de utilidad. Lo
bello está-simplemente-ahí... Si todo está sometido a la utilidad, es que entonces al ser
humano se le ha robado su dignidad. Sin belleza –dice Dostoyevski– el ser humano se

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hunde en la melancolía. Y entiende la obra redentora de Jesús en el sentido de que este
trasplanta la belleza a las almas de los humanos:

«Como Jesús llevó en sí y en su obra el ideal de la belleza, decidió trasplantarlo a


las almas de los hombres, convencido de que los humanos, con este ideal en el
alma, se convertirían en hermanos unos de otros» [3] .

Es interesante que aquí no se habla en absoluto de una exigencia moralizante de


amar al prójimo. Al permitir que Jesús plante en nuestro corazón el sentido de lo bello,
nos convertimos todos en hermanos y hermanas. Así se transformará nuestra
convivencia. Lo bello despierta en nosotros el amor a los hermanos y a las hermanas.
A menudo propongo en mis cursos el siguiente ejercicio: dos personas se ponen
frente a frente; una cierra los ojos; la otra le mira con ojos de fe: ojos que no enjuician,
no pasan factura, no valoran, sino que ven en el otro lo bello. Este ejercicio, en el que se
contemplan el uno al otro sucesivamente desde la perspectiva de la belleza, convierte
realmente a ambos en hermanos y hermanas. Cuando miro lo bello en el otro, se me hace
interiormente cercano.

En sus excursos sobre lo bello, Dostoyevski cita la palabra de Jesús: «No solo de pan
vive el hombre». Y saca de ella la siguiente consecuencia:

«Se les da solo pan, y de puro aburrimiento se convertirán en los peores


enemigos» [4] .

Lo que verdaderamente alimenta al ser humano y le convierte en persona es lo


bello. Pero lo bello nunca es para el poeta ruso un simple concepto estético. Más bien, la
belleza incluye siempre también lo bueno. Tiene una dimensión ética y religiosa.
Cuando en su entorno se suicida una comadrona, Dostoyevski, en carta de 10 de
junio de 1876, ve la causa del suceso en el hecho de que solo se le ha predicado pura
utilidad.
Dostoyevski cree que...

«... si esa mujer hubiera tenido añoranza de la belleza en el mundo y añoranza de


las personas, habría sentido sed de realizar alguna acción noble» [5] .

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Sin embargo, se le ha amputado esta perspectiva. Cuando no hay ninguna grandeza
de alma, tampoco existe ningún sentido para vivir. Escribe Dostoyevski:

«El suicidio de esta comadrona es una prueba del origen espiritual del ser humano.
Con solo pan no se puede vivir; sin belleza no se puede existir» [6] .

Dostoyevski no pretende introducirnos en un mundo puro de lo bello. Él conocía la


tensión entre nuestro profundo deseo de belleza y las rasgaduras de nuestra vida, a la que
con frecuencia no podemos en absoluto calificar de «bella». Porque él hace anunciar esa
palabra al enfermo príncipe Myschkin. La belleza de su cuerpo se oculta tras una
enfermedad.
Bellos para Dostoyevski son...

«... no los rostros apacibles y equilibrados, sino aquellos en los que Dios y el diablo
luchan y las orillas opuestas se tocan. Bellas son aquellas personas a las que
consume la nostalgia de lo bueno, incluso cuando han sucumbido al pecado. Cuanto
más vivo es este deseo, tanto más bello es el rostro humano» [7] .

Esto se deja ver en el rostro de Nastassja Philippowna, que tanto fascina al príncipe.
Él ve la belleza en ese rostro. Y al mismo tiempo cae en la cuenta de que ella ha tenido
que sufrir increíblemente. Ve en ella un rostro orgulloso. Y el príncipe se pregunta:

«Únicamente no sé si ella es también buena. ¡Oh, si lo fuera..., entonces todo estaría


salvado!» [8] .

A continuación escribe Dostoyevski sobre ese rostro:

«Su esplendorosa belleza era insoportable: esa belleza del rostro pálido con las
mejillas casi caídas y los ojos ardientes. Era una belleza singular. El príncipe no
podía apartar la mirada de esa imagen. De repente, sin embargo, se sobresaltó, miró
en torno, se llevó entonces rápidamente la imagen a los labios y la besó» [9] .

El príncipe besa esa imagen porque le invade la compasión por el desgarramiento


interior y la infelicidad de esa mujer. La belleza le muestra al mismo tiempo el peligro
que la amenaza. De la belleza de los rasgos de Aglaja Iwanowna, otra importante mujer
de esta novela, dice el príncipe:

«Son una belleza extraordinaria... Son tan bellos que uno siente miedo de mirarlos».

Y después:

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«Una belleza es difícil de juzgar. No me he preparado par ello. La belleza es un
enigma» [10] .

Guardini interpreta estas frases de la siguiente manera:

«Belleza es la forma en que el ser cobra rostro para el corazón y se hace parlante.
En ella el ser se hace avasallador por el amor y, por el hecho de que agita
corazón y sangre, toca el espíritu.
Por eso la belleza es tan fuerte. Impera y reina, sin cansancio y
estremecedoramente.
Pero desde que el pecado existe, tiene poder de seducción. Parece subyugar
como en el juego, porque la imagen del ser bello agita y enciende inmediatamente
lo más íntimo» [11] .

Así, la belleza es siempre ambivalente. Estremece al ser humano, le arrastra a su


bando. Muchas veces, la belleza refleja el bien. Pero existe también la belleza seductora,
que ejerce su poder sobre nosotros pero no nos conduce al bien, sino a la perdición. La
belleza es y sigue siendo un enigma. Y solo dentro de este carácter enigmático puede
uno decir: «la belleza salvará al mundo». Solo la belleza que refleja el bien, que es
limpia y clara, puede salvarnos. Pero también en la belleza de lo orgulloso y desgarrado
brilla una chispa de esperanza, de que esa persona tiene un núcleo bueno, que puede ser
salvada.

Precisamente esta tensión que encuentro en Dostoyevski, entre desgarramiento y belleza,


es la que me ha movido a escribir algo sobre el efecto salvador y curativo de la belleza
en un mundo muchas veces no bello. He tenido la impresión de que ahí se dice algo
esencial sobre nuestra espiritualidad cristiana: algo en lo que yo apenas había reparado
alguna vez y sobre lo cual encuentro también muy poco en los libros. Es una
espiritualidad saludable y curativa, que está libre de tendencias moralizantes. No tiene
fijación en el mal y en el pecado, sino en el hecho fundamental de una creación bella.
Percibir la belleza de la creación tal como nos entra por los ojos en la naturaleza,
quedarse simplemente parado ante una bella flor (como continuamente ha estado
haciendo el exegeta católico del Antiguo Testamento Fridolin Stier): ese es un aspecto
esencial de la espiritualidad cristiana. La belleza nos tonifica. La belleza de Dios nos
ilumina diariamente en la creación. Por eso la creación, con su belleza, es una importante

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medicina para el alma humana. Pero la Carta a los Colosenses nos dice que en la
creación nos topamos con Jesucristo y su belleza. Él es...

«... la imagen del Dios invisible,


el Primogénito de toda la creación» [12] .

La tensión entre lo bello y lo terrible, y la manifestación de la belleza precisamente


en una persona enferma, que Dostoyevski ha descrito tan impresionantemente en su
novela El idiota, la vuelvo a encontrar en el Evangelio de Juan. El Evangelio de Juan
habla de que la gloria y el resplandor de Dios nos han brillado en Jesucristo. En Jesús
contemplamos la verdadera belleza que está escondida en Dios. Pero cuando hablamos
de la belleza de Jesús, también tenemos que ser siempre conscientes de la tensión en que
la tradición cristiana ha visto a Jesús. La tradición litúrgica de la Iglesia ha interpretado,
refiriéndolos a Jesús, estos dos textos del Antiguo Testamento:

«Eres el más bello de los hombres,


en tus labios se difunde la gracia» [13] .
«No tenía presencia ni belleza
que atrajera nuestras miradas» [14] .

Dostoyevski entiende esta tensión de la siguiente manera: la belleza resplandece en


el príncipe, que para él es una imagen de Jesús. No es, pues, perfecta una belleza que no
conoce debilidad y enfermedad alguna, sino una enfermedad que resplandece
precisamente en la humildad y fragilidad de nuestra existencia humana.
Los Evangelios mismos no citan nunca esta segunda palabra de Isaías 53. Mateo
cita, es cierto, otro versículo de ese mismo capítulo del profeta cuando habla de la
curación de muchos enfermos por parte de Jesús:

«Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: “Él tomó sobre sí nuestras
debilidades y cargó con nuestras enfermedades”» [15] .

Y también en otros pasajes del Nuevo Testamento se cita una y otra vez a Isaías 53,
pero nunca el versículo 2. Es claro que, a pesar de la muerte cruel de Jesús en la cruz, los
evangelistas han visto siempre en Él al hombre perfecto.
La Iglesia primitiva les siguió en este aspecto. Así dice Clemente de Alejandría:

«Nuestro Salvador es bello, por lo que es amado por quienes anhelan la verdadera
belleza, pues él era “la luz verdadera”» [16] .

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La belleza de Jesús le hace atractivo a los hombres y mujeres. Clemente escribía
entonces para los griegos cultos que tenían un especial sentido de lo bello. De este modo,
nos muestra a nosotros todavía hoy un camino para esbozar, para los hombres en
búsqueda, una imagen de Cristo que sintonice con su pasión de belleza, sin dejar de lado
la pasión y la cruz de Jesús.

En el Evangelio de Juan se hace patente la paradoja de que la belleza de Dios se


manifiesta en la caducidad y debilidad de la carne. En Juan, la glorificación de Jesús
acaece en la cruz, un lugar que los contemporáneos de Jesús relacionan más bien con la
deshonra y la crueldad. Esta tensión tiene que ponernos en guardia para no refugiarnos
en un mundo de la estética. Tenemos que rastrear el misterio de la belleza en medio de
nuestra quebradiza existencia y de un mundo marcado por el dolor: ¿qué es lo realmente
bello?; ¿y en qué consiste el paréntesis que encierra y mantiene unidas las dos frases que
se afirman de Jesús y que tienen también aplicación en nosotros?
Reflexionar sobre la belleza no es una huida piadosa del mundo sino un camino
para tener, en medio de nuestro compromiso por el mundo, un refugio en el que
descansar, en el que entrar en contacto con nuestra alma y su belleza interior, para poder
después volver a entregarnos plenamente a nuestra tarea. Puesto que la belleza es
siempre algo fascinante, el sentido de la belleza es también para mí siempre un camino
hacia Dios, el cual –como dicen los filósofos de la religión– es lo auténticamente
Fascinante. En la belleza, Dios mismo quiere tocarnos y atraernos hacia Sí.
Pero Dios no es solo lo Fascinante sino también lo Tremendo: lo que nos sobrecoge
y aterra, lo que nos hace temblar. Lo mismo sucede con la experiencia de lo bello. Lo
bello no es siempre únicamente lo que nos gusta, lo que nos resulta agradable. También
puede aterrarnos y estremecernos. No solo lo ha visto así Dostoyevski, sino también
otros poetas. Me gustaría citar solo a dos:

Rainer Maria Rilke escribe en la primera Elegía de Duino:

«Porque lo bello no es nada más


que el comienzo de lo terrible,
eso que todavía podemos soportar
y lo admiramos tanto porque, sereno,

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rehúsa destruirnos».

Lo bello nos arranca de nuestra experiencia cotidiana. Solo por un instante podemos
ver lo bello. Lo bello tiene algo de la estremecedora cualidad de Dios. Solo podemos
soportarlo tocándolo fugazmente. No podemos avistar lo absolutamente bello, sino
únicamente las huellas de lo bello en el mundo. Cuando algo nos fascina realmente en el
alma, también nos estremece, porque nos arranca de la superficialidad cotidiana y nos
sobrecoge con una experiencia que agita el hondón de nuestra alma.

También Peter Handke habla de la «belleza sobrecogedora» (Handke, Saint-Victoire


82). Lo verdaderamente bello nos sobrecoge, nos estremece. No podemos contemplarlo
cómodamente desde la butaca. Lo verdaderamente bello agita nuestra alma. Revienta los
blindajes que ponemos a nuestro alrededor para contemplarlo todo como espectadores.
Lo bello no puede uno contemplarlo como mero espectador. Nos arrastra dentro de sí.
Nos violenta interiormente para que nos abramos a algo más profundo dentro de
nosotros, a aquello que constituye nuestra verdadera esencia.
Este punto de vista lo encontramos también en Dostoyevski, aunque en otro pasaje,
esta vez de su novela Los hermanos Karamazov. A Mitja Karamazov le hace decir:

«¡La belleza es una cosa temible y tremenda! Temible porque es indefinible; y no se


la puede definir porque Dios solo nos ha propuesto enigmas» [17] .

La pasión por lo que salva y cura, pero también la pasión por el estremecimiento
que produce la belleza, deseo rastrearlas en lo que sigue. Quiero mostrar en la filosofía,
en la Biblia y en la tradición espiritual aspectos de esa belleza que cura y estremece. No
tengo la pretensión de desarrollar una teología de la estética, ni tampoco esbozar (lo que
ya hizo sobresalientemente Hans Urs von Balthasar) una Dogmática teológica propia
desde la perspectiva de la belleza. Solo quiero llamar la atención sobre algunos aspectos
de nuestra fe cristiana y de nuestra experiencia de fe a los que en la literatura se presta
escasa atención.

1 . El idiota, II, 70.


2 . MARTINI, 10.
3 . MAURINA, Dostoyevski, 281.

21
4 . Ibidem.
5 . Ibid., 281.
6 . Ibid., 282.
7 . MAURINA, 283.
8 . El idiota, II, 66.
9 . Ibid .,II 155s.
10 . Ibid., II 150.
11 . GUARDINI, Religiöse Gestalten, 280.
12 . Col 1,15.
13 . Sal 45,3.
14 . Is 53,2.
15 . Mt 8,17.
16 . GESTRICH, 1219.
17 . MAURINA, 282.

22
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23
2. Entre el ser y el percibir:
¿Platón o Kant?

La filosofía antigua –que es la que siguió la teología católica de un Santo Tomás de


Aquino– vio lo bello como un aspecto del ser. Todo lo que es, es bueno, verdadero y
bello. En la teología se han descrito sobre todo los dos aspectos de lo verdadero y de lo
bueno. Quería penetrar cada vez más profundamente en la verdad del ser humano y en la
verdad de Dios. Esta es la tarea de la dogmática. Pero la dogmática no puede poseer la
verdad. Solo puede mantener abierto el misterio y transmitir una intuición de que no son
nuestras proposiciones las verdaderas, sino que solo Dios es la verdad.
También por lo bueno se ha interesado la teología. Esta fue, sobre todo, una tarea de
la teología moral. Lo bueno es siempre lo «debido». Nos muestra cómo debemos ser y
cómo debemos obrar.
La teología ha tenido descuidado con frecuencia lo bello. Pero la intuición de que
todo lo que es, es también verdadero, bueno y bello tiene para mí no solo una
importancia teórica. Más bien pretende trasmitirme un sentido de la esencia del ser, a fin
de que lo que es lo perciba adecuadamente. Y únicamente lo percibo tal como Dios lo ha
pensado si lo experimento también como bello. Lo bello es, entonces, no algo puramente
estético, sino que es una cualidad del ser. Solo cuando percibo lo bello, hago justicia al
ser. Solo entonces percibo el mundo como Dios lo creó. Así pues, descuidar lo bello
significa también siempre no estar a la altura del ser, no hacer justicia a la creación. La
idea de que existe lo bello nos libera del lastre de la eficiencia, de que tenemos que hacer
lo bello. La verdad es que nos topamos con ello, que ello nos sale al encuentro. Solo se
precisa una actitud de apertura: la contemplación como disposición para ver las cosas tal
como son, para mirar detrás de las cosas.
Evagrio Póntico llama a esta visión de las cosas, «Theoria physiké», la
contemplación de la naturaleza, que reconoce en la naturaleza la belleza de Dios. La

24
mística no es para Evagrio una huida del mundo, sino la visión contemplativa del
mundo. Conduce, según Evagrio, a la salud del alma. Evagrio, pues, suscribiría la
sentencia de Dostoyevski: «la belleza salvará al mundo». La verdadera salud del alma,
según Evagrio, no se puede conseguir únicamente a través de la ascesis, sino solo
mediante la contemplación.

La teología protestante ha seguido la filosofía de Kant en amplios ámbitos de su teología


de lo bello. Para Kant, la belleza no es algo objetivo. Es más bien un juicio puramente
subjetivo del gusto del ser humano. Es claro que para Kant el juicio subjetivo tiene,
evidentemente, una raíz en la objetividad del mundo. Pero, en último término, lo bello
pierde, mediante la subjetivización, fuerza curativa para el ser humano.
Que percibamos algo como bello depende solamente de nuestro juicio. Pero lo
bello, por sí solo, no tiene efectividad curativa alguna. Únicamente cuando percibimos
algo como bello, nos hace bien. En último término, lo único que hacemos es introyectar
nuestro sentimiento de belleza en las cosas. Sin embargo, según la concepción de un
Tomás de Aquino, lo bello nos sale al paso desde fuera. Y porque nos adviene de fuera –
en el lirio del campo, en los salmos, en la figura de Jesucristo...–, por eso ejerce un
efecto curativo sobre nosotros.
Aquello con lo que nos topamos nos fascina, se apodera de nosotros. En último
término, si llevamos al extremo el pensamiento de Kant, lo bello es tan solo un
sentimiento subjetivo que nosotros mismos tenemos que provocar, en vez de dejarnos
impactar por lo bello que realmente existe, y en ese encuentro trabar contacto con la
belleza que anida en nosotros, para, de ese modo, llegar a lograr nuestra salud e
integridad.

Con su filosofía de lo bello, Platón no nos ha puesto ante los ojos un mundo sano. Cinco
veces se lee en Platón:

«Lo bello es duro».

Y la belleza no es, desde luego, algo puramente estético en lo que me refugio


huyendo de la cruel realidad del mundo. Platón dice más bien:

25
«El que en algún momento se aventura en lo bello, a ese le resulta también bello
soportar cuanto de sufrimiento le corresponde».

Y Platón habla de que el alma se acuerda «con fuerte excitación de la belleza y de


la verdad contempladas en otro tiempo». Si percibimos al ser como bello, nos
adentramos dentro de nuestra alma, la cual en otro tiempo contempló lo bello. Platón ha
contado esto en un mito, según el cual las almas viajan cada noche en un coche de almas
hasta la cumbre del firmamento. Su viaje está guiado por los dioses olímpicos.

«Arriba, en la cumbre del firmamento, se abre entonces la mirada al mundo


verdadero. Lo que allí se puede ver ya no es ese atosigamiento caótico y mudable
de nuestra llamada “experiencia terrena del mundo”, sino las verdaderas constantes
y las configuraciones permanentes del ser» [1] .

Los dioses contemplan este orden maravilloso. Sin embargo, las almas están
lastradas por su atadura a lo terreno. Solo lanzan una mirada fugaz a esta verdadera
belleza y luego vuelven a su terrestre trajín. La experiencia del amor y de lo bello,
también del amor por lo bello, pone a las almas en contacto con la mirada al verdadero
orden del mundo.

«Gracias a lo bello, logra a la larga recordar otra vez el verdadero mundo» [2] .

Lo bello hace visible lo ideal. En lo bello resplandece el verdadero orden del


mundo, brilla el mundo ideal tal como los dioses lo han creado para el hombre. De este
modo, la belleza es como una garantía de que...

«... en todo el desorden de lo real, en todas sus imperfecciones, maldades,


tortuosidades, unilateralidades, perniciosos desconciertos..., lo verdadero, sin
embargo, no está inalcanzable en la lejanía, sino que nos sale al encuentro» [3] .

Lo bello es, pues, un brillar de lo divino en el interior de nuestro mundo.


Platón habla de lo «kalón», que es más que lo bello. Es además lo recto, lo
conveniente, lo bueno, lo adecuado al ser, aquello en lo que el ser posee su integridad, su
salud y su ser-sano [4] .
«Kalós» puede significar también lo moralmente bueno. Siempre flota en este plano
la idea de orden. Y muy frecuentemente va ligado a lo «agathós» (bueno). «Kalós kai
agathós» se convierte, en Sócrates, en el concepto central. Él lo refiere menos a la

26
belleza exterior que a la belleza interior de una persona y al orden interior [5] . En él, la
belleza se acerca a la justicia.
Platón subraya que lo bello irrumpe desde el mundo de Dios en nuestro mundo
terrestre. Así pues, cuando hoy contemplamos lo bello, eso nos remite en ese momento a
nuestra alma, que antes de encarnarse en nuestro cuerpo contempló lo bello en su forma
original. El amor, dice Platón, nació de la belleza al comienzo, y desde entonces...

«... del amor por lo bello se desplegó todo bien para los dioses y los humanos» [6] .

Cuando el alma percibe lo bello, se despierta, se fortalece y le crecen alas eternas:

«La gravedad de la tierra y su finitud ya no pueden embridarla» [7] .

Según Sócrates, maestro de Platón, es sobre todo el Eros el que nos capacita para
ver lo bello. De este modo, lo bello de este mundo nos recuerda la belleza-fuente de Dios
y hace que nuestra alma se adentre en su verdadero ser y se revista de su capacidad de
mirar a Dios y hacerse-uno con Él.
El neoplatónico y místico Plotino desarrolló la filosofía de la belleza de Platón, y
con ello influyó en muchos Padres de la Iglesia. Platón habla de lo bello-fuente: en
último término, de lo divino, que se manifiesta en lo bello del mundo. Y piensa: cuando
contemplamos lo bello, nunca vemos únicamente lo bello exterior, sino que, en último
término, nos vemos a nosotros mismos, nuestra propia imagen, nuestra belleza
interior [8] .
La contemplación de lo bello nos espolea a tender a nuestra verdadera imagen
interior. Esa imagen no es algo puramente exterior; más bien, es una incitante luz interior
en la que el alma percibe lo bello en todas las cosas. Por eso se precisa el cultivo del
sentido de lo bello, que significa al mismo tiempo una purificación del corazón. Solo con
un corazón limpio podemos percibir la belleza en todas las cosas. Este motivo de la
limpieza del alma que en su propio interior percibe la gloria divina (la cual al mismo
tiempo, es siempre amor), lo retoman los Padres de la Iglesia, sobre todo Gregorio de
Nisa. En la contemplación de lo bello entro en contacto con el ilimitado amor de Dios
que anida en el hondón de mi alma.
La visión de lo bello no es, por tanto, un acto estético, sino expresión de una
profunda espiritualidad. Es encuentro con Dios como origen radical de la creación y con

27
el Dios que habita en mí. Es una imagen optimista de Dios que nos impacta en la belleza,
un Dios que nos fascina, que nos gusta. Pues bello es aquello que agrada. Es un Dios que
colma nuestra más honda pasión por la belleza. Y es un Dios al que podemos
«saborear». «Fruitio Dei», el gustar de Dios, es para la teología católica la meta de
nuestro itinerario espiritual. Podemos ya aquí gustar de Dios en todas las cosas bellas, y
luego, en su plenitud, en la vida eterna.

También Agustín estuvo influenciado por Plotino. Él era una persona sensible, con un
fino sentido de lo bello. Una y otra vez habla Agustín de lo bello:

«Pronto me sentí arrebatado hacia Ti por tu hermosura» [9] .

Cuando preguntaba a todas las creaturas por Dios, ellas le respondían que no eran
Dios, que estaban creadas por Dios. Y concluía ese interrogatorio con la indicación de
que la respuesta de las cosas está en su belleza. Su belleza le remite a Dios:

«Mi pregunta era mi mirada,


y su respuesta, su aspecto» [10] .

Agustín experimenta el efecto arrebatador de la belleza de Dios, pero también el


peligro de quedarse en la belleza exterior. Por eso describe cómo su búsqueda de Dios
culmina en la convicción de que encuentra la belleza de Dios dentro de su propia alma:

«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que Tú
estabas dentro de mí, y yo fuera; y por fuera Te buscaba; y deforme como era, me
lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no
estaba contigo. Reteníanme lejos de Ti aquellas cosas que, si no estuvieran en Ti,
no serían. Llamaste y clamaste y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste y
fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por Ti; gusté de Ti y
siento hambre y sed; me tocaste y me abrasé en tu paz» [11] .

Dios tocó a Agustín, esa persona en búsqueda; le tocó en la belleza de su creación.


La belleza es la llamada de Dios al ser humano. «Kalós» [bello] viene de «kalein»
[llamar]. La belleza nos llama para que respondamos. Pero Agustín ve el peligro de que
nos quedemos estáticamente en la belleza exterior y nos olvidemos de la belleza-fuente,
Dios. El mismo Dios tiene que limpiar nuestro ojo para que podamos ver la belleza de
Dios en la creación y en el ser humano. Quien en sí mismo es limpio puede «contemplar
la única y verdadera belleza», la del...

28
«... buen y bello Dios, en el cual y del cual y por el cual todo es bueno y bello» [12] .

A quien Dios le concede un ojo limpio, ese puede ascender de la belleza del mundo
a la belleza de Dios. Y ve la belleza del mundo a la luz de la belleza de Dios.

Isidoro de Sevilla desarrolla esta doctrina. Piensa que la persona ha sido cegada por la
belleza del mundo y se ha apartado de Dios. Sin embargo, de la misma manera, puede,
por la hermosura del mundo, ser conducida otra vez a Dios:

«Por la belleza de la creatura limitada, Dios hace vislumbrar la suya, que es


ilimitada, para que el ser humano se reencuentre con Dios a través de las mismas
huellas por las que se apartó de Él; y el que por amor a la belleza de las creaturas se
apartó de la figura de Dios, regrese de nuevo por la belleza de las creaturas a la
belleza-fuente, Dios» [13] .

Aquí resulta palpable la paradoja de la belleza. La belleza de los seres humanos nos
puede cegar. La belleza del mundo nos puede llevar a apartarnos de Dios. Pero la belleza
puede también convertirse en el camino que nos lleve de nuevo a Dios. Todo depende de
con qué ojos miremos la belleza: con ojos que en la belleza contemplan la gloria de Dios
o, por el contrario, con ojos que se quedan clavados en la belleza del mundo y ya no lo
ven como espejo de la belleza de Dios,

La Edad Media, con sus grandes teólogos –Anselmo de Canterbury, Tomás de Aquino y
Buenaventura–, desarrolló la teología de la belleza. Para Anselmo de Canterbury, en la
belleza del orden del mundo se muestra la belleza de Dios. Es una belleza amable que, al
mismo tiempo, provoca en nosotros el amor. La razón tiene el cometido de reconocer en
el mundo la belleza de Dios. Por lo tanto, la belleza para Anselmo no es asunto de
sentimiento, sino de razón; no del sentir, sino del contemplar. Con nuestra inteligencia
podemos ver más profundamente, podemos ver y reconocer en las cosas la belleza de
Dios.
Tomás de Aquino, en su teoría de la belleza, sigue menos a Platón que a
Aristóteles: Dios es cimiento y raíz de toda belleza, por cuanto es «consonantia» y
«claritas», es decir, produce melodía y claridad. «Claridad» produce Dios por el hecho
de hacer que las cosas participen de su luz-primordial. «Claritas» significa lo refulgente,
lo radiante de la belleza. De una persona bella decimos que es deslumbrante.

29
«Consonantia» significa que todo suena melódico y todo es armonioso. Dios ordena
todas las cosas a sí mismas e íntimamente las está llamando hacia sí mismas y hacia su
verdadera esencia.
Tomás de Aquino entiende la relación entre «kalós» y «kalein» [«bello» y
«llamar»] de manera diferente de como la entiende Agustín. En Agustín, Dios nos llama
a nosotros mediante la belleza. En Tomás, las cosas son bellas porque Dios las llama a
ellas a la existencia y porque Él las ordena y reúne en conjunción armónica. Que Dios
cree algo no es expresión de indigencia, sino que...

«... tiene que consistir en el amor a la propia belleza, porque el que tiene belleza
propia quiere multiplicarla del único modo posible, es decir, mediante la
participación en la semejanza consigo mismo... Así, todo es creado para imitar, en
la medida de lo posible, la belleza divina» [14] .

La belleza del mundo es, por tanto, en último término, desbordamiento del amor de
Dios, que quiere entregarse por nosotros y hacernos felices. Desde el punto de vista de la
experiencia humana, asienta Tomás de Aquino su conocida y ya citada definición de lo
bello:

«Pulchra sunt quae visa placent»


(Bello es aquello que es agradable a la vista).

Lo bello, pues, tiene efectos placenteros sobre el alma y el cuerpo de la persona.


Gusta. Provoca en la persona placer y bienestar. Y la belleza nos impacta a través de la
visión.
El teólogo franciscano Buenaventura es, de los tres teólogos, el que más espacio ha
dedicado a la belleza. Ante todo, vincula la belleza de Dios con Jesucristo. La belleza de
Dios se nos revela en la belleza del Hijo [15] . Sin embargo, Buenaventura pone esa
belleza de Jesús en relación con la afirmación del profeta Isaías de que en Jesús no había
presencia ni belleza. Jesús está vaciado hasta el punto de que queda al aire la sin-figura
del cuerpo solo.

«Pero con la des-figuración exterior conservó al mismo tiempo la belleza del


interior... Al más bello de los hijos de los hombres lo vieron los hombres en la cruz:
ellos, que solo miran lo exterior, y así lo vieron como alguien que no tenía ni
apariencia ni hermosura: su rostro, despreciado; su porte, desencajado. Y, sin
embargo, de esa sin-figura de nuestro Salvador brotó a chorros el precio por nuestra

30
belleza... Su belleza interior, allí donde la plenitud toda de la divinidad habita en él,
¿quién podrá expresarla ? Ojalá también nosotros nos des-figuremos exteriormente,
en el cuerpo, con el Jesús des-figurado, para con-figurarnos de nuevo interiormente
con el Jesús, belleza en plenitud» [16] .

Buenaventura relaciona en este texto las dos afirmaciones sobre Jesús, que he
citado en la introducción:

«eres el más bello de los hombres,


en tus labios se difunde la gracia» [17] .

«no tenía presencia ni belleza


que atrajera nuestras miradas» [18] .

Y los ensambla en su teología. La belleza de Jesús brilla incluso desde su des-


figuración. Buenaventura da expresión, con estas palabras, a una experiencia que
nosotros tenemos también hoy: la belleza está en el mundo, pero con frecuencia es una
belleza crucificada, una belleza que está oculta detrás de las deformaciones de seres
humanos despreciados y humillados.
Al igual que Agustín, Buenaventura habla de la limpieza del alma. Cuando el alma
se ha limpiado del pecado, su belleza relumbra. Y entonces se convierte en un brillante
espejo en el que se refleja la hermosura del mundo. En ese espejo brillante del alma
reconoce también el alma su propia belleza. Reconoce que es una imagen de Dios y que
esa imagen refleja la belleza de Dios. La espiritualidad de la belleza no es, por tanto,
ningún contrario de la espiritualidad ascética. Para poder percibir lo bello se necesita la
ascesis de la purificación. Me enfrento a mis interiores opacidades, a los sentimientos y
pensamientos sucios e impuros, para hacer que los limpie el amor de Dios. Solo entonces
me hago capaz de reconocer lo bello en el mundo y logro hacerme iluminar por ello.
Pero lo bello mismo tiene un efecto purificador. Si en medio de mi pecado me siento
fascinado por lo bello, entonces el pecado pierde su poder. En lo bello me toca Dios y
me limpia. Cuando lo bello cae sobre un espejo sucio, esa situación nos incita a limpiar
nuestro espejo. Porque incluso a través de la suciedad, lo bello nos fascina de tal manera
que queremos contemplarlo cada vez con más claridad.

31
Todas estas reflexiones filosóficas y teológicas no se me quedan en pura teoría. Al
contrario, modifican mi actitud frente a la realidad. Hay una diferencia entre decir:
«percibo esto como bello» o decir: «esto es bello». Hay, en efecto, algo objetivamente
bello. Para Platón, todo lo que le corresponde al ser, lo que pertenece al orden interior de
las cosas y de las personas, es bello. Lo bello es lo bien ordenado, lo estructurado. No es
simplemente apariencia, sino ser. Pero pide de mí otra mirada: la disposición a
contemplar lo que es, de modo que lo deje ser. Este era en todo, para Martin Heidegger,
un aspecto importante de su filosofía, que tradujo la metafísica griega vertiéndola en el
interior de nuestro tiempo: la verdad se manifiesta, para Heidegger. Se des-vela. Y este
des-velarse de la verdad es la belleza [19] .
La belleza es suceso («Ereignis»). «Ereignis» viene de «Eräugnis», por tanto, de
«Auge» (ojo). Lo bello se convierte en visión. Lo bello se revela, y en ello se muestra
todo: Dios y hombre, cielo y tierra. La respuesta del ser humano a la aparición de la
verdad es el «habitar poético» y el «pensamiento-recuerdo». No pensamos y hablamos
sobre las cosas: más bien, hacemos que las cosas, en el pensar y en el hablar, se hagan
presentes. En el «habitar poético» acontece para nosotros lo bello, y es ahí también
donde, para Heidegger, está siempre lo salvador [20] . Para percibir lo bello se precisa la
actitud interior del «dejar», del «abandono», como dice el Maestro Eckhardt. Dejamos
las cosas como son. Las miramos sin juzgarlas, sin prejuicios, en «abandono». Dejamos
que las cosas sean como son. Intentamos pensarlas, recordarlas, verbalizarlas. No
hablamos sobre las cosas. Dejamos más bien que las cosas se revelen en la palabra. Por
eso, lo bello pide un pensar contemplativo: un pensar que deja a las cosas lucir en su
belleza.

La visión optimista del mundo, que siempre se ha conservado en la teología católica,


tiene su decisivo fundamento en que Dios se ha encarnado en el mundo. Dios ha creado
el mundo, bueno y bello. Y esa belleza está en el mundo, a pesar de toda la culpa
humana. La belleza es, antes y después, el lugar en el que podemos experimentar a Dios.
Sí: la fascinación de la belleza nos puede abrir a la experiencia de Dios. Porque en todo
lo bello que interiormente nos atrae, nos topamos con la belleza-fuente de Dios. La
belleza que experimentamos en el mundo se convierte así en una huella que Dios ha
dejado impresa en el mundo para que, a pesar de toda duda y endeblez de la fe, podamos

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una y otra vez vislumbrarlo y experimentarlo. En lo bello se muestra Dios. En el ser
humano se precisa apertura para percibir lo bello. La filosofía y la teología de lo bello
conducen, así, en último término, a una espiritualidad contemplativa y mística. Se trata
de la transformación del ser humano a través de la contemplación de lo bello.

1 . GADAMER, 19.
2 . Ibidem.
3 . Ibid., 20.
4 . VON BALTHASAR, III, 1, 184.
5 . Cf. GRUNDMANN, 542s.
6 . O’DONOHUE, Schönheit, 278.
7 . Ibidem.
8 . H. U. VON BALTHASAR, III, 1, 264s.
9 . Confesiones, VII 17.
10 . Ibid., X, 6.
11 . Ibid., X 27.
12 . VON BALTHASAR, II, 101.
13 . Ibid., III, 1, 308.
14 . Ibid., III, 1, 369.
15 . VON BALTHASAR, II, 300.
16 . Ibid., II 355.
17 . Sal 45,3.
18 . Is 53,2.
19 . MANN, 22.
20 . MANN, 23.

33
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34
3. La belleza de Jesucristo
en el Evangelio de Lucas

Nadie ha dominado como el evangelista Lucas el arte de traducir en palabras la belleza


de la vida y, sobre todo, la belleza de Jesucristo. Lucas nos ha obsequiado con
maravillosos relatos. En la belleza del relato brillan la belleza de Jesucristo y la belleza
de la vida que Jesús nos otorga.
La palabra «belleza» apenas aparece en Lucas. Pero en la reacción de las personas
respecto de Jesús se hace visible algo de la belleza de este que les fascina. Esa belleza
fascinante de Jesús alegra a las personas (Lc 13,17).
Pero salen fuera de sí, porque en las obras de Jesús se les manifiesta la grandeza de
Dios (Lc 9,43). Ahora, este éxtasis ante la belleza de Jesús va unido también al temor, al
sobresalto, ante lo absolutamente extraordinario. Por eso describe Lucas la reacción del
público a la curación del paralítico con estas palabras:

«El estupor se apoderó de todos, y daban gloria a Dios; sobrecogidos, decían: “Hoy
hemos visto cosas increíbles”» [1] .

Lucas tiene ante sus ojos el ideal griego de belleza cuando describe el crecimiento
de Jesús niño:

«El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios le


acompañaba» [2] .

En Jesús niño se hace visible la límpida belleza de Dios (esto es lo que se significa
con la palabra Charis = «gracia, donaire, belleza, encanto»), que se desarrolla cada vez
más en él. Esto mismo se pone de manifiesto también en la segunda descripción del
crecimiento de Jesús:

«Jesús progresaba en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres» [3] .

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Jesús no era solo el muchacho listo, sino también alguien querido por Dios y por los
hombres y que, gracias a su donaire y encanto, era visto con agrado por Dios y por los
hombres:

«Encontraba complacencia ante Dios y ante los hombres» [4] .

Hallar complacencia es la esencia de la belleza. Lo que es bello, agrada. Los Padres


griegos de la Iglesia utilizaron esta descripción de Lucas al escribir sobre la excelsa
belleza de Jesús. Y ven confirmada su interpretación de Jesús en las afirmaciones
mesiánicas de la belleza en el Antiguo Testamento. Para ellos, Moisés es bello, José es
bello. Pero la belleza del Mesías supera su belleza [5] .
Reconstruir la belleza del ser humano fue visto por Jesús como la tarea de su vida.
Por eso, Lucas –como ningún otro evangelista– ha colocado las curaciones sobre todo en
sábado. Jesús restablece al ser humano en su originaria belleza, como Dios lo había
creado en el sexto día. Mediante la curación en sábado se hace realidad la palabra de la
historia de la creación: «Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno» [6] .

Jesús, en sábado, endereza a la mujer encorvada para que reconozca nuevamente su


propia dignidad y pueda dirigirse plena y completamente a Dios (Lc 13,10-17).
En sábado cura a un hidrópico. Le libra de su ansia. Lucas compara ese ansia con el
hijo o el buey que ha caído al agua. «Curar» significa sacar al ser humano del lodazal en
el que cae con frecuencia. Cuando alguien cae en la ciénaga de la concupiscencia, queda
deteriorado en su belleza y en su dignidad. Queda ensuciado, degradado interiormente y,
demasiado a menudo, también exteriormente. «Curación» significa retrotraer a la
persona a su belleza originaria. Esa belleza primigenia es también la meta de toda
conversión. Cuando el hijo pródigo retorna a su padre, es embellecido. Se le viste con
hermosos vestidos y se le adorna con un anillo para devolverle su belleza primera (Lc
15,22).
La persona que vuelve a encontrarse con Dios, encuentra en Él también su
verdadera belleza. La mujer que ante los fariseos pasaba por pecadora tenía un sexto
sentido para percibir la belleza de Jesús. Se puso a enjugarle los pies con sus lágrimas...

«... y a secárselos con el cabello; le besaba los pies y se los ungía con la mirra» [7] .

36
Lo hacía por amor. Jesús le otorga el perdón de los pecados y sentencia: «al que
mucho ama, mucho se le perdona». Podría decirse igualmente: «el que ama la belleza
experimenta al mismo tiempo, en su amor, cómo su culpa se va alejando de él.
Experimenta simultáneamente en la belleza de Jesús su amor perdonador».
Jesús aparece en toda su belleza en la Transfiguración. Con los otros sinópticos –
Mateo y Marcos–, también Lucas hace reaccionar a Pedro ante la belleza de Jesús, que se
manifiesta en su rostro rutilante, con las siguientes palabras:

«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Montemos tres tiendas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías» [8] .

Moisés y Elías participan de la belleza de Jesús. Pedro quiere eternizar ese bello
momento. Pero Jesús se lo impide. Debe bastarle con haber contemplado la belleza de
Jesús. Tiene que bajar otra vez al valle a través de la nube oscura. Allí le quedará el
recuerdo de la hermosura de Jesús.

Lucas describe a Jesús en sus hechos, en sus palabras, en sus encuentros personales y,
finalmente, en su pasión y muerte como el hombre verdaderamente justo, aquel por
quien suspiraba la filosofía griega. La justicia tiene que ver con la belleza. Porque justa
es la persona que se ajusta a su esencia más íntima, que está a la altura de su dignidad
divina. Jesús no deja que le expulse de esta justicia precisamente la injusticia de sus
asesinos. Por eso el soldado romano glorifica a Dios al pie de la cruz diciendo que aquel
Jesús era verdaderamente un hombre justo (Lc 23,47). La gloria, la hermosura de Dios,
se hace visible, pues, en este hombre justo, en este prototipo de verdadera humanidad. La
reacción ante la hermosura de Jesús es la trasformación de los discípulos. Se adentran en
su propia belleza, en su núcleo divino. Esto lo aclara Lucas mediante la imagen del
espectáculo, de la representación escénica. Lucas entiende la vida de Jesús como
espectáculo que pretende hacernos entrar en íntimo contacto con la belleza divina que
hay en nosotros. El espectáculo, la representación escénica, dice el filósofo griego
Aristóteles, conduce a la catarsis, a la purificación de las emociones, a fin de que la
esencia del ser humano brille en toda su puridad. Lucas dice de la crucifixión de Jesús:

«Toda la multitud que se había congregado para el espectáculo, al ver lo sucedido,


se volvía dándose golpes de pecho» [9] .

37
En este espectáculo vieron la belleza del amor de Dios y, de ese modo, palparon lo
bello que había en ellos mismos. Esto les llevó a la conversión. No fue ninguna llamada
a la penitencia lo que les movió a convertirse, sino la contemplación (theorein) del
acontecimiento. Al contemplar al hombre verdaderamente justo, palpan su propia justicia
y su propia belleza. Y así vuelven a casa transformados. Quien contempla
verdaderamente la belleza y se abisma plenamente en la contemplación –ese contemplar
es lo que significa «theorein»– sale de la experiencia transformado.

La transformación de los discípulos que han contemplado a Jesús la describe Lucas en


los Hechos de los Apóstoles. Los discípulos, amedrentados, de pronto hablan
abiertamente. Pedro, el inculto pescador, fascina a la gente con el bello discurso que le
inspira el Espíritu Santo. De Pedro y de Juan sale algo que sana y pone en pie. Ellos
enderezan de nuevo al paralítico en el templo. Y ambos apóstoles se presentan ante los
Sumos Sacerdotes con osadía de espíritu (parresía: un ideal griego) y dicen:

«Es que nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído» [10] .

La belleza de la vida tiene su expresión en la descripción de la primitiva comunidad


cristiana. Los primeros cristianos...

«... compartían la comida con alegría y sencillez sincera» [11] .

Expresamente de la belleza de una persona habla Lucas al describir al diácono


Esteban:

«Cuantos estaban sentados en el Consejo fijaron la vista en él y vieron que su rostro


parecía el de un ángel» [12] .

Esteban está tan lleno del espíritu de Jesús que incluso perdona a sus asesinos. Este
espíritu hace que su rostro parezca el semblante de un ángel. Es decir, que el que está
lleno del espíritu de Jesús refleja en este mundo la belleza tanto de Jesús como de los
ángeles. Tanto el Evangelio de Lucas como los Hechos de los Apóstoles están llenos de
hermosas narraciones. Por eso, Lucas es para mí la invitación a contar «bellamente»
aquello que experimentamos. Muchas veces, hablando de una persona que cuenta
experiencias propias o ajenas, decimos: «¡Qué bellamente lo ha contado!» Sus
narraciones nos gustan. Contar algo bellamente es algo distinto de disertar bellamente

38
sobre algo. Quien diserta bellamente sobre algo no pretende necesariamente justificar la
realidad. Un relato bello –también nos lo muestra Lucas– no es siempre el relato de un
mundo sano. Se relata también el sufrimiento y la peligrosidad de la vida. Pero el mismo
lenguaje con el que contamos nuestras experiencias de enfermedad, de penuria y de
sufrimiento transforma esa experiencia, la eleva a otro nivel. Al escuchar un bello relato,
nos sentimos sumergidos en él. Algo cambia en nosotros. El relato bello no es una
llamada moralista a transformarnos. Es más bien una forma suave de ver nuestra propia
verdad a otra luz y de transformar nuestro decir y hacer desde dentro.

El Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles nos invitan hoy a anunciar a Jesús
de una forma bella. En este empeño, no se trata de decirlo todo a base de bellos discursos
o de disolverlo en una bella armonía. Al contrario, debemos aprender de Lucas el arte de
hablar de nuestra vida, de nuestras penurias y sufrimientos... de tal manera que no nos
quedemos estancados en quejas y lamentos, sino que, en medio de la pena, brille algo de
la belleza del ser humano y de la posibilidad de transformación. Lucas escribió para sus
lectores griegos un bestseller que –sin falsificar a Jesús– sintonizó con su gusto por la
historia bellamente relatada.
Muchas veces me horroriza la manera en que algunos predicadores hablan de Jesús,
al que describen o bien como un encantador que soluciona todos los problemas o bien,
por el contrario, como el moralista que nos arrolla con sus exigencias. El lenguaje
eufórico que no hace más que acalorarse con la belleza de Jesús tiene miedo de la
realidad y no hace justicia a la verdadera belleza de Jesús. Y el sermón moralizante
proyecta en último término en el corazón de los humanos la angustia ante el mal. Ambas
formas de hablar de Jesús no se ajustan a la imagen de Jesús en Lucas. Lucas nos
muestra otro camino. Debemos unir nuestra realidad tal como es, también en su
desesperanza y descorazonamiento (como se manifiesta, por ejemplo, en los discípulos
de Emaús), con el destino Jesús. Entonces, a la luz de Jesús, vemos nuestra vida con
otros ojos. Entonces descubrimos, incluso en los embrollos de nuestra vida, la bella
Gestalt (Doxa/figura, gloria) que Dios tiene pensada para nuestra vida. Y reconocemos a
Jesús como aquel que nos está provocando sin contemplaciones, que sufre la tragedia de
una vida fracasada y que, como el hombre verdaderamente justo, no permite que le
arrebaten a la fuerza su belleza interior.

39
Tampoco las tragedias griegas nos describen un mundo sano. Pero, a pesar de todo
el sufrimiento, de toda la infelicidad y de todas las catástrofes, brilla en ellas un rayo de
luz de la belleza interior del ser humano, como se nos muestra en la conocida expresión
de Antígona, la tragedia de Sófocles:

«No hemos nacido para compartir odio, sino amor».

Lucas representa para mí un permanente desafío para examinar mi lenguaje sobre


Jesús y sobre mi existencia cristiana y para, en medio de todo el sufrimiento, dar espacio
a la belleza que transforma el sufrir.

1 . Lc 5,26.
2 . Lc 2,40.
3 . Lc 2,52.
4 . Ibidem.
5 . Cf. BERTRAM, 556.
6 . Gn 1,31.
7 . Lc 7,38.
8 . Lc 9,33.
9 . Lc 23,48.
10 . Hch 4,20.
11 . Hch 2,46.
12 . Hch 6,15.

40
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41
4. La paradójica belleza de la Cruz
en el Evangelio de Juan

Ningún otro evangelista habla con tanta frecuencia de la «doxa» (gloria, esplendor,
lustre, belleza) como Juan. Lo paradójico es, con todo, que esta gloria y belleza de Dios,
donde brilla de la manera más clara es en la cruz; es decir, precisamente allí donde
nosotros ni la sospechábamos: en la pasión y muerte de Jesús. El tema de la gloria
recorre el evangelio de Juan desde el primero hasta el último capítulo. En el Prólogo
vincula Juan las dos palabras: gracia y belleza, gracia y gloria:

«Y nosotros contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de
gracia y de verdad» [1] .

En Jesús resplandece la belleza de Dios. Y esa belleza está llena de gracia y de


verdad.
¿Qué significan estos términos? «Verdad» («aletheia», en griego) significa, en
último término, que el «velo» que cubre la realidad se retira, y podemos ver las cosas tal
como son, en su verdad y en su belleza. La palabra alemana «schön» (bello) se deriva de
«schauen» (ver, contemplar). Bello es aquello que es digno de ser contemplado, lo que
se mira con gusto. Para Juan, y para los griegos en general, ver es el sentido más
importante. La palabra griega para decir «Dios» (Theos) procede de «theastai»
(contemplar, mirar). La filosofía griega dice: el ser es, siempre y al mismo tiempo,
bueno, verdadero y bello. Cuando, pues, en lo que existe, en lo que está-ahí, descubro el
ser, entonces contemplo, veo lo bello. En lo que es se manifiesta finalmente lo bello-
fontal.
Los griegos tienen dos palabras que caracterizan lo contrario de lo bello: la primera,
«aischynô» (deformar algo, afearlo, deshonrarlo, darle una mala figura); lo bello es
siempre lo honroso, lo que está en consonancia con nuestra dignidad; lo contrario es el
baldón, la deshonra, la perversión. La segunda palabra para lo feo es «aorós», que

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significa lo intempestivo, lo que rompe el ritmo, lo que no encaja en el momento.
«Kalós», lo bello, es también y siempre lo ordenado, lo apropiado. «Aorós» perturba el
orden. Sale fuera del orden del tiempo y es, por eso, feo-odioso. Lo bello es lo Uno, la
Totalidad. Cuando somos uno con Dios, entonces somos bellos.

«Belleza» tiene que ver con «gracia». «Charis», palabra griega que traducimos como
«gracia», significa regalo, don, pero también encanto, atractivo, el deleite que brota de la
belleza. El poeta alemán Friedrich Hölderling traduce «Charis» por «la amabilidad del
ser»; y el filósofo Martin Heidegger, por «la merced del ser» o «la galanura del ser».
«Charis», como lo agradable y atrayente, tiene también relación con «Charme-Encanto».
Sin embargo, la palabra «Charme» se deriva de «carmen» (canto, fórmula
mágica/conjuro) y de «canere» (cantar, hechizar/en-cantar). La fe, pues, no es solo el
arte de contemplar lo bello, sino que «en-canta» también mediante lo que nos muestra.
Nos muestra la hermosura y el amor de Dios.
Este es otro concepto de fe con el que nos encontramos aquí, en Juan, tal como con
frecuencia lo sentimos en nosotros. Pensamos: «tendríamos que creer» o «tendríamos
que confiar»... Creer es para Juan la visión de lo bello. Y quien contempla lo bello confía
en la bondad del ser, en la galanura del ser. Ve lo bello en medio de un mundo que
frecuentemente aparece infecto y repugnante.

Para Juan, la belleza de Dios brilla en la Palabra (Logos) hecha carne. La carne
menesterosa (Sarx) es caduca, débil y enferma, y deforme por la enfermedad. Esta es la
paradoja del concepto joánico de belleza: la gloria de Dios brilla precisamente en la
debilidad de la carne. Y esta debilidad de la carne se despliega en otras dos imágenes: en
la imagen del cordero y en la de la cruz. Juan, el Bautista, dirige la mirada de sus
discípulos hacia Jesús diciendo: «He ahí el Cordero de Dios» [2] .
El Cordero no es el cordero del sacrificio o el chivo expiatorio («arnion»), sino el
indefenso, el vulnerable cordero («amnos»). Jesús no es el héroe, sino que es vulnerable
como un cordero. Será entregado a los poderosos. Pero precisamente en esa persona
débil, entregada al poderío del mundo, brilla la belleza de Dios. Y esa belleza es ya por
siempre amor.

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En la otra palabra referida al cordero (Jn 1,29) habla Juan del Cordero que quita el
pecado del mundo. En ella se hace patente el amor de Dios que «carga con el pecado del
mundo», del que habló el Éxodo (34,6s). Quitar los pecados no tiene nada que ver con
expiación, sino que es –de acuerdo con la afirmación de Ex 34– signo del amor de Dios.
El amor de Dios se caracteriza porque no nos pone encima, como si de un fardo se
tratara, nuestros pecados, sino que los echa fuera del mundo, de manera que ya no tengan
más poder sobre nosotros.
Jesús se califica a sí mismo como el «buen pastor». Nosotros traducimos
ordinariamente la palabra griega «kalós» por «bueno». Pero en realidad significa
«bello». De ahí que Carlo Martini traduzca las palabras de Jesús sobre el «buen pastor»
de la siguiente manera:

«Yo soy el Pastor bello (cabal). El Pastor cabal da su vida por las ovejas... Yo soy
el Pastor cabal; conozco a las mías, y las mías me conocen a mí, como el Padre me
conoce y yo conozco al Padre; y yo entrego mi vida por mis ovejas» [3] .

Y explica así estas palabras de Jesús:

«La belleza del Pastor es el amor con que se entrega a la muerte por cada una de sus
ovejas y traba con cada una, desde el amor más profundo, una relación inmediata,
personal. Esto quiere decir que su belleza la experimenta quien se deja amar por él
y le entrega todo su corazón para que lo empape de su presencia» [4] .

Jesús habla también como el Pastor cabal de las obras bellas que, por encargo de su
Padre, realiza ante los hombres (Jn 10,32).
Son sus obras de amor. Juan muestra aquí la unión entre belleza y amor, como ya la
vieron los griegos y como también Dostoyevski la vio en su novela El idiota. Bello es el
ser humano que ama y, en su amor, se entrega por otros. La primitiva Iglesia cristiana
representó a Jesús como el juvenil y bello zagal que con su belleza atrae a los humanos
y, por eso, puede guiarlos y conducirlos sin violencia.
La indefensión de la carne se consuma en la cruz. En ella, Jesús es entregado al
poder arbitrario del mundo. Hacia fuera, Jesús es impotente y está desamparado. Pero
precisamente en la cruz es glorificado por Dios. Y esa glorificación es, en último
término, amor que se ha hecho visible: amor hasta el extremo. En la cruz brilla la belleza
de Dios de la manera más clara. Es una paradoja. Nosotros unimos la cruz con el

44
sufrimiento cruel de Jesús. Sin embargo, Juan ve en ella la plenitud del amor. Cuando un
amigo da su vida por sus amigos, esa es la cumbre del amor:

«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» [5] .

La belleza del amor de amigo nos da en el rostro desde la cruz. Y resplandece una
gloria que es algo distinto de la belleza terrena. Jesús ora en su última oración:

«Ahora tú, Padre, dame gloria junto a ti, la gloria que tenía junto a ti antes de que
hubiera mundo» [6] .

En la muerte en cruz de Jesús se hace visible su gloria, que sobrepasa la muerte. Es


la gloria de Dios que ya existía antes de toda creación y en la que Jesús ya participó
siempre como Hijo de Dios.

Juan utiliza otras dos imágenes del amor que se consuma en la cruz: la imagen de la
entrega y la imagen del abrazo. Aunque la muerte en cruz es una muerte violenta que le
viene a Jesús desde fuera, él habla de su entrega activa:

«Yo doy la vida por mis ovejas...


Nadie me la arrebata, yo la doy voluntariamente» [7] .

Jesús trasforma lo que le acontece desde fuera en un acto de amor y de entrega. Con
ello arrebata a lo exterior su poder. La entrega transforma en amor la crueldad que nos
golpea desde fuera.
La segunda imagen es la del abrazo. Dice Jesús:

«Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» [8] .

El gesto de la cruz, el gesto de los brazos extendidos, es un gesto de abrazo. En la


cruz, Jesús abraza al mundo entero. Abraza nuestras contradicciones. El gesto del abrazo
es no solo un gesto de amor, sino también de belleza.
En este gesto despliega Jesús su verdadera figura como hombre penetrado
totalmente por el amor de Dios. El ser humano es, por su esencia, figura de cruz que
abraza lo alto y lo profundo, lo largo y lo ancho. En la cruz, Jesús representa la figura
originaria de lo humano y así manifiesta su belleza. De este modo, Juan trasforma la
crueldad en la gloria que resplandece en la cruz. Mauro Kraus, que forjó una cruz en el

45
frontis de nuestra iglesia abacial en Münsterschwarzach, ha querido también, con su
representación, transformar el sufrimiento en belleza. Ha representado al Cristo
resucitado que, en la cruz, abraza a todo el mundo y abraza también, con todo lo que es,
a cualquiera que mira a la cruz.
Porque cruz significa precisamente abrazo de los contrarios. No nos sentimos bellos
porque mucho de lo que percibimos en nosotros no nos gusta, y lo rechazamos. Ahora
bien, lo que rechazamos es lo que le falta a nuestra belleza. La cruz une todo en
nosotros: lo luminoso y lo oscuro, lo fuerte y lo débil, lo sano y lo enfermizo, lo que ha
quedado sano y lo mutilado, lo vivido y lo no vivido, lo vivo y lo anquilosado, lo logrado
y lo fracasado, lo consciente y lo inconsciente.
El evangelio de Juan es una escuela de fe. En este contexto, «fe» no quiere decir
que cierro mis ojos ante lo negativo y miro únicamente lo bello. La fe de la que habla
Juan es el arte de lograr ver todavía, en la carne caduca, deforme, enfermiza, incluso
asesinada, la gloria de Dios. La belleza siempre tiene algo que ver con el amor. Al
reconocer en las personas, aun cuando de puertas afuera sean deformes, el amor que las
mueve, veo en ellas también la gloria y la hermosura de Dios. La escuela de la fe
culmina en la cruz. Pero Juan, en todo su evangelio, nos exhorta a ver bien. Esto
comienza con la llamada de los discípulos. A los dos primeros discípulos que quieren ver
dónde vive Jesús, los llama con estas palabras:

«“Venid y ved”. Fueron, pues, y vieron dónde residía» [9] .

Al ver dónde y cómo vive Jesús, se transforman, se hacen discípulos suyos.


Jesús mira a Simón, a quien lo ha llevado su hermano. Y Jesús reconoce en esa
persona no solo al traidor, sino también a la roca. Jesús ve la esencia de la persona. Esto
lo aclara Juan, poco tiempo después, con estas palabras:

«Jesús no necesitaba informes de nadie, porque él sabía lo que hay dentro del
hombre» [10] .

No solo Jesús incita a ver; también los discípulos se exhortan mutuamente a mirar a
Jesús. Así, Felipe dice a Natanael –que piensa que de Nazaret no puede salir nada
bueno–: «Ven y verás» [11] .
Natanael se siente movido a creer porque Jesús le ha mirado en su más íntima
intimidad. Aun así, Jesús le promete:

46
«“Cosas más grandes que estas verás”. Y añadió: “Os aseguro que veréis el cielo
abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando por este Hombre”» [12] .

Jesús mismo nos invita a ver las cosas de este mundo con ojos nuevos. Si así lo
hacemos, reconocemos en todo un símbolo de nuestra relación con Dios y con
Jesucristo. Esto se hace patente cuando Jesús se califica a sí mismo como puerta y como
vid verdadera. Si miramos con ojos bien abiertos la vid, reconocemos que estamos
unidos a Jesús del mismo modo que los sarmiento están unidos a la cepa. Y si miramos
una puerta con los ojos bien abiertos, reconocemos en ella el misterio de que Jesús nos
abre la puerta a su propio corazón y a Dios. Si miramos con ojos de fe el agua,
reconocemos en ella algo del misterio del Espíritu Santo.
Juan comienza el relato de la pasión con unos peregrinos griegos que se acercan a
Felipe y dicen:

«Señor, queremos ver a Jesús» [13] .

Pero Jesús los remite al grano de trigo:

«Os aseguro: si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si
muere, da mucho fruto» [14] .

Los griegos querían ver a Jesús porque habían oído hablar de él. Jesús les muestra
que pueden ver su misterio si miran con ojos atentos el grano de trigo. En él reconocen
que la cruz de Jesús no es nada opuesto a su gloria, sino que precisamente en el morir
brilla la gloria de la nueva vida. El relato de la pasión termina con estas palabras:

«Mirarán al que atravesaron» [15] .

En el traspasado verán lo que el profeta Zacarías prometió: Dios derramará sobre


Jerusalén...

«... un espíritu de compunción y de pedir perdón» [16] .

Y sobre los habitantes de Jerusalén...

«... se alumbrará un manantial contra los pecados e impurezas» [17] .

Mirar al Jesús traspasado en la cruz se convierte, pues, en visión de salvación. El


amor de Dios brotará del corazón de Jesús para curar y purificar nuestro corazón herido.
El mirar pretende movernos también al amor.

47
También aquí se manifiesta otra vez la paradoja de la idea joánica de la belleza.
Porque mirar a un hombre traspasado no se aviene con nuestro ideal de belleza. En él
vemos más bien algo cruel. Pero precisamente en ese hombre traspasado tienen que ver
los humanos la fuente del amor que fluye hacia nosotros del corazón abierto. Y en ese
corazón amante ven la verdadera belleza, la belleza del amor de Dios, que incluso
trasforma el sufrimiento en belleza.
La visión de la gloria del crucificado se consuma entonces en la resurrección. María
de Magdala anuncia a los discípulos, tras su encuentro con el Resucitado:

«He visto al Señor» [18] .

Los discípulos a los que Jesús se aparece al atardecer del día de Pascua transmiten
su experiencia a Tomás, el discípulo que, en el primer encuentro con el Resucitado, no
estaba presente, con las mismas palabras:

«Hemos visto al Señor» [19] .

Sin embargo, el discípulo Tomás no queda satisfecho con el ver de los otros. Él
quiere ver a Jesús por sí mismo y tocar sus heridas. Y Jesús satisface la petición de
Tomás. Le muestra sus heridas y le invita a tocarlas con sus propios dedos. Pero
entonces concluye la historia de Pascua con la sentencia:

«Dichosos los que crean sin haber visto» [20] .

No podemos ver corporalmente al Resucitado, como los discípulos. Tan solo


podemos mirar a la cruz y al sepulcro vacío, a la vid y a la puerta, a la fuente y al pozo,
al grano de trigo y al pan. Si creemos, veremos en todo ello algo de la gloria que ha
quedado iluminado en la muerte de Jesús en cruz: la gloria que, en último término, es
amor y todo lo trasforma.

Cuando medito el Evangelio de Juan como un desafío a mi espiritualidad, veo ante todo
el cometido de descubrir la gloria y la belleza de Dios también en mi propia debilidad y
endeblez, en la fragilidad y en la cruz que una y otra vez pasa a través de mí y de mis
imágenes de la vida. Precisamente la cruz quiere abrirme a una más honda belleza, la
belleza de mi alma. Y la cruz es para mí la invitación a reconocer, también en el sino de
los humanos a quienes yo acompaño y que tan frecuentemente me muestran los sueños

48
rotos de su vida y su propia fragilidad, algo de la gloria que se manifiesta en un amor
que es más fuerte que la muerte.
Cuando descubro en una persona algo del amor que ni siquiera por la muerte se deja
avasallar, entonces contemplo el misterio de la belleza de la que habla Juan. No me
refugio en un mundo estéticamente bello. Miro la realidad de mi mundo tal como es y
reconozco en él, a pesar de todo, la gloria de Dios, sobre la que la fuerza bruta y la
crueldad humana no tienen poder alguno.

1 . Jn 1,14.
2 . Jn 1,36.
3 . MARTINI, 51.
4 . Ibid., 52.
5 . Jn 15,13.
6 . Jn 17,5.
7 . Jn 15.18.
8 . Jn 12,32.
9 . Jn 1,39.
10 . Jn 2,25.
11 . Jn 1,46.
12 . Jn 1,50.
13 . Jn 12,21.
14 . Jn 12,24.
15 . Jn 19,37.
16 . Zac 12,10.
17 . Zac 13,1.
18 . Jn 20,18.
19 . Jn 20,25.
20 . Jn 20,29.

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50
5. La belleza de la Creación

La Biblia nos cuenta que Dios hizo la Creación, bella. Y una y otra vez se ensalza en
los salmos tal belleza, en la que brilla el fulgor de Dios. El salmo 104 celebra la
Creación y al Creador, verbalizando todo lo que el ojo humano ve en la Creación.
El salmo comienza con los siguientes versos:

«Bendice, alma mía, al Señor;


Señor, Dios mío, eres inmenso,
Te revistes de belleza y majestad» [1] .

La belleza de la Creación es como el vestido que Dios se pone para presentarse ante
los humanos. Y a continuación, el salmo describe simplemente lo que existe:

«De los manantiales sacas torrentes


que fluyen entre los montes
en ellos abrevan los animales salvajes,
y el asno salvaje apaga su sed.
Junto a ellos habitan las aves del cielo,
desde las frondas envían su canción» [2] .

Después de haber enumerado todas las maravillas de la Creación, el salmista estalla


de júbilo:

«¡Gloria al Señor por siempre


y goce el Señor con sus obras!...
Cantaré al Señor mientras viva,
tañeré para mi Dios mientras exista.
¡Que le sea grato mi poema!» [3] .

La reacción ante la belleza de la Creación es la alegría, pero también la poesía.


Nuestra capacidad humana de describir poéticamente la realidad tiene que dar esplendor
a la belleza de la Creación.

51
Los griegos tienen para «creación» y «poetización» la misma palabra: «poiesis». Lo
que Dios ha creado tiene que ser reconfigurado de nuevo en la palabra humana. Los
salmos e himnos con que alabamos a Dios son creaciones de artistas que se sienten
conmocionados por la belleza de Dios. Para los griegos, los artistas tenían que estar
poseídos por la presencia de un dios para poder crear. Para Píndaro, la composición de
un himno es...

«... un empeño inmortal del hombre,


dado en feudo por la divinidad» [4] .

Condición para componer himnos es estar poseído por Dios, «estar-en-Dios» (En-
thou-siasmos). Para Platón, propio del poeta es...

«... no estar en situación de hacer poesía


hasta estar lleno de Dios y haber salido de sí» [5] .

La belleza de la Creación tiene que reflejarse, pues, en la belleza de nuestra


alabanza. Se precisa la creatividad de personas que se dejen conmocionar por la belleza
de Dios para poder alabarlo adecuadamente. La historia de la espiritualidad cristiana está
llena de maravillosos poemas y composiciones en los que poetas y músicos hacen brillar
y resonar para los humanos la belleza de Dios. No siempre fueron poetas o músicos
piadosos. Pero con mucha frecuencia entendieron más de la belleza de Dios que algunos
cristianos que celebran sus actos litúrgicos como un deber piadoso, pero sin sentido de la
belleza de Dios.

El ser humano responde a la belleza de la Creación con la alabanza del Creador. Pero su
respuesta consiste también en que él mismo puede crear algo bello, no solo en himnos y
canciones, sino también en el arte y en su quehacer cotidiano. Nosotros mismos
participamos del poder creador de Dios. Podemos producir lo bello. Podemos configurar
más bellamente el mundo. Esto vale no solo para el arte, sino también para nuestro
quehacer diario. Embellecemos nuestras casas; decoramos bellamente nuestra
habitación; cubrimos la mesa con fantasía, de manera que no solo saboreamos las
comidas, sino también la bella atmósfera en la que comemos... Si nos sentamos juntos
para celebrar una fiesta, adornamos la habitación con gusto.

52
Una vez di un curso para empleadas de hotel. A ellas les competía una importante
tarea: la de complacer a los huéspedes mediante la bella ordenación de los salones, pero
también mediante el modo de tratarlos. Cada uno de nosotros no solo se encuentra con la
bella Creación de Dios. Nosotros mismos nos convertimos diariamente en creadores que
crean algo bello para sí mismos y para otros.

El teólogo protestante Rudolf Bohren, en su Estética Teológica «Dass Gott schön


werde», se ha referido sobre todo a la belleza de la Creación. Cita al teólogo Claus
Westermann, que hace la exégesis de la fórmula sobre la obra de la Creación –«y vio
Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1,31)–. Westermann opina que la
palabra hebrea «tob» significaría «útil, bello, amable, justo, moralmente bueno».
«Schön» [bello] siempre tiene también el significado de « bien hecho, bello para...» [6] .
Bohren describe en este contexto lo in-útil de la Creación. Hay tantas mariposas
bellas, hermosas flores que exceden las necesidades biológicas... Dios tiene sentido de lo
bello. La poetisa judía Nelly Sachs lo expresa con estas bellas palabras:

«¡Qué hermoso más allá


está pintado en tu polvo...!» [7] .

En la belleza de la Creación ve Nelly Sachs un reflejo del más allá, de lo divino.


Bohren cita la palabra de Jesús:

«Vosotros sois la luz del mundo» [8] .

Y reflexiona al respecto:

«Un discípulo que ya no entiende nada de flores y de mariposas pierde la levedad


de la luz. Ya no puede lucir como luz... Quien ya no se admira de esto –de “¡qué
bello más-allá está pintado en el polvo de la mariposa!”– esparce tedio, produce
melancolía» [9] .

Jesús nos incitó a dirigir nuestra mirada a los pájaros y a los lirios del campo:

«Ni Salomón, con todo su fasto, se vistió como uno de ellos» [10] .

En los lirios no solo vemos la belleza de la Creación, sino que aprendemos de ellos
la ingravidez del ser. Aprendemos de ellos lo que es gracia, donaire, belleza. En la
belleza de los lirios reconocemos también nuestra propia belleza [11] .

53
Alguien que continuamente vierte en palabras esta maravillosa meditación de la
belleza de la Creación es el teólogo Fridolin Stier, que creció en un caserío de labradores
en Allgäu por lo que ya desde la niñez estuvo muy unido a la naturaleza. En su diario
cuenta, el 28 de junio de 1968:

«En el linde de la pradera, entre la yerba, vi exactamente delante de mí, en la tierra,


el pequeño agujero redondo; vi cómo, todavía medio oculta, una hormiga-león se
estiraba hacia fuera, atrapaba una hormiga y la arrastraba a su agujero a través del
patio de fina arena.
– ¿Ha visto eso? –pregunté al teólogo que estaba sentado junto a mí.
– ¿El qué?
– Eso de ahí –apunté hacia el lugar–, la hormiga-león! No lo puedo evitar:
cuando veo algo así, me viene a la mente Dios.
– ¿Dios? ¿Qué tiene que ver ese bicho voraz con Dios?
– No lo sé. Pero algo en mí me dice que Dios tiene algo que ver con ella.
– ¡Vaya, hombre, otra vez sus cómicas ocurrencias sobre Dios! Esto está
haciéndose crónico: hace poco, ha estado Vd. parado delante de una margarita.
– Imagínese: todavía estoy allí...» [12] .

Mientras Stier, maravillado, se queda absorto ante la margarita y medita sobre la


belleza de la Creación, el teólogo pasa de largo sin prestarle atención. Este pasar de largo
ante la belleza de la Creación ha sido, en último término, la causa de la destrucción del
medio ambiente. Solo muy poco a poco nos vamos reponiendo de esta visión puramente
racional. El asombro y la admiración ante la belleza de la Creación llevan a una nueva
relación con esta y a un trato cuidadoso de la misma. Y es expresión de una profunda
religiosidad. Porque, si no percibimos la belleza de la Creación y la celebramos, en
último término no percibimos a Dios, quien –como Angelus Silesius dice poéticamente,
siguiendo a san Agustín– es la «bienaventurada Belleza».

Para Fridolin Stier, la belleza del mundo no es una belleza romántica, estética, sino
también, con excesiva frecuencia, una «terrible belleza» de la que habla Rilke. A pesar
de todas las catástrofes naturales, esta belleza de la Creación aguanta. Así lo muestra un
fragmento de las anotaciones en su diario, del 30 de junio de 1970:

«El campesino [Ambros Diem] en el lecho de muerte: “¿Sabes? Cuando pienso en


ello...: amaneceres de verano, dalle al hombro, jarra de mosto en la mano..., y fuera

54
el sol, el brillante rocío en la hierba, los pájaros cantando, el cielo y el bosque...:
¡ahí es donde habría podido dar saltos de alegría!” [Y] “Ahí es donde he sentido
que hay algo más...”» [13] .

Karl-Josef Kuschel ve resumida en esta corta cita toda la espiritualidad y teología de


Fridolin Stier:

«En el campesino Ambros Diem está retratado todo el pasado de Fridolin Stier: su
patria, su amor a los animales y a los paisajes. En la cita, escrita en dialecto (¡cosa
rara en Stier!), se pone a salvo una porción de calor hogareño, un trozo de cobijo,
de familiaridad con la tierra y con el paisaje. Aquí, a Stier –camuflado tras el
campesino de la Suabia Superior– se le ha escapado el misterio de su fe: una
confianza en el ser, a pesar de todas las experiencias de crisis; -un enamoramiento
de la Creación, a pesar de todas las catástrofes; una experiencia del “más”, a pesar y
en medio de toda la negatividad» [14] .

Si se comparan estas experiencias de Fridolin Stier con las tesis de la teología protestante
sobre la belleza de la Creación, se percibe la diferencia. La mayoría de los teólogos
protestantes le dan a uno la impresión de que la belleza de la Creación solo se puede
percibir correctamente en la fe en Jesucristo. No se puede hablar de la belleza de la
Creación sin pensar inmediatamente en la culpa que fue expiada por Cristo. Se pone en
guardia sobre el regusto de la bella Creación, porque podría llevar al olvido de
Jesucristo.
A mí, la relación originaria con la naturaleza, que se expresa en los pensamientos de
Stier, me cae interiormente más cercana. También Stier habla en sus apuntes una y otra
vez del sufrimiento, de la oscuridad y la ausencia de Dios, de la incomprensibilidad de
Dios. Pero cuando está en la naturaleza y contempla las praderas por las que pasea, en
ese momento él está seguro de su Dios. Es claro: él no comprende a ese Dios que, por un
lado, ha creado ese maravilloso paisaje y, por otro, deja morir de cáncer al joven padre
de familia. Pero no piensa en pecado y en culpa cuando se queda absorto ante una
margarita, admirando su belleza.
Muchas personas experimentan hoy la belleza de Dios en la naturaleza y se sienten
profundamente impactadas por esa experiencia. Como ejemplo, baste citar al compositor
francés Claude Debussy, que no se considera cristiano practicante, pero que sí tiene en la
naturaleza experiencias que solo se pueden calificar de religiosas:

55
«Ante un cielo revuelto, cuyas bellezas maravillosas e incesantemente cambiantes
contemplo durante horas y horas, me domina una indescriptible marejada de
sentimientos. La inconmensurable naturaleza irradia sobre mi pobre alma,
hambrienta de verdad. Aquí están los árboles que extienden sus ramas hacia el
cielo, aquí las flores olorosas que sonríen en la pradera, aquí está la tierra
deliciosamente engalanada con abundante herbaje. Y, sin darse uno cuenta, se
juntan las manos en oración. Sentir a qué excitantes e imponentes espectáculos
invita la naturaleza a sus caducas y estremecidas creaturas: a eso lo llamo orar» [15] .

Muchas personas que andan espiritualmente en búsqueda tienen hoy parecidas


experiencias en la naturaleza. Como cristianos y, sobre todo, como predicadores, solo
podremos anunciar creíblemente el mensaje cristiano si tenemos semejantes experiencias
con todos nuestros sentidos en la naturaleza. Y no deberíamos contraponer la experiencia
espiritual en la liturgia, en la meditación, en la lectura de la Biblia, a la conmoción que
nos embarga en la naturaleza. Todo forma un todo.
Yo mismo, cuando camino a través de la naturaleza, disfruto de la belleza de Dios
que se hace visible en ella. Entonces no pienso en la salvación. Más bien, me siento
agradecido por las praderas que contemplo, por la vista inmensa del paisaje, por los
montes que se alzan en el horizonte, por la calma que irradia el paisaje. En esa belleza
del paisaje encuentro a Dios. Entonces, simplemente, me dejo embargar por la belleza. Y
siento cómo esto hace bien a mi espíritu y a mi cuerpo.
En la naturaleza me siento protegido, porque ella no juzga. Tiene en sí algo
maternal. Y en ella adivino que la bendición de Dios me cubre siempre y en todas partes
como un manto protector. La Creación es la gran bendición de Dios para nosotros. Y
deberíamos saborearla agradecidos. La culpa de los humanos no es que hayan dañado la
belleza de la Creación. La culpa consiste tan solo en que no perciben la belleza de la
Creación, que no admiran y se extasían ante su belleza, sino que utilizan la Creación
para sus propios fines y, con demasiada frecuencia, abusan de ella. Pero la culpa de los
humanos no puede echar a pique la Creación. La Creación es más fuerte. Se yergue
derecha una y otra vez incluso cuando los humanos atentan contra ella. Frente a la visión
explotadora de la naturaleza se precisa la mirada contemplativa para percibir su belleza.
Se precisan ojos capaces de admirarla y un corazón abierto. Entonces, la belleza de la
Creación hace bien a nuestra alma y a nuestro cuerpo.

56
Tras un paseo apacible a través de la naturaleza, en un día soleado de mayo, me siento
interiormente renovado. Siento que la belleza es saludable para mí. Cuando en
vacaciones hago una excursión por los Alpes con mi familia, disfruto del panorama, del
paisaje inmenso, de la vista de los montes maravillosos. Puedo gustar esa visión en
calma absoluta. Dejo que el paisaje penetre en mí como un cuadro que se pinta en mi
interior. Y siento que las bellas imágenes se hacen imagen en mí y me hacen entrar en
contacto con la belleza que ya existe en mí, en el hondón de mi alma, aun cuando con
frecuencia estén soterradas y deformadas por imágenes negativas.

1 . Sal. 104,1.
2 . Sal 10–12.
3 . Sal 31,33.s.
4 . LÖHR, 42.
5 . Ibid., 37.
6 . BOHREN, 94.
7 . Ibid., 97.
8 . Mt 5,14.
9 . BOHREN, 98.
10 . Mt 6,29.
11 . Cf. Mt 5,26-30.
12 . STIER, 116.
13 . Ibid., 121.
14 . Ibid., 121.
15 . DEBUSSY, 304.

57
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58
6. La belleza del lenguaje

Cuando leo los escritos de Romano Guardini o del anterior Papa, Benedicto XVI, me
asalta un sentimiento: ¡qué lenguaje tan bello! En los escritos teológicos de Karl Rahner
tengo más bien la impresión de que se trata de un lenguaje complicado. En sus
meditaciones, por el contrario, admiro de nuevo un bello lenguaje.
¿Qué es lo que hace bello el lenguaje? ¿Es solo cuestión de impresión personal o
hay criterios objetivos al respecto? Yo creo que un lenguaje es bello cuando es diáfano y
sencillo sin ser banal, cuando deja abierto el misterio, cuando no es demasiado cargante,
demasiado ampuloso, demasiado arrebatado, sino que, a lo que está-ahí, al ser, le ayuda
a expresarse.
Philipp Harnoncourt, Profesor de Liturgia en Graz, en su Laudatio para la
concesión del Premio-Guardini a su hermano Nikolaus, el gran dirigente, contaba cuánto
había admirado de estudiante el lenguaje de Guardini. El problema era: ¿qué había de tan
bello en ese lenguaje? Según Harnoncourt,

«... su nítida conducción del pensamiento, sus atinadas formulaciones y su renuncia


a cualquier llamativa monería. Siempre me pareció impactante su permanente
admiración de la inconmensurable amplitud de la realidad. Guardini había percibido
con el corazón lo que transmitía con la palabra» [1] .

Así pues, el lenguaje es bello cuado es sencillo, cuando tiene sentido del misterio,
cuando está a la altura de las cosas de las que habla... y cuando sale del corazón.

59
El bello lenguaje de Friedrich Hölderlin

De entre los poetas alemanes se dice que el más bello lenguaje es el que ha empleado
Friedrich J. C. Hölderlin. Yo no pretendo analizar aquí el lenguaje de Hölderlin desde el
punto de vista de su belleza, sino contemplar su personal actitud ante la belleza, su
empeño por facilitar expresión a lo bello del ser mediante su lenguaje.
Porque característico de la comprensión que tiene Hölderlin de lo bello es la
conexión entre lo sagrado y lo bello. Lo sagrado es también siempre lo bello: esto lo ha
subrayado constantemente Hölderlin. Para él, la gloria es la unidad de lo sagrado y de lo
bello. La religión es para él el amor de la belleza. Sagrado, santo, es para Hölderlin no
solo Dios, sino todo lo que refleja su santidad: por tanto, la naturaleza, el sol, la luz, las
estrellas, el valle, la vid. Y es sagrado el ser humano...

«... porque un dios impera en nosotros» [2] .

El ser humano contempla eso tan sagrado y bello cuando entra en profunda
intimidad consigo mismo. En la intimidad se abandona el ser humano al milagro y al
misterio del ser: allí experimenta el impacto de Dios.
Hölderlin habla de...

«... la sagrada calma en lo interior, donde hasta el sonido más suave es


perceptible...; ¡allí está tan cerca de nosotros Él, el Invisible...!» [3]

Hölderlin entiende su vida de poeta como la de un ser sacerdotal. Como poeta,


necesita limpieza interior para expresar las cosas en su belleza y claridad, como
corresponde a su esencia, el puro ser. Su poesía la entiende como celebración, como
fiesta, pero, sobre todo, como acción de gracias: «dar gracias cordialmente por lo que
existe». Y sus poemas son, en último término, una especie de oración. Por eso quiero
traer una cita de su poema «Gott der Jugend» (Dios de la juventud), en el que Hölderlin
expresa de qué va la fe:

«allí, donde en lo bello


se alberga lo divino,
donde muchas veces la pasión profunda

60
del amor se calma,
merece el esfuerzo del corazón
el presentimiento de la paz,
y resuena en melodías musicales
el arpa del alma»

Son cuatro las afirmaciones que hace aquí Hölderlin sobre la belleza:
Primera: Dios se oculta en lo bello. Lo bello es, pues, el lugar de la presencia de
Dios en este mundo. Pero se necesita la fe para poder reconocer y contemplar a Dios en
todo lo bello. Lo bello se convierte para Hölderlin en lugar de experiencia de Dios.
Segunda: en lo bello se calma nuestro profundo deseo de amor. Lo bello no solo
despierta nuestro deseo de amor. También lo calma. En lo bello experimentamos el
amor. Allí nos topamos con el amor de Dios. Pero todo lo bello está también lleno de
amor. Una persona bella irradia amor. También el paisaje bello, la flor hermosa están
impregnados de amor. Teilhard de Chardin habla de amorización: toda la materia está
impregnada de amor. En la belleza del mundo me sale al paso el amor como una fuerza
que es más fuerte que la muerte, que colma mi más profunda pasión de felicidad y de
hogar.
Tercera: la hermosura nos regala paz interior. En lo bello podemos descansar.
Contemplamos lo bello y olvidamos cualquier desasosiego. Lo bello es un lugar de
refugio del alma, al que esta puede retirarse una y otra vez para descansar del ruido del
mundo y del ajetreo y desasosiego en que la belleza se pierde.
Cuarta y última: lo bello hace sonar el arpa del alma. Esto quiere decir, sin duda,
que la belleza que percibimos fuera nos remite a la belleza que anida en nuestro interior.
Lo bello no solo se deposita en nuestra alma, sino que también resuena en ella y la hace
vibrar.

En sus poemas, Hölderlin pretende despertar en nosotros la pasión por lo bello y el deseo
profundo del amor, para encontrar en todo lo que contemplamos a Dios mismo. Este es,
en resumidas cuentas, el secreto de su bello lenguaje: que mediante él no solo nos
transmite belleza, sino también amor. Al fin y al cabo, solo tiene un lenguaje bello el
escritor que ama a las personas.

61
En el lenguaje de Hölderlin percibo su profundo amor a la vida y a los seres
humanos y su asombro ante la belleza de Dios, tal como se expresa en la naturaleza. Por
la belleza de la naturaleza, que se experimenta en el lenguaje de Hölderlin, entramos en
contacto con el amor que burbujea como una fuente en lo hondo de nuestra alma. En su
poema «A la naturaleza», Hölderlin lo expresa así:

«¡Oh naturaleza!, a las luces de tu belleza,


sin esfuerzo, sin presión,
crecieron del amor regios frutos,
como las cosechas en Arcadia».

En la hermosura de la naturaleza maduran en nosotros los frutos del amor, que


alimentan a todos aquellos con quienes nos encontramos. La naturaleza no establece
ninguna exigencia de ir tras el amor. Deja que el amor crezca y madure en nosotros de
manera que podamos convertirnos en alimento y bendición para otros. Hölderlin lamenta
la pérdida de su juventud, en la que se entregó con todos sus sentidos a la naturaleza y
gustó de su belleza. En la naturaleza encontró, como se dice a continuación en la poesía,
«un mundo para mi amor». Y «entonces me envolvieron días dorados».

62
La sensibilidad lingüística de Peter Handke
En un estilo algo más profano, el poeta Peter Handke (Carinthia, Austria) ha escrito en
nuestros días sobre la belleza del lenguaje. Siendo joven poeta de 24 años y fan de los
Beatles, asistió invitado a un encuentro del Grupo 47, que tuvo lugar en 1966 en
Princeton, USA.
El joven y desconocido poeta pidió la palabra y fulminó con su crítica, sobre todo, a
los autores neorrealistas, como, por ejemplo, Günter Grass o Marcel Reich-Ranicki, «el
pontífice de la literatura alemana».
Él pensaba que...

«... la forma de la prosa alemana actual es terriblemente convencional, sobre todo


en la construcción de la frase, en la gesticulación lingüística: le falta reflexión» [4] .

A los escritores arrivistas les reprochaba «impotencia descriptiva». Günter Grass y


Marcel Reich-Ranicki no se lo perdonaron nunca. Grass echa en cara a Handke su
intimismo y su mimosa sensibilidad literaria.
Sin embargo, Handke no se dejó desconcertar por esta crítica. Opinaba que una
descripción digna de tal nombre tenía que mostrar lo que hay en el trasfondo, lo
misterioso que se oculta detrás de todas las cosas y hacer brillar lo bello. No basta con la
simple descripción de las cosas; hay que reflexionar sobre ellas, meditarlas, penetrar en
el fondo de las cosas. En su idea de la reflexión entra...

«... que la literatura se haga mediante el lenguaje, y no con las cosas que se
describen con el lenguaje» [5] .

En su propio intento por conseguirlo, lo que le importa es no solo describir las


cosas, sino aquello que está detrás de las cosas. Quiere aupar a la palabra lo que las cosas
nos dicen. Más tarde, él mismo resume esto de la siguiente manera:

«Esforzándome por encontrar las formas para mi verdad, ando en pos de la belleza
–de la belleza estremecedora, del estremecimiento a través de la belleza–. Sí: tras lo
clásico, lo universal» [6] .

63
Handke escribe de tal modo que la belleza que hay en las cosas impacte a los
lectores: no que los arrulle o los distraiga, sino que les produzca una sacudida. La belleza
agita nuestra ordinaria manera de pensar. Crea una conmoción en nuestra alma para que
abramos los ojos y contemplemos el mundo como es en realidad, en su abismal belleza.

Para Handke, de lo que se trata no es solo de describir correctamente las cosas, sino de
ligar la realidad del mundo a las imágenes interiores de la persona, a sus sueños. Por eso,
él habla de la intra-imagen que hay en él y que él vincula con la realidad, para de ese
modo descubrir la realidad en su verdad. Su tarea como escritor la describe así:

«Lo que constituye mi empeño y mi esfuerzo, al mismo tiempo que mi placer, no es


en absoluto nada más que, con el lenguaje –con un lenguaje lo más claro y límpido
posible–, estar a la altura de lo que veo y al mismo tiempo vivo en
profundidad» [7] .

El lenguaje límpido y claro no se nos regala. Es preciso luchar continuamente por


él: algo así como buscar la llave que le abre a uno y le hace patente lo que las cosas
albergan. El lenguaje tiene que corresponder al ser, traer el ser al lenguaje.

64
Lenguaje literario y lenguaje homilético
Echo de menos hoy, en muchas predicaciones y en la organización de los actos
litúrgicos, el esmero en el lenguaje. En esos actos, a menudo ya no se percibe el afán por
la belleza. Pero si el lenguaje no es bello, si no está impregnado de amor y si no tiene
sentido del trasfondo de todas las cosas, en ese lenguaje Dios no puede hacerse oír. En
ese lenguaje no se transmite la belleza, sino que se la deforma. Dios queda ensombrecido
por un lenguaje excesivamente pío y recargado, pero también por un lenguaje banal que
habla de Dios como si se tratara de un objeto sobre el que los medios de comunicación
fueran a difundir una noticia. El lenguaje eufórico que se exalta constantemente con la
belleza de Dios deforma la verdadera belleza de ese Dios exactamente igual que un
lenguaje puramente racional e intelectual.
Nadie nace con un lenguaje bello. Es preciso esforzarse constantemente por
conseguir un lenguaje que sea bello y sencillo, claro y desinteresado. Un lenguaje que
haga resonar lo que está-ahí, un lenguaje empapado en amor y no dominado por el afán
de hacerse el interesante, de situarse en el candelero.
Bello es el lenguaje, según Hölderlin, solo cuando colma el deseo de amor. Y,
según Handke, gana en belleza el lenguaje cuando deja resonar el trasfondo que hay en
todas las cosas que describimos.
El lenguaje en el culto litúrgico, en la predicación, necesita el sentido del misterio.
No debe hablar de Dios como si lo conociese al dedillo. El arte consiste más bien en
mantener abierto el misterio a través de nuestro decir, y llevar a las personas a entrar en
contacto con el misterio que habita su propia alma. Se trata de hablar un lenguaje que
ponga en contacto a las personas con la belleza y el amor que ya hay en el fondo de su
alma, pero que una y otra vez, mediante las palabras, tienen que ser sacadas a la
conciencia.

1 . Zur Debatte 4 (2012), 2.


2 . F. HÖLDERLIN, Der Abschied (La despedida).
3 . F. HÖLDERLIN, Fragmento de Hiperion.

65
4 . H. HÖLLER, 42.
5 . Ibid., 43.
6 . Ibid., 82.
7 . P. HANDKE, Aber ich lebe nur..., 31.

66
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67
7. La belleza de la música

Sobre la belleza de la música ya reflexionaron los griegos en la antigüedad. El


auténtico sentido con el que percibían la belleza era el sentido de la vista. Pero también
del oído se habló en relación con lo bello. Fue sobre todo el filósofo y matemático
Pitágoras quien relacionó la belleza con el oír. Él escribió sobre la belleza de la música.
Para Pitágoras, el principio de todas las cosas es el número:

«Todas las cosas existen porque tienen un orden, y están ordenadas porque se
verifican en ellas reglas matemáticas que al mismo tiempo son condición de la
existencia de la belleza» [1] .

De este modo, Pitágoras investiga las proporciones de los intervalos y la relación


matemática de los tonos entre sí.
Boecio, filósofo cristiano, transmitió a la Edad Media el saber de Pitágoras sobre la
armonía musical como expresión de la belleza. Él cree que para los pitagóricos las
distintas tonalidades actúan de manera distinta sobre la psique de la persona. Conocen
ritmos duros y acompasados, suaves y lascivos. Boecio cuenta:

«Pitágoras, con una melodía en tono hipofrigio y ritmo espondeo, había calmado a
un joven borracho y le había hecho entrar en sí (porque la tonalidad frigia le
sobreexcitaba). Los pitagóricos se hacían arrullar en el sueño por determinadas
melodías sostenidas, para calmar la inquietud del día; al despertar, se sacudían la
modorra con otras modulaciones» [2] .

Boecio opina que nadie puede sustraerse al embrujo de una dulce melodía. Y
confirma el punto de vista de Platón afirmando que...

«.... el alma del mundo se basa en su armonía musical» [3] .

Por eso, para Platón, la educación mediante la música es saludable para el joven...

«... porque el ritmo y la armonía penetran de manera muy profunda en lo más


íntimo del alma y la captan fortísimamente y le aportan dignidad y la hacen

68
formal» [4] .

En la Edad Media, Scoto Eriúgena adopta el mismo punto de vista y habla de la


belleza musical del mundo, así como...

«... de la belleza de la creación como concierto de lo símil y de lo disímil en una


armonía en la que los tonos singulares por sí mismos no dicen nada, mientras que,
unidos en un único concierto, configuran una sintonía natural» [5] .

Lo que los griegos y la Edad Media escribieron sobre la belleza de la música, que
reproduce las proporciones de este mundo, es lo que Johann Sebastian Bach realiza en su
música. Bach busca dar expresión, mediante su música, al orden preexistente de la
creación y, de esa manera, poner en contacto al ser humano con su modelo originario, el
vivo retrato de Dios. Esto produce un efecto saludable sobre la persona. Aleja su
pesadumbre y le llena de alegría. Bach tradujo a sonidos bellos la cruel pasión de
Jesucristo. Mediante la belleza de la música de la Pasión, convierte lo cruel en saludable,
lo feo en bello. A través de la música, la Pasión de Jesús se convierte en expresión de su
amor, tal como lo canta la soprano en la Pasión según San Mateo: «por amor quiere
morir mi Salvador». También por eso, la Pasión según San Mateo puede concluir con
una coral que se asemeja a una canción de cuna.

Joseph Haydn escribió conscientemente una música «bella». En su oratorio La Creación


dio forma y expresión a la belleza de la creación mediante una música preciosa. Al igual
que Bach, también él interpretó la Pasión de Jesús a través de una música hermosa,
transformando de este modo la crueldad de la Pasión.
Ya repetidas veces he pronunciado las meditaciones sobre las Siete Palabras
valiéndome de la maravillosa música Las siete últimas palabras de nuestro Salvador en
la cruz. En esta música se puede escuchar la fe profunda del compositor. Con la belleza
de la música, las palabras de Jesús se hacen expresión de su amor a nosotros y de nuestra
esperanza en que nuestra propia muerte también acontezca dentro del amor de Dios. Con
la música, hasta el grito de Jesús en la cruz –«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?»– se transforma en una profunda confianza en que toda nuestra
desesperanza queda ahogada en la misericordia de Dios. Y las últimas palabras de Jesús
en el Evangelio de Lucas –«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»– las interpreta
el cuarteto de cuerda con una melodía tan tierna y tan bella que un siente en su corazón

69
el amor entre el Padre y el Hijo. La música de Haydn trasforma la crueldad de la muerte
en algo bello. Es bello entregarse con Jesús en las tiernas manos de Dios.
Hoy percibimos la música de Mozart como bella. Karl Barth, el gran teólogo
protestante, pensaba que la música de Mozart tenía su sitio en la teología, concretamente
en la teología de la Creación. Porque en su música resuena algo de la Creación, de su
bondad y belleza. Hans Urs von Balthasar ve en Mozart...

«... la revelación definitiva, que supera toda despedida, de la belleza eterna en un


auténtico cuerpo terreno» [6] .

Y el compositor ruso Peter Tchaikowsky escribe sobre Mozart:

«Mozart era puro como un ángel, y su música es rica en belleza divina» [7] .

Mozart quiso escribir conscientemente música bella. Pero su música no pretende


poner ante nuestros ojos un mundo de color de rosa. Mediante la belleza de su música
pretendió, por el contrario, transformar todo lo que hay en el ser humano: la tristeza, el
desencanto, el dolor e incluso el mal. Por eso cree que, aun tratándose de malas personas
–como, por ejemplo, en El rapto en el serrallo, por parte del guardián Osmín–, es
preciso plasmar sus arias en melodías hermosas. Mozart mismo escribe a su Padre:

«... pero porque las pasiones, violentas o no, nunca hay que expresarlas hasta la
náusea, y la música, incluso en la situación más horripilante, jamás debe ofender al
oído sino que aun en esa situación tiene que deleitarle –en resumen, que la música
tiene que seguir siendo música siempre–, por eso no elegí un tono extraño para F
(para el tono del aria), sino uno más apropiado para ello, pero no el próximo D
menor, sino el ulterior A menor» [8] .

Al sonar el aria de un hombre perverso en tonalidades bellas, lo malo se transforma y, en


último término, queda vaciado de su fuerza maligna. Incluso cuando malas personas
cantan bellas melodías, el mal pierde su poder sobre ellas. Se sublima en un amor que es
más fuerte que toda pasión y que cualquier mal. Esta es una teología optimista. En la
música de Mozart se hace realidad lo que Dostoyevski expresaba en su sentencia: «la
belleza salvará al mundo». El compositor Hans Werner Henze se pregunta qué es lo que
se expresa en la música de Mozart. Y da la siguiente respuesta:

«Es el antiguo triunfo de la belleza sobre lo insuficiente, puesto que lo inalcanzable


se tornó alcanzable, la perfección se eleva sobre la vida» [9] .

70
En el coche, en los largos viajes que hago para dar mis conferencias, me gusta oír
música. Oigo con frecuencia las cantatas de Bach, pero también escucho de vez en
cuando la música instrumental de Mozart, incluso sus óperas. Siento entonces cómo la
música despeja mis pensamientos y sentimientos negativos y me envuelve en un clima
interior alegre y confiado.
Me gusta también escuchar la música sacra de Mozart. Cuando, por ejemplo, oigo
la Misa de la Coronación, me siento profundamente conmovido por la belleza del
«Benedictus qui venit» (Bendito el que viene). En ese momento percibo cómo la llegada
de Jesús en la Eucaristía es para el compositor algo bello que colma su más honda
querencia de vida y amor.
Para el Agnus Dei utilizó Mozart la misma melodía que para el aria de la Condesa
en Las bodas de Fígaro. La condesa, en ese aria, canta su amor con tal intensidad
interior que no es solo el amor a su marido, sino el amor mismo en su pura esencia, lo
que expresa. En el Agnus Dei, Mozart ha experimentado el amor de Jesús, que quita
nuestros pecados y nos colma de una profunda paz. En él se hacen oír belleza y amor.
Muchos creen que Mozart habría compuesto música sacra solo por obligación,
como por encargo de sus empleadores eclesiales que estaban en situación de ejercer
sobre él una presión financiera. Sin embargo, cuando escucho las Misas que compuso,
siento lo profundamente impactado que estaba por aquello a lo que ponía música. Y me
encuentro, en esa hermosa música, con una espiritualidad que ha captado la esencia de lo
cristiano, es decir: que en Jesús se nos ha hecho visible y experimentable el amor de
Dios, que la Eucaristía es la llegada de ese amor a nuestros corazones y que ese amor es
a la vez belleza: embellece nuestra alma. Con esto, Mozart muestra una profunda
espiritualidad. Mucho más profunda que todos los comentarios sobre la Eucaristía con
palabras piadosas, a las cuales, sin embargo, les falta lo esencial. Mozart entiende y hace
inteligible que, en la Eucaristía, el amor de Jesús llega a nosotros una y otra vez para
llenar nuestros corazones de su amor y transformarlos: aquel amor que ha brillado con la
máxima claridad en su entrega por nosotros en la cruz.
La belleza de la Encarnación se manifiesta de forma perfecta, para mí, en el «et
incarnatus est» de la Misa en Do menor. Es una belleza que une cielo y tierra, Dios y
hombre entre sí.

71
El poeta irlandés John O’Donohue califica la música como...

«... uno de los más bellos regalos que el ser humano ha traído a la tierra. En la
música verdaderamente grande, la archisecular nostalgia de la tierra encuentra una
voz... Es tal vez esa clase de arte que más nos acerca a lo eterno, porque transforma
inmediata e irreversiblemente nuestra experiencia del tiempo. Al escuchar música
bella, entramos en la dimensión de lo eterno» [10] .

La música nos ata a la tierra, hace –como ya pensaba Pitágoras– que la vieja música
de las esferas, que desde siempre resonó en la tierra, suene de manera nueva. Pero, al
mismo tiempo, la música es una puerta para el cielo. No en vano hablamos de música
celestial, de música que nos encanta, que nos fascina con su belleza y nos ofrece un
atisbo del cielo.
O’Donohue expresa esto de la siguiente manera:

«Cuando uno se pone verdaderamente a escuchar música, se desliga de este mundo


y se adentra en otro distinto. Al abrigo de la música, cosas que en el día a día uno
nunca experimentaría o percibiría ascienden al campo de lo posible... La música nos
transmite una profunda seguridad que en muchas ocasiones puede abrazarnos y
conmovernos más hondamente que una persona amada» [11] .

Que la música bella es saludable no solo para nuestros oídos, sino también para
nuestra alma y nuestro cuerpo, lo confirman actualmente muchas investigaciones
psicológicas. Pero en esto a mí no me ayuda demasiado la investigación. Cuando me
sumerjo de lleno en la música de una Cantata de Bach o de una Sinfonía de Mozart,
entonces me olvido de todas las fundamentaciones del efecto saludable de una música
bella. Me entrego simplemente a la música. Me sumerjo en ella y, al mismo tiempo, dejo
que la música me empape. Entonces experimento cómo me gratifica. Me libera de todos
los círculos que se cierran en torno a mí y a mis problemas. Al oír música bella puedo
olvidarme de mí mismo, y mi alma emerge a la belleza. Ella es la promesa de que mi
vida toda, por muy resquebrajada y fragmentada que pueda estar momentáneamente, se
unifica, abismada en la belleza divina.

1 . U. ECO, 61.
2 . Ibid., 63.
3 . Ibid., 62

72
4 . J. O’DONOHUE, Landschaft der Seele [Paisaje del alma], 90.
5 . U. ECO, 83.
6 . O. ZSOK, 129s.
7 . Ibid., 298.
8 . Ibid., 150.
9 . M. WALTER, 42.
10 . J. O’DONOHUE, op. cit., 93.
11 . Ibid., 90.

73
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74
8. La belleza del arte representativo

Platón entiende el arte como imitación de la naturaleza. En esta línea, el arte pretende
crear como Idea perfecta las ideas de Dios que a veces solo de manera imperfecta han
logrado tomar forma en la naturaleza. Aristóteles ve el arte de manera algo diferente.
Para él, el arte perfecciona lo que en la naturaleza ha quedado todavía imperfecto. La
palabra alemana «Kunst» [arte] proviene de «können» [poder]. Apunta, pues, a la
destreza que Dios ha otorgado a los humanos. En la tradición filosófica se distingue lo
bello natural de lo bello artístico. El arte tiene la misión de crear algo bello. Dios lo ha
dado como facultad de participar de su fuerza creadora y expresar, en la obra de arte, su
belleza.
No solo admiramos la belleza de la creación. El ser humano es capaz, por sí mismo,
de crear lo bello. Su creación no va dirigida contra la naturaleza, sino que toma
elementos de ella para dar mejor y más clara expresión a su verdadera belleza. Esto
puede afirmarse no solo de la belleza del ser humano, sino también de la belleza de un
paisaje o de un bodegón en el que resalta la belleza de un jarrón o de una manzana.

75
La belleza en la arquitectura
En nuestro monasterio siempre estamos en trance de construir o de reformar. Para mí,
como ecónomo, como responsable de la administración del monasterio, es importante no
construir demasiado caro, no dar la nota con ostentosas edificaciones. Pero se precisa
una cultura de la construcción. Yo estoy muy contento con dos arquitectos que colaboran
con nosotros y que tienen el sentido de lo bello. Cuando los espacios están embellecidos,
gratifican a las personas. Esto lo percibo cuando recorro monasterios que, o bien se han
venido abajo, o bien se preocupan muy poco por el estilo. La atmósfera que crea un
edificio puede tener sobre nosotros un efecto saludable o perjudicial, deprimente o
euforizante. Con frecuencia no vemos la irradiación que tienen nuestros recintos. A
veces los recargamos y no nos damos cuenta de cómo con ello nos estrechamos nosotros
mismos. A veces no hay claridad alguna en las formas.

En su libro Die Unwirtlichkeit unserer Städte (La inhabitabilidad de nuestras ciudades),


de 1965, se lamentaba Alexander Mitscherlich de cómo se promovió en Alemania y en
otras partes, durante los años 60, la construcción en las ciudades. Mitscherlich opinaba
que las ciudades antiguas habían tenido un corazón [1] . Que habían propiciado un cobijo
maternal:

«La ciudad se convierte en el cobijo reconfortante en horas de abatimiento y en el


radiante escenario en días de fiesta» [2] .

Sin embargo, las ciudades de hoy son inhóspitas y no tienen corazón. Esto repercute
en sus habitantes, que se vuelven depresivos y aparecen cortados por un mismo patrón.
No les envuelven la belleza y el sentido, sino el vacío y la funcionalidad. Y ello
repercute sobre las personas, que adquieren el sentimiento de que lo más importante en
la persona es que ella funcione. Mitscherlich lamenta la forma de construir en los
Estados Unidos y habla de una homogeneización de los bloques de viviendas, a la vez
que de las personas...

«... que convierte a todo un continente en máximamente disponible y


formidablemente aburrido» [3] .

76
Si las ciudades se construyen sin fantasía y solo funcionalmente, se van a pique
cultura, techo y calor hogareño. La manera en como planificamos y construimos las
ciudades repercute sobre las personas.
Este toque de atención de Mitscherlich no ha caído en el vacío. Hoy muchas
personas desarrollan más fantasía para devolver de nuevo un corazón a sus ciudades.

El escritor irlandés John O’Donohue traduce la palabra griega «architekton» como


«tejido de un orden más alto». Y opina que en la arquitectura se alberga

«el deseo de habitar en la belleza» [4] .

La arquitectura colma esa pasión de vivir dentro de la belleza, reflejando el orden


interior de la naturaleza. En un edificio percibimos si manifiesta hacia fuera algo de ese
orden interior. Nos sentimos bien y realmente como en casa cuando la vivienda posee
proporciones armónicas y muestra el ritmo de la naturaleza.
Goethe llama a la arquitectura «arte acústico enmudecido» [5] . En la arquitectura
resuena una melodía que habita dentro de la naturaleza, que gratifica las almas de las
personas que en ella habitan y hace que lo bello las penetre. Construcciones horribles y
un entorno ciudadano feo, por el contrario, debilitan y dañan el alma [6] .
Según Ernst Bloch, las construcciones de un buen arquitecto son esperanza
construida: esperanza de belleza, esperanza de hogar. Solo cuando un edificio respira
esperanza, es valioso y plenifica al ser humano.

La pregunta, sin embargo, es: ¿qué es bello en la arquitectura? Por supuesto, tampoco
aquí es la belleza únicamente un juicio subjetivo. Si un recinto está trazado de acuerdo,
por ejemplo, con la sectio aurea, entonces es –llamativamente– bello. Hay,
efectivamente estructuras y formas objetivas que confieren belleza a un edificio. En todo
caso, hacen falta también arquitectos que tengan sentido de lo bello, con olfato para
detectar cómo la claridad, la belleza y la sencillez pueden hacerse patentes.
En las conversaciones con nuestros arquitectos del monasterio me resultó evidente
que la belleza no es simplemente un sentimiento subjetivo. Al contrario, la belleza surge
cuando una idea se hace visible en la forma exterior de un edificio. Es preciso
reflexionar y meditar acerca de lo que queremos representar en la arquitectura.

77
La belleza es algo espiritual. Y se necesita espíritu y sensibilidad para que Dios nos
hable a través de las cosas exteriores. Dios mismo es un artista que ha configurado el
mundo artísticamente. Los maestros constructores de la Edad Media quisieron
representar el mundo de Dios de una forma nueva. Para ello utilizaron los materiales que
Dios les había regalado: piedra, madera, oro y los más diversos colores para, con todo
ello, sentar afirmaciones sobre nuestra relación con Dios. El románico representó las
iglesias como un seno materno que no es otro que Dios, en quien nos invita a sentirnos
cobijados la sobria belleza de dichas iglesias. El gótico representó la excelsitud de Dios
y la anchura del corazón humano, que quiere verse elevado hacia Dios para atisbar Su
misterio. El barroco expresó en sus iglesias la exhuberancia de la vida. La belleza se
hace visible en la arquitectura y en el juego de colores de las iglesias.
Toda iglesia que sea en sí misma armoniosa, que exprese adecuadamente una idea,
es bella. Y si es bella, ejerce sobre nosotros un efecto curativo. En una iglesia bella nos
sentimos como en nuestro hogar. Gustosamente tomamos asiento en ella y nos
sumergimos en la belleza de nuestra alma y en la belleza de nuestro cuerpo.

78
La fuerza transformadora de imágenes bellas
Lo que se dice de la arquitectura puede afirmarse igualmente de la pintura. Yo,
personalmente, apenas puedo reconocer las leyes que hacen que un cuadro sea bello. En
la pintura moderna seguramente existen también otras leyes y tendencias distintas de las
antiguas. Pero cuando miro los cuadros de Fra Angelico, entonces, sencillamente, se me
viene encima como un torrente de belleza. O cuando contemplo las imágenes de María,
de Martin Schongauer, me siento fascinado por la belleza de esos cuadros. Podría
quedarme horas y horas delante de esas imágenes y percibo el bien que me hace el
permitir que actúen sobre mí.
Conozco a personas sensibles para las que constituye una profunda experiencia
espiritual sentarse ante un cuadro hermoso. Un sacerdote me contaba lo saludable que es
para él estar dos horas sentado delante de la Madonna de Matthias Grünewald, en
Stuppach, simplemente saboreando su belleza. En medio de su rutina diaria, necesita
estos momentos de belleza para adentrarse en sí mismo y no dejarse arrollar por el jaleo
de una parroquia.

Cómo puede curar y transformar a una persona la belleza de un cuadro me lo ha sugerido


la lectura del libro de Peter Handke Die Lehre der Saint-Victoire, donde el autor se
ocupa una y otra vez de los cuadros de Cézanne. Handke piensa que lo que le importaba
a Cezanne era...

«..., la realización de lo terreno puro, sin culpa: de la manzana, de la roca, de un


rostro humano» [7] .

Cuando el pintor alcanza esa forma pura, entonces sus cuadros transmiten «Sein im
Frieden» (estar en paz) [8] . Ante un cuadro de Cézanne reacciona Handke con estas
palabras:

«El cuadro empieza a temblar... una liberación, de modo que yo pueda alabar y
ensalzar a alguien» [9] .

79
Cuando estamos tan fascinados por un cuadro como el autor de este libro, entonces
el cuadro obra en nosotros una liberación interior. Y sentimos en nosotros el apremio de
alabar y encomiar a alguien. En último término, es a Dios a quien se dirige nuestra
alabanza. Pero esto no llegaría Handke a decirlo tan explícitamente.
Otro efecto de los cuadros bellos es que, en esa tesitura, «el yo bueno» es capaz de
ponerse en pie [10] . El mismo Handke no se define a sí mismo como creyente, ni de niño
ni de mayor. Sin embargo, ve en sí algo parecido a la fe:

«Pero ¿no había habido ya muy pronto para mí una imagen de imágenes?» [11] .

Y entonces cuenta su experiencia de niño en la iglesia:

«Aquel cuadro era una cosa en un receptáculo, dentro de un gran recinto. El recinto
era la iglesia parroquial; la cosa era el copón con las obleas blancas que, una vez
consagradas, se llaman hostias, y su receptáculo era un tabernáculo dorado
incrustado en el altar como una puerta giratoria que abrir y cerrar. Este llamado
“Santísimo” era para mí en aquel tiempo lo más importante de todo» [12] .

Una vez distribuida la comunión, se volvía a reponer el copón con las hostias en el
tabernáculo. Y entonces el párroco giraba y cerraba el tabernáculo. Este proceso se
convierte para Handke en una imagen de las imágenes de Cézanne:

«Y así es como veo también ahora las “Realizaciones” de Cézanne (solo que ante
ellas me pongo en pie, en vez de arrodillarme): transformación y guarda de las
cosas en peligro –no en una ceremonia religiosa, sino en la forma de fe que era el
secreto del pintor» [13] .

La tarea del pintor –tal podría ser la conclusión de este texto– es la transformación
de la realidad. Así como se pronuncian las palabras de la consagración sobre el pan, y
este se convierte en el Cuerpo de Cristo, así también las cosas que representa el pintor
tienen que transformarse entre sus manos y hacer brillar lo auténtico, la realidad más
profunda, el misterio que hay detrás de todas las cosas. La tarea del artista es proteger las
cosas en peligro. Si solo tratamos las cosas con descuido, entonces corren el peligro de
convertirse en simples utensilios. Perdemos la visión de la belleza de las cosas. Esto
supone un daño no solo para nosotros, sino también para las cosas.
Aquí, Peter Handke ha interpretado de una manera completamente peculiar la
sentencia de Dostoyevski: «la belleza salvará el mundo». La belleza salva las cosas que

80
están en peligro de ser desatendidas, pisoteadas o banalizadas. La belleza protege a las
cosas de quedar subordinadas a la pura utilidad.
Si acontece la salvación de las cosas mediante el arte, también tiene un efecto
transformador sobre las personas. Pero este efecto no consiste aquí en arrodillarse, sino
en ponerse de pie. En la contemplación de la belleza de las cosas descubre la persona su
personal dignidad. Y por eso se yergue, se pone en pie. No necesita una orden. Se
levanta por sí sola.

Rainer María Rilke considera no tanto el aspecto transformador del arte cuanto, más
bien, la llamada a la persona a transformarse. Cuando vio el torso de Apolo, sintió la
llamada a cambiar de vida. Pensaba que aquel torso llameaba como un candelabro y
centelleaba como la piel de un animal de presa. Una estrella se enciende ante él. Y
termina así el poema:

«Porque ahí no hay lugar alguno que no te vea.


Tienes que cambiar de vida» [14] .

El poeta no contempla el torso como espectador. Más bien, es el torso el que lo mira
a él. Y esa mirada, que desde la estatua se topa con la persona, incita a esta a cambiar su
vida. Si existe esa belleza del cuerpo tal como el escultor griego la representó, tenemos
que cambiar nuestra vida. No nos es lícito preocuparnos únicamente de nuestros
problemas. Se requiere una nueva atención en el trato con la belleza y una nueva actitud
de agradecimiento.
El filósofo Hans-Georg Gadamer entiende el efecto del arte a partir del mito griego
que narra Aristófanes en la obra de Platón El Banquete. Al principio, el ser humano era
un ser esférico. Los dioses partieron a los hombres en dos mitades cuando no se
comportaron como era debido:

«Ahora, cada una de esas dos mitades de una completa esfera de vida y de ser busca
su complemento. Este es el “symbolon tou anthropou” [el símbolo del ser humano]:
que cada ser humano es como una mitad; y este es el amor: que la expectativa de
que haya algo que complete esa mitad para sanarla se realiza en el encuentro
personal» [15] .

El mito trata del amor. En el amor vamos en pos de la unidad originaria. Pero
Gadamer interpreta ese mito refiriéndolo al arte. El arte es la fracción (la mitad) que

81
remite a lo otro originariamente completo y sano:

«La experiencia de lo bello, y particularmente de lo bello en el sentido del arte, es la


confirmación de un orden sano posible» [16] .

Desde esta perspectiva, el arte para Gadamer tiene también siempre un efecto
medicinal sobre el ser humano. Le acerca más a su integridad, a su totalidad. Y hace su
vida más clara y luminosa:

«Cuando uno ha paseado por un museo, no sale de él con el mismo sentimiento


vital con que entró; si realmente ha vivido una experiencia de arte, el mundo es más
diáfano; el mundo se ha vuelto más llevadero» [17] .

82
Estilos de belleza
Umberto Eco, en su libro Die Geschichte der Schönheit (Historia de la belleza), ha
descrito las distintas teorías de la belleza en el arte representativo.
La plástica griega busca...

«... una belleza ideal mediante la síntesis de cuerpos vivos, en la que la belleza
psicofísica se expresa como armonía de alma y cuerpo, es decir, belleza de las
formas exteriores y de lo anímicamente bueno» [18+ .

La belleza, para los griegos, siempre tiene que ver también con el amor. Las musas
–así lo cuenta Hesíodo– cantan en las bodas:

«El que es bello es amable;


el que no es bello no es amable» [19] .

Para los filósofos griegos, la belleza depende siempre de la armonía y la correcta


proporción. De esta última se trata en la representación del cuerpo humano, pero también
en la arquitectura. El Renacimiento, que reaviva el ideal griego de belleza, habla de la
proporción divina, que ve realizada en la sectio aurea [20] .

La Edad Media, opina Umberto Eco, redescubrió los colores como expresión de la
belleza. Por eso, para Tomás de Aquino la «claritas», el esplendor de las cosas, forma
parte esencial de la belleza. Este esplendor se crea mediante los colores. La Edad Media
juega con los colores básicos, y en su juego de conjunto genera una luz propia [21] . En
esa luz se hace visible algo de Dios, que es la luz, sin más. El mismo Jesús se calificó a
sí mismo de «luz del mundo», tal como dice la Biblia en diversos pasajes. Por él, el
mundo adquiere también un nuevo esplendor. Para Buenaventura, la luz es el principio
de toda belleza. Es agradable y placentera y nos hace percibir el mundo como algo
igualmente bello y placentero [22] .
Pero la Edad Media representa no solo personajes santos, sino también el mal. En
las catedrales, en los capiteles de las columnas, se representan monstruos. Los teólogos y
místicos medievales creen que, en la gran sinfonía de la armonía cósmica, también los

83
monstruos «contribuyen a la belleza del todo» [23] . Por eso se representa lo feo y lo
malo para hacer resplandecer con más claridad lo bello. El teólogo medieval Alexander
von Hales lo fundamenta de la siguiente manera:

«Eso que se designa como malo es, en la misma medida, feo... Sin embargo, se
puede válidamente afirmar que, en cuanto de lo malo se produce lo bueno, se
designa como bueno, porque está ordenado al bien: y por eso, en ese orden, es
caracterizado como bello. No se caracteriza, pues, como bello absolutamente, sino
como bello dentro de un orden. Sí, tal vez fuera mejor decir: ese mismo orden es
bello» [24] .

La Edad Media tenía, pues, una visión muy realista de la belleza. La belleza no es
un segmento del mundo. Más bien, en ella tenía cabida el mundo todo, incluido lo feo y
lo malo. Pero cuando se representa, lo feo pierde su fuerza. Se representa a los
monstruos en la iglesia, dentro del recinto sacro, para confesar que ellos son abrazados y
santificados por lo sagrado.
En el siglo XV cambia la idea de belleza. Por un lado, la belleza se entiende en ese
momento como imitación de la naturaleza, con sus regularidades. Este ideal de belleza se
puede observar sobre todo en Leonardo da Vinci. Por otra parte, la belleza se ve como
«contemplación de la perfección sobrenatural» [25] .

«La belleza suprasensible que se puede experimentar en la belleza sensible (aunque


está más alta que esta) constituye la verdadera esencia de la belleza» [26] .

Así el pintor flamenco Jan van Eyck expresa la belleza suprasensible orlando sus
figuras con una luz sobrenatural [27] .
Se podría continuar este recorrido a través de los siglos de arte occidental y
encontrar en todas partes otro ideal algo distinto de belleza. Sin embargo, más
importante que los conocimientos en la historia del arte es para mí la idea de que cada
tiempo entiende la belleza de manera distinta. La belleza no es, pues, algo fijo, sino que
el ideal está también prisionero de las corrientes del tiempo. Con todo, en nuestro
tiempo, estudios biológicos han concluido que en todas las culturas existen determinados
criterios que hacen aparecer como bello un rostro humano y activar en el cerebro el
circuito de recompensa [28] .

«La biología de la belleza ha sacado a la luz la fascinante idea de que el ideal de


belleza, en el curso de los siglos y de una cultura a la siguiente, ha cambiado

84
asombrosamente poco» [29] .

El arte de hoy es más bien escéptico cuando se trata de representar lo bello.


Pretende representarnos el mundo en su desgarramiento. Sin embargo, también hoy
muchos artistas tienen la pretensión de seguir haciendo brillar lo bello en medio de un
mundo desgarrado. Lo bello ya no es algo que pueda saborearse en una tranquila
contemplación, sino la promesa de que el mundo, tal como es, en su crueldad y a veces
también en su fealdad, alberga en sí, sin embargo, lo bello. Y precisamente el arte
moderno, que representa tan cicateramente lo bello, confirma así la afirmación de
Dostoyevski: «la belleza salvará al mundo». En la belleza brilla el deseo profundo de
sanidad, de totalidad e integridad, de armonía y de interrelacionalidad.

1 . A. MITSCHERLICH, 19.
2 . Ibid., 31.
3 . Ibid., 34.
4 . J. O’DONOHUE, Schönheit, 164.
5 . Ibid., 165.
6 . Ibid., 68.
7 . P. HANDKE, Saint-Victoire, 21.
8 . Ibid., 21.
9 . Ibid., 36.
10 . Ibid., 80.
11 . Ibid., 83.
12 . Ibidem.
13 . Ibid., 84.
14 . R. M. RILKE, Archaïscher Torso Apollos.
15 . H.-G. GADAMER, 42.
16 . Ibid., 43.
17 . Ibid., 34.
18 . U. ECO, 45.
19 . Ibid., 37.
20 . Ibid., 149.
21 . Ibid., 100.
22 . Ibid., 1.216.
23 . Ibid., 147.

85
24 . Ibid., 184.
25 . Ibid., 176.
26 . E. KANDEL, 444.
27 . Cf. ibid., 438ss.
28 . U. ECO, 183.
29 . E. KANDEL, 444.

86
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87
9. La belleza de la liturgia

La liturgia es glorificación de Dios, alabanza de Dios. Y la Eucaristía, como punto


culminante de la liturgia cristiana, es Acción de gracias por los beneficios de Dios a los
seres humanos. Para san Benito, la Oración de las Horas es también, ante todo, alabanza
del Creador. La alabanza del Creador tiene que reflejar la belleza de la creación.
Sin embargo, quien pretende alabar al Señor necesita tener un sentido de lo bello
del mundo. Precisa las dotes de un poeta y de un artista. Por eso, los cristianos primitivos
alabaron a Dios por medio de himnos. Ya la Carta a los Efesios advierte a los cristianos:

«Entre vosotros entonad salmos, himnos y cantos inspirados, cantando y tañendo de


corazón en honor del Señor» [1] .

La belleza de la música tiene que estar al servicio de la alabanza de Dios. Es una


música que está inspirada por el Espíritu Santo y que debe resonar en los corazones. La
belleza de la música es un don del Espíritu y abre el corazón a Dios.
Esta fue también la fundamentación teológica que Tomás de Aquino dio a la música
en la Iglesia: tiene que excitar la alegría en el Señor. Y cita Tomás el salmo 31:

«Su alabanza esté siempre en mi boca.


¡Que lo oigan los pobres y se alegren!
Glorificad conmigo al Señor» [2] .

Para Tomás de Aquino, la belleza de la música eclesial es un camino para glorificar


a Dios y, de este modo, participar de su gloria y su belleza.
Pero la música eclesial alegra también a «los pobres». El Papa Benedicto cita otras
palabras de Tomás de Aquino –«los cielos proclaman la gloria de Dios», como anuncia
el salmo 19– para entender la música litúrgica:

«La gloria de Dios no puede acaecer únicamente en la palabra, sino que tiene que
realizarse también en el- poner-música a la creación y en su transformación
espiritual mediante la persona creyente y contemplativa» [3] .

88
Ratzinger ve el cometido de la liturgia en...

«.... descubrir la gloria de Dios, encubierta en el cosmos, y hacerla sonar» [4] .

Al traducir la belleza del cosmos a acorde musical en la liturgia, tanto en la


ceremonia sagrada como en la música sacra, prestamos una importante contribución a la
humanización del mundo. En la liturgia damos respuesta a la belleza de Dios.
Pero el hombre únicamente estará a la altura de esa belleza...

«... si, en la medida de sus posibilidades, da también a su respuesta toda la dignidad


de lo bello, la altura del auténtico “arte”» [5] .

El arte –así cree Ratzinger poder interpretar las ideas del libro del Éxodo 35–40–
consiste en...

«... poner al descubierto la belleza que está ya a la espera, latente en la


creación» [6] .

La belleza está en el mundo. Pero tiene que ser expresada siempre. Esto sucede en
la liturgia.
Así pues, la belleza pertenece también esencialmente –según su esencia– a la
Liturgia. Esto puede afirmarse no solo de la belleza de la música, sino también de la
belleza tanto del recinto eclesial como de la celebración litúrgica. La liturgia es una
fiesta. Y la fiesta necesita ceremonial y belleza. La Iglesia primitiva, de acuerdo con la
filosofía griega y también con el evangelio de Lucas, consideró siempre la liturgia como
espectáculo sacro. Un espectáculo transforma. En el espectáculo de la liturgia entramos
como actores en la salvación que Cristo realizó para nosotros en su muerte y
resurrección. La salvación es la obra de Dios. Pero la obra de Dios es también siempre
gloria de Dios. Por eso, el espectáculo tiene que representar la obra de Dios como una
obra bella. Por la belleza de los ornamentos, la belleza de las formas y la belleza de los
ritos, se hace visible entre nosotros algo de la gloria de Dios. Y cuando la gloria de Dios
irrumpe en lo grisáceo de nuestra vida cotidiana, lleva consigo algo de redención y
santificación.
La Iglesia oriental ha comprendido la belleza de la liturgia más profundamente que
la Iglesia occidental. En Occidente, la liturgia ha perdido el rumbo con demasiada
frecuencia. Se celebra la liturgia para instruir al pueblo, para proclamar a la gente las

89
enseñanzas más importantes de la Iglesia. O se celebra la Eucaristía para educar y
santificar al pueblo. En la Iglesia oriental, la primera finalidad de la liturgia es hacer
visible para nosotros la gloria de Dios. Y precisamente al hacerse visible la gloria de
Dios, se abre para nosotros el cielo y participamos de la belleza de la liturgia celestial.
Esto nos libera de toda fijación en nuestros problemas cotidianos. Esto nos libera de
la esclavitud del pecado. La gloria de Dios tiene siempre un efecto saludable sobre la
persona. Nos muestra la propia dignidad y belleza y, de este modo, nos aleja de la
fealdad del pecado. «La belleza salvará el mundo»: esta sentencia de Dostoyevski se
acredita precisamente en la belleza de la liturgia.
Romano Guardini, en sus numerosos escritos sobre la liturgia y el espíritu de la
liturgia, ha acentuado una y otra vez la forma en que se representa la liturgia. En la
liturgia, la Iglesia ha desarrollado una cultura propia. Guardini encara la objeción de que
la Religión no es cultura; que la cultura puede pasar factura a la Religión y, de este
modo, desvirtuarla. Él percibe ese peligro. Pero la auténtica Religión necesita también,
sin embargo, la cultura. Escribe Guardini:

«Una piedad vitalmente vivida olvida con demasiada facilidad que necesita la
cultura. La pura cultura banaliza, anula la tensión esencial y la seriedad de la
decisión; pero sin ella, sin la cultura, toda tensión se convierte en una peligrosa
presión que puede destruir el alma. La cultura auténtica proporciona a la Religión
los medios para expresarse, para captar la totalidad de la vida, para crear y para
darle figura y forma» [7] .

Este punto de vista de Guardini es hoy extraordinariamente actual. Hoy se dan


ciertamente formas de religiosidad que creen que la pura piedad sana al ser humano.
Pero con mucha frecuencia estresa a la persona planteándole excesivas exigencias, sobre
todo cuando se salta la cultura. «Cultura» se refiere tanto a la forma de la liturgia como a
la cultura del lenguaje y la cultura del pensamiento.
Si la piedad se divorcia del pensamiento, se hace autoritaria. Se necesita la belleza
de la forma, la belleza del pensar y la belleza de la música para que Dios toque el
corazón de la persona y lo transforme.
Para celebrar adecuadamente la liturgia –dice Guardini– se precisa una nueva
comprensión del cuerpo y del alma. La liturgia no es algo puramente espiritual. Se

90
expresa en el cuerpo. Es el alma que impregna nuestro cuerpo y, a través de él, se hace
visible en este mundo. Guardini habla de que...

«... es su belleza [la del alma] la que se revela en cada relación de su conjunto, en
cada línea, en cada gesto» [8] .

La belleza que se revela en el cuerpo se extiende en la liturgia también a las cosas, a


la belleza del espacio, de los ornamentos, de los instrumentos litúrgicos. Todos estos
elementos exteriores no son cosas que simplemente están-ahí, frente a la persona. Al
contrario, el alma de la persona se expresa también en esas cosas. Guardini escribe que el
ser humano se siente emparentado con cada cosa...

«... porque también cada cosa lleva dentro de sí una imagen de Dios, del mismo
Dios del que procede el ser humano. En Dios, todas las cosas están emparentadas, y
el ser humano está destinado a resumir en sí las características de todas ellas y
mantener con todas una relación viva» [9] .

Por eso se requiere una especial sensibilidad para que el recinto eclesial, el ornato
de las flores, los instrumentos del altar, los manteles de la misa y la indumentaria de los
celebrantes muestren la belleza de la liturgia, estén en sintonía con ella y no se les añada
como algo extraño. La liturgia es una obra de arte unitaria, en la que el rito, la forma de
la celebración, la ordenación del espacio, la vestimenta, los gestos, el canto y la
proclamación de la Palabra de Dios reproducen algo de la belleza de Dios. La
celebración tiene que ser en sí misma armoniosa; entonces es también bella.

Tomás Halik, sacerdote checo, psicoterapeuta y profesor, se muestra especialmente


sensible a lo que dice Guardini acerca de la relación interna de los liturgos con el espacio
y las formas exteriores de la liturgia.
Halik es un teólogo moderno que busca sobre todo el diálogo con el ateismo, en el
que hay que ser muy precavido al hablar de Dios y del misterio que nos rodea. De ahí
que se muestre escéptico ante muchos actos litúrgicos juveniles, emocionalmente
recargados, en los que se habla de Dios muy expeditivamente y con mucha seguridad en
uno mismo.
El escepticismo se dirige sobre todo a la «exaltación manipulativo-sugestiva de la
multitud». Pero en su crítica llega a hablar también sobre la cara estética de estos actos

91
litúrgicos. Escribe:

«A mi me pone nervioso el aspecto estético de estos encuentros. Yo insisto en que


la belleza de la Religión y de las formas de expresión religiosa –también del espacio
para un acto litúrgico– no es solo una especie de “superestructura”, en cierto modo
superflua y, por ello, casi peligrosa para estetas tiquismiquis. Realmente, en una
mirada retrospectiva, el espacio se me ha presentado casi siempre como un seguro
indicador de la salud, hondura y auténtica espiritualidad de cualquier comunidad,
como su sentido o falta de sentido de la belleza, una de las tradicionales
características de Dios» [10] .

Halik está influenciado por un discípulo de los benedictinos que le transmitió la


belleza de la liturgia. Por eso aboga por conservar con cuidado el tesoro de la liturgia. Y
se pone en guardia contra muchos actos litúrgicos que...

«... con su organización caótica, se parecen más a un concierto religioso torpemente


improvisado» [11] .

Esto no es producto de una actitud conservadora. La idea de Halik corresponde más


bien a una teología plena y absolutamente moderna que, en diálogo con el hombre
actual, lucha por hablar de Dios como corresponde.

Muchos de los que hoy ya no son capaces de sentir la belleza de la liturgia tienen, sin
embargo, sentido de la belleza del recinto eclesial. Esto es especialmente aplicable a las
iglesias románicas, góticas y barrocas. El teólogo protestante Christian Möller ha
observado que, con frecuencia, en estas iglesias, en una hora oyen el sermón de las
piedras más turistas que los que asistían antes, en un acto litúrgico, a la homilía del
pastor. Y lo explica de la siguiente manera:

«Aquí pronuncian un sermón las piedras, pero también los símbolos y las imágenes.
Este sermón de las piedras, de los símbolos y de las imágenes lo pueden escuchar
hoy muchas personas mejor que el sermón nuestro, el de los teólogos... Piedras y
símbolos predican a su manera, recordando lo extraordinario, lo misterioso. En
ellos, hablan al mismo tiempo, historia y eternidad, es decir, aquello de donde
vengo y adonde voy» [12] .

A menudo, las personas se quedan sentadas mucho tiempo en una iglesia para
escuchar este sermón de las piedras. Sentados en un banco o paseando despacio a través
del recinto, dejan que el espacio actúe sobre ellos.

92
Möller continúa escribiendo:

«La experiencia del espacio es, en verdad, lo que muchas personas, consciente o
inconscientemente, buscan en la iglesia para, contra todo lo desmedido y caótico de
allá fuera, del mundo, sentir aquí los límites y proporciones de un espacio que
resulta gratificante, porque sus medidas proporcionan cobijo y amplitud, al mismo
tiempo que ofrecen a la persona una medida que la hace mesurada, sin
cohibirla» [13] .

Cuando visito una iglesia, me doy cuenta de si el párroco y la comunidad tienen


sentido de la belleza del espacio o si el espacio está recargado de informes o de cualquier
clase de anuncios o de imágenes infantiles. No tengo nada contra las imágenes infantiles.
Pero muchas veces están expuestas en lugares que echan a perder la belleza del recinto.
Propio de la espiritualidad de una comunidad es el sentido de la belleza del espacio
eclesial.
La belleza de la liturgia se expresa en la belleza del lenguaje litúrgico, en la belleza
de la música sacra, en la belleza del recinto, de los ritos, de los ornamentos, del drama
litúrgico. El Papa Benedicto, en su crítica a aquellas corrientes modernas que ven la
liturgia sobre todo bajo el aspecto de lo usual y práctico, ha llamado la atención una y
otra vez sobre el peligro de banalización. Si quienes celebran la liturgia ya no tienen
sentido alguno de la belleza y de la cultura, de la calidad del lenguaje, de la música y de
los ritos, entonces la liturgia se empobrece. Para Ratzinger, la liturgia es una fiesta que
tiene que hacer frente al problema de la muerte. Por eso escribe sobre la tentación del
mundo postreligioso de sustituir la fiesta por el party. Pero si el party busca colmar el
ansia humana de «redención», es decir «vivir la liberación de la propia enajenación», y
se experimenta como «una excursión liberadora de la vida cotidiana a un mundo de
libertad y belleza», entonces se convierte en francachela o bacanal. Si la liturgia se
reduce únicamente a interacción comunitaria y a espontaneidad creativa...

«... la dimensión humana se atenúa, y aunque lo que se diga suene muy bonito, se
acaba suprimiendo lo esencial» [14] .

Por eso, la belleza de la liturgia necesita siempre la seriedad de la victoria sobre la


muerte. Porque de eso se trata, en último término, en toda fiesta litúrgica: celebrar una
victoria sobre la pasión y la muerte. Ratzinger piensa que la fiesta...

93
«... siempre ha tenido en la historia de las religiones un carácter cósmico y
universal. Intenta dar respuesta a tal pregunta [el problema de la muerte] haciendo
referencia al poder de vida del cosmos» [15] .

La belleza de la liturgia no es una fuga de la realidad de nuestra vida, sino


expresión de fe en que en la cruz de Jesucristo resplandece la gloria de Dios. Por eso, a
la vista del sufrimiento de este mundo, celebramos una liturgia bella que transforma el
sufrimiento del mundo con la mirada puesta en Jesús, el Cristo, que ha vencido el
sufrimiento en su muerte y en su resurrección.

1 . Ef 5,19.
2 . J. RATZINGER, Fest des Glaubens, 101.
3 . Ibidem.
4 . J. RATZINGER, Gesammelte Schriften, 11, 583.
5 . Ibid., 11, 597.
6 . Ibidem.
7 . R. GUARDINI, Liturgie, 109.
8 . Ibid., 32.
9 . Ibid., 57.
10 . Th. HALIK, 86.
11 . Ibid., 87.
12 . Ch. MÖLLER, 174.
13 . Ibid., 176.
14 . J. RATZINGER, Fest des Glaubens, 58.
15 . Ibid., 58.

94
Ir al índice

95
10. La belleza del cuerpo

Cuando los medios de comunicación hablan de belleza, se refieren en la mayoría de los


casos a la belleza del cuerpo. Y en este contexto se trata, sobre todo, de mujeres, a las
que se valora por su belleza. Hay concursos de belleza en los que se resalta el cuerpo,
con sus formas y medidas. Y se procede como si hubiera criterios objetivos de belleza.
También para hombres hay concursos de belleza. En este caso interesa sobre todo la
musculatura y la configuración exterior del cuerpo. Este ideal objetivo de belleza deja a
muchas mujeres con mal sabor de boca al compararse con la belleza de la mujer esbelta,
si bien con un busto exuberante y con la armonía permanente de un rostro terso. Los
varones, por su parte, compiten con otros varones en estatura y en virilidad. Y les parece
que siempre salen perdedores.
El ideal de belleza, presuntamente objetivo, induce hoy a muchos varones y mujeres
a someterse a operaciones estéticas. Una señora me contaba que su marido la criticaba
constantemente porque su cuerpo ya no era lo bastante atractivo, que había engordado, y
otras lindezas más... Por amor a su marido, ella quería someterse a una operación de
belleza. Yo se lo desaconsejé, porque tal operación es siempre un acto agresivo contra
uno mismo. Además, le hice reparar en que, de este modo, en último término se rendía al
poder del varón. Se sometía a su juicio. Se exponía a la agresión de su marido, que la
enjuicia. El verdadero amor es otra cosa. El amor no se puede comprar, ni siquiera con
una operación de belleza.
Precisamente muchas mujeres de cierta edad gastan cantidad de dinero en tratar de
conservar su belleza. Sin embargo, quien mira con atención a esas mujeres no las
encuentra bellas. Les rodea un aura de artificio. Hay una belleza fría de mujeres que
vienen retratadas en las revistas de moda. Cumplen los criterios objetivos de belleza
femenina; pero cuando uno mira su rostro, solo encuentra frialdad.

96
La belleza es siempre seductora. Un rostro frío, negativo, no puede irradiar belleza
alguna, por más que pueda acomodarse a los criterios objetivos de belleza. No irradia
ningún amor.
Porque, en último término, la belleza siempre tiene que ver con el amor, en ambas
direcciones: la mujer bella despierta el amor en el varón, de la misma manera que un
guapo galán puede despertar el amor en la mujer.
Así lo canta Tamino en la ópera La flauta mágica, cuando tiene en sus manos el
retrato de Pamina:

«Este retrato es encantadoramente bello».

Y más tarde:

«Y yo siento cómo esta imagen divina


llena mi corazón de renovado afán».

El retrato de esa bella mujer despierta en él el amor hacia ella, por lo que promete a
su madre liberar a la hija del poder del supuesto bribón Sarastro.
La belleza puede provocar amor. Pero, a la inversa, también el amor hace bello al
otro. Cuando amo a una persona, se me hace él/ella la más bella criatura que conozco.
Da lo mismo que esa persona sea varón o mujer: a mí me resulta bella. El amor crea la
belleza o, por mejor decir, el amor hace que la belleza que hay en cada ser humano
irradie al exterior.
A impulso del amor, la belleza oculta sale a la luz. El amor transfigura al otro. O,
dicho de otra manera, la persona a la que quiero se transfigura. En ella acontece lo que le
aconteció a Jesús en el monte Tabor: de pronto resplandece su rostro irradiando luz. Lo
propio, lo auténtico, irrumpe hacia fuera. La belleza originaria se hace visible.

La verdadera belleza del cuerpo procede del alma. Si el cuerpo está animado por un alma
bella y buena, entonces también el cuerpo es bello. Romano Guardini está convencido de
que el ser humano no solo es bello, sino que él mismo puede hacer algo por su belleza,
no solo mediante el cuidado exterior del cuerpo, no solo con vestidos elegantes, sino
también mediante el «cuidado del cuerpo», mediante la auténtica «animación del
cuerpo»:

97
«El alma de buenos sentimientos debe, lisa y llanamente, con-figurar el cuerpo. Ella
misma debe ser pura, fuerte y tierna y convertir todo el cuerpo en expresión
viviente de semejante ser» [1] .

Muchas personas cuidan su cuerpo, pero no guardan ninguna relación viva con él.
Su cuerpo es como un objeto que se complacen en embellecer. Pero ellos mismos no
habitan ni «animan» el cuerpo. En este orden de cosas, nuestro cometido humano
primordial es «in-formar, animar» realmente nuestro cuerpo, percibirlo, amarlo, habitarlo
con gusto. Entonces, también él irradia algo. Esto es lo que tiene Jesús en mente cuando
dice:

«Tu ojo suministra luz a todo el cuerpo: por tanto, si tu ojo está sano [si es simple =
haplous], todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si está enfermo, también tu cuerpo
estará lleno de oscuridad. Procura, pues, que tu fuente de luz no quede oscura. Si el
cuerpo entero está en la luz, sin nada de sombra, tendrá tanta luz como cuando un
candil te ilumina con su resplandor» [2] .

La simplicidad, la sencillez, [«haplotes»] es para los griegos la principal virtud. Es


la interior claridad y verdad de la persona. Cuando una persona es así de clara y
transparente, sin segundas intenciones, sin tendencias retorcidas, sin «agenda oculta»,
como se dice hoy a menudo, todo su cuerpo es claro y transparente, irradia luz, es bello y
tiene un aura de belleza. Así pues, en vez de trabajar solo las formas exteriores del
cuerpo –viene a decir Jesús en esas palabras–, la persona debe esforzarse por ser sencilla
y transparente, dejarse iluminar por la luz de Jesús. Entonces es bello. Entonces, algo
agradable, bello, luminoso irradiará por medio de él sobre el mundo.

Pero la tradición cristiana no ha visto solo en Jesús el tipo humano verdaderamente


bello. Su deseo fue siempre representar también a María como la bella Señora. María se
convirtió en la Edad Media en la imagen del ser humano bello, sin más. Mirando a
María, miramos, por así decirlo, a un espejo, para reconocer nuestra propia belleza.
María es hermosa porque es limpia, porque no tiene segundas intenciones. Esa belleza se
refleja no solo en su rostro, sino en todo su cuerpo.
Las bellas «madonne» surgieron sobre todo en torno al año 1400. En ellas María es
representada como una mujer juvenil y llena de belleza. En el alto Renacimiento italiano,

98
el antiguo ideal de belleza impregna las imágenes de María. La añoranza que los griegos
y romanos vincularon con Afrodita o con Venus, respectivamente, se cumplía en María.
Martin Schongauer, sobre todo, representó a María como la mujer bella. Por eso se
le llamó a él mismo «Martín el bello». Es una belleza serena la que encontramos en los
cuadros de María. Schongauer se ha dejado guiar, en sus pinturas de María, por la
palabra del Cantar de los Cantares: «Tota pulcra es, Maria»: que se puede traducir como
«eres completamente hermosa, María». Pero que significa también: como un todo, eres
bella. En tu totalidad eres hermosa. Todo en ti es bello. Todo tu cuerpo es bello.
Si contemplamos en los cuadros de María a la mujer bella, apenas existe el peligro
de compararnos, como sucede frecuentemente en los medios de comunicación con las
fotos de mujeres hermosas. Más bien, María es como un espejo en el que percibimos
nuestra propia belleza. En su rostro y en su figura percibimos una belleza que sale de
dentro. Nos anima a confiar en nuestra belleza. Si nuestro cuerpo es expresión de nuestra
alma, entonces somos bellos. En todo caso, solo cuando tenemos un alma bella.
Y la belleza del alma podemos trabajarla. El alma es bella cuando refleja el
resplandor de Dios y cuando se libera de todas las malas segundas intenciones. El
camino espiritual es siempre también un camino de purificación. El corazón limpio fue
para los primitivos monjes la meta de su ascesis. Solo quien tiene un corazón limpio
reflejará también en su cuerpo esa limpieza, claridad y hermosura interior. Por eso habla
con tanta frecuencia Tomás de Aquino de «claritas» en el sentido de belleza.
«Claritas» significa la claridad, la pureza. Corresponde a aquello que Jesús
significaba con «haplous»: ser sencillo, ser claro, ser transparente, ser permeable al
Espíritu de Dios, ser permeable al amor. Por eso, la belleza siempre irradia también
amor. Y la persona que está llena de amor es también siempre bella.
Esto es lo que Dostoyevski expresó, por ejemplo, en la figura del Starets Sosima.
Hacia fuera, el Starets no daba la impresión de ser una persona bella. En su rostro había
algo que no resultaba grato. Sin embargo, de él brotaba una belleza que sugestionaba a
las personas. Era un hombre llena de amor. Y esto le hacía bello.

La unión de belleza y amor la canta la Biblia en el Cantar de los Cantares. Son canciones
de amor que nos transmite el Antiguo Testamento. La misma novia se dice a sí «bella»:

99
«Tengo la tez morena, pero hermosa» [3] .

Y el novio dice a su amada:

«¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres!» [4] .

Entonces el amante alaba la belleza de su amada: sus bellos ojos, su cabello, sus
dientes, su cuello, su pecho:

«Son tus pechos


dos crías mellizas de gacela
paciendo entre azucenas» [5] .

Y concluye la descripción de la belleza del cuerpo con estas palabras:

«¡Toda hermosa eres, amada mía,


y no hay en ti defecto!» [6] .

Orígenes interpretó estas canciones de amor en sentido espiritual y místico. Para él,
el esposo es Cristo, y la esposa es el alma humana. E interpreta el verso 4,1 del Cantar de
los Cantares de la siguiente manera:

«Cuando la novia está separada largo tiempo del novio, no es bella. Se vuelve bella
cuando se une a la palabra de Dios» [7] .

Podemos, sin duda alguna, unir la interpretación espiritual con la literal. La belleza
provoca amor, y el amor nos da ocasión de celebrar la belleza del cuerpo. Sin embargo,
esa belleza también surge en nuestro cuerpo cuando estamos llenos del amor de Dios y
de su palabra. La palabra de Dios transforma también el cuerpo. Le hace ser bello.

1 . R. GUARDINI, Liturgie, 30.


2 . Lc 11,34-36.
3 . Cant 1,5.
4 . Ibid., 4,1.
5 . Ibid., 4,5.
6 . Ibid., 4,7.
7 . ORÍGENES, 63.

100
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101
11. La vida es bella

El profesor budista de Bellas Artes en Taipeh, Chiang Shing, ha escrito un libro sobre
la belleza. Sin embargo, aunque estudió Bellas Artes en París, no se ocupa en ese libro
de las obras de arte sino de la vida. Quiere descubrir la belleza de la vida. En su obra
trata cuatro ámbitos de la vida: el comer, el vestido, la vivienda y el movimiento.

En el comer se requiere mucha atención para percibir la belleza, que se hace perceptible
cuando nos acordamos de los olores maternales, de su aroma y de su gusto. Una comida
festiva quiere también estar bien organizada. No cocinamos simplemente comidas;
cocinamos con el corazón. Y de lo que se trata es de que lo que hemos preparado con el
corazón lo saboreemos también con el corazón: darse tiempo para percibir la belleza de
las viandas, para gustarlas detenidamente. Chiang Shing piensa que muchos no perciben
al comer ninguna belleza, porque su corazón está lleno de problemas y preocupaciones.
Si somos conscientes al comer, percibimos que también en nuestra vida diaria y a lo
largo de toda nuestra existencia nos encontramos con los diferentes tipos de sabor.
Reconocemos también el sabor ácido o el gusto amargo de la vida cuando un dolor
percibido nos hace amargos. Pero también conocemos la dulzura. Decimos de una
persona a la que queremos que es dulce. Pero la belleza del comer se refiere no solo a lo
dulce, sino igualmente a lo áspero, a lo amargo, a lo ácido. Todo se vuelve bello cuando
se gusta cuidadosamente y con todos los sentidos.

Los vestidos bellos forman parte de la cultura de las personas. Desde siempre, el ser
humano se ha esforzado por vestirse bellamente y por profundizar y hacer patente su
belleza personal mediante el arte de vestir. Pero no se trata de alardear de ropa de marca,
sino de elegir las prendas que a uno le van mejor. En este empeño hay que tener en

102
cuenta la propia cultura y el clima. El recuerdo de aquel que me ha regalado el vestido, o
de la situación en que lo compré, incrementa su belleza.
Muchos no tienen sentido alguno para la ropa que mejor les va. Se precisa una
sensibilidad para la propia belleza y para lo que esa belleza hace visible a los demás.
Hace ya muchos años que existen empresas que aconsejan colores y estilos. La gente ha
reconocido que es importante el modo de vestirse, que tiene que sintonizar con la propia
personalidad. Se nota en una persona si lo que pretende es alardear con su ropa, porque
quiere mostrar a todo el mundo el mucho dinero que tiene y lo que puede permitirse
gastar, o si escoge sus prendas de manera que le caigan bien y realcen su porte hacia
fuera. Vestidos bellos realzan la belleza del cuerpo. Embellecen a una persona.

El autor taiwanés constata que en Asia se da mucho valor a la belleza de la comida,


mientras que en Europa se acentúa la belleza de la vivienda. Sin embargo, en la vivienda
no se trata solo de tener grandes y bellas mansiones, sino también de transformar la
vivienda en un hogar en el que uno se sienta como en casa. Si en mi casa no solo vivo,
sino que me siento confortablemente, el huésped lo percibe enseguida: toda la vivienda
es un vivo retrato del anfitrión. En ello reconozco su gusto. Cómo habita uno también
dice algo acerca de su gusto por la belleza, la cultura, la sencillez... o también por la
intimidad y el amor.
En la belleza de la vivienda entra también la solidaridad con la familia. En mi
vivienda tiene que manifestarse mi pertenencia familiar. En ello se pone de manifiesto
que honro a mis antepasados. Esto le resulta patente al huésped en los cuadros y en los
objetos de recuerdo de mis antepasados, pero también en la forma en que atiendo y cuido
la herencia de mis padres.
Y parte de la belleza de la vivienda la configura el entorno. Con esto alude el autor
budista a los templos e iglesias que hay en la cercanía. El autor cuenta que en París,
antes y después de cada clase, entraba en una iglesia y allí se sentaba para sentir el
espíritu del pueblo francés, de su religión, de su cultura, de su historia. Parte, pues, de la
belleza de mi vivienda la conforma el entorno en el que habito. Las iglesias que hay en la
cercanía dejan su impronta en ese entorno. Sentarse en una iglesia y sentir la calma y el
silencio, pero también la belleza del recinto, también abre mi corazón al misterio que me
envuelve en la iglesia y que, en último término, me rodea también a mí en mi vivienda.

103
La lengua alemana relaciona «Heim» (hogar) y «Geheimnis» (misterio). Uno puede
encontrarse «como en su casa» solo allí donde «habita el misterio».

El cuarto vector de la belleza es el movimiento. Puedo gustar la belleza de cada


movimiento cuando estoy por entero en dicho movimiento. Un movimiento pausado,
realizado con gentileza, es bello. Los movimientos demasiado rápidos hacen a una
persona agresiva y furiosa. Esto puede observarse en el Metro.
Hay multitud de movimientos y velocidades. Cada movimiento tiene su peculiar
belleza. Esto se ve sobre todo en el baile, en el que gustamos la belleza del movimiento.
Pero en la vida ordinaria hay muchos movimientos que son excesivamente bruscos y
excesivamente rápidos.
El carácter chino que indica «estar ocupado» está compuesto por los símbolos del
corazón y de la palabra «morir». Con esto, el lenguaje chino expresa que quien es
demasiado rápido en sus movimientos, quien es excesivamente violento e inquieto, corre
el peligro de sufrir un fallo cardíaco. El remedio consiste en moderar conscientemente la
velocidad de los movimientos.
El carácter chino para expresar el ocio, en el que me concedo tiempo, está
compuesto por los símbolos de la puerta y de la luna. El ocio significa, pues, mirar a la
luna a través de la propia puerta. En mi corazón hay una puerta a través de la cual puedo
contemplar la luna. Pero necesito tiempo, holgura de ánimo y atención para abrir esa
puerta en mi corazón.

El movimiento tiene algo que ver con el cuerpo. Por eso Chiang Shing ha escrito un libro
expresamente sobre la belleza del cuerpo. El autor se califica a sí mismo como un
«misionero de la belleza» que quiere predicar a los humanos la belleza que reside en
ellos mismos y en su derredor. Todo cuerpo es bello. Lo que importa es que cada cual
descubra su propia belleza y la disfrute. Belleza corporal y anímica forman un todo.
Nuestra tarea es, por así decirlo, despertar el propio cuerpo, percibirlo y sentirlo
despierta y atentamente. Entonces es cuando experimentamos su belleza.
Chiang Shing fue invitado en cierta ocasión a un concurso de belleza para, como
experto en el tema de la belleza, calificar a las damas que se presentaban a concurso.

104
Pero él rechazó la invitación. Creía que para él no existían notas para la belleza. Todo
cuerpo es bello. Él entiende que su tarea es despertar en las personas el sentido de la
belleza de su cuerpo, pero no valorar y calificar la belleza.

Lo que describe el autor taiwanés, vale también para nosotros, los occidentales. Las
ideas de este autor budista nos indican en qué deberíamos fijar nuestra atención cuando
hablamos de belleza. Hay belleza en nuestros movimientos, en nuestros vestidos, en
nuestras viviendas y en nuestro comer. Solo se trata de desarrollar una atención para
percibir lo bello. Desarrollar un sentido de lo bello es saludable para nosotros. De la
belleza brota una fuerza benéfica y clarificadora. Por eso, la educación en la belleza es
también siempre algo benéfico y saludable. Es parte de una espiritualidad terapéutica.

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106
12. En camino hacia
una espiritualidad de la belleza

Me gustaría que todos los pensamientos que hasta ahora he expuesto y analizado en
este libro fuesen, a fin de cuentas, fecundos para la espiritualidad. Me interesa esbozar
una espiritualidad cuyo principio-guía sea lo bello. Para ello deseo dar la palabra a
algunos autores de espiritualidad y acoger sus incentivos para acercarme al misterio de
una espiritualidad de la belleza.
En mi búsqueda de una espiritualidad que establezca lo bello como lugar esencial
de nuestra experiencia de Dios, he constatado que la mayoría de los actuales libros de
espiritualidad no prestan atención a este tema. Fuera de Hans Urs von Balthasar y Josef
Ratzinger, por parte católica, y Rudolf Bohren, Matthias Zeindler y Paul Tillich, del lado
protestante, muy pocos teólogos se interesan por el tema de la belleza. Ni siquiera Karl
Rahner, a quien yo tengo en gran estima y sobre cuya teoría de la salvación escribí mi
tesis, le prestó la menor atención.
Con pena he tomado conciencia, en cambio, de que nuestra espiritualidad cristiana
en los últimos doscientos años ha estado muy fuertemente marcada por la moral y luego,
posteriormente, por la psicología. A nosotros –a mí, personalmente, también– nos ha
importado, sobre todo, que el cristiano luche consigo mismo en la ascética, que venza
sus faltas y debilidades y se convierta en una persona madura, con dominio de sí, que sea
cada vez más permeable al Espíritu de Jesús.
Cuando considero mis propios libros, lo importante para mí ha sido siempre que la
persona se adentre en su verdad y libertad interior; que mediante un conocimiento
sincero de sí mismo descubra el misterio de Dios en el fondo de su alma. Pero que Dios
no es solo verdadero y bueno, sino también bello, yo mismo lo he pasado por alto hasta
ahora en mi espiritualidad.

107
En esta línea, me resulta obvio que siempre hemos entendido la espiritualidad como
un camino que vamos recorriendo por nosotros mismos. Hemos acentuado, pues, la cara
activa de la espiritualidad. Pero el tema de la belleza nos conduce a una dimensión
contemplativa y mística de la espiritualidad cristiana. «Espiritualidad» es percepción
atenta del Espíritu, percepción atenta de la belleza en la que el Espíritu de Dios se refleja
para nosotros, en la que el amor de Dios se hace para nosotros experiencia, visión,
sonido. La mística griega es, sobre todo, una mística de contemplación. Al contemplar la
belleza de la creación, me identifico con lo contemplado, me hago-uno-con Dios,
Prototipo de lo bello y Creador de toda belleza.
Una espiritualidad que deja espacio a lo bello es, además, una espiritualidad
terapéutica, que cura. Que hace bien al alma y al cuerpo. Que nos pone en contacto con
las fuerzas curativas de nuestra alma. Lo bello es también lo que está ordenado. De
modo que lo bello pone orden en nuestro caos interior. Y la salud, para los antiguos,
siempre tiene que ver con el orden. Quien vive en consonancia con su ser, quien está en
sintonía con su orden interior, ese vive sano.
Además de todo esto, la espiritualidad de la belleza es una espiritualidad optimista.
Arranca de la belleza que encuentra en todas las cosas: en la naturaleza, en el arte, en
cada persona y en la propia alma. Durante mucho tiempo, la espiritualidad giró
excesivamente en torno a la culpa personal, creando en la persona una mala conciencia
cuyo objetivo era inducirla a apartarse del mal y hacer el bien. Sin embargo, la mayoría
de las veces una mala conciencia paraliza y no es impulso motivador para transformar
realmente a alguien. La espiritualidad de lo bello alienta. Nos hace entrar en contacto
con nuestro gusto por lo bello y por lo bueno. De esa manera, experimentamos realmente
una trasformación interior, mientras que una espiritualidad de la mala conciencia no es
verdaderamente capaz de transformarnos.

***

108
Estética y espiritualidad: DOROTHEE SÖLLE
Dorothee Sölle ve una estrecha relación entre una espiritualidad viva y el sentido de la
belleza:

«Existe una relación profunda, todavía poco reflexionada, entre mística y estética,
entre el goce de Dios y la belleza» [1] .

Y una manera concreta de percibir la belleza en todo es la alabanza:

«Alabar es el acto estético en el que algo se percibe, se ve y se hace visible, se


elogia, se festeja y se canta. Es llamado desde la oscuridad hacia la luz» [2] .

La espiritualidad benedictina es una espiritualidad de alabanza. Contempla la


belleza del mundo y, con los salmos de Israel, canta a la Creación en su gloria y
magnificencia. La espiritualidad está empobrecida si ya no es capaz de alabar la vida. El
que no es capaz de sentir la brisa, contemplar la belleza de un paisaje y oír cantar a las
aves del cielo permanece acurrucado dentro de sí mismo, melancólico y sombrío.
Así desarrolla Dorothee Sölle su espiritualidad mística, que toma en serio la estética
contra la cavilosa y melancólica mentalidad que a menudo caracteriza nuestra piedad. La
llamada de Paul Gerhardt –«sal afuera, corazón, y busca la alegría»– la entiende como si
el ser humano tuviera dentro dos almas: una que es capaz de goce, y otra que, muda, vive
apática. Y así le dice un alma a la otra:

«Tú, melancólica alma y avara de alabanzas, no te quedes acurrucada y encogida en


ti misma; deja de mirarte al ombligo; ¡ánimo! Hazte capaz, de nuevo, no de percibir
el susurro del viento, sino de escuchar su voz» [3] .

Una espiritualidad que acentúa lo bello es, por lo mismo, optimista; es una
espiritualidad de la alegría. Mira a la vida con una mirada distinta de aquella
espiritualidad cuyo campo de visión lo constituyen, sobre todo, lo malo y las tendencias
negativas del corazón humano. Está contra el «estado tristón, antimístico», contra...

«... una inactividad que bien puede estar inmersa en todo el trajín del mundo; un
hastío de vivir que consiste en el mórbido arte de quedarse, de entre todo lo que
existe, con sola la caducidad y la destrucción; una pereza vital en la que somos

109
demasiado holgazanes para buscar el esplendor de Dios en la creación o para
engalanarlo de nuevo» [4] .

Dorothee Sölle cita a san Francisco de Asís, quien considera como el mayor triunfo
del demonio el poder arrebatarnos la alegría del espíritu. Francisco dice del demonio:

«Lleva consigo un finísimo polvo que difunde en pequeñas dosis a través de las
rendijas de la conciencia para enturbiar el sentir puro y el resplandor del alma. Pero
la alegría que llena el corazón de la persona espiritual aniquila cualquier veneno
mortal de la serpiente» [5] .

Francisco de Asís tenía un sexto sentido para percibir la belleza de la Creación, que
cantó en sus himnos. Cuando estaba a punto de morir...

«... quiso que [sus hermanos] cantaran, porque así se vería libre de las acometidas
del dolor» [6] .

La alegría, pues, por la belleza de la Creación es para Francisco una medicina


contra la tristeza, que con demasiada facilidad ataca precisamente a personas
espirituales..., y contra los dolores de la enfermedad.

Una espiritualidad que para Dorothee Sölle sea verdaderamente mística es una
espiritualidad sensible a la belleza del mundo. Quien solo gira en torno a su propio
itinerario espiritual, pero no tiene mirada alguna para percibir la belleza de la Creación,
al final sucumbe a una piedad narcisista que fácilmente se convierte en melancolía.

Percibimos realmente a Dios y su Creación solo cuando...

«... experimentamos y cantamos la belleza. En este sentido, todos nosotros somos


guardianes de la alegría y responsables de que se haga visible y audible la belleza
de la vida» [7] .

La espiritualidad consiste, para Sölle, en proclamar la belleza de la vida y en


transmitir al ser humano un sentido de la belleza que nos rodea. En el bautismo, todos
hemos sido ungidos sacerdotes y sacerdotisas. Ser sacerdote o sacerdotisa significa ser
guardián o guardiana de lo sagrado. Pero para Sölle significa, al mismo tiempo, ser
guardián o guardiana de lo bello en este mundo.

110
A muchos que poseen un especial sentido de lo bello les sucede lo mismo que a san
Francisco. Sus hermanos pensaban que un moribundo tenía que permanecer sereno y
serio. Y así sigue pensando hoy más de uno: que la espiritualidad es algo serio y
circunspecto. Que, ante todo, tendríamos que enfrentarnos a la culpa y esforzarnos por la
reconciliación. Sin embargo, la espiritualidad de la belleza lleva en sí algo de placentero.
Lo bello agrada. La espiritualidad de la belleza vive de la complacencia, no del rechazo;
de la percepción de la creación y de mí mismo, no del transformarse y cambiar. No es
algo mortalmente serio, sino algo alegre, porque lo bello provoca en nosotros alegría.
Dorothee Sölle desarrolló estas ideas en su libro Mystik und Widerstand (Mística y
Resistencia). El sentido de lo bello no nos exonera de la responsabilidad de este mundo.
Más bien nos da, en medio de este mundo, consistencia. Incluso en tiempos
políticamente difíciles, el sentido de lo bello es a menudo un ancla de salvación que nos
da fuerzas para no desesperar, sino luchar por el bien. La espiritualidad de la belleza no
es, pues, una huida a un mundo estético, sino la búsqueda de un refugio en medio de este
mundo. Lo bello nos permite descansar en nuestro espíritu para afrontar luego, una y otra
vez, los problemas de este mundo. La inclinación a lo bello sale al paso de las
necesidades de nuestra alma:

«Por un instante, el esfuerzo de la lucha y de la resistencia se mitiga, y nuestra


fragilidad se ilumina con otra luz; una luz en la que, tras el escalofrío de los
fenómenos, nos es dado echar una mirada fugaz a la forma segura de las cosas.
Cuando experimentamos la belleza, suceden ambas cosas en el mismo acto: nos
despertamos y nos entregamos» [8] .

La experiencia de lo bello es, por un lado, un punto de descanso en el compromiso


por el mundo; pero, por otro, es al mismo tiempo una invitación a entregarnos, a
comprometernos con todas nuestras fuerzas por él. Esta visión del mundo la
encontramos también en otra mística moderna: Simone Weil.

***

111
La belleza como la tierna sonrisa de Jesús: SIMONE WEIL
En mi búsqueda de una espiritualidad de la belleza, me encontré con Simone Weil, una
judía francesa, extraordinariamente culta, que se quedó en el dintel de la Iglesia, sin
llegar a bautizarse. Nació en 1909 y, debido a su compromiso en favor de los pobres y de
la gente privada de sus derechos, hizo huelga de hambre hasta la muerte, de tal modo que
murió en 1943, con tan solo treinta y cuatro años. A ella apenas se le podrá reprochar un
esteticismo puramente exterior, pues no solo se interesó por los problemas sociales y
sociopolíticos, sino que además pidió la excedencia como profesora de una escuela para
trabajar como empleada en una fábrica. Quiso averiguar en su propia carne si, en los
embrutecidos procesos laborales, alguien era capaz de poner a salvo su dignidad
humana.
Simone Weil fue una mujer muy sensible, abierta a las necesidades de las personas
y a los problemas filosófico-teológicos que traen por la calle de la amargura al ser
humano. En su compromiso en favor de los jóvenes del ámbito laboral, el problema de la
belleza es importante para ella. Su deseo es transmitir a esas personas un sentido de lo
bello. Tener sentido de lo bello significa para ella, en primer lugar, tener sensibilidad
para percibir la dimensión religiosa de la creación. Y ella tiene la confianza en que lo
bello dice algo a todo el mundo. Ahí no existe diferencia alguna entre personas cultas e
incultas, religiosas y no religiosas. Precisamente a los trabajadores, con sus condiciones
laborales muchas veces impropias de la dignidad humana, la belleza que perciben en la
naturaleza y en sí mismos les devuelve su dignidad. Y les concede un punto de descanso
en medio del trajín de la vida.
Me gustaría meditar tan solo algunos de sus pensamientos sobre lo bello.

La belleza del mundo, para Simone Weil, es auto-revelación de lo divino y expresión de


la encarnación divina:

«De todas las propiedades de Dios, solo una se ha encarnado en el Universo, en el


cuerpo de la PALABRA: la belleza» [9] .

Y la belleza es...

112
«... la prueba de que la encarnación es posible» [10] .

Simone Weil ve el amor de Dios como el fundamento de que Él se nos muestre en


este mundo como belleza:

«el amor ha bajado a este mundo, por amor, en forma de belleza» [11] .

Así es como ella ve la belleza encarnada, sobre todo, en Jesucristo. Simone llama a
la belleza:

«Tierna sonrisa de Jesús a nosotros a través de la materia» [12] .

En la belleza de un ser humano, en la belleza de la creación, nos es dado, pues,


reconocer la sonrisa tierna de Jesús. Jesús nos sonríe. En la belleza establece relación
con nosotros, una relación amable y sonriente.
Por eso, para Simone Weil, una espiritualidad de la belleza es siempre una
espiritualidad encarnatoria y, al mismo tiempo, cristológica. La belleza del mundo
muestra que Dios se revela desde siempre en la carne, en la materia. La encarnación en
Jesucristo es como el culmen de la revelación de la belleza de Dios en la materia. Ahí, la
belleza de Dios se concentra y adensa en el hombre Jesús y refulge con un resplandor
hasta entonces desconocido en este mundo.
Para Simone Weil, la belleza del ser humano, incluida la belleza del amor corporal,
es

«la forma del eterno “sí”. La belleza es la eternidad perceptible» [13] .

Lo bello no está reservado en exclusiva a algunos estetas, sino que todas las
personas perciben lo bello:

«Lo esencial es que la palabra “belleza” habla a todas las personas» [14] .

Por eso, una espiritualidad de la belleza es una espiritualidad misionera. Puede


transmitir a los humanos en el mundo algo del mensaje de Jesús, por cuanto la belleza
que perciben las personas en el mundo llega en el mensaje de Jesús a su punto
culminante.
Y es una espiritualidad ecuménica. Todas las religiones hablan de lo bello. Al
sentirse impactados los creyentes de todas las religiones por lo bello del mundo, en
último término son impactados por Dios. De este modo, lo bello es un punto de arranque

113
para hablar de Dios y de la experiencia de Dios sin tener que demostrar a nadie
proposiciones dogmáticas. En el sentimiento de lo bello, estamos en el camino común
hacia Dios, fuente y raíz de la belleza, que se nos muestra a todos nosotros en lo bello.
Pero es preciso también adoptar la actitud correcta frente a lo bello. Está, en primer
lugar, la capacidad de percibirlo, de admirarlo. Además, se precisa la actitud de
«dejar»...

«... lo bello: lo que uno no quiere cambiar» [15] .

«... belleza: una fruta que se mira sin tender la mano hacia ella» [16] .

El Maestro Eckhart, llama «abandono» a la actitud que debemos adoptar frente a lo


bello. Actitud que consiste en dejar que las cosas sean como son, no querer cambiarlas o
estar valorándolas continuamente. Pero la capacidad de entrar en contacto con lo bello es
para Simone Weil, en último término, el amor sobrenatural:

«Es la misma aptitud del alma, es decir, el amor sobrenatural, la que está en
contacto con lo bello y con Dios. El amor sobrenatural es, en nosotros, el órgano de
unión a lo bello, y el sentido de la realidad del universo es en nosotros idéntico al
sentido de su belleza. La existencia en su plenitud y la belleza se funden la una con
la otra» [17] .

Pero para Simone lo bello no es sinónimo de «mundo sano». Es también afín al


dolor. Precisamente el dolor puede abrirnos a Dios. Y quien está abierto a Dios es bello:

«Una ley misteriosa hace que una persona que toca a Dios, en ese instante parezca
bella... Algo tira de la carne hacia lo divino; de lo contrario, ¿cómo podríamos ser
salvados?» [18] .

Así pues, lo bello tira de nosotros hacia Dios. De esta manera, Simone Weil
confirma el punto de vista de Dostoyevski: «la belleza salvará al mundo». La belleza nos
atrae hacia Dios. Y para Simone Weil...

«... no hay prueba más patente de Dios que la belleza del mundo» [19] .

Por eso, es signo de autentica espiritualidad amar la belleza:

«uno tiene razón para amar la belleza del mundo, pues ella es el signo de un
intercambio de amor entre el Creador y la criatura. La belleza es para las cosas lo

114
que la santidad es para el alma» [20] .

Otto Betz, que ha reunido los pensamientos de Simone Weil sobre la belleza, cree
que la pensadora francesa tuvo ya desde niña un sentido de lo bello. Sin embargo, para
ella fue decisivo su viaje a Italia, donde pasó horas y horas ante los cuadros del Giotto,
de Leonardo da Vinci y de Fra Angelico. Betz interpreta de la siguiente manera la idea
que tiene Simone de lo bello:

«Si no existiera lo bello, estaríamos encarcelados en la inmanencia; la belleza hace


transparente lo sensible; todo, en cierto modo, se vuelve poroso y nos abre un
acceso a lo sobrenatural, pero sobrepasa las posibilidades de nuestro lenguaje
conceptual; con todo, nos regala otro lenguaje más allá de nuestras formas usuales
de expresión. En lo bello acontece la encarnación de Dios: de esto está ella
plenamente convencida» [21] .

Para Simone Weil, lo bello es una prueba de Dios. En lo bello nos topamos con
Dios. También en su trabajo manual quiso Weil abrir a las personas el sentido de lo bello
y, de este modo, de Dios. El sentido de lo bello nos da, en nuestro compromiso por la
humanidad, fuerza para no ceder. Lo bello es como un punto de reposo en el que
podemos descansar. Y es la condición para que no renunciemos a la esperanza en favor
de los seres humanos, sino que, a pesar de todos los desengaños, nos comprometamos de
nuevo por ellos una y otra vez.
Para Simone Weil, lo bello es como un sacramento. En lo visible de la belleza se
muestra el Dios invisible. Lo bello nos comunica al Dios invisible. Ella misma escribe:

«La belleza del mundo es la tierna sonrisa de Jesús a nosotros a través de la materia.
Él está presente realmente en la belleza del Universo. El amor a esa belleza brota
del Dios que se ha abajado a nuestra alma y va hacia el Dios presente en el
Universo. La belleza es también algo así como un sacramento» [22] .

Ambas imágenes son aplicables a lo bello: encarnación y sacramento. La belleza


nos remite a la Encarnación de Dios en Jesucristo. En todo lo bello nos sale al encuentro
la sonrisa del mismo Jesús. Por su encarnación, Jesús llena todo el mundo y se le puede
encontrar en todos los lugares en los que nos sentimos fascinados por lo bello. La
condición para que podamos percibir lo bello como reflejo de Jesucristo reside en que,
en la encarnación de Jesucristo, Dios ha descendido también a nuestra alma. Y lo bello
es un sacramento en el que Dios, mediante lo visible, nos remite a lo invisible. Lo bello

115
nos transmite el amor de Jesucristo de manera parecida a como lo hace la celebración de
la Eucaristía.
Las ideas de Simone Weil apenas si se han incorporado a la espiritualidad católica
de post-guerra. Para mí, sin embargo, son una guía. En primer lugar, me muestran un
camino para mi espiritualidad personal: en lo bello me es posible experimentar a Dios.
Pero, al mismo tiempo, se me abre también un camino para mi predicación. Si despierto
en los demás el sentido de lo bello, estoy abriéndolos, en definitiva, a Dios. Pues en la
belleza del mundo, en la belleza de una persona y en la belleza de una obra de arte brilla
la belleza de Dios para nosotros. Quien se deja fascinar por la belleza, en último término
se está dejando fascinar por Dios. De este modo, la común contemplación de lo bello en
el mundo es un punto de arranque para mi predicación. Al llamar la atención de los
demás sobre lo bello, al entusiasmarlos con ello, estoy abriéndolos a Dios. Y a la
inversa: a quienes se sienten fascinados por lo bello puedo asegurarles que en esa
fascinación están percibiendo a Dios mismo, que están siendo impactados y
entusiasmados por el mismo Dios.

***

116
Belleza y espiritualidad moralizante: CARLO MARIA MARTINI
Uno de los pocos escritores sobre espiritualidad, que muestran sensibilidad por el tema
«belleza y espiritualidad» es Carlo Maria Martini, el anterior Cardenal de Milán, que
escribe:

«No se consigue nada con lamentar y denunciar todo lo malo y feo que hay en
nuestro mundo. Tampoco se ha logrado nada en nuestra época desencantada con
hablar de justicia, de deberes, de bien común, de programas de pastoral, de
exigencias del evangelio... Si queremos hablar de esto, hagámoslo con un corazón
lleno de amor apasionado. Tenemos que experimentar aquel amor que da
alegremente y con entusiasmo; tenemos que irradiar la belleza de lo que es
verdadero y recto en la vida; porque solo esa belleza puede conmover interiormente
a los humanos y orientarlos hacia Dios» [23] .

Martini es consciente de que una espiritualidad puramente ascética y moralizante ya


no atrae hoy a los seres humanos. Se requiere la belleza que los fascine. Esta belleza se
refiere a la belleza del mundo, para la cual tenemos que desarrollar una sensibilidad.
Pero se refiere también a la belleza del amor, a la belleza de una persona que se deja
guiar por el amor. Martini habla de la belleza del mensaje bíblico, de la belleza salvadora
que brilla del modo más visible en el amor manifestado en la cruz por nosotros, de la
belleza redentora que brilla para nosotros en la Pascua. Todo el mensaje de la fe cristiana
viene descrito en clave de belleza. Esa belleza se revela también en el monte Tabor:

«Quien vive la experiencia de la belleza que se mostró en el Tabor y se consumó en


el misterio de Pascua, en el misterio de la cruz y la resurrección, quien cree en la
proclamación de la palabra y se deja reconciliar con el Padre en la comunidad de la
Iglesia, ese descubre la belleza de la vida... de un modo en que nada ni nadie en el
mundo puede transmitirla» [24] .

Hay una espiritualidad que lo único que hace es exigir siempre. Nos desafía a
vencer al mal. Muy a menudo, esa espiritualidad tiene una excesiva fijación en el mal, en
el pecado y en la culpa. O, en otro orden de cosas, nos desafía a adoptar un compromiso
social. Pretende transformar el mundo. Este es, ciertamente, un aspecto de la
espiritualidad cristiana. Sin embargo, si el transformar se convierte con exceso en una
exigencia, la espiritualidad pierde muchas veces la sensibilidad para con lo que ya existe,

117
para con lo que encontramos en el mundo. Lo bello existe. Nos fascina y nos impulsa,
por sí mismo, a cuidar y cultivar este mundo, a salvaguardar y proteger lo bello y a
configurar el mundo en consonancia con la idea de Dios. Una espiritualidad que percibe
lo bello lleva a otra idea de Dios. Ya no se trata del dios-contable controlador, ni del
Dios juez y sancionador, sino del Dios que, por su misma esencia, es creatividad, que
siente pasión por crear lo bello. Dios aparece entonces como luz que nos ilumina y nos
irradia en la creación. Y Dios es el que colma nuestra más profunda pasión por gustar.
Dios es la verdadera belleza, al que nos es dado gustar con asombro y en adoración.
Una espiritualidad que pasa de largo ante la belleza del mundo, fácilmente se
convierte en una espiritualidad ascética o, en su caso, moralizante. Su punto de partida es
continuamente lo que el ser humano debería. En cambio, si nos volvemos a lo bello,
entonces no partimos de los déficits del ser humano. Al contrario, percibimos la plenitud
y la belleza de la vida tal como Dios nos la ha regalado. Es una espiritualidad receptiva.
Y es una espiritualidad del agradecimiento por lo que a diario recibimos. La persona
espiritual no es la que cierra los ojos y tiene los oídos vueltos únicamente hacia dentro.
Este es, desde luego, un aspecto de la espiritualidad. Pero exactamente igual de
importante es que abramos los ojos y contemplemos lo que Dios nos pone diariamente
ante la vista: la belleza del paisaje, el encanto de las flores, el poderío señorial de los
montes, el resplandor del sol, el canto de los pájaros, el jugueteo de los peces en el
agua...
La contemplación tiene relación con ver-mirar. Belleza es aquello que vemos. Se
precisa una espiritualidad vidente, que perciba cuanto de bello hay a nuestro alrededor y
cuanta belleza hay dentro de nosotros y de las personas con las que nos encontramos. Y
se requiere una espiritualidad que haga-ver y haga-oír la belleza. El hacer-oír acontece
en el canto, en la alabanza a Dios. El hacer-ver se verifica, ante todo, en la liturgia, pero
también en la configuración concreta de la vida, en la ordenación de la vivienda, en la
manera en que nos movemos. Cuando camina una persona espiritual, en su paso se
percibe algo de la belleza del caminar; en sus gestos, la belleza del cuerpo; en su rostro,
la belleza de la luz que procede de Dios y nos ilumina.
Una espiritualidad así, que pone la belleza en el centro, pierde todo lo duro, fúnebre
y tenebroso que frecuentemente ha caracterizado la espiritualidad cristiana de los últimos
siglos. Es una espiritualidad de la alegría, de la vitalidad, de la libertad. Una

118
espiritualidad que se regocija con las obras de Dios, con la belleza del cuerpo y de la
vida. Y exterioriza esa belleza en el canto y en el arte, pero también en la configuración
concreta del día a día. La belleza se muestra también en una vida bella, en una vida que
encierra en sí un ritmo bello y bueno.

Cuando entro en un monasterio, percibo en las formas externas, en el orden de las


habitaciones y de la iglesia, en los modales de la convivencia, en la forma de las comidas
comunitarias y en el modo y estilo como la comunidad celebra la liturgia, si en ese
monasterio se practica una espiritualidad de la belleza y de la gratitud o, por el contrario,
una espiritualidad de la negación o del prescindir de la realidad terrena. Cuando voy a
ayudar a una parroquia, en el aspecto de la sacristía y en el modo en que está preparado
el altar adivino si en ella predomina un sentido de la belleza o si, por el contrario, la
liturgia no es más que un deber que la comunidad cumple a regañadientes. Donde la
belleza ocupa el centro de la espiritualidad, allí se respira la alegría que dimana de ella.
Es una actitud de alegría y, al mismo tiempo, de agradecimiento por todo lo bello que
Dios ha ideado para nosotros en su creación y que nosotros percibimos en todo cuanto
existe y en todo cuanto nosotros creamos con nuestros actos litúrgicos, nuestros
movimientos y nuestros cánticos.
En todo caso, una espiritualidad de la belleza no significa que huya y me refugie en
un mundo bello y armónico. Más bien, de lo que se trata es de percibir la belleza en todo
cuanto existe: en el duelo, en el dolor, en las heridas, en el fracaso... La espiritualidad de
la belleza contempla todo el mundo tal como es. Tiene también sensibilidad para la
belleza estremecedora que podemos percibir en una tormenta. Y ella misma descubre
también una belleza en la ruptura y en el fracaso.
A mí me impactó la película Zorba el griego. Cuando se estropea el montacargas
que con tanto esfuerzo había construido, Zorba piensa que jamás había visto un ascensor
que se estropeara tan bellamente. Y como reacción baila el Sirtaki. En esa actitud se
pone de manifiesto algo de la espiritualidad de la belleza. No reprime nada, sino que ve
la vida tal como es, con toda su insondable maldad, con su enfermedad, con el morir y
fracasar y con la desesperanza. Pero en todo ello esa espiritualidad percibe también una
grandeza, una belleza interior.

119
La espiritualidad de la belleza no se limita a pura estética. Más bien, reconoce en
todo cuanto existe el reflejo de la gloria de Dios. Ve el esplendor de Dios incluso en los
extenuados ojos de un moribundo. Reconoce la luz de Dios que resplandece en medio de
la oscuridad. E incluso en una persona a la que, a primera vista, calificaríamos de
hundida y degradada ve todavía una belleza que podría transformarla.
Ver lo bello que hay en toda persona está en consonancia con la exigencia de
Benito de Nursia de ver a Cristo en todo ser humano. Hasta ahora, yo había interpretado
siempre esta palabra de san Benito en el sentido de que en todo ser humano tenemos que
ver siempre su fondo bueno. Pero desde que estoy centrado en el tema de la belleza, he
intentado mirar a las personas con ojos nuevos. Me he imaginado que en toda persona
hay algo bello, un resplandor que tiende a abrirse camino a través de las oscuridades y
deformidades.

En mis cursos, propongo a veces un ejercicio: se ponen los participantes –hombres y


mujeres– en dos filas, una frente a otra. Cada cual se fija en la persona que tiene enfrente
y trata de ver en ella a Cristo: el fondo bueno, el fondo divino. Debemos mirar sin
juzgar, con una mirada que simplemente deja-estar, deja-ser. Últimamente, completo la
introducción a este ejercicio invitando a los participantes a percibir lo bello que hay en
esa persona.
Todo ser humano es bello. Si percibo en él lo bello, entonces acontece lo que
Dostoyevski pensaba en su novela El idiota: que todos los humanos se hacen hermanos.
Cuando veo lo bello en cada persona, de una u otra manera esa persona se me hace
simpática. Veo en ella algo que me atrae. Porque lo bello es también siempre lo
atrayente, lo que agrada. Puedo incluso descubrir lo agradable y lo bello en quien, a
primera vista, da la impresión de ser desagradable y antipático. Y en ese momento me
voy a encontrar de otra manera con esa persona, que se convierte en mi hermano o mi
hermana.

***

120
La belleza en el interior del ser humano: EVAGRIO PÓNTICO
Sin embargo, antes de ver lo bello en el otro, tengo que empezar por verlo en mí mismo.
Algo de esta espiritualidad de la belleza reconozco en Evagrio Póntico y en los místicos
de la tradición cristiana. Evagrio observó cómo las pasiones tienen en un puño al ser
humano. La vía espiritual pasa por la lucha con las pasiones. Pero la meta es el espacio
interior del silencio que existe en el fondo del alma de toda persona. Este recinto del
silencio lo denomina Evagrio como el «lugar de Dios». Y habla de la luz interior. Bajo
todas las pasiones hay, pues, en todo ser humano, un espacio de belleza interior, un lugar
de la claritas, del esplendor, de la gloria. Evagrio llama a este lugar interior de la belleza
en el ser humano:

«“Visión de paz”, por la que uno percibe en sí aquella “paz” que es más alta que
toda inteligencia y que protege nuestros corazones» [25] .

Lo bello es también lo que nos eleva, lo grandioso, lo que nos fascina. Y lo bello
nos transmite una profunda paz interior. En lo bello llegamos interiormente al descanso.
Sin embargo, el camino hacia esa belleza interior, con la que debemos regocijarnos,
pasa por la propia verdad. Y la propia verdad no siempre es agradable. Ahí nos
encontramos con los abismos insondables de nuestra alma: la agresividad, los instintos
de venganza, la depresión, la desesperanza, la oscuridad interior, la maldad... Sin
embargo, «espiritualidad» no significa, luchar contra lo tenebroso, sino pasar a través de
ello hasta el fondo del alma, donde resplandece la belleza de Dios en la imagen singular
y única que Él se ha forjado de nosotros. Y de esa imagen única que somos cada uno de
nosotros puede afirmarse aquello que dijo Dios en el sexto día de la creación: «era muy
bueno; era muy bello» [26] .
Evagrio Póntico nos invita, pues, a mirar, a través de todo lo caótico y lóbrego, a la
luz interior, a la claridad y la belleza interiores. También en mí está esa bella imagen
que, innegablemente, muchas veces se encuentra deformada por mis facetas oscuras,
pero que en el fondo de mi alma reluce en toda su belleza original. «Espiritualidad»
significa, recorrer el camino hacia dentro y percibir agradecidamente esa belleza interior
que Dios me ha regalado también a mí.

121
Lo que Evagrio describe como lugar interior de Dios y visión de la paz, lo
expresaron los místicos con muchas imágenes. El Maestro Eckhart habla de la scintilla
animae, la chispa del alma; Taulero, del fondo del alma; Catalina de Siena, de la celda
interior; y Teresa de Jesús, de la morada más íntima del castillo del alma. También el
castillo del alma –con sus muchas moradas, en la más íntima de las cuales habita Cristo,
lleva la marca de la belleza. Y los místicos hablan una y otra vez de la luz interior, del
fulgor de Dios, de la belleza de Dios, que resplandece en el fondo de mi alma. Los
místicos, como personas contemplativas que eran, tenían un sexto sentido para la belleza
de Dios en la naturaleza, pero también en su alma. Ellos hablan de luz e iluminación.
Juan de la Cruz experimenta a Dios en su corazón como llama de amor que tiernamente
le hiere. Precisamente Juan de la Cruz tenía un sentido maravilloso para percibir la
belleza de la Creación y del alma humana.

***

122
La belleza como la patria del corazón: JOHN O’DONOHUE
A mi entender, el teólogo y escritor irlandés John O’Donohue desarrolla en un lenguaje
moderno lo que Evagrio expuso 1.600 años atrás. O’Donohue nació en 1955 en una
pequeña aldea de Irlanda, se hizo sacerdote católico y se doctoró en 1990 en Tubinga,
con una tesis sobre Hegel. Abandonó el sacerdocio y se convirtió en un autor cultivador
de la espiritualidad celta, que desembocó en la espiritualidad cristiana de Irlanda. En
2008 murió repentinamente durante unas vacaciones en Francia. O’Donohue habla de la
belleza que nos visita:

«Es como si estuviéramos en el destierro y la patria viniera por un momento a


visitarnos» [27] .

Y opina que...

«... la belleza es la patria del corazón. Cuando puede hacer un alto en la belleza, el
corazón está como en casa. El corazón humano es la obra maestra del primero de
todos los Artistas. Dios creó el corazón para la afinidad eterna con la belleza» [28] .

El autor irlandés cita a Tomás de Aquino, quien reconocía que...

«... la belleza reposa en el núcleo de la realidad» [29] .

La belleza que hay en nuestro corazón nos preserva de que las diversas penurias y
las diferentes apetencias de nuestro corazón nos desgarren interiormente y...

«... abran en nosotros un caos inaguantable. Con la presencia de lo bello despierta la


pasión por el bien; la belleza colma al ser con su fulgor» [30] .

Estos pensamientos del poeta irlandés me han fascinado, a la vez que me han
incitado a seguir reflexionando sobre ellos. Nuestro corazón ansía un lugar en el que
pueda encontrar su hogar. Hasta ahora, yo siempre he dicho: como en su casa, solo
puede uno encontrarse allí donde habita el misterio. Así ha sido siempre, y sigue
siéndolo, para mí. Pero ¿qué es el misterio? ¿Dónde me encuentro como en mi casa?
Únicamente allí donde el misterio de Dios sintoniza con el misterio de mi propia alma.
Pero el misterio de Dios siempre es también un misterio de belleza. Allí donde percibo
algo bello, atisbo algo de la belleza-fuente, Dios; del misterio de la Belleza, sin más. Y

123
entonces me siento como en casa. Me siento envuelto en el misterio de la belleza. Ahora
bien, la belleza no está solamente en Dios, sino también en mi corazón. Nuestro corazón
conoce la radical pasión por la belleza.

«Cuando tomamos conciencia de la belleza, que es Dios, nos arrebata


irresistiblemente un sentimiento de que volvemos a casa, al hogar» [31] .

Lo bello es para O’Donohue un lugar de refugio para el alma. Lo bello lo


percibimos primero en la naturaleza. La belleza de la naturaleza nos regala el
sentimiento de pertenencia. Nuestra alma se sabe afín a la belleza que la rodea en la
naturaleza. De este modo, en la belleza se siente amparada y como siendo miembro y
parte de la misma. Ahora bien, la belleza de la naturaleza nos remite a la belleza de
nuestra propia alma, de nuestro propio corazón. Dentro de nosotros reside el lugar de la
belleza y de la pertenencia:

«Si tenemos dentro de nosotros el lugar de nuestra pertenencia, estamos centrados y


libres. Ni la tormenta más furiosa de sufrimiento o de desconcierto va a
convertirnos en apátridas. Aun cuando nos encontremos en el torbellino del
desasosiego, hay un lugar dentro de nosotros que nos proporcionará un apoyo
inconmovible» [32] .

Despertar el sentido de lo bello no es, por tanto, algo puramente estético.


Precisamente en las turbulencias de nuestra vida, que tienden a embrollarnos desde fuera
o desde dentro, necesitamos el lugar de la belleza dentro de nuestro corazón para estar
allí protegidos y sabernos con una pertenencia. Entonces, las amenazas exteriores ya no
tienen tal poder sobre nosotros. En medio de la presión a que nos somete el trabajo, ya
no nos sentimos aplastados. En todas las situaciones podemos buscar refugio en el
propio corazón y percibir allí el ansia profunda de lo bello. Blaise Pascal nos dio un
sabio consejo:

«En tiempos difíciles, ten siempre algo bello en tu corazón».

Precisamente cuando no nos va tan bien, deberíamos velar cuidadosamente por


nosotros mismos. Y un cuidado importante consiste en mantener algo bello en nuestro
corazón, en acordarnos de lo bello que hemos visto, en experimentar en nosotros la
nostalgia de lo bello y en percibir la belleza de nuestra propia alma, que, a pesar de toda

124
la culpa que haya podido cargar sobre sí, siempre conserva en lo más íntimo algo de la
belleza radical, originaria.

Evagrio Póntico describe, como fin y meta del itinerario espiritual, la «apatheia», la
imperturbabilidad, el vernos libres del zarandeo de las pasiones. Si las pasiones ya no
nos arrastran más, somos capaces de vivir plenamente en el instante presente. Esta es la
condición para la oración contemplativa: estoy totalmente en el momento presente,
envuelto en la presencia de Dios. Y estoy presente en mi interior, en el fondo de mi
alma. Esa presencia, que es la meta del itinerario espiritual, es la condición para percibir
lo bello. Al mismo tiempo, sin embargo, esa misma presencia es efecto de la belleza.
O’Donohue escribe:

«En el núcleo de la espiritualidad está vigilar por la verdadera presencia. Esa


presencia no se puede construir o forzar. Cuando realmente estamos presentes,
estamos-ahí tal como somos: la auto-imagen y el envanecimiento ya juegan ningún
papel más. La auténtica presencia se realiza con toda naturalidad» [33] .

Para el poeta irlandés, la presencia se realiza cuando nos dejamos encontrar por
Dios en lo bello. O’Donohue cree que Dios ha equipado a todo hombre con la fuerza
luminosa de la belleza divina:

«En toda persona anida una profunda belleza» [34] .


«Lo bello que percibimos en la naturaleza, en el rostro humano y en el arte, y lo que
nos construimos imaginativamente dentro de nosotros, nos pone en contacto con lo
bello que hay en nuestra alma. Y así, nos percibimos de manera distinta de cuando
estamos siempre dándole vueltas a nuestra culpa. La belleza nos convoca a la
perfecta elegancia del alma. Nos recuerda que somos herencia de la elegancia y la
dignidad del espíritu y nos anima a tomar conciencia de lo divino que habita en
nuestro interior» [35] .

Esto nos preserva de rebajarnos y condenarnos a nosotros mismos. En lo bello que


anida en nuestra alma está presente Dios, que...

«... impregna nuestra alma y transforma toda pequeñez, limitación y ruptura» [36] .

La condición para percibir lo bello alrededor y dentro de nosotros es la actitud


contemplativa. En la oración llegamos al recinto interior de la paz, en el que Dios habita
dentro de nosotros. El camino hacia ese recinto interior de la paz y la belleza pasa por

125
nuestra «fragilidad, pequeñez y tiniebla». Sin embargo, no quedamos encallados en
nuestra fragilidad, en nuestras heridas y lesiones.

«La persona contemplativa ha penetrado en aquel santuario del alma en el que


habita el amor» [37] .

La meta de la oración contemplativa es llegar a reposar en ese recinto de amor y de


belleza. Pero ese descanso no es un bastarse-a-sí-mismo. Más bien, nos da fuerzas para
impregnar este mundo de la bondad de Jesucristo: bondad que, en su belleza, nos fascina
y nos transforma.
Para el escritor irlandés, lo bello es lo que conservamos en nuestro corazón y en lo
que nuestro corazón encuentra su patria y hogar, un baluarte contra las cuitas y
preocupaciones que bien querrían aposentarse en nosotros:

«Cuando dejamos fuera de combate nuestras defensas naturales, no hay nada que
pueda impedir a nuestras preocupaciones penetrar en nosotros e instalarse en
diversos ángulos y recovecos de nuestro espíritu. Y cuanto más tiempo las dejamos
habitar allí, tanto más difícil se nos hará, al final, expulsarlas» [38] .

Miramos a una persona para ver si se deja dominar por los cuidados y
preocupaciones. Si es así, en su rostro se refleja a menudo el descontento. No nos gusta
mirarle a la cara. Algo nos repele. Todo lo contrario, sin embargo, ocurre con una
persona que, pese a todas las preocupaciones y situaciones de sufrimiento, ha conservado
lo bello en su corazón.

«Es hermoso encontrarse con una persona mayor cuyo rostro rugoso atestigua
pruebas, preocupaciones y cuidados pasados, mirarle a los ojos y ver en ellos una
luz tierna. Esa luz es inocente, pero no por inexperiencia, sino por una fe llena de
confianza en lo bueno, verdadero y bello. Una mirada así, salida de un rostro
avejentado, es como una bendición. Cuando nos toca, nos sentimos bien y
sanos» [39] .

La belleza es la patria, el hogar del corazón, porque Dios ha impreso en nuestro


corazón la facultad de reconocer lo bello. Y la belleza es nuestro hogar interior, porque
Dios mismo nos ha conformado bellos. Nos ha regalado un cuerpo bello y un alma bella.
Al reconocer y admirar la belleza, al detenernos un rato junto a una bella flor, al pasear a
través de un hermoso paisaje, al contemplar una hermosa obra de arte, nos ponemos en
contacto con la belleza de nuestra alma. Por eso, junto a lo bello, nos sentimos como en

126
casa. Entramos dentro de nosotros mismos, en nuestro propio ser. Y la meditación de lo
bello nos transforma, nos hace a nosotros mismos bellos, tal como O’Donohue lo
observaba en personas mayores que, a pesar de todos los inconvenientes de la edad, han
conservado el sentido de lo bello.
De este modo se comprueba también aquí la sentencia de Dostoyevski: «la belleza
salvará al mundo». La belleza sana nuestra alma desgarrada. Y la belleza que entonces
irradie de nosotros tiene un efecto saludable sobre las personas. Depende de nosotros –
sin esquivar las amenazas de nuestra vida, sin negar lo malo que también existe en el
mundo– optar una y otra vez por lo bello, tomarnos tiempo para contemplar lo bello que
hay en este mundo, oírlo, verlo, gustarlo, palparlo... De este modo, en lo bello puede
tocarnos Dios mismo, quien para Plotino es el hontanar de lo bello, lo bello-fuente. La
belleza siempre tiene algo que ver con Dios.
Esto es lo que reconoció el dramaturgo francés Jean Anouilh cuando escribía:

«La belleza es uno de esos raros milagros que acallan nuestras dudas sobre
Dios» [40] .

Lo bello puede ser precisamente hoy, cuando son muchos los que padecen la lejanía
de Dios, una puerta de acceso a Dios, el lugar en el que esas personas reconocen otra vez
la huella de Dios en este mundo y en su corazón.

1 . D. SÖLLE, 235.
2 . Ibid., 235.
3 . Ibidem.
4 . Ibid., 236.
5 . Ibid., 237.
6 . Ibid., 238.
7 . Ibid., 236.
8 . Ibid., 236.
9 . S. WEIL, 143.
10 . Ibid., 140.
11 . Ibid., 143.
12 . Ibid., 34.
13 . Ibid., 143.
14 . Ibid., 131.

127
15 . Ibid., 136.
16 . Ibid., 137.
17 . Ibidem.
18 . Ibid., 139.
19 . Ibid., 139.
20 . Ibid., 143s.
21 . O. BETZ, 33.
22 . Ibid., 34.
23 . C. M. MARTINI, 13.
24 . Ibid., 58.
25 . EVAGRIO PÓNTICO, Carta 39.
26 . Gn 1,31.
27 . J. O’DONOHUE, Schönheit, 272.
28 . Ibid., 273s.
29 . Ibid., 277.
30 . Ibidem.
31 . Ibid., 280.
32 . J. O’DONOHUE, Landschaft der Seele, 61.
33 . J. O’DONOHUE, Schönheit, 282.
34 . J. O’DONOHUE, Anam Cara, 121.
35 . J. O’DONOHUE, Schönheit, 296.
36 . Ibidem.
37 . Ibid., 302.
38 . J. O’DONOHUE, Anam Cara, 206.
39 . Ibidem.
40 . R. GESTRICH, 47.

128
Ir al índice

129
13. Siete actitudes de
una espiritualidad de la belleza

130
Mirar
Para el poeta ruso Dostoyevski, la belleza tiene relación con la sexta bienaventuranza:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» [1] .

No voy a reconocer lo bello si miro a las personas, a la naturaleza y al arte con ojos
codiciosos. Se precisan unos ojos limpios que permitan a la naturaleza ser como es, que
dejen a las personas ser lo que son. Nuestros ojos juzgan frecuentemente todo lo que
vemos. Juzgamos a las personas en función de cualquier tipo de ideal externo de belleza.
Es necesario un corazón limpio que contemple al otro sin pretender nada de él, sin
pasarle factura, sin evaluarlo. Que lo deje, simplemente, ser tal como es. Entonces
reconoceré en él la belleza. También podría decirse: son los ojos de fe los que ven lo
bello en la persona y se extasían ante lo bello en la naturaleza.
Quien mira al otro a través del cristal de sus proyecciones no logrará reconocer en
él lo bello. Quien percibe la naturaleza con los anteojos del beneficio pasa ante su
belleza sin enterarse. Únicamente ve utilidad en todo. Para Dostoyevski, este es un rasgo
esencial del corazón limpio: renunciar a toda utilidad o ventaja, dejar a las cosas ser
como son con corazón limpio. La espiritualidad de la belleza nos invita a la escuela de la
contemplación. Tenemos que aprender de nuevo a mirar sin segundas intenciones, a
meditar y admirar, en vez de referirlo todo a la propia utilidad. Es un mirar en el que nos
olvidamos de nosotros mismos. Y al olvidarnos de nosotros mismos, somos totalmente
nosotros mismos, estamos totalmente en el instante presente.

131
Gustar
La espiritualidad de la belleza es una espiritualidad del «saboreo». Saborear se refiere
tanto al ver como al oír y al gustar. La mística femenina de la Edad Media era una
mística del gustar. Las mujeres, en los conventos y en las comunidades laicas de las
Beguinas, gustaron y saborearon en la Eucaristía la dulzura de Jesús.
La belleza busca también ser gustada. Pero aquí el gusto pasa, sobre todo, por el ver
y el oír. Al gustar, decimos: sabe bien, sabe formidable. Al ver y oír, decimos: la
naturaleza es bella, la música es bella. Pero, en último término, lo que aquí se quiere
decir es lo mismo. Lo que gustamos, oímos y miramos es hermoso. Nos encanta, nos
transforma.

En el cristianismo, el gusto estuvo mal visto durante mucho tiempo. Los Padres de la
Iglesia repudiaron y ridiculizaron al filósofo griego Epicuro, que había desarrollado una
filosofía del gusto. En su afán por la ascesis, evidentemente reconocieron en él las
propias zonas oscuras y lo combatieron.
Solo Clemente de Alejandría juzgó positivamente el placer. Él era griego y entendió
la ascesis como iniciación en la libertad interior. Y de esta ascesis forma parte también la
práctica del gustar verdadero. Porque gustar solo puede hacerlo quien es capaz también
de renunciar. La capacidad de gustar depende de que yo establezca fronteras, de que no
acepte en mí algo desmedido, sino que me detenga en una mirada, en un sorbo de vino,
en ese sonido que ahora penetra en mí... Muchas veces la ascesis cristiana estuvo
marcada por una negación de la vida.

Jesús está a favor de esta espiritualidad del gusto. Sin embargo, en su vida experimenta
dolorosamente que su espiritualidad no es comprendida. La gente no se avino con ella,
como tampoco lo había hecho con la espiritualidad de Juan el Bautista:

«Vino Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y dicen: “Está
endemoniado”. Vino este Hombre, que come y bebe, y decís: “Mirad qué comilón y

132
bebedor, amigo de recaudadores y pecadores”. Pero la sabiduría se acredita por sus
discípulos» [2] .

Jesús bebe, lleno de gratitud, el vino que Dios ha regalado a los hombres. Y de ese
modo, a los pecadores y recaudadores que gozan con estos dones de Dios y los saborean,
les muestra un camino de conversión: el camino de recibir de Dios con reconocimiento
esos buenos dones. Gustar es para Jesús el camino hacia Dios, el camino que conduce
hasta dentro del amor de Dios. Los fariseos que rechazan tanto a Juan como a Jesús, con
su espiritualidad ellos mismos se cierran el paso a la vida. La espiritualidad de Jesús –la
espiritualidad del gusto– abre también a Dios a la persona menos piadosa y le permite
barruntar el misterio de Dios. La mística comprendió esto, al poner la «fruitio Dei», el
disfrute de Dios, como nuestro destino eterno en el cielo. Dios es, por su esencia, el que
satisface nuestra pasión por el verdadero goce.

133
Recibir con agradecimiento
La espiritualidad de la belleza acentúa, por encima de toda actividad humana, la
capacidad de recibir que tienen los humanos. La belleza nos viene dada de antemano.
Está-ahí ya antes de que nosotros hagamos algo. Nuestra tarea es recibir agradecidos lo
que Dios nos ha regalado en la belleza. Debemos recibir la belleza como a un huésped
que nos visita.
Etimológicamente, recibir («empfangen») no es nada pasivo, sino que apunta a una
acogida activa de algo que me sale al paso. Pero, por otra parte, recibir se entiende
también como la aceptación pasiva de un favor que se nos hace. Y hablamos de recibir
en el sentido de «concebir», quedar embarazada una persona [3] .
Estos tres significados afirman algo sobre la espiritualidad de la belleza. Recibimos
activamente dentro de nosotros, acogemos en el interior de la casa de nuestra alma lo que
nos sale al encuentro en la belleza del ser, en la belleza de la naturaleza o del arte.
Acogemos en la belleza los beneficios de Dios. Abrimos nuestras manos para poder
acoger la belleza. Y acogiendo en nosotros la belleza, la concebimos: la belleza
transforma nuestro cuerpo y nuestra alma. Algo nuevo germina en nosotros. Nos
volvemos fecundos.

Con este triple sentido del recibir tiene relación también el agradecimiento. Danken
(agradecer) proviene de denken (pensar). Cuando pensamos bien, cuando reflexionamos
atinadamente sobre el mundo, nos sentimos agradecidos por la belleza que encontramos
en todas las cosas. Lo bello nos es dado recibirlo a diario. Constantemente estamos
viendo con los ojos lo bello que anida oculto en todo. Oímos bellas palabras y bella
música. Nos sentimos agradecidos por todo lo bello con lo que nos topamos y que se nos
regala diariamente. El agradecimiento es una actitud esencial de la espiritualidad
cristiana. El punto culminante de la liturgia cristiana es la Eucaristía, la acción de gracias
por las hermosas obras de Dios, por lo bello y bueno, por la obra oportuna y
santificadora de Dios en Cristo Jesús.

134
Dejarse sanar por la belleza
La percepción de lo bello es saludable para el ser humano. Por eso, la espiritualidad de la
belleza está en consonancia con mi aspiración a una espiritualidad terapéutica. Pero
contemplar lo bello es un camino de curación distinto del de mirar mis problemas y
procesarlos. No paso por alto las heridas de la historia de mi vida, sino que las tengo
presentes. Pero paso, a través de ellas, hacia el fondo de mi alma, donde no solo me
encuentro con el silencio y el misterio, sino también con la belleza de mi alma y la
belleza de Dios, que se refleja en la luz interior, de la que escribe Evagrio Póntico.
Para Evagrio, la meta del itinerario espiritual es percibir en sí esa luz interior. En
último término, es un percibir la belleza interior. Y esto, dice Evagrio, es saludable para
el ser humano. Porque, según él, el ser humano se cura no solo mediante el manejo de
sus pasiones –esto es para él la vía ascética–, sino mediante la contemplación, que
consistiría en ver la belleza en torno a nosotros y dentro mismo de nosotros.

«El conocimiento contemplativo es el alimento del alma, porque solo ese


conocimiento nos une con las fuerzas sagradas» [4] .

La contemplación de lo bello lleva, pues, según Evagrio, a la salud del alma. Lo


bello crea un hombre sano. O, como dice Dostoyevski, «la belleza salvará al mundo,
saneará el mundo». La tradición presenta siempre al demonio y al mal como odiosos.
Los demonios tienen figuras grotescas. El bien es siempre bello. Y al acoger dentro de
nosotros lo bello, nuestra alma contacta con su esencia interior, con su belleza interna. Y
esa belleza es siempre sanante.

En los últimos años, la psicología ha redescubierto la fuerza curativa de lo bello. En ella


se valora el organizar bellamente los espacios de la terapia. Se invita a los clientes a oír
música bella. Se les incita a organizar ellos mismos algo bello. Al crear algo bello del
material que se pone a su disposición –una piedra, un tema musical, un trozo de madera,
una hoja de papel y lápices para pintar–, transforman lo que en sí mismo es duro, rugoso,
caótico, enfermizo... en algo bello. Esto tiene efectos curativos sobre lo enfermizo que
hay en su alma.

135
Los mismos efectos curativos se producen sobre nosotros cuando nos volvemos a lo
bello que nos sale al encuentro desde fuera, lo recibimos abiertamente, lo acogemos y,
por así decirlo, nos sentimos «fecundados» por ello. Lo bello, para santo Tomás, es lo
que está ordenado y es armonioso. Acoger en sí lo bello pone al alma en orden y produce
en ella armonía consigo misma. Y en esto consiste la esencia de la salud.

Una y otra vez me encuentro con personas que me cuentan cómo, de vez en cuando, se
permiten algo bello: se dan una vuelta por una ciudad, por sus iglesias y museos, y tienen
la impresión de que eso le hace bien a su espíritu. Se sienten interiormente renovados.
Algo saludable sale de la belleza de los edificios y de las imágenes.
Un compañero mío de monasterio disfruta con los jardines bellos. Cuando pasea
por un jardín bien cuidado, algo verdea en su espíritu. El alma se purifica y se vuelve
transparente. Muchos creen que esto es pura estética. Pero cuando mi alma abre de par
en par las puertas a la belleza, ahí está la espiritualidad. Porque entonces me toca y me
purifica y me sana Dios mismo, como la belleza fontal en todo lo bello.

136
Descubrir la propia belleza
Lo bello que percibimos en la creación y en el arte es un espejo para la propia alma. En
la belleza que nos adviene de fuera reconocemos también nuestra propia belleza. Nos
sentimos fascinados por una bella imagen de la Virgen porque en ella descubrimos la
huella de la belleza divina, al mismo tiempo que nuestra propia belleza.
De ahí que la belleza tenga que ver con la fe y la esperanza. Miro al mundo con
ojos de fe para ver en todo lo bello la belleza-fuente, lo divino. Y miro con ojos de
esperanza todo lo bello que me sale al encuentro. Los ojos de la fe me transmiten la
confianza en que lo bello también reside en mí.
Según Pablo, es cuestión de esperanza: esperar lo que no vemos (Rom 8,25).
Muchas veces no vemos en nosotros lo bello, porque nuestros ojos están cegados, porque
estamos bloqueados por lo que nos desagrada. Sin embargo, para Pablo es esencial en
nuestra experiencia de fe poder «estar orgullosos esperando la gloria de Dios» (Rom
5,2). La traducción latina ha referido la gloria de Dios a nosotros mismos. Habla de la
esperanza en la gloria de los hijos e hijas de Dios: «spes gloriae filiorum Dei» (la
esperanza de la gloria de los hijos de Dios).

¿Qué acontece en mí cuando contemplo una bella imagen de la Virgen o la belleza de un


paisaje? Siento alegría por la belleza que tengo ante mí. Pero, además, me siento de otra
manera. Mi corazón se ensancha. Me siento bien y me siento bello. Solo lo que está en
nosotros nos fascina. La fascinación por lo bello me remite a lo bello en mí. Y es bueno
que, de lo bello que me viene de fuera, dirija la mirada hacia dentro de mí y descubra
todo lo bello que me fascina de esa manera.
En mí hay algo de la belleza de María, de su amabilidad (lo bello, para Anselmo de
Canterbury, es «amabilis», amable), del equilibrio y la armonía de su figura. En mí hay
algo del maravilloso paisaje que contemplo. Cuando sueño con un hermoso paisaje, eso
es siempre una imagen del paisaje de mi propia alma. En mí está esa maravillosa luz que
me ciega en una puesta de sol. Me abismo totalmente en la contemplación de la puesta
de sol porque en ese instante me percibo a mí mismo como maravilloso.

137
No tengo que analizar lo bello que hay en mí. Me siento bello cuando contemplo
algo bello. Soy bello. Y esto lo saboreo al contemplar lo bello

138
Contemplación y unificación con lo bello
«Contemplación» quiere decir «meditación y visión». Los griegos hablan de «theoría», y
con este término indican la pura visión. No es un ver con juicio y valoración. En este
mirar se trata más bien de hacerse-uno con lo mirado. La vista era para los griegos el
principal de los sentidos. Theos (Dios) se deriva de thestai (ser contemplado, ser visto).
En la visión de la belleza veo a Dios mismo. Y al hacerme-uno con Dios en la visión, me
hago-uno también con la belleza de Dios. No solo reconozco la propia belleza. Más bien,
me hago-uno con lo bello que hay en torno a mí.
La mística griega fue siempre una mística de la visión. En el ver, me hago-uno con
lo visto. Por eso, la mística griega fue también siempre mística-de-unidad, una mística de
la unificación. El llegar-a-ser-uno acontece sobre todo a través del ver.
La contemplación, entendida como visión de Dios, tiene para Evagrio Póntico dos
escalones. El primer escalón es la «theoría physiké», la contemplación de la naturaleza.
En la creación ve la esencia de todas las cosas, el principio originario divino. En la
belleza de la Creación reconoce lo bello-radical de Dios. El segundo escalón es la
contemplación del Dios Trinitario. En ese escalón, la persona que se ha vaciado de sus
pasiones y de sus propios pensamientos se-hace-una con Dios, que está más allá de todos
los pensamientos.
Quien en la contemplación se-hace-uno con Dios puede ver a Dios no como algo
especial, sino que ve a Dios en todo. Y lo ve en sí mismo. Porque la contemplación va
unida a la visión de una luz interior. Dios brilla como en un espejo, pues, en el alma
humana. En el tiempo de la oración, dice Evagrio, se le aparece a la persona...

«...su propio estado... como un zafiro,


o al modo y color del cielo» 5 .

La contemplación, en cuanto hacerse-uno con Dios, significa para los griegos


«mística»: hacerse-uno con la luz y convertirse uno mismo en luz; hacerse-uno con lo
bello y convertirse uno mismo en bello; hacerse-uno con el amor y convertirse uno
mismo en amor.

139
Configurar bellamente el mundo y la vida
Pero hay todavía otro aspecto que me ha venido a la mente al reflexionar sobre lo bello.
No se trata solamente de percibir lo bello, sino también de crear lo bello. Dios nos ha
otorgado gratuitamente la participación en su poder creador. Por eso, es tarea nuestra
configurar bellamente este mundo y hacernos bella la vida a nosotros mismos. También
podemos hacer más bella la vida a otras personas, conformando bellos espacios,
celebrando hermosas fiestas, pintando un bello cuadro, ejecutando una música hermosa.
Es responsabilidad nuestra con-formar este mundo en el sentido de Dios y no esconder
con nuestras obras la hermosura que Dios ha puesto en el mundo, sino darle valor.

Una educadora me contaba que, siendo niña, siempre estaba jugando con muñecas. Para
ella era importante que las muñecas estuvieran bien vestidas. El sueño de su vida era
transmitir belleza, configurar y crear algo bello. Ordenaba hermosamente el recinto en el
que los niños se reunían por la mañana. Organizaba bellamente el grupo y hacía que los
niños percibieran lo bello. Cantaba con ellos bonitas canciones. Hacía bello bricolaje.
Los niños estaban con esta cuidadora mucho más tranquilos que con otros, de los que
estaban continuamente echando pestes: ¡a ver si les dejaban de una vez en paz! Al
dejarse impactar por lo bello y sentir gusto por hacer cosas bonitas, los niños tomaban
conciencia de la belleza que había en sus corazones. Tomaban conciencia de sí mismos.
Llegaban «a casa».

Por eso, para mí, la espiritualidad consiste también en crear algo bello. Para mí es
también importante escribir sobre lo bello en un bello lenguaje. Otros construyen
bellamente su vivienda o su jardín. Otros aderezan bellamente cada día la mesa y así
gustan el sabor de la comida. O crean un bonito ambiente a los huéspedes y, de ese
modo, les proporcionan un poco de hogar. Crear y configurar lo bello en torno a uno
mismo no es cuestión de estética, sino de espiritualidad. En último término, es tarea
sacerdotal que nosotros, como sacerdotes o sacerdotisas, no solo preservemos lo sagrado

140
y lo bello, sino que también lo representemos, que hagamos más bello este mundo,
difundiendo belleza allí donde nos encontremos.
Un sacerdote que tiene su vivienda tan desordenada que apenas si puede subir la
escalera, no puede celebrar una liturgia bella. Y no va tener sentido, olfato, para reunir al
consejo parroquial en un lugar bien dispuesto. Cuando la secretaria ordena
agradablemente el despacho del jefe, se trata siempre de un acto espiritual: está creando
una atmósfera agradable, contribuyendo con ello de forma importante a un buen trabajo.

Nuestra dignidad de seres humanos consiste en participar del poder creador de Dios. Por
eso, la espiritualidad consiste también en que nos volquemos agradecidamente sobre las
aptitudes creadoras que poseemos. En nosotros hay una fuente de creatividad; en
nosotros hay una fuente de belleza. Y es tarea nuestra hacer que esa fuente de belleza y
de creatividad mane, para bendición nuestra y de todos los hombres y mujeres, a fin de
que, por medio de nosotros, surja lo bello que cura a los humanos. De esta manera,
nosotros mismos podemos contribuir a que «la belleza salve al mundo».

1 . Mt 5,8.
2 . Lc 7,33-35.
3 . El lector familiarizado con el alemán verá enseguida que este tercer significado no encaja bien en el
castellano. En alemán, en cambio, resulta claro, por cuanto «empfangen» se puede traducir tanto por «recibir»
como por «concebir». Y esta palabra sí puede referirse al acto de la generación al que alude el autor para
caracterizar el carácter activo-pasivo del recibir (N. del T.)
4 . EVAGRIO PÓNTICO, Praktikos, 56.
5 . EVAGRIO PÓNTICO, Carta 39.

141
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142
Conclusión

A la hora de escribir este libro, partí de la idea del poeta ruso Dostoyevski: «la belleza
salvará al mundo». A lo largo de su redacción, me he topado una y otra vez en nuestra
biblioteca con nuevos libros que tratan del misterio de lo bello. La lectura y la reflexión
sobre los pensamientos que en ellos he encontrado me han transformado a mí y han
transformado mi espiritualidad.
Mi espiritualidad fue siempre una espiritualidad terapéutica. Siempre me he
preguntado cómo podríamos realizar concretamente el encargo de curar que Jesús dio a
sus discípulos; cómo podríamos expulsar demonios, liberar a las personas de espíritus
turbios, de imágenes falsas de sí mismas y de Dios, de ilusiones acerca de sí mismas y de
su vida, y cómo podríamos experimentar hoy la fuerza curativa de Jesús. En este
cometido, la Liturgia era ya para mí un lugar importante en el que nos encontramos con
las palabras que sanan y la mano que cura de Jesús. Y la tradición espiritual de la ascesis
y la mística cristianas –comenzando por los monjes primitivos, siguiendo por los Padres
de la Iglesia, hasta llegar a los místicos Maestro Eckhart y Teresa de Jesús– han dejado
en mí su impronta.
La reflexión sobre lo bello no ha desvirtuado esta espiritualidad. Pero me ha abierto
nuevos aspectos de la espiritualidad cristiana que hasta ahora no había percibido todavía
tan conscientemente. He redescubierto la fuerza curativa de lo bello.
Por eso, confío y espero que los lectores y lectoras se han de sentir estimulados por
las ideas de este libro –las cuales, obviamente, recogen la rica tradición cristiana– para
desarrollar un nuevo sentido por lo bello en la naturaleza, en el arte, en la liturgia, y para
descubrir lo bello en su propio corazón, el cual encuentra en la belleza su patria, su
hogar. Ojalá que la lectura sobre lo bello sea saludable para los lectores y lectoras,
apacigüe sus turbulencias interiores y ponga orden en el caos dentro de su propio
corazón, creando de ese modo belleza en el corazón. Deseo a todos los lectores y lectoras

143
que adquieran gusto en hacerse la vida más bella para sí mismos y para otros, concederse
a sí mismos belleza y hacer que este mundo sea más bello.
Nuestro ser es siempre y al mismo tiempo verdadero, bueno y bello. Sobre la
verdad y la bondad del ser, sobre el Dios que me lleva a la verdad, sobre el buen Dios
que nos cura con su amor y cuyo amor se ha manifestado en Jesucristo, he escrito muy a
menudo. En este libro se trataba de la tercera dimensión del ser: el ser es también y
siempre bello. Dios es la belleza-fuente que nos fascina, que irradia en todo lo bello que
percibimos en este mundo y que brilla en nuestra alma bella.
Así pues, les deseo que se dejen fascinar por lo bello –por la música bella, por un
paisaje bello, por el arte bello y por la liturgia bella y el bello lenguaje– y, de ese modo,
penetren cada vez más a fondo en el misterio de la belleza divina y en el misterio de su
propia bella alma.

144
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145
Bibliografía citada
y referencias para seguir leyendo

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Göttingen 1993.
OTTO ZSOK, Musik und Transzendenz, St. Ottilien 1998.

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misericordia.
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su luz; de este modo podrás conocerte y
aceptarte mejor, y dejarte sanar por las
palabras curativas de la Biblia».

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150
Índice
Portada 2
Créditos 3
Índice 5
Introducción 7
1. Lo bello en Dostoyevski 13
2. Entre el ser y el percibir: ¿Platón o Kant? 23
3. La belleza de Jesucristo en el Evangelio de Lucas 34
4. La paradójica belleza de la Cruz en el Evangelio de Juan 41
5. La belleza de la Creación 50
6. La belleza del lenguaje 58
El bello lenguaje de Friedrich Hölderlin 60
La sensibilidad lingüística de Peter Handke 63
Lenguaje literario y lenguaje homilético 65
7. La belleza de la música 67
8. La belleza del arte representativo 74
La belleza en la arquitectura 76
La fuerza transformadora de imágenes bellas 79
Estilos de belleza 83
9. La belleza de la liturgia 87
10. La belleza del cuerpo 95
11. La vida es bella 101
12. En camino hacia una espiritualidad de la belleza 106
Estética y espiritualidad: Dorothee Sölle 109
La belleza como la tierna sonrisa de Jesús: Simone Weil 112
Belleza y espiritualidad moralizante: Carlo Maria Martini 117
La belleza en el interior del ser humano: Evagrio Póntico 121
La belleza como la patria del corazón: John O’Donohue 123
13. Siete actitudes de una espiritualidad de la belleza 129
Mirar 131
Gustar 132
Recibir con agradecimiento 134

151
Dejarse sanar por la belleza 135
Descubrir la propia belleza 137
Contemplación y unificación con lo bello 139
Configurar bellamente el mundo y la vida 140
Conclusión 142
Bibliografía citada y referencias para seguir leyendo 145

152

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