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Anselm Grün.

Su vida

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Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS»
117

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Freddy Derwahl

Anselm Grün
Su vida

Editorial SAL TERRAE


Santander – 2010

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Título del original alemán:
Anselm Grün. Sein Leben

© 2009 by Vier-Türme GmbH, Verlag,


D-97359 Münsterschwarzach Abtei
www.vier-tuerme-verlag.de

Traducción:
José Manuel Lozano-Gotor Perona

Imprimatur:
᛭ Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
19-11-2009

© 2010 by Editorial Sal Terrae


Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria)
Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es

Diseño de cubierta:
María Pérez-Aguilera
mariap.aguilera@gmail.com

Reservados todos los derechos.


Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada o transmitida, total o parcialmente,
por cualquier medio o procedimiento técnico
sin permiso expreso del editor.

ISBN: 978-84-293-1843-2
Depósito Legal:

Impresión y encuadernación:
Graficas Calima – Santander

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www.graficascalima.com

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Índice

Prólogo a la edición española


1. ¿Dónde está Anselm?
2. El entierro del pajarillo
3. Crisis junto a los muros del convento
4. El noviciado: «Escucha, hijo»
5. El abad con la cazadora de cuero
6. Vínculos familiares, Karl Rahner y el buen Dios
7. El conde y los demonios
8. El ejecutivo sin sueldo
9. Hacia el mundo entero
10. El arte de la sencillez
11. La persona de la primera hora de la tarde
12. La casa del reencuentro con uno mismo
13. Anselm Grün, monje
14. Mundo adentro
15. Epílogo con el padre abad
Cuaderno de notas y conversaciones nocturnas:

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La génesis de este libro
Sección fotográfica
Notas del Traductor

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Prólogo a la edición española

N O fue deseo mío, sino de la editorial, que, con ocasión de mi sexagésimo quinto
cumpleaños, apareciera un relato sobre mi vida. A mí, como escritor, se me antojaba un
tanto contradictorio encargar a otra persona que escribiera sobre mí. Sin embargo, ya tras
las primeras entrevistas con Freddy Derwahl tuve buenas sensaciones. No quería que mi
vida y mi persona fueran glorificadas. Conversando con él, cobré clara conciencia de que
estos sesenta y cinco años no los he vivido en solitario, sino siempre en el contexto de la
historia contemporánea, en comunión con mi familia y con la comunidad de
Münsterschwarzach. Así, en esta biografía se evidencia cómo vivimos la comunidad
monástica de la abadía de Münsterschwarzach y yo el concilio Vaticano II y sus
repercusiones, cómo atravesamos en común las crisis y encontramos un nuevo camino
espiritual. Mi vida y mis libros sólo se comprenden si son vistos sobre el trasfondo de la
búsqueda común que a la sazón emprendimos algunos monjes de Münsterschwarzach.
En medio del desconcierto reinante en la vida monacal, nos interesamos por la psicología
y la meditación zen con el fin de estudiar luego, a la luz de tales experiencias, las fuentes
del monacato occidental desde una perspectiva renovada. Nuestro objetivo común era
anunciar hoy el mensaje cristiano, que también es el mensaje de los primitivos monjes,
en un lenguaje capaz de conmover a la gente. Pero, antes de nada, debíamos encontrar un
lenguaje que nos conmoviera a nosotros.

Cuando leí mi propia biografía, me sentí agradecido por el hecho de que Dios me
haya guiado durante todos estos años. Y sé que no es mérito mío que mi vida sea tan
fructífera. Mi obra está sostenida por la comunidad de monjes de Münsterschwarzach. Y
mi espiritualidad tiene sus raíces en la piedad de mis padres, en la espiritualidad de los
primitivos monjes y en lo que he aprendido de –y he visto en– los hermanos mayores de
mi monasterio.

Toda época tiene la tarea de traducir el mensaje de Jesús a su respectivo horizonte


de comprensión. Deseo a los lectores y lectoras de lengua española que esta biografía los

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ponga en contacto con su propia lucha por anunciar con autenticidad la buena nueva, y
les transmita coraje para vivir la vida que Dios les ha regalado a cada uno de ellos en
particular. No sólo mi vida, sino también la vida de cada lectora y de cada lector es una
bendición para los seres humanos. Esta biografía no trata tanto de mí cuanto del misterio
de la vida con que Dios nos ha agraciado. Cada uno de nosotros tiene su propia vocación
y su propio don. Pero todos, cada cual a su modo, somos una bendición para los demás.

Münsterschwarzach, 22 de noviembre de 2009


P. ANSELM GRÜN, OSB

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¿Dónde está Anselm?

A última hora de la invernal tarde, el tañido de las campanas llega como un imprevisto
asalto: la gente se sobresalta. Pesadas ondas que se repiten. Toque a rebato como en las
campañas militares. Nadie puede sustraerse a su llamada. Penetran hasta las últimas
grietas y rendijas del convento. ¡Venga, venga, hay que apresurarse, llega el tiempo de
sosiego! Sordos rumores allá arriba, en las cuatro torres de la iglesia abacial. Quien aún
no haya comprendido que en este lugar reina un orden distinto se sentirá conmocionado.
La hora tiene en sí algo de inquietante: vísperas, es el misterioso tránsito del encendido
de las velas. Aún dura la tarde, pero también anochece ya. El mártir inglés Tomás
Beckett fue asesinado en una oscuridad semejante; el joven poeta Paul Claudel se
convirtió durante el crepúsculo detrás de una columna de Notre-Dame. El domingo toca
a su fin; tras la afluencia de visitantes del fin de semana, la abadía benedictina de
Münsterschwarzach regresa a su elemento: la tensa quietud. Así es la búsqueda de Dios.
Poco a poco cesa el repiqueteo de las campanas. Todavía se escucha un desmayado
temblor; luego, se abren las puertas de la clausura, y comienza una larga procesión. El
órgano da el tono, furioso ma non troppo, contenida resolución. El abad Michael precede
a la comunidad; su pequeña cruz pectoral resplandece con brillo mortecino, cual oro, la
única diferencia respecto de los demás. En fila de a dos, los monjes entran en el coro de
la iglesia. Aunque su padre, san Benito, los llamó a «la milicia bajo una regla y un
abad», su aparición asemeja a una manada de gansos que caminan acompasadamente en
fila india (no en vano, en alemán, caminar en fila india se dice Gänsemarsch). Dejando
estar lo que tengan entre manos, sin preferir nada, han de apresurarse al culto divino;
pero ello acontece con armonía, a cámara lenta. De forma apacible y como en suspenso.
La gran palabra clave es pax: la paz, el único deseo.
Noventa varones acceden al coro de este modo. Grandes, pequeños, barbudos,
pálidos. Los maduros y los más maduros aún son silenciosa mayoría; los jóvenes vienen
en último lugar y con las truncadas mangas de sus hábitos, más cortos, que los

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distinguen del grueso de los ya probados. Éstos visten «cogullas», un término que no se
encuentra en los diccionarios alemanes (pero sí en los españoles) y que no aparece más
que en la Regla y la vida del padre del monacato: Benito. Es una capa negra con capucha
que cae hasta el suelo y que descansa puntiaguda sobre los hombros. Los niños temen
que detrás de ella se esconda el «coco»; sin embargo, recuerda el estar sumergidos en
Cristo, enteramente envueltos por él. El hábito es un traje radical que los monjes llevarán
incluso en el ataúd. Siempre que se echan por encima de la cabeza esta armadura para la
vida y la muerte, y sacan las manos –agitándolas– de las amplias bocamangas, saben que
se trata de su última vestimenta. Los monjes quieren ser enterrados del mismo modo que
han vivido
En las vísperas de la tarde anterior a la fiesta de la Candelaria, la «Purificación», el
padre Anselm Grün no se halla presente. Por mucha atención con que uno escrute las
largas filas de monjes, no logra divisarlo por ningún lado. Entre los orantes no se ve
ninguna barba corrida ni ninguna melena gris: su sitio se encuentra vacío. Quizá esté
enfermo o acaso otra vez de viaje en una de sus continuas giras de conferencias. Ahora
resulta difícil imaginarse al ocupadísimo autor de superventas y administrador de la
abadía en el coro de los monjes que entonan los apacibles salmos vespertinos.
Conjeturas: aquí probablemente tendrá el estatus excepcional de tipo raro; aun cuando
viva en clausura, es de algún modo un ave migratoria, un liberado con hábito de monje.
Pero es posible que uno yerre al pensar así. La transitoria ausencia del padre Anselm
revela una verdad muy distinta, mucho más profunda. Cuando resuena la señal sonora
del abad, los hermanos inclinan la cabeza. Santiguándose, se vuelven hacia el altar e
imploran auxilio. Ninguno de los miembros de esta centuria tiene fama de santidad. No
sólo la petición de que venga el Señor, sino que se «dé prisa»: eso es lo que resuena por
el profundo espacio. Todos los monjes son casos extremos a merced de la misericordia
divina. Sus cantos los hacen aún más simpáticos. Sus respuestas siguen decididas al
sochantre: no buscan sino a Dios. Miserables e indignos: así se definen a sí mismos. En
los salmos que cantan se dice que el Señor, el totalmente Otro, debe «hacer resplandecer
su rostro» por fin. ¿Adónde «huirán de quien todo lo conoce»? Pero no hay que tener
miedo: Él los conduce hacia un terreno espacioso… «Porque en ti está la fuente viva y a
tu luz vemos la luz». Y además: «En efecto, tú eres un Dios de ternura, un amigo de los
hombres».
Uno agradece estas palabras: las experimenta como una suerte de consuelo y
comprende que los monjes de Münsterschwarzach no se alimentan del éxito de su
célebre hermano Anselm. El que esta tarde se halla ausente es uno de ellos, acaso menos
importante que aquel anciano enfermo que, tembloroso, sostiene un rosario en la nave
lateral. Sin embargo, más significativa que toda esta ponderación de personas concretas
es la experiencia de estas vísperas, de que aquí una numerosa comunidad que lo sostiene
por completo se levanta e inclina la cabeza. El padre Anselm no es concebible sin sus
hermanos. Desde hace décadas atraviesan juntos los altibajos de la vida monástica. Una
y otra vez, pequeños y esforzados pasos hacia la gran meta. La pregunta de dónde está
Anselm recibe en esta hora una sencilla respuesta: siempre allí donde late el corazón de

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sus hermanos, que no cesan de invocar a Dios ni de noche ni de día.
De madrugada, tras maitines, lo veo por primera vez. Con poblada barba gris y una
vela en la mano, se asemeja a un monje del monte Athos; no obstante, su figura se pierde
en la larga procesión de candelas que recorre la nave de la iglesia hacia el altar. «La
Candelaria» llama el pueblo a la fiesta que da fin al tiempo de Navidad. Todavía están
puestos los abetos de Navidad y los belenes; sin embargo, en las lecturas de los antiguos
libros de los profetas Sofonías, Zacarías y Malaquías se habla de la luz naciente y Lucas
cuenta que el anciano Simeón exclamó que sus ojos habían visto «la salvación»… A esta
hora del día, la luz es una manifestación exigua en el espacio de la iglesia; los orantes la
tratan con cautela y, de ese modo, impiden que sea pasada por alto.
Simón y Ana, dos personas ancianísimas. Él espera en pleno cambio de época el
«consuelo de Israel»; ella es una profetisa y pasa noche y día en el templo. Cuando ven
al niño, su disposición a morir se transforma en luz. Anselm Grün escribe sobre esta
escena: «Las personas mayores miran con mayor profundidad. Ven lo auténtico… Los
ancianos sabios entienden la vida. Se percatan de las asociaciones. Y contemplan lo
salvado e íntegro en medio de los fragmentos de la vida».
Arriba, en la entrada a la clausura, una vela arde delante de una Virgen con niño. El
hermano Franz Blaser la labró en 1926. El baldaquín es una rosaleda: «María atravesó
un bosque de espinas…» (Maria durch den Dornwald ging…)1. Con una mano, María
guía la mano del Niño para trazar el gesto de bendición; y con la otra, rodea su corazón.
El artista esculpió el rostro de la Virgen en consonancia con una imagen de la vidente
Ana Catalina Emmerick. Belleza mística, ante la que todos y cada uno de los monjes se
inclinan al entrar en la iglesia. También el tabernáculo en el retablo del sacramento, obra
del artista Hubert Elsässer, está rodeado de espinas. Las puertas son de oro macizo, y en
el centro reluce una piedra preciosa. Por encima de ella, el ardiente fuego de la zarza
ante cuyo suelo sagrado se descalzó Moisés: «Se ha convertido en alimento para los
caminantes», esta frase está cincelada en latín en la piedra. La luz incide asimismo sobre
las heridas del Crucificado, quien, desde debajo del coronamiento de la Iglesia y en
forma de monumental Redentor, Christus salvator, domina el ábside con ángeles
suspendidos a su alrededor. Allí donde fluye la sangre, allí resplandece el pan de oro. Y
debajo del Crucificado se encuentra el candelabro con los doce ancianos del Apocalipsis
de Juan que fundió el padre Maurus Kraus. Insondable simbolismo que se remonta hasta
la noche de los tiempos. En el centro, el altar, una compacta roca blanca de la que mana
agua. Agua viva para todos los caminantes del desierto que se acercan a esta mesa.
Quien quiera saber dónde tienen su hogar el padre Anselm y sus cerca de noventa
hermanos debe visitar esta iglesia cuando se halla completamente vacía. La concentrada
quietud como prolongación, con otros medios, del anhelo. Todavía queda una huella del
humo de incienso en la enorme nave, como el velo de las flotantes nubes sobre el monte
de Moisés: «Pero nadie puede contemplar mi rostro…». Cuando esta casa de Dios tuvo
que volver a ser levantada por cuarta vez en su historia de mil doscientos años, se
planteó la cuestión de qué estilo y orientación espiritual darle. La primera fundación fue
un monasterio de monjas construido a finales del siglo VIII. El abad Walter I hizo que en

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el año 1023 le siguiera una basílica protorrománica. El arquitecto barroco Balthasar
Neumann, dejándose llevar por el entusiasmo espiritual, construyó en 1743 un inmenso
cimborrio que no tardó en ser alcanzado por un rayo. La revolución y la secularización
obraron el resto. La abadía permaneció abandonada durante un siglo.
El nuevo edificio de la iglesia, concluido en el siglo XX, se vio amenazado por
tempestades bien distintas: los nazis se desplegaron ante los muros del monasterio. En el
concurso arquitectónico de ideas habían participado también Rudolf Schwarz y
Dominikus Böhm, representantes del movimiento litúrgico y compañeros de camino de
Romano Guardini. Pero la severa visión del arte sacro que habían plasmado en el castillo
de Rothenfels había puesto ya en guardia a la SA2. Los monjes se decidieron por el
proyecto de Albert Boßlet, quien al pretencioso espíritu destructivo del «reino
milenario» contrapuso un inmenso monumento de mampostería. El número cuatro
simboliza la fortaleza: sobre los arcos del portal de la iglesia están representados los
cuatro evangelistas, sobre la elevada bóveda se alzan cuatro torres, sobre los escalones
del coro resplandecen frescos de cuatro grandes doctores de la Iglesia (Ambrosio, que
habla y habla diligente como una abeja; Jerónimo, con el temperamento del león;
Agustín, con el corazón ardoroso; y Gregorio Magno, a quien una paloma le susurra al
oído la vita del santo padre Benito). Si descendemos las escaleras que llevan a la cripta,
en un nicho de la antecámara vemos relucir el mármol rojo oscuro del sepulcro elevado
de Placidus Vogel, el septuagésimo primer abad y refundador de Münsterschwarzach. En
el epitafio se lee: «…inolvidable para sus hijos». El constructor de la iglesia del Santo
Redentor murió en el exilio en 1937; la abadía fue suprimida cuatro años más tarde por
el régimen nazi. Esto engendra una especial cercanía a la realidad: las terribles huellas
del tiempo no son transfiguradas. La cripta contiene lo oculto; en la Antigüedad
cristiana, en las criptas se enterraba a los testigos de sangre. Es imposible acceder a tales
espacios sin un ligero escalofrío.

El padre Anselm Grün ha ido un paso más allá: «Con cada escalón descendemos
hacia la profundidad de la tierra –escribe sobre la pequeña iglesia subterránea–, con cada
escalón descendemos hacia la profundidad de nuestra alma, a fin de que la luz divina
ilumine todo lo oscuro que hay en nosotros». Ése es su estilo: tantear más allá de las
imágenes en busca del prototipo, rastrear el núcleo del mensaje en el montón de
palabras. En el punto más profundo de la cripta se levanta el altar, que se sostiene sobre
una lápida a modo de cimiento. Bajo la sencilla mesa de piedra se encuentra la urna con
las reliquias de santa Felicidad, patrona de la abadía desde el siglo XI. Su vida estuvo
rodeada de dramatismo: en el año 162, siendo Antonio emperador, sufrió muerte
martirial junto con sus siete hijos. Una gran seriedad llena el espacio que se extiende
entre ambas tumbas, como si se tratara de un lugar de refugio y conspiración. Pero en el
centro cuelga una valiosa cruz. «En el eje vertical» entre las reliquias y la mesa de la
transustanciación: así interpreta Anselm esta geometría sacra. Por entre los arcos de
medio punto se cuela la luz. Penetra exigua a través de cinco vidrieras debidas al padre
Polykarp Uehlein, especialista en pintura sobre vidrio. Como una ola de pleamar, entra

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con colores que van desde el azul claro hasta el azul oscuro, despide brevemente el
resplandor del ocre y el oro, y se pliega titubeante. Incluso aquí abajo, en la profundidad
de la cámara de la muerte, penetra el día a través de la noche. Un soplo de la mañana de
Pascua sobre los restos mortales de los santos. ¡Basta de gestos, basta de signos! Así son
estas iglesias agachadas: silenciosa cercanía de la otra tumba, la que está vacía.
Los doce altares en las naves laterales de la basílica del Santo Redentor de
Münsterschwarzach remiten a un fragmento de la historia conciliar. Las pequeñas
capillas están abandonadas desde la reforma litúrgica y la introducción de la
concelebración. Antaño, antes del Vaticano II, los monjes sacerdotes celebraban en ellas
sus misas en silencio. Las velas están apagadas; acá y allá arde una llama que indica
ininterrumpida adoración. El monumental tamaño de las figuras de santos parece
desafiar al espíritu de los tiempos y recuerda a las estatuas de Bernini que se alzan hacia
el cielo en la plaza de San Pedro: Benito, el padre del monacato occidental, no suelta la
Regla de las manos; el vetusto libro está ligeramente curvado, debe manifestar
benevolencia. Tarde tras tarde, el abad Michael se inclina ante esta hornacina.
Escolástica, la santa hermana del fundador de Monte Cassino, se eleva sobre el sepulcro
de los abades difuntos. El inglés Bonifacio está ahí en cuanto «apóstol de los alemanes».
La mística Hildegarda de Bingen ha sobrevivido con apacibilidad a todas las
remodelaciones litúrgicas. A su lado, las redescubiertas cistercienses Gertrudis de Helfta
y Matilde de Hackeborn enseñan el dilema del olvido espiritual; en estos últimos años
han vuelto a suscitar interés. El monje y arzobispo Anselmo de Canterbury, muerto en
1109, es un maestro de las pruebas filosóficas de la existencia de Dios. Es curioso que
precisamente él sea el santo patrón del padre Anselm Grün, quien, antes que demostrar la
existencia de Dios, desea buscarlo y alabarlo. Pero el padre de la escolástica no le es
extraño a Anselm Grün: ninguna teología sin los planteamientos de los pensadores, esto
vale tanto respecto de los magistri de la Edad Media como respecto de los maestros de la
Escuela de Fráncfort3. El joven monje Anselm nunca tuvo miedo al estudio de los
filósofos, desde Tomás a Heidegger: «No puedo formular la respuesta si no sé
exactamente qué preguntas preocupan al hombre actual».
En el espacio inferior de la iglesia, en la capilla de la Piedad arden rojas lámparas
votivas. En la semioscuridad domina el color de la sangre. Al igual que en la cripta,
también aquí el pintor sobre vidrio, el padre Polykarp, ha pintado dos vidrieras. Esta vez,
en la tiniebla de Dios entre la desgarrada cortina del templo y la pasión concluida. La
cabeza llena de sangre y heridas descansa en el regazo de la madre. El Dios atravesado
en los brazos de María. Ya antes de completas oran aquí los monjes con la capucha
subida, centinelas en el crepúsculo entre el Gólgota y la tumba. Todas estas imágenes
han marcado también a Anselm Grün: lleva viéndolas a diario toda su vida.
Junto al portal de la basílica corre presurosa el agua del Schwarzach. El camino
rodea la iglesia y pasa por delante del instituto de enseñanza secundaria Egbert en
dirección al cementerio. Cercado por altos muros, este apartado rincón tiene para los
monjes la importancia fundamental de un lugar de destino. Entre espinos blancos y hayas
yace en esta mañana de febrero la última nieve. El agua bendita en la pila de cobre está

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aún helada. En la casilla de la vela, noche y día reluce el resplandor de la llama. En las
paredes de hiedra, frescos de la superación de la muerte: el ángel con las mujeres junto a
la tumba abierta: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?». La Verónica
sostiene todavía el sudario, pero el Crucificado alza ya sus manos de triunfador y, en su
cabeza, las espinas se disponen en forma de corona: «Aunque muera, vivirá».
Las pequeñas lápidas sepulcrales tienen grabados nombres de otra época: Alban,
Willibrod, Eustach, Eleutherius… Tres estelas de mármol sostienen un globo terrestre
con las fechas de los benedictinos misioneros muertos en las distintas fundaciones de la
abadía: Ndanda y Peramiho (Tanzania), Inkamana (Sudáfrica), Caracas (Venezuela),
Tokwon y Waegwan (Corea), y Schuyler (Estados Unidos). La muerte los reúne a todos.
Aquí el sepulcro de un alumno quinceañero de la escuela del monasterio, más allá una
cruz con caracteres asiático-orientales. Bajo los tilos, un banco de madera. En una placa
conmemorativa, los nombres de los caídos en guerra. De 1914 a 1918 fueron nueve; de
1940 a 1945, el número asciende a cincuenta y uno, casi todos ellos legos. El más joven
de todos, el hermano Wilhelm Vollkommer, cayó con veintidós años en el último mes de
guerra del año 1918.
De cuando en cuando, Anselm Grün visita la tumba de su tío. El padre Sturmius
Grün, hermano de su padre, hizo profesión de votos perpetuos en Münsterschwarzach en
1926; murió en 1966, a los sesenta y dos años de edad.
El difunto monje desempeñó un importante papel en la vida de su sobrino: poco
antes de su muerte, mostró al dubitativo joven el camino hacia el monacato benedictino.
Largas cartas en una época de incertidumbre. Apasionados alegatos a favor de una
decisión entre la acción y la contemplación. Sobre la cruz de su sepulcro está pintado al
fresco un pelícano, símbolo paleocristiano: el pelícano se abre el costado derecho y, con
la sangre, devuelve a la vida a sus inanimados polluelos.
Las puertas de la clausura conservan su sentido de impedir el paso a un área
reservada para una quietud aún mayor. A diferencia de muchos otros monasterios, en la
clausura de Münsterschwarzach sólo se puede entrar con una llave especial; ni el
personal que trabaja en la abadía ni los huéspedes tienen acceso a ella. Anselm vive aquí
como monje entre monjes. Se abren largos corredores y escaleras con numerosos
recovecos. En las altas paredes cuelga pintura moderna, así como trabajos de orfebrería
procedentes de los talleres de los monjes. Esculturas prestadas de Vírgenes y santos
recuerdan la época barroca; en el claustro, una galería –la de los abades– remite a la
sucesión de épocas: Alexander de Rotenhan con una calavera, el rollizo Thomas Bach
junto al pálido Otto de la Bourde, el joven Benedikt Weidenbux con labios carnales,
Valerius Molitor muestra con orgullo una cruz de brillantes y un anillo.
El ancho cuadrado del claustro es el «bulevar» de la abadía. Fuera borbotea una
fuente. Tejos, avellanos y cipreses se alzan entre arriates en el patio interior. Las sombras
de las torres instauran un orden estable. Las campanas, imperturbables, dan las horas; y
en cuanto resuena el último toque, su temblor se pierde por encima de los azules tejados.
El claustro lleva a los principales espacios comunitarios: en la sala capitular no sólo se
lee un capítulo de la santa Regla cada día, sino que también se delibera y vota. Pero la

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gran comunidad ha sido dividida en «decanías», pequeños grupos de diálogo –formados
según el criterio de los años de vida monacal o las afinidades personales– que posibilitan
un auténtico intercambio. En el refectorio, se come en silencio. El enfático púlpito de la
basílica barroca de Balthasar Neumann sirve de atril. Debajo de la alta cruz, en lustrosas
mesas de madera, se sientan el abad Michael, el prior y el subprior. El padre Anselm
tiene su sitio delante, entre las columnas. Las comidas son sustanciosas, como es
habitual en Franconia4. Pero cuando se ayuna, se hace con severidad. En el refectorio
sólo se puede hablar los días de fiesta. Fuera, junto a las anchas puertas, cuelgan los
tablones de anuncios con información sobre las actividades de la semana, avisos
relativos a los ensayos del coro o el carnaval, noticias actuales de periódico recortadas
del Kitzinger Zeitung o esquelas mortuorias de abadías amigas del mundo entero. Al
terminar las comidas, aquí se producen aglomeraciones.
En la amplia casa no falta información. En la sala de lectura están disponibles
diversos periódicos, desde el Mainpost hasta el Frankfurter Allgemeine Zeitung, el
Süddeutsche Zeitung y el semanario Die Zeit. La biblioteca dirigida por el padre Pirmin
Hugger contiene estanterías que suman una longitud de siete kilómetros y medio. Desde
la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco, los scriptoria y las bibliotecas de los
benedictinos son lugares inquietantes… En la «sala universal» (Welt-Raum, que en
alemán significa también «espacio sideral») hay disponibles, sin embargo, ordenadores
con conexión a internet, faxes y fotocopiadoras; en el techo azul giran de forma muy
animada la Luna y las estrellas. Las sillas del cuarto de recreación están tapizadas como
en el salón de una casa. Aquí ven los monjes interesados los telediarios de las principales
cadenas –la Tageschau, en la primera cadena, y el Heute-Journal, en la segunda– o
preferentemente debates y documentales políticos. En la abadía hay, en conjunto, tres
aparatos de televisión; cada cual decide lo que quiere ver. No obstante, de esta
posibilidad se hace poco uso; sólo en los torneos futbolísticos se agolpa la comunidad en
torno a los partidos del equipo del que cada cual es hincha. El hermano Thomas Morus
Bertram ha organizado una filmoteca encima del arco del portal del siglo XVI y los
sábados proyecta allí películas de gran calidad antes de completas.
En la enfermería yace una docena de hermanos, la mayoría de ellos entrados ya en
años. El más anciano es, con noventa y seis años, el padre Heribert Ruf. Un monje más
joven se ha caído y se ha roto el brazo. El padre Georg Utz, quien antes enseñaba
matemáticas y latín, sonríe durante el desayuno: «Así es la vida». Todos los días por la
tarde, a las cinco, se celebra la misa en la capilla de los enfermos. Cada novicio atiende
durante un año a uno de los ancianos. El padre abad o uno de los superiores acude a
diario a visitar a los enfermos. Dos médicos de los pueblos vecinos pasan consulta una
vez por semana. Incluso existe una habitación de rayos X, pero está vacía. En un
monasterio son otras las «radiaciones».
Amén de la iglesia, la cripta y los altares laterales, dentro de la clausura existe aún
una capilla doméstica y una sala de meditación. En ésta, los monjes se ejercitan, tras la
lectura de la Escritura, en el arte de permanecer sentados y controlar la respiración. En el
yoga y en el zen se trata de «desasirse»: el padre Anselm ha experimentado, reflexionado

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y escrito mucho al respecto. En la pequeña capilla hay también un «vacío» orientado
exclusivamente a lo esencial. El Santísimo se encuentra detrás de unas puertas que se
abren. Sobre todo por la mañana temprano, después de laudes, éste es un lugar de intensa
adoración. El primer viernes de cada mes, el tradicional «viernes del Corazón de Jesús»,
hay un «tiempo protegido» para lo espiritual y la quietud. Protegido de citas y de las
diarias preocupaciones.
En el piso superior se encuentran las celdas de los monjes. Distribuidas a lo largo de
prolongados pasillos, están envueltas en penumbra. Junto a cada puerta cuelga un
«tablero de localización» propio de épocas anteriores al móvil. En él, el residente en ese
cuarto, con ayuda de una tachuela, informa a los demás de en qué lugar del laberinto
monástico se encuentra en cada momento. En el caso del padre Anselm, el signo suele
hallarse en una de estas dos casillas: «despacho» o «de viaje». Nunca se lleva a la celda
trabajo relacionado con la administración del monasterio. La celda es un reducido
espacio de íntimo retiro, un par de metros cuadrados de hogar preservado en medio de la
profusión de vida comunitaria. Los monjes aman sus celdas. Aquí se convierten en
ermitaños por algunas horas. La celda es el lugar de lectura, de estudio, de oración
nocturna. Mucha soledad entre estas cuatro paredes. Quien pregunta por el padre Anselm
y no recibe respuesta, lo encuentra aquí. Pero entonces es monje por completo y no se
puede hablar con él.

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2

El entierro del pajarillo

E N el jardín de la familia Grün, una pandilla de niños se dirige a un lugar situado detrás
de una cruz, a la tumba de un pajarillo. El suceso es sencillo y breve y, sin embargo, de
una relevancia excepcional. Alrededor hay abetos, abedules, macizos de flores y un
campo de fútbol. Estamos en la nada espectacular barriada de Múnich conocida como
Lochham, a doce kilómetros de la estación central, un lugar maravilloso para jugar.
El director y protagonista principal del entierro es un muchachito dotado de una viva
fantasía para las escenificaciones religiosas: Willi, que más tarde pasará a llamarse
Anselm. Siempre que se trataba de imitar celebraciones religiosas, sus hermanos y
camaradas le cedían la voz cantante. En ocasiones, predicaba subido al armario de la
cocina para arrobamiento de sus hermanas.
Un pájaro muerto suscitó en él especial conmiseración, mas la cosa no quedó ahí.
Una cruz hecha con trozos de madera confirió a la ceremonia un aire solemne, todo lo
contrario que el coro fúnebre, que tarareó animadamente la popular canción de
excursionistas Ein Jäger aus Kurpfalz [Un cazador del Palatinado Electoral]. Un juego
con fondo y con final feliz. Anselm Grün no lo ha olvidado, pues resalta con discretos
signos los contornos de su infancia: la felicidad en la familia numerosa junto a seis
hermanos y hermanas, así como la vecindad con seis primos y primas; el jardín, que, en
la banal periferia de la gran ciudad, se antojaba el paraíso; la borboteante fuente de
costumbres católicas, el cielo azul y blanco de la alegría vital bávara; una marcada
inclinación hacia modelos litúrgicos; y, por último, ante la aún abierta tumba del pájaro,
el jovial cambio de registro de una canción de excursión. De este modo, no quedaba
lugar para la melancolía. Pero justo en el edificio contiguo, en la pequeña iglesia de san
Juan Bautista, regía la seriedad. En cuanto sonaban las campanas llamando a misa, a un
entierro o a las flores de mayo, los jóvenes de las familias Grün y Küpper se enfundaban
el hábito de monaguillo y juntaban las manos.
El padre Anselm, quien décadas más tarde se sumergiría entusiasmado en los veinte

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volúmenes del innovador psiquiatra Carl Gustav Jung, no atribuye ninguna importancia
especial a este suceso del entierro del pájaro; únicamente fue, asegura, el modo que
encontraron de «encarar aquello». No obstante, en su amplio cuarto de trabajo en la
abadía de Münsterschwarzach cuelgan una gran cruz con un Cristo africano y una
imagen de san Francisco de Asís predicando a los pájaros. Los ritos del lenguaje
simbólico religioso llevan cuatro décadas acompañando al monje desde la aurora hasta el
crepúsculo. La ligereza de la paloma como símbolo flotante del Espíritu Santo, la cruz
como signo de salvación.
Nada le gusta más que dejarse sostener por el juego de ceremonias y corales en el
círculo de sus noventa hermanos de comunidad. Ahí no se canta Ein Jäger aus Kurpfalz,
pero en los salmos del Antiguo Testamento se exhorta a la caza del «demonio del
mediodía», a la lucha contra leones y dragones. En los más de trescientos libros que ha
escrito Anselm Grün se percibe algo de la serenidad de tales luchas superadas, una
silenciosa alegría a la que, en el fondo, las contrariedades de la vida en nada pueden
menoscabar. Cuando las campanas lo llaman al oficio divino y él se echa el hábito negro
de los hijos de san Benito por encima de los pantalones de pana y el jersey, el padre
Anselm, con su melena y su barba, a veces infunde miedo en la penumbra de los pasillos
de la clausura; pero a él le es ajena toda actitud de esoterismo de gurú. Hace ya mucho
que no entierra pájaros, pero ayuda a muchas personas caídas a levantarse de nuevo y
alzar el vuelo.
Tan humilde como Lochham era también la parroquia del lugar. Fue construida en
1947, y la familia Grün ayudó diligentemente al párroco en esa empresa. A Anselm, que
a la sazón aún se llamaba Willi, le entusiasmaba la albañilería; su primera vocación
profesional fue la de albañil. La paredaña vecindad a esta sencilla casa de Dios tuvo
como consecuencia algo más que buenas relaciones: marcó la vida entera. Ambos
progenitores oraban allí, el padre más que la atareadísima madre; los hijos los
observaban en sus rezos, lo cual engendró fuertes vínculos. Los sacerdotes que vivían en
la casa parroquial los visitaban como amigos. Todos los niños de la familia eran
monaguillos; en aquel entonces, las niñas aún no podían serlo. Los días de fiesta y de
ayuno del año litúrgico eran una realidad concreta y resplandecían sobre la vida litúrgica
diaria.
En las fotos de las misas solemnes, de las procesiones del Corpus, de las
celebraciones de la primera comunión, los niños se parecen entre sí como una gota de
agua a otra: siempre la misma actitud seria, está aconteciendo algo muy importante. El
pequeño Willi en traje de monaguillo junto al reverendo párroco y los coadjutores. En
segundo plano, el padre con el rosario. Tratándose de un niño, es sorprendente la forma
en la que participa en la celebración: no sólo está «de servicio», sino que se halla
interiormente conmovido. Ahí influye la poesía de la piedad popular católico-bávara, las
tempraneras misas rorate (misas votivas en honor de María) de Adviento, el belén entre
el verde de los abetos, el matraqueo en Semana Santa, las glorias de María en las tardes
de mayo, pero también la experiencia de exequias y entierros. Era un todo, y la vida, la
esperanza infantil y las preocupaciones infantiles permanecieron largo tiempo

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subsumidas en él.
Willi Grün solía contemplar emocionado una sencilla cruz de madera que había
encima del tabernáculo. De ella no pendía ningún cuerpo; únicamente se podían leer en
la madera las palabras: «CAMINO – VERDAD – VIDA». Ahí experimentaba Willi una
temprana fascinación que iba a acompañarle para siempre. La acuciante pregunta por la
«redención». Le preocupaba tanto que más tarde escribió su tesis doctoral sobre el tema.
En la iglesia abacial de Münsterschwarzach se coloca cinco veces al día delante de la
gran «cruz del Salvador». Una cruz preside su cuarto de trabajo. No se trata de un
madero sangriento y martirial, sino de un signo de liberación que señala hacia los cuatro
puntos cardinales.
Esta modesta iglesia de la infancia de Anselm, consagrada a Juan el Bautista, era un
signo de la ya superada necesidad de los primeros años de posguerra. A raíz de un ataque
aéreo sobre Múnich en 1944, la joven familia había tenido que ser evacuada a
Junkershausen, un pueblecito en el Rhön5, cerca de Bad Neustadt, después de que la casa
que el padre había construido en 1939 en Lochham quedara parcialmente destruida.
Pocos meses antes del hundimiento del régimen nacionalsocialista, el 14 de enero de
1945, nació Willi, que fue bautizado con el nombre de su padre, Wilhelm. Creció en la
periferia de Múnich, por lo que el entorno en el que transcurrió su infancia fue bávaro.
También para los tres hermanos mayores –Maria-Luise, Peter y Konrad–, la guerra no
fue más que un oscuro trasfondo del que aún se descubrían en el jardín cráteres de
bombas o, en el ático, sacos de arena contra bombas incendiarias. Las narraciones de los
progenitores tenían un efecto deprimente. El padre había sido sometido a vigilancia a
causa de una lejana ascendencia judía. Un judío de Viena le debe la vida, pues lo ocultó
a la Gestapo. Pero se trataba de recuerdos de un tiempo ya pasado que no eran
celebrados como heroicidades.
La cada vez más numerosa familia, amén de ofrecer protección, vivía en un
ambiente de sencilla e intacta dicha, la cual recibía su estable jovialidad de la sombra de
la cercana iglesia. Los Grün no eran mojigatos, sino profundamente creyentes. El
ejemplo vivo de los padres pasó sin solución de continuidad a los hijos, quienes lo
asumieron con entusiasmo. Era un hogar modesto que emergía de entre las ruinas de la
guerra, en el que, sin embargo, antes que el severo orden alemán, reinaba la sensibilidad
para la belleza de la fe. Su cohesión transmitía una gran seguridad.
Los padres, Wilhelm Grün y Mathilde, de soltera Dederichs, formaban una pareja de
sobria solidaridad. El amor no era tan sólo una palabra, pero no se gastaban demasiadas
palabras al respecto. Se habían casado en 1935 en la Ludwigskirche de Múnich: ella, con
un vestido largo de terciopelo oscuro, velo blanco, corona de mirto y un ramo de
claveles blancos; él, con un traje negro con doble fila de botones, sombrero de copa y
flor en el ojal. Un dato que no carece de importancia: el novio era once años mayor que
la novia. Antes de la boda sólo se habían visto tres o cuatro veces. El novio se había
quedado impresionado con el padre de la cortejada y quería casarse con la hija de
semejante persona; sólo medio año después se celebró la boda. El padre Anselm cuenta
que sus progenitores rara vez se besaban en presencia de los hijos; también entre los

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hermanos reinaba una forma bastante reservada de ternura, aunque no por ello menos
fiable. Su madre lo «abrazó de verdad» por primera vez sólo después de su ordenación
sacerdotal en 1971; sus hermanos, sin embargo, lo hicieron con regularidad a partir de
entonces. El pequeño, todavía en pañales y con los carrillos redondos, está sentado
sonriente en el regazo del padre. Sólo una guedeja recuerda a la cabra, bajo cuyo signo,
el de Capricornio, nació. El padre Anselm no concede mucha importancia a las
especulaciones astrológicas, aun cuando la sencillez, la perseverancia, la diligencia y la
propensión a la soledad que se atribuyen a este signo del zodíaco bien podrían
corresponder a una temprana vocación monástica. Y lo mismo vale para esa profundidad
no del todo sondable, una forma de reserva que san Benito encomia en la Regla como
«discretio».
El padre, de mayor edad, era un personaje excepcional: sosegado, pero de intensa
afectuosidad. Desempeña un papel destacado en la vida espiritual de su adolescente hijo
Willi. Oriundo de Katenberg, en la cuenca del Ruhr, el empedernido soltero se sintió
atraído hacia Baviera porque allí –a diferencia de la zona de rojos de la que procedía– no
se trabajaba los días festivos católicos. «Los Reyes Magos fueron quienes me guiaron a
Múnich», decía con una sonrisa; pues, en el Estado libre de Baviera, la solemnidad de
los Magos, el 6 de enero, era un día de fiesta por todo lo alto. Tras un periodo de
actividad en la construcción, con veintiséis años abrió en Lochham un comercio de
electrodomésticos al por mayor. Parece que este hombre reflexivo se hallaba
profesionalmente en tierra de nadie y se retiró de buen grado a dicho negocio. A veces
acudían viejos clientes y compraban un par de bagatelas sólo para poder hablar con él,
pues irradiaba sosiego. La vida práctica no era lo suyo; su mujer y sus hijos se reían
cuando, en la cocina, no conseguía preparar otra cosa que huevos revueltos. Le había
marcado el movimiento juvenil floreciente en la década de 1920, que asociaba el
deporte, la afición por las excursiones y la música con una nueva espiritualidad. El
tiempo libre compartido, los campamentos y las celebraciones religiosas se convirtieron
en un fenómeno social, en una corriente intelectual y artística de la que su cabeza
espiritual, el filósofo de la religión Romano Guardini, afirmó: «La Iglesia despierta en
las almas». Su memorable retrato de Cristo, El Señor, un resumen de sus lecciones
berlinesas que no tenía por contenido al Jesús histórico, sino una intensa imagen del
«Maestro», se convirtió en libro de culto. Esta obra es todavía hoy un clásico de la
espiritualidad católica. Los niños de la familia Grün vieron con frecuencia a su padre
leyendo ese libro.
El reservado Wilhelm Grün había crecido aún en la época imperial y vivió 1918
como un año decisivo. En este último año de la Primera Guerra Mundial, fue llamado a
filas como soldado de marina, sirvió en un barco buscaminas y experimentó como una
conmoción la revolución de noviembre contra el emperador Guillermo. Al colapso de los
antiguos valores y tradiciones contrapuso su concepto de lealtad, que le preservó de toda
simpatía por el Tercer Reich; no obstante, no tuvo más remedio que volver a vestir el
uniforme azul de marinero, esta vez con águila y esvástica. La hija mayor, Maria-Luise,
iba a recibir la primera comunión el 7 de abril de 1945. Wilhelm, que viajaba de regreso

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a casa, se vio obligado a abandonar el tren en Schweinfurt: ataques aéreos, fin de
trayecto; aún le quedaban unos noventa kilómetros hasta Junkershausen. Siguiendo las
vías férreas, inició una marcha nocturna, con glucosa como único alimento; llegó un día
antes de la fiesta. Delante de la iglesia había estacionados tanques estadounidenses; en
secreto, Wilhelm Grün quemó sus papeles del Volkssturm, la última leva militar para
ayudar al ejército.
Su hogar político era el Zentrum (Partido del Centro); más tarde, cuando éste dejó
de existir, lo sustituyeron la doctrina social católica y la CSU (los social-cristianos
bávaros). Como tantas y tantas cosas en la familia Grün, un hilo conductor de
perseverancia que obtenía toda su energía de la vida con la Iglesia y en la Iglesia. Esta
fuerza ayudó también a Wilhelm Grün a sobrevivir, en la recesión que siguió a la
Segunda Guerra Mundial, a la crisis económica y la reforma monetaria. Se quedó sin
poder cobrar numerosas facturas y tuvo que declarar la suspensión de pagos en su
negocio de electrodomésticos, pero luego empezó de nuevo, de forma mucho más
pequeña y modesta: la habitación de estar se convirtió en despacho; su esposa, más
resuelta, le echó una mano; el almacén se encontraba en el sótano de la casa. En estos
tiempos turbulentos, este padre se antojaba un tipo raro: aunque no tenía vocación de
comerciante, se mantenía a flote; aunque era humilde, no conocía el miedo; aunque el
curso de los acontecimientos le había decepcionado y vapuleado, la disciplina –tal como
la había aprendido en la práctica deportiva– seguía siendo para él lo más importante.
Wilhelm Grün nunca pegó a ninguno de sus siete hijos. Cuando se cotilleaba en el
mostrador del comercio, dejaba eso para las mujeres. Salía con los niños a la naturaleza
y les enseñaba a apreciar sus encantos. Más tarde, le llenaba de orgullo que los
muchachos fueran de excursión a las montañas con el coadjutor Zenner. En el DJK
(Deutsche Jugendkraft, la asociación deportiva católica) de Katernberg había jugado al
fútbol, una afición que los jóvenes de las familias Grün y Küpper compartían
apasionadamente. Willi, el salado niño en el centro, como portero sin miedo al penalti6 o
como perseverante constructor del juego en el medio campo. El fútbol tenía también una
dimensión más profunda: era un juego colectivo, lo fundamental era el espíritu de equipo
y una cierta coreografía. Si el partido terminaba en discusión, aparecía el padre, les
echaba un sermón y exigía una reconciliación sellada con un «hip, hip, hurra». Todos
eran aficionados entusiastas del «Múnich 1860»; así, celebraron más de una victoria de
los «leones» en el antiguo estadio de la Grünwalder Straße. Todos juntos siguieron en la
radio el histórico grito «gol, gol, gol» (Tor-Tor-Tor) del locutor Herbert Zimmerman en
el minuto ochenta y cuatro de la final del mundial de 1954 entre Alemania y Hungría,
disputada en Suiza.
Los retratos y las fotos de familia muestran al padre como un hombre a gusto
consigo mismo y deseoso de sosiego. Acude a diario a la santa misa. En las procesiones
se le ve significativamente cerca de su hijo. Al pasar delante de una iglesia, se quita el
sombrero. Viste siempre americana abotonada y corbata; bondadoso, varonil, aseado,
incluso en un día de verano en el jardín de la casa; de todos modos, tiene una mano
metida en el bolsillo de la chaqueta y en la otra sostiene, algo escondido, un cigarrillo.

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Observa la alegría navideña de los niños desde su rincón de lectura con las gafas puestas
y la barbilla apoyada en una mano. También en el mostrador de la tienda se inclina sobre
su lectura. Lee preferentemente a Romano Guardini, los sutiles ensayos del padre Peter
Lippert o los escritos del jesuita Rupert Mayer, el opositor católico deportado por los
nazis al campo de concentración de Sachsenhausen. La tácita simpatía del padre por el
judaísmo influirá más tarde en el hijo, quien, como joven monje, leyó las obras de
Martin Buber, se interesó por el diálogo entre el cristianismo y el judaísmo, y en 1980
dirigió unos ejercicios espirituales en la abadía de la Dormición en Jerusalén. De
excursión junto a un taxista palestino conoció entonces la brutal realidad de Tierra Santa.
El domingo de Cuasimodo, el segundo de Pascua, del año 1957 tiene una
importancia fundamental en la vida de Anselm Grün: fue el día en que recibió la primera
comunión. Los padres han vestido al niño de fiesta: con el traje oscuro lleva pajarita
blanca, un bolsito y una flor en la solapa. En las manos sostiene el nuevo libro de
oración Oremus con canto dorado, así como un cirio adornado con flores y cintas. En
esta su fiesta, Willi, que a la sazón contaba siete años, pintó un cáliz rodeado de rayos de
sol y se definió a sí mismo, entre comillas, como uno de los «más formales».
Junto a la Navidad, la primera comunión es la vivencia más hermosa de su infancia.
Entretanto, Willi Grün asiste ya, aplicado y libre de toda preocupación, a la escuela de
Gräfelfing. Pero en él aflora algo más profundo. La cruz de la iglesia parroquial, que le
atrae de forma mágica, y el ejemplo de sus devotos padres y los sacerdotes amigos,
comienzan a determinar su vida. Tenía diez años cuando le confesó a su padre el deseo
de ser sacerdote. A la pregunta de si quería ser sacerdote regular o diocesano, contestó:
sacerdote regular, porque un coadjutor gana demasiado poco… Aunque desconocía el
curso del camino vocacional que se había propuesto, todavía hoy sigue calificando
aquella decisión de «muy seria». El padre, no la madre, fue el destinatario de tal
confesión. Era más semejante a él: su discreta distancia de los asuntos prácticos de la
vida ofreció al pequeño Willi un nicho donde sincerarse en lo tocante a esta delicada
inclinación. En el internado se interesó también de forma pasajera por la biología y por
su microscopio, pero el deseo originario de ser sacerdote crecía en él de forma
asombrosamente continua. La familia más cercana y los parientes activos en monasterios
y misiones aguzaron los oídos. Sólo hubo preguntas y conflictos interiores respecto a la
elección de una orden concreta; todo lo demás era vocación.
La muerte de Wilhelm Grün, acaecida en Lochham el 8 de mayo de 1971, supuso
una conmoción para el hijo de veintiséis años, quien a la sazón se encontraba estudiando
en la facultad de la orden en la abadía romana de Sant’-Anselmo. Lo llamó una de sus
hermanas y le contó que aún a primera hora de la tarde el padre había cortado el césped y
se había duchado; tenía pensado ir a las flores de mayo, pero durante la cena sufrió un
colapso y falleció en el acto. Al punto partió Anselm hacia casa en el tren nocturno de
Roma a Múnich. Le dolió especialmente el hecho de que sólo un mes más tarde, el 10 de
junio de 1971, iba a ser ordenado sacerdote en Münsterschwarzach. En tales ocasiones
festivas, el padre siempre pronunciaba un discurso; el del día de la ordenación estaba ya
preparado. Esta vez fue Anselm quien, como diácono, tomó la palabra en la iglesia de

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Lochham a modo de despedida. Dieciséis años antes había comunicado por primera vez
a su padre el deseo de ser sacerdote; todos iban a echarlo de menos. La foto que figura
en el recordatorio lo muestra con una sonrisa contenida, como siempre. En una cita de la
Carta a los Filipenses se dice: «Porque para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia…
Tengo deseo de partir y estar con Cristo». La madre de Anselm Grün, Mathilde Grün,
siguió siendo durante toda su vida una mujer hacendosa y de robusta salud. Procedía de
un hogar de campesinos en Dahlem, una pequeña localidad en la región de montes
boscosos casi fronteriza con Bélgica conocida como Schnee-Eifel. En aquella zona, la
gente está profundamente arraigada en sus tradiciones. A diferencia de la barroca
religiosidad bávara, su catolicismo es austero. Las granjas se agazapan bajo la égida de
elevados setos que sirven de toldo frente a la nieve. En la década de 1920, Clara Viebig,
en su novela Das Kreuz im Venn [La cruz en el alto de Venn], describió este paisaje y
consiguió llamar la atención del Berlín mundano. Las familias se mantienen unidas
todavía como en clanes, y la gente de allí habla un dialecto franco del Mosela que la
madre de familia Grün seguía utilizando aún muy entrada en años; la buena mujer
cantaba a sus hijos canciones de su antiguo hogar. «Nuestra madre no podía con los
besos», cuenta sonriendo Anselm sobre la forma de ser de la señora Grün; «tenía que
preparar la comida para nueve personas y ocuparse de la casa». Los oriundos de la Eifel
saben organizarse: a los niños no les faltaba de nada. Cuando asistía a la escuela del
monasterio y le servían pan duro, Willi recordaba la mesa de cocina de su madre: ella,
con el ajado delantal; y sobre el tablero, una cruz con una hoja de palma. Una vez al año,
Mathilde se llevaba a la prole a la Marienplatz de Múnich, compraban faldas y
pantalones, y luego tomaban tarta en una cafetería. Los niños también sabían cuándo no
debían molestar a la madre: cuando se ponía las gafas y se sentaba inclinada sobre un
crucigrama. Ése era su modo de recobrar fuerzas.
A diferencia del padre, ella sí era capaz de pegarles; una vez les golpeó con el
cucharón de madera, y éste se rompió. Cuando los chicos se peleaban y las muchachas
huían, suspiraba: «No necesito ir al teatro». Todas las mañanas a las ocho asistía a la
santa misa; las demás visitas a la iglesia se las dejaba al marido, a no ser que se cantara:
le encantaba escuchar al coro. Entre su esposo y ella existía una tácita separación de
poderes: él encarnaba el «espiritual», mientras que ella se desempeñaba en la
«intendencia» y la «logística». Esta distribución de tareas generaba en la numerosa
familia una nunca cuestionada solidaridad. El hecho de que la buena mujer, ya anciana,
perdiera prácticamente la vista no afectó a su vitalidad interior. Las cartas que enviaba a
Anselm a la abadía de Münsterschwarzach eran de una conmovedora brevedad: sucintas
informaciones sobre un viaje en autobús o un deceso en el vecindario. Pero detrás de
esas letras latía un gran corazón. Ella fue siempre el alma solícita de la casa, satisfecha y
orgullosa de sus hijos e hijas. Aunque ya sólo conservaba un tres por ciento de la vista,
con setenta años todavía aprendió cocina italiana y griega. Su fe campesina no le impidió
responder con asombrosa liberalidad a cuestiones contemporáneas. Cuando una de sus
hijas le explicó la problemática de la homosexualidad, ella adoptó una actitud tolerante.
En el contexto del apasionado debate sobre la «encíclica de la píldora» de Pablo VI, la

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Humanae vitae, afirmó: «No todo lo que dice un papa es acertado…».
La oración matutina de la anciana señora seguía un rito: acción de gracias por el
nuevo día y rememoración del difunto esposo, en ambos casos con textos del libro de
cantos y oraciones Gotteslob [La alabanza de Dios]. Cuando empezó a tener dificultades
para decir las oraciones de memoria, le pidió a una de sus hijas que le escribiera los
textos en letras grandes, a fin de poder seguir rezándolos en su dispositivo de lectura.
Conforme avanzaba la enfermedad, tuvo que renunciar a ello y aprendió el silencio. El
padre Anselm recuerda: «Entonces, se volvió hacia su interior: podía permanecer
tumbada sin más en silencio o sentada en la silla de ruedas contemplando la naturaleza».
En junio de 1998, Mathilde Grün se fracturó el cuello del fémur en una caída. Con la
energía de una anciana campesina de la Eifel, en la clínica de rehabilitación volvió a
levantarse. En marzo de 2000, en la misa festiva con ocasión de su nonagésimo
cumpleaños, dijo una oración de acción de gracias. Luego, todavía vivió el nacimiento
de un bisnieto. En los primeros días de diciembre, el padre Anselm se encontraba de
viaje entre Múnich y Salzburgo con motivo de unas conferencias. Entendió
equivocadamente un recado telefónico que le instaba a llamar a casa. Su «casa» era el
monasterio, pero allí no lo buscaba nadie. Cuando por fin llegó al lugar donde iba a
celebrarse el curso, al monasterio de Frauenchiemsee, las monjas, sorprendidas, le
sacaron de dudas: «Ah, viene usted, a pesar de que ha muerto su madre…». Dos días
antes, Mathilde Grün le había dicho a su hijo Konrad: «Pide, por favor, que me traigan la
comunión».
Por regla general, sólo con mucho retraso se da uno cuenta de que se le ha acabado
la infancia. Tampoco Willi Grün, en la felicidad de la vida despreocupada de la
numerosa familia y el círculo de amigos, se percató de esta cesura temporal. En el verano
de 1958, cuando tenía trece años, sus padres lo mandaron al internado de
Münsterschwarzach, donde vivía su tío, el monje benedictino Sturmius Grün. Sereno,
Willi emprendió el viaje hacia la Franconia. Luego, en las vacaciones de Navidad, fue
operado de amígdalas. Cuando, una vez pasada la convalecencia, tuvo que regresar al
internado, lloró al despedirse de sus padres y hermanos: «Me soltaron a la vida –cuenta
con una sonrisa nostálgica– y no me quedó más remedio que defenderme solo».

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3

Crisis junto a los muros del convento

A finales de la década de 1950, el internado de Münsterschwarzach era una institución


severa. Allí reinaban la disciplina y el orden. La comida era frugal, y el día comenzaba a
las seis con deporte matutino al aire libre. En las aulas se empollaba latín y griego; los
alumnos se sentaban limpios y disciplinados en sus pupitres. Los profesores ataviados
con el hábito negro de los benedictinos –algunos de ellos habían regresado de la Segunda
Guerra Mundial unos cuantos años antes como soldados conmocionados– tenían algo
más que vocablos que ofrecer. La escuela era una auténtica escuela de vida; la severidad
dominante tenía un trasfondo distinto de la obediencia ciega de un cuartel. Los
muchachos únicamente podían ir de vacaciones a casa tres veces al año. Había que
integrarse en la comunidad. Los profesores enseñaban a aprender; primero, lo difícil.
Siempre se fomentaba la ambición: pruebas de admisión, exámenes escritos,
calificaciones parciales. El pequeño Willi Grün no llama de manera especial la atención
en las fotos de la clase; curiosamente, todos se parecen de algún modo: posición erguida,
corbatas o cuello vuelto, peinado a raya, acicalado orden, sonrisa desbordante de
confianza. Sentados en primera fila, los clérigos del monasterio, las manos –en
consonancia con la Regla– bajo el escapulario, el padre abad en el centro. Algunos
nombres permanecen en la memoria: el padre Ludger con bastón, cámara y chapela
durante una excursión; el padre Reinhold, el «crítico»; o el rector, el padre Leo, en cuya
celda se encontraba la escultura Ave Maria captivorum, que mantenía vivo el recuerdo
de un campo de prisioneros…
El oscuro ambiente de amistades con carga erótica, tal como lo describe Robert
Musil en su novela Los extravíos del colegial Törless, era ajeno al internado. A veces se
tiene la impresión de que tales tentaciones eran sofocadas en su origen con una mixtura
de incienso, aire fresco y agua fría. Los padres ahuyentaban los estados de ánimo
elegíacos con largas caminatas y actividades deportivas. El fútbol atraía por la alegría del
juego y la dureza; como se dice en el lenguaje futbolístico, Willi Grün apareció «desde

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atrás». Demostró su capacidad para jugar en todas las posiciones y quería ganar. Aún
hoy, cuando ve a los alumnos del instituto de enseñanza secundaria Egbert correr detrás
del redondo cuero, se muere de ganas de jugar con ellos. Los goles, el gimnasio y las
canastas de baloncesto tenían también relevancia terapéutica: por la noche, les rendía
antes el cansancio.
Pero el internado de Münsterschwarzach no era un centro docente de encubierto
adiestramiento. Se celebraba el carnaval: Willi aparece vestido de tímido «presidiario»
junto a un beduino. Con un carro tirado por caballos Haflinger, los gamberros salieron de
excursión en Pentecostés de 1958 por el valle conocido como Handthal. Al son de las
guitarras vaciaron jarras de cerveza y fumaron cigarrillos. Las marchas a pie llegaban
hasta Wipfeld, un pueblo franconiano de viticultores a orillas del Meno. Luego, de nuevo
el aprendizaje como es debido, la jovial disciplina. Con cascos y uniformes de minero, la
clase visitó en 1959 la mina de sal de Berchtesgaden. En la fiesta del seminario actuó la
orquesta de alumnos: conciertos de cuerda, concentrada elegancia, Willi con la cabeza
inclinada sobre el violonchelo. «Dulce música pudo oírse», así se recreaba burlón un
periódico satírico del curso preuniversitario, «cuando Willi acarició en su violonchelo
bien formado las tripas de los cerdos de rabo enroscado…». Imperaba la arrogancia de
los egresados. Ninguna queja en los íntimos apuntes del diario; en vez de eso, Grün, el
callado número uno de la clase conservó una pequeña cartilla sanitaria de control como
prueba de las exploraciones de salud bucodental…
Desoyendo las advertencias de la madre, pero con el consentimiento del padre, la
cuadrilla Grün-Küpper se marchó de campamento a Hinterriß (Austria) con el coadjutor
Zenner. Las fotos le recordarían al padre de familia Grün el esplendor del Wandervogel7
del periodo de entreguerras. Tres tiendas blancas delante del macizo montañoso; entre
las peñas florece el edelweiss; el coadjutor viste ropa informal adecuada a la situación.
Hacen un alto en una solitaria cabaña: abajo, en el valle del Riß, serpentea el río; arriba,
asoma la cima cubierta de nieve. Gran libertad, eterna juventud. En 1959 los muchachos
visitan la cresta de Herzogstand (en las estribaciones de los Alpes bávaros) y el
trampolín de saltos de Garmisch.
Pero siempre está ahí también el círculo interior de lo religioso: misas al aire libre,
el centro de peregrinación Maria Eich, frescos en el techo de la iglesia de Mittenwald. Y
luego asimismo: la cueva de Lourdes en el parque del internado, la melancólica mirada
de María, el grupo escultórico del Calvario en el cementerio, la capilla del seminario con
la Virgen encima del tabernáculo. La custodia como punto central de orientación. A
diario se celebraba la misa, y se rezaba en común por la mañana y por la tarde.
Anualmente había días de retiro; los que prefería Willi Grün eran los ejercicios en
silencio.
Willi salió indemne de la pubertad. Apenas tuvo conciencia de una pequeña
operación urológica a la que hubo de someterse durante las vacaciones navideñas de
1955. De todos modos, los esposos Grün habían dejado la educación sexual de sus hijos
a los sacerdotes de la parroquia, así como a la escuela. Semejante reserva estaba a la
sazón muy extendida; sin embargo, en este caso no tuvo consecuencias negativas. La

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sola presencia de las tres hermanas creaba un ambiente distendido que no daba
oportunidad alguna a la cohibición. La mayor de las hermanas, Maria-Luise, llevaba la
voz cantante; esta muchacha de rompe y rasga leía a Karl May y, al acabar el
bachillerato elemental, marchó a París a trabajar como au-pair. Toda posible objeción
«moral» la disipó el padre con las palabras: «Chica, tú vas allí y tiendes puentes»8.
Varios años viajó también a Escocia, España e Italia, y trajo muchos amigos a casa.
Todos los años, el padre invitaba a amigos de la familia extranjeros a pasar los días de
Navidad con ellos. Estas invitaciones ampliaban mucho el horizonte del hogar y
permanecen indelebles en el recuerdo. En la prole de los Grün, Willi era el «mediano», y
probablemente fue el que más se benefició de esta alegría y este trasiego. En el
internado, sus relaciones con chicas se limitaban al contacto visual desde la ventana del
autobús. Luego, el camino prosiguió sorteando todos los obstáculos.
Tras una infancia feliz, Willi Grün está bien equipado para entrar en otro mundo
más severo. Llega al internado con inteligencia despierta, sentido del trabajo y el orden,
afición por el fútbol y una curiosa habilidad para el manejo del dinero. De niño aprende
pronto a hacer cálculos; cobra unos cuantos céntimos por la visita a un estanque que él
mismo ha convertido en vivero de peces. Quien quiere jugar con sus ingeniosas
construcciones debe pagar una entrada. Su hermana Linda recuerda que durante días
estuvo ocupado construyendo una pequeña casa de cartón piedra y luego tuvo que ver
cómo se venía abajo después de un intenso chaparrón. Pero eso no le desalienta; al punto
vuelve a carpintear… Aprende a valorar que los gastos de sus estudios pueden ser
reducidos a una cantidad aceptable por medio de buenas relaciones. Sin embargo, ni
siquiera podía soñar que luego, siendo ya un joven monje, estudiaría ciencias
empresariales. Mucho más importante para él es el hondo secreto que comparte con su
padre: el deseo de llegar a ser sacerdote. Se trata de un ideal muy elevado, que exige
mucho, pero también le protege contra la morriña o las tentaciones de las crisis
adolescentes. Hasta este momento, su entusiasmo se ha visto estimulado por acogedores
ambientes litúrgicos y por los cantos gregorianos de Adviento. Siempre le gustaron los
belenes vivientes que la familia escenificaba después de que el padre hubiera leído el
evangelio de Navidad y en los que él hacía de pastor. Se arrodillaba con las manos juntas
ante el ángel, que llevaba un largo vestido blanco ribeteado en oro y una diadema.
Décadas más tarde escribirá un libro sobre tales ángeles: el de la ternura, el de la partida
y el de la libertad; y millones de personas lo leerán agradecidas.
El deseo de Willi de ser sacerdote experimenta un giro sustancial en el internado de
Münsterschwarzach y, a partir de 1960, en el instituto de enseñanza secundaria
Riemenschneider de Wurzburgo: la fantasía romántica y el anhelo de quijotescos éxitos
misioneros en el lejano Oriente se va transformando día a día con creciente claridad en
una opción vital, en un inopinado desafío con altibajos. Su pasajera predilección por la
matemática y la biología no puede hacer daño alguno a esta vocación auténtica que
progresa de forma coherente. Antes al contrario, la consolida en el sentido de que la
fascinación por las ciencias naturales siempre le hará invulnerable a la superficialidad
del pensamiento teológico light. Por eso, el microscopio que recibe como regalo de

29
Navidad tiene también un significado simbólico: Willi Grün busca asomarse a lo
profundo, al misterioso juego del Creador, a la poesía de la creación. Lo pequeño
deviene muy grande; esa experiencia se la lleva consigo a la vida monacal.
El traslado de Willi Grün a Wurzburgo en 1960 a fin de cursar el bachillerato
constituye una clara cesura. Considera la capital de la Baja Franconia una «ciudad de
funcionarios» y no tiene intención alguna de callejear cual esteta entre el palacio barroco
y las capillas rococó. Importante es, sin embargo, el hecho de que aquí, aunque vive en
el internado de los benedictinos, asiste al instituto público. Sus amigos bávaros y él
sufren burlas a causa de su marcado acento, pero pronto son ellos quienes ríen mejor
gracias a sus excelentes notas. A diario comparte la clase con muchachas y comienza a
fantasear. A diferencia del suburbio muniqués de Lochham y de la rural
Münsterschwarzach, Wurzburgo es una ciudad de cerca de ciento treinta mil habitantes,
católica, pero celosa de una libertad que el alumno modélico que es el joven Grün pronto
aprende a apreciar.
Willi Grün quiere ser libre para un descubrimiento grávido de consecuencias. Es
capaz de pensar agudamente y sabe hacer frente a –y desmontar– los argumentos del
contrario. La psicología y la sociología irrumpen en la reserva teológica. El ambiente es
propicio. Lee Opiniones de un payaso, la novela de Heinrich Böll crítica con el
catolicismo renano. Acude por primera vez al teatro: ve Los bandidos de Schiller y luego
también el drama de Wolfgang Borchert Fuera, ante la puerta. Además, cuida el
contacto epistolar con el padre Patrick Mühlbauer, un benedictino misionero que
desarrolla su trabajo en Ebuhleni, en Sudáfrica, y por quien reza tres avemarías a diario.
Su rendimiento académico es destacable: en las notas del año 1961 consigue la máxima
calificación en diez asignaturas. Su tutor Gollwitzer escribe al respecto: «El celoso afán
del sensato y resuelto alumno se ha dirigido con energía a todas las asignaturas,
reportándole resultados muy satisfactorios. Éstos lo han colocado a la cabeza de la clase;
a pesar de ello, ha mantenido su natural sosegado y humilde. Su conducta merece el más
sincero reconocimiento». En comparación con la impetuosa letra del profesor, la firma
del padre de familia Grün en el boletín de notas hace el efecto de una tímida reverencia.
En la Iglesia católica, el papa Juan XXIII había convocado el 15 de enero de 1959 el
concilio Vaticano II, cuya primer periodo de sesiones comenzó el 10 de octubre de 1960.
En el instituto de Wurzburgo se sigue con gran atención el histórico acontecimiento. Fue
un cambio de época cargado de promesas, pero, al mismo tiempo, preludio de décadas
de incertidumbres y cuestionamientos que, sin embargo, lejos de desconcertar a Willi
Grün, le confirmaron en su deseo de ser sacerdote. Las noticias sobre el concilio
determinaban las primeras páginas de los periódicos, los debates sobre las reformas
llegaban hasta el último pueblo. Nadie se avergonzaba de escuchar. En todo ello, dos
sacerdotes desempeñaron para Willi un papel decisivo: su profesor de religión, Karl
Heinrich, y su tío, Sturmius Grün, monje de Münsterschwarzach.
Anselm Grün describe a su profesor Heinrich como un hombre entusiasmado con el
concilio y que, equipado con profundos conocimientos, introdujo a sus alumnos en las
confrontaciones de la Iglesia con el mundo moderno. A la sazón, existían dos teologías

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contrapuestas: la escolástica basada en la Summa de santo Tomás de Aquino, con sus
rigurosas pruebas lógicas de la existencia de Dios, y la nouvelle théologie, un nuevo
movimiento orientado a la libertad de los hijos de Dios, al frente del cual estaban dos
franceses, el dominico Yves Congar y el jesuita Henri de Lubac. Este último había
escrito un libro pionero sobre la Iglesia titulado Catolicismo. Congar personificaba la
vanguardia del ecumenismo. Eran dos hombres de gran talla. Característico de la carga
explosiva de aquellos debates es el hecho de que ambos religiosos, antes de ser llamados
al concilio como asesores, habían sido castigados con sendas prohibiciones de enseñar y
publicar; no obstante, tanto uno como otro terminaron su vida como cardenales.
En el ámbito de lengua alemana brillaban el jesuita Karl Rahner y Hans Küng,
profesor de Tubinga. Rahner era tenido por un maestro de la teología dogmática,
mientras que Küng, con su libro El concilio y la unión de los cristianos, había marcado
la orientación de la asamblea eclesial. En el aula de la basílica de San Pedro se formaron
dos frentes: el de la gran mayoría de los obispos y el de una curia indignada en torno al
cardenal Ottaviani. Para un inteligente candidato al sacerdocio como Willi Grün, fueron
unos años impresionantes. Resultaba emocionante ser católico. La Iglesia que se
reformaba, la Iglesia que quería volver a comprender el mundo, arrastró a Willi. Ya
entonces buscaba él su misión personal: ¿cómo puedo vivir y formular la fe cristiana en
el mundo actual de modo tal que otros la comprendan? Esto iba a convertirse en la tarea
de su vida. En el instituto, Willi Grün no consiguió entender las intrincadas frases de
Karl Rahner. Pero a aquel alumno que coqueteaba con la biología le fascinaban los libros
de los jesuitas Paul Overhage y Adolf Haas. Abordaban preguntas antropológicas
relativas a la evolución de la vida y al desarrollo filogenético del ser humano. Pronto
descubrirá la teología mística de Teilhard de Chardin, quien, entre el espíritu y la
materia, describe al amor como la fuerza motriz de la creación. De los tempranos paseos
de la mano de su padre, el entierro del pajarillo y la creación de un vivero de peces, a sus
libros sobre las fuerzas sanadoras de la naturaleza y el sentido de la vida, pasando por los
campamentos en los Alpes y las excursiones por las montañas con sus hermanos y
amigos, este interés ecológico atraviesa como un hilo conductor toda la vida del padre
Anselm. Los cincuenta ángeles que describe en sus célebres libros tienen nombre propio;
suben y bajan por el cosmos, y guían al ser humano hacia el Dios redentor.
Entre los libros históricos que en esta época de cambios influyeron en el joven Grün
se cuenta, sobre todo, el superventas de Werner Keller Y la Biblia tenía razón. Para un
amplio estrato de lectores en el mundo católico, esta obra representó una salutífera
conmoción. Asociaba la historia de la salvación con los datos arqueológicos. En aquel
entonces, la interpretación rigurosa de las Escrituras era monopolio casi exclusivo de los
exegetas protestantes. Willi Grün, que se sabía manejar con el microscopio y amaba la
investigación, había seguido con interés los efectos de la encíclica Divino afflante spiritu
de Pío XII, que autorizó por fin a los estudiosos católicos de la Biblia, sobre todo a los
de la École Biblique de Jerusalén, la utilización de los modernos métodos científicos de
trabajo. El joven Grün pertenecía a una generación que era todo oídos, no quería temer a
la Modernidad y no estaba ya dispuesta a «correr medrosa detrás del coche en el que

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viaja la nueva humanidad», tal y como lo formuló de modo programático Karl Rahner.
Pero ¿de qué manera podía llevar uno a la práctica como candidato al sacerdocio en
el «mundo actual», semejante intrepidez? La vocación de Willi Grün se había
consolidado en los años liberales del instituto de Wurzburgo, pero entonces se planteó la
otra pregunta importante; a saber, la pregunta por el mejor camino para vivir tal anhelo.
Prefería la vida consagrada antes que el sacerdocio secular y daba una razón muy
interesante para ello: quería «no aburguesarse». Buscaba desafío y entrega. Nada de
compromisos; la severa clausura de un monasterio de vida contemplativa le atraía en no
menor medida que el solitario puesto de misionero en la lejana Asia. Estaba dispuesto a
aprender coreano; por complicado que fuera, ello no iba a detenerlo.
«No aburguesarse»: en vísperas de la revuelta estudiantil de 1968, esto era más que
una veleidad contra filisteos y contra el mundo de los adultos. En esta juventud se abría
paso algo que ya se había hecho patente en los movimientos de protesta del periodo de
entreguerras: una resistencia crecientemente comprometida contra una tecnología que
triunfaba de manera descontrolada, contra la masificación y el sinsentido de la
existencia. Las «aves migratorias», los miembros del entonces pujante movimiento
juvenil Wandervögel9, no habían buscado la Flor Azul del romanticismo, sino la
autenticidad de la existencia. Libertad por contraposición al sometimiento a la «masa
anónima». Reconciliación con la naturaleza profanada, justicia frente a la arrogancia de
quienes participan en el juego político de poder. La Segunda Guerra Mundial había
interrumpido o –como en los audaces diarios de Ernst Jünger– transfigurado estas
tendencias. Tras los excesos de la época del «milagro económico» (la reconstrucción de
la posguerra) volvieron a aflorar, reforzados, los anhelos insatisfechos. Los estudiantes
se burlaban del «olor a moho de mil años»10 y ocupaban las calles en protesta contra el
Sha de Persia, la guerra de Vietnam de los estadounidenses y las leyes del estado de
excepción de la República de Bonn. Se perdieron disparos, corrió sangre, hubo muertos.
El revolucionario Che Guevara exigía: «Seamos realistas: intentemos lo imposible». Ya
años antes, el dramaturgo Bertolt Brecht había proclamado: «Quien no lucha ya ha
perdido». El poeta Paul Celan conjuró el cielo sobre Auschwitz: «una tumba en las
nubes, no se yace estrechamente allí». El teólogo protestante Helmuth Gollwitzer
predicó en el cementerio de Berlín tras el suicidio de la terrorista Ulrike Meinhof: «La
hija de Dios ha regresado a los brazos divinos». En una entrevista publicada
póstumamente en el semanario Der Spiegel, Martin Heidegger respondió a una pregunta
de Rudolf Augstein (el influyente fundador y director de dicha publicación): «Lo que
nos falta es un dios».
Las esperanzas del concilio se correspondían con esta corriente de la época. Quien
optaba por la Iglesia no apostaba por una causa perdida. Tres décadas antes, Guardini
había dicho de ella que despertaba en las almas; esta esperanza se había perdido en el
ruido de la guerra, mas no se había extinguido. Junto con sus compañeros de camino de
la década de 1960, congregados delante de monasterios, seminarios y facultades de
teología, Willi Grün personifica esta vigilancia. También ellos querían «lo imposible».
Así, no es de extrañar que nombres de agitadoras resonancias como los de Congar, de

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Lubac o Rahner comenzaran a fascinarle más que la Regla de san Benito. Estos jóvenes
deseaban salir, mezclarse con la gente, coger el toro por los cuernos, transformar el
mundo. En la Iglesia oficial de Roma, las respuestas a preguntas sobredimensionadas
parecían convertirse en aportación de leguleyos. Reinaba un ambiente belicoso; los
grupos progresistas rivalizaban con los conservadores. En la tempestad y la agitación
parecía perderse la responsabilidad del orante. Antes del pretendido ingreso en la abadía
de Münsterschwarzach, Willi Grün pasó por una crisis junto a los muros del monasterio.
¿Debo o no debo?
En este debate interior sobre cuál sería el camino adecuado apareció un hombre que
llevaba años observando la evolución de Anselm y que probablemente también había
influido en ella de forma callada: su tío Sturmius Grün, hermano de su padre y monje
benedictino de Münsterschwarzach. El prefecto de estudios de los religiosos jóvenes
encajaba en esta época de rebeliones. Era un inteligente precursor, se atrevía a publicar
escritos teológicos abiertos al mundo, introdujo el fútbol entre sus píos hermanos de
comunidad, difundía opiniones heterodoxas, cosechó protestas, fue relevado de su cargo
y trasladado a Wurzburgo como pastor de almas, sufrió de insomnio y fue apartado a la
hacienda Krandorf, dependiente del monasterio.
Pero el padre Sturmius estaba firmemente convencido de saber lo que quería.
Cuando su hermano Wilhelm le confió un día que sentía igual que él la vocación de
monje, le disuadió encarecidamente de ello. En el caso de Willi, la situación era, por lo
visto, muy distinta. Ya en la elección del internado había intervenido Sturmius con toda
discreción, consiguiendo de la abadía ayuda económica para el muchacho. Las
sobresalientes notas, la brillante prueba de selectividad y el ejemplar estilo de vida del
candidato a sacerdote le confirmaron en su aspiración de ganar a Willi para el monacato
benedictino. Frente a todos los ideales del sacerdocio secular, adoptó una posición aún
más radical, la cual no podía dejar de impresionar al sobrino que se oponía a una Iglesia
aburguesada: «El monacato nunca puede volverse anticuado, a no ser que quiera devenir
“moderno”, asimilándose al mundo. Su meta es la asimilación a Dios».
Ya en la primavera de 1963, el joven Grün, movido por la admiración que sentía por
los jesuitas franceses de vanguardia, había manifestado a su tío sus reparos frente a la
sosegada vida de los benedictinos. El padre Sturmius le espetó al sobrino en una carta
que en la Compañía de Jesús no había más que unas cuantas eminencias y que el grueso
de ella era tan desconocido como la gente de su propia orden. También en ésta puede
hacer el doctorado quien lo desee, sigue argumentando, pero «quien entra en nuestra
congregación debe estar dispuesto a renunciar a ser famoso». El Señor no exige grandes
logros, sino un gran amor. A modo de ejemplo, menciona a Teresa de Lisieux, quien,
humilde carmelita de clausura, ha sido elevada a patrona de las misiones; y a Juan María
Vianney, el santo cura de Ars, quien, siendo una nulidad intelectual, ha convertido a
cientos de miles de personas. De forma incitadora informa luego sobre el esfuerzo de los
benedictinos misioneros: «Ha llegado la hora de la verdad para la misión». Describe la
grave situación, recuerda el encargo de Cristo y nombra como ejemplos actuales
Tanganica y el avance del islam en Sudán, que quizá se haya perdido por siempre para

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Cristo. «Tenemos abundancia de eruditos; sin embargo, padecemos una preocupante
escasez de pioneros que sean consecuentes y expongan la vida por Cristo».
El sobrino no quiere dar el brazo a torcer y contraataca. Los jesuitas, afirma,
despliegan en los frentes misioneros un esfuerzo aún más intenso. Critica el escaso
número de predicadores benedictinos y la dudosa eficacia de quienes «se limitan a
rezar». Los salmos le resultan sobremanera violentos, y la liturgia demasiado
contemplativa; al trabajo misionero le falta la disposición a prescindir de los dictados
occidentales. Pero el padre Sturmius sabe replicar de manera no menos belicosa: llama a
su corresponsal «hereje», así, entre comillas. Ignacio, sostiene, «aguó» el espíritu
combativo de la Regla de Benito; también entre los jesuitas hay quienes desempeñan
profesiones sencillas. Rechaza la contraposición entre acción y contemplación: «En el
reino de Dios, muchos ejecutivos se afanan en vano. Lo primero y más importante es la
oración y el amor… de ahí resultan también los programas para el futuro».
Enérgica réplica asimismo en la controversia sobre liturgia: «El obispo protestante
Stählin recibió en gran medida su formación litúrgica en la reja del locutorio de la abadía
benedictina de Herstelle… Si los teólogos evangélicos creen de nuevo en la eucaristía
como sacrificio, ello se debe tan sólo a los estudios del benedictino Odo Casel,
perseguido implacablemente por los jesuitas». Al reproche de Willi de que los
benedictinos misioneros han llevado la cultura europea a África, Sturmius responde que
el primer «monasterio negro» de la orden se encuentra en Hanga: «Creamos cultura
desde abajo». Ante la crítica a la supuesta belicosidad de los salmos, el tío esboza una
sonrisa: «Si tú y yo tuviéramos el nivel moral de los cantos del salterio, seríamos
santos».
Por último, aduce un argumento que, con delicadeza, pone sobre el tapete la ayuda
económica de la abadía al alumno de internado Grün. Hay deberes de gratitud, que, «a
buen seguro, no se satisfacen eligiendo una u otra profesión; pero, cuando se trata de
optar entre dos posibilidades, han de ser colocados en la balanza». El sobrino es
consciente de la importancia de los céntimos. Era el último empellón del tempestuoso
Sturmius11.
Tras superar la prueba de acceso a la universidad, Willi Grün ingresa en la abadía
benedictina de Münsterschwarzach en otoño de 1964. Tiene diecinueve años, y al
respecto dirá después: «Con ello se me abrió un mundo totalmente nuevo».

34
4

El noviciado: «Escucha, hijo»

Phabían Anselm
ARA Grün, el noviciado comenzó con un ligero retraso. Siete postulantes se
reunido en la tarde del 19 de septiembre de 1964 en el restaurante de
Münsterschwarzach para, antes de dar el importante paso hacia la soledad monacal,
invertir sus últimos marcos en una jarra de cerveza. La reunión fue cordial y se prolongó
algo más de lo planeado, de suerte que los señoritos llegaron tarde a la cena en la abadía.
Pero, para amortiguar la primera tentación demoníaca, la de la gula y la embriaguez, iban
a tener en adelante toda una vida monástica.
Su nuevo «padre», san Benito, en su Regla del siglo VI, permitió que reinara al
respecto una cierta indulgencia. Recibe a sus nuevos hermanos con las palabras:
«Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e inclina el oído de tu corazón…». La
«milicia bajo una regla y un abad» es, al mismo tiempo, una forma de «ser libre para
Dios». A la estricta separación del mundo se contrapone la «inefable felicidad del
amor». Se exhorta reiteradamente a la consideración para con los débiles y al cuidado de
los ancianos y los enfermos. Al nuevo no se le debe admitir con facilidad a la vida
monástica: «Y tengan cuidado en observar si [el novicio] de veras busca a Dios». El
padre del monacato exige que el maestro de novicios hable abiertamente con el
candidato sobre todas las cosas duras y ásperas: «Si no eres capaz [de soportarlas],
márchate libremente». Sólo después de una madura deliberación debe ser admitido el
novicio en la comunidad.
Desde los diez años, Willi Grün, que a la sazón tenía diecinueve, nunca se había
tomado las cosas a la ligera a la hora de reflexionar. Era suficientemente ambicioso e
inteligente para tomar una decisión. Sus dudas eran más bien de tipo «técnico»; la fe en
su vocación al sacerdocio no se cuestionaba. Su familia le animaba por doquier a ello,
sobre todo su pío padre, quien había soñado con la vida monástica para él mismo, pero
también su tío Sturmius y sus tías Synkletica y Giselinde, quienes vivían en monasterios
de vida contemplativa o misionera y rezaban por él. Willi Grün sentía cierta inclinación

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–algo de lo que él mismo recelaba– hacia una gran carrera intelectual en la orden de los
jesuitas, donde Karl Rahner, Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac causaban
sensación. La aventura de la «misión universal» le atraía asimismo: el «Tercer Mundo»
resurgía, y en el Lejano Oriente y en África las grandes religiones rivalizaban entre sí.
Quien no quería languidecer como burgués en el adinerado Occidente, ni desaparecer en
el desierto de una apacible clausura, encontraba aquí auténticos desafíos que exigían
poner en juego la vida entera. Pero tal vez fuera posible vincular ambos caminos.
Münsterschwarzach es una abadía de benedictinos misioneros que liga
contemplación y acción de un modo original. Por un lado, la regula del padre del
monacato occidental, san Benito; por otro, la gran misión encomendada por Cristo de
convertir a todos los pueblos. ¿No era la presencia de una comunidad orante en un país
pobre de la Franja del Sahel, o frente a la políticamente peligrosa costa de China, el ideal
de vida con el que soñaba Willi Grün? El trabajo misionero le atraía con fuerza: no
quería «limitarse a conquistar estrechos horizontes». La visión le fascinaba tanto que,
ante ella, incluso el anhelo de compartir la vida con una mujer, que afloraba de vez en
cuando, pasaba a segundo plano. También aquí le inquietaba el temor de
«aburguesarse», de no poder vivir una dimensión esencial, más extrema, de su ser.
«Quien se acuesta dos veces con la misma forma ya parte del establishment», se
burlaban de la Escuela de Fráncfort los estudiantes, quienes llegaron a echar del aula con
un striptease al viejo maestro de la teoría crítica, Theodor W. Adorno. Aunque Willi
Grün no se «acostaba» con nadie, por nada del mundo quería pertenecer al
establishment. Anhelaba la «Iglesia del desierto» ensalzada por el monje trapense y autor
de superventas Thomas Merton. Con ello se correspondía un notable movimiento dentro
de la orden benedictina, al que el monje de la abadía de Beuron (sita en el valle alto del
Danubio) Andreas Amrhein había dado nueva vida en consonancia con el ejemplo de los
monasterios medievales. Después de que la abadía de Beuron, todo un foco cultural, le
denegara la debida autorización, Amrhein fundó en 1884, en la abadía de Santa Otilia
(Sankt Ottilien), la congregación de los misioneros benedictinos, suscitando con ello un
interés entusiasta, sobre todo entre los jóvenes. Aunque él mismo, después de
prolongados conflictos, fracasó personalmente y abandonó la vida consagrada, su visión
no perdió vigencia.
El benedictismo misionero es un compromiso de vida con múltiples variaciones;
incluso los «monasterios madre» de Occidente, con sus numerosos ancianos y enfermos,
mantienen una estrecha relación con los hermanos de los países en vías de desarrollo. Su
trabajo educativo abarca horizontes universales. Las publicaciones de la congregación
informan sobre la fuerza explosiva que las realidades del Tercer Mundo tienen in situ.
En este campo de fuerzas, Anselm Grün encontró su primera identidad como monje
misionero. Aunque, a diferencia de lo que inicialmente esperaba, no ha recorrido campos
de arroz coreanos ni la selva africana, en 1980 dirigió unos ejercicios en África y estuvo
de visitación en Sudamérica. Entretanto, las giras de conferencias llevan al autor a
Taiwán, Europa del Este y a los Estados del Magreb. Es su manera de ser misionero.
Ya en el instituto de secundaria, Willi rezaba a diario tres avemarías por el padre

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Patrick, un benedictino misionero; durante años mantuvo correspondencia con él. Sus
parientes confirmaron el deseo vocacional de Anselm. La tía Giselinde, benedictina
misionera destinada en Filipinas, le escribió en Navidad: «Mantente valeroso… Ten
siempre a la vista tu gran meta». Había motivos para requerir valor; la familia sabía que,
antes de la guerra, en Corea y Manchuria los benedictinos habían acabado en la cárcel.
Algunos fueron asesinados por los comunistas; los demás no regresaron hasta 1953.
El tío Sturmius invocó la cercanía vital y la base evangélica del monacato en la
misión: «Tenemos suficientes topos que escarban sin cesar en la arena de la historia
pasada». Se manifestó con entusiasmo sobre el dinamismo electrizante y reformista que
se vivía en su orden: «Espero que percibas con qué palpitante vehemencia avanza la
teología actual, audaz como los astronautas, y a su cabeza un par de benedictinos
franceses…». Su afán consistía en convencer al sobrino de la seriedad de una vida en el
espectro del silencio, la oración y el trabajo misionero, sin minimizar el desafío de la
vida espiritual.
A este respecto, el noviciado de un año en Münsterschwarzach confrontó a Anselm
con duras pruebas. La cosa comenzó por pequeñas formalidades. Por lo visto, el joven, a
pesar de todo, se había «aburguesado» un tanto en el instituto de Wurzburgo, pues ya el
hecho de tener que levantarse a las cinco de la mañana le resultaba difícil. Participaba
rendido en maitines, y durante el día no había ocasión de recuperar el tiempo de sueño
desaprovechado. El descanso nocturno comenzaba a las ocho de la tarde, después de
completas; y enseguida le rondaba el insomnio y el miedo a la mañana siguiente. En el
instituto de Wurzburgo, el adolescente había vestido vaqueros y camiseta. En
Münsterschwarzach debía ponerse un hábito de monje algo complicado, de negro un día
sí y otro también; al hábito se agregaba luego una capucha medieval y un corto
escapulario de novicio, una suerte de trajecillo para los hombros, que en la orden sirvió
originariamente como delantal de trabajo. En la ceremonia de toma de hábito, Willi
Grün, tras tumbarse en el suelo a los pies del abad, recibió el nombre monástico de
Anselm. Hace referencia a san Anselmo de Canterbury, doctor de la Iglesia. Este nombre
era todo un programa. Nacido en Aosta (Italia) en el siglo XI, san Anselmo impulsó, en
su calidad de abad del monasterio de Bec en Normandía, el resurgir intelectual de la
orden benedictina. Sus alocuciones causaban gran sensación también en Cluny, el centro
espiritual de la Iglesia en aquella época. Defendió con firmeza la libertad de la Iglesia
inglesa y fue desterrado en dos ocasiones por reformador. Tras su muerte, acaecida en
1109, recibió sepultura en la catedral de Canterbury.
Al novicio Anselm le encantó al punto su nuevo nombre: podía identificarse sin
problemas con esta vida de elevada cultura, libertad reformista y consecuente valentía. A
los pocos días de la toma de hábito, el padre Sturmius se manifestó sobre el nuevo
patrono de su sobrino, quien hasta ese momento no había sabido muy bien qué hacer con
el diminutivo con que era conocido, «Willi»: «La grandeza de Anselmo de Canterbury
no radica en que reformara un monasterio, sino en que se reformó radicalmente a sí
mismo… Los reformadores que no se reforman primero a sí mismos son arrogantes
revolucionarios». Al usar el término «radical», Sturmius había añadido entre paréntesis

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que ésta era una de las «palabras preferidas de san Benito». Salta a la vista que, a estas
alturas, Sturmius aún temía que Anselm pudiera volver a verse asediado por las
tentaciones jesuíticas y lanzaba discretas indirectas contra la petulancia de destacados
peritos conciliares. También era consciente de la sensibilidad de su joven corresponsal
para un serio trasfondo cultural. En todas sus cartas y tomas de posición es perceptible
un esfuerzo pedagógico: no quiere asediar con llamamientos a la perseverancia, sino
convencer con argumentos. En ello, alterna de buen grado sus detalladas referencias a
líderes espirituales de la orden benedictina con polémicas observaciones contra los hijos
de san Ignacio. Luego, viene el ataque: «Te aconsejo que entierres las preguntas relativas
a la orden jesuita… Pregúntale al padre Urbanus si no es verdad que, en una ocasión, un
jesuita le dijo más o menos lo siguiente: “Sólo un loco se hace jesuita…”». Si Anselm se
confesaba impresionado por la reforma litúrgica del concilio, Sturmius le replicaba en el
acto con la pregunta: «¿…crees que habría sido posible sin los benedictinos?». De
hecho, la renovación de la liturgia había comenzado en las abadías benedictinas de
Solesmes, Lovaina, Maria Laach y Beuron.
La distancia crítica que Anselm mantenía respecto de la teología de los misterios de
Odo Casel la desestimaba Sturmius con el comentario de que su sobrino aún no estaba
en condiciones de juzgar al respecto. A los reformadores superficiales les contraponía el
severo monacato primitivo y recomendaba la lectura del libro de Uta Ranke-Heinemann
sobre dicho fenómeno, que nada había perdido de su actualidad. Según él, Charles de
Foucauld se había limitado a vivir el más antiguo monacato eremítico y, justo así, había
sido «verdaderamente moderno». El noble francés, tras una dudosa carrera de oficial y
vividor, se hizo primero trapense y luego eremita en el Sahara. Allí fue asesinado; el
papa Benedicto XVI lo ha beatificado. La afirmación de Anselm según la cual los
escritos de los benedictinos tenían un «estilo mojigato» llamaba la atención del tío. En
ningún caso quería que las modas espirituales pusieran en peligro el noviciado de su
sobrino y del primo de éste, Udo Küpper. Los jóvenes monjes que ingresaban en el
monasterio no debían apasionarse por las disputas entre corrientes teológicas, sino hacer
suyo el espíritu de la Regla. La nueva forma de vida monástica en Taizé era, sin duda,
una grata noticia; pero los libros del prior, el hermano Roger Schutz, y del hermano Max
Thurian, «en modo alguno son superiores a nuestros escritos monásticos». Thomas
Merton –cuya autobiografía, La montaña de los siete círculos, se había convertido en un
superventas en todo el mundo y quien, como eremita, había sido visitado por Joan Baez
y Bob Dylan, y cultivaba el diálogo con el monacato asiático– era, afirmaba el padre
Sturmius, un «autor que se lee con provecho, pero que también hace cierta propaganda
de lo estadounidense». Fuera, el afán hegemónico y las armas nucleares de Estados
Unidos empujaban a los estudiantes a las calles. Sturmius prevenía contra aquellos
«activistas» estadounidenses del movimiento make love, not war [haz el amor, no la
guerra], que tendían hacia los rigurosamente contemplativos trapenses en torno a
Merton: «Fundan un monasterio tras otro; sin embargo, la mitad de sus seguidores
abandonan la vida consagrada».
El noviciado era una singular mezcla de trabajo en equipo y soledad en la celda. A

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los jóvenes les costaba, sobre todo, comenzar el día tan temprano; algunos de ellos aún
estaban acostumbrados a prolongadas veladas. Por regla general, el grupo de los
principiantes procedía «en manada». La vida en comunidad requería compromisos. El
lectorium servía a la vez de aula y habitación de estudio, de sala de estar y biblioteca. Se
comía en abundancia, pero, por lo común, alimentos ligeros. Las cartas y los contactos
con el mundo exterior se circunscribían al mínimo imprescindible.
El noviciado de Anselm, que se prolongó hasta el otoño de 1965, fue una época
difícil. La Iglesia, la familia y, sobre todo, el celibato y la piedad quedaron sumidos en
una grave crisis. El «abatimiento de los bastiones», al que Hans Urs von Balthasar había
llamado pocos años antes, se convirtió en una sacudida; el propio Balthasar dejó la orden
jesuita y se replegó en el nicho espiritista de la vidente Adrienne von Speyr. El elevado
número de exclaustraciones y las llamadas «reducciones al estado laical» impresionaron
al joven monje. También Münsterschwarzach se vio gravemente afectada por esta crisis:
avezados padres abandonaron el monasterio y, en la mayoría de los casos, una mujer les
esperaba en la portería. El dubitativo monje principiante no tuvo más remedio que
constatar que los altos muros de la abadía en modo alguno le protegían de las
incertidumbres y decepciones de un mundo desquiciado.
En mayo de 1965, Anselm comunicó a su tío que le iba «relativamente bien»: se
trata de una exageración en deferencia al monje mayor, pues sus problemas apenas se
habían mitigado. Sturmius no se hacía ilusiones sobre la situación de su sobrino y
parecía no saber ya qué decirle. Anunció una visita personal a la abadía y recurrió
incluso a una grafóloga, que, tras estudiar la letra de Anselm, le dijo lo siguiente: «Un
joven muy inteligente que querría apoderarse de todo con incontrolada premura; pero
que, a causa de ello, disfruta de escaso ocio y, por ende, apenas se encuentra consigo
mismo. Necesita recogimiento interior».
¿Falta de sosiego en el lugar de la quietud? Detrás de ello late también una
silenciosa crisis del maestro de novicios, el padre Augustin. «Yo no toleraría tanta
problematización como, por lo visto, es habitual en el noviciado», escribe Sturmius en
una carta un tanto perpleja. Pero se equivocaba en su temor de una fuga descontrolada.
Es cierto que ninguno de los siete novicios permaneció a salvo de desafíos, pero no les
faltaba ambición, que era contrabalanceada por una sana mezcla de rigor y vida
comunitaria. Un paseo diario, así como mucho deporte y mucha música, debían
ahuyentar el miedo al encorsetamiento. En las excursiones se bebía y fumaba.
Augustin, el padre magister, era un acompañante sensible y un amigo paternal.
Hasta el mobiliario desempeñaba un papel en su idea de cómo debía ser este periodo de
iniciación; el noviciado, con sus pupitres, la biblioteca y las apaciguadoras láminas
artísticas, abarcaba a la vez el scriptorium y la sala de estar. El hermano Anselm amaba
el canto, el interés por la coreografía litúrgica. Aún hoy habla con entusiasmo de la
antífona para la fiesta de Todos los Santos: Vidi turbam magnam, «Vi una gran
multitud». El padre Augustin, quien además ejercía como organista de la abadía, era un
esteta que amaba el arte y la literatura, sobre todo aquellos pasajes del Libro de las horas
de Rilke en los que se alude a la vida monástica: «Te comenzaste a ti mismo de manera

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infinitamente grande / aquel día que nos comenzaste a nosotros».
Anselm dice del padre Augustin que, más que maestro, era un hombre espiritual. La
cultura del órgano le había marcado: interpretaba a Bach cuando éste todavía estaba mal
visto por razones confesionales. Aún anciano, tocaba a solas, cada mediodía, en la
amplia iglesia vacía. Poseía la virtud de hacer audible la espiritualidad. Sus
interpretaciones de la Regla de san Benito, en los pasajes que tratan sobre la alabanza de
Dios, han seguido influyendo en los libros de Anselm. En aquel entonces leían en el
noviciado obras clásicas de la literatura espiritual: El Señor de Guardini, La vida de
Cristo y los comentarios a los salmos de Dom Marmion Columba.
El afán de emular las lecciones del maestro de novicios llevó a que el hermano
Anselm, si bien no escribía un diario como el joven trapense Thomas Merton en El signo
de Jonás, anotara con esmerada caligrafía –que se asemejaba a la de su padre– buenos
propósitos y enseñanzas en un pequeño cuaderno de notas. Hoy se sonríe al hablar de su
piedad de entonces, pero esas anotaciones permiten reconocer su tendencia a maridar la
ambición con la devoción monástica. Aquí y allí recuerdan en su encanto a algunos
textos de Teresa de Lisieux.
A la pregunta de qué es un monje, Anselm se contesta a sí mismo: «Un martyr
vivens (mártir vivo); su tarea consiste en vivir a modo de ejemplo el unum necessarium
(lo único necesario), con vitalidad, sin compromisos. La entrega a la realidad divina es
su auténtica tarea, la silenciosa llamada que dirige a los hombres». Y prosigue: «Un
monje es una persona que escucha, que escucha a Dios… Un monje es alguien que está a
solas con Dios, alguien a quien el amor obliga a pensar sin pausa en Él… Un monje es
una persona que busca de verdad a Dios y sólo a Dios… Un monje es alguien que lucha
en nombre de Dios, contra todo lo terreno que existe en él…». A semejanza de la mística
renana, afirma: «Un monje es alguien que se vacía de sí, que se niega a sí mismo, para
entregarse por completo a Dios, a Cristo y a su Cuerpo». Ya en el recordatorio de la
profesión de Anselm en 1964 puede leerse: «El monje es un soldado de Cristo», o
«Morir al propio deseo». Eran conceptos combativos de la tradicional teología
monástica. El psiquiatra C.G. Jung, cuya obra completa en veinte tomos Anselm Grün
aprendería a tener en gran estima algunos años después, habría detectado en estos
apuntes profundas huellas de disposición al sufrimiento, sentimientos antiburgueses y
entrega cargada de erotismo. Un soldado: eso también habría podido serlo un objetor de
conciencia, y el deseo sería un ejercicio de aceptación y superación.
Con estas tendencias de afectuosa adoración rivalizan de vez en cuando grotescas
formas de penitencia que uno esperaría encontrar antes en el silencioso monasterio de la
Grande Charteuse (Isère, Francia) que en una emprendedora abadía misionera con
ambiciones de saber racional. Tales formas de penitencia culminaban en un capítulo
mensual de faltas, que se llamaba el «Mea culpa» y comenzaba con una alocución del
venerable padre. Entre las culpas que se auto-imputaban los jóvenes monjes había delitos
tan terribles como: remolonear a la hora de levantarse, dormitar durante la homilía,
parlotear, uso de expresiones ofensivas, hablar en espacios donde la Regla prohíbe
hacerlo, correr dentro y fuera de la casa, comportarse de forma desenfada durante la

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recreación, omisión del saludo, dejar abiertas las puertas de la clausura o gasto
innecesario de papel… Estas formalidades se eliminaron en 1966, siendo sustituidas por
reuniones periódicas en «decanías», pequeños grupos de diálogo. Los monjes son
agrupados según edades e inclinaciones; su composición tiene también mucho que ver
con la psicodinámica y ayuda a una gran comunidad de más o menos noventa monjes a
no perderse en el anonimato.
A pesar de todos los retos y tentaciones, el hecho de que los siete novicios hicieron
al cabo de un año los votos temporales, la profesión, habla a favor del padre Augustin. El
padre Sturmius, que disponía del bagaje de cuatro décadas de experiencia monástica,
escribió en septiembre de 1965 una carta de felicitación de dos páginas al hermano
Anselm, a quien le unía una relación de confianza, y a su primo, el hermano Udo
Küpper. Creía satisfechos sus deseos, y el tiempo iba a darle la razón; por eso, ninguna
crítica más a la rivalidad de los jesuitas y sus teólogos conciliares, de la que se había
quejado de continuo, sino la paradójica sabiduría del poeta Angelus Silesius: «Ninguna
muerte es más sublime que la que trae una vida, ninguna vida más noble que la que brota
de la muerte». Con profunda emoción, el viejo monje escribe: «He rezado y rezo por
vosotros».
Sólo más tarde, cuando se intensificó la crisis de vocaciones en los monasterios,
cuatro de aquellos siete novicios colgaron los hábitos. El más pío de todos se enamoró de
una secretaria de Münsterschwarzach. Después de un autoexamen aún más riguroso, los
jóvenes monjes pudieron vincularse para siempre al monasterio a través de la profesión
solemne, los «votos perpetuos». Se comprometieron con la vida monástica e hicieron
votos de obediencia, pobreza y castidad: virtudes todas ellas contrapuestas al sentimiento
vital reinante fuera, en el mundo. Interiormente, Anselm Grün seguía encontrándose en
un tenso estado de vacilación. Las circunstancias de la época pesaban sobre su decisión,
sobre todo porque intuía que las verdaderas pruebas estaban aún por llegar. Para él, la fe
era algo que se daba por sentado; la vocación sacerdotal, una poderosa ambición. Los
auténticos problemas se los planteaba la vida monástica. No quería «resecarse» en ella;
de ahí que solicitara al padre abad posponer un año su profesión perpetua. Lo cual era
una expresión de la crisis, y le ofreció la oportunidad de crecer contra viento y marea en
ella y gracias a ella.

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5

El abad con la cazadora de cuero

Sdel lagoOtilia
ANTA es la archiabadía de los monasterios benedictinos. Se alza en las cercanías
Ammer: a su alrededor, el ondulante paisaje de los Prealpes bávaros; en la
lejanía, montañas cubiertas de nieve. A finales de la década de 1950, este monasterio
irradiaba una cierta nobleza: la autoridad de la orden tenía aquí su sede, y una facultad de
filosofía recibía a la nueva generación de intelectuales de las abadías de Uznach (Suiza),
Schweiklberg (Baja Baviera) y Königsmünster (Westfalia), así como de
Münsterschwarzach. El gran monasterio de Franconia, enclavado en uno de los
meandros del río Meno, con sus numerosos hermanos legos dedicados a la agricultura y
los trabajos artesanos, era ridiculizado a escondidas en Santa Otilia como «abadía
campesina». Sin embargo, también los edificios de la archiabadía eran rústicos: los
estudiantes llamados «clérigos», entre veinte y veinticinco, dormían todavía en
dormitorios corridos con quince camas en cada pieza y tenían que compartir tres lavabos.
En realidad, el postulante de dieciocho años Willi Grün debería haber ingresado por
razones obvias en esta abadía, que se encontraba situada entre su hogar muniqués y
Landsberg; pero entonces intervino –como tantas otras veces cuando se trataba de
cuestiones de ubicación geográfica y espiritual– el padre Sturmius, dirigiendo al joven
hacia Münsterschwarzach.
El estilo de vida, la observancia monástica y el programa de estudios en el
monasterio de Santa Otilia, fundado en 1886, sólo respondieron en parte a las
expectativas del foráneo estudiante Anselm Grün, quien, tras el noviciado, comenzó allí
sus estudios. La formación escolástica básica en metafísica, lógica e historia de la Iglesia
se anteponía a las grandes preguntas actuales de la Iglesia recién aflorada en el concilio
Vaticano II; además, había que empollar hebreo, algo a lo que no le veía ningún sentido.
Únicamente el padre Quirin Huonda aprovechaba las circunstancias para introducir a sus
oyentes de la asignatura de historia de la filosofía en la filosofía existencial de Jean Paul
Sartre, Albert Camus, Gabriel Marcel o Martin Heidegger. Anselm aguzaba los oídos. El

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monacato, su historia primitiva y su teología mística no se abordaban; no obstante, las
clases de Huonda ofrecían una base sólida para recuperar de entre el polvo de los
seminarios –por ejemplo, a través de las obras de Karl Rahner y, sobre todo, de Josef
Pieper– la Summa theologica de santo Tomás de Aquino.
Santa Otilia seguía siendo un lugar de una cierta melancolía; hasta allí no habían
llegado aún en toda su fuerza los movimientos de reforma. A ello contribuía también el
vigente plan de estudios, que contemplaba veinticinco horas semanales de asignaturas en
su mayoría aburridas, ofrecía como única diversión el fútbol y prohibía a los jóvenes
monjes marchar a casa de vacaciones en Navidad, Pascua y verano. En vez de eso, el
grupo de Münsterschwarzach regresa a su abadía o pasa las semanas de vacaciones en
Krandorf, una finca en el Alto Palatinado que tres hermanas solteras habían donado a la
abadía en 1960. Era dirigida por el padre Sturmius, que padecía insomnio; los
estudiantes venidos de Santa Otilia ayudaban en los trabajos agrícolas a los cuatro
hermanos allí residentes.
Decepcionados, Anselm y sus compañeros de estudios constataron que el rezo de las
Horas en la archiabadía de Santa Otilia, si bien seguía llamándose officium divinum,
evidentemente no desempeñaba ningún papel destacado en el transcurso del día. La
prescripción de la Regla de san Benito según la cual nada puede ser antepuesto al rezo
del coro, y los residentes en el monasterio han de dejar estar todo y apresurarse a la
iglesia en cuanto suena el correspondiente tañido de campanas, se interpretaba allí de
manera muy laxa.
Cuando Anselm, junto con otro valiente, hizo de tripas corazón y fue a hablar con el
abad, para hacer ver a éste con cautelosas formulaciones que se cuidaba poco la
formación, y que los estudiantes tenían que ocupar los asientos que quedaban vacíos en
el coro porque los miembros de la comunidad no acudían a la obra divina, ambos fueron
expulsados del despacho. El hermano Anselm extrajo sus consecuencias de este
episodio: respetó el detestado reglamento, pero aprendió diligentemente a escribir a
máquina y mecanografió sin descanso citas de Ser y tiempo, el clásico de Heidegger. La
filosofía contemporánea, pero también los presocráticos, atrajeron su interés. Con Kant,
Hegel y el idealismo alemán no consiguió sintonizar.
En esta agitada época de las primeras reformas conciliares, se distinguía sin cesar
entre lo preconciliar y lo posconciliar. Tales diferenciaciones llegaban en ocasiones hasta
los más pequeños detalles del código indumentario. También en Münsterschwarzach se
mantenían académicos debates sobre la longitud de las vestimentas litúrgicas de los
legos, quienes entretanto habían sido equiparados con los padres. Estas diferencias
tenían aún mayor relevancia en cuestiones relativas a los estudios o la formación. Si
hasta entonces sólo los mejores de entre quienes concluían los años de filosofía eran
candidatos a ser enviados a Roma para continuar estudiando allí, y la facultad
benedictina de Sant’Anselmo era una solicitada fortaleza de la intelectualidad de la
orden, en los primeros años del posconcilio el ambiente osciló al otro extremo. Quien era
enviado por su abad a la Ciudad Eterna se hacía sospechoso de ser acríticamente afecto a
la Iglesia, así como de estrechez de miras teológicas. Unos cuantos semestres en Roma,

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se chismorreaba, podían echar a perder incluso las fuerzas más talentosas por medio de
programas de estudios anticuados y conservadores, y profesores adormilados.
El apocado Anselm Grün dudaba sobre qué debía hacer tras los dos años de estudios
filosóficos en Santa Otilia. Era muy inteligente y estaba como predestinado para Roma,
pero en la facultad de teología de Wurzburgo enseñaban profesores tan prestigiosos
como el exegeta Schnackenburg, el teólogo dogmático Betz o el moralista Auer, que le
interesaban vivamente. El abad Bonifaz Vogel valoró con él los pros y contras, y en esta
ponderación desempeñó también un papel la posibilidad de aprender otros idiomas en la
facultad internacional de la orden. El padre Sturmius, que solía aparecer en tales
situaciones, propugnó asimismo la opción de Roma. Como siempre, Sturmius informó a
su sobrino de que también en Sant’Anselmo había buenos profesores, por ejemplo, el
exegeta francés Jacques Dupot; en comparación con él, le aseguró, Schnackenburg en
Wurzburgo era «pesadísimo». Anselm se decantó por Roma: sobre todo, la teología
dogmática y la exégesis que allí se enseñaban suscitaron su interés. Münsterschwarzach
estaba bien representado con clérigos en el Instituto de Teología Monástica de
Sant’Anselmo. El hermano Gregor Hucke acompañó a Anselm; el hermano Matthäus
Sandrock estudió en el Instituto de Liturgia; el hermano Edgar Friedmann escribió una
tesina sobre Karl Barth; y Godehard Joppich era considerado ya en aquel entonces el
«papa del gregoriano». Además, tres hermanos trabajaban en la amplia casa; y el
administrador, el padre Thomas Rückert, procedía asimismo de la abadía de Franconia.
Sant’Anselmo tiene un encanto especial. Es más una enorme casa de huéspedes que
un monasterio, más una inmensa fortaleza de la fe que un idílico lugar de vida
monástica. Sólo el abad primado, su encanecida Eminencia suiza, el padre Benno Gut,
tenía aquí –en calidad de «superior de los benedictinos»– su residencia permanente. La
facultad se levanta en un excepcional emplazamiento en el monte Aventino, donde se
encuentran también las sedes romanas de los dominicos, los salesianos, los cistercienses
y los camaldulenses. Justo al lado de la portería de la casa benedictina se alzan, cual si
delimitaran un área de máxima seguridad, los muros de la embajada egipcia ante la Santa
Sede; y más allá de la pequeña plaza, se divisa la cruz del priorato de la Orden de Malta.
Si uno se asoma por el ojo de la cerradura de su portón, la famosa «vista a través del
orificio de la cerradura» se posa en una avenida de árboles frutales decorativos –
concebida por un genial arquitecto paisajista– que no deja ver más que la cúpula de San
Pedro. Roma en todo su esplendor se extiende a los pies de quienes residen aquí; los
pinos y cipreses arrojan sus sombras. Desde la balaustrada del parque junto a la
antiquísima iglesia de Santa Sabina se ve la isla en el meandro del Tíber y el popular
barrio del Trastevere.
La abadía de Sant’Anselmo dispone de varios claustros en los que, junto a las
palmeras y los naranjos, surten fuentes. En el llamado «paraíso» delante del portal de la
iglesia se alza entre arriates una escultura moderna de san Anselmo de Canterbury. El
erudito del corazón tiene una gran importancia en este lugar de erudición. Ligeramente
inclinado, su miraba benévola da la bienvenida a los jóvenes estudiantes de la orden:
sobre el trasfondo de las rigurosas arcadas de ladrillo rojo hace el efecto de un padre

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audaz e indulgente. Esta obra de arte corporeiza el espíritu benedictino.
Cuando Anselm Grün y sus hermanos de Münsterschwarzach entraron en otoño de
1967 en su nueva morada, en la Iglesia se desencadenaba la tempestad del cambio
radical. A diario tenían el Vaticano ante los ojos; de noche, la blanca cúpula de San
Pedro resplandecía como un faro, pero allí no reinaba sino la tensa calma de antes o
después de una tormenta.

La lista de los profesores que durante esta época enseñaron en Sant’Anselmo es un


espejo de escuelas teológicas que discutían y rivalizaban entre sí, buscando orientación
justo después del concilio. En la liturgia reinaba el entusiasmo. Pero en teología moral
llevaba la voz cantante el profesor Anselm Günther, a quien los estudiantes llamaban
«Don Pillolista» porque había participado en el rechazo del informe de la mayoría sobre
el control de la natalidad y defendía con intransigencia la Humanae vitae, la «encíclica
de la píldora» de Pablo VI. A los hermanos de orden más jóvenes que pensaban de otra
manera los acusaba de tener «mentalidad protestante».

El profesor Johannes Müller, conocido por los alumnos por el apelativo de


«Giovanni», de la abadía luxemburguesa de Clerf, enseñaba una sólida filosofía; uno de
los canonistas procedía de Minnesota; y el teólogo dogmático Gerardus Békés, de
Hungría. Anselm Grün –quien, delgado y esbelto, con corte de pelo militar y gafas sin
montura, se alineaba en la corriente innovadora– recibió especial atención del otro
profesor de teología dogmática, Magnus Löhrer, de la abadía de Einsiedeln. Era uno de
los coordinadores del muy prestigioso manual Mysterium Salutis, al que sus estudiantes
llamaban la «fatigación»12.

Un rasgo característico del ambiente de Sant’Anselmo en aquellos años era que


profesores y estudiantes enseguida se tuteaban. Nada de boato, nada de formalidades ya.
La «Iglesia triunfante» de Pío XII naufragaba en los frentes de la realidad. Los zapatos
de hebillas y los calcetines rojos desaparecían en el trastero.

El 26 de junio de 1967, la campana de Sant’Anselmo convocó a todos los


estudiantes a la iglesia, donde se les comunicó que el papa Pablo VI acababa de elevar a
cardenal diácono al abad primado, Benno Gut. El conservador monje de Einsiedeln fue
nombrado poco después prefecto de la Congregación para los Ritos. Su figura se les
quedó a los estudiantes vivamente grabada en la memoria. No se mudó a la Curia, sino
que siguió viviendo en Sant’Anselmo; el anciano afectado de artrosis, vestido de rojo
cardenalicio, atravesaba cojeando los claustros. Era evidente que le faltaba sensibilidad
para su nueva tarea en la Curia como responsable de la implementación de la reforma
litúrgica del concilio. Su figura se antojaba un símbolo de la Iglesia tradicional: aunque
se esforzó por seguir el nuevo espíritu, al final se quedó atrás.

Tanto más drástico fue el cambio que se produjo a continuación, pues los abades de

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la confederación benedictina venidos del mundo entero eligieron para suceder a Benno
Gut como abad primado a Rembert Weakland, de Pennsylvania (Estados Unidos), quien
a la sazón contaba sólo cuarenta años. El proceso de elección se asemejó a un cónclave:
tañido de campanas, procesión solemne de entrada en la iglesia, puertas cerradas con
llave y votación secreta. Cuando días después el nuevo «venerable padre» invitó a todos
cuantos habían ayudado a la realización del ceremonial de votación a una excursión a las
Colinas Albanas, él fue el único que apareció en jersey y pantalones. Diez minutos más
tarde, los monjes habían cambiado el hábito por una vestimenta más adecuada para salir
al campo.

Este proceso tuvo un valor simbólico: en Sant’Anselmo comenzó una nueva era.
Los estudiantes de la época aún recuerdan entusiasmados que el nuevo abad primado se
presentaba en cazadora de cuero a jugar a una suerte de voleibol y se involucraba con
ardor en el partido.
El nuevo abad concedió además a los ciento cuarenta jóvenes estudiantes foráneos
procedentes del mundo entero el derecho a participar en el capítulo, la asamblea de los
monjes. Cuando algunos monjes mayores protestaron con el argumento de que las
deliberaciones capitulares debían permanecer secretas, él respondió con una amplia
sonrisa: «En Sant’Anselmo no hay secreto capitular alguno». Los viajes de los clérigos
de ida a Roma y de vuelta a sus respectivos conventos se vincularon en adelante con
estancias y visitas turísticas; no había ya razón alguna para mandarlos escoltados y por
procedimiento de urgencia a sus abadías de origen. Cuando iba camino de Roma, el
grupo alemán se alojaba en Rimini y admiraba en Rávena los mosaicos de San Vitale y
la capilla funeraria de Gala Placidia.
Rembert Weakland era un tipo arrebatador que comprendía las expectativas de la
generación joven. El hecho de que en el año 2002 admitiera, como obispo dimisionario
de Milwaukee, haber mantenido una relación con el estudiante Paul Macoux supuso una
decepción para sus admiradores de antaño; pero incluso este proceso arroja a posteriori
luz sobre aquella época: bajo una dura corteza se ocultaban crisis y heridas. La fachada
era más importante que el trasfondo.
La colonia de lengua alemana, venida de los monasterios de la República Federal de
Alemania, Suiza, Austria, Tirol del Sur, Bélgica y Luxemburgo, representaba un tercio
de los estudiantes de Sant’Anselmo. Numeroso era también el grupo estadounidense, de
suerte que el inglés fue al principio la lengua de comunicación, aunque todos
aprendieron pronto el italiano. Anselm Grün valoraba mucho este ambiente
internacional; interconectaba a la orden y ofrecía el mejor foro de discusión posible para
todos los problemas candentes que, dos años después de la clausura del concilio, en la
Iglesia no atormentaban sólo a la ascendente generación de monjes. El idioma que se
utilizaba en el coro y las clases era el latín: éste unía a todos, si bien el hermano Anselm
tuvo sus dificultades al principio. Pero al cabo de tres semanas amaba el latín tanto como
su lengua materna. Aún hoy se sabe de memoria los salmos en latín y, al igual que
Thomas Merton, vive la experiencia de que «no se desgastan, a diferencia de tantos y

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tantos nuevos cantos religiosos», una experiencia que da que pensar.
El punto álgido de la vida en la abadía romana era la misa solemne dominical,
cantada en gregoriano, que, bajo la magistral dirección de Godehard Joppich y del padre
Eugène Cardine, monje de la abadía de Solesmes, alcanzaba una categoría sin parangón.
El canto coral en Sant’-Anselmo no era el canto del cisne de una comunidad que iba
quedando relegada a los museos, sino una «vivencia existencial» que los monjes todavía
saben apreciar cada domingo en la celebración conventual de Münsterschwarzach. El
hecho de que, décadas más tarde, el padre Godehard Joppich, descollante experto en
gregoriano, abandonara la orden para casarse conmocionó a muchos de sus hermanos de
comunidad, incluido el padre Anselm. Pero también esto pertenece al bagaje de
experiencias de esta generación de monjes en la encrucijada de un cambio decisivo en la
historia de la Iglesia: han seguido siendo amigos, a veces en medio de lágrimas; aún no
se ha roto la comunicación.
Roma entre 1967 y 1971 fue una vivencia inolvidable. Con veintidós años, Anselm
Grün, quien hasta entonces, aparte de las excursiones del internado, sólo había hecho
algún que otro viaje en furgoneta a la región de la Eifel y a la cuenca del Ruhr,
experimentó de repente una gran urbe que podía recorrerse a pie como un pueblo. No era
la «dolce vita» que Fellini retrata en su ya clásica película, pero sí una variante de la
«levedad del ser»13. En las tardes libres, largas caminatas lo llevaban a las atracciones
turísticas de la antigua Roma: el Coliseo, el Capitolio, el Panteón… Junto con los monjes
jóvenes peregrinó siguiendo las huellas de san Benito hasta el monasterio fundacional de
Subiaco. En Pascua vinieron de visita sus hermanos. En las onomásticas y los
cumpleaños, los jóvenes salían por las noches a las pizzerías del casco antiguo. Les
entusiasmaban, sobre todo, las numerosas iglesias y sus tesoros artísticos. El tiempo
parecía detenerse bajo los arcos románicos de Santa Maria in Cosmedin o en el
resplandor de los techos dorados de Santa Maria Maggiore. La iglesia preferida de
Anselm Grün es la basílica de San Clemente, cuya cripta fue erigida sobre un santuario
de Mitras en una vivienda paleoromana por el tercer sucesor de san Pedro. Su singular
relevancia radica en que se compone de tres cuerpos arquitectónicos distintos, cuyas
obras de arte van desde una antigua divinidad que da muerte a un toro hasta las obras
maestras del Renacimiento debidas a Masolini, pasando por los frescos de la Ascensión
de Cristo del siglo IX. Los mosaicos del ábside emocionaron de manera especial a
Anselm: son variaciones sobre un motivo que nunca le abandonó desde la infancia hasta
la tesis doctoral, a saber, la cruz como madero del martirio y árbol de la vida, atravesada
por un mundo celestial de imágenes en el triunfo de la redención. La antigua Roma y la
Iglesia primitiva en directa confrontación con un cambio radical que hizo época no
apartaron al sensible estudiante Anselm Grün de su camino, pero le afectaron
profundamente. A un lado, la inmensa fuerza de la historia; a otro, un espíritu de la
época desconcertado por el anhelo de renovación y cuyas ascuas se avivaban día tras día
con nuevas noticias sobre conflictos y exclaustraciones. El entusiasmo de los jóvenes
religiosos por la Iglesia crecientemente cercado por una generalizada inseguridad.
Estaban decididos a poner su vida al servicio de la buena nueva del reino de Dios, y

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fueron los primeros en experimentar los desafíos y las heridas del posconcilio.
Anselm Grün era de aspecto frágil; una suerte de vello rodeaba sus pálidas mejillas,
el cuello estaba afeitado al raso hasta las orejas. En una audiencia pontificia concedida a
los estudiantes benedictinos, fue presentado al papa Pablo VI; la escena es harto
elocuente: un tímido muchacho cara a cara con la ardiente mirada del Santo Padre,
acosado por tempestades de protestas en el mundo entero. Un encuentro entre la apocada
expectativa y el gravoso deber. Uno se pregunta quién de los dos tiene más miedo. La
sonrisa de cortesía ha desaparecido; los dos saben qué es lo que está en juego entre una y
otra generación. «A pesar de todo, ella es nuestra Madre», les había recordado
encarecidamente a los virulentos críticos intra-eclesiales en estos tiempos de crisis el
gran teólogo francés Henri de Lubac, en referencia a la Iglesia. Tras la encíclica
Humanae vitae por él firmada, Pablo VI ya no era pontifex maximus: los puentes
mostraban grietas; y el pequeño monje benedictino, que se encontraba en el pretil,
notaba las vibraciones hasta en los huesos.
Entre los comportamientos característicos de su vida se cuenta el hecho de que el
reflexivo, reservado y vacilante Anselm Grün, aun cuando en tales situaciones de crisis
sufre indeciblemente, desarrolla luego una fuerza de voluntad que parece superarle
físicamente. Su tío, el padre Sturmius, fallecido en 1966, le seguía vigilante en esos
momentos; temía lo peor y, sin embargo, infravaloraba al principiante, frágil en
apariencia. Ni siquiera los esforzados informes grafológicos, ni otros test psicológicos,
consiguieron descubrir el origen de esta singular virtud de resistencia. Tiene algo que ver
con una disciplinada capacidad para el retiro y la soledad, que, puesta entre la espada y
la pared por situaciones críticas, despliega una energía innata sobremanera poderosa.
Rehúsa la comunicación como una enervante distracción. Confiando en la última
instancia del esfuerzo humano, abandonada ya sólo al Dios crucificado que también
padece, es capaz de soportar los peores ataques. Anselm Grün no quería quebrarse a
resultas de la contraposición entre la Iglesia y el mundo, sino concebir nuevas esperanzas
en el marco de la responsabilidad de la Iglesia por el mundo.
En los años de Roma, el joven Grün no conocía aún las enseñanza de los padres
monásticos del desierto de Egipto; no obstante, hizo de modo instintivo lo que estos
predicaron encarecidamente a sus discípulos asediados por la tentación: permanecer en la
celda, no abandonarla por nada del mundo. Después de la comida, así como los jueves en
los que no había clase y los fines de semana, Anselm se atrincheraba en su pequeña
habitación en el ático de Sant’-Anselmo y comenzaba a leer como un poseso.
Le fascinaban los antiguos padres de la Iglesia tanto como Rahner, Küng o
Balthasar. Se sumergió en la teología evangélica de Ebeling, Moltmann y Pannenberg.
Los franceses de Lubac y Congar, pero también Teilhard de Chardin, quien ni siquiera
en el exilio chino renunció a su fe en el Cristo Cósmico, le alentaron con el espíritu de la
vanguardia. La filosofía existencial desde Sartre hasta Heidegger le guió, por fin, a las
preguntas adecuadas. Visitaba de continuo la Biblioteca del Instituto Goethe de Roma
con vistas a procurarse literatura que aún no era posible encontrar en el monasterio: la
lírica del poeta judío de lengua alemana Paul Celan, quien en la primavera de 1970 se

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arrojó al Sena; o la aventurada obra El principio esperanza, del filósofo marxista Ernst
Bloch, quien escribió: «Demasiadas cosas están llenas de algo ausente. Algo opera en
nosotros, quiere ir más allá, no aguanta en nuestro ser, quiere salir». Anselm leía cada
día entre cien y ciento cincuenta páginas. En sus ficheros ya no cabían más citas. Ya
enfática, ya tácitamente, por doquier veía la cruz en la pálida luz de la última hora de la
tarde de Viernes Santo: el ser humano vejado en la hora del más extremo abandono de
Dios.
Cuando en la tarde-noche del 8 de mayo de 1971 le llamó su hermana para
comunicarle la muerte del padre, la impresión lo sacó de esta incesante lectura, y al
punto abandonó la Ciudad Eterna.

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Vínculos familiares, Karl Rahner y el buen Dios

L A relación del joven monje Anselm Grün con su familia es especial. Cuando le
preguntan en una ocasión por su más antigua vivencia traumática, menciona una escena
en un cochecito de niño: lo han dejado solo y, mientras grita preso de un miedo cerval,
se cree rechazado por su madre. Su hermana mayor Maria-Luise le tranquilizó más tarde
al respecto: se trata, le aseguró, de la reacción normal de un niño en una familia
numerosa; la madre estaba agobiada de trabajo, la vida era algo más severa. La
disciplina, el orden, la aplicación en el trabajo, pero también la temprana preocupación
por el dichoso dinero, parecen estar interrelacionados; el joven quería ganarse el aprecio
de los demás y hacerse imprescindible. El miedo de ser rechazado determina también su
timidez, que no sólo le acompañará hasta la edad adulta, sino que será entonces cuando
estalle con verdadera fuerza. Probablemente por eso tiende más hacia el padre, reflexivo
como él, que hacia la madre, atareada en el cuidado de la casa y de carácter áspero,
característico de los oriundos de la comarca de la Eifel. Pero aún hay más: sigue rodeado
de súplicas, consejos y elevadas expectativas de sus seres más queridos. Su vocación al
sacerdocio y a la vida consagrada debía ser protegida de todo peligro.
Cuando se aproximaban los momentos de tomar decisiones, aparecía en escena el
círculo familiar ampliado, con el tío monje y las tías monjas. Por encima de todo, la
poderosa sombra del tío Sturmius desde Münsterschwarzach; pero más tarde también la
monja benedictina Synkletika, desde la abadía de Herstelle.
Hasta entonces, el sobrino más bien la había evitado; pero su nombre aparece por
primera vez en una carta de Sturmius fechada en febrero de 1965, que deja entrever
discretamente que la hermana contemplativa desea que el novicio que se prepara para
comenzar los estudios de teología le escriba unas letras. Muy pronto se hace patente que
aquí no se trata de afabilidades familiares, sino del ejercicio de una influencia enorme en
la evolución del sensible candidato a la vida monástica.
Con las palabras: «El milagro sólo comienza a resplandecer cuando se degusta el

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aire bíblico», la tía monja le hace una serie de propuestas de lectura que va desde Das
Geheimnis des Alten Testaments [El misterio del Antiguo Testamento], de Theodor
Kampmann, hasta Temas bíblicos, de Jacques Guillet. El hermano Anselm en modo
alguno rechaza estas aproximaciones; antes bien, inicia con la tía Synkletika una
correspondencia que se prolongará hasta los años de Roma. Estas cartas muestran que,
junto a las visitas de Anselm a San Clemente, los debates sobre las reformas del concilio
y la frenética lectura de la nueva teología, seguía existiendo un cordón umbilical con la
familia, la cual insistía en el contacto con la realidad y en la fidelidad a la fe. Al igual
que el padre Sturmius, Synkletika le recomienda el estudio de Odo Casel, el monje de
Maria Laach que era director espiritual de Herstelle y cuya teología de los misterios
parecía haber sido confirmada por su singular muerte: se desplomó muerto en 1948
durante el canto del Exultet al comienzo de la vigilia pascual. La monja le ofrecía
también sugerencias sobre cómo «chafarle los planes al diablo» y citaba unas palabras
del escritor Norman Painting: «Si consideramos que nuestros dones son el resultado de
la presencia de Dios en nosotros, no necesitamos preocuparnos; ser humilde significa
sencillamente reconocer esta verdad».
Sobre la muerte del padre Sturmius, la monja comenta el 4 de enero de 1967: «Al
mirar por primera vez esta pequeña foto, me llamó la atención qué gran diferencia existe
entre esta imagen del vivo y el muerto amortajado en el ataúd: el vivo marcado por la
edad y todo lleno de arrugas y bolsas; el muerto, sin embargo, ya con el noble perfil
animado –eso quiere parecerme– por la vida eterna y restablecido, bajo la luz de ésta, a
la incorruptible belleza originaria modelada por las manos del Creador». Todavía unos
cuantos meses después, aborda de nuevo el deceso y refiere las últimas palabras del
difunto: «Ahora sé con toda claridad qué sentido tiene el sufrimiento… Debemos
ofrecerle a la Iglesia aquello que todavía le falta, pues ella quiere redimir a todos los
seres humanos».
Anselm recurrió a una confianza más firme y envió a la hermana benedictina una
conferencia sobre «La esperanza en Gabriel Marcel». Ella respondió con una postal que
llevaba escrita una cita del teólogo Joseph Ratzinger, según la cual la revalorización de
la Iglesia acaecida en el periodo de entreguerras se basó en el redescubrimiento de la
riqueza espiritual de la liturgia paleocristiana y el hallazgo del principio sacramental.
Los teólogos dogmáticos remiten explícitamente a la importancia de la teología de los
misterios del por ella adorado Odo Casel, a la que Ratzinger califica como «quizá la idea
más fecunda de nuestro siglo». De esto, le dice la monja, conviene tomar buena nota.
Aún ese mismo día, Synkletika escribió una carta más extensa, cuyo pasaje sobre la
redención por la cruz emocionó profundamente a Anselm. La monja mencionaba en ese
contexto un pasaje muy gráfico del rito sirio-maronita de la misa: «La sangre de Nuestro
Señor Jesucristo fluye ahora por el Gólgota y clama al cielo, a fin de que descienda
nuestro Salvador». En una de sus homilías, el padre de la Iglesia Agustín dice: «Mirad
en el pan lo que colgó del madero; mirad en el cáliz lo que fluyó de su costado».
El consejo de la hermana Synkletika tiene el tono de un murmullo. Es casi
susurrante, solícito como suelen ser los parientes. Pero también suena inquietante:

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muerte a causa de un ataque al corazón durante la vigilia pascual, el rostro del
amortajado en el ataúd y la sangre del que cuelga del madero martirial… Aun cuando
Anselm se entusiasme con la mística mundana de Bloch y Teilhard, que huye de lo
anterior, es incapaz de sustraerse del todo a esta «mística del más allá».
No menos dramática es la lucha familiar en torno a la vocación de Michael,
hermano menor de Anselm, quien, con el nombre monástico de hermano Christian, le
siguió al noviciado de Münsterschwarzach un año más tarde. En relación con los
problemas surgidos, Anselm afirma que sabía que Christian estaba emulando a su
hermano mayor y que, por eso, no había «hablado con él demasiado» al respecto.
Tampoco con su primo Udo –quien ingresó con él en el noviciado y desde el año 2004 es
prior de la casa filial de Münsterschwarzach en Damme– ha hablado nunca, asevera,
sobre sus respectivas vocaciones. Suena raro, pero seguramente es cierto, pues tal es su
manera de evitar verse arrastrado por el sufrimiento ajeno. No obstante, la situación del
hermano menor bien pudo sacudir y agitar en su hondón a Anselm, inmerso en un
proceso de búsqueda. Siente más que nunca la presión de las expectativas familiares. Ya
su padre quiso hacerse monje; su tío y su tía son miembros de la orden benedictina; su
primo Udo vive junto a él en la abadía; y, por si fuera poco, el hermano menor sigue sus
pasos. Aun queriendo, Anselm no podía sustraerse al azorado apremio del clan familiar.
El hermano Christian era un simpático rebelde. Ya en el periódico del curso de
acceso a la universidad había causado sensación. En el monasterio se burlaba en un
«libro de chanzas» de los preceptos y normas de conducta cicateros. Al maestro de
novicios, el padre Augustin, le gustaban semejantes tipos; sin embargo, pronto se
insinuaron serios problemas vocacionales. En una carta del 8 de noviembre de 1965,
Christian le cuenta con detalle a su hermano las dificultades que encuentra en el trabajo,
así como el esfuerzo que le supone levantarse a las cinco de la madrugada. Califica de
«absurdos» los servicios ceremoniales ordenados por el abad para la misa de comunidad
diaria; entre los hermanos falta alguien con quien poder jugar al pimpón; se suceden las
quejas; durante la contemplación lucha contra el cansancio. «Por lo demás –escribe–,
casi en todos los aspectos me siento mal… Ahora hace de verdad el tiempo propio del
Día de los Difuntos».
Anselm sabía que su padre sufría a causa de esta situación: habría deseado ver
también a Christian como monje. El tío Sturmius, consejero y salvador en todas las
situaciones de la vida, intervino asimismo; sin embargo, enseguida se dio cuenta de que
la solidaridad familiar corría peligro de fracasar. A Anselm le escribe resignado: «Si la
meta que compartís tu primo Udo y tú no tiene ya para Christian fuerza digna de ser
emulada, entonces debe seguir su propio camino. Nunca se lo reprocharé».
En mayo de 1966, Christian cuenta por carta que ha habido dos nuevos ingresos,
pero nueve salidas. Un mes más tarde, le comunica a Anselm: «Ya he tomado una
decisión definitiva: no voy a ingresar en el monasterio, sino que en junio regresaré a
casa». Poco después, su madre y su hermano mayor Konrad acudieron a
Münsterschwarzach a recogerlo. Nadie habló de fracaso. Cuando entró de nuevo en casa
con el nombre de Michael, el padre lo abrazó y le hizo la señal de la cruz en la frente.

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Todas estas suaves crisis que se viven en la numerosa familia Grün contrastan de
modo singular con el camino emprendido por el hermano estudiante Anselm. El aura de
la eterna Roma y el ambiente internacional con compañeros de veintisiete países
diferentes en la benedictina facultad de teología de Sant’Anselmo conforman un marco
que desborda con mucho las preocupaciones reinantes en su abadía de origen y su
familia. Y todo ello, en una época eclesial que, en la estela directa del concilio, se halla
signada por la fascinación y la conmoción de los cambios radicales. Mientras que en
Münsterschwarzach colgaban los hábitos los primeros monjes, los estudiantes en las
facultades pontificias y en los institutos de la orden experimentaban una libertad hasta
entonces desconocida. Gaudium et spes, alegría y esperanza: ése no sólo era el título de
una arrebatadora constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo actual, sino también
un sentimiento vital. La declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, que
causó no menor sensación, vino al encuentro de un anhelo presente en el mundo entero
de respetar y tomar en serio la dignidad humana.
Entre los autores que Anselm devoraba en su celda aparecía con creciente frecuencia
el nombre del teólogo dogmático Karl Rahner, quien no sólo había figurado entre los
más destacados peritos conciliares, sino que desempeñaba un papel descollante en la
implementación pastoral de los textos reformistas en sínodos, congresos científicos y
conferencias. El jesuita, un tanto gruñón, era una autoridad y disfrutaba de prestigio
internacional. Ya en el instituto Riemenschneider de Wurzburgo, el profesor de religión
Karl Heinrich había dirigido el interés de Willi Grün, quien a la sazón realizaba el curso
de acceso a la universidad, hacia Rahner. El padre Sturmius, que siempre insistía de
entrada en la clásica investigación concerniente a los fundamentos, propuso al sobrino al
comienzo de sus estudios de teología el ejemplo de Rahner para adentrarse en nuevos
terrenos teológicos con ayuda del lúcido bagaje intelectual de la Edad Media escolástica.
El inteligente joven traía, amén de su ambición, buenas condiciones previas:
conocimientos bíblicos, interés por el diálogo entre las ciencias de la naturaleza y la
teología, y el deseo permanente de emular al famoso jesuita.
No cabe duda de que Anselm, aparte de con Rahner –quien, influido por el
intrincado lenguaje de Heidegger, resultaba difícil de entender–, se confrontó también
con la filosofía moderna. A despecho de las exhortaciones de su tío, que no dejaba de
entrometerse, en el sentido de que se sumergiera en los alambicados enigmas de los
fundamentos tomistas, leyó entusiasmado a autores contemporáneos: al filósofo del
lenguaje Ludwig Wittgenstein; al autor de El hombre unidimensional, Herbert Marcuse,
venerado por los estudiantes berlineses rebeldes; a Hans Jonas, quien reivindicaba El
principio responsabilidad; y a uno de los padres de la «Escuela de Fráncfort», Max
Horkheimer, quien, para su sorpresa, criticó a los que criticaban la encíclica de la
píldora, la Humanae vitae, y recomendó para el amor humano «la espera».
En su afán de explorar la acrobática diversidad del pensamiento contemporáneo y
descubrir nuevos y más amplios horizontes, Anselm incurrió en un error que pronto iba a
llevarle al borde de una crisis: la masa de saber que procesaba no resistía la intensidad de
las preguntas esenciales. Las respuestas no se podían obtener a la fuerza por medio de

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ejercicios gimnásticos intelectuales. La «liberación» que era celebrada en las
universidades, desde Princeton hasta la Sorbona, así como por los hippies de San
Francisco y en el Open Air Festival de Woodstock, recibió un impulso mucho más
profundo en la soledad de su celda. Con veintidós años, Anselm Grün anhelaba la
«redención». Como monje, quería saber qué tenía que ver la liberación con Jesús y su
muerte en la cruz. En Sant’Anselmo, los profesores Löhrer, Schulte y Füglister, sobre
todo, le ayudaron a no perder pie, por mucho que vacilara.
Fue el teólogo dogmático Magnus Löhrer quien dirigió su tesina de licenciatura
sobre el tema: «La redención en Paul Tillich», sustrayendo con ello la «pregunta del
millón» de Anselm a los tradicionales sistemas de pensamiento de santo Tomás, que a
menudo resultan frustrantes para el hombre moderno. Paul Tillich era protestante y
socialista religioso. En 1933 emigró a Estados Unidos y se convirtió, junto con Barth,
Bonhoeffer, Bultmann y Rahner, en uno de los más destacados teólogos de lengua
alemana del siglo XX. En Estados Unidos era considerado una superstar, un «nómada
entre mundos», un «pensador en la frontera». Uno de sus escritos más importantes se
titula en alemán: In der Tiefe ist Wahrheit (literalmente: en la profundidad está la
verdad)14. Tillich había muerto en 1965, a la edad de setenta y nueve años. Difícilmente
podría haber encontrado Anselm Grün percepciones más actuales. Esta tesina le mereció
también los máximos elogios.
La relación entre el profesor Löhrer y su discípulo Grün se convirtió en amistad.
Discutían en común todas las cuestiones espinosas. El benedictino suizo irradiaba
cordialidad paterna; amaba la música de Mozart y tenía como modelo al teólogo
dogmático protestante Karl Barth. Cuando Anselm Grün celebró su primera misa en la
parroquia de San Juan Bautista de Lochham, la homilía corrió a cargo de Magnus
Löhrer.
Era lógico que en 1971, al terminar los estudios en Roma, el profesor Löhrer le
propusiera para el doctorado subsiguiente profundizar en este inagotable tema y redactar
una tesis con el título: «La redención a través de la cruz: la contribución de Karl Rahner
a la comprensión actual de la redención». El interrogante crítico de por qué la redención
acontece precisamente a través de la cruz conmueve los fundamentos de la fe. El
doctorando Anselm Grün pasó tres años en la casa de estudios San Benito que la abadía
de Münsterschwarzach posee en Wurzburgo intentando encontrar una respuesta a tal
pregunta. Enseguida tuvo claro que la redención no puede ser reducida a la cruel muerte
en cruz, sino que comprende la vida entera de Jesús. Sin el sermón de la montaña, sin la
doctrina sobre el perdón de los pecados, sin las curaciones, la cruz sería un enigma. La
esencia de esta vida, la de Jesús, se concentra más bien en el amor incondicional que
manifiesta en la cruz. No hay nada que el Dios que llega hasta este extremo no sea capaz
de cambiar: «No existe muerte que no conduzca a la vida, ni abandono que no
desemboque en confianza, ni dolor que no se pueda transformar en alegría, ni oscuridad
que no sea iluminada… Se trata del amor hasta la consumación, del amor que incluye
todo lo contradictorio que hay en mí», escribirá más tarde Anselm en su libro Das Kreuz
[La cruz].

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La interpretación de símbolos religiosos que Grün había descubierto en la obra de
C.G. Jung desempeñó un importante papel en su tesis. El conde Dürckheim, célebre
psicoterapeuta, con ocasión de una conferencia que impartió en Münsterschwarzach, le
había llamado la atención sobre el psicólogo Jung, quien desentraña el lenguaje de las
imágenes en la Biblia y los padres de la Iglesia, y enseña que la religión es parte esencial
del ser humano. Así, a Jung le interesan los símbolos de transformación y el sacrificio de
la cruz de la misa tridentina, que compara con los ritos de los aztecas y los antiguos
egipcios. En su opinión, llegar a ser uno mismo y soportar las contradicciones sólo es
posible por el camino de la cruz. Al respecto mantuvo una correspondencia con varios
sacerdotes que abarca tres volúmenes: «Debemos pasar por la cruz: eso lo aprendemos
de él», concluye Anselm tras estos estudios. «Lo decisivo es el coraje de descender con
Cristo».
El movimiento del «sesenta y ocho» se rebeló contra los símbolos y los ritos, y más
tarde tuvo que enmendar el completo desmonte que había llevado a cabo. Anselm estaba
en medio de este remolino; sin embargo, en los análisis de los padres de la Iglesia de
Hugo Rahner, él había aprendido ya a interpretar cristianamente los mitos griegos de
Ulises y el canto de las sirenas. Eso es, por ejemplo, lo que hace Clemente de Alejandría,
quien en el héroe atado al mástil del barco ve al Crucificado.
A pesar de su dificultad, la tesis –un trabajo rigurosamente científico de doscientas
sesenta y cuatro páginas publicado en 1973 en la editorial Vier-Türme de
Münsterschwarzach– está agotada. En la lista de los tres centenares de títulos de Anselm
Grün, esta obra sigue siendo un caso único, apenas legible para millones de sus lectores
y oyentes. Pero la talla intelectual de esta tesis, que, tras el correspondiente examen oral
por tres profesores, le mereció en Sant’Anselmo la calificación de summa cum laude,
dice mucho sobre su autor. El contenido y los índices onomástico y temático ponen de
manifiesto su inmenso saber. Anselm Grün es un escritor espiritual de gran cultura,
cuyos libros se nutren de un fondo que no se circunscribe a la calidad de las
inspiraciones matutinas.
Karl Rahner –a quien el doctorando, inmerso aún en el trabajo de investigación, fue
a visitar a la redacción muniquesa de la revista Stimmen der Zeit para conversar con él–
le hizo saber de inmediato: «Por favor, no piense que me voy a leer todo esto». Razón de
más para que el gran teólogo favoreciera la disputa sobre cuestiones centrales. Así era
Rahner: ausente-presente, gruñón-cordial, de una espontaneidad dispuesta a saltar en
cuanto el pensamiento de su interlocutor se alejaba hacia lo nebuloso. El timorato
discípulo admiró la desenvoltura con la que el maestro plantó los pies sobre la mesa.
Cuando el portero le pidió al señor profesor que bajara por unos minutos, Rahner
rezongó y, al salir, le dijo a su invitado: «Reflexione usted sobre el buen Dios…».
Rahner recordaría más tarde agradecido este encuentro. Cuando su colega de la
editorial Johannes, con sede en Einsiedeln, el teólogo Hans Urs von Balthasar le
reprochó durante una discusión haber desatendido la teología de la cruz, Rahner replicó
que había incluso un benedictino de Münsterschwarzach que había escrito la tesis
doctoral precisamente sobre su posición ante este tema. El jesuita mantenía una relación

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de amistad-enemistad con su antiguo compañero de orden von Balthasar y se mofaba de
su cercanía a la vidente Adrienne von Speyr: «Tanto teclear el piano le ha afeminado».
Al apocado Anselm le gustaban estas reacciones campechanas del maestro, quien se
convirtió en su principal referencia teológica. En ocasiones, lo que le impresionaba no
era más que un pequeño detalle; así, por ejemplo, el hecho de que el progresista y, a la
vez, pío teólogo dogmático diera suma importancia al rito conservador del lavabo de
manos durante la celebración de la eucaristía.
Desde el final de su periodo de estudiante en Roma hasta la conclusión del
doctorado, Anselm Grün sufrió en algunos aspectos bajo la cruz de su vocación. Ya en
1968 solicitó al abad autorización para posponer la inminente profesión solemne, la
realización de los votos perpetuos. Los superiores de la orden aguzaron los oídos. Nunca
se había dado un caso así. Precisamente de Anselm nunca habrían esperado semejante
solicitud, por lo que nadie dudó de que se trataba de una señal de alarma. Al punto se
planteó la temerosa pregunta: ¿se irá él también? Aumentaba el desconcierto de la
comunidad de Münsterschwarzach, que se vio envuelta en crecientes turbulencias. Había
motivos suficientes para acceder a la petición del joven monje y concederle una prorroga
de doce meses.
Las exclaustraciones conmovieron a la sazón muchos monasterios. Uno tras otro,
prestigiosos monjes colgaban los hábitos. De Niederaltaich se marchó el padre Thomas
Sartory; el padre Fulbert Steffensky, de Maria Laach, se casó con la teóloga Dorothee
Sölle; también el abad de Siegburg, Alkuin Heising, contrajo matrimonio. En los casos
de los abades Besret del monasterio bretón de Boquen, Hanin del monasterio de Orval,
en las Ardenas, y Franzoni de Praglia (cerca de Padua, Italia), se produjeron abandonos
espectaculares. A la pregunta de qué ocurriría si no soportaba más la vida monástica, un
trapense de Mariawald respondió en esta época: «Entonces, cogería mi cepillo de dientes
y me marcharía». Anselm experimentó como especialmente dramática la renuncia a la
vida consagrada de monjes mayores que él: se quebraban pilares, desaparecían figuras
paternales, se interrumpía el sabio consejo. En la mayoría de los casos, la salida se debía
a una mujer: las esperanzas en la supresión de la ley del celibato por el concilio no se
habían cumplido, y ello no repercutía sólo en el clero secular. Pocos meses antes de su
muerte, el padre Sturmius, con su característica resolución, le había comunicado al
sobrino atormentado por estos fenómenos: «A mí no me impresiona ningún número… en
esta época de cambio radical, aún se marcharan muchos».
El padre Matthäus Sandrock, quien estudió con Anselm en Roma, cuenta que, en la
segunda mitad de la década de 1960, en la comunidad continuamente se planteaba la
pregunta de quién sería el próximo en marcharse. Cuando Matthäus, al terminar
completas y después de una larga búsqueda, por fin se había decidido por un nuevo
confesor y quiso comunicárselo de inmediato al elegido, éste le contestó: «Mañana dejo
el monasterio». Hay dolores que no son causados por manos humanas.
Mientras trabajaba en su tesis doctoral en Wurzburgo entre 1968 y 1971, Anselm se
enamoró de una religiosa. Hoy ve la difícil situación con una mirada madura: sin
maquillar nada, sin dramatizar nada. Tenía que suceder así, bien que no hubo más que

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una tierna caricia. Ni siquiera un beso en el loco anhelo de la presencia de una mujer. No
era sólo la impotencia y la decepción a causa de la desoladora decadencia que se
extendía alrededor de él; también estaba su propio miedo al miedo de resecarse
emocionalmente en el monasterio. Ya en Sant’Anselmo había buscado la consoladora
cercanía de una amistad especial, y había experimentado a la vez su infructuosidad.
A él no se le planteó la posibilidad de dejar el monasterio por el amor a una mujer.
«Enamorarse es algo hermoso –afirma–. Todavía hoy puede pasarme; la cuestión es
cómo lo aborda uno». Las mujeres son, para él, fuente de gran inspiración. Esto le
ocurrió también cuando, a la edad de cincuenta, conoció a una mujer diez años más
joven que él, y sintió un profundo agradecimiento por esta experiencia de cercanía y
afecto. Conserva el recuerdo de los abrazos; él no quería conquistar a nadie, únicamente
buscaba un punto de apoyo. Nunca hubo relaciones sexuales. Un flirteo de conmovedor
pudor: en sí, una hermosa historia. Luego, ella encontró a otro. A él, estas experiencias le
fortalecieron, le infundieron vida. «Mi amor a Cristo –afirma sonriendo con sus negros
ojos– ganó en emotividad».

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El conde y los demonios

L A Casa Herzl (Herzlhaus) en Todtmoss-Rütte, que el monje de Münsterschwarzach


Fidelis Ruppert visitó por primera vez en 1971, era un secreto de iniciados. Atraía
calladamente a buscadores de sentido, solitarios, «enfermos de civilización», pero
también a sacerdotes y religiosos. Alrededor, la Selva Negra y hondos valles. Tras las
escaleras de entrada se alzaba la blanca casa con colgadizo y oscuros balcones de
madera. En los prados, una capilla y una rueda de molino. Fuera, leños de haya
amontonados; dentro, la habitación de los libros y una estufa de cerámica negra. Mucho
hogar, mucho refugio. El lugar pronto atrajo también a Anselm.
Y, sin embargo, este «centro de encuentro y formación existencial-psicológicos»
tenía algo de misterioso. Ya sólo el nombre. Y luego, aquella decoración de piedras y
estatuas, aerogeneradores e instrumentos de percusión del Lejano Oriente, distribuidos
por los pasillos y el jardín. Los dos habitantes de la casa, el conde Karlfried Dürckheim y
la viuda Maria Hippius, reforzaban esta impresión de un mundo que se diferenciaba
marcadamente del autóctono y rural vecindario. La mujer, que contaba sesenta y siete
años, llevaba pendientes, collar y chal. Debajo del peinado con raya en medio brillaban
unos ojos penetrantes. Se había doctorado en Leipzig en 1932 con una tesis sobre la
Expresión gráfica de los sentimientos; luego, al final de la guerra, había perdido a su
marido mientras huían de los rusos, sobreviviendo con sus tres hijos en extrañas
circunstancias. A la psicóloga le fascinaban las «situaciones límite». El padre Fidelis
Ruppert –quien, en su célibe clausura, sólo conocía a las mujeres desde una casta
lejanía– la llamaba, sonriendo, «la bruja». En modo alguno se trataba de algo descortés;
antes bien, encajaba bien en esa suerte de aura que la señora Hippius gustaba de
propagar alrededor de ella. Se habría podido confundir a la experta en quiromancia y
grafología con una adivina, astróloga o echadora de cartas. Cuando reía, recuperaba
todo. Murió casi centenaria en 2003.
El conde psicoterapeuta Karlfried Dürckheim –quien en 1985, a la edad de ochenta

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y nueve años, se casó con su colega–era asimismo una figura luminosa envuelta en
sombras. Al terminar sus estudios de economía, filosofía y psicología, estuvo bajo el
influjo de Rudolf Otto, quien definía lo santo como fascinosum et tremendum, fascinante
y amedrentador. Suscitaba perplejidad la no disimulada simpatía con la que el conde, en
calidad de diplomático, había acompañado al régimen nacionalsocialista. Sin embargo,
en Japón, el jefe de misión del Ministerio de Asuntos Exteriores leyó el Tao Te Ching de
Lao-Tse y, durante una ceremonia del té, vivió una experiencia «satori», una percepción
de la esencia universal de la existencia ligada a una felicidad suma y a un vacío total, la
liberación respecto del yo y el tiempo. Después de la guerra, se encontró de nuevo con
Maria Hippius, a la que ya conocía, y juntos fundaron el centro en Rütte, al que más
tarde se sumaron otros psicoterapeutas. Su atención se dirigía no sólo al «alma», sino al
entero ser humano, con todos sus sentidos y anhelos. Escuchaban y curaban; ponían a los
pacientes a cantar, danzar, modelar cerámica y permanecer en silencio.
El padre Fidelis, hijo de una viuda de guerra, era siete años mayor que su hermano
de comunidad Anselm Grün y había ingresado en la abadía benedictina de
Münsterschwarzach en 1959, cuatro años antes que él. Tras terminar sus estudios en
Roma y Wurzburgo, había hecho el doctorado con el autor del controvertido libro
Cristiano de cara al mundo, el teólogo moral Alfons Auer, sobre el tema La obediencia
en Pacomio, adquiriendo así una profunda visión del monacato antiguo. Pacomio el
Viejo fue el primero que, entre los años 320 y 325, unió en un gran monasterio las
colonias de eremitas en la región de Tabennissi en el Alto Egipto. Su «cenobitismo» es
el modelo originario de la vida monacal en comunidad. Una tesis doctoral sobre este
tema no podía quedar sin consecuencias, pues la Regla de Pacomio –dada su insistencia
en el carácter comunitario de la oración y el trabajo– representaba una alternativa al
dramático caos que se vivía en los monasterios de Occidente después del concilio
Vaticano II.

Los monjes jóvenes de Münsterschwarzach, impresionados por las espectaculares


exclaustraciones, la falta de nuevas vocaciones y la relajación de la observancia, no
estaban ya dispuestos a languidecer en su cada vez más vacía abadía. Sólo pocos años
antes habían ingresado en ella movidos por un idealismo transformador de la vida y
todavía no estaban suficientemente avezados para –a semejanza de la generación del
padre Sturmius– aceptar la diaria decadencia con oracular serenidad. En torno a Fidelis
se formó un círculo de «jóvenes indómitos» al que, además de Anselm, también
pertenecían, entre otros, los hermanos Meinrad, Udo y Daniel. No se trataba de una
alianza para evadirse de los desmoronadizos muros, sino de un grupo que el padre
Matthäus designa como «sínodo de ladrones»15 y que se había conjurado con el objetivo
de no permitir que su vocación –«¡qué caramba!»– se quebrara a la vista del decreciente
coraje de sus hermanos de comunidad que envejecían fantaseando con mujeres y con la
libertad.
El abad de aquel entonces, Bonifaz Vogel, era un cabal monje de la vieja escuela del
que no cabía esperar ya ninguna transformación, pero que tampoco pretendía

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obstaculizar las incontenibles reformas. Dejaba hacer y esperaba cauteloso. Así,
enseguida accedió a la solicitud del padre Fidelis para visitar el centro de encuentro del
conde Dürckheim y la señora Dr. Hippius en Rütte. «Bueno –dijo–, si os ayuda, debéis
ir». Nadie sospechaba a la sazón que, con ello, iba a iniciarse una historia que cambiaría
de todo en todo la evolución de la abadía, así como la vida de Anselm Grün. La Casa
Herzl en la Selva Negra devino un lugar de inflexión; con el monje del desierto Pacomio
como patrón y precursor, Fidelis, Anselm y los demás miembros del «sínodo de
ladrones» se convirtieron en pioneros de un intrépido regreso a las fuentes.
La relación de Anselm Grün, quien entonces contaba veintiséis años, con Fidelis
Ruppert, siete años mayor que él, era como la que existe entre dos hermanos de diferente
edad. Mucha empatía y estima mutua unían a los dos monjes, quienes a la crisis de su
monasterio reaccionaron no con rebeldía, sino con decidida resistencia. El padre Fidelis
conoció en Rütte una suerte de «vivencia de Emaús». En la primavera de 1968, mientras
se cernía la amenaza de un colapso generalizado, él –bajo la discreta dirección del conde
y la «bruja»– encontró sus propias raíces. Rodeados por el acogedor vecindario de un
pueblo de la Selva Negra, a Fidelis, Anselm y los demás se les cayó la venda de los ojos
y descubrieron que el monje en su totalidad es un solitario entre hermanos, de ningún
modo una ruedecita en el herrumbroso mecanismo de una gran abadía.
De repente se percataron con claridad de que Pacomio, su modelo, no había sido un
estudioso, sino un hombre inmerso en el silencio. Su monasterio del desierto en
Tabennissi no estaba envuelto por el resplandor de la anquilosada erudición monacal,
sino por la tempestad de la tentación y la gracia. La oración, entendida como «lo único
necesario», no se circunscribía al sonido armonioso de las antífonas, sino que también
incluía el durísimo ejercicio de la incesante exclamación del nombre de Jesús, cuya meta
era la meditación pura. Los muros de barro de aquel monasterio no escondían tesoros
sacros; estaban rodeados por «demonios del mediodía», por la «peste que se cuela a
hurtadillas en la oscuridad», por el «terror de la noche». En los salmos que se recitaban
noche y día se hablaba de chacales, leones y dragones.
Fidelis, creativamente conmovido, volvió a descubrir un camino en medio de las
sombras de la común vida diaria del monasterio. «Oí que tintineaba algo», recuerda.
«Emaús» significaba también que «aún esa misma noche se puso en camino», alertando
a sus hermanos Anselm, Udo y Meinrad en Münsterschwarzach.
Ser monje volvía a resultar emocionante. ¿No se había remitido ya su santo padre
Benito en la regula a las enseñanzas del desierto? ¿No había también en la abadía de
Franconia valiosos tesoros que era necesario descubrir de nuevo? El conde Dürckheim
comentó irónico: «Es increíble que, siendo vuestra “empresa” tan antigua, estéis
vosotros aquí… Volved pronto a casa y buscad allí».
En este camino de regreso hacia la profundidad de la vocación de la búsqueda de
Dios, el hermano Anselm fue uno de los más importantes aliados de Fidelis. No sólo
compartía la resistencia contra la ola de exclaustraciones, contra la melancolía y la
perplejidad, sino también la resolución de intentar, a pesar de las presiones de la época,
un nuevo comienzo. Y no menos importante: en su celda romana había leído y anotado

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casi todo lo que era necesario para evitar que aquel arranque quedara en agua de
borrajas. Poseía un saber teológico sobre el que era posible construir. La chispa prendió;
en el pequeño círculo de los «siete ladrones» se desbordó el entusiasmo.
Vieron claro que ya no había razón alguna para colgar también ellos los hábitos.
Incluso el celibato, que atormentaba a tantos dubitativos, adquirió un sentido. El
ambiente en la abadía era de tanto abatimiento y desesperanza, que el abad Bonifaz ni
siquiera consideró la posibilidad de frenar el dinamismo de los jóvenes hermanos. La
inicial desconfianza de los miembros mayores de la comunidad dejó pasó a una atenta
escucha. Nadie necesitó imponerse: la reforma avanzaba sin pausa. La transición puso de
manifiesto con creciente claridad que la piedad benedictina no podía agotarse en
fórmulas.
De ahí que el derrumbamiento de ciertas cosas no fuera especialmente trágico. A
ello se añadió el efecto de dinámica de grupos que tanto le había impresionado también a
Anselm en Rütte; siempre se planteaba la constructiva pregunta que debía ser resuelta en
común: ¿qué podemos hacer mejor? Al provocativo interrogante que le formulé durante
nuestra conversación en el sentido de si había existido un «golpe de Estado» en el
monasterio, el padre Fidelis respondió con gesto ligeramente amoscado: «Entre nosotros
no pueden llevarse a cabo golpes de Estado; algo así crece poco a poco. El afán de poder
nunca estuvo presente: se trataba de un camino espiritual». Tampoco el hermano Anselm
sintió inclinación alguna hacia la euforia revolucionaria que, en el aeropuerto de
Fráncfort, luchaba contra la nueva «pista oeste» y, ante la Amerika-Haus [Casa de
Estados Unidos] de Berlín, exigía «todo el poder para los consejos» (Alle Macht den
Räten). Era demasiado inteligente para no darse cuenta de que lo que necesitaba su
abadía no era un cambio radical, sino una vuelta a lo auténtico. Además, ya entonces
vivía una ascesis muy consecuente, cuya liberadora disciplina imprimía una orientación
más profunda a su actitud interior.
El joven monje estaba familiarizado ya con los ritos espirituales de las religiones del
Lejano Oriente y la psicología profunda de C.G. Jung. En Sant’Anselmo no sólo había
leído, sino también interiorizado, la obra en veinte volúmenes de Jung. Aunque no
veneraba al «maestro del psicoanálisis» como «padre de la Iglesia», con él vivía la
importante experiencia de poder confiar –a despecho de los miedos cervales– en su
exigente camino espiritual. Cuanto más se adentraba en su enseñanza, con tanta mayor
intensidad experimentaba el impulso de la salud psíquica y el sentido de la vida. Las
dudas sobre su propia persona y el miedo a las mujeres dejaron de atemorizarle. El
cuerpo y el espíritu, lejos de oponerse mutuamente, pasaron entonces a formar un todo,
sin el tormento de luchas tan insolubles como superfluas que absorbían la energía
necesaria para vivir un monacato auténtico.
A pesar de críticas aisladas, Anselm Grün mantenía una juiciosa distancia respecto
de la doctrina junguiana de «Cristo como arquetipo del ser humano». La confesión del
maestro del psicoanálisis: «Yo vivo, y Cristo vive en mí», la estimaba Anselm ya en las
cartas de san Pablo. La cruz como modelo de una humanidad desgarrada por altibajos
había suscitado desde la infancia su fascinación por la redención. Más que la tesis

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tomista del «mal como ausencia del bien», Anselm estudió la idea junguiana del «mal
como realidad autónoma», sin aprobar, no obstante, su ensoberbecida «Respuesta a
Job»16.
También el contraste entre la teoría y la praxis en la vida y la obra de Jung merecía,
a su juicio, inspección crítica. Al comienzo del Tercer Reich, el genial profesor había
pertenecido al Movimiento Psicológico de la Nación Alemana (Deutsch-Nationale
Psychologische Bewegung). Sus propios problemas con las mujeres no podían, por lo
visto, ser tratados. El autoritario psiquiatra y psicólogo suizo no permitió hacer carrera a
ningún colega varón, sino sólo a mujeres. Así, el hermano Anselm tenía más de
simpatizante interesado que de dócil discípulo. El mensaje de Jung no representaba para
él un fin en sí. Lo que le impresionaba en esta obra era la indagación en las imágenes de
la Biblia y en el significado de Cristo. No acogió los impulsos de Jung como algo
inmodificable, sino que los desarrolló de manera dinámica. Jung abrió su mirada a las
imágenes «más profundas», le ayudó a interpretar sus sueños, le enseñó los mensajes que
se ocultan detrás de los símbolos. Tampoco los dioses del Lejano Oriente le resultaban
extraños a Anselm. Ya en el otoño de 1969 había seguido con suma atención en
Münsterschwarzach el curso del padre Willi Massa, misionero del Verbo Divino, sobre
«la oración en el primitivo monacato», así como las primeras conferencias sobre zen del
conde Dürckheim y el padre jesuita Hugo M. Enomiya-Lasalle, experto en budismo. En
el otoño de 1971, mientras el padre Fidelis visitaba por primera vez la Casa Herzl en
Rütte, Anselm participó en un seminario dirigido por Bert Hellinger, antiguo misionero
de Marienhill y terapeuta familiar, en el que adquirió las primeras experiencias de
dinámica de grupos. Allí se practicaba, por ejemplo, el «grito primal»17, con objeto de
aproximarse a los traumas de la temprana infancia. Había que permanecer en silencio; el
grupo se abalanzaba sobre el primero que abría la boca. Se causaban heridas; después de
una suerte de hipnosis, descubrió que sus manos estaban llenas de arañazos. Un jesuita
tuvo alucinaciones. Algunas de las dinámicas de grupo eran terriblemente serias;
afloraban conflictos y agresividades no resueltas.
El atisbo que Anselm tuvo de una protesta contra un hambre infantil no saciada y los
miedos de no encontrar ternura le llevaron años más tarde en la soledad de un lago a
cobrar conciencia de que, en sí, era bueno «no haber quedado saciado entonces. De esa
suerte, el anhelo se ha mantenido vivo». Había sufrido a causa de la tensión entre
timidez y arrojo y, por fin, logró reconciliarse consigo mismo. Las carencias le llevaron
a Hellinger y a Jung. «Aprendí a escribir desde mis propias heridas», asegura hoy; «si no
lo hubiera hecho, habría seguido siendo el conformista discípulo modélico».
Cuando finalmente el propio Anselm Grün acudió por primera vez al Centro de
Formación y Encuentro en la Selva Negra para encontrarse con el conde Dürckheim, no
era ya un paciente, sino un interlocutor dispuesto a aprender. Vivía en el pueblo, y una
vez a la semana se reunía con el director del centro y su colega. Todas las mañanas
participaba en la meditación zen y se ejercitaba en permanecer sentado inmóvil. La
actitud del conde hacia él era paternal, casi pastoral. La iniciación, como introducción a
–y acompañamiento en– el camino hacia el hondón personal, hacia el puro silencio, dio

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fruto. Anselm quedó fascinado por estas confrontaciones y comenzó a leer la Biblia con
otros ojos. Su resolución de seguir a Jesús adquirió un perfil más definido. Maria
Hippius echó un vistazo a sus manos y rió llena de optimismo. Lo inició en las técnicas
de proyección y retención del haikido, así como en el arte de pintar y de modelar
cerámica. Pero todo esto no era un fin en sí: los huéspedes de Münsterschwarzach en
Todtmoos-Rütte querían que sus experiencias con la praxis del zen y con las
interpretaciones bíblicas de la psicología junguiana resultaran fructíferas para la vida de
su orden.
Bajo estas influencias, las lecturas de Anselm tomaron un nuevo rumbo: la mirada a
través del imaginario de Jung le descubrió motivos más profundos en la inagotable
Biblia; las repeticiones de los ejercicios de zen encontraron en la sabiduría existencial de
los padres del desierto una posibilidad de transición hacia la mística paleocristiana. Más
antiguos aún que Pacomio eran los eremitas en la estela de Antonio el Grande, quien, en
el monte Colzim de Egipto, había llevado una vida de atlética ascesis en las tumbas y en
medio de animales salvajes. En un fenómeno religioso sin parangón, miles de varones
siguieron su ejemplo y el de sus discípulos, y abandonaron ciudades y pueblos del
fecundo delta del Nilo para irse a vivir a las intransitables montañas del Wadi Araba
junto al mar Rojo, así como al desierto de sal del Wadi el-Natroun, entre lo que hoy es El
Cairo y Alejandría.
Los «dichos de los padres», apophthegmata patrum, una colección de textos
transmitidos por ellos, se siguen vendiendo bien hasta la fecha. Anselm es un buen
conocedor de estos lapidarios aforismos de los padres del desierto, quienes, con
paleocristiana sencillez, respondían a las necesidades y preocupaciones de sus hermanos
jóvenes por medio de profundas máximas. El contenido esencial de estas enseñanzas son
consejos y consuelos grávidos de experiencia existencial para la lucha contra los
«demonios» que se insinuaban a los eremitas con las mañas características del mal. «Las
tentaciones de san Antonio» muestran el desierto como el lugar de estos demonios, a
cuyos ataques se ha de hacer frente «en una lucha cuerpo a cuerpo con la navaja abierta».
Se suponía que atractivas mujeres y amenazadoras fieras intentaban inducir a los monjes
a abandonar a sus padres espirituales en el desierto. Cuando le preguntan
desesperadamente cómo había que actuar en tal caso, el patriarca Antonio da la siguiente
respuesta, en absoluto ilusa: «La mayor obra que puede hacer el ser humano es presentar
sus pecados ante el rostro de Dios y contar con que seguirá siendo tentado hasta el
último aliento». Y prosigue: «Nadie puede entrar en el reino de los cielos sin haber sido
tentado. Suprime la tentación, y nadie se salvará». Anselm se sabe de memoria tales
apotegmas.
Pintores desde Hieronymus Bosch, conocido como el Bosco, hasta Max Ernst, y
escritores del rango de Goethe y Heidegger, han plasmado la conmovedora escena: la
aventura de la supervivencia al asumir el riesgo de la búsqueda radical de Dios. El
teólogo ortodoxo francés Olivier Clément describe estos puestos de avanzadilla como un
«lugar de espanto metafísico» en el que debe dirimirse la lucha «con una suerte de terror
divino». Esta actitud, afirma Clément, apenas puede ser entendida ya por los cristianos

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de hoy. Esta valoración no se cumplía para los monjes reunidos en torno a Fidelis
Ruppert y Anselm Grün. Sin pretender emular a los eremitas en sus vigilias, sus periodos
de ayuno o su actividad de trenzar cestos al ardor del sol, los monjes de
Münsterschwarzach descubrieron en sus palabras de consuelo y aliento un inesperado
punto de apoyo. La lucha espiritual es más encarnizada que las batallas de los hombres,
escribió a comienzos del siglo XX el joven poeta Arthur Rimbaud: la realidad de la
guerra no es equiparable en intensidad con el dolor del combate interior. La desnudez de
la soledad y la estremecedora proximidad de Dios son idénticas en todas las épocas.
En el libro de Uta Ranke-Heinemann sobre el monacato primitivo, Das frühe
Mönchtum, que el padre Sturmius había recomendado a su sobrino Anselm cuando éste
buscaba su camino en la vida, la autora interpreta las luchas de los padres del desierto
como expresión del «anhelo de libertad respecto del mundo». Efrén el Sirio les gritaba a
los jóvenes eremitas: «Sois libres». Tal libertad se dirige, en el seguimiento de la cruz,
contra el señorío de Satán y del pecado. La cruz, el punto de referencia de Anselm, es la
«puerta de entrada al reino». En la década de 1960, para la nueva generación de monjes
de Münsterschwarzach, el reto de ser provocación para el mundo sin darlo por perdido
significaba no ceder a la tendencia a escapar de la celda, del monasterio, significaba
permanecer en libertad, no en obstinado aferramiento.
Gabriel Bunge –un benedictino sólo algo mayor que él y que, en calidad de antiguo
monje de la abadía belga de Chevetogne, vive como eremita en las montañas suizas–
llamó con una serie de libros dedicados a la figura del padre del desierto Evagrio Póntico
la atención de Anselm sobre la «doctrina del hastío» de éste, poniendo nombre así al
atacante: el «demonio del mediodía» es lo más sofocante que tienta al monje cuando el
sol está en lo más alto y apunta al corazón. Gula, lujuria, avaricia, acedia, ira,
aburrimiento, vanidad y orgullo: ésos son los ocho vicios capitales. «Contra el amor
propio», apela Evagrio, «ese aborrecedor de todo…». Su definición del monacato es
intemporal: «Separado de todo, unido a todo». Para los benedictinos misioneros en
crisis, estas palabras tenían un tono programático.
El fenómeno distintivo en la reciente historia de la abadía de Münsterschwarzach
son esos procesos de la década de 1960 que llevaron a un pequeño grupo de monjes aún
jóvenes a percibir y formular un anhelo común de dejar atrás el abatimiento del
posconcilio. Se trata de un proceso de dinámica de grupo que también evidencia que
algunas de las tan lamentadas exclaustraciones eran necesarias porque los afectados
habían perdido el interés por la vida monástica y no sólo estaban paralizados, sino que
paralizaban asimismo la vida comunitaria. El perceptible malestar de estos atormentados
liberó a la larga las fuerzas de los más jóvenes para un cambio radical. Los encuentros
del grupo con el conde Dürckheim y Maria Hippius les confirmaron en la decisión de
recorrer el camino espiritual de manera consecuente en dirección contemplativa. Para
ello, las experiencias de los padres del desierto recomendaban el sencillo medio de la
oración desprovista de solemnidad: «Permanece en la celda, no la abandones…».
Anselm Grün, quien en enero de 1975 cumplió treinta años, dio en este momento el giro
decisivo a su vida de monje. La solidaridad vivida en el «grupo de resurgimiento», las

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palabras fortalecedoras de las conversaciones mantenidas en Rütte y el entusiasta
descubrimiento de los padres del desierto le habían estabilizado en su interior. Nada de
miedo ya a aburguesarse, nada de apartar la mirada de las tensiones entre cuerpo y
espíritu; por fin una nueva forma de vida espiritual que manaba de antiquísimas fuentes.
La sensación fue la misma que se tiene tras un largo y arriesgado viaje. Los peligros se
habían disipado, la quietud se hallaba grávida de promesas. «Por eso quiero seducirla y
conducirla al desierto», leyó Anselm las palabras del profeta Oseas sobre la esposa que
regresa a él, «y luego le hablaré al corazón». Por encima de las oscuras nubes que se
cernían sobre su abadía, a través de los floridos prados de un pueblo de la Selva Negra y
sobre el trasfondo de los blancos monasterios del Alto Egipto, el «Cristo interior» le
había conducido a una nueva zona existencial. En lo sucesivo, más que las obras de C.G.
Jung, leyó las cartas de san Pablo; en vez del vacío del zen, comenzó a amar la oración
de Jesús.

65
8

El ejecutivo sin sueldo

L OS acontecimientos de la primera mitad de la década de 1960 suponen profundas


cesuras en la vida de Anselm Grün. Tras el periodo de vida retirada del noviciado y los
estudios de teología, se inicia un camino que no sabe adónde le ha de llevar. Después de
su ordenación como subdiácono en el monasterio de Subiaco, fundado por el propio san
Benito, en 1970 es ordenado diácono en Bozen. En mayo de 1971 muere su padre; dos
meses más tarde recibe la ordenación sacerdotal y celebra sus primeras misas en
Lochham y Dahlem, el pueblo natal de su madre. Entre 1972 y 1974 escribe su tesis
doctoral. Es un trabajo laborioso, que él lleva a cabo con rigor y que será alabado por los
profesores del tribunal. Durante estos años existe también una tensión en el tránsito de la
teoría a la práctica. Cuando los «demonios» de los retos diarios del monasterio se le
aproximan, sus notas científicas a pie de página no le sirven de ayuda. Aún no tiene la
más mínima idea de qué responsabilidad se le va a encomendar en la abadía. Una fase
toca a su fin, la nueva todavía es incierta. Se somete a una operación de riñón y celebra
en Roma su doctorado con vino y música. Visita por primera vez al dúo Dürckheim-
Hippius en Rütte e inicia en Münsterschwarzach los primeros experimentos en la
pastoral de jóvenes. Y llega un día en que el abad Bonifaz le convoca a una importante
entrevista.
El ambiente en la comunidad de Münsterschwarzach se había enrarecido aún más.
El padre Erwin, licenciado en economía, había colgado los hábitos a consecuencia de
apremios personales. Y al padre Theophil Lamm, su predecesor en el cargo de
«cillerero», o sea, «ministro de economía y hacienda» de la abadía, dado que era buen
teólogo, se le necesitaba como maestro de ceremonias. El padre abad deseaba que
Anselm asumiera el cargo de cillerero y que, a fin de prepararse para esta importante
tarea, comenzara la carrera de empresariales en la universidad de Núremberg. El
silencioso y sabio abad Bonifaz esperaba una reacción airada. Y en efecto, Anselm se
indignó. A pesar de su celo y elevada formación académica, seguía siendo un monje

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sensible. Tampoco las primeras conversaciones con el conde Dürckheim habían
cambiado nada a este respecto. Interiormente todavía se sentía inseguro; le faltaba
estabilidad, virtud ésta que, tras los años de aprendizaje y peregrinación, debía adquirir
una severa forma exterior. Estallaron las emociones. Por eso, el abad le concedió un
tiempo de reflexión, que también tenía como objetivo dejar que la rebelión se apagara
por sí sola.
Pero la gestión económica no entraba en sus planes; no había estudiado durante años
a Jung y Rahner para desempeñar semejante tarea. En el círculo de los hermanos
jóvenes, Anselm planteó la mordaz pregunta: «¿Desde cuándo se necesitan en la abadía
“carteros con el doctorado”?». Soñaba con dedicarse a la pastoral de jóvenes; había oído
hablar de Taizé y percibía el anhelo de nueva autenticidad que sentían los jóvenes. Si se
le observaba en aquel entonces jugando al fútbol, llamaba la atención una cierta
agresividad. Anselm, el afable, se mordía los labios y pisoteaba al rival caído.
Probablemente fue la discreción del abad lo que le permitió no verse convulsionado por
todas estas cosas. De cualquier modo, ¿qué habría podido conmocionarle aún en esta
abadía de exclaustraciones y crisis de celibato? En el caso del abad Bonifaz, los planes
que tanto disgustaban a Anselm se basaban en un buen conocimiento de la naturaleza
humana y en la confianza. Bonifaz apostaba de todo en todo por él y tampoco ofrecía
compromiso alguno. Ambos compartían tácitamente una certeza: que el joven monje y
doctor no iba a mandar todo a paseo, colgando también los hábitos.
En esta resolución de perseverar y luchar desempeñó un papel decisivo ese grupo al
que el padre Matthäus se refiere como «sínodo de ladrones». Su secreto spiritus rector
era el padre Fidelis, algo mayor que el resto. Su inclinación por una vuelta a la belleza
del monacato primitivo iba unida a una experiencia vital marcada por la muerte en
guerra de su padre, la preocupación por su madre y unos propósitos profesionales
originariamente muy distintos. Su entusiasmo por las «fuentes», atizado por Pacomio y
por Maria Hippius, no se alzaba hacia esferas alejadas de la realidad. Los hermanos
Meinrad, Daniel o Udo eran solidarios compañeros en la lucha por un nuevo comienzo.
A tales conjurados no se les puede dejar en la estacada.
Además, ahí estaba este singular venerable padre abad, quien, si bien pertenecía a
otra generación de monjes y en modo alguno daba la impresión de ser un práctico en mar
inquieta, al mismo tiempo confiaba mucho en los monjes probados y de trayectoria
ascendente, y les concedía considerable autonomía. Así, Anselm se llevó una sorpresa
cuando el anciano, no obstante las quejas de algunos monjes mayores, le dio permiso
para que los jóvenes que participaban en un encuentro de fin de semana se sentaran en el
coro junto a los monjes en vísperas. El abad Bonifaz se mantenía muy reservado durante
estos encuentros; pero, tras su dimisión, se atrevió a pronunciar una emotiva homilía
ante un grupo de unos trescientos jóvenes.
Fidelis y los otros no dejaron sólo al apurado Anselm en su lucha con el destino. Y
lo que los movió a ello no fue el deseo de congraciarse con un «importante cargo» en la
jerarquía del monasterio. El desconcertado candidato sabía también que esta tarea no
sólo exigía mucha responsabilidad, sino que, «como contraprestación», confería

67
asimismo mucha fuerza interior. En 1977 se produjeron otras tres exclaustraciones en la
comunidad: dos de los monjes salientes tenían cuarenta años; el tercero, cincuenta. El
golpe fue especialmente duro. Anselm estaba de acuerdo con los demás: «Tenemos que
hacer algo». Organizaron un simposio en la comunidad sobre «la crisis en la mitad de la
vida». Fidelis habló sobre el místico Johannes Tauler, y él sobre C.G. Jung. El libro que
luego publicaron, La mitad de la vida como tarea espiritual, tuvo un gran éxito.
A Anselm le preocupaba más, sin embargo, forjarse una nueva conciencia para los
estratos más profundos, espirituales, de la vocación a cillerero. En la Regla, san Benito
concede una sobresaliente importancia a este ministerio; y ello, en razón de la sabia idea
de que todo ímpetu espiritual termina perdiéndose en el vacío si se debilita la sólida base
en la que se apoya. Desde su estudio del pensamiento del paleontólogo jesuita Teilhard
de Chardin, Anselm estimaba tales originales conexiones entre el espíritu y la materia;
resultaban atrevidas y sensibles a la vez. La expresión de moda para referirse a ellas era:
«anclaje en la tierra». Así, por ejemplo, ¿qué sentido tiene el ayuno si el pan se
enmohece?
Si se lee con mayor atención la Regla del padre del monacato, se observa enseguida
que el de cillerero o mayordomo no es un cargo de honor; éstos no existen en la
concepción del fundador de la orden. Pero quien es llamado a desempeñarlo puede
considerar el hecho de que se le encargue este delicado ministerio una gran muestra de
confianza en su persona, pues se le suponen muchas cualidades: «Para mayordomo del
monasterio, se elegirá de entre la comunidad uno que sea sensato, de buenas costumbres,
sobrio, de no mucho comer, ni altivo, ni perturbador, ni injusto, ni torpe, ni derrochador,
sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad» (Regla de san
Benito 31,1-2). En sus manos, las cosas materiales adquieren una forma curiosa, distinta:
«Considerará todos los objetos y todos los bienes del monasterio como si fuesen vasos
sagrados del altar; nada tenga por despreciable» (31,10-11). Ser cillerero no es una
dignidad, sino un servicio: «A las horas señaladas dense las cosas que se han de dar y
pídanse las que se han de pedir, para que nadie se perturbe ni se entristezca la casa de
Dios» (31,18-19).
La opción del abad por el padre Anselm, recién regresado de Roma, estaba bien
ponderada y ocultaba un sentido aún más profundo del que quizá se presumía
originariamente. El abad Bonifaz, algo cansado de su ministerio, no se hacía ilusiones
respecto al estado de la comunidad: las estadísticas y el ambiente hablaban a las claras.
También intuía que, con monjes de su edad, no sería capaz de cambiar nada. Pero un
abad conoce mejor que cualquier otro la talla y las esperanza de sus «hijos». No se le
escapaba que, tras el «sínodo de los ladrones», había un grupo de jóvenes de primera
clase en cuyas manos había que poner el gran cambio.
Pero esto les exigió a los implicados una gran reorientación mental. Anselm tuvo
que marchar a Núremberg e hincarle el diente al duro bocado de las ciencias
empresariales. También su círculo íntimo de hermanos entendió así las cosas. Le
confirmaron en la convicción de que también era posible «hacer pastoral a través de la
administración», de que era importante decir «sí» y dejarse vincular. Le prometieron que

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no estaría solo en el desempeño de esta responsabilidad y le hicieron ver que no se
trataba de apetencias, sino de solidaridad. El abad, al que de entrada le había dicho: «Eso
no es para mí», le dejó aún dos meses de reflexión. Cumplido ese tiempo, Anselm
aceptó.
Desde el principio convinieron que el doctor en teología Anselm Grün, que a la
sazón contaba casi treinta años, no tendría que realizar en Núremberg la carrera entera de
empresariales. Pero sí que debía adquirir sólidos conocimientos básicos de estadística,
contabilidad, cálculo de costes y derecho fiscal. Allí podía olvidarse de las intrincadas
frases de Karl Rahner. Todas las mañanas iba en tranvía a la universidad. No vivía con
los apacibles benedictinos, sino con los rústicos franciscanos. Recién llegado, mientras
desayunaban juntos, le preguntó al cocinero cuándo se rezaba el oficio de las horas; y
aquél le respondió: «La verdad es que no sé si lo rezamos». Por la noche, los hijos de san
Francisco se bebían una jarra de cerveza de litro por cabeza; además, se hablaba durante
las comidas. Ése no era el estilo de Anselm. Empezó a acudir a las iglesias de San
Lorenzo y San Sebaldo, iba a la ópera y tuvo que ser testigo de cómo, en el derbi entre el
1. FC Núremberg y el 1860 Múnich, sus «leones» perdían dos a uno contra «el club».
Mucho más importante fue, sin embargo, el hecho de que, cerca de Núremberg, en
Erlangen, vivía un joven matrimonio. El psicólogo Richard Rudert y la enfermera Uschi
habían participado en Münsterschwarzach en un curso del padre Fidelis y habían
invitado a casa al padre Anselm. Surgió una profunda amistad. Siguieron viajes de
vacaciones en común, excursiones a la montaña, intensas conversaciones e incluso un
vínculo familiar: el padre Anselm apadrinó a uno de los hijos de la pareja.
Para el estudiante de empresariales aislado en Núremberg entre facturaciones y
ejercicios tributarios, esto representó mucho más que la acogida en una familia. El amigo
había querido originariamente ser sacerdote y relataba sus experiencias como psicólogo.
Uschi trabajaba en el hospital clínico en una unidad de medicina infantil donde el
sufrimiento, la espiritualidad y las preguntas existenciales estaban a la orden del día. El
matrimonio le estimuló a aceptar por fin que tenía sentimientos y a no asustarse de ellos.
Ambos eran personas con un auténtico espíritu de búsqueda y una actitud liberal. A los
niños los bautizó el «tío Anselm». En una fiesta empinaron el codo a base de bien. En
1978 les enseñó a sus amigos las atracciones turísticas de Roma. Después de un viaje al
monte Athos18, los dos varones pasaron aún una semana de vacaciones con Uschi en la
vecina isla de Sithonia. La joven mujer, en traje de baño. Anselm sufría en silencio en la
playa de arena: los baños de sol no eran su fuerte.
Pero por su mente pasaba algo más. Con el monte Athos continuamente a la vista, se
le hizo tanto más perceptible la tensión existente entre el monacato y el mundo. Ya
algunos años antes había recorrido con su hermano las sendas que unen aquellos
monasterios ortodoxos; también había celebrado liturgias bizantinas en las abadías de
Niederaltaich y Chevetogne. En estos momentos, desde la playa veía a lo lejos las
siluetas de los monasterios Grigoriu y Dyonisou; en Zografou había celebrado la fiesta
de la Transfiguración; en un eremitorio había conocido al eremita alemán Pantaleimon y
en el monasterio Simonos Petra, enclavado sobre una roca, vio a un místico radiante. La

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espiritualidad de la Iglesia oriental, la vida de san Siluan y la oración del corazón (u
oración de Jesús) representaban para el administrador la auténtica alternativa a su banal
vida de turista. Sus tareas no las podía desempeñar tomando el aperitivo bajo una
sombrilla. Cuando, después de cuatro semestres de empresariales, Anselm entró a formar
parte de la administración del monasterio y, al cabo sólo de un año, tomó las riendas,
algo empezó a moverse en la comunidad. El abad había conseguido su objetivo, pero le
dejó plena libertad en el ámbito de la pastoral de jóvenes y los cursillos de fin de
semana. Los hermanos de comunidad percibían nuevos aires. Fidelis se convirtió en un
serio candidato para suceder al abad, lo que, de hecho, ocurrió en 1982; Meinrad se hizo
cargo, como pater magister, del noviciado, de la formación de las nuevas generaciones;
Daniel, Udo y Matthäus contribuyeron con su empuje. La época de teorizar tocaba a su
fin: los «jóvenes indómitos» habían asumido la responsabilidad. Todos ellos eran
conscientes de que, para su proyecto de imprimir un giro en el sentido del monacato
primitivo, también era importante disponer de una hospedería adecuada. En ella se
podría recibir a jóvenes participantes en el programa Kloster auf Zeit [Una temporada de
vida monástica] e impartir cursos sobre los temas de los padres del desierto: sobre la
pureza de corazón, la oración y el conocimiento de uno mismo. Estos temas sonaban
como una alternativa a la «revolución sexual» que se vivía fuera.
Pero en la comunidad enseguida se encendió una vehemente discusión sobre el
proyecto de la hospedería; algunos hermanos que todavía no se habían percatado del
trasfondo espiritual lo consideraban demasiado caro. Sin embargo, Anselm se impuso:
«Ahora o nunca». También el abad Bonifaz estaba de su parte en este conflicto: «En diez
años no contaremos con carpinteros; ahora es cuando hay que dar respuesta». En 1976 se
amplió la escuela de primaria perteneciente al monasterio; en 1977 se crearon una
herrería, un servicio de bomberos y explotaciones agrícolas. En 1978, Anselm cambió
ya, en lo concerniente a la administración, la calculadora por el ordenador. La hospedería
se inauguró en 1981. En 1984 se construyó por fin un nuevo gimnasio para el instituto de
secundaria Egbert. En 1991 siguió la Casa de Recogimiento (Recollectio-Haus), un lugar
de retiro para sacerdotes y religiosos y religiosas en crisis. Más tarde se sumaron la
llamada Münsterklause (literalmente, celda monástica) como albergue sin servicio de
comidas para grupos de jóvenes y la instalación ecológica, que procura energía de
manera alternativa.
Este auge costó energía y mucho dinero. El nuevo administrador vendió la finca de
recreo en Krandorf y otros dos bienes inmuebles con el argumento de que el monasterio
no era un propietario de viviendas. Hubo que solicitar préstamos, ya que, con las
sucesivas reformas educativas, la escuela resultaba cada más cara. Era difícil, pero el
padre Anselm no pasó ninguna noche en blanco. De madrugada, escribía; por la mañana,
se ocupaba de tareas administrativas; después de la comida, hacía de consejero espiritual
en la casa sacerdotal; después de la temprana cena, impartía conferencias; y los fines de
semana, dirigía cursillos. Hubo discusiones y, a veces, incluso desavenencias sobre esta
vertiginosa evolución; en ocasiones resultaba difícil el consenso, pero nunca se
produjeron rupturas. Los colaboradores más estrechos del padre Anselm son gente

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fiable: de la contabilidad se ocupa sin descanso Arnulf Haubenreich, a quien el
administrador, en un extraño proceso de selección, contrató cuando tenía dieciocho años;
el hercúleo Arnulf parece un guardaespaldas, hace enjundiosas recomendaciones y lee
por razones profilácticas el Bildzeitung, la quintaesencia de la prensa amarilla –en él,
junto al artículo del padre Anselm «Siete ritos que facilitan la vida», la foto de Isabelle,
una rubia polaca de diecinueve años, la «chica del mes» en tanga negro.
A su lado, Luitgard Kleinschmitz e Irmgard Kraus llevan la aventurada agenda de su
peculiar jefe y ordenan documentos, así como la mesa del padre Anselm, llena siempre
de papeles. Él recluta a su gente en los pueblos de los alrededores; eso crea solidaridad e
identificación con el monasterio. Un sentimiento colectivo reina asimismo en la pequeña
comunidad de fe en la que las mujeres y los varones que trabajan en la administración
celebran la eucaristía o meditan juntos.
A las ocho de la mañana, el padre Anselm está sentado en su caótico escritorio.
Conoce de forma precisa los flujos monetarios y la situación de las cuentas a las siete de
la mañana. Luego, llaman jefes de distintas empresas. Estudia la gaceta de la Bolsa, así
como las noticias bursátiles del Süddeutsche Zeitung. Firma personalmente todas las
facturas. Él es el único que habla con los bancos. Uno de sus colaboradores dice: «Yo no
me considero vago; pero, comparado con él, soy un maldito holgazán». Lo que pocos
saben es que el monje que por la noche ha regresado a casa de una conferencia está en el
coro ya a las cinco de la mañana cantando salmos del Antiguo Testamento. El exitoso
ejecutivo no recibe sueldo alguno. No tiene ni un céntimo en el bolsillo. Anselm Grün
enseña al respecto una filosofía muy distinta, y no sólo del trabajo monástico: «El
trabajo es una piedra de toque de la autenticidad de la oración… Una piedad que elude
las tareas diarias elude también a Dios… El trabajo es una importante fuente de
autoconocimiento… El quehacer exterior refleja el interior del alma… Ser desmanotado,
tener manos de mantequilla, es un signo de desgarramiento interior». Ora et labora, reza
y trabaja: no se trata sólo de una sugestiva máxima de la Regla. «Benito es escéptico –
advierte Anselm– respecto de toda pía huida hacia un mundo de sentimientos
religiosos».
Esta actitud tiene como consecuencia una propia filosofía del dinero. «Al cillerero
no le es indiferente el dinero», dice el antiguo abad Fidelis. «Anselm nos prestó un gran
servicio al hacernos patente que, en la administración del monasterio, el dinero no es
independiente de la espiritualidad, porque administrar tiene mucho que ver con la vida
espiritual». Con la perspectiva que le da una experiencia de treinta años, el padre Anselm
subraya que la Iglesia debe aprender aún a «manejar espiritualmente el dinero». Ello
significa tratarlo de manera creativa y llena de imaginación. Lo decisivo, sin embargo, es
invariablemente la «libertad interior frente al dinero y frente al objetivo que uno persigue
con él… Pero siempre se trata de encontrar la justa medida».
Lo cual vale tanto más para la importante fuente de ingresos que son las tres
centenas de publicaciones del padre Anselm y sus más de cien conferencias anuales.
Cuando habla de estos temas, lo hace con el mismo recogimiento que si leyera en voz
alta algún pasaje de su libro sobre los ángeles. Ahí rige una suerte de controlada

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naturalidad. En el programa televisivo de entrevistas de Reinhold Beckmann en el que
compartió protagonismo con los futbolistas profesionales Rainer Calmund y Rudi
Assauer, Anselm Grün sorprendió a millones de telespectadores con estimaciones de sus
derechos de autor. Peter Maffay e Iris Berben19 se admiran de la habilidad del padre
Anselm para recaudar fondos con fines caritativos. Capital, la revista de los banqueros y
grandes ejecutivos, lo retrató con un paquete de acciones en la mano. Como
administrador de la gran abadía, el padre Anselm es responsable de que los noventa
monjes y los casi doscientos cincuenta empleados y empleadas no tengan que vivir al
día.
De alguna parte le ha de venir este don, especulan los observadores del fenómeno.
Algunos recuerdan que ya el pequeño Willi Grün, tras montar un vivero de peces,
cobraba dinero a los visitantes. Aprovechando que su padre tenía el comercio mayorista
de electrodomésticos, vendía radios portátiles a sus compañeros de estudios
estadounidenses en Sant’Anselmo. El padre Godehard, a la sazón cillerero de la abadía
romana, le vaticinó que, sin duda, también él algún día sería cillerero. Para asomarse a
los abismos del alma de mercader de Anselm, otros rastrean la historia de su familia y le
descubren antepasados judeoespañoles en el siglo XVI…
Si uno contempla fotografías aéreas de la abadía de Münsterschwarzach, no lejos del
meandro del Meno descubre un pueblo autónomo: una enorme área autárquica que se
extiende desde el río hasta los campos de cultivo. Así de poderosos y autónomos fueron
también en sus periodos de esplendor en la Edad Media los monasterios de Cluny y
Claraval. Entre los motivos de contenido orgullo de este ejecutivo con indumentaria de
monje del desierto se cuenta el hecho de que aquí el agua se saca de pozos propios y la
corriente eléctrica proviene en parte de un canal excavado por los monjes en el siglo XII.
En la explotación agrícola de la abadía, la planta ecológica genera energía a partir de los
excrementos del ganado vacuno. Todo está estupendamente atendido, también el servicio
de jardinería. La panadería y la carnicería proporcionan el ochenta por ciento del
consumo de pan y carne de la casa. Cuando se construyó la iglesia, todos los trabajos de
cantería y metal se realizaron aquí. La orfebrería ha desarrollado un estilo propio, que se
basa en el canon de los antiguos egipcios. La editorial Vier-Türme edita numerosos
libros, audio-libros y calendarios, la Benedict Press los imprime y la librería Vier-Türme
da la bienvenida a los visitantes a la abadía cerca de la torre de entrada. En la tienda Fair
Handel se ofrecen productos del Tercer Mundo.
«Debo mantener mi propio ritmo», dice Anselm Grün sobre este éxito; «si hubiera
escuchado a otros, no habría llegado tan lejos». Pero sabe perfectamente que en algún
lugar hay un límite que todavía debe descubrir. No ha conseguido montar el protector
taller para discapacitados que tenía en mente. Los maestros artesanos no son pedagogos
sociales. «Las cosas dejan de ser beneficiosas –dicen los campesinos de la zona– cuando
apenas se le puede poner ya freno al empeño».
Pero el monje, escritor y ejecutivo Anselm Grün no vive sin más a tope. Una vez al
año se toma tres semanas de vacaciones. Entonces, con un presupuesto de trescientos
euros, como cada uno de los demás miembros de la comunidad, se marcha con sus

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hermanos o amigos a caminar y escalar por las montañas. Por lo demás, su vida es
ascética; si uno le pone la mano en los hombros, nota los huesos. Durante sus viajes
vespertinos a las salas de conferencias, bebe té. Sus libros sobre la Cuaresma y sobre las
curas de ayuno se nutren de una severa experiencia personal. Sólo rara vez ha estado
enfermo. Ha sido operado de tiroides; mientras convalecía en el hospital, escribió dos
libros: uno sobre el envejecimiento y otro sobre la muerte. Nunca sabremos qué le dice
su confesor. Las conversaciones con su padre espiritual, un hermano de la comunidad,
forman parte de los secretos de su vida. Más allá de todos los datos y cifras, el padre
Anselm desea «irradiar paz, optimismo y confianza». Cuando cierra la puerta de su
oficina, no quiere seguir dando vueltas a problemas administrativos, sino propiciar la
claridad, «no dejar tirado a nadie». Quien a primera hora de la mañana repite cientos de
veces la oración de Jesús y extiende las manos, como hace él, no se derrenga.
«Sencillamente siento agradecimiento», sonríe el monje Anselm. En medio de la oración
y el trabajo, vivir sin mujer significa para él una concreción de su monacato: «No tener
ningún amor preferente, crecer por completo en ser pleno».

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9

Hacia el mundo entero

C UANDO el padre cillerero celebra su onomástica en la abadía de Münsterschwarzach,


invita a todos a una botella de cerveza. En su sitio del refectorio arde una vela; sobre la
mesa, las hortensias y los ciclámenes confieren un hálito de alegría a la severa sala. Tras
la oración y la lectura, el abad, con una breve señal acústica, autoriza el colloquium, y la
tradicional comida en silencio de los monjes se transforma con el suave martillazo en
una plétora de animadas conversaciones. Agradecidos, los hermanos saludan a Anselm
con la cabeza. Se sirve comida de día festivo y, excepcionalmente, hay postre: un gran
cuenco de helado de chocolate. Quien todavía no ha felicitado al homenajeado, lo hace al
terminar la comida: alegres abrazos en el claustro. Cada cual le dice algo especial, y
Anselm resplandece con sus fieles negros ojos.
Ya en las peticiones de la misa conventual y el rezo de las horas se ha rogado por él.
Para que la confianza le siga acompañando en su vida, para que progrese en la búsqueda
del Dios misericordioso, para que conserve la fuerza creadora… Ahí cobran expresión la
fraternidad y la cercanía sin las que una comunidad de unos noventa monjes no puede
vivir. El mismo rito se celebra también con ocasión de la onomástica de los demás
hermanos; sin embargo, no se incurre en formalismos. Al contrario, siempre acontece
con una confiada sonrisa de satisfacción. En ello se plasma un cierto ambiente familiar;
cada cual tiene su propia historia. Aquí viven juntos hombres que llevan una vida
totalmente distinta de la que se vive en el mundo. Esto no es sólo comunidad, sino
también hogar.
Como todos los demás hermanos de la comunidad, Anselm es un misionero
benedictino. Lo cual hace de la «estabilidad» –la permanencia en el mismo lugar–
sancionada por la Regla un concepto relativo. Cada monje tiene en la abadía su «trabajo»
definido, pero se trata de una ocupación marcada por la provisionalidad. Fuera, en el
mundo, esperan tareas del todo distintas. En Sudamérica, en Asia, en África: por
doquier, retiradas, nuevos desafíos, pero también oportunidades para la Iglesia. Las

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fundaciones monásticas de los benedictinos participan de todo ello. Aunque la orden
misionó ya en la Edad Media, durante mucho tiempo esta actividad se tuvo por
sospechosa. Algunos se barruntaban una subrepticia traición al monacato: veían
amenazadas la estética litúrgica, la contemplación y la vocación a la auto-santificación.
Sobre todo las llamadas «abadías culturales» (Kulturabteien), como Beuron y Maria
Laach, tenían dificultades a este respecto. Así, no fue en ellas, sino en Santa Otilia en
1888 y en Münsterschwarzach en 1913 donde surgieron nuevos comienzos. Pero
también aquí hubo desarrollos diferentes. Al principio, el entusiasmo por la misión fue
mayor; en las abadías apenas había sitio para los postulantes; sin embargo, desde de la
década de 1960, la tendencia hacia el monacato vuelve a ser más fuerte. En el Tercer
Mundo ya no se acompañan diócesis o parroquias, sino sólo monasterios. La vida
contemplativa ha reemplazado a la tradicional «estación misionera». Antaño, los
hermanos se llevaban una decepción si el abad no los enviaba a países de misión; en la
actualidad, estar dispuesto a ir a misiones no es condición previa para ingresar en el
monasterio. En aquel entonces reinaba el proselitismo; hoy, la responsabilidad consiste,
sobre todo, en fortalecer las Iglesias locales. La actividad de los monjes misioneros
europeos se ha restringido a algunos ámbitos. Las luchas de repartición en rivalidad con
otras religiones, sobre todo el islam, han sido dirimidas ya entretanto. Ahora se trata de
consolidar y ampliar lo existente. Lo que ha permanecido, sin embargo, es la fuerte
solidaridad entre la abadía madre y las comunidades repartidas por el mundo. Muchos
monjes han estado ellos mismos sobre el terreno en las zonas de misión y conocen a las
personas y las situaciones. Han conservado vínculos que durarán toda una vida.
Para Anselm, quien nunca ha vivido «fuera», esto es un elemento importante de la
vida del monje: ayudarse mutuamente en el plano espiritual, trascendiendo así fronteras,
con la mirada dirigida al coro y, al mismo tiempo, a los continentes; globalización ya en
la propia familia monástica; buenos amigos en otros lugares, a veces poco confortables.
En una palabra, ser Iglesia universal es un reto permanente. Así, celebrar la onomástica
en la abadía de la tierra natal y la implicación de ésta en lejanos países en vías de
desarrollo no es ninguna contradicción. En la comida en el refectorio, también monjes
africanos y asiáticos han bebido a la salud del padre Anselm. Están aquí hospedados
como estudiantes y pertenecen a la familia, en la que se trata de algo más que de una
«agradable convivencia». Si se reúne en Münsterschwarzach el capítulo general de los
benedictinos misioneros, como ocurrió en octubre de 2008, la mitad de los
aproximadamente sesenta abades proceden del Tercer Mundo. «¿Muy lejos? Nosotros
estamos ahí», se lee en la portada de la revista de la abadía, Ruf in die Zeit [Llamada
hacia el tiempo]. Esta presencia marca todo el ambiente que tan importante papel
desempeña como trasfondo de la escritura de Anselm Grün. Sus libros, traducidos
entretanto a treinta y dos idiomas, evidencian el vínculo entre el solitario acto de escribir
en la celda del monasterio y la repercusión mundial. Anselm, quien ya en edad escolar
quería ser misionero, ha encontrado otra forma de «misión» y ha crecido en ella.
En aquel entonces, al comienzo de la década de 1960, el trabajo misionero en países
extranjeros le atraía con fuerza. Se debatió de forma intensa con el deseo de ingresar en

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los jesuitas, sobre cuya labor en el Lejano Oriente circulaban interesantes historias.
Anselm soñaba preferentemente con un quehacer misionero en Corea. Le atraía salir del
pequeño mundo de Lochham y de la estrechez del internado de Münsterschwarzach, y
marchar hacia tierras lejanas. Es probable que esto fuera ya una temprana variación de su
proclividad a «no aburguesarse», a la que siempre se ha mantenido fiel. Debía ser el
lugar más duro y apartado posible. Corea le fascinaba asimismo porque el lenguaje era
en extremo complicado. Se adivina en él una tendencia a refugiarse en un país exótico:
sol naciente y antiquísima cultura. Cuando el tío Sturmius le informó de las posibilidades
de los benedictinos misioneros, vio también allí la posibilidad de escapar al mundo
ancho y grande. «Ingresé en esta orden –contará más tarde– porque se dedicaba al
trabajo misionero. Pues el abarcador trabajo misionero siempre me había atraído
sobremanera. No quería limitarme a conquistar estrechos horizontes».
Esta ambición le acompañará durante toda su vida. Grün persigue siempre las metas
más elevadas. Después de ingresar en el monasterio, se entera de las crueles
persecuciones padecidas por sus hermanos de orden en Corea del Norte y Manchuria. La
realidad en los calabozos de Pyongyang hace más de cincuenta años era muy distinta de
lo que había imaginado el alumno interno de Münsterschwarzach anhelante de evasión.
Unas cartas de benedictinos misioneros alemanes aparecidas en el año 2007 describen
una terrible experiencia en prisión. El monasterio había sido rodeado por la policía
secreta comunista. En catorce delgadas cuartillas se puede leer en una huidiza letra
garabateada: «Padecemos por la fe». «Controles continuos; no nos permiten hablar entre
nosotros». Entre piojos, chinches y suciedad, los afectados por enfermedades
respiratorias murieron. Los hermanos padecieron fiebre, diarrea y úlceras. En cada
calabozo de piedra se hacinaban dieciocho hombres; les estaba prohibido permanecer de
pie; la mayoría de ellos murmuraban sus oraciones. Días, semanas, meses. Sólo arriba,
en el techo, había una ventana enrejada. «A través de ella veíamos de noche las
estrellas», escribe un superviviente. El abad de Tokwon, Bonifaz Sauer, murió de
desnutrición en febrero de 1950; cuatro semanas más tarde, el padre Rupert Klingeis
sucumbió a los tormentos… El proceso de beatificación de los mártires se prepara
actualmente en Sant’Anselmo, la facultad romana de la orden.
En aquel entonces, conceptos como «telón de acero», «Iglesia del silencio» o
«ayuda a los sacerdotes del Este» todavía eran de angustiosa actualidad. Había
cardenales en arresto domiciliario. Los viajes a los estados del Pacto de Varsovia eran
rigurosamente vigilados. Sólo los contactos de Münsterschwarzach con los benedictinos
húngaros de Pannonhalma eran una excepción. El jesuita Karl Rahner inició en la
Paulus-Gesselschaft el intento de tímidos diálogos entre filósofos marxistas y teólogos
cristianos. El discípulo comenzó a aguzar los oídos. Pero sólo después de la caída del
Muro se rompió de hecho la barrera.
El entusiasmo de Anselm por la expansión universal de la fe era atizado a la sazón
por religiosos misioneros que cada tres años pasaban en Münsterschwarzach sus
vacaciones. Las conferencias, las proyecciones de diapositivas y el carisma personal de
estos tipos barbudos fascinaron al joven que aún buscaba su camino. A partir de 1972 se

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dejó crecer el pelo y empezó a parecerse a los gurús del Lejano Oriente. Todo era
seductoramente quijotesco. Ya antes de su ingreso en el monasterio mantenía una
correspondencia de postales con el padre Patrick, misionero en Sudáfrica. La suerte del
padre Winfried Thumann, quien murió en Kenia a los cincuenta años de edad a
consecuencia de un cáncer de ojos, le afectó especialmente. En una lejanía que, sin
embargo, estaba al alcance de la mano, se encontraba un mundo de pioneros heroicos
que irradiaban una atracción casi atlética.
Con la distancia que permite el tiempo, Anselm constata hoy que esta imagen se ha
visto conmovida en medio siglo de rupturas y resurgimientos. El número de misioneros
ha menguado, al igual que la conciencia de estar haciendo lo correcto; los héroes están
cansados. Y, sin embargo, una y otra vez comienzan a brotar nuevas y frágiles pequeñas
plantas. Recientemente, el cardenal de La Habana pidió a la orden que funde un
monasterio en Cuba. Dos jóvenes alemanes y dos africanos partieron hacia allá.
Desde la década de 1980, las ilusiones que Anselm se hacía de adolescente sobre el
fascinante trabajo de los misioneros han bajado a tierra en reiteradas ocasiones. Anselm
ha experimentado en sus propias carnes eso que en la Iglesia a veces se denomina
«inculturación». La abadía de Münsterschwarzach decidió concentrar sus esfuerzos en
las fundaciones de Tanzania, Sudáfrica y Corea, así como en las de Filipinas, India y
América Latina. En 1981, a la edad de treinta y seis años, el padre Anselm viajó por
primera vez a Tanzania, para dirigir allí ejercicios espirituales durante seis semanas. El
doctor en teología tuvo que pasar primero por la experiencia de que, como escritor, tenía
escasas posibilidades de éxito. Allí no podía transmitir nada por medio de la escritura;
los africanos no son un pueblo de lectores.
Tres años más tarde, viajó a Kenia con una misión algo más delicada. En este país
africano, un hermano se había independizado, por así decir, fundando por su cuenta y
riesgo un monasterio. Anselm convivió con él durante una semana y experimentó algo
por completo sorprendente: este hombre estrafalario era, sin duda, caótico, mas poseía
un extraordinario carisma; conducía un taxi y comerciaba con perros, cerdos, papagayos
y minas de bolígrafo. El huésped alemán tenía una singular afinidad con su anfitrión en
lo relativo a los negocios y no le ocultó su simpatía al original tipo. El controvertido
monasterio sigue existiendo en la actualidad, y en él se vive de manera consecuente.
En 1989 y 1994 se le encargó al padre Anselm la visitación oficial de los
monasterios benedictinos en Venezuela y Colombia. Viajó con el abad primado a
Latinoamérica, donde aprendió a distinguir las distintas formas de vida de las Iglesias
jóvenes. Las comunidades monásticas sudamericanas están fuertemente marcadas por las
culturas de sus respectivos países; sin embargo, tienen problemas con la estabilidad. A
los monjes jóvenes les resulta difícil permanecer en un lugar. En los monasterios de
Latinoamérica conviven a menudo monjes de muy diversas nacionalidades; la estima
mutua que se profesan nativos, alemanes, vascos y africanos, por ejemplo, es grande.
Viven de manera autárquica, autoabasteciéndose de alimentos. El rezo en coro
desempeña un papel fundamental. La sabihondez europea está aquí fuera de lugar.
Las experiencias africanas de Anselm Grün se mueven en otra dirección. En este

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continente percibe él verdaderas oportunidades para la vida contemplativa, sobre todo en
las órdenes femeninas. Hay muchas vocaciones, pero necesitan ser moldeadas. En
Tanzania existen grandes monasterios del estilo de Münsterschwarzach. Aquí ha podido
observar que, en los países africanos, la sexualidad desempeña un papel importante, por
completo distinto del que asume en el mundo occidental, marcado por rigoristas
concepciones del orden. En los monasterios, sin embargo, la actitud a este respecto es
más estricta que entre los sacerdotes seculares. Por supuesto, tras la visita del papa
Benedicto XVI en 2009, enseguida se planteó con fuerza la pregunta sobre el uso de
condones. Anselm Grün sabe diferenciar de forma precisa: «Lo artificial –afirma– no es
una solución para los africanos. No les gusta hablar sobre ello, no confían en nosotros
los europeos y no quieren que se les instruya». En marzo de 2009, en una conferencia
que impartió en Turín ante trescientas cincuenta superioras de órdenes femeninas y
doscientas novicias, el padre Anselm vivió una interesante experiencia: las preguntas
sobre la sexualidad y el voto de castidad centraron la atención. Había un ambiente de
cierta reserva; las africanas eran las únicas que no se sentían cohibidas.
Su éxito como escritor y conferenciante ha modificado considerablemente desde
finales de la década de 1990 la actividad viajera del padre Anselm. Ya no viaja como
observador y asesor de los superiores de su orden, sino para atender sus propios asuntos.
Se han añadido nuevos países: tras la Perestroika y la caída del Muro, se han abierto los
países del Este de Europa; en Sudamérica acuden multitudes a sus conferencias; ha
visitado Hong-Kong y Taiwán, y quizá próximamente viaje a China, un país que se está
abriendo a marchas forzadas.
A Cracovia, la antigua sede episcopal del papa Juan Pablo II, viajó Anselm dos
veces en coche en 1998 y 1999. En sus conferencias de fin de semana en las iglesias
pedía perdón a sus oyentes polacos por los crímenes de los alemanes. Eran momentos
muy emotivos. Lo llevaron junto a una anciana que lo abrazó conmovida por sus
palabras. Desde entonces, cada dos años visita Polonia, donde le impresionaron las vivas
eucaristías de los jóvenes.
En Chequia, el padre Anselm se reunió con el profesor Halík, un nuevo teólogo. Su
editorial checa organizó lecturas de sus obras en Praga, Budweis y Brünn. En este país,
la Iglesia del cardenal Tomášek estuvo muy reprimida. En sus desplazamientos, Anselm
percibía sin cesar en la gente la búsqueda de la fe. Sus libros ayudan a muchos. Durante
una temporada, ocupó el segundo lugar en la lista de los libros más vendidos en Chequia.
En su primera visita a Brasil y Argentina en abril de 2006, Anselm fue recibido con
entusiasmo. Las personas acudían en masa a él, ora para que las bendijera, ora para
solicitarle un autógrafo. En Buenos Aires fue el primer autor de libros religiosos en
comparecer en la Feria del Libro, en concreto para presentar la traducción de su obra
¿Por qué a mí? También encontraron muy buena acogida sus conferencias sobre el
tema: «La espiritualidad en nuestra época», en las universidades de São Paulo y Belo
Horizonte, donde, entre cosas, debatió con el filósofo Mario Sergio Cortella, el sacerdote
y activista por los derechos humanos Julio Lancelotti y la monja budista Shingetsu Coen.
Ante unas quinientas personas desarrolló una emotiva meditación en la capilla de la

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universidad. En la eucaristía celebrada conjuntamente con el obispo local en el más
famoso lugar de peregrinación de Latinoamérica, Nossa Senhora Aparecida, que fue
retransmitida por televisión, participaron treinta y cinco mil fieles. Ese mismo año, así
como más tarde, en 2008, el padre Anselm visitó México, donde, en el congreso de
congregaciones religiosas, pronunció una conferencia sobre «La espiritualidad de la
cruz». Por lo que atañe a la situación religiosa de Latinoamérica, afirma lo siguiente: «La
teología de la liberación es importante, pero en ocasiones ha exigido demasiado a las
personas: éstas necesitan un hogar espiritual».
En febrero de 2008, Anselm Grün visitó por primera vez Taiwán; en 2009 siguieron
Hong-Kong y Macao. Su editorial taiwanesa organizó conferencias en las facultades de
teología de Taipei y Tainan sobre los temas: «Vivir la espiritualidad en la vida diaria»,
«El liderazgo en las organizaciones cristianas» y «La familia y sus problemas en el siglo
XXI». En Taipei, el padre Anselm visitó la parroquia para prostitutas y personas sin
hogar, así como el budista HongShi College, donde debatió con monjas budistas sobre
las diferencias y semejanzas de ambas religiones en lo tocante a la meditación. El punto
cimero del viaje fue un amistoso encuentro con el cardenal Shan Kuo Shi. Entretanto, los
libros de Anselm se editan en las dos variantes dialectales: el chino complejo y el chino
simple. Hay buenas perspectivas de que pronto se puedan publicar algunos libros en
editoriales oficiales de la República Popular de China.
Si se examinan los detallados programas de las estancias del padre Anselm en el
extranjero, dan la impresión de ser encorsetados viajes de trabajo de un ejecutivo:
aeropuerto de llegada y hotel, horarios de salida y llegada, charlas y ruedas de prensa.
Sobre la agenda hay suspendida un aura de pistas de aterrizaje y queroseno. Ni un solo
día sin conferencias o entrevistas. Aquí y allí, una visita guiada por la ciudad, una hora
libre para el Museo de Taiwán o el río de la Plata. Las licencias de traducción de sus
libros exigen su tributo: van desde ediciones en ruso y noruego hasta ediciones en
swahili. Por encima de las nubes, entre un huso horario y otro, entre un continente y otro,
quedan momentos de descanso para dormir, rezar las horas y leer. Anselm viaja con
cómoda ropa informal; el hábito va en la maleta. Hay otras cosas importantes que se
lleva también consigo de su vida monacal en Münsterschwarzach: la disciplina, la
resolución de ayudar a la gente y una inaudita confianza en Dios para resistir sus «horas
extras» por el mundo entero. Ya se ponga en camino hacia Hinterwaldshausen para dar
una charla en el salón parroquial, ya hacia el aeropuerto de Fráncfort para tomar un
vuelo transatlántico, su viaje siempre comienza con la señal de la cruz.
Cuando tenía doce años, Willi viajó con su familia en una pequeña furgoneta
Volkswagen a visitar a unos parientes en la región de la Eifel. Más tarde, siendo un
joven monje, iba y venía dos veces al año entre las estaciones de Wurzburgo y Roma. En
1968 se permitió dar un rodeo ecuménico hacia Taizé y Chevetogne en un Fiat 500 junto
con un hermano de orden francés. En 1978 y 1996 ascendió, primero con su hermano
Michael y luego con amigos, las pedregosas sendas del sagrado monte Athos. Es verdad,
también estuvo esa semana de ejercicios que dio en 1980 al prior de la abadía de la
Dormición en Jerusalén antes de su ordenación sacerdotal. Por lo demás, los viajes de

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Anselm se habían limitado a las excursiones anuales a las montañas durante las
vacaciones fuera del monasterio.
Él «no impuso» a la comunidad sus ausencias, afirma con una sonrisa inocente,
sabedor de que poco a poco le fueron desbordando. Al comienzo de su actividad como
conferenciante, el abad Fidelis intentó frenarle de forma apacible, pero no veían las cosas
de la misma manera. Así, tampoco en la actualidad le faltan consejos bienintencionados
–no sólo de sus hermanos de comunidad– que le recuerdan que Dios ha limitado el día a
veinticuatro horas. Pero él, un tanto cabezota como es, hace caso omiso de tales
advertencias y no piensa en parar; de hecho, ya tiene completa la agenda para el próximo
año y medio. Pero en todo ello no desempeña papel alguno una supuesta afición
compensatoria a viajar, ni tampoco una droga que le empuje a salir de los muros del
monasterio. El padre Anselm es un monje delgado y nervudo de baja estatura al que
nadie le echaría los sesenta y cinco años que tiene. El pelo, repartido regularmente por el
cuero cabelludo, es un quedo indicio de que está decidido a seguir de buen humor, a
mantenerse en forma.
Si ignora de manera sistemática los llamamientos a bajar el ritmo, ello se debe en
parte a la aversión a «aburguesarse» que siempre le ha acompañado. Nunca ha querido
dejarse seducir por el «discreto encanto de la burguesía»20. Su aspecto patriarcal y su
afable natural esconden que el padre Anselm es un luchador. La idea de jubilación
anticipada le produce escalofríos. Es imposible imaginárselo como un plácido jubilado
leyendo un libro pío recostado en una hornacina del claustro.
Uno puede, desde luego, preguntarse inquieto si las cosas podrán salir así de bien.
Pero eso probablemente tiene que ver ante todo con el «fenómeno Anselm Grün», quien
no sólo está convencido de su misión, sino que también orienta su vida conforme a ella.
De ahí que sus viajes virtuales-espirituales a las fuentes de la Biblia y de los padres del
desierto tengan un carácter muy distinto de su empeño de conferenciante por el mundo
entero. A unas horas en las que fuera el tráfico todavía es tranquilo en las autovías y en
el cielo no resplandecen aún las luces de posición de los aviones, sino las estrellas,
Anselm está sumergido ya en la profundidad de los salmos y los libros sagrados. Ello
acontece en una simple banqueta de meditación delante del icono de Cristo y con el
ligero equipaje de las silenciosas oraciones. No sólo por encima de las nubes debe ser
ilimitada la libertad…

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El arte de la sencillez

A NSELM Grün escribe sus libros como con una caja de compases. Los martes y los
jueves entre las seis y las ocho de la mañana, así como una tarde a la semana entre las
ocho y las diez, se inclina sobre sus manuscritos. Este horario no es casual, sino que está
concebido con toda intención. Más que con la experiencia de trabajo, esta distribución
del tiempo tiene que ver con la disciplina. De otra forma, le sería imposible cumplir
todas sus tareas como administrador de la gran abadía y como conferenciante con dos
disertaciones semanales y cursillos de fin de semana. Aproximadamente trescientos
libros y escritos en más de treinta años de diligente actividad literaria: eso arroja una
media de unos diez títulos por año. Este número parece enorme e incluso algo excesivo;
pero quien escribe no es un poeta en horas de inspiración, sino un pastor de almas. Este
pastoreo apremia: tiene que ser llevado a cabo, requiere trabajo. Uno de los conceptos
fundamentales de su vida reza: «redención, sanación». Y entonces, no se titubea.
La rigurosa disciplina no es una velada variante de una mortificación monacal
cualquiera. Antes bien, ayuda a asentarse en el trabajo, a sentirse bien, a experimentarlo
por lo general como una forma de ensimismamiento y enriquecimiento personal. Su
integración temporal en el día a día del monasterio permite percatarse de con qué empuje
se crea aquí. Cuando el padre Anselm se acomoda en su silla a las seis de la mañana,
lleva ya de pie desde las cinco menos cuarto. A las cinco ha cantado maitines y laudes en
el coro con sus hermanos: son salmos y lecturas relativos a la vigilia que se encamina ya
a su fin, así como al despuntar de una nueva mañana. Los temas oscilan entre las
tribulaciones de la oscuridad que se disipa y la alabanza de la creación. A continuación,
viene una meditación personal, en la que se «rumian» estos cantos, lo dicho y lo
escuchado. Una suerte de «masticar por segunda vez», a menudo sólo en profundo
silencio o en la forma lapidaria de la oración de Jesús, cuyo arte llega como un soplo
desde los monasterios del monte Athos. Es también el momento de la lectio divina, que
se limita a las lecturas de la Biblia o a los comentarios de los padres del monacato.

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Thomas Merton es un modelo para Anselm Grün. Cuando el trapense y autor de
superventas estadounidense Merton ingresó en la abadía de Gethsemani de Kentucky en
Adviento de 1946, sus superiores le exhortaron a no escribir poesía después del oficio
nocturno; pronto comprendió también él que la lectio le ayudaba a avanzar.
Algo análogo le ocurre al monje Anselm en la aurora de Münsterschwarzach: no se
sienta y se pone a escribir, sino que emerge de la oración. Cuando escribe por la tarde-
noche, aunque la entera carga del día pesa sobre él, el «gran silencio» que prescribe la
Regla ha comenzado ya, como muy tarde con el himno a María con que terminan las
completas, poco antes de las ocho. Ya no se oyen los pasos de los noventa monjes por
los claustros, y las puertas se cierran quedamente; fuera, es de noche.
Anselm Grün no es un escritor de emociones conmovedoras. Los materiales de su
escritura son la hondura espiritual y la experiencia vital. Esto significa mucho para sus
textos, que no persiguen ni eufonía lingüística ni ambiciones literarias. Junto a la
seriedad de los contenidos sólo rige como criterio una sencillez que quiere ser entendida
por todos. Pero ahí es donde radica el verdadero arte. Sus textos son serios y, sin
embargo, fáciles de leer; cuidadosamente reflexionados, pero no complejos; se nutren de
profundas fuentes, mas no ignoran las circunstancias actuales. Allí donde otros esperan
al estímulo de la inspiración, allí entra para él en juego el «impulso». El padre Anselm
emplea una y otra vez esta palabra cuando habla sobre su modo de trabajo.
Temas como la oración, la meditación o el arte de vivir son temas «antiguos». A lo
largo de los siglos, los escritores espirituales se han enfrentado reiteradamente a ellos;
una parte de tales tentativas está casi olvidada, otra reseca. El conjunto pide ser
redescubierto y desplegado. Esto requiere una fuerza que no tiene mucho en común con
la literatura jovial. Anselm Grün encontró el camino hacia el lenguaje relativamente
tarde, cuando contaba ya treinta años; sin embargo, fue como si aquél hubiera estado
esperando en su interior a la ocasión para manifestarse. Es verdad que se produjeron
acontecimientos propiciadores, pero más hondo aún latían impulsos que algo tenían que
ver con la preocupación y la necesidad. La necesidad como estado carencial de las
personas que le habían sido confiadas; la preocupación como otra forma de la cura de
almas21. Lo que compartía en conferencias y cursillos con sus hermanos de orden y con
los participantes en ejercicios y seminarios requería, confrontado con las reacciones de
éstos, una matizada repetición, explicación y clarificación.
En tales situaciones, Anselm vivió una experiencia del todo decisiva: escribir devino
una prolongación de la oración y del autoconocimiento por otros medios. De manera
complementaria a las palabras que pronuncia durante las conferencias, la forma escrita le
abre una nueva fuente de ideas. Al escribir, fluyen hacia él conocimientos y formas de
expresión que, en la palabra meramente dicha, resultan insuficientes o se pierden. Aquí
opera la reconfortante experiencia de muchos escritores que sienten que su trabajo se
basa en la modestia de dejarse empujar sin más por la corriente que, al volcarse sobre la
página, se origina a partir del asentimiento interior y la imaginación. Abandonarse
entonces a ella del modo menos patético posible hace que la cosa merezca la pena.
Resulta emocionante aproximarse al núcleo de la realidad por medio de la escritura.

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En el caso de Anselm Grün, ésta se fue imponiendo poco a poco cuando en 1975
principiaron a celebrarse en la abadía aquellos simposios concebidos como un intento de
encontrar salida a la crisis. Ésta se manifestó también en el hecho de que el conde
Dürckheim, un laico no católico, propuso encuentros entre religiosos y psicológicos a fin
de hablar sobre «la oración en el monacato».
Es también importante, sin embargo, el hecho de que estas conversaciones, a pesar
de la simpatía que los participantes en ellas sentían por las experiencias místicas del
Lejano Oriente, no recorrieron sendas esotéricas secundarias, sino que hallaron un nuevo
filón en la herencia de los padres del desierto. En combinación con el zen y la doctrina
de C.G. Jung sobre el trasfondo de las imágenes, el desierto de los padres comenzó a
florecer de nuevo. El ensayo «La pureza de corazón», publicado primero en la revista
Erbe und Auftrag [Herencia y misión] –que se editaba en la abadía de Beuron– y luego,
en 1978, en la editorial Kaffke, surgió en este contexto. Fue el «estreno mundial» de
Anselm Grün. En sus sesenta y cinco páginas esconde ya en forma embrionaria lo que
distinguirá a las publicaciones posteriores: lenguaje sencillo, frases breves, certera
elección de las citas y un dominio de la literatura espiritual que abría un espectro –desde
Juan Casiano hasta el indispensable C.G. Jung– desconocido hasta entonces en los libros
católicos. Mucho de lo que aquí se ofrecía sólo por medio de alusiones aflorará en lo
sucesivo en variaciones siempre nuevas. El título: «La pureza de corazón», parece una
mojigata contraposición a la ola de revolución sexual que bramaba por todo el
hemisferio occidental; sin embargo, su base es sólida y acreditada, y suena de forma muy
distinta que la empalagosa devoción de «los Sagrados Corazones». Procede de una
tradición cristiana olvidada, pero propia. En ella se habla de la «ascesis como artesanía
contra los vicios», que a Lutero se le antojaba sospechosa de «confianza en las obras»,
así como del «modo de afrontar los pensamientos» o de la indolencia como enemiga de
la «elasticidad del alma».
Aquí, al igual que en el libro Demut und Gotteserfahrung [Humildad y experiencia
de Dios], que pronto seguirá, aún se evidencia otro componente más: san Benito hacía
uso abundante de esta mística de los padres del desierto. En ocasiones parecía como si,
en los últimos siglos, generaciones y generaciones de monjes hubiesen leído su regula
como un libro de leyes administrativas, concentrándose en los detalles sobre la piedad
retributiva, las costumbres alimenticias y los preceptos de obediencia. Al monje, sin
embargo, no le interesa la «autorrealización» que hoy en día ofrece cualquier revista de
tiempo libre, sino sencillamente la búsqueda de Dios. Pero ya los antiguos padres del
desierto del Wadi el-Natroun sabían que, en ésta, la observación de uno mismo
desempeña un papel descollante. Desde los títulos hasta las notas a pie de página,
Anselm Grün encuentra en la escuela psicológica de C.G. Jung la expectativa de que es
tarea de los teólogos volver a hacer accesible a los seres humanos la rica experiencia de
los orantes de todos los tiempos. Al mismo tiempo, aquí se hace patente que salud
psíquica y pureza moral se hallan estrechamente relacionadas. Un enorme territorio
permanece improductivo: para el escritor Anselm Grün, una tarea permanente.
Durante los trabajos de otro simposio en común, Fidelis Ruppert, a la sazón prior de

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la abadía, y Anselm Grün acordaron en 1976 que la cosa no se quedara ahí, sino que las
aportaciones sobre el tema: «Oración y autoconocimiento», fueran publicadas también
como librito en Vier-Türme, la editorial de la casa. La resonancia que el tema encontró
en las salas donde se celebraron las conferencias empujó a ello. A la atenta escucha del
público siguieron insistentes preguntas: personas jóvenes de la desencantada generación
posterior a la del «sesenta y ocho» intervenían con vehemencia. En ocasiones, sus
palabras sonaban casi a reproche: ¿por qué no sabemos más al respecto? ¿Por qué se nos
ha ocultado que estos antiquísimos testimonios cristianos aún desbordan vitalidad? A la
sazón parecía impensable que a este primer librito de la serie Münsterschwarzacher
Kleinschriften [Breves escritos de Münsterschwarzach] fueran a seguirle bastantes más
de cien, en cuya edición participarían numerosos monjes de la abadía con temas muy
variados. Lo que inicialmente tenía el aspecto de un resurgir más prolongado se suponía
ya conseguido tras la quinta entrega; sin embargo, Anselm no se dejó disuadir por los
bienintencionados consejos de dejar estar la escritura. En este nuevo comienzo había
comprendido que, para escribir, no necesitaba tanto tener encargos cuanto resolución
interior. Detrás de ello había una obligación, pero también tenía que ver con un placer: el
placer de escribir sobre la oración y otras cosas sagradas. Se trataba de ayudar a otros y,
al mismo tiempo, de desahogarse de los anhelos por medio de la escritura.
Siempre ha contado también con la cercanía y el acompañamiento de amigos,
modelos y personas con forma de pensar parecida que, en el entorno de Anselm, forman
una suerte de comunidad intelectual. No tienen necesidad de reunirse; se sienten unidos
entre sí por medio de la lectura. Por lo general, se trata de escritores cuyos libros han
alcanzado grandes tiradas, de modo que este grupo está rodeado espiritualmente por algo
emblemático. Muchas personas en Europa y Estados Unidos esperan estos mensajes, los
buscan. No es una literatura contra la Iglesia, pero sí paralela a ella. Sin duda, se nutre de
la inagotable mina que es la Biblia, pero también del campo de fuerzas de la psicología y
la mística. Los padres de la Iglesia, los padres del desierto, el medieval Maestro Eckhard
o Teresa de Jesús representan creativas transiciones hacia C.G. Jung y su grupo de
discípulos. Los vínculos fluyen también hacia universidades del rango de Harvard o
Cambridge, así como hacia las nuevas comunidades de base en Sudamérica.
No obstante su elevado nivel cultural, esta literatura que penetra hasta los estratos
más profundos del alma es conscientemente sencilla. La persona golpeada y conturbada
por las circunstancias, la que busca, la que está herida, la discapacitada, puede seguirla.
Su profunda repercusión tiene que ver también con el hecho de que es capaz de
relacionar la «noche oscura» de Juan de la Cruz con las visiones de la teología de la
liberación de Gustavo Gutiérrez. Ahí se da una intensa circulación, que se prolonga
universalmente y se aproxima a esa corriente de la época que Peter Sloterdijk ha
condensado en la sencilla fórmula: «Debes transformar tu vida»22.
De quien más cerca se siente espiritual y personalmente Anselm es del teólogo y
psicólogo holandés Henri J.M. Nouwen, fallecido en 1996, cuyo largo camino
existencial le llevó desde la clínica Menninger, pasando por la Universidad de Notre
Dame, hasta la casa canadiense de El Arca en Daybreak, una comunidad de vida con

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discapacitados fundada por Jean Vanier. Se sentía estrechamente vinculado a la mística
paralítica francesa Marthe Robin, residente en Châteauneuf-de-Galaure. «En una queda
espiritualidad desde abajo»23 le movía la preocupación por la apertura del corazón roto y
herido del rey David después de haber pecado con la mujer de otro. Nouwen visitó a su
amigo Anselm en 1991 con ocasión de la inauguración de la Casa de Recogimiento en
Münsterschwarzach, y dijo lo siguiente sobre el acompañamiento de sacerdotes y
religiosos y religiosas para el que estaba concebida: «Allí donde estamos heridos, donde
estamos rotos, allí también estamos abiertos a Dios».
Anselm Grün cultivó también la cercanía espiritual y fraternal con el monje trapense
Thomas Merton, un estadounidense de ascendencia francesa que falleció en Bangkok en
1968 a resultas de un accidente y que, a lo largo de un «camino de siete círculos»24,
llevó una insólita vida. El autor de superventas, más tarde ermitaño y comprometido
miembro del movimiento pacifista de protesta contra la guerra de Vietnam y la carrera
nuclear, era, en medio del frenético fragor de la política mundial, un punto de
orientación cristiano. Joan Baez y Bob Dylan se contaban entre sus amigos. En el bosque
cercano a los muros del monasterio vivió en una ermita y se convirtió en un importante
interlocutor de los maestros espirituales de Asia.
Los libros del franciscano estadounidense Richard Rohr desempeñaron en la vida de
Anselm un papel no menos importante. Rohr, muy cercano a Merton y a C.G. Jung, fue
en la década de 1970 uno de los líderes de los carismáticos y del movimiento pacifista.
Su vivencia clave fue la lectura del libro sobre Francisco del poeta holandés Felix
Timmerman. Comprometido al principio –a semejanza de Anselm– en la pastoral de
jóvenes, pasó un año sabático en la ermita de Thomas Merton. En Alemania, Richard
Rohr se hizo famoso en la década de 1980 merced, sobre todo, a su libro sobre la
liberación masculina: El hombre salvaje.
Las publicaciones del monje benedictino Gabriel Bunge, en especial las dedicadas al
importante padre del desierto Evagrio Póntico, representan otro importante punto de
referencia para Anselm Grün. Después de largos años de vida cenobítica en la abadía
belga de Chevetogne, el monje alemán vive desde hace un cuarto de siglo como eremita
en las montañas de Tessin. Está considerado uno de los pioneros del redescubrimiento
del monacato surgido en el desierto entre los siglos III y VI y ha vuelto a hacer accesible
a un amplio público, sobre todo en Europa del Este, obras importantes que se creían
desaparecidas. Desde el descubrimiento de esta primitiva tradición cristiana por los
monjes de Münsterschwarzach, la doctrina de Evagrio: «separado de todo, unido a
todo», se ha convertido para Anselm en una máxima fundamental. En su obra sobre la
acedia, en la «doctrina espiritual sobre el hastío», Evagrio, modelo de numerosos
anacoretas, escribe lo siguiente: «Quien ama el placer, no tiene suficiente con una mujer;
y al monje hastiado no le basta con una celda». Tras una aventura amorosa con la mujer
de un alto funcionario imperial de Constantinopla, Evagrio huyó a Jerusalén en el año
382; un año más tarde, se hizo monje y, hasta su muerte, acaecida en el año 399, llevó en
el desierto de Nitria una vida de semianacoreta signada por tentaciones y luchas.
En todos estos nombres recién mencionados, los antiguos y los contemporáneos, se

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encuentran vías de acceso a la biografía y al anhelo de vida de Anselm Grün. Tras un
titubeo inicial característico de él, que brota de la timidez y quizá también de un cierto
miedo, el padre Anselm escribe asimismo sobre sus sueños, sus lados sombríos y su
necesidad de sanación. Lo que conmueve a las personas le conmueve también a él.
Aunque pasa por alto con discreción los motivos o trasfondos concretos, su
consternación es perceptible. Sus libros no son los de un teórico que sabe cómo manejar
sus ficheros; antes bien, están escritos con el corazón en la mano y brotan de la
compasión. A menudo, en el capítulo conclusivo de sus libros se dirige de manera
directa a los lectores y lectoras; lo cual no se debe al hábito del conferenciante, sino que
se trata de una despedida personal acompañada de los mejores deseos. Para él,
«sanación» no es sino sinónimo de «redención», un asunto cuyos interrogantes le ocupan
desde hace casi cuatro décadas y sobre el que escribió la tesis doctoral. Dado que él
mismo se plantea esta pregunta en variaciones siempre nuevas, la confrontación con ella
constituye en todo momento un tema de permanente actualidad. Cada vez que reza en el
coro, Anselm es observado por él desde la altura de la gran cruz que cuelga en el ábside
de la iglesia abacial.
Este cambio de puntos de vista y enfoques en lo relativo a un mismo tema en la
plétora de sus publicaciones e incontables conferencias no sólo es inevitable, sino
también premeditado. Lo que él transmite no es una doctrina cerrada, sino una obra in
progress. Aun cuando lo deja estar, sigue trabajando en ello. En su búsqueda le guía su
certero olfato, que le permite continuar escribiendo sin quedarse parado. Entonces, este
escritor, que tanto se nutre de las nada románticas obras de la teología y la espiritualidad,
escucha a sus sentimientos. «Cuando tengo que forzarme a escribir, cuando sufro
escribiendo –dice–, entonces hay algo que ya no cuadra». Asegura que es posible que en
breve tenga que callar y esperar sin más, «hasta que algo nuevo crezca en mí». Pero eso
probablemente no es sino un gesto de modestia, pues hasta ahora nunca ha tenido que
esperar.
Ni siquiera cuando en 1994 cayó enfermo de repente. Al término de un curso, se dio
cuenta de que era incapaz de recordar cómo había transcurrido el día. Una monja avisó al
abad, quien enseguida dispuso que lo llevaran al hospital. El diagnóstico: hiperfunción
del tiroides. Su estado era tan grave que sólo dos semanas después tuvo que ser operado.
Aunque comenzó a reflexionar seriamente sobre su ritmo de trabajo, le enfadaba que sus
hermanos de comunidad, con una sonrisa de oreja a oreja, le mandaran al lecho de
convaleciente su propio libro La salud como tarea espiritual. No era sólo la fina ironía lo
que le molestaba, sino también el tener que reconocerse a sí mismo que, aún antes de la
operación, había continuado escribiendo como si nada el librito Leben aus dem Tod [La
vida que nace de la muerte]. Pero el padre Anselm admite que todavía hoy puede ocurrir
que no esté a la altura de una obra escrita por él; no obstante, se lo toma como un reto
que le abre nuevas ventanas, «para contemplar el misterio con otros ojos».
Hasta qué punto puede tener éxito en este propósito lo demuestra el texto aparecido
en 1997 Cincuenta ángeles para comenzar el año, que él llama un «libro inspirado».
Esta expresión –el subtítulo de la edición original– da a entender que se trata de una obra

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de carácter excepcional, algo que se vio confirmado también por el éxito. Con la
trigésimo cuarta edición, el libro alcanzó una tirada conjunta de un millón de ejemplares.
Este hecho dice mucho sobre el autor y su época. Con los pies firmemente en la tierra,
Anselm se adentra en el reino de los querubines y serafines. Mientras las sondas
marcianas se apresuran hacia el planeta rojo, delicadas alas angélicas planean hacia el
globo terráqueo. Pero el conmovedor idilio del «regreso de los ángeles» describe un
proceso mucho más serio. En un mundo perfeccionista que pretende asaltar el cielo ha
surgido un nuevo anhelo de valores y virtudes tan «anticuados» como son el
recogimiento, la belleza y la esperanza. El redescubrimiento de la «levedad del ser»25
por la mediación de un ángel contradice de manera inerme y tierna los masivos intentos
de «anticiparse a la levitación en la dirección adecuada» a través de las drogas, el sexo,
el alcohol, la nicotina o la cocaína. En ello subyace una dimensión aún más profunda,
que, en un mundo de estimulados placeres, pone de manifiesto una inquieta búsqueda de
la plenitud vital. La religión ya no es el escarnecido «opio del pueblo», sino, a todas
luces, la única fuente fiable que libera del anhelo de narcotización. A través del mensaje
de los ángeles, se hace perceptible la silueta de un mundo más allá del mundo, la vida
después de la muerte. En la oscuridad del tiempo hay todavía luz, suficiente luz para
lanzar una mirada a la «imagen originaria» de sí mismo que cada uno de nosotros lleva,
como un icono, en el corazón.
Si buscamos en esta galería de fuerzas y potestades un ángel adecuado para el
escritor Anselm Grün, no resulta fácil decidirse entre el ángel de la partida, el de la
pasión y el del entusiasmo. Y, sin embargo, uno podría inclinarse finalmente por el
insólito ángel de la lentitud. Es una elección paradójica para un monje que trabaja desde
primera hora de la mañana hasta –con frecuencia, bien entrada– la noche, cuyas
estadísticas de rendimiento baten siempre records y que, por lo visto, no tiene intención
de «bajar el ritmo» ahora que va a cumplir sesenta y cinco años. Si se observa a Anselm
en su quehacer diario, cuando recorre las escaleras y los pasillos del monasterio, llama la
atención que nunca lo hace deprisa, apresurado, sino siempre con una afabilidad
ligeramente danzarina que tiene que ver antes con la serenidad que con el alborozo. Si
viaja de noche por las autovías alemanas para dar alguna conferencia, aunque no va
traqueteando con su viejo Golf por el carril de vehículos lentos, conduce sin agitación
alguna. Durante la Cuaresma, de camino bebe algún que otro sorbo de té del termo; y no
hay viaje que comience sin haberse hecho antes una amplia señal de la cruz. En el ritmo
de los letreros que se iluminan y vuelven a perderse en la oscuridad le acompañan los
latidos de la oración de Jesús26. La vigorosa disciplina de Anselm es, en sí, su manera de
descubrir la lentitud. Sin ella, sus días y noches repletos de citas y compromisos serían
un verdadero caos. El nivel de sus textos se derrumbaría bajo la presión de los plazos. Si
no llegara desde las cuatro torres de la iglesia abacial el tañido sereno de las campanas,
su resistencia se vería privada del equilibrio. Cuando uno lo ve caminar en medio de las
largas filas de sus hermanos de comunidad hacia la oración en coro, nota que está por
completo sumergido en esta tranquila corriente de silenciosos buscadores de Dios. Pax:
la vida en el monasterio se reduce a estas tres letras. Los monjes de Münsterschwarzach

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cantan en los salmos que el Señor es un Dios paciente y compasivo: «su misericordia
dura por siempre». Nada debe anteponerse a la fiel lentitud de este amor: ella vive
eternamente.

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La persona de la primera hora de la tarde

L Acronología de la crisis de la mitad de la vida, la llamada midlife crisis, adquirió en el


caso de Anselm Grün una singular curva de temperatura. Al principio no era sino un
fenómeno teórico, al que con la primera edición del libro La mitad de la vida como tarea
espiritual, escrito a los treinta y cinco años, dirigió su atención de escritor. A partir de
1980 siguieron algunos años de una realidad que se iba abriendo paso y que, al ser
experimentada en propia carne, se reveló ya como distinta. Por último, entre los cuarenta
y los cincuenta años de edad, se vio confrontado con la verdadera crisis. De algún modo,
la previa confrontación con los retos que le rondaban, aunque no lo inmunizó, sí le aguzó
el oído. Creía estar seguro de que el problema «había pasado de largo con relativa
clemencia» y, sin embargo, no le quedó más remedio que constatar con realismo que la
superación de las crisis, también más allá de la mitad de la vida, es una tarea
permanente. La «cómoda almohada» de una conciencia tranquila no es más que un deseo
irrealizable27. Sólo sanamos con la muerte.
El auténtico motivo de la intensa confrontación con el tema fue la ola de
exclaustraciones que se cebó en Münsterschwarzach desde mediados de la década de
1960. No sólo representaba un problema existencial para los monjes que dejaban el
monasterio, sino que afectó con toda su fuerza a la comunidad entera. No hubo monje,
desde los novicios hasta los ancianos, que no se viera sacudido en esta época de
abandonos. Una gran incertidumbre había irrumpido en la Iglesia. El concilio había
abierto puertas que no se sabía adónde conducían. Se derrumbaron formas de vida a las
que se había tomado cariño. La liturgia de la «Iglesia de todos los tiempos» se reveló
como susceptible de reformas radicales. Los votos «eternos» de obediencia, castidad y
pobreza fueron cuestionados; sobre todo, el celibato hundió en la desesperanza a muchos
sacerdotes. En los monasterios se producían colapsos nerviosos y suicidios. Varones
probados, abades y monjes venerados como directores espirituales, abandonaban la
clausura. Quien, como el padre Anselm, no quería colgar los hábitos se veía sacudido en

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su hondón por la sorprendente despedida de fieles hermanos de comunidad. La casa se
quedaba cada vez más vacía. Los miembros del grupo de hermanos en torno a Fidelis
Ruppert y Anselm Grün, que poco a poco iban alcanzado la mitad de la vida, no querían
seguir exponiéndose indefensos a este sufrimiento.
Armados con los nuevos conocimientos que les habían proporcionado los
encuentros en el círculo de Rütte y el estimulante descubrimiento de los antiguos padres
del desierto, Fidelis y Anselm convocaron a los monjes de Münsterschwarzach a una
«jornada teológica» sobre los problemas de la mitad de la vida y el modo de afrontarlos.
Aunque el título suena mesurado, se trató de una actividad alarmante, que señalizaba
resistencia y, al mismo tiempo, la inquietud que precede al cambio. Tras dos ponencias
sobre principios, luego se continuó en grupos el diálogo y la comunicación de
experiencias. También este modo de proceder era deliberado. Las conferencias las
dictaron Fidelis y Anselm, lo cual tenía algo que ver con la dirección y el liderazgo.
Fidelis habló sobre la doctrina del místico alemán del siglo XIV Johannes Tauler, quien
en la crisis de la mitad de la vida supo percibir con optimismo una oportunidad de
crecimiento interior. Anselm refirió su estudio de la obra de C.G. Jung, quien, desde la
experiencia de psicoterapeuta, caracterizó esta crisis como una crisis «profundamente
religiosa». Existían importantes conexiones entre la sabiduría medieval y el saber
contemporáneo, y llamaron la atención.
Seiscientos años antes, Tauler había pronunciado sus homilías delante, sobre todo,
de monjas y beguinas, esto es, ante un público sensible que corría aún mayor peligro que
los integrantes de las órdenes masculinas. Jung se había nutrido de sus conversaciones
con pacientes seriamente afectados, quienes le consideraban la última tabla de salvación
para regresar a tierra firme. La crisis como «obra de la gracia»: sonaba provocador, pero
tanto Tauler como Jung habían insistido en su trasfondo espiritual y en su orientación
hacia un cambio decisivo. Decir que este simposio fue un «éxito» no hace justicia a su
pretensión a medio y largo plazo; no obstante, supuso, sin duda, una fuerte cesura.
Rompió el retraimiento y la no aceptación. Liberó de la perplejidad y la estrechez de
miras. Para lograr el efecto deseado era necesario, desde el punto de vista de la dinámica
de grupos, proseguir las conversaciones en grupos más pequeños, en las llamadas
«decanías» en que se subdividía la comunidad de Münsterschwarzach. Pero, por encima
de todo, el simposio abrió la mirada a un fondo religioso que era desconocido para
muchos. La sabiduría de Tauler hizo resplandecer el fondo de la mística, cuya irradiación
concreta llega mucho más allá de la devoción privada. La apremiante exhortación de
Jung a dejar atrás a la apática «persona de la primera hora de la tarde» por medio de la
aceptación de sus sombras les sensibilizó para descubrir al «Cristo en nosotros» que es
«camino, verdad y vida».
La mitad de la vida como tarea espiritual ha alcanzado entretanto la
decimoséptima edición, lo cual constituye una prueba de la permanente actualidad del
tema, pero también de que éste posee una dimensión que trasciende la mera «enfermedad
de monjes». Todos nos hallamos personalmente afectados. Casi con emoción se leen los
pasajes en los que Anselm Grün comenta las indicaciones de Tauler sobre las tentaciones

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que el diablo pone incluso a los «espiritualmente avezados»: «Deja que todos los diablos
del infierno vengan sobre ti… Pues cualquier cosa cuya meta no sea Dios constituye un
ídolo». La confianza y la autoobservación son fundamentales para dejarse guiar por Dios
a través de la tribulación. Anselm, que a la sazón iba camino ya de los cuarenta, remite
en este contexto al padre del desierto contemporáneo Carlo Carretto, de la comunidad de
los hermanitos de Jesús (fundada por Charles de Foucauld), quien afirma que alcanzar
esa edad es «una efeméride litúrgica, una efeméride de la vida». Dios ha elegido esta
efeméride, «para poner contra la pared a la persona que hasta entonces ha intentado
mantenerse a flote bajo el velo de niebla del “mitad sí, mitad no”».
A punto ya de alcanzar esta edad, el monje Anselm Grün, con todos sus sueños de
viajes misioneros y dedicación a la pastoral juvenil, su debate interior entre las ventajas
y las desventajas del matrimonio y su temor a caer en una triste comunidad de monjes
cansados, aguzó los oídos. Le consolaba la constatación de C.G. Jung, realizada a lo
largo de muchas horas de consulta, según la cual la mayoría de los problemas de la gente
mayor de treinta y cinco años son de índole religiosa. Le afectó enterarse de que también
«el anima y el animus», símbolos de los rasgos femeninos y masculinos de la persona,
de lo maternal y lo paternal, pertenecen al «inconsciente colectivo». Anselm se sintió
directamente interpelado como monje por ello; le tocó el corazón. En Jung leyó: «Lo que
el joven encontraba –y no tenía más remedio que encontrar– fuera, la persona de la
primera hora de la tarde debe buscarlo dentro». Leyó sobre la «protección que ofrece lo
religioso» contra la resignación y el reblandecimiento. Leyó el elogio de la humildad,
explicada con tanto detalle por el padre del monacato, Benito de Nursia: «Quien es
suficientemente humilde nunca se queda solo». También leyó la siguiente advertencia,
que suena amenazadora y que tanto más en serio es formulada: «De la mitad de la vida
en adelante, sólo permanece vivo quien está dispuesto a morir con su vida».
El creciente interés de Anselm por escritores monásticos primitivos como Evagrio
Póntico o Isaac de Nínive, y por el sagrado monte Athos, se vio directamente interpelado
por la exhortación de Jung a la ascesis, la soledad y el ayuno deliberado. El descenso a
los infiernos de Cristo, con tanta frecuencia representado en los iconos de la Iglesia
oriental, se convirtió en símbolo de su propio viaje a la profundidad de la noche del
inconsciente: «a través del descenso a los infiernos del encuentro con uno mismo» hacia
la reconciliación con Dios y consigo mismo.
La intensa preocupación por los estratos más profundos de la crisis de la mitad de la
vida, que originariamente tenía como trasfondo la apurada situación que vivía la
comunidad de Münsterschwarzach, se transformó en la década de 1980 en una gran
lección para la propia vida. Anselm Grün no corrió a ciegas hacia las trampas dispuestas;
sabía lo que le aguardaba. Se escapó de lo peor, pero no salió de ellas sin ser
importunado. Por lo que hace a este tema, es muy discreto, como si quisiera guardar para
sí los materiales de conflicto; no obstante, uno puede imaginarse a qué alude:
inconfundibles ataques del «demonio del mediodía», hastío, tentaciones de la estabilidad
interior y exterior, atormentadoras preguntas sobre su futuro como monje o incluso como
hombre casado.

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Veinte años más tarde, el escritor dirigió su atención a una época vital distinta, pero
el libro sobre El arte de envejecer prolonga sin solución de continuidad la reflexión
sobre la mitad de la vida. Anselm califica este volumen, publicado por primera vez en
2007, como uno de sus libros preferidos; y habiendo dado a la estampa un número tan
elevado de publicaciones, eso quiere decir mucho. Además, describe el envejecimiento
como «arte sublime» porque intuye que todavía tiene por delante su praxis. Son procesos
curiosos: de modo análogo a lo ocurrido con La mitad de la vida como tarea espiritual,
escribe sobre una realidad antes de verse afectado por ella de forma personal. Observa a
su alrededor, consulta libros sapienciales y autores que le son especialmente queridos y,
sin embargo, conforme avanza el trabajo, constata una y otra vez cómo él mismo, casi
sin querer, se familiariza con el tema y sus frases devienen un fragmento de su propia
vida. Los libros preferidos de Anselm son –entre líneas, pero también en los capítulos
conclusivos– relatos sobre sí mismo. La parte principal del libro se antoja entonces un
largo preludio a una confesión personal, pues posponerse a uno mismo forma parte de la
«discreción» benedictina.
Las transiciones directas de la «edad media» personal a la senectud se hacen
patentes también en los conceptos y sus autores. Aunque Anselm Grün no considera a
C.G. Jung un «padre de la Iglesia», la sombra de éste parece acompañarlo a lo largo de
toda su obra. Jung habla del umbral de la edad; justo ése es el punto neurálgico que
impresiona a Anselm. De nuevo se alude a «la primera hora de la tarde de la vida», que
no puede limitarse a ser un apéndice de la mañana. Jung califica a los ancianos de
«guardianes de los misterios y las leyes», mientras que nuestro autor –que se encuentra
en la mitad de la tarde de la vida– tiende el arco hacia atrás, hacia la juventud, la suya
propia y la que de continuo le rodea en el instituto de secundaria Egbert de la abadía:
«Quien no vive de modo adecuado ya en la juventud, tampoco será capaz de hacerlo en
la vejez». En dirección contraria, la imagen de los ancianos tacaños, ofendidos,
amargados, que viven creyendo erróneamente «que la segunda mitad de la vida debe
regirse por los principios de la primera» se dirige contra los supuestos «jóvenes eternos».
Las interpretaciones de Jung y Anselm son complementarias. El maestro se nutre de
experiencias científicas; el fiel discípulo, de las experiencias prácticas de los encuentros
de fin de semana y las vísperas con jóvenes. Todavía hoy, cuando ve jugar al fútbol en el
césped de la abadía, Anselm se muere de ganas de correr detrás del balón; los jóvenes
hacen ruido y gritan, y ahí oye él una suerte de «alabanza de la vida», de la que el
escritor estadounidense Sinclair Lewis afirmó que es «salud devenida audible».
En el «sublime arte de envejecer» siguen luego interpretaciones del benedictino y
exegeta del Antiguo Testamento suizo Notker Füglister, su antiguo maestro en
Sant’Anselmo, sobre la «alabanza de la muerte». Los nombres de grandes literatos y
pensadores que el padre Anselm cita una y otra vez no son pretenciosas demostraciones
de cultura, sino alusiones a su biografía. No sólo ha leído esas obras, sino que se las ha
llevado consigo en su camino vital. Así, por ejemplo, la sobria definición que Paul
Tillich da de la religión, según la cual ésta es lo que «cada cual logra hacer con su
soledad». La soledad de la experiencia de la cruz en la obra de Paul Tillich fue el tema

92
de la tesina de licenciatura de Anselm Grün en Roma. Y a ello añade una de sus frases
preferidas, que cita en muchas conferencias: «En el fondo, uno sólo se siente en casa allí
donde habita el misterio».
Las experiencias de su propio hogar, ora en casa en Lochham, ora en
Münsterschwarzach, se imponen. La senescencia y la muerte de sus padres le afectaron
profundamente, pero también está el ejemplo de los monjes ancianos que a diario
observa en la comunidad. El hermano Cornelius es el monje de mayor edad de cuantos
colaboran en la administración. La vida le ha marcado. Gravemente herido durante la
guerra, sobrevivió a un duro internamiento en un campo de prisioneros. Pálido y
apoyándose en un andador, se arrastra por los pasillos del monasterio; no obstante, aún
se presenta a trabajar todos los días. Originariamente era carpintero; pero, en cuanto
experto autodidacta en pensiones y seguros sanitarios, se ha convertido también en una
especie de consejero espiritual de necesitados. Para Anselm, es un ejemplo. Otro monje,
el hermano Martin Leer, pasó décadas como cocinero en la fundación del monasterio en
Venezuela. Las decepciones no le han desalentado. Hasta bien entrado en años, la
oración en coro siguió siendo para él el punto álgido del día. En el hospital se hizo amigo
de su compañero de habitación, un comunista. Estas historias levantan la moral. Lo cual
vale asimismo para las experiencias de Anselm con su maestro de novicios, el padre
Augustin, un talentoso organista. En los últimos años de su vida, cada mediodía, después
de la comida, se encaminaba al atril del órgano en la silenciosa iglesia abacial. También
la hermana de Anselm sabía esto y, cuando estaba de visita en la abadía, se escondía en
una capilla lateral para oír tocar al anciano monje. Habiendo vivido tales experiencias,
Anselm sabe de qué habla: estos encuentros son «una bendición para cada comunidad,
para cada familia, para cada ciudad, incluso para todo el país».
La «estabilidad» reclamada por san Benito, la fidelidad de por vida a un monasterio,
es experimentada como una bendición por los hermanos ancianos. No se convierten en
una carga para nadie, y nadie los manda a una residencia de mayores. El padre Anselm
cuenta la historia de un monje de edad avanzada que quería seguir trabajando hasta el
último momento y cuidaba el cementerio con la máxima dedicación. Cuando unos
visitantes lo vieron sudando entre las tumbas y le preguntaron por qué no se jubilaba, su
respuesta fue: «Entre nosotros, uno trabaja hasta que se muere». De ahí que también la
enfermería de la abadía sea diferente de una clínica. Los hermanos enfermos o seniles
reciben a diario la visita del abad y el prior. Cada novicio atiende a un hermano. Junto a
las habitaciones y las salas de cuidados especiales se encuentra la capilla, en la que se
concelebra la eucaristía con los enfermos. La misa conventual y la oración en coro es
retransmitida a diario a las habitaciones. Anselm considera un gesto de mucha
delicadeza que los enfermos recen todos los días a primera hora de la tarde el rosario:
por la comunidad y por los jóvenes que desean ingresar en Münsterschwarzach.
Más complicada fue la relación de Anselm con el padre Willigis Jäger, quien, tras
residir en Japón desde 1973 hasta 1983, inició en la Casa San Benito (Haus Benedikt) de
Wurzburgo, contando también con el apoyo de Anselm, unos cursos de zen y
contemplación que tuvieron gran resonancia. El éxito originó problemas: el padre

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Fidelis, quien entretanto había sido elegido abad, tenía recelos; un grupo llamado
Liborius-Wagner-Kreis protestó; los libros del padre Willigis contra la vieja teología
fueron objeto de ataques. Anselm se enfadó cuando el autor de los controvertidos libros
rechazó de forma grosera las objeciones y estuvo a punto de provocar el conflicto. «No
tengas tanto cuento», le decía de hermano a hermano; «tú no eres un nuevo Rahner».
Pero las prolongadas discusiones no terminaron bien. Roma exigió correcciones. El
padre Fidelis intervino para ayudar y viajó para entrevistarse con el cardenal Ratzinger,
quien mostró cierta comprensión. El profesor de ecumenismo Peter Lengsfeld intentó
arbitrar; a pesar de los distintos esfuerzos de mediación, al final se le impuso al padre
Willigis un año de silencio. Pero, después de largas rondas de conversaciones, Willigis
sorprendió a sus hermanos de orden Fidelis, Anselm y Udo con una nueva entrevista en
los medios de comunicación; sintieron que les dejaba en la estacada. El padre Willigis
fue exclaustrado por tiempo indefinido; no le está permitido ejercer su sacerdocio, pero
sigue siendo monje de Münsterschwarzach y puede regresar a la abadía.
Estos ejemplos sencillos, pero serios, de la vida diaria en la comunidad obligan a
Anselm a trasladar a la práctica una y otra vez las máximas de la literatura. Como
administrador del monasterio se opuso enérgicamente a la propuesta de poner a los
hermanos ancianos una televisión en la celda, calificándola de «declaración de quiebra
de nuestra espiritualidad». Lejos de dejarse saturar con miles de imágenes, las personas
mayores deben vivir, éste fue su argumento, con las imágenes interiores que Dios les ha
concedido. No sólo la tradición benedictina lleva viendo esto así desde hace siglos.
Incluso cuando la oración corre peligro de languidecer –como en el caso del padre de
uno de los hermanos, que le confesó a su hijo «que ya ni siquiera podía rezar»–, no
existe más camino que el de la confiada aceptación. Anselm comprende este «vacío» y
aconseja «dejarse caer en Dios» justo con aquello que a uno le afecta y conturba. Se
resiste con denuedo a que al final aflore el absurdo y dice: «Yo personalmente, en tales
circunstancias, siento que debo apostar todo a una carta. Confío en la Biblia, en la
liturgia, en san Agustín, en santa Teresa de Jesús. A pesar de las dudas, me decido por la
fe y la vida. Esta fe seguirá siendo hasta la muerte una fe impugnada; sin embargo, se
trata de una fe que me sostiene y me permite comprender a las personas que encuentran
dificultades con ella».
Ahora comienza Anselm Grün a hablar sobre la muerte28. De nuevo, se trata de una
reflexión anticipada en el tiempo, pero él ya palpa la profunda oscuridad de la última de
todas las preguntas. Al igual que en el contexto de la crisis de la mitad de la vida o del
envejecer, se remite a experiencias de vida personales y a autores que para él son más
que meros acompañantes de sus estudios. El ars moriendi, el arte de morir, es una
antiquísima práctica de los monjes. Quizá ellos sepan mejor que cualquier otra persona
cuán importante es prepararse a tiempo para el último trance. Karl Rahner, cuya teología
no es sospechosa de atizar el miedo a la muerte, habla de la prolixitas mortis, la
presencia de la muerte en todo. A este tema de la «experiencia de la cruz en la obra de
Karl Rahner» dedicó Anselm su trabajo de doctorado en Roma. Tanto Rahner como el
«ser para la muerte» de Heidegger le enseñan algo sobre la creciente acumulación de

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elementos de muerte en la vida de la persona. De la aceptación de la cruz extrae la
conclusión de que en la espiritualidad del anciano se trata de «la ejercitación de aquel
requerido amor último a la cruz que, con toda seguridad, se nos pide, se nos exige, en la
inevitable caducidad mortal de la vida».
En el libro El arte de envejecer, Anselm Grün recurre una vez más al psicólogo C.G.
Jung, quien, con la actitud fríamente observadora del científico, escribe sobre el arte de
la preparación para la muerte: «Como médico, estoy convencido de que, por así decir, es
más higiénico ver en la muerte una meta que ha de ser perseguida y de que resistirse a
ella es algo insano y anómalo, pues priva de su meta a la segunda mitad de la vida». Jung
utiliza para referirse a ello un antiquísimo concepto de los padres de la Iglesia, quienes
denominaban a la eucaristía pharmakon athanasias, «medicina para la inmortalidad».
Otro escritor espiritual al que Anselm conoció personalmente y al que se refiere con
frecuencia es Henri Nouwen, quien se retiró siete meses a un monasterio trapense y, en
una carta dirigida a su padre, reflexionó sobre la muerte de su madre: «Por medio de la
muerte de Cristo en la cruz, nuestra propia muerte ha sido transformada de un final
completamente absurdo de todo lo que da sentido a la vida en un acontecimiento que nos
libera a nosotros y a todos los que amamos»29.
Si se cotejan los nombres de teólogos contemporáneos que Anselm Grün cita
reiteradamente en su capítulo sobre el morir en el libro El arte de envejecer, se
comprueba que se trata sin excepción de hombres fuertes y con los pies en la tierra que
abordaron el tema con elevada inteligencia a la vez que con fe valiente y decidida. A
buen seguro, no es casualidad que, en una cuestión tan decisiva, los escritores
espirituales busquen refugio en semejante círculo de autores de elevada talla. No
conciben la muerte como resignación, sino como un abrirse paso. Como hizo también
Teilhard de Chardin, el gran investigador y filósofo, quien se vio obligado a vivir
durante décadas exiliado como jesuita en el Lejano Oriente. La madre de Karl Rahner
copió a mano su oración para una buena muerte y la rezaba a diario: «…en todos estos
momentos de oscuridad, hazme comprender, Señor, que Tú eres el que –siempre que mi
fe sea lo suficientemente grande– apartas a un lado, en medio de dolores, las fibras de mi
ser para penetrar hasta la médula de mi esencia e incorporarme a ti».
En 2007, Anselm Grün, a los sesenta y dos años, se describe a sí mismo como un
«viejo joven». Naturalmente, parte de lo que escribe sobre el «sublime arte de
envejecer» no está aún avalado por la experiencia personal. Se ha acercado por medio de
la escritura a un tema explosivo; sin embargo, no reprime nada, porque, en el
monasterio, la muerte de los hermanos de comunidad es una experiencia muy cercana.
No quiere sucumbir a causa de ello, pero sí desea dejar que sucumban las ilusiones que
también él se ha hecho respecto de la vida. Cuando dirige la mirada hacia los años
subsiguientes, su camino se orienta conforme a modelos cuyas muertes le ofrecen algún
signo especial: Karl Rahner, su maestro intelectual, quien, una vez enfermo, tuvo que
renunciar a toda actividad docente e investigadora; Henri Nouwen, quien había escrito
de forma tan magnífica sobre la quietud y desapareció tan de repente; o Teilhard de
Chardin, que fue entendido demasiado tarde y murió en la soledad de Nueva York el

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domingo de Pascua de 1955. «Para mí –afirma Anselm Grün–, es una importante tarea
espiritual decir “sí” cada vez más: a mi finitud y mi limitación, al debilitamiento de mis
fuerzas y, por último, a la muerte, cuyo momento y cuya forma están en manos de Dios».

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La casa del reencuentro con uno mismo

L A Casa de Recogimiento (Recollectio-Haus) es un nombre singular: suena muy


católico y un tanto misterioso. El término latino hace el efecto de una medida de
protección; ahí hay algo que debe permanecer oculto y libre de perturbación. En los
amplios terrenos del pueblo abacial de Münsterschwarzach, la Casa de Recogimiento es
un lugar cautivador, quizá el más cautivador de todos. Para un periodo de al menos tres
meses, aquí se retiran dieciocho personas –sacerdotes, pastores evangélicos, religiosos y
religiosas, diáconos, agentes de pastoral profesionales de ambos sexos– que atraviesan
una crisis existencial o quieren vivir un periodo sabático. Personas en proceso de
búsqueda o confrontadas con un reto; hombres y mujeres sufrientes o supuestamente
fracasados; gente exhausta, desasosegada, en busca de nueva orientación o que necesita
tomar distancia; candidatos a un nuevo comienzo existencial. Todos los psicoterapeutas
y consejeros espirituales que les apoyan son especialistas en problemas anímicos graves:
comprometidos, experimentados y, lo más importante, sin bata blanca. Mucha quietud y
discreción envuelve a esta curiosa comunidad. La «sombra del monasterio» bajo la que
se encuentra la casa es una ubicación privilegiada.
Para arquitectos y decoradores, una obra así constituye una tarea arriesgada. Deben
compaginar delicados abatimientos con esperanzadoras euforias, han de superar las
tentaciones de la ardua comodidad. Quien se aproxima al edificio de color ocre que se
levanta junto al instituto de secundaria Egbert se queda enseguida perplejo. A quien
esperara encontrar aquí una suerte de granja-escuela en el linde del bosque le viene a la
mente más bien la banal fachada de una caja de ahorros.
Pero una mano bienintencionada ha añadido pequeños detalles correctores. Junto a
la puerta de entrada con el timbre nocturno, florecen pensamientos en una tina de
hojalata. Piedras planas han sido apiladas, con un esmero propio del Lejano Oriente, en
forma de pequeña pirámide. En el arriate que hay delante de los tres jóvenes tilos crecen
tulipanes en medio de hierba de color verde intenso. Si le permiten a uno entrar en la

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casa, junto al tresillo del hall le llamará la atención la insólita combinación de una mesa
de pimpón y un piano: ahí se percibe ya un hálito de terapia ocupacional, que es
suavizado en parte por las macetas con plantas. En la cocina, tintinea el lavaplatos. La
habitación de la chimenea respira placidez. En las altas paredes blancas cuelgan obras de
los artistas del monasterio: el cifrado Descendimiento del padre Polykarp adquiere aquí
un sentido especial, la intensa paleta del padre Meinrad anima a abrir camino. Estas
pinturas ponen fin al desconcierto de los señores arquitectos. Subiendo al piso superior,
nos asomamos a las salas comunitarias con banquetas de oración, almohadones, velas e
instrumentos de percusión Orff. La parte residencial se asemeja a un hotel de clase
superior. Sólo la capilla de la casa opera el tránsito hacia lo auténtico. Junto al icono de
María se alza el torso del Crucificado. Ésta es una escena solidaria de aflicción. Quien se
sitúa ante esta escultura no está solo. En esta pequeña capilla se celebró el 24 de abril de
1991 la fiesta de inauguración de la delicada institución. Fue un día cargado de
emociones, lo cual también tuvo que ver con el hecho de que Henri Nouwen, el
mundialmente famoso escritor espiritual, sacerdote y psicoterapeuta, había anunciado su
presencia. Se equivocó de tren y, retrasado, estuvo dando vueltas un rato por la estación
de Wurzburgo. Pero su homilía compensó a quienes pacientemente lo esperaron. Sobre
el trasfondo de las palabras de consagración de la eucaristía: «Tomó pan, lo bendijo, lo
partió y lo dio a sus discípulos…», interpretó la cura de almas como preocupación por y
para el alma30: «Experimento la sanación de mis heridas cuando escucho la voz de Dios
en mi corazón, que me dice: “Tú eres mi hijo amado, tú eres mi hija amada”». El cuerpo
de Cristo, sin brazos y con las piernas quebradas, colgaba de la desnuda pared mientras
Nouwen confesaba abiertamente: «Y la aflicción es el lugar donde yo percibo a Dios,
donde me abro a su Espíritu, al amor divino. El sufrimiento es un camino importante
para sensibilizarse a la presencia de Dios… La aflicción nos abre a los demás y a Dios».
El único inconveniente de estas palabras fue que Nouwen las improvisó; pues ellas
condensan, en un tono de gran compasión, el entero programa de la nueva casa. En la
misericordia de esta plática latía su profunda vocación. Los promotores y los invitados
escucharon atentamente. Era el tono adecuado en el momento y el lugar adecuados. Esa
misma noche, el padre Anselm Grün se sentó a su escritorio y escribió la homilía de
memoria. Así, se ha conservado como signo permanente, como carta fundacional de una
clase especial: desde el principio, nada debía perderse.
Anselm y el colega holandés se profesaban un cordial afecto mutuo. Compartían la
preocupación por comprender y ayudar a las personas atosigadas. Tras la súbita muerte
de Henri Nouwen en Hilversum, su hermano invitó al monje alemán a Utrecht para
dictar una conferencia en la Fundación Henri Nouwen. El contacto entre Nouwen y Grün
se estableció a través del psicoterapeuta Dr. Wunibald Müller, quien había coincidido
con el sacerdote holandés en California durante una estancia de estudios. En las llamadas
Houses of Affirmation [casas de afirmación o fortalecimiento], Müller había descubierto
por primera vez la posibilidad concreta de tratar problemas espirituales también con
medios psicológicos. Sus cursos para sacerdotes, así como el asesoramiento práctico que
desarrolló en la archidiócesis de Friburgo, hicieron madurar el proyecto. Nouwen insistía

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en intensificar el componente espiritual; el ejemplo de una institución similar en
Southdown, en las cercanías de Toronto, había reafirmado su convicción de que «la
crisis más decisiva de la vida es de índole espiritual».
El padre Anselm se entusiasmó de inmediato con el proyecto de fundar una casa de
recogimiento, asesoramiento y sanación. Las conversaciones con el Dr. Müller, y sus
propias experiencias en los cursos con sacerdotes y miembros de congregaciones
religiosas, le habían convencido de la necesidad de una institución semejante. Siempre
en diligente búsqueda de personas a las que poder ayudar en su necesidad espiritual,
recurriendo para ello a terapias extraídas del antiquísimo saber de la Iglesia, intuyó en
una casa así también un nuevo modelo de cura de almas a la altura de los tiempos.
Münsterschwarzach ofrecía concretas posibilidades espirituales y materiales a este
respecto. Hacía décadas que la abadía constituía, para numerosos visitantes, una fuente
de energía y renovación espirituales. Sus monjes estaban comprometidos por medio de
conferencias y publicaciones con una «espiritualidad desde abajo» que se desarrollaba a
partir de las necesidades diarias y abarcaba al ser humano en su totalidad, no sólo el
alma. Las aulas de los cursos de bachillerato superior, que casualmente se quedaban
libres, ofrecieron el necesario marco arquitectónico. Anselm se sentía afectado también
personalmente: como sacerdote de cuarenta y cinco años, la fase de la midlife crisis
había comenzado para él; por los problemas vividos con anterioridad, sabía de las
aflicciones en una Iglesia en ocasiones desnortada. Además, él había fundado su fe en la
Biblia, la sabiduría de los padres del desierto y la psicología profunda. Todo esto se
enfrentaba aquí a un reto práctico y actual.
Pero la concreta realización del proyecto resultó difícil. El abad Fidelis Ruppert,
quien debía autorizarlo, era un íntimo confidente de Anselm. Juntos habían aprovechado
los cursos con el conde Dürckheim y el estudio de los padres del desierto para impulsar
una renovación del entusiasmo monástico en su abadía. Juntos habían puesto en marcha
la floreciente serie de publicaciones Münsterschwarzacher Kleinschriften. Pero justo
estos éxitos fueron los que hicieron que el abad titubeara. Conocía íntimamente a su
hermano de comunidad, y era del todo consciente de su capacidad para entrelazar el
saber profundo con el dinamismo y la tenaz perseverancia. En una gran comunidad
monástica, con las diferencias y susceptibilidades que alberga, eso ocasiona de vez en
cuando daños colaterales. Hay hermanos que se sienten preteridos o dejados de lado. Ya
en relación con la actividad de conferenciante de Anselm, que, tras unos modestos
comienzos, amenazaba con desbordarse, había expresado Fidelis sus reservas –viéndose
forzado a vivir la experiencia de que incluso la obediencia monástica es un concepto
flexible–. La creación de una institución permanente de ayuda existencial psicológica
dentro de los terrenos de la abadía no carecía de problemas. La relación con el transcurso
regular del día de la comunidad estable y la inmediata vecindad al instituto para
adolescentes de ambos sexos planteaban preguntas críticas. El padre abad no era
contrario al proyecto, pero creía conveniente no apresurase y ponderar tranquilamente
todos los extremos.
Los obispados en los que debía recaer la cotitularidad de la Casa de Recogimiento

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reaccionaron con frialdad. Una propuesta análoga a la Conferencia Episcopal Alemana
fue rechazada por ésta. Los superiores y las superioras de las congregaciones religiosas
actuaban asimismo con escepticismo. En ocasiones, las razones económicas aducidas
parecían mera excusa. Los motivos más profundos de la resistencia de las distintas partes
se basaban en miedos: probablemente temían que, en un centro así, perderían el control
sobre sus casos problemáticos. En algunos vicariatos generales, «psicoterapia» sonaba
aún a palabra estrambótica y a código secreto para la preparación de secularizaciones.
Que todos estos argumentos contra la Casa de Descanso Sabático (Sabbathaus) –el
nombre que inicialmente se le dio al controvertido proyecto– se disiparan en el curso de
menos de dos años se debió no sólo a la fuerza persuasiva de Anselm Grün y Wunibald
Müller, sino también al leal acompañamiento del abad Fidelis, quien no se dejó
confundir en su benevolente actitud por prejuicios reconcentrados. Tampoco las sedes
episcopales de Wurzburgo, Rotemburgo, Limburgo, Maguncia y Friburgo estaban
ocupadas por personas recelosas que hicieran con frialdad la vista gorda sobre las
dificultades que se vivían en sus respectivas diócesis. En efecto, los hechos manifestaban
otra cosa: las renuncias al estado sacerdotal o consagrado se multiplicaban, los casos de
pedofilia y alcoholismo desencadenaban una vehemente crítica al celibato en los medios
de comunicación, los encargados de personal de los obispados se veían confrontados con
un drama personal tras otro. Así, se consolidó la convicción de que era necesaria una
Casa de Descanso Sabático en la que sacerdotes, religiosos y religiosas pudieran
encontrar un espacio protegido para hablar sobre sus problemas y volver a entrar en
contacto con su fuente espiritual.
Una vez conseguido el imprescindible asentimiento de los obispos, la orden
benedictina y la comunidad de monjes de Münsterschwarzach, y terminadas las
necesarias reformas, la casa se inauguró en la primavera de 1991. El único cambio estaba
en el nombre: en lugar de «Casa de Descanso Sabático» (Sabbathaus), se optó, a
instancias del abad Fidelis, por «Casa de Recogimiento» (Recollectio-Haus). El acento
no recaía ya tanto en un tiempo de respiro y descanso cuanto en «reencontrar lo que
estaba perdido».
El padre Anselm se comprometió desde el principio en la casa del reencuentro con
uno mismo. Las tardes de los martes y los miércoles está disponible para entrevistas
personales; en la tarde-noche del martes celebra la eucaristía con los residentes; imparte
conferencias sobre meditación e interpretación de la Biblia desde la perspectiva de la
psicología profunda; y participa en reuniones de equipo, supervisiones y asambleas
anuales. Además de los psicoterapeutas Dr. Wunibald Müller, Dr. Ilse Katharina Müller
y Dr. Ruthard Ott, también trabajan en la casa, como acompañantes personales de cada
uno de los residentes, la dominica misionera sor Christiane Sartorius (quien, al cabo de
unos años, sustituyó a sor Julietta Götz, de las hermanas de Santa Rita de Wurzburgo) y
los padres Meinrad y Daniel de Münsterschwarzach.
También en el programa diario de los dieciocho huéspedes es reconocible la firma
de Anselm. Tiene un aire monástico, algo que no es del todo ajeno a su tendencia al
sosiego y la regularidad. Después del «trabajo corporal», una suerte de meditativo

100
deporte matutino, a las siete se rezan laudes. A las ocho siguen el desayuno y los
encuentros de los distintos grupos. En la «psicoterapia» se aborda la formación para el
dinamismo personal; en el tiempo dedicado a la «creatividad», unos pintan y practican el
entrenamiento autógeno, mientras que otros se dedican al haikido, a montar a caballo o a
la danza, ya sea meditativa o libre. Después de la comida, las tardes quedan libres para
las entrevistas personales, en las que Anselm se vuelca de manera especial: en ellas se
aborda el núcleo de los problemas.
Tres grupos de seis personas cada uno se dividen las tareas culinarias y domésticas,
o ayudan en los talleres del monasterio. Aparte de la eucaristía de la casa, las vísperas y
la misa conventual se celebran en la iglesia abacial. Después de la cena, hay danza, se ve
la televisión o se disfruta de tiempo libre. Cada uno de los residentes tiene llave de la
casa; nadie controla las horas de entrada y salida, lo único que se pide es hacer el menor
ruido posible. Los psicoterapeutas y los pastores de alma coinciden en que el aprendizaje
se basa en la reciprocidad entre los huéspedes y ellos.
Anselm se refiere a todo ello como la «experiencia con quienes han regresado». No
son sólo sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes de pastoral profesionales de ambos
sexos que están exhaustos e interiormente vacíos, sino también sacerdotes que atraviesan
una crisis de fe y corren peligro de sucumbir bajo el peso de las estructuras eclesiásticas.
Y se trata sin cesar de personas que han caído en una depresión, gente que padece a
causa de sí misma y su soledad. Reiteradamente se plantea en las charlas de equipo y de
asesoramiento la pregunta: «¿Cómo tratamos a las personas?». Cada cual tiene su propia
historia, soporta su propio sufrimiento. Para algunos, ya el encuentro previo de dos días
es determinante. Los únicos que no son admitidos en la Casa de Recogimiento son los
pedófilos y los alcohólicos, debido también en parte a la inmediata proximidad del
instituto. En tales casos, así como en los de psicóticos, instituciones especializadas deben
ofrecer otras formas de psicoterapia. La edad de los huéspedes de la casa oscila entre los
cuarenta y los sesenta años, pero no existe de principio limitación alguna.
La Casa de Recogimiento está concebida –según se afirma en un prospecto que fue
enviado a todos los encargados de personal de las diócesis, así como a los superiores y
las superioras de las congregaciones religiosas– para sacerdotes, religiosos, religiosas y
agentes de pastoral profesionales de ambos sexos que se encuentran en una transición.
Ésta puede ser una crisis condicionada por circunstancias biográficas o por una nueva
misión. En la Casa de Recogimiento son bienvenidas también las personas que, a causa
de experiencias de pérdida personal y profesional, padecen alguna ligera forma de
depresión y están espiritual y psíquicamente extenuadas, o quieren evitar llegar a ese
extremo. Además, ofrece ayuda para la reorientación –sobre todo, en el ámbito de la
espiritualidad– y apoya a varones y mujeres que, en su evolución personal, desean
aprender y experimentar cosas nuevas. A la Casa de Recogimiento acuden también
sacerdotes que tienen problemas con el celibato y quieren aclararse ellos mismos si
deben decidirse por el ministerio sacerdotal o por la mujer en cuestión.

Sobre la crítica pregunta del celibato, Anselm Grün opina lo siguiente: «La soltería

101
es un camino transitable. Existe una cultura del celibato, y es importante ayudar a los
sacerdotes seculares a vivirlo. No me cuesta imaginarme a buenos y honrados sacerdotes
como hombres casados. Si uno quiere acompañar en serio a quien se enfrenta a este tipo
de pruebas, no puede moralizar. Una y otra vez se plantea la pregunta: ¿qué es
importante para esta persona? Pero también hay que recordar que quien se seculariza
necesita una continuidad. El hilo conductor no se quiebra, y ese hombre debe seguir
viviendo lo esencial del sueño de su vida. Se trata de transformación, no de cambio».

Luego, el padre Anselm cuenta la bella historia de santa Teresa de Lisieux, quien,
como sensible muchacha, reunió la energía necesaria para luchar contra los demonios de
su época, el mojigato siglo XIX: cuando aparecieron sobre un tonel dos demonios que
querían jugar con ella, miró de hito en hito a los tentadores con sus ojos bondadosos; y
entonces, éstos se retiraron… A Anselm le encanta esta forma suave y femenina de
resistencia.
Los residentes en la Casa de Recogimiento deben aprender a vivir en grupo.
Algunos deben hacer de tripas corazón para hablar abiertamente de sus problemas. «Por
favor, no lo comente en el equipo», se dice entonces. Pero los acompañantes no hablan
sobre ello con nadie de fuera, ni siquiera cuando una superiora llama y pregunta:
«¿Cómo le va a tal o cual hermana?».
En estas casi dos décadas, Anselm ha vivido la experiencia de que cada grupo es
diferente; tras dos semanas de aclimatación, la gente comienza a sentirse a gusto. Los
roles y las tendencias se hacen patentes; hay gente con fuerte personalidad y también
excéntricos. A algunos, el tiempo aquí se les hace demasiado largo; se producen
estallidos de cólera, pero el grupo opera como estímulo. Los psicoterapeutas y los
acompañantes espirituales perciben enseguida dónde se forman casos problemáticos. Las
charlas personales ponen al descubierto fantasías, sueños, miedos y anhelos de quienes
buscan consejo. La huella de la vida lleva, por regla general, a la infancia: ¿dónde estaba
usted de niño? ¿Dónde encontraba usted amparo? ¿Quién le abandonó?
El padre Anselm cuenta lo siguiente: «El problema de los sacerdotes y las personas
de vida consagrada radica, sobre todo, en que interiormente están extenuados y son
incapaces de complacerse en su vida espiritual y su trabajo. Han perdido la fe y necesitan
una nueva orientación». En las reuniones anuales del equipo de acompañamiento con los
responsables de personal de las diócesis se evidencia que aquí, en el fondo, se trata
también del estado interior de la Iglesia. Quien quiera saber de dónde provienen los
problemas fundamentales debe examinar las condiciones estructurales del sacerdocio y
la vida consagrada. Se plantea entonces la pregunta por la formación de los jóvenes
varones que se preparan para la ordenación sacerdotal y el celibato. Y se hacen
manifiestas las deficiencias de la vida en colegios-seminarios, seminarios y noviciados.
Las constricciones estructurales en los arciprestazgos –en los que, por ejemplo,
sacerdotes senescentes deben atender cinco comunidades parroquiales a la vez– permiten
reconocer el camino hacia la soledad y la depresión. Las historias y los destinos
personales son siempre distintos y, sin embargo, llevan a la misma pista: la cruda

102
realidad de la Iglesia en una sociedad que se ha alejado de ella.
No cabe duda de que los reparos expresados en 1989 contra la creación de la Casa
de Recogimiento se disiparon con la mayor celeridad posible. En unas palabras de
agradecimiento incluidas en un volumen colectivo publicado con ocasión del décimo
aniversario de la inauguración de la casa, el cardenal Karl Lehmann –a la sazón todavía
presidente de la Conferencia Episcopal Alemana– imprimió un cambio de rumbo
encomiando la concepción global del centro: «Rezamos incluso allí donde no rezamos.
Dios se hace presente allí donde permanecemos llenos de vida, donde nos confrontamos
con nosotros mismos, en el núcleo de nuestro ser. Ese núcleo sólo podemos encontrarlo
si consideramos el cuerpo y el alma como una unidad…». Después de los cinco primeros
valientes obispados, entretanto se han adherido a esta casa del reencuentro con uno
mismo las diócesis de Augsburgo, Múnich y Paderborn. La resonancia que la
experiencia tiene en los residentes de la Casa de Recogimiento es alentadora y
perdurable. Se establecen contactos duraderos. Tres meses de esperanza en medio de la
tribulación de una vida extenuada devienen un nuevo punto de referencia. Los miembros
de algunos grupos se vuelven a juntar de vez en cuando: no quieren dejar que sus
experiencias existenciales degeneren en episodios excepcionales o «intermedios de la
existencia». En el citado volumen conmemorativo, Sammle deine Kraft [Reúne tus
fuerzas], una antigua residente de la casa comenta su archivo fotográfico privado, su
Reco-Box [caja de la Casa de Recogimiento]. Son recuerdos de encuentros y sucesos
cordiales. Escenas de alegría y amistad: en el curso de pintura afloran de repente
vivencias no aceptadas; el padre Anselm aparece vestido informalmente en pantalones
bombachos y botas de andar durante una excursión en común a Winkelhof, en el bosque
Steiger; entre las ramas de los abetos flota en el aire el humo de la barbacoa; por la tarde-
noche, cantaron sin fin.
La anónima autora cuenta de manera conmovedora que, todos los martes, antes de la
conversación en el pequeño grupo, se preguntaba atemorizada: «¿Aguantaré sin llorar?».
Confiesa que, por regla general, no lo conseguía: «Durante toda mi vida había aprendido
a ocultar mis heridas, a “endurecer” mi corazón y a no dejar que se me notara nada
cuando alguien me hería… ¡Cómo me avergonzaba de mis lágrimas! Pero en el grupo
me sentía acogida y sostenida a pesar de mis heridas, quizá por primera vez».
Para el padre Anselm, el trabajo en la Casa de Recogimiento con quienes buscan un
respiro y la atención a los fracasados se ha convertido en una parte de su vida. Él se
encuentra con ellos, y ellos con él, sobre todo interiormente. La preocupación que le
inquieta aquí es la minimización de las heridas que se ponen al descubierto. La buena
voluntad no las suavizará, ni el celo en la oración las reprimirá. Su más importante
experiencia personal en este esfuerzo es la humildad. Se incluye en los grupos de
quienes buscan ayuda: también él debe reunir día tras día el coraje necesario para
«descender a la profundidad de la propia humanidad y contemplar todo lo que aflora en
el alma humana». Se trata de anhelos, necesidades, avidez, agresiones y sexualidad, así
como de la tristeza, la soledad y la desesperación que se esconden detrás ello. «Sólo si
percibimos realmente todo lo que hay en nosotros –dice–, podemos presentárselo a Dios

103
en la oración».

104
13

Anselm Grün, monje

L A madrugada es un momento místico; la celda, un lugar mágico. Al padre Anselm le


encanta el tránsito del final de la noche al amanecer. La abadía yace entonces en su
pureza monástica. La oscuridad envuelve la iglesia y el claustro en una profunda sombra.
Los indispensables ruidos se han adaptado a la gran quietud. Ni siquiera las campanas
tañen desde las torres para llamar a maitines: en la casa, un timbre suena a las cinco
menos veinte. Los monjes, con las capuchas cubriéndoles la cabeza, se deslizan
rápidamente sobre las baldosas. Ante el tabernáculo resplandece, cual huella de la zarza
ardiente, la luz eterna; ante la Virgen y la Piedad titilan las primeras velas. En los
bancos, se sientan algunos orantes encogidos sobre sí mismos. Nada hay más intenso en
esta iglesia que la imagen del orante solitario. Los maitines se llaman también «vigilias»,
término éste que significa «vigilancia». ¿Para quién vigilan? Vigilan y oran, con el fin de
no caer en la tentación… no sólo ellos. Anselm asegura que no puede rezar los salmos
sin pensar en los demás: «Antes de que os levantéis, ya hemos rezado por vosotros».
Cuando fuera empieza a amanecer, estalla un quedo ir y venir. Cada cual lleva su
propio ritmo: unos ligeros, como Anselm; otros, con paso lento y pesado, como si
ascendieran a un monte santo. En la iglesia, todos son sostenidos por el lenguaje de los
salmos. Su recitación acaba de hacer temblar las altas paredes. Las alternantes olas de las
voces de noventa monjes tienen un tono que espabilan. Uno se encoge cuando oye a
varones suplicantes que evocan imágenes de fieras, monstruos marinos, oscuras simas y
catástrofes naturales. Tanto más intensamente conmueve luego la suavidad con que
confían en –y dan gracias a– el Padre misericordioso, el buen Pastor, el Todo Santo.
Todas ellas, imágenes de un anhelo que se libera de los nudos y los abismos de la noche
en dirección hacia la luz vacilante. Un anhelo que basta para todo el día.
Cuando, acto seguido, la comunidad se retira de nuevo de la iglesia a la amplia
abadía, ello es como una prolongación de la vigilia con otros medios. Cada cual tiene
ahora su lugar propio de retiro, su refugio personal. Unos, en las oscuras hornacinas de

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las capillas, delante del Santísimo; otros, en los rincones de oración de sus celdas. En
todos los pasillos, pasos que se alejan, puertas que se cierran en silencio. A los monjes
les encanta esta hora.
Para Anselm, este tiempo de soledad es el más importante de su vida monástica.
Sólo dura veinticinco minutos, pero tiene una profunda intensidad. No existen fotos de la
intimidad de su celda; tampoco bastarían para captar su esencia, pero uno puede
imaginarse el breve recorrido hacia el escabel de madera colocado delante del icono de
Cristo: una vela como única luz, la ensimismada postura de oración, las manos cruzadas
sobre el lado izquierdo del pecho, el Espíritu de Jesús fluye cálido hacia el corazón. A
este rito después de la temprana oración en coro, el padre Anselm lo llama «un eco». No
son necesarias grandes palabras; tanto en el espacio exterior como en el interior, la
quietud se hace cada vez mayor; la respiración sigue los latidos del corazón en la simple
sucesión de la oración de Jesús, una fórmula originaria del monte Athos cuyo tenor
puede ser modificado por el orante. Repitiéndolo miles de veces, como en las
narraciones del peregrino ruso; o de forma muy lenta o sólo esporádicamente, como si
uno emergiera de la profundidad de la meditación: «Señor Jesucristo, Hijo del Dios
Vivo, ten piedad de nosotros», o «Cristo, ten piedad de nosotros», o tan sólo el golpe de
respiración: «Jesús, ten piedad».
Anselm cuenta que esta postura de oración, afín al zen, le mantiene despierto y
permite que el amor de Jesús fluya hacia el interior de todo su cuerpo. La «oración de
Jesús» es un ejercicio a la vez anímico y corporal; es, por así decir, un resumen de todo
el Evangelio. La encarnación, la muerte en cruz, la resurrección y la ascensión no son
procesos meramente espirituales, psicoanalíticos, simbólicos, sino que, en esta media
hora de la mañana, tienen mucho que ver con una ternura que no procede de un mundo
onírico. En 2008, con ocasión de una estancia en Taiwán, Anselm Grün debatió con una
monja budista sobre la fuerza de la meditación. Mientras la monja hablaba del «espacio
del vacío», él reconocía ahí un «espacio de amor». «El amor es muy fatigoso», afirmó
ella. Anselm, por el contrario, pensaba en «una cualidad del ser». En la oración de Jesús,
él quiere aproximarse a Dios «desprotegido». Se trata de una disposición a la sinceridad
radical. No son las palabras ni el esfuerzo lo que cuenta, sino el «escucharse uno a sí
mismo». Anselm cita a Cipriano de Cartago y su pertinente pregunta: «¿Cómo puedes
exigirle a Dios que te escuche si no te escuchas a ti mismo?».
El padre Anselm recuerda que, en su infancia, en su juventud y en el noviciado, el
celo de la oración tenía otro valor. El rendimiento cuantitativo reclamaba sus derechos:
no se saltaban ninguna bendición de la mesa, todos los días ayudaban a misa como
monaguillos, el padre acudía a diario a la eucaristía. En el internado, durante los
ejercicios espirituales periódicos, se exigía a los alumnos prometer algo a Dios y
acumular buenos propósitos. En los primeros años en el monasterio, la contemplación de
los textos bíblicos ocupaba el centro de atención. A los postulantes y novicios no les
resultaba fácil tener que abrigar de continuo nuevos pensamientos píos. Poder
permanecer por fin en silencio se les antojaba una auténtica liberación espiritual. A
Anselm le encanta la quietud: «Salgo de ella cambiado», asegura sonriendo.

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En el cursillo de Pascua que el joven monje Anselm Grün impartió a un grupo de
jóvenes en 1974, la «lucha con Dios», la noche y la soledad del monte de los Olivos
desempeñaron un importante papel: «¿Por qué persevero?». El huerto de Getsemaní y
los discursos de despedida del Evangelio de Juan conmovieron a todos; la experiencia
funcionó. En aquel entonces, hasta la meditación zen conseguía infundir vida a los
estudios de teología de Anselm. La intensa dedicación del padre Fidelis al padre del
desierto Pacomio fortaleció a los jóvenes monjes en el propósito de «soportar la quietud
delante de Dios». En un artículo sobre los benedictinos y jesuitas, el mártir jesuita Alfred
Delp, que luego fue ejecutado por los nazis, escribió una frase que impresionó de manera
especial a Anselm, crítico frente a cualquier forma de «aburguesamiento»: «Lo
fundamental ahora es olvidarse de todo erudito sentimentalismo, así como del
feudalismo y esteticismo burgués». No es de extrañar que ya los primeros pasos de los
«jóvenes indómitos» de Münsterschwarzach para no echar en saco roto las enseñanzas
de los padres del desierto le parecieran «existencialmente fecundos».
Estas dos últimas palabras deben ser tomadas muy en serio: esa experiencia ha
acompañado a Anselm durante toda su vida. Un modelo magistral es, para él, el padre
del desierto Evagrio Póntico, quien, tras una vida excitante, se hizo monje en Jerusalén
en la Pascua de 382. Tras un arriesgado lío amoroso, la aventurera huida y una
enfermedad que lo puso al borde de la muerte, dio un giro a su vida y se retiró al desierto
egipcio, primero en la parte de Nitria, al sudeste de Alejandría, y luego, ya para el resto
de sus días, en el desierto de las Celdas (kellia), el llamado «desierto profundo».
Para Anselm, esta biografía tiene una especial importancia. Evagrio no siguió
ninguna vena pía, sino que, siendo ya un hombre maduro, abandonó todo para buscar a
Dios. No huyó del mundo; en cuanto griego de gran cultura, sabía lo que estaba en juego
ahí. Como sibarita habituado a la sensualidad mundana, se decidió por el otro extremo,
aún más aventurado: en vez de la pasión por una mujer, la pasión por el Crucificado y
Resucitado. De esa suerte, su vida siguió siendo una lucha hasta el último aliento. Fue
tentado una y otra vez por los demonios. Su decisión de perseverar contra viento y marea
estuvo reiteradamente a punto de irse a pique. Los ejercicios ascéticos que se cuentan de
él son escenas de una vehemente lucha cuerpo a cuerpo entre la tentación y la gracia.
Así, sus cartas y escritos no divulgan una teología refinada, sino la imagen realista de
alguien que pasó la vida entera luchando. Se observa a sí mismo con incorruptible
perspicacia y con sensibilidad para los matices psicológicos. A Anselm le encanta esta
interacción de teología y psicología profunda, y se esfuerza por hacer suya la humildad
de las respuestas de Evagrio. Praktikos [Tratado práctico], ése es el título que les dio el
padre del desierto: tienen que ver con la vida concreta, y no han perdido su actualidad.
Esta actitud afecta también al trato con las personas que acuden en busca de consejo,
a quienes Anselm encuentra en la Casa de Recogimiento, así como en sus cursos,
conferencias y viajes. Mucha discreción rodea a estos encuentros, pero también una
radical apertura, tal como la que Evagrio exigía a sus numerosos visitantes: «Hermanos
míos, cuando uno de vosotros tenga un pensamiento profundo o doloroso, calle hasta que
los demás hermanos se hayan retirado; pero luego, cuando nos encontremos a solas,

107
pregunte con libertad. De esta suerte, no hablemos delante de los hermanos, para que
ningún pequeño perezca a causa de sus ideas, ni el dolor le devore». El descubrimiento
de los escritos de Evagrio en 1974 y 1975 constituyó una marcada cesura en la vida de
Anselm. De tales experiencias de las fuentes espirituales volvió a cobrar conciencia en la
primavera de 2009, cuando se reunió varias veces con su colega, el pastor protestante y
escritor Jörg Zink, con el fin de preparar un libro en común. Zink le contó que su
verdadero maestro fue el filósofo de la religión católico Romano Guardini. En el fondo,
lo que cuenta tanto aquí como allí es la verdad: «Es ella la que nos hace amigos». Poco
después, durante unos ejercicios con las dominicas en el monasterio de Neustadt del
Meno, Anselm intensificó esta experiencia. Ascendió a pie al castillo de Rothenfels, que
se alza sobre el Meno, donde Guardini cantó, meditó y oró con cientos de jóvenes en
Semana Santa durante años y años.
Desde sus años de estudio en Roma, entre orar y cantar existe para Anselm una
transición sin ruptura. Su forma de vivir el monacato ha seguido marcada siempre por
ella. Cantar los salmos, asevera, permite «olvidarse de uno mismo». El padre Godehard
Joppich, quien en 1964 le incorporó a la schola de Sant’Anselmo, decía del canto coral
gregoriano: «La palabra deviene sonido». Alternándose con el célebre estudioso del
gregoriano Dom Eugène Cardine, de la abadía de Solesmes, cantaban la misa mayor los
domingos y festivos. Anselm dice que «con energía plena», pues los dos maestros
enseñaban una forma sugerente y espiritual de cantar. En la música coral no debían
«susurrar», sino alzar la voz existencialmente, con el cuerpo y el alma. «Cuando brota la
música –esto sigue siendo hasta hoy válido para él en el coro monástico–, vislumbro
algo de la gloria celestial».
Entre estos «cantos celestiales» se cuentan, sobre todo, los himnos marianos, como,
por ejemplo, la Salve Regina, que la comunidad de Münsterschwarzach canta al final de
completas. «La veneración de María», recuerda Anselm, a quien le encantan las fiestas
marianas y las flores de mayo, «nunca ha sido exaltada en Münsterschwarzach, pero
transmite mucho optimismo. Huele a flores, a naturaleza y tierra: María se halla en un
contexto cósmico». El padre Anselm habla de la imagen del Dios maternal y protector,
de una mujer desbordante de anhelo, del prototipo de la fe. Escuchaba atentamente a sus
maestros cuando éstos hablaban de la Madre de Dios. El conde Dürckheim subrayó su
importancia para el varón célibe. C.G. Jung calificó en 1950 el dogma de la asunción
corporal de María al cielo como una incursión en la «feminidad de Dios». Karl Rahner
describió a María como «tipo del ser humano redimido»: Madre de Jesús, la que ha
regresado a Dios en cuerpo y alma. A Anselm le entusiasma la explicación rahneriana de
la Inmaculada Concepción: «Todos hemos sido elegidos para ser inmaculati. Allí donde
Cristo está en nosotros, allí el pecado carece de poder», subraya. En su libro Bilder von
Maria [Imágenes de María], Anselm Grün dibuja una maravillosa imagen de la Madre
de Dios. Junto a un cuadro de la Anunciación del Maestro de los Escoceses de Viena, se
hace perceptible también algo del misterioso anhelo del monje Anselm Grün: «María es
una mujer contemplativa», escribe. «Medita la Biblia. Se retira a orar, para dejar que la
palabra de Dios penetre en su corazón. Se retira al recinto sagrado, al espacio al que no

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tiene acceso el ruido del mundo».
Asimismo, le fascinan algunos santos. Anselm cultiva una especial relación con su
patrón, Anselmo de Canterbury. Más aún que su asentada teología, le conmueven los
textos de sus oraciones. Así, también le gusta describirlas, y este esfuerzo se percibe
entre líneas en sus libros Vater unser [El Padrenuestro] y Jeder Tag hat einen Segen [La
oración de cada día]31. Incluso el breve escrito Du wirst getröstet [¡Serás consolado!]
desborda esta sensibilidad: «Experimentarás tu amor de manera nueva cuando te
reencuentres con el ser querido junto a Dios. Entonces, tu amor será puro, sin las
falsificaciones de nuestro corazón, sin las limitaciones de nuestra estrechez. Podrás
amarlo tal como es… Pídele a Dios que te envíe sueños en los que el difunto te hable».
De Teresa de Jesús le cautiva la pasión con la que la santa ama a Dios. Su estatua en
una capilla de la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria la muestra en un éxtasis
visionario, una escena extrema de amor místico, un rayo del cual alcanza sus partes
pudendas. Vehemente sensualidad espiritual completamente opuesta a la «Madre
Pobreza» de san Francisco de Asís. Un cuadro de éste se encuentra en el cuarto de
trabajo de Anselm, rodeado por el caos del escritorio y por libros y documentos
concernientes a la administración de la casa. A la espera a la muerte, yacente sobre la
tierra desnuda, Francisco dicta a sus hermanos el «Canto del Sol», un canto sobre la
belleza y la levedad del ser. La mirada, libre, dirigida a la gloria cósmica. Entre sus
santos preferidos, Anselm nombra además a Juan María Bautista Vianney, el santo cura
de Ars, quien, casi analfabeto funcional, pasó su vida en un perdido pueblo de
campesinos en el departamento francés de la Drôme ataviado con una ajada sotana. Entre
los tres santos existe un marcado contraste, que a Anselm, evidentemente, le encanta: la
española vibrante de amor, el estigmatizado poverello y el viejo párroco en el
confesionario de la iglesia de pueblo. Pero, al mismo tiempo, los tres simbolizan una
entrega tan humilde como vehemente. Per crucem ad lucem, por la cruz hacia la luz. El
padre Anselm guarda silencio sobre lo que, en último término, le dan sus santos; sólo es
posible intuirlo. Pero su vigorosa forma de llevar esta vida extrema que transcurre entre
la escritura, las reuniones de administración, las charlas de asesoramiento y las giras de
conferencias en el marco de una regla monástica rigurosamente observada tiene una
dinámica fuente. No puede brotar sino de la oración.
A los santos se añade la multitud de sus ángeles, a cincuenta de los cuales ha puesto
nombre. Cubren el entero espectro que conforma su vida jalonada de desafíos. Si se
consideran uno a uno, al punto se evidencia que ellos, aunque se cuentan entre las
«fuerzas y potestades», no surgen como llovidos del cielo, sino que aparecen
repetidamente en los setenta y tres capítulos de la Regla de san Benito. Pero tampoco el
padre del monacato occidental se los inventó en una inspiración eremítica. Es algo
mucho más profundo, pues lo extrajo de la Sagrada Escritura y de los dichos de los
padres. Así, todo se reduce al llamamiento a no anteponer nada a la oración y a no dudar
nunca de la misericordia divina. Con ello está dicho todo.
Y, sin embargo, esta fuente no desemboca en aguas estancadas. Se busca caminos
siempre nuevos para alcanzar su meta. Por eso, Anselm Grün no es ni un mero repetidor,

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ni un prolífico escritor de superficialidades. Sus tiempos de oración, sobre todo de
madrugada, son siempre los mismos; lo que cambia en el dramático flujo de la vida son
los contenidos y objetivos. La inquietud de sus interlocutores contiene a diario nuevas
preguntas que requieren nuevas respuestas; y, sin embargo, éstas brotan siempre de la
profundidad del corazón.
Los temas de sus libros giran desde hace décadas en torno a la ayuda espiritual para
las personas heridas y en proceso de búsqueda, pero siempre vuelven a nutrirse de la
abundancia de la buena nueva. Su meta sigue siendo la misma, mas el camino hacia ella
debe ser encontrado o corregido de nuevo una y otra vez. Más aún, Anselm Grün ha
conseguido adaptar su vida monástica a este ritmo de continuidad y cambio. La estricta
observancia con la que se esfuerza en conformarse a las enseñanzas de la Regla
benedictina guarda una fluida relación con la multiplicidad de sus actividades. Incluso
allí donde éstas corren el riesgo de desbordarse, él conserva la serenidad tan
característica en él y que tan perplejos deja a muchos observadores. No nos engañemos
respecto al autor de superventas, al cillerero que lleva minuciosamente la administración
del monasterio, al incansable conferenciante: es un monje, y en ese punto no conoce
compromisos.
Hay escenas de la vida cotidiana del padre Anselm que hacen palpable esta
continuidad entre curiosos contrastes. Si se sigue la larga y pausada entrada y salida de
los monjes de Münsterschwarzach a la hora de la oración en el coro, puede oírse
murmurar a las personas sentadas en los bancos de la nave de la iglesia: «Ése es Anselm
Grün». Es uno más y, no obstante, una excepción. Viste hábito negro como todos los
demás; así y todo, con la melena que le llega hasta los hombros y la blanca barba, tiene
aspecto de padre del desierto. Lo cual no es un adorno, sino un programa. Siendo un
joven clérigo, renunció, como era habitual en aquel entonces en el ambiente de protesta,
a visitar con regularidad al hermano peluquero. Ahora sólo acude a pelarse dos veces al
año. Lo importante en este detalle es, sin embargo, que él ha reconducido su originaria
energía de contradicción de una forma tal que se aproxima asombrosamente a una
adhesión a las fuentes: el monacato como Iglesia del desierto y la naturaleza virgen, de la
soledad y la perseverancia, como lucha realista con la pasión y el consuelo de la oración.
La fidelidad a esta vida llega hasta los más pequeños detalles del día a día. Los
límites entre lo sagrado y lo profano se difuminan. La Regla prescribe al cillerero tratar
incluso los instrumentos de trabajo, ya sea un ordenador o una laya, como objetos
litúrgicos; pero Anselm se toma en serio esta instrucción para su propia vida, y con el
máximo rigor. En su reloj de muñeca distingue entre el tiempo frenético, que «devora a
sus hijos», y el «tiempo de la gracia». En su cama, en la que, desde los años de Roma, se
echa todos los días media hora de siesta después de comer, se siente «acariciado por las
tiernas manos de Dios». Por lo que respecta al bolígrafo, procura que «pueda infundir
amor» en su tarea de escritor. De los libros que reposan en su propia estantería, sus
preferidos son el Lexikon der Spiritualität [Enciclopedia de la espiritualidad] y los
comentarios a los evangelios. De vez en cuando acaricia la cruz que cuelga de la pared y
se complace en su libertad, que «no es la del emperador». En los diarios Mainpost y

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Süddeutsche Zeitung encuentra temas para la meditación y las peticiones en el coro de
los monjes. La papelera le recuerda a diario que debe «vaciarse». No excluye ni siquiera
al despertador, pues la mística le enseña que «nos despertamos a la realidad». Tras los
objetos de uso late siempre la pregunta de «para qué y de quién». Aflora una sabiduría
antiquísima, y Anselm cita un dicho de uno de los más importantes maestros de la Iglesia
griega, Orígenes, quien en el siglo III definió a los sacerdotes como «guardianes de lo
santo»: «Siempre debe haber fuego en el altar».
Pero las numerosas citas de Anselm no nacen de barajar las notas del abarrotado
fichero. A Anselm le es ajena toda intención de aleccionar; no obstante, esas referencias
albergan en sí lo que hace tan excitante el hecho mismo de citar: sorprenden como una
bienvenida novedad. A veces da la impresión de que el talentoso experto en finanzas las
colecciona como si fueran números, las administra como si se tratara de una fortuna y
sabe exactamente cuándo es importante recurrir a ellas. Textos de la Biblia, dichos de los
santos padres, pasajes de la literatura universal: son tesoros que custodia con actitud
ahorrativa y cuya dicha sólo desvela paso a paso. Las citas de Anselm Grün no
constituyen una demostración de erudición: las ha hecho suyas, las transmite y las vive a
modo de ejemplo. Conoce los medios de salvación como valiosos medicamentos con los
que está familiarizado y que ofrece con humildad.
Al acercarse la noche, la abadía de Münsterschwarzach se retira de nuevo a la
quietud. Los salmos de vísperas convienen con la hora de encender las luces. Acto
seguido, el claustro se convierte durante cinco minutos en un lugar de meditación
monacal. En completas, la comunidad pide protección frente a las persecuciones del
Maligno y las fantasías de oscuros sueños. Entonces, sólo delante de la estatua de María,
la Consoladora, sigue ardiendo una vela. Es el periodo de «gran silencio» que prescribe
la Regla. Cuando se acuesta, Anselm coloca las manos sobre el pecho y reza el rosario.
Así lo aprendió de su madre. Después de todo el ajetreo del día, ya únicamente una
recitación que fluya con naturalidad. Confiesa con una sonrisa que, por lo general, se
queda dormido antes de acabar.

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14

Mundo adentro

E Nel año 2008, Anselm pasó por primera vez las vacaciones en casa de su hermana
Linda Jarosch. Linda es una escritora de notable éxito. Los títulos de sus libros suenan
resueltos y apasionados. La mujer: reina e indomable32, un libro escrito en colaboración
con su hermano Anselm, dos años mayor que ella, ha alcanzado entretanto una tirada
conjunta de aproximadamente cuarenta mil ejemplares. Ab morgen trage ich Rot [A
partir de mañana vestiré de rojo], otro libro salido de su pluma, alienta a las mujeres a la
libertad y la despedida, con vistas a aventurarse a algo del todo nuevo. La escritora está
casada y tiene tres hijos; desde hace diez años, trabaja como encargada de formación al
servicio de diversas empresas y organizaciones. En contraste con la resolución que
respiran sus libros, ésta es una profesión más bien burguesa. En las fotografías de las
solapas de sus libros aparece sonriendo amablemente con pendientes y un collar de
perlas. Pero ello puede inducir a engaño.
Su cuarto de trabajo en Murnau a orillas del lago Staffel: paredes cubiertas de libros
bien ordenados, escritorio con ordenador y con vistas al pantano y a las montañas de la
región de Werdenfels. Aquí se escribe bien, y aquí es asimismo donde quiere hablar
sobre su hermano. Hoy no lleva nada rojo con los vaqueros, sino una chaqueta de lana
rosa; así vestida, se antoja más bien una persona reservada. Sin embargo, cuando
comienza a hablar, se yergue en el sillón y adopta una postura que podría corresponder al
contenido de sus libros: una intensa presencia. No ha necesitado prepararse para esta
conversación, pues posee conocimientos íntimos sobre el tema «Anselm». Enseguida se
percibe un esfuerzo por no derivar en la charla sobre pequeñas intimidades y hacer
justicia a una persona fuera de lo común. Nada de una laudatio pro familia, sino más
bien un estado reflexivo perceptible en cada palabra. Cuando Linda Jarosch entra en
materia, sus ojos comienzan a brillar. En ello es en lo que más se asemeja a su hermano.
Pero luego, con un descuidado movimiento de la mano, se aparta el pelo de la frente:
resulta muy femenina.

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Murnau es un buen lugar para vivir. Cielo blanco-azulado, montañas y lagos. En las
cumbres resplandece aún la nieve. A lo largo de la orilla del lago, entre dientes de león y
berros de prado, serpentean veredas. Paseantes solitarios bajo las cruces de los caminos.
En las cervecerías al aire libre, las camareras sirven jarras de cervezas de litro y
bocadillos. Junto a la fuente de la Columna de María tocan unos músicos jóvenes.
Trombón, acordeón y tuba. Todos descalzos: mucho metal, muy alegre. En la barroca
iglesia parroquial comienzan las flores de mayo. Las mujeres, con el traje tradicional
bávaro y sugerente escote; los varones, con pantalones de cuero hasta la rodilla. En el
cementerio, cruces de hierro forjado policromadas al estilo campesino, y la muerte como
familiar convecina. En los alrededores, la amenazada belleza de un paraje aún intacto.
Un viento suave sopla sobre el pantano; el verano ya está aquí.
Anselm, que se pasa el año apresurándose de una cita a otra, está bien cuidado aquí.
La abadía le concede tres semanas de vacaciones, que piden ser bien aprovechadas. Así,
la hermana le cede su lugar de trabajo. Un dormitorio con una cama cómoda: le gusta
estirarse a lo largo y ancho. Todo lo contrario que una angosta celda monacal. Pero el día
comienza con la celebración de la eucaristía: hermano y hermana se sientan juntos a la
mesa, cada cual expone sus ideas sobre las lecturas. No se trata de una conferencia, sino
de un intercambio. Linda siente que «tal cercanía me hace bien»; su esposo entiende esta
extraña eucaristía de hermanos y los deja solos. Días de vacaciones, estar libre para Dios.
A los anfitriones les llama la atención lo frugal que es el monje en sus comidas. Al
igual que en el monasterio, tras el café del desayuno, lee el periódico. A veces, Linda y
Anselm recuerdan la mesa de la cocina en la casa de Lochham: la madre y los siete
hermanos. Anselm se subía de vez en cuando a una silla y pronunciaba homilías. En
vacaciones, era el único que acudía con regularidad a la misa de la mañana; tenía talento
para la liturgia. Como en Münsterschwarzach, la siesta es sagrada. Si en la abadía le
basta con media hora, en vacaciones se permite una hora, en ocasiones dos. Necesidad
de recuperar; eso da que pensar. A menudo se ve a los dos hermanos desaparecer por las
veredas para bicis o para paseantes alrededor del pantano de Murnau. Linda valora esta
comunión; nota cómo Anselm respira, se abre. Durante esas excursiones mantienen
serias conversaciones. Aún existe entre ellos la intimidad de antaño en la familia, cuando
el pequeño y sensible Willi protegía a sus aún más pequeñas hermanas de los turbulentos
hermanos mayores. Ya desde que tomó la primera comunión quería ser sacerdote, y todo
lo que hacía tenía un matiz pastoral. Ahora, en el tiempo libre que pasa en la Alta
Baviera, vuelve a echar mano de este fondo; puede hablar de lo que le preocupa y
escuchar lo que Linda le confía.
Sin embargo, lo más importante para Anselm son los baños en el lago Staffel. «Ahí
ya no hay quién le pare», cuenta su hermana; «nada hasta muy lejos». Comenta que se
cambia con gran despreocupación y luego se sumerge en el agua. El lago se extiende en
forma de meandro desde los terraplenes de la orilla; a veces, las ramas tocan el agua.
Aquí y allí, una isla o una estrecha cala; en el horizonte azul, las montañas; velas blancas
se despliegan al viento; piraguas y botes de remos se dirigen hacia las áreas de descanso.
Nadie reconoce al solitario nadador. La escena tiene un marcado valor simbólico: estar

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solo en la quietud y la vastedad. A Anselm le encanta esta soledad; el lago le atrae sin
cesar. Es naturaleza pura, inmediata cercanía de Dios. El padre se lo inculcó a los niños
desde muy temprano. «Contemplad los arbustos», exclamaba entusiasmado, y alababa la
belleza de las estrellas, los árboles y los pájaros.
Anselm también busca y encuentra la naturaleza en las excursiones de montaña que,
desde su juventud, lleva a cabo con amigos. En una ascensión con sus hermanos
Elisabeth –a la que le unen lazos especiales– y Konrad, Anselm no estaba físicamente
preparado para aguantar el ritmo que impuso el hermano mayor. El recorrido por los
Alpes austríacos era extremadamente duro. El orgullo le espoleó; así ha sido desde
siempre la relación entre los hermanos. El cabeza de familia Grün solía mofarse de la
enfermedad como signo de debilidad. El hecho de que, después de esta aventura, Anselm
pudiera transformar su celo de la infancia en serenidad dice mucho del dinamismo y la
disciplina del administrador y escritor.
En las conversaciones entre los hermanos, se habla con frecuencia del padre. Los
niños conocían su callado deseo de ingresar, al igual que su hermano y sus hermanas, en
un monasterio; notaban lo que este anhelo significaba para él. No obstante, se había
decidido a formar una familia. De ahí brotaba mucha autoridad, mucha libertad interior.
La afirmación de Linda la suscribiría Anselm: «Yo respetaba mucho a mi padre, porque
también él nos respetaba».
Últimamente, Linda Jarosch observa cambios en su hermano: sutiles procesos
interiores en una persona siempre sensible que, sin embargo, mantiene un cierto espacio
reservado en el que nadie puede penetrar. Se produce una suerte de regreso a la familia.
Hubo una época en la que era más monje y sacerdote. Ya con diez años abandonó el
amparo de la casa paterna –lo que, en los primeros años, le hizo llorar, sin duda, más de
lo que está dispuesto a admitir–, y siempre tuvo presente la vocación sacerdotal como
meta suprema, una meta que le ayudó a superar la morriña. Si en el internado –que su
hermana consideraba el «fin del mundo»– recibió bofetadas, aceptó la humillación en
silencio. Nunca fue un rebelde, sino que marchó a un «exilio interior». No le gusta
abandonarse al poder de otras personas; ello repugna a su sentimiento de honra y le
exige renunciar a su libertad interior. Aquí se vislumbra ya algo de ese «espacio sagrado
en uno mismo» del que a menudo habla y al que nadie puede acceder. Conforme
envejece, regresa más y más a los suyos. Su sexagésimo cumpleaños quiso celebrarlo
sólo en familia. En el año 2008 pasó una semana en un apartamento de alquiler en la
localidad austríaca donde reside la más pequeña de sus hermanas, Elisabeth; otra
semana, en Murnau; y la tercera, con su hermano Michael, en Aichach. Las habituales
desavenencias entre hermanos no le interesan; las cuestiones de herencia deben ser
resueltas sin él. Después del café, se celebra una misa doméstica. Linda Jarosch pudo
seguir desde una discreta distancia la crisis existencial que su hermano atravesó con
treinta años. Anselm lo pasó entonces muy mal. Le habían impuesto estudiar
empresariales en Núremberg. Monjes mayores que él, a los que tenía como modelo,
abandonaron el monasterio. Caminando solo por la extraña ciudad, se preguntaba:
«¿Quién soy sin hábito?». Tenía abiertos conflictos con la madre, que, en el fondo,

114
también guardaban relación con sus problemas con la «Madre Iglesia». En el curso de
sus visitas a Dürckheim y Hippius en Rütte comprendió cuán importante era resolver
estos interrogantes. Hasta entonces había sido el «hijo especial»; había llegado el
momento de acreditarse como adulto. En aquel entonces padecía sudores crónicos, lo
cual no era sino la forma externa de sufrir por estos asuntos. Cuando tenía que aparecer
en público, la timidez le producía una suerte de pánico contra el que apenas podía
defenderse. Sufría a causa de sus elevados ideales benedictinos; debía aventurarse a la
libertad, pero no quería ser infiel.
La admiración que Anselm sentía por una joven estudiante fue, en sí, el lugar de esta
probación. No le quedaba ya ninguna oportunidad de eludir una opción vital. Veía a esta
joven mujer, que le atraía con fuerza; pero también veía los matrimonios de sus
hermanos y un «aburguesamiento» que le engatusaba. De tan rápidas que eran sus
retiradas, Linda no pudo acercarse a él en aquel entonces; pero no se hacía ilusiones
sobre lo que estaba en juego: no era su vocación monástica, sino su acreditación como
hombre y como monje. Empezaron a interesarle las mujeres como fuente de inspiración,
mas todavía tenía que aprender a experimentarse a sí mismo en la relación con ellas. Se
vio obligado a percibir con mayor fuerza su lado femenino y a prestarle atención. Su
hermana entiende muy bien lo que él quiere decir cuando asegura que en esa época
«devino plenamente persona».
Linda Jarosch habla de este ámbito limítrofe entre lo sensual y lo espiritual con la
pasión de una mujer. Existe preocupación por el hermano, pero también –y en mayor
grado– confianza en su vocación. Insiste en que el anhelo de Anselm transmite un
mensaje muy personal: forma parte de su ser. Vuelve a jugar con el pelo y da la
impresión de ser cada vez más joven. No cabe duda de que Linda y Anselm están muy
cerca el uno del otro.
El hecho de que entretanto él sea admirado, pero también insultado, por mujeres es
una de las consecuencias de su publicidad universal. Sin embargo, Linda ha superado sus
reparos respecto a las situaciones de estrés que vive su hermano. Hace dos años fue
testigo de cómo él, a despecho de que en la tribuna de orador aparentaba tranquilidad, en
privado daba la impresión de encontrarse muy nervioso. Linda temió que el éxito pudiera
desgarrarlo. En el tiempo transcurrido desde entonces también ha descartado esta
posibilidad. «Nunca podrá bajar el ritmo», reconoce; «él da todo lo que tiene». Antes
quería limitarlo; ahora respeta mucho «lo que tiene dentro de sí». En sus caminatas en
común, ella se percata de que Anselm necesita estímulos intelectuales para que empiecen
a manar las fuentes.
La señora Jarosch conoce el monasterio de Anselm asombrosamente bien y cree que
su hermano podría ser allí un padre para otros más jóvenes que él, como cuando impartía
los cursillos para jóvenes. La estrechez le paraliza; necesita personas que le acompañen.
Linda sabe que él tiene amigos en el monasterio, pero también rivales y gente escéptica
respecto a él, y que no siempre quieren su bien. Eso es así en cualquier lugar donde
convivan personas. ¿Cómo transcurrirá el último tercio de su vida? Linda le desea «algo
que tiene que ver con sus sueños». Conocer el mundo: Sudamérica, África…, pero no

115
como el frenético autor de superventas en gira de promoción. Y vuelve a hablar del
padre, quien aconsejaba a los hijos que, en caso de duda, hicieran «lo que beneficie a las
personas» e invitaba a extranjeros a la comida de Navidad.
Linda sonríe, feliz e impotente al mismo tiempo. «Así es Anselm: darse a los demás
conmueve su corazón. Sabe lo que hace. He dejado de agobiarle con mi solicitud por él.
Dispone de una energía de la que no puedo sino asombrarme. Es una sabiduría que le
sostiene. Quiere algo mayor a lo que no sé poner nombre».

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15

Epílogo con el padre abad

L ASprimeras horas de la tarde del sábado de Pentecostés de 1982 tienen para el abad de
Münsterschwarzach, el padre Michael Reepen, un significado indeleble. A la sazón, con
veintitrés años, todavía era estudiante de teología en Friburgo y anhelaba «una vida
consecuente». Detrás de esta breve consigna late una larga historia. Se trata de la
vocación al monacato, de un abandono de una confortable normalidad que en escritos
más antiguos se califica, de forma algo más dramática, como «renuncia al mundo».
La decisión de participar en el cursillo de Pentecostés dirigido por el padre Anselm
Grün la tomó en el último momento; a toda prisa cogió un saco de dormir, y su hermana
lo llevó en coche a la abadía. Pero enseguida le cambió el ánimo: durante el paseo que
formaba parte del programa previsto para la víspera de la fiesta, el joven Michael Reepen
se percató de súbito de que Münsterschwarzach era su lugar. Existen tales momentos de
vocación o conversión en los que repentinamente aflora un anhelo indefinible, estancado
durante largo tiempo. No cabía duda; ni tampoco durante los días siguientes, aunque
Michael se llevaba las manos a la cabeza y creía estar soñando. Una serie de
conversaciones con los padres Fidelis, Meinrad y Anselm aclararon las cosas. El
estudiante de teología oriundo de la Brisgovia estaba decidido a cambiar de lado: en vez
de los libros académicos, el libro de las horas; en vez de la afición a viajar, una regla; en
vez de camiseta y vaqueros, el hábito negro.
En la abadía, a tales cursos se les daba el nombre de «semanas de la juventud». Se
celebraban en las vacaciones de Pascua, Pentecostés y Año Nuevo, y no tardaron en
atraer en cada ocasión entre doscientos y trescientos jóvenes. En las cartas que el padre
Anselm enviaba a los participantes una vez concluido el cursillo resuena un gran
entusiasmo. Fidelis, Udo, Meinrad y él mismo se conservaban jóvenes. En Rütte,
Dürckheim les había inculcado el anhelo de una vida auténtica. Hasta el punto de que el
conde los había mandado a casa diciéndoles que regresaran a la abadía y buscaran allí,
en el filón de lo antiquísimo. Esta exhortación era una suerte de envío; de hecho, en

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Münsterschwarzach, sumida en la crisis, la entera riqueza del monacato benedictino
permanecía improductiva. No hacía falta más que una chispa de entusiasmo. Por fin
funcionó también el tantas veces citado efecto de «dinámica de grupos»: los jóvenes y
los monjes que se mantenían jóvenes, reunidos en estos encuentros, se enfervorizaban
mutuamente. A esto se le puede llamar asimismo «Iglesia en pequeño» o «pequeño
Pentecostés».
En las semanas de la juventud se producían escenas conmovedoras. El padre
Meinrad se acuerda de que en la vigilia de Pascua de 1971 la gente estuvo bailando hasta
la mañana, sin que nadie se percatara del paso del tiempo. Esa noche se cuenta entre sus
más hermosas experiencias con Anselm: puro entusiasmo por una causa común. Como
regla de juego regía la espontaneidad. Tras unos tristes años de monasterio en esta época
de incertidumbre, Anselm y los otros padres jóvenes eran «asistemáticos»: les
encantaban los fuertes y vitales procesos de la intuición. Un afamado jesuita que
participó en un simposio bromeó: «Estoy asombrado de que también los benedictinos
tengan una espiritualidad…».
Las vísperas juveniles constituían un rito especial en el que, además del canto de los
salmos acompañado por guitarras, se predicaba y se hacían peticiones espontáneas. Esto
daba que pensar incluso a los escépticos dentro de la comunidad. El abad Bonifacio no
podía adherirse ya a las nuevas corrientes, pero dejaba hacer y hasta participó en una
ceremonia de clausura. El padre Meinrad se entusiasma: «Éramos un equipo magnífico».
El hermano Michael Reepen, quien ingresó en Münsterschwarzach en el mes de
septiembre posterior a su «vivencia de Pentecostés», disfrutaba de manera especial con
la preparación de estas vísperas juveniles junto con Anselm. Michael se denomina a sí
mismo «un hijo del grupo de Dürckheim», situándose así de manera directa en la
tradición de este resurgir. En la búsqueda de una «vida más consecuente», primero se
había interesado con fuerza por los hermanitos de Jesús de Charles de Foucauld, una
joven y floreciente congregación que llevaba una vida austera y contemplativa en los
barrios pobres del mundo entero. El hecho de que finalmente se sintiera atraído a
Franconia por los benedictinos tiene, por tanto, un serio trasfondo: el desierto no es sólo
una realidad geográfica. La forma del monacato que se vive en Münsterschwarzach se
compadece con un anhelo de la época de la búsqueda de Dios sin adornos.
La puesta en marcha de la serie Münsterschwarzacher Kleinschriften desencadenó
asimismo fuertes impulsos en la generación joven de monjes. En ocasiones, los temas
surgían de importantes simposios anteriores; de ese modo, se conservaban las
inspiraciones. En este terreno, Anselm, el maestro de la escritura rápida, aventajaba a los
demás. Pero se trataba también de un «servicio de sanación»; y un mensaje de
importancia vital debía ser comunicado a toda prisa a las personas, en una «botella
arrojada al mar», si no había más remedio. El abad Michael remite a los textos Año
litúrgico sanador y Gebetsgebärden [Gestos oracionales]; el padre Meinrad, a La salud
como tarea espiritual y Una espiritualidad desde abajo, que escribió junto con Anselm.
«Sigo sintiéndome muy contento con el título», asegura; «está dirigido contra el piadoso
olor a moho del siglo XIX».

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En una época en la que cada vez se demanda con más fuerza quietud y meditación,
surge el interrogante de qué sentido tiene multiplicar las palabras. El simposio y el
subsiguiente libro con el sobrio título de Chorgebet und Kontemplation [La oración en
coro y la contemplación] referían a lo que la tradición enseña respecto de este –por lo
visto– aburrido tema. En los primeros siglos se decía a las monjas que apenas sabían
latín que bastaba que retuvieran una palabra y meditaran sobre ella. Esta observación
lleva a los autores del texto, Anselm y Meinrad, a la fascinante pregunta: «¿Cuál es la
palabra entre las palabras?». El monje artista afirma que su hermano de comunidad
escritor no ha superado aún el examen de maestría, y que espera que algún día escriba
libros de tanta altura como los diarios de Fridolin Stier o Marie Nöel33: «¡Qué frases tan
geniales, tan atormentadas, ha escrito esta mujer! ¡Qué luchas con Dios ha dirimido el
viejo luchador!».
En su calidad de director de la editorial Vier-Türme, el padre Mauritius Wilde
mantiene una relación de especial cercanía con su hermano de comunidad Anselm Grün:
el escritor desempeñó un papel importante en su entrada en la vida monástica. Ya antes,
en casa, coleccionaba los breves escritos de Anselm; una conversación con éste fue
decisiva para su ingreso en la abadía. El trabajo con jóvenes desde 1985 hasta 1995 los
aproximó estrechamente. Además, el encargo de dirigir la editorial fue iniciativa del
escritor y administrador: significaba confianza. Hoy, la relación tiene también algo de la
rutina de lo profesional. De vez en cuando, Mauritius se cansa de la fama del escritor y
de cifras de tirada. Recurre con menos frecuencia a los libros de Anselm; pero, cuando lo
hace, sabe lo que busca. El programa de la editorial es una mezcla de ayuda existencial
para hoy y tradición cristiano-espiritual. El nombre de Anselm Grün domina en una
buena parte de las cubiertas de los libros; la mayoría de los temas son acordados entre
ambos. Mauritius es quien mejor puede observar el punto de encuentro entre Anselm y la
comunidad. Las preocupaciones son: ¿podrá con todo? ¿No será absorbido en demasía
por el mundo? Pero prevalecen el agradecimiento y la profunda unión. Por eso, la mirada
se dirige al futuro y a la madura sabiduría del hermano de comunidad: ¿qué vendrá a
continuación? Mauritius opina que el vínculo del escritor con grupos centrados en temas
y objetivos concretos se aflojará y quizá incluso se diluya del todo. Entonces, podría
resultar interesante ver qué es lo que el discreto monje, escribiendo aún más
intensamente desde sí mismo, tiene todavía que decir.
El hecho de que el abad Michael, más joven que él, sea ahora el «padre» de Anselm,
pertenece a las curiosidades de la vida monástica. Pero de una «milicia bajo una regla y
un abad», como se dice en el primer capítulo de la Regla de san Benito, no hay ni rastro.
El padre Michael desempeña este exigente cargo desde hace tres años, pero lo hace con
una sonrisa a la vez que con vigor. La comprensión que tiene de sí mismo la condensa en
las siguientes palabras: «Debo escuchar de continuo a los hermanos, que es donde hoy
está nuestra misión en el mundo». Las severas prescripciones de obediencia y estabilidad
que impone la Regla adquieren, desde su punto de vista, un sentido completamente
distinto, más profundo. Él mismo se halla sujeto a esta obediencia y debe «escuchar a su
interior» para descubrir en qué consiste su misión. Para él, «estabilidad» significa que

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uno ha de «perseverar en la búsqueda de su propio camino interior». Él lo descubrió en
su día paseando fuera, junto a los muros del monasterio, y, como abad, tampoco puede
perderse en distracciones. «En cierto modo, es una locura», afirma reflexivo; «de joven,
quería hacer grandes viajes y recorría toda Europa con la mochila. Ahora, interiormente
llevo a cabo un viaje interminable que se prolonga hacia la inmensidad».
El autor de superventas Anselm Grün no le crea problemas paterno-filiales. «En una
comunidad tan grande como ésta, tenemos algunos personajes singulares», sonríe con
satisfacción el abad, a quien, cuando está de viaje, a veces le preguntan si pertenece al
monasterio «cuyo abad es Anselm». Está convencido de que el trabajador nato que es
Anselm hace bien a su monástica comunidad de fe. En ésta, el padre Anselm no
desempeña ningún papel especial: participa en las recreaciones y conserva su carácter
humilde. Ciertamente, de vez en cuando se bromea sobre las publicaciones del hermano
de comunidad, que se suceden unas a otras con un ritmo trepidante: «¿No sería esto o
aquello un tema sobre el que todavía podría escribir algo…?». Pero el abad también sabe
apreciar muchos textos de otros autores de su comunidad: Fidelis Ruppert, Meinrad
Dufner, Rhabanus Erbacher, Mauritius Wilde. El hecho de que el libro sobre san Pablo
del padre Anselm se leyera en el refectorio en la primavera de 2009 es la excepción que
confirma la regla. Y también acepta pequeños encargos de la abadía, como, por ejemplo,
escribir una breve monografía sobre la nueva cripta con las magníficas vidrieras del
padre Polykarp. El texto está listo al día siguiente.
El abad Michael es consciente de que la agenda de Anselm corre peligro de
desbordar los límites. También está la preocupación por la salud de quien no sabe decir
que «no». Dos conferencias ya acordadas se convierten rápidamente en tres. «Un par de
veces le he llamado ya la atención al respecto; él también lo ve así». Si llegara un día en
el que ya no pudiera escribir más, eso representaría para él una difícil prueba: ¿sería
capaz de volverse más hacia sí mismo? «Entonces, se vería ante un verdadero reto», dice
su abad; «estaría por completo entre nosotros y aún aportaría impulsos». Luego, sigue
una frase muy monástica, muy paternal: «No lo necesitamos sólo como escritor».
En el claustro de la abadía de Münsterschwarzach, en el tablero negro junto a la
entrada del refectorio, cuelgan los programas semanales de los monjes. También el del
atareado cillerero y escritor Anselm, quien se apresura de las reuniones del «consejo de
ancianos» a conferencias ante cinco mil oyentes en el Kirchentag34 que la Iglesia
evangélica celebra en Bremen o a una mesa redonda en Ulm sobre el papel de las
grandes religiones. El abad siempre sabe dónde está. Y Anselm le comunica sin
excepción su partida al prior. «Podría vivir de otra manera y concederse más espacios
libres, pero no lo hace», dice el abad; «y todas las veces solicita mi bendición».
¿Y luego? Anselm va a cumplir sesenta y cinco: ¿cuánto tiempo podrá mantener aún
su ritmo de vida actual? La respuesta del joven «padre» no se hace esperar: «En un
monasterio no se le tiene miedo a la edad; los ancianos son una gracia para la
comunidad». A buen seguro, Anselm es un gran reclamo publicitario para la editorial y
un importante director financiero precisamente en tiempos de crisis; pero también es
cierto que el monasterio de Münsterschwarzach es más que él. Cada vez más personas

120
encuentran aquí un lugar donde no se hacen preguntas y que está abierto a sus anhelos. Y
a Anselm le esperan aún importantes tareas, pues él goza de predicamento en grupos
sociales a los que la Iglesia ya no llega.
El abad no ve las cosas negras, «aun cuando las estructuras se vengan abajo».
Pronuncia estas palabras con voz queda; se echa de ver cuánto le preocupan. «Seremos
menos, algunas cosas cambiarán. Pero también muchas personas se vinculan con este
lugar, y no todas llevan hábito; lo cual permite que surjan cosas interesantes. El
monasterio se amplía, pero sólo si nosotros estamos aquí y mantenemos el rumbo en la
vida benedictina».
Arriba, en las torres, tañen las campanas. Dentro de un cuarto de hora comienzan las
vísperas. Se abrirá de nuevo el portal del claustro y los monjes, siguiendo al abad en
largas filas, entrarán en la iglesia. Con paso lento, acompasado, mientras fuera el mundo
se agita. El organista tocará una anhelante obertura durante la procesión de entrada y un
quedo acompañamiento para los salmos. La comunidad conoce las melodías casi de
memoria. No obstante, según las experiencias de cada día, la entonación es distinta:
suave o intensa, triste o jubilosa. Como acontece decenas de miles de veces en una vida
en el monasterio, los monjes se inclinarán profundamente para honrar a Dios y ante la
intemporalidad de su santo nombre. El lector proclamará una breve lectura adecuada al
momento del ciclo litúrgico. Luego, siguen las peticiones, que son escritas por la vida de
cada día: mucho sufrimiento, mucha necesidad, mucha callada esperanza. Demasiados
nombres, pero el silencio lo incluye todo: ningún dolor queda olvidado. Los versículos
del Antiguo Testamento vienen y van como olas. Uno de los lados del coro grita al otro
la respuesta. El padre Anselm está a la derecha, entre los hermanos. Si no fuera por la
larga barba, no se le reconocería. Al igual que ocurre con los demás monjes, sus rasgos
faciales parecen como difuminados: recogimiento que, sereno, se dirige hacia el interior
de uno mismo. Así es la oración benedictina: prolongación de la quietud por otros
medios. Por encima de todos se alza la cruz, el gran Cristo de Münsterschwarzach. Sus
cicatrices resplandecen en suave oro como la luz pascual.

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Cuaderno de notas y conversaciones nocturnas

La génesis de este libro

L Afiesta de la Candelaria de 2009 fue un momento propicio para comenzar la redacción


de este libro. Las velas resplandecen, arrojando luz sobre la biografía. Desde el primer
momento, el padre Anselm se reveló como un amistoso interlocutor. En pantalones de
pana y jersey estaba sentado delante de mí en su algo caótico despacho y sólo había una
cosa que no quería, como tampoco yo: un panegírico del monje con ocasión de su
sexagésimo quinto cumpleaños. Así, enseguida conectamos el uno con el otro;
encuentros diarios de entre una y dos horas en un despacho en el piso bajo del ala de la
hospedería. Él, sentado siempre en el sofá; yo, con un cuaderno de apuntes, en el sillón.
Fuera, en la puerta, colgaba un cartel: «No molestar». Cuando nos reuníamos a última
hora de la tarde, él encendía una pequeña vela; su vacilante llama no irradiaba
apacibilidad, sino intensidad.
Aún tenía que aprender yo el juego de preguntas y respuestas con el callado monje.
Anselm es una persona reservada; prefiere parpadear antes que explayarse en largas
explicaciones. Algunas cosas las da por supuestas, otras simplemente las sugiere. Si me
olvidaba de concederle sus pausas de reflexión, me perdía lo mejor, pues entonces
pasaba de inmediato al siguiente tema. Tampoco era conveniente interrumpirle con un
«sí» de asentimiento; lo interpretaba al punto como signo de que la respuesta era ya
suficiente, y ahí me quedaba yo con tan sólo unas cuantas líneas. Cuando dejaba a un
lado el bolígrafo, brotaban las mejores historias: episodios marginales, pequeños detalles
reveladores, la vida entre bastidores en el monasterio y la familia. Yo decía: «Eso es,
padre Anselm, eso es justo lo que necesitamos». Sonreía comprensivo y pronto volvía a
replegarse, como buen tímido, en su concha de caracol…
Entre nosotros no hicieron falta largas explicaciones; nos entendimos de inmediato.
Él conocía mis libros sobre el papa Benedicto XVI y Hans Küng, así como Eremiten:
Die Abentuer der Einsamkeit [Eremitas: la aventura de la soledad], por las lecturas del
mediodía en el refectorio. Eso fue lo que le llevó a proponerme a mí como autor de su

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biografía. Reconocí en él rasgos casi de hermano y enseguida empecé a leer en su rostro.
Me cedió por completo la dirección de las conversaciones. Si yo decía: «Se acabó por
hoy», terminábamos y él se marchaba hacia su celda; si un tema prometía dar mucho de
sí, traía fotos. Fueron una gran ayuda; con ellas, uno puede hacerse una imagen más
nítida. Asimismo, me dejó una caja llena de cartas y notas personales, que nos
aproximaron más al asunto. Lo consideré como una prueba especial de confianza; y
también nos permitió hablar sobre las cosas que el biógrafo debe saber sin pretensión de
explotarlas.
Especialmente interesantes fueron los numerosos viajes a sus conferencias en un
entorno de hasta trescientos kilómetros. En ocasiones, partíamos ya antes de vísperas. El
viaje en su algo destartalado Golf comenzaba siempre con una bendición. El padre
Anselm es capaz de conducir a la velocidad del rayo y mantener al mismo tiempo una
conversación seria. La monotonía de las oscuras autovías crea un intenso trasfondo para
diálogos nocturnos. Sentado en el asiento del copiloto sin mi cuaderno de notas,
enseguida decía entre mí: «Ahora vienen los mejores pasajes, las perlas a la vertiginosa
luz de los faros». Al mismo tiempo, ello me permitía asomarme a la intimidad de su
jornada: los largos trayectos, el rito de las conferencias, el rápido regreso a la nocturna
quietud de la abadía, en cuya iglesia iban a comenzar pocas horas después los maitines.
Pronto comencé a tomar en consideración los contenidos de las conferencias; y
también hubo tiempo, con mayor razón si cabe, para hacer observaciones al margen. Los
empujones de la multitud en las entradas a las salas de pueblo, polideportivos y centros
culturales. Las entradas siempre se agotaban. Los organizadores le hacían reverencias.
Los gestos del padre Anselm estaban medidos y, al mismo tiempo, eran teatrales; ante
los micrófonos, su figura tenía un aire profético. Personas de edad avanzada asentían
agradecidamente con la cabeza; de las muchachas se apoderaba un silencio casi sacro.
Todo el mundo entendía lo que él quería decir. En la ronda de preguntas subsiguiente,
era posible reconocer también al experto en mesas redondas, programas de entrevistas en
televisión y actos multitudinarios. Nada lo ponía en aprietos; siempre ese tono suave de
persona comprensiva, pero sin entrar en las tentaciones de los asuntos actuales de
política eclesial. Anselm viaja mucho, mas no para juzgar a los demás y ponerles nota.
Luego, al terminar, la gente que espera para solicitarle un autógrafo o una dedicatoria,
sobre todo señoras. Si me volvía por un tiempo a mi casa de Eupen, en la Bélgica de
habla alemana, sus mensajes de correo electrónico se me antojaban breves buenas
nuevas. La comunicación entre nosotros era fluida; sus comentarios, alentadores; sus
saludos, con continuas referencias al «ángel de la inspiración», de una conmovedora
cordialidad. Otro tanto experimenté en la hospitalaria abadía de Münsterschwarzach,
cuya gran comunidad me acogió como un «hermano». Residía en la hospedería y comía
en el refectorio de los monjes. Después de rezar la hora sexta y las vísperas, me sumaba
a las largas filas de los monjes negros y accedía como uno más de ellos a la quietud del
claustro. Al cabo de unos cuantos días, no había ninguno, ni joven ni anciano, que no
supiera quién era yo y qué hacía allí. Uno me saludaba con una inclinación de cabeza,
otro me sonreía. También me decían una y otra vez: «…ahora empieza a picarnos la

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curiosidad…». Varios padres se pusieron a mi disposición para largas conversaciones
informativas. El abad Michael, con la sonrisa de satisfacción de joven «cabeza de
familia» de la comunidad. El padre Fidelis, con la nobleza diplomática de quien posee
información privilegiada. El padre Matthäus, con la memoria de un archivero. El padre
Meinrad, con el brío vehemente del artista alemán. El padre Mauritius, como fiel
acompañante por el monasterio y la editorial. El padre Daniel, como guía turístico desde
el noviciado, la sala capitular y la biblioteca hasta la enfermería. No me negaron ninguna
respuesta, ninguna ayuda. Cuando llegué por primera vez, tenía mis reparos hacia las
grandes abadías; en Münsterschwarzach he cambiado de opinión. Regresaré a ella con
mucho gusto. No es posible escribir una biografía sobre Anselm sin hacer presente el
genius loci, el entorno del pueblo monástico, el amplio paisaje. Soledad y rezo de las
horas en la iglesia abacial de Münsterschwarzach; la luminosidad de la cripta; la clausura
y el claustro; las cuatro torres visibles desde la lejanía, las pesadas campanas; los campos
en el meandro del Meno; y, por último, el cementerio del monasterio, cuya quietud
alberga tanta sabiduría.
No he leído en su totalidad los aproximadamente trescientos libros y escritos de
Anselm. Pero tanto él como sus hermanos de comunidad me ayudaron a realizar una
lectura selectiva. Nada importante se me quedó oculto, y en más de una ocasión empecé
a leer textos que no pude dejar ya hasta haberlos concluido. Sobre todo, Das Kreuz [La
cruz], Bilder von Maria [Imágenes de María] y Una espiritualidad desde abajo. Es más,
retorné a libros casi olvidados, como las Confesiones de san Agustín, el Diario en la
abadía Genesee de Henri Nouwen o las máximas del desierto de Isaac de Nínive. El
padre Franziskus puso a mi disposición su archivo de prensa; las señoras de la secretaría
de Anselm me permitieron ojear las cartas de sus admiradores; y el contable Arnulf
Haubenreich, en enjundiosa y franconiana veneración por el jefe, me concedió dos horas
de confidencias y me enseñó su colección privada de objetos relacionados con Anselm.
El ex sochantre de la abadía y hoy director de la schola coral de Fráncfort, Godehard
Joppich, quien se mantiene muy cordialmente unido a sus antiguos hermanos de
comunidad, me recibió acompañado de su mujer, y me invitó a café y tarta. Mientras
conducía por autovías alemanas y belgas, escuchaba discos compactos de Anselm. En la
abadía romana de Sant’Anselmo conocí el ambiente de aquella época de cambios que tan
importante fue para él durante sus estudios de teología en el posconcilio. Conservo un
vivo recuerdo del encuentro con la hermana de Anselm, la exitosa escritora Linda
Jarosch, en Murnau del lago Staffel. Con la sensibilidad de una mujer, me contó cosas de
su hermano mayor. Después de todos los contactos e investigaciones, la conversación
con ella me mostró a un nuevo Anselm. Lo que resultó de ahí no fue una imagen distinta,
sino una imagen más intensa. Allí sentada delante del grandioso telón de fondo que
constituían las montañas de la región de Werdenfels, enroscada sobre sí misma como un
gato en una butaca, el reflexivo estado de esa hora matutina la llevaba a descubrir facetas
más y más profundas de una vida fuerte y bella.

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Arriba. Casa paterna de Anselm Grün en Lochham, cerca de Múnich.

Arriba derecha. Wilhelm (llamado Willi y, más tarde, Anselm) Grün cuando tenía un año. (1946)

Derecha. La familia Grün: el padre, Wilhelm (1899-1971); la madre, Mathilde (Dederichs de soltera, 1910-2000);
y los hijos. De izquierda a derecha: Maria-Luise, Willi (en el regazo de su madre), Konrad y Peter.
Faltan aún otros tres hermanos más jóvenes. (1946)

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Arriba. Willi Grün (derecha) y su primo Heinz-Günther (Udo) Küpper, ahora prior en el monasterio de St.
Benedikt en Damme, Oldenburg. (1950)

Izquierda. Willi Grün (derecha) y Heinz-Günter Küpper el día de su primera comunión. (1955)

Página de la derecha, arriba. Willi Grün a los diez años. (1955)

Página de la derecha, abajo. La familia Grün en el jardín de la casa. Atrás, de izquierda a derecha: Peter; la madre,
Mathilde; el padre, Wilhelm. En medio: Willi, Konrad. Delante: Elisabeth, Giselinde (Linda), Michael.
En la foto falta la hija mayor, Maria-Luise. (1954)

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Izquierda. Willi Grün (derecha) en Carnaval, disfrazado de preso. (1956)

Abajo. Willi Grün (cuarto por la izquierda) en el aula del internado de St. Ludwig. (1957)

Página de la derecha, arriba. Willi durante una excursión. (1957)

Página de la derecha, abajo. Willi (primera fila, segundo por la izquierda) en una foto de la clase en el internado
de St. Ludwig. (1958)

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Página de la izquierda, arriba. El padre, Wilhelm Grün. (1961)

Página de la izquierda, abajo izquierda. Willi Grün jugando al fútbol de portero en el jardín de la casa. (1961)

Página de la izquierda, abajo derecha. Willi Grün con el microscopio. (1959)

Derecha. Los padres de Anselm, Mathilde y Wilhelm, en la celebración de sus bodas de plata. (1960)

Abajo. Willi Grün (centro) en una fiesta del instituto de secundaria Riemenschneider de Wurzburgo. (1964)

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Izquierda. Willi Grün (con el balón) jugando al baloncesto en el instituto de secundaria Riemenschneider de
Wurzburgo. (1962)

Abajo. Foto de clase al finalizar el curso de preparación para la universidad. Willi Grün es el segundo por la
derecha de la primera fila. (1964)

Página de la derecha, arriba a la izquierda. Sor Synkletika Grün, OSB (1894-1977), tía de Willi Grün. (1966)

Página de la derecha, arriba a la derecha. El padre Sturmius Grün, OSB (1904-1966), tío de Willi Grün. (1962)

Página de la derecha, abajo a la izquierda. El padre Augustin Hahner, OSB (1911-1997), el magister (maestro de
novicios), en el año del ingreso del hermano Anselm Grün en la comunidad. (1964)

Página de la derecha. El hermano Anselm de novicio. (1964)

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Página de la izquierda, arriba. El novicio hermano Anselm en el laboratorio de fotografía del monasterio. (1965)

Página de la izquierda, abajo. Anselm Grün (izquierda) y otros monjes jóvenes haciendo deporte. (1967)

Derecha. El hermano Anselm (centro) con dos monjes franceses en una excursión por los alrededores de Roma.
(1969)

Abajo. El hermano Anselm (segundo por la izquierda) en una excursión de religiosos jóvenes. (1966)

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Arriba. El hermano Anselm Grün (centro), estudiante de teología, en una audiencia con el papa Pablo VI en el
Vaticano. (1968)

Izquierda. El hermano Anselm durante una excursión de los monjes jóvenes. (1970)

Página de la derecha, arriba. El hermano Anselm (primero por la derecha) durante una excursión de los monjes
jóvenes. (1970)

Página de la derecha, abajo. En el jardín del monasterio tras la ordenación sacerdotal de Anselm Grün (primero
por la derecha) por el obispo de Wurzburgo, Josef Stangl (tercero por la izquierda) y el abad de
Münsterschwarzach, Bonifaz Vogel (tercero por la derecha). (1971)

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Página de la izquierda, arriba. Anselm Grün y su madre, Mathilde, el día de la ordenación sacerdotal. (1971)

Página de la izquierda, abajo. Anselm Grün, tras la ordenación sacerdotal, con algunos de sus hermanos. De
izquierda a derecha: Peter, Michael, Anselm, Konrad, Elisabeth. (1971)

Derecha. Anselm Grün celebrando su primera misa en Lochham. (1971)

Abajo. Anselm Grün durante una excursión de los educadores del internado al bosque Steiger. (1972)

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Arriba. Anselm Grün en el coche del monasterio. (1978)

Abajo. Anselm Grün (primero por la izquierda) en el círculo de sus hermanos de comunidad de
Münsterschwarzach. Entre ellos está también el padre Fidelis Ruppert (segundo por la derecha), quien
más tarde sería abad de Münsterschwarzach (1982-2006). (1979)

Página de la derecha. Encuentro de dos monjes: el padre benedictino Anselm Grün y un monje budista delante de
la abadía de Münsterschwarzach. (1978)

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Página de la izquierda, arriba. Anselm Grün como joven administrador en su despacho. (1977)

Página de la izquierda, abajo. Maria Hippius (1909-2003) y el conde Karlfried Dürckheim (1896-1988).

Derecha. Anselm Grün disfrazado de san Nicolás. (1973)

Abajo. Anselm Grün (fila de atrás, tercero por la derecha) en el programa de televisión Die Montagsmaler, de la
ARD. (1980)

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Izquierda. Anselm Grün durante una marcha con jóvenes. (1984)

Abajo. Anselm Grün celebrando una misa de campamento con escultistas. (1978)

Página de la derecha. Anselm Grün con un niño masái durante su estancia en Tanzania. (1981)

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Página de la izquierda, arriba. Anselm Grün (primero por la derecha) durante un fin de semana con jóvenes.
(1982)

Página de la izquierda, abajo. Anselm Grün (segundo por la izquierda) en la diaria oración coral de los monjes en
Münsterschwarzach. (1980)

Arriba. Anselm Grün (primera fila, primero por la derecha) durante la oración coral en la schola de
Münsterschwarzach. Dirige el padre Godehard Joppich (primera fila, tercero por la derecha). (1982)

Derecha. En el vigésimo quinto aniversario de la profesión. De izquierda a derecha: Anselm Grün, el abad Fidelis
Ruppert, Udo Küpper. (1994)

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Arriba. Inauguración de la Casa de Recogimiento de Münsterschwarzach. De izquierda a derecha: Wunibald
Müller, Anselm Grün, el abad Fidelis Ruppert, Henri J.M. Nouwen. (1991)

Izquierda. Anselm Grün durante la lectio. (2000)

Página de la derecha, arriba. El padre Anselm conversando con hermanos de orden en Pusan, Corea. (2003)

Página de la derecha, abajo. Anselm Grün de vacaciones en Suiza. (2002)

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Página de la izquierda, arriba. Anselm Grün en su despacho de administrador de la abadía de Münsterschwarzach.
(2006)

Página de la izquierda, abajo. Anselm Grün de visita como administrador en la panadería del monasterio. (2007)

Derecha. Anselm Grün grabando un audiolibro en el estudio de grabación. (2007)

Abajo. Después de una conferencia, Anselm Grün imparte una bendición personal a una oyente. (2007)

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Izquierda. El padre Anselm dialogando con Reinhold Beckmann sobre su libro La fe de los cristianos en la Feria
del Libro de Fráncfort. (2006)

Abajo a la izquierda: El padre Anselm durante una celebración litúrgica en la Universidad Ca-tólica San Judas
Tadeo en São Paulo, Brasil, en el marco de su viaje a Sudamérica. (2006)

Abajo a la derecha: En São Paulo coincidieron el padre Anselm y la monja budista Shingetsu Coen. (2006)

Página de la derecha, arriba a la izquierda. El padre Anselm durante un curso en Münsterschwarzach. (2006)

Página de la derecha, arriba a la derecha. El padre Anselm durante un acto conjunto con Hans-Jürgen Hufeisen
durante el XXXI Kirchentag evangélico, celebrado en Colonia. (2007)

Página de la derecha, abajo a la izquierda. El padre Anselm firmando libros después de una conferencia. (2007)

Página de la derecha, abajo a la derecha. El padre Anselm y su hermana Linda Jarosch. (2007)

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Arriba. Anselm Grün, su hermana Elisabeth y su hermano Konrad de excursión por los Alpes. (2008)

Izquierda. El padre Anselm y el padre Fidelis, distinguidos con la Cruz al Mérito de la República Federal de
Alemania (Bundes-verdienstkreuz) en una ceremonia celebrada en el Palacio de Wurzburgo. (2007)

Página de la derecha. El padre Anselm durante una conferencia. (2009)

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Arriba. El padre Anselm durante una conferencia. (2009)

Izquierda. El padre Anselm durante una conferencia. (2007)

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Notas del Traductor

1. Popular canto mariano.

2. Sturmabteilung, la tropa de asalto del partido nazi.


3. La Escuela de Fráncfort es una corriente de pensamiento filosófico y sociológico-político de inspiración
marxista surgida a mediados de la década de 1920 y vinculada en especial a los nombres de M.
Horkheimer y Th.W. Adorno (y, más cerca ya a nuestros días, a los de J. Habermas y A. Honneth). Se
caracteriza, sobre todo, por la no aceptación del statu quo histórico-social y por la desconfianza ante los
discursos legitimadores del mismo.

4. Franconia es la región, hoy integrada administrativamente en Baviera, donde se encuentra enclavada la


abadía de Münsterschwarzach. Ocupa la franja más occidental de Baviera. Wurzburgo y Núremberg son
dos de sus ciudades más importantes.

5. Sistema montañoso en la zona donde convergen Baviera, Hessen y Turingia.

6. Alusión a la novela de Peter HANDKE, El miedo del portero al penalti.

7. Asociación de jóvenes fundada en 1896 y precursora del movimiento juvenil alemán (el famoso
Jugendbewegung del primer tercio del siglo XX), en el que luego quedó integrada. Tenía un cierto aire de
protesta contra la estrechez de las condiciones de vida en las ciudades de una sociedad cada vez más
industrializada. Fomentaba el contacto con la naturaleza y el ejercicio físico, pero también reclamaba una
reforma educativa. Literalmente significa: «ave migratoria». Véase infra, p. 45.

8. Permítasenos recordar que, después de la Segunda Guerra Mundial, las relaciones entre Alemania y Francia
estaban muy deterioradas, y existía un enorme recelo mutuo.

9. La flor azul, el aciano, es el símbolo central del romanticismo alemán: representa el amor, el anhelo y la
búsqueda metafísica de lo infinito. Este símbolo fue propuesto por primera vez por Novalis en su novela
inconclusa Enrique de Ofterdingen.
10. Uno de los eslóganes más célebres en las universidades alemanas era: Unter den Talaren Muff von 1000
Jahren, que puede traducirse por: «¡Bajo las togas huele a moho de mil años!».

11. En el original hay aquí un juego de palabras con el nombre del monje benedictino, pues «tempestuoso» se
dice stürmisch en alemán.

12. Mühsal, palabra de grafía y pronunciación muy parecida a la de la abreviatura con la que se citaba por escrito
el manual: MySal.

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13. Alusión a la novela de Milan KUNDERA La insoportable levedad del ser.

14. El título de la versión española de 1968, más ceñido al del original inglés, es Se conmueven los cimientos de
la Tierra.

15. Traducimos literalmente la expresión Räubersynode, que es el nombre con que se designa en alemán el
controvertido segundo concilio de Éfeso (449), marcado por la controversia cristológica entre
monofisismo y nestorianismo, que el propio papa León I calificó de «latrocinio».

16. Así se titula una de las obras más importantes de C.J. JUNG, recogida en el tomo XI de sus obras completas:
Acerca de la psicología de la religión occidental y la religión oriental, Trotta, Madrid 2008, pp. 373-485.
17. The primal cry, elemento central de la «terapia primal» propuesta por el psicoterapeuta estadounidense
Arthur Janov.

18. El monte Athos es el nombre del área montañosa (de unos 336 km2) que conforma una pequeña península de
Macedonia, en el norte de Grecia, donde se levantan veinte monasterios ortodoxos (griegos, rumanos,
rusos, serbios, búlgaros y georgianos). Además, existen numerosos asentamientos pequeños, llamados
sketes, que agrupan a varios ermitaños. A las mujeres les está prohibida la entrada en todo el recinto
monástico.

19. Peter Maffay es un cantante de rock muy popular que se distingue por su pacifismo y sus proyectos de apoyo
a la infancia maltratada. Iris Berben es una actriz comprometida con la defensa de los derechos de las
minorías. Ambos han recibido importantes condecoraciones por sus esfuerzos solidarios.

20. Alusión a la película rodada con ese título en 1972 por Luis Buñuel.

21. En alemán, «preocupación» se dice Sorge; y «cura de almas», Seelsorge.

22. Tal es el título del último libro del filósofo y ensayista de Karlsruhe, uno de los filósofos alemanes más
destacados del momento: Du muss dein Leben ändern: über Anthropotechnik, Suhrkamp, Frankfurt a.M.
2009.

23. Una espiritualidad desde abajo (orig. al.: 2002; Narcea, Madrid 2005) es el título de un libro de Anselm
GRÜN, escrito en colaboración con Meinrad DUFNER.
24. La autobiografía de Thomas MERTON, escrita en 1946, se titula La montaña de los siete círculos.

25. Alusión a la ya mencionada novela de Milan KUNDERA La insoportable levedad del ser.

26. Que también se conoce, recordemos, como la «oración del corazón».

27. El refranero alemán afirma: Ein gutes Gewissen ist ein sanftes Kissen, quien tiene la conciencia tranquila
duerme bien.

28. Véase Anselm GRÜN, Y después de la muerte, ¿qué? El arte de vivir y de morir, Sal Terrae, Santander 2009.

29. Henri NOUWEN, Una carta de consuelo, Sal Terrae, Santander 2009.

30. Como ya hemos señalado en la nota 21, «preocupación», en alemán, se dice Sorge; y «cura de almas»,
Seelsorge.
31. Anselm GRÜN, El Padrenuestro, Sal Terrae, Santander 2010, y La oración de cada día, Sal Terrae,
Santander 20082. Sobre los santos, véase su libro Cincuenta testigos de confianza: los santos en nuestra
vida, Sal Terrae, Santander 20092.

32. Anselm GRÜN – Linda JAROSCH, La mujer: reina e indomable. ¡Vive lo que tú eres!, Sal Terrae,
Santander 20092.

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33. Fridolin Stier (1902-1981), teólogo y exegeta católico, famoso sobre todo por su traducción del Nuevo
Testamento al alemán. Marie Nöel (1883-1967), poetisa francesa de exquisita sensibilidad y alma
apasionada y algo atormentada. Su poesía se nutre de la tensión entre la fe en Dios y la desesperación.

34. El Kirchentag es un encuentro eclesial multitudinario de varios días de duración, jalonado por conferencias,
mesas redondas, talleres de grupo, conciertos, celebraciones litúrgicas…, que tiene lugar anualmente en
Alemania. Un año se reúnen los católicos; al siguiente, los evangélicos. En 2010 se celebra el segundo
Kirchentag ecuménico.

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Procedencia de las fotografías. A no ser que se indique lo contrario, el padre Anselm Grün ha puesto a nuestra
disposición las fotografías de su archivo privado y ha autorizado su publicación, lo cual es muy de agradecer.
Otras fotografías proceden de: Archivo de la abadía de Münsterschwarzach (p. 201, arriba a la derecha y arriba a
la izquierda); Archivo de la Casa de Retiro de Münsterschwarzach (p. 216, arriba); Hagen Binder, Kressbronn (p.
219, abajo); Archivo de la editorial Vier Türme de Münsterschwarzach (p. 208, abajo; p. 214, abajo; p. 215,
arriba; p. 216, abajo; p. 218; p. 219, arriba; p. 220; p. 221, arriba a la derecha); Archivo del Centro de Formación y
Encuentro Existencial-Psicológicos de Todtmoos-Rütte (p. 210 abajo).

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Índice
Portada 2
Créditos 5
Índice 7
Prólogo a la edición española 9
1. ¿Dónde está Anselm? 11
2. El entierro del pajarillo 19
3. Crisis junto a los muros del convento 27
4. El noviciado: «Escucha, hijo» 35
5. El abad con la cazadora de cuero 42
6. Vínculos familiares, Karl Rahner y el buen Dios 50
7. El conde y los demonios 58
8. El ejecutivo sin sueldo 66
9. Hacia el mundo entero 74
10. El arte de la sencillez 81
11. La persona de la primera hora de la tarde 89
12. La casa del reencuentro con uno mismo 97
13. Anselm Grün, monje 105
14. Mundo adentro 112
15. Epílogo con el padre abad 117
Cuaderno de notas y conversaciones nocturnas:La génesis de este
122
libro
Sección fotográfica 125
Notas del Traductor 180

184

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