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ANSELM GRÜN

Atrévete a
empezar de nuevo

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SAL TERRAE
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Grupo de Comunicación Loyola
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Título original:
Wage den Neuanfang

© Vier-Türme GmbH, Verlag, 2013


97359 Münsterschwarzach Abtei

Traducción:
Cristina Ruiz Cepero

© Editorial Sal Terrae, 2017


Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
info@gcloyola.com / www.gcloyola.com

Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
13-02-2017

Diseño de cubierta:
María José Casanova

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2659-8

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Reflexiones sobre el misterio del comienzo a partir de las experiencias que presentan
diferentes lenguas y, también, la narración bíblica.

«Atrévete a empezar de nuevo. Pero no dejes que el nuevo comienzo se convierta


en un peso que te echas a la espalda cada día. Cuando experimentes que cada mañana
vuelves a empezar, entonces tu vida se transformará. No te sentirás bajo la presión de
tener que hacerlo todo nuevo, sino que verás tu vida con ojos nuevos y en tu interior
descubrirás fuerzas que te guiarán en la dirección correcta: hacia la vitalidad y la
libertad, hacia la paz y la amplitud, hacia la esperanza y el optimismo, y hacia un amor
cada vez más grande».

ANSELM GRÜN, doctor en Teología y monje benedictino, es probablemente el autor


cristiano más leído en la actualidad. La Editorial Sal Terrae y Ediciones Mensajero,
sellos editoriales del Grupo de Comunicación Loyola, han traducido y publicado más de
ochenta obras suyas. Su lenguaje, comprensible para todos, encuentra un eco especial en
un amplísimo abanico de personas por su cercanía al ser humano concreto y a la realidad
de su vida.

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Índice

Portada
Créditos
Introducción: Volver a empezar una y otra vez
1. Empezar
2. Comenzar
3. Empezar es dominar
4. Principio y fin
5. La fascinación de lo nuevo
6. Los niños como símbolo del nuevo comienzo
7. Navidad: Dios celebra con nosotros un nuevo comienzo
8. Empezar de nuevo en cada momento
9. El perdón como nuevo comienzo
10. Fracasar y volver a empezar
11. Resurrección como nuevo comienzo
12. Abrahán: emigrar y volver a empezar
13. En el principio existía la Palabra
14. Lo nuevo ya está germinando
15. El comienzo de las señales de Jesús: las bodas de Caná
16. La metáfora de la levadura
17. El Espíritu Santo en el comienzo
18. El optimismo del comienzo
Reflexión final: Ahora se trata de empezar
Notas

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INTRODUCCIÓN:
VOLVER A EMPEZAR
UNA Y OTRA VEZ

La vida nos fuerza sin cesar a atrevernos a empezar de nuevo. Nuestra propia historia
está llena de tales nuevos comienzos. Tras la enseñanza obligatoria, empezamos de
nuevo con los estudios superiores o con la formación profesional. Tan pronto acabamos
los estudios, nos espera un nuevo comienzo en el trabajo. Pero, hoy en día, ya no está
nada claro que podamos permanecer toda la vida en la misma empresa ni realizando la
misma tarea. Una y otra vez se nos traslada, se nos asigna un proyecto nuevo. O nosotros
mismos nos buscamos un nuevo puesto de trabajo.
Muchos acaban exhaustos de tantos nuevos comienzos. Les gustaría quedarse como
están. Entonces se requiere osadía: valor para poner la propia vida y a uno mismo en la
balanza, sin saber hacia qué lado se va a inclinar esta. Todo nuevo comienzo es también
un riesgo. Nos arriesgamos a que las cosas no salgan como esperamos. Pero sin ese valor
de arriesgarse a algo nuevo, la vida se convertiría en algo aburrido, en una rutina vacía.

También experimentamos repetidamente el fracaso. Fracasamos en el trabajo, en


una amistad, a veces también en el matrimonio. Entonces, una vez más, se requiere
osadía para arriesgarse a intentar un nuevo comienzo, pues el fracaso hace añicos nuestra
concepción de la vida. Si me limito a permanecer sentado sobre los escombros de mis
relaciones fracasadas, no se me abrirá ninguna perspectiva de una vida plena. No haría
más que quejarme todo el tiempo, y me hundiría en la tristeza y la autocompasión ante el
hecho de que se haya hecho añicos todo lo que era sagrado para mí. Precisamente en
esas situaciones de fracaso es necesario un nuevo comienzo.
Desde hace veintiún años, acompaño a sacerdotes y religiosos, hombres y mujeres
que trabajan en la Iglesia. A menudo se acercan a nuestra casa de retiro en una situación

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en la que deben abandonar su antigua parroquia hacerse cargo de otra parroquia distinta
o de una nueva tarea. O una religiosa acude porque ha sido relevada de su antigua tarea y
trasladada a un nuevo destino. Algunos celebran el nuevo comienzo, pero en otros
observo el cansancio de volver a empezar una y otra vez. Tienen la impresión de que no
pueden trasladarse tan fácilmente de una parroquia a otra, de una comunidad religiosa a
otra. Necesitarían una fase intermedia en la que poder despedirse debidamente de lo
viejo para poder entregarse con todas sus fuerzas al nuevo comienzo.
Otros se han cansado de los muchos comienzos que se esperan de ellos. Pero, si
empiezo ya cansado, la cosa no llegará a buen puerto. Necesito una motivación interior
para volver a empezar, y solo la descubro cuando he observado el pasado y me he
reconciliado con él. Si me lanzo a un nuevo comienzo con la carga de los conflictos no
superados del pasado, las cosas no saldrán bien.
Lo que vale para quienes desarrollan su ministerio al servicio de la Iglesia se aplica
de manera parecida a los trabajadores y trabajadoras en las empresas. También a ellos se
les presentan continuamente nuevos comienzos. Y a veces el pasado no se aleja lo
suficiente de ellos, de manera que empiezan lo nuevo sin fuerzas. Pero lo nuevo siempre
necesita osadía. Si no, no puede salir bien.
En este libro querría reflexionar sobre el misterio del comienzo. Me gustaría partir
de las experiencias que las diferentes lenguas han hecho con el comienzo y el inicio,
puesto que el lenguaje es la experiencia compactada. Y si analizamos las palabras
griegas, latinas y alemanas relativas al comienzo, advertimos cómo esta cuestión ha
movido desde siempre a las personas y las variadas experiencias que cada pueblo ha
vivido en relación con ella. El lenguaje es la experiencia condensada. Y quiero convertir
esa experiencia en algo fructífero para nosotros hoy, trasladando esas metáforas
lingüísticas a nuestra época. Además, quisiera analizar textos bíblicos que hablan de un
nuevo comienzo. También estos deben trasladarse a nuestra situación actual,
seguramente mucho más ajetreada y turbulenta que la época en que la Biblia formuló su
sabiduría. No obstante, también hoy podemos aprender de ella.

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1.
EMPEZAR

La palabra alemana anfangen (empezar) está relacionada etimológicamente con


términos que significan coger, agarrar, tomar algo en la mano. Por eso, «empezar de
nuevo» significa tomar uno mismo la vida en sus manos. Asumo la responsabilidad de
mi vida. Le doy forma. Dejo de quejarme de que la educación recibida o mi
predisposición natural me condicionan. Siempre puedo volver a empezar. Puedo tomar
lo que me ha sido dado como material de la vida y darle forma.
Con cualquier material se puede moldear una bella figura: con la piedra puedo
esculpir una hermosa estatua, con la madera puedo tallar una bonita pieza, con la arcilla
doy forma a una atractiva figura. Ahora bien, debo trabajar respetando el material. En
nuestro caso, el material es la historia de nuestra vida, de nuestras fortalezas y
debilidades, de nuestras experiencias de seguridad y de confianza en nosotros mismos,
así como de las ofensas y humillaciones recibidas. A veces, el material consiste en un
montón de escombros de sueños rotos. Pero incluso con los pedazos podemos dar forma
a un jarrón nuevo. No será tan perfecto como el viejo, pero tal vez tenga una apariencia
más creativa, más colorida y viva.
Jesús lo expresó con la metáfora de la construcción de una torre:

«Si uno de vosotros pretende construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene
para terminarla? No suceda que, habiendo echado los cimientos y no pudiendo completarla, todos los que
miren se pongan a burlarse de él diciendo: “Este empezó a construir y no puede concluir”» (Lc 14,28-30).

Las piedras con las que debemos construir nuestra torre son las experiencias de la
historia de nuestra vida. La torre representa la autorrealización humana. Tiene
fundamentos profundos en la tierra y se eleva hacia el cielo. Une en nosotros cielo y
tierra. Y es redonda. Lo redondo suaviza todos los cantos y esquinas. Mantiene unido lo

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quebradizo y roto en nosotros. El psicoterapeuta suizo Carl Gustav Jung trabajó en la
Torre de Bollingen (una residencia junto al lago de Zurich) durante gran parte de su vida.
Este trabajo era para él un símbolo de su desarrollo interior.

Cuando empezamos a construir la torre, debemos observar con atención nuestras


piedras. ¿Qué piedras tengo a mi disposición? ¿Cuáles son mis fortalezas y cuáles mis
debilidades? ¿Cuáles son las piedras rotas y deterioradas? También ellas pertenecen al
material con el que construyo mi torre. Las piedras también son un símbolo de aquello
que se ha interpuesto en mi camino en el desempeño de mi último trabajo o en la
relación rota. Mi tarea sería, entonces, convertir las piedras con las que he tropezado en
ladrillos para construir mi torre.
Pero antes de ponerme a construir mi torre debo sentarme a sopesar tranquilamente
la realidad. Podríamos llamarlo la pausa que me tomo entre la vieja y la nueva tarea.
Necesito tiempo para revisar el material de mi vida y meditar especialmente sobre las
piedras que recientemente se han roto o me han hecho tropezar, para transformarlas en
mis propios materiales, con los que puedo construir de nuevo mi vida.
El texto griego de Lucas vuelve a expresar con otra imagen de una piedra lo que
debemos hacer al sentarnos a pensar: debemos mover de aquí para allá las piedrecitas de
nuestro ábaco y calcular así el esfuerzo necesario para la construcción de la torre.
¿Cuánto material necesito para mi torre y cuánta fuerza y energía debo emplear para
poder construirla?
Para el evangelista Lucas, en el pasaje bíblico citado, es importante que la empresa
tenga éxito. Él piensa aquí como un comerciante que calcula con exactitud lo que
necesita para llevar a cabo su tarea. Solo si he reflexionado sobre el pasado y he
meditado sobre las acciones futuras, tomaré en mis manos las piedras de la historia de mi
vida y las encajaré de tal manera que surja mi propia torre personal. Antes de empezar
debo pensar cómo hacer que encajen bien esas piedras.
Antes de actuar hay, pues, que reflexionar. Reflexiono sobre las piedras de la
historia de mi vida para encajarlas de tal manera que mi personalidad única se vuelva
visible. Mi torre no debe parecerse a las demás, ni la comparo con ellas. No se trata de
que sea todo lo alta posible. Debe además corresponderse con mi naturaleza.

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Más de uno se queda sentado frente al montón de piedras. No encuentra el valor
para empezar. El montón de piedras le parece caótico. Cuando mi relación está rota,
cuando no pude acabar bien la tarea que desempeñaba hasta ahora, entonces estoy
sentado frente a un enorme montón de piedras. Y en ellas no soy capaz de descubrir
ninguna torre que pueda construirse. No veo el final. Por eso, Jesús ve el comienzo y el
final juntos. Él habla de ektelésai, esto es, dar forma a un comienzo a partir del fin,
concluir algo. Muchas personas tienen miedo de empezar. No saben lo que podría surgir
del comienzo. No quieren simplemente actuar sin pensar. Quieren crear algo que
perdure. Así, el comienzo exige sentarse y calcular, reflexionar sobre lo que quiero
realmente.
Los latinos nos animan a reflexionar sobre el final en todo comienzo. «Respice
finem», dicen. Jesús adopta ese pensamiento en su parábola. No debemos simplemente
empezar, sino sentarnos previamente con tranquilidad y calcular todo cuanto tenemos a
nuestra disposición para el nuevo comienzo. Entonces descubriremos los medios que
tenemos en nuestro interior. Es la experiencia de que ya hemos vuelto a empezar en más
de una ocasión. O es nuestra disciplina, que nos proporciona las fuerzas necesarias para
aguantar algo. O es nuestra creatividad, que en todo comienzo nos permite crear algo
nuevo. Jesús habla aquí de la fuerza (ischýō) necesaria para comenzar. Entro en contacto
con esa fuerza cuando primeramente me siento y me tomo tiempo para reflexionar sobre
mi propósito y considerar la meta a la que apunto con el comienzo.
Tres palabras aparecen dos veces en esta parábola: empezar (árchesthai), acabar
(ektelésai) y tener fuerza (ischýō). Estas tres palabras muestran lo que realmente es
importante al comenzar. Debo empezar yo mismo; si no, quienes me observen
empezarán a hablar sobre mí. La gente suele hablar sobre aquel que está sentado sin
hacer nada. Debo reflexionar sobre el objetivo final. Si no, trabajo a ciegas y no llego a
ninguna parte.
Esta reflexión requiere tiempo. Requiere sentarse para que el levantarse tenga
sentido. Y requiere, además, la fuerza necesaria para establecer un comienzo que nos
conduzca a nuestro objetivo.

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2.
COMENZAR

La palabra alemana beginnen (comenzar) significa originariamente «preparar para el


cultivo». Todo comienzo constituye una laboriosa preparación del terreno, en la que mi
vida parece una tierra llena de cardos y piedras, repleta de arbustos y malas hierbas,
caótica, desagradable.
Si quiero prepararla para el cultivo, debo primero delimitar un campo. No puedo
preparar toda la extensión de tierra de mi vida en un año. Debo decidir qué trozo de
tierra quiero preparar este año. Tal vez sea el ámbito de mis relaciones, o el de mi
trabajo, o el de mi estilo de vida. Y entonces empiezo a arrancar la maleza, para que mi
suelo pueda dar fruto, para que sobre él pueda crecer algo nuevo. Dios plantará una
nueva semilla sobre mi campo. Mi tarea consiste en prepararlo para el cultivo, a fin de
que brote la semilla y florezca en mí algo nuevo, insospechado, inesperado, fabuloso.
Los monjes ancianos cuentan una bonita historia: un joven monje, que en vano se
había esforzado en subsanar sus errores, se dirige desanimado al abad. Cree que no tiene
ningún sentido luchar contra los errores. Comete las mismas faltas una y otra vez.
Entonces el abad le cuenta la historia de un hombre joven que había recibido el encargo
de su padre de limpiar de cardos y espinos un campo abandonado. El joven se acerca al
campo y se desanima. No percibe fuerza alguna en su interior, pues el campo es muy
grande y está lleno de malas hierbas. El joven no tiene ni idea de por dónde empezar.
Tiene la impresión de que nunca podrá limpiar el campo de cardos y espinos. El padre le
dice:

«“Hijo mío, limpia cada día el espacio que ocupe tu cuerpo tumbado en el suelo. Tu trabajo avanzará así poco
a poco, sin que te desanimes”. Así lo hizo el joven, y en poco tiempo quedó limpio el campo. Tú también,
hermano, trabaja poco a poco y no te dejes llevar por el desaliento» (Apophthegmata Patrum, 1.151) [1] .

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Conocemos muy bien la tendencia a dejarlo todo para otro día. Cuando ante
nosotros tenemos una tarea importante, más bien preferimos no empezar. Pero nos anima
la idea de que hoy solo debemos trabajar el pequeño trozo de tierra que ocupa nuestro
cuerpo. No hace falta que lo hagamos todo de golpe. Pero debemos empezar. Debemos
señalar un comienzo. Una vez que empecemos, la montaña que se alza sobre nosotros se
hará más pequeña día a día.
Solo depende del comienzo. Depende de preparar el pequeño trozo de tierra que se
extiende hoy frente a mí. Quien empieza su jornada en la oficina con la sensación de que
no podrá hacer todo el trabajo que se ha amontonado sobre su escritorio, no hará
absolutamente nada. O elegirá al azar una cosa u otra y no lo hará bien.
Aquí se aplica la metáfora de la vieja historia de los monjes: elijo lo que ahora
mismo me resulta más importante. Y lo llevo a cabo en su totalidad. Luego soluciono el
siguiente problema..., y así, al acabar la jornada podré mostrar algo perfectamente
acabado, y mi escritorio se habrá vaciado un poco.
Hablamos aquí de un campo lleno de cardos y espinos. Los espinos representan las
ofensas que hemos sufrido en nuestra vida. Nos da la impresión de que nunca podremos
modificar completamente la historia de nuestra vida y liberarla de todos los espinos. Por
eso debemos observar únicamente el ámbito que necesitemos ahora. Y deberemos, poco
a poco, eliminar los espinos del campo.
Los cardos representan las fatigas y las penas. Es fatigoso quitar los cardos que se
han extendido por el campo de nuestra vida. Es característico de los cardos que vuelvan
a extenderse una y otra vez. Si empezamos a arrancar los cardos en una empresa o en
una comunidad, crecen en otro lugar. Pero el abad aconseja no observar todo el campo
de golpe, sino tan solo la pequeña parte que ocupa nuestro cuerpo. Ahí conseguiremos
arrancar los cardos. Cuando hayamos limpiado todo el campo, ya habrá sucedido la
transformación. No obstante, es perfectamente posible que en nosotros mismos o en
nuestras relaciones o comunidades vuelvan a crecer cardos. Entonces volvemos a
arrancarlos, uno tras otro.

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3.
EMPEZAR ES DOMINAR

El idioma griego ha expresado una experiencia distinta con el término que emplea para
«comienzo». La palabra griega que significa «comienzo» es archḗ, que también significa
«dominio». Y el verbo correspondiente, árchein, significa tanto empezar, ser el primero,
como dominar o liderar.
Cuando empiezo algo, consigo un poder. Esto no solo se aplica a lo militar. En este
ámbito, en efecto, se requiere la presencia de un líder que inicie la contienda, que
conduzca a su tropa hacia la batalla. Pero se aplica también a todo comienzo que
iniciemos día a día. El nuevo día, según un dicho ruso, es como un campo nevado que
nadie ha pisado aún. Algunas personas simplemente se tropiezan con el nuevo día.
Pierden la oportunidad del nuevo comienzo a que cada mañana nos invita. Cada mañana
despierta nuevas energías en aquel que empieza el día conscientemente. Quien lo hace da
forma conscientemente a ese día. Deja conscientemente su huella en la nieve del nuevo
día. Así nota la magia que reside en todo nuevo comienzo, tal y como lo formuló una vez
el poeta alemán Hermann Hesse.
Esa magia del inicio nos fascina y motiva a empezar ese día llenos de energía. No
nos tropezamos con el nuevo día, no nos convertimos en esclavos de las citas que se nos
avecinan y de lo que en la familia o en el trabajo se espera de nosotros. Más bien,
dominamos el nuevo día y el trabajo que nos espera. Vivimos nos-otros mismos, en vez
de «ser vividos». Nos convertimos en líderes de la vida, en vez de seguir cualesquiera
expectativas.
Es sobre todo al tratar con nuestras heridas donde veo que el nuevo comienzo nos
convierte en líderes. En el acompañamiento a personas que están buscando algo, a
menudo constato que muchos que se han visto heridos por otros no abandonan el papel

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de víctimas. Es cierto que les han ofendido. Pero carecen de la fuerza necesaria para
oponerse a las ofensas o para reaccionar activamente frente a ellas. Prefieren seguir
desempeñando el papel de víctimas. Quieren que todos se apiaden de ellos.

Como acompañante, me tomo en serio su experiencia como víctimas. Son


realmente víctimas de humillaciones y ofensas, de desprecios y, en ocasiones, también
de maltratos. Pero si se quedan atascados en su papel de víctima, se instala en ellos un
gran peso que les oprime. Empezar significa convertirme en señor de mi vida, renunciar
a la pasividad y volverme activo. Y cuando me vuelvo activo, crece una fuerza en mí.
Entonces ya no me dejo dominar por quienes me han ofendido. Empiezo a vivir mi
propia vida.
Pero no solo asumimos el papel de víctimas cuando alguien nos ofende. A menudo,
nos sentimos víctimas de las circunstancias exteriores, víctimas de las excesivas
expectativas de que somos objeto. No estamos a su altura. No podemos resolver todo
cuanto se espera de nosotros. O nos sentimos víctimas de nuestros esquemas de vida, tan
profundamente grabados en nuestro interior; víctimas de nuestras necesidades que
quieren ser satisfechas.
Pero es decisión mía el sentirme víctima o empezar a vivir por mí mismo. Entonces
ya no me dominarán mis necesidades, sino que las dominaré yo a ellas. Ya no me
determinarán las expectativas de los demás, sino que respondo a ellas con libertad. Yo
decido qué expectativas satisfago y qué otras no. Empezar significa ejercer el poder que
Dios me ha asignado. Nosotros mismos tenemos el poder de coger las cosas y
empezarlas. No somos víctimas de las circunstancias de la vida ni de las expectativas
que nos asaltan desde fuera. Tenemos el poder de establecer un nuevo comienzo.
El que empieza se convierte en un líder de la vida. El que aborda algo tiene el
poder, asume la responsabilidad. Esto lo vivimos en cualquier reunión. El que da
comienzo a la reunión, el que toma la palabra en primer lugar, puede imprimirle una
dirección muy concreta. Tiene el poder de encauzar la conversación como él quiera. A
menudo observo en las reuniones que nadie quiere empezar. Todos confían en que lo
haga otro. Y algunos creen que tienen una influencia mayor cuando dejan que los demás
acaben de hablar, para hacerlo ellos en último lugar. Pero a menudo no hacen otra cosa

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que seguir el ritmo que marcó el que habló primero. El que empieza tiene el poder; él
marca su impronta en la reunión; él marca el orden del día.
Muchos se sienten sin fuerzas tras haber fracasado. Se les ha roto un sueño en su
vida que les había motivado para trabajar y esforzarse en vivir. Pero ahora el sueño se ha
roto. Se sienten como paralizados, sin poder y sin fuerzas. Simplemente, no son capaces
de empezar. Seguramente, necesitan tiempo para atreverse a empezar de nuevo. Eso es
bueno, siempre y cuando no se dejen engañar por su postración. Deben entrar en
contacto con la fuerza que les habitaba mientras vivían su sueño. Esa fuente de fuerza se
encuentra ahora también en ellos, y al contacto con ella recobran, poco a poco, las ganas
de volver a empezar.
Existe una interacción entre fuerza y comienzo. Atreviéndome a empezar, vuelve a
crecer también en mí la antigua fuerza. Y viceversa: al constatar de nuevo en mí la
presencia de la antigua fuerza, reúno el valor necesario para empezar. No puedo esperar
hasta que la antigua fuerza se encuentre una vez más en toda su plenitud dentro de mí.
Vislumbro la fuerza, empiezo... y, al empezar, la fuerza se hace más intensa. Los
antiguos griegos quieren despertar esa confianza en nosotros con su experiencia del
comienzo, que han retenido para nosotros hoy en su palabra árchein, con su doble
significado de «empezar» y de «dominar».

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4.
PRINCIPIO Y FIN

Aparentemente, los romanos tuvieron sus propias experiencias con el comienzo.


Disponen de muchas palabras distintas para designarlo. Tenemos, por ejemplo, initium,
que, de hecho, significa «adentrarse en» algo nuevo, señalar un comienzo. Cuando me
adentro, tengo un objetivo. Pienso inmediatamente en el final. Initium, como punto de
partida, está guiado por el fin (exitus o finis). Y es que, cuando me adentro, tengo
también la esperanza de salir. Pero si no entro, no hay salida. Quien que no se atreve a
adentrarse en algo permanece siempre ante las puertas de lo desconocido y lo inacabado.
Para él tampoco hay un buen fin.
La segunda palabra es principium. Significa la causa del comienzo que marca todo
cuanto sigue. Es el primer principio que atraviesa todo. Este comienzo no puede
reemplazarse, sino que permanece. Se graba para siempre en lo que vendrá después. El
motivo del comienzo justifica lo que vendrá. Es el fundamento sobre el que construyo mi
casa. Todavía hoy hablamos de principios, los axiomas sobre los que construimos
nuestra vida. A veces nos empecinamos en nuestros principios. Entonces se convierten
en rígidos axiomas. Pero los latinos entienden principium de otra manera. El principio es
lo primero que tomo en la mano. Y lo primero marca lo que vendrá después.
Por eso hay que ser prudente con el principio. Debemos reflexionar bien sobre
cómo empezamos cualquier cosa, la que sea, porque de un buen comienzo depende el
modo en que habrá de desarrollarse el resto. Los latinos conocen también los peligros de
un mal comienzo y nos advierten sobre ellos con las palabras principiis obsta, que
significan: «oponte a los comienzos». Pueden surgir también malos hábitos, formarse
comportamientos enfermizos y arraigar malas costumbres. Se trata de oponerse a esos
malos comienzos para que podamos establecer uno bueno, que se convierta en bendición
para lo que venga después.

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En las palabras initium e inire, es la metáfora del «movimiento» la que dirige el
comienzo. Empiezo a adentrarme en algo. Exploro algo. Inicio mi camino y prosigo con
él. La palabra incipere se corresponde con la palabra alemana anfangen (empezar). Aquí,
es la «mano» la metáfora que lo guía todo. Tomo algo en la mano. Empiezo algo. Lo
abordo. Este incipere se utiliza siempre en contraposición con el «dejar estar». Muchos
no quieren ensuciarse las manos y las ponen sobre su regazo, en vez de coger algo con
ellas. Prefieren ser espectadores a tomar ellos mismos las cosas en sus manos. Esperan
que otros solucionen sus problemas. Quien toma la vida en sus manos asume también la
responsabilidad para sí. Empezar significa siempre: estoy preparado para asumir la
responsabilidad de mi vida.
El evangelio de Marcos habla de un hombre con una mano paralizada. No había
tomado su vida en su mano. Se había adaptado para no pillarse los dedos. Pero ahora ya
no le quedan fuerzas en la mano. Está paralizada. Jesús cura al hombre pidiéndole, ante
todo, que se ponga en pie en medio de la sinagoga. Debe erguirse frente a su
conformismo. Entonces le ordena que extienda su mano. Y el hombre la extiende. Toma
su vida por sí mismo en su mano (Mc 3,1-6).
Por el contrario, la palabra inchoare significa comenzar en el sentido de «establecer
una base», en contraposición a «concluir» o «llevar a término». Cuando empiezo algo,
también deseo acabarlo. No quiero dejarlo a medias. Cuando empiezo un diario, quiero
hacerlo de una manera muy concreta. Ya con el inicio quiero determinar la manera en
que lo llevaré a cabo. Y cuando empezamos un proyecto en una empresa, debe también
acabarse. Nos casamos con la esperanza de poder vivir juntos hasta el final.
Nuestra incursión en el latín nos muestra lo mucho que las personas han
reflexionado sobre el principio y el comienzo en el pasado. Han vivido experiencias muy
distintas con el comienzo. Me adentro en algo para encontrar también una buena salida.
Y establezco una base que sirva para toda mi vida. Cuando me atrevo a empezar de
nuevo, establezco la premisa para una vida exitosa. Entonces dejo una huella en mi vida
que permanece, aunque pueda cambiar a lo largo de los años.

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5.
LA FASCINACIÓN DE LO NUEVO

La palabra nuevo viene de la palabra latina novus. Tanto en latín como en español hay
una sola palabra para lo nuevo. En griego, por contra, hay dos: por un lado, néos y, por
otro, kainós. Néos significa lo nuevo que todavía es joven, que aún no está maduro.
Cuando hablamos del novato en la empresa, o del nuevo en el club, a menudo está
implícita la idea de que no tiene experiencia, de que no está maduro, de que todavía no
puede esperarse demasiado de él. El evangelista Lucas utiliza néos para reproducir las
palabras de Jesús:

«Nadie que ha bebido el vino viejo quiere vino nuevo, pues dice: “Bueno es el viejo”» (Lc 5,39).

Néos es lo que aún no se ha probado. solemos mostrarnos escépticos acerca de si el


nuevo trabajador realmente lo hace todo mejor, o acerca de si nuevos métodos realmente
mejoran la empresa.
Kainós, en cambio, es lo superior a lo antiguo, lo que nos fascina. Es lo extraño,
diferente, inesperado. Néos es la inmadurez juvenil, sin respeto por lo antiguo. Pero
kainós es aquello que es mejor que lo antiguo, que tiene una cualidad nueva que nos
atrae. Notamos la cualidad de kainós cuando nos fascina un reproductor de CD nuevo,
un coche nuevo, un vestido nuevo... Lo nuevo nos asombra. Esconde la promesa de una
nueva calidad de vida, de una belleza nueva. Y ahí reside a la vez la promesa de que
nuestra vida se renovará, de que nosotros también empezaremos de nuevo y de que algo
nuevo se abrirá en nosotros. Lo nuevo (kainós) que vemos en el vestido nuevo, en el
coche nuevo, en la casa nueva, es un reflejo de lo nuevo que hay en nosotros. Se dirige a
nuestro anhelo de empezar de nuevo, de renovar todo en nosotros.

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El Nuevo Testamento utiliza siempre kainós al hablar sobre las obras de Jesús,
sobre lo nuevo que él ha traído. Jesús trae vino nuevo, que debe verterse en odres
también nuevos. Ahí, Lucas distingue claramente entre el vino nuevo (néos) acabado de
prensar y los odres nuevos (kainós, en Lc 5,38). El vino nuevo no es automáticamente
mejor que el viejo. Solo cuando se vierte en odres nuevos puede superar al viejo en
calidad. Jesús crea una nueva alianza en su sangre, una alianza que los hombres ya no
pueden romper, pues está fundada en el propio amor de Dios y no en la inconstante
voluntad de los hombres. Y nos da un nuevo mandamiento:

«Amaos unos a otros como yo os he amado: amaos así unos a otros» (Jn 13,34).

También Pablo puede describir una y otra vez nuestra existencia como cristianos
con el concepto de lo nuevo:

«Si uno es cristiano, es criatura nueva. Lo antiguo pasó, ha llegado lo nuevo»


(2 Cor 5,17).

A través del bautizo nos renovamos. Y así debemos andar en la novedad (en
kainótēti) de vida (Rom 6,4). Lo antiguo, el pasado, ya no tiene poder sobre nosotros.
Estas no solo son palabras piadosas. Si, después de atravesar una situación difícil,
podemos volver a empezar, si después de una pelea, de un fallo o de un fracaso, nos
resulta posible un nuevo comienzo, entonces experimentamos lo que Pablo describe. Lo
pasado ya no nos sigue. No hace falta que vayamos siempre vestidos con el hábito de
penitente. Podemos deshacernos de lo pasado.

Teniendo presentes los mensajes bíblicos, atreverse a empezar de nuevo tiene dos
significados. Para mí significa, por un lado, que lo nuevo ya está en mí. En mi interior se
encuentra el espíritu de Dios, que me renueva a cada instante y provoca cosas nuevas en
mí. Si en el silencio escucho a mi interior, entonces intuyo las posibilidades que se abren
dentro de mí. Ahí aparecen nuevas ideas, la corazonada de atreverse a algo nuevo, de
poner en práctica nuevos comportamientos. No debo volver a hacerlo todo de nuevo,
sino que más bien debo confiar en lo nuevo que ya hay en mí. Se requiere cuidado para
que lo nuevo que Dios obra en mí en cada momento pueda también crecer y tomar
forma. Por otro lado, un nuevo comienzo significa para mí que hago confluir lo que hay
de nuevo en mi pensamiento también en mi hablar y en mi modo de comportarme.

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Empezar de nuevo significa: intento volver a reflexionar sobre mi vida, hablar de manera
nueva sobre mí y sobre la vida y tratar también de manera nueva a las personas.
Dios es lo eternamente nuevo. Y Dios nos envía su Espíritu Santo a través de
Jesucristo, que nos renueva constantemente. En nosotros se halla la fuente del Espíritu
Santo. Y esa fuente es un pozo de eterna novedad. Puede parecernos una contradicción:
lo eterno es viejo y está probado. Pero Dios es lo eternamente nuevo. Dios crea de nuevo
todo en nosotros. Esa certeza dio a los discípulos de Jesús el valor de atreverse a algo
nuevo, a salir de su pequeño mundo de Galilea y anunciar al mundo entero el nuevo
mensaje del Reino de Dios, que está presente entre nosotros en Jesucristo. Para mí, hay
en esto un fuerte estímulo. Debo dejar de quejarme de que mi vida es frágil, de que me
he quedado con las ganas de hacer algo en el pasado. Todo esto puede haber sido así.
Pero dentro de mí se encuentra el Espíritu Santo, que lo renueva todo. Lo cual no
significa que elimine mi pasado, sino que el Espíritu Santo es capaz de introducir lo
nuevo en el material que el pasado ha ido formando en mí.
El profeta Isaías ha expresado esa experiencia maravillosamente. Habla de gente
joven que se cansa y se apaga, que tropieza y cae:

«Pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse,
marchan sin fatigarse» (Is 40,31).

Dios nos concede una fuerza siempre nueva. Esta se muestra en la juventud de las
personas mayores. Lo nuevo en nosotros es como las alas de un águila, que nos impulsan
hacia arriba y nos permiten probar nuevos caminos con ligereza. Al dejar caer estas
palabras en nuestro corazón, nos ponen en contacto con lo nuevo y lo juvenil, con las
alas de águila que todos tenemos en nuestro interior.

21
6.
LOS NIÑOS COMO SÍMBOLO
DEL NUEVO COMIENZO

A menudo soñamos con niños. Llevamos un bebé en brazos. Paseamos a un niño en el


carrito. Pero, a veces, en el sueño tratamos al niño con poco cuidado. Lo dejamos caer.
Abandonamos en el sótano el carrito con el niño dentro. En el sueño, el niño representa
siempre lo nuevo y lo auténtico que quiere crecer en nosotros. Representa la imagen
única de Dios en nosotros. Siempre que soñamos con niños es un signo de que algo
nuevo surge en nosotros, de que estamos un paso más cerca en nuestro camino hacia
nuestra verdadera naturaleza, hacia la imagen original y única de Dios en nosotros.
Pero, a la vez, los sueños nos advierten que tratemos con cuidado al niño que hay en
nosotros. Una mujer soñó que daba a luz a un bebé. Pero la cabeza no quería salir del
seno materno. La matrona tiraba con fuerza, y el cuello se hacía cada vez más largo, pero
la cabeza permanecía en el seno materno. En el curso de una entrevista, la mujer vio
claro lo que el sueño quería decirle. Estaba en proceso de entrar en contacto con su
verdadera naturaleza. Algo nuevo se dejaba sentir en ella. Ya no quería solamente
cumplir las expectativas de su entorno; quería ser ella misma, vivir de acuerdo con su
naturaleza. Pero la cabeza no tomaba parte en ello. El sueño le advertía de que
reflexionase también con su razón sobre lo que significaba lo nuevo para su vida. ¿Cómo
debía hacer realidad lo nuevo? Y el sueño mostraba que, aunque en sus sentimientos se
anunciaba lo nuevo, la cabeza estaba todavía presa del antiguo modo de pensar. Así, el
sueño le dio valor para reflexionar nuevamente sobre su vida y preguntarse: ¿cómo me
beneficia esto? ¿Qué quiere crecer en mí? ¿Cómo puedo concretamente hacer realidad
esto en mi vida? Para ella no significaba acabar con su matrimonio y empezar algo
nuevo, sino renovar su matrimonio, adoptar nuevos comportamientos y dar nueva forma
a su día a día.

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Otra mujer soñó con un niño al que llevaba a pasear en el carrito. Por la tarde,
todavía en sueños, dejó el carrito junto con el niño en el sótano. El sueño acabó entonces
con la angustiosa pregunta: «¿Dónde está mi hijo?» Y se aterró cuando comprendió que
lo había dejado en el sótano. Durante la conversación, la mujer vio claro que algo nuevo
quería crecer en ella. Pero dejaba lo nuevo en el sótano. El sótano representa el
inconsciente. También aquí la tarea consistía en tomar conciencia de lo nuevo que pedía
la palabra en su interior. No basta con apostar simplemente por lo nuevo. También debo
tomar conciencia, debo pensar sobre qué es eso nuevo. Y debo reflexionar sobre cómo
traduzco en un nuevo comportamiento eso nuevo que hay en mí. Debo sacar el carrito
del sótano y empujarlo a plena luz del día a través de mi vida. Entonces veré con nuevos
ojos y daré nueva forma a diversas cosas en mi trabajo, en mis relaciones y en mis
pensamientos y obras.
Los sueños en los que los niños desempeñan un papel son siempre sueños de
promesa. Nos muestran que no podemos simplemente quedarnos quietos y vivir siempre
lo mismo. Algo nuevo pide la palabra en nuestro interior. Algo quiere crecer en nosotros
que nos pondrá en contacto con la frescura y la creatividad originales de un niño.
Debemos observar nuestra vida con nuevos ojos, con ojos de niño, capaces todavía de
asombrarse. Y, al igual que un niño, debemos tomar las piezas de «Lego» en la mano y
probar lo que podemos construir con ellas.

23
7.
NAVIDAD:
DIOS CELEBRA CON NOSOTROS
UN NUEVO COMIENZO

En Navidad celebramos un nuevo comienzo. Así lo decía ya el papa León Magno (†


461) en un sermón de Navidad:

«Mientras adoramos el nacimiento de nuestro Salvador, resulta que estamos celebrando nuestro propio
comienzo».

En Navidad, afirma el papa León Magno, se interrumpe el viejo camino y se


completa la transición hacia el hombre nuevo. Dios llega a este mundo en forma de niño.
Esto nos confirma la promesa que anida en nuestros sueños con niños.
Dios nos promete un nuevo comienzo. No estamos atados a nuestro pasado, a las
heridas de la historia de nuestra vida, a los viejos esquemas que hemos heredado de
nuestros padres y que una y otra vez nos limitan la vida. El propio Dios empieza de
nuevo con nosotros, puesto que, como niño, se adentra en nuestra realidad y nos libera
de la obligación de tener que definirnos a partir de nuestro pasado. Da igual el aspecto
que tenga la historia de nuestra vida, lo que haya salido mal en ella, lo que nos pese:
podemos dejarlo y volver a empezar, porque el propio Dios empieza de nuevo con
nosotros.
En su célebre frase, el papa León entiende la redención como un nuevo comienzo.
No mira hacia un pasado que debe ser superado y cambiado, sino que mira al nuevo
comienzo. Cuando Cristo se manifiesta en la Tierra, nos hace posible un nuevo
comienzo. Aquí, la salvación se muestra bajo una luz muy clara. Jesús nos muestra
nuevos caminos que podemos seguir. Es el maestro de la sabiduría que nos conduce por

24
el nuevo camino hacia la vida. En Jesús, el propio Dios viene a nosotros para renovar
nuestra vida. Cuando Dios se hace hombre, el hombre se renueva. Todo lo viejo que le
impedía vivir desaparece de él. El hombre participa de lo eternamente nuevo que es
Dios. Participa del espíritu de Dios, que nos renueva.
En Jesús, Dios no solo se ha convertido en hombre. Ha nacido conscientemente
como un niño. Este misterio que celebramos en Navidad muestra cómo Dios quiere
hacer realidad en nosotros, a través de Jesús, todas las promesas que se hallan en el niño.
El niño al nacer es todavía una hoja en blanco. Puede convertirse en muchas cosas.
Lo que el niño experimente a través del padre y de la madre es lo que le marcará.
En los niños se esconden predisposiciones, pero estas solo se desarrollan a través del
encuentro con los padres y los hermanos y con las muchas personas con quienes se
cruzará a lo largo de su vida. Así, Navidad significa para nosotros también que somos
una hoja en blanco. Puede desarrollarse mucho en nosotros si ofrecemos nuestra vida a
Dios tal como la hemos recibido. El niño divino que encontramos en Jesús nos pone en
contacto con el niño divino en nosotros. El niño divino es para C. G. Jung un símbolo del
que trae la salvación y lleva todo a su plenitud. En él se esconden todas nuestras
posibilidades. Así, en Navidad celebramos la fiesta de nuestra esperanza: Dios
desarrollará cada vez más en nuestra vida las posibilidades que nos ha dado a través del
encuentro con su palabra, pero también con las personas que nos marcan.
El nuevo comienzo que Dios establece en la encarnación de su hijo no solo se
refiere al nuevo comienzo individual que cada persona lleva a cabo, sino también a la
historia de la humanidad. Con Jesús empieza algo nuevo. Dios no solo habla a los
hombres. Viene él mismo a ellos. Se convierte en hombre. Se reviste de carne humana
para morar siempre en ella. Esto permite a las personas una nueva convivencia. Esta
nueva convivencia fascinó sobre todo al evangelista Lucas, que en los Hechos de los
Apóstoles refiere como judíos y griegos, hombres y mujeres, pobres y ricos, jóvenes y
viejos conviven en el espíritu de Jesús. Y esa pequeña primera comunidad de Jerusalén
se hace fecunda para todo el mundo. Se extiende por toda la tierra entonces conocida. La
historia de la humanidad se renueva.
Cuando pensamos en la historia de nuestra propia vida, pensamos sobre todo en el
pasado, en lo que ha sido. Pero la historia continúa. Da comienzo a un futuro. Así, la

25
encarnación de Dios en Jesucristo hace posible a cada uno de nosotros ver la historia de
su propia vida con una nueva luz y, sobre todo, reconocer la promesa que anida en su
interior.

El pasado no es como una carga pesada que nos aflige. Más bien, se transforma
también con el nuevo comienzo que Jesús establece para la historia personal de nuestra
vida. Ya no nos oprime, sino que se nos muestra como una promesa de futuro. Y nos
invita a vivir plenamente ahora, en el presente. Si Cristo está en mí, entonces este
momento presente es el más importante. Me doy cuenta de quién soy, de que Cristo vive
en mí. Entonces todo se renueva. Y el Dios siempre nuevo marca cada momento.

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8.
EMPEZAR DE NUEVO
EN CADA MOMENTO

Lo que a menudo nos impide volver a empezar son las cavilaciones sobre lo que fue.
Los sentimientos de culpa nos desgastan. Nos planteamos si lo pasado fue bueno o si
hemos cargado con una culpa que continúa pesando sobre nosotros. Entonces no
tenemos el valor de volver a empezar. Estamos todavía demasiado anclados en el
pasado.
Una sentencia de un Padre del desierto responde a esa experiencia. El abad Pambo,
un monje del desierto, se dirige a san Antonio Abad, fundador del monacato, con la
pregunta: «¿Qué debo hacer?». El anciano responde:

«No confíes en tu justicia, no te lamentes del pasado y domina tu lengua y tu gula» (Apophthegmata Patrum,
6).

Se esconde mucha sabiduría en esta corta sentencia. Debemos dejar de pensar sobre
el pasado, de preguntarnos constantemente si lo hemos hecho todo bien o si hemos
cargado con alguna culpa. Confiando en el perdón de Dios, debemos perdonarnos a
nosotros mismos y dejar de pensar sobre lo que fue. Pero esa libertad para dejar de darle
vueltas al pasado y juzgar constantemente lo que hemos hecho exige de nosotros no
fiarnos de nuestra propia idea de justicia.
No es tan decisivo que seamos justos, que lo hayamos hecho todo bien. Lo que
importa es si le damos una oportunidad a Dios. Y Dios puede renovar nuestra vida en
todo momento. Si miramos a Dios, y no a nuestra propia justicia, entonces somos libres
de volver a empezar. Entonces no malgastamos nuestra energía en pensar si somos justos
o injustos. Nuestra propia justicia no es importante para nosotros. Lo decisivo es que
creamos que Dios es capaz de renovarnos. Y en esa confianza podemos empezar de

27
nuevo en cada momento. No nos dejamos entorpecer por lo que fue. Nos atrevemos a
empezar de nuevo confiando en Dios, que renueva todo en nosotros a cada momento.
A menudo creemos que solo si nos arrepentimos del pasado podemos volver a
empezar. Pero a veces, precisamente en el arrepentimiento no hacemos más que dar
vueltas alrededor de nosotros mismos. No podemos perdonarnos el hecho de que no
seamos tan perfectos como quisiéramos ser. Algunos –dice C. G. Jung– permanecen
atascados en su arrepentimiento, de igual modo que a veces, en una mañana de invierno,
preferimos quedarnos en la cama calentita, en lugar de levantarnos y empezar la jornada.
El viejo dicho de los monjes nos muestra que no debemos tomarnos tan en serio
nuestro propio pasado, que debemos liberarnos de la imagen ideal que tenemos de
nosotros. Esa imagen ideal a menudo nos impide separarnos del pasado y, simplemente,
avanzar. Tendemos interiormente a justificarnos de continuo ante nuestra propia
conciencia y ante los demás. Esa presión de justificarnos nos impide adentrarnos en lo
nuevo. La confianza absoluta de que en cada momento se nos regala el Espíritu de Dios
nos permite dejar ir el pasado y adentrarnos plenamente en el momento presente;
empezar de nuevo en cada momento, en vez de pensar sobre las antiguas cargas de
nuestra vida.
Las palabras de san Antonio Abad fueron para mí mismo de gran ayuda. Cuando
empecé a practicar el acompañamiento espiritual, gastaba después siempre mucha
energía en volver a repasar cada entrevista. Y a menudo me reprochaba el no haber
pensado en tal o cual argumento, el no haber entrado lo suficiente en la situación del
interlocutor, el que mis palabras hubieran sido demasiado teóricas.
Más tarde me he dado cuenta de que mi idea de justicia era más importante para mí
que la ayuda que el otro había obtenido de la conversación. Ese reflejo constante del
pasado a menudo me ha impedido entablar conversación con el otro de manera nueva.
En algún momento me di cuenta de que no es tan importante el modo en que actúe
yo durante la entrevista. Es mucho más importante que Dios actúe en el otro a través del
diálogo. Y Dios no siempre toca al otro a través de nuestras sabias palabras, sino, a
menudo, precisamente a través de palabras torpes o reacciones inadecuadas. Si dejo de
dar vueltas constantemente en torno a mi idea de justicia, de mis palabras correctas y de

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mi comportamiento, entonces estoy abierto a la nueva conversación. Entonces puedo
empezar la próxima conversación con nueva confianza.

29
9.
EL PERDÓN
COMO NUEVO COMIENZO

La historia de los monjes del desierto que acabamos de comentar nos invita, pues, a
perdonarnos a nosotros mismos, a dejar lo que ya pasó en manos de la misericordia de
Dios. A menudo, también el no poder perdonar al prójimo nos impide volver a empezar.
Pues mientras no perdonemos, seguimos unidos a aquel que nos ha hecho daño. En
última instancia, permanecemos unidos al pasado, a la ofensa pasada. Y si no
perdonamos, nos pasamos mutuamente cuenta de nuestras ofensas. Esto ocurre con
mucha frecuencia, sobre todo en el matrimonio, donde el uno le pasa cuentas al otro de
cuántas veces él o ella le ha hecho daño. Y cuanto más nos pasemos cuentas entre
nosotros acerca de lo que los otros nos han hecho o dejado de hacer, tanto más nos
alejamos unos de otros. Y nos fijamos mutuamente en el pasado.
Sin perdón no existe una verdadera convivencia, pues cuanto más amemos al
prójimo, tanto más vulnerables nos volvemos. Y, lo queramos o no, nos hacemos daño
mutuamente. Las ofensas mutuas pueden causarnos heridas que nos dañen
profundamente. Entonces el amor va muriendo poco a poco. Cuando estemos preparados
para perdonarnos unos a otros, entonces las heridas no nos harán desangrarnos, sino que
se abrirán para mostrar al prójimo nuestro corazón. Entonces las heridas no nos fijarán al
pasado, sino que nos abrirán a un futuro más sincero y lleno de amor. Perdonar no
significa que tengamos que ceder siempre o tragárnoslo todo. Perdonar es, más bien,
algo activo. La palabra latina para perdón es dimittere, que significa «expulsar». Cuando
perdono al otro por su comportamiento, no lo disculpo ni lo apruebo a posteriori. Más
bien, lo dejo con él. Expulso la energía negativa que ha surgido en mí a través de la
herida.

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Me libero de dar vueltas a mi propio resentimiento. Así me vuelvo capaz de
dirigirme al encuentro del otro. No obstante, el perdón no significa que pase por alto el
comportamiento hiriente. Es perfectamente posible que, a pesar del perdón, necesite
tomar más distancia interior respecto del otro para protegerme de nuevas o repetidas
ofensas.
Si perdono a mi pareja, dejamos de culparnos el uno al otro por los conflictos. Nos
hacemos capaces de ofrecernos mutuamente nuestro corazón herido. Las ofensas mutuas
abren nuestro corazón.
Cuando muestro al otro mi corazón abierto, el amor puede inundarlo todo en mí y
en el otro. Entonces el amor se vuelve más fuerte a través de los conflictos, en vez de
empequeñecer. Entonces las ofensas no conducirán a una mutua reclamación, sino a un
nuevo y constante resurgimiento. Dejamos que se rompa la coraza que hemos construido
alrededor de nuestro corazón. Dejamos que nuestro corazón se abra al otro. Esto nos
lleva a abrirnos una y otra vez, a emprender un nuevo camino para volver a empezar. El
abrirse uno mismo conduce a la apertura de nuevos caminos, a un nuevo comienzo.

31
10.
FRACASAR Y VOLVER A EMPEZAR

Muchas veces experimentamos el fracaso en nuestra vida. Fracasamos en la relación


con nuestra pareja. Fracasamos en nuestro trabajo.
Cada fracaso nos obliga a empezar de nuevo, porque, de no hacerlo, nos
quedaríamos sentados frente al montón de pedazos de sueños rotos y proyectos de vida
destrozados.
Y cada fracaso duele. Muchas personas se crean sentimientos de culpa cuando
fracasan. Tienen la sensación de que el fracaso no debería darse. Y, cuando se produce,
piensan que es culpa suya. Pero también existe un fracaso inocente: nos hemos esforzado
en lograr un buen matrimonio y, aun así, hemos fracasado. En el trabajo hemos dado
todo lo que podíamos dar y, aun así, no hemos tenido éxito.
La palabra alemana scheitern (fracasar) proviene de Scheit (leño), un pedazo de
madera partido. Esta, a su vez proviene de scheiden, que significa algo así como cortar,
separar. Scheitern significa, pues, que algo que debe estar unido se corta, se divide, se
separa. Un todo se hace añicos, se rompe en muchas piezas sueltas. Lo que antes era un
proyecto de vida fracasa y se desmorona. La palabra scheiden, relacionada con
Scheitern, se usa también para indicar la separación, el divorcio, el fracaso de un
matrimonio: el vínculo matrimonial se corta [2] .

El verbo scheiden se encuentra también en la palabra alemana Abschied


(despedida). En todo fracaso nos despedimos de una imagen ideal de la propia vida y de
nosotros mismos. Verscheiden significa morir. El fracaso tiene que ver también con la
muerte. Muere algo sobre lo que habíamos puesto toda la esperanza. Cuando fracasamos,
debemos volver a decidir (entscheiden) hacia dónde se dirigirá nuestro camino. Y
necesitamos el don del discernimiento (Unterscheidung) para descubrir por qué hemos

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fracasado y cómo se pueden volver a encajar los restos del edificio de nuestra vida;
cómo desde la despedida puede nacer nueva vida.
Nos cuesta admitir que hemos fracasado. Es más sencillo buscar la culpa en otros,
que serían los culpables de nuestro fracaso. Pero mientras echemos a otros la culpa, no
podremos utilizar el fracaso para intentar un nuevo comienzo. También nos culpamos a
nosotros mismos: somos culpables de haber fracasado, decimos; hemos rezado
demasiado poco, confiado demasiado poco, hecho demasiado poco por nuestra relación,
por nuestro éxito laboral... Pero inculpar de todo no es más que esquivar el fracaso. No
queremos admitir que hemos fracasado. Solo el reconocimiento del fracaso nos permite
atrevernos a emprender un nuevo comienzo. No miramos hacia atrás y desistimos de
buscar las causas del fracaso. Permitimos que el fracaso nos abra para empezar algo
nuevo, para atrevernos a partir de nuevo hacia el futuro.
Precisamente cuando hemos fracasado, necesitamos tener el valor de volver a
empezar. Tras un fracaso, a menudo corremos el peligro de escondernos. Nos
avergonzamos y nos ocultamos de los demás. Pero entonces permanecemos anclados en
el fracaso, en vez de resurgir. Solo cuando admitimos nuestro fracaso sin tratar de culpar
a otros o a mi propia forma de comportarme, adquiero el valor necesario para volver a
empezar. El emitir juicios de valor nos ata fuertemente al pasado. El aceptar el fracaso
nos libera para el futuro. Admitimos que hemos fracasado, pero vemos también la
oportunidad de volver a empezar y de imprimir a nuestra vida un nuevo rumbo.
Un joven se enamora de una mujer, y ambas dan comienzo a una relación: todo
parece sumamente armonioso. Pero un día la mujer le dice que ya no puede vivir más
con él y lo abandona. El joven no tiene ninguna oportunidad. Se pregunta cuál es el
motivo: si habrá hecho algo mal; qué puede hacer para mejorar la relación. Pero ella no
da ningún motivo. El único motivo que menciona es que ya no quiere seguir con esa
relación.
El joven lo ha dado todo por esa relación, que ahora se ha roto en mil pedazos.
Siente su fracaso. Y el fracaso lo endurece. Ya no desea embarcarse en otra relación con
una mujer. No quiere que vuelvan a hacerle un daño semejante. Su reacción es
comprensible, pero con ello se aísla de su anhelo profundo de tener una relación exitosa.
Es necesario admitir el fracaso. En esto no se trata de buscar la culpa en uno mismo o en

33
el otro. La relación ha fracasado. Puedo intentar entender el fracaso, pero nunca lo
comprenderé del todo. Mi tarea es admitir el fracaso y reconciliarme con él otro.
Entonces puedo volver a abrirme a una nueva relación.

El fracaso, por sí mismo, no desencadena ningún nuevo comienzo. A menudo nos


vuelve inseguros. Nos priva de la confianza en que una nueva relación tendrá éxito. El
fracaso nos muestra que nunca tenemos una garantía absoluta de que una amistad o un
matrimonio vana a perdurar. El fracaso nos invita a confiar, con toda la inseguridad y
con todas las dudas, en que Dios bendecirá la nueva relación. Y el fracaso nos invita a
reflexionar a conciencia acerca de qué es lo verdaderamente importante para el éxito de
una relación. No busco la culpa en el pasado. Me siento y pienso –como el constructor
de la torre en la parábola del evangelio de Lucas (14,28-30)– acerca de qué esfuerzos son
necesarios para que el propósito de una nueva relación tenga éxito.

34
11.
RESURRECCIÓN COMO NUEVO COMIENZO

Los símbolos cristianos del fracaso y del nuevo comienzo son la cruz y la resurrección.
No obstante, tendemos a interpretar demasiado apresuradamente la cruz como lugar de
redención: sustancialmente, se trata ante todo de un fracaso.
Jesús fracasa en su intento de ganarse a los hombres para Dios, de convencerlos de
la buena nueva. Sus esfuerzos por transmitir una imagen de Dios caracterizada por el
amor a la humanidad han fracasado. Los saduceos lo entregan a los romanos, porque
expulsando a los comerciantes del templo les cerró su fuente de ingresos. Pero no
permanece en el fracaso. Dios lo despierta de entre los muertos. Y así se levanta y sale
del sepulcro. La tradición cristiana ha ensalzado al Resucitado como vencedor sobre la
muerte y sobre todo tipo de fracaso.
La cruz y la resurrección son símbolos de que para nosotros tampoco hay fracaso
alguno que no pueda convertirse en un nuevo comienzo. Aun cuando muchas cosas
desbaraten y desmonten nuestros proyectos vitales, al final nada puede impedirnos
volver a empezar. La resurrección de Jesús nos permite esperar que no hay en nosotros
ninguna rigidez que no pueda convertirse en nueva vitalidad; que no hay ninguna muerte
que no desemboque en vida, y ninguna tumba de la que no florezca nueva vida. La cruz
representa todo aquello que atraviesa nuestra vida, las desgracias que nos acaecen desde
fuera. La cruz atraviesa nuestros proyectos vitales, nuestra concepción de la existencia,
los sueños de nuestra vida. Pero no nos rompe, sino que nos abre a la nueva vida, que se
manifiesta con un brillo esplendente en la resurrección de Jesús. Todo fracaso esconde
en su interior la posibilidad de la resurrección.
La pregunta es: ¿qué podemos hacer para que nuestro fracaso desemboque en la
resurrección? Los evangelios nos describen lo que hizo Jesús. Él expresó su abandono

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ante Dios. Reconoció su desolación y su fracaso, pero se lo ofreció a Dios en la oración.
Y así, la desolación en la cruz, que empieza con un grito, desemboca en una oración
llena de confianza. Jesús rezó en la cruz el salmo 22, que empieza con un grito de
desolación. Pero exponiendo todos sus infortunios ante Dios, al final Jesús puede rezar:

«No ha despreciado ni le ha repugnado la desgracia de un desgraciado, no le ha escondido el rostro; cuando


pidió auxilio, le escuchó. Tú inspiras mi alabanza en la gran asamblea: cumpliré mis votos delante de los
fieles» (Sal 22,25s).

Lucas refiere que Jesús murió pronunciando una oración llena de confianza:

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

El segundo paso que nosotros mismos debemos dar cuando fracasamos consiste en
abandonarnos con toda nuestra fragilidad en las manos de Dios, confiando en que su
amor nos atrapará.
El tercer paso se vuelve evidente cuando tenemos en cuenta que Jesús permaneció
tres días en el sepulcro. Debemos sepultar todos aquellos reproches y autoinculpaciones
que todavía queden en nosotros. Debemos enterrar lo fallido y roto. Solo entonces nos
despertará Dios de nuestro fracaso, igual que a Jesús. Nos llamará para que salgamos de
nuestro sepulcro, para que resucitemos con Cristo. La resurrección de Jesús quiere
darnos valor para que también nosotros resucitemos del sepulcro de nuestra resignación,
de nuestra autocompasión. No debemos permanecer en el sepulcro de la decepción que
nos produce el fracaso. Debemos resucitar, porque Dios mismo nos toma de la mano y
nos levanta, nos da valor para ponernos en pie y afrontar todo cuanto nos impide vivir.
Tras la muerte de un ser querido, a menudo experimentamos que en cierto modo
yacemos en la tumba de nuestro luto. Simplemente, no podemos salir de nuestra tristeza.
Hemos perdido a la persona querida que nos ha dado apoyo en la vida, a quien hemos
dado todo nuestro amor. En la tristeza, el suelo se desmorona bajo nuestros pies.
Tenemos la impresión de que nos hundimos en la tumba. En esta situación, la
resurrección de Jesús nos anima a volver a levantarnos de la tumba de nuestro luto.
No debemos reprimir el duelo ni tampoco someternos a la presión de superarlo lo
antes posible. No podemos eludir el duelo, que exige ser vivido. Pero en medio de la
tristeza necesitamos una imagen de la esperanza. Y la mayor imagen de la esperanza es

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la resurrección de Jesús, que nos regala la esperanza de que tampoco nosotros
permaneceremos en la tumba de nuestro luto. Él mismo vivió esa oscuridad, pero
después Dios lo levantó. Así, en el duelo pedimos que Dios nos levante a nosotros
también, para que abramos los ojos y, aun en medio de la tristeza, descubramos la nueva
vida que quiere florecer en nosotros.

37
12.
ABRAHÁN: EMIGRAR Y VOLVER A EMPEZAR

Abrahán tenía setenta y cinco años. Se había establecido en Harán. Tenía mujer,
criados y criadas, y un gran rebaño de ovejas. Pero entonces Dios llamó a Abrahán y le
dijo que debía abandonar su tierra, a sus parientes y la casa de su padre. Y le hizo una
promesa:

«Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición» (Gn 12,2).

Abrahán es el símbolo más antiguo del nuevo comienzo. Para Pablo, él es la imagen
del verdadero hombre de fe. Y la fe consiste para Pablo en abandonar lo conocido y
volver a empezar en tierra extraña, en una tierra que todavía no conocemos. Tener fe
significa dejarse guiar por Dios hacia nuevas posibilidades de la vida. Creer no solo
significa tener un apoyo firme, sino salir de todo lo firme, de todo lo conocido, de todo
lo ya alcanzado.
Los primeros monjes meditaron sobre esta triple partida de Abrahán. Para ellos se
trata de salir de las dependencias en que hemos caído. Debemos salir de los lazos que
nos atan, de las relaciones que nos limitan, de las costumbres que nos aherrojan. Y
debemos salir de los sentimientos del pasado, tanto los que tienen que ver con las
ofensas que hemos experimentado como los sentimientos de euforia que idealizan el
pasado. Tener fe significa salir de lo visible y ponerse en camino hacia lo invisible, en
camino hacia Dios. La fe, entendida según la historia de Abrahán, dice que
constantemente debemos abandonar el pasado para atrevernos a emprender un nuevo
comienzo. Tener fe significa ponerse con toda confianza en camino hacia un nuevo
futuro, un camino que no sabemos qué aspecto tendrá.

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La tradición judía, sobre todo la jasídica, ha visto también en estos versículos del
libro del Génesis una triple partida, pero la interpreta de distinta manera que la tradición
monacal cristiana: debemos salir de la ofuscación que nos produce el padre, de la
ofuscación que nos produce la madre y de la ofuscación con que nosotros mismos hemos
empañado la imagen de Dios en nosotros. El objetivo es partir hacia la forma única que
Dios ha pensado para cada uno de nosotros. Se trata de dejar atrás la ofuscación del
pasado, las ofensas que oscurecen nuestra propia imagen y las proyecciones con que los
padres cubren nuestra imagen originaria. Pero se trata también de dejar ir las propias
ofuscaciones, las imágenes de la propia desvaloración y las imágenes de la
sobreestimación. El partir tiene un objetivo: la imagen única que Dios se ha hecho de
nosotros; el resplandor natural que Dios nos ha regalado.
Partir y dejar atrás el pasado no sucede solo una vez. Es un proceso constante. Así,
tener fe significa volver a empezar una y otra vez, atreverse a comenzar de nuevo una y
otra vez. Y es que Dios es el Dios del futuro que quiere conducirnos a la tierra en la que
somos plenamente nosotros mismos. Pero de la misma manera que Dios siempre es
desconocido e inalcanzable, también lo es el futuro que nos espera, siempre imposible de
aferrar. Cuando partimos y volvemos a empezar, a menudo no sabemos cuál será el
resultado. Es un riesgo que corremos siempre. Y necesitamos confiar en que Dios nos
acompañará en ese camino. La bendición de Dios nos acompaña para que en el camino
de la fe y del nuevo comienzo nos-otros mismos nos convirtamos en una bendición para
los demás.

Para Abrahán, el momento de partir llegó a los setenta y cinco años. Así, nosotros
debemos contar también, llegados a cierta edad, con tener que abandonar lo alcanzado
hasta ese momento, adentrarnos en lo desconocido que nos espera en la vejez. Es bueno
que, al igual que Abrahán, nos construyamos un hogar. Pero a la vez debemos ser
conscientes de que siempre estamos en camino. Lo que nos hemos construido como
hogar no es nuestro hogar definitivo. La Carta a los Hebreos reflexiona sobre la partida
de Abrahán como una metáfora de nuestra fe. Esa fe consiste en reconocer que somos
extranjeros y huéspedes en la tierra y que buscamos un hogar:

«Pues si hubieran sentido nostalgia de la [patria] que abandonaron, podrían haber vuelto allá. Por el contrario,
aspiran a una mejor, es decir, a una celestial» (Heb 11,15s).

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Así, en cierto modo abandonamos en cada momento lo visible para ponernos en
camino hacia lo invisible, la patria celestial. La fe nos mantiene vivos. Nos invita a
empezar de nuevo una y otra vez y a no conformarnos nunca con lo ya alcanzado. Y es
que Dios, al que queremos alcanzar, es lo inalcanzable e inexplicable, hacia quien nos
dirigimos durante toda nuestra vida.

40
13.
EN EL PRINCIPIO EXISTÍA LA PALABRA

Cuando hablo del comienzo, no puedo pasar por alto las primeras palabras del
evangelio de Juan:

«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios. Esta, en el
principio, se dirigía a Dios» (Jn 1,1s).

En griego encontramos aquí archḗ: el principio, que indica también dominio. Lo


que está en el principio marca con su impronta todo cuanto sigue a continuación. Los
latinos tradujeron archḗ por principium. Así pues, no es un comienzo que apunte a un
fin, sino la causa primera que marca todo con su impronta. Y esta causa primera es la
Palabra. Juan se refiere aquí al Lógos, que está en Dios y que es el propio Dios. A lo
largo del evangelio se hace evidente que ese Lógos se encarna en Jesús. Así, en última
instancia, el Lógos es

«El Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad» (Jn 1,14).

El Apocalipsis designa a Jesús como el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el


Principio y el Fin (cf. Ap 1,8 y 1,17s). Jesús marca el mundo desde el origen. Es la causa
primera en la que se basa todo. Y es la meta en la que desemboca la creación: la vuelta a
casa en Dios.
Para mí, estas primeras palabras del evangelio de Juan significan todavía algo más.
«En el principio existía la Palabra». Ya Goethe hizo meditar a Fausto sobre si esto es
realmente cierto, si en el principio no estaría más bien la acción o el pensamiento. ¿Qué
significa que en el principio existía la Palabra? Con la Palabra empieza todo. Las
palabras marcan nuestra convivencia. Las palabras definen la atmósfera en la que
vivimos. Las palabras dan comienzo al encuentro con otra persona. Y ya las primeras

41
palabras que decimos y la voz con que salen de nuestros labios determinan si ese
encuentro será armonioso o no, si las palabras alcanzarán nuestro corazón o solo nuestra
razón, si son palabras que nos alientan y dan comienzo a un futuro nuevo o si son
palabras que esconden algo, que solo se pronuncian por compromiso.
Cuando dos personas han discutido, es preciso que una rompa el silencio y se atreva
a pronunciar la primera palabra. Si resulta ser una palabra de reproche, la discusión se
enconará. Pero si es una palabra marcada por la reconciliación, dará lugar a un nuevo
comienzo en la relación. A menudo dudamos en pronunciar la primera palabra. Y luego
nos enfadamos por haber desaprovechado la oportunidad. Habría bastado una palabra de
disculpa, y todo se habría arreglado. Pero no pronunciamos la palabra. La hemos
reprimido. Así no fue posible un nuevo comienzo, y se perdió la oportunidad.
A menudo no encontramos la palabra correcta. No encontramos la palabra con la
que expresar nuestra fe. Queremos hablar un lenguaje que toque el corazón de las
personas, que exprese de manera adecuada el misterio de la fe. Pero no damos con ese
lenguaje. El comienzo del evangelio de Juan nos dice: «En el principio existía la
Palabra». La palabra que expresa el misterio de la fe, el misterio de Dios, ya está en
nosotros. Por eso, es mi tarea encontrar las palabras que Dios ha puesto en mi corazón
para expresar mi fe adecuadamente en palabras.
Para mí, este primer versículo del evangelio de Juan tiene todavía otro significado:
Dios ha puesto en cada uno de nosotros una palabra original, una especie de contraseña.
Así lo veía Romano Guardini. Y nuestra tarea consistiría en expresar esa palabra original
a través de nuestra vida. En vez de buscar en nosotros palabras sobre la fe, debemos
buscar la Palabra que Dios ha puesto en nosotros desde el comienzo. A menudo no
somos capaces de describir esa palabra. Pero si escuchamos atentamente en nuestro
interior, nos hacemos una idea de esa Palabra original, que al principio no solo existía en
Dios, sino que Dios ha establecido con ella nuestro propio comienzo.

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14.
LO NUEVO YA ESTÁ GERMINANDO

En el profeta Isaías he encontrado un excelente pasaje sobre lo nuevo que ya está en mi


interior y que quiere dar una nueva impronta a mi vida, sin sobrevalorar el pasado:

«No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo
notáis?» (Is 43,18s).

En el primer verso, el profeta quiere llamarnos a olvidar el pasado. Con ello se


refiere a las desgracias del pasado que el pueblo de Israel tuvo que sufrir en propia carne.
Para nosotros, esto significa: no le des vueltas a lo sucedido, a lo que te ha ido mal en la
vida, a las ofensas y humillaciones que has sufrido, a las cosas que te has quedado con
ganas de hacer en tu existencia... Todo eso ha sucedido. Y es lícito volver a observarlo
con toda calma y reconciliarse con ello. Pero en algún momento debemos dejar las
cavilaciones sobre el pasado: ¡Se ha acabado! Ahora sucede algo nuevo en nosotros. El
propio Dios actúa en nosotros. Dios hace florecer nuestro desierto. Lo reseco en nuestra
vida se volverá fértil de repente.

El profeta no se contenta únicamente con anunciar lo nuevo que Dios ocasiona en


nos-otros. Más bien, dice que lo nuevo ya está germinando, ya se agita en nosotros.
Debemos escuchar atentamente en nuestro interior. Entonces nos daremos cuenta de que
lo nuevo ya está pidiendo la palabra en nuestro interior.
Una vez, en un curso para jóvenes, hice meditar a los muchachos sobre esta frase:
«Mira, hago algo nuevo. ¿No lo oyes? Ya se agita». Esta pregunta me sensibiliza ante
todo lo nuevo que ya se agita en mí. No establece ningún requisito. Más bien me abre los
ojos a lo que ya hay en mí y a lo que se manifiesta en mi alma y en mi cuerpo.

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En mi interior no solo existe el sentimiento de resentimiento, la sensación de haber
fracasado. En mi interior no solo existen los sentimientos de culpa, de no haber vivido
correctamente, de que aún me queda mucho por vivir. En mi interior ya existe lo nuevo.

Cuando escucho atentamente en mi interior, entonces descubro nuevas emociones,


la idea de que soy libre de toda carga del pasado, la idea de que en mí se desarrolla algo
nuevo. Siento que no puedo simplemente seguir haciendo como hasta ahora. En mi
trabajo fluye algo nuevo, una nueva sensación sobre lo que realmente merece la pena. En
mis relaciones, algo ya se agita. Algo se vuelve más honesto, más personal, más
esencial. Y también en mi espiritualidad empieza algo nuevo. Ahí noto que ante Dios me
estoy volviendo más silencioso, más sencillo, más claro; que Dios se convierte cada vez
más en el fundamento de mi vida.
No debo hacerlo todo nuevo. Tan solo necesito confiar en lo nuevo que ya se agita
en mí. Entonces yo también me atreveré a salir fuera, a vivir lo nuevo. Y también mi
vida se renovará. Entonces no cavilo sobre cómo debo rehacerlo todo. Confío en lo
nuevo que se agita en mí y dejo que lo nuevo se exprese en mi trabajo, en mis relaciones,
en mi espiritualidad y en mi proyecto de vida. Me atrevo a lo nuevo, porque Dios ya se
ha atrevido a lo nuevo conmigo.

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15.
EL COMIENZO
DE LAS SEÑALES DE JESÚS:
LAS BODAS DE CANÁ

Al evangelio de Juan le encanta la palabra que indica el comienzo: archḗ. La primera


historia que Juan nos cuenta tras el llamamiento de los apóstoles es la de las bodas de
Caná: Jesús transforma el agua en vino. Con esta historia, Juan quiere decirnos que Dios,
en la encarnación de su Hijo, celebra las bodas con nosotros, los hombres. Así, nuestra
vida se renueva. Nuestra vida toma otro sabor, el sabor del vino. Juan concluye el relato
con las siguientes palabras:

«En Caná de Galilea realizó Jesús esta primera señal, manifestó su gloria, y creyeron en él los discípulos» (Jn
2,11).

En griego se ve todavía más claro: Jesús lleva a cabo el inicio (archḗ) de las
señales. Las siete señales que obra Jesús describen la transformación que tiene lugar en
nosotros a través de la encarnación de Dios. En este comienzo de las señales resulta
evidente cuál es el objetivo de la transformación. La vida divina debe llenarlo todo en
nosotros.
Más de un lector podría asociar el título de este libro, Atrévete a empezar de nuevo,
con una actitud agresiva, exigente. Como si quisiera decir: debo empezar a cambiar una
y otra vez. Debo probar todos los métodos posibles para convertirme en otra persona. Es
este el sentido que algunos autores dan a sus libros de autoayuda. Y yo mismo me doy
cuenta de que estoy cansado de esos libros. No me gusta volver a empezar a cambiar
cada día. No tengo ganas de tomar constantemente caminos nuevos para hacer de mí otra
persona.

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En la palabra «cambio» ya hay algo agresivo: debo cambiar porque, tal como soy,
no soy lo bastante bueno. Debo hacer de mí otra persona, una persona mejor. Ahí se
esconde el autorrechazo. La respuesta cristiana al cambio es, sin embargo, la
transformación. Eso nos dice la historia de la boda de Caná. Jesús transforma el agua en
vino. El agua representa aquí todo aquello que se ha vuelto insípido en nosotros. Cuando
el espíritu de Jesús llena lo que ha perdido el sabor, se convierte en vino, adquiere un
sabor agradable.
La transformación significa siempre transformación de lo que tenemos a nuestro
alcance, de lo que hay en nosotros. Por eso, la transformación no es tan agresiva como el
cambio. Es más suave. Muestra que todo lo que hay en mí puede existir. Lo observo y se
lo ofrezco a Dios. Y el propio Dios actúa en mí. La transformación es la promesa de que
el propio Dios establece en mí un nuevo comienzo. Pero no es ningún comienzo abrupto
que rechace totalmente lo viejo. Más bien, Dios obra la transformación sobre aquello que
yo le ofrezco. El objetivo de la transformación es que crezca cada vez más hacia la
imagen a la que Dios me ha destinado.
La transformación significa que Dios establece en mí el nuevo comienzo. Mi tarea
no es hacerlo todo distinto, hacer de mí mismo otra persona. Mi tarea consiste, más bien,
en ofrecer mi realidad a Dios tal como es, confiando en que su espíritu lo llene todo en
mí y me moldee cada vez más de acuerdo con la imagen que Él se ha hecho de mí. No es
el típico hacer, sino el dejar que suceda. El renovarse es un proceso que a menudo se
desarrolla de forma imperceptible. Pero al final se encuentra una persona nueva, una
persona renovada, transformada.
Quisiera mostrar qué puede significar esto concretamente con el ejemplo del duelo.
En el acompañamiento de personas en duelo, a menudo percibo la falta de perspectiva y
de sentido. Los afligidos se encuentran impotentes frente a la tristeza. Tienen la
impresión de que no pueden hacer nada con esos sentimientos de tristeza y dolor que les
asaltan.
Algunos se someten a mucha presión. Creen que deberían hacer algo para que la
tristeza desaparezca. Se han marcado un plazo de tiempo en el que debe superarse ese
duelo. Pero, con todo ese voluntarismo y ese someterse a presión, fracasan.

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La transformación es más suave. Consiento la tristeza. Le ofrezco mis sentimientos
a Dios, incluida mi impotencia para cambiar esos sentimientos. Y al ofrecer a Dios mi
duelo, este se va transformando de forma imperceptible. Se llena del espíritu de Dios, de
su amor y de esperanza divina. Entonces, en mi duelo descubro mi gran amor a las
personas que he perdido. Y presiento que mi duelo tiene un objetivo; que a través del
duelo construyo una nueva relación con el difunto y descubro también una nueva
relación conmigo mismo.
Descubro mi verdadera identidad. Y así, poco a poco, puedo encontrar un apoyo
firme en mi tristeza. Y desde ese apoyo firme, mi duelo se transforma en amor y
agradecimiento hacia el difunto y hacia todo aquello que ha quedado transformado en
mí. Ya no soy tan superficial como antes. De mí ha surgido una persona nueva. Pero no
una persona que simplemente ha cortado con todo lo viejo, sino una persona en la que lo
viejo se ha convertido en nuevo.

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16.
LA METÁFORA DE LA LEVADURA

Muchas personas no saben cómo empezar. La vida se les escapa entre los dedos. No
encuentran el hilo que deben agarrar para ordenar su vida. Les gustaría atreverse a algo
nuevo. Pero andan a tientas en la oscuridad. Sienten que algo debería cambiar, pero no
saben cómo. En vistas a esta situación, Jesús contó una parábola que debería darnos
valor:

«¿A qué compararé el reinado de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mezcla con tres
medidas de masa, hasta que todo fermenta» (Lc 13,20s).

La harina representa aquello que se nos escapa entre los dedos. La harina no se
puede aferrar. Cae como polvo sobre todo cuanto se encuentra debajo. Y si queremos
agarrarla con las manos, se nos escurre. Pero cuando la harina se mezcla con la levadura,
entonces se convierte en pan. Entonces se convierte en nutritiva para nosotros mismos y
para otros. Al ver la harina, la mujer podría echarse atrás. Pero da un primer paso. Toma
la levadura en la mano y con ella fermenta la harina. La levadura penetra en la harina.
Aquello que amenazaba con escaparse de entre los dedos se convierte en una masa que
puede ser horneada.
El texto habla de tres medidas de harina. Los Padres de la Iglesia han interpretado
esto simbólicamente. El Espíritu de Jesús llenará nuestro cuerpo, nuestra alma y nuestro
espíritu y lo fermentará todo. Entonces, toda la persona se renovará. Se convierte en pan
que alimenta a otros. Tres medidas de harina bastan para saciar aproximadamente a
ciento cincuenta personas. Así, nuestra vida se convierte en alimento para mucha gente.
Muchos pueden vivir de nosotros si, como la mujer, tenemos el valor de empezar y
fermentar la harina de nuestra vida con la levadura del espíritu de Dios.

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En cuanto a mí mismo, la parábola es un incentivo para mi camino personal. A
menudo tengo la impresión de que la vida espiritual se me escapa de entre los dedos. No
siento ninguna transformación. Aun así, mis antiguos esquemas de vida siguen
funcionando. Ahí, la parábola es para mí un signo de la esperanza: en algún momento, la
harina que hay en mí, tan insignificante, quedará impregnada por la levadura de
Jesucristo.
Y entonces me convertiré en pan que alimenta a otros. Entonces mi vida dará fruto.
Se convertirá en bendición para otros. Y la harina ya no se me escapará de entre los
dedos, sino que estará unida por el espíritu de Jesús, que todo lo fermenta y transforma.

Pero la parábola es, todavía en otro sentido, un signo de esperanza: muchos


managers y empleados me cuentan que se sienten abandonados en la empresa. Intentan
vivir los valores que la empresa propugna en sus directrices. Intentan llevar un espíritu
cristiano a la empresa. Pero parecen luchar por una causa perdida.
Para mí, la parábola supone, en situaciones como esta, un estímulo. Les digo: busca
otros dos trabajadores –eso podría ser una metáfora de las tres medidas de harina– y vive
con ellos los valores cristianos. Si empezáis a relacionaros de manera distinta con los
compañeros, a hablar otro lenguaje, a vivir los valores, eso será como una levadura que
poco a poco fermentará toda la empresa.
Algunos creen que con la poca harina que tienen en las manos no pueden conseguir
nada. Pero la levadura también es insignificante y, aun así, fermenta una gran cantidad
de harina.

Como cristianos, nos sentimos hoy también impotentes ante el mundo secularizado.
Tenemos la impresión de que podemos hacer muy poco en este mundo, que vive
obedeciendo a otras leyes. Pero aquí también la parábola quiere animarnos a empezar
con nuestra fe, a vivirla, a celebrar juntos la liturgia, aunque la congregación se haga
cada vez más pequeña. Debemos confiar en que también nuestra fe, que intentamos vivir
en solitario y en comunidad, se convierta en levadura para la sociedad. Allí donde
empecemos a vivir la reconciliación, nos convertiremos en levadura de reconciliación
para la sociedad. Allí donde estemos llenos de esperanza, a pesar de la desesperación de
nuestra sociedad, nos convertiremos en levadura de esperanza para este mundo.

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Con la parábola, Jesús nos invita a dejar de lado las quejas, que a menudo nos
obstaculizan un nuevo comienzo, y a dejar, en lugar de ello, que la harina que tenemos a
nuestra disposición se impregne de la levadura de Jesús y de sus enseñanzas. Entonces
nos convertiremos en un comienzo para la sociedad en la que nos encontramos, incluso
para el mundo entero.

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17.
EL ESPÍRITU SANTO EN EL COMIENZO

Al evangelista Lucas le encantan las palabras árchein, árchastai y archḗ, con las que
describe cómo Dios, a través de su Espíritu, comienza de nuevo una y otra vez.
La palabra «comenzar» se encuentra con especial frecuencia en los Hechos de los
Apóstoles. Quisiera tan solo meditar sobre una escena de dicho libro: Pedro, el judío
devoto que seguía la ley al pie de la letra, es impulsado por un sueño a viajar a Cesarea,
concretamente a la casa de un centurión romano llamado Cornelio. Para un judío estaba
severamente prohibido entrar en la casa de un pagano. Pero Pedro tuvo una triple visión,
en la que un ángel de Dios le muestra un enorme lienzo con todo tipo de animales y le
dice que los mate y se los coma. Para los judíos está prohibido comer esos animales: se
consideran impuros.
El sueño hizo que vacilara la rígida mentalidad legalista de Pedro. Y cuando tras el
sueño, durante su siesta, tres hombres se plantaron frente a su casa y le pidieron ir con
ellos a Cesarea, él les siguió. Allí bautizó a Cornelio y a toda su casa. Y todos se
llenaron del Espíritu Santo. Cuando Pedro llegó a Jerusalén, los judíos devotos le
reprocharon su comportamiento, que contradecía las normas judías. Pedro pronunció un
discurso para justificarse, en el que decía:

«Apenas empecé a hablar, cuando bajó sobre ellos el Espíritu Santo, como al principio sobre nosotros» (Hch
11,15).

Puesto que Pedro encontró el valor para empezar su predicación, el Espíritu Santo
estableció un nuevo comienzo. También descendió sobre los paganos. Y Pedro recuerda
el comienzo de la Iglesia, en el que el Espíritu Santo había descendido sobre los
atemorizados apóstoles.

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Para mí, esta frase expresa algo esencial: cuando empezamos a decir lo que nuestro
corazón nos dicta, el Espíritu Santo establece un nuevo comienzo en los hombres. El
Espíritu Santo desencadena en nosotros el comienzo. Necesitamos la fuerza del Espíritu
Santo para empezar a hablar. Pero cuando encontramos el valor para empezar, entonces
el Espíritu Santo establece también en otras personas un nuevo comienzo.
Pedro encontró el valor para ese nuevo comienzo, gracias a su triple sueño o a su
visión, como Lucas lo denomina. Puesto que confió en su sueño, el Espíritu Santo
provocó a través de él el comienzo de la evangelización de los paganos. No fue Pablo el
primero en anunciar a los paganos la buena nueva, sino Pedro, el más conservador y fiel
cumplidor de los preceptos judíos. Pero el Espíritu Santo provoca también un nuevo
comienzo en personas que más bien viven del pasado, y a través de ellas pone en marcha
algo que da comienzo a un nuevo futuro. Lo que importa, entonces, es si confío en el
sueño en el que Dios me habla y en el impulso del Espíritu Santo, que a veces me
empuja interiormente a empezar con nuevas palabras o con un nuevo comportamiento.
A menudo tenemos suficientes motivos para rechazar ese nuevo impulso. Entonces,
el Espíritu Santo tampoco puede establecer un comienzo para los demás. Pero a través de
nosotros puede realmente suceder algo nuevo en este mundo. Nadie es perfecto, del
mismo modo que tampoco lo era Pedro. Sin embargo, Dios nos cree capaces a todos y
cada uno de nosotros de empezar, en determinadas situaciones, a pronunciar palabras
nuevas para que el mundo de las personas se renueve.
A veces tenemos el impulso interior de empezar con nuestro discurso, de
pronunciar palabras nuevas. Pero entonces aparecen nuestros argumentos racionales, que
vuelven a reprimir ese impulso. No tenemos ni idea de cómo reaccionarán los demás. Tal
vez todo esto les parezca ridículo. O tal vez los demás me rechacen porque de repente
expreso pensamientos poco habituales.
La historia de Pedro y su discurso frente al centurión pagano Cornelio quiere
animarnos a no prestar atención a las reacciones de los demás, sino al impulso interior,
sin el cual no hay ningún nuevo comienzo. A menudo es el Espíritu Santo el que a través
de tal impulso nos mueve a empezar.

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18.
EL OPTIMISMO DEL COMIENZO

No solo empezamos de nuevo una y otra vez; también recordamos con cariño y
agradecimiento ciertos comienzos. Así, por ejemplo, recordamos el inicio de un amor.
Precisamente para los cónyuges que se han ido distanciando es bueno recordar juntos el
comienzo. ¿Cuál fue la fascinación que les arrastró al comienzo? Y es bueno entrar en
contacto con esa cualidad del comienzo, para que lo que ha envejecido, lo que se ha
desgastado, vuelva a renovarse. El recuerdo vuelve a ponernos en contacto con la fuerza
y la magia del comienzo.
La Carta a los Hebreos nos recuerda la confianza que vivimos en el comienzo:

«Nosotros hemos llegado a participar de Cristo, siempre y cuando retengamos firme hasta el fin la confianza
que tuvimos al principio» (Heb 3,14) [3] .

En la fe hemos participado en Jesucristo, nos hemos convertido en sus compañeros.


Vivimos juntos con él, incluso vivimos en él. Al comienzo, esa experiencia nos ha
llenado de una fuerte confianza y optimismo. Nuestra tarea consiste ahora en conservar
ese optimismo del comienzo.
A menudo hablamos del «celo» inicial. Los novicios en el convento muestran
frecuentemente ese primer entusiasmo. O bien, cuando comenzamos a trabajar en una
empresa, solemos tener unas enormes ganas de empezar. Queremos hacerlo todo bien.
Después, poco a poco, nos cansamos en nuestro camino y nos limitamos a repetir una y
otra vez lo mismo.
La Carta a los Hebreos quiere volver a despabilar a los cristianos cansados. Y una
posibilidad es acordarse de lo que era al comienzo. Al comienzo, los cristianos estaban

53
llenos de optimismo. Se resistían a las contrariedades de la vida. Pero ahora se han
cansado. Las muchas burlas que han sufrido del exterior los han agotado.
Experimentamos ese cansancio en nuestro compromiso con la empresa, pero
también en la relación de pareja. Las muchas ofensas y decepciones que hemos
experimentado nos desgastan. Entonces debemos recordar de nuevo el optimismo y la
confianza con que empezamos. Al hacerlo, entramos en contacto con la calidad del
comienzo. Y así se hace posible también en la relación un nuevo comienzo. No debemos
empezar haciéndolo todo distinto, sino recordando lo que era al comienzo.
El comienzo es el fundamento que permanece en nuestra relación de pareja, en
nuestro interés por el trabajo, y también en nuestra vocación como sacerdotes y monjes.
Desde ese comienzo fluye hacia nosotros la fuerza (archḗ) que nos permite hoy
renovarnos una y otra vez y dejar que resplandezca con nuevo brillo lo nuevo que una
vez empezó en nosotros.

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REFLEXIÓN FINAL:
AHORA SE TRATA DE EMPEZAR

Querida lectora, querido lector: has leído estas reflexiones sobre la osadía de empezar
de nuevo. Tal vez te hayas reconocido a ti mismo en algunas meditaciones o ejemplos.
Ahora se trata, pues, de que tú empieces de nuevo. Pero no hagas como el joven que, al
encontrar tantos espinos y cardos en el campo de su vida, prefirió echarse a dormir. No
empieces cambiando todo en ti o haciéndolo todo de manera distinta. Reflexiona mejor y
pregúntate: ¿por dónde tengo ganas de empezar de nuevo?
El comienzo no debe convertirse en un peso que te eches a la espalda cada día. Más
bien debe dar lugar a una nueva vitalidad en ti. Exige ganas de empezar. Tal vez puedas
comenzar por entender conscientemente cada mañana como un nuevo comienzo.
Observa el intacto campo nevado del nuevo día que se extiende ante ti. Y entonces busca
en tu interior qué huella quieres dejar hoy en la nieve recién caída. Cuando entiendas
cada mañana como un nuevo comienzo, entonces tu vida se transformará. Entonces ya
no necesitarás tantos nuevos buenos propósitos.

No te sometas a la presión de tener que hacerlo todo nuevo. En vez de eso, observa
con toda calma tus relaciones, tu trabajo, tu día a día, tus costumbres. ¿Estás satisfecho y
agradecido con todo ello? ¿O te mueve una inquietud interior? Algunos creen que
deberían superar la inquietud. Pero a veces es una inquietud saludable que nos invita a
reflexionar sobre dónde debemos empezar. No siempre debe ser un nuevo comienzo
exterior. A veces basta con empezar a observar la vida con nuevos ojos y decir
nuevamente sí a la vida que llevamos.
Querida lectora, querido lector: deseo que percibas en ti el impulso interior que te
indique dónde y cómo podrías volver a empezar. Y deseo que a través de ese comienzo
consciente permanezcas lleno de vida, que en tu interior –tal como los griegos lo
entienden– crezca una nueva fuerza, y que los comienzos se conviertan en buenos

55
fundamentos para tu vida, que indiquen a tu vida la dirección correcta: hacia la vitalidad
y la libertad, hacia la paz y la amplitud, hacia la esperanza y el optimismo y hacia un
amor cada vez más grande.

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NOTAS

[1] . Hay varias traducciones al español de los Apophthegmata Patrum; por ejemplo: Luciana MORTARI (ed.),
Vida y dichos de los Padres del Desierto, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996. Versión castellana de M. Montes. (N.
del Ed.).
[2] . Die Ehe wird geschieden. «Geschieden» es participio del verbo scheiden. (N. de la Tr.).
[3] . La traducción de los textos bíblicos citados en esta obra sigue la versión española de la Biblia del P.
Luis ALONSO SCHÖKEL, La Biblia de Nuestro Pueblo (Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 2011).
Excepcionalmente, se ha usado en este ejemplo la versión Reina-Valera Contemporánea, que responde mejor a la
versión alemana usada por el autor (N. del Ed.).

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Índice
Portada 2
Créditos 4
Índice 6
Introducción: Volver a empezar una y otra vez 7
1. Empezar 9
2. Comenzar 12
3. Empezar es dominar 14
4. Principio y fin 17
5. La fascinación de lo nuevo 19
6. Los niños como símbolo del nuevo comienzo 22
7. Navidad: Dios celebra con nosotros un nuevo comienzo 24
8. Empezar de nuevo en cada momento 27
9. El perdón como nuevo comienzo 30
10. Fracasar y volver a empezar 32
11. Resurrección como nuevo comienzo 35
12. Abrahán: emigrar y volver a empezar 38
13. En el principio existía la Palabra 41
14. Lo nuevo ya está germinando 43
15. El comienzo de las señales de Jesús: las bodas de Caná 45
16. La metáfora de la levadura 48
17. El Espíritu Santo en el comienzo 51
18. El optimismo del comienzo 53
Reflexión final: Ahora se trata de empezar 55
Notas 57

58

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