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Carta a un maniquí

Dices que soy loco y te digo que tienes razón, si locura es todo lo que no eres, todo lo que niegas. No quiero
discutir contigo, me ofende tu palabrería insensata. Tus razonamientos huelen a sexo. No puedo arruinar mi
vida mirándote en un espejo, pavoneando tu frivolidad por mi alma, manoseando mi angustia. Eres impura, y
hasta tu corazón lo tienes maquillado de polvo “coqueta”.

No vuelvas a profanar mis dioses, ni mi soledad: lo ignoras todo de la muerte y lo sagrado. Te equivocas si
crees que voy a renunciar a interrogarme por temor a desatar tus furias de hembra celosa. No sacrificaré un
átomo de imaginación para satisfacer tu gelatinoso ego.

Tu insensibilidad al dolor es otro síntoma de tu vacuidad desalmada. Y tu belleza es de esponja. Eres una
plebeya tintineante de joyas, un cadáver perfumado de Dior. Gran lío va a tener el Señor para reorganizar tu
cuerpo y tu alma en el Juicio, pues la tuya la cambiaste por una fotocolor en la revista Vanidades.

Nunca entendiste que la muerte y el arte significaban para mí un diálogo con la vida, con los hombres; que
necesitaba despertar de la realidad, despreciar lo aparente para mirar al fondo, a las esencias. Hasta de mis
fantasmas te sentías celosa, odiabas mi mundo interior como tu rival, y querías aislarme, matar mi Yo para
meterte tú.

Desde que te conozco has querido embrujarme con tu malsana sexualidad, hechizar mi alma, perderme en el
abismo de tu cuerpo, cautivarme en tu laboratorio de nimiedades y caprichos.

Tienes fama de dominar a los hombres con tu alquimia, pero qué va, han manoseado demasiado tu brillo.
Ahora estás devaluada por más que te maquilles, maniquí.

Crees que todo es a tu medida, hasta mis sueños; crees que todo termina en ti, que sólo puedo aspirar a la
altura de tu minifalda.

El único sueño de tu vida es dormir acompañada. Ahí termina tu espiritualidad, en la vaca. Ni eso, sería
elogiarte. Al menos la vaca cuando llena sus panzas se da el lujo de rumiar sus impensados asombros en la
soledad de las praderas. Tú no; cuando estás repleta de placer te abandonas a una suntuosa digestión bajo el
sudario de tu baby-doll.

Me das lástima porque el barro de Dios ha perdido el tiempo y la posibilidad religiosa de encender en ti una
chispita de vida consciente. Es una pena para el barro, y para ti que lo envileces en el lodo.

No soy hombre a tu medida. No doy la talla de tus perros falderos que sacian tu voracidad libertina por una
migaja de placer y figuración en los salones de la sociedad y del arte. Eres peligrosa como un pulpo opresor.
Tu piel me hizo sentir siempre resbalando a la oscuridad ciega de tu carne como a un muladar, negación de
vida y resurrección.

Te confundí con un ser humano; te pido perdón por confundir una mujer, con 50 kilos de vanidad y diez
metros de tubo digestivo metidos en un traje de moda. Es mi culpa, por hacerme ilusiones. De las mujeres
esperé siempre una llave que me abriera una nueva puerta hacia la vida y los misterios del arte y de la muerte.
O descubrir en la hermosa noche irracional del sexo el fulgor de una estrella guiándome en los arcanos cielos
de ultratumba. Pero todas tus llaves son falsas, las usas para cerrar esas puertas y convertir la vida en una
prisión, tu lecho es una fosa.

Me libero de tu infierno que ni siquiera es admirable por el terror. Pues todo lo que allí habita, incluyéndote,
son vicios y potes de crema para maquillar tu monstruosidad en un rostro humano.
Ya no existes, maniquí. ¡Te lo prometo!

GONZALO ARANGO

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