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La figura del aedo en Homero

Por: Mauricio Vélez Upegui

El tema de este breve escrito es Homero, o, mejor, un asunto que concierne a


los dos largos poemas épicos que la tradición literaria de Occidente le atribuye, a
saber, la Ilíada y la Odisea. Antes de precisar dicho asunto, quizás no sobre anotar que
la poesía épica, y en particular la heroica, según Bajtín, es un género acabado, con una
estructura fija y cerrada en sí misma y, por ende, poco idónea para moldear
experiencias artísticas que nazcan del contacto con una contemporaneidad en curso
(1989, p. 456). Entre otros, tres son los elementos estructurales (forma de expresión)
que distinguen esta especie literaria de otras manifestaciones semejantes: a) surge
menos como producto de la escritura que como resultado de una larga tradición
prealfabética, integrada por una serie de prácticas discursivas que trasmiten de una
generación a otra los saberes técnicos cotidianos, así como las distintas modalidades
de pensamiento (Havelock, 2002, p. 54); b) lejos de ocuparse del tiempo presente (del
tiempo en que se sitúan el cantor-recitador y su auditorio), es una poesía que vuelve
la mirada al pasado y recrea una presunta estirpe de hombres, nacidos de la unión de
una deidad y un mortal, que, en la captación imaginaria griega, precede el
advenimiento de la humanidad conocida; y c) encuentra en el verso -pues la prosa aún
tardará en aparecer- la vía de expresión más expedita para comunicar un mundo ido,
remoto y venerable, respecto del cual la inmensa mayoría de los griegos creía que
había existido alguna vez (Castoriadis, 2006, 101 y ss).
En lo que atañe al Homero de los poemas mencionados, pues el canon también
le atribuye el Margites -cf. Aristóteles, Poética, 1448b, 30-, y otras piezas cuyos
protagonistas son animales -Batalla de las arañas, Batalla de los estorninos, Batalla de las
grullas y la Batracomiomaquia-, lo referido (forma de contenido) detenta un carácter
magno, multiforme y conspicuo. Magno, por el tamaño y extensión del esfuerzo
poético realizado (no en vano, los dos poemas suman más de veintiocho mil
hexámetros, enhebrados en tiradas continuas que se afincan en el uso pertinaz y
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reiterado de “fórmulas o frases formularias”1); multiforme, si se repara en la


plasticidad de perspectivas narrativas, la abundancia de personajes, la pequeñez o
amplitud de los espacios, el alcance de las coordenadas temporales, la relevancia de
los temas y la significación universal de los poemas mismos (Ramos, 1988, p. 101); y
conspicuo, dado que en ellos lo dicho, ya mediante símiles cortos o extensos, ya
mediante construcciones paratácticas continuas, ya mediante el empleo de “escenas
típicas” (por mencionar solo tres de los muchos recursos estilísticos utilizados por
Homero), aparece teñido de una grandeza única y de una excelsitud rayana en el
asombro.
La fecundidad artística de estas cualidades deriva de una captación poética
que adopta dos puntos de vista recurrentes: uno, de planos amplios y dilatados, y
otro, a menudo en alternancia con aquél, de planos cerrados y envolventes. Gracias al

1 De no haber sido por los trabajos de Parry, realizados al comienzo de la década de los años 30

en remotos poblados campesinos de la vieja Yugoslavia, donde pudo escuchar, con la ayuda de varios
intérpretes de la zona, a más de 700 trovadores, “cada uno de ellos armado con su gusle, el violín de una
sola cuerda con el que acompañaban las palabras” (Nicolson, 2015, p. 133), muy probablemente muchos
exégetas de Homero hubieran seguido insistiendo en que el rasgo distintivo de sus poemas -la repetición
de palabras y grupos enteros de versos- se debía más a la precariedad imaginativa del autor que al sello
característico de la poesía oral. En efecto, desoyendo a quienes -como François Hédelin, abate de
Aubignac- sostenían que el arte homérico, además de exhibir contradicciones, intrigas inconclusas y
flaqueza en el diseño de caracteres, mostraba un amplio repertorio de situaciones éticas y teológicas
teñidas de inmoralidad (Ong, 1994, p. 26-28), Parry se propuso estudiar la poesía homérica apelando a
los métodos de composición oral de los que fue testigo a lo largo de los meses que pasó entre los cantores
yugoslavos. De regreso a su país, el joven clasicista de Oakland, tras entregar a la Universidad de Harvard
más de trece mil canciones y transcripciones de poesía heroica serbocroata, no pudo menos que verse en
serios aprietos para sistematizar, en una teoría unificada, el producto de sus averiguaciones poético-
etnográficas. Y su muerte prematura, acaecida en 1935, en un inesperado accidente de tránsito, dio al
traste con su empresa intelectual. Sin embargo, gracias a su estadía en tierras balcánicas, Parry logró
confirmar lo que ya antes, durante sus estudios de doctorado en la universidad de California, había
vislumbrado con una convicción inalterable, a saber: que en la base de la composición homérica residía
una depurada técnica de cuidadosas e intencionales repeticiones. Desde entonces, este procedimiento se
conoce, entre quienes se ocupan de estudiar la poesía oral, con el nombre de técnica formular o formularia).
Una fórmula puede ser entendida como un “grupo de palabras empleada regularmente bajo las mismas
condiciones métricas para expresar una idea esencial dada” (Parry, 1971, p. XXXII). La definición
comporta varias implicaciones: a) en Homero, una fórmula puede estar constituida por una palabra
(adjetivo o epíteto), dos o más palabras (usualmente frases nominales) o grupos de versos enteros (las
denominadas escenas típicas); b) antes que estar determinada por el significado, la fórmula, en cualquiera
de las variedades mencionadas, responde a la medida del verso en el que aparece -el hexámetro-; y c) las
fórmulas configuran un amplio depósito de expresiones al que acude el cantor para componer los
distintos versos con los cuales articula la totalidad de la tirada. Ahora bien, en una época como la nuestra,
dominada por la idea crítica de que el valor estético de una obra está en proporción directa con el rechazo
del estereotipo, la expresión predecible, el giro repetido o, en fin, la pobreza estilística, es difícil aceptar
que una parte de la eminencia de los poemas homéricos resida justamente en la técnica formularia. Por
eso le asiste razón a Finley cuando se pregunta dónde puede radicar el genio de Homero. A su juicio,
dicho genio no estriba en el ensamblaje de poemas heroicos cortos e independientes; tampoco en el
lenguaje (pues todo él formaba un acervo común que había sido elaborado de tiempo atrás por cientos
de cantores cuyos nombres se han perdido en la noche de los tiempos); más bien “la preeminencia de un
Homero yace en la escala en que trabajó y en el frescor con que seleccionó y elaboró lo que había
heredado, en las pequeñas variaciones que introdujo, es decir, en el hilvanado del conjunto” (2014, p. 44).
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primero, la mirada homérica ensancha el ángulo de visión y focaliza, en dirección


vertical u horizontal, realidades que son objeto de una referencia más general que
particular. Merced al segundo, la mirada homérica reduce el ángulo de visión y pone
ante los ojos del oyente (del lector), a despecho de la contemplación panorámica,
objetos, eventos o personajes que reciben una descripción puntual y pormenorizada.
En el marco óptico-plástico creado por este segundo punto de vista, el lector poco a
poco comprende que los distintos tipos de seres que Homero pone en escena, llámense
dioses, héroes, mortales, animales parlantes, monstruos o fuerzas naturales
personificadas, son tributarios de dos rasgos esenciales: de un lado, cuentan con un
renombre especial, con una nombradía que no parece conocer límite, en una palabra,
con “una fama imperecedera”([κλέος ἄφθιτον], kleos afthiton); y, de otro, cada uno de
ellos, al actuar en ámbitos bien delimitados que fomentan el contacto y la interferencia
recíproca, se definen por un conjunto de relaciones que los unen y oponen entre sí. El
enlace de ambos rasgos constituye uno de los rasgos sustantivos de la epopeya como
género.
Ahora bien, de entre los numerosos seres que pueblan el universo homérico,
uno, en concreto, se destaca por su aparición intermitente y el rol jugado en la intriga
épica. Homero le concede el nombre de aedo. Ante el lector, su figura se impone
negativamente, pues nunca hace lo que los demás seres realizan. No interviene, por
ejemplo, para regular el ordenamiento cósmico (función atribuida a la deidad que
encabeza el panteón olímpico); tampoco empeña su existencia individual en la
prestación de un auxilio comunitario (tarea inherente a la actuación de los héroes); y
menos consagra sus días a trabajar la tierra (labor asignada a quienes hacen de las
manos una herramienta de producción). Ello por no mencionar otros muchos oficios
artesanales sin cuyos productos un grupo humano se vería forzado a vivir bajo los
imperativos de la necesidad. Sin embargo, Homero es enfático en afirmar que el aedo
se existencializa, por así decirlo, en lo que hace: ser artífice de cantos. Cómo
caracterizar el perfil épico de este agente y qué significación conferirle a su actuación
en el seno de la sociedad descrita por Homero son algunas de las preguntas que esta
averiguación quiere intentar responder, como parte del proyecto titulado “Elementos
que subyacen a la sociedad descrita por Homero en la Ilíada y la Odisea”.
Lejos de encarar el asunto adoptando una perspectiva que busque confrontar
los datos revelados por la arqueología con las indicaciones proporcionadas por las dos
epopeyas homéricas2; lejos también de trasladar anacrónicamente “al mundo

2 Hasta el día de hoy no existe ninguna evidencia que demuestre la existencia histórica del aedo.
Sólo la arqueología ha podido revelar un mural que, según el dictamen de algunos exégetas, sugeriría la
realidad de éste. Si en 1873 Henrich Schliemann saca a la luz, tras siglos de enterramiento, las ruinas del
complejo palacial micénico donde Homero situaba la residencia de Agamenón, rey de la Argólida (2010,
p. 51-60), casi seis décadas después Carl Blegen y un equipo griego de arqueólogos liderado por
Konstantinos Kourouniotis, en 1939, descubren el palacio de Pilos, situado en el sudoeste del Peloponeso,
región gobernada por Néstor (Ilíada, II, 591-602; Odisea, III, 507). Bajo los escombros, y tras largas jornadas
dedicadas a la remoción de cientos de metros cúbicos de tierra, en un amplio paraje enmontado y difícil
de zanjar, los obreros que están a las órdenes de Blegen y Kourouniotis se topan con los fragmentos -
ennegrecidos por los vestigios de un posible incendio- de un fresco revelador (1955, p. 98). Piezas
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homérico los usos del feudalismo con el objeto de asimilar los guerreros homéricos
con los ´caballeros medievales´, produciendo resultados quiméricos” (Carlier, 2005, p.
153); y lejos incluso de aquellos que se empeñan en descalificar el valor literario de la
Ilíada y la Odisea en favor de una consideración que los estima como fecundos
documentos históricos, nuestra aproximación metodológica será hermenéutica. En esa
medida, nos mantendremos dentro del marco discursivo de las obras, pero sin
renunciar a establecer un diálogo con otras fuentes extratextuales, con el fin de
producir líneas de sentido o, si se prefiere, con el propósito de permitir que los textos
signifiquen tanto como puedan, en lugar de hacer prevalecer una interpretación sobre
otra (Recoeur, 1997, p. 88). Cabe añadir que una premisa hipotética regula el asunto
elegido, a saber: entre el cantor y los agentes heroicos se verifica una conexión de doble
vínculo, pues, así como éstos requieren de aquél para recibir una nombradía que se
sobrepone a la experiencia de la muerte física, el aedo precisa de la existencia de los
héroes para poder dar razón de su magisterio (Redfield, 2012, p. 65).
Entremos en materia.
Al margen de que pueda tratarse de una variante dialectal usada por ciertos
grupos humanos de raigambre griega (eolios, jonios o dorios), un nexo etimológico
parece ligar la palabra aedo con el término oda ([ἀοιδή], aoide), traducido, en general,
como “canción”. Según esta alianza, que se acentúa por una semejanza fonética
inmediata, odas y aedo estarían estrechamente relacionados entre sí. El aedo sería, si

dispersas, romas en sus contornos, desvaídas en sus motivos y salpicadas de grietas, aparecen tendidas
en el suelo de las ruinas, como a la espera de un eventual ensamblaje que las pudiera situar en el lugar
que ocuparon originalmente. Cualquier intento de descripción de los detalles que componen la pintura
resulta conjetural. Y ello debido no sólo al precario estado de los trozos conservados, sino también a la
manifiesta borradura de las imágenes plasmadas. Los distintos tonos de ocre característicos de los
fragmentos encontrados apenas si dejan traslucir las huellas de una figuración reconocible. Más parecen
los restos de un rompecabezas pétreo que el mural de una vivienda aristocrática. El artista y arquitecto
anglo-holandés Pier de Jong elaboró una acuarela en blanco y negro para Blegen, y años después Mabel
Lang intervino esta primera reconstrucción dotándola de una serie de motivos llamativos. Contra un
fondo de color rojo intenso, se destaca la figura de un hombre de tez morena cuyo cuerpo, contemplado
de perfil (pues aún los griegos, o quien quiera que haya sido el responsable de esta primitiva fijación
pictórica, no habían desarrollado la plasmación frontal), descansa sobre lo que podría ser un asiento
rocoso, veteado de franjas sinuosas y policromadas. El personaje viste una túnica de color blanco que,
desde el abdomen hasta los pies, incluye una decoración a rayas horizontales muy cuidada. Una corta
capa se sobrepone a la túnica, cubriendo el torso del individuo (¿acaso un aedo?). Pronto se percibe un
contraste cromático entre la blancura del atuendo y la negrura de los brazos y manos del hombre
representado. Toda su apariencia exhibe tensión, por no decir sobria elegancia y aplicada concentración.
Una cítara de cinco cuerdas indica el oficio al cual se dedica. Por supuesto, no alcanzamos a escuchar el
sonido de la melodía que interpreta, pero intuimos que algo produce ya que los dedos de su mano
derecha simulan, con sorprendente realismo, el acto de pulsar las cuerdas. Además, la reelaboración deja
ver, más allá del motivo antropomórfico que domina la pintura, una imagen insólita: un enorme pájaro
blanco, con las alas extendidas, la cola inclinada, el vientre henchido y el cuello levantado, emprende el
vuelo. El volumen del ave supera con creces el tamaño del tañedor, y la trayectoria de su desplazamiento
parece ser el efecto del trabajo del cantor. Mientras el intérprete poético-musical prosigue en su labor, el
enorme pájaro se distancia de la roca, del hombre, de la cítara y de todo aquello que recuerda el mundo
de abajo, la finitud de lo existente, para aventurarse hacia regiones desconocidas y tiempos no sometidos
a medida cronológica (Nicolson, 2015, p. 21).
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no el creador, el cantor de odas; y, al revés, las odas serían, si no el producto de la


acción del aedo, su material de trabajo. Si la sustancia de producción de un escultor es
el mármol o el bronce, la del aedo son las odas. El modo de producir, en su caso, se
designa con un verbo “cantar” ([ἀείδειν], aeidein). Por lo tanto, aedo es el que, al
ocuparse de las odas, las interpreta o canta o, si se quiere, es quien asume la función
de “crear y transmitir ritos, sagas, cantares” (Ramos, 1988, p. 15). ¿Cuánto de la
producción -del acto de cantar- se añade al material odeico? Es difícil precisarlo, si
tenemos en cuenta que, en principio, las odas pudieron haber surgido como piezas
independientes y sin autor conocido, y luego, con el correr de los años, configurar
conjuntos mayores, unificados en torno a una misma temática o a un mismo personaje,
que se adjudicarían a creadores de los que nada sabemos3. Como ejecutante de
canciones, el aedo realiza una labor especializada. Lo que hace es menos cantar lo
nuevo (lo inventado) que cantar lo viejo (lo conocido). Solo que al traer al presente del
canto lo viejo conocido, el material se remoza, se actualiza como si se lo interpretara
por vez primera.
Lo cantado, según inflexiones propias o modulaciones que varían de una
actuación a otra, preexiste al aedo. Más que ser su autor, en el sentido técnico de
innovador, él es su vocero, su divulgador. Aquello que canta no es propio, original,
personal; antes bien, es el efecto de una apropiación. Solo que eso que es ajeno (el
depósito de canciones que pertenece a la comunidad), lo canta como si fuera suyo.
Cantar implica una actividad de repetición, de iteración rítmico-melódica, que se
refuerza con cada emisión verbal. Al reproducir la canción ya existente, el aedo se
convierte en un intermediario a través del cual el pasado y el presente se juntan en
una misma esfera temporal. La palabra que su voz libera mientras canta deviene
nómada, móvil, alada4, pues rompe el cerco de silencio que la aprisiona, adquiere una

3 Sin el auxilio de caracteres gráficos, la canción oral surge en momentos en que, históricamente,

lo audio-táctil prima sobre el sentido de la vista. De ahí que, más que destinarse al registro escrito que se
apoya en el repaso contemplador, ella brota para ser escuchada luego de que el intérprete somete su voz
a sutiles o bruscos desempeños artificiales. No hace falta decir que la voz no es la palabra ni tampoco el
lenguaje a partir del cual ésta irrumpe como tenue o tosco acontecimiento; pero la palabra emitida bajo
la forma de un canto requiere siempre de la voz para que sea audible por aquellos a quienes va dirigida.
Si el canto representa una suerte de más allá del habla, pues rara vez un individuo canta como habla,
igualmente el oír genuino rebasa la mera percepción de la voz e intenta captar lo que la palabra insinúa
o hace despertar. Por ende, acompañadas de diversos instrumentos musicales, tonadas breves y largas,
nacidas del deseo de comunicar eventos, recuerdos, emociones, fantasías e incluso ideas, pronto sirven
de soporte material al lento proceso de desarrollo artístico que habrá de culminar en la consolidación del
fenómeno poético.
4 La frase epea pteroenta ([ἔπεα πτερόεντα], “palabras aladas”), se compone de un sustantivo y un

adjetivo. Si no incluye explícitamente un verbo, y, por tanto, si no se explaya en la configuración de un


enunciado, es porque ella misma sugiere acción y movimiento. El sustantivo epea [ἔπεα] participa de la
misma raíz del vocablo épica; y épica, a su vez, deriva del término griego epos [ἔπος], “palabra, emisión
verbal proferida”. Con el tiempo, epos será el nombre dado a un acto de recitación pública que se sirve de
un verso especial -justamente el épico, que no el lírico-, y el descriptor con el cual se sanciona la existencia
del género literario homónimo (Chantraine, 1968, p. 362). La voz pteroenta [πτερόεντα], en función de
adjetivo, procede del sustantivo neutro pteron [πτερόν], con significado de “ala” o instrumento “para
volar”. Aunque su uso metafórico (aplicado a los remos) no es inusual en la Odisea (VII, 36; XI, 125), su
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forma verbal derivada de un firme esfuerzo articulatorio y se inserta en una cadena


de interpretaciones sucesivas. Dado que las expresiones de la canción son prestadas,
tomadas de otros, que a su vez debieron haberlas oído pronunciar a terceros, es la voz
cantada la que da status el aedo, la que lo sitúa más allá de cualquier compartimiento
social. En efecto, su voz, acompasada para permitir que el oyente perciba lo invisible
-una realidad que no por ser distante es menos significativa-, aparte de nombrar, o,
mejor, de tener el poder para nombrar (y nombrar es siempre una manera de invocar
o de apelar), apunta a algo que rebasa la simple designación: subrayar cómo la vida
está atada a un destino -quizás a una fatalidad- (Lynch, 1987, p. 30).
¿Qué lugar ocupa el aedo en la sociedad descrita por Homero? Al respecto cabe
señalar que dos nombres comunes son empleados por Homero para cortar,
horizontalmente, el tipo de sociedad imaginada y proyectada por los poemas: en la
capa superior, y cohesionados por una ocupación dominante -la de la guerra-, se
encuentra la “mejor gente” ([ἄριστοι], aristoi); gente condicionada por un código
nobiliario del que son inseparables las nociones de arete [ἀρετή], en su doble valor de
fuerza física y eximias cualidades espirituales, y de andreia [ἀνδρεῖα], asumida como
valentía ante la brutalidad y violencia de la lucha bélica (Jaeger, 1967, p. 21 y ss); y, en
la capa inferior, a gran distancia de la élite guerrera, el resto de la población, para cuya
calificación no existe un vocablo específico sino un sustantivo genérico: “la multitud”
([πλῆθος], plethos) (Finley, 2014, p. 68). De este grupo, desagregado en ocupaciones
varias (heraldos, “doncellas de cámara”, escanciadores, despenseras, trinchadores,
porqueros, timoneles, aurigas, adivinos, etc.), no cabe predicar que sean artesanos, así
su fuerza de trabajo esté concentrada en las manos; simplemente son servidores,
personas que realizan un trabajo, a cambio del cual logran sobrellevar la vida diaria,
a veces en condiciones difíciles, como ayudantes de una casa señorial. Por debajo de
ellos, en el escalón más bajo de la pirámide social, aparecen los esclavos, obtenidos
como botín de guerra o fruto de transacciones que se realizan en el mercado. Existe,
pues, en este microcosmos, una relativa división del trabajo o, si se prefiere, una
naciente especialización de los oficios. El orden social, fundado en jerarquías rígidas
y atávicas, se mantiene a condición de que los individuos realicen la función que les
corresponde, y sólo esa función.
En atención a la estructura aristocrática expuesta, ¿a quién aplica Homero el
título de aedo? No, evidentemente, a aquel que hace parte de los hombres eminentes
(poseedores de amplias riquezas) ni tampoco al personaje que podría confundirse con
la masa de individuos cuyo destino queda a merced de los que, como herederos de

empleo literal indica el sentido de lo ligero, veloz, dinámico, instantáneo e, incluso, rumoroso
(Chantraine, 1968, p. 947-8). Aunque la frase constituye una fórmula, y más, la fórmula con la que se
construye y completa uno de los posibles hemistiquios del verso, no deja de enseñar un sentido especial:
pronunciada por los dioses, denota la instantaneidad con que lo divino se hace patente entre los mortales;
y voceada por los héroes, connota la prudencia que se capta de inmediato en una situación de
interlocución o, por el contrario, la insensata manifestación de una palabra que no ha pasado por la criba
de la razón. Por supuesto, las palabras aladas, en boca del aedo, son aquellas que, al recoger los
pronunciamientos de los dioses y héroes, trascienden la inmediatez de su propia situación enunciativa y
dejan oír el eco de sus sonidos y sentidos en los tiempos ulteriores
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sangre y propiedades, portan el cetro de mando y “el poder de vida o muerte”. La


posición del aedo es extra-estamentaria, por más que funja de “funcionario de la
soberanía” (Detienne, 2004, p. 76), en un contexto en el que el soberano ([βασιλεύς],
basileus) concentra en sí mismo la totalidad de las funciones con que se organiza y
administra la vida palaciega (Vernant, 1992, p. 40), o por más que ejerza su magisterio
dentro de ambientes populares, salpicados a menudo de tintes festivos. A caballo
entre el combatiente notable y el hombre corriente, el uno empeñado en probar su
virtud incluso durante los períodos de tregua o paz, y el otro subyugado por los afanes
de una vida precaria, el aedo interactúa con cualquiera de ellos, anulando,
momentáneamente, la brecha de “clase” que los separa.
No es inusual que, en Homero, según una lección que Aristóteles recogerá en
la Poética para trazar la semblanza del héroe trágico (15, 1454a, 16 y ss), los personajes
se caractericen apelando a dos recursos: externos e internos. En atención a los
primeros, ciertos signos aparecen en relación de contigüidad (metonimia) con aquello
que es depositario de sentido. En el caso del aedo, el cetro o bastón de mando y la
cítara son sus emblemas distintivos.
Entre los griegos, el cetro o bastón de mando ([σκῆπτρον], skeptron) -que los
reyes y sacerdotes pueden sostener igualmente en sus manos- se asocia a una figura
de poder. Sólo que este poder recubre varios niveles de significación. El más relevante
es el que lo une a la Palabra; pero no a la palabra que se piensa o que yace prisionera en
las mientes (el giro es de Homero), sino a la palabra pública, entendida no tanto como
la palabra del público cuanto la palabra que se dirige a él, y, más, “que éste quiere oír”
(Mejía Toro, 2006, p. 86). Quien, como el aedo, toma la palabra para destinarla a un
público que la escucha con respeto y veneración (incluso, con piadosa actitud de
descendiente), encarna una especie de poder cuya fuente procede menos de la
naturaleza que de una investidura divina, concretamente de Zeus. Así, el cetro se
convierte en objeto sacro, en objeto simbólico que, al ser portado en la mano y
transmitido hereditariamente, “objetiva de alguna manera la fuerza de la soberanía”
(Vernant, 2002, p. 158). Adicionalmente, el oficio del aedo no se concibe sin el empleo
de un instrumento musical. Hablamos de la cítara; ésta, mucho más que la flauta de
doble tubo ([αὖλος], aulos) o que la fórminge ([φόρμιγξ], phorminx), es el objeto del que
se sirve el aedo para ejecutar su trabajo. Aedo, oda y cítara forman, entonces, una
tríada inseparable. Pese a ser inanimada y subordinada a la manipulación de un
habilidoso agente, según la distinción de los bienes de propiedad que Aristóteles
planteará siglos después (Política, I, 1253b, 4 y ss), la cítara, en manos del aedo, se torna
en fuente de animación melódica. No es que ella cobre vida y haga innecesario al
ejecutante cuyas manos dedos sostienen el plectro con el cual se afinan y pulsan las
cuerdas; pero no parece haber duda de que, sin su empleo, o sin el uso simultáneo de
ella, la actividad de cantar se vería debilitada, y, por qué no, silenciada. Cerremos este
breve apartado subrayando que la actuación del aedo sólo se completa cuando,
conforme a la hipótesis lanzada por Gentili, los versos del relato y la melodía de la
cítara se fusionan en un conjunto artístico armónico (citado por Muriel Espejo, 1991,
p 61).
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De otro lado, el aedo es aquel hombre cuyo carácter deja entrever, durante su
actuación festiva, tres signos que se relacionan con su arte y que, en la tradición
prehesiódica, personifican las potencias religiosas de las Musas primigenias. En
primer lugar, el aedo ha de ser tocado por la gracia divina como requisito previo de
toda canción bien lograda ([μελέτη], Melete); en segundo lugar, ha de estar dotado de
una memoria ingente, necesaria para ensamblar los cantos y recitarlos ante auditorios
diversos ([μνήμη], Mneme); y, en tercer lugar, lo producido, el canto mismo, siempre
nuevo dado que compone y ejecuta durante el momento mismo de la audición, ha de
concebirse y plasmarse según un orden especial ([κατὰ κόσμον], kata kosmon) que
garantice, de una parte, su inteligibilidad narrativa y, de otra, su pretensión de verdad
([ἀοιδή], Aoide) (Detinne, 2004, p. 61). Este estrecho vínculo que el aedo mantiene con
las Musas “queda testimoniado fundamentalmente por el epíteto “divino” ([θεῖος],
theios) que le incluye …en el grupo de los privilegiados” (Espejo Muriel, 1991, p. 163).
El canto, a la sazón, se enlaza a la memoria. Antes que ser sólo una facultad
psicológica activada para recuperar el espíritu de los eventos o seres desaparecidos,
esta memoria es una dádiva concedida por los dioses a aquellos que, como el aedo,
narran, en forma de canciones, “lo que es, lo que iba a ser y lo que ha sido” (Ilíada, I,
70; Hesíodo, Teogonía, 32 y 38). Dación de los dioses puesto que, en el ideario religioso
griego, la memoria ([μνημοσύνη], Mnemosyne) es una entidad personificada cuyas
hijas, las Musas, al tiempo que nombran las cualidades que exige el quehacer poético,
connotan los campos de acción de cada una de las artes. La gracia de la memoria,
materializada en el acto de invocación a las Musas (Ilíada, I, 1; II, 484; XIV, 508; Odisea,
I, 1), no excluye el largo aprendizaje de un oficio que hace de los encuentros humanos
la mejor ocasión para el ejercicio del canto. El canto practicado con el auxilio de la
memoria divina permite al aedo convertirse en una especie de vidente. Aun estando
entre los hombres, viviendo con ellos, participando de sus afanes, él logra contemplar
lo que los demás no ven y oír lo que escapa a la audición ordinaria. En cierto modo,
accede, mediante su memoria, “a los acontecimientos que evoca, pues tiene el
privilegio de ponerse en contacto con el otro mundo” (Detienne, 2004, p. 62). En este
contacto no hay señales de éxtasis, tampoco indicios de una conciencia alterada y
menos algo que se asemeje al desarreglo de los sentidos de una experiencia-límite. Si
en su acto comunicativo interviene la mediación arrobadora de las Musas es porque
la palabra que canta adquiere una notable cualidad: no se discute y, en cambio
“organiza, decreta, ordena, instituye, crea” (Echavarría Yepes, 2012, p. 86). En esa
medida, la eficacia del canto es signo del renombre del cantor.
La reunión, el encuentro, la fiesta es la circunstancia que propicia la actividad
del aedo. Para los griegos homéricos, la fiesta es la contracara de la guerra. El carácter
celebrativo de la fiesta cuenta con el aval del soberano y, sobre todo, con el concurso
de un aedo profesional. El canto que modula dicho profesional, ante el cual los
hombres dejan traslucir una disposición jovial característica, jamás está dirigido a
ensalzar las virtudes de su propio magisterio. Su “yo” desaparece tras el contenido de
lo que comunica y eso que comunica invariablemente concierne a una tercera persona.
En efecto, el pronombre de tercera persona del singular o plural es el embrague que
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domina la instancia enunciativa del canto. Si el aedo no canta para sí mismo es porque
su oficio supone cantar para otros que, a despecho de toda desigualdad, se reconocen
formando un gran nosotros. Como catalizador de un encuentro festivo, el canto entraña
una dimensión aglutinante, en dos sentidos: atrae como un imán la atención de los
escuchas, cuyos oídos se abandonan a la seducción ejercida por la fuerza de las
palabras proferidas, y reafirma una identidad común a partir del trasfondo referencial
que las líneas melódicas recrean en el instante mismo de la emisión. Tan pronto como
congrega a los hombres para hacerlos partícipes de una vivencia integradora, el aedo,
espoleado por el deseo de que su canto descubra “lo original, la realidad primordial”
(Detienne, 2004, p. 51), se toma el tiempo y el espacio de la fiesta. Aquí nada ocurre,
nada rompe el continuum de la existencia, salvo la audición del canto, la cual es
presentada como un auténtico acontecimiento, pues su contenido, además de fijar el
cuadro mental en relación con el cual lo narrado adquiere significación, transmite un
mensaje, una información (Havelock, 2002, p. 42), que hace las veces de fuente
“histórica” de la comunidad.
En un mundo carente de escritura, la sociedad venera al aedo porque en él
reconoce la existencia de un don especial, necesario para suplir los embates del olvido.
Al no disponerse de archivos, registros, o minutas que informen acerca de las
filiaciones de parentesco, los contratos matrimoniales, las haciendas de familia -
constituidas por propiedades, cabezas de ganado, instrumentos de acción y
producción- y demás aspectos de la vida cotidiana, y al no tener a la mano técnicas,
procedimientos o marcas de inscripción que ayuden a fijar un cuadro cultural
determinado (del que no debemos excluir las creencias, los modos de razonamiento,
las formas artísticas, etc.), los griegos homéricos encuentran en el aedo al individuo
capaz de almacenar, trasmitir y actualizar el saber compartido de la comunidad.
Bendecido con la gracia y el poder de una memoria omnisciente, el aedo obra como
mnémon de la colectividad: en el saber que posee, y que comunica por medio de relatos
cantados, los hombres, anota Vernant, tienen la posibilidad de vislumbrar el horizonte
antropológico del que pueden extraer sus orígenes (2008, p. 75). Al mismo tiempo en
la cosmovisión vehiculada por los cantos, la sociedad se contempla como ante un
espejo. Lo que éste devuelve es una imagen ampliada del grupo. Por eso, honrar al
aedo, incluso a despecho de la autoridad que impone el soberano, es un acto que
rebasa las normas de la cortesía humana.
Concluyamos diciendo que en las voces que se ensamblan unas a otras hasta
conformar la leyenda “nacional” griega, el aedo toma metadiegéticamente el lugar de
Homero, vierte en tiradas melódicas el articulado de su canto y lanza al viento, como
emisiones que traspasan el “vallar de sus dientes” (la fórmula se repite en las dos
epopeyas), palabras que, con la misma velocidad con que vuelan las aves, recalan en
los oídos de los hombres del pasado y, muchos siglos después, en los ojos de los
lectores contemporáneos, más habituados a percibir la grafía de las letras escritas que
la resonancia de los sonidos versificados y menos dispuestos, quizás, a dejarse
embaucar por el tenue susurro de las Musas que por las ilusorias certezas de la Razón.
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