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El enfriamiento espiritual
Octavius Winslow
El enfriamiento espiritual
Publicado por Editorial Peregrino, SL
La Almazara, 19
13350 Moral de Calatrava (Ciudad Real) España
www.editorialperegrino.com
info@editorialperegrino.com
Publicado originalmente en inglés en 1841 con el título
Personal Declension
Declension and Revival of Religion in the Soul
1
Índice
Prefacio
1. El eenfr
nfriam
iamien
iento
to iinci
ncipie
piente
nte
2. El eenfr
nfriam
iamien
iento
to en eell am
amor
or
3. El enf
enfri
riam
amien
iento
to en la fe
4. El en
enfri
friam
amien
iento
to een
n la o
orac
ració
ión
n
5. El enf
enfriam
riamient
iento
o en lo ttocan
ocante
te al eerro
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doctrin
trinal
al
6. De eentr
ntris
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7. El pr
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fructíf
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8. El SSeñor
eñor com
como
o re
resta
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uradorr de su pu
pueblo
eblo
9. El SSeñor
eñor com
como
o gguard
uardador
ador de ssu
u pue
pueblo
blo
Prefacio
2
3
Capítulo 1
El enfriamiento incipiente
«De sus caminos será hastiado el necio de corazón»
(Proverbios 14:14)
Si hay alguna consideración que infunda más humildad que ninguna otra a un creyente
de mentalidad espiritual es que, después de todo lo que Dios ha hecho por él; después
de todas las abundantes demostraciones de su gracia, la paciencia y la ternura de su
instrucción, la repetida disciplina de su pacto, y las lecciones impartidas por la
experiencia, aún exista en el corazón un principio cuya tendencia es la de apartarse
secreta, perpetua y alarmantemente de Dios. Sin duda, este solemne hecho es motivo
de sobra para postrarse completamente ante él.
Si, en este primer planteamiento del asunto que estamos tratando, podemos
atribuir una causa al creciente poder que se le permite ejercer en el alma a este
principio latente y sutil, tendríamos que hablar de la tendencia perpetua del creyente a
olvidar la verdad de que no hay ningún elemento esencial en la gracia divina que lo
proteja del mayor de los enfriamientos si confía únicamente en sus propias fuerzas;
tales son las influencias hostiles que lo rodean, tales son los feroces ataques a los que
está expuesto, y tal es la débil resistencia que es capaz de ofrecer, que no hay momento
en que —por gloriosa
gloriosass que hayan sidsido
o sus anter
anteriores
iores vvictoria
ictorias—
s— el proce
proceso
so del
enfriamiento en el alma no pueda haber dado comienzo ya de forma inadvertida. Hay
una tendencia en nosotros a deificar las virtudes del Espíritu. A menudo concebimos la
fe, el amor y las virtudes asociadas como si fueran intrínsecamente omnipotentes.
Olvidamos que, aun cuando son de un origen indudablemente divino, de una naturaleza
espiritual y con un efecto santificador, no son capaces de mantenerse de forma
autónoma, sino por medio de la vida y el alimento que reciben constantemente de
Jesús; que, en el momento en que se las deja a su merced, se produce un decaimiento y
un enfriamiento inevitables.
Comoquiera que sea, aquí hemos de reivindicar una verdad muy importante y
valiosa, esto es, la naturaleza indestructible de la gracia verdadera. La gracia genuina en
el alma nunca puede llegar a desaparecer del todo; la fe genuina no puede flaquear
completa y definitivamente. Solo hablamos de su debilitamiento. Una flor puede
marchitarse y aun así mantenerse viva; una planta puede estar débil y seguir viva a
pesar de ello. En el enfriamiento espiritual más acusado, en el estado de gracia más
débil imaginable, siempre queda algo de vida. En medio de todas sus desviaciones, de
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gloria. ¿Puede sorprendernos que no lo conozca al morar de manera más oculta aún en
los corazones de sus miembros? Crucificó a Cristo en persona, lo ha crucificado en las
personas de sus santos y, de ser capaz, volvería a crucificarlo. Y, sin embargo, hay algo
en la vida divina del creyente que despierta la admiración en un mundo que rechaza a
Cristo. Que el creyente sea desconocido y a la vez conocido; que deba morir y a la vez
viva; que sea castigado y no matado; que sufra y a la vez se regocije perpetuamente;
que sea pobre y a la vez enriquezca a muchos; que no tenga nada y a la vez lo posea
todo; todo esto es sin duda un enigma, una paradoja, para la mente carnal.
Ciertamente, hay momentos en que el cristiano es un enigma para
enigma para sí mismo
mismo.. ¿Cómo
puede mantenerse la vida divina en el alma rodeada de tantas cosas que la debilitan,
mantenida con vida entre tantas cosas que la mortifican, esa chispa brillante que no se
extingue a pesar de quedar oscurecida en la tempestad? Por abandonar toda alegoría:
la forma en que su alma avanza ante la mayor oposición, se eleva cuando más oprimida
está, se regocija en la mayor de las aflicciones y canta con más fuerza y entusiasmo
cuando más onerosa es su cruz y más profundamente clavado está el aguijón, bien
puede llevarle a exclamar: “¡Soy una maravilla para los demás, pero mucho más para mí
mismo!». Pero, si bien la naturaleza y el fundamento de la vida divina en el alma se
encuentran ocultos, no sucede lo mismo con sus efectos efectos,, y estos demuestran su
existencia y su veracidad. El mundo tiene puesta su mirada fija y escrutadora en el
creyente. Advierte cada uno de sus pasos, examina con detenimiento cada uno de sus
actos y analiza sus motivos ocultos. Ningún defecto, ninguna desviación, ninguna
contemporización, escapan a su atención o a su condena: espera (y está perfectamente
acreditado para ello) una armonía absoluta entre los principios y la praxis; censura (y
está en su pleno derecho) cualquier discrepancia flagrante entre ambos. Afirmamos,
pues, que el mundo impío observa los efectos de la vida de Dios en el alma del
creyente. Hay algo en el caminar honrado y recto de un hijo de Dios que llama la
atención de los hombres y los sorprende, y no pueden más que admirarlo y maravillarse
de ello a pesar de su odio y de su desprecio.
Otra característica adicional de la vida divina en el alma es su seguridad . «Vuestra
vida está escondida con Cristo en Dios». Allí nada puede tocarla: no hay fuerza capaz
de destruirla. Está «escondida con Cristo»,
Cristo», el Hijo amado del Padre, el deleite, la gloria,
el tesoro más valioso y preciado de Jehová; y, más aún, está «escondida con Cristo en
Dios», en la mano, en el corazón, en la omnipotencia, en la mismísima eternidad de
Dios. ¡Qué perfecta seguridad la de la vida espiritual del creyente! Ningún poder en la
tierra o en el Infierno puede afectarla. Quizá sufra el asedio de Satanás, los ataques de
la corrupción, el escarnio de los hombres, y puede que en un momento de incredulidad
y en la hora de la prueba más dura, el mismísimo creyente dude de su existencia; sin
embargo, ahí está, profundamente alojada en la eternidad de Dios, ligada con el
corazón y la existencia de Jehová, y ningún enemigo puede destruirla. «Es tan
probable —afirma
—afirma ChaCharnock—
rnock— que Satan
Satanás
ás pueda pr privar
ivar al creyent
creyentee de su vvida
ida
espiritual o destruir ese principio de gracia que Dios ha implantado en él como que
pueda expulsar a Dios del Cielo, minar la seguridad de Cristo y arrancarlo del seno del
Padre». Pero alguien mayor que Charnock afirmó: «Yo les doy vida eterna; y no
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perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Juan 10:28). Que las ovejas y
los corderos de la «manada pequeña» se regocijen porque el Pastor vive y porque,
debido a que él vive, también ellos vivirán. Pero pasamos ahora a la consideración del
enfriamiento de esta vida en el alma.
Por un estado de enfriamiento incipiente entendemos ese debilitamiento de la
gracia y la vida espirituales en el creyente que caracteriza a su etapa más temprana y
oculta. Está latente y escondido, por cuanto es más insospechado y tanto más
peligroso. El doloroso proceso de la enfermedad espiritual puede desarrollarse de una
manera tan discreta, silenciosa e inadvertida que su víctima puede haber perdido
mucho terreno, buena parte de sus virtudes y de su vigor, y haber sido engañado para
que caiga en un preocupante estado de esterilidad y debilitamiento espirituales sin que
siquiera albergue la menor sospecha de ello. Tal como le sucedió a Sansón, puede que
se despierte de su sueño y diga: «Esta vez saldré como las otras y me escaparé. Pero él
no sabía que Jehová ya se había apartado de él» (Jueces 16:20). O quizá se parezca a
Efraín, de quien se dice: «Devoraron extraños su fuerza, y él no lo supo; y aun canas le
han cubierto, y él no lo supo» (Oseas 7:9). Este es el estado del alma que nos
aprestamos a examinar: un estado que no tiene que ver con la mirada de los hombres,
sino de forma especial e inmediata con un Dios santo y escrutador. Al considerar el
estado de un relapso de corazón podemos mostrar, en primera instancia, lo que no
implica forzosamente un estado de enfriamiento incipiente.
Y, primeramente, no implica alteración alguna del carácter esencial de la gracia
divina, sino un declive oculto de la salud, el vigor y el ejercicio de esa gracia en el alma.
Tal como sucede en el cuerpo animal, el corazón no se ve despojado en modo alguno de
su función natural cuando, por causa de la enfermedad, no emite más que unos débiles
latidos al organismo; igualmente, en la constitución espiritual del creyente, la gracia
divina puede estar enferma, débil e inoperante y, sin embargo, conservar su carácter y
sus propiedades. Quizá el pulso sea débil, pero sigue latiendo; puede que la semilla no
fructifique, pero «vive y permanece para siempre»; siempre» ; quizá la naturaleza divina
languidezca, pero jamás podrá entremezclarse o entrar en connivencia con ninguna
otra, y siempre mantendrá su divinidad pura e inalterada. Y, sin embargo, aun cuando
no experimente modificaciones en su naturaleza, la gracia divina puede debilitarse
hasta extremos alarmantes en su vigor y su ejercicio. Puede enfermar, flaquear y estar
al borde de la muerte; puede quedar tan debilitada por su declive que sea incapaz de
ofrecer resistencia a los avances de una fuerte corrupción; tan inoperante y doblegada
que la pereza, la mundanalidad, el orgullo, la carnalidad, y sus vicios asociados,
obtengan una victoria fácil y cómoda sobre ella.
Este declive de la gracia puede avanzar igualmente sin que se produzca un marcado
declive en el discernimiento espiritual del juicio, en lo tocante a la belleza y la
pertinencia de la verdad espiritual. La pérdida del disfrute espiritual, no de la percepción
la percepción
de la belleza y la armonía de la verdad, ese será el síntoma que traicione el verdadero
estado del alma. El juicio no perderá un ápice de su claridad, pero el corazón se quedará
si buena parte de su fervor; las verdades de la Revelación, en especial las doctrinas de la
gracia, ocuparán la misma posición destacada en lo referente a su valor y su belleza y,
7
secreto e incipiente alejamiento de Dios. ¿Qué otro síntoma más elocuente requiere de
su verdadero estado que el hecho de que satisfaga y alimente su alma —si es que tal
cosa puede calificarse
calificarse de alimento— con un formalismo inerte
inerte?? Un estado saludable y
vigoroso de la religión en el alma exige mayor alimento y sustento que este. Un
creyente que anhela a Dios, que tiene hambre y sed de justicia, cuya gracia medra, cuyo
corazón está profundamente involucrado en sus deberes espirituales, vivaz, con espíritu
de oración, humildad y ternura, que se eleva en su naturaleza y sus deseos; un estado
caracterizado por estas cosas no puede conformarse con el aspecto formal e inerte de
los deberes religiosos. Cuando la vida de Dios en el alma se encuentra en un estado
saludable no puede considerar todo eso más que algarrobas: ansía más; tendrá hambre
y sed, y ese anhelo espiritual habrá de ser satisfecho. Nada puede satisfacerla y saciarla
salvo vivir de Cristo, el pan y el agua de vida. «Yo soy el pan de vida».
vida» . «Si alguno tiene
sed, venga a mí y beba».
beba» . «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera
bebida».. La persona profesante que se pasa la vida sin este alimento, exponiendo a su
bebida»
alma a la inanición, bien puede exclamar: “¡Mi desdicha, mi desdicha, ay de mí!». mí!». ¡Qué
solemnes son estas palabras del Señor para tales personas!: «De cierto, de cierto os
digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros» (Juan 6:53).
Por otro lado, cuando un profesante puede leer su Biblia sin percibir sabor espiritual
alguno, o no escudriñarla con un sincero deseo de conocer el sentir del Espíritu con
miras a tener una conducta santa y obediente, sino impulsado meramente por la
curiosidad o por un apetito literario, es una prueba segura de que su alma está
retrocediendo en términos de una espiritualidad real. Nada hay, quizá, que indique tan
a las claras el tono de la espiritualidad de un creyente como los ojos con que mira las
Escrituras. Se pueden leer como si fueran un libro cualquiera, sin una profunda y
solemne convicción de que «toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para
enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre
de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Timoteo
3:16–17). Se pueden leer sin deleite espiritual, sin que conduzcan a la oración, sin
atesorarlas en el corazón ni tener en cuenta sus santos preceptos en la vida cotidiana,
su dulce consuelo, sus fieles advertencias, sus afectuosas admoniciones y sus tiernos
reproches. Y, así leídas, ¿cómo puede esperar un creyente obtener de las Escrituras esa
«utilidad» para la que fueron tan expresamente concebidas?
Cuando un cristiano profesante puede orar
orar y,
y, sin embargo, reconocer que carece de
cercanía alguna al trono, que no llega a tocar el cetro ni tiene comunión con Dios;
cuando le llama «Padre» sin tener la conciencia de ser adoptado; cuando confiesa el
pecado de forma general, sin buscar a Dios por medio de la cruz; cuando no siente que
cuenta con la atención y el corazón de Dios, estamos ante pruebas incontrovertibles de
un estado de enfriamiento de la religión en el alma. Y cuando, además de eso, es
incapaz de encontrar solaz en el ministerio espiritual de la Palabra; cuando se siente
incómodo e insatisfecho ante la exposición práctica y escrutadora de la verdad; cuando
se prefiere las doctrinas a los preceptos, las promesas a los mandatos, los consuelos del
evangelio a sus admoniciones, estamos ante un estado de enfriamiento incipiente.
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esposa mía; he recogido mi mirra y mis aromas; he comido mi panal y mi miel, mi vino
y mi leche he bebido».
bebido». Así, pues, su enfriamiento vino precedido por una comunión
cercana y especial con su Señor. ¡Y cuántos miembros del pueblo del Señor pueden dar
fe de esta misma verdad solemne de que algunos de sus más tristes alejamientos han
venido precedidos por épocas de la más cercana y afectuosa comunión con su Dios y
Padre! Es tras tales períodos cuando el creyente más expuesto está a un espíritu de
autocomplacencia. Si no se somete al corazón a una vigilancia extrema, el ego no tarda
en apropiarse de la gloria y la alabanza por la bondadosa visita que ha hecho el amor de
Jesús al alma y sondea en su propio interior en busca de algún motivo oculto que lo
haga acreedor de tal misericordia. Cuando el Señor imparte una bendición precisamos
gracia especial para evitar la caída por causa de esa mismísima bendición. El caso de los
discípulos nos ofrece un ejemplo memorable de esta idea. La ocasión en la que se dio la
circunstancia a la que vamos a referirnos fue de lo más solemne y emocionante: fue la
escena inmediatamente anterior a la crucifixión de Jesús. Lucas deja constancia de ello
del siguiente modo: «Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es
mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera,
después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi
sangre, que por vosotros se derrama» (Lucas 22:19–20). ¿Qué momento podría haber
habido más santo que este? ¡Aquí tenemos a los discípulos disfrutando de comunión
con el adorado Emanuel en el terrible misterio de sus sufrimientos! Pero,
inmediatamente después de este santo culto, ¿qué es lo que leemos?: «Hubo también
entre ellos una disputa sobre quién de ellos sería el mayor» (v. 24). ¡Aquí vemos
algunas de las demostraciones más atroces de la naturaleza caída: pasiones, celos,
envidia, resentimiento, en un momento en el que aún les quedaban en los labios restos
de los elementos del supremo amor de su Salvador! ¡Qué lección más instructiva nos
enseña esto! ¡No confiemos en nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos,
oremos sin cesar y, de forma particular, «velemos y oremos» en los momentos
inmediatamente posteriores a las épocas de especial cercanía con Dios, o de haber
recibido favores especiales de su mano! «Los goces espirituales fuera de lo común —
comenta sabiamente
sabiamente Tarill— son peligro
peligrosos,
sos, y dejan a un hombre muy necesitado
necesitado de la
gracia de Dios.
especiales comoExponen a tentaciones
el orgullo espiritual, el especiales, tienden
contentamiento cona el
darestado
lugar presente
a corrupciones
y una
inapetencia de un estado mejor. Si el Señor concede acercamientos especiales, es
preciso saber que ese es un momento en el que la gracia es particularmente necesaria
para ser guiados. Estos se producirán más a menudo, serán más intensos y duraderos, si
se aprovechan bien. Cuanto mayor es la bendición, mayor es el pecado de utilizarla
erróneamente; cuanto mayor es la bendición, mayor es la dificultad de orientarla en la
dirección correcta; y cuanto más difícil es la tarea, mayor es la necesidad que tenemos
de la gracia de Dios, y más frecuentes y fervientes habrán de ser nuestras súplicas al
trono de Dios para disfrutar de esa necesaria y provechosa gracia de Dios».
Por otro lado, advirtamos la propensión a endurecerla que tienen los enfriamientos
repetidos en su caso. En el capítulo 3:1 manifiesta algún deseo de Cristo, aunque su
postura ya indica un espíritu apático: «Por las noches busqué en mi lecho al que ama
13
mi alma».
alma». Cristo llama inmediatamente después, pero ella ya se ha hundido en un
sueño tan profundo que no se levanta para darle entrada. Sigamos los pasos y
advirtamos la naturaleza insensibilizadora del enfriamiento del alma. En primer lugar se
coloca en una postura apática, y pronto la oímos decir: «Duermo». ¿Por qué tantas
personas que, en apariencia, buscan a Cristo no llegan a alcanzarlo? En la mayoría de los
casos no cuesta demasiado trabajo determinar la causa. Es esta: lo buscan
apáticamente desde sus lechos. Sus deseos son tan débiles, su estado espiritual es tan
mortecino, sus corazones están tan fríos, que la mismísima forma de buscarlo confiere
una aureola de insinceridad a sus deseos y casi parece que están pidiendo a gritos que
no se les concedan sus peticiones. Ponderemos nuevamente su reflexión —¿y no es la
confesión de tantos otros?—: «Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma;
lo busqué, y no lo hallé» . ¡Y la razón de que no lo encontrara era su actitud apática, y
su espíritu perezoso al buscarlo! Guardémonos de buscar a Jesús perezosamente: con
tal actitud la decepción estará garantizada. Busquémoslo con todo el corazón, con todo
nuestro anhelo, con todas las fuerzas de nuestra alma. Busquémoslo como aquello que
puede compensar la ausencia de cualquier otro bien, sin lo cual no hay nada bueno.
Busquémoslo como la bendición que puede convertir toda copa amarga en dulce, toda
nube oscura en luz brillante, toda cruz en un don; que puede sacar comida del
devorador y extraer miel de la peña. ¡Qué porción goza el alma que tiene a Jesús como
porción! «Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré»
(Lamentaciones 3:24). Pero, si queremos hallarlo, será preciso buscarlo con toda
nuestra alma, con el máximo anhelo y con la mayor determinación. Y él es
sobradamente merecedor de esta labor de búsqueda: él es la perla que compensa la
búsqueda diligente; él recompensará abundantemente a todo el que acuda con
sinceridad y humildad; él proveerá toda carencia, curará toda herida, mitigará todo
dolor, perdonará todo pecado, purgará toda corrupción. Pero busquémoslo poniendo
en ello toda nuestra alma, y entonces lo encontraremos. «Mi corazón ha dicho de ti:
Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová» (Salmo 27:8). «El alma del perezoso
desea, y nada alcanza; mas el alma de los diligentes será prosperada» (Proverbios
13:4).
Existe
hemos otra considerando
estado característica ydestacable en lo referente
que es demasiado al estado
instructiva para serdepasada
la Iglesia que
por alto:
nos referimos a la persuasión que sintió, que, aun cuando la vida divina en su alma se
encontraba muy apagada, a pesar de ello, Cristo le pertenecía y ella pertenecía a Cristo.
«Yo dormía, pero mi corazón velaba . Es la voz de mi amado que llama» . En el peor
estado en que puede hallarse un verdadero hijo de Dios, siempre hay algún indicio de
que la vida divina en el alma no se ha extinguido del todo; en el mayor debilitamiento
sigue habiendo algún síntoma de vida; en la hora más oscura hay algo en la naturaleza
de la verdadera gracia que cintila pálidamente con su gloria esencial; en su mayor
derrota hay algo que asevera su divinidad. Tal como un rey, a pesar de haber sido
depuesto del trono y enviado al exilio, nunca podrá ser plenamente despojado de la
dignidad de su carácter real, así la gracia, aun cuando haya sido puesta intensamente a
prueba, atacada por todos los flancos y haya sufrido derrotas parciales, no puede
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nosotros
caída en cuando llegue
desgracia, el díasignificará
lo cual en que seque
cierren todas ya
el Padre las no
víasda
de laretorno para elalalma
bienvenida hijo
pródigo, que la sangre de Jesús ya no sana un alma herida, que el Espíritu Santo ya no
restaura los gozos perdidos de la salvación de Dios! Pero ahora deseamos mostrar que
cada alma pobre y quebrantada que regresa encuentra un afecto que aún pervive en el
corazón del Padre, una bienvenida en la sangre de Jesús, y un poder de restauración en
la obra del Espíritu Santo y, por tanto, tiene todos los motivos para levantarse y acudir a
Dios.
La primera indicación que ofrecemos en cuanto al proceso de recuperación es la
siguiente: considera con detenimiento el verdadero estado de tu alma ante Dios. Dios . Tal
como el primer paso en la conversión fue llegar a tener conciencia de ser un pecador
perdido, condenado e impotente, así ahora, en tu reconversión a Dios, debes saber con
exactitud
un examen el estado en que
meticuloso se encuentra
y fidedigno de tu
tu alma. Sincérate
estado contigo
espiritual; mismo;de
prescinde lleva a cabo
todos los
disfraces, de la opinión de los demás, y encierra a tu alma con Dios para que sea
profundamente escudriñada en el peor de sus estados. Quizá tu pastor, tu iglesia o tus
amigos no sepan nada del estado oculto de tu alma; quizá no alberguen la menor
sospecha de un debilitamiento oculto de la gracia, de un incipiente alejamiento del
alma con respecto a Dios. Quizá, para su mirada subjetiva, la superficie no muestre
problema alguno; para ellos tu estado espiritual puede presentar un aspecto próspero y
fructífero; pero la cuestión solemne se halla entre tu alma y Dios. Debes enfrentarte a
un Dios que no juzga como lo hace el hombre —únicamente por las apariencias
externas—, sino que juzga el corazón. «Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo
el corazón» (Jeremías 17:9). Puede que el «el necio de corazón» se engañe a sí mismo,
puede que engañe a otros, pero a Dios no puede engañarlo. Intenta, pues, descubrir el
15
verdadero estado de tu alma. Busca y averigua qué virtudes del Espíritu han perdido
vigor, qué frutos del Espíritu se han marchitado. Querido lector, esta tarea que te
hemos encomendado es solemne e imponente, pero es necesaria para tu recuperación.
Desearíamos llevarte al atrio de tu seno para que examinaras rigurosa y fidedignamente
el estado espiritual de tu alma. ¡Qué proceso más solemne es! Los testigos convocados
a declarar son numerosos: la conciencia es un testigo (cuán a menudo silenciado); la
Palabra es un testigo (qué tristemente descuidado); el trono de gracia es un testigo (con
qué frecuencia desdeñado); Cristo es un testigo (cuán despreciado ha sido); el Espíritu
Santo es un testigo (qué profundamente ha sido entristecido); Dios es un testigo (de
qué manera más grande ha sido robado). ¡Todos ellos atestiguan contra el alma del
relapso y a un tiempo todos ruegan por su regreso!
El segundo paso consiste en descubrir y sacar a la luz la causa del enfriamiento del
alma. ¿No hay una causa? Investiga y descubre lo que ha caído como una plaga sobre tu
alma, lo que se está desarrollando en la raíz de tu vida cristiana. El apóstol Pablo, hábil
para detectar y fiel para redargüir cualquier enfriamiento en la fe o relajamiento en la
praxis de las iglesias primitivas, descubrió en la de Galacia un alejamiento de la pureza
de la verdad, y una consiguiente negligencia en su conducta. Apenado ante semejante
descubrimiento, les dirige una epístola afectuosa y fiel, en la que expresa su
desconcierto de
maravillado y que
su dolor, y les ospropone
tan pronto un examen
hayáis alejado profundo
del que os llamóy por
solemne. «Estoy
la gracia de
Cristo. Conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios, ¿cómo es que os
volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos? Me temo de vosotros, que haya
trabajado en vano con vosotros. ¿Dónde, pues, está esa satisfacción que
experimentabais? Estoy perplejo en cuanto a vosotros. Vosotros corríais bien; ¿quién
os estorbó? Esta persuasión no procede de aquel que os llama».
llama» . Al lector que, al pasar
página, sea consciente de un enfriamiento oculto en su alma, le proponemos la misma
indagación meticulosa y detallada. Corrías bien, ¿quién te ha estorbado?; ¿qué piedra
de tropiezo se ha interpuesto en tu camino?; ¿qué es lo que ha obstaculizado tu
avance?; ¿qué es lo que ha debilitado tu fe, enfriado tu amor, apartado tu corazón de
Jesús y lo ha impulsado a volver a los débiles y pobres rudimentos de un mundo
mísero?
humildadEmpezaste
apuntabanbien,
a unadurante un tiempo
vida fructífera, corriste
a una carrerabien; tu celo,
gloriosa y a tu
unaamor y tu
búsqueda
exitosa de la recompensa; pero algo lo ha impedido. ¿De qué se trata? ¿Es el mundo, el
amor a la criatura, la codicia, la ambición, el pecado presuntuoso, la corrupción sin
mortificar, los restos de la vieja levadura? Búscalo a fondo,fondo, no lo dejes oculto. Tu
enfriamiento es oculto, quizá la causa esté oculta —algún deber espiritual
secretamente descuidado, o algún pecado conocido al que te estés entregando en
secreto—. Búscalo a fondo y sácalo a la luz; ha de ser una causa acorde a la gravedad de
sus efectos. Ya no eras el que acostumbrabas a ser: tu alma ha perdido pie; la vida
divina se ha debilitado; el fruto del espíritu se ha marchitado; el corazón ha perdido su
ternura, la conciencia su delicadeza, la mente su reclusión. ¡Qué triste y trágico es el
cambio que se ha operado en ti! ¿Y no es tu alma consciente de ello? ¿Dónde está la
Padre reconciliado? ¿Dónde están los valiosos momentos que pasabas ante la cruz?
¿Qué ha sido de las santas escenas de comunión en tus aposentos, encerrado con Dios?
¿Dónde está la voz de la tórtola, el canto de los pájaros, los verdes pastos en los que te
alimentabas y las aguas de reposo en cuya ribera descansabas? ¿Ha desaparecido todo todo??
¿Es invierno en tu alma? Sí, tu alma se siente impulsada a considerar maligno y amargo
ese alejamiento del Dios vivo. Pero hay esperanza.
El siguiente
inmediato paso
la causa del en la obra del
enfriamiento avivamiento
del alma personal
ante el trono de laconsiste
gracia, yenpresentarla
llevar de
ante el Señor . No debes razonar lo más mínimo con ella, ni ocultarla o contemporizar
con ella en la menor medida: debes presentarla plenamente y sin reservas ante Dios,
sin el menor enmascaramiento. Confiesa tu pecado con toda su culpa, sus agravantes y
sus consecuencias. Eso es exactamente lo que Dios desea: una confesión abierta y
franca del pecado. Aunque escruta y conoce todos los corazones, se complace en un
reconocimiento sincero y detallado del pecado por parte de su hijo descarriado; no
puede haber palabras demasiado humillantes ni detalles demasiado minuciosos.
Advirtamos el hincapié que se hace en ese deber, y la bendición que tiene vinculada. Así
habló a los hijos de Israel, su pueblo extraviado, descarriado y rebelde: «Y confesarán
su iniquidad, y la iniquidad de sus padres, por su prevaricación con que prevaricaron
contra mí;
andado en ycontra
también porque
de ellos, anduvieron
y los conmigo
habré hecho entrarenenoposición, yosus
la tierra de también habréy
enemigos;
entonces se humillará su corazón incircunciso, y reconocerán su pecado. Entonces yo
me acordaré de mi pacto con Jacob, y asimismo de mi pacto con Isaac, y también de
mi pacto con Abraham me acordaré, y haré memoria de la tierra» (Levítico 26:40–42).
Bien podemos exclamar: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el
pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se
deleita en misericordia» (Miqueas 7:18). Esa fue también la experiencia
bienaventurada de David, ese amado hijo de Dios tantas veces descarriado: «Mi pecado
te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú
perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo 32:5). ¡Y cómo se ablandó el corazón de
Dios con piedad y compasión cuando escuchó los lamentos audibles de su Efraín!
«Escuchando, he oído
novillo indómito; a Efraín que
conviérteme, se convertido,
y seré lamentaba: porque
Me azotaste,
tú eresy Jehová
fui castigado como
mi Dios».
Dios» . ¡Y
cuál fue la respuesta de Dios! “¿No es Efraín hijo precioso para mí? ¿no es niño en
quien me deleito? pues desde que hablé de él, me he acordado de él constantemente.
Por eso mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré de él misericordia,
dice Jehová» (Jeremías 31:18, 20). Y los textos del Nuevo Testamento no nos presentan
con menor claridad y de forma menos consoladora la promesa del perdón vinculado a la
confesión del pecado. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). ¿Cuán plena,
pues, habrá de ser la bendición, y qué rico el consuelo, vinculados a una confesión
sincera de pecado por parte de un corazón quebrantado? ¡Y qué fácil y sencillo es,
asimismo, este método de regreso a Dios! «Reconoce, pues, tu maldad» (Jeremías
3:13). No es más que una confesión del pecado sobre la cabeza de Jesús, el gran
17
tu mano? Señor,
Entonces, ¿Me pides
vengo;que me en
vengo acerque
nombrea de
ti? tu¿Dices:
amado‘Reconoce, pues, eltugozo
Hijo; ‘vuélveme maldad’
de tu?
salvación’ ». Confiesa de tal forma el pecado sobre la cabeza de Jesús hasta que al
corazón no le quede otra cosa que confesar que el pecado de su confesión; puesto que,
querido lector, nuestra mismísima confesión del pecado necesita ser objeto de
confesión, es preciso llorar por nuestras mismísimas lágrimas, y es necesario orar por
nuestras mismísimas oraciones: tan contaminado está de pecado todo lo que hacemos.
Y así, el alma, libre de su peso, está preparada para renovar el sello del amor
perdonador del Padre.
La verdadera posición de un alma que regresa queda hermosamente retratada en la
profecía de Oseas 14:1–2: «Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios; porque por tu pecado
has caído. Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y decidle: Quita
toda iniquidad,
tenemos y aceptalaeltristeza
la convicción, bien, ypiadosa,
te ofreceremos la ofrenda
la humillación y la de nuestroslos
confesión: labios»
labios».. Aquí
elementos
esenciales de un regreso genuino a Dios. La convicción del verdadero estado del alma
descarriada; la tristeza piadosa resultante de tal descubrimiento; una humillación
profunda y sincera por causa de ello; y una confesión plena y sin reservas de todo ante
Dios. ¡Qué bienaventuradas manifestaciones! ¡Qué maravillosa posición la de un alma
restaurada!
Estrechamente ligados al descubrimiento y la confesión deben estar una
mortificación y un abandono completos de la causa del enfriamiento oculto del alma. Sin
esto, no puede haber un verdadero avivamiento de la obra de la gracia divina en el
alma. La verdadera mortificación espiritual del pecado que hay en nosotros, así como el
abandono de su causa, independientemente de cuál demuestre ser, constituyen los
verdaderos elementos
Dios. Y cuando de la de
hablamos restauración de un creyente
la mortificación a los no
del pecado gozos de la salvación
dejemos de
lugar para
malentendidos. Este ha sido el caso de muchos, ¿por qué no habría de ser el tuyo? Se
pueden dar todas las señales superficiales de la mortificación mientras que el corazón
sigue ajeno a la obra. Un sermón aleccionador, una providencia alarmante o una verdad
conmovedora pueden apropiarse transitoriamente del alma descarriada y zarandearla.
Puede que se levante el párpado, puede que se produzca una convulsión en el ánimo
espiritual que, a los ojos de un observador superficial, pasen por un verdadero regreso
a la conciencia, por un auténtico despertar a la nueva vida y un regreso al vigor por
parte del alma adormecida, y que, sin embargo, solo sean arrebatos impulsivos y
transitorios de un espíritu enfermo y adormilado. Es posible, asimismo, regresar a los
medios de gracia, y sentir el enfriamiento oculto, lamentarlo y reconocerlo, pero al
colocarla en un lugar
la causa oculta de susoleado;
declive,pero si mientras
si no llegamos tanto no hemos
a saber descubierto
que había y eliminado
un gusano royendo
secretamente la raíz e, inconscientes de ello, hubiéramos acometido una labor de
reparación, ¿cómo habría de sorprendernos que, aun cuando el sol de la mañana, el
rocío del anochecer y la tierra oreada hubieran producido un vigor y una vida
momentáneos, la planta se marchitara y muriera? Eso es lo que puede suceder con un
creyente enfriado. Puede que se utilicen con diligencia los métodos externos de
avivamiento, puede que se ponga empeño en la utilización de los medios de gracia y
hasta se multiplique su número, pero todo ello no tendrá un efecto permanente y
verdadero mientras haya un gusano royendo secretamente las raíces; y hasta que la
causa oculta no sea mortificada y eliminada, extirpada en su totalidad, el avivamiento
superficial solo se convertirá en un sueño más profundo y en un engaño más temible
Mortifícalo
Mortifícalo.
algún hábito. ¿Especaminoso
el amor propio?
al queMortifícalo
Mortifícalo.. ¿Es en
te entregas el amor al mundo?
secreto? Mortifícalo.
Mortifícalo
Mortifícalo.
Mortifícalo . ¿Es
. Es preciso
mortificarlo, tanto la raíz como las ramas, si es que deseas experimentar un regreso
total a Dios. Por caro que te sea, como la mano derecha o el ojo derecho, si se
interpone entre tu alma y Dios, si crucifica a Cristo en ti, si debilita la fe, socava la
gracia, destruye la espiritualidad del alma, y la deja baldía y estéril, no te des por
satisfecho con nada que no sea su mortificación absoluta.
Y tampoco debes llevar a cabo esta gran obra con el recurso exclusivo de tus propias
fuerzas. Es, fundamentalmente, el resultado de la obra de Dios el Espíritu Santo en el
creyente así como su bendición de los esfuerzos que este lleva a cabo: «Si por el
Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Romanos 8:13). Aquí tenemos un
reconocimiento de los esfuerzos del creyente vinculados al poder del Espíritu Santo: «Si
por el Espíritu hacéis [vosotros, los creyentes, los santos de Dios] morir las obras de la
19
carne, viviréis».
viviréis». Es obra del creyente mismo, pero por el poder del Espíritu Santo. Lleva,
pues, al Espíritu el pecado que has descubierto: ese Espíritu, al llevar a tu alma la cruz
de Cristo, con su fuerza letal y crucificadora, ofreciéndote una visión de un Salvador
sufriendo por el pecado como puede que nunca hayas tenido, dejará muerto a tu
enemigo a tus pies en un instante. ¡No cedas a la desesperación, alma angustiada!
¿Anhelas un misericordioso avivamiento de la obra de Dios en ti? ¿Lamentas
secretamente
causa oculta deel tu
enfriamiento de tu
enfriamiento? ¿Y corazón? ¿Lo has escudriñado
hay un verdadero y has descubierto
deseo de mortificarla? la
Entonces
alza la vista y escucha las palabras de consuelo de tu Señor: «Yo soy Jehová tu
sanador» (Éxodo 25:26). El Señor es tu sanador; su amor puede restaurarte; su gracia
puede someter tu pecado. «Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a
Jehová, y decidle: Quita toda iniquidad, y acepta el bien»
bien»,, y el Señor responderá: «Yo
sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos».
ellos».
Esfuérzate en enriquecer y ensanchar tu mente con una mayor comprensión
espiritual de la gloria, el amor y la plenitud personales de Cristo.
Cristo. Todo enfriamiento del
alma se produce por causa de la entrada en la mente de cosas contrarias a la gracia que
habita en ella. El mundo —sus placeres, sus vanidades, sus cuidados, sus diversas
tentaciones—
tentacio nes— acceden a la mente, a me menudo
nudo disfraz
disfrazadas
adas de ocupac
ocupaciones
iones y tatareas
reas
legítimas, y apartan
apagan la fe la mente
y el amor, y todasde
lasDios y el afecto
virtudes de Cristo.
del Espíritu Estos,enademás,
que mora debilitan
nosotros: son «lasy
zorras pequeñas, que echan a perder las viñas» (Cantares 2:15). El mundo es una
dolorosa trampa para el hijo de Dios. Es imposible que camine piadosamente y cerca de
Dios, que viva como un peregrino y un viajero, que libre una batalla exitosa contra sus
enemigos espirituales, y que al mismo tiempo abra el corazón para dar acceso al mayor
enemigo de la gracia: el amor al mundo. Pero cuando Cristo ocupa la mente con
anterioridad, y está llena de visiones de su gloria, su gracia y su amor, no queda sitio
para atracciones exteriores: el mundo y la criatura quedan fuera, como también la
fascinación del pecado; y el alma mantiene una comunión continua e ininterrumpida
con Dios, mientras que al mismo tiempo se la capacita para ofrecer una resistencia más
vigorosa al enemigo. ¡Y qué bienaventurada es la comunión del alma cuando está
encerrada
oye mi vozdey esta
abreforma con Jesús!
la puerta, «Hea aquí,
entraré él, y yo estoycon
cenaré a laél,puerta y llamo; si. «Deseo
y él conmigo» alguno
entrar —dice el amado Cordero de Dios—, y morar en ti, habitar en ti, y cenar contigo, y
tú conmigo». ¡Esa es la verdadera comunión! Y qué dulce es la respuesta de su propio
Espíritu en el corazón cuando el alma creyente exclama: «Mi corazón ha dicho de ti:
Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová».
Jehová» . «Entra, amado Jesús, no quiero a
nadie más que ti; no deseo otra compañía ni escuchar otra voz que no sea la tuya; solo
tendré comunión contigo; déjame cenar contigo; sí, dame a comer tu propia carne, y tu
propia sangre a beber». ¡Querido lector cristiano, si exclamamos: “¡Mi desdicha, mi
desdicha!» con tanta frecuencia es porque tenemos una relación muy deficiente con
Jesús, porque le dejamos entrar en nuestros corazones con tan poca frecuencia y con
tanta renuencia, porque tenemos muy poco trato con él, porque acudimos tan
raramente a su sangre y su justicia y vivimos tan poco de su plenitud. Pero «si, pues,
20
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la
diestra de Dios»;
Dios»; busquemos conocer a Cristo mejor, tener una comprensión más
espiritual y profunda de su gloria, zambullirnos más profundamente en su amor,
embebernos más de su Espíritu, y seguir más de cerca su ejemplo.
Pero aún no hemos mencionado el gran secreto de todo avivamiento personal: nos
referimos a un bautismo renovado del Espíritu Santo.
Santo. Esto es lo que un alma enfriada
necesita
todas laspor encima deespirituales:
bendiciones cualquier otra cosa. Cuando
comprende todasposee esto en
las demás abundancia,
y es posee
una promesa de
ellas. Nuestro bendito Señor deseó recalcarlo como su última doctrina de consuelo para
las mentes de sus discípulos cuando flaqueaban: les enseñó que su presencia física no
tenía comparación con la presencia permanente y espiritual del Espíritu entre ellos. El
descenso del Espíritu Santo habría de recordarles todas las cosas que él les había
enseñado; habría de perfeccionarlos en su conocimiento de la gloria suprema de su
persona, de la infinita perfección de su obra, de la naturaleza y la espiritualidad de su
Reino, y de sus triunfos últimos y seguros en la tierra. Asimismo el descenso del Espíritu
habría de hacerlos madurar en su santidad personal, y prepararlos más a fondo para su
ardua y exitosa tarea en su causa, al proporcionar una mayor profundidad a su
espiritualidad y enriquecerlos con más gracia, y ensancharlos con más amor. Y el
aellas
tu celo sin amor.
te invitan ¡Y quéesta
a buscar abundantes y preciosas
bendición! pueblan
«Descenderá comolalaPalabra
lluvia de Dios,
sobre la yhierba
todas
cortada; como el rocío que destila sobre la tierra» (Salmo 72:6). «Yo sanaré su
rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos. Yo seré a Israel
como rocío; él florecerá como lirio, y extenderá sus raíces como el Líbano. Se
extenderán sus ramas, y será su gloria como la del olivo, y perfumará como el Líbano.
Volverán y se sentarán bajo su sombra; serán vivificados como trigo, y florecerán
como la vid; su olor será como de vino del Líbano» (Oseas 14:4–7). «Venid y volvamos
a Jehová; porque él arrebató, y nos curará; hirió, y nos vendará. Nos dará vida
después de dos días; en el tercer día nos resucitará, y viviremos delante de él. Y
conoceremos, y proseguiremos en conocer a Jehová; como el alba está dispuesta su
salida, y vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia tardía y temprana a la
tierra» (Oseas 6:1–3). Busca, pues, por encima de cualquier otra bendición, el bautismo
21
que
nadieenvíe algún correctivo
ha descubierto oculto, alguna
oculto,
tu enfriamiento ocultocruz inadvertida,
y nadie descubrealgún castigo escondido;
el correctivo oculto que
se te aplica. El enfriamiento se produjo entre Dios y tu alma, y lo mismo puede suceder
con el correctivo; el descarriamiento fue de corazón, de modo que el castigo también lo
es. Pero si la prueba santificada obra la recuperación de tu alma, la restauración de
Cristo a tu corazón vacilante, el avivamiento de toda su obra en ti, le adorarás por esa
disciplina; y, junto con David exaltando la disciplina de un Dios y Padre del pacto,
exclamarás: «Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo tu
palabra. Bueno eres tú, y bienhechor; enséñame tus estatutos».
estatutos».
Por último, parte de nuevo hacia Dios y el Cielo como si jamás hubieras iniciado ese
camino. Comienza por el principio: acude a Jesús como un pecador; busca la influencia
vivificadora, sanadora y santificadora del Espíritu, y eleva esta oración
apremiantemente
Jehová, hasta
aviva tu obra! recibir respuesta
¡Avívame, oh Jehová!en¡Devuélveme
el estrado el delgozo
trono desalvación!»
de tu gracia: “¡Oh
salvación!»..Y
en respuesta a tu ruego, «descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada; como el
rocío que destila sobre la tierra»;
tierra»; y tu cántico será el de la Iglesia: «Mi amado habló, y
me dijo: Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven. Porque he aquí ha pasado el
invierno, se ha mudado, la lluvia se fue; se han mostrado las flores en la tierra, el
tiempo de la canción ha venido, y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola. La
higuera ha echado sus higos, y las vides en cierne dieron olor; levántate, oh amiga
mía, hermosa mía, y ven».
ven» .
Capítulo 2
El enfriamiento del amor
«El amor de muchos se enfriará»
(Mateo 24:12).
Tras haber descrito el enfriamiento oculto y en ciernes del creyente, en este capítulo y
en los sucesivos nos proponemos examinar este triste estado en algunas de sus fases
más avanzadas, tal como se presenta en el languidecimiento y la decadencia de las
22
hombre espiritual,
de un carácter cuando se
tan acusado queproduce
no dejanalgún
lugarmalestar
a dudas.oculto
Puede del
quealma, los efectos
la propia personason
no
sea consciente de su estado de extravío; puede que lo enmascare con la temible ilusión
de que todo va bien, que cierre los ojos deliberadamente ante su verdadero estado,
que se oculte a sí mismo el rápido avance de la enfermedad, y clame: «Paz, paz», paz», y
retrase el día malo; sin embargo, para el creyente espiritual y maduro, aquel que
detecta a primera vista los síntomas negativos, la situación carece de misterio alguno.
En nuestro examen del enfriamiento de algunas de las virtudes del Espíritu más
destacadas y esenciales comenzamos por la virtud del amor, el cual constituye la fuente
de todas las demás virtudes. El estado espiritual del alma y el vigor y la celeridad de su
obediencia se corresponderán con el estado y el tono de los sentimientos del creyente
hacia Dios. Si el deterioro, el declive y el enfriamiento están presentes, se advertirá y se
manifestará en toda
Espíritu, en todo la obediencia
llamamiento del ynuevo
al deber, la máshombre.
mínima Repercute
palpitaciónen toda virtud
espiritual del
no hará
más que traicionar el secreto y cierto enfriamiento del amor divino en el alma. Imagine,
pues, el lector cuál habrá de ser el malestar espiritual del creyente, cuáles serán los
alejamientos de Dios exteriores y visibles, cuando el amor —la fuente de todos los
deberes espirituales—
espirituales— deja de ejercer una influencia poderosa, y cuando, en calidad de
corazón de la piedad experimental, no bombea más que un escaso flujo de vida por el
organismo espiritual. Antes de pasar a considerar, pues, la cuestión principal que
tenemos ante nosotros, ofreceremos una breve visión bíblica de la necesidad, la
naturaleza y la obra del amor divino en el alma.
La Palabra de Dios habla del amor a él como el requisito básico y fundamental de la
ley divina. Así se declara esta verdad: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y
con toda22:37–38).
(Mateo tu alma, yAhora
con toda
bien,tuque
mente.
DiosEste es el primero
se presentara a síy mismo
grande como
mandamiento»
el objeto
apropiado y legítimo del amor fue algo infinitamente bueno y sabio por su parte.
Decimos que fue sabio porque, de haber depositado el objeto del afecto supremo en
algo inferior a él, habría elevado tal cosa por encima de sí mismo; puesto que,
independientemente de cuál sea el objeto distinto de Dios que se ame con un afecto
supremo y exclusivo, se trata de una deificación de ese objeto, como si fuera Dios y se
sentara en su templo. Fue bueno porque un objeto de afecto inferior jamás podría
haber satisfecho los deseos y las aspiraciones de una mente inmortal. Dios ha
constituido de tal manera al hombre, lo ha dotado de tal potencial de felicidad, y de
unos deseos tan ilimitados e inmortales de poseerla, que solo pueden hallar la
satisfacción plena en la infinitud misma. De modo que fue infinitamente sabio y bueno
que Dios se presentara como el objeto exclusivo del amor y la adoración supremos de
23
sus criaturas racionales. Su sabiduría estimó necesario que hubiera un centro en el que
confluyera el afecto supremo de la adoración, y que los ángeles y los hombres tuvieran
un solo objeto de adoración suprema. Su bondad
bondad dispuso
dispuso que ese centro y ese objeto
fuera él mismo,
mismo, la perfección de la excelsitud infinita, la fuente del bien infinito; que,
dado que desde él fluía la vida a todas las criaturas, era justo y razonable que volvieran
a él y se concentraran en él todo el flujo del amor y la obediencia de todas las criaturas
racionales
beneficiosoe del
inmortales;
universo,que,
era dado que élque
apropiado era el
el objeto
primer,más
másinteligente, sabio,amor
puro e intenso glorioso y
de la
criatura fuera dirigido a él y hallara descanso en él.
El amor a Dios constituye, pues, el requisito básico y el precepto fundamental de la
ley divina: es vinculante para todos los seres racionales. Ninguna consideración puede
exonerar a la criatura de ello; ningún alegato de incapacidad, ninguna reivindicación de
objetos inferiores, ninguna oposición de intereses contrapuestos, puede descargar a
toda criatura que respira de la obligación de amar a Dios «con todo [su] corazón, y con
toda [su] alma, y con todas [sus]
[sus] fuerzas»
fuerzas».. Brota de la relación de la criatura con Dios
como su Creador, Gobernador moral, y Protector; como el único objeto inmanente de
excelsitud, sabiduría, santidad, majestad y gracia infinitas. Esta obligación de amar a
Dios con afecto supremo es vinculante para la criatura independientemente de las
ventajas
asociado que le reporte tallaamor
bondadosamente hacia
felicidad Dios. Es
suprema completamente
al amor supremo, y cierto
que haque Dios ha
amenazado
con la desdicha suprema allá donde falte el amor supremo; sin embargo,
independientemente de cualquier bendición que le reporte a la criatura su amor a Dios,
la infinita excelsitud de la naturaleza divina y su relación con el universo racional
imponen obligatoriamente a toda criatura amarle con un afecto supremo, santo y sin
reservas.
El amor, de igual modo, es el gran principio influyente del evangelio
evangelio.. La religión de
Jesús es primordialmente una religión de razones: excluye todo principio obligatorio;
presenta a la mente ciertas razones poderosas con las que alista al entendimiento, la
voluntad y los sentimientos en el servicio activo de Cristo. Ahora bien, la ley del
cristianismo no es la ley de la coerción, sino la ley del amor. Esa es la gran palanca, la
gran influencia
apóstol, y esa esmotivadora: «Elque
la motivación amor de Cristo nos
lo gobierna; y el constriñe».
constriñe» . Esa que
amor de Cristo era la
nosafirmación
constriñedel
ha
de ser nuestra gran motivación, el principio que influya en todo creyente. Sin la
influencia apremiante del amor de Cristo en el corazón, no puede haber una obediencia
voluntaria, rauda y santa a sus mandamientos. En ocasiones la convicción del deber y la
influencia del miedo pueden espolear el alma, pero solo el amor puede impulsarnos a
obedecer con afecto y santidad; y toda obediencia que brote de una motivación inferior
a esa no es la obediencia que instituye el evangelio de Jesús. Bajo la dispensación del
nuevo pacto, la relación del creyente con Dios no es la de un esclavo con su amo, sino la
de un hijo con su padre. «Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!» (Gálatas 4:6). «El Espíritu mismo da
testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Romanos 8:16). «Así que
ya no eres esclavo, sino hijo» (Gálatas 4:7). Con esta nueva relación espiritual
24
buscamos una nueva motivación espiritual, la cual hallamos en esa palabra sencilla pero
de gran alcance: AMOR. Y así lo ha expresado nuestro Señor: «Si me amáis, guardad
mis mandamientos» (Juan 14:15). «El que me ama, mi palabra guardará […]. El que no
me ama, no guarda mis palabras» (vv. 23–24). Solo cabe esperar obediencia cuando el
Espíritu Santo derrama su amor sobre el corazón. Impulsado por este principio divino, el
cristiano no se esfuerza para alcanzar la vida, sino desde ella; no se esfuerza para
alcanzar lanoaceptación,
hombros, sinoundesde
es la carga de ella.
esclavo, Una
sino vida santa,y el
la obediencia abnegada, con de
amor filiales la un
cruz a
hijo:
brota del amor a la persona, y de la gratitud por la obra de Jesús; es el bienaventurado
efecto del espíritu de adopción en el corazón.
De igual modo, es preciso reconocer que esta motivación es la más santa e
influyente de todas las motivaciones para obedecer. El amor que, derramado desde el
corazón de Jesús sobre el corazón del pobre pecador creyente, expulsa el egoísmo,
funde la frialdad, derrota la pecaminosidad y arrastra al corazón a un sometimiento
puro y sin reservas, es el principio de acción más poderoso y santificador de todos. ¡Qué
fácil se torna toda cruz por Jesús bajo su influencia apremiante! ¡Qué ligera se vuelve
toda carga y qué placentero todo yugo! Los deberes se convierten en privilegios; las
dificultades se esfuman; los temores se aplacan; la vergüenza queda humillada; se
reprende la dilación;
exclama: “¡Aquí estoye,Señor,
inflamado
comopor
unJesús, el hijo
sacrificio perdonado,
vivo; soy tuyo justificado
en el tiempoy adoptado
y en la
eternidad!».
El amor es ese principio que expulsa todo temor legal del corazón: «En el amor no
hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí
castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor» (1 Juan 4:18).
Nadie que lo haya experimentado podrá negar que «el temor lleva en sí castigo». castigo». El
temor legal de la muerte, del Juicio y de la condenación; el temor que engendra un
concepto servil de los mandamientos del Señor; una idea deficiente de la relación del
creyente con Dios; unos conceptos defectuosos de la obra completa de Cristo; las
nociones distorsionadas del gran hecho de la aceptación; ceder terreno al poder de la
incredulidad; mantener residuos de culpa en la conciencia o la influencia de algún
pecado oculto:
destacados hijostodo ello han
de Dios llenará
sidoelafligidos
corazón de
deltaltemor delesa
forma: castigo.
fue la Algunos de los
experiencia de más
Job:
«Temeroso estoy de todos mis dolores» (Job 9:28 LBLA); «Aun cuando me acuerdo, me
perturbo, y el horror se apodera de mi carne» (Job 21:6 LBLA); «Cuando lo pienso,
siento terror de él» (Job 23:15 LBLA). Lo mismo dice David: «En el día que temo, yo en
ti confío» (Salmo 56:3); «Mi carne se ha estremecido por temor de ti, y de tus juicios
tengo miedo» (Salmo 119:120). Pero «el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Juan
4:18): quien teme no está perfeccionado en el amor de Cristo. El amor de Jesús
derramado sobre el corazón tiene el propósito y la propensión de elevar el alma por
encima de su servidumbre «por el temor de la muerte» y sus consecuencias últimas, y
apaciguarla para que descanse en esa gloriosa afirmación, triunfando en la cual muchos
han pasado a la gloria: «Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús». Jesús».
corazón temeroso!
ese espanto ante la¿A qué
idea deresponden
la muerte,esas
esosdudas angustiadas,
pensamientos esosytemores
hostiles alejados hirientes,
de Dios?
¿Por qué esa cárcel y esas cadenas? No estás perfeccionado en el amor de Jesús, puesto
que «el perfecto amor echa fuera el temor»; no estás perfeccionado en esa gran verdad
de que Jesús es poderoso para salvar, de que murió por el pobre pecador, de que su
muerte fue una satisfacción perfecta ante la justicia divina; y de que sin una sola obra
meritoria por tu parte, tal como eres —pobre, vacío, vil, indigno—, eres bienvenido a la
rica provisión de gracia soberana y amor supremo. La sola creencia en esto
perfeccionará el amor de tu corazón; y, una vez perfeccionado en amor, toda
servidumbre por el temor se desvanecerá. ¡Busca el perfeccionamiento en el amor de
Cristo! Es un océano insondable. ¿Por qué no habrías de sumergirte en él? Acércate, es
gratuito; bebe, es hondo; zambúllete, es profundo. «El Señor encamine vuestros
corazones
El amoralesamor de Dios»
la virtud (2 Tesalonicenses
del Espíritu que lleva a3:5).
la fe a ejercitarse de forma práctica: «La
fe que obra por el amor» (Gálatas 5:6); y cuando la fe se ejercita de esa forma práctica,
reporta todas las bendiciones espirituales al alma. Un creyente se mantiene en pie por
fe (Romanos 11:20); camina por fe (2 Corintios 5:7); vence por fe (1 Juan 5:4); y vive por
fe (Gálatas 2:20). El amor es, pues, una virtud trabajadora: «Dios no es injusto para
olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre»
(Hebreos 6:10). La naturaleza del amor verdadero carece de indolencia alguna; no se
trata de un principio inerte y mortecino: cuando mora en un corazón de forma
saludable y vigorosa, constriñe al creyente a no vivir para sí mismo, sino para aquel que
lo amó y se entregó a sí mismo por él; despierta el alma para que vele, la induce a un
continuo examen de conciencia, a la oración, a practicar los mandamientos, los actos
benignos
un cauce dey bondadosos a diario; y todo ello brota del amor a Dios, y mana a través de
amor al hombre.
El Espíritu Santo distingue el amor como parte de la armadura cristiana: «Nosotros,
que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor»
(1 Tesalonicenses 5:8). Sin un ardiente y creciente amor a Dios el creyente se
encontrará pobremente pertrechado contra sus numerosos y agresivos enemigos
espirituales; ¡pero qué coraza y yelmo es este en el día de la batalla! ¿Quién puede
vencer a un hijo de Dios con el corazón desbordante de amor divino? ¿Qué enemigo
prevalecerá contra alguien semejantemente armado? Su influencia es tan protectora,
tan disuasoria para el espíritu de enemistad y tinieblas, tan atroz para el pecado, que
solo aquel pertrechado con la coraza del amor está preparado para la lucha. Puede que
sea —y es— completa
completamente
mente débil de por sí; puede que sus enemigo
enemigoss sean muchos y
numerosos; que sus filisteos espirituales lo acosen por todos los flancos; y, sin embargo,
26
que su corazón rebose de amor hacia Dios, que anhele su presencia, clame por sus
mandamientos, y desee la aprobación divina por encima de todas las demás cosas. ¡Con
qué panoplia está revestido! No habrá arma que sirva de algo contra él: todo «dardo de
fuego del adversario» quedará extinguido, y él saldrá «más que vencedor por medio de
aquel que lo amó».
En resumen: el amor es inmortal; es esa virtud del Espíritu que perdurará para
siempre.
ya ni seanEsenecesarias.
no es el casoNo de todas
está laselvirtudes
lejos día en asociadas;
que la fe llegará un momento
se convierta en yque
en vista, la
esperanza quede atrás para dar paso al cumplimiento pleno, pero el amor no morirá
jamás; pervivirá, y eensanchará
nsanchará el corazón, afinará la garganta e iinspirará
nspirará el cá
cántico
ntico a lo
largo de los interminables siglos de la eternidad. «Las profecías se acabarán, y cesarán
las lenguas, y la ciencia acabará» (1 Corintios 13:8), pero el amor amor nunca
nunca dejará de ser;
es un manantial eterno que mana del seno divino; el Cielo será su morada, Dios es su
fuente, el espíritu glorificado es su objeto y la eternidad es su duración.
Recuerde el lector por un instante el momento y las circunstancias de sus primeras
sus primeras
nupcias con Jesús. Si alguna vez hubo un período de regocijo en tu vida, si hay un rodal
de verdor en tus recuerdos donde brille perennemente el sol, ¿acaso no fue ese
momento y ese lugar donde tu corazón se ensanchó por vez primera con el amor de
a tu alma:fue
delicada «Yo
susoy de mi«Sus
voz!—: amado, y mipecados
muchos amado es mío»perdonados
mío»;
le son ; y cuando Jesús susurró
[…], ve —¡y
en paz».
paz» qué
. ¡Qué
momento más gozoso! Qué reciente te parece toda esa situación: el santuario donde
adorabas; el ministro al que escuchaste; las personas con que te relacionabas; el punto
en que cayó tu carga y en el que la luz, el amor y el gozo se abrieron paso en tu alma;
los santos que se regocijaron por ti, y los alegres conversos que se congregaron a tu
alrededor entremezclando su alegría y sus canciones con las tuyas; y el hombre de Dios
que te introdujo a su tabernáculo, y a los medios de gracia y los privilegios de la Iglesia
de Cristo; tienes todo, absolutamente todo, ante ti con la nitidez y la frescura de un
suceso reciente. ¡Ojalá que el Señor jamás tuviera motivo para levantar esta acusación:
«Has dejado tu primer amor»!
amor» ! Y, sin embargo, es este trágico estado del alma
profesante el que ahora hemos de considerar. ¡Que el espíritu de verdad y amor sea
asegura
severa dequelasnopruebas.
desaparecerán
Creer lopor completoesnicuestionar
contrario en su mayorsu debilitamiento
origen divino, osuencarácter
la más
espiritual e inmortal, y renegar de la sabiduría, el poder y la fidelidad de Dios. Ni un solo
grano de trigo se perderá en el aventado, como tampoco una sola partícula de oro en el
refinamiento. Considérese que este capítulo aborda el enfriamiento en sus actos vitales
en el alma, así como la naturaleza de su influencia en la conducta exterior y piadosa de
un hijo de Dios.
Al examinar la Palabra de Dios vemos que esta fue una de las acusaciones que lanzó
contra su antiguo pueblo profesante: «Así dice Jehová: Me he acordado de ti, de la
fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en
el desierto, en tierra no sembrada» (Jeremías 2:2). Luego viene la acusación de un
enfriamiento en el amor: «Así dijo Jehová: ¿Qué maldad hallaron en mí vuestros
padres,
(Jeremíasque
2:5).se“¡Oh
alejaron de mí, atended
generación! y se fueron tras alalavanidad
vosotros y se
palabra de hicieron
Jehová. ¿Hevanos?»
sido yo
un desierto para Israel, o tierra de tinieblas? ¿Por qué ha dicho mi pueblo: Somos
libres; nunca más vendremos a ti? ¿Se olvida la virgen de su atavío, o la desposada de
sus galas? Pero mi pueblo se ha olvidado de mí por innumerables días» (Jeremías
5:31). Y a ese mismo estado se refiere nuestro amado Señor como antesala de
desgracias inminentes cuando dice: «Y por haberse multiplicado la maldad, el amor de
muchos se enfriará» (Mateo 24:12). La iglesia en Éfeso es objeto de la misma
acusación: «Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor» (Apocalipsis 2:4). A
continuación mencionaremos las que cabría considerar las características más
destacadas del declive y el enfriamiento de este principio.
Cuando Dios pierde atractivo como objeto de un deseo ferviente, de un deleite santo
y deeluna
en contemplación
alma. asidua, podemos
asidua,
Las ideas espirituales sospechar
que tengamos de uny enfriamiento
de Dios del amor
nuestro disfrute divinoy
constante
espiritual de él quedarán considerablemente afectados por nuestro amor espiritual. Si
se produce una frialdad en los sentimientos, si la mente se torna terrenal, carnal y
egoísta, se proyectarán sombras tenebrosas sobre la naturaleza y la gloria de Dios. Irá
perdiendo su puesto como el objeto supremo de afecto, de gozo puro, de adoración
contemplativa y de confianza filial. En el momento en que el amor de Adán a Dios
comenzó a debilitarse —en el instante en que basculó desde su centro de gravedad
legítimo—, evitó la comunión con Dios e intentó esconderse de la presencia de la gloria
divina. Consciente de un cambio en sus sentimientos, advirtiendo un corazón dividido
en su interior que buscaba intereses opuestos, y sabedor de que Dios ya no era el
objeto de su amor supremo, ni la fuente de su gozo puro, ni su única y bienaventurada
frondosidad de Edén. Ese Dios cuya presencia había sido tan gloriosa, cuya compañía
tan santa era, cuya voz tan dulce, se convirtió en un Dios extraño para la criatura
rebelde y llena de remordimientos; y «estar lejos ti es lo mejor» quedó escrito en letras
negras sobre su frente culpable.
¿Y a qué respondía este cambio? ¿Era Dios intrínsecamente menos glorioso? ¿Era
menos santo, menos bondadoso, menos fiel o en menor grado la fuente del regocijo
supremo?
que nunca Muy
puedaal actuar
contrario: Dios no
de forma había experimentado
contraria cambio alguno.
a su propia naturaleza, sino queEldeba
hecho de
estar
en armonía consigo mismo en todo lo que haga, que sea inmutable, es consustancial a
su perfección como Ser perfecto. El cambio se operó en la criatura: Adán había
abandonado su primer amor y había desplazado su afecto a un objeto ajeno e inferior;
y, consciente de que había dejado de amar a Dios, se habría ocultado de buen grado de
su presencia y se habría privado de su comunión. Lo mismo sucede en la experiencia de
un creyente consciente del enfriamiento en su amor hacia Dios. Existe un ocultamiento
de delante de su presencia; se dan ideas equívocas de su naturaleza,
malinterpretaciones de sus actos y una atenuación del deseo santo de él; sin embargo,
allá donde los sentimientos del corazón son los correctos, donde hay un amor cálido y
unos deseos fijos, Dios es glorioso en toda su perfección, y la comunión con él es el
mayor gozo te
madrugada delbuscaré;
mundo. mi
Esaalma
fue la experiencia
tiene sed de ti,demiDavid:
carne«Dios, Dios en
te anhela, míotierra
eres seca
tú; dey
árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria, así como te he mirado en el
santuario. Porque mejor es tu misericordia que la vida; mis labios te alabarán» (Salmo
63:1–3).
En el enfriamiento del amor divino en el alma, Dios no solo pierde importancia
como objeto de deseo y de adoración contemplativa, sino que se produce un
acercamiento menos filial a él . La tierna y sencilla confianza del niño se pierde; el alma
ya no corre a su seno con el humilde pero afectuoso anhelo de un hijo adoptivo, sino
que se mantiene a distancia; o, si intenta acercarse, lo hace temblando y con las
reservas de un siervo. El espíritu tierno, bondadoso e infantil que caracterizó la
conducta del creyente en los tiempos de su desposorio, cuando no había nada más
castigado con severidad, pero sigue siendo mi Padre, tierno y bondadoso. Esta dura
29
prueba es por amor, habla con la voz del amor, conlleva el mensaje del amor, y me ha
sido enviada para acercarme más al amor de Dios, en el que se originó». Querido lector,
¿eres uno de los afligidos por el Señor? Eres afortunado si este es el santo y bendito
resultado del trato que te dispensa. Eres afortunado si escuchas la voz del amor en la
vara, devolviendo tu corazón triste y solitario al Dios del que vino. Pero cuando el amor
a Dios se ha debilitado, la forma de invertirlo es sometiendo al creyente a un estado de
aflicción y prueba.
No puede haber una prueba más rotunda del enfriamiento del amor en el alma que
cuando existe una débil inclinación a la comunión con Dios, y el trono de la gracia se
busca más como deber que como privilegio y, por consiguiente, solo se disfruta de una
comunión muy reducida.
reducida. Cuanto más disfrute y contemplación nos inspira un objeto,
más intensamente deseamos su presencia y más intranquilos nos volvemos en su
ausencia. Deseamos que el amigo al que amamos esté constantemente a nuestro lado;
el espíritu anhela tener comunión con él: su presencia intensifica todo gozo y su
ausencia lo enturbia. Esto es exactamente lo que sucede con Dios: aquel que conoce a
Dios, aquel que, por medio del ojo de la fe, ha descubierto algo de su gloria y que, por
medio del poder de su Espíritu, ha sentido algo de su amor, nunca tendrá dificultades
para discernir entre la presencia sensible de Dios en el alma y su ausencia. Algunos
profesantes pueden
Dios; estar tan pasar en
absortos tanto
sustiempo sin comunión,
preocupaciones sin perdidos
y tan una relación
en diaria y filial con
las neblinas del
mundo; el filo de sus afectos espirituales encontrarse tan romo, y su amor tan aterido
por el contacto con las influencias y las ocupaciones mundanales —y no lo es menos en
el caso de los profesantes fríos y formales—; que el Sol de justicia deje de brillar sobre
sus almas y no sean conscientes de ello! ¡Dios puede dejar de acudir a ellos sin que
perciban su ausencia! ¡Puede dejar de hablarles sin que su silencio los alarme!
Ciertamente, les extrañaría más que el Señor irrumpiera de pronto en sus almas,
haciendo presente su amor, que el hecho de que los dejara durante semanas sin una
sola muestra de su presencia. Lector, ¿eres un hijo profesante de Dios? No te des por
satisfecho con vivir así; es una existencia pobre, inerte, indigna de tu profesión, indigna
de aquel cuyo nombre llevas, e indigna del glorioso destino que aguardas. Así puede un
¿Haceelfalta
corazón, amorañadir que
divino encuando
el almaCristo
de unescreyente
menos glorioso a losenojos
ha de estar y menosNo
retroceso? valioso
puedeal
ser de otro modo; nuestras ideas de Jesús han de verse sustancialmente afectadas por
el estado de nuestros sentimientos hacia él. Cuando existe una relación muy débil con
la sangre expiatoria de la cruz de Cristo, se descansa poco en su justicia, no se acude a
ella en busca de provisión y se carga con ella a diario, el amor de un creyente se enfría.
Determinaríamos la profundidad del cristianismo de un hombre en función de su
respuesta a la siguiente pregunta: “¿Qué piensas de Cristo? ¿Vives para él y de él? ¿Te
regocijas en su nombre, te jactas de su cruz, descansas en su obra?». Esa será tu
bendita experiencia si el amor divino late con fuerza por Cristo en tu pecho.
Un debilitamiento en el amor a los santos de Dios es una prueba fehaciente de un
debilitamiento del amor a Dios mismo. Si amamos a Dios con un afecto sincero y
profundo, debemos
puede ser una amarimperfecta,
copia muy su imagen puede
dondequiera que se
que el trazo halle.
esté muyNo hay duda dequizá
emborronado; que
haya sombras de las que disintamos; sin embargo, al reconocer la mano del Espíritu en
la obra, y cierta semejanza en los trazos a aquel a quien muestras almas aman y
admiran, hemos de sentir que tal objeto despierta en nosotros los sentimientos más
santos; no esperaremos a determinar la denominación eclesiástica a la que pertenece,
el nombre que profesa o el color de su hábito para poder entregarnos; en lugar de eso,
al descubrir al hombre de Dios, al humilde seguidor de Jesús, tenderemos nuestro
corazón y nuestra mano incondicionalmente. ¡Qué pasaporte a nuestros corazones es la
imagen de Jesús en un hijo de Dios! ¿Advertimos a Cristo en los principios que lo
impulsan, en los motivos que lo gobiernan, en el espíritu, en su mismísimo aspecto?
Entonces creemos que debemos acogerlo en nuestro seno por amor a Jesús. Qué señal
del enfriamiento
el ojo del amorena Dios
mira con frialdad en el alma
presencia de unesamado
cuandosanto
el corazón palpita
de Dios débilmente
debido a que noy
pertenece a nuestra denominación y no porta nuestro distintivo; cuando el fanatismo y
el egoísmo se adueñan de la mente, congelan el manantial del amor y casi convierten
en incrédulo al creyente. La Palabra de Dios es solemne y taxativa en este sentido: «Si
alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no
ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y
nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su
hermano» (1 Juan 4:20–21). «En esto —dice Jesús— conocerán todos que sois mis
discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:35). Si no amamos la
semejanza visible, ¿cómo habremos de amar el Arquetipo invisible?
Cuando el amor a Dios se debilita, este proceso viene acompañado de un
debilitamiento en el interés por la propagación y la prosperidad de su causa:
causa : una cosa
31
el enfriamiento
mantiene del formal
su unión amor apero
Dios.cuelga
Y cuando
de laadvertimos quepámpano
vid como un un miembro
inertedey una iglesia
estéril, sin
hacer nada por el progreso de la causa de Dios y de la verdad, escatimando su dinero,
sus oraciones, su disfrute personal de los medios de gracia, y mostrando más bien su
oposición antes que alentando la parte activa de la comunidad, bien podemos
preguntar: “¿Cómo mora el amor de Dios en él?».
El enfriamiento del amor puede atribuirse a muchas CAUSAS. Solo podemos
enumerar unas pocas, pero pondérense con toda seriedad. La intrusión del mundo es
una causa habitual. No puede haber dos sentimientos más opuestos y antagónicos que
el amor a Dios y el amor al mundo; es imposible que un mismo pecho pueda albergar a
ambos con la misma intensidad; uno u otro ha de reinar: no pueden ocupar el mismo
trono. Si el afecto divino impera, el mundo queda excluido; pero si se impone un afecto
terrenal,
El amor aunDios
creciente amorelalamor
expulsará mundo, Dios queda
al mundo; fuera:
el amor al uno ha de
mundo ceder el el
debilitará sitio al otro.
amor del
alma a Dios. «Ninguno puede servir a dos señores»:
señores»: es imposible amar a Dios y al
mundo, servirle a él y a las riquezas. Aquí tenemos una causa muy frecuente del
enfriamiento en el amor divino; protégete de ella tal como lo harías de tu mayor
enemigo. Es un remolino que ha succionado a millones de almas; miles de cristianos
profesantes se han visto arrastrados hacia el fondo de su abismo. Este enemigo de tu
alma te robará tras acecharte insidiosa y calladamente. Tiene múltiples disfraces: se
presentará como una legítima preocupación por tu trabajo, como una diligencia en tus
tareas justificadas, como una prudente dedicación a las necesidades domésticas, y
hasta recurrirá a mandatos y ejemplos bíblicos y se vestirá de ángel de luz; pero
sospecha de él y ponte en guardia. Recuerda lo que dice el apóstol de un antiguo
profesante:«No
moderno: «Demas
améisme ha desamparado,
al mundo, ni las cosasamando este
que están en mundo».
mundo» . No
el mundo. Si seas un ama
alguno Demas
al
mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2:15). Ningún cristiano puede
mantener indemne su espiritualidad, ileso su amor, inmaculada su túnica, irreprochable
su conducta, si permite que el mundo entre en su corazón secretamente. ¿Cómo podrá
ejemplificar la vida de un peregrino y de un viajero? ¿Cómo podrá arder su corazón con
una llama de constante amor a Dios? ¿Qué atractivo puede tener el trono de gracia,
qué disfrute puede haber en la comunión con los santos, mientras su corazón rebosa
codicia y las ambiciones mundanales, el ansia de estatus y de admiración ajena son
pasiones que rivalizan en su alma? Recordemos, pues, solemnemente, que es preciso
abandonar cualquier apego al mundo desmedido y no crucificado si se desea que el
valioso don del amor a Dios reine sobre todos los demás sentimientos del creyente.
Un apego idólatra e impío a la criatura ha crucificado una y otra vez el amor a Cristo
32
había entregado
él ha recibido únicamente
forma para elintensificar
de ídolo ante el compromiso
cual se eleva y el
el incienso del amor del
corazón alma la
a diario; hacia
flor
que él hizo brotar sin otra razón que transmitir algo de su propia belleza y hacer que su
nombre fuera más fragante, ha suplantado a la «Rosa de Sarón» en su seno. ¿Es así
como maltratamos sus bondades? ¿Es así como convertimos nuestras bendiciones en
veneno? ¿Permitimos de tal forma que las cosas que se nos enviaron para inducirnos a
amar el corazón de nuestro Dios y hacer que la cruz, por medio de la cual nos llegaron,
nos fuera más preciada, desvíen nuestro afecto de su santo y bendito centro? ¡Qué
necios somos al amar más a las criaturas que al Creador! Querido lector, ¿por qué te ha
estado disciplinado Dios, si ese es el caso como podría ser? ¿Por qué ha destruido tus
ídolos, ha hecho añicos esa pieza de arcilla, y ha soplado hasta marchitar tu hermosa
flor? ¿Por qué? Porque aborrece la idolatría; y la idolatría viene a ser esencialmente la
misma, ya se
hermosura. ¿Y ofrezca
qué diceasuuna
vozroca amorfa
en cada e inerte
manantial queoseca,
a unenespíritu de inteligencia
cada planta sobre la quey
sopla agostándola, en cada decepción a la que somete a la criatura? «Hijo mío,
entrégame tu corazón. Quiero tu amor, tu afecto puro y supremo; quiero ser el objeto
único y exclusivo de tu afecto. Entregué a mi Hijo por ti, su vida por la tuya; envié a mi
Espíritu para avivarte, renovarte, sellarte y apoderarse de ti para mí: todo eso lo hice
para poder poseer tu corazón. Para apropiarme de eso he herido tus calabaceras,
destruido tus ídolos, tirado por tierra tus dependencias terrenales, e intentado apartar
tu afecto de la te criatura para que se eleve, puro y libre, y gire en torno a aquel que
ama con un amor imperecedero».
Por otro lado, interpretar la disciplina de Dios en su pacto a la luz de los juicios en
lugar de los frutos del amor suele
amor suele contribuir en gran manera a un entumecimiento del
afecto del alma a Dios.
malinterpretación de suLas ideas ásperas
disciplina: y hostiles
si apartamos hacia Dios
la mirada son segundo
un solo el resultado de una
del corazón
de Dios en el momento en que estemos atravesando las profundidades de una prueba,
estaremos dispuestos a prestar oídos a cada turbia insinuación de nuestro adversario,
en ese instante miramos la disciplina con otros ojos, con unos sentimientos
distorsionados: vemos el castigo como resultado de su desagrado, y el pacto de Dios
que lo motivó como cruel, hostil y severo. Pero si permitimos que el ojo de la fe
atraviese las nubes y la oscuridad que rodean el trono, veremos que el corazón de Dios
sigue siendo amor, todo amor , y nada más que amor, hacia este pobre hijo afligido y
apenado, y en un segundo toda murmuración quedará silenciada, todo sentimiento
rebelde quedará suspendido, y todo pensamiento hostil caerá por tierra; y «bien lo ha
hecho todo; por amor y bondad me ha afligido», será la única frase que salga de
nuestros labios. Si entonces, querido lector, proyectas todo tu corazón hacia Dios, y tus
33
Pasemos
el hijo ahora
de Dios; peroa antes
la consideración
de sugerir odeladoptar
avivamiento de estade
algún medio virtud languideciente
avivamiento en
concreto,
es preciso que el creyente se esfuerce en conocer el estado exacto de su amor a Dios.
Dios. Un
conocimiento de sí misma es el primer paso en el retorno de toda alma a Dios. En la
conversión fue el conocimiento propio —saber que estábamos completamente
perdidos— lo que nos llevó a Jesús; eso es lo que nos enseñó el Espíritu Santo, y así nos
llevó a la gran obra completa del Hijo de Dios. Antes, pues, de que optes por algún
medio de avivamiento, determina el estado exacto de tu amor y cuáles han sido los
motivos de su enfriamiento; no vaciles en examinarte, no rehúyas tus descubrimientos.
Y si se impone la humillante verdad (“Ya no soy como era; mi espiritualidad se ha
debilitado; he perdido el fervor de mi primer amor; he descuidado la carrera celestial;
Jesús ya no es como antes, el gozo de mi día, la canción de mis noches; y mi caminar
con Dios ya
humildad noDios.
ante es delicado, filial ylacercano
Para alcanzar como antes»),
debida humildad confiésala
es preciso con sinceridad
conocernos y
a nosotros
mismos; no debemos enmascarar nuestro verdadero estado, ni ante nosotros mismos
ni ante Dios; no debemos buscar excusas para nuestros enfriamientos: es preciso
detectar la herida, conocer la enfermedad; debemos sacar a la luz los síntomas más
graves. Determina, pues, el verdadero estado de tus sentimientos hacia Dios; lleva tu
amor ante él, ante la piedra de toque de la verdad; averigua hasta qué punto se ha
enfriado, entonces estarás preparado para el segundo paso en la obra del avivamiento,
que es el siguiente:
Rastrea y crucifica la causa del enfriamiento en tu amor. Dondequiera que el amor
se enfría, ha de haber una causa; y, una vez determinada, es preciso eliminarla de
inmediato. El amor a Dios es una flor delicada; es una planta sensible que se marchita
con
siga suma facilidad;
creciendo. es preciso
El calor velar noche
del mundo y día para
la marchitará, la mantenerla saludable
frialdad de la y lograr
profesión formalque
la
helará muy a menudo: mil influencias, todas ellas ajenas a su naturaleza y hostiles a su
crecimiento, se confabulan contra ella; el terreno en que está plantada tampoco le es
favorable. «En mi carne no mora el bien»;
bien»; independientemente del grado de santidad
que haya en el creyente, de su anhelo de conformidad con Dios, de la intensidad de sus
sentimientos hacia él, todo ello proviene de Dios mismo, y está ahí a resultas de su
gracia soberana. «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del
Espíritu, espíritu es».
es». ¡Cuán incasablemente es preciso velar, pues, y cuántos cuidados
de cultivo son necesarios para mantener el florecimiento y la fragancia de esta planta
celestial, para alimentar su crecimiento! Busquemos y eliminemos la causa del
enfriamiento y el debilitamiento de esta valiosa virtud del Espíritu; no descansemos
hasta descubrirla y sacarla a la luz. Si resulta ser el mundo
mundo,, salgamos de él, separémonos
34
pues, tener a Jesús siempre en mente. Cuando quiera que percibas un debilitamiento
en tu amor, una renuencia a cargar con tu cruz diaria, una reluctancia a cumplir tus
deberes, acude de inmediato al Calvario; ve simple y directamente a Jesús; caldea tu
corazón con un amor ardiente por medio de la contemplación de él en la cruz, y pronto
la escarcha que te recubre se habrá derretido, la corriente helada comenzará a fluir de
nuevo, y los «carros de Aminadab» transportarán tu alma hasta la comunión con Dios.
No dejes
es suya; de honrar
cuídate al Espíritu de
de no sustraerla Santo
sus en esta gran
manos. obra deque
Los medios avivamiento
avivamiento.. Toda la
hemos sugerido obra
para el
avivamiento de esta virtud languideciente del amor solo pueden ser eficaces si el
Espíritu obra en nosotros y junto con nosotros. Ora con frecuencia por sus unciones;
acude a él como el Glorificador de Cristo, como el Consolador, como el Sellador, Como
el Testigo, como las Arras de su pueblo; es él quien aplicará la sangre expiatoria; es él
quien avivará las virtudes enfermas; es él quien soplará sobre la llama de tu amor
languideciente al mostrarte la cruz y dirigir tu corazón al amor de Dios. No apartes tu
mirada del amor del Espíritu; su amor es igual al del Padre y el del Hijo. Hónralo por su
amor, permite que este te anime a proveerte grandemente de su influencia y a ser
«lleno del Espíritu».
Por último, recuerda que aun cuando tu amor se haya enfriado, el amor de tu Dios y
Padre
cambio.hacia ti noha
Aunque haaborrecido
menguado tu
lo enfriamiento
más mínimo;
mínimo ; yno
haha conocido tu
reprendido la menor sombra
extravío, no te de
ha
retirado su amor . ¡Qué estímulo es este para volver de nuevo a él! Dios no te ha dado la
espalda ni un solo momento aunque tú le hayas dado la tuya en incontables ocasiones:
siempre ha tenido los ojos puestos en ti, y su rostro habría brillado sobre ti con toda su
fuerza de no ser por el oscurecimiento que han producido las nubes de tu rebeldía y tu
pecado. Vuelve sobre tus pasos, regresa a Dios. Aunque hayas sido un pobre
descarriado y hayas abandonado tu primer amor, aunque tus sentimientos se hayan
apartado del Señor y tu corazón haya buscado otros amantes, Dios sigue siendo
misericordioso y estando dispuesto a perdonar; él te acogerá de nuevo por amor a
Jesús, su amado Hijo en quien tiene complacencia, dado que esta es su propia y bendita
aseveración: «Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios, si profanaren
mis estatutos,
rebelión, y cony azotes
no guardaren mis mandamientos,
sus iniquidades. entonces
Mas no quitaré castigaré
de él con vara su
mi misericordia, ni
falsearé mi verdad» (Salmo 89:30–33).
Capítulo 3
El enfriamiento en la fe
«Dijeron los apóstoles al Señor: Auméntanos la fe»
36
(Lucas 17:5).
El creyente debe considerar cada virtud del Espíritu como un elemento integral del
carácter cristiano y, como tal, de un valor incalculable e inestimable. Quizá no sienta
poseerlas todas con la misma intensidad pero —tal como nos sucede con nuestras
capacidades físicas o mentales, que solo conocemos cuando se desarrollan por causa de
las circunstancias—
circunstancias— un creyente no sabe qué virtude
virtudess del Espíritu pose
poseee hasta que el
trato con un Dios del pacto le lleva a ejercitarlas santamente. Así es como se despliegan
la sabiduría y la bondad infinitas en el trato de Dios con su pueblo. El Padre celestial no
trata a sus hijos arbitraria, impulsiva o innecesariamente; cada golpe de su vara no es
más que la voz atenuada de su amor; cada tormenta lleva en su seno alguna nueva y
rica bendición proveniente de un mundo mejor. ¡Cómo podemos lanzar el más mínimo
suspiro, la menor murmuración, ante el trato de Dios o malinterpretar ni por un
instante sus santos y sabios motivos!
Si toda virtud del Espíritu es, pues, hasta tal punto valiosa e indispensable, el
enfriamiento y el declive de esa virtud en el creyente ha de atraer de forma especial la
atención de Dios y conjurar consecuencias serias y solemnes. Cualquier parte de la gran
obra misericordiosa de gracia que lleva a cabo Dios en el alma que se encuentre en un
estado de declive parece un reflejo de Dios mismo; se le deshonra de una forma en que
el creyente es a duras penas consciente. ¿Qué cosa hay, tras su propio Hijo, que sea
más gloriosa, valiosa y preciada a ojos de Dios? ¿Quizá el mundo? No, no ve gloria
alguna en ello. ¿Acaso los cielos? Tampoco, no son limpios delante de sus ojos, y nota
necedad en sus ángeles; ¿de qué se trata entonces? Del reino que tiene en sus santos,
de la gracia renovadora y santificadora que tiene en su pueblo adoptivo. Después de su
Hijo no existe nada más glorioso y valioso; en comparación con eso no ve belleza alguna
en otras partes; es a esto a lo que dedica sus pensamientos más profundos, aquí
deposita su amor más intenso; todas sus disposiciones en las esferas de la naturaleza, la
providencia y la gracia quedan supeditadas a la consecución, el desarrollo y el
perfeccionamiento de esto. Imaginemos, pues, lo que debe pensar Dios ante un estado
de declive y enfriamiento de la gracia en el alma, y cuál es el método que adopta para
resucitarla y reanimarla. Tras considerar el enfriamiento espiritual en dos de sus fases,
llegamos a otra igualmente solemne e importante: el enfriamiento de la virtud de la fe.
Seguiremos la misma estrategia para abordarla y, como punto de partida, exploraremos
la naturaleza y las características bíblicas de esta virtud cristiana.
Pocas cuestiones en el vasto campo de la teología cristiana han sido tan
frecuentemente objeto de debate, y puede que de malentendidos, como es la de la fe.
Y tampoco cabe sorprenderse de que quienes afrontan su examen sin atenerse
estrictamente a la simple enseñanza de la Palabra de Dios, y dependiendo por completo
de la iluminación del Espíritu, encuentren dificultades y hasta opacidad al ponderar una
cuestión tan espiritual. Como tampoco Satanás escatima en sus intentos de
entenebrecer las mentes de los hombres cuando ponderan esta gran cuestión. Si hay
37
una virtud contra la que Satanás lance ataques más directos y constantes esa es sin
duda la fe. Consciente de su naturaleza espiritual y de su crucial importancia, y sabedor
de la gran gloria que reporta a Dios su ejercicio, el astuto y siempre alerta enemigo del
creyente emplea todas las argucias a su alcance para embrollar su sencillez, así como
neutralizar sus esfuerzos. No sorprende, pues, que las opiniones vertidas sobre una
cuestión de tal importancia sean con frecuencia polémicas y que muchas veces las ideas
acerca de su
Y, sin naturaleza
embargo, los no estén claras.
conceptos escriturarios y espirituales de la fe constituyen los
mismísimos cimientos de la santidad experimental. Un error en lo tocante a la fe, al ser
el punto de partida de la religión experimental, se demostrará forzosamente funesto
para todos los pasos sucesivos. Toda la belleza de esa estructura religiosa, toda la
perfección de su simetría, toda su excelsa arquería, toda la altura de sus torres carecen
de importancia si se basan en una fe
una fe deficiente.
deficiente . Si no resisten la prueba de la Palabra de
Dios, ningún sistema religioso, ningún credo doctrinal, ninguna profesión cristiana
tienen valor alguno. Toda mera religión del intelecto, de la imaginación o de los
sentidoss —y estas solo ggozan
sentido ozan de popularidad en el mundo— que descanse en una fe
antiescrituraria y defectuosa no es más que una hermosa quimera; decepcionan en los
momentos difíciles, engañan en el lecho de muerte, y reportan al alma un sufrimiento
interminable
terreno de la en el mundo
religión venidero.
profesante, queEsuna
de persona
la más solemne importancia,
se asegure pues,
de que parte deen el
la fe
la fe
verdadera.. Si, al hacer el balance contable, un comerciante parte de un error en sus
verdadera
cálculos, ¿puede sorprendernos que ese error se extienda por todas sus cuentas y lo
lleven a conclusiones equivocadas? O, si un viajero camino de su casa elige, de entre
todas las carreteras que tiene por delante, una equivocada, ¿puede llamarnos la
atención que nunca llegue a ella? Apliquemos estos ejemplos a la cuestión que tenemos
ante nosotros. El hombre tiene una larga y solemne cuenta que cuadrar con Dios; es
deudor de una gran suma; debe a Dios una obediencia perfecta a su ley y no tiene«con
tiene «con
qué pagar».
pagar». Y otro ejemplo más: es un viajero de camino a la eternidad, y cada uno de
sus pasos lo acerca a la culminación de un juicio breve pero en el que será responsable.
Ahora bien, si su religión parte de ideas deficientes, infundadas y antiescriturarias de
cualquier doctrina esencial de la salvación, el error de partida habrá de afectar a toda
su vida religiosa; y, a menos que vuelva sobre sus pasos y descubra y corrija su error, el
final se demostrará funesto para su felicidad eterna. El autor de esta página considera
de la mayor importancia que este capítulo presente una idea escrituraria de la
naturaleza, las características y la tendencia de esta parte esencial del gran plan de
salvación. ¡Que el Espíritu sea nuestro maestro y la Palabra de Dios nuestro manual!
Quizá convenga señalar que los autores de sistemas teológicos han establecido
taxonomías de la fe. Hablan de la fe especulativa; de la fe histórica; de la fe práctica; de
la fe salvadora; de la fe consciente. Pero, dado que todas estas distinciones solo sirven
para embrollar la cuestión y confundir la mente, y a menudo conducen a errores de
envergadura, las dejamos de lado y adoptamos la sencilla nomenclatura de la Palabra
inspirada, que nunca puede confundir o inducir a error al discípulo humilde de Jesús.
El Espíritu Santo solo habla de «una fe» (Efesios 4:5), y de que esa fe es la «fe de los
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escogidos de Dios» (Tito 1:1). Aun con todo, tenemos una pregunta recurrente: ¿Qué es
la fe? Dicho de forma escueta y sencilla, es ese acto del entendimiento y el corazón por
el que un pecador arrepentido —un pecador sometido a la poderosa obra del Espíritu
eterno que lo convence
convence de peca
pecado
do y obra en él u una
na contric
contrición
ión genuina— acepta la
proclamación gratuita que hace Dios del perdón por medio de un Salvador crucificado:
cree, acepta y acoge la promesa de vida eterna por medio del Señor Jesucristo, y de tal
forma
de este«atestigua que Dios
acto porque es veraz». Hablamos
los defensores del entendimiento
de la verdad evangélica hancomo
sido parte integral
acusados de
proponer doctrinas que prescinden de toda operación mental, y que reducen la religión
a un mero sentimiento
sentimiento.. Este testimonio no es verdadero: sostenemos que en la gran
obra de la religión del corazón todas las facultades de la mente humana se ejercitan
plenamente; que el Espíritu Santo, al obrar el arrepentimiento y la fe en un hombre,
hace más por el desarrollo de las facultades intelectuales que toda la enseñanza
humana junta. ¿Acaso no hemos visto personas que, con anterioridad a su conversión,
no habían dado muestras más que de las facultades mentales más comunes,
convertidas, con la luz del Espíritu por medio de la Palabra revelada, en intelectos
fuertes y poderosos? Se produce el desarrollo de facultades de raciocinio hasta
entonces ocultas; fuentes del pensamiento hasta entonces selladas quedan abiertas; las
cosas viejas
verdadera pasan
tiende y todas son
a desarrollar hechas elnuevas.
y fortalecer Repetimos,
intelecto humano y pues, queintensidad
a conferir la religióny
agudeza a todas sus facultades. No hay mente más poderosa que la mente renovada y
santificada..
santificada
La fe, pues, tiene que ver con el entendimiento y con el corazóncorazón.. Para que una
persona acepte a Cristo debe ser consciente
consciente,, en primer lugar, de su estado de perdición
y ruina; ¿y cómo podrá saber tal cosa si no es por medio una mente que haya sido
iluminada espiritualmente? ¡Qué cambio más sorprendente le acontece a la persona!
Por medio del poder del Espíritu Santo se le lleva al conocimiento de sí misma; un rayo
de luz, un acercamiento del Espíritu, ha modificado todas las ideas acerca de sí mismo,
le ha dado una nueva perspectiva; todas sus ideas, sus sentimientos, sus deseos se
desvían a un cauce distinto y opuesto; todas sus ideas jactanciosas de una justicia
propia se han esfumado como un espejismo; sus ideas altaneras han quedado
humilladas, sus elevadas pretensiones quedan rebajadas, y pasa a ocupar su lugar en el
polvo ante Dios como un pecador quebrantado. ¡Qué maravillosa y bendita
transformación la del fariseo que ocupa el lugar del publicano y hace suyo el clamor de
«sé propicio a mí pecador»,
pecador», y exclama: «Soy acreedor de mi perdición y merecedor de
la ira eterna; y soy el más vil y más grande de los pecadores»! Y ahora comienza el
ejercicio de la fe; el mismo Espíritu bendito que ha convencido de pecado es el que
presenta al alma un Salvador crucificado por los perdidos; es el que muestra la salvación
plena y gratuita para el más indigno; el que revela una «fuente que limpia de todo
pecado» y revela una justicia en la que «es justificado todo».
todo». Y todo lo que encomienda
al pobre pecador convicto para que consiga esto es sencillamente creer . Ante la
pregunta crucial de: “¿Qué haré para ser salvo?»,
salvo?», esta es la única respuesta: «Cree en
el Señor Jesucristo y serás salvo».
salvo». El alma angustiada exclama anhelante: “¿Entonces lo
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único que tengo que hacer es creer ? ¿No tengo que llevar a cabo grandes obras? ¿No
tengo que traer precio alguno, ni presentar ningún mérito? ¿Puedo venir tal como soy,
sin nada que ofrecer, sin todos mis esfuerzos, sin dinero, con toda mi vileza y nulidad?».
La respuesta sigue siendo: «Cree solamente».
solamente». «Entonces, Señor, sí creo —exclama el
alma en un arrebato de gozo—, ayuda mi incredulidad ». Esto, lector, es la fe; la fe, esa
maravillosa virtud, ese gran acto del que tanto has oído hablar, sobre el que se han
vertido ríoseldepeso
depositar tinta,dey del
un cual tantosherido
corazón sermones se han predicado;
y sangrante sobre unesSalvador
el simpleherido
acto dey
sangrante; es el simple acto de aceptar la asombrosa verdad de que Jesús murió por los
impíos —que murió por los pecadores
los pecadores,, por los viles, los arruinados—; que invita y acoge
en su seno a todos los pecadores
los pecadores pobres, convictos y cargados. Al creer este maravilloso
anuncio, al prescindir de todas las demás dependencias y apoyarse únicamente en esto,
al aceptarlo, al acogerlo, al regocijarse en ello, en un instante todo se convierte en paz
para el corazón. No olvides, pues, lector, la sencilla definición de la fe: no es más que
creer con todo el corazón que Jesús
que Jesús murió por los pe
pecadores
cadores;; y la creencia total en este
único hecho reportará paz al alma más angustiada y castigada por el pecado.
«Habiendo comenzado por el Espíritu»,
Espíritu», el creyente no debe «acabar por la carne»;
carne»;
habiendo comenzado su vida divina en la fe, es en la fe como ha de dar cada paso en el
viaje hacia su hogar. Toda la vida espiritual de un hijo de Dios es una vida de fe: así lo ha
dispuesto Dios; y todo el trato paterno-filial que tiene con él está motivado por el deseo
de llevarlo a experimentar eso de forma plena y bienaventurada. En el momento en que
un pobre pecador toca el borde de la túnica de Cristo, y por débil que sea ese acto de
fe, ha dado comienzo esa vida santa y elevada; desde ese mismo momento el alma
creyente profesa haber abandonado la vida de los sentidos, con sus causas segundas, y
haber pasado a una gloriosa vida de fe en Cristo. No es una exageración aplicarle la
declaración del apóstol: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas
vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vvivoivo en la fe del Hijo de Dios»
(Gálatas 2:20). Detallemos brevemente algunas de las bendiciones propias de esta vida.
Está su seguridad; el creyente se tiene en pie por fe: «Por la fe estás en pie»
(Romanos 11:20). ¿Por qué has sido guardado hasta el momento presente? Has visto
muchos altos cedros caer por tierra; muchos que parecían «correr bien» pero cuya
presunta fe, en el momento de la tentación, cuando el poder mundanal, la riqueza y la
preeminencia fueron en aumento, naufragó y cayó en diversas concupiscencias y
trampas que ahogaron su alma. ¿Por qué has sido guardado? ¿Por qué tu velero se ha
enfrentado a la tormenta pero tus pies se mantuvieron firmes sobre la roca? Porque
«por la fe estás en pie»;
pie»; «la fe de los escogidos de Dios» te ha guardado; y aunque seas
profundamente consciente de muchos y graves descarríos —puede que pecados que,
de ser conocidos por un mundo impío e ignorante, te harían objeto de burla y mofa—,
nunca se te ha permitido desvincular tu alma de Jesús por completo; has descubierto
tus pecados y los has lamentado y confesado, y has buscado el perdón por medio de la
aplicación renovada de la sangre expiatoria, y por la fe sigues en pie. Ah, si la fe no te
hubiera guardado, ¿dónde estarías ahora
ahora?? ¿A dónde te habría llevado la tentación? ¿A
qué consecuencias te habría expuesto ese pecado? ¡Pero ese quebrantamiento, esa
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contrición, ese lamento, esa búsqueda renovada de la fuente, demuestran que había
algo en ti que te impedía apartarte por completo!
completo! Quizá el cedro haya sido tirado por
tierra, pero se ha vuelto a poner en pie; quizá el velero haya sido zarandeado en la
tormenta, y quizá hasta haya sido dañado por la tempestad, pero al final ha llegado a su
puerto: «la fe de los escogidos de Dios» te ha guardado. «No te ensoberbezcas, sino
teme».. Tu vigilancia, tus facultades y tu sabiduría se habrían demostrado pobres
teme»
defensas
La vidadedenofeser poruna
tiene la febendición
inmortal propia:
que mora
propia enfeti.andamos, no por vista» (2 Corintios
: «Por
5:7). Este caminar por fe reúne todas las circunstancias del devenir cotidiano;
comprende un caminar por fe a cada paso: mirar por encima de las pruebas, de las
necesidades, de las perplejidades, de lo inverosímil y lo imposible, por encima de las
causas segundas y, ante las dificultades y las decepciones, seguir adelante apoyándose
en Dios. Si el Señor desplegara el mar Rojo ante nosotros y alineara a los egipcios a
nuestras espaldas, asediándonos por doquier y, sin embargo, nos emplazara aavanzar a avanzar ,
sería el deber y el privilegio de la fe obedecer de inmediato —con la creencia de que
cuando nuestros pies tocaran el agua Dios, en nuestra situación crítica, dividiría el mar y
nos permitiría cruzarlo pisando tierra firme. Esta es la única vida santa y bienaventurada
del creyente; si abandona esta senda un solo instante e intenta caminar por
caminar por vista
vista,, las
dificultades se agolparán a su alrededor, los problemas se multiplicarán, las menores
pruebas se tornarán pesadas cruces, las tentaciones de apartarse del camino justo y
recto aumentarán en número y fuerza, el corazón flaqueará ante las decepciones, se
entristecerá al Espíritu y Dios será deshonrado. Tengamos siempre presente esta valiosa
verdad: «Por fe andamos, no por vista».
vista» .
La fe es una pieza esencial de la armadura espiritual: «Sobre todo, tomad el escudo
de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno» (Efesios 6:16).
La fe se describe asimismo como la coraza del creyente: «Pero nosotros, que somos del
día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe» (1 Tesalonicenses 5:8).
No hay un solo momento, ni el de mayor santidad, en que no estemos expuestos a los
«dardos de fuego» del adversario. A menudo el ataque se produce en el momento más
insospechado, en épocas de especial cercanía a Dios, de santo goce: «Porque no
tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades,
contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de
maldad en las regiones celestes»,
celestes», que muchas veces son el momento escogido para el
ataque. Pero, pertrechados con esta armadura —el escudo y la coraza de la fe—,
ningún arma utilizada contra nosotros podrá derrotarnos; los «dardos de fuego»
quedarán apagados y el enemigo será puesto en fuga. La fe en un Salvador crucificado,
resucitado, vencedor y exaltado; la fe en una Cabeza presente e inmortal; la fe que
avista la gloria venidera, la corona resplandeciente y la palma ondeando ante sí; esa es
la fe que vence y triunfa. La fe que tiene un trato sencillo y constante con Jesús —que
acude a su sangre expiatoria, se aprovisiona de su plenitud y confía en él en todo
momento
moment o y lugar— siempre harharáá que un alma en conflicto ssea
ea más que vencedo
vencedora:
ra:
«Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al
mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Juan 5:4, 5).
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fe de Pedro, que en cierto momento fue capaz de caminar valerosamente sobre las
aguas tempestuosas del mar y en otro negó a su Señor, aterrorizado ante la voz de una
sirvienta. ¿Quién podrá negar que la fe del más santo hombre de Dios puede ser muy
grande en un momento para luego quedar tristemente debilitada?
Pero no hace falta ir más allá de nosotros mismos para hallar ejemplos y muestras
de esta tremenda verdad que estamos tratando: que cada creyente haga un ejercicio de
introspección. ¿Cuál es, lector, el verdadero estado de tu fe? ¿Está tan viva, vigorosa y
activa como cuando creíste por vez primera? ¿No ha experimentado enfriamiento
alguno? ¿Es el Objeto de tu fe tan glorioso a tus ojos como lo era entonces? ¿Te fijas
ahora en cuestiones indirectas en tu trato con Dios en lugar de elevar la mirada y fijarla
exclusivamente en él? ¿Cómo es tu fe al orar? ¿Acudes con valentía al trono de gracia y
pides sin vacilar? ¿Llevas a Dios todas tus pruebas, tus necesidades y tus debilidades?
¿En qué estado se encuentra tu comprensión de las cosas eternas? ¿Ejerces en ese
terreno la fe de forma santa y constante? ¿Vives como un peregrino y un viajero
«escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios» que vagar por la feria de los
deleites de este mundo? ¿Qué poder mortificador tiene tu fe? ¿Mortifica tu pecado y te
aparta del mundo, y te impulsa a caminar humildemente con Dios y cerca de Jesús? Y
cuando el Señor te presenta una cruz y te dice: «Carga con ella por mí», ¿aceptas
raudamente y de buen grado «toda cruz, todo sufrimiento y todo sacrificio por [tu]
Señor»? Esa es la forma de comprobar la naturaleza y la intensidad de tu fe; llévala a la
piedra de toque de la verdad de Dios y determina su carácter y el grado de
enfriamiento que ha sufrido. Permítasenos aducir un breve elenco de causas a las que,
por regla general, se puede achacar una fe en estado de enfriamiento y debilidad.
Cuando las sesiones de oración de un creyente decrecen tanto en número como en
espiritualidad, podemos estar seguros de que su fe se enfriará.
enfriará . La oración es el canal a
través del cual la fe recibe su alimento y su energía. Imaginar que la fe mantendrá un
aspecto sano, vigoroso y fértil una vez cortado el suministro de la oración es tan
improbable como pensar que un valle mantendrá un aspecto verde y lozano si cortamos
los manantiales y arroyos que corren montaña abajo. Existe una hermosa relación entre
la fe y la oración, la influencia entre ellas es recíproca: una oración constante y ferviente
fortalece la fe, y el ejercicio de la fe estimula la oración a su vez. El hombre que ora será
un hombre creyente, y el hombre de fe será un hombre de oración. Se dice que María
Estuardo temía más las oraciones del reformador John Knox que todos los ejércitos que
se le opusieran. ¿Pero qué infundía tal poder a las oraciones de John Knox que las
tornaba tan «temibles como un ejército con sus estandartes»?
estandartes»? Era su gran fe; y su gran
fe le confería un gran poder en su oración. Aquí, pues, tenemos una de las causas más
habituales de la débil fe de muchos cristianos profesantes: viven alejados de Dios, Dios, y a
causa de ello la fe no recibe alimento; se acude a Jesús en raras ocasiones, se recurre
poco a su sangre, apenas se busca aprovisionarse de su plenitud, olvidando que, tal
como él es el Autor de la fe, también es su Sustentador, y que el alma solo vive en la
medida en que vive «en la fe del Hijo de Dios». Dios». Lector, ¿se encuentra tu fe en un
estado débil y languideciente? Examina tu aposento de oración habitual, asegúrate de
que la causa no resida allí . ¿Cuáles son tus hábitos de oración? ¿Cuánto tiempo dedicas
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a Dios a lo largo del día? ¡Cómo! ¿Dedicas todo tu tiempo al trabajo, a la familia y a los
compromisos mundanales? ¡Cómo! ¿Solo dedicas unos pocos minutos a la oración,
unos escasos instantes ociosos a Dios? ¿No reservas una porción de las horas dedicadas
a cuestiones seculares a la santa comunión filial con tu Padre en la intimidad? ¿Dedicas
casi todo el tiempo a ti mismo, a tus afanes, confusiones y emociones mundanales? No
te sorprendas por que tu fe se encuentre débil, languideciente y a punto de extinguirse.
¡Despierta de tu temible sopor! ¡Tu situación, profesante somnoliento, es sumamente
peligrosa; duermes sobre terreno encantado, tu yelmo y tu coraza yacen a tu lado y
todos tus enemigos se congregan a tu alrededor en temible número! Solo el regreso a la
oración podrá reportarte seguridad.
Limitarse en exceso a la vida de los sentidos es uno de los grandes motivos de
enfriamiento en la fe. Si deseamos ver nuestro camino a cada paso que damos hacia
nuestro hogar tendremos que dejar de lado el ascenso por fe que, a pesar de ser más
difícil, ofrece muchas más bendiciones. Es imposible caminar por fe y por vista a un
tiempo: ambos caminos van en dirección opuesta. Si el Señor nos revelara el cómo y el
porqué de todos sus actos, si tan solo tuviéramos que avanzar viendo el siguiente punto
donde apoyar el pie, o si tan solo tuviéramos que salir una vez sabido el lugar hacia el
que nos dirigimos, ya no viviríamos una vida de fe, sino de vista. Habríamos cambiado la
vida que glorifica a Dios por una vida que le deshonra
deshonra.. Cuando Dios estaba a punto de
liberar a los israelitas de Faraón y les ordenó que avanzaran
avanzaran,, lo hizo antes de revelarles
la forma en que iba a rescatarlos. Las olas del profundo mar Rojo rompían a sus pies y
no veían un solo punto en el que pudieran hacer pie; y, sin embargo, este fue el
mandato que recibió Moisés: «Di a los hijos de Israel que marchen» (Éxodo 14:15).
Debían «andar por fe, no por vista». Si hubieran esperado a que las aguas se separaran
y a tener un camino seco abierto ante sí, no habrían demostrado la menor fe en Dios, ni
confianza alguna en su promesa y en su fidelidad, como tampoco habrían «exaltado su
nombre sobre todo nombre». Pero, tal como sucedió con los patriarcas, no “[dudaron],
por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se [fortalecieron] en fe, dando gloria
a Dios» (Romanos 4:20). No cuentes demasiado con los sentidos si quieres contar con la
fe
fe.. No esperes ver siempre el camino. Puede que Dios te llame a un lugar sin hacerte
saber hacia dónde te diriges; pero, tal como Abraham, tu deber será obedecer. Lo único
que tienes que hacer es marchar, dejando en manos de Dios todas las consecuencias, te
basta con que el Señor, en su providencia, te diga: “¡Marcha!». Puede que eso sea lo
único que oigas; tu deber es responder de inmediato: «Acudo a tu llamamiento; pídeme
que acuda a ti, aunque sea por aguas tumultuosas».
La ausencia de un ejercicio de la fe en momentos de providencia oscura y difícil
conduce a su enfriamiento. El ejercicio de la fe fortalece de la misma forma en que
descuidarla la debilita. Lo que proporciona al brazo toda su fuerza es su utilización
constante; ¡si lleváramos el brazo colgando constantemente a nuestro costado sus
tendones pronto se contraerían y su fuerza acabaría por desaparecer! Lo mismo sucede
con la fe, el brazo derecho de la fortaleza del creyente; cuanto más se ejercita, más
poderosa se torna; si la descuidamos y permitimos que se mantenga ociosa e inactiva,
su fuerza se desvanecerá. Ahora bien, cuando providencias oscuras y pruebas y
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Fortalecido de tal manera, puede ver cosas en la lejanía: las promesas que Dios ha
hecho de guardar su pacto, la esperanza de vida eterna o la corona de gloria. Puede
observarlas, casi tocarlas: «Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción
de lo que no se ve» (Hebreos 11:1). Y el propio Espíritu documenta idénticas cosas
acerca de los personajes del Antiguo Testamento: «Conforme a la fe murieron todos
éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y
saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra» (Hebreos
11:13). ¡Qué valiosa y costosa virtud del Espíritu eterno! ¿Quién no habría de poseerte?
¿Quién no habría de mortificar todo lo que te zahiere, debilita y deteriora?
Solo nos queda por mostrar la forma en que el Espíritu Santo aviva, fortalece y
refuerza la virtud languideciente de la fe. Y esto lo hace, en primer lugar, descubriendo
al creyente la causa de su enfriamiento, impulsándolo a acometer la obra de su
eliminación y fortaleciéndolo a tal propósito.
propósito. El Espíritu induce al creyente en estado de
enfriamiento al deber espiritual del examen de conciencia.
conciencia. Cuando una virtud del
Espíritu se encuentra enferma y debilitada, una situación tan dolorosa ha de tener una
causa que es preciso determinar: la mayor dificultad en lo referente a un alma
descarriada es llevarla al deber necesario y espiritual del autoexamen. Hay algo tan
humillante en ello, tan ajeno a las inclinaciones naturales del corazón, y a lo que el
mismísimo enfriamiento del alma ofrece tanta resistencia que se requieren fuertes
dosis de la gracia del Espíritu para impulsarlo a hacerlo sincera y exhaustivamente. Tal
como el comerciante, consciente de sus apuros económicos, elude estudiar con
detenimiento sus libros contables, así el relapso consciente evita examinar con
honradez su corazón descarriado. Pero tal como la cura de una enfermedad, o la
corrección de cualquier mal, dependen del conocimiento de su causa, así el avivamiento
de un creyente en estado de enfriamiento está íntimamente vinculado al
descubrimiento y la eliminación de la causa de tal enfriamiento. Creyente frío, ¿cuál es
la causa de la debilidad de tu fe? ¿Por qué esta hermosa y fructífera flor está marchita y
a punto de morir? ¿Qué es lo que ha enturbiado tu vista, ha paralizado tu mano y ha
debilitado tu caminar por fe? Quizá pueda achacarse al hecho de que hayas descuidado
la oración:
oración: puede que hayas vivido días, semanas y meses sin tener comunión con Dios;
no has acudido constantemente a tu habitación para orar; no has contendido con Dios;
no has tenido comunión con tu Padre. No te sorprendas, querido lector, por que tu fe
languidezca, enferme y flaquee. Sorprende más aún que tengas fe siquiera; que no esté
completamente muerta, arrancada de raíz; y de no ser por el gran poder de Dios y la
incesante intercesión de Jesús a su diestra, así habría sido desde hace largo tiempo.
¿Pero cómo podrás avivarla? Vuelve a orar de inmediato; vuelve a frecuentar tu lugar
de oración; reconstruye tu altar derruido; aviva la llama al borde de la extinción; busca
al Dios que has abandonado. ¿Cómo podrá la fe ser avivada y crecer si se descuida la
oración privada que contiende con Dios a diario? El Espíritu eterno, al manifestar esto a
tu corazón, al mostrarte tan terrible negligencia, e insuflando en ti un espíritu renovado
de gracia y súplica, te dará un nuevo y bendito impulso a la fe.
Quizá hayas estado malinterpretando el trato providencial que te ha dispensado el
Señor; te has entregado a ideas incrédulas e ingratas en cuanto a tus pruebas,
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aflicciones y decepciones; te has dicho a ti mismo: “¿Cómo puedo ser un hijo y sufrir
tales aflicciones? ¿Es posible que me ame y me trate de esta forma?». ¡Qué idea! ¡Qué
suposición! Si hubieras escrutado el corazó
corazónn de Dios cuando te envió tal prueba, te
infligió tal aflicción, sopló sobre esa flor y echó por tierra tus mejores planes, jamás se
te habría ocurrido murmurar: habrías visto tanto amor, tanta ternura, tanta fidelidad y
tanta sabiduría que tu boca habría quedado sellada ante él. No te sorprendas por que,
al entregarte a tales recelos e interpretar con semejante óptica el trato de un Dios de
amor en el seno del pacto, tu fe haya quedado dañada. Es posible que no haya nada tan
proclive a separar el alma de Dios, engendrar desconfianza, ideas hostiles y
sentimientos rebeldes que este tipo de dudas acerca de la bondad y la fidelidad de Dios
en la disciplina que se ha complacido en imponer. Pero la fe, al observar a través de los
negros nubarrones, elevarse por encima de las montañas y anclarse en la veracidad
divina y el amor inmutable de Dios, saldrá fortalecida sin la menor duda de todas las
tormentas que la azoten.
¿Han sido los encantos del mundo los que se han apoderado de tu fe? ¿Te han
seducido, te han hechizado con su resplandor, te han fascinado con sus cantos de
sirena, y te han abrumado con sus innumerables afanes? Escapa de él, aléjate; renuncia
a su comunión vacua, a su conducta contemporizadora, a su sabiduría y sus deleites
carnales, a su conformidad pecaminosa. Todo ello enturbia la visión y debilita el
asimiento de la fe. El mundo, el amor a él y la conformidad con él pueden complacer y
satisfacer la vida de los sentidos
sentidos,, pero son antagónicos a la vida de la fe
la fe y serán un lastre
para ella. Una vigorosa vida de fe y un amor pecaminoso al mundo son cosas tan
opuestas como las naturalezas de la carne y el Espíritu, las tinieblas y la luz, el pecado y
la santidad. ¡Profesante del evangelio, protégete del mundo! Es tu gran azote: evita
conformarte a él en tu forma de vestir, en tu forma de vivir, en la educación de tus
hijos, en los principios, los motivos y los criterios por los que te riges. Le diríamos a todo
profesante que, en lo tocante a esto, sea un independiente
independiente:: sepárate del mundo —ese
mundo que crucificó a tu Señor y Maestro y que desearía crucificar la fe que hay en ti—,
no toques lo impuro porque «sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa,
pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de
las tinieblas a su luz admirable» (1 Pedro 2:9). ¿Deseas “[fortalecerte] en fe, dando
gloria a Dios»? Entonces presta obediencia a la voz que, con lengua ultraterrena,
exclama a todos los hijos profesantes de Dios: «No os conforméis a este siglo, sino
transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que
comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta» (Romanos
12:2).
¿Es el pecado sin mortificar lo que roe la raíz de tu fe? Llévalo a la cruz de Cristo,
condénalo allí, clávalo allí, y no cejes hasta que puedas exclamar: «Mas a Dios gracias,
el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús» (2 Corintios 2:14).
¿Son los temores incrédulos y deshonrosos los que afectan a tu porción en Cristo?
Espárcelos al viento; un hijo de Dios no tiene motivos para la duda y la incredulidad;
puede que en él haya muchas cosas que sean motivo de desánimo, pero nada en la
verdad en que profesa creer; no hay nada en el objeto de la fe, nada en Cristo, nada en
48
Capítulo 4
El enfriamiento en la oración
«Menoscabas la oración delante de Dios»
(Job 15:4).
Si tuviéramos que escoger una característica que destaque sobre las demás en el
enfriamiento espiritual no vacilaríamos en decantarnos por el debilitamiento del espíritu
de oración.
oración. Tal como la oración es la primera prueba de la vida espiritual en el alma, y
su crecimiento espiritual y su vigor son indicativos de un estado saludable y fértil de esa
vida, así el enfriamiento de la oración en su espíritu, su ejercicio y su disfrute son
fuertemente indicativos del debilitamiento de la gracia verdadera en un hijo de Dios.
52
Nos disponemos a abordar esta cuestión solemnemente convencidos de que tiene una
mayor aplicación general para los creyentes profesantes de lo que algunos podrían
estar dispuestos a reconocer en primera instancia; y que tiene unas implicaciones más
serias para los intereses espirituales del alma que cualquier ramificación del
enfriamiento que hayamos considerado hasta ahora.
Al exponer al lector de forma introductoria la naturaleza de la oración verdadera —
cosa que nos parece apropiada antes de considerar su enfriamiento—, señalaremos
que hay muchas cosas cruciales en relación con ella que la convierten en una cuestión
de la mayor importancia. ¿Qué
¿Qué es la oración? Es
oración? Es la comunión de la vida espiritual en el
alma del hombre con su Autor divino; es devolver el aliento de la vida divina al seno de
Dios del que provino; es una conversación santa, espiritual y humilde con Dios. Este es
un hermoso comentario de un pagano converso: «Abro mi Biblia y Dios me habla; la
cierro y entonces hablo con Dios». ¡Qué definición más extraordinaria de la oración
verdadera! Es hablar con Dios tal como un hijo habla con su padre, como alguien
conversa con su amigo: «Y Jehová hablaba con Moisés».
Moisés». No olvidemos, pues, que la
oración verdadera es la aspiración de Dios que tiene un alma renovada; es el hálito de
la vida divina, a veces con un matiz de tristeza, a veces como expresión de una
necesidad, y siempre como un reconocimiento de su dependencia; es la mirada que
dirige a su Padre amante un hijo renovado, afligido, necesitado y dependiente,
plenamente consciente de su absoluta debilidad, y desde la ternura de una confianza
filial.
¿Quién es el objeto de la oración? Jehová, el Señor del Cielo y la tierra; la oración
verdadera va dirigida exclusivamente a él, al Dios trino. Solo él tiene un oído que
prestar al relato de nuestras aflicciones, un brazo que nos socorra en momentos de
necesidad, y un corazón capaz de comprender nuestras profundas necesidades. El Alto
y Sublime que habita en la eternidad, aquel cuyo nombre es Santo, el Creador y el
Gobernador de todos los mundos, que soporta los pilares del universo, a quien se
subordinan todos los poderes del Cielo, de la tierra y el Infierno, él es el glorioso objeto
de nuestras oraciones.
No menos asombroso es el canal de nuestras oraciones. ¿Cuál es? No es una
criatura dependiente como lo somos nosotros, sino el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios,
igual al Padre en poder, majestad y soberanía y, sin embargo, el Hermano mayor, el
Cordero inmolado, el Mediador y el Abogado, el Sumo Sacerdote de su pueblo. La
oración solo encuentra aceptación al otro lado del velo si se presenta en nombre de
Jesús. La voz que habla allí, en nombre del humilde suplicante, es la voz de la sangre de
Emanuel; este es «el camino nuevo y vivo»,
vivo», este es el ruego que prevalece; este es el
argumento que conmueve a la Omnipotencia misma. Quien recurre a la sangre de Jesús
en oración puede tener a diez mil lenguas en contra de él, pero la «sangre rociada […]
habla mejor» (Hebreos 12:24) y ahoga todas sus voces. ¡Qué valioso y costoso canal de
oración!
Maravilloso es, asimismo, el Autor de la oración. ¿Quién es? El apóstol nos lo
explica: «De igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos
de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros
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con gemidos indecibles» (Romanos 8:26). De este modo, el Espíritu Santo es el que
engendra el deseo, dirige la súplica y la traslada en oración a Dios por medio de Cristo.
¡Qué sublime ejercicio es, pues, la oración! Tiene el desarrollo de la vida divina en el
alma por naturaleza, a Jehová por objeto, al Señor Jesús por canal, y al Espíritu Santo
por autor. De esta forma, la Santísima Trinidad al completo está implicada en la gran
obra del acercamiento de un pecador a Dios.
¿Es preciso que nos explayemos en lo tocante a la necesidad
necesidad absoluta
absoluta de la oración?
Y, sin embargo, hemos de reconocer que el creyente precisa una exhortación constante
al ejercicio de este deber. ¿Necesitamos alguna prueba más fuerte de la tendencia
perpetua al enfriamiento espiritual que el hecho de que el hijo de Dios necesite
estímulos constantes para mantener el inestimable privilegio de la comunión con su
Padre celestial; que necesite ser instado por medio de los argumentos más poderosos y
las razones más convincentes a servirse del privilegio más valioso y glorioso de este lado
de la gloria? ¿No es como si rogáramos a un hombre que viva y le recordásemos que
debe respirar si quiere mantenerse con vida? No se puede vivir —le decimos al hijo de
Dios— sin el ejercicio de la oración; est
estaa es la inspiració
inspiración
n y espiración de la vida divina
divina;;
la naturaleza espiritual necesita un constante alimento espiritual; y la única prueba de
su estado saludable es que ascienda hacia Dios constantemente. Le decimos que si deja
de orar, toda su gracia se marchitará, todo su vigor decaerá y todo su consuelo se
desvanecerá.
Pero observemos la forma en que se insta a la oración como deber en la Palabra de
Dios: «E invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás» (Salmo 50:15).
Es como si el Señor hubiera dicho: «Invócame cuando todo esté oscuro, cuando tengas
todo en tu contra; no estoy hablando del día de prosperidad, de las horas soleadas,
cuando tu alma medra, cuando tu negocio prospera, cuando todo te va bien y el cielo
que te cubre está completamente despejado, y el mar a tus pies está en calma; sino
invócame en el día de la angustia,
angustia, el día de la necesidad, el día de la adversidad, el día
de la decepción y la reprensión, el día en que los amigos te abandonen y el mundo te
muestre su peor cara, el día de las cisternas rotas y las calabaceras secas; invócame en
el día de la angustia y te libraré». Adviértase asimismo la forma en que el Señor instó a
que sus discípulos llevaran a cabo este deber: «Mas tú, cuando ores, entra en tu
aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto» (Mateo 6:6). Y
adviértase la forma en que lo estimuló: «De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto
pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará» (Juan 16:23). En esta misma línea tenemos
la tierna exhortación del apóstol: «Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas
vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias»
(Filipenses 4:6). Y qué explicación más extraordinaria de la verdadera naturaleza de la
oración nos ofrece el mismo apóstol en Efesios 6:18: «Orando en todo tiempo con toda
oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por
todos los santos».
santos». El apóstol Santiago da el mismo testimonio: «Y si alguno de vosotros
tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin
reproche, y le será dada» (1:5).
Pero nos elevamos por encima de eso; apremiamos a la oración no ya solo como un
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palabras para comunicar sus pensamientos, y que su lenguaje sea demasiado limitado;
o que si acomete una expresión audible de sus necesidades resulte en gran medida
ofensivo para los gustos más refinados, y poco armonioso y musical al oído y, sin
embargo, puede que el espíritu de oración resuene en su pecho. Y eso, el verdadero
lenguaje de la oración, llega al oído y el corazón de Dios. Ahora bien, la Palabra de Dios
nos permite observar a simple vista la posibilidad de que el espíritu de oración
desaparezca del alma y que el don de la oración y las formas
las formas se mantengan en ella. Es
posible que las formas se utilicen con facilidad, que las palabras y hasta los
pensamientos se expresen sin problemas y que, sin embargo, la oración no vaya
acompañada de calor, de vida, de espiritualidad, de vigor o de unción; y un profesante
puede mantenerse en esta situación durante largo tiempo. Salvaguárdate de ello,
lector; examina con detenimiento el estado de tu alma; inspecciona tus oraciones;
asegúrate de no haber sustituido el espíritu palpitante por las frías formas
frías formas,, el alma por
el simple cuerpo. La oración genuina es el aliento del Espíritu de Dios en el corazón; ¿lo
tienes? Se trata de la comunión con Dios, ¿eres conocedor de ello? Es el
quebrantamiento, la contrición, la confesión, y todo ello brotando a menudo de una
percepción abrumadora del derramamiento de su bondad y su amor sobre nuestro
corazón; ¿has experimentado eso? Volvemos a repetirlo: examina con detenimiento tus
oraciones; compruébalas, pero no por medio del don natural o adquirido que poseas;
eso no significa nada para Dios, puede suceder que ante todas esas formas te diga: «No
oigo oración alguna. ¿Quién demanda esto de tus manos, cuando vienes a presentaros
delante de mí para hollar mis atrios? No me traigas más vana ofrenda; el incienso me
es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo
sufrir; son iniquidad tus fiestas solemnes. Tus lunas nuevas y tus fiestas solemnes las
tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas. Cuando
extiendas tus manos, yo esconderé de ti mis ojos; asimismo cuando multipliques la
oración, yo no oiré» (Isaías 1:12–15); sino compruébalas por medio de la comunión real
que tienes con Dios, por los beneficios que aportan a tu alma.
Existe otro estado en el que ni siquiera el hábito de la oración sobrevive al
enfriamiento del espíritu de oración.
oración. Hay casos en los que, tal como hemos mostrado, es
posible respetar escrupulosamente las formas hasta mucho tiempo después de que la
oración verdadera haya desaparecido del alma; puede que haya demasiada luz en la
conciencia, y demasiada fuerza en los hábitos, y hasta algo de la mismísima apariencia
de la cosa en sí, que impidan un abandono absoluto del acto. Pero en la mayoría de los
casos de recaída el hábito se debilita junto con el espíritu; una vez que este último ha
desaparecido, lo primero se convierte en algo insípido y tedioso, y al final se renuncia a
ello como algo engorroso y desagradable para el espíritu. Y ni siquiera este abandono
de las formas se produce siempre de forma súbita: Satanás es demasiado astuto, y el
corazón demasiado engañoso, como para permitir tal cosa; deben seguirse ciertos
pasos en el debilitamiento. Una ruptura repentina con los hábitos de oración normales
puede levantar sospechas e inducir a la reflexión: “¿Cómo he llegado esto?», podría
preguntarse el alma sorprendida. “¿He llegado tan lejos como para abandonar hasta
mis hábitos de oración?». Tales pensamientos podrían conducir a la introspección, a la
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duna estéril del desierto, sin una sola área de vegetación que le dé algo de vida. Pero
aún quedan otras consecuencias del enfriamiento del alma en lo referente al espíritu y
los hábitos de oración que son demasiado graves y solemnes para ser pasadas por alto.
Son las siguientes:
Caminar alejados de Dios introducirá ideas alejadas de Dios,
Dios, y esto no se puede
tomar a la ligera. Si es cierto el sencillo axioma que dice que cuanto más nos
familiarizamos con un objeto más capaces somos de entender su naturaleza y sus
propiedades, esto es particularmente cierto en el caso de nuestro conocimiento de
Dios. Esta es la estimulante invitación de su Palabra: «Cede [Conócelo íntimamente,
lat .]
.] ahora y haz la paz con Él, así te vendrá el bien» (Job 22:21 LBLA). Ahora bien, es
este conocimiento íntimo de Dios lo que nos lleva a un conocimiento de su carácter
como un Dios santo, bondadoso y fiel; y es este conocimiento de su carácter lo que
induce el amor y la confianza que deposita el alma en él. Cuanto más conocemos a Dios,
más lo amamos
amamos;; cuanto más lo ponemos a prueba
prueba,, más confiamos en él. El lector no
tiene más que imaginar, pues, cuáles serán los efectos de caminar alejados de Dios.
Cuanto más se aleja un alma de él, más imperfecto habrá de ser el conocimiento que de
él tiene. Cuando se manifiesta por medio de acciones disciplinarias, ¿cómo interpretará
tales acciones un alma que camina alejada de Dios? ¿Como un Dios fiel a su pacto?
¿Cómo un Padre bondadoso? De ningún modo: se interpretarán de forma hostil y
negativa, y ello anulará su efecto; puesto que para cosechar el fruto apropiado del
correctivo del Señor sobre el alma, es preciso que este sea considerado a la luz de su
fidelidad y su amor. En el momento en que se interpreta de algún otro modo, el alma se
enemista con Dios, y se encierra en ideas pesimistas y negativas de su carácter, su
gobierno y su disciplina; pero esa será la consecuencia directa de caminar alejados de
él. Guárdate del enfriamiento en la oración; que no haya distancia entre Dios y tu alma.
Otro de los dolorosos efectos que se pueden considerar parte del enfriamiento de
este santo ejercicio es una transformación en el atractivo y el disfrute que ofrecen los
deberes espirituales:
espirituales: ahora se tornan menos deseables, más molestos e insípidos; se
empezarán a considerar más una carga, una tarea, que un privilegio. ¿Cuál es el deber
espiritual? ¿Se trata de la meditación
meditación?? La mente no está en sintonía con ello. Exige
tener una mente espiritual, ricamente ungida por el Espíritu Santo, acostumbrada a
tener una relación cercana con Dios, para disfrutar de ella y que resulte provechosa. ¿Es
la comunión de los santos?
santos? Pronto se torna trabajosa e insípida. La compañía del
humilde y quebrantado pueblo de Dios, con hambre y sed de santidad, y anhelando la
crucifixión del mundo, con la Palabra de Dios como objeto de su estudio, con el amor de
Cristo como su tema, y la conformidad con Dios como su meta, pronto pierde su
atractivo para el profesante que camina alejado de Dios. Ciertamente, podríamos
enumerar todos los deberes espirituales que corresponden al hijo de Dios sin encontrar
uno solo que ofrezca atractivo o interés alguno para el alma que atraviesa un proceso
de enfriamiento en la oración. ¿A qué responde, lector, el hecho de que la meditación,
el examen de la Palabra de Dios, y la santa camaradería con sus santos, y la alabanza,
sean privilegios áridos y sin interés para tu alma? Puedes renunciar a ellos sin que te
suponga el menor trastorno; te satisfará cualquier compromiso —ya sean las
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ocupaciones laborales, la vida social u ojear una novela—, siempre y cuando no sea uno
de estos. ¡Dónde has acabado! ¡Cómo te has enfriado! En un tiempo no era así. ¡Qué
preciados eran esos momentos de santa abstracción durante tu primer amor! ¡Qué
ardientemente buscabas la comunión con los santos y cuánto la disfrutabas! ¡Qué
privilegio más grande era la alabanza, y qué deber más sagrado la oración! ¿No queda
nada de eso? ¿Te encuentras ahora en el más crudo invierno? ¿Ya no hay pastizales ni
aguas de reposo? ¡Vuelve a orar! La triste distancia que guardas con respecto a Dios es
la clave de la pobreza de tu alma. El marchitamiento del espíritu de oración ha
marchitado tu gracia, y con ella todo disfrute de sus medios.
Un deterioro en la conducta exterior del creyente es otra de las consecuencias
forzosas y seguras de un enfriamiento en el espíritu y los hábitos de oración. La
humildad, la abnegación, la conducta respetuosa, la consideración ejemplar en que
tiene la honra y la gloria de Dios un hombre de oración,
oración, quedan suplantadas con
frecuencia por un espíritu altanero y farisaico, por una propensión a someter a juicio la
conducta y las debilidades de los demás, por una fría indiferencia ante la propagación
del Reino de Cristo y la conversión de los pecadores, y por la negligencia en la conducta
exterior, en el hombre que no ora.
ora. Toda recaída tiene su origen en el enfriamiento de la
oración: puede fechar su comienzo en el trono de gracia. La disminución de sus
oraciones a Dios fue el primer paso en su alejamiento; y, una vez dado el primer paso, y
al no rectificarlo, los demás se precipitaron rápidamente. El camino de alguien que se
aparta de Dios es siempre cuesta abajo: el descenso es fácil y rápido; la velocidad de
alejamiento del alma se incrementa exponencialmente; y cuando un profesante
evidencia una propensión al enfriamiento espiritual y da muestras de ello, no faltan
influencias que lo empujen en esa dirección. Satanás, el astuto enemigo del alma que
no duerme, dispone de mil reclamos para allanar el camino hacia abajo: el mundo
muestra ahora un nuevo atractivo; el pecado sabe menos amargo y parece menos
«sobremanera pecaminoso»;
pecaminoso»; los objetos de los sentidos se tornan familiares, se miran,
se admiran y finalmente se abrazan. A estas alturas, y si no es por la gracia que protege
y refrena, el alma se habrá despedido para siempre de Dios. Lector, ¿tiemblas ante la
sola idea de convertirte en un relapso? ¿Temes la caída? ¿Te espanta la idea de herir a
Jesús? Entonces no disminuyas tus oraciones a Dios; mantente alerta ante el primer el primer
síntoma de enfriamiento de este santo ejercicio o, si ese síntoma ya se ha manifestado,
acude presuroso al Médico amado, el único que tiene el poder para detener su
progresión y para curar tu alma.
El enfriamiento de la oración suele venir acompañado por una acumulación de
cruces diarias.
diarias. El ejercicio constante de la oración aligera toda carga y allana el camino
más abrupto para el hijo de Dios: solo esto mantiene a raya sus pruebas; no es que le
exima de ellas (“es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el
reino de Dios»; es un discípulo de la cruz, su religión es la de la cruz, y no ha de esperar
una exención completa de la cruz hasta haber recibido su corona), pero puede orar
para atenuar sus cruces; la oración reducirá su número y mitigará su fuerza. Quien
camina alejado de Dios y tiene un ánimo frío, mundanal y negligente, podrá esperar —si
es un verdadero hijo del pacto y pertenece
pertenece a la familia del Señor—
Señor— un recrudecim
recrudecimiento
iento
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en sus cruces y pruebas a medida que se acerca al Reino. Qué poco sospechan muchos
creyentes atribulados y afligidos lo íntimamente ligadas que están esas pruebas a la
disminución de sus oraciones a Dios. Cada paso parece conllevar una nueva cruz; cada
plan se viene abajo por algún viento adverso; cada esfuerzo queda frustrado; una
decepción sigue a otra, las olas rompen una tras otra; nada de lo que hacen prospera,
todo lo que acometen fracasa; y parece como si tuvieran todo en su contra. ¿Qué
veríamos si pudiéramos acceder a los bastidores de esa escena? ¡Un trono de gracia
abandonado! Si tuviéramos que divulgar el secreto y expresarlo en forma de acusación
contra el creyente, ¿cómo lo haríamos? «TUS ORACIONES A DIOS HAN MENGUADO». El
plan se realizó sin mediar la oración;
oración; la empresa se acometió sin que mediara la oración;
oración;
el esfuerzo se llevó a cabo sin que mediara la oración:
oración: Dios ha soplado sobre ello y ha
quedado reducido a nada. No hay de qué sorprenderse: no se consultó a Dios; no se
reconoció al Señor, no se pidió su aprobación, no se buscó su sabiduría, no se anheló su
bendición; ¡y así él lo echó todo por tierra! El preciado mandato es: «Fíate de Jehová de
todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia» (Proverbios 3:5). Dondequiera
que esto se honra hay bendición divina; dondequiera que se desdeña Dios muestra su
desagrado.
Pero no hace falta que nos explayemos en esto; los males resultantes de un
enfriamiento de la oración son suficientemente obvios. Hemos mostrado que el secreto
de una vida feliz y la fuente de una vida santa residen en caminar cerca de Dios; que si
un hijo de Dios reduce sus oraciones, abre la puerta a la salida de todas sus virtudes y a
la entrada de todos los pecados. Una vez que el lector haya ponderado seriamente y en
oración estas afirmaciones, le rogamos que pase a considerar los medios que el Señor
ha dispuesto e instituido para el AVIVAMIENTO del espíritu y el ejercicio de la oración
del creyente.
El creyente debe determinar correctamente la verdadera naturaleza de sus
oraciones.. ¿Son vivas y espirituales? ¿Son ejercicios del corazón o meramente del
oraciones
entendimiento? ¿Son el aliento del Espíritu en ellos o la fría observancia de un
formalismo exento de fuerza? ¿Es un acto de comunión? ¿Es el acercamiento filial de un
hijo que acude con afecto y confianza al seno de un Padre, y que busca cobijo allí en los
momentos de necesidad? Todo profesante debería recordar la inmensa diferencia que
hay entre el orar y la oración, esto es: entre la observancia formal del deber y el
carácter espiritual del acto. No toda oración es comunión; y aquí es posible engañarse
grandemente a uno mismo de la manera más trágica; es posible repetir una y otra vez
las visitas al trono de gracia sin que nuestras oraciones hayan tenido el menor aliento
espiritual; puede que el alma no respire, que todo sea formalismo frío e inerte. Este,
pues, es el primer paso en el avivamiento de la oración verdadera en el alma. Examina
la naturaleza de tus actos devocionales; ¿resisten la prueba de la Palabra? ¿Son
comparables a las santas exhalaciones de David, Job, Salomón y los santos del Nuevo
Testamento? ¿Son las exhalaciones de la vida de Dios en ti? ¿Vienen siempre
acompañados de un quebrantamiento filial, de una humildad de espíritu, y de una
confesión humilde y contrita de los pecados? ¡Vigila bien tus oraciones! No te des por
satisfecho con unos devocionales tibios; no te conformes con hacer peticiones frías,
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unción; sin el bautismo del Espíritu Santo no tienes fuerza moral ante Dios ni ante los
hombres; búscalo, contiende por él, anhélalo, como algo más trascendente y valioso
que cualquier otra gracia. ¡Qué cristiano tan distinto serás sumergido en sus influencias
avivadoras! ¡De qué manera tan distinta orarás, vivirás y morirás! ¿Está languideciendo
tu espíritu de oración? ¿Está convirtiéndose en un ejercicio arduo? ¿Has abandonado la
devoción en tus aposentos? ¿Se está convirtiendo de alguna forma el deber en una
tarea? ¡Lánzate a la búsqueda del bautismo del Espíritu! Solo esto detendrá el proceso
de tu enfriamiento, avivará el verdadero espíritu de la oración en ti y conferirá a su
ejercicio gozo, placer y poder. Dios ha prometido impartir la bendición, y jamás
decepcionará al alma que la busca.
De igual modo, el derramamiento del Espíritu de oración es necesario para
proporcionar asiduidad, vida y franqueza a nuestras peticiones por
peticiones por la Iglesia y el mundo
mundo..
La Palabra de Dios es explícita en este sentido. Habla del siguiente modo de toda clase
de personas: «Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y
acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en
eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.
Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador» (1 Timoteo 2:3).
Y de esta forma de la Iglesia de Cristo: «Pedid por la paz de Jerusalén; sean
prosperados los que te aman» (Salmo 122:6). Se insta a la oración de intercesión los
unos por los otros:
otros: «Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros,
para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho» (Santiago 5:16). Y
también por los ministros del evangelio: «Orad por nosotros» (Hebreos 13:18). Estos
son mandatos solemnes, ¿quién puede leerlos sin sentir en lo más hondo de su
conciencia que los ha despreciado o pasado por alto? ¿Pero qué puede proporcionar
intensidad, fuerza, fijeza y continuidad a nuestras oraciones por la Iglesia de Cristo, y
por un mundo que sigue dominado y gobernado por el pecado, sino una gran efusión
del Espíritu de oración?
oración? Si no recibimos el bautismo del Espíritu de oración, nuestros
sentimientos quedarán coartados, nuestros deseos serán egoístas y nuestras peticiones
serán frías y genéricas. ¡Qué acuciantes y elocuentes se nos plantearán las necesidades
de la Iglesia y las exigencias morales del mundo una vez que el Espíritu Santo descienda
sobre nosotros como en el día de Pentecostés, llenándonos, abrumándonos y
saturándonos con su influencia! Concluiremos este capítulo con algunas observaciones
de índole práctica.
En toda oración verdadera se debe hacer mucho hincapié en la sangre de Jesús. Jesús.
Quizá no haya prueba más manifiesta de un enfriamiento en el poder y la espiritualidad
de la oración que descuidar eso. Donde se deja de lado la sangre expiatoria; donde no
se reconoce, no se invoca, no se contiende con ella y no se convierte en nuestro mayor
alegato, la fuerza de la oración será deficiente. Las palabras no significan nada; la
elocuencia, las expresiones brillantes y la riqueza de ideas no significan nada, y hasta el
fervor aparente no significa nada, dondequiera que la sangre de Cristo —el camino
nuevo y vivo a Dios, el gran alegato que mueve al Omnipotente, que da acceso al Lugar
Santísimo—
Santísimo— sea desdeñada e infrav
infravalorada,
alorada, y no sea el fundame
fundamentonto de toda petici
petición.
ón.
¡De qué manera pasamos esto por alto en nuestras oraciones! ¡Cómo despreciamos la
63
insensible; no acudas con ese corazón duro y rebosante de pecado; quédate ahí hasta
que estés mejor preparado para acercarte a Dios». Y, al prestar oídos a este
razonamiento especioso, muchas pobres almas angustiadas, cargadas y anhelantes, han
quedado alejadas del trono de gracia y, por consiguiente, privadas de consuelo. Pero el
evangelio dice: «Acude en el peor de tus estados»; Cristo dice: «Ven tal como eres». Y
todas las promesas y los ejemplos no hacen sino animar al alma a recurrir a la cruz,
independientemente de cuál sea su estado o situación.
Capítulo 5
El enfriamiento en lo tocante al error doctrinal
«Santifícalos en tu verdad»
(Juan 17:17).
toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él
antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de
él,–en amor» (Efesios 1:3–5). No desestime mi lector esta gloriosa doctrina porque la
considere irreconciliable con otras en las que crea, o porque la bruma de los prejuicios
haya nublado su pensamiento: es una doctrina revelada y, por tanto, ha de ser
plenamente aceptada; y es una doctrina santasanta,, por lo que ha de ser fervientemente
amada. Una vez aceptada en el corazón gracias a la enseñanza del Espíritu Santo,
reduce al polvo el orgullo de la persona, socava cualquier cimiento que tenga el alma
para gloriarse y amplía los confines de la mente con las ideas más elevadas de la gloria,
la gracia y el amor de Jehová. Quien acepta la doctrina del amor electivo en su corazón
por medio del poder del Espíritu Santo, ya está pertrechado para acometer el camino
de la santidad; su propósito es infundir humildad en el hombre y santificarlo.
De igual modo, también es santa la doctrina revelada de la gracia gratuita, soberana
y selectiva.
selectiva. El propósito de esta verdad es sumamente santificador: que una persona
sienta que solo Dios lo ha hecho distinto de otro —que es lo que es por la gracia
gratuitaa y selectiva de Dios— es una verdad que, experiment
gratuit experimentada
ada con el corazón, ha de
ser sin duda de la más santa influencia. ¡Cómo arranca de raíz el problema! ¡De qué
manera emborrona el orgullo por la gloria humana y acalla la vana jactancia! Deja al
pecador renovado donde debiera estar: en el polvo; y deposita la corona en el único
lugar donde debiera resplandecer gloriosa: sobre la cabeza de la misericordia soberana.
«Señor, ¿por qué yo? Mis malvadas obras me habían alejado de ti; yo era el menor de la
casa de mi Padre y, de entre todos, el más indigno e inverosímil objeto de tu amor. Y,
sin embargo, tu misericordia me buscó, tu gracia me escogió de entre todos los demás,
y me convirtió en un milagro de su poder omnipotente. Señor, ¿a qué puedo atribuirlo
sino a tu pura misericordia, a tu gracia libre y soberana, independientes de cualquier
dignidad o valía que pudieras ver en mí? Toma, pues, mi cuerpo, mi alma y mi espíritu, y
permite que sean un templo santo para tu gloria durante toda la eternidad». Así, «la
gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos
que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo
sobria, justa y piadosamente» (Tito 2:11–12). Y así, si fuera preciso, podríamos
enumerar el resto de las doctrinas de la gracia y mostrar que la santificación del
creyente es su gran fin y propósito.
Todos los preceptos
los preceptos se encuentran, asimismo, en el terreno de la santidad. «Si me
amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15); «No améis al mundo, ni las cosas
que están en el mundo» (1 Juan 2:15); «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el
Señor, y no toquéis lo inmundo» (2 Corintios 6:17); «Velad y orad» (Marcos 14:38);
«Amándoos fraternalmente» (1 Pedro 3:8); «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pedro
1:16); «Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación» (1
Tesalonicenses 4:7); «Para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo,
llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios»
(Colosenses 1:10). ¡Ojalá que el Espíritu Santo grabe a fuego estos preceptos santos en
nuestros corazones!
Y no menos santificador es el propósito de esas «preciosas y grandísimas
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promesas» (2 Pedro 1:4) contenidas en la Palabra de verdad. «Así que, amados, puesto
que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de
espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Corintios 7:1).
Igualmente santo es el propósito de las amenazas divinas. «Pero el día del Señor
vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y
los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán
quemadas. Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis
vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para
la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los
elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero nosotros esperamos, según sus
promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia. Por lo cual, oh
amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por él
sin mancha e irreprensibles, en paz» (2 Pedro 3:10–14). De este modo, la naturaleza y
los efectos de la verdad divina son santos y santificadores. Es sumamente santa en
cuanto a su naturaleza y sus propiedades: proviene de un Dios santo; y cuando quiera y
dondequiera que se acepta con el corazón como la simiente buena e incorruptible del
Reino, produce aquello conforme a su propia naturaleza: la SANTIDAD. Tal como es el
árbol, así son los frutos; tal como es la causa, así son sus efectos. Echa por tierra y
rebaja las elevadas ideas del hombre al revelarle la naturaleza de Dios; lo convence de
su profunda culpa y su terrible condenación al presentarle la ley divina; le muestra el
aborrecimiento de Dios hacia el pecado, su justicia al castigarlo y su misericordia al
perdonarlo, al presentarle la cruz de Cristo; y al apoderarse por entero del alma
implanta nuevos principios, proporciona nuevas motivaciones y un nuevo objetivo,
engendra nuevos gozos e inspira nuevas esperanzas; en pocas palabras: se propaga por
todo el hombre moral, lo cambia a su imagen y lo transforma en una «morada de Dios
en el Espíritu» (Efesios 2:22).
Ahora bien, no será precisa una argumentación prolija y detallada para mostrar que
la naturaleza y el propósito del error habrán de ser por fuerza contrarios a los de la
verdad: es imposible que dos cosas tan distintas en su naturaleza intrínseca puedan
producir efectos similares. Si la naturaleza y el propósito de la verdad consisten en
fomentar la santidad , la naturaleza y el propósito del error habrán de ser el fomento de
lo impío:
impío: si la una tiende a infundir humildad en el orgullo de la persona y devaluarla a
sus propios ojos, a corregir los males de su naturaleza caída, a quebrantar el poder de la
corrupción, y a introducir en ella la santa libertad de un hijo de Dios —si la verdad lo
hace libre, será verdaderamente
verdaderamente libre— sin duda, la otra tiende a alimentar su orgullo
orgullo
jactancioso, a exaltar la idea que tiene de sus propios dones y sus logros, a atenuar la
idea de que el pecado es sobremanera pecaminoso y, al debilitar las motivaciones y el
poder de la santidad, da rienda suelta a todas las propensiones corruptas de una
naturaleza caída.
El propósito de la falsa doctrina es desviar la mente que la acoge hacia una dirección
equivocada: aleja el alma de Dios. Tal como la verdad aceptada experimentalmente
acerca el corazón a Dios, así el error acogido en la mente aleja el corazón de Dios.
Introduce ideas distorsionadas de la naturaleza divina, aporta un concepto devaluado
69
libertad en cuanto a las respuestas que ofrece a las oraciones o que permita la
prolongación de los sufrimientos de los hombres naturales. Nunca he visto un fruto
salvadorr más inmediato —en cualquier sentid
salvado sentido—
o— en los sermone
sermoness que he impartido a
mi congregación que en algunos de los basados en estas palabras: ‘Para que toda boca
se cierre’ (Romanos 3:19); intentando demostrar a partir de ellas que sería justo que
Dios repudiara y desechara para siempre a los hombres naturales».
Y, por remontarnos mucho más atrás en la búsqueda de un testimonio más
contundente, ¿qué fue el gran avivamiento de Jerusalén en el día de Pentecostés sino el
resultado de una exposición fiel de la verdad aplicada por el valeroso apóstol Pedro a
las conciencias y los corazones de tres mil pecadores rebeldes? Las doctrinas que
entonces proclamara son las hoy despreciadas y desdeñadas doctrinas de la gracia;
gracia; las
verdades que proclamó en alta voz fueron las más humillantes para el orgullo humano,
y las más ofensivas para el corazón natural y, sin embargo, las más apropiadas —en
manos del del Espírit
Espíritu
u Santo— para despe
despertar
rtar la em
emoción
oción más profunda e inducinducir
ir la
búsqueda más angustiada: «A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado
conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole
[…]. Al
[…]. Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles:
Varones hermanos, ¿qué haremos?» (Hechos 2:23, 37). Ese fue el resultado de una
simple predicación de la verdad, una exposición fiel de las doctrinas de la gracia. Los
endurecidos judíos escucharon con asombro: quienes habían presenciado impávidos la
terrible escena del Calvario, ahora se derrumbaban, temblaban, palidecían y se
golpeaban el pecho abrumados por la angustia de una profunda y punzante convicción
de pecado. ¡Con qué facilidad se doblegaron sus orgullosas naturalezas y se fundieron
sus duros corazones; cómo cedió la fortaleza de sus prejuicios ante la sencillez y la
majestuosidad de la verdad! Lo que Pedro blandía era la «espada del Espíritu»
desnuda, y esta, de un solo golpe, sojuzgó a tres mil pecadores desesperanzados e
impenitentes;
impenite ntes; la presentaci
presentación
ón —por medio del poder del Espírit
Espíritu
u Santo— del Salvador
crucificado fue lo que obró las maravillas del día de Pentecostés. “¿No es mi palabra
como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra?» (Jeremías 23:29).
«Tus saetas agudas, con que caerán pueblos debajo de ti, penetrarán en el corazón de
los enemigos del rey» (Salmo 45:5). ¿Es irrazonable, pues, esperar que el mismo
Espíritu honre con las mismas muestras de poder la predicación de las mismas verdades
hoy día? «Así dijo Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas
antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra
alma» (Jeremías 6:16).
Nos gustaría preguntarnos asimismo si hoy día no existe un triste enfriamiento en la
presentación del Señor Jesucristo
Jesucristo.. ¿No hay motivos para dar la voz de alarma en lo
referente a esta importante cuestión? Creemos convencida y solemnemente que los
púlpitos de nuestro país son terriblemente culpables en este sentido; que la predicación
moderna del evangelio no se basa en el modelo de los apóstoles, que era Cristo
crucificado: «Pues me propuse no saber [ni
saber [ni dar a conocer] entre vosotros cosa alguna
sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (1 Corintios 2:2). ¿No se mantiene a Jesús en un
segundo plano? ¿No se oculta su cruz y se vela buena parte de su gloria como si
73
Capítulo 6
De entristecer al Espíritu
propia obra y sería extraño que no la reconociera. Permite que esta consideración
tenga el peso que le corresponde a la hora de acallar esas murmuraciones, aplacar esos
temores y neutralizar esas dudas que tan profundamente entristecen al Espíritu Santo
de Dios. Entrégate a él; reconoce con humildad lo que ha hecho por ti; guíate por la
poca luz que te haya proporcionado, ejercita constante y activamente la pequeña
medida de gracia y de fe que te ha impartido, y busca «con toda oración y súplica» un
incremento en su influencia santa, que unge, santifica y sella.
La sustitución de la obra expiatoria y completa de Jesús por la suya propia en el alma
entristece en gran manera al Espíritu Santo de Dios. Una de las funciones esenciales del
Espíritu es glorificar a Cristo: «El me glorificará» (Juan 16:14), dijo Jesús; «Él dará
testimonio acerca de mí» (Juan 15:26); «Tomará de lo mío, y os lo hará saber» (Juan
16:15). Obviamente, dado que su obra se refiere a Cristo, el gran regocijo del Espíritu
habrá de ser siempre y en todo tiempo ensalzar a Jesús y glorificarlo. ¿Y cómo glorifica
más el Espíritu sino exaltando su obra expiatoria; otorgándole la preeminencia, la
importancia y la gloria que esta exige; induciendo al pecador —a quien ha convencido
de pecado en primera
primera instanc
instancia—
ia— a aceptar a Jes
Jesús
ús como un Sa Salvador
lvador dis
dispuesto
puesto y
suficiente, a renunciar a cualquier confianza en sí mismo, a todo apoyo en un pacto de
obras —que no es más que un pacto de muerte—, y saliendo así de sí mismo para
apoyarse en la sangre y la justicia de Emanuel, el Mediador Dios-Hombre. ¡Qué dulce y
hermoso regocijo ha de reportar al Espíritu de Dios que un pobre pecador, consciente
de su absoluta nulidad, sea llevado a edificar sobre Jesús, la «piedra probada, angular,
preciosa, de cimiento estable» Isaías 28:16)!
Imagine, pues, el lector cómo habrá de entristecer al Espíritu el hecho de que se
confíe de algún modo en su obra en el alma —ya sea para aceptación, consuelo, paz o
fortaleza,
fortale za, o hasta parparaa tener pruebas de un estad estado
o de grgracia—
acia— y no única y
exclusivamente en la obra expiatoria que Jesús ha obrado para la redención de los
pecadores. Aunque la obra del Espíritu y la de Cristo formen parte de un todo glorioso,
son distintas y deben distinguirse en la economía de la gracia, y en la salvación de un
pecador. Solo la obra de Jesús, su perfecta obediencia a la ley quebrantada de Dios, y el
sacrificio de su muerte como satisfacción de la justicia divina constituyen el fundamento
de la aceptación de un pecador ante Dios; la fuente de su perdón, su justificación y su
paz. La obra del Espíritu no consiste en expiar, sino en revelar la expiación; no es
obedecer, sino dar a conocer la obediencia; no es perdonar y justificar, sino llevar el
alma convencida, despertada y penitente a aceptar el perdón y abrazar la justificación
ya provista en la obra de Jesús. Ahora bien, si hay alguna sustitución de la obra de Cristo
por la del Espíritu; si se produce alguna clase de apoyo en la obra interior
interior del
del creyente
en lugar de la exterior , se está deshonrando a Cristo y, en consecuencia, entristeciendo
al Espíritu Santo de Dios. No puede complacer al Espíritu verse como sustituto de Cristo;
y, sin embargo, ese es el pecado en el que tantos caen constantemente. Si busco en mis
propias convicciones de pecado, en cualquier operación del Espíritu en mí, en cualquier
parte de su obra, la fuente legítima de curación y de consuelo, o como alguna
demostración, doy la espalda a Cristo, aparto la mirada de la cruz y desprecio su gran
obra expiatoria, ¡convierto al Espíritu en un Cristo! ¡Convierto al Espíritu Santo en un
80
que profesan ser cristianos y hacen gala de tal nombre —los discípulos del Señor, los
seguidores
seguido res del humilde Corde
Cordero
ro de Dios— se toman a la lige ligera
ra cosas co
como
mo vesti
vestirr
mundanalmente, frecuentar fiestas y bailes, disfrutar de música carnal, asistir a obras
de teatro y leer novelas románticas, cuando todo ello es contrario a la naturaleza
cristiana, es una transgresión de los preceptos cristianos, deshonra el nombre de Cristo
y entristece profundamente al Espíritu Santo de Dios. ¡Profesas ser un templo del
Espíritu Santo! ¿Cómo? ¿Adornarás ese templo con el ornato mundanal, a la usanza de
este mundo? ¿Qué es lo que dice el Espíritu Santo por medio de su siervo? «Asimismo
que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado
ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como
corresponde a mujeres que profesan piedad» (1 Timoteo 2:9–10). Y, en otro pasaje:
«Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de
vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un
espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. Porque así
también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios»
(1 Pedro 3:3–5). ¿Se ajustan, pues, la extravagancia, el despilfarro, la mundanalidad, la
atención desmesurada al refinamiento, que caracterizan la apariencia de muchos
cristianos profesantes, al espíritu y los preceptos del evangelio? ¿O son más bien
concesiones que el evangelio prohíbe explícitamente y que el cristianismo censura con
la máxima severidad?
Del mismo modo, ¿podremos ver al creyente, que profesa ser un templo del Espíritu
Santo, mezclándose con el mundo, obteniendo placer de sus diversiones, buscando la
aceptación de su sociedad, obrando bajo sus principios y adoptando sus enfoques? ¿Es
esta la conducta que debe mostrar un cristiano profesante? ¿Es esta la forma de dar
ejemplo del santo poder de la verdad; de encomiar el evangelio de Jesucristo; de
reprender el pecado, la necedad y la rebeldía del mundo y ganarlo para la obediencia
de la fe? ¡De ningún modo!
¿Y cómo habremos de alimentar y sustentar la vida divina en el alma a partir de
semejante fuente? ¿Qué provecho puede obtener de las frívolas lecturas de nuestra
época, de una morbosa novela romántica o de una obra de ficción? ¿Qué alimento
puede preparar la impía imaginación de los hombres para fortalecer, apoyar y expandir
este principio divino en el alma? Sin duda, ni el más mínimo.
¿Y qué afinidad puede encontrar un creyente para la oración, para la comunión con
Dios, para la lectura de su Palabra sagrada, en los bailes banales, en la música carnal y
en las novelas inmorales? ¿Qué clase de preparación mental proporcionan estas
ocupaciones para presentarse ante Dios, para el correcto desempeño de los deberes
cristianos, para la reflexión sobria, para el momento de la muerte, y para el Día del
Juicio? ¡Qué terribles incoherencias caracterizan las profesiones de algunos, que
transitan un camino fácil y cómodo entre el santuario, la mesa de la comunión y su
aposento de oración por un lado, y la fiesta, el salón de baile, la novela huera, y la
mismísima esencia de un mundo alegre e irreflexivo por otro! ¿Es eso el cristianismo
verdadero? ¿Es esto semejante a Cristo? ¿Es seguir su mandato, sus preceptos y su
ejemplo? Júzgalo por ti mismo.
83
amaría. ¡Que no te sorprenda! No esperes más del mundo de lo que recibió tu Maestro.
Si vives «piadosamente en Cristo Jesús»,
Jesús», el mundo que coronó al Señor de espinas no
te coronará de laureles; si eres un discípulo coherente, el mundo que lo crucificó no te
entronizará. El mundo es el enemigo
enemigo jurado
jurado de tu Salvador, qu
quee no sea tu amigo.
amigo. No, sal
de él, apártate de él. Que toda tu vida se una solemne reprensión para él: que tu
integridad reprenda su falta de principios; que tu sobriedad reprenda su frivolidad; que
tu recta sinceridad reprenda su naturaleza desalmada; que tu crucifixión reprenda su
vacuidad y su pecado; y que tu atuendo, tu espíritu y toda tu conducta dejen en
evidencia la espléndida nada que es toda su pompa, su gloria y sus aspiraciones. Así te
asemejarás a tu Señor y Maestro —aquel que te amó hasta la muerte, cuya gloria
estuvo en su humillación, cuya conducta fue humilde y discreta, y cuya muerte fue la
muerte ignominiosa de la cruz—, y así te asemejarás también a su amado apóstol que,
ocupando su lugar junto a la cruz, y bajando la vista sobre el mundo desde las santas
alturas donde se encontraba, pudo exclamar: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en
la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al
mundo» (Gálatas 6:14).
Podemos entristecer al Espíritu al despreciar los medios de gracia:
gracia: estos son los
canales que utiliza para transmitir las bendiciones del pacto al alma. Hoy ya no obra por
medio de milagros, sino por medio de diversos instrumentos: comunica su bendición y
transmite su voz por medio de la Palabra, del ministerio, del propiciatorio y de otros
múltiples canales que ha provisto misericordiosamente para el alimento espiritual de la
vida divina en el alma; no los desdeñes, no los infravalores, no los descuides. No
aguardes su bendición ni esperes oír su voz si no sigues el camino instituido; si
infravaloras o descuidas deliberadamente algún medio de gracia, lo entristecerás y
harás que aparte de ti su presencia perceptible. Estos son los «delicados pastos» a los
que el pastor lleva a sus ovejas para que descansen en el calor del día; estas son las
«aguas de reposo» a las que lleva a sus almas. Y si se les da la espalda
despreciativamente, la miseria, la esterilidad, el frío y la muerte serán la consecuencia
cierta. «Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las
águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán» (Isaías 40:31).
En resumen: se entristece al Espíritu cada vez que uno de los hijos de Dios se aparta
del camino santo; cada vez que la conciencia está teñida por algún sentimiento de
culpa; cada vez que hay un pecado sin confesar, sin que se produzca un
arrepentimiento y un abandono de él; cada vez que se mancilla el templo donde él
habita; cada vez que se desdeña a Jesús; cada vez que se deja de lado la sangre
expiatoria; cada vez que nos conducimos de forma frívola y banal; cada vez que
demostramos una conducta negativa hacia otros cristianos, y cada vez que nos erigimos
en jueces de ellos; todo esto entristece al Espíritu Santo.
85
Capítulo 7
El profesante fructífero y el estéril
«Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva
fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto»
(Juan 15:2).
Si hay alguna característica de las ministraciones de nuestro Señor que destaque por
encima de las demás es la forma en que tocaban la conciencia de cada uno de sus
oyentes: nadie que lo escuchara podía marcharse sin la profunda convicción de que él
era el hombre que Jesús había retratado moralmente, y de que la correspondencia era
tan exacta que estaba obligado a reconocer la fidelidad del retrato. Sus reprensiones
nunca eran personales, ásperas o innecesariamente duras; el trazo y los colores nunca
eran excesivamente vivos: trataba la conciencia humana de forma tan fiel y escrituraria
que sus oyentes se veían obligados a someterse a su autoridad y alinearse entre sus
seguidores o bien retirarse, acallados y condenados por sus propias conciencias. Eso es
lo que se documenta con respecto al final de uno de sus sermones: «Y oyendo sus
parábolas los principales sacerdotes y los fariseos, entendieron que hablaba de ellos»
(Mateo 21:45); y en otra ocasión leemos que, como resultado de una de su particulares
y vehementes formas de enseñar, «al oír esto, acusados por su conciencia,
concienc ia, salían uno a
uno, comenzando desde los más viejos hasta losl os postreros» (Juan 8:9).
En la parábola de la vid y los pámpanos tenemos quizá uno de los ejemplos más
extraordinarios del estilo analítico con que enseñaba nuestro Señor. Quien creó el
corazón y era conocedor, por tanto, de su apostasía y de lo profundamente
contaminado que estaba por el pecado, no era ajeno a los extremos a los que podía
llegar el ser humano en la profesión de su nombre sin que fuera óbice para que muriera
careciendo de toda gracia regeneradora. En la parábola a la que hemos hecho
referencia, pues, acomete un desentrañamiento fiel y escrutador del carácter humano,
revela el mal al que están expuestos los hombres, los advierte del peligro de engañarse
a sí mismos, distingue entre el profesante falso y el genuino, y describe en términos
impactantes y conmovedores el estado final de ambos: «Yo soy la vid verdadera, y mi
Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel
que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto» (Juan 15:1–2). En estas palabras
de nuestro bendito Señor encontramos primeramente una solemne descripción de un
profesante estéril; luego nos conduce a la poda del pámpano fructífero, y nos explica el
motivo: «Para que lleve más fruto».
fruto» . Tomemos la descripción del profesante estéril
86
fe viva en Cristo, la vida en Cristo y para Cristo? ¿Dónde está la conformidad con la
imagen divina? ¿Dónde está la abundancia y el aumento de los frutos de santidad?
¿Qué reflejo del espíritu, de la humildad, de la delicadeza y de la santidad de Jesús
vemos? ¿Qué abnegación, qué carga de la cruz, qué crucifixión del pecado, que muerte
al mundo y qué vida para la eternidad encontramos? ¡Tristemente, hemos tomado la
profesión formal por una unión vital y espiritual con Cristo! ¿Y puede ser motivo de
sorpresa que, al buscar fruto en tal rama, no hayamos encontrado nada?
Pero examinemos la profesión de nuestra época. Si adherirse al Señor Jesús por
medio de una profesión formal de su religión; si profesar el cristianismo y adjudicarse el
nombre de cristianos; si doblar la rodilla ante la mención de su nombre; si participar de
los símbolos de su cuerpo y de su sangre; si hablar bien de Jesús, aceptar su doctrina,
asentir a su evangelio, seguir a sus ministros, atestar su templo y contribuir
generosamente a su causa; si estas cosas constituyen de forma exclusiva los elementos
de la unión real con Cristo, entonces bien podemos exclamar: “¡El milenio brilla en todo
su esplendor sobre nosotros!». No hablamos de ninguna denominación en concreto,
sino de todas, puesto que en todas ellas podemos encontrar profesantes inertes y
estériles. ¿No era esto así en los tiempos de nuestro Señor y durante el escrutador
ministerio de sus apóstoles? Por directa que fuera la predicación de él, y por alerta que
se mantuvieran ellos en la vigilancia del rebaño, los falsos profesantes fueron legión en
su época, y hasta llegando a alcanzar lugares destacados en la Iglesia. Consideremos el
caso de Simón el Mago; no era más que un profesante estéril, acerca del que se nos
dice que «no [tenía] parte ni suerte en [aquel] asunto, porque [su] corazón no [era]
recto delante de Dios […]», y que estaba «en hiel de amargura y en prisión de maldad»
(Hechos 8:21). Pensemos en el caso de Demas; no era más que un profesante estéril.
«Demas me ha desamparado —dice el apóstol—, amando este mundo» (2 Timoteo
4:10). Y consideremos ese destacado y terrible ejemplo de una mera unión formal a
Cristo, de la profesión estéril de su nombre: Judas Iscariote. En referencia a él, oímos a
Jesús orar: «A los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo
de perdición» (Juan 17:12). Y nuestro Señor también alude con estas solemnes palabras
a aquellos que solo tenían una unión formal con él: «Esforzaos a entrar por la puerta
angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán. Después que el
padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a
llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de
dónde sois. Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en
nuestras plazas enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de
mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el llanto y el crujir de dientes,
cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y
vosotros estéis excluidos» (Lucas 13:24–28). La Palabra de Dios expresa en términos
más horrendos si cabe la condenación final del profesante estéril y ajeno a Cristo:
«Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego […]. Su aventador
está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero, y quemará la
paja en fuego que nunca se apagará» (Mateo 3:10, 12).
Pero no suele ser muy habitual que el profesante estéril se aferre a su mera
88
profesión hasta la llegada de su condenación final: son muchos los que, mucho antes de
oír el terrible rumor del juicio que se acerca, desechan su disfraz y muestran su
verdadero carácter. Nuestro Señor parece dar esto a entender en diversas partes de su
Palabra. En su explicación de la parábola del segador lo expresa de forma
particularmente clara y tremenda: «Y los de junto al camino son los que oyen, y luego
viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven. Los de
sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no
tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan. La que
cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes
y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto» (Lucas 8:12–14). Estos son los
que el Esposo espiritual «echa fuera». Las épocas de tentación, los momentos de
persecución, la acumulación de preocupaciones mundanales, el aumento del esplendor
y la riqueza, son períodos y ocasiones que sitúan la religión de una persona en el crisol y
la ponen a prueba. El mero profesante es incapaz de resistirlo: el viento sopla contra el
árbol y todas las hojas se dispersan; la llama lame el mineral y demuestra que no es
metal precioso. Pero no se nos malentienda; lejos esté de nosotros afirmar que toda
mera profesión del evangelio revela pronto su carácter espurio. Hay miles de personas
que depositan su esperanza en el dios de este mundo, «cuyo dios es el vientre, y cuya
gloria es su vergüenza; que solo piensan en lo terrenal»,
terrenal» , y cuyo «fin»
«fin»,, si no se les lleva
al arrepentimiento verdadero, es la «destrucción» (Filipenses 3:19); que, en medio de
todo eso, mantienen su piedad formal contra viento y marea, y que considerarían el
mayor de los agravios que se cuestionara siquiera su cristianismo. ¡El corazón es
profundo y traicionero como el mar, y todos los que confíen en él se granjearán una
temible destrucción eterna! Una persona puede ser amante del placer y del mundo, y
del pecado; su corazón puede ser codicioso y puede que su mente esté sumida en las
preocupaciones mundanales; y, sin embargo, es posible que paralelamente sea un
rígido formalista y un orgulloso fariseo, un acalorado polemista y que hasta llegue a
sufrir persecución antes de renunciar a algún principio en lo tocante a un detalle menor
de la ley. Pero ahora deseamos dirigir la atención del lector hacia LA PODA DEL PÁMPANO
FRUCTÍFERO .
Las palabras de nuestro bendito Señor son profundas y con una rica significación:
«Todo aquel que lleva fruto, lo limpiará».
limpiará». Aquí presenciamos vida, una unión
verdadera; es un pámpano fructífero, cuyo fruto proviene de su unión vital con el Señor
Jesucristo. Se podrá advertir que este pámpano con fruto está en Cristo;
Cristo; injertado en él,
unido a él y viviendo con él, tal como el pámpano y la vid son uno
uno.. La unión del creyente
con Jesús, y su consiguiente fruto, es una verdad gloriosa; el Espíritu Santo, en su
Palabra, lo ha resaltado intensamente. Se habla en términos de estar en Cristo: «Todo
pámpano que en mí» (Juan 15:2); «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es» (2
Corintios 5:17); «Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo» (Romanos
12:5). ¿Pero en qué sentido debemos interpretar este estar «en Cristo»? Hemos
mostrado la forma en que un profesante estéril puede estar unido a Cristo
formalmente, sin que posea vida divina en el alma, ni fe verdadera, ni, por tanto, fruto
espiritual: está «muerto en vida». Pero estar en Cristo genuina, espiritual y vitalmente,
89
significa más que eso; significa formar parte de un pacto de gracia con Cristo como
Abogado y Mediador de su pueblo, uno de aquellos a los que se denomina «posesión»
del Señor: «Porque JAH ha escogido a Jacob para sí, a Israel por posesión suya» (Salmo
135:4), y acerca de los cuales el Espíritu Santo afirma: «Bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares
celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para
que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor» (Efesios 1:3–5). Estar «en
Cristo» genuinamente significa ser acepto en su justicia, que él nos justifique
gratuitamente en todo; significa que se nos hace ver nuestra vileza, nuestra incapacidad
y nuestra culpa; que se nos hace desechar toda autosuficiencia, esto es, toda obra de
mérito humano, y acudir como el ladrón en la cruz, sin confiar en absoluto en uno
mismo, sino como un pobre pecador impotente, miserable y condenado, cuyo perdón
procede por entero de la misericordia gratuita de Dios en Cristo Jesús. Estar «en Cristo»
es ser objeto de un principio de fe vital, santo e influyente; es ser trasladado a ese
bendito estado que el apóstol se atribuye: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y
ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del
Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2:20). Estar «en
Cristo» es ser uno con él; es ser un miembro de su cuerpo místico, del cual él es la
cabeza; y la cabeza y los miembros son uno
uno.. Es tener a Cristo como morador de nuestro
corazón: «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Colosenses 1:27); “¿O no os
conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis
reprobados?» (2 Corintios 13:5); «Yo en ellos» (Juan 17:23). Es más, consiste en morar
en el corazón de Cristo; es descansar en los mismísimos aposentos de su amor, morar
allí en todo momento, ser salvaguardados allí de todo mal, y ser aliviados allí de todo
dolor. ¡Qué bendito estado es encontrarse «en Cristo»! ¿Quién no querría
experimentarlo? ¿Quién no querría disfrutarlo? «Ahora, pues, ninguna condenación
hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino
conforme al Espíritu» (Romanos 8:1).
Estos son pámpanos vivos, unidos a la Vid verdadera, que dan fruto: «De mí será
hallado tu fruto» (Oseas 14:8); «Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo,
si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Juan 15:4).
¡Y qué precioso fruto da ese pámpano vivo! El corazón quebrantado; el espíritu
contrito; el lamento por el pecado; el concepto humilde y bajo de uno mismo; la
entrega por fe a un Salvador pleno, poderoso y dispuesto; la renuncia a uno mismo y la
confianza plena en su obra expiatoria y su justicia suficiente. A esto le sucede un
aumento progresivo en la santidad y la piedad, los frutos de fe que son por Cristo Jesús,
abundando en la vida, y demostrando la autenticidad de esa maravillosa
transformación: un caminar junto a Dios; una sumisión de la voluntad propia a la suya
en todo; una conformidad vital al ejemplo de Jesús; una conciencia del «poder de su
resurrección»;; una «participación de sus sufrimientos»;
resurrección» sufrimientos»; y una «semejanza a él en su
muerte» que caracteriza al hombre en todo (Filipenses 3:10).
Estos son algunos de los frutos de un alma verdaderamente regenerada. El Espíritu
Santo da testimonio de que «el fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad»
90
(Efesios 5:9), y de forma aún más concreta: «Amor, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5:22–23).
Ahora bien, observemos que el Esposo solo poda el pámpano fructíferofructífero:: «Todo
aquel que lleva fruto, lo limpiará».
limpiará». Si hemos de preguntarnos el motivo, la respuesta es
que solo el pámpano fructífero es objeto de poda: lo poda porque
poda porque es fructífero, porque
disfruta de la vida de la Vid y tiene una unión con ella. Esta poda que el Señor lleva a
cabo con el creyente fructífero es la puesta
la puesta a prueba de su obra en él . La mismísima
disciplina que el Dios del pacto emplea con su hijo es la demostración de la existencia y
la realidad de la gracia en el alma; no es el pámpano estéril el que poda, no es el
mineral espurio el que somete al crisol. Cuando somete a un hijo suyo a un correctivo,
es con el propósito de hacer brotar la gracia que implantara en primera instancia en su
alma. La mismísima prueba de fe presupone la existencia de una fe; y la prueba a la que
se somete a cualquier virtud del Espíritu, presupone la existencia previa de esa virtud
en el creyente. Nadie recurre a un pozo seco para extraer agua de él; nadie acude a un
banco para obtener un reintegro cuando no ha hecho un ingreso previo. Cuando Dios —
el Esposo espiritual
espiritual de la Igles
Iglesia—
ia— entra en su huerto y pase
paseaa entre «los árbo
árboles
les de
justicia», y en su soberanía escoge algunos de ellos como objeto de disciplina, para la
poda, ¿a quién escoge para este bendito propósito sino los árboles que él mismo ha
plantado? Jesús, la Vid, afirmó que «toda planta que no plantó mi Padre celestial, será
desarraigada» (Mateo 15:13). ¿Y no hemos constatado a menudo el solemne
cumplimiento de esta advertencia en el caso de profesantes carentes de gracia? El
primer soplo de tentación los ha arrancado de raíz. Puede que Dios los haya sometido a
una fuerte prueba, la tormenta de la adversidad se ha desatado sobre ellos; la muerte
les ha arrebatado «de golpe el deleite de sus ojos»; sus riquezas han echado a volar;
han visto minado su carácter; las tentaciones los han abrumado; ¿y cuál ha sido su fin?
Buscamos su religión y vemos que ha volado como la paja en la era cuando llega un
vendaval; no queda rastro de su profesión; sus oraciones se han esfumado. El solemne
«lugar santo» que solían frecuentar ya no cuenta con su presencia. Y así sucederá con
toda planta que nuestro Padre celestial no haya plantado; y ese será el destino de toda
la madera, la paja y la hojarasca erigidas en profesión formal de Cristo. ¡Y qué destino
les espera! «Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del
mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en
ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero. Porque mejor les
hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo
conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado. Pero les ha
acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada
a revolcarse en el cieno» (2 Pedro 2:20–22).
Pero el Señor sí somete a prueba al verdadero hijo del pacto; el Esposo sí que poda
el pámpano vivo y fructífero. Siempre hay algo en todo creyente —hasta en el más
eminente hijo de Dios,
Dios, en el más destacado
destacado por ssuu santidad y cerc
cercanía
anía a él— que
precisa una poda. No siempre vemos la conveniencia de la disciplina; a menudo nos
preguntamos por qué un creyente sufre de forma tan constante un trato —en un
sentido— tan severo. Observamos su conducta piadosa en todos los sentidos; vemos la
91
santidad de sus actos, la coherencia de su forma de ser, su espíritu humilde, sus dones y
sus virtudes espirituales, su devoción y su celo en la causa del Señor, y exclamamos:
“¡Señor hazme como él, así como él se asemeja a ti!». Y cuando vemos al cedro del
Líbano doblegarse ante la tormenta, cuando advertimos cómo el hombre de Dios es
sometido a las más temibles aflicciones, cómo le sobrevienen oleada tras oleada, y
cómo se suceden los mensajeros de malas noticias siempre más amargas que las
anteriores; cuando vemos cómo queda barrida esta misericordia o aquel consuelo; un
obstáculo acá, una decepción acullá, y aquel a quien considerábamos gran depositario
de la gracia del Señor, favorecido con una particular cercanía y semejanza a él,
profundamente afligido; nos sorprendemos de que el Esposo lo pode como lo hace.
¿Pero qué es lo que dice el Esposo? «Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el
corazón» (Jeremías 17:10). Aquí se revela el secreto, el mal oculto que éramos
incapaces de advertir en ese hombre de Dios. Las profundas corrupciones que
albergaba su corazón —de las que era consciente hasta cierto punto y de las que se
lamentaba y confesaba
confesaba a diario ante el Se
Señor—
ñor— estaban ocul
ocultas
tas a nuest
nuestra
ra vista; y
mientras nosotros juzgábamos por las apariencias externas —y puede que
estuviéramos juzgando correctamente, puesto que por sus frutos hemos de conocer a
los verdaderos y los falsos profesantes—, el Señor estaba probando y escudriñando el
corazón y, a fin de sojuzgar el mal que allí había visto, sometió a su amado hijo a
disciplina, poda y purga.
Querido lector, si estás familiarizado por experiencia con esta verdad que está en
Jesús, si vives como un pámpano vivo de la Vid verdadera, no te llevarás una sorpresa
cuando te digamos que siguen existiendo cananeos en el mundo. Recordarás que
cuando los hijos de Israel hicieron su toma de posesión de Canaán, aun a pesar de
haber derrotado a sus habitantes y de haberse apoderado por entero del país e
impuesto su gobierno, no pudieron desahuciar completamente a sus anteriores
ocupantes. Tal situación queda documentada del siguiente modo: «Mas los hijos de
Manasés no pudieron arrojar a los de aquellas ciudades; y el cananeo persistió en
habitar en aquella tierra» (Josué 17:12). Ahora bien, lo que estos cananeos, estos
idólatras paganos, eran a los hijos de Dios, es lo que son las corrupciones naturales del
corazón a los hijos escogidos de Dios. Después de todo, lo que la misericordia divina y
soberana hace por el corazón —aun cuando los habitantes de la tierra hayan sido
derrotados, y el corazón haya cedido al poder de la gracia omnipotente, y el «hombre
fuerte armado» haya sido echado fuera y Jesús haya ocupado el trono—, los cananeos
siguen habitando la tierra y no podemos expulsarlos de allí. Esas son las corrupciones
naturales de nuestra naturaleza caída, los males de un corazón que solo ha sido
renovado parcialmente, las concupiscencias y pasiones paganas, las debilidades que
otrora fueran los únicos moradores de la tierra, y que siguen morando allí, y a los
que —en nuestro estado actual—
actual— nunca llegare
llegaremos
mos a desahucia
desahuciarr plenamente. ¿¿Pero
Pero
qué hicieron los hijos de Israel con estos cananeos que no podían expulsar de las
ciudades y que permanecían en aquella tierra? Leemos en el versículo 13: «Pero cuando
los hijos de Israel fueron lo suficientemente fuertes, hicieron tributario al cananeo,
mas no lo arrojaron». Ahora bien, estos es lo que deben hacer los hijos de Dios con los
92
afirma nuestro
nuestro Se
Señor—
ñor— tiene el pro
propósito
pósito de aumentar su fruto.
fruto. «Todo pámpano que
en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que
lleve más fruto».
La voluntad de Dios es que su pueblo sea un pueblo fructífero: «Pues la voluntad de
Dios es vuestra santificación» (1 Tesalonicenses 4:3): la santificación de un creyente,
incluyendo toda fecundidad. Él hará aflorar su obra en el corazón de su hijo;
demostrará que, dondequiera que hay gracia, producirá buen fruto; y nunca aplica un
correctivo a su hijo en consonancia con el pacto de gracia sin que tenga como resultado
un mayor grado de fruto espiritual. Ahora bien, cuando el Señor aflige, y el Espíritu
Santo santifica la aflicción del creyente, ¿no se cuentan estos entre los costosos frutos
de tal disciplina? En primer lugar, el yo se ha tornado más aborrecible. Tal como afirmó
Dios, este debía ser el resultado del trato que dispensó al antiguo pueblo de Israel por
su idolatría: «Se avergonzarán de sí mismos, a causa de los males que hicieron en
todas sus abominaciones» (Ezequiel 6:9). Y, en otro pasaje: «Y allí os acordaréis de
vuestros caminos, y de todos vuestros hechos en que os contaminasteis; y os
aborreceréis a vosotros mismos a causa de todos vuestros pecados que cometisteis»
(Ezequiel 20:43). Y así se nos describe el estado del pueblo amado de Dios cuando les
demostró su compasión: «No hubo ojo que se compadeciese de ti para hacerte algo de
esto, teniendo de ti misericordia; sino que fuiste arrojada sobre la faz del campo, con
menosprecio de tu vida, en el día que naciste» (Ezequiel 16:5). Y esto, resultado del
trato de Dios con el alma en el seno del pacto, no es un fruto desdeñable: ese es uno de
los pámpanos inútiles que poda. Sin duda, aborrecerse a uno mismo por su pecado,
mortificarlo en todas sus manifestaciones y ponerlo completamente en servidumbre al
Espíritu de santidad no es un triunfo menor de la gracia divina en el alma, ni un efecto
de poca monta de la utilización santificada de las dispensaciones del Señor. Debemos
considerar un medio valioso aquel que logra este bendito fin. Este yo sin mortificar en
el creyente es uno de los enemigos más letales de su alma; se manifiesta de mil
maneras distintas, con otros tantos disfraces. A menudo cuesta trabajo detectar la obra
subliminal de ese principio puesto que, muchas veces, allí donde hay menos sospechas
de su existencia es donde más extendida y desafiante se presenta. La confianza en sí
mismo que demostró Pedro, el espíritu jactancioso de Ezequías, el farisaísmo de Job, el
autoengaño de Balaam… ¡Son incontables las formas en que se manifiesta este
principio abominable y destructivo! Y solo el que declara de forma solemne: «Yo
Jehová, que escudriño la mente» sabe todo el «engaño de iniquidad» que en él hay.
Querido lector, el principio de pecado existe en tu corazón y en el mío; ¿y quién puede
escudriñarlo y extirparlo sino Dios el Espíritu? «Si por el Espíritu hacéis morir las obras
de la carne, viviréis» (Romanos 8:13). ¿Está disciplinándote en estos momentos el Dios
y Padre del pacto? Ora por que eso tenga la bendita consecuencia del rebajamiento del
ego que hay en ti , que sirva para descubrirte todas sus manifestaciones y su
deformidad, y para que sea puesto en servidumbre a la cruz de Jesús. ¡Bendita poda, si
el propósito y los efectos son echarte por tierra ante el Señor e inducirte a aborrecerte
a ti mismo y conducirte con humildad en todo momento!
Otro propósito santo de la poda del pámpano fructífero es el de aumentar la estima
94
todos los brotes terrenales, puede que te haya conducido por un profundo valle de
humillación; y, sin embargo, sigue siendo amor y únicamente amor. Si pudieras
adentrarte en su corazón no encontrarías el más mínimo resorte, ni el menor pálpito,
que no hablara de su amor hacia ti en este mismísimo instante. Todo lo que busca en lo
tocante a ti es un aumento en tu fruto; es fomentar tu santificación y tu felicidad
verdaderas. Dios busca el mayor bien de su pueblo del pacto, así como su máxima
felicidad, en todo el trato que mantiene con él; y no hay nada que demuestre de
manera más patente su amor hacia él que esto mismo.
Recuerda con frecuencia las palabras de nuestro Señor: «En esto es glorificado mi
Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos» (Juan 15:8). Este «mucho
fruto» suele hallarse mayoritariamente entre aquellos a los que el Señor más disciplina.
Él creó a su pueblo para gloria propia, y alcanza tal cosa por medio de su abundancia de
fruto. Por eso los más ilustres santos son los que más fuertemente han sido probados y
podados: su gran fruto brotó de sus grandes aflicciones. Y, sin embargo, querido lector,
el Señor trata a sus santos de acuerdo con su voluntad soberana; no siempre los guía
por el mismo camino o senda. ¿Te sonríe Dios? ¿Brilla el sol estival? ¿Está tu mar en
calma? ¿Sopla el viento austral sobre ti? Asegúrate entonces de conducirte
humildemente con Dios: «No te ensoberbezcas, sino teme» (Romanos 11:20). Si Dios,
en su providencia, te ha elevado un poco en el mundo, necesitas acudir
insistentemente a su trono a fin de que te conceda gracia suficiente para mantener un
espíritu humilde ante él. ¿Admiran tus conocidos tus talentos, alaban tus dones,
aplauden tus actos y buscan tu compañía? ¡Qué cercanía y calidez debes mantener
ahora en tu conducta con Dios! Si no te arrodillas ante Dios, esa brisa lisonjera que te
transportó con ligereza acabará por ser una carga para tus virtudes; si no te acercas al
pie de la cruz, esas palabras de adulación que acariciaron tus oídos acabarán por ser la
mosca muerta en el perfume de tu alma. Que todo estado y toda circunstancia te lleven
allí. Ya sople el Aquilón o el Austro, ya se congreguen sobre ti los negros nubarrones de
la adversidad o brille sobre ti el sol de la prosperidad, asegúrate de mantener siempre
una postura humilde ante la cruz del Salvador; nada podrá dañarte allí . Vela por que la
época de prosperidad material sea también fructífera para tu alma; vela por que toda
misericordia te lleve a Dios; convierte toda nueva bendición en un nuevo motivo para
no vivir para ti mismo, sino para el autor de esa bendición.
Y si te sientes impulsado a llevar tus peores situaciones a Cristo, tus pecados en
cuanto surgen, tu debilidad en cuanto eres consciente de ella, tus corrupciones al
hacerse manifiestas, con eso mismo ya serás un pámpano fructífero de la Vid
verdadera. El creyente da fruto con el mismísimo acto de acudir, tal como es, a Cristo.
¿Pues cuál es el ánimo del alma que así acude a la cruz sino la desconfianza de sí misma,
la humillación propia y una profunda conciencia de su nulidad así como un concepto
elevado de la suficiencia de Cristo? ¿Y no es esto un fruto valioso y preciado? No sé de
ninguno que lo sea más.
Y que el creyente fructífero sienta expectación ante la hora venidera en que sea
trasladado a un terreno más propicio y saludable. En el Cielo —el hogar de los santos—
no habrá nada que perjudique la flor de la gracia; no habrá heladas invernales, ni
98
Capítulo 8
El Señor como restaurador de su pueblo
«Él restaura mi alma»
(Salmo 23:3 LBLA).
correcta presentación de la cuestión que nos ocupa exigía algo más que un mero
reconocimiento de estas gloriosas verdades del evangelio. ¡Qué cimientos tan endebles
tendría la salvación definitiva del creyente sin ellas! Cuando nos paramos a ponderar la
incertidumbre de la criatura —cuando examinamos la trayectoria de un hijo de Dios en
el breve transcurso de un día, y advertimos los defectos, las imperfecciones, la
inconstancia, los comienzos truncados, los principios traicionados, los errores en la
praxis, los juicios desencaminados y los extravíos del corazón que marcan ese breve
período—, ¡cómo no habremos de agradecer a Dios la estabilidad del pacto! Ese pacto
que proporciona la redención plena para todos los creyentes, que asegura desde la
eternidad el llamamiento eficaz, la salvaguarda perfecta y la salvación segura de cada
uno de esos objetos de misericordia escogidos. Con qué nitidez y belleza nos presenta
Dios mismo esta verdad: «Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios, si
profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos, entonces castigaré con
vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni
falsearé mi verdad. No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labio»
(Salmo 89:30–34).
Podrá advertirse que en este pasaje brillan dos verdades sumamente solemnes y
estremecedoras: los descarríos de un hijo de Dios y la certidumbre de su restauración.
Será esta segunda verdad la que trataremos con mayor detenimiento en este capítulo.
Casi huelga mencionar aquí la necesidad de las restauraciones del Señor, dado que
ya se ha abordado de forma relativamente prolija; y, sin embargo, es la esencia de la
cuestión que nos ocupa y su importancia es demasiado grande para contentarnos con
una mera alusión. Todo el que recuerde que la vida divina de un creyente tiene su
morada en un corazón renovado y santificado solo en parte difícilmente dudará de la
existencia de esta necesidad de restauraciones divinas. Esto no era así en el caso de
Adán antes de su caída, dado que no había nada en su corazón que se opusiera a la vida
de Dios en él: la mente, la voluntad, los sentimientos, toda su alma, formaban una
esfera de luz y santidad; no había una sombra que eclipsara su resplandor ni una
mácula que detrajera de su belleza. Todas las facultades de la mente, todas las
inclinaciones de la voluntad, todos los impulsos del corazón, el más mínimo de los
anhelos, estaban en consonancia con su naturaleza y eran propicios a su crecimiento.
Pero eso ya no es así. Adán cayó y su caída transmitió a toda su descendencia una
naturaleza corrupta en todos sus aspectos; y aunque la gracia divina y soberana ha
acometido la renovación de esa naturaleza —y la lleva a cabo en parte—, solo queda
parcialmente renovada y restaurada a su gloria original. La vida divina tiene su morada
en una naturaleza caída y carnal. El apóstol explica y confirma esta verdad en una de
sus afirmaciones: «Lo que ahora vivo en la carne» (Gálatas 2:20); la vida divina que él
vivía era en la carne. Estaba asediada por todas las corrupciones, las debilidades, las
flaquezas y los ataques de la carne; no había momento en que no estuviera expuesta a
los ataques desde el interior; no había una sola facultad natural de la mente, un solo
latido del corazón, que fuera propicio a su prosperidad, sino que todo ello era contrario
a su naturaleza y hostil a su crecimiento. Todo creyente debe recordar que la vida
divina que vive, la vive en la carne;
carne; y que no pasa un solo día sin que necesite las
100
conocimiento más completo de la verdad de que «en [nuestra] carne, no mora el bien»
(Romanos 7:18), una humillación más sentida al respecto, y una confesión más
frecuente de ella ante Dios. ¡Cuánto mayores que los actuales serían los logros piadosos
de muchos creyentes!
Existe, pues, en todo creyente un principio
un principio innato de alejamiento. ¡A pesar de las
maravillas de la gracia que Dios ha obrado por el alma —aunque ha elegido, llamado,
renovado,, lavado y vesti
renovado vestido
do al creyente— si no lo refren
refrenara
ara y contuvi
contuviera,
era, este ssee
apartaría, y lo haría para siempre! Ese principio sin santificar ni mortificar lo apartaría.
¿No vemos en este asunto algo verdaderamente trágico? El súbdito de un gobierno
bondadoso y benevolente que, sin embargo, se rebela de continuo contra el Soberano;
que mora bajo el techo de un Padre atento y afectuoso y, sin embargo, lo entristece y
se aparta de él; que ha disfrutado de tan abundantes y preciadas demostraciones de su
amor y, sin embargo, responde de la manera más ingrata; ¿puede haber algo que
hunda al alma en la mayor de las vergüenzas ante Dios? Lector, ¿qué ha sido el Señor
para ti? Ven, da testimonio de él; ¿ha demostrado ser alguna vez un desierto o un erial
para contigo? ¿Ha habido algo en su trato contigo, en su conducta y en su
comportamiento contigo, que justificara el hecho de que le dieras la espalda? ¿Ha
habido alguna crueldad en sus reproches, alguna severidad hostil en su disciplina, algo
vengativo e implacable en sus correctivos? No, por el contrario, ¿no ha sido un huerto
fructífero, una tierra placentera y una fuente de agua viva para ti? ¿No ha revestido de
bondad todos sus reproches, de ternura todos sus castigos y de amor toda disciplina?
¿Y acaso no te ha engrandecido su delicadeza? ¿Por qué, pues, te has apartado de él?
¿Qué es lo que hay en Dios que te impulsa a abandonarlo, qué es lo que hay en Jesús
para que lo hieras y qué tiene el Espíritu para que lo entristezcas? ¿Acaso no está en ti ,
y solo en ti, la causa de todos tus alejamientos, de tu enfriamiento y de tu falta de
bondad? Pero, si esa ha sido tu conducta hacia Dios, no ocurre lo mismo con la
conducta de él hacia ti. Esto nos lleva a la consideración de su misericordia
restauradora..
restauradora
El primer punto que desearíamos tratar es el del amor
amor del
del Señor Jesús al restaurar a
un creyente descarriado. Nada más que el amor más puro, infinito, delicado e
inmutable podría impulsarlo a comportarse de tal forma. Hay tanta oscura ingratitud,
tan profunda turbidez, en el pecado del alejamiento de un creyente del Señor que, de
no ser por la naturaleza del amor de Cristo, no cabría la menor posibilidad de que
regresara. Ahora bien, este precioso amor de Cristo se puede constatar especialmente
en el hecho de que sea él quien da el primer
el primer paso en la restauración del alma: el primer
el primer
avance es por parte del Señor. Esta es una verdad demasiado importante como para
tratarla de forma superficial. Es tan imposible rescatarse a uno mismo después de la
conversión como antes de ella; es obra del Señor por entero. El mismo estado mental,
el mismo principio que condujo al primer paso en el alejamiento de Dios, conduce a
cada uno de los otros que vienen a continuación hasta el punto de que, de no ser por la
gracia restauradora y de contención, el alma se separaría para siempre de Dios. Pero
advirtamos la expresión de David: «Él restaura mi alma».
alma». ¿Quién? Aquel al que hace
referencia en el primer versículo como su Pastor: «Jehová es mi pastor».
pastor». Es el Pastor
102
él constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré
de él misericordia, dice Jehová» (Jeremías 31:20)? Esta es una demostración de
delicadeza hacia una pobre alma descarriada y contrita que solo podía tener lugar en el
corazón de Jehová.
Pero aún tenemos que hablar de la forma
la forma en que un relapso regresa al Señor. ¡Que
el Espíritu nos dé sabiduría y unción a la hora de presentar esta cuestión crucial! Y, en
primer lugar, en lo tocante al espíritu con el que debemos regresar.
Al considerar el caso de la rebeldía de la iglesia en Éfeso vemos que la naturaleza de
su pecado, y la forma en que fue restaurada, se nos presentan de la siguiente forma:
«Tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de dónde has
caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras» (Apocalipsis 2:4–5). La primera
exhortación que recibió fue: «Recuerda, por tanto, de dónde has caído».caído» . En primer
lugar fue llamada a la reflexión acerca de su anterior estado de prosperidad.
El creyente descarriado debe ser llevado a dar ese primer paso: «Recuerda, por
tanto, de dónde has caído»;
caído»; vuelve a tu trayectoria anterior, a tu antiguo estado
espiritual; recuerda tu primer dolor por el pecado, tu primer gozo ante su perdón;
recuerda el manantial de tu primer amor —lo preciado que era Jesús, lo gloriosa que
era su persona, lo dulce que era su cruz, lo fragante que era su nombre, lo rica que era
su gracia—; recuerda lo caro que era para ti el trono de gracia, la frecuencia con que
acudías a él y la forma en que lo considerabas el lugar más bienaventurado del mundo;
recuerda cómo, ungido por el amor adoptivo, caminabas con Dios como con un
Padre —lo filial, lo íntima y lo santa que era tu comunión con él—; recuerda los tiempos
de refrigerio en el santuario, en las reuniones sociales, en tu aposento de oración, la
forma en que tu alma parecía residir en el lado más brillante de la gloria y cómo
anhelabas tener las alas de una paloma para poder volar hasta tu Señor; recuerda cómo
te despojaste del pecado y te vestiste de Cristo públicamente y en presencia de muchos
testigos y, dando la espalda al mundo, ocupaste tu lugar entre los seguidores del
Cordero; recuerda lo santa, eminente e intachable que era tu conducta, lo sencillo que
era tu espíritu, y lo humilde que era toda tu forma de ser. ¿Pero quién eres y dónde
estás ahora? ¡Recuerda de dónde has caído! Considera de qué elevada profesión, de
que conducta más ejemplar, de que santas obras, de qué gozos santificados, de que
dulces deleites y de qué senda más placentera te has apartado. Bien puedes preguntar
junto con el dulce
du lce poeta de Olney:
¿Dónde está aquella bendición
de ver a mi Señor?
¿Y la refrescante visión
del mensaje de amor?
¡Qué apacibles horas gocé
y que recuerdo hoy!
¿El gran vacío en que yo estoy
cómo lo llenaré?
105
En la exhortación
aplicable dirigida
a todos aquellos a laseiglesia
que alejanendeÉfeso
Dios:hallamos otra indicación
«Arrepiéntete, y haz lasigualmente
primeras
obras».. ¿Cómo puede volver un alma descarriada sin arrepentirse previamente? ¿Por
obras»
qué otro camino puede alcanzar el hijo pródigo el corazón de su Padre? El
arrepentimiento implica la existencia del pecado y la convicción de él. ¿Acaso, querido
lector, no es pecado
es pecado haber dado la espalda a Dios? ¿Acaso no es pecado
es pecado haber perdido
tu primer amor, haberte apartado de Jesús, haber trasladado tu afecto de él al mundo,
a la criatura o a ti mismo? ¿Acaso no es pecado dejar de seguir al Pastor, dejar de seguir
los pasos del rebaño, y no alimentarse ya más de delicados pastos ni descansar junto a
aguas de reposo? Claro que sí, es un pecado de especial gravedad; es un pecado contra
Dios en su manifestación de Padre, contra Jesús en su manifestación de bondadoso
Redentor, contra el Espíritu Santo en su manifestación de Morador y Santificador fiel;
es un pecado contra
demostraciones de sulaamor,
más preciada
y contraexperiencia de su gracia,
las más delicadas pruebascontra
de sulas más tremendas
fidelidad al pacto.
Arrepiéntete,, pues, de ese pecado que has cometido. Piensa que has vuelto a herir a
Arrepiéntete
Jesús y arrepiéntete
arrepiéntete;; piensa cómo has correspondido al amor de tu Padre y
arrepiéntete;; piensa en cómo has entristecido al Espíritu y arrepiéntete
arrepiéntete arrepiéntete.. Arrodíllate
humildemente ante la cruz y, por medio de la cruz, eleva la vista de nuevo al Dios y
Padre dispuesto a perdonar. Esta es la dulce promesa: «Mirarán a mí, a quien
traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como
quien se aflige por el primogénito» (Zacarías 12:10). Y eso nos lleva a otro punto de
inmensa importancia en lo tocante a la forma en que un alma regresa a Dios. Es el
siguiente:
Todo verdadero regreso de un alma descarriada se produce por medio de Jesús.
Jesús . Jesús
es la gran
cetro Puerta
de oro; que daotra
ninguna acceso
nos alllevará
trono aldeLugar
Dios: Santísimo.
ninguna otra entrada
Esta nos conducirá
es la forma en que al
el
Espíritu Santo nos ha presentado tal verdad: «Así que, hermanos, teniendo libertad
para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y
vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran
sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos» (Hebreos 10:19–22). ¡Bendita Puerta
de regreso para el pobre creyente descarriado y quebrantado! Un Salvador crucificado
en quien Dios se complace, y por el cual puede aceptar al pecador y echar a un lado su
pecado, por el que puede acoger al descarriado y sanar su rebelión.
Tampoco debemos pasar por alto la misericordiosa obra del Espíritu en la
restauración de un alma descarriada; de no ser por él, el creyente no daría un solo paso
por iniciativa propia en su camino de regreso. La primera reflexión solemne, la primera
mirada anhelante hacia el hogar del Padre, el primer suspiro que sacude el corazón, la
106
primera lágrima que nace de la fuente de la tristeza, el primer paso en dirección al Dios
que se había dejado de lado es todo efecto de su bendita obra, de su amor inmutable y
de su fidelidad al pacto. ¡Cuán en deuda estamos con el bendito Espíritu eterno! ¡Qué
ideas tan reverentes deberíamos albergar en lo tocante a su persona y con qué afecto
deberíamos contemplar su obra!
Los estímulos para regresar al Señor son muchos e importantes: en primer lugar,
tenemos las misericordiosas invitaciones de Dios mismo. mismo. ¡Qué numerosas y
conmovedoras son estas! ¿Dónde hay un corazón profundamente consciente de su
extravío que resista un lenguaje como este: «Ve y clama estas palabras hacia el norte,
y di: Vuélvete, oh rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque
misericordioso soy yo, dice Jehová, no guardaré para siempre el enojo» (Jeremías
3:12)? Aquí tenemos una garantía para nuestro regreso: la mismísima invitación de
Dios. No hace falta nada más. Aunque Satanás te desanime, aunque tus pecados
clamen contra ti; aunque la culpa, la incredulidad y la vergüenza se confabulen para
obstaculizar tu camino, si Dios te dice que regreses no requerirás nada más. No
necesitas ninguna otra cosa; si él desea aceptarte de nuevo para perdonar tus pecados,
para olvidar tu mezquina ingratitud, para sanar tu rebelión, tienes una sólida garantía
para regresar por numerosos que sean los motivos de desánimo y la oposición a los que
te enfrentes. Volvemos a encontrarnos con esa invitación de ánimo: «Reconoce, pues,
tu maldad, porque contra Jehová tu Dios has prevaricado»; «Convertíos, hijos
rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo»; «Convertíos, hijos rebeldes, y
sanaré vuestras rebeliones»; «Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque
mi ira se apartó de ellos» (Jeremías 3; Oseas 14).
La naturaleza de Dios es tal que estimula el regreso del alma descarriada. Cuando
nos insta a regresar lo hace sobre el fundamente de lo que él mismo es: «Vuélvete, oh
rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo,
dice Jehová». ¡Qué argumento más tremendo, más conmovedor y más abrumador!
«Vuélvete porque misericordioso soy yo». Misericordioso para aceptarte,
misericordioso para perdonarte, misericordioso para sanarte. ¡Qué inmensa es la
misericordia que Dios demuestra en Cristo hacia el alma que regresa de su descarrío!
¿Acaso no te atraerá esto? Y también leemos: «Yo deshice como una nube tus
rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí» (Isaías
44:22); «Vuélvete a mí, porque yo deshice tus rebeliones; vuélvete a mí, porque yo
borré tus pecados: vuélvete a mí, porque yo te redimí. La obra ya está completa; el
perdón ya te ha sido ofrecido; tu descarrío ya ha sido perdonado; no te demores, pues,
dado que ya te he redimido». Aquí, sobre la amplia base del perdón pleno y gratuito del
Señor, se insta al alma a regresar. Bien puede decir el apóstol: «Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda
maldad» (1 Juan 1:9).
Así, la Palabra nos presenta la naturaleza de Dios —como un Dios misericordioso
que perdona el pecado— como un motivo y un estímulo para nuestro nuestro regreso
regreso.. Este es
exactamente el concepto de Dios que necesitamos si somos almas descarriadas. Todo lo
que vemos en nosotros invita al desánimo, todo es un obstáculo para nuestro regreso; y
107
hasta en la toma de conciencia de nuestro alejamiento las primeras ideas que nos
cruzan la cabeza nos disuaden de acercarnos a su presencia; nuestra primera reacción
es decir para nuestros adentros: «Me he apartado deliberadamente del Señor; he
buscado otros amantes; he cavado otras cisternas; y ahora el Señor ha renegado de mí
y me ha abandonado para siempre a su ira». Pero Dios se acerca a nosotros y reivindica
su naturaleza misericordiosa, nos presenta su amor y, con el tono más persuasivo y
confortante, se dirige a su hijo extraviado y le dice: «Vuélvete, hijo rebelde, porque
misericordioso soy yo».
yo».
En la parábola del hijo pródigo se nos presenta de la manera más fiel y hermosa la
naturaleza de Dios en lo tocante al alma que regresa. La cuestión que desearíamos
tratar aquí es la postura del padre en lo referente al acercamiento de su hijo. ¿Cuál era
esa postura? La expresión más plena del amor, del más tierno y delicado deseo de darle
la bienvenida a su regreso. Esta es la descripción que de ello se nos hace: «Y cuando
aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre
su cuello, y le besó» (Lucas 15:20). ¡Todo eso es Dios para ti, amada alma que regresas!
Él aguarda anhelante tu primer movimiento en dirección a él; observa con el cuello
estirado, como quien dice, a la espera de la primera señal del regreso de nuestra alma,
del primer sonido de nuestros pasos, del primer arrepentimiento de nuestro corazón; y
aún es más, o de otro modo lo anterior no significaría nada: envía a su propio Espíritu
para que obre ese retorno en nuestra alma, para quebrantar nuestro corazón, para
despertar a nuestro espíritu aletargado, para acercarnos a él, para llevarnos a sus
brazos. Ese es tu Dios: el Dios al que has abandonado, de cuyo camino te has desviado
pero que, en el mayor de tus enfriamientos, y en lo más alejado de tu descarrío, no ha
retirado de ti el ojo de su amor ni por un solo instante.
Tampoco debemos pasar por alto la gran fuente de ánimo para un alma que
regresa: aquella que brota de la cruz de Cristo.
Cristo . De no ser por la existencia de un
Salvador crucificado no habría regreso posible a Dios; de ninguna otra forma podría
Dios aceptar a un pobre pecador descarriado en su regreso manteniendo la coherencia
con la santidad y la rectitud del gobierno divino y con lo que le corresponde como un
Dios santo y justo. El mero arrepentimiento, la contrición por el pecado y su confesión
no podrían dar derecho al pecador a ningún acto de perdón por sí solos. La obediencia y
la muerte del Señor Jesús sentaron las bases y abrieron el camino para el ejercicio de
este gran acto soberano de gracia. La cruz de Cristo es la más terrible demostración de
la forma en que Dios aborrece el pecado, y al mismo tiempo es la manifestación más
augusta de su disposición
disposición a perdonarl
perdonarlo.
o. El perdón —pleno y gratuito— está escr
escrito
ito en
cada gota de sangre que vemos en el solemne acontecimiento de la cruz, proclamado
en cada gemido procedente de ella, y brilla en el mismísimo prodigio de misericordia
que supone en sí mismo. ¡Bendita puerta de regreso, perennemente abierta, al que se
ha apartado de Dios! ¡Qué glorioso, qué misericordioso y qué libre es este acceso! Por
aquí pueden entrar los pecadores, los viles, los culpables, los indignos, los pobres y los
arruinados. Hasta aquí puede llevar también su carga el espíritu fatigado, su pena el
espíritu quebrantado, su pecado el espíritu culpable, su descarrío el espíritu rebelde:
todos son bienvenidos. La muerte de Jesús fue la apertura y la entrega absoluta del
108
corazón de Dios; fue la marejada de ese océano de misericordia infinita, que bramaba y
se agitaba en su anhelo de abrirse paso; fue la demostración de Dios de cómo Dios
podía amar a un pobre pecador culpable. ¿Qué más podía haber hecho además de
esto? ¿Qué prueba más contundente, qué don más precioso, qué muestra más costosa,
podía haber ofrecido como testimonio de su amor? Ahora bien, la simple creencia en
esto es lo que anega el alma con una marejada de gozo. La visión de esto por medio de
la fe es lo que echa por tierra al desafiante, hiende el duro pedernal, socava la pirámide
del farisaísmo, humilla la voluntad rebelde, y rodea al alma arrepentida y creyente con
los brazos del mismísimo amor gratuito, rico y soberano. Aquí también se hace ver al
creyente el pecado de su descarrío en su cariz más oscuro, y se le impulsa a lamentarlo
con las lágrimas más amargas:
Cuando al pie de la cruz adoro,
adoro,
el pecado muestra su verdadera condición;
condición ;
cuando las heridas de Cristo exploro
en ellas encuentro mi perdón.
perdón.
Si el Señor ha restaurado tu alma, querido lector, recuerda el motivo que lo haya
impulsado:y hacerte
también; hace talaborrecer tus pecados.
pecados. Él rociando
cosa perdonándolos, los aborrece, y te hará
la sangre aborrecerlos
expiatoria sobrea la
ti
conciencia, y volviéndote al gozo de su salvación. Y el pecado nunca llega a aborrecerse
de una manera tan sincera, nunca se lamenta de una manera tan profunda, se llora de
una forma tan amarga, y se abandona de una manera tan completa, como cuando él le
habla al corazón y dice: «Tus pecados te son perdonados, ve en paz».
paz». Es como si dijera:
«He borrado tus rebeliones, he sanado tus rebeliones, he restaurado tu alma ‘para que
te acuerdes y te avergüences, y nunca más abras la boca, a causa de tu vergüenza,
cuando yo perdone todo lo que hiciste, dice Jehová el Señor’ » (Ezequiel 16:63).
Recuerda que es justo allí donde se inició el alejamiento donde debe comenzar el
regreso.. ¿Comenzó en el aposento de oración? Entonces la restauración habrá de
regreso
comenzar en el aposento de oración. Vuelve a la oración privada en tu aposento;
reconstruye
ser testigo deeltus
altar en ruinas, de
confesiones, aviva
tuslahumillaciones,
llama mortecina, hazgrandes
de tus que eselloros
santuario vuelvadea
y lágrimas,
tu comunión íntima, santa y filial con Dios. ¡Bendito el momento en que vuelvas a estar
allí, aunque sea para golpearte el pecho angustiado, y para cubrirte de cilicio y cenizas
ante el Señor!
Y en esta gran obra de restauración no dejes de advertir la intercesión de Jesús, el
Sumo Sacerdote, a la diestra de Dios.
Dios. Si el Padre celestial ha restaurado tu alma no solo
lo ha hecho motivado por su propio amor inmutable, sino que también ha pesado en él
el poder del dulce e intenso incienso de la sangre del Redentor ante el propiciatorio.
Esta nube fragante se eleva de continuo y lleva consigo todo lo que le sucede al Israel
de Dios. No solo se ha rociado ya la sangre sobre el propiciatorio que ha satisfecho la
justicia divina, sino que la sangre de Jesús —el Sacerdote— intercede constantemente
ante el trono. ¡Qué tan más preciosa, qué verdad tan consoladora y reconfortante, para
109
un alma que vuelve a Dios sobre sus pasos! No tiene nada propio que alegar salvo su
necedad, su ingratitud, su mezquindad y su pecado; pero la fe puede aferrarse con su
mano temblorosa a esta verdad bendita; la fe puede divisar a Jesús ataviado con sus
ropajes sacerdotales entre el alma y Dios, extendiendo sus manos y alegando los
méritos de su propia obediencia y muerte preciosas en favor del creyente que regresa.
Y así, con este estímulo, podemos acercarnos y tocar el cetro: «Si alguno hubiere
pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1);
«Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en
el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios» (Hebreos 9:24).
En vista de todos estos preciosos estímulos, de estas persuasivas razones, de estas
enérgicas reconvenciones, ¿insistirás, querida alma descarriada, en demorar tu regreso?
Te lo ruego, te lo imploro, te lo suplico: levántate y ve a tu Padre y dile: «Padre, he
pecado contra el cielo y contra ti»
ti».. ¡Por toda la delicadeza, por toda la disposición a
perdonar del corazón del Padre; por todo lo que tiene de conmovedora, estremecedora
y preciosa la obra de Jesús, por su tormento y su sudor sangriento, por su cruz y su
pasión, por su muerte, su sepultura y su resurrección, te ruego que vuelvas! ¡Por la
honra de esa santa religión que has dejado herida, por todas las esperanzas de gloria
que habías albergado, por todo lo que es sagrado y precioso en tu recuerdo, y por todo
lo que es solemne y real en tus perspectivas de futuro, te imploro que vuelvas! ¡Por las
fieles promesas de Dios, por los delicados desvelos de Jesús; por las tiernas operaciones
del Espíritu; por todo lo que experimentarás con el gozo, la paz y la seguridad de un
alma restaurada; por la gloria de Dios; por la honra de Cristo, por la inminencia de la
muerte y la solemnidad del juicio; te ruego, te imploro y te suplico, hijo extraviado y
pródigo, que vuelvas!
¡Vuélvete a casa, pecador!,
pecador!,
y busca el rostro de tu Dios;
Dios;
los anhelos que arden en ti
su misericordia inspiró.
inspiró.
¡Vuélvete
te invita aa casa,
vivir tupecador!,
pecador!
Señor ; ,
ve a la cruz y te enseñará
cuán grande y libre es su perdón.
perdón.
¡Vuélvete a casa, pecador!,
pecador!,
a tu reposo volverás;
volverás;
las entrañas del Salvador
anhelan mostrarte su amor .
110
Capítulo 9
El Señor como guardador de su pueblo
«Jehová es tu guardador»
(Salmo 121:5).
Con qué frecuencia, nitidez y solemnidad nos presenta el Espíritu Santo esta gran
verdad en su Palabra: que la salvación es enteramente de Dios, independientemente de
toda dignidad, mérito o facultades de la criatura; y que, tal como la salvación del pueblo
de su pacto es exclusiva y supremamente obra suya, así también es infinitamente digna
de él en todos los sentidos. Dios no puede hacer más que lo que va en consonancia con
su propia grandeza ilimitada: nunca puede obrar por debajo de sí mismo. Toda obra
fruto de su poder creativo en la naturaleza, todos los acontecimientos dirigidos por su
sabiduría providencial,
providencial, llev
llevan
an —desde el más pequeño al más grande— la impronta de
su «eterno poder y deidad».
deidad». Pero eso es particularmente cierto en lo tocante a la
salvación. Aquí resplandece toda la deidad; aquí vemos toda la deidad; aquí Jehová sale
del pabellón velado de su grandeza y su gloria, y por medio de un increíble ejercicio de
poder, de un supremo acto de gracia y de una inefable demostración de amor —ante
los cuales todas las demás revelaciones de su gloria parecen quedar reducidas a la
insignificancia—
insignificancia— camina entre los hombr
hombres
es en toda su majestad:
majestad:«Y
«Y oí una gran voz del
cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos;
y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios» (Apocalipsis 21:3).
¿Qué otra cosa es este glorioso «tabernáculo» que está «con los hombres» sino la
manifestación de Jesús con nuestra propia naturaleza, Dios manifestado en la carne?
Bien podemos decir: «Grande es su gloria en [nuestra] salvación» (Salmo 21:5). ¿Es el
único y sabio Dios? Su salvación habrá de ser el resultado más cabal de esa sabiduría.
¿Es el más santo? Su salvación habrá de ser santa. ¿Es justo? Su salvación habrá de ser
justa. ¿Es misericordioso? Así habrá de serlo su salvación. Lleva el marchamo de todos
sus atributos; encarna en su manifestación la naturaleza de todas sus perfecciones.
Ningún otro fruto de su sabiduría, ningún otro resultado de su poder, ninguna otra
revelación de su grandeza, nos ofrece una idea adecuada de Dios más que la cruz de su
Hijo amado. «Es aquí donde se manifiesta bajo el nuevo e incomparable aspecto del
Dios de nuestra salvación; y de ahí que desee una renovación de la alabanza, no solo
por la excelencia de su grandeza, o sus maravillosas obras, sino por lo que es en su
bondad intrínseca e ilimitada, y por lo que proporciona con los frutos de su amor. La
mismísima idea de semejante descubrimiento es ya una nueva creación en sí misma. Es
111
fruto de la inspiración, no de una inteligencia mortal: solo podía provenir de aquel por
medio del cual se ha de corroborar y llevar a cabo; constituye su propia prueba, se
demuestra por sí mismo. La teología no es tanto su objeto como su esencia: hay una
majestad incomunicable impresa en cada una de sus características y que impregna
toda su forma. Podemos
Podemos decir —sin aso asomo
mo de duda— de este sist
sistema,
ema, y de aquel que
es su Autor, que Dios se ha manifestado aquí en la carne, observado en su imagen
expresa y en su resplandor increado».
Ahora bien, esta salvación —tan completa y absolutamente ajena a la criatura—
recoge en Dios todas las circunstancias por las que pueden pasar sus hijos. No solo se
trata de una salvación de la ira venidera —eso ya sería un acto de gracia
inconmensurable—, sino que también es una salvación presente, que anticipa y provee
para cada necesidad de nuestra vida en el mundo, incluyendo la liberación de todo mal,
la ayuda en todos nuestros problemas, el consuelo en toda tristeza, la satisfacción de
toda necesidad y, a través de todos los conflictos, los ataques y las dificultades, la
seguridad completa y el triunfo definitivo. Pero el punto concreto que debemos tratar
ahora es la seguridad presente y cierta del creyente, provista en el pacto de gracia,
asegurada
asegur ada en Jesús —la ccabezaabeza del pact
pacto—
o— y revel
revelada
ada en este glorio
glorioso
so plan de
salvación del pacto. En el capítulo anterior consideramos la propensión innata y la
susceptibilidad que un hijo de Dios tiene de alejarse de Dios; pasamos ahora a
considerar, con la vista puesta en el Espíritu Santo, la gran verdad consoladora de que,
en medio de toda su debilidad, de toda su rebeldía y su propensión al extravío, el Señor
es el guardador de su pueblo, y que aquellos a quienes guarda están guardados eterna
y seguramente. «Jehová es tu guardador».
guardador».
No podemos tratar esta cuestión apropiadamente sin fundamentarla en ladebilidad
la debilidad
absoluta del creyente mismo.
mismo. Si esto no fuera así, si el creyente tuviera alguna
capacidad propia, alguna capacidad para valerse por sí mismo, si no fuera más que
debilidad y solamente debilidad, el Señor no podría haber dicho verazmente que es el
guardador de su pueblo. Esta verdad, repetimos, es la base del asunto que estamos
tratando, y es preciso recordárselo al creyente de continuo. El principio de la confianza
en uno mismo es un fruto natural del corazón humano: la gran característica de nuestra
raza apóstata es su deseo de vivir, pensar y actuar independientemente de Dios. ¿Cuál
es el gran fortín que la gracia divina ataca en primer lugar? ¿Cuál es el primer paso que
da en el sometimiento del pecador a Dios? ¿Qué es sino la demolición de este orgullo
altanero e independiente tan propio del ser humano y tan abominable a los ojos de
Dios? Ahora bien, recordemos que la gracia divina y soberana no lleva a cabo la
extracción de raíz de este principio depravado en el corazón de todos sus súbditos. La
raíz se mantiene hasta prácticamente el final del peregrinaje de la vida; aunque sea
debilitado, sometido y mortificado hasta cierto punto, aún permanece allí y exige que
velemos y oremos incesantemente, no sea que brote destruyendo la prosperidad del
alma, entristeciendo al Espíritu y deshonrando a Dios. ¿Quién puede saber la dosis de
delicada y fiel disciplina por parte del Dios del pacto que requiere el sometimiento y la
mortificación de este principio abominable a fin de que él alcance sus benditos
propósitos? ¡Jamás lo sabremos plenamente hasta alcanzar la morada de nuestro
112
propio corazón, el que más observa su propia conducta, y el que mantiene unos
vínculos más estrechos y constantes con la cruz de Cristo. En lo que concierne al
método que el Señor adopta para dársela a conocer, existen varios. En algunas
ocasiones lo lleva a cabo haciéndoles pasar por apuros y dificultades, flanqueando de
espinas su camino y sembrándolo de piedras. A veces lo hace enviando alguna gran
adversidad tras unos tiempos prósperos —como sucedió en el caso de Job, despojado
de todo y reducido al polvo—, a fin de inducir la convicción y la confesión desde la más
profunda vileza. En ocasiones utiliza circunstancias completamente prósperas, cuando
concede al corazón sus deseos pero hunde al alma en la miseria. ¡Cómo enseña esto su
completa nulidad al hombre piadoso! A veces permite al mensajero de Satanás que le
golpee por medio de una cruz pesada y lacerante. A veces arrebata a un ser querido en
el que nos apoyábamos y confiábamos, secando nuestra agradable calabacera por
medio de un gusano en su raíz, cegando nuestro manantial, o llevándonos a las
profundidades del valle de la humillación. Pero la gran escuela en que aprendemos esta
lección dolorosa, aunque sana y necesaria, es el cuerpo de pecado con el que cargamos
a diario. Fue allí donde Pablo aprendió su lección, tal como nos muestra el capítulo 7 de
su Epístola a los Romanos, la cual será motivo eterno de alabanza y adoración al Espíritu
Santo para los santos de Dios: «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien;
porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que
quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago
yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley:
que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;
pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me
lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién
me librará de este cuerpo de muerte?» (vv. 18–24). En esa escuela, y de esa forma, el
gran apóstol de los gentiles aprendió que el santo de Dios más piadoso, instruido, útil,
privilegiado, y hasta inspirado, no era más que una completa debilidad de pecado por sí
mismo. No te desanimes, querido lector, si Dios el Espíritu te está enseñando la misma
lección de la misma manera;
manera; si está arando y sacando a la luz tu mal oculto, roturando
tu barbecho, haciéndote ver con más claridad el principio de maldad alojado en tu
corazón, la iniquidad de tu naturaleza caída, y puede que haciéndote pasar por un
período de prueba y aflicción difícilmente soportables. Deseas exclamar: «Tengo todo
en mi contra: ‘Próspero estaba, y me desmenuzó; me arrebató por la cerviz y me
despedazó, y me puso por blanco suyo. Me rodearon sus flecheros, partió mis riñones,
y no perdonó; mi hiel derramó por tierra. Me quebrantó de quebranto en quebranto;
corrió contra mí como un gigante’ » (Job 16:12–14). ¿Soy un hijo de Dios? ¿Puedo ser
objeto de la gracia y al mismo tiempo albergar tanto mal oculto y sufrir una prueba tan
profunda y abrumadora? ¿Es esta la forma en que trata a su pueblo?
Rogué al Señor que me hiciera crecer
en toda gracia, en fe y en amor ,
su salvación mucho más conocer ,
buscar su rostro más de corazón.
corazón.
115
Pensé, en ruego
que mi un momento
él iba ade bendición
bendición,
, ,
contestar
y el poder, que constriñe, de su amor
mis pecados venciera y darme paz.
paz.
En lugar de esto, él me hizo sentir
la oculta maldad de mí corazón,
corazón,
y al poder maligno fue a consentir
atacar mi alma sin dilación.
dilación.
Mas con su propia mano pude ver
que me llevaba a hundirme en aflicción,
aflicción,
frustró los planes que llegué a tener ,
y a cambio me daba gran depresión.
depresión .
—¿Por qué, Señor? —temblando yo clamé—,
clamé—,
¿me acosarás así hasta morir?
—Así es —de sus labios yo escuché—,
escuché— ,
esta es la forma que crezcas en mí .
Te di las pruebas de verte tan mal ,
que tu orgullo saliera de ti ,
y no buscando en gozo terrenal
lo que solo puedes hallar en mí .
Sí, querido lector, no estás solo porque durante todo ese camino te acompaña el
pueblo del pacto de Dios, que se dirige a un hogar mejor. Es aquí donde conocen su
propia debilidad, su propensión perpetua a la caída; es aquí donde renuncian a las ideas
de autonomía y capacidad para guardarse a sí mismos; y es aquí también donde
aprenden más de Jesús como su fortaleza, como su todopoderoso guardador, más de él
como su «sabiduría, justificación, santificación y redención».
redención». Anímate, pues; el Señor
tu Dios te está guiando por un camino seguro y correcto para llevarte a la ciudad de
reposo.
Pero el Señor es el guardador de su pueblo.
pueblo. A esta cuestión dedicaremos nuestras
reflexiones restantes. Si es cierto lo que ya hemos avanzado en lo tocante a la
impotencia absoluta del hijo de Dios, a su tendencia constante a apartarse, casi huelga
argumentar que el creyente se encuentra necesitado precisamente de un guardador
como Dios. Si no puede guardarse a sí mismo, ninguna criatura puede guardarlo: solo
Dios en Cristo puede hacerlo.
116
Nuestro bendito Señor mismo declaró esa verdad. Adviértase la doble seguridad del
creyente en sus manos y en las del Padre. «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y
me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de
mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar
de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos» (Juan 10:27–30). Aquí los declara su
propio pueblo escogido, sus ovejas, entregadas a él por el Padre y completamente a
salvo en las manos de ambos. Escucha la voz de su alma mediando por su pueblo: «Y ya
no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los
que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros.
Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me
diste, yo los guardé» (Juan 17:11–12).
El hecho de que el Señor sea poderoso
sea poderoso para guardar a su pueblo sin caída es un
aspecto de esta cuestión particularmente digno de atención y gratitud. Estos son los
cimientos de nuestra fe: Cristo tiene poder para guardar, en el tiempo y para toda la
eternidad, al pueblo que se le ha encomendado. Ellos son su porción, su esposa, su
dote; ellos le fueron encomendados por su Padre y, por tanto, es responsable de su
salvación presente y eterna. Consideremos ahora la forma en que está plenamente
dotado para esta gran tarea.
Cristo está capacitado para guardar a su pueblo como Dios.
Dios. Cuando Jehová prometía
alguna bendición a su antiguo pueblo, al objeto de confirmarlos en su fe en la capacidad
que él tenía para cumplir lo prometido, acostumbraba a añadir a su nombre
Todopoderoso «el Señor que hizo el cielo y la tierra» a fin de hacer ver que, por grande
e increíble que pareciera la promesa, aquel que «hizo el cielo y la tierra» era capaz de
cumplirla. Ahora bien, esta mismísima perfección de Dios, esta obra que certifica su
omnipotencia, que da respuesta a todas las preguntas y acalla toda las dudas en cuanto
a su «su eterno poder y deidad»,
deidad» , se atribuye igualmente a Cristo el guardador de su
pueblo. Así, «en él [en
él [en Cristo] fueron
Cristo] fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y
las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean
principados, sean potestades; todo fue creado
cre ado por medio de él y para él. Y él es antes
de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten» (Colosenses 1:16–17). No menos
extraordinario es ese mismo ejercicio de poder omnímodo aplicado a Cristo en la
Epístola a los Hebreos: «El cual, siendo el resplandor de su gloria [de su Padre], y la
imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su
poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo,
se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (1:3). En este pasaje se inviste a
Cristo de un poder creador y sustentador , atributos que solo pueden corresponder a
Dios. Aquí reside, pues, la gran capacidad de Cristo como guardador del pueblo del
pacto. La misma perfección que lo acreditó como Cabeza y Fiador del pueblo del pacto,
la misma fuerza todopoderosa que lo capacitó para obrar su salvación y cargar con el
peso y la maldición de sus pecados, son lo que le capacita para protegerlos mientras
están «muertos en delitos y pecados» y para guardarlos tras haber sido llamados y
renovados por medio del Espíritu Santo. Como Dios, pues, es capaz de guardar a sus
santos de la caída.
117
es lo que ladice
momento en lola tocante
regaré; guardaréa de
su noche
Iglesiay redimida? «Yoque
de día, para Jehová
nadielala guardo, cada
dañe» (Isaías
119
27:3); «El que sostiene a los justos es Jehová» (Salmo 37:17); «Proseguirá el justo su
camino, y el limpio de manos aumentará la fuerza» (Job 17:9); «Irán de poder en
poder; verán a Dios en Sion» (Salmo 84:7); «Los que confían en Jehová son como el
monte de Sion, que no se mueve, sino que permanece para siempre. Como Jerusalén
tiene montes alrededor de ella, así Jehová está alrededor de su pueblo desde ahora y
para siempre» (Salmo 125:1–2); «Sois guardados por el poder de Dios mediante la fe,
para alcanzar la salvación» (1 Pedro 1:5); «Alzaré mis ojos a los montes; ¿de dónde
vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará
tu pie al resbaladero, ni se dormirá el que te guarda. He aquí, no se adormecerá ni
dormirá el que guarda a Israel. Jehová es tu guardador» (Salmo 121:1–5).
Un simple vistazo a estos pasajes mostrará al creyente una triple cuerda que le
impide caer. En primer lugar, el Padre lo guarda:
guarda: «Guardados por el poder de Dios»;
Dios» ; el
poder que creó el mundo y lo sustenta es el que guarda al creyente. El propósito, el
amor y la gracia eternos del Padre lo guardan: esa es la primera cuerda.
Por otro lado, Dios el Hijo lo guarda: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y
me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de
mi mano» (Juan 10:27–28). Los compromisos del pacto, la obediencia perfecta, la
muerte expiatoria de Emanuel, protegen al creyente: esa es la segunda cuerda.
Por último, Dios el Espíritu Santo lo guarda: «Vendrá el enemigo como río, mas el
Espíritu de Jehová levantará bandera contra él» (Isaías 59:19). El llamamiento eficaz, la
morada interior, el amor delicado, la fidelidad al pacto, y el poder omnipotente del
Espíritu eterno guardar al creyente: esa es la tercera cuerda. Y «cordón de tres dobleces
no se rompe pronto» (Eclesiastés 4:12). ¡Qué promesas tan preciosas y grandísimas!
Bien podemos cantar junto al poeta:
Más felices, pero no más seguros, se encuentran
los espíritus glorificados en el Cielo.
Cielo.
Pero a estas promesas del Dios trino de guardar a su pueblo sin caída, ha vinculado
sabia y bondadosamente la utilización diligente y con oración de todos los medios que
ha instituido
inerte, como auntalmero
propósito. En la sino
autómata, Bibliacomo
nuncaalguien
se habla del para
«vivo creyente como
Dios» una máquina
(Romanos 6:11);
como «creado en Cristo Jesús» (Efesios 2:10); como «participante de la naturaleza
divina» (2 Pedro 1:4). Y, como tal, se le manda “[ocuparse] en [su] salvación con temor
y temblor » (Filipenses 2:12), “[procurar] hacer firme [su] vocación y elección» (2 Pedro
1:10), y “[velar] y orar, para que no [entre] en tentación» (Mateo 26:41); y el apóstol
Judas exhorta con este afecto y este fervor a los santos a los que dirigió su epístola:
«Pero vosotros
vosotros,, amados, edif
edificándo
icándoosos sobre vuevuestra
stra san
santísima
tísima fe, or
orando
ando en el
Espíritu Santo, conservaos en el amor d dee Dios, esperando la misericordia de nuestro
Señor Jesucristo para vida eterna» (20–21). De esta forma traslada una parte de su
propia responsabilidad al creyente mismo, a fin de que no sea perezoso, de que siga
velando en oración, y que sea perpetuamente consciente de su solemne obligación de
“[renunciar] a la impiedad y a los deseos mundanos, [vivir] en este siglo sobria, justa y
120
piadosamente» (Tito 2:11), recordando que «no [es suyo]. Porque [ha] sido [comprado]
por precio» (1 Corintios 6:19–20).
Vele el creyente contra el menor desdoro de las grandes verdades tratadas en esta
obra, especialmente aquellas en las que hemos insistido en este capítulo. Si bien el
poder de Dios es la causa eficaz de la seguridad eterna del creyente, como medios
auxiliares que Dios ha instituido y que utiliza como instrumentos, el creyente ha de
utilizar todos los medios santos para guardarse sin caída; como templo del Espíritu
Santo, como objeto de la vida divina, como hombre justificado y perdonado, tiene el
llamamiento a esforzarse con perseverancia, a orar incesantemente, y a velar
atentamente. No debe entregarse deliberadamente a la tentación, no debe exponerse
de forma innecesaria al poder del enemigo, ni rodearse de influencias impías y
antagónicas, para luego refugiarse en la verdad de que el Señor lo guardará sin caída.
¡Lejos esté de nosotros! Sería abominable traicionar «la verdad que es según la
piedad»,, “[detener] con injusticia la verdad»;
piedad» verdad»; y hacer de «Cristo ministro de pecado».
pecado».
¡Querido lector, ora y vela contra esto!
Y, finalmente, deja que la halagüeña perspectiva de esa gloria para la que se te
guarda te estimule a perseverar con diligencia en tu santo deber, y te constriña a
soportar con paciencia todo sufrimiento. Cuando te enfrentes a todos los conflictos
ocasionados por el pecado interior, a toda la presión ante las pruebas exteriores, busca
consuelo en la verdad preciosa de que tu Padre celestial te «hizo renacer para una
esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia
incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para [ti], que
[eres guardado] por
guardado] por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación» (1
Pedro 1:3–5);
1:3–5); que pro
pronto
nto —¡y qué pront
pronto!—
o!— será com
comoo si todo
todoss los af
afanes
anes que
apesadumbran tu corazón y lo llenan de tristeza, todo lo que nubla de lágrimas tus ojos,
y plaga tus días de angustia y tus noches de insomnio, jamás hubieran existido.
Abandonando la confusión, el tedio, la soledad y las tentaciones del desierto, pasarás a
descansar para siempre en tu herencia inmarcesible, donde no habrá dolor, ni
enfriamiento, ni pecado; donde el sol no se pone, donde no hay crepúsculos ni
sombras, ni oscuridad
porque Jesús de medianoche,
será su gozo, sino un solo día perfecto, despejado y eterno:
su luz y su gloria.
«A AQUEL QUE ES PODEROSO PARA GUARDAROS SIN CAÍDA, Y PRESENTAROS SIN MANCHA DELANTE DE
SU GLORIA CON GRAN ALEGRÍA, AL ÚNICO Y SABIO DIOS, NUESTRO SALVADOR, SEA GLORIA Y MAJESTAD,
IMPERIO Y POTENCIA, AHORA Y POR TODOS LOS SIGLOS. AMÉN » (Judas 24).
121