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La Palabra
La Palabra
Martin Heidegger
Versión castellana de Yves Zimmermann, en HEIDEGGER, M., De camino al
habla, Ediciones del Serbal, Barcelona, 21990
¿Por qué son silencio también ellos. los antiguos sagrados teatros?
¿Por qué, pues, no se alegra la consagrada danza?
Una palabra poética de este rango. cuyo decir retornó al silencio hace tiempo. es
enigmática. ¿Es lícito atreverse a una reflexión que se proponga pensar este enigma?
Nos atrevemos ya bastante si, para comenzar, nos dejamos decir el
enigma de la palabra por medio de la poesía misma; ahora, en un poema
con el título:
La Palabra
El poema apareció por vez primera en la 11.ª y 12.ª entrega de los Blätter für
die Kunst del año 1919. Más tarde (1928), Stefan George lo incluyó en el último
volumen publicado por él y que lleva por título El Nuevo Reino. El poema está
estructurado en base a siete estrofas de dos versos. La estrofa final no solamente cierra
el poema, lo abre a la par. Esto lo evidencia ya el hecho de que el último verso dice
propiamente lo que indica el título: La palabra. El verso final dice:
¿Qué significa aquí ser, que aparece como un don otorgado a la cosa a partir de
la palabra?
¿Hay para el poeta algo más excitante y peligroso que la relación con la palabra?
Difícilmente. ¿Está esta relación inicialmente establecida por el poeta o necesita la
palabra - desde ella y para ella - del decir poético, de tal modo que el poeta deviene el
que puede ser sólo por esta necesidad? Esto y más da que pensar y nos suma en la
reflexión. Con todo. dudamos en asentir a semejante reflexión. Porque se apoya
meramente en un único verso de todo el poema. Y. por si fuera poco. hemos además
transformado este verso en una declaración. Evidentemente esta intervención no fue
arbitraria. Más bien nos vimos casi obligados a esta transformación desde el momento
en que observamos que el primer verso de la última estrofa acaba en dos puntos. Éstos
suscitan la expectación de que después se enuncie algo. Tal es el caso de la quinta
estrofa. Al final de su primer verso figuran también dos puntos:
Los dos puntos abren algo. Lo que les sigue habla gramaticalmente en
indicativo: « Sobre el profundo fondo... » . Por añadidura, lo que dice la antigua Norna
está puesto entre comillas.
¿Pero cómo? ¿Renuncia el poeta al hecho de que ninguna cosa sea donde falta la
palabra? De ningún modo. El poeta está tan lejos de renunciar a ello que. al contrario.
asiente a lo que es dicho.
Por tanto. aquello hacia lo cual los dos puntos abren la renuncia no puede decir
de aquello a lo que renuncia el poeta. Más bien debe decir aquello a lo que el poeta se
compromete. Pero renunciar significa incuestionablemente negarse algo. En
consecuencia, el verso final debe, pese a todo. decir aquello que el poeta se niega a sí. Sí
y no.
¿Cómo debemos pensar esto? La estrofa final nos vuelve cada vez más
pensativos y requiere que la escuchemos más claramente y en su totalidad, en el sentido
de que la estrofa entera, a la vez que lo concluye, abre el poema.
¿Por qué recorridos alcanza el poeta su renuncia? ¿A través de qué país llevan
las sendas al caminante? ¿Cómo ha hecho el poeta la experiencia de la renuncia? La
estrofa final nos los indica.
¿Cómo? Así como lo dicen las seis estrofas precedentes. Aquí el poeta habla de
su país; de sus recorridos. La cuarta estrofa comienza:
«Un día» es empleado aquí en el sentido antiguo de: «una vez». Aquí se designa
una ocasión destacada. una experiencia única. Así, el decir de esta vez se inicia no sólo
con «un día» abrupto sino que, al mismo tiempo, se diferencia claramente de recorridos
anteriores, ya que la estrofa precedente cierra su último verso con puntos suspensivos.
Otro tanto sucede con el último verso de la sexta estrofa. De este modo, las seis estrofas
que configuran un todo respecto a la séptima y última estrofa, están articuladas por
elocuentes signos en dos veces tres estrofas, en dos tríadas.
Los recorridos del poeta. de los que habla la primera tríada, son de otra clase que
el único y singular recorrido al que está dedicada por entero la segunda tríada. Para
seguir con nuestro pensamiento los recorridos del poeta, particularmente el recorrido
único que le conduce a conocer la renuncia, debemos pensar con anterioridad el paisaje
en el que ocurre la experiencia del poeta.
Nombres para lo que es traído al poeta desde la lejanía como algo sorprendente o
algo que lo visita en sueños. Para él son ambos, con toda certeza, los que
verdaderamente le conciernen, lo que es - que, sin embargo, no puede guardar para sí,
sino que quiere representar. Para ello necesita los nombres. Éstos son palabras por las
que lo ya existente y lo así considerado se hace tan tangible y denso que en lo sucesivo
resplandece y florece y reina en todo el país como la belleza. Los nombres son palabras
que representan. Presentan lo que ya es a la representación. Por el poder de la
representación (Darstellung) los nombres atestiguan su decisiva soberanía sobre las
cosas. Es la exigencia misma de los nombres la que lleva al poeta a poetizar. Para
alcanzarlos debe llegar, primero, por sus recorridos al lugar donde su exigencia
encuentra el requerido cumplimiento. Ello tiene lugar en el borde de su país. El borde
rodea, retiene, limita y delimita la segura permanencia del poeta. En el borde del país
poético - ¿acaso sería el propio borde? - se halla el manantial, la fuente desde cuyo
adentro la antigua Norna, divinidad del destino, asciende los nombres. Con ellos la
divinidad entrega al poeta aquellas palabras que él, confiado y seguro de sí mismo,
espera sean la representación de lo que considera ser lo existente. La exigencia del
poeta. la que apela a la soberanía de su decir, se cumple. El florecimiento y el
resplandor de su poesía vienen a ser presencia. El poeta está tan seguro de su palabra
como señor es de ella. La última estrofa de la primera tríada comienza con un decisivo
«Después... »
Hasta que, una vez, otra experiencia muy distinta lo alcanza. Ésta viene
expresada en la segunda tríada que ha sido construida en exacta correspondencia con la
primera. Nos lo indica lo siguiente: las últimas estrofas de ambas tríadas comienzan, la
una con un «Después», la otra con un «Entonces». Al «Después» le precede, al final de
la segunda estrofa. un guión. Asimismo, el «Entonces» es precedido por unos signos:
las comillas de la quinta estrofa.
Los nombres que resguarda la fuente se entienden como algo durmiente que sólo
necesita ser despertado para encontrar su uso como aquello que representa a las cosas.
Los nombres y las palabras son como un patrimonio estable; destinado a las cosas y
coordenado con ellas y que les es atribuido posteriormente para su representación. Pero
esta fuente; de la que el decir poético había; hasta ahora, obtenido las palabras, o sea los
nombres que representan lo que es, ya no dispensa nada más.
¿Qué experiencia acaece al poeta? ¿Sólo ésta que, con la joya en la mano, el
nombre no le llega? ¿Sólo aquella donde la joya debe ahora prescindir de nombre pero
que, por lo demás, puede permanecer en la mano del poeta? No. Algo distinto, algo
inquietante sucede. Con todo, no es inquietante ni la ausencia del nombre ni la
desaparición de la joya. Es inquietante que con la ausencia de la palabra desaparece la
joya. Así, es la palabra, y sólo ella, la que mantiene la joya en su presencia; más, que la
busca y la trae y en ella la resguarda. De pronto la palabra revela otro, más alto reino.
No es ya meramente un asir que confiere nombre a lo presente ya representado; no es
solamente un medio de representación de lo que está ante nosotros. Al contrario: es sólo
la palabra la que otorga la venida en presencia, es decir, el ser, aquello en que algo
puede aparecer como ente.
Este reino distinto de la palabra se hace ver súbitamente ante el poeta. Al mismo
tiempo. sin embargo, la palabra que así reina, se halla ausente. Por esto se escapa la
joya. Pero no se desintegra de ningún modo en la nada. Permanece como un tesoro si
bien nunca podrá el poeta resguardarlo en su país.
Con El Canto, con los últimos poemas reunidos bajo este título, el poeta se aleja
definitivamente de su anterior círculo propio. ¿Adónde se aleja? A la renuncia que él ha
aprendido. El aprendizaje fue una experiencia repentina que tuvo en aquel instante
cuando el muy distinto reino de la palabra lo fulminó con su mirada y sacudió la
seguridad propia de su anterior decir. Lo imprevisible, el pavor lo fulminó con su
mirada: que solamente la palabra deja la cosa ser como cosa.
El ritmo de este canto es tan maravilloso como evidente. Basta para señalarlo
con una indicación. Ritmo, womsurƒ, no quiere decir fluvio o flujo, sino juntura
(Fügung). El ritmo es lo que reposa, lo que junta y dispone la puesta en camino (Be-
wegung) de la danza v del canto y que de este modo los deja reposar en sí mismos. El
ritmo concede el reposo. En el canto que hemos oído, la juntura se deja ver si atendemos
a una junta que en las tres estrofas, bajo tres figuras, viene a cantar a nuestro encuentro:
alma asegurada y mirada fulminante, tronco y tormenta, mar y concha.
Pero lo singular en este canto es un signo, el único que el poeta señala, con la
excepción del punto final. Más singular aún es el lugar donde lo ha situado. Son los dos
puntos al final del último verso de la segunda estrofa. Este signo, en este lugar, es tanto
más sorprendente cuanto que las dos estrofas, la segunda y tercera, ambas relacionadas
a la primera, comienzan con un «Así como... »
y:
Sin embargo, incluso en el cambio del significado del negarse prevalece todavía
el carácter negativo de la renuncia. Entre tanto se ha esclarecido cada vez más que la
renuncia del poeta no es en absoluto un decir-no, sino que es un decir-sí. Negar-se, en
apariencia una despedida y un retraimiento, es, en verdad, un no-negarse: al secreto de
la palabra. El no-negarse sólo puede hablar de una forma, la que dice: que «sea». De
ahora en adelante que la palabra sea: el «en-cosamiento» (die Bedingnis) de la cosa.
Este «sea» deja ser lo que es y cómo es propiamente la relación entre palabra y cosa:
ninguna cosa es sin la palabra. Este «es», la renuncia se lo dice a ella misma en el «que
sea». Por esto no es necesaria ninguna transformación retroactiva del último verso en
declaración para con ello hacer aparecer el «es». El «sea» nos hace más puramente
presente el «es» porque está velado.
En este no-negarse la renuncia se dice a sí misma en tanto que decir que se debe
enteramente al secreto de la palabra. La renuncia, al no-negar-se, es un deber-se. Ahí
reside la renuncia. Así es deber y es agradecimiento. La renuncia no es ni mera
despedida ni tampoco es pérdida.
Stefan George tiene por costumbre escribir todas las palabras en letras
minúsculas, exceptuando aquellas que inician las líneas de los versos. Pero en este
poema hay una palabra singular que comienza con mayúscula, casi en el centro del
mismo, al final de la segunda estrofa. La palabra es: die Sage, el Decir. El poeta podía
haber elegido esta palabra por título, como una velada alusión dando a entender que el
Decir, en tanto que fábula del jardín de hadas, podía desvelar la procedencia de la
palabra.
La primera estrofa canta el paso, como recorrido a través del ámbito del Decir.
La segunda estrofa canta la invocación que despierta el Decir. La tercera estrofa canta
el aliento, cuya brisa se insinúa por el alma. Paso, (es decir, camino), invocación y
aliento vibran en torno al reino de la palabra. El secreto de la palabra no sólo ha
despertado el alma antes segura de ella misma, sino que la ha liberado de la melancolía
que amenazaba con derribarla. Así ha desaparecido la tristeza de la relación entre el
poeta y la palabra. La tristeza concernía solamente al aprendizaje de la renuncia. Todo
esto sería cierto si la tristeza fuera meramente lo contrario de la alegría: si melancolía y
tristeza fueran la misma cosa.
Pero, cuanto mayor es la alegría, tanto más pura es la tristeza que duerme en
ella. Cuanto más profunda la tristeza, tanto más invocadora la alegría que descansa en
su seno. Tristeza y alegría - el mutuo juego de interrelación entre tristeza y alegría las
lleva la una a la otra. El juego mismo que templa la una a la otra, dejando que lo lejano
esté cerca y lo cercano lejos, es el dolor. Por ello la mayor alegría y la más profunda
tristeza son ambas, a su modo, dolorosas. Pero el dolor toca de tal modo el ánimo de los
mortales que éste obtiene del dolor su peso de gravedad. Tal gravedad retiene a los
mortales en medio de toda vacilación en la calma de su esencia. El término que
corresponde al dolor. el ánimo que de él recibe su tono poniéndose al unísono con él, es
la melancolía. Puede apesadumbrar el ánimo pero puede también perder su pesadez e
insinuar su «secreto aliento» por el alma: conferirle la joya que la vestirá para la
preciosa relación con la palabra y que la ampara en este hábito.
Estas. Presumiblemente, son las cosas que medita la tercera estrofa del último
poema que hemos escuchado. Por el secreto aliento de la recién desvanecida melancolía
sopla la tristeza a través de la propia renuncia; pues la tristeza pertenece a la renuncia
por poco que pensemos la renuncia a partir de su peso más específico. Es decir: el no
negar-se al secreto de la palabra; al hecho de que ella sea el «en-cosamiento»
(Bedingnis) de la cosa.
El tesoro que el país del poeta no ganará nunca es la palabra para la esencia del
habla. El reino y la perduración de la palabra súbitamente entrevisto. su ser
«esenciante» (Wesendes) quisiera alcanzarse a sí mismo en palabra. Pero la palabra para
la esencia de la palabra no es concedida.
En efecto, ¿puede haber algo más digno para este diciente que la esencia de la
palabra que se cubre con un velo: la palabra crítica para la palabra?
La palabra más antigua para el reino de la palabra pensado así, para decir, se
llama wogñL: die Sage, que, mostrando deja aparecer lo existente en su es.
La misma palabra wogñL, el nombre para el decir, lo es a la vez para ser, o sea.
para la presencia de lo que es presente. Decir y ser, palabra y cosa, se pertenecen
mutuamente la una a la otra de una manera velada aún, escasamente meditada e
imposible de abarcar por ningún pensamiento.
Todo decir esencial es retorno para prestar oído a esta mutua pertenencia velada
de decir y ser, palabra y cosa. Ambos, poesía y pensamiento, son un decir eminente en
la medida en que ambos permanecen librados al secreto de la palabra como a lo que les
es lo más digno de pensar: así y desde siempre. permanecen juntados en el parentesco
del uno y del otro.