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Informe:
GRUPO: 5A
INTEGRANTES:
Maricarmen Elisa Loaiza Zamata
Ricardo Yapura Sequeiros
Erick Danfer Echegaray Tunqui
Farith Ingrichs Achulla Ccuno
Luis Felipe Huerta Escalante
Liz Almendra Huaypar Quiñones
CUSCO – PERÚ
Octubre, 2019
Introducción
La Constitución de 1920 reconoció «el voto popular directo» como una de las
«bases» del sufragio (art. 67). Implícitamente quedó subsistente el voto
público. Tanto el Reglamento de Elecciones de julio de 1919 como la ley de
elecciones 4028 consagraron el voto público y en doble cédula. Con arreglo a
esas normas se eligió la Asamblea Nacional en 1919, se reeligió a Leguía y
se renovó el Congreso en 1924 y en 1929. Naturalmente, en medio de
procesos electorales fraudulentos.
Del mismo modo, la ley de 1896 dispuso que, una vez cerrada la votación
diaria a las cuatro de la tarde, las comisiones receptoras procederían a hacer
el escrutinio y asentarían la correspondiente acta, detallando «todas las
circunstancias ocurridas en la votación». Del escrutinio diario se sacaba
copia,
firmada por los miembros de las comisiones receptoras, colocándola en «un
lugar público» y publicándola en los periódicos si los hubiere (art. 61).
Normas
que reprodujeron la ley de 1915 (art. 51) y, en parte, la ley de 1924 (art. 15).
Las leyes posteriores dieron término a aquellos procedimientos al fijar en un
solo día la duración de la votación.
Conclusión:
El examen de las normas electorales en tópicos como los que se
han estudiado revela, en algunas etapas, un intenso esfuerzo por hallar
fórmulas capaces de garantizar la limpieza y transparencia de los
procesos electorales. Hubo, por cierto, leyes electorales concebidas y
diseñadas para burlar la voluntad popular o imponer el arbitrio de los
gobiernos.
Eso aconteció, lamentablemente, sólo en el siglo XX y, por cierto, durante
y por obra de las autocracias que asolaron la vida política del Perú. Es el
caso de la legislación electoral expedida para regular, o torcer, sea el
sistema o los procesos electorales, con Leguía (1919 y 1930), con
Benavides (1933) y Prado (1945), con Odría (1950 y 1956) y, desde
luego, con Fujimori (1992-2000). La experiencia es reveladora.
Demuestra, una vez más, que cualquier democracia, con todas sus
limitaciones, sirve siempre mejor a la libertad que las autocracias y que, a
fin de cuentas, la democracia prevalece siempre, aunque no siempre es
duradera.