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Sobre la naturaleza formal del derecho al secreto de las comunicaciones: dimensión

constitucional e histórica
José Luis RODRÍGUEZ LAINZ
Magistrado

Diario La Ley, Nº 7647, Sección Doctrina, 8 de Junio de 2011, Año XXXII, Ref. D-237, Editorial LA LEY

A modo de primera entrega o fascículo, y siguiendo la tesis anticipada en el anterior trabajo del autor
«Incautación policial de teléfonos móviles y secreto de las comunicaciones», se profundiza sobre la naturaleza
eminentemente formal o de barrera anticipada que caracteriza al derecho fundamental al secreto de las
comunicaciones, incidiendo sobre sus raíces comunes con la protección constitucional de la inviolabilidad de la
correspondencia; primero desde una perspectiva dogmático constitucional actual; y en segundo lugar a través de
un estudio retrospectivo de sus antecedentes históricos centrados en el constitucionalismo moderno. Con esta
visión de doble perspectiva se centran buena parte de los argumentos que servirán en una segunda entrega
para deslindar con mayor nitidez la convulsa frontera entre la protección constitucional del secreto de las
comunicaciones y la protección de otros valores constitucionales que convergen en el concepto amplio de
privacidad.

Normativa comentada

«Yo he visto enamorados que se daban prisa en romper en pedazos las cartas, una vez leídas, o en desleír la tinta
con agua, o en borrar su escritura, porque ¡cuántas mancillas no han tenido principio en una carta! Sobre este asunto
he dicho:

Duro es hoy para mí romper tu carta.

Pero, en cambio, el amor no hay quien lo rompa,

y mejor es que dure el amor y se borre la tinta,

pues lo accesorio debe sacrificarse a lo principal.

¡En cuántas cartas está la muerte de quien las escribe,

sin que éste lo supiera cuando las trazaban sus dedos!»

(IBN HAZM: «El collar de la paloma (Tratado sobre el amor y los amantes de Ibn Hazm de Córdoba)»; Traducción al
castellano de la obra del insigne poeta andalusí del siglo IX por Emilio García Gómez; Sociedad de Estudios y
Publicaciones; editorial Ribadeneyra S.A., Madrid 1952; pág. 118).

I. INTRODUCCIÓN
Entendía sabiamente VOLTAIRE que «la ignorancia está más cerca de la verdad que el prejuicio». Es así que, dando
por sentadas verdades que no se sustentan en argumentos incuestionables, o dejándonos llevar por un simplista
análisis de afirmaciones o razones argüidas por otros, corremos el riesgo de llegar a soluciones que desvirtúan la
verdadera naturaleza de los hechos que sometemos a análisis o reflexión.

Uno de los campos en que más marcadamente he podido apreciar esta tendencia en el ámbito de las garantías
procesales con relevancia constitucional, al menos a mi modesto entender, ha sido en el del análisis de la naturaleza
jurídica del derecho al secreto de las comunicaciones, como ejemplo más elaborado de derecho de protección formal,
o de barrera anticipada, que puede enunciarse no solo en nuestro entorno constitucional — art. 18.3 CE—, sino de
prácticamente todos los sistemas constitucionales democráticos. La idea de la concepción formal de la protección que
brinda el secreto de las comunicaciones a éstas, como garantía a ultranza de que la comunicación en sí misma y los
elementos externos que forman su cortejo técnico no se verán afectados por injerencia ajena alguna si no se cuenta

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con el consentimiento del interlocutor o una resolución judicial que la ampare, no ha sido, pese a la opinión de algún
autor, algo preestablecido que se remonte a la génesis natural de los derechos humanos tenidos como tales por el
común de los pensadores y sistemas políticos modernos. Fue el secreto postal o la inviolabilidad del correo postal un
derecho fundamental, propio de las garantías de libertad de los ciudadanos, de origen un tanto tardío frente a los
clásicos catálogos de derechos humanos recogidos en la Bill of Rights virginiana o la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de la revolución francesa; y con un alcance y finalidad jurídicos bastante más modestos que
la extraordinaria expansión que ha alcanzado en España con la más reciente línea jurisprudencial protagonizada por
el Tribunal Constitucional español, sobre todo desde la publicación de la paradigmática STC 230/2007, de 5 de
noviembre.

Siguiendo esta nueva línea jurisprudencial, que pretende tener como punto de partida a las SSTC 114/1984, de 29 de
noviembre; 70/2002, de 3 de abril, y 123/2002, de 20 de mayo, el derecho al secreto de las comunicaciones postales,
telegráficas o electrónicas no solo garantizaría el libre tránsito de las comunicaciones en tanto en cuanto
dependieran de la interacción o participación de un tercero, proveedor del correspondiente servicio postal, telegráfico
o de telecomunicaciones, mientras la comunicación estuviera en curso. Iría mucho más lejos, perpetuando una
inmarcesible protección formal de ésta y sus elementos externos más allá de su consumación o perfección; de suerte
que unos y otras, cualesquiera que fueran las transformaciones a que hubieran sido sometidos, seguirían, hasta ser
destruidos o borrados, amparados bajo el mismo manto protector del art. 18.3 CE.

La no suficiente consideración de los precedentes constitucionales que guiaron el rumbo y la suerte de este
consolidado derecho fundamental, y una a mi juicio incorrecta interpretación de la jurisprudencia emanada del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos —TEDH—, deben considerarse como causas últimas de este arriesgado paso
hacia delante que, de persistir, podría generar conflictos jurídicos de impredecibles consecuencias, como lo demuestra
la contradictoria jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que debe hacer frente a la inagotable
casuística del mundo de las telecomunicaciones. Abordaremos por ello el tema desde la perspectiva de los
antecedentes históricos del derecho al secreto de las comunicaciones, así como de un análisis pormenorizado de las
principales sentencias del TEDH que han influido o podrán influir en un futuro no muy lejano en el rumbo, aún no
decidido, de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

II. BREVES NOTAS SOBRE LA ACTUAL CONFIGURACIÓN DE LA DIMENSIÓN FORMAL DEL


DERECHO AL SECRETO DE LAS COMUNICACIONES EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO ESPAÑOL
La ubicación de la garantía del derecho al secreto de las comunicaciones entre los apartados del art. 18 de la CE tuvo
una clara razón de ser: Entroncar el derecho, y su correlato, la libertad de comunicaciones, a la que sirve de
instrumento de garantía, dentro del concepto amplio de protección de la privacidad, en parangón con precedentes
constitucionales y de textos transnacionales, especialmente el Convenio de Roma de 4 de noviembre de 1950, para
la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales —CEDH—. Pero ello no significaba que la
lista de derechos que se recogen en el mencionado precepto (honor, intimidad personal y familiar, propia imagen,
inviolabilidad domiciliaria y de las comunicaciones, y protección de datos de carácter personal), respondan a una
misma naturaleza y finalidad jurídicas. Puede entenderse que la protección del derecho al secreto de las
comunicaciones que garantiza el art. 18.3 CE tenga como finalidad primordial la de servir de baluarte de la amplia
esfera de la privacidad, de los derechos que giran en torno al respeto de nuestra vida privada (1) . Pero ello no
significa que pueda responder a otra finalidad concreta: garantizar la libre circulación de sentimientos, ideas,
pensamientos u opiniones a través de las redes de comunicaciones —libertad de comunicaciones—; y a su vez actúe
a través de un mecanismo de protección que se abstrae de aquel contenido concreto que hay detrás de éstas. A esta
última idea obedece el concepto de protección formal del derecho al secreto de las comunicaciones, la noción de
garantía formal de intangibilidad (2) , que comparte con la inviolabilidad domiciliaria.

Efectivamente, la libertad de comunicaciones interactúa, se debate, entre la garantía de que los ciudadanos podrán
desenvolverse por todo el universo de las comunicaciones sin trabas ni limitaciones más allá de los supuestos en que
puedan establecerse excepciones en pro de un interés público superior, y la protección de aquello que puede haber de
íntimo o personal en el contenido de éstas o de sus datos externos. Un ataque a la libertad de comunicaciones
puede tener lugar tanto coaccionando o poniendo trabas a la normal utilización de los medios de comunicación de la
persona afectada (se le restringe o somete a censura cualquier comunicación que de ella provenga o que a ella vaya
dirigida), de tal manera que su capacidad de libre expresión queda cercenada o incluso anulada por la compulsión

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que ello puede llegar a representarle; como accediendo al contenido de lo comunicado o al hecho mismo de obtener
información sobre su propia existencia, destinatario y receptor, etc. Pero ese mismo acceso al contenido o elementos
externos, especialmente cuando se produce sin conocimiento o constancia de los interlocutores, puede producir un
ataque directo a la intimidad, que será objeto de tutela reforzada actuando precisamente mediante la anticipación de
las barreras protectoras, como auténtico derecho de barrera anticipada.

Consustancial a la garantía de la libertad de comunicaciones, y por ende a la inviolabilidad de éstas, es precisamente


que la misma exista; entendida como un proceso de transmisión de ideas, pensamientos opiniones y objetos
materiales o inmateriales, a través de la participación de un tercero que en persona, o a mediante el encarrilamiento
de la comunicación por dispositivos electrónicos. Ello supone que por exclusión tal protección constitucional está
vedada cuando la comunicación tiene lugar directamente entre personas a través de la palabra, el gesto o la
expresión corporal. Esta idea es la que late en la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional, dando a entender
que es esta intervención del tercero en el tránsito de la comunicación el elemento esencial que da lugar a la
protección del art. 18.3 CE, cualquiera que sea la evolución que experimenten las tecnologías de las comunicaciones
(3) , la que define el concepto estricto de comunicación protegido por el mencionado precepto. La protección
constitucional del secreto de las comunicaciones lo es en tanto en cuanto el contenido de lo que comunicamos
necesita la participación de un tercero para su transmisión, cualquiera que sea la técnica o naturaleza del soporte en
que ésta tenga lugar. Fuera, por tanto, de este estricto ámbito, habremos de acudir a la protección que nos brindan
otros preceptos de la Constitución, mas no su art. 18.3.

La libertad de comunicaciones comprende, en consecuencia, el derecho que todos tenemos de valernos de los medios
que la tecnología ofrece para transmitir, a través de esos canales, nuestras comunicaciones —dimensión positiva—;
pero no solo eso, sino a su vez un derecho de exclusión, de no tener que soportar la inmisión de un tercero, bien
sean particulares o poderes públicos (4) , sobre el contenido de lo que transmitimos o recibimos o elementos
externos de la comunicación, si no es con nuestro consentimiento, expreso o presunto (5) , o por resolución judicial
en aquellos supuestos en que legalmente proceda —dimensión negativa—. Tanto puede verse vulnerada la libertad
de comunicaciones por el hecho de restringir el libre acceso a las mismas a una persona como por coartar su normal
desenvolvimiento mediante accesos ilícitos.

Pero esta dimensión negativa no se queda ahí; el secreto de las comunicaciones, al actuar como instrumento de
garantía, adquiere una vigorosidad inusitada en el esquema de mecanismos de protección de derechos
fundamentales, al comportarse como una garantía formal que protege a éstas de cualquier clase de injerencia, sin
importar su gradación o trascendencia en relación con el objeto protegido. Surge de este modo el concepto de la
protección formal o de barrera anticipada del derecho al secreto de las comunicaciones. Entender qué significa el
carácter formal del derecho al secreto de las comunicaciones es sencillo si lo analizamos desde el punto de vista de
su opuesto: el carácter material de otros derechos. Para entender vulnerado el derecho al honor de una persona
mediante una información publicada en un periódico hemos de analizar el contenido de lo publicado y la
potencialidad que tiene de afectación de su autoestima, el contexto en que se realiza, el interés público que puede
tener el hecho noticiable, y el carácter público o privado de la vida y actividades que desempeña. Solo si realizados
estos juicios de valor, debidamente ponderados frente a otros valores constitucionales como son el ejercicio de las
libertades de opinión e información, puede llegarse a considerar que nos encontramos ante una grave afrenta a tal
derecho, podremos afirmar que ha resultado vulnerado su derecho constitucional al honor garantizado por el art. 18.1
CE. Sin embargo, la interceptación de cualquier comunicación telefónica o mensaje SMS y el acceso a su contenido
supondrá una vulneración del art. 18.3 CE, sin necesidad de adentrarnos a cuál fuere el contenido de ésta y su mayor
o menor trascendencia. La cita de la STC 114/1984, de 29 de noviembre resulta en este punto ineludible, cuando
afirma que la noción misma del carácter formal de tal derecho responde a la idea de que «... se predica de lo
comunicado, sea cual sea su contenido y pertenezca o no el objeto de la comunicación misma al ámbito de lo
personal, lo íntimo o lo reservado». El legislador adelanta las fronteras de la protección de todo el haz de derechos
que pudieran verse afectados por el no consentido acceso al contenido de las comunicaciones, como forma de
asegurar que en ningún caso se permitirá esta vía como medio de introducción en la esfera privada de las personas
afectadas; se cierra el camino a cualquier acceso cuya licitud pudiera depender del contenido comprometedor de la
información a la que se accede (6) . El secreto de las comunicaciones se convierte en un instrumento de garantía de
la libertad de comunicaciones, dotado de una sólida y robusta eficacia frente a cualquier ataque externo, y que no
necesita para ser hecho valer más que su propia alegación. Nada importará la incidencia o la gravedad de la

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inmisión, pues el solo hecho de que ésta se haya producido será considerado como una transgresión de precepto
constitucional, con las graves consecuencias que de ello se derivarán.

Si en estos planteamientos iniciales se llegó a un amplio consenso tanto a nivel doctrinal como jurisprudencial, sobre
todo gracias a la temprana y crucial STC 114/1984, de 29 de noviembre, los problemas comenzaron a surgir en cuanto
se refería a los límites de la protección formal del secreto de las comunicaciones, y si tal protección sufría alguna
mutación o variación respecto de los llamados elementos externos asociados a la comunicación en sí misma (su
existencia, identidad de lo interlocutores, datación y duración, y eventualmente aspectos técnicos relacionados con
su tránsito), en buena parte englobados dentro del concepto de datos de tráfico. El establecimiento de un límite o
frontera, cruzado el cual la especial tutela que brindaba la concepción formal del secreto de las comunicaciones
perdía su razón de ser supondría, de hecho, que el contenido de la comunicación o sus elementos asociados deberían
ser tutelados por distintos derechos a partir de ese momento; de lo contrario tal protección se cristalizaría, blindando
a unos y otros en una infranqueable barrera de hiperprotección que realmente carecería de una verdadera
justificación frente a otros ejemplos de información documentada sobre materias especialmente sensibles que
solamente podrían buscar amparo en normas sobre protección de la intimidad. El interrogante al que nos hemos de
enfrentar es claro: ¿realmente podemos sostener que la garantía formal del secreto de las comunicaciones ampara a
éstas, más allá de ultimado o finalizado el proceso de comunicación, de forma indefinida, y cualquiera que fuera el
soporte en que se conserven? La respuesta que nos ofreciera nuestro Tribunal Constitucional iría evolucionando al
mismo ritmo que se iban conociendo concretas sentencias del TEDH, tratando de adaptar su doctrina a las pautas
que aparentaban marcar aquéllas.

El punto de arranque de la doctrina constitucional fue sin duda la citada STC 114/1984, de 29 de noviembre,
profundamente influenciada por el recentísimo precedente de la STEDH de 2 de agosto de 1984 (caso MALONE v.
Reino Unido; asunto 8691/1979); de ésta extrae como consecuencias que, como era obvio, el art. 8.1 CEDH abarcaba
a las comunicaciones telefónicas, que consideraba incardinables dentro del contexto amplio de correspondencia
privada, y que esta protección alcanzaba a los que se definían como elementos externos. A partir de estos
condicionantes, y haciendo uso de su doctrina sobre la naturaleza formal de la protección constitucional del secreto
de las comunicaciones, el Alto Tribunal concluye diciendo que: «... el derecho puede conculcarse tanto por la
interceptación en sentido estricto (que suponga aprehensión física del soporte del mensaje —con conocimiento o no
del mismo— o captación, de otra forma, del proceso de comunicación) como por el simple conocimiento antijurídico
de lo comunicado (apertura de la correspondencia ajena guardada por su destinatario, por ejemplo)». Podía
trascender, por tanto, la protección del derecho al secreto de las comunicaciones, al proceso de comunicación mismo,
tanto por un acceso en el soporte físico, magnético o electrónico en que se materializara como por razón de lo que se
define como simple conocimiento antijurídico. La cita jurisprudencial, sin embargo, sembraba la duda sobre si ese
conocimiento antijurídico debía ser adquirido constante el proceso comunicativo, o si cabía la posibilidad de abarcar
más allá, cuando, ultimado éste, contenido o elementos externos quedaran conservados en un soporte u objeto
físico, en palabras de la propia sentencia. Al menos la STC 137/2002, de 3 de junio, marcó la pauta de que la
protección del art. 18.3 CE exigía que el proceso de comunicación debiera haber llegado a iniciarse (7) .

La STC 70/2002, de 3 de abril, dio un paso de gigante hacia lo que parecía ser la consolidación de una interpretación
ponderada y razonable de la protección formal del secreto de las comunicaciones, que de forma natural estaba
avocada a proteger al proceso comunicativo en un momento en el que el mismo se mostraba manifiestamente
vulnerable: mientras se encuentra en tránsito o en poder de un tercero encargado de su remisión o envío. No
influenciada directamente por ningún referente específico del TEDH, sentaba las bases de un axioma jurídico que
aparentaba ser inamovible: «La protección del derecho al secreto de las comunicaciones alcanza al proceso de
comunicación mismo, pero finalizado el proceso en que la comunicación consiste, la protección constitucional de lo
recibido se realiza en su caso a través de las normas que tutelan la intimidad u otros derechos». Podría entrarse a
discutir, incluso yendo al caso concreto, cuándo podía establecerse ultimado el proceso comunicativo (si cuando la
carta era abierta, o abierta y leída, con la sola disponibilidad del objeto, cual sería el supuesto de un SMS
almacenado sin abrir, inmediatamente después de cortarse la comunicación,...); pero lo cierto es que nuestro Alto
Tribunal de garantías constitucionales estableció una especie de criterio de funcionalidad como razón última de la
aplicación de tan poderosa herramienta de garantía formal; de suerte que superado el proceso comunicativo tal
protección formal perdía su razón de ser y aquello que quedara de la comunicación conservado en cualquier tipo de
soporte pasaría a ser objeto de tutela por derechos relacionados con el concepto amplio de la intimidad o privacidad,

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entre los que se encontrarían sin duda la intimidad domiciliaria, y especialmente en materia de datos de tráfico o
asociados a las comunicaciones, la protección de datos de carácter personal.

Tal doctrina es confirmada por la STC 123/2002, de 20 de mayo; aunque el reto al que se enfrentara fuera realmente
el de la delimitación de derechos fundamentales en conflicto cuando el objeto de la injerencia son datos de tráfico
relativos a comunicaciones telefónicas. La sentencia da respuesta a dos cuestiones fundamentales: en primer lugar,
afianza la doctrina de que los datos de tráfico asociados a determinadas comunicaciones en curso o que se retienen
o captan a raíz de una interceptación de comunicaciones se encuentran plenamente protegidos por el art. 18.3 CE; en
segundo lugar, sienta el principio de la menor intensidad en la injerencia cuando lo que es objeto de captación son
éstos y no contenidos de comunicaciones. De este segundo planteamiento surge la tesis de la relajación de las
exigencias para la lícita injerencia legal sobre datos de tráfico en ámbitos tales como las derivadas del presupuesto
habilitante, superación de principios de proporcionalidad y necesidad de la medida, y exigencias formales (8) . Sin
embargo, se mostró incapaz de perfilar una separación clara de hasta dónde llegaba su protección formal y cuándo
éstos debían pasar a la esfera de protección de la intimidad y de datos de carácter personal.

Sin embargo, la más reciente STC 230/2007, de 5 de noviembre, supuso un claro paso atrás en esta materia, bajo la
influencia directa ya de la STEDH de 3 de abril de 2007 (caso COPLAND v. Reino Unido; asunto 62617/00). La
sentencia, realmente, aun obviando las conclusiones de sus propios precedentes inmediatos, de los que
curiosamente se reconoce heredera, se centra en la afirmación de la STC 114/1984, de 29 de noviembre, para recalcar
la afirmación que en la misma se hacía sobre que el derecho se vería igualmente vulnerado «... por el simple
conocimiento antijurídico de lo comunicado». Realizando un estudio comparativo del caso COPLAND, concluye que la
protección formal va más allá de la finalización de la comunicación, perpetuándose; de suerte que cualquier acceso
no consentido por emisor, destinatario o interlocutor, o que no contara con una previa autorización judicial, supondría
una vulneración del art. 18.3 CE (9) .

Era predecible que esta evolución doctrinal tuviera un marcado eco en la Jurisprudencia del Tribunal Supremo,
debatiéndose entre dos posiciones antagónicas. La primera línea vendría representada por aquellas que se acogen, o
al menos se alinean con ella, a la tesis mantenida por la STC 70/2002, de 3 de abril, bien por minimizar el valor de
los datos de tráfico examinados por agentes policiales tras incautarse teléfono móvil de detenido — SSTS 1235/2002,
de 27 de junio y 1647/2002, de 1 de octubre—; bien considerando que, finalizada la comunicación, contenido y datos
sufren una transformación que los hacen quedar fuera del ámbito de protección del art. 18.3 CE —SSTS 1235/2002,
de 27 de junio; 1647/2002, de 1 de octubre, 1231/2003, de 25 de septiembre; 14/2008, de 18 de enero; 1273/2009,
de 17 de diciembre; 1315/2009, de 18 de diciembre; 247/2010, de 18 de marzo, referida ésta al rastreo policial de
direcciones IP (protocolo WHOIS), y 266/2010, de 31 de marzo—. La idea de la perpetuación de la protección formal
defendida por la STC 230/2007, de 5 de noviembre, fue, por su parte, recogida por un decidido sector de la
Jurisprudencia del Tribunal Supremo, principiado por la STS 156/2008, de 8 de abril de 2008, y seguido de cerca por
las SSTS 90/2010, de 5 de febrero; 193/2010, de 2 de marzo; y 465/2010, de 13 de mayo.

Antes de decantarnos por una u otra opción, o de buscar soluciones conciliadoras, he considerado crucial adentrarnos
en los orígenes mismos de la protección del derecho al secreto de las comunicaciones como derecho humano de
primera generación, y a la evolución que ha experimentado su pronta conceptuación como derecho de naturaleza
formal a lo largo de la tradición histórica propia y del entorno constitucional próximo; todo ello sin dejar atrás la
búsqueda de la fuente del origen de la línea doctrinal defendida por nuestro Tribunal Constitucional. De tales
enseñanzas podremos deducir, no les quepa duda, importantes conclusiones. Comprobaremos cómo los avatares del
simple paso del tiempo no han hecho realmente mella en la sólida configuración del derecho al secreto postal como
derecho de naturaleza formal destinado a proteger al proceso de comunicación, en defensa de su contenido y
elementos externos; y cómo el difícil salto hacia la protección de las comunicaciones telefónicas y electrónicas no
han hecho variar un ápice esta concepción, más allá de perfilar sus contornos.

III. SOBRE LOS DIVERSOS ORÍGENES HISTÓRICOS DEL DERECHO AL SECRETO DE LAS
COMUNICACIONES Y SU DIMENSIÓN FORMAL
1. El secreto de las comunicaciones en el constitucionalismo moderno europeo
Uno de los pilares fundamentales del constitucionalismo moderno residía en la inserción en los textos de las
constituciones de catálogos de derechos humanos (10) . El constitucionalismo moderno es fruto del pensamiento

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racionalista, de un sistema de gobierno puro basado en la razón (11) que partía de una finalidad fundamental: poner
trabas y limitaciones al reinante poder absoluto. La libertad individual era uno de estos pilares fundamentales frente
a la desmedida actuación de los gobiernos; y por ello la inserción de catálogos de derechos dentro de las
constituciones se consideraba, al menos para los pensadores precursores del constitucionalismo moderno, un
imperativo absoluto. Para la confección de estos primeros listados de derechos se partió, no de precedentes
concretos ni de una evolución respecto de previos logros en materia de libertades, sino en esencia de la convención o
pacto entre aquellos a quienes se encomendara su redacción; y ello con las imperfecciones e incomplitudes propias
de la metodología de trabajo, así como el carácter evolutivo de la definición de aquellos derechos que debían ser
considerados como merecedores de formar parte de un texto constitucional o catálogo de derechos humanos. La
enumeración de derechos humanos propia de estos primeros textos fue manifiestamente incompleta, reflejando
realmente la síntesis de aquellos aspectos de las libertades ciudadanas que más preocupaban a sus redactores en el
contexto sociopolítico en que vieron la luz. Destacó igualmente el mimetismo y permeabilidad entre unos y otros
textos, que en buena parte iban asentando, haciendo propios, los logros y soluciones propuestos por sus
precedentes inmediatos; de suerte que, como veremos, puede establecerse un seguimiento casi lineal de la
incorporación y evolución de determinadas libertades, cual sucediera en el ejemplo concreto del secreto postal.

En este contexto de acentuado carácter fragmentario de las cartas de derechos del último tercio del siglo XVIII, al
igual que sucediera con la Bill of Rights (12) , el referente ineludible de la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano guardó silencio en cuanto al reconocimiento al secreto postal como componente de honor de la lista
de derechos humanos; y ello aunque se hacía también una férrea defensa de la inviolabilidad del domicilio. Es difícil
encontrar una razón de ello; y más en un contexto revolucionario en el que la garantía del secreto postal no habría
encontrado obstáculo alguno en ser reconocida como tal derecho integrante de tal Carta de Derechos. La en buena
parte radical naturaleza innovadora de las cartas de derechos humanos como instrumento normativo, o el propio
desinterés inicial de sus redactores en la garantía de un derecho que probablemente no se reputara digno o
realmente necesitado de tan especial protección, podrían estar detrás de esta ausencia.

Ciertamente, la confidencialidad como principio de actuación de los prestadores de servicios postales, generalmente
públicos, cubriría al menos en aquella época primigenia la necesidad de brindar una especial salvaguardia del secreto
postal. Buena prueba de ello sería el ejemplo de la avanzada legislación española en materia de organización del
servicio de correos como servicio público en régimen de monopolio estatal. Definitivamente instaurado en 1706 el
monopolio del servicio de correos en el Reino de España por Felipe V (13) , y tras sucesivos reglamentos, la
Ordenanza General de Correos y Postas de 8 de julio de 1794 establecía, aparte de toda una panoplia de medidas
tendentes a garantizar la protección del correo postal frente a pérdidas, sustracciones o manipulaciones, dos
disposiciones jurídicas que en buena parte daban razón del interés del Estado por preservar la inviolabilidad de la
correspondencia que se le confiaba:

a) En primer lugar, se reconocía en una autoridad con funciones administrativas y jurisdiccionales, el Superintendente
General de Correos de España, máxima autoridad de la Junta de Correos y Postas, la facultad de ordenar la apertura
de cartas en los casos que hubiere alguna fundada sospecha (14) . En interpretación de dicho concepto, GONZALO DE
LAS CASAS (15) explicaba que: «... cuando se atenta contra la seguridad del Estado o del orden público, se cree el
gobierno de la nación en la necesidad de interceptar y abrir algunas cartas dejadas a personas sospechosas con el
objeto de prevenir, descubrir o castigar tales delitos». Tal facultad fue desarrollada por la Real Orden de 9 de agosto
de 1799, ya bajo el infausto Reinado de Fernando VII, aun estableciendo la cautela de que su adopción exigía «... la
mayor delicadeza y circunspección, y muy raras y graves las veces por qué se debe emplear este medio». La apertura
de la correspondencia quedaba circunscrita a la decisión de una alta autoridad del Estado, quien debía basarse en
fundadas razones para tomarla.

b) En segundo lugar, regulando el modo de proceder respecto de las cartas recibidas por los presos, cuando se
hubiera acordado por los Tribunales o Justicias su entrega. Se disponía que se entregasen «... a los propios reos a
presencia de los jueces, para que abiertos por los mismos interesados, quede al arbitrio del juez obrar conforme a
Justicia». Se anticipa de este modo la regulación procesal de la apertura de la correspondencia en el contexto de un
proceso penal y posibilidad de restricción del derecho a la inviolabilidad de la correspondencia respecto de los
presos; precisando para ello de un acuerdo específico.

La tónica general en los textos constitucionales, o pretendidamente constitucionales, que proliferaran al albur de la

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revolución francesa y del expansionismo napoleónico, o como reacción a éste, fue la de no ir más allá del precedente
de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, reduciendo el ámbito de protección de la privacidad a
la inviolabilidad domiciliaria o de las propiedades; baste para ello con traer a colación la Constitución liberal de Cádiz
de 1812 —art. 306—, la Declaración de Derechos de los Franceses de 5 de julio de 1815 —art. 11—, o la Constitución
Holandesa de 1814.

La primera apuesta decidida por introducir el secreto postal dentro del catálogo de derechos humanos no se haría
esperar en el tiempo; y lo haría en el seno de uno de los textos constitucionales intencionadamente más ambiguos
que se conocen (16) , nacido entre las convulsas olas de la férrea influencia de la Santa Alianza y el inevitable
expansionismo de las corrientes liberalistas: La Constitución de Bélgica de 7 de febrero de 1831. Su art. 22 (17)
reconoce sin paliativos el carácter inviolable del secreto de la correspondencia; y lo hace, curiosamente, sin
establecer excepciones propias del emparentado derecho a la inviolabilidad domiciliaria. Aparentemente, de la nada
surge un derecho humano libre de injerencias de los poderes públicos, al que no se hace más añadido o enmienda
que el de advertir que una ley determinará las responsabilidades derivadas de una violación del secreto postal.

Con la eclosión de los procesos revolucionarios de 1848, los textos constitucionales de corte liberal tuvieron gran
predicamento, aunque coexistieran con textos de marcada afinidad nacionalista o con una clara pretenciosidad de
coexistencia con los regímenes monárquicos. En cuanto a lo que aquí nos interesa, lo cierto es que, salvo
excepciones como la protagonizada por la Constitución francesa de 1848, el reconocimiento del derecho al secreto
postal o inviolabilidad de la correspondencia comienza a generalizarse. Buena prueba de ello fueron la Constitución
del Reino de las Dos Sicilias de 29 de enero de 1848, que sigue, en art. 29 (18) en términos casi de literalidad al art.
22 CE belga de 1831; la Constitución de Suiza de 1848 (19) ; la reforma constitucional holandesa de 11 de octubre
de 1848; o el art. 9 de la paradigmática Constitución de la República Romana de 1849. Destaca la pretenciosa
Constitución del Imperio Alemán de 28 de marzo 1849, más conocida como Constitución Frankfurter o Paulskirche, en
cuyo art. 141 (20) se recogen dos ideas fundamentales: la posibilidad de exceptuación del derecho en el curso de
una actuación judicial; y en segundo lugar, la posibilidad de incautación del correo o papeles —se equiparan en este
punto a todos los efectos— en el contexto de una detención o registro domiciliario, sin necesidad de esta previa
autorización. La norma, redactada en una trama de aparente liberalismo conciliador, en un momento histórico en el
que el proceso de unificación de Alemania daba sus primeros pasos, no tenía intención alguna de restringir un
derecho al secreto postal que estaba ganando un peso indiscutible en las tablas de derechos humanos insertas en
los textos constitucionales de nuevo cuño. Realmente, la comentada norma está distinguiendo esa naturaleza
cambiante del correo, del que se extrae la necesidad de una tutela constitucional diversa cuando el correo está en
tránsito y bajo la custodia y responsabilidad del servicio postal, frente a cuando el correo se encuentra a disposición
de su destinatario o un tercero y es objeto de incautación con motivo de una detención o registro. Pero el precepto
no se queda allí, dado que implementa su potencialidad innovadora con una cláusula de puesta en conocimiento de
la persona afectada por la medida restrictiva del derecho que no tendría parangón hasta un siglo después: el acto de
injerencia no conocido por la persona afectada debía ser comunicada a ésta en el plazo máximo de 24 horas. Es
difícil encontrar un texto histórico del que podamos extraer tantas respuestas jurídicas aplicables a los problemas
actuales que plantea la restricción del derecho al secreto de las comunicaciones electrónicas.

Con los textos constitucionales que vieron la luz en el entorno de los procesos revolucionarios de 1848, la
inviolabilidad del secreto de la correspondencia, como derecho de naturaleza fundamentalmente formal, llega a sus
más altas cotas; hasta el punto de llegar a no establecerse regulación específica que permitiera su exceptuación a
reserva de decisión judicial o flagrante delito, como sucediera con el emparentado ejemplo del derecho a la
inviolabilidad domiciliaria (21) . Probablemente la explicación a esta diferenciación podría encontrarse en la otrora
contemporánea concepción del proceso penal, en la que todavía no tenían cabida las técnicas de investigación
discreta propias de nuestros actuales sistemas procesales —intervenciones de comunicaciones electrónicas, entregas
controladas, agentes encubiertos,...—; la posibilidad de examen de lo que pasarían a ser documentos y papeles una
vez en manos del destinatario o en su entorno domiciliario, probablemente haría innecesaria, en opinión de los
constituyentes, una exceptuación de la inviolabilidad del secreto postal.

Pero si en algo destaca esta incorporación del derecho al secreto postal es en su marcada finalidad de hacer frente al
poder del Estado, protegiendo al envío postal en aquel momento en el que se muestra más vulnerable: mientras se
encuentra en tránsito y bajo la custodia de un servicio postal generalmente dependiente del poder público. La

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protección formal, en este sentido, no iría más allá del buen fin del envío postal, de la recepción de la carta o
paquete por el destinatario. A partir de este momento, la esfera de protección del derecho pasaría al de la protección
de la privacidad personal o domiciliaria frente a registros por parte de los poderes públicos. Podrían sin duda, con
tales textos constitucionales, delimitarse fronteras sinuosas en las que pudiera cuestionarse si el derecho garantido
era aún el del secreto postal (22) , en los que fuera difícil establecer una clara solución de continuidad entre el hecho
mismo de la recepción y la necesidad de mantener la tutela que se dispensa a la carta en tránsito; pero esta
conexión entre la intervención del servicio postal y la necesidad de tutela formal del derecho al secreto de la
correspondencia se mostraría siempre como la esencia misma del derecho. Por ello el empleo conjunto de las voces
inviolabilidad y secreto de la correspondencia no era algo redundante: el secreto de la correspondencia, como bien
jurídico digno de especial protección constitucional que impedía el acceso de terceras personas, y en concreto
empleados del servicio postal, a su contenido, e imponía su respeto, era inviolable.

Superada esta frontera de la necesitada protección formal de un derecho considerado inviolable en tanto en cuanto
quedaba bajo la custodia y responsabilidad de terceras personas, no había, sin embargo, razón alguna para extender
esta protección formal a aquello que hubiera formado parte del correo protegido, reconociendo una mayor protección
formal a lo que otrora hubiera sido el contenido de una carta frente al resto de los documentos y papeles que
conservara el sospechoso de haber cometido un delito; en otra palabras, nunca fue intención de los constituyentes
del entorno de los procesos revolucionarios de 1848 extender la protección formal de la inviolabilidad de la
correspondencia a los contenidos de cartas recibidas por el destinatario y guardadas en su escritorio y no a
documentos o papeles que referentes a hechos o informaciones íntimos escondiera éste con especial celo en una
caja fuerte oculta. La protección de la inviolabilidad de la correspondencia privada era un instrumento de defensa
contra el poder, diseñado para actuar únicamente cuando la correspondencia se mostraba más vulnerable; y la
correspondencia era concebida como tal en tanto en cuanto se encontraba en tránsito, a disposición del servicio
postal, y hasta que se producía el momento de la entrega; momento en que, de ser conservada por el destinatario se
convertía en un simple documento o papel.

Marcados estos primeros pasos hacia el pleno reconocimiento de la inviolabilidad de la correspondencia, el análisis
de textos constitucionales deja de tener sentido, más allá del estudio de la evolución que llevara a la extensión del
derecho a las comunicaciones telefónicas, y por ende a cualesquiera otras de similar naturaleza.

2. El origen jurisprudencial del derecho al secreto de las comunicaciones en el sistema


constitucional estadounidense: La expansión de la Cuarta Enmienda
Para encontrar un referente incuestionable a la protección constitucional del secreto postal en el derecho
estadounidense hemos de ir mucho más allá de la Bill of Rights de 1789 incorporada en su Constitución. Como
pionero catálogo de derechos humanos, la Bill of Rights es heredera de la concepción que de los mismos se tenía en
las postrimerías del siglo XVIII; y en este contexto, en el que la privacidad en un sentido amplio no tenía todavía un
asiento claro en la conciencia jurídica, las líneas de actuación de los pensadores políticos se dirigieron hacia la
protección de la inviolabilidad de la persona frente a registros o incautaciones irracionales, y a la férrea salvaguardia
del santuario de su domicilio, papeles y efectos —Cuarta Enmienda (23) —. Al igual que sucediera en el ejemplo
europeo, la salvaguardia del secreto postal o bien no fue objeto de un especial interés en los padres de la patria
estadounidense (nada habría impedido reconocerlo en el seno de la Cuarta Enmienda), o simplemente no se
consideró necesaria en ese momento su inclusión.

Pero el constitucionalismo estadounidense contaba con dos factores que favorecerían la natural expansión del
derecho al secreto postal como una auténtica extensión de la esfera de la privacidad que se vislumbraba como
inspiradora de la Cuarta Enmienda: En primer lugar la extraordinaria fuerza expansiva de la jurisprudencia de su
Tribunal Supremo como indiscutible fuente del derecho a través del precedente jurisprudencial; y en segundo lugar, la
propia redacción literal del precepto que dejaba claramente abierta la puerta a extender la protección de la persona,
sus efectos y papeles, a lo que no era sino una proyección de su personalidad que escapaba de su esfera íntima por
obvias razones.

Por ello, cuando en el año 1877 el Tribunal Supremo estadounidense tuvo la primera oportunidad de enfrentarse a un
supuesto de retención y apertura de correspondencia relacionada con la distribución de documentación sobre premios
de lotería ilegales [caso JACKSON v. EEUU, 96 U.S. 727 (1877)], no tuvo ningún reparo en llegar a la importante
conclusión de que la Cuarta Enmienda, realmente, estaba amparando el secreto postal (24) , por cuanto que las

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mismas razones que llevaban a la protección personal y domiciliaria de papeles y efectos eran extrapolables, como
extensión de la privacidad, a la correspondencia cerrada.

Al igual que sucediera en los precedentes continentales, se tenía especialmente en cuenta el hecho de que la carta
cerrada, como paradigma de la intención del remitente de preservar la inaccesibilidad de terceros a su contenido, era
confiada a un tercero, un servicio postal público sometido a un férreo principio de confidencialidad, y que como tal
solamente tenía capacidad para realizar un examen externo de la carta o paquete por elementales razones propias
de la prestación de su servicio público —aspecto exterior y peso, según la sentencia—. Esta idea de la participación
de un tercero, un ente público, a quien se confía la extensión de la privacidad protegida del remitente a través de la
confianza del envío postal, queda aún más recalcada en la sentencia del caso OLMSTEAD v. EEUU, 277 U.S. 438
(1928), de 4 de junio de 1928. Pero difería del precedente del constitucionalismo europeo en un aspecto crucial: La
garantía formal, la inviolabilidad de la carta o paquete postal, tenía como razón última de ser no una garantía de la
libertad de comunicaciones sin injerencias externas propias de determinadas manifestaciones del poder absoluto,
sino un instrumento más de protección del más amplio concepto de privacidad. Es decir, la carta o paquete postal
eran considerados dignos de una especial protección jurídica, prohibición de apertura, en tanto en cuanto
permanecieran en poder del servicio postal; y para ello se le brindaba exactamente la misma protección que se
garantizaba a cualquier ciudadano en cuanto respecta a los registros de personales o domiciliarios de papeles o
documentos —«... as is required when papers are subjected to search in one s own household»—. La fundamentación
de tal doctrina en la participación del servicio postal como tercero, entidad pública reconocida como tal en la
Constitución estadounidense —art. I, secc. 8, cláusula 7—, que tiene encomendada la función de canalizar la entrega
de las cartas o paquetes, fue una de las claves fundamentales en la tesis defendida por la sentencia del caso
OLMSTEAD de considerar que la no participación de un servicio postal en el envío impediría una aplicación analógica
de la doctrina del caso JACKSON a las comunicaciones telefónicas (25) . Aun así, esta excepción no convertía en
invulnerable el correo sino que era equiparado a la inviolabilidad personal y domiciliaria, y como tal sometido a la
previa autorización judicial.

La especial protección formal del derecho al secreto postal tenía sentido en tanto en cuanto fuera el servicio postal
el poseedor y custodiante de la carta o paquete; pero realmente lo que propone el Tribunal Supremo de los EEUU es
una extensión de las garantías de la Cuarta Enmienda al correo postal. No podía establecerse una diferenciación de
régimen protector entre el ámbito natural de la Cuarta Enmienda y su extensión al secreto postal, como
representaciones ambas del ámbito de la privacidad tuteladas por la norma constitucional. La diferencia con el
régimen constitucional europeo del siglo XIX era en este punto evidente en cuanto al origen y fundamento último de
tal derecho constitucional; pero hemos de percatarnos de que realmente es la misma protección formal o de barrera
anticipada el mecanismo defensivo del derecho que caracteriza a unos y otro sistemas constitucionales. En ambos
sistemas nada importaba que el contenido de lo descubierto con transgresión del derecho constitucional fuera
realmente trascendente o anodino, pues la apertura del paquete o la violación del secreto postal sobre elementos
externos del mismo —identidad del remitente o destinatario, o su existencia misma—, constituían siempre y en todo
caso una transgresión del derecho garantido por la norma constitucional.

3. El ejemplo español como paradigma del constitucionalismo europeo


La bicentenaria Constitución de Cádiz de 1812, hito trascendental en el constitucionalismo moderno europeo, fue un
claro ejemplo de enmascaramiento de parte de la lista de derechos humanos entre el articulado de los textos
fundamentales, encasillando los derechos relacionados con la privacidad más que como derechos humanos como
garantías procesales. El derecho que todo español tenía de no ser allanada su casa sino «... en los casos que
determine la ley para el buen orden y seguridad del Estado» —art. 306—, estaba de hecho inserto en un capítulo
intitulado «De la Administración de Justicia en lo Criminal». De esta guisa, se da inicio a una tradición de regular de
forma extensa la forma de proceder en los registros domiciliarios, estableciéndose especiales garantías a la hora de
definir la forma en que debía de procederse en cuanto respecta a la incautación o examen de libros y papeles;
tradición que tiene su punto de partida en los arts. 266 a 271 del malogrado Proyecto de Código de Procedimiento
Criminal de 1821. Salvado el oscuro paréntesis del Estatuto Real de 10 de abril de 1834, la Constitución de la
Monarquía Española de 18 de junio de 1937 insiste en la misma idea de la salvaguardia tan solo de la inviolabilidad
domiciliaria en su art. 7 en un título dedicado a los españoles; precepto que es reiterado en el homónimo art. 7 de la
Constitución de la Monarquía Española de 23 de mayo de 1845.

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Habría que esperar a la Gloriosa Constitución de 1 de junio de 1869 para encontrar la primera referencia a la
salvaguardia de la inviolabilidad epistolar en nuestra prolija tradición constitucional; y ello en un contexto en que se
llegan a regular las instituciones de la inviolabilidad domiciliaria —art. 5.º— y del secreto postal —art. 7 (26) — de
forma realmente extensa y detallada. Coincidiendo ambas instituciones en ser reconocidas como auténticos derechos
subjetivos de raigambre constitucional de los españoles, y en exigirse de forma taxativa —art. 8— la motivación de
la resolución judicial habilitante, con reconocimiento incluso de indemnización al reo en caso de contravención, lo
cierto es que se marcan dos campos de actuación claramente perfilados en la incautación y utilización procesal de
documentos y papeles: el registro y la detención y apertura de la correspondencia. El constituyente español varía el
método de abordaje de la inviolabilidad de la correspondencia privada, puesto que se la examina desde su punto de
vista negativo: la prohibición que tienen los poderes públicos a su acceso, tanto por retención como por apertura,
como no sea con la correspondiente autorización judicial en auto motivado. El reconocimiento al secreto postal es
implícito, limitándose el constituyente a regular en un primer párrafo la prohibición de detención y apertura de la
correspondencia postal o telegráfica confiada al correo a la autoridad gubernativa, y estableciendo la excepción y sus
formalidades, reserva de autorización judicial, en el segundo párrafo. El texto se muestra especialmente preciso en
la delimitación de su ámbito de aplicación, por cuanto que, tras excluir de cualquier posibilidad de retención y/o
desvelo del secreto postal no solo a los empleados postales, como hicieran textos constitucionales predecesores,
sino también a la autoridad gubernativa, centra el objeto de la protección constitucional en un momento concreto: en
tanto en cuanto la correspondencia permaneciera confiada al servicio postal. La correspondencia postal o telegráfica
era objeto de la especial protección formal que le brindaba el art. 7 en tanto en cuanto permaneciera confiada al
servicio postal; más allá de ella, la protección constitucional perdería su razón de ser, debiendo circunscribirse, de ser
posible, a otros círculos de protección de entre los recogidos en el texto constitucional (inviolabilidad domiciliaria,
detención arbitraria,...).

El art. 7 CE de 1869 fue reproducido literalmente por el art. 9 del Proyecto de Constitución Federal de la República
Española de 17 de julio de 1873; y parcialmente en el art. 7 de la longeva Constitución de la Monarquía Española de
30 de junio de 1870, aunque suprimiéndose el párrafo segundo.

Éste sería precisamente el esquema extrapolado a la redacción originaria de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de
1882, en la que, siguiendo las directrices de la anterior Constitución de 1869, se da carta de naturaleza a la
diferenciación entre la incautación de libros y papeles, tanto en el contexto como fuera del ámbito de un registro
domiciliario — arts. 573 y 574 LECrim.—, frente a la diligencia de detención y apertura de la correspondencia privada,
postal y telegráfica —arts. 579 y ss.—. La detención y apertura de la correspondencia seguían teniendo por razón de
ser la posibilidad de aprehensión antes de que llegara a poder de la persona destinataria; como lo demuestra la
norma dictada en desarrollo del art. 579 LECrim., en cuanto respecta al correo telegráfico: la RO de 16 de septiembre
de 1883 (27) . En consecuencia, la incautación y utilización procesal de cartas recepcionadas y conservadas por el
destinatario o por un tercero quedaba extramuros del régimen específico de la detención y apertura de la
correspondencia, en lógico parangón con el mandato del texto constitucional que se desarrollaba.

La Constitución de la República Española de 9 de diciembre de 1931 no supuso un especial avance en esta materia,
aunque optó en su art. 32 (28) , siguiendo sin duda el ejemplo del derecho comparado, por adoptar la concepción del
derecho o garantía individual en positivo, como inviolabilidad de la correspondencia, abandonando la dimensión
negativa y procesal de la prohibición de retención y apertura propia de sus precedentes nacionales. Optó además,
ante la evolución de las tecnologías, por la fórmula abierta en la definición del concepto de correspondencia,
utilizando la expresión correspondencia en todas sus formas. La variación técnica obedece, al menos en mi modesta
opinión, más a una simple adaptación al ejemplo del derecho constitucional comparado y al lenguaje de garantías
constitucionales utilizado en el Capítulo Primero del Título III del texto constitucional, que a un deliberado propósito
de variar radicalmente la concepción que hasta entonces se tenía del alcance de la protección formal del derecho al
secreto de las comunicaciones, que se mantenía indemne, no más allá del tiempo y momento en que la
correspondencia permanecía bajo la custodia y responsabilidad del servicio postal, telegráfico o análogo. Se dejaba
sin embargo la puerta abierta a una extensión de la garantía, y eventual potestad jurisdiccional de restricción, a las
comunicaciones telefónicas, tan extendidas ya en el territorio nacional en el final del primer tercio del pasado siglo.

En definitiva, sin perjuicio de las peculiaridades propias de una regulación constitucional que se mostraba como más
completa, y hasta cierto punto perfeccionada, el ejemplo del constitucionalismo español era perfectamente

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parangonable con sus predecesores y contemporáneos del constitucionalismo moderno europeo; y lo que es más
importante, la circunscripción de la protección formal del derecho no más allá del tiempo y momento en que el correo
se encontraba confiado a un tercero, concebido normalmente como servidor público, eran comunes a unos y otros
sistemas constitucionales.

(1) Terminología ésta para definir la tipología de derechos que se engloban en el art. 18 CE, y que es usada por DÍEZ-PICAZO, Luis, en su obra: «Sistema
de derechos fundamentales». Editorial Civitas. Primera Edición, Madrid, 2003.

(2) DÍEZ PICAZO, Luis: op. cit.; pág. 268.

(3) «Ciertamente, los avances tecnológicos que en los últimos tiempos se han producido en el ámbito de las telecomunicaciones, especialmente en
conexión con el uso de la informática, hacen necesario un nuevo entendimiento del concepto de comunicación y del objeto de protección del derecho
fundamental, que extienda la protección a esos nuevos ámbitos, como se deriva necesariamente del tenor literal el art. 18.3 CE» (SSTC 70/2002, de 3
de abril y 123/2002, de 20 de mayo).

(4) DÍEZ-PICAZO (op. cit.), habla precisamente del carácter instrumental del secreto respecto de la libertad de comunicaciones, considerando que: «se
garantiza el secreto de las comunicaciones para que éstas puedan realizarse con libertad».

(5) Sobre la posibilidad de otorgamiento de consentimientos presuntos en el ámbito de las comunicaciones electrónicas puede consultarse el trabajo de
RODRÍGUEZ LAINZ, José Luis: «Intervención judicial en los datos de tráfico de telecomunicaciones y comunicaciones electrónicas». Editorial Bosch.
Barcelona, mayo 2003. Primera Edición; págs. 106-136.

(6) Así lo entiende JIMÉNEZ CAMPO cuando tan expresivamente afirma que: «Toda comunicación es, para la norma fundamental, secreta, aunque sólo
algunas, como es obvio, serán íntimas» (JIMÉNEZ CAMPO, Javier: «La garantía constitucional del secreto de las comunicaciones»; en Comentarios a la
legislación penal, Tomo VII, Editorial Edersa, Madrid 1982; págs. 8 y ss.).

(7) Se trataba de un supuesto de entrega controlada en el que un paquete postal es interceptado instantes antes de entrar el remitente a la oficina de
correos; considerando el Tribunal Constitucional que de ninguna manera quedó afectado el secreto postal al no haberse llegado a producir interferencia
alguna en el proceso de comunicación («el paquete postal se interceptó y abrió antes de depositarse en las oficinas postales para su remisión al
destinatario»).

(8) Se aborda extensamente el tema en el trabajo de RODRÍGUEZ LAINZ, José Luis: Intervención judicial en los datos...»; op. cit., págs. 141-246.

(9) Efectivamente, nos dirá la sentencia: «... el acceso policial al registro de llamadas del terminal móvil intervenido al recurrente sin su consentimiento ni
autorización judicial,... no resulta conforme a la doctrina constitucional reiteradamente expuesta sobre que la identificación de los intervinientes en la
comunicación queda cubierta por el secreto de las comunicaciones garantizado por el art. 18.3 CE y, por tanto, que resulta necesario para acceder a
dicha información, en defecto de consentimiento del titular del terminal telefónico móvil intervenido, que se recabe la debida autorización judicial».

(10)Para elaborar este apartado he consultado como principal fuente el interesante trabajo de DIPPEL, Horst: «Constitucionalismo moderno. Introducción
de una historia que necesita ser escrita». Revista Electrónica de Derecho Constitucional núm. 6, sept. 2005. Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales.

(11)VON ROTTECK, Carl: «Constitution; Constitutionen; constitutionelles Prinzip und System; constitutionell; anticonstitutionell», en: Das Staats-Lexikon.
Encyklopädie der sämmtlichen Staatswissenschaften für alle Stände, ed. por Carl von Rotteck y Carl Welcker, 2da. ed., 12 vols., Altona: Johann Friedrich
Hammerich, 1845-1848, III, 519-543, aquí 522. La cita apareció por primera vez en la primera edición, III (1836), 766.

(12)En este sentido DIPPEL, Horst: Constitucionalismo moderno,...; op. cit., pág. 187.

(13)Puede recabarse cumplida información sobre la materia en el trabajo de GARCÍA-GABILÁN SANGIL, Julio: «La Suprema Junta de Correos y Postas».
1999. Fuente: www.dialnet.unirioja.es.

(14)La cita de la expresión es literal; y el carácter excesivamente abierto de la norma fue objeto de debate durante la sesión de las Cortes de Cádiz de 14
de enero de 1811, por razón de la aparente ligereza con la que el Superintendente General de Correos acordaba la apertura de correspondencia, tras
la aprobación por la Regencia de un Real Decreto de 5 de agosto de 1811 que concedía competencias generales para la utilización de tal potestad por
aquél. Durante la sesión se llegó al acuerdo siguiente: «... Deseando evitar los abusos que pueden resultar de la generalidad con que se ha mandado
la apertura de cartas por el Superintendente General de Correos, decretar que no se verifique &c.». Al día siguiente se publicó un Decreto, ordenando
«... que no se verifique dicha apertura sino de aquellas cartas sobre las que haya alguna fundada sospecha; haciéndose entonces por el Administrador
y Oficiales que reúnan la mayor confianza y sigilo con arreglo á lo prevenido en las Ordenanzas de Correos».

(15)GONZALO DE LAS CASAS, José: «Biblioteca Especial del Notariado Español». Tomo 2; pág. 232. Imprenta de la Biblioteca del Notariado. Madrid 1853.

(16)DIPPEL (op. cit, pág. 194) habla de hecho del carácter ambivalente del texto constitucional belga, todavía bajo la siniestra sombra de la Santa Alianza,
en el que las claves más marcadamente liberales quedan difuminadas en lo que define como una obra maestra del camuflaje constitucional. El ejemplo
del enmascaramiento de la soberanía popular en la versión francesa, donde se emplea la voz nación en vez de pueblo —volk— propia de la versión en
flamenco, no puede ser más evidente de ello.

(17)«Le secret des letters est inviolable. La loi détermine quells sont les agents responsables de la violation du secret des letters confiées a la poste».

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(18)«Il segreto delle lettere è inviolabile. La responsabilità degli agenti Della posta, per la violazione del segreto delle lettere sarà determinata da
unalegge».

(19)Este texto constitucional, con una clarísima influencia del constitucionalismo estadounidense destaca por partir no de un proceso revolucionario liberal,
en cierto modo anticipado por la Carta de Derechos y Constitución ginebrinas de 1793 y 1794, sino consecuencia de una incruenta guerra civil. Un
interesante y contemporáneo estudio de la misma y su contexto político puede encontrarse en el trabajo de PÉREZ CALVO, Quintín: Bases generales de
la Constitución Suiza de 1848; ¿ha introducido algún cambio en la vida cantonal de aquella república? Universidad Central de Madrid. 1864 (fuente
www.books.google.es).

(20)«Die Beschlagnahme von Briefen und Papieren darf, außer bei einer Verhaftung oder Haussuchung, nur in Kraft eines richterlichen, mit Gründen
versehenen Befehls vorgenommen werden, welcher sofort oder innerhalb der nächsten vier und zwanzig Stunden dem Betheiligten zugestellt werden
soll» (La intervención de correspondencia o documentos, excepto en caso de una detención o entrada en domicilio, sólo puede ser ejecutada en virtud
de orden judicial motivada, la cual deberá ser notificada a la parte afectada en el plazo de las siguientes 24 horas).

(21)Bastaría para ello con analizar el claro ejemplo de la Constitución de la República Romana de 1849, en el que frente al carácter escueto pero firme de la
regulación del secreto postal —art. 9: «Il segreto delle lettere è inviolabile»—, al tratar la inviolabilidad domiciliaria en su art. 6 se emplea una cláusula
de excepción tan abierta que se remite a lo establecido en la ley —«Il domicilio è sacro; non è permesso penetrarvi che nei casi e modi determinati dalla
legge»—.

(22)El hábil agente policial que, conocedor de que un sospechoso liberal va a recibir una carta comprometedora de su entorno conspirativo, espera a que
éste recoja la carta y se la incauta nada más tenerla entre sus manos sin darle tiempo a leerla o abrirla siquiera.

(23)«The right of the people to be secure in their persons, houses, papers, and effects, against unreasonable searches and seizures, shall not be violated,
and no warrants issue, but upon probable cause, supported by Oath or affirmation, and particularly describing the place to be searched, and the
persons or things to be seized».

(24)«Letters and sealed packages of this kind in the mail are as fully guarded from examination and inspection, except as to their outward form and weight,
as if they were retained by the parties forwarding them in their own domiciles. The constitutional guaranty of the right of the people to be secure in
their papers against unreasonable searches and seizures extends to their papers, thus closed against inspection, wherever they may be. Whilst in the
mail, they can only be opened and examined under like warrant, issued upon similar oath or affirmation, particularly describing the thing to be seized, as
is required when papers are subjected to search in one s own household. No law of Congress can place in the hands of officials connected with the
postal service any authority to invade the secrecy of letters and such sealed packages in the mail; and all regulations adopted as to mail matter of this
kind must be in subordination to the great principle embodied in the fourth amendment of the Constitution».

(25)«While it may seem that the language of Justice Field in "[ex parte Jackson]" could be viewed as an analogy to the interpretation of the Fourth
Amendment "qua"» wiretapping, Taft believes that the analogy fails. The Fourth Amendment applies to sealed letters in the mail because there exists a
constitutional provision for the federal postal office and the relationship between the government and those "who pay to secure protection of their
sealed letters". However, the United States does not take such care with telegraphic and telephonic messages as it applies to mailed sealed letters.»

(26)«En ningún caso podrá detenerse ni abrirse por la Autoridad gubernativa la correspondencia confiada al correo, ni tampoco detenerse la telegráfica.
Pero en virtud de Auto de Juez competente podrá detenerse una y otra correspondencia, y también abrirse en presencia del procesado la que se le
dirija por el correo».

(27)En este sentido puede consultarse la referencia del trabajo publicado por DOLZ LAGO, Manuel Jesús: «¿Hacia una jurisprudencia electrónica? (Breves
reflexiones sobre SITEL)». La Ley Penal, núm. 74, Septiembre 2010, Editorial LA LEY.

(28)«Queda garantizada la inviolabilidad de la correspondencia en todas sus formas, a no ser que se dicte auto judicial en contrario».

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