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Brujas en España

Entre los siglos XV y XVIII, el Viejo Continente creyó ver brujas detrás de cada esquina. La persecución
fue atroz. En España el acoso sería menos encarnizado. (La Vanguardia)

El ser humano, desde la prehistoria, ha pretendido conseguir por medios


sobrenaturales aquello que no le era posible lograr por vías ordinarias. De esta
mentalidad, del pensamiento mágico, surgió la hechicería, una serie de
prácticas para obtener un beneficio o bien causar un maleficio a través de la
invocación de fuerzas ocultas. Pero habría de llegar el cristianismo para que
naciese la brujería en sentido estricto. Esta variante de la hechicería
consistía en pactar la asistencia de los espíritus infernales, generalmente
representados por el mismísimo Satanás.

Lógicamente, la Iglesia condenaba estos rituales, que a menudo eran vestigios


de paganismo. La brujería, en consecuencia, fue perseguida a lo largo de toda la Edad Media. Curiosamente, sin
embargo, el auge de sus adeptos y el de su represión tuvieron lugar en la Edad Moderna, un período
supuestamente más racional. Este fenómeno cruento, que suele denominarse la gran caza de brujas, obedeció a
un impulso específico. Lo dio el papa Inocencio VIII con una bula el 5 de diciembre de 1484.

El documento de Inocencio VIII desencadenó en Europa y sus colonias un sangriento acoso que se prolongaría
del siglo XV al XVIII. El pontífice atribuía a los adoradores del diablo innumerables males morales y materiales.
La bula, en definitiva, efectuaba un compendio de imputaciones que en adelante serían habituales en los procesos
judiciales de brujería.

Se acordó que podían conocer el futuro, profanar cementerios, retornar a la vida cadáveres para esclavizarlos o
seducir doncellas con el objeto de que Lucifer o cualquiera de sus acólitos las dejara embarazadas. También
preparaban pócimas, ungüentos y brebajes, venenosos, enloquecedores, de amor o de desamor, en calderos con
sapos y culebras. Eso cuando no estaban asando niños, escupiendo y pisoteando cruces, provocando granizadas,
tormentas y plagas de langostas o propagando enfermedades mediante el mal de ojo.

Por otra parte, los macabros hechiceros poseían la capacidad de volar o de recorrer grandes distancias en un
suspiro, podían colarse por estrechas chimeneas o por las grietas más minúsculas y metamorfosearse en alimañas
repugnantes o, más peligroso aún, en simples animales domésticos. Estas y otras aberraciones llegaban a su
grado máximo, se creía, durante los aquelarres, las temidas reuniones sabáticas. En resumen, los brujos y brujas
atentaban con sus acciones contra todo orden.

Europa vivió un auténtico paroxismo contra la brujería entre el Renacimiento y la Ilustración. Los países más
sanguinarios fueron los protestantes. Eran tiempos de guerras religiosas y vigilaban con celo cualquier
divergencia de la Reforma, aún reciente. Las estadísticas son elocuentes. En Lichtenstein, alrededor del año
1600, acabaron en la hoguera unas 300 personas. Nada menos que el 10% de la población. Si se suman los estados
germánicos, el número es alarmante: 25.000 víctimas, la mitad de las aniquiladas en total por entonces en el todo
el continente bajo cargos de hechicería.

Como contrapartida, en España se ajusticiaron 300 condenados por este delito. Es decir, que en la península,
hacia 1600, murieron por presuntos pactos satánicos menos de un 0,004% de los súbditos. Otro dato importante
es que, de esos 300 ajusticiados en España, solo 27 perdieron la vida a manos de la Inquisición. Los demás, la
gran mayoría, terminaron quemados vivos por sentencias de jueces civiles y episcopales.

Contra lo que pueda pensarse, no fue la Inquisición española la principal instigadora de la persecución de
hechiceros. Por el contrario, gracias a su intervención, la península constituyó, en comparación con el resto de
Europa, un reducto de cierta tolerancia. El Santo Oficio, creado para velar por la pureza doctrinal del
catolicismo, se centraba en las herejías. Fue responsable de la muerte o la expulsión de miles de musulmanes y
judíos, pero nunca consideró seriamente que la brujería supusiera un riesgo para la fe.

Contrariamente a lo que se cree, la Inquisición española nunca consideró seriamente que la brujería supusiera un
riesgo para la fe. Por regla general, el Santo Oficio, cuando tenía que prestar atención a estas cosas, se limitaba
a exigir una abjuración y, en el peor de los casos, decretaba azotes y una multa. Las reas –casi siempre eran
mujeres, al igual que su clientela– podían ser paseadas por las calles sobre mulos, semidesnudas y con un capirote
en la cabeza. Era humillante, pero no letal. Hubo torturas, y en ocasiones los latigazos en público ascendían a
cien o a doscientos, demasiados para una complexión frágil. No obstante, así se trataba al reo en la Edad
Moderna. Se partía de una presunción de culpabilidad, no de inocencia. Y los tormentos en las cárceles eran el
pan de cada día, se acabara confesando o no.

En general, la Inquisición se mostró clemente ante la brujería. ¿Por qué? Por incredulidad. A principios del siglo
XVI, se reunió a petición del inquisidor general, Alonso Manrique de Lara, una junta de teólogos y juristas que
debían definir dos puntos esenciales sobre la hechicería. El primero consistía en decidir si detrás de ella se
hallaba realmente el diablo. El segundo, dictaminar quién tenía competencias para combatir las manifestaciones
de este tipo, si la jurisdicción ordinaria o el Santo Oficio.

No se llegó a un acuerdo. A pesar de la discrepancia, fueron básicamente los tribunales inquisitoriales los
responsables de juzgar en lo futuro las causas de magia satánica en España. Esto libró tal vez a decenas de miles
de personas de una muerte segura, algo que no ocurrió en Inglaterra o Alemania, donde las víctimas se elevaron a
cifras de ese calibre.

La mayoría de los casos de hechicería delatados en la España de la Edad Moderna se produjeron en zonas que
padecían calamidades (epidemias, hambrunas, bandolerismo...), conflictos políticos (como la Navarra recién
absorbida por la Corona castellana) o que sencillamente vivían incomunicadas (como los valles y montañas vascos).
Sin embargo, no hubo región geográfica ni sector social ajeno por completo a la creencia en las brujas. Pese a
que la España de la Edad Moderna no experimentó la caza de brujas que llenó de horror Europa, sí presenció
vidas destrozadas por denuncias falsas. Comunidades revueltas por el rencor, familias avergonzadas, hombres y
sobre todo mujeres llevados injustamente a prisión, quemados para siempre en sociedad sin que hiciera falta una
hoguera.

1. Extrae la idea principal de cada párrafo.


2. Diferencia entre hechicería y brujería.
3. Define paganismo.
4. ¿Entre que periodos tuvo lugar la Edad Media?
5. ¿y la Edad Moderna?
6. ¿A qué se refiere el texto con colonias americanas?
7. ¿De qué se acusaba a las brujas? Nombra un par de imputaciones.
8. ¿Qué era un aquelarre?
9. ¿Qué significa paroxismo?
10. Nombra varios países protestantes.
11. ¿Cómo fue la caza de brujas en España si la comparamos con la del norte de Europa?
12. ¿Qué persiguió principalmente la inquisición española?
13. ¿Qué solía hacerse con las reas acusadas de brujería en España?
14. ¿Qué nombre recibía el atuendo con las que se les humillaba en público?
15. ¿Por qué en España la Inquisición no fue tan atroz con las supuestas brujas?
16. ¿Qué lugares de España fueron más proclives a creer en la brujería?

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