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Felipe el Canciller 

Felipe el Canciller fue un gran conocedor del pensamiento griego y árabe y escribió


una serie de libros muy utilizados en las universidades de la época, de entre los que
destaca la Summa de Bono, sobre la naturaleza del bien, estudiado tanto desde el
punto de vista metafísico como del moral. Es el primer autor medieval que se agrupa
las nociones de ente, la unidad, la verdad y el bien caracterizándolas como
trascendentales.

Lo bello como trascendental

Felipe elabora, inspirándose en los árabes, la noción de identidad y convertibilidad de


los  trascendentales y de su diferir secundum rationem. El bien y el ser  se convierten
recíprocamente, aunque el bien añade algo al ser según el modo en el que se lo
considera. El bien es el ser considerado en su perfección, en su eficaz
correspondencia con el fin  hacia el que tiende, así como el unum es el ente
considerado bajo  el aspecto de la indivisibilidad.  

Felipe no habla en absoluto de lo bello, por eso los contemporáneos se ven obligados
a preguntarse si también lo bello es un trascendental. En primer lugar,  para definir
mediante categorías rigurosas la visión estética del cosmos; en segundo, para explicar
en el nivel de los trascendentales  la variada y compleja terminología tríadica; por
último, para aclarar, en este plano de precisión metafísica, las relaciones entre bien  y
bello según las exigencias de distinción propias de la metodología escolástica. La
sensibilidad de la época revive en una atmósfera de espiritualismo cristiano, lo bello y
bueno que indicaba la armónica conjunción de belleza física y virtud. Pero el filósofo
escolástico quiere discernir con claridad en qué consiste esta identidad de valores  y
cuál es su esfera de autonomía.  

Si lo bello es una estable propiedad de todo el ser, la belleza  del cosmos se fundará
sobre la certidumbre metafísica y no sobre un simple sentimiento poético de
admiración. La exigencia de una distinción de los trascendentales llevará a definir en
qué específicas condiciones el ser puede ser visto como bello: se fijarán, por lo tanto,
en un campo de unidad de los valores,  las condiciones de autonomía del valor
estético.  

Lo bello y la belleza no pueden dividirse en la causa que sola en si todo lo comprende.
Decimos bello de lo que participa de la belleza. Positividad de la vida, la evolución del
feudalismo a las civilizaciones municipales, las primeras cruzadas, el desbloqueo de
los tráficos, el románico con los grandes caminos de peregrinación a Santiago de
Compostela, el primer florecimiento del gótico. La  sensibilidad hacia el valor estético
evoluciona con un alargamiento de horizontes terrenos, y junto con el intento de
sistematizar la  nueva visión del mundo en el marco de una doctrina teológica.  Entre
Hilduino y Sarrasin, la adscripción implícita de lo bello  a los trascendentales se
produce ya de distintas maneras, como sucede, por ejemplo, con Otloh de San
Emerano, quien a principios  del siglo XI, atribuye la característica fundamental de lo
bello, la  consonancia a cualquier criatura,
Guillermo de Auvergne, en 1228, en el Tractatus de bono et malo  se detiene sobre la
belleza de la acción honesta, y dice que tal y como la belleza sensible es lo que
complace a quien la ve, la belleza interior es lo  que procura deleite al ánimo de quien
la intuye e induce a amarla.  La bondad que nosotros encontramos en el ánimo
humano la nombramos como belleza y elegancia por analogía con la belleza exterior  y
visible.
Guillermo establece una equivalencia entre la belleza moral y honestum, tomándola,
claramente, de la tradición estoica, de Cicerón y de Agustín, es bello lo que es siendo
preferible por sí mismo, resulta digno de elogio; o lo que, siendo bueno, resulta
placentero  en cuanto que es bueno.
En 1242 Tomás Gallo de vuelve sobre la asimilación de lo bello con el bien. Antes de
1243 Roberto Grosseteste, en su comentario a Dionisia, atribuyendo a Dios como
nombre "muy hermoso", subraya:

Si, por lo tanto, todas las cosas tienen en común que tienden hacia el bien y lo bello,
entonces el bien y lo bello son lo mismo.  

Pero añade que si los dos nombres están unidos en la objetividad de la cosa y en la
unidad de Dios, cuyos nombres manifiestan  los beneficiosos procesos creativos que
de él proceden a las criaturas, conocidos como bien y bello.

A Dios se le dice bueno en cuanto que conduce todo al ser yal respectivo bien y lo
hace progresar y lo perfecciona y lo conserva en este estado; se le dice además bello
en cuanto que produce la armonía entre todas las cosas y dentro de cada una en la
propia identidad.

El bien nombra a Dios en cuanto que confiere existencia a las  cosas y las conserva de
suerte que sean, lo bello en cuanto que se  conviene en causa organizan te de lo
creado. Se puede advenir cómo  el método usado por Felipe para distinguir el unum y
lo verum, que es  adaptado por Roberto para lo pu/chrum y lo bonum. 

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