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Desarrollo:
Teoría de la catequesis:
Capítulo 1: Motivos de este tratado
1. Contestando a Deogracias:
4. Contenido de la instrucción:
La instrucción se dirá completa cuando partiendo de aquello: “Al principio creó Dios el
cielo y la tierra” (Gen. I, 1), llega hasta los actuales tiempos de la Iglesia. Esto no
quiere decir que se deba presentar todo el contenido del Pentateuco y de los demás
libros del Antiguo y Nuevo Testamentos. Más bien hay que compendiar de forma
resumida y general todas las cosas, de modo que se escoja los hechos más
admirables que se escuchan con más agrado y que constituyen los pasajes mismos
del relato. Y no conviene mostrar tales hechos como entre velos para quitarlos
inmediatamente de la vista; antes, al contrario, deteniéndonos en ellos algún tiempo,
se deben exponer y desentrañar y ofrecer a la admiración de los oyentes para que los
examinen y contemplen con atención. En cuanto al resto, se puede insertar dentro del
contexto mediante una rápida exposición. De modo que quede resaltado lo principal de
lo secundario, para que el alumno no llegue como fatigado a lo fundamental, ni se
confundan las cosas en la memoria.
En todas las cosas es conveniente no sólo presente la finalidad del precepto, es decir,
de la caridad, fruto de un corazón puro, de una conciencia recta y de una fe sincera
(cf. 1Tm I, 5), para dirigir a ella todo cuanto se dice, sino también mover y orientar
hacia esa misma finalidad la atención del que se instruye con nuestras palabras. Pues
todo lo que se lee en las Sagradas Escrituras fue escrito exclusivamente para poner
de relieve, antes de su llegada, la venida del Señor y prefigurar la Iglesia futura, es
decir el pueblo de Dios, formado de todas las razas, que es su cuerpo (cf. Col I, 18).
La razón máxima de la venida del Señor es mostrarnos el amor que nos tiene y que su
amor ha de ser hondamente apreciado por nosotros. Cristo murió por nosotros, aun
cuando éramos todavía enemigos (cf. Rom V, 6-9); de donde se sigue que el fin del
precepto (cf. 1Tm I, 5) y la plenitud de la ley es la caridad (cf. Rm XIII, 10), a fin de que
nosotros también nos amemos unos a otros (cf. Jn XIII, 34: 1Jn IV, 11), y así como él
dio su vida por nosotros, también nosotros demos la nuestra por los hermanos (cf. 1Jn
III, 16). Y porque Dios nos amó primero y no perdonó la vida de su Hijo único, sino que
lo entregó por todos nosotros (cf. 1Jn IV, 10. 19; Rm VIII, 32), si antes nos costaba
amarle, ahora al menos no nos cueste corresponder a su amor.
No hay invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo amor. Excesivamente
duro es el corazón que, si antes no quería ofrecer su amor, no quiera luego
corresponder al amor.
Toda la Sagrada Escritura se apoya en los dos preceptos del amor de Dios y del
prójimo. En el Antiguo Testamento está velado el Nuevo, y en el Nuevo está la
revelación del Antiguo. Nada se opone más a la caridad que la envidia, y la madre de
la envidia es la soberbia. Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre, es al mismo
tiempo una prueba del amor divino hacia nosotros y un ejemplo entre nosotros de
humildad humana, para que nuestra más grave enfermedad sea curada por la
medicina contraria. Gran miseria es, en efecto, el hombre soberbio, pero más grande
misericordia es un Dios humilde.
La caridad debe ser el fin de todo cuanto se diga. Se explicar cuanto se explique de
modo que la persona a la que se dirige, al escuchar crea, creyendo espere y
esperando ame (cf. 1Co XIII, 13).
Sobre la misma severidad de Dios, que sacude con salubérrimo temor los corazones,
hay que edificar la caridad. De modo que el hombre se alegre de ser amado por quien
tanto teme, y a su vez, se anime a amarlo y tema desagradar su amor, aun cuando
dentro de sí mismo pueda impunemente hacerlo. Muy raras veces el que se presenta
para hacerse cristiano no esté movido por un cierto temor de Dios. Si en realidad
quiere hacerse cristiano porque espera lograr algún beneficio humano de parte de
personas, a las que, de otra manera, no podría agradar, o para evitar la enemistad de
otros cuya hostilidad y malos tratos teme, ese tal no quiere serlo realmente, sino
simularlo. La fe no es objeto del cuerpo reverente, sino del alma del creyente. Con Con
todo, casi siempre interviene la misericordia de Dios, por medio del ministerio del
catequista, de modo que aquel hombre, conmovido por el discurso, desee de verdad
hacerse lo que antes pensaba simular: cuando comience a desear esto, pensemos
que ya ha venido hasta nosotros.
Se desconoce el momento en que un hombre ha venido verdaderamente a formarse
en la fe. Por eso debemos obrar con él de modo que llegue a esa decisión, si es que
no la tiene ya. Porque si ya está decidido, nada se pierde, pues nuestro modo de
proceder le anima, aunque no sepamos en qué momento o en qué circunstancia se ha
producido su decisión.
La encuesta principio del exordio:
Es útil, siempre que sea posible, enterarse a tiempo de parte de los que le han
conocido acerca de su estado de ánimo y de los motivos que le han empujado a
abrazar nuestra religión. Y si no hubiera ninguno que pudiese informarnos sobre esto,
debemos preguntárselo a él mismo directamente, para comenzar nuestra instrucción
de acuerdo con lo que él hubiera respondido. Si con fingidas intenciones se acercó,
buscando ventajas o evitando incomodidades, seguirá mintiendo con seguridad. No
obstante, podemos comenzar nuestra explicación partiendo de su misma respuesta
mentirosa, pero no para refutar sus mentiras, como si de ellas nos hubiéramos dado
cuenta, sino para que suponiendo que ha venido con buenas intenciones —lo cual
siempre acepta, sea verdad o no lo sea— y alabando y aceptando sus palabras,
consigamos que se complazca en ser tal cual él desea parecer a nuestros ojos.
Pero si, por el contrario, hubiere respondido algo diferente de lo que debe animar los
sentimientos de quien va a ser educado en la religión cristiana, reprendiéndolo con
mucha dulzura y suavidad, como hombre rudo e ignorante, y demostrando y alabando
el fin justísimo de la doctrina cristiana, con seriedad y brevedad, para no robar tiempo
a la futura exposición y para evitar imponerle cosas para las que todavía no está
preparado, hay que obrar de modo que desee lo que todavía no quería por error o por
falsedad.
Cuando se presenta para recibir la catequesis una persona muy culta en las artes
liberales, y que ha tomado la decisión de hacerse cristiano y viene para eso, es casi
seguro que posee cierto conocimiento de las Escrituras y de los escritores católicos, y
que, instruido en estas cosas, viene solamente a participar de los sacramentos. Estas
personas, ya desde antes de hacerse cristianos, suelen investigar diligentemente todo,
comunicando y discutiendo sus inquietudes con quienes les rodean. Con estos
recomienda San Agustín ser breves, sin enseñarles con pedantería lo que ya conocen,
sino resumiendo discretamente y haciéndoles ver que creemos que ya conocen esta o
aquella verdad, y en consecuencia enumeremos como de pasada lo que debe ser
inculcado a los ignorantes e incultos, de modo que, si la persona instruida ya lo conoce
en parte, no nos escuche como a un maestro, y si es que lo ignora todavía, lo vaya
aprendiendo a medida que vamos enumerando lo que creíamos ya conocido para él.
No será inútil que se le pregunte qué lo impulsó a hacerse cristiano. Si resulta que ha
sido persuadido por los libros canónicos o por otros libros valiosos, se les debe
explicar algo sobre ellos desde el principio, alabándolos por los diferentes méritos de
la autoridad canónica y por la diligencia y competencia de los autores, y poniendo de
relieve, sobre todo en las Escrituras canónicas, la salubérrima humildad de su
admirable profundidad, al tiempo que se destacará en los otros, según los valores de
cada uno, el estilo de un lenguaje más sonoro y pulido, adaptado a los espíritus más
soberbios y al mismo tiempo a los más humildes.
Conviene que el catequista se entere, por lo que el catequizando le diga, acerca de
sus lecturas preferidas, y sobre qué otros autores ha leído con más frecuencia y que
han influido en su decisión de hacerse cristiano. Si el catequista conoce esos libros, o
si al menos sabe, por medio de otras iglesias, que han dios escritos por algún autor
católico notable, les debe manifestar su aprobación y alegría.
Por el contrario, si el catequizando cayó en las obras de algún hereje y, sin saber que
la verdadera fe las rechaza, creyó en ellas por considerarlas escritas por un cristiano,
debemos educarlo con cuidado, presentándole la autoridad de la Iglesia universal y de
los escritores más brillantes sobre el caso particular.
Todo lo restante que deba ser enseñando sobre la fe o las costumbres, y acerca de las
tentaciones, debe hacerse de acuerdo a las reglas de la más sana doctrina, de tal
modo que tienda hacia aquella supereminente senda por la cual han de tender todas
las cosas.
En cuanto a la opinión del diácono sobre su parecer de que sus palabras le parecen
viles y despreciables, San Agustín es de la opinión que eso le sucede por causa del
hastío interior. Encuentra la causa de esto en que al hombre le agrada e interesa más
lo que contempla en silencio con su mente, situación de la que el hombre no suele
querer salir hasta la diversidad estrepitosa de palabras. También porque cuando el
discurso es agradable, nos gusta más escuchar o leer lo que ha sido expuesto sin
esfuerzo ni preocupación por nuestra parte que improvisar palabras adaptables a la
comprensión de los demás, con la duda de si son necesarias para la comprensión o si
serán entendidas provechosamente. Además porque nos molesta volver tantísimas
veces sobre lo que enseñamos a los principiantes, que nosotros conocemos muy bien
y que de nada sirve para nuestro adelantamiento interior, y es que una mente ya
madura no siente placer alguno en tratar de cosas tan conocidas y, en cierto modo,
infantiles. Hay que agregar a esto que un oyente impasible produce hastío al que
habla (o porque su sensibilidad no se inmuta, o porque no indica con ningún gesto
exterior que ha comprendido o que le agrada lo que se le dice), y esto no porque
debamos ser ávidos de la gloria humana, sino porque lo que estamos exponiendo son
asuntos que se refieren a Dios. Y cuanto más amamos a las personas a las que
hablamos, tanto más deseamos que a ellas agrade lo que les exponemos para su
salvación; y si esto no sucede así, nos disgustamos y durante nuestra exposición
perdemos el gusto y nos desanimamos, como si nuestro trabajo resultara inútil.
La tristeza a veces viene cuando el catequista se ve interrumpido en algún trabajo que
desea terminar o cuya realización le agrada o le parece más necesaria, y se ve
obligado por la solicitud de ayuda de alguien. Otras veces que el dolor por algún
escándalo le oprime el alma al catequista. Se deben buscar los remedios para
disminuir la tensión interior y alegrarnos con fervor de espíritu y gozarnos en la
tranquilidad de una buena obras, pues Dios ama al que da con alegría (2Co IX, 7).
Necesidad de adaptación:
Si se prefiere más leer u oír lo que está preparado y mejor dicho, puede aparecer el
temor de equivocarse cuando se trata de ir adaptándolo a lo que se va diciendo. Que
el pensamiento no se aparte de la verdad, y si algo de nuestras palabras hubiera sido
de molestia para el oyente, es fácil enseñarle que si entendió la cosa, no debe hacer
caso si pudo sonar menor íntegramente o menos propiamente lo dicho, ya que había
sido dicho de tal modo como para que fuese entendido.
Si el catequista, por la vehemencia de la debilidad humana, se hubiese apartado de la
verdad, aun cuando en la catequesis para los principiantes, que marcha por senda
muy trillada, es difícil que suceda, se debe pensar que Dios quiere probar si se es
capaz de corregir con placidez de ánimo, sin precipitarse en otro error mayor para
sostener su equivocación. Si nadie lo advirtió, no hay motivo para apenarse, con tal de
que no vuelva a repetirse. En el caso en el que el catequista haya caído en un error y
los catequizandos lo hayan aceptado como verdad, ese error debe ser corregido.
Si alguna vez por insensata maldad, algunos ciegos, chismosos, calumniadores u
hombres aborrecidos por Dios (Rom. I, 30) se alegrasen del error del catequista, se
debe tomar de ello motivo para ejercitarse en la paciencia y en la misericordia, para
que la paciencia de Dios los conduzca al arrepentimiento. es muy detestable, atrae la
ira y apresura el castigo de Dios el alegrarse del mal del otro, imitando así la maldad
del diablo.
Caridad y oración:
En otras ocasiones, quizás no obstante haber dicho todo con rectitud y verdad, se
daña y perturba al oyente con algo no entendido, o con algo que por lo novedoso le
desagrada por contrariar la opinión y rutina del viejo error. Si tal cosa se manifestara
exteriormente y él pareciera curable, de ser sanada sin dilación con abundancia de
autoridades y razones. Pero si se retrae y no quiere escuchar razones, entonces habrá
que rogarle a Dios que dé su remedio, consolándose con el ejemplo del Señor cuando
dijo: “¿Queréis iros vosotros también?” (Juan VI, 68).
Si al catequista le aburre repetir muchas veces las mismas cosas, sabidas e infantiles,
se debe unir a sus oyentes con amor fraterno, paterno o materno, y fundidose a sus
corazones, esas cosas le parecerán nuevas también a él mismo. El considerar de qué
muerte de error pasa el hombre a la vida de la fe aumentará la alegría del catequista,
al sacar de sus tristes errores a un alma fatigada con los engaños del mundo, que
anhela encontrarse en los caminos de la paz.
Capítulo XIII: cómo conseguir atención
Si el oyente no se conmueve por lo que se le dice, sea porque vencido por el temor de
la religión, no se atreve a manifestar su aprobación con palabras o con gestos
cualesquiera del cuerpo, o porque se siente reprimido por un respeto humano, o
porque no entiende lo que se le ha dicho, o porque lo desprecia, en estos casos el
catequista debe con sus palabras intentar despertarlo y sacarlo de sus escondrijos.
Incluso el excesivo temor que le impide expresar su propia opinión debe ser suprimido
por una cariñosa exhortación, e insinuándole la participación fraterna se le debe
desterrar su vergüenza preguntándole si comprende, y se le debe inspirar plena
confianza, a fin de que exprese libremente lo que tenga que exponer.
También se le debe preguntar si es que ya había oído antes estas cosas y quizá no le
mueven por ser conocidas y muy corrientes. Y habremos de obrar de acuerdo con su
respuesta, de modo que hablemos más clara y explícitamente, o bien refutemos las
opiniones contrarias, y no expliquemos más al detalle lo que ya le es conocido, sino
que lo resumamos brevemente y escojamos alguna cosa de las que en forma
simbólica se hallan expuestas en las Sagradas Escrituras, y sobre todo en la
narración, que nuestro discurso puede hacer más agradable mediante la explicación y
la revelación.
Pero si el oyente es demasiado obtuso, insensible y refractario a esta clase de
delicadezas, debemos soportarlo con misericordia, y aludiendo brevemente al resto de
la explicación, debemos inculcarle con severidad todo cuanto es más necesario acerca
de la unidad católica, las tentaciones, la vida cristiana, por lo que se refiere al juicio
futuro; y deberemos decir muchas cosas, pero más a Dios sobre él que a él acerca de
Dios.
Con frecuencia sucede también que el que al principio escuchaba con agrado, luego,
cansado de escuchar o de estar tanto tiempo de pie, abre los labios no para alabar
nuestras palabras, sino para bostezar, e incluso nos dice que, aun muy a pesar suyo,
debe marcharse. En cuanto nos demos cuenta de esto, conviene despertar su
atención diciéndole algo adornado con una sana alegría y adaptado al argumento que
estamos exponiendo, o también algo realmente maravilloso y deslumbrador, o algo
que suscite su conmiseración y sus lágrimas. O mejor todavía, expongamos algo que
le toque directamente a él, de modo que, tocado en su propio interés, preste atención,
pero que no ofenda su pudor con alguna indelicadeza, sino que se vea conquistado
por la familiaridad.
También le podemos ayudar, ofreciéndole un asiento, aunque sería mejor sin duda
alguna, donde esto sea posible fácilmente, que ya desde el principio escuche sentado.
Sin embargo, es muy importante saber si el que se marcha de una gran asamblea,
para recuperar las fuerzas, es uno que ya está unido por la frecuencia de los
sacramentos, o si el que se retira —la mayoría de las veces no puede por menos de
hacerlo, para no caer víctima de un malestar físico— es uno que debe recibir por
primera vez los sacramentos: por vergüenza no dice por qué se va, y por debilidad no
puede permanecer de pie. Hasta una mujer escuchaba, sentada, a nuestro Señor al
que asisten los ángeles. Ciertamente, si nuestro discurso va a ser breve y el lugar de
la reunión no lo permite, que escuchen de pie, pero esto cuando son muchos los
oyentes y no de los que deben ser iniciados.
Pues si son uno o dos o unos pocos, que han venido precisamente a hacerse
cristianos, es peligroso hablarles mientras están de pie. Pero, si ya hemos comenzado
así, en cuanto nos demos cuenta del aburrimiento del oyente le hemos de ofrecer un
asiento, e incluso le hemos de obligar a que se siente, y le hemos de decir algo que le
reanime y haga desaparecer de su ánimo la inquietud si es que, por casualidad, ya se
había apoderado de él y había comenzado a distraerle.
Si no conocemos las causas de por qué, encerrado en su silencio, no quiere
escucharnos, digámosle, después que se ha sentado, algo alegre o triste, según he
dicho antes, contra las preocupaciones de los negocios mundanos, con el fin de que,
si son tales preocupaciones las que han invadido su mente, desaparezcan al verse
desenmascaradas. Pero si no son ésas las causas y se siente cansado del discurso,
hablando de ellas como si fueran la verdadera causa, pues ciertamente las ignoramos,
expongamos algo realmente inesperado y como fuera de lo previsto, según ya dije
antes, y la atención se verá libre del cansancio. Pero que todo esto sea breve, sobre
todo porque viene fuera de programa, para evitar que la medicina no acabe
aumentando la causa del fastidio que pretendemos curar. El resto se ha de exponer
con más rapidez, prometiendo y dejando ver que estamos ya muy cerca del final.
Si el catequista se angustia por haber tenido que suspender un trabajo al que estaba
dedicado como más necesario, y por esa razón se angustia, debe recordar sus
deberes de misericordia y caridad para con el prójimo, y alegrarse de que las cosas no
se dispusieron según su voluntad, sino según la voluntad de Dios.
Si el catequista se encuentra entristecido por algún error o pecado suyo, debe recordar
no sólo que el espíritu atormentado es un sacrificio para Dios (cf. Sal 51 (50), 19), sino
también aquella frase: Como el agua apaga el fuego, así la limosna extingue el pecado
(Si 3, 30). Y también: Quiero más misericordia que sacrificio (Os 6, 6). El catequista
debe alegrarse de que Dios le de la oportunidad de realizar una obra de misericordia
para sofocar el incendio provocado por sus pecados. Se cometería otro pecado si por
estar afligido por sus pecados, el catequista no le da a su alumno el saber que le pide
y lo desea el tesoro de Dios.
El catequista debe considerar qué tipo de alumnos tiene, si son cultos o ignorantes, si
son campesinos o de la ciudad, o si están mezclados, etc. San Agustín afirma que su
discurso catequístico busca adaptarse a la condición del alumno. Si bien a todos se
debe la misma caridad, no ha todos se les ha de ofrecer la misma medicina. la misma
caridad a unos da a luz y con otros sufre, a unos trata de edificar y a otros teme
ofender, se humilla hacia unos y se eleva hasta otros, con unos se muestra tierna y
con otros severa, de nadie es enemiga y de todos es madre.
El santo obispo propone el ejemplo de un hombre que viene con ánimo de hacerse
cristiano, del grupo de los ignorantes, habitante de la ciudad, cómo los que Deogracias
encontró en Cartago. Se le debe preguntar qué lo mueve a ser cristiano y si responde
“por la paz de la vida futura” o alguna otra buena y santa razón, se lo debe felicitar y
dar gracias a Dios por el hecho de que este hombre busque la verdadera tranquilidad.
Los hombres mundanos buscan la paz en las cosas vanas y pasajeras, en los bienes
materiales que tarde o temprano deberán abandonar. El que desee el verdadero
descanso y felicidad, debe alejar su esperanza de las cosas que se marchitan,
colocándola en las palabras del Señor.
Existen hombres que no tratan de ser ricos ni aspiran a los vanos honores, sino que
prefieren descansar en borracheras y en fornicaciones, en los teatros y en los
espectáculos frívolos, que en las grandes ciudades en ese tiempo se encontraban
gratis. En esta vida disipan en la lujuria su pobreza, y tras la miseria se dejan conducir
más tarde a los robos, los asaltos, los latrocinios y de pronto se ven asaltados por
muchos y terribles temores. Y los que antes cantaban en las tabernas, terminan pronto
en la cárcel.
San Agustín denuncia que por la pasión por los espectáculos se vuelven semejantes a
los demonios, incitando con sus alaridos a los hombres que se maten unos a otros en
la arena de lucha. Es imposible que en este tipo de vida se consiga la tranquilidad de
la paz, si se alimentan discordias y luchas.
Las locas alegrías no son alegrías. Los deleites de la ostentación de riquezas, el
orgullo de los honores, la orgía de las tabernas, los combates de los teatros, la
inmundicia de las fornicaciones, y la lascivia de los baños todo esto desaparece a la
venida de una sola fiebrecilla, que es capaz de arrancarles esa falsa felicidad. Solo les
queda la conciencia vacía y atormentada, que ha de tener a Dios como juez, ya que no
quiso tenerlo como protector, y se encontrará con un señor severo a quien no quiso
buscar y amar como dulce padre.
El que busca el verdadero descanso prometido a los cristianos después de esta vida,
puede incluso gozar ese descanso suave y agradable en esta vida, en medio de las
durísimas dificultades si ama los preceptos de Dios. Muy pronto se dará cuenta esta
persona que son más dulces los frutos de la justicia que los de la iniquidad, y que el
hombre goza más sincera y felizmente en su buena conciencia (cf. Hb XIII, 18), entre
los afanes, que en la mala conciencia en medio de los placeres.
Hay quienes desean hacerse cristianos para ganar la confianza de hombres de los que
esperan ventajas temporales o porque no quieren ofender a personas que temen.
Éstos son reprobables la Iglesia los tolera por un tiempo, como la era soporta la paja
hasta el momento de la trilla. Si no se corrigen serán rechazados y arrojados al fuego
eterno.
Existen otras personas con mejor esperanza, aunque no menor peligro, que temen a
Dios y no se burlan del nombre de cristianos, que entran en la Iglesia de Dios con un
corazón sincero, pero ya en esta vida esperan la felicidad, como si pudieran ser más
felices en las cosas de este mundo que los que no adoran a Dios. Al ver que los
malvados llegan a gozar de esta prosperidad mundana de modo extraordinario,
mientras que ellos carecen de ella y se intranquilizan como si honrasen a Dios en
vano, y así fácilmente abandonan la fe.
El que quiera hacerse cristiano por la felicidad eterna y por el descanso sin fin que se
ha prometido a los santos después de esta vida, este es un verdadero cristiano. En su
progreso, llegará a un estado de ánimo que le hará amar más a Dios que temer el
infierno.
Así, San Agustín da dos ejemplos de catequesis para principiantes, uno más extenso y
otro breve.
Finalizada la catequesis, se le debe preguntar el catecúmeno si cree y desea observar
esas cosas. Cuando haya aceptado, se hará sobre él la señal de la cruz y se le tratará
según la costumbre solemne de la Iglesia.
Se le debe explicar brevemente la doctrina de la Iglesia sobre las imágenes sagradas.
También que si alguna vez en las Escrituras oye algo que le suene de modo carnal,
debe intentar comprenderlo en su sentido espiritual, haciendo referencia al amor de
Dios y del prójimo. No debe desconfiar de la corrección de ningún hombre, pues Dios
le deja vivir no por otra razón sino para que sea conducido a la penitencia (cf. Rm II, 4),
como dice el Apóstol.
Conclusión:
Bibliografía
San Agustín de Hipona. (1992). De catechizandis rudibus. (L. Andrés, Trad.) Iquitos:
OALA.
San Agustín de Hipona. (s.f.). Augustinus.it. Obtenido de
https://www.augustinus.it/spagnolo/catechesi_cristiana/index2.htm
San Agustín de Hipona. (s.f.). De catechizandis rudibus. (S. Arsenio Seage, Trad.)
Apostolado mariano.